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BLIZZARD ENTERTAINMENT

El Pergamino en Blanco

por Gavin Jurgens-Fyhrie

—A ver si lo entiendo —dijo Ziya mientras afilaba sus dagas—, ¿quieres que te cuente

una historia?

Se sentó junto a Arko contra un peñasco de la costa norte de Pandaria para protegerse

del viento. No podían arriesgarse a encender una hoguera: hacía varias semanas que los

diez escuadrones de saqueo goblin estaban arrasando con los tesoros, templos y arsenales

del continente... Y no eran precisamente populares entre los lugareños.

El escuadrón de Ziya había conocido días mejores. Luki estaba en la enfermería con una

herida de pinzaespina en una zona... complicada, por así decirlo. La pericia de Zuzak con las

bombas no era la misma con los fusibles. Strax, en contra de las órdenes de Ziya, había

intentado robar a un pandaren solitario que resultó ser un monje del Shadopan sin ningún

sentido del humor.

Arko, que no podía evitar quemarse la toga con sus propios hechizos, era el último

sobreviviente. Ziya no entendía cómo lo había logrado.

—¡Sí! —respondió el pequeño mago—. Nos espera una noche larga, y tú has visto tantas

cosas... ¿Qué te parece una historia de guerra?

—¿Cuál de todas las guerras? —gruñó Ziya. Sintió el viento escalofriante del océano que

le golpeaba la cara. Sus ojos irritados se clavaron con furia en la figura brillante y cálida del

uber zepelín del príncipe mercante Gallywix, que se elevaba distante sobre las olas oscuras.

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Para sorpresa y horror de los goblins que estaban en Pandaria, Gallywix había decidido

supervisar personalmente a los escuadrones de saqueo para "inspirar" a sus tropas. Hasta

ahora, lo único que había logrado inspirar, como siempre, era desprecio. Incluso desde ahí

se podía oír, de vez en cuando, la música de fiesta que llegaba sobre el agua.

Tiritando, Arko se acercó más a Ziya, en busca de calor. Ella se limitó a clavar una daga

en la arena, entre los dos.

—¿Qué quieres decir con eso de cuál de todas las guerras? —preguntó Arko, mientras

contemplaba con tristeza la daga.

Ziya suspiró. Incluso para ser un goblin, era demasiado verde.

—Veamos... —respondió, mientras enfundaba la daga y contaba con los dedos—. He

peleado contra la Alianza, cultores crepusculares, elementales, no-muertos, mántides, el

sha... Una vez contra un dragón... Ah, y contra Gallywix cuando trató de esclavizarnos a

todos. No me alcanzan los dedos.

—Nos espera una noche larga —repitió Arko—. Por favor, sargento.

Ziya miró hacia arriba.

—Está bien, pero no una historia de guerra —dijo.

—¿Por qué?

—Porque esas historias —respondió mientras giraba el anillo que le colgaba del

cuello— son personales. Quizá... ¿Conoces la historia de Rakalaz?

—No.

—Ah, eres un chico de la superficie, ¿verdad? Yo crecí en Pyrix, uno de esos pueblitos de

Minahonda de los que nadie oyó hablar...

—¡Yo lo conozco! —dijo Arko, para mostrarse amable.

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—Genial —respondió Ziya—. Entonces cállate y escucha.

—Hace cien años, el príncipe mercante Leeko enviaba mineros de kaja'mita a una

profundidad a la que nunca nadie había llegado antes. Para que los supervisores te dejasen

volver a tu hogar, tenías que sacar un carro lleno de minerales. Una noche, en lo profundo

de la oscuridad, un minero llamado Miz rompió lo que pensaba que era una pared de roca y

encontró...

Ziya hizo una pausa. Arko no había hablado, e incluso el viento parecía haberse sumido

en el silencio. Sin embargo, Ziya creyó haber oído el suave eco de sus palabras, que se

repetían una milésima de segundo después.

—Un agujero. Bueno, no —se corrigió Ziya, que recordó lo mucho que odiaba esa

historia cuando era pequeña—. Encontró un vacío. Y en el fondo, dos esferas pálidas y

brillantes: los ojos de Rakalaz, que lo observaban.

Las olas golpeaban contra la costa. Arko tragó saliva. Ziya se relamió y siguió:

—Rakalaz comenzó a trepar sin dejar de rugir...

Casi sin darse cuenta, Ziya se puso de pie de un salto, mientras sostenía las dos dagas

contra sus antebrazos.

Las estrellas se habían ocultado.

—¿Qué? ¡¿Qué pasa?! —chilló Arko.

Ziya no pudo evitar sonreír. Arko seguramente pensaba que el mismísimo Rakalaz los

estaba atacando.

Un escalofrío subió por la espalda de Ziya.

La costa se había desvanecido, las olas se habían acallado. El aire parecía paralizado,

denso y conocido.

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Era el olor de Minahonda.

En ese preciso instante, una mano pálida y gigante, coronada por ocho dedos, surgió de

la tierra a pocos metros de distancia y se aferró a la arena. Rakalaz se alzó, y los febriles

ojos de reptil observaron a Ziya y a Arko fijamente.

Ziya pegó un grito en su mente, mientras su cuerpo arrastraba a Arko por la toga.

—Hay que mandarles una señal a los del zepelín —le dijo al oído. Mientras luchaba para

salir de la tierra, Rakalaz intentó golpearlos, pero falló. Lanzó un aullido que los atronó, con

un aliento que parecía salido de un vertedero de basura de Minahonda.

Arko gimió, pero no atinó a moverse.

—¡Arko! —gritó Ziya—. ¡Avísales a los del uber zepelín que estamos aquí! Quizás haya

alguien sobrio que pueda enviarnos refuerzos. ¡Cuidado!

Sujetó al pequeño Arko, rodó y usó su peso para arrastrarse y huir. Las garfas de

Rakalaz se clavaron en la roca sólida donde ellos habían estado sentados y desprendieron

pedazos de peñasco.

Arko estaba temblando. Fue el primero en levantarse. Clavó sus pies en la roca y

comenzó a cantar mientras conjuraba, entre las palmas de la mano, una baliza arcana para

invocar la salvación.

Luego cometió el error de mirar a Rakalaz, que estaba tratando de alcanzarlo. Espesos

hilos de baba oscura salían de las fauces abiertas de la criatura.

Arko lanzó un chillido, soltó la baliza inconclusa y salió disparado a toda velocidad hacia

la playa, que lo esperaba abajo.

Ziya observó cómo se alejaba. Luego giró hacia el diminuto haz de luz que desprendía la

baliza y lo vio desvanecerse frente a ella.

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—Perfecto —se dijo.

Las garras de Rakalaz se cerraron alrededor del cuerpo de Ziya casi con suavidad y la

elevaron hacia las fauces abiertas.

Una roca atravesó la oscuridad y golpeó a Rakalaz en unos de los ojos. La garra que

sostenía a Ziya tembló, y Ziya cayó…

… en unos brazos peludos.

—Hola —saludó la pandaren, mientras la dejaba en el suelo con firmeza. Señaló a

Rakalaz con la cabeza—. Me parece que a este no lo conozco.

—¿Qué?

