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1 EL BASILISCO DE LA VIOLENCIA VISTO POR MANUEL MEJÍA VALLEJO * Augusto Escobar Mesa Universidad de Antioquia [email protected] Pareciera que las muchas formas de violencia que le tocó padecer a Mejía Vallejo Mejía Vallejo (Jericó 1923) fueran cosa de un pasado lejano, sin embargo, ese efecto aparente se esfuma para diluirse en una violencia de hoy que lacera la vida y fisura los bienes de los hombres del presente como nunca antes. Da la sensación en esta lectura crítica que Mejía hace de la violencia como si la de ayer proyectara sus oscuras sombras sobre la de hoy, como si estrechos y subterráneos vasos comunicantes tendieran puentes entre lo que ayer asoló al país y hoy se impone sometiéndolo todo al caos y al miedo. Si bien la violencia es para Mejía Vallejo una de las tantas maneras de manifestarse el hombre colombiano, esta le pertenece y casi que lo identifica y distingue, en determinados momentos, en el contexto de la cultura latinoamericana y universal. Ella ha estado desde tiempos inmemoriales y se revitaliza cuando las coyunturas históricas lo propician. Aunque la violencia no es invención de hombre o país alguno, sino que hace parte de la cultura humana, Mejía Vallejo tiende a observar que en el hombre latinoamericano, y en el colombiano en particular, hay un mayor condicionamiento –dadas ciertas determinaciones históricas y de vida– a incubarse y manifestarse de diversas maneras. Los conflictos sociales, las carencias materiales, las atávicas costumbres morales y religiosas, el esperpentismo de la naturaleza, la extrema desigualdad social, el tentacular y enajenante intervencionismo extranjero, todo esto y mucho más han acechado al hombre colombiano y siguen haciéndolo hasta estigmatizarlo. De esto, en su visión íntima, nos habla Mejía Vallejo. Hegemonía de la violencia en la literatura épica En algún fragmento del pensamiento filosófico primero del mundo occidental afirmaba Heráclito: “la violencia es padre y rey de todo”. ¿El que exista tal cantidad de novelas sobre la violencia y que Colombia haya vivido épocas tan cruentas, podría creerse, –como opinan algunos– que hay una cierta vocación de violencia en el hombre colombiano? A esta pregunta, Mejía Vallejo se sostiene en aquella tesis, compartidas, entre muchos otros, por Konrad Lorenz y Desmond Morris, de que el

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EL BASILISCO DE LA VIOLENCIA

VISTO POR MANUEL MEJÍA VALLEJO*

Augusto Escobar Mesa Universidad de Antioquia

[email protected] Pareciera que las muchas formas de violencia que le tocó padecer a Mejía Vallejo Mejía Vallejo (Jericó 1923) fueran cosa de un pasado lejano, sin embargo, ese efecto aparente se esfuma para diluirse en una violencia de hoy que lacera la vida y fisura los bienes de los hombres del presente como nunca antes. Da la sensación en esta lectura crítica que Mejía hace de la violencia como si la de ayer proyectara sus oscuras sombras sobre la de hoy, como si estrechos y subterráneos vasos comunicantes tendieran puentes entre lo que ayer asoló al país y hoy se impone sometiéndolo todo al caos y al miedo. Si bien la violencia es para Mejía Vallejo una de las tantas maneras de manifestarse el hombre colombiano, esta le pertenece y casi que lo identifica y distingue, en determinados momentos, en el contexto de la cultura latinoamericana y universal. Ella ha estado desde tiempos inmemoriales y se revitaliza cuando las coyunturas históricas lo propician. Aunque la violencia no es invención de hombre o país alguno, sino que hace parte de la cultura humana, Mejía Vallejo tiende a observar que en el hombre latinoamericano, y en el colombiano en particular, hay un mayor condicionamiento –dadas ciertas determinaciones históricas y de vida– a incubarse y manifestarse de diversas maneras. Los conflictos sociales, las carencias materiales, las atávicas costumbres morales y religiosas, el esperpentismo de la naturaleza, la extrema desigualdad social, el tentacular y enajenante intervencionismo extranjero, todo esto y mucho más han acechado al hombre colombiano y siguen haciéndolo hasta estigmatizarlo. De esto, en su visión íntima, nos habla Mejía Vallejo. Hegemonía de la violencia en la literatura épica En algún fragmento del pensamiento filosófico primero del mundo occidental afirmaba Heráclito: “la violencia es padre y rey de todo”. ¿El que exista tal cantidad de novelas sobre la violencia y que Colombia haya vivido épocas tan cruentas, podría creerse, –como opinan algunos– que hay una cierta vocación de violencia en el hombre colombiano? A esta pregunta, Mejía Vallejo se sostiene en aquella tesis, compartidas, entre muchos otros, por Konrad Lorenz y Desmond Morris, de que el

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instinto agresivo del hombre se debe a un instinto innato, programado filogenéticamente. “El hombre como hombre es violento”, dice Mejía. Y opina que en Colombia no se inventó la violencia, que se es ingenuo en pensar que la literatura de la violencia es sólo de Colombia. Para él, toda la literatura americana es violencia, igual lo es toda la épica mundial, El Ramayana, El Mahabarata, la Odisea, la Ilíada, las tragedias griegas pasando por las novelas de caballería, Shakespeare, La comedia humana de Balzac, los grandes escritores europeos y rusos del siglo XIX, y gran parte de la literatura del siglo XX. Y agrega: “Lo que usted quiera leer, todo, es literatura violenta. La violencia fue inventada mucho antes de Cristo. El hombre es violento desde el origen. Basta con observar la historia de Caín y Abel, de todos los mitos y mitologías para constatar como se da la muerte producto de la violencia”. Los libros sagrados de muchas religiones, según el escritor jericoano, muestran, no una, sino muchas violencias; la Biblia, por ejemplo:

es un libro excepcional, ahí se narran las más tremendas barbaries acatadas y pregonadas en nombre de un único sendero; indudablemente Jehová no era un buen vecino. Por eso un rabino se atrevió a decir: “está bien, Señor, que seamos tu pueblo elegido, pero ¿por qué de vez en cuando no eliges a otro”. Podría pensarse que si Dios escribiera sus memorias, no habría literatura más bárbara que la de Dios. Hasta se ganaría el premio Nobel. Inclusive dentro de cada nación han podido convivir barbarie y cultura, porque si llega el fanatismo, el civilizado se pone al borde del abismo total, o cae en él. Alemania, para muchos el país más culto y civilizado, fue al mismo tiempo el más bárbaro, sólo así se explica el exterminio de seis millones de judíos en campos de concentración, contra los paredones o en hornos crematorios. “Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura”, así empieza el manifiesto del escritor francés Alejandro Lerroux, publicado en 1906, y donde invita al incendio, al asesinato, al crimen en todas sus direcciones. “Alzad el velo a las novicias y elevadlas a la categoría de madres para civilizar la especie”. Términos semejantes a los de tantos ismos, incluidos algunos del nadaismo local.

