Azabache -Anna Sewell

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"Soluciones Escolares Icarito", publicado por Prosa. Ilustración Portada: Andrés Jullian Impresores: Prosa. 1995 IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE Anna Sewell AZABACHE EDICIONES OCCIDENTE S.A. 1

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Azabache

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"Soluciones Escolares Icarito", publicado por Prosa.

Ilustración Portada: Andrés JullianImpresores: Prosa. 1995

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

Anna Sewell

AZABACHE

EDICIONES OCCIDENTE S.A.

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Page 2: Azabache -Anna Sewell

PRIMERA PARTE

I

EL HOGAR EN QUE NACÍ

Mis recuerdos más lejanos se remontan a una praderaextensa y de un césped siempre verde, con una lagunita de aguacristalina sobre la que se inclinaban muchos árboles frondosos. Lacharca no era muy profunda y asomaban a la superficienumerosos junquillos y lirios acuáticos que crecían en el fondo.

Era un potrero alargado. En uno de sus extremos, más alláde los cercados y tranqueras, se veían unos campos arados,mientras que, en el otro, se alzaba el amplio portón que conducíahacia la elegante casa de nuestro amo, junto a la carretera. En loalto del campo había un bosquecillo de abetos y en la parteinferior había una hondonada y un arroyo murmurador corría alfondo de la pendiente.

Mientras fui pequeño, me alimenté con la leche de mimadre, hasta que un feliz día fui capaz de probar la hierba tansabrosa, y ya no sentí deseos de tomar leche. Durante el díacorríamos juntos y de noche me acostaba al lado de ella. Enépocas de calor solíamos permanecer al borde del estanque, a lasombra de los árboles, y cuando hacía frío buscábamos un refugiocálido cerca del bosquecillo.

No bien pude comer pasto mi madre salía a trabajar en lashoras de sol, y no regresaba hasta el caer de la tarde.

Había en el potrero otros seis potrillitos de mi edad o unpoco mayores que yo. Algunos tenían casi ya el tamaño de loscaballos grandes. Solía correr con ellos y divertirme mucho.Galopábamos dando vueltas por el campo, y a veces, en medio dela carrera, mis amigos daban coces y mordiscos.

Una tarde en que habían abundado las coces, mi madre me

llamó con un relincho y me dijo:-Quiero que prestes atención a lo que voy a decirte. Los

potros que juegan contigo son buenos compañeros, pero como sonanimales de tiro, carecen de buenos modales. Tú, en cambio, eresdiferente por tu nacimiento y educación. Tu padre gozaba derenombre en estos parajes y tu abuelo ganó la copa en las carrerasde Newmarket en dos oportunidades. Tu abuela era apreciada portener el más agradable carácter que se haya conocido y, en lo quea mí respecta, creo que jamás me has visto cocear o morder.Confío en que crezcas bueno y dócil y nunca aprendas malosmodales. Cumple tus tareas con buena voluntad, levanta bien laspatas cuando trotes y jamás muerdas o cocees cuando juegues.

Nunca olvidé los sabios consejos de mi madre. Mi amo laapreciaba mucho. Su nombre era Duquesa, pero él acostumbraballamarla Mimosa. Era aquel un hombre muy bueno y amable. Nosdaba bien de comer, buen alojamiento y nos hablaba con el mismocariño con que se dirigía a sus hijos. Todos lo queríamos y mimadre le tenía un afecto especial. Cuando lo veía junto al portónrelinchaba de alegría, trotaba hasta él y acercaba su boca hacia lamano del hombre.

-Hola, Mimosa, ¿cómo está tu Negrito?El amo me había puesto ese nombre a causa del color de mi

pelo, negro como el carbón.

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II

MI DOMADURA

Con el transcurso de los días, yo iba haciéndome cada vezmás apuesto. Tenía el pelo fino y suave, de un brillante colornegro, y en medio de la frente lucía una estrella blanca que se veíamuy hermosa. Ciertamente yo me creía muy lindo y mi amoafirmaba que no pensaba venderme hasta que tuviera cuatro años,pues, como decía él, los niños no deben trabajar como hombres, nilos potrillos como caballos, hasta no haberse desarrollado porcompleto.

Cuando cumplí cuatro años vino a verme un amigo de miamo, el señor Gordon. Me examinó los ojos, la boca y las patas.Me hizo caminar, trotar y galopar frente a él. Creo que le gustéporque dijo:

-Cuando esté bien adiestrado será un caballo magnífico.Mi amo le respondió que él mismo se encargaría de

domarme, pues no quería que me lastimaran o me dejasenasustado. En efecto, no perdió ni un minuto en hacerlo porque aldía siguiente comenzó a domarme o, mejor dicho, a adiestrarme.

Como tal vez muchos ignoren en qué consiste la domadura,será preferible que la describa. El asunto consiste en enseñarle alcaballo a usar la montura, las bridas y los demás aperos, y aaceptar que lo monte un hombre, una mujer o un niño, sininquietarse, y a llevar a su jinete por dónde él quiera.

Hay caballos que son muy rebeldes, y oponen mucharesistencia a aprender esas cosas. En tales casos, el hombre losobliga a obedecer finalmente. Por eso, se habla de domadura y no,simplemente, de adiestramiento del caballo.

Además, uno debe acostumbrarse a- usar la cabezada, lacincha y el arnés y a estarse quieto mientras se los colocan.Después, dejar que lo aten a un coche y caminar o trotar lenta orápidamente, según lo desee el cochero. No debe espantarse por loque vea ni hablar con otros caballos, ni morder ni cocear ni hacernada a su voluntad sino obedecer las órdenes que le den, aunqueesté cansado o hambriento. Como pueden ver, el adiestramiento esde suma importancia.

Desde luego, me acostumbré al cabestro y al freno, y a serconducido suavemente por el campo y los caminos. Para ello miamo trajo un día la ración habitual de avena y, después de muchascaricias, me introdujo el freno en la boca, sujetando las riendas.Me resultó algo extremadamente desagradable.

Quienes jamás han tenido un freno en la boca no pueden

imaginarse ni remotamente lo desagradable y angustioso que es elfreno, las primeras veces. Piensen que es una palanca de acero fríoy duro, del grosor de un dedo, que se lo colocan a uno en la bocaentre los dientes y la lengua, con los extremos que sobresalen enlas comisuras de los labios y sujeto por unas correas que pasanpor encima de la cabeza y bajo la garganta, alrededor de la nariz,y debajo de la barbilla, de modo que por nada del mundo se puedeuno librar de esa cosa dura y desagradable, que, a cada tirón de labrida o las riendas le apreta a uno la boca que parece que lacabeza fuese a estallar. Realmente es algo muy feo; por lo menos,tal es mi opinión. Sin embargo, le reconfortaba el recordar que mimadre llevaba siempre uno cada vez que salía y que también lousaban los caballos grandes, y ninguno parecía sentirsemortificado por eso.

Gracias a los sabrosos puñados de avena, a las caricias y lasamables palabras de mi amo, yo también me acostumbré a usar elfreno y la brida.

Luego le tocó el turno a la montura, que es mucho menosdesagradable. El amo la colocó muy suavemente sobre mi lomo,mientras el viejo Daniel, su ayudante, me sostenía la cabeza.Después me ajustaron las cinchas en la barriga, sin interrumpir lascaricias y hablándome constantemente. Me dieron otro poco deavena y me hicieron dar un paseo corto y agradable por el césped.La operación se repitió varios días, hasta que pronto comencé adesear la avena y la montura. Finalmente, una mañana mi amocabalgó conmigo durante un rato por la pradera, sobre la hierbasuave. Debo confesar que al principio me sentí un poco extraño,pero no cabía de orgullo por ser yo quien llevaba al amo. Prontome acostumbré también a ese nuevo estado.

Otra experiencia nueva y francamente desagradable fuecuando me colocaron las herraduras. Al principio también resultóalgo difícil. El amo me llevó hasta el taller del herrero y se quedóconmigo para verificar que no me hacían daño o que no measustara. El herrero levantó mis patas una por una y cortó unaparte de los cascos, alisándolos. No experimenté dolor alguno, yaque el casco es solamente una uña muy gruesa. Quedé en trespatas mientras realizaba su trabajo. Luego tomó un trozo dehierro, le dio la forma de mis cascos, lo golpeó con un martillo eintrodujo algunos clavos a fin de que la herradura quedarafirmemente sujeta.

Sentí que mis patas parecían más rígidas y pesadas, perocon el tiempo me acostumbré. Imagino que a los humanos lesocurrirá lo mismo cuando usan zapatos por primera vez.

Una vez realizadas todas esas operaciones, y cuando mehabitué a esas novedades, el amo continuó mi entrenamiento con

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el arnés. Muchas cosas nuevas tuve que aprender a usar. Enprimer término, me puso una collera dura y pesada alrededor delpescuezo y una cabezada con grandes aletas a los costados quellaman anteojeras. Y en verdad que bien merecen ese nombreporque no podía ver nada de lo que ocurría a mi alrededor, salvolo que tenía enfrente de mí. Más tarde me enteré de que esasanteojeras sirven para que uno no vea cosas que pueden ponerlonervioso o asustarle.

Luego le tocó el turno a una pequeña montura, la cual teníauna correa que pasaron por debajo de mi cola y que se llamagrupera o baticola. La detestaba porque era algo tan intolerablecomo el bocado del freno. Nunca sentí tantas ganas de cocear,pero no me animaba a hacerlo contra un amo tan bueno, por loque pronto también me habitué y cumplí con mis tareas igual quemi madre.

Creo interesante relatar también otra experiencia que tuveen los tiempos de mi adiestramiento. Durante un par de semanasme enviaron a una granja vecina, con un potrero que lindaba porun lado con una vía férrea y en la cual había ovejas y vacas.

Jamás olvidaré el primer tren que vi pasar. Estaba yocomiendo tranquilamente cerca de los vallados que separaban elpotrero de las vías del ferrocarril, cuando escuché un ruidoextraño a lo lejos. Antes de darme cuenta de qué se trataba, pasóveloz frente a mí, con tremendo estrépito, un tren largo y negro,que me cortó el aliento. Me alejé a todo galope hacia el extremomás lejano del campo y ahí me quedé resoplando de temor yasombro. Durante el resto del día pasaron otros trenes, algunos amenor velocidad, que se dirigían a la estación cercana. Antes dedetenerse lanzaban un horrendo rugido. Me pareció que era algoespantoso, pero las vacas seguían comiendo tranquilamente yapenas si levantaban la cabeza cuando pasaba esa cosa humeantey rugidora.

Al principio no podía comer en paz, pero como me dicuenta de que esa criatura terrible nunca entraba en el campo opodía hacerme daño, comencé a no prestarle atención y pronto mepreocupé tan poco del tren como las vacas y las ovejas queestaban conmigo.

El patrón solía ponerme en pareja con mi madre,enganchados ambos a un liviano coche de paseo, pues ella erasegura y de carácter tranquilo y podía enseñarme mejor que uncaballo extraño. Me decía que cuanto mejor me portara tantomejor seria tratado y que lo más prudente que podía hacer yo erasatisfacer los deseos del amo.

-Existen muchas clases de seres humanos -decía mi madre-;los hay buenos y comprensivos como nuestro amo, a quienes dagusto servir. Pero hay también otros malos y crueles, o vanidosos,

ignorantes y descuidados. Estos últimos arruinan más caballos quelos demás, a causa de su total falta de sentido común, aunque nolo hacen deliberadamente. Ojalá caigas tú en buenas manos, sibien nunca se sabe quien será el que nos compre. Para nosotros esesta una cuestión de azar. Con todo, procede siempre de la mejormanera y procura mantener limpio tu nombre.

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III

INICIO UNA NUEVA VIDA

Desde que comenzó mi entrenamiento, me habíaacostumbrado a que todos los días me cepillaran el pelo hastadejarlo brillante como ala de cuervo.

A comienzos de mayo vino un hombre para llevarme a lacasa del señor Gordon, el amigo de mi amo de quien ya les hehablado. Cuando llegó el momento de la despedida, éste últimome dijo:

-Adiós, Negrito; sé un buen caballo y pórtate bien.Le puse mi hocico en la mano y él me palmeó

cariñosamente. Fue así como abandoné mi primer hogar.En mi nueva casa había acomodamientos suficientes para

varios caballos y coches. El primer establo era grande, cuadrado yestaba cerrado por detrás con un portón de madera. Los otros erandel tipo común y por cierto no tan grandes como aquél, quecontaba, además, con una reja baja para el heno y el pesebre parael grano. Lo llamaban el establo "suelto" porque el caballo quevivía ahí no estaba atado y podía moverse lo que quisiera. Fue allídonde me instalaron y en verdad que no podía estar mejor.

Junto al mío había un establo en el que vivía un caballo decolor gris, con la crin y la cola espesos, y en el otro había unayegua de color castaño que me miró con mala cara, diciéndome:

-¡Así es que eres tú quien me desalojó de mi establo!Resulta chocante que un potrillo extraño eche de su casa a unaseñora.

-Perdone usted -le dije-. Yo no he echado a nadie. Elhombre que me trajo me instaló aquí y yo no tengo nada que veren el asunto. En cuanto a lo de potrillo, le diré que he cumplidocuatro años y ya soy todo un caballo. Nunca me he peleado connadie y... ¡sólo deseo vivir en paz!

El cochero de la casa se llamaba John Manly. Vivía con sumujer y un hijo en una casita junto a los establos.

Al día siguiente me llevó al patio y me dio una buenacepillada. Cuando estaba ya por regresar a mi establo, con la pielsuave y brillante, se acercó el señor Gordon y pareció estarsatisfecho conmigo. Dirigiéndose al cochero, le dijo:

-Esta mañana, tenía el propósito de probar este nuevocaballo, pero tengo otras cosas que hacer. Llévelo y dé una vueltacon él después del desayuno para que lo vaya conociendo.

-De acuerdo, señor -contestó John,Me ensilló y luego comenzó a cabalgar. Primero

lentamente, luego al trote y después a medio galope. Cuandollegamos al camino principal me dio un ligero toque con el látigoy nos lanzamos a todo galope. Al atravesar el parque, al regresar,nos encontramos con el señor y la señora Gordon, que estabancaminando. Nos detuvieron y John se apeó de un salto.

-Pues bien, John, ¿qué tal se porta el caballo? -preguntó elseñor Gordon.

-De primera, señor. Corre tan veloz como un venado y esde muy buen talante. Podrá conducirlo con solo el menor tirón deriendas. Al final del camino nos topamos con unos carros quellevaban colgados canastos y otras cosas por el estilo. Muchoscaballos, como usted sabe, no pasan tranquilamente junto a esoscarros; éste los miró con calma y siguió caminando lo máscampante.

Al día siguiente me montó el amo. Recordé los consejos demi madre y de mi anterior patrón y procuré hacer exactamente loque mi nuevo dueño quería. Me di cuenta de que era un excelentejinete y de que se preocupaba por mí. Cuando regresó a la casa loestaba aguardando su señora, quien le preguntó:

-Y bien, querido, ¿qué te ha parecido?-Es exactamente lo que dijo John. No podría haber

conseguido un animal mejor. ¿Qué nombre le pondremos?-¿Te gustaría que lo llamáramos Ébano? Es tan negro como

el ébano.-No, no me gusta mucho ese nombre.-¿Y Pájaro Negro, como el caballo de tu tío?-Tampoco; es mucho más lindo que Pájaro Negro.-Tienes razón -agregó su mujer-. Es realmente una belleza;

tiene la piel negra y reluciente como el azabache.

-Pues ya está -exclamó el señor Gordon- Lo llamaremosAzabache.

Y así fue como me quedó ese nombre. John estabaorgulloso conmigo. Me cepillaba la crin y la cola hasta quequedaban tan suaves como el pelo de una dama y solía hablarmedurante largos ratos. Por supuesto, yo no entendía mucho lo quedecía, pero pronto consiguió que hiciera lo que él quería. Le tomécariño, pues era muy amable y bondadoso. Parecía darse cuentade lo que siente un caballo. Cuando me lavaba sabía cuales eranlas zonas más tiernas y las más cosquillosas. Ponía tanto cuidadoen no tocarme los ojos al cepillarme la cabeza como si fuera lasuya propia. También era muy suave conmigo el otro muchachodel establo, llamado James Howard, por lo que mi vida comenzóa transcurrir feliz y contenta.

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IV

LECCIÓN AMARGA

Según iba transcurriendo mi vida en esa casa, iba yosintiéndome cada vez más orgulloso y feliz. El señor y la señoraGordon eran muy respetados y queridos en toda la región, pues semostraban siempre amables y buenos con todo el mundo.

No sólo los estimaba la gente de la comarca sino quetambién se habían granjeado el cariño de cuanto animal había, yafueran caballos o asnos, perros o gatos, vacas o pájaros.

También protegían, siempre, a todos los niños que erantratados cruelmente. ¡Ojalá todas las damas fueran como la señoraGordon y los hombres como mí amo!

Recuerdo cierto día en que regresábamos a casa después deun largo paseo, cuando acertó el señor Gordon a ver un hombre devigorosa estatura conduciendo un coche pequeño tirado por uncaballito de patas delgadas y cabeza inteligente y noble. No bienestuvo cerca de la tranquera, el animalito giró hacia ese lado. Elhombre, sin una palabra de aviso, le dio un tirón tan brusco quecasi lo hizo caer en tierra sobre sus patas. El caballo se irguió denuevo y se disponía a reanudar la marcha cuando el cocheroempezó a castigarlo furiosamente,

Tales eran los golpes que caían sobre el pobre animal quecasi le parte la quijada. Resultaba espantoso ver ese espectáculo.Me daba cuenta de cuanto sufriría el caballo por los golpes que ledaban en su boca delicada. El amo interpretó mis pensamientos,pues en un segundo estuvimos junto al hombre.

-Dígame, señor, ¿ese caballo es de carne y sangre? -lepreguntó severamente.

-De carne, sangre y caprichos -le contestó el cochero-. Estádemasiado acostumbrado a hacer su voluntad, pero yo le quitarétodas las mañas.

-¿Y cree usted que con ese trato conseguirá lo que sepropone?

-Este bruto no tiene que doblar por aquí sino seguir

directamente por el camino -respondió ásperamente el hombre.-Pero, hombre, Ud. lo ha traído cientos de veces a mi casa

por ese camino, lo que prueba que es un animal inteligente yrecuerda por donde lo llevan. ¿Cómo va a saber ahora que ustedno va en esa dirección? Jamás he visto tratar tan feroz einhumanamente a un animal. Pero quien sale más perjudicado esusted mismo. Recuerde que seremos juzgados según noscomportamos con nuestros semejantes, ya se trate de sereshumanos o de animales. El amo me hizo regresar lentamente a casa y, por el tono desu voz, me di cuenta de cuanto lo había afectado ese espectáculo.

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V

TORMENTA

En cierta ocasión, a finales de otoño, mi amo tuvo queemprender un largo viaje de negocios. Me engancharon a undogcart. Siempre me ha gustado tirar uno de estos coches de dosruedas porque son muy livianos y veloces, y sus altas ruedaspermiten correr en forma agradable y con gran suavidad.

Ese día había llovido mucho, y soplaba un viento vigorosoque arrastraba por el camino revuelos de hojas secas. Íbamostodos felices y contentos hasta que llegamos a la plaza de peajejunto al río, donde está el puente bajo de madera. La corrientehabía subido mucho por las riberas, y el agua rozaba las vigas ytablones del puente. En todo caso, las gentes no se preocupabandemasiado de la crecida, pues el puente era muy sólido y contabaademás con fuertes barandas a ambos costados.

El hombre encargado del portazgo o peaje nos indicó que lacrecida continuaba y que el río seguiría subiendo rápidamente.Agregó que temía que en la noche el tiempo fuese empeorando.En muchos sitios de las cercanías ya se habían producidoanegamientos. Incluso en el camino mismo el agua me llegaba alas rodillas, aunque el fondo era firme y bueno; por otra parte, miamo me conducía con suavidad, de modo que no había nada quetemer.

Llegamos así hasta el pueblo, donde pude descansartranquilamente y ser bien alimentado, ya que los negocios delseñor Gordon lo retuvieron muchas horas y no emprendimos elregreso hasta casi el anochecer. Ya desde la partida nosencontramos con que el temporal había arreciado mucho. Elviento soplaba con fuerza tremenda y mi amo le comentó a Johnque jamás había visto una tormenta como aquella. Lo mismopensé yo, mientras cruzábamos a través de una zona boscosa; lasramas crujían, agitándose como si fuesen varillas, y el ruido quehacían era sobrecogedor.

-Ojalá salgamos pronto del bosque -comentó el señorGordon con indisimulada inquietud.

-Sí, patrón -repuso John muy serio-. Sería desastroso queuna de esas grandes ramas se nos cayera encima.