—A este personaje —respondió su salvadora con las zarpas apoyadas en la cintura,

mientras contemplaba, con ojo profesional, la pesadilla de la infancia de Ziya. Rakalaz

seguía rugiendo mientras las miraba con el ojo sano; quizás trataba de descubrir cómo

comerlas a las dos al mismo tiempo.

—Estabas contando una historia y apareció de repente, ¿cierto? Solo por curiosidad,

¿cómo termina la historia?

—¿Hablas en serio? —Ziya buscó con la vista al uber zepelín. Para su sorpresa,

comprobó que la nave se dirigía hacia ellos lentamente.

—Casi siempre —respondió la pandaren—. Rápido, dime.

—Miz le tiró su última carga de dinamita en la garganta.

La sonrisa gentil de la pandaren se congeló.

—Ah, una historia de goblins —dijo—. Por supuesto, siempre terminan con una

explosión. No la sueltes.

Ziya se estremeció. Sintió un peso repentino en su mano derecha. Y un chisporroteo.

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La invadió una certeza, una tranquilidad. Había crecido escuchando esta historia. Se

había visto a sí misma en el lugar de Miz, había imaginado este momento con un vívido

terror infantil.

Sin dudarlo un segundo, tomó impulso y lanzó la dinamita de la historia en lo profundo

de la garganta cavernosa de Rakalaz.

Rakalaz contempló a Ziya con perplejidad y tragó. Los ojos de Ziya iban de la criatura

hacia la palma de su mano, vacía y extendida.

—¿Sorpresa? —le dijo con sorna.

La zarpa de la pandaren apareció de la nada y tiró a Ziya sobre la arena.

Después de un breve e interesante momento de ruidos y salpicaduras por todas partes,

Ziya levantó la cabeza. Contempló cómo se desvanecían los restos ardientes. El agujero en

la tierra se cubría de arena. Pronto sería como si nada hubiera sucedido.

Las piezas comenzaron a encajar en su mente.

—Yo hice eso —dijo.

—Sí —respondió la pandaren, mientras se levantaba y se sacudía con gracia. El uber

zepelín de Gallywix estaba tan cerca que se podían ver los toboganes de ron y los jacuzzi

con comida en los niveles inferiores de la nave—. Comenzaste una historia y la terminaste.

En eso consiste el arte de la narración. Lo demás solo son detalles.

—Pero sobrevivimos.

—¿Y? —dijo la pandaren, y frunció el ceño al observar al uber zepelín.

—En la historia, Miz no sobrevive a la explosión.

La pandaren sonrió. Tenía los dientes blancos, resplandecientes y afilados.

—Qué bueno que no lo dijiste antes.

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***

Algo andaba mal.

El uber zepelín se deslizó sobre las olas que rompían en la costa. Las luces de los focos

alumbraban a Ziya, a la pandaren Shuchun y al agujero que Rakalaz había dejado en el

peñasco.

Shuchun era una eremita, algo que Ziya no comprendía bien. Los eremitas contaban

historias y buscaban artefactos del pasado olvidado de Pandaria. Y, al igual que Shuchun,

hablaban con la boca llena y sonreían mucho.

Rodeada por el brillante círculo de luz, la eremita miró hacia arriba, le dio otro

mordisco a su arrollado frío de ave silvestre y comenzó a masticar pensativamente.

—Deberías irte de aquí —le dijo Ziya—. Gallywix está a bordo de esa nave. Podría

comenzar a tirarnos megabombas solo para divertirse.

—¿Ah, sí? —respondió Shuchun mientras comía—. Oí hablar de él, pero creo que me

voy a quedar.

—¿Por qué?

—Esperemos que nunca te enteres.

Permanecieron sentadas en un silencio incómodo. Finalmente, Ziya habló:

—Gracias por rescatarme. Creo que debería decirte que...

—¿Que estás aquí para robar tesoros y artefactos? —dijo Shuchun—. Ya lo sé. Vine a

detenerte.

—¡Pero me salvaste la vida!

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—Dije detenerte, no matarte —respondió Shuchun suavemente.

—Ah. ¿Y cómo hice aparecer a Rakalaz?

—Magia —dijo Shuchun.

—Magia.

—Sí, magia —agregó la eremita—. Me alegra que hayamos aclarado eso.

—¡Eso no explica nada!

—¿Recuerdas cuando te dije que esperaba que nunca te enteraras de por qué me

quedaba? —preguntó Shuchun.

—Sí, claro. Lo dijiste hace diez segundos.

—Bueno, de verdad, pero de verdad, hablaba en serio.

Una soga se descolgó de la lejana cubierta de la nave en forma de espiral y tocó tierra a

varios metros de distancia. Desde lo alto, una figura oscura saltó sobre la baranda y bajó a

toda velocidad, sosteniéndose solo con una mano.

Cuando estaba a medio camino, Ziya maldijo su suerte. No era un sicario, un matón o un

asesino a sueldo. Era alguien mucho peor.

Druz, el gorila de Gallywix, tocó tierra. Su armadura de cuero se entallaba como un traje.

Bajo el musculoso brazo llevaba un gran estuche plano.

Se decía que Druz había crecido junto a Gallywix en Kezan. No era infame porque nunca

lo habían atrapado haciendo algo terrible. Sin embargo, algunas veces simplemente les

sucedían cosas espantosas y horribles a los enemigos de Gallywix, y Druz siempre era uno

de los primeros goblins en transmitir sus condolencias.

—Sargento —saludó a Ziya, mientras inclinaba levemente la cabeza—. Eremita

Shuchun. Un momento, por favor.

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Se arrodilló en la arena y abrió la parte trasera del estuche hacia su lado. Se escucharon

unos leves clics detrás de la cubierta de cuero.

Ziya gimió levemente. Ese era otro detalle que daba miedo. Druz siempre parecía saber

demasiado sobre todas las personas que se encontraba: nombres, rangos, puntos fuertes y

débiles... Ziya no sabía si era gracias a la investigación, al espionaje o a la magia.

No le sorprendió que Druz supiera el nombre de la eremita. Probablemente conocía los

nombres, los números de talla y las bebidas favoritas de todos los que vivían en Pandaria.

—Vi a Rakalaz desde el puente de mando —dijo Druz mientras trabajaba—. Temible.

Odiaba esa historia en mi infancia.

Clic. Clac-clic.

—Listo —dijo finalmente—. Gracias por rescatar a nuestra empleada, eremita. Que

tengas una buena noche.

Esperó un momento. La sonrisa de Shuchun se ensanchó. Druz asintió con la cabeza y

metió la mano en el estuche. Instintivamente, Ziya se aferró a sus dagas.

Druz tiró una enorme bolsa de oro, según le pareció a Ziya por el delicioso tintinar, a los

pies de la eremita.

—Desde luego, hay una recompensa. Saluda a la pequeña Fen de mi parte. Me dijeron

que dentro de poco es su cumpleaños.

—¿Es una amenaza? —preguntó Shuchun en voz baja, y se puso de pie lentamente.

Druz suspiró.

—No. Solo quise ser amable. Te ofrezco una recompensa y te envío saludos para tus

seres queridos. Es lo más alejado que hay de una amenaza.