El hombre es la única especie que se mata entre sí. Y lo confirma Freud cuando se pregunta: “¿Por qué nuestros parientes, los animales no presentan semejante lucha cultural?”. Esta idea parece darle la razón a Mejía Vallejo cuando plantea la condición histórica y casi filogenética de la violencia colombiana. Es como si el

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hombre nuestro llevara, como Sísifo, un peso opacador, imposible de liberar. Son demasiadas las circunstancias de violencia entre nosotros desde siempre, por eso, ante tantas injusticias de curas, políticos y dirigentes, había que rebelarse. Los mismos políticos y gobernantes de turno han estimulado la retaliación, el rencor sin límite. Unos en los púlpitos, otros desde los directorios políticos, otros más desde el gobierno o desde el Parlamento, o en las plazas públicas, o desde los medios de comunicación. Es una cadena de venganzas sobre venganzas. Sobre todo, lo cree Mejía, porque es un país que carece de una adecuada educación y de justicia efectiva. La impunidad es un mal endémico y sin remedio a la vista. Entonces, concluye:

somos violentos, somos fieras elementales, aunque llenas de talento. Porque esa misma fiera que se mataba en cualquier esquina o en el campo, es la misma que inventó la cumbia, el paseo vallenato, la guabina, el merecumbé, el chotis, el currulao, todas las bellas danzas nuestras. Es una cultura maravillosa. Colombia tiene las series musicales más bellas de toda América. La cumbia es una de las grandes danzas populares del mundo, y es un ritual de la muerte, aunque sensual. La muerte siempre está como primer principio. La música, el baile nos libera un poco de ese peso trágico.

Si la violencia es algo inherente a todas las culturas y ha estado presente en todas las épocas, no debe haber entonces un sentimiento de inferioridad en nuestro actuar por lo que ha pasado, manifiesta Mejía Vallejo, ya que la violencia es multicausal vista no sólo desde la historia política universal, sino también desde nuestra realidad particular. “Antes se burlaban de nosotros como continente que producía golpes de estado semestralmente, cuando menos, en diversos países –cuatro veces ha sido derrocado Velasco Ibarra en el Ecuador– y entregaban una imagen caricaturesca de dictaduras y de crímenes”. Es verdad que en América Latina ha habido dictaduras crueles y hasta mágicas como la de Duvalier, Trujillo, Estrada Cabrera, Ubico, Carías, Martínez,

llenas de ignorancia petulante, basadas en una presunta incultura de sus respectivos pueblos, y se han cometido crímenes siempre inferiores a los de las dictaduras civilizadas. No más en Alemania, el país más culto de la tierra y creador en muchos aspectos, se asesinó a seis millones de judíos en hornos crematorios, en campos de hambre, en paredones. Los italianos inventaron eso de la mafia y los norteamericanos la desarrollaron antes de que llegara a América Latina; los franceses masacraron a los argelinos, los

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judíos a los palestinos y los gringos a los coreanos, vietnamitas, y hay decenas de ejemplos más. Ya, con estos botones de muestra, les queda muy difícil a otros pueblos que se creen cultos, burlarse de nuestra crueldad, de nuestra incultura, de falta de civilización y de progreso. Ya tienen que pensarlo un poco antes de enrrostrarnos esas faltas.

Para Mejía, la historia humana es la historia de los arrasamientos, frecuentemente hechos en nombre de una cultura disfrazada de ambiciones personales, políticas, religiosas. Infinidad de veces la historia ha mostrado el triunfo de la muerte, y en iguales partes la vida ha sabido sacudirse sus propios estragos. Si se mira brevemente la trayectoria de la especie, agrega: “barbarie es aquello que no está en favor de uno, o que lesiona sus intereses; puede ser también un aferrarse a las costumbres para evitar ser conquistado o destruido, o tener dioses diferentes y diferentes modos de entender el mundo, la muerte, el amor, la vida, la moda”. Los griegos llamaban bárbaros a los que no eran griegos, así fueran personas de honda civilización; los hispanos llamaban bárbaros a los árabes matemáticos, filósofos, poetas y, claro, también guerreros. Para los turcos eran bárbaros los cristianos, y estos consideraban que el mundo se salvó con su victoria en la batalla de Lepanto. Ateniéndose a la definición de que bárbaro es el que ignora la civilización, se pregunta:

¿Qué es civilización?, ¿dónde están sus límites? Los llamados pueblos bárbaros en todos los continentes han tenido arte y literatura de inefable grandeza, alimentados por la más brava sangre. Solamente a los colombianos se les ocurrió ser inventores de la literatura de la violencia, olvidando que las epopeyas clásicas la Ilíada y la Odisea son obras de violencia, y que ningún genio o escritor de talento ha podido substraerse a dicha tentación.

Violencia de la conquista y de los conquistadores Algunas de las novelas de Mejía Vallejo, La tierra éramos nosotros, La casa de las dos palmas, Los abuelos de cara blanca, insinúan una violencia ancestral, como si esta hubiera sido originada y perpetuada desde el origen mismo de la nacionalidad, la misma que ha dejado terribles secuelas en el espíritu del hombre americano. La violencia en Colombia es, para él, consecuencia del fanatismo y de la ambición desordenada que se da desde los mismos comienzos de la nacionalidad y desde la

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Conquista misma. “Es una violencia inhumana –sostiene– sin el menor asomo de justicia social. El descubrimiento y la conquista de América fueron violentos como ninguno”. Según Mejía, Colón embarcó una cantidad de nativos para ser mostrados ante el rey y los españoles como parte de los especímenes nuevos encontrados, pero muy pocos llegaron vivos, y todo para justificar la acción conquistadora y luego colonizadora. Mejía recuerda haber leído un diario de a bordo del médico que acompañó a Colón en sus viajes en el que se cuenta cómo a Santo Domingo llegaron al barco unos arqueros desnudos que venían en canoas disparando sus flechas contra ese monstruo, esas islas flotantes como llamaban las carabelas, pensando que eran animales. Y cuenta además el médico cómo llevaban a los prisioneros a esas islas, los castraban, violaban a sus mujeres y se comían a los niños indígenas. Cuando estuvo estudiando durante varios años el tema indígena de América, especialmente en Guatemala, se sorprendía de la memoria del obispo Landa y de otros cronistas de la época al mostrar en detalle todo lo que había sido la Conquista para los indígenas y la violencia que ejercieron contra su cultura. Es diciente que la catedral de México, como casi todas en América, fueron erigidas sobre los cimientos de pirámides, templos o lugares sagrados arrasados. La cruz, siguiendo lo expresado en muchas de esas lecturas, “se implantó contra toda forma de paganismo. No solamente se apropiaron de los objetos materiales, las joyas, el oro, sino que también les quitaron la religión y la cultura; violentaron el alma y produjeron un desgarramiento interior fatal; los castraron al imponerles un bautizo que no entendían”. Pero reconoce también que antes del descubrimiento había violencia entre las comunidades indígenas. Algunos historiadores y antropólogos modernos como Pierre Clastres, sostienen que se dio mucho antes de la conquista una violencia entre los mismos indígenas y no menos cruel que la que se daría luego con los conquistadores españoles. En el libro México, país de los altares ensangrentados, que Mejía Vallejo leyó en Centroamérica, recuerda que en él se cuenta que en tres noches mataron a veinte mil personas como sacrificio a los dioses. Al respecto dice:

Me tocó ver altares de piedra y los cuchillos con los que se abría y sacaba el corazón de las adolescentes y luego hacían sánduches con la tortilla. Era ese el manjar de los dioses y estos se alimentaban con eso y con las plegarias de los sacerdotes indígenas. La violencia se ejercía desde mucho antes en América y si no se escribió fue porque no había escritura, aunque nos dejaron estas historias en sus pinturas. Después cuando llegaron los

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conquistadores el genocidio de indígenas fue algo común. Se apropiaron de sus tierras y de su oro, destruyeron sus ídolos y creencias, y los sometieron a la esclavitud más inhumana.