No terminaba de decir esas palabras cuando escuchamos el

crujido terrible de un gran árbol que caía vencido por la tormenta.Entonces vimos, en medio de la oscura masa de árboles,

cómo un roble gigantesco se tambaleaba, arrancado de raíz, y eraderribado por el vendaval justo delante de nosotros, atravesado enla carretera. Debo admitir que sentí un miedo grande. Me paré enseco y me puse a temblar, aunque, por supuesto, no salí huyendocomo un cobarde. John se apeó en el acto y corrió hasta colocarsea mi lado.

-Ciertamente que ese roble casi nos cae encima -exclamó elseñor Gordon-. ¿Qué haremos ahora?

-No podemos pasar por sobre el árbol, ni hay manera derodearlo -repuso John-. Creo que no nos queda otro remedio queretroceder hasta la encrucijada de los cuatro caminos, lo que haceuna distancia de unos nueve kilómetros antes de que podamosllegar hasta el puente. Se nos hará bastante tarde, pero Azabacheno da muestras de estar cansado.

Así, pues, tomamos esa dirección y, cuando alcanzamoshasta el puente, era noche cerrada y muy oscura. El agua habíasubido hasta cubrir el puente, pero eso ocurría comúnmente en lascrecidas del río y el amo no quiso que nos detuviéramos.Avanzamos, sí, lentamente y con cuidado; y en el momentomismo en que mis patas tocaron las maderas semisumergidas delpuente, tuve por primera vez la seguridad de que algo andabamal. Sentí el peligro con tanta claridad que no me atreví a seguiradelante y me paré en seco.

-¡Vamos, adelante, Azabache! -me dijo mi amo, dándomeun ligero golpe con el látigo.

Pero yo no me moví del lugar. Entonces el señor Gordonme dio otro latigazo, ahora más fuerte. Yo di un salto, pero no meatreví a caminar.

-Me parece que algo anda mal, señor -dijo John.Salió de un salto del docart y se puso junto a mí,

inspeccionándolo todo. Intentó hacerme adelantar, sinconseguirlo.

-Vamos, Azabache, ¿qué te pasa? -me preguntó.Por supuesto, no podía contestarle aunque estaba seguro de

que el puente corría peligro.Fue entonces cuando el hombre del portazgo, con una

antorcha en la mano, salió de su casa, haciendo señas como unloco.

-¡Paren, paren! -gritaba con todas sus fuerzas.-¿Qué ocurre?-le preguntó el amo.-El puente se ha partido por la mitad y una parte fue

arrastrada por las aguas. Si siguen avanzando caerán al río.-¡Gracias a Dios que no seguimos adelante! -exclamó el

amo.7

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-Y gracias a Azabache, que se negó a pasar el puente-agregó John.

Me tomó por la brida con mucha suavidad y me condujohasta el camino junto al río. Hacía mucho rato que se había puestoel sol. Después del temporal que había derribado el árbol, elviento soplaba con menor intensidad. La oscuridad era completa yla calma reinaba ahora después de la tormenta. Yo trotabatranquilamente; apenas se oían las ruedas al asentarse sobre elbarro. Durante un largo rato ni el amo ni John articularon unapalabra. Después oí la voz del primero: aunque no podía entendermucho lo que decía me di cuenta de que los dos pensaban en elpeligro a que estuvimos expuestos si yo hubiera marchado cuandome lo ordenaron. Habríamos caído al río y como la corriente eramuy impetuosa, sin nadie que nos prestara ayuda, lo más probablees que nos hubiéramos ahogado.

El amo decía que Dios le había dado a los hombres lafacultad de razonar, pero que había dotado a los animales de uninstinto que es mucho más eficaz. Gracias a ese instinto habíansalvado los seres irracionales la vida de muchos hombres. Johnsabía infinidad de historias acerca de las proezas realizadas porperros y creía que la gente no suele dar la mitad del valor que semerecen los animales ni considerarlos sus amigos, como conjusticia les corresponde.

Por fin llegamos a la tranquera de nuestra casa, donde nosestaba aguardando el jardinero. Nos explicó que el ama estabamuy asustada y temía nos hubiera pasado algún accidente. Habíamandado a James hasta el puente de madera para tener noticias denosotros.

Vimos que las luces de la puerta principal y de las ventanassuperiores estaban encendidas. El ama salió corriendo de la casa,preguntándole a su marido:

-¿Estás bien, querido? ¡Oh!; He vivido momentos deansiedad imaginando las cosas más terribles ¿Tuvieron algúnaccidente?

-No, querida, pero si no hubiera sido por Azabache, que semostró mucho más inteligente que nosotros, habríamos caído alrío al pasar por el puente de madera.

No pude oír nada más, pues entraron en la casa. John mellevó al establo. ¡Que excelente comida me dieron esa noche!Cebada, afrecho y semillas entremezcladas con avena, además deuna mullida cama de paja. Esto último me pareció una excelenteidea porque, en verdad, estaba muy cansado.

VI

JAMES HOWARD

Una mañana de diciembre, John acababa de llevarme hastael establo después de mi ejercicio diario y me estaba poniendo unamanta mientras James me traía la avena, cuando entró el amo.Tenía una mirada seria y en la mano sostenía una carta. John cerróla puerta, se quitó la gorra y aguardó las órdenes.

-Buenos días, John -dijo el amo-. Quiero saber si tienesalguna queja respecto a James.

-¿Alguna queja? Ninguna, señor-¿Es escrupuloso en su trabajo y respetuoso contigo?-Sí, señor, siempre.-¿No has notado alguna vez que descuida sus tareas cuando

no lo estás mirando?-Nunca, señor.-Está bien; quiero hacerte otra pregunta. ¿Tienes algún

motivo para suponer que cuando sale con el caballo para hacer losejercicios o cumplir con un encargo se detiene a hablar con susamigos o entra en las casas donde no tiene nada que hacer dejandosolo al caballo?

-No, señor, estoy seguro, y si alguien ha dicho eso de Jamesno lo creo si no me presentan pruebas. No me corresponde decirquien puede estar interesado en desprestigiar a James. En lo que amí respecta, le aseguro que jamás tuve en el establo a alguien másformal, simpático, honrado y lúcido que él. Confió tanto en supalabra como en su trabajo. Es amable y sagaz con los animales yprefiero que los cuide él antes que cualesquiera de esos otrospalafreneros que visten librea y galones. Quien quiera tener unaopinión acertada de James Howard que se la pida a John Manly.

Durante todo este discurso el amo permaneció serio yatento. Cuando John terminó de hablar, mirando a James con unasonrisa bondadosa, le dijo:

-Está bien, muchacho; deja esa avena y acércate. Me alegraque la opinión que tiene John de ti coincida con la mía. Es unhombre muy prudente y no es fácil decir lo mismo de muchagente; por lo tanto dejaré de andar por las ramas e iré dilectamenteal grano. Recibí una carta de mi cuñado. Sir Clifford Williams, enla que me dice que necesita un muchacho de 20 ó 21 años enquien pueda confiar y que conozca el oficio. El cochero que tieneactualmente está ahora muy viejo y débil, después de haber

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servido en su casa durante treinta años, por lo que deseareemplazarlo, cuando se retire, por alguien capaz. Ofrecedieciocho chelines por semana, al principio, ropa de trabajo, undormitorio en la cochera y un muchacho que estará a sus órdenes.Sir Clifford es un hombre bondadoso y si quieres obtener esaplaza creo que seria un buen comienzo para ti. Me da pena que tevayas, y si te vas, sé que John perdería a su mano derecha.

-Ciertamente, señor, pero no quisiera perjudicarlo por nadadel mundo -agregó John.

-¿Qué edad tienes. James?

-Cumpliré diecinueve en mayo, señor.

-Eres muy joven. ¿Qué opinas. John?-Realmente, señor, es joven, pero se comporta como un

hombre maduro. Si bien no tiene mucha experiencia comocochero, posee una mano suave y firme, buen ojo y es muy eficazen el trabajo. Estoy seguro de que no estropeará a ningún caballo.

-Lo que acabas de decir se ajusta perfectamente a losdeseos de mi cuñado, pues en la postdata me dice que lo que másle gustaría es que encontrara a alguien que haya sido formado porti. De modo que, James, piénsalo bien. Habla con tu madre ycomunícame tu decisión.

A los pocos días quedó establecido que James iría a la casade Sir Clifford en el término de un mes o seis semanas, según lodecidiera su amo. y que, mientras tanto, aprendería todo lonecesario. Nunca salió tan a menudo el coche como en esos días.Cuando el ama se quedaba en casa, el amo conducía el carruaje;pero ahora, ya fuera el solo o con las niñas, me enganchaban paraque James pudiera practicar. Al principio John lo acompañaba,indicándole lo que debía hacer, pero después lo dejó solo.

Realmente era una maravilla ver todos los lugares quevisitamos. Íbamos hasta la estación de ferrocarril para la llegadade los trenes, cuando el puente estaba atestado de coches yómnibus. Se requería buenos caballos y cocheros en el momentoen que sonaba la campana de la estación para que tanto loscarruajes como los peatones pudieran circular sin peligro alguno.

La práctica de James continuó varios días hasta que, unamañana, entraron él y John en mi establo, conversando acerca dela próxima partida del muchacho.

-Quisiera saber quien ocupará mi lugar cuando me vaya -lepreguntó James a John.

-Pues el chico Joe Green, de Lodge -le respondió.-¿Quién? ¿Joe Green? ¡Pero si no es más que un chiquillo!-No tanto -le respondió John-, Tiene ya catorce años y

medio.

-¡Pero es un niño! -agregó James.-Sí, tienes razón, de aspecto parece un niño; es menudo,

pero es voluntarioso y de gran corazón. Además, tiene muchasganas de venir aquí y su padre, el viejo Thomas Green, está deacuerdo. Sé que el amo quiere darle una oportunidad. Me dijo quesi yo no lo encontraba eficaz para el trabajo tomaría un muchachomás grande, pero le contesté que lo tomaría a prueba por seissemanas.

-¡Seis semanas! exclamó James-. Ni en seis meses estará encondiciones. Ya verás el trabajo que te va a dar.

-Perfectamente -contestó John sonriendo-. El trabajo y yosomos buenos amigos. Nunca le tuve miedo.

-Eres muy bueno, John; ojalá fuera yo tan bueno como tú. Al día siguiente apareció Joe para aprender el trabajo antesde que se fuera James. Comenzó por limpiar el establo y traermepaja y heno, lustrar el arnés y lavar el coche. El padre de Joe veníaa menudo a darle una mano, pues conocía muy bien el trabajo; elmuchacho se afanaba por aprender y John no dejaba de alentarlo,dándole los mejores consejos. Fue así como Joe Green inició sustareas en nuestra caballeriza.

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VII

EL MEDICO DE URGENCIA

Cierta noche, a los pocos días después de la partida deJames, yo había terminado de comer y dormía tranquilamentesobre la paja cuando la campana del establo sonó con granestrépito. Me erguí de un salto. Oí que se abría la puerta de la casade John y que corría con toda prisa. Regresó en seguida, abrió elestablo y me dijo:

-Despiértate, Azabache. Esta noche debes portarte comonunca.

Antes de que pudiera enterarme qué ocurría, me puso lamontura y la brida. Salió en busca de su chaqueta y me sacó altrote. El señor Gordon estaba de pie en la puerta en la casa,sosteniendo una lámpara. Dirigiéndose a John, le dijo:

-Corre, muchacho, como si se tratara de tu vida. No hayminuto que perder, pues la vida de tu ama corre peligro. Entrégaleesta nota al doctor White, haz que descanse el caballo en laposada y regresa tan pronto como puedas.

-Sí, señor-contestó John.Y montó en el acto. El jardinero, que había oído la

campana, estaba ya junto al portón abierto y salimos a toda prisahacia el pueblo, atravesando la colina. Al llegar al portazgo, Johngolpeó fuertemente la puerta del encargado, quien nos dio enseguida vía libre.

-Deje el paso expedito -le dijo John al hombre-, pues dentrode poco vendrá el médico. Aquí tiene el dinero.

Frente a nosotros se extendía un largo camino junto al río.-Y ahora, Azabache -me dijo John-, tienes que dar todo lo

que puedas.Así lo hice. No necesité que me espoleara ni me diera un

solo latigazo. Galopé durante dos millas todo lo que dieron mispatas. No creo que mi abuelo, el que ganó las carreras deNewmarket, haya ido más ligero. Cuando llegamos al puente,John me hizo levantar un poco y me palmeó el cuello:

-¡Bravo, Azabache! exclamó cuando lo pasamos.Habría deseado llevarme a menor velocidad, pero yo no me

podía contener y partí tan rápidamente como antes. El aire estaba

helado, brillaba la luna y todo el paisaje era espléndido. Pasamospor una aldea, luego por un bosque oscuro, después subimos ybajamos una colina hasta que tras doce kilómetros de carrerallegamos al pueblo, atravesando las calles y la plaza principal.Todo estaba silencioso; sólo se oía el ruido de mis cascos sobrelas piedras. El pueblo dormía. La campana de la iglesia dio lastres cuando llegamos a la casa del médico. John tocó dos veces lacampanilla y después se puso a dar puñetazos que resonaroncomo un trueno sobre la puerta. Se abrió una ventana y aparecióel doctor White con su gorro de dormir,

-¿Qué pasa? -preguntó, -La señora Gordon está muy mal, doctor. Mi amo quiere

que vaya a verla en seguida. Piensa que morirá si no va usted en elacto. Aquí tiene una nota de él.

-Aguarda un momento. Iré en seguida.Cerró la ventana y pronto estuvo en la puerta de la casa.-Lo peor -dijo- es que mi caballo estuvo todo el día afuera y

está agotado, y el otro se lo llevó mi hijo. ¿Qué puedo hacer?¿Puedo ir en el suyo?

-He venido a galope tendido todo el camino, doctor, perono creo que el amo se enoje si usted lo necesita.

-Está bien. En un momento estoy listo.John se paró junto a mí y me tocó el pescuezo, que estaba

empapado de sudor. El médico salió con una fusta en la mano.-No la necesitará, doctor -le dijo John-. Azabache correrá

todo lo que pueda. Cuídelo, doctor, no quisiera que sufriera dañoalguno.

-Por supuesto, John -contestó el médico-. Espero que no.No contaré el viaje de regreso. El doctor era un hombre más

pesado que John y no tan buen jinete como él. Empero, hice todolo que pude. El hombre del portazgo tenía el paso libre. Cuandollegamos a la colina, el médico se detuvo unos instantes para queyo pudiera respirar. Me vino muy bien, pues estaba prácticamenteexhausto. Poco después nos encontrábamos ya en nuestra casa. Elamo estaba esperando en la puerta, pues nos había visto llegar. Nodijo una sola palabra. Yo estaba feliz de haber regresado, pues mispatas temblaban y apenas podía sostenerme en pie. No tenía unsolo pelo seco. El sudorcorría por mis patas y me brotaba un vapor caliente. Parecía unalocomotora, como decía Joe.

¡Pobre Joe! Era joven y menudo y, como aún no conocíamuy bien el oficio, y su padre, que era quien le enseñaba, habíaido hasta el pueblo vecino, se encontró con que tuvo queatenderme a mí en ese estado. No dudo de que hizo lo mejor quecreyó necesario. Me cepilló el cuerpo y no me puso la manta

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porque pensó que yo tenía demasiado calor. Me trajo un cubo deagua tan fresquita que la bebí de un golpe. Después me dio decomer heno y grano y, dando por terminada su tarea, salió delestablo.

Pronto comencé a sacudirme y temblar y caí muerto defatiga. Me dolía todo el cuerpo. ¡Ah, cómo me habría gustado queme pusieran la manta mientras temblaba! ¡Si John hubiera estadoen ese momento! Pero se encontraba a ocho millas de distancia.Decidí tenderme sobre la paja y tratar de dormir. Después de unrato largo oí que John abría la puerta del establo. Dejé escapar ungemido, pues realmente sentía mucho dolor. John se acercó a mí;no podía decirle cuanto estaba sufriendo, pero pareció darsecuenta, pues me cubrió con dos o tres mantas y luego fue a la casaen busca de agua. La bebí y me dispuse a dormir.

John estaba furioso. Oí que le decía a Joe:-¡Muchacho idiota! No le pusiste una sola manta y estoy

seguro de que el agua que le diste estaba demasiado fría.Me sentía muy mal. Una fuerte inflamación había atacado

mis pulmones y apenas podía respirar sin que me doliera. John mecuidó toda esa noche y el día siguiente. Se levantó dos o tresveces durante la noche para venir a verme. También vino el amo.

¡Pobre Azabache! -me dijo-. Te has portado como unhéroe. ¡Bravo, caballito! ¡Salvaste a tu ama! Si, Azabache, graciasa ti se salvó la vida del ama.

Me alegró oír esas palabras, pues el médico dijo que si nohubiera llegado a tiempo habría sido ya demasiado tarde.

John le contó al amo que nunca había visto a un caballocorrer tan ligero, como si yo hubiera sabido de qué se trataba. Porsupuesto que lo sabía, aunque John no lo creyera, Por lo menossabía que John y yo teníamos que correr a toda la velocidad quepodíamos porque de ello dependía la vida de la señora.

VIII

ÚNICAMENTE IGNORANCIA

No sé cuanto tiempo estuve enfermo. El señor Bond, elveterinario, venía todos los días a verme, y en una oportunidad meextrajo sangre. John sostenía un cubo dentro del cual caía misangre mientras llevaba a cabo esa operación. Después de eso mesentí muy débil y todos, inclusive yo mismo, creíamos que me ibaa morir.

Me dejaron solo en el establo para que estuviera tranquilo.Los demás caballos fueron llevados a otra parte, pues la fiebre mepuso muy sensible. El menor ruidito me parecía un estruendo yhasta podía oír los pasos de quienes iban y venían por la casa.Estaba enterado de todo lo que ocurría. Una noche John me dio unremedio, ayudado por Thomas Green. Después de haberlotomado, John se quedó una media hora para ver el resultado.

Thomas se ofreció a quedarse con él: se sentaron en unbanco y colocaron la linterna a sus pies para que no me molestarala luz. Permanecieron callados un rato hasta que Tom le dijo aJohn:

-Quisiera que le dijeras algunas palabras de consueloa Joe; el pobre muchacho está sumamente apenado. No tieneganas de comer ni de sonreír. Dice que la enfermedad deAzabache ocurrió por culpa suya, aunque está seguro queprocedió de buena fe. Piensa que si Azabache se muere nadievolverá a dirigirle la palabra. Me parte el corazón oírlo. Dile algo,por favor; Joe no es un mal muchacho.

Después de un breve silencio, John le contestó:-No seas duro conmigo, Tom. Sé que Joe no quiso hacerle

ningún daño a Azabache; jamás he dicho tal cosa. Perocomprende que también yo estoy muy apenado. Este caballoconstituye mi orgullo para no decir que es el preferido de losamos. Pensar que se puede morir en cualquier momento es algoque me resulta insoportable. No obstante, si te parece que estuvedemasiado duro con él, mañana le hablaré... si es que Azabacheestá mejor.

-Gracias, John. Sé que no fue tu intención mostrarte durocon él y me alegra que comprendas que fue sólo ignorancia de su

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parte.-¿Ignorancia? ¿Nada más que ignorancia? ¡Cómo puedes

decir tal cosa! ¿Acaso no sabes que eso es lo peor que hay en elmundo, después de la Perfidia? Cual de las dos hace más mal,sólo Dios lo sabe. Cuando la gente dice: "¡Ah, yo no lo sabía, nofue mi intención hacer daño!", con ello cree que todo está bien.Supongo que Martha Mulwash no tuvo intención de matar al bebécuando le dio un jarabe equivocado. Pero lo mató y ahora estáprocesada por asesinato.

-Y bien merecido lo tiene -contestó Tom-. Una mujer notendría que ponerse a cuidar a un niño sin saber lo que es bueno omalo para él.

-Y Bill Starkey -continuó diciendo John- no tuvointenciones de asustar mortalmente a su hermano cuando se leapareció disfrazado de fantasma a la luz de la luna; pero la bromale salió muy cara. Pensar que

ese muchacho hermoso e inteligente, que podría haber sidoel orgullo de su madre, no es ahora, ni lo será nunca, aunque vivaochenta años, otra cosa que un idiota. Y tú mismo, Tom,¿recuerdas cuando aquellas dos señoritas dejaron abierta la puertadel invernadero y el viento helado te mató casi todas las plantas?

-¡Como casi! -exclamó Tom-. ¡Ni una sola quedó viva!Tuve que comenzar todo de nuevo, y lo peor fue que no sabíadónde conseguir plantas nuevas. Casi me vuelvo loco cuandoentré en el invernadero y vi lo que había pasado.