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Sin que nadie lo notase, Druz sacó un enorme rifle del estuche, lo levantó en dirección a

Shuchun y le quitó el seguro. Las piezas del arma giraron en un mecanismo bien engrasado.

—Ahora sí —dijo—. Esto es una amenaza. Lo diré nuevamente: toma la recompensa y

vete.

—Ya la has visto, ¿verdad? —dijo Shuchun.

—¿Ya ha visto qué cosa? —preguntó Ziya.

—Hay una puerta dorada detrás de ese agujero en la pared —dijo Druz y señaló el lugar

donde Rakalaz había golpeado el peñasco. El peso del arma en una mano no parecía

molestarlo en absoluto—. Vamos a entrar y a llevarnos todo lo que haya dentro.

—No me importa el arma con la que elijas apuntarme —dijo Shuchun, mientras

cambiaba de posición con elegancia—. No te dejaré entrar en la bóveda del conocimiento.

—Mira —dijo Druz, tratando de sonar razonable—, pongamos las cartas sobre la mesa.

Parece que ahí dentro hay un arma capaz de hacer aparecer monstruos de la nada, y

nosotros la queremos. No vale la pena que pierdas la vida por eso.

—Te detendré si debo hacerlo —dijo Shuchun.

—Muy bien, supongamos que logras —La luz de los focos de la nave lo envolvió, y tuvo

que entrecerrar los ojos—. De todas formas, el uber zepelín va a bombardear este lugar con

los cañones hasta romper la bóveda. También sales perdiendo.

Una daga se apoyó en su garganta.

—Tengo el extraño presentimiento —dijo Ziya a espaldas de Druz— de que vas a

dispararle apenas se dé vuelta.

—Probablemente no —dijo Druz, sin bajar el arma.

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—El probablemente es lo que me molesta. Resulta que me cae simpática. Y además

tengo otra sensación extraña: me parece que planeas entrar tú solo en la bóveda.

—Sí. ¿Y con eso qué?

—Te olvidas de mis honorarios de exploradora.

—Tu escuadrón aún no encontró nada.

—Exacto.

Shuchun contempló con curiosidad a los dos goblins, que discutían sobre obligaciones

contractuales y pagos de alto riesgo. Se sentó nuevamente, comió un par de bollos de curry

que sacó de su bolsa y esperó sin darle importancia al arma, que seguía apuntando en su

dirección.

Finalmente habló:

—No es una bóveda.

Su voz, clara y firme, cortó el aire como una espada de magma. Los dos goblins se dieron

vuelta para mirarla.

Druz la examinó sin disimular sus sospechas.

—Pero dijiste...

—Dije que es una bóveda de conocimiento. Usa los relatos pandaren como trampas

para proteger artefactos peligrosos. No quiero ni imaginarme lo que podría pasarle a

cualquiera que tratase de entrar allí sin un guía que conozca bien el lugar. ¿Un bollo de

curry? —preguntó, mientras sostenía el alimento en la mano.

—¿Nos estás ofreciendo tus servicios? —preguntó Druz.

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—¿A cambio de un pago? Por supuesto que no —dijo Shuchun—. Pero sin mí, los dos

terminarán convertidos en comida o algo peor. Así que los dejaré entrar y trataré de

convencerlos de que es un error.

Contempló el arma y luego la daga, hasta que ya no estuvieron a la vista. Entonces

sonrió, se puso de pie y comenzó a hablar con una voz de narradora que se elevaba por

encima del ruido de las olas.

—La eremita había tomado una decisión —dijo—. Se volvió hacia la bóveda. Al

reconocerla, la puerta se abrió.

Con un ruido estruendoso, el peñasco se abrió lentamente, dejando caer arena y

pedazos de roca.

En la oscuridad se podía ver un portón dorado de forma redonda, tan enorme como

para dejar pasar a un dragón volando. Cada palmo de su superficie estaba cubierto por

figuras grabadas. Miles de caracteres que formaban miles de historias, una detrás de otra.

Por las luces de los focos que iban y venían en frenesí sobre la puerta, daba la impresión de

que las figuras se movían.

La puerta giró, se abrió y dio lugar a una escalera que conducía hacia abajo.

***

La eremita Shuchun caminó adelante de los dos goblins y siguió la curva del pasadizo de

piedra. Cuando quedó claro que, por el momento, nadie tenía la intención de traicionar a

nadie, los goblins se tranquilizaron. La atmósfera del lugar era fresca e inmóvil. Expectante.

Ziya rompió el silencio.

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—No entiendo.

—¿Qué cosa? —dijo Druz.

—A ti. Eres reservado, competente. ¿Cómo es que terminaste trabajando para don

"quiero mi cara tallada en una montaña" Gallywix?

—El señor Gallywix —la corrigió Druz—. O el príncipe mercante Gallywix. Nunca digas

solo "Gallywix". Y quizás tú no lo conoces tan bien como yo.

—No hay nada que conocer —respondió Ziya—. Es un monstruo. Conocí lodazales más

limpios.

—Como digas —dijo Druz—. Y sin embargo, aunque la mayoría de los demás goblins y

príncipes mercantes quieren verlo muerto, él sigue al mando. Carajo, hasta su propia madre

trató de matarlo dos veces. Es para pensarlo.

De pronto, el camino giró hacia la derecha. Poco a poco, en lugar de paredes

comenzaron a aparecer muros de ladrillos viejos y en mal estado. Un fango maloliente se

filtraba por las grietas. Ninguno de los goblins lo notó. Shuchun levantó la vista y sonrió.

—No hay nada que pensar —contestó bruscamente Ziya—. ¡Nos esclavizó a todos

cuando nos fuimos de Kezan! ¡A su propia gente!

—No es su culpa que ustedes no tuviesen su propio bote —dijo Druz—. Pero ustedes

pelearon y se liberaron. Bien hecho. Y apuesto a que ahora son más cuidadosos a la hora de

confiar en alguien.

La curva se transformó en una intersección con cuatro direcciones posibles. Shuchun

tomó el camino de la izquierda sin dudarlo, y los goblins la siguieron.

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—Y dejando eso de lado —gruñó Ziya, porque Druz tenía razón—, ¿realmente le vas a

entregar esta arma, o lo que sea, a Gallywix? ¿Sabiendo cómo le lame las botas al lunático

que tenemos por jefe de guerra?

—El señor Gallywix —volvió a corregirla Druz, con un tono de reproche—. Y entre tú,

yo y nuestra guía, lo que buscamos es una ventaja, no poder. Antes queríamos establecer la

paz entre la Horda y la Alianza, pero después de Theramore…

—La paz —repitió Ziya—. Gallywix quiere que la Horda esté en paz. Con la Alianza.

—Sí —respondió Druz, con las cejas alzadas, en respuesta al tono furioso de Ziya.

—¡Pero ellos son peores que él! Si ahora nos echamos atrás, entonces nada de lo que

hicimos...

—Un momento —dijo Druz. Habían pasado algunas otras intersecciones sin

detenerse—. Eremita, ¿dónde estamos?

—En una historia —respondió Shuchun con la vista concentrada en el suelo.

—¿En cuál?