Violencia política, religiosa y moral en Colombia El tema de la violencia histórica y política en Colombia tiene, casi siempre, un correlato ineludible, la religión católica. Igual se observa en algunas de las novelas y cuentos de Mejía Vallejo: El día señalado, Las muertes ajenas, La casa de las dos palmas. La Iglesia contribuyó de una manera u otra a atizar la violencia. Al respecto, el escritor observa que cuando leía esas historias de la literatura precolombina y las crónicas de Indias, constataba que la violencia había sido total. Luego se agregaron las guerras religiosas, la mayoría con apariencia política. Era la lucha del bien contra el mal, de la Inquisición, de la persecución de católicos conservadores contra liberales no menos católicos, contra protestantes, ateos y materialistas; era el baluarte del conservadurismo, de la tradición, de la moral atávica contra las libertades y el progreso civilizatorio. Y la cuota fue, según Mejía, de “miles y miles de muertos en batallas inútiles”. En el siglo XIX hubo en Colombia decenas de guerras civiles en la que la Iglesia participó activamente. En la más famosa, la de “Los mil días” (1889–1902), nadie sabe cuántos miles de hombres murieron defendiendo la causa conservadora, que era la causa de la iglesia Católica. ¿Para qué? –se pregunta–: “Para quedar peores”. Y luego con los trescientos mil muertos de la violencia de mitad del siglo XX, estimulada en parte por esa misma Iglesia, “nada se aportó sino resentimiento y mayor pobreza espiritual”. En novelas como El día señalado, Aire de tango, Tarde de verano, Y el mundo sigue andando, La casa de las dos palmas, más que la violencia histórica o partidista, la que tiene su verdadero peso es la agresión que se ejerce sobre la conciencia individual, producto del asedio moral y religioso y, a veces, de la rampante cotidianidad. Así lo reconoce el escritor cuando sostiene que antes que la violencia política partidista existiera, había otros tipos de violencia en nuestros pueblos: la de la vida cotidiana, la sentimental y hasta la moral. Recuerda que aun sin política en Jardín o en cualquier pueblo la gente se enfrentaba con puñal y se desafiaba con machete. Apenas el guapo se emborrachaba, desafiaba a medio mundo en el pueblo y para ver quién se atrevía a matarlo. Había muchos suicidios en el suroeste antioqueño porque la gente vivía angustiada por cuestiones personales, pero sobre todo morales y religiosas:

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cada uno llevaba su condena encima. Eran almas atormentadas por unas costumbres muy severas. No había más alternativa que Dios o el Diablo. Nosotros sabíamos que cada vez que teníamos un mal pensamiento nos jugábamos la vida y que el diablo nos llevaría, porque los sacerdotes predicaban que por cualquier mal pensamiento, uno se condenaba para toda la eternidad, y nosotros calculábamos cuánto tenía la eternidad, y eso era increíblemente largo. Era una expectativa tremenda ante esta vida y ante la otra. No había salvación. Yo pinto toda esa violencia de las costumbres en mis obras.

Pero los seres que más se ven afectados por esas chatas normas son, en las obras de Mejía Vallejo, las prostitutas; sin embargo, salen bien libradas por voluntad absoluta suya. Es como si hubiera una condescendencia, una cierta complicidad con esos personajes, distintos a los demás, que van a la reversa de cualquier moral discriminativa. En Jardín, pueblo de Mejía Vallejo, como en casi todos, las prostitutas no podían entrar a la plaza ni a muchos lugares. A ellas sólo le pertenecían los extramuros. Se las discriminaba sin piedad. El barrio donde vivían tenía siempre un nombre que lo diferenciaba del resto de pueblo como un estigma y era prohibido acercarse a él so pena de censura moral o excomunión. En Jardín se llamaba

“Nuevo Mundo”. Ir allá era una maldición y todas esas muchachas estaban malditas, así como los fulanos que las ayudaban. Don Pedro Posada, hermano de un cuñado mío, liberal, mantenía muchachas muy bonitas, y también Juanete, que murió rezando; éste era el que más putas llevaba al pueblo. Iba por ellas a Salgar, Jericó, Bolívar y también a Medellín. Rómulo Palacio, el guapo que nunca lloró, avisaba cuando llegaba “ganado” nuevo y entonces íbamos felices a “Nuevo Mundo” a conocerlas; había que coger cola. Pero después, en ese ambiente de violencia moral, sentía uno que dentro de sí estaban peleando Dios y el Diablo: era la cosa más angustiosa del mundo.

Un hijo natural era la burla del pueblo y significaba el enclaustramiento de por vida o el exilio. En ese ambiente tan pacato no se podía dormir tranquilamente porque se le aparecía el demonio o el infierno de muchas formas: “la mano peluda” o “la paila mocha”, “el duende sin cabeza”. El diablo era una amenaza permanente en boca de curas, maestros y de los mismos padres, por cualquier pequeño desliz que se cometiera, bien fuera un mal pensamiento o por haber deseado un bien o la mujer ajena o tocado a la sirvienta.

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En El día señalado Mejía recrea a Otilia, una prostituta que, como muchas de ellas, “era gente buena pero acorralada”. Una prostituta es también un personaje principal en Tarde de verano.

Yo las quiero mucho –dice– porque nos dieron los días más bellos. Era la poesía de la vida. Aunque uno se matriculaba como hombre ante el prostíbulo, era incapaz luego de presentarse ante Dios, pero subsistía siempre el temor ante la inminencia de morir en pecado mortal, que era lo peor que podía ocurrir. Los curas vivían maldiciendo a diestra y siniestra. Algunas de esas maldiciones se cumplieron, pues algunos en los que recaían estaban convencidos de su efectividad. La voz de los sacerdotes era la voz de Dios, entonces los malditos perdían la voluntad, no volvían a trabajar y morían de hambre.

En la opinión de Mejía, la violencia que se produjo como consecuencia de las revoluciones mexicana y cubana generó cambios sustanciales en muchos aspectos de la vida social, cultural y artística de esos países. En Colombia, en cambio, la violencia no aportó nada, sino fanatismo. Decenas de miles de personas murieron en la última violencia

peleando por supersticiones y no por ideales grandes. Siempre quedamos en las mismas o tal vez peor. En cambio Cuba sí ganó con el Che, con Fidel, con Camilo Cienfuegos. Hubo cambios. Aquí no, fue un heroísmo vano, generalmente basado en la vanidad de los jefes políticos, en el engaño, en la ignorancia. “Por las velas, el pan, el chocolate, yo combato, tu combates, él combate”, decían en la guerra de Los mil días.

Reconoce que en Colombia hubo héroes como Rafael Uribe o Jorge Eliécer Gaitán, gentes con carisma a quienes muchos seguían, pero la muerte violenta sobre ellos tronchó temprano sus vidas y sus ideales. La clase política y dirigente no ha admitido nunca alguien que se salga de sus grupos y tome la opción del pueblo. La violencia política y religiosa ha sido permanente en Colombia y “poco o ningún cambio positivo ha propiciado hasta el momento”. Antes la violencia era inútil porque no se esgrimían ideas, sino que se mataban entre liberales y conservadores, que a la hora de la verdad eran iguales, se educaban, se confesaban igual, vivían de la misma manera. En Cien años de soledad se resume esto cuando se afirma que unos iban a misa a una hora y otros a otra, pero igual mantienen la institucionalidad. Como quien dice,

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ideológicamente era iguales, los incitaba a la violencia solo un motivo: en control del Estado con su botín burocrático. Según Mejía: “esa violencia no llevó a nada; la transformación no llegó, la miseria y la injusticia se incrementó. La misma guerrilla que antes luchaba por ideales, ahora no la quiere ni el pueblo. El fanatismo ha servido para retardar la revolución. Lo peor es que aquí uno no ve un líder sino caciquitos de talla local”. Cuenta haberle impresionado unas fotos escabrosas publicadas en la revista Bohemia de Cuba que mostraban a un sargento del ejército colombiano jugando fútbol con cabezas de guerrilleros liberales. En otras fotos estaban diecisiete liberales que iban a ser asesinados, pero fueron salvados por un sacerdote conservador que no dejó entrar a la policía a la iglesia donde estaban refugiados. Estos habían sido torturados y castrados. Esas fotos estaban en los archivos del Directorio Nacional Liberal y las iban a publicar, pero se evitó a último momento para que no despertara más resentimientos.