-Sin embargo -agregó John-, estoy seguro de que lasseñoritas no tuvieron mala intención; fue sólo ignorancia por partede ellas.

No pude oír más porque la medicina comenzó a surtirefecto y pronto me quedé dormido. A la mañana siguiente mesentí mucho mejor, pero aún seguía oyendo las palabras de John y,a medida que conozco más el mundo, pienso en ellas y en laprofunda verdad que encierran.

IX

JOE GREEN

Joe Green se portó muy bien; aprendió rápida mente yprestaba tanta atención en su trabajo que John comenzó aconfiarle más tareas aunque, como era muy joven, raras veces sele permitía salir conmigo u otro caballo.

Una mañana el amo tuvo que enviar una nota urgente a casade un caballero que vivía a tres millas de casa, y le ordenó a Joeque cumpliera esa misión, diciéndole que podía ensillarme perorecomendándole que montara con mucho cuidado.

Después de entregada la nota, regresábamos tranquilamentea casa cuando por el camino vimos un carro cargado de ladrillos.Las ruedas se habían hundido en el barro y el carrero, látigo enmano, castigaba despiadadamente a los indefensos caballos. Joeme dio un tirón con las riendas y nos detuvimos. El espectáculoque presenciamos era penoso. Los dos caballos hacían esfuerzosincreíbles para mover el carro; estaban sudando y jadeando, contodos los músculos en tensión. El carrero tiraba fuertemente de lacabeza del que iba adelante mientras proseguía jurando ycastigándolo brutalmente.

-¡Deténgase!-le gritó Joe-. Deje de golpear a los caballos deesa manera. ¿No ve que las ruedas están hundidas y no puedenmover el carro?

El hombre no hizo caso y continuó fustigándolos.-¡Basta, por favor!-exclamó Joe-. Le ayudaré a levantar el

carro. Los caballos no pueden hacerlo en ese estado.-Ocúpate de tus asuntos, granuja, que yo me ocuparé de los

míos -contestó el hombre, malhumorado.Estaba tan furioso -y lo peor, tan borracho- que prosiguió

con los latigazos. Joe me hizo dar vuelta y emprendimos a todogalope el camino hacia la casa del fabricante de ladrillos. No sé síJohn habría aprobado nuestra carrera, pero Joe y yo estábamos tanindignados por lo que acabábamos de presenciar que no podíamoshaber ido de otra manera. Cuando llegamos a la casa del ladrillerogolpeando la puerta Joe preguntó:-Buenos días, ¿está el señor Clay?

Se abrió la puerta y apareció el señor Clay en persona.¿Qué pasa, joven? Parece que vienes a toda prisa. ¿Traes

alguna orden del señor Gordon?12

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-No, señor Clay, es que uno de sus carreros está allá en elcamino pegándole a dos caballos hasta matarlos. Le dije quedejara de hacerlo, pero no me hizo caso; le ofrecí ayuda paralevantar el carro y tampoco quiso aceptarla. Por ello he venido adecírselo. Por favor, señor, vaya en seguida.A Joe le temblaba la voz de indignación.

-Gracias, muchacho -contestó el hombre, corriendo a buscarsu sombrero y volviendo en un instante-. ¿Quisieras salir detestigo de lo que has visto si llevo a ese hombre ante elmagistrado?-Por supuesto, señor, con mucho gusto.

El hombre partió y nosotros regresamos a casa al trote.Cuando llegamos, John le preguntó a Joe no bien éste se apeó dela montura:

-¿Qué pasa, muchacho? Me parece que estás furioso.-Claro que lo estoy -respondió Joe.

Y acto seguido se puso a contarle todo lo que había visto.Por lo general Joe era un muchacho tan tranquilo que resultabaextraño verlo en ese estado.

-Perfectamente, Joe. Has procedido bien, aunque eseindividuo no reciba su merecido. Muchos que hubieran visto lomismo que tú, habrían pensado que no era asunto de ellos yhubieran pasado de largo. Estoy de acuerdo contigo; la crueldad yla opresión no pueden silenciarse. Procediste bien, muchacho.

Para entonces Joe ya se había calmado y se sentía orgullosode que John aprobara su actitud. Me limpió las patas y me cepillócon mano más firme que nunca. Joe y John se dirigían a la casa acomer cuando llegó un criado diciendo que el amo solicitaba lapresencia de Joe en su despacho. Se había hecho la denuncia deun individuo acusado de maltratar caballos y se requería eltestimonio de Joe. El muchacho se puso colorado hasta la raíz delpelo mientras los ojos le brillaban.-Si necesitan pruebas, las tendrán -comentó.

-Espera un momento -le dijo John-. No puedes ir en eseestado; arréglate un poco.

Joe se enderezó la corbata, se estiró la chaqueta y partió enseguida. Nuestro amo era uno de los magistrados de la zona y amenudo le traían algunos casos para dirimir o para que dijera quehabría que hacer. Durante un rato no oímos nada más en elestablo, pero cuando Joe regresó estaba de muy buen humor. Medio una palmada y me dijo:

-No íbamos a permitir que ese delito quedara sin castigo,¿verdad?

Después oímos que había prestado testimonio con talclaridad y que los caballos habían quedado tan exhaustos, con lasmarcas bien visibles del tratamiento brutal que habían recibido,

que el carrero fue procesado, y con toda seguridad sentenciado ados o tres meses de cárcel.

Resultaba notable ver el cambio que se había operado enJoe. John se reía al verlo y comentaba que en esa semana habíacrecido una pulgada.

Creo que no le faltó razón. Joe seguía siendo tan bueno yamable como antes, pero daba la impresión de ser más aplomadoy maduro, como si de golpe el muchacho se hubiera convertido enhombre.

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X

LA PARTIDA

Tres arios felices viví en aquel lugar- dichoso, pero pocodespués acontecieron penosos cambios. Hacía tiempo que laseñora Gordon estaba enferma. El médico venía a menudo y elamo tenía un aspecto grave y angustiado. Luego nos enteramosque debíamos abandonar la casa en seguida y partir hacia unazona más cálida, por dos o tres años. La noticia resonó entrenosotros como el lúgubre tañido de una campana. Todo el mundoestaba apenado; el amo comenzó los preparativos para levantar lacasa y partir de Inglaterra. En la caballeriza no oíamos hablar deotra cosa, pues esa decisión predominó por sobre cualquier tema.

John continuó realizando sus tareas, triste y silencioso, yJoe apenas si se atrevía a silbar. Por toda la casa se notaba muchomovimiento y las hijas del amo, junto con su institutriz, fueron lasprimeras en partir. Luego nos tocó el tumo a nosotros. Uno de loscaballos fue vendido al conde de W.; otro se le entrego al vicario,con la condición de que no sería vendido y que cuando no pudieratrabajar más se lo matara y enterrara.

La víspera de la partida de mis compañeros, el señorGordon vino al establo para dar las últimas indicaciones ydespedirse de los caballos. Estaba realmente muy apenado. Creoque nosotros pudimos percibir mejor el tono sombrío de su vozque muchos hombres. Luego, dirigiéndose a John, le preguntó:

-¿Decidiste ya lo que vas a hacer? Veo que no has aceptadoninguna de las ofertas que te han hecho.

-No, señor, creo que lo que más me gustaría sería conseguiruna colocación con algún domador o entrenador de potros.Muchos animales jóvenes son estropeados a causa de untratamiento erróneo, lo cual no sucedería si se los pusiera enbuenas manos. A mí siempre me han gustado los potrillos y sipudiera enseñarles desde el principio, me parece que les haríamucho bien. ¿Qué opina usted, señor?

-No conozco nadie que sea tan eficaz como tú para esetrabajo. Entiendes a los caballos y, en cierta medida, también teentienden ellos a ti. Con el tiempo podrías instalarte por tucuenta; creo que nada sería mejor. Hablaré con mi agente enLondres y le daré las mejores referencias sobre ti.

Le dio a John el nombre y la dirección, de su agente yluego le agradeció sus largos y fieles servicios. John quedósumamente emocionado.

-Señor -le dijo-, todo esto es mucho más de lo que merezco.Jamás podré pagar lo que usted y su señora han hecho por mí.Jamás los olvidaré, y quiera Dios que algún día el ama puedaregresar como estaba antes. Tenemos que conservar lasesperanzas, señor.

El amo le estrechó la mano sin poder articular una solapalabra. Luego los dos salieron del establo.

Llegó por fin el último y triste día. El criado habíapartido la víspera con todo el equipaje y sólo quedaban el amo, suseñora y la doncella. A mí me engancharon al coche junto conotro caballo. Los criados llevaron almohadones, alfombras y otrosobjetos, y cuando todo estuvo dispuesto el señor Gordondescendió los escalones llevando en sus brazos al ama. (Yo estabaen la casa contigua y pude ver todo lo que ocurría). La colocó conmucho cuidado en el carruaje mientras el resto de la servidumbrese congregaba alrededor, llorando desconsoladamente.

-Una vez más, adiós -dijo el señor Gordon-. Jamásolvidaremos a ninguno de ustedes.

Entró en el coche y dio la orden de partir. Joe trepó alpescante y salimos lentamente, al trote, a través del parque.Cuando pasábamos por la aldea, la gente estaba en la puerta desus casas para dar una mirada afectuosa a los viajeros, mientrasdecían: "Dios los bendiga".

Al llegar a la estación de ferrocarril, la señora Gordon sedirigió a la sala de espera. Con su dulce voz le dijo a John

-Adiós, y que Dios te bendiga.Sentí un ligero estremecimiento en las riendas. John no

pudo decir una sola palabra. Joe bajó el equipaje y se quedó juntoa los caballos mientras John se encaminaba a la plataforma.

¡Pobre Joe! Inclinó su cara entre nuestras cabezas paraocultar las lágrimas. Pronto arribó el tren, resoplando yhumeando. Dos o tres minutos después se cerraron las portezuelasviolentamente. El guarda hizo sonar su silbato y el tren comenzóa deslizarse dejando detrás de él una nube blanca de humo y unoscuantos corazones apenados. Cuando se perdió de vista, Johnregresó al coche.

-Jamás volveremos a verla -dijo-. Nunca más.Tomó las riendas y subió al coche. Joe se sentó junto a él.

Lentamente regresamos a casa, a esa casa que, desgraciadamente,ya no seria más nuestro hogar.

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SEGUNDA PARTE

XI

RESIDENCIA NUEVA

La nueva casa a la que me llevó John quedaba unosveinticinco kilómetros distante de la del señor Gordon. Era laresidencia del conde de W., muy lujosa y con numerosascaballerizas. John preguntó por un señor York, quien demoró unrato largo en venir. Era un hombre muy guapo, de mediana edad y,por el tono de voz, me di cuenta de que no admitiría serdesobedecido. Se mostró muy amistoso y cumplido con John, ydespués de haberme echado un vistazo le dijo a uno de lospalafreneros que me llevara a mi establo e invitó a John a tomarun refresco.

La caballeriza que me destinaron era limpia y ventilada.Media hora después llegaron John y el señor York, quien sería minuevo cochero.

-Pues bien, señor Manly -dijo York, después de habermeexaminado-; no encuentro defecto alguno en este caballo, aunquetodos sabemos que cada uno tiene sus propias características,igual que los seres humanos, y requieren un tratamiento diferente.Quisiera saber si éste tiene alguna en especial que usted deseeseñalar.

-No creo que haya otro mejor en todo el país, señor -lecontestó John-, y me da mucha pena desprenderme de él. Estecaballito negro es excelente; jamás fue necesario hablarle conrudeza o castigarlo Su mejor deseo es satisfacer las órdenes deljinete.

Perfectamente -contestó York-. Me alegra que sea así.John se despidió en el acto, pues temía perder el tren. Se

acercó a mí, me dio una palmada y me habló por última vez, convoz apenada. Le acerqué mi cabeza, pues era esa la única maneraque tenía para decirle adiós. Luego partió y jamás volví a verlo.

Al día siguiente vino a verme lord W. Pareció estar contentoconmigo, pues dijo:

-Tengo mucha confianza en este caballo por las referenciasque me dio el señor Gordon. Antes de que nos vayamos a Londreslo engancharé con Barón, el caballo negro. Los dos harán muybuena pareja.

York le contó lo que John había dicho de mí. Por la tardeme pusieron los arneses y me engancharon con el otro caballo.Cuando la campana del establo dio las tres estábamos ya frente ala casa. Era ésta muy grande, casi tres o cuatro veces más grandeque aquella en la que estuve viviendo antes, aunque ni siquiera lamitad de agradable, si es que un caballo puede opinar.Aparecieron dos lacayos, vestidos con librea de color pardo,calzones escarlata y medias blancas. Luego oí el ruido de lasfaldas de seda de mi ama al descender las gradas de piedra. Sedetuvo para observarme. Era alta, de aspecto orgulloso y nopareció estar muy contenta conmigo. Pero no dijo una sola palabray subió al coche.

Así comenzaron mis días en la nueva residencia.

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XII

REUBEN SMITH

Tengo que contarles ahora algo respecto de Reuben Smith,el hombre que quedaba a cargo de las caballerizas cuando Yorkestaba ausente. Dificulto que haya alguien más entendido que élen su oficio y, cuando estaba sobrio, no había otro más fiel yvalioso. Era muy amable con los caballos y los manejaba conmucha eficiencia. Les servía tanto de herrador como deveterinario, pues había estado dos años con un veterinariocirujano Además era un cochero de primer orden: lo mismo podíaconducir un coche de dos pares de caballos que de uno solo. Porotra parte, tenía una excelente presencia, lo que unido a susconocimientos y sus modales agradables hacía que le cayera biena todo el mundo, sobre todo a los caballos.

Lo curioso es que un hombre de tales condiciones ocuparaun puesto inferior, cuando debería estar en el cargo de primercochero, como York. Sólo tenía un defecto: era muy aficionado ala bebida, sólo que no se entregaba a ella constantemente, comootros, sino que podía mantenerse sobrio durante semanas o meses.Pero un buen día se agarraba una "curda", como decía York, y seconvertía en el terror de su mujer y en vergüenza para sí mismo yquienes tenían que tratarlo. Más como era tan eficiente, Yorksuavizaba a veces el asunto para que el conde no se enterara.

Una noche en que Reuben debía traer a algunos miembrosde la familia de un baile, bebió tanto que no podía sostener lasriendas, por lo que uno de los caballeros tuvo que empuñarlas yregresar con las damas. Desde luego, ese hecho no pudo ocultarsey en el acto Reuben fue despedido. Su pobre mujer y sus niños sevieron obligados a abandonar la bonita casa que ocupaban junto alportón del parque e irse donde pudieran. El hecho había ocurridotiempo atrás y me enteré de él por el viejo Max. Cuando yo fui avivir a la residencia del conde, Smith había recuperado el puestogracias a los buenos oficios de York, arrancándole a Reuben lapromesa de que jamás volvería a beber una gota de alcohol en suvida. Reuben mantuvo su palabra con tanta firmeza que cuandoYork estaba ausente le confiaba su puesto y el hombre era taneficiente y honrado que difícilmente se encontraría otro mejorpara ocuparlo.

Estábamos a principios de abril y se aguardaba la llegadade la familia para mayo. El brougham necesitaba ser reparado, ycomo el coronel Blantyre tenía que regresar a su regimiento, sedispuso que Smith lo llevaría en el coche hasta el pueblo y que

luego regresaría a caballo.Me enganchó en el brougham, tomó la montura y partimos

para la estación. Cuando llegamos, el coronel le dio una propina yal despedirse le rogó que cuidara a lady Anne, diciéndole que nopermitiera que nadie cabalgara conmigo, pues yo estaba destinadoexclusivamente a ella.

Dejamos el coche en el taller de reparaciones y Smith mellevó hasta la posada "El León Blanco" diciéndole al mozo decuadra que me diera de comer y me tuviera listo para las cuatro dela tarde. Durante el trayecto a la estación se me había salido unclavo en una de las herraduras delanteras, pero el mozo no se diocuenta hasta la hora de partir. Smith llegó a las cinco para decirque sólo saldríamos una hora después, pues se había encontradocon unos amigos a quienes hacía tiempo no veía. El mozo leinformó que me faltaba un clavo y le preguntó si quería echar unvistazo a la herradura.

-No -contestó Smith-; no hace falta. Podrá andar hasta quelleguemos a casa.

Me sorprendió oírlo hablar a gritos, tan fuera de lo comúnen él, y mucho más que no quisiera ver la herradura, pues por logeneral era muy minucioso en ese aspecto. No vino a las seis, ni alas siete, ni a las ocho. Eran casi las nueve cuando me llamó ynuevamente me sorprendió el tono áspero y gritón de su voz.Parecía estar de muy mal talante e insultó al mozo, aunque nopodría decir por qué. El dueño de la posada estaba junto a lapuerta y le dijo:

-¡Vaya con cuidado, Smith!Le contestó furioso, profiriendo un juramento. Poco antes

de salir del pueblo comenzó a galopar dándome fuertes latigazosde tanto en tanto, pese a que yo iba a toda velocidad. La noche eramuy oscura porque aún no había salido la luna y los caminosestaban muy pedregosos porque acababan de ser reparados. Comomarchábamos a toda carrera, se aflojó la herradura en la quefaltaba el clavo y cuando llegamos al portazgo se salió.

Si Smith hubiera estado en sus cabales se habría dadocuenta de que mi marcha indicaba que algo andaba mal, peroestaba tan borracho que no notó nada.

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XIII

EL FIN DE REUBEN SMITH

Recién cerca de la medianoche escuché a lo lejos el sonidode los cascos de un caballo. Por momentos el ruido desaparecíapara reaparecer luego más claro y cercano. El camino a nuestraresidencia atravesaba unas plantaciones que pertenecían al conde.El ruido venía de esa dirección y confiaba en que fuera alguienque venía a buscarnos. A medida que se oía más cerca pudedistinguir el paso de Ginger, una de las yeguas de nuestrascaballerizas. Relinché lo más alto que pude y tuve la alegría de oírla respuesta de Ginger y voces de hombres. Venían cabalgandoentre las piedras y se detuvieron ante la oscura figura que yacía entierra.

Uno de ellos se apeó de un salto y se paró junto a él.-¡Es Reuben! -exclamó-. ¡Y no se mueve!El otro hombre que lo acompañaba se inclinó sobre

Reuben.-Está muerto -dijo-. Tiene las manos heladas.Lo levantaron y, efectivamente, estaba muerto. Tenía el

pelo empapado en sangre. Volvieron a depositarlo en tierra y memiraron. Pronto observaron mis rodillas.

-El caballo tuvo una caída y lo despidió. Quién habríapensado que este animal podría tener una caída? Seguramentehará horas que Reuben fue derribado. Lo extraño es que el caballono se haya movido del lugar.

Robert, uno de los mozos que había llegado, intentóhacerme avanzar. Di un paso y volví a caer en tierra.

-Ya veo -dijo-; tiene heridas las rodillas y uno de los cascosestá hecho pedazos. ¡Pobre animal! ¡Con razón se cayó! Meparece, Ned, que Reuben no estaba en su sano juicio. ¡Hacermarchar el caballo por sobre estas piedras! De haber estado en suscabales no habría hecho eso. Me parece que se repitió la viejahistoria. ¡Pobre Susan! Estaba terriblemente pálida cuando vino acasa a preguntarme si Reuben había vuelto. Quería hacerme creerque no estaba preocupada y me dijo que Reuben tenía que hacervarios trabajos, pero al mismo tiempo me pidió que saliera en subusca. ¿Qué podemos hacer ahora? Tenemos que llevar el cadávery el caballo a casa. No será tarea fácil.

Siguieron conversando hasta que decidieron que Robert mellevaría y que Ned se haría cargo del cadáver. Fue algo difícilcolocarlo en el dogcart, pues no había quien sujetara a Ginger.Pero ésta comprendió tan bien como yo lo que ocurría y se quedófirme como una piedra. Ned partió muy lentamente con su tristecarga y Robert se acercó a inspeccionarme el casco. Luego me atósu pañuelo fuertemente y me llevó a casa. Jamás olvidaré esacaminata nocturna a través de más de cinco kilómetros. Robert meguiaba con mucho cuidado; yo cojeaba y cada paso que daba meproducía inmenso dolor. Estoy seguro de que me compadecía,pues a menudo me palmeaba para darme ánimos, hablándome conla voz más suave.

Al fin llegué a mi establo, donde me dieron de comer.Robert me envolvió las rodillas con mantas mojadas, me aplicóuna cataplasma de afrecho para quitarme el calor y me limpióhasta que llegara el veterinario por la mañana. Me acomodé comopude sobre la paja y me dormí, a pesar del dolor.