—En una que no es muy agradable, si estoy en lo correcto —dijo, mientras caminaba

más despacio para que los goblins pudiesen alcanzarla—. Pero necesito estar segura antes

de... Olvídenlo —dijo, e hizo una señal—. Estoy segura.

Sus propias huellas se extendían ante sus ojos. Habían estado caminando en círculos,

pero había algo raro.

Había otras huellas detrás de las de ellos, desparejas y con una forma horrible. Y si

habían estado caminando en círculos...

—No se den vuelta —dijo Shuchun.

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—Pero... —respondió Ziya, mientras sentía una sensación de terror que le subía por la

espalda. Unas pisadas fuertes retumbaron contra las rocas de atrás. Parecían acercarse.

—No se den vuelta —repitió Shuchun—. Esto es "El laberinto del trastornado

emperador Ku".

—Al emperador Ku —relató la eremita Shuchun— lo gobernaban sus propios temores.

Estaba convencido de que los mogu volverían y, en medio de su paranoia, creía ver traición

en cualquier sonrisa, la argucia de un plan en cualquier promesa de devoción y trampas

arteras en las profecías de los oradores del agua jinyu.

»Entonces hizo construir un laberinto debajo de su palacio, con una habitación segura

en el centro. Cuando el miedo volvió a apoderarse de él, Ku escapó a la habitación central

del laberinto, cerró la puerta y esperó a que el terror desapareciese. Pero eso nunca

ocurrió. El laberinto había sido construido con tanta inteligencia que el emperador se había

olvidado la forma de salir.

Mordiéndose el labio, Druz se movió lentamente para tratar de tomar su...

Sin quitar la vista del túnel que los esperaba adelante, Shuchun lo golpeó en la oreja.

—Ay. No vuelvas a hacer eso.

—¿Qué importancia tiene? —dijo Shuchun, con una voz calma que se escuchó por

encima de los profundos y crepitantes gruñidos de lo que se acercaba—. Es evidente que no

la usas para escuchar. No-de-bes-mi-rar.

—¿Por qué?

—Creo que está tratando de explicarnos —dijo Ziya con los ojos cerrados, a causa del

miedo o de las plegarias.

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—Quienes lo buscaban a veces lo oían gritar —siguió Shuchun—. Pero los años pasaron.

Cada tanto, algún explorador entraba al laberinto y salía gritando aterrorizado: con el

tiempo que había pasado en la oscuridad, Ku se había convertido en algo abominable,

imposible de ver...

—¿Qué hacemos? —susurró Ziya. Detrás de ellos se oían garras que arañaban las

paredes. Druz apretaba los labios y tenía la mano apoyada en la funda del rifle.

—Imitamos el relato —dijo la eremita—. Un osezno llamado Li Tao se metió en el

laberinto para buscar a su cachorro de bandipache, y pronto se dio cuenta de que alguien lo

seguía.

Al mirar de costado podían adivinar la figura de una enorme cabeza, y en sus mejillas

sentían el calor rancio de unos sollozos apagados y largos.

—Aunque estaba demasiado asustado para poder mirar, el pequeño Li Tao comprendió

que esa presencia sentía incluso más miedo que él. Así que estiró el brazo hacia atrás...

La eremita estiró el brazo hacia atrás, y una enorme zarpa deformada se apoyó

suavemente en la suya.

—… y guió al pobre emperador Ku hacia la salida del laberinto.

Frente a ellos se abrió la luz del sol, fuerte y enceguecedora. Ziya y Druz, que luchaban

por tranquilizarse, se apresuraron a avanzar.

Se sumergieron en la luz. Los dos goblins miraron hacia atrás y se estremecieron al

mismo tiempo.

El emperador había desaparecido, y también el laberinto. La eremita contemplaba con

tristeza su zarpa vacía.

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—El miedo y la paranoia convierten a nuestros enemigos en monstruos —dijo

suavemente—. Alguien tiene que ser el primero en extender la mano.

***

Ziya y Druz siguieron caminando a través de la luz, detrás de la eremita.

—¿Dónde estamos? —preguntó Druz.

—En la bóveda del conocimiento —respondió Shuchun.

—Gracias por la información —dijo Ziya—. ¿Y en qué relato estamos ahora? ¿En "La luz

del aburrimiento eterno"?

—Me gusta el aburrimiento —dijo Druz—. Por lo menos no te mata.

—Sí, claro. Seguro que vives una vida muy peligrosa —respondió Ziya.

Druz levantó una ceja.

—¿Hay algo que quieras decirme?

—Ya que preguntas, sí —dijo Ziya, mirándolo—. Es muy fácil para ti hablar de paz. Hace

años que vives rodeado de lujos junto a Gallywix, mientras yo estoy en los campos de

batalla. Todos los que conocí están muertos. La paz no es posible, Druz. ¡Si al menos

hubieses peleado en el frente de batalla lo sabrías!

La luz titiló suavemente. La eremita Shuchun se detuvo y olfateó el aire.

Mientras apretaba con fuerza el anillo que colgaba de su cuello hasta sentir dolor, Ziya

esperó a que Druz le gritara. Quería que le gritara. Pero Druz se limitó a suspirar.

—¿Recuerdas las Guerras del Comercio, sargento? —preguntó.

—Eh... apenas —dijo Ziya—. Era muy joven.

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—Yo no. Un cártel contra otro, hermanos contra hermanas. Yo ya trabajaba para el

señor Gallywix, como sabes.

»Y tienes razón, nunca vi un frente de batalla porque en las Guerras del Comercio no

había frentes de batalla. Peleábamos en túneles y depósitos de almacenamiento en toda

Minahonda. Las emboscadas no eran las típicas maniobras de pinza en campo abierto, sino

un hijo de puta que aparecía destrozando una pared que pensabas que era sólida. Y la

Guerra de la Paz fue peor.

Ahora la luz titilaba más rápido. Druz echó un vistazo alrededor y tomó su rifle.

—La guerra no se puede evitar, sargento. No por mucho tiempo. Siempre vuelve.

También es cierto que el señor Gallywix siempre las gana. A veces por tirar la bomba

indicada en el momento justo, a veces por alguna alianza con un idiota que tiene poder y a

veces por un arma que despierta temor y que puede usar como factor de disuasión.

—Y ahora tu estratega maestro piensa que la paz es la mejor jugada —dijo Ziya, con los

ojos hacia arriba.

—Así es —respondió Druz con calma.

—Imposible —dijo Ziya—. Si la Alianza no extermina a la Horda uno por uno, nos

esclavizarán como hicieron con los orcos.

—Pues la verdad es que estoy de acuerdo contigo —dijo Druz.

—¿En serio?

—Sí. Hasta donde yo sé, el señor Gallywix nunca se ha equivocado, pero en esto de

conseguir la paz no le doy ni una posibilidad en cien. Puede hacer que los otros príncipes y

princesas mercantes se enfrenten entre sí y salir oliendo a rosas, ¿pero a los paliduchos y

sus aliados? Creo que tenemos que seguir peleando.