Yo creo que si se hubieran publicado, ahora estaríamos echando más bala de la que hubo. Las muertes se justifican cuando hay caudillos que pelean por ideales, pero aquí se pelaba por una política que era idéntica en unos y otros. De ahí que esos odios hayan sido un poco artificiales y en nada han beneficiado al país, al contrario, lo han polarizado y generado más resentimiento. Este es uno de los países que más guerras civiles ha tenido en el mundo.

Admite Mejía que es un escritor y trata la literatura sin perder mi condición de hombre, al contrario, la acentúa y eso se observa en el manejo que da a sus personajes. “No pretendo con la literatura regar más pólvora, sino profundizar en los conflictos del hombre presente. No creo, por ejemplo, que todas esas crueldades de Israel con los árabes van a solucionar el problema de paz en sus fronteras”. Violencia fanática bipartidista La violencia que le tocó vivir en el suroeste antioqueño provino de ambos sectores en contienda –liberales y conservadores–, según la coyuntura o momento político. En Jardín persiguieron mucho a su familia, a unos, como él, por ser liberal; y a otros, como su padre, por ser conservador. Antes de irse para Venezuela le mandaron una boleta en la que le decían que lo iban a matar si no se iba de inmediato. Esto tuvo que ver con el doctor Peláez, abogado y compañero de estudios. El doctor Peláez le

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presentó dos tipos «de las cataduras más azarosas que he visto”: El Patillón y El Gitano, a quienes había sacado de la cárcel con leguleyada, pues todo el mundo sabía que habían perseguido y matado a muchos liberales. En El día señalado, Mejía incorpora el diálogo –con un mínimo de variantes– que tuvo con ellos y sus amenazas: “¡Cómo te parece –le decía El Gitano al Patillón– aquí mi don resultó rojo! ¡Cómo te parece! ¿Si será cierto que sea liberal un hijo de don Alfonso, tan correcto y tan conservador? ¡Pero parece que sí!” Ese tira y afloje empezó en una cantina buscando provocar a Mejía para tener el motivo de matarlo, pero como él sabía que así había ocurrido con muchos otros y los habían asesinado, justificando ante testigos conservadores, que siempre resultaban y declaraban, que había sido en legítima defensa ante ofensas proferidas, decidió abandonar el lugar. Estos y otros hechos similares le llevaron a tomar la decisión de irse a Venezuela “porque ya no soportaba esta situación tan difícil”. Antes de que llegara la violencia a Jardín a finales de los años veinte –pueblo netamente conservador–, su padre que era jefe conservador y presidente del Concejo municipal, salía a votar con Rafael Posada, vecino suyo y liberal. Se pintaban el dedo –que era la costumbre electoral de mojar el dedo con tinta indeleble según el partido: rojo para los liberales y azul para los conservadores– y seguían bebiendo aguardiente sin que esto generara conflicto alguno entre ellos. Pero después todo cambió a partir de 1946 y sobre todo luego del 9 abril de 1948 con la muerte del líder popular Jorge Eliécer Gaitán. La violencia llegó a los pueblos pacíficos del suroeste antioqueño y comenzaron las retaliaciones entre los fanáticos de los dos partidos tradicionales. La violencia fue cruenta en los pueblos y en el campo. El “boleteo” se volvió un recurso frecuente de extorsión en el medio campesino de casi todo el país y particularmente en la región del suroeste antioqueño

donde yo me crié: Támesis, Jericó, Jardín, Andes. A los suegros de mi hermana, don Pedro Posada y doña Teresita Arcila, una gente buena y prácticamente los fundadores de mi pueblo y a quienes todo el mundo quería, cuando los “pájaro” [sicarios] se apoderaron de Jardín, los obligaron a irse después de haberle colocado una bomba en su casa. Al día siguiente también tuvo que salir el doctor Peláez que era conservador. El boleteo era para todos en términos de: “o se va o lo matamos” o “le matamos al hijo” o “le violamos la hija”.

En la época de cambio de partido en el gobierno, en los años treinta, luego de la hegemonía conservadora de casi cincuenta años (1886–1930), cuando el escritor

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tenía poco más de diez años, muchos liberales comenzaron a desquitarse con los conservadores en algunas regiones del país. A su padre que era jefe conservador y concejal en ese entonces lo encarcelaron y luego lo obligaron a encerrarse en la casa.

Allí había un sargento boyacense –recuerda Mejía Vallejo– en el que me basé luego para pintar en mi novela El día señalado al sargento Mataya. Recién se había acabado la guerra contra el Perú [1933] y los conservadores todavía no aceptaban el cambio de gobierno, y como había una proporción de cien votos liberales contra tres mil conservadores, los presidentes Olaya Herrera y luego López Pumarejo mandaron agentes para mantener el orden en los pueblos que tenían esas circunstancias. Yo veía a los conservadores que empezaban a insultar y a desafiar a la policía o a los soldados que enviaban de Medellín. Y así se iba caldeando el ambiente hasta que se producía alguna trifulca con heridos y daños y a veces hasta muertos.

La filiación a un partido político se daba desde la cuna y las familias contribuían a alimentar la adhesión al mismo y el fanatismo en su defensa. Ese sentimiento experimentaba Mejía Vallejo cuando niño veía pasar a don Rafael Posada, que era vecino suyo y liberal y eso le creaba una cierta animadversión sin saber por qué. Así anecdotiza el hecho Mejía:

Un día que fuimos al monte a recoger orquídeas y ver los animales, pasó a caballo don Rafael. Yo pensaba que un conservador tenía que matar a un liberal cuando lo viera. Un primo y yo apostamos quién de los dos disparaba primero, si mi papá o don Rafael. Yo estaba seguro de que mi papá lo mataría, porque los curas decían en los púlpitos que los liberales eran ateos. Monseñor [Miguel Ángel] Builes decía que eran la mala semilla que había que destruir, entonces nosotros pensábamos que lo más lógico era una guerra santa para eliminar a los liberales que estaban acabando con la civilización y con el cristianismo; que habían sido ellos los que habían crucificado a Jesucristo, que se comían a los niños y habían hecho toda clase de males. De niños oíamos y vivíamos esto y lo repetíamos sin tener conciencia de lo que decíamos.

Además, había que contar con el fanatismo que estimulaban curas y religiosos en las escuelas y púlpitos en la clase de historia de la religión. Mejía siempre creyó que históricamente no ha habido una formación adecuada entre los colombianos –casi en

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totalidad alentada por la Iglesia– de aprender a discutir, y cuando se hace termina personalizándose el asunto y acabando en agresión,

todo por creer que hay una verdad absoluta, la de la religión o la nuestra, en la que nos atrincheramos. Discutir con un cura en aquella época era como condenarse de antemano o ser maldecido, que era peor que si lo mataran a uno, o lo obligaran a exiliarse de su tierra. A la palabra del cura o del cacique político, que eran como la de Dios, así estuvieran más equivocados que el diablo, no había remedio alguno.