Al día siguiente, después que el veterinario examinó misheridas, dijo que confiaba en que no tuviera algún daño en lascoyunturas, pues, de ser así, quedaría yo imposibilitado paratrabajar y las marcas no desaparecerían nunca. Hizo todo lo quepudo para curarme. Mi enfermedad fue larga y penosa. Se meformó carne muerta, como ellos la llamaron, en las rodillas, quequemaron con cáustico. Cuando por fin las heridas quedaroncicatrizadas me aplicaron un líquido para que creciera de nuevo elpelo.

Como la muerte de Smith se produjo en forma instantáneay no hubo nadie que la presenciara, tuvo lugar una investigación.El dueño y el mozo de "El León Blanco", junto con otra gente,dieron testimonio de que Smith estaba borracho cuando salió de laposada. El guardián del portazgo declaró que lo había vistocabalgar a todo galope cuando pasó frente a él. Mi herradura fuerecogida entre las piedras, por lo que el caso quedó perfectamenteaclarado y yo libre de culpa.

Todos compadecieron a Susan. La desventurada estabapoco menos que enloquecida. A cada rato repetía:

-¡Oh, era tan bueno, tan bueno! ¡La culpa la tiene esamaldita bebida! ¿Por que no prohibirán su venta? ¡Oh, Reuben,Reuben!

Así continuó lamentándose hasta que lo enterraron. Comono tenía hogar ni parientes, se vio obligada a abandonar, una vezmás, con sus seis criaturas, la cómoda casita que habitaba junto alos robles, para ir a vivir en un lóbrego asilo.

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XIV

DECADENCIA Y RUINA

En cuanto mis rodillas quedaron curadas me condujeron aun campito donde estuve durante dos meses. No había nadie ahí yaunque disfrutaba de plena libertad y tenía a mi disposición hierbatierna, me había acostumbrado tanto a vivir en compañía que mesentí muy solo. Cada vez que oía el ruido de algunos cascos quepasaban por el camino, lanzaba un relincho sin obtener respuestaalguna en la mayoría de las ocasiones.

Un día entró el conde en el campo, acompañado por York. Al verlos me quedé bajo un limonero y los dejé que se acercaran. Me examinaron muy cuidadosa mente y luego el conde, visiblemente disgustado, le dijo a York:

-He aquí casi tres mil libras desperdiciadas; pero lo que másme preocupa es que mi viejo amigo, que pensaba que este caballotendría un buen refugio en mi casa, lo verá totalmente arruinado.Habrá que venderlo. Es una pena, pero no puedo tener un animalcon estas rodillas en mis caballerizas.

-Claro que no, señor -contestó York-. Habrá que encontrarun lugar donde su aspecto no signifique mucho y lo traten bien.Conozco un hombre, en Bath, dueño de una caballeriza, quenecesita a menudo caballos buenos a bajo precio. Sé que cuidabien a los animales. Por otra parte, la investigación que se llevó acabo con motivo del accidente dejó bien claro que e] mismo nofue por causa del caballo, lo cual, unido a su recomendación y a lamía, será una buena garantía. -Lo mejor será que le escribas.Tengo más interés en el lugar adonde vaya que en el dinero quepueda obtener de este animal.

Después de lo cual partieron. Una semana después, Robertvino al campo con un cabestro que me colocó en la cabeza y mellevó con él. Gracias a la recomendación de York, me compró eldueño de las caballerizas. Hice el viaje en tren, lo que significóalgo nuevo para mí. Necesité mucho valor al principio, pero comoel ruido, los silbidos y las sacudidas que la máquina le daba alvagón donde viajaba no me hacían daño alguno, lo tomé todo conmucha tranquilidad.

Terminado el viaje, me encontré en un establo relativamentecómodo, no tanto como el que había tenido antes. La caballeriza

estaba en una barranca en lugar de un terreno plano, lo que meobligaba a estar en posición poco favorable. Parecería que loshombres aún no se han dado cuenta de que un caballo puedetrabajar mejor si tiene un establo confortable donde podermoverse. Con todo, me alimentaban y limpiaban bien, y meparece que el nuevo amo hacía todo lo posible para que yoestuviera a mi gusto. Se ocupaba de alquilar coches y caballos detoda clase. A veces nos conducían sus propios hombres y otras nosdejaba en manos de las damas y caballeros que nos alquilaban.

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XV

TRIBULACIONES HISTORIA DE UNLADRÓN

Las primeras experiencias en mi nuevo trabajo, comocaballo de alquiler, fueron muy desagradables. Hasta esemomento yo estaba acostumbrado a tener buenos jinetes yconductores; pero ahora, con cocheros que muy poco lesimportaba cuidarme o clientes que me alquilaban sin sabermontar, pasé momentos difíciles.

Muy tristes fueron para mí esos días en que quedé reducidoa la categoría de "caballo de alquiler". Felizmente, después dehaber tenido que padecer las impertinencias y el mal trato decocheros desconsiderados y clientes ignorantes, tuve la suerte desalir a dar un paseo con un señor que, desde que subió a lamontura y empuñó las riendas, mostró ser un hábil jinete. Tanto seentusiasmó conmigo que me elegía siempre a mí para cabalgar yno paró hasta convencer a mi patrón para que me vendiera a unamigo suyo. Fue así como, en el verano siguiente, fui a parar amanos de un caballero llamado Barry.

Mi nuevo patrón era soltero. Vivía en Bath y tenía muchotrabajo. El médico le había aconsejado que hiciera un poco deejercicio a caballo y con ese motivo me compró. Alquiló unacaballeriza a corta distancia de su casa y contrató a un hombrellamado Filcher como criado. El patrón sabía muy poco decaballos, pero me trató bien. Yo podría haber conseguido una casamejor y más cómoda, de no mediar circunstancias que éldesconocía.

Durante los primeros días todo marchó bien. El criadoconocía su oficio y se ocupaba de que mi establo estuvierasiempre limpio y ventilado. Por otra parte, era muy amableconmigo, pero al poco tiempo comencé a notar que mis racionesde avena escaseaban; en realidad, me daba menos de un cuarto delo que me correspondía, lo cual incidió en mis fuerzas en el lapsode dos o tres semanas. El heno, si bien era óptimo, no bastabapara mantenerme en buenas condiciones. Yo no podía quejarme,como comprenderán. La cosa continuó así durante dos meses y nome explico cómo el patrón no se dio cuenta antes. Una tarde salióa caballo para ver a un amigo que vivía en el campo, en unagranja camino a Wells. Este caballero poseía una mirada avizorapara los caballos, por lo que, después de saludar a mi patrón,mirándome atentamente le dijo:

-Me parece, Barry, que tu caballo no luce tan bien como

cuando lo compraste. ¿Lo ha pasado bien?-Así creo -le respondió-; aunque no lo veo tan alegre como

al principio. Me dice el criado que en el otoño los caballos suelenponerse abatidos y débiles. Espero que sea eso.¿En el otoño, te dijo? ¡Pamplinas! En primer lugar, estamos en

verano, y con el poco trabajo que le das y la buena comida quecome no debería estar así aunque estuviéramos en otoño. ¿Qué ledas de comer? Mi amo le contó con que me alimentaban y elamigo meneó la cabeza. Luego comenzó a observarme de nuevo.

-No puedo decir quien come todo lo que acabas de decirme,pero mucho me equivoco o tu caballo no ve una onza de todo eso.¿Has venido cabalgando de prisa?

-No, por el contrario, vine muy tranquilamente.-Pon tu mano aquí -le dijo, poniendo la suya en mi

pescuezo y en el lomo-. Está tan caliente y mojado como siacabara de venir a la carrera. Te aconsejo que eches un vistazo atu caballeriza. No me gusta ser desconfiado, y gracias a Dios notengo motivos para ello, pues siempre confío en los demás. Perohay muchos canallas lo suficientemente perversos como pararobar el pienso a un animal. Te recomiendo que vigiles tu establo.Dale al caballo una buena ración de avena y no le escatimes nada.

¡Ah, si yo hubiera podido decirle a mi amo dónde iba aparar la avena! El criado venía todas las mañanas a las seis con suhijo, quien llevaba siempre una canasta tapada. Los dos entrabanen el galpón de los arneses donde se guardaba el grano. Cuando lapuerta quedaba entreabierta los veía llenar la canasta de avena yluego se iban.

Transcurridas unas seis semanas después de este episodio,en el momento en que el muchacho salía del establo, se abrióviolentamente la puerta y entró un policía, que lo sujetófuertemente del brazo. Detrás de el venía otro, que cerró la puertadesde dentro y le dijo:

-Muéstrame el lugar donde tu padre guarda el alimentopara los conejos.

El muchacho quedó paralizado de terror y comenzó allorar. Pero no tenía escapatoria y lo condujo hasta el lugarindicado. Ahí el policía encontró una bolsa vacía similar a la queel chico tenía llena de avena en su canasta.

En ese momento Filcher me estaba limpiando los cascos ylos hombres se dirigieron hacia él al verlo. Aunque gritó todo loque pudo lo llevaron a la cárcel junto con su hijo. Luego meenteré de que el chico fue declarado inocente pero al padre losentenciaron a dos meses de prisión.

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XVI

UN ESTAFADOR

En pocos días el amo encontró un nuevo criado. Era unhombre alto, de buena estampa, llamado Alfred Smirk. Si algunavez hubo un embaucador bajo la apariencia de mozo de cuadra,ese hombre era él. Conmigo se mostraba muy atento y jamás memaltrató. Cuando el amo estaba presente me palmeaba yacariciaba. Siempre me lavaba con cepillo y agua la crin y la colay me untaba los cascos con aceite antes de llevarme a la puerta afin de que luciera impecable; pero en cuanto a limpiarme las pataso revisar las herraduras o almohazarme, no se ocupaba más que siyo hubiera sido una vaca. Dejaba que se oxidara el freno, que sehumedeciera la montura y que se endurecieran las correas.

Alfred Smirk era muy pagado de sí mismo. Pasaba largotiempo peinándose, recortándose las patillas y arreglándose lacorbata frente al espejo del galpón donde estaban los arneses.Cada vez que mi amo le dirigía la palabra, contestaba con uncortés "Sí, señor; sí, señor", llevándose la mano a la gorra. Todo elmundo le tenía mucha simpatía y pensaba que el señor Barryhabía hecho una gran adquisición con él. Por mi parte, puedodecir que era el individuo más holgazán y presumido que heconocido. Desde luego, ya era muy importante que no memaltratara, pero un caballo necesita algo más que eso. A mí meinstalaron en un establo suelto y habríame sentido mejor si AlfredSmirk no hubiera sido tan indolente conmigo. Jamás renovaba lapaja de la cuadra y el olor de la misma apestaba. Los vaporesácidos que subían me hacían doler e inflamar los ojos y hastahabía empezado a perder el apetito.

Un día llegó el amo y le dijo:-Alfred, el establo apesta. ¿Por qué no haces una buena

limpieza y arrojas unos cuantos cubos de agua?-Perfectamente, señor -contestó, llevándose la mano a la

gorra-. Así lo haré, si lo desea; pero me parece que es muypeligroso arrojar agua en una cuadra. Los caballos son muyproclives a resfriarse. No quisiera causarle daño alguno a éste,pero si usted lo ordena, cumpliré con su pedido.

-Está bien; tampoco yo quisiera que se resfriara, pero nome gusta el mal olor de este establo. ¿Te parece que los desagüesfuncionan bien?

-Ahora que usted lo menciona, señor, le diré que a vecesdespiden mal olor. Algo debe de andar mal.

-Entonces llama a un albañil para que los revise.-Está bien, señor. Cumpliré con sus órdenes.El albañil levantó una hilera de ladrillos, pero no pudo

encontrar nada que estuviera mal, por lo que los volvió a colocarcon un poco de cal y le pasó al amo una cuenta de cinco chelines.El mal olor persistía igual que antes. La cosa no paró ahí sino queyo, obligado como estaba a permanecer de pie sobre la pajahúmeda, noté que mis cascos comenzaban a ablandarse. El señorBarry estaba desorientado.

-No me explico -decía- qué le pasa a este caballo.Cada día pisa con mayor dificultad. En cualquier momento va adar un tropezón.

-Sí, señor -le respondió Alfred-. También yo he notado lomismo cuando salgo a hacer un poco de ejercicio con él.

Ahora bien; lo cierto es que jamás salía conmigo y cuandoel señor Barry estaba ocupado en sus asuntos permanecía yovarios días sin poder estirar las patas aunque me daban tantacomida como si tuviera que hacer mucho trabajo, lo cual meperjudicó la salud, pues me puse pesado, intranquilo y nervioso.Jamás me daba Alfred un poco de pasto o afrecho, que me habríarefrescado. En realidad, era tan ignorante en materia de caballoscomo presumido respecto a su persona. En lugar de cambiar decomida o de sacarme a hacer ejercicios, me atosigaba con píldorasy pócimas, las cuales, además del dolor que me causaban cuandome las introducía en la garganta, me empeoraban cada vez más.

Se me habían debilitado las patas delanteras de tal maneraque un día salí a trotar con el amo por un camino reciénempedrado y di dos tropezones tan violentos que el señor Barryme llevó en seguida a casa del veterinario para que me revisara.El hombre me levantó las patas una tras otra, me examinó la bocay luego, frotándose las manos, comentó:

-Su caballo tiene aftas, y de las peores. Las patas estánmuy débiles y agradezca que no se haya caído al suelo. No meexplico cómo su criado no lo ha visto antes. Estas cosas suelenocurrir en caballerizas sucias y pestilentes, donde no se renuevaconvenientemente la paja. Si me envía usted mañana el caballo lecuraré los cascos y le enseñaré a su criado cómo debe aplicar elungüento que le daré.

Al día siguiente tenía yo los cascos limpios. E] veterinariolos envolvió con una estopa empapada en un líquido fuerte queme resultó bastante desagradable. Luego ordenó que mecambiaran la paja todos los días, que limpiaran el piso y me dieranmás afrecho que grano hasta que las patas estuvieran bien. Graciasa este tratamiento me restablecí pronto, pero el señor Barry quedó

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tan disgustado por haber sido engañado dos veces por sus criadosque decidió no tener más caballo propio sino alquilar uno cuandolo necesitara. Me quedé en su casa hasta que estuve curado deltodo y luego me puso en venta.

TERCERA PARTE

XVII

LA FERIA DE CABALLOS

Sin duda, una feria de caballos es un lugar muy divertidopara quienes nada tienen que perder. No voy a relatar en detalletodo lo que vi y de que manera nos inspeccionaban loscompradores. A mí me colocaron entre dos o tres caballos fuertes,aptos para el trabajo, y mucha gente se acercó a vernos. Loshombres mostraban su desinterés por mí cuando veían cómo teníaestropeadas las rodillas, aunque el cuidador juraba que sólo setrataba de un resbalón que había dado en la caballeriza.

Lo primero que hacían los posibles candidatos era abrirmela boca, inspeccionar ojos y patas, tocarme el cuerpo y hacermedar unos pasos. Lo asombroso eran las distintas maneras con quellevaban a cabo todas esas cosas. Algunos eran bruscos y torpescomo si uno fuera un pedazo de madera; otros eran más suaves yme daban una palmada de tanto en tanto, como pidiéndomepermiso. Desde luego, según el tratamiento de cada uno sacaba yomis conclusiones sobre la clase de persona que era.

Por ejemplo, se acercó un hombre que, estoy seguro, dehaberme comprado me habría hecho feliz. No era una caballero nininguno de esos que presume» de serlo. Más bien pequeño, perode buen aspecto \ movimientos rápidos. En cuanto se acercó medi cuenta, por la manera de tratarme, de que estaba acostumbradoa tener caballos. Me hablaba con suavidad y sus ojos grises memiraban bondadosamente. Parecerá extraño, pero lo cierto es queel olor a limpieza que despedía hizo que me resultara simpático.No olía a cerveza ni a tabaco -que yo detesto sino a algo frescocomo el olor que hay en un henar. Ofreció 23 libras por mí, perola oferta fue rechazada, por lo que prosiguió su marcha. Lobusqué con la mirada, pero ya había desaparecido. Vino despuésotro hombre de mirada dura y voz gritona. Temí que pudieracomprarme. Felizmente pasó de largo y se acercaron dos o tresvisitantes que no tenían aspecto de querer hacer negocio alguno.

Regresó de nuevo el hombre de mirada dura y ofreció 23libras por mí. El vendedor comenzó a regatear un poco, perocomo temía que nadie me comprara estaba dispuesto a ganarmenos de lo que pensaba, cuando apareció otra vez el hombre delo ojos grises. No pude evitar acercarle mi cabeza y él,

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haciéndome unas caricias, me dijo:-Está bien, me parece que vamos a entendernosLuego, dirigiéndose al vendedor, le dijo:-Le doy 24 libras por el caballo. -Digamos 25 y es suyo -replicó el vendedor.-Veinticuatro con diez y ni una moneda más -contestó mi

amigo-. ¿De acuerdo?-Trato hecho y tenga la seguridad de que se lleva un buen

ejemplar. Si lo compra para engancharlo a un cabriolé es unaganga.

El comprador pagó el precio en el acto y mi nuevo amo mellevó hasta una posada donde tenía ya preparada montura y brida.Me dio de comer una buena ración de avena y mientras yo mealimentaba se quedó conmigo, hablándome. Media hora despuésnos hallábamos de viaje a Londres, atravesando un espléndidocamino hasta que llegamos a la ciudad, al atardecer,encontrándola en plena actividad. Las luces de gas acababan deser encendidas y las calles continuaban milla tras milla a diestra ysiniestra. Creí que jamás llegaríamos al final. Por último, cuandopasábamos por una en la que había un puesto de coches dealquiler, mi jinete le gritó con voz alegre a un señor:

-¡Buenas noches. Gobernador!-¡Hola! -respondió el otro-, ¿Encontraste algo bueno?-Así me parece -le contestó mi amo.-Te deseo mucha suerte, entonces.-Gracias, Gobernador.Proseguimos la marcha. Doblamos por una de las calles

laterales y a una media milla nos metimos en una callejuela concasas de aspecto humilde a un lado, y cocheras y establos al otro.Mi patrón se detuvo frente a una de esas casas y silbó. Se abrió lapuerta y apareció una mujer joven, seguida de una niña y un chicoque lo saludaron con mucha alegría. Mi jinete se apeó y le dijo alchico:

-Ahora, Harry, abre el portal y mamá nos traerá unalinterna.

Minutos después estaban congregados todos a mi alrededor en el patiecito del establo.

-¿Es manso, papá? -le preguntó la niña.-Sí, Dolly, tan manso como tu gatito. Acércate y acarícialo.Al instante sentí una manita que me acariciaba sin temor.

¡Qué suave era!-Déjame traerle un poco de afrecho mientras lo cepillas

-dijo la señora de mi nuevo patrón.-Sí, Polly, es justamente lo que necesita, y estoy seguro de

que también has preparado una buena comida para mí.Me instalaron en un establo cómodo, que olía a limpio,

cubierto de paja seca. Después de haber ingerido mi comida, meacosté, pensando que iba a ser feliz.

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XVIII

LONDRES

Mi nuevo amo se llamaba Jeremiah Barker, pero como todoel mundo le decía Jerry haré lo mismo. Polly, su mujer, erajustamente la compañera perfecta para él. Menuda, gordita,acicalada, de pelo castaño, ojos oscuros y sonrisa constante en loslabios. El hijo de ambos tendría unos doce años, era alto, franco ydé buen talante. Su hermana, la pequeña Dorothy (a quienllamaban Dolly), era el calco de su madre con ocho años de edad.

Jamás había visto una familia tan feliz y contenta como esa,ni la he visto desde entonces. Jerry tenía su propio coche dealquiler y dos caballos, que atendía personalmente. El otro caballoera alto, blanco y huesudo y se llamaba Capitán. Ahora se le veíaviejo, pero debió de haber sido magnífico de joven. Conservabaaún un aire orgulloso cuando levantaba la cabeza y arqueaba elpescuezo. Realmente, era un ejemplar que dejaba traslucirexcelente crianza, finas maneras y sangre noble. Me contó que ensu primera juventud había estado en la guerra de Crimea y quehabía pertenecido a un oficial de caballería que iba casi siempre alfrente del regimiento.

Al día siguiente de mi llegada Polly y Dolly vinieron averme al patio y nos hicimos muy amigos. Harry había estadoayudando a su padre desde la mañana temprano y opinaba que yosería "un buen chico". Polly me dio un trozo de manzana y Dollyun poco de pan. Volví a sentirme como el Azabache de otrostiempos. Me pareció increíble ser tratado de nuevo con cariño yternura y les di a entender, lo mejor que pude, que también yoquería hacerme amigo de todos. Polly me consideraba sumamentehermoso y que yo era demasiado bueno para tirar de un coche dealquiler. Pensaba que mi vida podría haber sido muy distinta deno haber tenido estropeadas las rodillas,

-Por supuesto -dijo Jerry-; no conocemos a nadie que puedadecirnos de quién fue la culpa y, mientras no lo sepa, le concederéel beneficio de la duda. ¡Jamás monté un caballo tan firme y depaso tan parejo come éste. ¿Qué te parece, Dolly, si lo llamamosJack, come el otro que tuvimos?