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—Deténganse —dijo la eremita Shuchun. Aunque la pronunció suavemente, la palabra

tenía la fuerza de una orden. La luz que los rodeaba resplandecía como llamas, con un

fulgor blanco. El calor los envolvió como una manta seca y gastada. El blanco comenzó a

formar dunas que subían y bajaban en todas direcciones. Un desierto infinito.

Un guantelete tallado en arena apareció en la duna más cercana. Luego, otro. Luego,

siete más.

—Es lo que pensaba —dijo la eremita Shuchun, complacida—. Es una de mis historias

preferidas: "Di Chen y el desierto".

»El orgulloso Di Chen era el mejor combatiente de su tiempo —relató—. Ningún monje

podía vencerlo. Con sus manos, desviaba las flechas en el aire sin ninguna dificultad. Para

él, las montañas eran leves obstáculos que podía saltar o atravesar sin problemas.

»Como se sentía aburrido, Di Chen le pidió a la bruja del desierto, Lui Ka, que le

presentara un verdadero desafío.

»Contenta por tal arrogancia, la bruja le concedió el deseo: Di Chen tendría que pelear

contra el mismísimo desierto. Cada grano de arena se convirtió en un feroz guerrero

decidido a matar a Di Chen.

Los guerreros se acercaron. Parecían ser mogu en armaduras de placas, con los puños

cerrados dentro de los guanteletes.

—¿Entonces estos tipos están decididos a matarnos? —preguntó Druz, frunciendo el

entrecejo.

—Oh, sí —respondió Shuchun.

—Muy bien —dijo Druz, y comenzó a disparar. Tres cabezas de arena volaron por el

aire—. Ya comenzaba a pensar que había traído el arma para nada. ¿Sargento?

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—Aquí estoy —dijo Ziya.

Druz apoyó la rodilla para recargar. Ziya saltó sobre la enorme espalda de Druz y clavó

las dos dagas en el pecho del guerrero más cercano, que se tambaleó y cayó convertido en

un montículo de arena. Lanzó una de las dagas directo a la cara del siguiente guerrero, que

se acercaba gruñendo, lo atravesó mientras se desintegraba para volver a tomar su arma,

se agazapó y se lanzó sobre los tres que quedaban. El acero refulgió formando una espiral, y

los soldados se derrumbaron en pedazos.

Una brisa cálida envolvió el desierto. Ziya comenzó a volver sonriente, mientras

enfundaba sus dagas…

En ese momento aparecieron otros treinta guerreros a través de las dunas, rugiendo

con furia y odio.

—Vuelve aquí, sargento —gritó Druz mientras cerraba de un golpe la cámara del rifle.

Ziya apretó las mandíbulas, se colocó a su lado y esperó, con las digas listas.

—Nunca les conté el resto del relato —dijo la eremita Shuchun.

—Con todo respeto, eremita —respondió Druz mientras disparaba de nuevo. Dos

guerreros cayeron y otros tres surgieron en la arena—, ¿te parece un buen momento?

Shuchun se encogió de hombros y fue a sentarse a una duna cercana. Mientras

tarareaba una melodía, metió la zarpa en la bolsa, tomó una manzana, le dio un vigoroso

mordisco y siguió observando el combate con interés. Un solo guerrero avanzó hacia su

dirección, gruñendo. Ella se limitó a mostrarle las zarpas casi vacías. Al instante, el guerrero

se congeló y se desmoronó en la arena. Ninguna otra de las criaturas se acercó a molestarla.

Finalmente, arrojó el corazón de la manzana y frunció el ceño.

—Hay algo que está mal —dijo.

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—¿Te parece? —Las dagas de Ziya atravesaban la arena en una rápida sucesión—.

¡Muérete, maldita lakratz! ¡Muérete!

Shuchun se rascó la cara, desconcertada, y luego chasqueó los dedos.

—¡Eso es! —dijo satisfecha—. En la historia, los guerreros del desierto tenían armas.

—¿Qué? ¡Druz! ¡Abajo! —gritó Ziya. La pesada lanza de hierro de un guerrero silbó en el

aire y se estrelló en la arena.

—Así es más parecido —dijo Shuchun. Ahora todos los guerreros tenían una

interesante variedad de espadas, mazas y armas de asta. Shuchun apoyó la cara en las

zarpas y se dedicó a observar.

—¡¿Tú hiciste eso?! —rugió Druz mientras disparaba.

—No —dijo Shuchun—. Es el relato.

—¡Y tú! ¡Y tú!

—Quizás tengas razón —respondió Shuchun—. Pero también podría haber mencionado

que sus armas despedían fuego...

¡FUUUUSH!

—¡Ahhhhhhh!

—Está bien, eso fue un poco imprudente —admitió Shuchun mientras la luz de las

llamas se reflejaba en la piel de sus zarpas levantadas—. Me quedaré callada. Continúen.

Los minutos pasaban y seguía la sucesión de gruñidos, rugidos y arriesgadas maniobras

de acrobacia. Finalmente, Shuchun se puso de pie y bajó por la duna en dirección a la

batalla.

—Todos los granos de arena se convirtieron en feroces guerreros decididos a matar a

Di Chen —repitió, mientras apartaba con indiferencia a los soldados, que se detenían

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confundidos, como si no pudiesen verla—. La batalla solo terminaría cuando Di Chen

admitiera que algunos desafíos eran demasiado difíciles, incluso para él.

Shuchun llegó al centro de la masa de soldados. Druz y Ziya peleaban espalda contra

espalda, completamente rodeados. Las armas llameantes surcaban el cielo.

—¿Estás diciendo que tenemos que rendirnos? —jadeó Ziya.

—Es una opción —respondió Shuchun.

—Suficiente para mí —dijo Druz y dejó caer su arma. Ziya lo imitó apresuradamente.

El viento aulló desde lo alto y trajo la risa de la bruja del desierto. En un instante, se

llevó a los soldados grano por grano. Los goblins los observaron mientras desparecían.

—Podrías haberlo dicho antes —gruñó Ziya.

—Trató de decirnos el resto de la historia —explicó Druz con una sonrisa, mientras se

agachaba para tomar su arma—. Nosotros quisimos pelear…

Hizo una pausa y miró a Shuchun con sospecha en los ojos.

—Un momento. Antes de esto, estábamos hablando sobre la necesidad de seguir

peleando y terminamos en una batalla imposible.

Ziya los miró boquiabierta.

—¡Cuando hablábamos de monstruos y de que no había forma de volver atrás,

terminamos perseguidos por un monstruo en un laberinto!

—Eremita —dijo Druz con dureza—, ¿cada vez que discutimos creamos trampas?

—Por supuesto —respondió Shuchun, con la cara muy seria—. Pensé que lo sabían.

—¿Cómo íbamos a saberlo?

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—Cuando mi gente entra en una discusión que provoca divisiones, se llama a un

eremita —explicó Shuchun—. Yo escucho a las dos partes y luego les cuento una historia

que pone a prueba sus opiniones. ¿No es eso lo que estaban haciendo?

—¡No!

—Ah —dijo Shuchun.

—¡Podríamos haber muerto!

—Jamás —dijo la eremita—. Después de todo, Di Chen ni siquiera sufrió un rasguño. En

la historia, por supuesto.

—¿Y qué le pasó? —preguntó Ziya—. ¿También se rindió?