Al internalizarse en los jóvenes y en las gentes sin ninguna conciencia política una postura de esta naturaleza –fanática, discriminativa, intolerante–, cuando se llegaba a los hechos, se generaba todo tipo de conflictos a nivel individual y colectivo. Se experimentaba, sostiene Mejía Vallejo, una situación muy ambigua. Se vivía un ambiente de intolerancia terrible auspiciado por los curas y los políticos. Se sentía una gran angustia porque a cada momento moría gente por eso de la filiación partidista.

Recuerdo –dice– a un señor Giraldo que era gamonal en una vereda cercana a Medellín y quien rastrillaba su machete cada domingo en plena plaza, diciendo que “nada era mejor que ser conservador” y que “saliera un rojo hijueputa pa' que vieran a un godo bien verraco”. Los liberales se escondían para evitar una confrontación porque sabían del lamentable resultado. En ese entonces, años treinta, yo estaba muy angustiado por esa situación. Más tarde cambió el asunto: de la violencia liberal contra los conservadores se pasó a una violencia conservadora con mayores consecuencias y mucha tragedia. Nunca vi una ruptura de resortes morales más desastrosa. Se perdió la conciencia moral.

Recuerdo también que en una ocasión estaban viendo una película en el teatro parroquial de Jardín y de pronto se oyeron unos disparos; era el sargento Mataya dirigiéndose a algunos de esos tipos provocadores de la violencia. Dio diez minutos para que todos desaparecieran o mataba a todo el mundo. Todos se encerraron de inmediato porque sabían que él era capaz de hacer cumplir lo que decía. Ese sargento era alto y calvo y no tenía casi cejas, era cobrizo y de rasgos indígenas. Irradiaba mucha seguridad. A Mejía niño le impresionó tanto esa figura y su capacidad de decisión que lo volvió uno de sus personajes protagonistas en El día señalado,

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precisamente el que contribuye a desencadenar la violencia siempre bajo el mandato del gamonal conservador. Mejía Vallejo cree que al hombre latinoamericano todo o casi todo le ha sido adverso, incluyendo la violencia de la naturaleza. A la intolerancia política y religiosa, a la avidez burocrática, a la falta de conciencia política de las gentes, al estado de miseria y de desigualdad social creciente, a la desconfianza mutua entre la dirigencia política, se agrega la violencia del medio natural. Hasta la naturaleza agreste se confabulaba para ser más hostil la vida. “Entre nosotros –afirma Mejía Vallejo– hay que agregar el clima y el medio ambiente como factores de violencia, pues donde hay paludismo, miseria y muchas enfermedades tropicales, hay propensión a expresiones agresivas”. Biológicamente estas son enfermedades y condiciones –de sobrevivencia– que afectan el comportamiento de los hombres. La violencia en el medio tropical endémico es, según Mejía

una violencia sui generis: la rabia contra el zancudo, contra las torrenteras, contra la incidencia del clima, contra una sociedad, contra factores de muy variada índole que van haciendo un héroe del pequeño tipo desconocido. El hombre de Antioquia salió de su tierra árida para colonizar el occidente colombiano; para levantar las grandes ciudades que fundó y que aún sigue fundando. Debía tener un poco de alma de culebrero, de mago, de improvisador, de milagrero; tenía que ser arquitecto, curandero y médico, ingeniero, cazador, hombre primitivo y hombre moderno a la vez, e ingeniárselas por sí solo para hacer lo que hizo. Y luego, el paisaje lleno de amenazas, la araña peligrosa, la víbora, la mapaná y las mil y una clases de serpientes, las fieras, el zancudo, las fiebres. Por eso tal vez el mito en América Latina es inmensamente terrorífico. Mientras que en Europa con un paisaje domesticado o fácilmente domesticable, con un cielo más suave a la lucha del hombre y de la misma naturaleza, había bailarinas, deidades alegres, voces susurrantes llenas de poesía en los bosques y en las orillas de los pequeños ríos, en nuestras cascadas y torrenteras proliferaban el caimán, las fiebres, las musarañas de toda clase, ¿qué podía pasar? una mitología de terror, pero igualmente grandiosa.

Considera que a veces se ridiculiza al “Mohán”, a la “Patasola”, a la “Madremonte”, a la “Patetarro”, al “Sombrerón”, a “La mula de tres patas”; a tradiciones regionales, a la naturaleza exuberante, y todo por ignorancia y esnobismo. Simplemente porque

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desconocemos –sostiene– nuestras bellas plantas en sus manifestaciones de hoja y flor. Hasta algunos de nuestros grandes poetas, Guillermo Valencia, por ejemplo, en muy contadas ocasiones extrajeron algo de lo grandioso que tiene el paisaje americano. Verdaderamente son hombres trasplantados, ajenos a un mestizaje cultural. Al fin de cuentas la historia del progreso y la cultura es la historia de las influencias, del mestizaje.

El efecto poderoso, extraordinario, misterioso, de la naturaleza sobre el hombre le impactó siempre. Nunca pudo olvidar cuando era niño el ver derrumbarse parte de una montaña; era un desgarramiento de la tierra que venía con su fuerza destructora. Ese fenómeno telúrico fue para él un espectáculo inolvidable y supo recrearlo en muchos de sus textos, particularmente en su primera novela La tierra éramos nosotros. En Guatemala vio caer frente a él tres casas por un terremoto y fue en algo impactante, pero el fenómeno que más le sobrecogía y atraía a la vez era la tempestad disonante y continua porque, según él, lo que generalmente agrada es un cielo estrellado, un crepúsculo apacible, pero a él le gustaba más el rayo, ya que en tiempo de su infancia los veía caer cerca de las altas montaña del suroeste y esto le producía una especie de fascinación que alucinaba. Los consideraba poderes más fuertes que su voluntad porque no podía atajarlos; era su víctima, incluso, porque podían caer sobre él. Veía cómo caían e incendiaban los árboles y nada ni nadie podía contener ese poder destructor. Lo que le sorprendía era una violencia que no tenía que ver con la mano del hombre, que estaba por encima de él, a pesar de la presunción de superioridad; por eso le atraía tanto. Literatura y violencia Con una conciencia de lo que histórica y socialmente ha sido la violencia en el país, para los escritores que la han padecido como Mejía Vallejo, no ha sido fácil evitar caer en una actitud retaliatoria, así sea mentalmente. Y opina al respecto Mejía:

para un escritor comprometido como yo me considero, creo que es menos simple de lo que la gente cree escribir sin odio y pintar a veces la verdad con poesía, que hacer lo contrario. Desconfío mucho de la conciencia humana. No en vano sigue vigente aquella frase de que “el hombre es un lobo para el hombre”. No hay minuto en la historia donde los hombres no estén peleando entre sí y donde no se ejerza la violencia en nombre de Cristo, de la Biblia, del anticristo, de Marx, de los antimarxistas, del capitalismo.