-Me parece bien, pues vale la pena conservar un nombre delque se tienen buenos recuerdos.

Capitán salió por la mañana en el cabriolé, el coche con queJerry salía a buscar pasajeros. Harry me dio de comer y bebercuando llegó de la escuela y por la tarde me engancharon a mí.Jerry se preocupó, igual que John Manly en otros tiempos, de quela cabezada y todo lo demás me quedara bien. No hubo necesidadde ponerme la gamarra ni freno con barbada. Bastó sólo con elbridón del bocado, lo que para mí resultó un alivio.

Después de unas cuadras llegamos hasta el puesto decoches donde Jerry había saludado a ese señor a quien llamabanGobernador. A uno de los costados había casas altas conespléndidos negocios al frente y, en el otro, una vieja iglesia y uncementerio rodeado por una verja de hierro. A lo largo de estaúltima estaban atados varios cabriolés esperando pasajeros. Por elsuelo había fardos de heno; algunos hombres estaban de pie,mientras otros se hallaban sentados en sus pescantes leyendo eldiario. Dos o tres les daban heno y agua a sus caballos. Nosdetuvimos al final de la fila, detrás del último coche. Algunos sepusieron a observarme y a dar vueltas a mi alrededor, haciendocomentarios.

-Está muy bien para un entierro -dijo uno.-Luce demasiado listo -comentó otro, sacudiendo la cabeza

con aire de entendido-. Una de estas mañanas verás que algo nomarcha, o no me llamo Jones.

-Pues bien -respondió Jerry-; supongo que no necesito vernada hasta que aparezca, ¿verdad? Cualquier cosa que ocurra lepondré a mal tiempo buena cara.

Se acercó entonces un hombre de cabeza grande, vestidocon un capote gris, una esclavina también gris y grandes botonesblancos, sombrero gris y una bufanda azul alrededor del cuello.Asimismo era gris el pelo, pero, pese a ello, tenía un aspectojovial. Me miró atentamente como si estuviera dispuesto acomprarme y le dijo a Jerry:

-Es justamente el caballo que te conviene. No me interesacuanto te costó, pues vale más de lo que lo pagaste.

Con estas palabras quedó firmemente afianzado miprestigio en el puesto. El hombre se llamaba Grant, pero le decían"Gray Grant" o "Gobernador Grant". Como era el más antiguo detodos, se encargaba de arreglar los asuntos o de poner fin a lasdisputas. Generalmente estaba de buen humor y era muy Sensato.Pero si se encontraba un poco fuera de sus casillas -y esto ocurríacuando había bebido demasiado- nadie se atrevía a desafiar suspuños, pues era capaz de asestar golpes demoledores.

Mi primera semana en ese nuevo trabajo fue muy dura paramí, pues, como no estaba acostumbrado al tránsito de Londres, elruido, el trajín, la aglomeración de caballos, carros y coches memareaban. Pronto me di cuenta de que podía confiar ampliamente

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en mi cochero y me sentí más aliviado, hasta que me habitué.Como cochero, Jerry era de lo mejor que yo conocía y, lo

más importante, se preocupaba tanto de los caballos como de élmismo. Pronto notó que yo tenía muy buenas disposiciones parael trabajo y jamás me hizo sentir el látigo; apenas si apoyabasuavemente el extremo del mismo sobre mi espalda cuandoemprendíamos la marcha. Pero por lo general ni siquiera esto eranecesario, pues me daba cuenta de ello con sólo la manera quetenía de empuñar las riendas. Creo que el látigo permanecía mástiempo clavado junto a él que en su mano.

Nos entendimos muy pronto; por lo menos, hasta donde uncaballo y un hombre pueden entenderse. Jerry disponía todo en elestablo para que yo me sintiera a gusto, aunque las caballerizashabían sido construidas en un estilo pasado de moda, demasiadoen pendiente. Nos mantenía muy limpios y nos variaba la comidatodo lo que podían permitírselo sus medios. En realidad, habíaabundancia de todo y nos daba de beber agua pura y cristalinasalvo, se entiende, cuando regresábamos agitados. Algunos creenque un caballo no debe beber todo lo que desea, pero yo opinoque si nos dejaran hacerlo cuando tenemos ganas beberíamos unpoco de tanto en tanto

y eso sería mejor que hacernos tragar un balde de una solavez después de haber pasado varias horas sin probar una gota.Hay mozos de cuadra que se van a sus casas a beber cerveza ynos dejan durante horas con el pienso seco y nada parahumedecerlo. Por supuesto, cuando nos ofrecen agua laengullimos de golpe, lo cual perjudica nuestra respiración y aveces nos da escalofríos en el estómago.

Lo que más me gustaba en esa casa era el descansodominical. Trabajábamos tanto durante la semana que ese díaresultaba una pausa compensatoria.

XIX

JERRY BARKER

No había hombre mejor que mi nuevo amo. Era bueno yamable, con un sentido de la rectitud tan fuerte como el de JohnManly y de tan buen carácter y humor que difícilmente alguienpodría enemistarse con él. Harry era tan eficiente cuandotrabajaba en el establo como cualquier muchacho mayor que él, yestaba siempre dispuesto a cumplir con sus tareas en todomomento. Polly y Dolly solían venir por la mañana para dar unamano en la limpieza del cabriolé; cepillaban y sacudían losalmohadones y limpiaban los cristales mientras Jerry nos lavabaen e] patio y Harry lustraba los arneses. Tanto se reían y divertíanal efectuar esos trabajos, que nos ponían a Capitán y a mí demejor humor, lo cual es mucho mejor que oír palabras duras yretos.

Jerry no podía soportar que se estuviera holgazaneando operdiendo el tiempo y nada lo sulfuraba más que esa gente que,cuando se le ha hecho tarde, espera que el cochero les recupere eltiempo que han perdido. Recuerdo, por ejemplo, una mañana enque salían de una taberna próxima al puesto de coches los jóvenesapresurados que se acercaron a Jerry, diciéndole:

—Oye, cochero, y presta atención. Estamosatrasados; tienes que llevarnos a todo vapor hasta la estaciónVictoria para que podamos tomar el tren de la una. Te daremos unchelín de propina.

-Los llevare a paso normal, señores -respondió Jerry-. Loschelines no compensan la carrera a marcha forzada de un cochecomo este.

Junto al nuestro había otro cabriolé, conducido por un talLarry. Se precipitó sobre los clientes y les dijo:

—Yo soy el hombre que necesitan, caballeros. Suban a micoche y mi caballo los llevará en un santiamén.

Los muchachos se instalaron en el coche y Larry partió atoda velocidad. Jerry me dio unas palmadas a la vez que me decía:

-No, Jack, ni por un chelín haría yo tal cosa.Jerry estaba siempre en contra de esa gente que recurre a

los servicios de un cochero para ganar tiempo. Conducía a pasoregular y sólo iba "a todo vapor" cuando conocía los motivos.Recuerdo que una mañana, mientras esperábamos que llegaraalgún cliente, se acercó corriendo un muchacho con una valija

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pesada. Tuvo la mala suerte de pisar una cáscara de naranja y fuea dar al suelo violentamente. Jerry fue el primero en prestarleayuda. El joven estaba atontado por el golpe y cuando lo llevaronaun negocio para atenderlo, caminaba con mucha dificultad. Jerryregresó al puesto y unos diez minutos después lo llamaron desdeel negocio. El joven le preguntó:

-¿Puede llevarme hasta la estación del Este? Estadesgraciada caída me ha retrasado un tanto, y como es de sumaimportancia que no pierda el tren de las doce, le quedaré muyagradecido si hace usted lo posible para llegar a tiempo. Le darécon gusto una buena propina.

-Haré todo lo que esté a mi alcance –respondió Jerry-,siempre que se encuentre usted en condiciones de emprender elviaje.

El caballero estaba terriblemente pálido, pero se notaba queera asunto de capital importancia para él no perder ese tren.

-Por favor -le dijo a Jerry-; abra la portezuela y noperdamos tiempo.

Jerry subió en el acto al pescante y con un ligero tirón deriendas me dio a entender que partiéramos en seguida.

-¡Adelante! -me dijo-. Corre y vuela si es posible. Lesdemostraremos a todos que podemos ir de prisa cuando la ocasiónlo requiere.

Resulta muy difícil ir ligero por la ciudad en las horas demucho tránsito cuando las calles están atestadas, pero si uncochero y su caballo se entienden no hay nada imposible. Tenía youna boca muy buena, quiero decir, podía ser guiado con el másligero toque de riendas y ello es de suma importancia en unaciudad como Londres, llena de carruajes, ómnibus, carros ycoches de toda clase, que marchan unos en una dirección, otros enla contraria, algunos veloces, otros lentamente, y todos esperandopasar al vecino. Los ómnibus se detenían a cada rato para queascendieran o descendieran los pasajeros, lo que obligaba adetenerse bruscamente y cuando uno acertaba a pasar, no faltabaquien le interceptara el paso lo que nos obligaba a quedarnosdetrás del ómnibus otra vez. Cuando creíamos que ya se podíapasar, se acercaba otro carruaje que se ubicaba tan cerca denosotros que un poquito más y nos hacía un arañazo con lasruedas. De esta manera no quedaba más remedio que marchar enfila a paso regular. En algunos momentos el tránsito quedabadetenido por completo y había que aguardar un rato largo hastaque se produjera un claro o se pudiera tomar una calle lateral o elpolicía solucionara el atascamiento. Había que aprovechar lamenor oportunidad no bien se veía un espacio libre, pero en esoscasos no era difícil ver las ruedas del propio coche trabadas con

las de otro, o la lanza de algún vehículo dar contra el pecho o elcostado de un caballo. Lo cual significa que, para poder irrápidamente por las calles de Londres, hay que estar muy ducho.

Jerry y yo estábamos acostumbrados a ello y nadie nosganaba en habilidad. Yo era muy audaz y confiaba plenamente enél, quien, con paciencia y práctica, sorteaba todos los obstáculos,aparte de confiar en mí, raras veces usaba el látigo; yo me dabacuenta de lo que él quería por la manera de tirar de las riendas opor las órdenes que me daba verbalmente. Pero volvamos a mihistoria.

Ese día las calles estaban atestadas como nunca, lo que noimpidió que pudiéramos llegar bien hasta Cheapside. Pero en eselugar un atascamiento del tránsito nos obligó a permanecer unoscuatro minutos sin poder avanzar. El caballero asomó su cabezapor la ventanilla y exclamó con un poco de ansiedad:

-Me parece que será mejor que me vaya caminando. Nollegaré nunca a la estación si las cosas continúan así.

-Haré todo lo que pueda, señor -dijo Jerry-. Creo quellegaremos a tiempo. Esto no puede durar mucho más y su valijaes demasiado pesada para que la lleve en la mano.

En ese momento el carro que estaba delante de nosotroscomenzó a avanzar y detrás de el seguimos nosotros.Emprendimos la marcha y llegamos hasta el puente de Londres,donde se había formado una larga fila de vehículos quemarchaban al trote quizá porque también tenían que alcanzar elmismo tren que nuestro pasajero. Por suerte, pudimos llegar a laestación justo cuando el reloj marcaba las doce menos ochominutos.

-¡Gracias a Dios llegamos a tiempo! -exclamó el joven-. Ygracias a usted, mi amigo, y a su caballo. Me ha prestado unservicio que no se recompensa sólo con dinero. Aquí tiene mediacorona de propina.

-De ninguna manera, señor; le quedo igualmenteagradecido. Me alegra que hayamos llegado a tiempo. Pero no sedemore usted más; está sonando ya la campana. ¡A ver tú,muchacho, toma el equipaje de este caballero y llévalo al tren delas doce! Y sin aguardar una palabra más, Jerry puso el coche a uncostado para que pudieran pasar los otros vehículos.

-Realmente estoy muy contento de haber llegado a tiempo-agregó Jerry-; ¡Pobre muchacho! ¡Vaya a saberse qué es lo que lotiene preocupado!

A menudo Jerry hablaba en voz alta y yo podía oírlo.Cuando regresamos al puesto, todo el mundo comenzó a reírse deél y a hacerle bromas, pues -según ellos- había ido a toda marchahasta la estación por una propina, contrariando de esa manera sus

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propios principios. Pero lo que más querían averiguar era cuántohabía ganado con ese viaje.

-Bastante más de lo que gano generalmente -les dijo-. Loque el caballero me dio me permitirá vivir con un poco más decomodidad durante varios días.

-¡Vamos! -exclamó alguien. -¡Es un farsante! -agregó otro-. Se lo pasa

predicándonos y luego el hace lo mismo que nosotros.-Escuchen, amigos -dijo Jerry-. El caballero me ofreció

media corona de propina y yo no la acepté. Ya era bastante pagopara mí la satisfacción de que pudiera tomar el tren. Si Jack y yoaceptamos de tanto en tanto esos viajes rápidos es asunto nuestroy no de ustedes.

-Pues bien -le contestó Larry; nunca serás rico de esamanera.

-Muy posiblemente que no, pero por ello no seré menosfeliz. He leído los mandamientos muchas veces y jamás he vistoque alguno de los diez diga: "Enriquécete". Además, se dicentantas cosas en el Nuevo Testamento acerca de los ricos que noquisiera ser uno de ellos.

En ese momento se acercó el Gobernador Grant quien,mirando encima del hombro desde su coche, agregó:

-Jerry, si alguna vez te conviertes en un hombre rico seráporque lo tienes merecido y tu riqueza no te perjudicará. Encuanto a ti, Larry, morirás pobre. Gastas demasiado dinero enlátigos.

-Pues bien -contestó Larry-; ¿qué otra cosa puede hacer unindividuo si su caballo no marcha más que a latigazos?

-Jamás te has tomado el trabajo de averiguar si el caballopuede marchar sin necesidad de que le peguen. El látigo se mueveen tu mano como si estuvieras atacado del mal de San Vito.¿Sabes por qué estás continuamente cambiando de caballos?Porque nunca les das un momento de paz.

-Lo que ocurre es que no tengo suerte con los caballos.-Ni nunca la tendrás -sentenció el Gobernador. La suerte se

acerca a quien sabe aprovecharla y, por lo general, prefiere a losque tienen sentido común y corazón noble. Por lo menos, tal es miexperiencia.

El Gobernador Grant continuó leyendo el diario y elresto de los hombres se fue a sus respectivos coches.

XX

EL COCHE DE LOS DOMINGOS

Una mañana en que Jerry me estaba enganchando al coche,entró en el patio un caballero. -Servidor de usted, señor-le dijo Jerry.

-Buenos días, señor Barker -respondió el caballero-.Quisiera dejar convenido con usted para que lleve a mi mujer, laseñora Briggs, todos los domingos por la mañana a la iglesia.Ahora vamos a la iglesia nueva y queda tan lejos que no puede ircaminando.

-Gracias, señor, pero sólo tengo permiso para conducir losdías laborables. No sería legal que trabajara los domingos.

-¡Oh! -agregó el señor Briggs-. Ignoraba esa circunstancia,pero no creo que sea difícil para usted cambiar de licencia. Nadaperdería con ello y, lo que es más importante para mí, mi señoraprefiere ir con usted.

-Le quedo muy reconocido por ello a su señora. En unaépoca tenía yo licencia para conducir los siete días de la semana,pero el trabajo resultaba demasiado duro para mí y los caballos.Jamás disponía de un día de descanso y no podía: pasar undomingo con mi familia ni ir a la iglesia. Por ello, desde hacecinco años, sólo trabajo de lunes a sábado.

-Muy bien -respondió el señor Briggs-; me parece, justo quetodo el mundo tenga un descanso a la semana que le permita ir ala iglesia. Sólo que el trayecto me parece tan corto que tal vez austed no le importaría hacerlo por una vez. Le quedaría toda latarde libre. Corno usted sabe, somos muy buenos clientes.

-Tiene razón, señor, y nuevamente le quedo muyagradecido. Me encantaría servirlo, pero por nada del mundorenuncio yo a mi descanso dominical. He leído que Dios, despuésde haber creado al hombre, los caballos y demás animales, tomóun día de descanso y obligó a los demás a que también lohicieran. Por lo tanto, señor, lo que El dispuso tiene que ser buenopara todos y para mí. Desde que me tomo un día de descanso mesiento mucho mejor y lo mismo puedo decir de los caballos.También están de acuerdo conmigo los otros cocheros quetrabajan nada más que seis días por semana. Le diré, señor, ahoratengo más dinero ahorrado que nunca y, en cuanto a mí mujer ylos niños, por nada del mundo quisieran ellos que volviera yo otra

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vez al régimen de siete días.Perfectamente -respondió el caballero—. No se preocupe

usted. Le preguntaré a otro cochero.Cuando el señor Briggs se alejó, Jerry me dijo:

-¡Qué quieres, amigo, no podía contestarle de otra manera!También nosotros tenemos que disfrutar del domingo.

Luego, llamando a Polly, le contó la conversación queacababa de tener con el señor Briggs.

-Gracias a Dios -dijo Polly -, ganas lo suficiente para no tenerque trabajar los domingos. Ojalá nunca tengamos que vivir otra vezaquellos tiempos en que no te quedaba un minuto para estar contus hijos e ir a la iglesia.

-Eso es justamente lo que le dije al señor Briggs, querida-agregó Jerry-. De modo que no te aflijas -pues Polly estaba yapor ponerse a llorar-; no se repetirá nunca más lo de antes. -Yahora, arriba ese ánimo y hasta luego, que tengo que ir al puesto.

Pronto se difundió entre los cocheros que Jerry habíaperdido a su mejor cliente. Muchos decían que había sido untonto, pero dos o tres estaban de su lado.

-Si los trabajadores no defienden su descanso dominical-dijo uno de ellos-, pronto se quedarán sin el. Forma parte delderecho de todo hombre y hasta de los animales. Las leyes deDios establecen así y las leyes del Estado lo sancionan. Tenemosque hacerlas respetar y mantenerlas para nuestros hijos.

-Está bien que los religiosos piensen así -manifestó Larry-;pero yo no pienso renunciar a un chelín cada vez que se presentela oportunidad de ganarlo. No soy creyente porque no veo que lagente religiosa sea mejor que el resto.

-Si no son mejores -apuntó Jerry- es porque no sonreligiosos. Lo mismo podrías decir que las leyes de nuestro paísno son buenas porque hay quienes las violan. Si alguien cede a sutemperamento y habla mal del vecino y no paga sus deudas, no esreligioso. Me importa un comino cuántas veces vaya a la iglesia.Si hay gente falsa e hipócrita, no significa por ello que la religiónsea falsa. La verdadera religión es lo mejor y más cierto en elmundo y lo único que puede hacer feliz a un hombre o hacer queel mundo sea mejor.

-Si la religión sirviera para algo -terció Jones-, impediríaque gente religiosa como ustedes tuviera que trabajar losdomingos, como saben ustedes que lo hacen muchos de ellos; poreso digo que la religión noes más que un farsa. Si no fuera por la gente que va a la iglesia nonos valdría la pena a nosotros, los cocheros, salir los domingos;pero ellos tienen sus privilegios, como los llaman, y espero queresponda por mi alma si tengo oportunidad de salvarla.

Varios aplaudieron este discurso de Jones, pero Jerry le

replicó:-Todo eso suena muy lindo; pero no sirve para nada. Cada

uno debe cuidar su propia alma. No puedes dejarla a la puerta deun extraño, como si se tratara de un expósito, y esperar que seocupen de ella. ¿No te das cuenta de que si estás siempre sentadoen el pescante, esperando un cliente, la gente dirá: "Si no lotomamos, otro lo hará por nosotros", y quién no anda en busca deun coche los domingos? Por supuesto, esa gente tampoco ve elfondo de la cuestión, pues si no fuera en busca de un cocheresultaría inútil que los cocheros salieran los domingos. ¡Perobien que se cuida todo el mundo de ir al fondo de la cuestión! Loque quiero decir es que si ustedes lucharan por el descansosemanal, lo conseguirían.

-¿Y que sería de la buena gente -pregunto Larry-si nopudiera escuchar a sus predicadores preferidos?

-No me corresponde a mí hacer planes para los demás-respondió Jerry-. Si no pueden ir a pie porque les queda lejos laiglesia, pueden ir a escuchar a otro predicador que quede máscerca. Y si llueve, que se pongan el impermeable, como lo hacenel resto de la semana. Cuando algo merece la pena hacerse, sehace; de lo contrario, uno puede prescindir de eso. El buenoencontrará siempre el camino para cumplir con sus obligaciones.Y lo que es cierto para los cocheros, también lo es para losfeligreses.