El viento volvió a soplar con fuerza y el alto círculo del sol se hizo más grande, como

una manta que cubría todo con una luz blanca. Shuchun sacudió la cabeza y señaló una

figura que estaba en lo alto de una duna lejana. Agitaba con cansancio el puño y hundía a un

guerrero en la arena.

—Sigue peleando hasta el día de hoy —dijo Shuchun—. Siempre hay buenos motivos

para pelear. El truco es saber cuándo detenerse.

***

Los goblins se mantuvieron en silencio, uno junto al otro, en el centro de una pequeña

habitación de color blanco.

—¿Qué sucede? —murmuró Druz.

—La bóveda del conocimiento está esperando que hablen para poder crear el desafío

final —dijo Shuchun, recostándose contra la pared.

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Druz asintió con la cabeza.

—Es lo que me imaginaba —dijo, y volvió a quedar en silencio. Los minutos

transcurrían.

Finalmente, Shuchun sintió lástima.

—Podrían hablar de lo mucho que les gustan las puestas del sol —dijo.

—¿Conoces alguna historia que podría derivar de eso?

Shuchun reflexionó un momento.

—Varias —admitió.

Silencio.

—No entiendo —dijo Ziya. Druz le dio un codazo, pero ella no le hizo caso—. ¿Por qué

los pandaren usan historias para resolver sus problemas?

—No somos solamente nosotros —dijo Shuchun—. Todas las razas tienen relatos que

se cuentan y se repiten con el paso del tiempo. Nos gustan porque nos ofrecen respuestas

simples que nos ayudan a encontrar otras más complejas. Pero los relatos son peligrosos.

—No me digas —dijo Druz. La eremita sonrió.

—A veces olvidamos que estas historias rompen reglas —dijo Shuchun—. Las

respuestas simples no tienen en cuenta las consecuencias, y hay muchas consecuencias.

—Ya entiendo —dijo Druz—. Tu artefacto es una respuesta simple. Pero tú eres neutral,

eremita. Nosotros no podemos darnos el lujo de... Nosotros tenemos que tomar decisiones

difí... Oh, mierda.

Debajo de sus pies, muy en lo profundo del suelo que antes era de un color blanco

opaco, algo oscuro y terrible comenzó a moverse.

—Sabías que esto sucedería —dijo Druz.

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Shuchun se encogió de hombros.

—No los obligué a entrar a la cámara del conocimiento —dijo.

—¿Cuál es el relato?

Shuchun echó un vistazo al horror que seguía creciendo allí abajo.

—Si tuviera que adivinar, diría que es "Las arañas de Te Zhuo" —respondió.

Druz y Ziya cerraron los ojos. La nube negra debajo del suelo se expandió a causa de

miles de pequeños —aunque no tan pequeños— cuerpos que se apresuraron en dirección a

la luz de arriba.

—¿Cómo te llevas con las arañas? —preguntó Ziya.

—No muy bien. Eremita, ¿hay algo que podamos hacer para pasar directamente a la

moraleja de la historia? ¿Algo sobre las acciones y las consecuencias? Ya entendimos.

—¿Eso crees? —preguntó con suavidad Shuchun—. De todas formas vendrán.

Las paredes blancas se desvanecieron en un remolino, como nubarrones arrastrados

por un fuerte viento. Los goblins y la eremita permanecieron parados sobre la piedra, una

plataforma en el centro de una enorme habitación que se llenó de ruido. Miles de patas

comenzaron a aparecer desde abajo, y una enorme masa sombría surgió de la oscuridad y

se arremolinó alrededor de la plataforma a toda velocidad.

—Bueno, cuéntanos el final de la historia —dijo Druz con los dientes apretados—. Haz

algo para detener esto.

—Eso va a ser un problema —admitió Shuchun—. Nadie volvió a ver jamás a ninguno

de los exploradores que entraron al templo perdido de Te Zhuo, así que en realidad es más

un cuento de advertencia que una historia.

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—¿Un cuento de advertencia para no entrar a un lugar al que ya entramos? —preguntó

Ziya con cansancio.

Shuchun sonrió.

—Espera, espera un momento —dijo Druz—. Nadie volvió nunca, ¿verdad? Eso significa

que no encontraron ningún cuerpo.

Shuchun inclinó la cabeza.

—¿Y entonces?

—Entonces, ¿cómo sabemos que es un lugar horrible? —dijo Druz—. Quizás es tan

maravilloso por dentro que nadie quiso volver a salir.

—Ciertamente, eso es posible —reconoció Shuchun, mientras Ziya escondía la cabeza

entre las manos—. Excepto que la historia habla de arañas por una razón.

—¿Sí? —respondió Druz. Él y Ziya se movían al unísono, uno junto al otro, guiados por

un acuerdo tácito.

—Bueno —comenzó a explicar Shuchun—, yo no dije que nadie nunca más volvió a oír a

los exploradores. En realidad gritan.

—Déjame adivinar. Gritan algo sobre las arañas —dijo Ziya.

—Oh, sí.

Una oleada de muerte negra encarnada en miles de patas peludas explotó desde lo

profundo del suelo y se congeló al instante. Era una maraña de ojos brillantes y sedientos

de hambre.

—Entonces, si entramos a este lugar llamado Te Zhuo —dijo Druz después de respirar

profundamente con deliberada calma—, podríamos encontrar cualquier cosa. Trampas o

arañas muy impresionantes.

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—Sirvientes de los dioses antiguos, quizás —dijo Ziya—. Ellos están en todas partes.

—Una acción —dijo Druz lentamente—. Un resultado: concretamente, no saldremos

nunca.

—No tenemos forma de escapar, ¿verdad? —dijo Ziya—. Nuestras acciones nos trajeron

a este lugar. Tenemos que lidiar con las consecuencias.

—Así es —respondió Shuchun, sonriendo—. Bien hecho.

La oscuridad subió por la plataforma y cubrió por completo a los goblins.

***

Ziya abrió los ojos. Sintió una dureza helada contra su cara: era un piso de mármol,

largo y pálido, que se extendía frente a ella hacia…

... un pergamino que colgaba en la pared más lejana de una estrecha bóveda sin puertas.

Leves espectros de palabras recorrían la superficie, fugaces como el pensamiento. Era el

centellante blanco de un ojo sin pupila que observaba a Ziya fijamente, esperando.

Shuchun pasó por encima de su cabeza y le bloqueó la visión del pergamino con una

pisada tan medida y precisa que parecía haber sido vaticinada.

Con un quejido, Ziya se levantó del suelo.

—¿Esto es todo? —gruñó Druz. Estaba apoyado contra la pared, y se veía peor de lo que

Ziya se sentía.

—Sí —dijo Shuchun.

—¿Y qué es?

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—Algunos dirán que es un arma —dijo Shuchun—. Otros, una lección o un castigo. Lo

único que sé es que los eremitas lo crearon hace mucho tiempo y ahora deben soportar la

carga de mantener al mundo a salvo de las consecuencias.

—¿Por qué es tan peligroso? —preguntó Ziya.