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En muchas de sus novelas y cuentos, Mejía deja ver un sentimiento de atracción por acciones de fuerza –así sean de la naturaleza–, por situaciones de conflicto individual y social, y por las aventuras riesgosas donde el cuerpo y la conciencia quedan en vilo. Sin lugar a dudas, la violencia ha sido uno de los temas fundamentales de su obra que la cruza desde la primera novela La tierra éramos nosotros (1945), hasta la última Los invocados (1997); desde el primer cuento “Miseria” (1946) hasta los publicados en México con el título Cuentos contra el muro (1994). A Mejía le atrae la violencia tanto de las víctimas como de los victimarios porque finalmente estos últimos también son víctimas de hilos oscuros que desconocen el manipulador de ellos. Asimismo le atrae, dice, “quien se sobrepone a la violencia. Me atrae la virtud del tipo inteligente, implacable, impasible. Me gusta el héroe, el desafío. Le tengo terror a las almas planas que no tienen altibajos, que son totalmente buenas o totalmente malas, por mera ‘güevonada’, por falta de imaginación. Las revoluciones, las guerras, las dictaduras, han motivado grandes obras literarias que han logrado trascender el hecho histórico. Obras como la Ilíada, Guerra y paz de León Tolstoi, La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes, El tambor de hojalata de Günter Grass, La piel de Curzio Malaparte, Yo, el supremo de Augusto Roa Bastos entre muchas otras, son cabales testimonios de la universalización y logro estético de un momento particular en la vida de los pueblos. En Colombia, los hechos históricos más importante y aquellos que no parecen serlo y han sido relegados u olvidados pero son quizás más significativos aún buscan sus recreadores. La mayoría de las novelas sobre las guerras civiles del siglo pasado o de la violencia de los años cincuenta o la del presente no han trascendido el tema. Carecen de la visión universalista necesaria de, por ejemplo, un Pedro Páramo de Juan Rulfo sobre la revolución mexicana, o El siglo de las luces de Alejo sobre la revolución francesa y la época de la Ilustración en el Caribe, o La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa sobre la revolución canuda en el nordeste brasileño. Mejía Vallejo anota cómo sobre le período llamado de la Violencia (1949–1960) se escribió mucho (45 novelas y centenares de cuentos), pero literaria y estéticamente no funcionó casi nada. La literatura colombiana se llenó de obras muy bien intencionadas, obras de denuncia donde el documento político sobrepasaba lo literario o simplemente el documento humano.

Recuerdo que cuando escribí El día señalado recibí en el exterior de contrabando fotos de la violencia en Colombia. En una de ellas se

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mostraba a quince tipos castrados, y en otras, a unos policías jugando balompié con la cabeza de unos guerrilleros. Arturo Echeverri Mejía, que escribió una de las mejores novelas sobre ese asunto, Marea de ratas (1960), sentía un gran rechazo a la violencia y a todas esas novelas retaliatorias. Yo le decía que si no se hacía una novela que literariamente se defendiera por sí sola, para qué hacer más documentos políticos cuando había tantos. En El día señalado yo rechacé el odio y rescaté aquello que humanamente lo transcendía. Creo que eso fue lo que logró Arturo Echeverri con su novela.

Mejía reconoce algunas novelas sobre la violencia como El Cristo de espaldas (1952) de Eduardo Caballero Calderón que la considera “bien hecha aunque muy sombría”. La mala hora de García Márquez le resulta interesante pero asevera que “dentro de su obra me parece la más floja”; sin embargo, El coronel no tiene quién le escriba (1958) “superó a aquella y a casi todas las demás novelas sobre la violencia. Es una obra magistral”. Otras obras importantes sobre la violencia de los años cincuenta son para él: Cóndores no entierran todos los días de Gustavo Álvarez Gardeazábal, El día del odio (1952) de Osorio Lizarazo y La calle 10 (1960) de Manuel Zapata Olivella, pero no logran tampoco dar, como se esperaba, una dimensión universal de la Violencia que enmarca hechos como el 9 de abril y el Bogotazo de 1948, las “dictaduras” de Laureano Gómez y el general Gustavo Rojas Pinilla y la subsecuente violencia partidista. Estima Mejía que es necesario reposo y tiempo para alcanzar una mejor conciencia del fenómeno histórico vivido. La gente se fatigó un poco con la novela de la violencia porque el tema se repetía, y en general, en forma mediocre, con la excepción de unas cuantas novelas. Las novelas y cuentos de escritores contemporáneos como Policarpo Varón, Luis Fayad, Roberto Burgos y otros,

están bien escritos, pero no transcienden el tema. Es un pretexto para escribir sobre eso, pero no hay ninguna posición política ni filosófica suficientemente clara con respecto a la violencia de esa época. Algunos escritores optan por el escapismo, por la fuga de una realidad que los incomoda, y aparecen obras sin sabor, estériles en sus proyecciones sociales. Igualmente son peligrosos los del otro lado, que sólo ven en la vida una obra de resentimientos y angustias chillonas, con banderas de sangre, tonos agresivos y verdades presuntuosas, sin el claroscuro de la

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discreción y la pausa. Es el blanco y el negro, el bien y el mal absolutamente crudos.

Se pregunta si la novela sobre la Violencia de los años cincuenta reclama aún su hacedor. Antes y ahora mismo se escuchan voces que dicen que todavía no ha aparecido la obra que dé cuenta del fenómeno totalizante de la violencia en los años cincuenta y menos aún de la del presente. Como bien explica el mismo Mejía, a veces se ha puesto como tarea escribir la gran novela de la violencia que algunos dicen no se ha escrito aún.

Yo no sé –afirma– hasta qué punto sea una obligación de los escritores escribir una novela de la violencia. A mí me tocó vivirla y escribí cuentos y novelas sobre esa temática. Para los testigos inmediatos de la violencia era muy difícil hacer una obra creativa sobre un asunto tan espinoso, porque despertaba mucho odio y teníamos tanto horror por tantos asesinatos, que no podíamos ser jueces imparciales, entonces tratábamos de evitar caer en el insulto escrito, en la diatriba. A varios amigos míos los asesinaron los conservadores o los torturaron o echaron de su tierra, y eso nos llenaba de ira como hombres que éramos antes que escritores y es imposible para un escritor dejar de ser hombre, su primera condición. Al revivir esas cosas aparecía la rabia y la rabia obnubila, oscurece, a no ser que sea un odio bien llevado, como el de Jorge Zalamea en El Gran Burundún Burundá ha muerto [1952], una epopeya de odio contra Laureano Gómez y Mariano Ospina Pérez. Él logra realizar una extraordinaria parodia literaria. Pero es casi imposible que un testigo presencial de estas cosas haga algo válido literariamente para cualquier tiempo y logre superar el simple documento de protesta. Cuando escribía El día señalado bregaba porque el odio o el asco no me llenaran. Para que saliera un documento literario y no simplemente político, tuve que mermar con inaudito esfuerzo mucho volumen a la realidad, pues si describía aquellos sucesos me tomarían por alguien de mente enfermiza, así muchos de esos documentos vivieran en la fidelidad de las fotografías: un grupo de uniformados, rasos y oficiales, jugando fútbol con dos cabezas de guerrilleros; una hilera de quince campesinos totalmente mutilados; el gallo vivo introducido en el vientre de una madre, viva también, porque en el vientre llevaba la “mala semilla”. Un paisano diplomático en España me llamó bárbaro, precisamente a raíz de aquella novela. Respondí que él llamaba bárbaro a quien era un casi

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tímido cronista de historias verdaderas, y que el pecado radicaba en hacer conocer el crimen, no en haberlo cometido, pero la barbarie no era exclusividad de un bando. Desde todos los puntos cardinales del país y de las ideologías disparaban y asesinaban; no cabía lo de los buenos y malos según absurdas simplificaciones.