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XXI

DOLLY Y UN CABALLERO CABAL

El invierno llegó temprano con mucho frío y humedad.Casi todos los días durante semanas, tuvimos nieve, granizo olluvia, que se alternaban con fuertes vientos o heladas. Loscaballos sufrimos mucho esos cambios de tiempo. Cuando hacefrío nos basta un par de mantas para calentarnos, pero cuando caeuna lluvia persistente, pronto quedan empapadas y ya no sirven demucho. Algunos cocheros nos cubrían con un impermeable, locual era un sistema espléndido, pero muchos eran tan pobres queapenas si tenían algo para ponerse ellos mismos. Ese invierno fueparticularmente duro y muchos padecieron intensamente.Nosotros, después de trabajar medio día, regresábamos a nuestrosestablos y podíamos descansar, mientras nuestros patrones teníanque estar sentados en sus pescantes, a veces hasta la una o dos dela mañana, si habían llevado a su cliente a una fiesta.

Lo peor para nosotros era cuando las calles estabanresbaladizas por la helada o la nieve. Andar una milla en esascondiciones arrastrando el peso del coche nos cansaba más quecuatro por otro camino en mejor estado, pues teníamos que poneren tensión cada nervio y cada músculo para mantener elequilibrio. Agréguese a ello que el temor a una caída es muchomás agotador, y si los caminos están en malas condiciones, lasherraduras se estropean, lo que nos hace estar más nerviosos.

Cuando el tiempo estaba muy malo, los cocheros solían ir ala taberna contigua al puesto mientras uno de ellos mantenía lavigilancia de los coches; de esa manera se perdían muchosclientes y, como decía Jerry, además gastaban mucho dinero. Miamojamas fue a la taberna "El Sol Naciente"; iba a un café quequedaba cerca del puesto o le compraba café y pasteles a un viejoque pasaba por ese lugar. Jerry opinaba que las bebidasalcohólicas y la cerveza eran un engaño porque después debeberías sentía uno más frío que antes; en cambio, ropas secas,buena comida y una esposa alegre y cariñosa en la casa eran lomejor para que un cochero se sintiera reconfortado. Cuando nopodía regresar a casa para comer, Polly le enviaba algunasprovisiones. Muchas veces veía yo a Dolly mirar desde la esquinadonde estaba el puesto para asegurarse de que su padre se

encontraba ahí. Entonces corría todo lo que daba para alcanzarlealguna bebida caliente o un canasto en el que Polly había puestouna marmita con sopa o un budín. Era una maravilla ver comosemejante criatura atravesaba la calle atestada de coches ycaballos, con toda valentía. Para ella era una cuestión de honorllevarle a su padre "el primer plato del día", como él lo llamaba.Dolly se había convertido en la preferida del puesto y nadiedejaba de ayudarle a atravesar la calle en el caso que Jerry no lopudiera hacer.

Un día helado y ventoso, Dolly le llevó un plato de sopacaliente y se quedó con él mientras la tomaba. No bien comenzósu almuerzo cuando se presentó un caballero con un paraguas ymucha prisa. Jerry se quitó el sombrero, le pasó a Dolly el plato yse disponía a quitarme la manta cuando el caballero le dijo;

-¡De ninguna manera, amigo! Termine primero su sopa. Nodispongo de mucho tiempo, pero puedo esperar hasta que hayaterminado su almuerzo y ayudado a la niña a cruzar la calle.

Y diciendo esto abrió la portezuela y entró en el coche.Jerry le quedó sumamente agradecido y le dijo a su hija:

-Eso es lo que se llama un caballero, Dolly; un caballeronato.

Terminada la sopa, Jerry acompañó a Dolly a cruzar lacalle, regresó al coche y aguardó las órdenes del pasajero. Tuveoportunidad de verlo varias veces, pues el caballero casi siempretomaba el nuestro. Por lo que deduje de él, le gustaban mucho losperros y los caballos porque cuando llegábamos a su casa salían arecibirlo dos o tres perros. Otras veces me daba unas suavespalmadas, agregando:

-Este caballo tiene un buen patrón y el patrón merece uncaballo como éste.

He conocido señoras que me daban palmadas cariñosascomo este caballero, pero noventa y nueve de cada cien personashabrían considerado tan impropio hacerlo como palmear lalocomotora que arrastra un tren.

El señor de quien estoy hablando no era joven, tenía loshombros un poco arqueados, los labios delgados y prietos, aunquesonreían constantemente con dulzura: ojos vivaces y había algo ensu boca y en el movimiento de la cabeza que hacían pensar queestaba siempre decidido a llevar a cabo lo que se proponía; su vozera agradable y amable.

Un día, junto con otro caballero, tomaron nuestro coche. Sedetuvieron en un negocio de la calle B y mientras su amigo entróen él, nuestro hombre permaneció en la puerta. Un poco másadelante, justo frente a nosotros, se encontraba un carro con dosespléndidos caballos, estacionado ante una vinería. El cochero sehabía ausentado. No sé cuánto tiempo llevarían los animales,

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aunque tengo la impresión de que a los caballos les pareció unaespera demasiado larga porque empezaron a moverse. Antes deque hubieran dado unos pasos, apareció corriendo el cochero y lossujetó. Estaba furioso y comenzó a castigarlos cruelmente en lacabeza con el látigo. Nuestro amigo vio todo ello y dirigiéndoseprecipitadamente hacia el hombre le dijo con voz firme:

-Si no deja usted de golpearlos lo denunciaré por su brutalconducta.

El hombre, que estaba visiblemente bebido, comenzó ainsultarlo y dejando de castigar a los caballos, subió al carro yempuñó las riendas. Mientras tanto nuestro amigo había anotadoen un cuadernillo el nombre y la dirección que figurabaninscriptos en el carro.

-¿Qué está haciendo usted? -gruñó el carrero, haciendosonar el látigo.

Sólo recibió por respuesta un movimiento de cabeza y unasonrisa. Cuando regresó a nuestro coche se encontró con suamigo, quien le dijo, riendo:

-Creía, Wright, que ya tenías bastantes asuntos en queocuparte sin necesidad de tomarte molestias por los criados y loscaballos de los demás.

Nuestro amigo se quedó un instante inmóvil y echando unpoco la cabeza hacia atrás le respondió:

-¿Sabes por qué este mundo anda tan mal?-No.-Pues te lo diré: porque la gente se ocupa sólo de sus

asuntos y no quiere tomarse la molestia de salir en defensa de losoprimidos. Jamás puedo ver un espectáculo bochornoso como éstesin hacer lo que considero justo. Más de un patrón me agradecerápor ponerlo al corriente de los abusos que se cometen con suscaballos.

-Ojalá hubiera más caballeros como usted, señor -dijoJerry-, pues abundan los malos en la ciudad.

Después de este episodio continuamos el viaje. Cuando losdos caballeros descendieron del coche, nuestro amigo seguíadiciendo:

-Mi teoría es que si cada vez que presenciamos unacrueldad o un hecho injusto no le ponemos fin o no hacemos nadapara evitarlo, nos convertimos en cómplices de ese delito.

XXII

ELECCIONES

Una tarde que entrábamos en el patio. Polly salió arecibirnos y le dijo a su marido:

-Jerry, estuvo aquí el señor B. para saber sobre tu voto yalquilar el cabriolé para las elecciones. Volverá más tarde por larespuesta.

-Pues bien, Polly: le dirás que ya tengo comprometido elcoche. No me gustaría verlo cubierto con cartelones depropaganda electoral y mucho menos que Jack y Capitán tenganque recorrer todas las tabernas buscando votantes medioborrachos. Me parece que sería insultar a los caballos. No; pornada del mundo permitiré yo tal cosa.

-Supongo que votarás por ese caballero, ¿verdad? Me dijoque los dos tenían las mismas ideas políticas.

-Así es en ciertos detalles, pero no votaré por él. ¿Sabes porqué?

-No -respondió Polly.-Porque, a pesar de sus buenas intenciones, es totalmente

ciego con respecto a lo que necesitan los obreros. Mi concienciano me permite elegirlo como legislador. Sé que eso lo pondráfurioso, pero cada cual debe proceder de acuerdo con lo queconsidera mejor para su país.

La mañana anterior a las elecciones Jerry me estabaenganchando la vara cuando Dolly entró en el patio, llorando atodo lo que daba, con el vestido azul y el delantal blancosalpicados de barro.

-¿Qué te pasa, Dolly? -le preguntó el padre.-¡Unos muchachos malvados me arrojaron barro

llamándome zarra... zarra...-Zarrapastrosa -intervino Harry, indignado-. Eso es lo que

la llamaron: pequeña zarrapastrosa azul. Pero les di su merecido yno creo que les queden ganas de volver a insultar a mi hermana.Les di tal paliza a esos cobardes pelagatos anaranjados que no laolvidarán en toda su vida.

Jerry besó a Dolly y le dijo:-Corre junto a tu madre, hija, y dile que será mejor que te

quedes hoy con ella, ayudándola.Luego, volviéndose hacia Harry, agregó:-Muchacho, espero que siempre salgas en defensa de tu

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hermana y le propines una buena paliza a quien se atreva ainsultarla. Pero recuerda, no quiero batallas de comité en mi casa.Hay tantos pillos azules como anaranjados, violetas, blancos, o decualquier otro color. No quiero que mi familia se vea mezclada enesas luchas de partidos. Inclusive las mujeres y los niños estándisputando por determinado color y ni uno solo de cada diez sabede que se trata.

-Pero, padre, yo creía que el azul era el color de la libertad.-Hijo mío, la libertad no viene de los colores; estos sólo

designan los diferentes partidos. La única libertad que consiguenalgunos es la de emborracharse a expensas del pueblo, ir a lasurnas en un carromato sucio, insultar a los que no son de supartido y gritar hasta quedar roncos por algo que sólo conocen amedias.

-¡Oh, padre, estás bromeando!-No, Harry, por el contrario, te hablo en serio. Me

avergüenza ver como algunos van a votar sin estar preparados.Una elección es algo muy serio; por lo menos, así debiera ser, ycada cual tendría que votar de acuerdo con lo que le dicta supropia conciencia y dejar que su vecino proceda de la mismamanera.

XXIII

BUENA ACCIÓN SIEMPRE TIENE BUENARECOMPENSA

Por fin llegaron las elecciones. No faltó ese día trabajo paraJerry y para mí. El primer cliente fue un caballero robusto ymofletudo, con una valija de viaje, que nos dijo lo lleváramos a laestación de Bishopgate. Luego vinieron otros que llevamos hastaRegent's Park y después una señora de edad, tímida y asustada,que nos pidió la lleváramos al Banco y la esperáramos hastaregresar a su casa. No bien descendió del coche vino corriendo unseñor de cara roja, casi ya sin aliento, con un puñado de papeles y,sin esperar a que Jerry le abriera la portezuela, entró en el cochediciendo:

-¡Rápido, a la estación de policía!Llevamos al apresurado viajero y después hicimos dos o

tres viajes más. Cuando regresamos al puesto Jerry me dio unabuena ración de comida, pues, como decía él, en días de tantotrajín había que estar bien alimentado. ¿Qué caballo no sentiríagratitud al tener un patrón tan comprensivo? Jerry sacó despuésuno de los pasteles de carne que había preparado Dolly y se sentóa comer junto a mí.

Las calles estaban atestadas y pasaban veloces los cochesostentando los colores de los candidatos, como si la vida de lagente careciera de importancia. Vimos a dos personas, una de ellasuna mujer, que fueron derribadas al suelo. También para loscaballos fue ese un mal día, pero a los votantes nada los detenía.Pasaban avivando a sus respectivos partidos desde las ventanillas,armando una gritería infernal. Era la primera elección que veía enmi vida y espero no ver otra, aunque me han dicho que las cosashan mejorado ahora.

No acabábamos de dar los primeros mordiscos a nuestracomida cuando vimos cruzar la calle a una mujer joven, con unniño en los brazos. Miraba a todos lados, como desorientada. Porúltimo, se acercó a Jerry y le preguntó si el hospital de SantoTomás quedaba muy lejos. Había llegado esa mañana del campoen una carreta del mercado e ignoraba que fuese ese un día deelecciones. Como forastera, se sentía totalmente perdida enLondres, Tenia una orden para hacer atender a su hijito en elhospital, y la criatura lloraba desconsoladamente.

-¡Pobre mi niño! -exclamó la mujer-. Sufre muchísimo y

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está muy débil. Tiene cuatro años y no puede caminar más que unbebé; pero el médico me dijo que si lo llevaba al hospital podríamejorarse. Por favor, señor, ¿a qué distancia queda de aquí y cuálcamino debo tomar?

-Señora Te respondió Jerry- ¡no puede ir caminando enmedio de calles como éstas! El hospital queda a tres millas y elniño pesa mucho.

-Sí, es cierto; pero soy fuerte, gracias a Dios. Basta con queme diga cuál es el camino.

-No puede ir con este tránsito, señora. La atropellarán austed y al niño. Suba al coche que la llevaré hasta el hospital.Apresúrese, porque ya está comenzando a llover.

-No. señor, no puedo hacer eso. Gracias, pero sólo tengo eldinero para regresar a mi casa. Indíqueme el camino, que yo irépor mi cuenta.

-Escuche, señora. Tengo mujer e hijos y sé cómo se sienteun padre en estas circunstancias. Suba al coche y la llevaré gratis.Me moriría de vergüenza dejar a una mujer y a un niño enfermoque corran semejante peligro.

-Dios lo bendiga -exclamó la mujer, entre un torrente delágrimas.

-Vamos, vamos, arriba ese ánimo -dijo Jerry-¡prontollegaremos al hospital! Permítame que la ayude a subir al coche.

Cuando Jerry bajó a abrir la portezuela se aparecieron doshombres con cintas de colores en el sombrero y en el ojal,gritando:

¡Eh, cochero!Ocupado -contestó Jerry.Pero uno de ellos, haciendo a un lado a la mujer, se

precipitó en el coche, seguido por el otro. Jerry los miró tan seriocomo un policía.

-Este coche ya está ocupado, señores. La señora tieneprioridad.

-¡Señora! -exclamó uno de ellos-. Bueno, que espere.Nuestro asunto es más importante. Además, tenernos derecho porser los primeros.

-Está bien, señores. Pueden estarse sentados todo el tiempoque quieran. Yo me quedaré aquí mientras ustedes descansan.

Y dándose vuelta, fue hacia donde estaba la mujer.-Se irán en seguida Te dijo, riendo-. No se preocupe,

señora.Efectivamente, los intrusos se dieron por vencidos.

Insultaron en todas formas a Jerry, amenazándolo con mandarlo ala cárcel. Pasado este incidente, partimos en seguida hacia elhospital, a todo galope. Cuando llegamos Jerry hizo sonar lacampanilla y ayudó a bajar a la señora.

-Mil gracias, señor. Nunca podría haber llegado aquí sola.-No tiene por que darlas, señora. Espero que el niño se

mejore pronto.La mujer desapareció tras la puerta y Jerry, palmeándome,

dijo en voz alta:-Por lo menos has hecho una buena acción hoy.La lluvia caía intensamente. En el momento en que

salíamos del hospital, se abrió la puerta y oímos la voz del porteroque nos llamaba. Nos detuvimos y bajó los escalones una señora aquien Jerry le pareció haber visto ya una vez. La dama se levantóel velo y exclamó:

-¡Barker! Jeremíah Barker! ¡Cuánto me alegro deencontrarlo aquí! Es justamente el amigo que necesitaba, puesresulta muy difícil conseguir un coche en Londres un día comohoy.

-Me sentiré muy orgulloso en poder servirla, señora. Mealegra haberla encontrado y serle útil. ¿Adonde la llevo?

-A la estación de Paddington, y como llegaremos contiempo de sobra, quisiera que me diga cómo están su mujer y sushijos.

Efectivamente, llegamos temprano a la estación y ahí, bajoun cobertizo, Jerry le contó las novedades a la señora. Me dicuenta de que la viajera había sido antes el ama de Polly. Despuésde hacerle muchas preguntas, le dijo a Jerry:

-¿Qué tal encuentra el trabajo de cochero en invierno? Séque su mujer estuvo muy preocupada por su salud el año pasado.

-Sí, señora; me pesqué un resfriado muy fuerte, que meduró hasta los primeros calores. Cuando permanezco fuera hastatarde mi mujer se preocupa mucho por mí. Como usted ve, hayque estar a toda hora y con cualquier tiempo a la intemperie y eso,naturalmente, termina por minar la salud. Pero ahora estoy mejory me sentiría perdido en este mundo si no tuviera caballos. Hesido criado así y no podría hacer otra cosa.

-De acuerdo, Barker; pero sería realmente una pena quearriesgue su salud en este trabajo, no sólo por usted sino por sumujer y los chicos. Hay muchos lugares donde se necesitanbuenos cocheros o mozos de cuadra, y si algún día decide dejareste trabajo hágamelo saber.

Después de mandarle afectuosos saludos a su mujer, leentregó algo diciéndole:

—Aquí tiene cinco chelines para cada uno de sus chicos. Suseñora sabrá en qué emplearlos.

Jerry le quedó muy agradecido. Contento, dio la vuelta ytomamos el camino a casa. Realmente, yo estaba ansioso deregresar después de un día de tanto trajín.

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XXIV

EL VIEJO CAPITÁN Y SU SUCESOR

Capitán y yo nos habíamos hecho grandes amigos Era uncompañero noble y un excelente camarada Jamás pensé que nosabandonaría alguna vez, pero ese día, tarde o temprano, tenía quellegar. No estaba yo en la casa en esa oportunidad, sino que meenteré después

Jerry y él regresaban un día del puente de Londres, luego dehaber llevado a varias personas hasta la estación, cuando en elcamino entre el puente y el monumento, Jerry vio que se acercabaun carro cervecero, vacío, tirado por dos briosos caballos. Elcarrero les propinaba tantos latigazos que, dado lo liviano delcarro, los animales se lanzaron en una carrera furiosa en medio dela calle atestada de gente y vehículos Como el conductor no pudodominar a los animales estos atropellaron a una muchacha y luegoembistiere! nuestro cabriolé, rompiéndonos las ruedas y dándonosun vuelco. A Capitán le alcanzó una de las astillas de las lanzas,que se le incrustaron en un costado, Jerry también fue derribadoaunque sólo quedó un poco magullado. Nadie se explicó cómopudo escapar ileso y él mismo decía que se trataba de un milagro.Cuando levantaron al pobre Capitán, se vio que estabagravemente herido. Jerry lo trajo a casa con todo cuidado y fuerealmente un espectáculo penoso verlo entrar sangrando en elpatio. Quedó comprobado que el carrero había conducido estandoborracho, por lo que fue multado y el cervecero tuvo que pagar losdaños ocasionados a mi amo. Pero nadie pudo pagar los que sufrióel pobre Capitán.

El veterinario y Jerry hicieron todo lo posible por aliviar losdolores de mi compañero. Hubo que arreglar el cabriolé y durantevarios días Jerry no pudo ganar un chelín. El primer día quefuimos hasta el puesto de coches, después del accidente, elGobernador se acercó a preguntar cómo estaba Capitán.

-Jamás se restablecerá -contestó Jerry-. Por lo menos, nome será útil en mi trabajo; así lo dijo esta mañana el veterinario,lo que me ha afectado mucho, como comprenderás. Tendrá quededicarse únicamente al acarreo, y ya sabemos en qué terminan

los caballos destinados a ello. Ojalá pusieran a todos los borrachosen un manicomio en lugar de dejarlos que atropellen a pacíficosciudadanos. Si por lo menos se rompieran sus propios huesos ohicieran pedazos sus carros o lastimaran a sus caballos, seríaasunto de ellos y los dejaríamos en paz. Pero quien paga siemprees el inocente. ¡Y después hablan de indemnizaciones! ¿Quién noscompensa de todas las molestias y pérdidas de tiempo que nosocasionan, para no hablar de la pérdida de un buen caballo, que escomo un viejo amigo para nosotros? Si a alguien quisiera vercondenado al infierno es al que abusa de la bebida.

-Me has dado en la llaga, Jerry -agregó el Gobernador-.Para vergüenza mía, no soy tan bueno como tú. Ojalá lo fuera.

-Pues bien, ¿por qué no abandonas la bebida, Gobernador?Un hombre tan bueno como tú no debería convertirse en esclavode ese vicio.

-Sé que soy un gran idiota, Jerry. Intenté dejarla una vez,pero la cosa no duró más de dos días. Creí que me moría. ¿Cómolo lograste tú?