—Un pergamino en blanco, cualquier pergamino en blanco, ofrece posibilidades. Puede

convertirse en la historia de Rakalaz —dijo Shuchun, y Ziya levantó la mirada. Se abrió una

grieta en el techo y la arena comenzó a caer suavemente. Allí arriba, en algún lugar, ella

había contado una historia. ¿El pergamino la había escuchado?

—O quizás, puede convertirse en la leyenda de un ejército infinito hecho de arena, una

legión de arañas —continuó Shuchun— o algo peor.

—¿Estás diciendo que insufla vida en los personajes, tal como hacen los eremitas? —

preguntó Druz.

—No —respondió Shuchun—. No comprendes. Yo puedo invocar a Di Chen para

discutir con su bruja del desierto y pelear contra el legendario ejército, pero no puedo

volverlo contra mis enemigos.

Druz levantó las cejas.

—¿Puede hacer eso?

Ziya sintió el hambre en la voz de Druz. ¿Shuchun también pudo sentirla?

—Quizás —dijo Shuchun con voz apagada—. Nuestras leyendas dicen que puede

convertir a las palabras en vida y a las esperanzas en realidad.

—Perdón, pero eso me suena a invocación —dijo Druz—. Los brujos lo hacen todo el

tiempo. No tiene nada de malo, dejando de lado un par de invasiones demoníacas.

—¿No? —preguntó Shuchun.

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Se oyó el ruido del gatillo de un arma.

—No. No niego que sea peligroso —dijo Druz, en un tono de disculpa, mientras

apuntaba a Shuchun con su rifle—, pero un arma es un arma. No dispara a menos que

aprietes el gatillo. Es una forma de decir. Ziya, toma el pergamino.

Shuchun miró a Druz con tanta pena que Ziya se preguntó cómo podía soportar esa

mirada.

—Te lo dije —aseguró Shuchun—. No dejaré que te lo lleves.

—Esto no es un debate —dijo Druz—. Ziya. El pergamino.

—¿Crees que podrás controlarlo cuando nosotros no pudimos?

—¿Yo? —dijo Druz—. No. El señor Gallywix quería todo lo que hubiese aquí, y es lo que

va a recibir.

—Y así, los goblins decidieron llevarse el pergamino —comenzó a narrar Shuchun en voz

baja.

Sus palabras surcaron el pergamino, que latió como una llama de marfil. Las paredes de

la habitación se resquebrajaron y una luz blanca se filtró a través de las grietas.

Instintivamente, Druz apretó el gatillo.

—Instintivamente, Druz apretó el gatillo y...

***

«... la bala salió disparada».

«Los goblins dejaron la bóveda del conocimiento con el pergamino y entraron en los

aposentos privados del príncipe mercante Gallywix».

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Ziya trastabilló mientras luchaba contra las náuseas. Druz apareció tambaleándose

junto a ella y se apoyó en su hombro para afianzarse.

¿Cómo habían llegado allí? El último recuerdo de Ziya era el disparo del rifle a la cara

solemne de la eremita Shuchun, y eso parecía haber sucedido hacía solo unos segundos.

Ahora estaban en otro lugar. Detrás de las paredes se oía el sordo ronroneo de los

motores del uber zepelín. Ziya y Druz estaban parados en un espacio estrecho y oscuro. Un

taller de manitas con un simple taburete de madera. Una mesa de trabajo. Herramientas

cuidadosamente organizadas.

Jastor Gallywix estaba sentado a la mesa de trabajo dibujando un esquema a mano

alzada. La desorientación de Ziya se desvaneció. Simplemente había sido un día demasiado

largo.

Gallywix era un poco más delgado de lo que ella recordaba, aunque no demasiado.

Tenía la panza apenas cubierta por un jubón abierto. Antes usaba una chistera

exageradamente grande, anillos llamativos y una horripilante mueca sonriente que nunca

se le borraba de la cara.

Este Gallywix no usaba adornos lujosos y no sonreía en absoluto. "Quizás tú no lo

conoces tan bien como yo", había dicho Druz…

Druz se enderezó a su lado.

—Esto es todo, jefe —dijo Druz con fuerza y desplegó el pergamino sobre la mesa de

trabajo. Gallywix no lo tocó.

—¿Y la eremita? —preguntó.

Ziya sintió una enorme culpa. Había visto cómo volaba la bala. Shuchun había muerto,

no había otra posibilidad.

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—Muerta —respondió Druz, aunque sonó inseguro.

—Qué lástima —dijo Gallywix, y contempló el pergamino mientras asentía con la

cabeza—. ¿Qué es?

—Según parece, es una especie de portal que hace que las historias cobren vida —dijo

Druz—. Las cosas se salieron de control antes de que la eremita pudiese explicar algo más.

El príncipe mercante examinó el pergamino. Ziya se preparó para cualquier cosa que

pudiera suceder.

—No parece ser una buena noticia —dijo Gallywix—. Lo guardaré en la bóveda inferior

cuando regresemos a Azshara.

Ziya se quedó boquiabierta.

—Jefe —dijo Druz en un tono casi de súplica—, si usted no lo usa, otros lo usarán.

—Ya sabes lo que pienso —dijo Gallywix mientras lo observaba rápidamente.

—Sí —respondió Druz con un suspiro.

—Bien. Lo último que necesitamos es que aparezca otra enorme arma flotando por ahí

—agregó Gallywix—. Llévatelo de aquí.

—¿Eso es todo? —Las palabras surcaron el aire antes de que Ziya se diera cuenta de que

era ella la que las había pronunciado.

Gallywix la estudió brevemente. Ziya literalmente podía ver los mecanismos que se

movían en la cabeza del príncipe mercante.

—¿Qué esperabas, sargento? —le preguntó.

—¡Esperaba que lo uses! —rugió Ziya—. Es lo que haces, usas todo. ¡Eres un monstruo!

Para su sorpresa, Gallywix asintió con la cabeza.

—Sí, es verdad —respondió—. Pero no esa clase de monstruo.

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—¡Eres exactamente esa clase de monstruo!

—No —dijo Gallywix—. Nunca antes nos vimos cara a cara, sargento, así que déjame

que te explique. No me importaría venderte si ya no me sirvieras. Te enviaría a la muerte si

eso ayudara a nuestro cártel. Pero no voy a hacer que te maten por estupidez o por culpa de

un arma grande y tonta para nada. Yo no hago eso.

Su mirada se posó en el anillo que colgaba del cuello de Ziya, quien instintivamente lo

ocultó entre los dedos para protegerlo. Una expresión indescifrable surcó la cara de

Gallywix.

—Si sirve de algo —agregó Gallywix—, lamento lo que pasó con tu marido en Hyjal.

Pero no me arrepiento de nada de lo que he hecho. Así que sí, está bien, soy un monstruo.

Pero, siempre que puedo, cuido lo que es mío.

»Y aquí y ahora, eso significa ocultar esta enorme arma para nadie más la descubra.

«Pero, por supuesto, alguien la descubrió», susurró la voz de la eremita Shuchun. La

habitación pareció quedar detenida alrededor de Ziya. «Los rumores se propagaron

rápidamente: Gallywix había encontrado un arma poderosa en Pandaria y la tenía

escondida».