Hubo poetas conocidos y otros que lo intentaban ser (Carlos Castro Saavedra, Jorge Gaitán Durán, Fernando Charry Lara, Fernando Arbeláez, Eduardo Cote Lamus, etc. dramaturgos (Enrique Buenaventura, Zapata Olivella, Santiago García, Jairo Aníbal Niño, Carlos José Reyes, Mario Lemus, Gustavo Andrade etc.), pintores (Débora Arango, Fernando Botero, Alejandro Obregón, Augusto Rendón, Carlos Granada, etc.), cineastas (Francisco Norden, Gustavo Nieto Roa, Dunav Kuzmanich, Gonzalo Canal Ramírez, Jairo Obando, Javier Orozco, etc.) que también asumieron la responsabilidad de abordar la Violencia, porque igual los afectaba como intelectuales y como miembros de una sociedad arrinconada por tan oscuros y desmembradores resortes políticos, sociales y morales. Mejía está de acuerdo que una obra literaria que por cualquier motivo pretenda intencionalmente, así esté bien escrita, defender una tesis o punto de vista, difícilmente podrá transcender el testimonio y verá afectado su alcance estético.

Basta –dice– fijarse en La mala hora de García Márquez centrada sobre el tema de la violencia, una violencia que no le tocó vivir porque en la costa no hubo, pero que sí conoció de cerca a través de los medios de comunicación y de conocidos suyos. Es cierto que en su caso hay una distancia de tiempo, pero una generación es muy poco tiempo para asumir tal temática con la dimensión que se requiere. De todas maneras, la violencia en Colombia es algo permanente, aunque no es exclusiva de nuestra literatura como se pretende pensar. Gran parte de la literatura latinoamericana ha sido de violencia, incluso la universal. Cuando Homero organizó antiguas rapsodias y creó la suya con la Ilíada y la Odisea, habían pasado ya varios siglos del origen de los hechos; de tal manera que el enemigo mortal, Héctor, se podía ver también como un héroe. Entonces pudo pintar el heroísmo, la ternura humana y la rabia de lado y lado. Pero en las novelas de la violencia en Colombia sólo se ve conservadores asesinando liberales o liberales a los conservadores. Un uniforme militar se ve como sinónimo de asesinato, y no es así. Un soldado es un ser humano así asesine. Entonces para ver el amor, la ternura, que también existe en el

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victimario, se necesita una mayor perspectiva de tiempo y de distancia. Yo tuve que esforzarme para no escribir con rabia y quité muchas páginas de mis novelas porque estaban llenas de odio personal, aunque justificado.

La historia, lo cree Mejía, le pertenece a aquellos que con su osada actitud suscitan los cambios en la sociedad. Le atrae mucho el tema del heroísmo, el de la violencia, pese a que la detesta y le duelen profundamente todas las cosas violentas que ocurren. Desde que el hombre es hombre la violencia le ha acompañado y eso es lo que llama la atención a Mejía, ese lastre como destino ineluctable. Y agrega:

El hombre es eso y desgraciadamente necesita alimentarse con sangre para nutrir su impulso, su “verraquera”. Es imposible conseguir las cosas por las buenas. Con consejitos no se cambia el país ni se tumba una ley injusta; tiene que ser con la violencia. Y la historia de la humanidad es la historia de los violentos y de los héroes. Este es un pueblo en donde la violencia es un estado permanente. La muerte es un sentimiento muy cercano. Es un pueblo acechado por las enfermedades, la naturaleza, los animales; un pueblo rodeado de peligros donde la naturaleza toma el aspecto de deidad como una tragedia esquiliana. Todo aquí es terrible: la tempestad, el terremoto, la guerrilla, el narcotráfico, la sequía y el invierno, el amor y la soledad, la mujer y el hombre. Un cazador o campesino que se hiere en el campo, tiene que andar tres días para encontrar un médico. La selva atrae como el abismo. Hay gentes que se van unos días y no vuelven jamás.

La violencia como un factor que contribuye a remover las conciencias y por ende a generar cambios, según Mejía, se acerca a aquella idea de Brecht en Santa Juana de los mataderos de que en “donde reina la violencia no hay otro recurso que la violencia”, porque como lo expresa el mismo Mejía:

la violencia entre nosotros nos ha acompañado siempre. Un poco el grito de la bestia primigenia en que la maldad –si es que hay maldad en el tigre que ataca– es espontánea y a veces necesaria. La violencia y su testimonio en la literatura americana no es gratuita. Hemos visto cómo los mejores aspectos de esta literatura son de protesta: La vorágine es una protesta contra los esclavistas del caucho y Martín Fierro lo es contra el exterminio de indígenas en nombre de la civilización; Los de abajo, Doña Bárbara, Cantaclaro y gran parte de El mundo es ancho y ajeno son también novelas de protesta contra la injusticia y las desigualdades sociales. Mucha

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de la novelística americana del siglo pasado y del presente expresa la violencia y es testimonio violento de esa misma violencia. Es que nos queda muy difícil a nosotros, que estamos metidos en este fango, en este mundo controvertido cuyo fondo y durabilidad y repercusión ignoramos, escaparnos a una torre aislada a cantar a las alondras mañaneras y a la hermosa flor de loto, cuando todo a nuestro alrededor grita o gime o calla en un doloroso silencio. El hombre, por más reaccionario que sea o se crea es, quiéralo o no, testigo de su medio; y a un medio violento, a un medio político, debe corresponder una literatura violenta. Ahí está la justificación de la violencia en nuestra literatura americana. En alguna forma los escritores seguimos amenazados de muerte con bastante frecuencia o algo peor: la obligatoriedad de vivir al lado todas las claudicaciones, donde se va al diablo la dignidad del hombre. Tal vez no seamos sino las ciegas hormigas o las cigarras delirantes o los dientes del lobo, puede ser. Sin embargo, algo muy adentro nos dice que no todo estará perdido, y que a veces ocurren derrumbes que más pueden ser caminos en proceso, y que vendrá el goce acogedor después del grito, y que también es hermosa la llamarada y que las cenizas sirven también de abono para la buena tierra. Y que fuera de la realidad enemiga también existen el sueño y la ensoñación después del día fatigado, y habrá cantos corales y aparecerán seres de selección con quienes podremos compartir la alegría y los silencios. ¿Caeremos de nuevo en las retóricas? Tal vez sin cierta retórica se hace un poco largo e inútil este viaje. Viaje que seguiremos con nuestras armas definitivas: las palabras organizadas para expresar la desesperanza, o la esperanza y la fe en un mundo que no ofrece mayores alternativas de salvación.

La civilidad contrarresta la violencia En alguna ocasión Mejía Vallejo recordaba a tres personajes especiales de la época de su infancia en Jardín, porque de ellos aprendió actitudes vitales para la vida: Rafael Leonidas Velásquez, Gabriel Peláez Montoya y el padre Pérez. La violencia fue siempre fuerte en el suroeste antioqueño. Cuando no se mataban unos a otros, se suicidaban. Las peleas semanales eran frecuentes y era común que todos los muchachos cargaran cuchillo en el colegio, porque veían que los machos –los que admiraban como héroes– tenían cuchillo y no era por decoración. En ese entonces Gabriel Peláez era presidente de la Sociedad de Mejoras Públicas y en los dos teatros