-Me costó mucho al principio. Sabes bien que nunca fui unborracho empedernido, pero cuando me di cuenta de que no eradueño de mí mismo y de que la bebida me tenía dominado, tuveque renunciar a ella. Me costó mucho, pero con la ayuda de Diospude romper con ese hábito. Polly se preocupaba por que mealimentara bien, y cuando llegaba el momento en que estaba porcaer otra vez en esa costumbre maldita, me tomaba una taza decafé o mascaba un poco de menta, o leía mi libro, y eso me ayudómucho. Más de una vez me dije "Abandona la bebida o tecondenarás, o la harás sufrir a Polly". Gracias a Dios y a mi mujer,terminé con el vicio, y desde hace diez años no he probado unagota ni tengo la menor gana de hacerlo.

-También yo he procurado terminar con la bebida -dijoGrant-, pues es algo muy triste no ser dueño de uno mismo.

-Inténtalo, Gobernador, y nunca te arrepentirás: será unbuen ejemplo para muchos compañeros nuestros. Conozco avarios que quisieran no volver a entrar más en una taberna, situvieran fuerza para hacerlo.

Pero volvamos a la historia de Capitán. Al principio parecíaestar bien, más, dada la avanzada edad, sólo su maravillosaconstitución y los cuidados de Jerry pudieron mantenerlo por untiempo. El veterinario dijo que podía ponerlo en condiciones paravenderlo y obtener un poco de dinero, pero Jerry se rehusódecididamente, diciendo que jamás vendería a ese viejo servidoral que tal vez condenarían a un trabajo duro y miserable. Más bienestaba dispuesto a meterle una bala en el corazón para que dejarade sufrir, pues no creía que el pobre caballo encontraría otro amotan bueno como él.

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Al día siguiente de tomar esta decisión, Harry me llevóhasta la herrería para que me cambiaran las herraduras. Cuandoregresé, ya se habían llevado a Capitán. Todos nos quedamos muytristes.

Jerry se puso en busca de otro caballo y pronto oyó hablarde uno, por medio de un conocido, que se había desempeñadocomo mozo de cuadra en las caballerizas de un aristócrata. Setrataba de un caballo joven y de precio que había sido atropelladopor un carruaje, despidiendo al aristócrata e hiriéndose el animalde tal manera que no pudo continuar más en las caballerizas deese caballero, por lo que el cochero recibió órdenes de venderlo lomejor que pudiera.

-Sé entenderme con un caballo brioso -dijo Jerry-, con talde que no tenga vicios o sea duro de boca.

-No tiene vicio alguno -respondió el hombre-, y tiene laboca muy tierna. Creo que eso fue, justamente, la causa delaccidente. Había estado sin salir durante varios días a causa delmal tiempo y cuando lo saqué estaba lleno de bríos. El cochero lehabía apretado tanto los arneses, el freno y la barbada, que lodañó.

-Posiblemente haya sido eso -comentó Jerry-. Iré a verlo.Al día siguiente trajeron a Intrépido, que así se llamaba el

caballo. Se trataba de un ejemplar muy lino, de sólo cinco años,de color castaño, sin un pelo blanco, tan alto como Capitán y dehermosa cabeza. Le di una cordial bienvenida, pero no le pregunténada. La primera noche estuvo inquieto. En lugar de acostarse, semovía todo el tiempo, golpeando el pesebre de tal manera que nopude dormir. Empero, a la mañana siguiente, después de estarenganchado en el cabriolé unas seis horas regresó más tranquilo.Jerry lo palmeó y estuvo conversando con él un rato largo ypronto se entendieron mutuamente. Mi amo pensaba que con unbuen bocado y mucho trabajo sería tan manso como un cordero.Si el aristócrata había perdido por poca plata a su caballopreferido, un pobre cochero había obtenido con él un magníficoejemplar.

Intrépido pensó que había descendido de categoría alconvertirse en caballo enganchado a un cabriolé y se veíasumamente disgustado. Pero a la semana de estar con nosotros meconfesó que, después de todo, tener la boca cómoda y la cabezalibre, aparte de que no consideraba tan degradante el trabajo, eralo que más importaba. Efectivamente, pronto se acomodó a sunueva situación y Jerry le tomó mucho cariño.

XXV

EL AÑO NUEVO DE JERRY

Navidad y Año Nuevo son fechas muy alegres paraalgunos; pero para los cocheros y sus caballos no son días defiesta, aunque tal vez para aquellos representa una buena cosecha.Hay tantas reuniones, bailes y lugares de diversión abiertos que setrabaja mucho y a menudo hasta tarde. A veces, cochero y caballotienen que esperar largas horas bajo la lluvia o en la helada,temblando de frío, mientras la gente pasa el rato bailandoalegremente. Me pregunto si las hermosas damas que se diviertenhan pensado alguna vez en el cochero que espera a la intemperie oen los pobres animales cuyas patas quedan ateridas por el frío.

Yo tenía que trabajar casi todas las noches, pero, comoestaba acostumbrado, Jerry prefería salir conmigo en lugar de conIntrépido, pues temía que este no pudiera resistir el frío. Durantela semana de Navidad éramos muy solicitados de noche, lo queempeoró el resfrío de Jerry aunque, por tarde que llegáramos,Polly lo esperaba despierta y salía a recibirlo con una linterna,preocupada por su salud.

La víspera de Año Nuevo teníamos que llevar a doscaballeros a una casa situada en uno de los barrios del West End.Llegamos a las nueve y nos dijeron que Volviéramos a las once.Como iban a jugar a las cartas, Uno de ellos dijo que tal veztendríamos que aguardar unos minutos. Alas once en puntoestuvimos frente a la puerta. El reloj dio las campanadas de cadacuarto de hora, hasta las doce, sin que apareciera nadie.

El viento había cambiado y la lluvia se había convertido encellisca. Hacía mucho frío y no teníamos dónde refugiarnos. Jerrybajó del pescante y me cubrió con una manta hasta el cuello;luego se puso a dar unos pasos, golpeando el piso con los pies yagitando los brazos para entrar en calor, pero no cesaba de toser.Después abrió la portezuela del cabriolé y se sentó con los pies enel pavimento. El reloj seguía dando los cuartos de hora sin quesaliera de la casa ninguno de nuestros pasajeros. A las doce ymedia hizo sonar la campanilla y le preguntó al criado si alguiennecesitaba sus servicios esa noche.

-¡Oh, sí! No se vaya, los señores terminarán pronto dejugar.

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Jerry volvió a sentarse, pero estaba tan ronco que apenas sele oían sus palabras. A la una y cuarto se abrió la puerta yaparecieron los dos caballeros. Entraron en el coche sin decir unasola palabra y le indicaron a Jerry dónde tenía que llevarlos. Ellugar quedaba a unas dos millas. Yo tenía las patas tanentumecidas que creí que en cualquier momento me iría al suelo.Cuando los dos pasajeros descendieron no tuvieron una solapalabra de excusa por habernos hecho esperar tanto tiempo; sóloprotestaron porque la tarifa les pareció excesiva. Pero aunqueJerry jamás pedía de más, tampoco quería recibir menos de lodebido y los señores tuvieron que pagar por las dos horas y cuartoque nos hicieron esperar, dinero que Jerry se había ganado contanto sacrificio.

Cuando por último llegamos a casa, Jerry apenaspodía hablar. Su resfrío se había empeorado terriblemente. Pollynos abrió el portón, sosteniendo la lámpara, y le preguntó a sumarido:

-¿Necesitas algo, querido?-Sí, dale algo caliente a Jack y luego prepárame algo de

comer para mí.Todo esto lo dijo casi en un susurro, pues apenas podía

respirar. Sin embargo, sacó fuerzas para frotarme leí cuerpo yhasta subió hasta el granero para traer un poco más de paja parami cama. Polly me dio una buena ración de comida caliente ydespués cerró la puerta del establo.

Estaba ya muy avanzada la mañana del día siguientecuando apareció Harry solo. Me cepilló y nos dio de comer aIntrépido y a mí, limpió los establos y puso paja otra vez, como sifuera domingo. Lo que más me 'extrañó fue que él, por lo generaltan alegre, estaba muy callado y no silbaba ni cantaba. Volvió amediodía para darnos otra ración de comida y agua. Esta vez loacompañaba Dolly, quien no cesaba de llorar y, por lo queconversaban los dos, deduje que el médico había dicho que elcaso era muy grave. Así pasaron dos días, en medio de unaagitación general dentro de la casa. Sólo veíamos a Harry, y enalgunos momentos a Dolly, pues Polly se quedaba siempre conJerry, atendiéndolo. Al tercer día, mientras Harry estaba en lacaballeriza, se oyeron unos golpecitos en la puerta y la voz delGobernador Grant, que decía:

-No quiero entrar en la casa, muchacho; sólo deseo sabercómo sigue tu padre.

-Está muy mal, señor. No podría estar peor. El médico diceque tiene "bronquitis" y que su enfermedad pasará por elmomento crítico esta noche.

-Malo, muy malo -musitó Grant, moviendo la cabeza-. Séque dos hombres murieron de eso la semana pasada. Pero

mientras hay vida, hay esperanzas, por lo que debes tenerconfianza en que se salve.

-Sí-respondió Harry-, ¡El médico dice que papa tiene másprobabilidades que otros porque no bebe, Ayer dijo que papá teníauna fiebre tan alta que, de haber sido un bebedor, habría ardidocomo un papel. Creo que confía en que papá se salvará. ¿No creeusted lo mismo señor Grant?

-Si hay una regla de que los hombres buenos puedensuperar esas crisis - respondió el Gobernador-estoy seguro de quetu padre es uno de ellos. Es el mejor hombre que he conocido enmi vida. Mañana temprano volveré para tener noticias.

Al día siguiente, en las primeras horas de la mañana, elGobernador estaba ya en nuestra casa.

¿Cómo está hoy? -preguntó,-Mejor -respondió Harry-. Mamá tiene esperanzas de que se

salve.-¡Gracias a Dios! Ahora, lo importante es que esté abrigado

y tranquilo y no haga ningún esfuerzo. A propósito, Harry, meparecería bien que Jack pasara unas dos semanas en un establocómodo. Podrías sacarlo de tanto en tanto para que estire laspiernas. En cuanto a este otro, que es más joven, si no trabaja,podría ocurrir un accidente cuando salga a la calle.

-llene razón, Gobernador -dijo Harry-. Le he acortado suración de grano, pero está tan brioso que no sé qué hacer con él.

-Pues bien, dile a tu madre que, si está de acuerdo yovendré todos los días para hacerlo trabajar y, de lo que gane, ledaré a ella la mitad para que pueda pagar la manutención de loscaballos, no vaya a ser que luego cuesten más de lo que valen.Pasaré a mediodía para tener su respuesta.

Regresó como lo había dicho y supongo que habrá habladocon Polly, pues a mediodía le puso el arnés a Intrépido y lo sacódel establo. Durante casi dos semanas vino en busca de micompañero y cuando Harry quería agradecerle o decir algo sobresu bondad, el Gobernador sonreía agregando que el afortunado eraél, pues sus caballos necesitaban un descanso que, de otra manera,no habría podido concedérselo.

Jerry se mejoró pronto pero el médico le dijo que, si queríallegar a viejo, no podía salir a trabajar más con el cabriolé. Losniños tuvieron varias conversaciones con sus padres acerca decomo podrían ganar el dinero que necesitaban.

Una tarde el Gobernador trajo a Intrépido, todo mojado ysucio; lo entró en el patio y le dijo a Harry:

-Te daré un consejo, muchacho: límpialo y sécalo; las callesestán cubiertas de barro.

-Perfectamente, Gobernador. No lo dejaré hasta que quedelimpio del todo. No olvide que fui enseñado por mi padre.

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-Ojalá todos los muchachos fueran como tú agregó elGobernador.

Mientras Harry le quitaba el barro a Intrépido entró Dolly,precipitadamente.

-¿Quién vive en Fairstowe, Harry? -preguntó la niña-.Mamá recibió una carta de esa dirección y estaba tan contenta quesubió en seguida a ver a papá.

-¿No lo sabes? Es la dirección de la señora Fowler, laantigua ama de mamá, la que encontró papá el verano pasado ynos mandó cinco chelines a cada uno de nosotros.

-¡Claro! Ahora me acuerdo, pero ¿por qué le escribirá amamá?

-Es que mamá le mandó una carta la semana pasada porquerecordaba que la señora Fowler le había dicho a papá que el díaque dejara de trabajar con el cabriolé se lo hiciera saber. Estoycurioso por enterarme de la respuesta. Corre, Dolly, a ver quecontestó.

Harry siguió cepillando a Intrépido y a los pocos minutosDolly entró en el establo, bailando de contenta.

-¡Oh, Harry, que maravilla! Dice la señora Fowler quepodemos ir a vivir todos con ella. ¡Tiene una casita desocupada,que nos serviría perfectamente, con un jardín, un gallinero,manzanos y todo! Su cochero se irá para la primavera y quiereque papá ocupe su lugar. Además, hay muchas buenas familias enesa zona y tú podrías emplearte de jardinero, de mozo de cuadra ode criado. También hay una buena escuela para mí. Mamá estállorando y riendo de alegría y papá no cabe en sí de felicidad.

-¡Qué suerte! ¡Justo lo que nos conviene a todos! Aunqueyo no quisiera servir de criado y tener que usar ropas estrechas ehileras de botones, sino de mozo de cuadra o jardinero.

Quedó convenido que, no bien Jerry estuviera restablecido,se irían al campo. El cabriolé y los caballos se venderían lo antesposible.

Esta última noticia me afectó mucho, pues yo no era tanjoven y no podía esperar alguna mejora en mi situación. Desde losdías de mi infancia no había sido tan feliz como con mi queridoamo Jerry, aunque después de tres años de estar enganchado a uncabriolé no me encontraba en tan buenas condiciones como antes.Grant ofreció llevarse a Intrépido y no faltaron hombres en elpuesto que me hubieran comprado. Pero Jerry se opusoterminantemente a que yo volviera a trabajar con un cabriolé, porlo que el Gobernador se comprometió a encontrarme un lugardonde estuviera cómodo.

Llegó el día de la partida. No había visto a Jerry desdeaquella víspera de Año Nuevo, pues el médico le había prohibido

salir. Polly y los niños vinieron a despedirse de mí.-¡Pobre Jack! ¡Querido y viejo Jack! ¡Ojalá pudiéramos

llevarte con nosotros! -exclamó Polly acariciándome la crin.Luego acercó su cara y me dio un beso.

Dolly lloraba y me besaba; también Harry me acarició, perono dijo una sola palabra, de tan apenado que estaba. Después deesa triste despedida, me llevaron a lo que sería mi nuevo hogar.

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XXVI

JAKES Y LA SEÑORA

Jerry me vendió a un conocido suyo, que era expendedor degranos y panadero, pues creyó que de esa manera tendría yobuena comida y trabajo. Al principio se comportó correctamenteconmigo y si hubiera estado siempre cerca de mí, podría haberevitado que me abrumaran con exceso de cargas, pues había uncapataz que, cuando yo estaba cargado hasta el tope, encontrabasiempre algo más para que lo llevara a cuestas. Aunque el carrero,que se llamaba Jakes, decía que me habían puesto demasiadacarga. el capataz se salía con la suya, pues tenía más autoridad queél.

-No vale la pena hacer dos viajes cuando con uno basta-decía el capataz.

Jakes, siguiendo la costumbre de otros carreros me ponía lagamarra, lo que me impedía moverme con comodidad, por lo que,transcurridos unos cuatro meses, comencé a darme cuenta de quemis fuerzas flaqueaban. Un día cargaron el carro más de lo acostumbrado y parte delcamino por el que andábamos era una pronunciada cuesta por laque teníamos que subir. A pesar de poner en juego todas misfuerzas, me resultaba imposible ascender y continuamente teníaque pararme. Esto molestó al carrero, quien comenzó apropinarme golpes cada vez más fuertes. -¡Vamos, haragán, yo te haré subir! -me gritaba. Intenté otravez, pero el peso era tan grande que mis esfuerzos resultaroninútiles. Nuevamente reinició la serie de latigazos y con ellosrecrudeció el dolor que me causaban los golpes. Pero mucho másme dolía ser tratado tan cruelmente cuando yo estaba dando de mítodo lo que podía. La tercera vez que se repitió esa situación, sedetuvo frente a él una señora quien, con voz suave pero enérgica,le dijo:

-¡Por favor, deje de castigar de esa manera al caballo! Estoysegura de que el buen animal está haciendo todo lo que puede. Loque ocurre es que la cuesta es muy empinada.

-Pues tendrá que subir de cualquier manera, señora; yaverá.

-¿No le parece que la carga es demasiado pesada?

-Sí, tiene usted razón, pero la culpa no es mía. El capataz,cuando el carro estaba casi hasta el tope, le agregó trescientaslibras más para ahorrarse un viaje y yo tengo que llevarlas pase loque pasare.

Se disponía a castigarme de nuevo, cuando la señora lesuplicó:

-¡Por favor, basta! Me parece que podré prestarle ayuda, sime lo permite.

El hombre estalló en una carcajada.-Ya ve -dijo la señora-, ¡no le da usted ninguna

oportunidad! No puede usar toda su fuerza porque tiene la cabezaechada hacia atrás por la gamarra. Si se la quita, estoy segura deque tendría mejor resultado. De cualquier manera, no le cuestanada intentarlo -agregó, con tono persuasivo.

-Perfectamente -contesto Jakes, con una risita. Harécualquier cosa con tal de complacer a una dama. ¿Cuánto quiereque la afloje?

-Quítesela del todo para que pueda mover la cabeza.Jakes obedeció y al instante coloqué mi cabeza entre las

rodillas. ¡Qué alivio sentí! La moví repetidas veces paradesentumecerla hasta que se me pasara el dolor del pescuezo.

-¡Pobrecito! -exclamó la señora-. ¿Esto es lo quenecesitabas! Y ahora -le dijo a Jakes mientras me daba unassuaves palmadas-, si le habla amablemente creo que podráconseguir lo que quiere.

Jakes empuñó las riendas y me dijo:

-¡Vamos, Negrito!Bajé la cabeza y di un empujón. El carro comenzó a subir

y cuando llegué a lo alto de la pendiente me detuve pararesollar. La señora subió con nosotros y me acarició como hacíamucho tiempo no lo había hecho nadie conmigo.

-Ya ve cómo pudo hacerlo en cuanto le dio laoportunidad. Estoy segura de que es un caballo de muy buentalante y hasta me atrevería a decir que conoció mejores días.¿Piensa ponerle de nuevo la gamarra? -preguntó al ver queJakes estaba ya dispuesto a hacer lo mismo que antes.

-Está bien, señora. No le negaré que gracias a su consejopudo subir la cuesta. Lo tendré presente para otra vez y muchasgracias. Pero si lo llevo sin gamarra me convertiré en elhazmerreír de todos los carreros. Es la moda, señora.

-¿Acaso no es mejor seguir una moda vieja, pero buena,que no una nueva y mala? Muchos caballeros ya no usan más lagamarra. Nosotros no la usamos en nuestros caballos desde hacequince años y los animales trabajan más descansados que los que

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la llevan. Además -agregó muy seriamente-, no tenemos derecho ahacer sufrir a ninguna criatura de Dios sin que exista alguna buenarazón. Los llamamos animales mudos, y efectivamente lo son,pues no pueden decirnos cuánto sufren; pero no por carecer deldon de la palabra sufren menos. Le agradezco que me hayaescuchado. Habrá notado que mi consejo resultó mucho mejor quesu látigo.

Con un "Buenos días" y otras palmadas que me dio en elpescuezo, la señora se alejó.

-Esa sí que es una verdadera dama -exclamó Jakes-. Mehabló con tanta gentileza como si yo fuera un caballero. Seguirésu consejo cada vez que tenga que subir una pendiente.

Debo hacerle justicia a Jakes, pues desde entonces meaflojó la gamarra cuando teníamos que subir una cuesta. Pero lascargas pesadas continuaron. Una buena comida y un descansoreparador mantienen en todo su vigor a un caballo, pero ningunopuede resistir que se le recargue de trabajo y peso. Por lo tanto,mis fuerzas comenzaron a declinar y me reemplazaron por uncaballo más joven. Tengo que mencionar aquí algo por lo quesufrí mucho en esa época. Había oído hablar de ello a otroscaballos, pero nunca lo había experimentado en carne propia. Merefiero a la mala iluminación de los establos.

Donde yo estaba había sólo una ventanita en un extremo y,en consecuencia, el resto quedaba casi en la más completaoscuridad. Aparte del efecto deprímeme que me causó, medebilitó muchísimo la vista por el contraste violento queexperimentaba cada vez que me sacaban al sol. Me dolían los ojosy en más de una oportunidad tropecé en el umbral, ya que casi noveía por dónde caminaba.

De haber continuado así las cosas por mucho tiempo, creoque habría perdido parcialmente la vista, lo que hubiera sido lapeor de las desgracias, mucho más grave que quedar ciego deltodo, pues he oído decir que los caballos ciegos son más fáciles demanejar que los que tienen la vista defectuosa. Me salvé, noobstante, de ese peligro, porque mi patrón decidió venderme a unseñor, dueño de varios coches de alquiler.

xxVII

TIEMPOS DE ANGUSTIA

Jamás olvidaré a mi nuevo amo. Se llamaba NicholasSkinner y tenía ojos negros, nariz ganchuda, tantos dientes comoun bulldog y una voz tan áspera como el chirrido de un carrosobre las piedras.

La gente suele decir: ver para creer, pero yo diría, mejor,sentir para creer, pues por mucho que hubiera visto hastaentonces, jamás conocí la miseria en la que puede vivir un caballodestinado a un coche de alquiler,

Skinner poseía un conjunto de cabriolés de ínfimacategoría, y cocheros que hacían juego con ellos. Si mi patrón eraduro con sus hombres, éstos lo eran igualmente con los caballos.En su casa no se conocía el descanso dominical aunqueestuviéramos en lo más riguroso del verano.

Algunas mañanas de domingo solía venir un grupo dehombres, muy apresurados, que alquilaban el coche por todo eldía. Se instalaban cuatro en el interior y otro junto al cochero, yyo tenía que llevarlos a diez o quince millas por el campo ytraerlos de vuelta sin que ninguno de ellos se apeara cuandoteníamos que subir una cuesta, por más calor que hiciera. El únicoque lo hacía era el cochero, y éste nada más que por temor de queyo no pudiera subir la pendiente. A veces me quedaba tan agotadoque apenas sí podía probar bocado. ¡Pensar que Jerry, en lascalurosas jornadas de verano, nos daba el sábado por la nochenuestra ración de afrecho mezclada con salitre y nos refrescabapara que estuviéramos más cómodos! Disponíamos entonces dedos noches y un día entero para descansar y el lunes por lamañana estábamos tan frescos como si fuéramos jóvenes. Peroahora jamás descansábamos, para no contarles que el cochero eratan duro con nosotros como el amo. Tenía un látigo con algoagudo en la punta que nos hacía sangrar, y hasta nos pegaba en labarriga y en la cabeza. Semejantes atrocidades me afectabanterriblemente, pero, pese a ello, cumplía con mi trabajo lo mejorque podía, pues es inútil rebelarse: los hombres son más fuertesque nosotros.

Mi vida se había convertido en algo tan desgraciado que aveces deseaba morirme para librarme de esa miseria. En unaocasión estuve a punto de que se cumpliera ese deseo. La cosaocurrió así:

Una mañana, a las ocho, estaba yo en el puesto después dehaber realizado buena parte de mi tarea, cuando un pasajero nos

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pidió que lo lleváramos a la estación donde se esperaba la llegadade un tren. El cochero se instaló al final de la hilera de cabrioléscon la esperanza de conseguir un cliente que le pagara el viaje deregreso. El tren llegó colmado de pasajeros y no bien sealquilaron los primeros coches, cuatro personas con abundanteequipaje se acercaron para que las lleváramos. Era una familiacompuesta de padre, madre y dos niños, un varón y una mujer. Laseñora y el niño entraron en el cabriolé y mientras el hombre dabalas órdenes pertinentes la niña se puso a mirarme.

-Papa -dijo- ¡estoy segura de que este pobre caballo nopuede llevarnos a todos y el equipaje! Está tan débil y agotadoque me parece imposible que pueda hacer un viaje tan largo¡Míralo!

-¡Oh, no se preocupe usted, señorita! -dijo mi cochero-.Todavía está bastante fuerte.

Mientras tanto, el mozo de cordel estaba subiendo elpesado equipaje, pero como éste era muy abundante le sugirió alcaballero que tomara otro coche más.

El hombre, de mal talante, le preguntó al cochero:-¿Está su caballo en condiciones de llevarnos, o no?-Perfectamente, señor -respondió el cochero-. ¡Eh, tú,

mozo, coloca los bártulos! Mi caballo puede cargar mucho máspeso que éste.

Y uniendo la acción a la palabra, subió una pesada caja quehizo crujir los muelles del cabriolé.

-¡Papá, papá! -exclamó la niña-. Alquila otro coche. Meparece muy cruel lo que haces.

-¡Pamplinas, Grace, entra en el coche y no armes tantobarullo! Bonita cosa seria si tuviéramos que revisar a todos loscaballos que alquilamos. El cochero conoce su oficio. Anda, entraen seguida y cállate.

A mi buena amiga no le quedó más remedio que obedecer ybaúl tras baúl fueron depositados en lo alto del cabriolé o en elpescante. Por fin todo estuvo listo y, con el habitual tirón deriendas y el latigazo, salimos de la estación.

La carga era demasiado pesada y yo, desde la mañana, nohabía probado bocado. Con todo, hice lo que pude, a pesar de lacrueldad y la injusticia que cometían conmigo.

Anduve bastante bien hasta que llegamos a Ludgate Hill,pero ahí, a causa de la cuesta, del peso que llevaba y de miagotamiento, las cosas se pusieron peor. Procuré mantenermefirme entre los ininterrumpidos latigazos y los tirones de riendadel cochero, cuando, en un determinado momento -no podría decircuál-di un resbalón y caí con todo mi peso en tierra. Loinesperado de la caída me dejo sin respiración. Me quedétotalmente inmóvil, sin poder moverme, y creí que estaba a punto

de morirme. En torno de mí oí confusión de voces, gritos deindignación y el ruido del equipaje al descargarlo. Todo ello mepareció un sueño, en medio del cual se destacaba la suave ycondolida voz de la niña que decía:

-¡Oh, pobre caballo! ¡Nosotros tenemos la culpa!Alguien se acercó y me aflojó la rienda y la collera, que

tenía muy apretadas. Otra voz dijo:-Está muerto; no volverá a levantarse.Después oí que un policía daba órdenes; pero yo no podía

abrir los ojos. Sólo de tanto en tanto daba un resuello. Me echarona la cabeza un cubo de agua y me dieron de beber un cordialmientras alguien me cubría con una manta. Ignoro cuanto tiempoestuve en esa posición; sólo puedo decir que poco a poco comencéa reanimarme y sentí una mano suave de hombre, quien, con vozcariñosa, me instó a levantarme. Después de haber bebido otropoco de cordial, tambaleando, me puse de pie y me condujeronlentamente a una caballeriza cercana donde me instalaron en unestablo limpio, con buena cama, y me dieron algo caliente.

A la noche ya me sentía mejor, por lo que me llevaron hastala caballeriza de Skinner donde me prodigaron los mejorescuidados. Ala mañana siguiente apareció mi patrón con unveterinario quien, después de revisarme cuidadosamente, declaró:

-Se trata más de agotamiento por exceso de trabajo que deuna enfermedad. Si le da seis meses de descanso podrá trabajar denuevo; por ahora no le queda una onza de fuerza.

-Pues entonces que se lo coman los perros-exclamóSkinner-. No dispongo de un campo para alimentar a caballosenfermos; no es asunto mío. Yo los tengo mientras puedentrabajar y cuando no, los vendo por lo que quieran darme.

-Si estuviera a punto de morir, le aconsejaría que lo matara;pero no es ese el caso. Dentro de diez días habrá una feria decaballos. Si lo hace descansar y lo alimenta bien, podrá venderlo abuen precio y sacar más de lo que vale su cuero. Aunque no de muy buen agrado, Skinner debió hacerlecaso al veterinario porque dio órdenes para que me alimentaran ycuidaran bien. Felizmente para mí el mozo del establo puso mejorvoluntad que su amo. Diez días de perfecto descanso y excelentecomida me devolvieron el ánimo y el optimismo, al punto quepensé que era mucho mejor vivir que ser arrojado a los perros.Dos semanas después del accidente me pusieron en venta en unaferia a pocas millas de Londres. Pensé que cualquier cambio enmi vida sería beneficioso para mí, por lo que, con la cabeza alta,confié en lo mejor que pudiera acontecerme.

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XXVIII

EL GRANJERO THOROUGHGOOD Y SU NIETOWILLIE

Como era dable esperar, en esta venta me encontré encompañía de caballos viejos y arruinados, algunos cojos, otros queapenas podían dar un resuello y que más bien habría sido mejormatarlos. Por su parte, muchos compradores y vendedores nolucían mejor que las pobres bestias con las que esperaban haceruna ganga. Había algunos viejos que procuraban conseguir uncaballo o un potrillo por poca plata para que arrastraran un carrocargado de madera o carbón. Otros intentaban vender su viejorocín desvencijado por dos o tres libras antes que matarlos. Senotaba que esos hombres habían llevado una vida miserable ydifícil; antes de ir con ellos habría yo servido con gusto a otros que,pese a su pobreza y a lo andrajoso de sus ropas, dejaban traslucirbondad y humanidad. En ellos podría confiar, seguramente. Primero se acercó, tambaleando, un viejo que parecióencariñarse conmigo y yo con él. Después vino un hombre conaspecto de granjero de buena posición, acompañado por unmuchacho. Tenía espaldas anchas y hombros redondos: suexpresión era adusta aunque amable y llevaba puesto un sombrerode anchas alas. Al llegar junto a mí y a mis otros compañeros,detuvo la marcha y nos miró compasivamente. Conservaba yo aúnen buen estado la crin y la cola, lo que mejoraba mi aspecto.Levanté las orejas y lo miré.

-He aquí un caballo, Willie, que ha conocido mejores días-dijo.

-¡Pobre caballo! -exclamó el muchacho-. Te parece, abuelo,que estuvo alguna vez tirando de un coche?

-Sí, muchacho -contestó el granjero, mirándome de cerca-.Debe de haber sido bueno de joven. Fíjate en el hocico y en lasorejas, en la forma del pescuezo y en el cuarto delantero. Se veque ha tenido una buena crianza.

El granjero me dio unas palmadas en el pescuezo. Comorespuesta a su amabilidad, le acerqué la cabeza. El muchachotambién comenzó a acariciarme.

-¡Pobre animal! -repitió-. ¡Y cómo entiende cuando alguiense muestra cariñoso con él! ¿Por qué no lo compras, abuelo, y lorejuveneces como hiciste con la vieja Polilla?

-Mi querido Willie, no puedo rejuvenecer a los animalesviejos. Por otra parte, Polilla no estaba tan vieja; sólo había sidomaltratada.

-Entonces, abuelo, tampoco creo que este caballo sea viejo.Fíjate en la crin y en la cola. ¿Por qué no ]e miras la boca? Pese aestar tan flaco, no tiene los ojos hundidos como los caballos viejos.

El señor se puso a reír, y le dijo a su nieto:-¡Bendito muchacho! ¡Has resultado ser tan afecto a los

caballos como tu abuelo!-Revísale la boca y averigua cuánto piden por él. Estoy seguro

de que podría rejuvenecerse en nuestro campo.Intervino entonces el hombre que me había llevado a la feria.-El caballerito es un experto, señor. En efecto, este caballo

esta gastado por exceso de trabajo, arrastrando coches. No esviejo; por el contrario, el veterinario dijo que seis meses de buentrato y comida abundante lo pondrían en condiciones óptimas. Haestado conmigo desde hace diez y puedo decirle que nunca vi unanimal más agradecido y bueno que él. Vale la pena que un caballerode por el cinco libras. Para la primavera valdrá por lo menosveinte.

El granjero se rió y el muchacho, mirándolo con ansiedad,le preguntó:

Abuelito, ¿no dijiste que habías vendido el potrillo por cincolibras más de lo que esperabas? Ya ves, con esa ganancia podríascomprar este caballo.

El granjero me palmeó las patas, que estaban hinchadas detanto estar parado yo, y luego me examinó la boca.

Ha de tener trece o catorce años -dijo-. ¿Quieres trotar unpoco con él?

Arqueé mi pobre y flaco pescuezo, levanté un poco la cola yestiré las patas todo lo que pude. Cuando regresé del paseíto elhombre volvió a preguntarle al vendedor:

-¿Cuánto es lo menos que pide por él?-Cinco libras, señor; es el precio mínimo establecido por mi

patrón.- Es una verdadera especulación -comentó meneando la

cabeza al mismo tiempo que sacaba la billetera-. ¿Tiene usted quehacer algún otro negocio aquí? -agregó, contando el dinero.

-No, señor. Si quiere, puedo llevarle el caballo bástala posada.-Le quedaré muy agradecido; justamente voy ahora para

ahí.Comenzaron a caminar, y yo detrás de ellos. El muchacho

apenas podía refrenar su alegría. El abuelo lo miraba satisfecho,gozando de verlo feliz. En la posada me alimentaron bien y luegoun criado me llevó con mucho cuidado hasta la casa de mi nuevoamo donde me soltó en una vasta pradera en la que había ungalpón.

El señor Thoroughgood -que así se llamaba mi benefactor-ordenó que se me diera suficiente comida por la mañana y por lanoche y que durante el día me sacaran a correr por el campo,

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encargándole a su nieto que me cuidara, pues, desde ese momento,quedaba yo bajo su atención.

El muchacho se sintió orgulloso de que se le confiara, esamisión y la tomó con toda seriedad. No faltaba día sin que me hicierauna visita y a veces me ponía con otros caballos, dándome de comerzanahorias y otros alimentos nutritivos. Se mostrabaextraordinariamente bueno y cariñoso, hablándome yacariciándome, lo cual, por supuesto, me hizo sentir por él elmismo cariño que sentía por mí. Me llamaba Compinche, porqueyo estaba siempre detrás de él cuando íbamos al campo. A vecesvenía con su abuelo, quien no cesaba de mirarme atentamente laspatas.

-Las patas son su punto débil, Willie; pero está mejorandotan rápidamente que para la primavera podremos sacar un buenprecio por él.

El descanso completo, la buena alimentación, la hierbasuave y el moderado ejercicio, pronto mejoraron mi aspecto ycarácter. Por parte de madre había heredado yo una buenaconstitución, y como de joven jamás me habían recargado detrabajo, tuve más oportunidades que otros caballos paradesarrollarme vigorosamente. Al llegar el invierno mis patas yaestaban bien del todo y me sentí joven de nuevo. Llegó laprimavera y. un día, el señor Thoroughgood decidió probarme ensu faetón. Me quedé encantado ante esa idea y mi amo, junto consu nieto, me hicieron dar un corto paseo. Mis patas ya no estabanentumecidas y pude hacer el viaje con toda comodidad.

-Está rejuveneciendo, Willie. Ahora tenemos que darle unatarea liviana. Para el verano estará tan bien como Polilla. Tiene unaboca muy buena y una marcha excelente. No podría ser mejor.

-¡Oh, abuelito, que contento estoy de que lo hayascomprado! exclamó el muchacho.

-Lo mismo digo, querido; pero tiene que agradecérselo más a tique a mí. Ahora tenemos que pensar en alguna buena casa para él,donde sepan reconocer y apreciar todo lo que vale.

XXIX

MI ÚLTIMO HOGAR

Una mañana del verano siguiente, el mozo de cuadra melimpió y enjaezó con tanto esmero que pensé que pronto ocurriríaen mi vida otro cambio. Cuando me puso el arnés noté que habíasido lustrado con un cuidado fuera de lo común. Willie estabamedio preocupado, medio feliz, cuando subió al coche con suabuelo.

-Sí a las señoras les cae bien -dijo el señor Thoroughgood-,harán una buena adquisición. Esperemos a ver qué pasa.

A una distancia de dos millas de la aldea vimos una casitabaja y hermosa, con césped al frente y un camino que conducía ala puerta principal. Cuando llegamos, Willie hizo sonar lacampanilla y preguntó si estaban la señorita Blomefield o laseñorita Ellen. Le respondieron que sí y el muchacho regresó alcoche mientras su abuelo entraba en la casa. Estuvo dentro unosdiez minutos, al término de los cuales salió seguido por tresdamas.

Una de ellas era alta y pálida, envuelta en un chal blanco yapoyada en otra más joven, de ojos oscuros y rostro muysimpático. La tercera, de aspecto más imponente, era la señoritaBlomefield. Las tres se pusieron a examinarme y a hacerpreguntas. La más joven -que era la señorita Ellen- gustó muchode mí porque -según dijo- tenía yo una cabeza muy linda; encambio, la señorita Blomefield, cuando se enteró de que yo habíatenido una caída, manifestó su temor de que volviera a repetirseese episodio el día en que yo la llevara en su coche.

El señor Thoroughgood la tranquilizó, diciéndole:-Como ustedes saben, hasta caballos de primera clase

pueden caerse por impericia de los cocheros sin que tengan ellosla culpa. Por lo que conozco del caso, este caballo sería uno deellos. Desde luego, no quiero influirlas en nada y si ustedes lodesean pueden ponerlo a prueba. El cochero les dirá lo que piensade este animal.

-Ha sido usted tan buen consejero nuestro respecto acaballos -dijo la señorita Blomefield-, que su recomendación nosbasta. Si mi hermana Lavinia no tiene nada que objetar,aceptamos agradecidas su ofrecimiento de someterlo a prueba.

Ala mañana siguiente vino a buscarme un joven muy listoque de entrada me miró satisfecho. Pero cuando observó misrodillas le dijo, con tono desilusionado, al señor Thoroughgood:

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-Jamás sospecharía, señor, que recomendaría usted a misseñoras un caballo en estas condiciones.

-No hay que juzgar por las apariencias, joven -contestó elseñor Thoroughgood-. Sólo tiene que ponerlo a prueba. Estoyseguro de que no quedará usted desilusionado. Si no es tan buenocomo cualquier otro caballo que haya conducido, puedeenviármelo cuando guste.

Me instalaron en un establo muy cómodo, me dieronde comer y me dejaron solo. Al día siguiente, mientras el mozome lavaba la cabeza, dijo:

-Tiene la misma estrella blanca en la frente que teníaAzabache y es casi de la misma altura que él. Quisiera saberdónde estará ahora aquel caballo.

Luego observó el lugar en el pescuezo donde me habíansangrado. Casi dio un salto y mirándome con más atención, comohablando consigo, exclamó:

-Una estrella blanca en la frente... este nudito en el lugardonde lo sangraron... ese mechón blanco…¡Tiene que serAzabache! ¡Claro que es! ¿No te acuerdas de mí, de Joe Greene,que casi te mata una vez?

Y, sin poder contener su alegría, comenzó a darmepalmadas. No podría decir si lo recordaba, pues ahora se habíaconvertido en un joven desarrollado, con patillas negras y vozvaronil. De lo que sí estoy seguro es de que él me reconoció. Siefectivamente era Joe Greene, la noticia no podía alegrarme más.Le acerqué el hocico e intenté decirle que antes habíamos sidoamigos. Nunca vi a un hombre tan contento.

-¡Probarte a ti! ¡Quisiera saber quién fue el canalla que tedejó en ese estado las rodillas! No será por culpa mía si a partir deahora no lo pasas bien, ¡Ojalá estuviera aquí John Manly paraverte!

Por la tarde me enganchó a un cochecito y me llevó ante lapuerta principal. La señorita Ellen iba a salir conmigo paraprobarme y pronto me di cuenta de que sabía conducirperfectamente. Por su parte, quedó encantada con mi marcha. Oíque Joe le hablaba acerca de mí y que no dudaba que yo era elAzabache que había pertenecido al señor Gordon.

Cuando regresamos, las otras damas estaban ansiosas porsaber qué tal era yo. La señorita Ellen les dijo:

-¿Saben que fue el caballo preferido de la señora Gordon?Hoy mismo le escribiré para decirle que está con nosotros. ¡Quécontenta se va a poner!

A partir de ese día me engancharon durante una semana ycomo yo parecía tan manso, la señorita Lavinia se decidió a saliren su coche. Después de esta experiencia quedó establecido que

me llamarían por mi viejo nombre de Azabache.Desde hace un año comenzaron para mi otra vez los días

felices. Joe es el más bueno y amable de todos los mozos que heconocido. Mi trabajo es suave y agradable y me sientonuevamente lleno de brío y de vigor. Días pasados el señorThoroughgood le decía a Joe:

-En sus manos, este caballo llegará a cumplir veinte años omás.

Willie me viene a ver cada vez que puede y me trata como asu mejor amigo. Mis amas prometieron que jamás me venderán,por lo que nada tengo que temer.

Y aquí termina mi historia. Y también la historia de mistribulaciones. Nuevamente tengo un hogar y, muchas veces, antesde despertarme, me imagino estar todavía en la casa dondetranscurrió mi infancia, jugando con mis amigos, a la sombra delos manzanos.

F I N

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