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de Jardín, antes de las películas, colocaba siempre avisos que decían: “si llevas armas, va la desgracia contigo”. Había otros mensajes sobre el cuidado de los árboles, el respeto a los ancianos y a los inválidos, todos hechos por el doctor Peláez que era primo suyo. Era pues una educación colectiva. Gabriel era un tipo generoso, sabio, un médico increíble. Era una persona seria en todas las cosas. Era un ejemplo viviente. “A mí me gustaba mirarle la barba –dice–, verlo caminar y hablar. Era poeta y tenía buenos escritos en prosa, además era un buen orador. En el pueblo todos queríamos parecernos al doctor Peláez Montoya”. Rafael Leonidas Velásquez era muy amigo de él y entre los dos tuvieron la idea de crear una conciencia cívica en el pueblo. Rafael fue un personaje cívico todo el tiempo; dirigió el periódico conservador El Renacimiento. Él mismo lo escribía en Jardín y lo vendía los domingos en la plaza. Todos los sábados dictaba clases de cultura cívica, enseñaba a los jóvenes a comportarse en público y en privado. Les enseñaba a comer y a respetar a los héroes, a la patria y a la bandera. Cada ocho días repartía una cartilla cívica que él mismo hacía. Gabriel Peláez y Leonidas Velásquez eran los que siempre organizaban los reinados cívicos para terminar la iglesia de interesante arquitectura, y también para el hospital, pues el gobierno no ayudaba. Por otra parte, el parque, que también fue bien diseñado y siempre florecido, estaba al cuidado de los estudiantes por consejo de ellos. Los escolares tenían medio día a la semana para cuidar las flores y sembrar árboles. Además disponían de huertas en las escuelas para sembrar flores y legumbres, y le daban un premio a los que mejores legumbres produjeran. Fue una labor que estimuló el amor por la tierra y nutrió de grandes valores. Cuando vino la violencia política, ambos, el doctor Peláez y Leonidas Velásquez, aun cuando eran conservadores, fueron los que atemperaron la cuestión en favor de los liberales. Si bien defendían firmemente las ideas conservadoras, impidieron que mataran y “aplancharan” a muchos liberales, sobre todo Gabriel Peláez. A otro personaje que conoció de pequeño y que generaba violencia de otra manera fue al padre Pérez. Él fundó el convento de La Perseverancia en Jardín y también en Cristianía. Era generoso con la gente, pero como casi todos los misioneros y a pesar de su buena intención se tiraba en la cultura de los nativos porque pretendía cambiarlos, y en este caso, cambiar a los indígenas de Cristianía en sus creencias, mitologías y en sus bases de apoyo que los hacían gentes independientes frente a un credo extraño. En lugar de sus supuestas figuras demoníacas o divinas, el padre Pérez sobreponía a Dios, a la Virgen, a los apóstoles, perdiendo así lo tradicional de la

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cultura de ellos. De ahí que esos indígenas “quedaran flotando entre dos aguas sin estar en ninguna”. La violencia como factor de cambio La violencia en un sentido amplio marcó una etapa de la vida de Mejía Vallejo y dejó profundas huellas por haber estado muy cercana a su primera edad y a los primeros descubrimientos del mundo, y siguió incentivando hasta el final su imaginación creadora como una idea obsesiva y que de alguna manera había que exorcizar. La violencia radicalizó y generó cambios sustanciales que hoy se ven sus efectos, algunos positivos y otros profundamente lesivos. También, según Mejía,

nos ayudó a salir de la Patria Boba de antes y a tomar conciencia de lo que estaba pasando alrededor, y entender que uno era parte del pueblo y de la gente; que vista en titulares de periódicos pierden su importancia, pero cuando uno les conoce el nombre propio, de quién es hijo, dónde estudió, cómo fumaba, en qué forma reaccionaba frente al chiste o frente al enojo ajenos, pues entonces ya cambia el sentido que uno tiene del campo y de la aldea. Tal vez algún día yo intente recuperar ese mundo perdido. Pero el hecho de que yo renuncie a escribir alguna vez, me parece totalmente inaceptable. Ya mi vida está conformada de acuerdo con una vocación, una vocación sostenida por el impulso primero, por una cantidad de recuerdos y nostalgias, pero remitidas a algo, no a nostalgias gratuitas. Y además por la convicción de que cada ser humano que tenga cierta posibilidad de salir adelante en el oficio debe efectuarlo.

Aunque es lamentable –sostenía T. S. Eliot en Cuatro cuartetos–, hay momentos en los que la violencia es la única alternativa para asegurar la justicia social. Detrás de cada acto violento de muchos de los personajes de Mejía Vallejo hay siempre un aliento de renovación y esperanza, así se fracase, porque como bien lo expresa, es partidario de una cierta violencia, porque la

violencia conmueve, crea crisis, trae su cura. Hay que refregar la herida infectada y aplicar la asepsia aun cuando arda; hay que utilizar esa violencia si puede curar de alguna manera. Distinta a este tipo de violencia, la nuestra, histórica, ha sido una violencia un poco baja, que crea odios. No hemos tenido caracteres reflexivos que saquen una conclusión y digan: “no nos matemos más, trabajemos juntos por el bien de todos”. En lo que

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hacen siempre están buscando beneficio personal o de grupo. Yo no he sido de ningún partido, he sido un tipo de izquierda, pero hoy ya no sé qué soy ni para dónde coger. Es tan desengañador todo lo que uno ve. Yo creo que somos colombianos ante todo; deberíamos ser hermanos y no hacernos daño unos a otros. Nosotros somos ante todo escritores, artistas y no tenemos por qué ser otra cosa, claro, sin ser indiferentes a lo que ocurre en la política y en el quehacer mundial. Debemos tener la serenidad suficiente para evitar el fanatismo.

Esta reflexión amplia sobre un fenómeno complejo y diverso como ha sido y es la violencia en Colombia y América Latina muestra cuán significativo ha sido este tema para el escritor colombiano y antioqueño Mejía Vallejo, que no se agota en lo anteriormente propuesto porque es abundante la literatura de creación y crítica de él al respecto. Lo que sí muestra es la dimensión de todas las posibles aristas del fenómeno que decenas de novelas escritas en sólo dos décadas (1949-1970) –en las que se inscriben parte de las de Mejía– tampoco han agotado dicha temática, al contrario, han dejado una brecha grande porque los interrogantes se han multiplicado. Igual habría que decir de la vasta bibliografía histórica y política que se ha escrito sobre dicho fenómeno si que aún se conozcan las verdaderas causas que la han motivado; fenómeno de particular singularidad no dada en ningún otro país de América. Referirse a la violencia en Colombia hace cincuenta años o desde hace dos décadas es como hablar del invierno o del verano o del vecino más cercano. Ha estado en el medio casi desde siempre. Es un ethos y un pathos. Es historia, es vida, es gesto cotidiano. Nació con el agresor hace ya bastante tiempo. Con aquel a quien se le caían –como las palabras, diría Neruda– de las barbas, de los yelmos, de las armaduras. Con ese invasor, así como con los otros que le siguieron, se inauguró una cadena interminable de guerras conquistadoras, de guerras civiles, de guerras fratricidas; de saqueo, de explotación e ignominia por unas onzas de oro, por unas arrobas de café o unos barriles de petróleo. Casi todo se lo llevaron o se lo han ido llevando a pedacitos y nos han dejado un vasto y desolado mar de desesperanzas. Ellos, como sus herederos –los de ahora– han fundado un imperio, el de la Violencia y el de su vecina más próxima, la Muerte. Los miles de muertos, víctimas de la violencia social e institucional de las últimas décadas, se agregan a las decenas de víctimas del período llamado de la Violencia entre 1947 y 1957, y a los otros tantos miles caídos en el combate diario por

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sobrevivir al reino del terror y a un estado de desigualdad social cada vez más creciente. Cuatro décadas después de la “peor y más abominable orgía de sangre de todos los tiempos en Colombia”, la violencia sigue tan campante como en el mejor de sus días, como si el tiempo de la Muerte se hubiera detenido para no dejar avanzar el tiempo de la Vida.

* Este artículo como las citas del escritor fueron tomadas y reelaboradas a la manera de un reportaje del libro: Memoria compartida con Manuel Mejía Vallejo. Medellín: Biblioteca Piloto para América Latina, 1997.