«En la mente de Garrosh Grito Infernal, jefe de guerra de la Horda, solo podía haber una

explicación para semejante traición: una rebelión. Garrosh comandó a la fracturada Horda

hacia el Muelle Pantoque».

El uber zepelín se desvaneció en el aire, y bajo los pies de Ziya apareció un suelo sólido.

Desde las gélidas alturas del palacio de Gallywix, Ziya observó cómo ardía su tierra.

Druz se bamboleaba junto a ella, con un profundo cansancio en los ojos.

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—¡Pónganse las armaduras! —dijo uno de los gorilas a sus espaldas—. Pronto estarán

aquí.

«Las fuerzas de Garrosh descendieron en el palacio. Los goblins usaron los pasillos

subterráneos para proteger la bóveda y los secretos que en ella se guardaban», narraba la

eremita Shuchun.

Ziya retrocedió con las dagas en las manos. Un elfo de sangre alzó una ballesta. Druz

apartó a Ziya de un empujón y recibió la saeta en un hombro. Se tambaleó contra ella con

un gruñido, y Ziya lo arrastró para escapar juntos.

«Pronto, los pocos goblins que aún sobrevivían no tuvieron a dónde ir», continuó la

eremita Shuchun, tranquila e implacable.

Una flecha alcanzó a Ziya, que se sentó con un ligero estupor. Druz se inclinó hacia ella,

mientras trataba de tomar aire. La antecámara de la bóveda era una habitación de acero de

gran tamaño. El suelo estaba cubierto de cuerpos de goblins caídos. La Horda, los invasores,

se acercaba con cierta renuencia, ahora que la matanza estaba cerca. Ziya reconoció a

algunos de Hyjal y de otras batallas. Si tan solo pudiera tomar aliento, sabía que podía

convencerlos de que estaban cometiendo un grave error…

La puerta de la bóveda se abrió a sus espaldas.

Una pata de montura araña avanzó sobre los cuerpos de los goblins, y luego otra. El

príncipe mercante Gallywix cargó contra los invasores rugiendo a carcajadas. Garrosh se

abrió paso a los empujones entre sus tropas, con el hacha en su gigantesco puño rojo.

—¡Retírense! —rugió el jefe de guerra—. ¡El traidor es mío!

«El duelo no duró demasiado, pero tampoco resultó como esperaban», relató Shuchun.

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—Ayúdame —resopló Druz, mientras manipulaba torpemente su rifle. Ziya se levantó

del suelo y apoyó el cañón del arma para apuntar hacia…

El duelo. El mecanotanque trastabilló de costado gracias a otro golpe del hacha, y

muchas chispas se desprendieron de las bisagras arruinadas. Gallywix estaba perdiendo.

Por supuesto que estaba perdiendo.

¿Por qué seguía riéndose?

Gallywix se eyectó desde las ruinas del mecanotanque, se aferró a los colmillos del orco

y cabeceó con furia la cara del Jefe de Guerra, como el peleador callejero que alguna vez

había sido. Garrosh cayó y se apoyó sobre una de sus rodillas.

Con la cabeza ladeada, y en un delirio de dolor, Druz disparó su rifle, pero falló.

Gallywix se estremeció y cayó.

«Y Garrosh reclamó para sí los tesoros de la bóveda», dijo la eremita Shuchun.

Ziya permaneció en un enorme charco de sangre, sin saber si era suya, mientras

observaba a Garrosh que se acercaba de rodillas para tomar el pergamino.

«Pasaron varios meses», susurró la voz de la eremita Shuchun sobre su cabeza. «Y el

mundo cambió».

Ziya se rindió a la historia, cerró los ojos y…

***

… luchó para volver a abrirlos. Le entraba sangre en el ojo sano. El casco había desviado

la mayoría de los golpes del orco. Ziya lanzó un gruñido, se quitó la desorientación de

encima y rodó hacia la izquierda.

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La espada del orco se clavó en el lugar donde ella había estado un segundo antes. Ziya

arremetió hacia adelante y bajó las dagas formando un arco.

El orco la miró estúpidamente con las dagas clavadas en la garganta y finalmente cayó.

Pronto volvería a levantarse.

Garrosh creía en un mundo dominado por los orcos, y el pergamino lo había hecho

realidad. Los orcos iban y venían por Kalimdor, esclavizados bajo el yugo de un amo muy

diferente a la sangre demoníaca que alguna vez los había dominado. Nada podía matarlos, y

el vacío pálido del artefacto que los impulsaba centelleaba en las cuencas de sus ojos sin

vida.

Teldrassil había caído al mar, envuelto en llamas. Un foso carbonizado era lo único que

quedaba de El Exodar. Los tauren y los trols, apabullados por la devastación, habían huido a

través del Mare Magnum, con la esperanza de que Garrosh se contentase con sus victorias.

Pero no fue así.

Ziya estaba parada cerca del Puerto de Ventormenta. Un último esfuerzo junto a sus

aliados y antiguos enemigos. Era una pelea que no podían ganar.

El sonido de unas pisadas la sobresaltó, y preparó sus dagas.

—Tú —dijo.

—Sí, yo —respondió Druz, mientras enrollaba una venda deshilachada alrededor de

una larga herida en el brazo—. Es bueno verte, sargento.

No llevaba armas. Quizás las había perdido. Quizás se había rendido y las había dejado.

Fuera lo que fuese, Ziya no podía culparlo.

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Se pararon uno junto al otro. La flota de orcos llegó a la bahía, y cientos de guerreros

aullantes invadieron el muelle. Tauren, humanos, enanos y elfos de sangre murieron juntos.

Pero era tarde. Demasiado tarde.

El orco que estaba a los pies de Ziya se movió, y sus asquerosas heridas se cerraban.

—Buenas intenciones, ¿no? —dijo Druz.

—Todo esto es nuestra culpa —contestó Ziya en voz baja.

Druz se rió entre dientes.

—Al menos no viviremos para arrepentirnos.

Ziya se lanzó hacia la batalla, y Druz la siguió.

***

Ventormenta cayó. Los orcos prevalecieron. Por un tiempo.

El Portal Oscuro, desprotegido, fue reclamado por la Legión Ardiente. El horror se levantó

desde el mar, y no hubo nadie que pudiese frenarlo.

Las montañas de Azeroth ardieron y cayeron bajo el fuego. Sus océanos bulleron hasta que

no quedó nada. Y todo fue oscuridad.

***

La luz invadió el lugar.

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Ahora más tenue, el pergamino en blanco seguía proyectando una larga sombra ante la

eremita Shuchun y convertía las gotas de agua que caían por las paredes de la bóveda del

conocimiento en un cordel en el que se engarzaban perlas brillantes.

La bala se mantenía suspendida justo frente a Shuchun; el último vínculo entre los dos

goblins y su terrible futuro.

La eremita Shuchun se estiró, tomó la bala en el aire y la depositó con cuidado en el

suelo.

—La eremita Shuchun se dio vuelta hacia el pergamino —dijo—. De alguna forma, Druz

tenía razón. El pergamino era algo tan simple como un arma. Pero las armas pueden

dispararse accidentalmente. Las balas pueden darle al blanco equivocado. Por eso, la eremita

Shuchun apuntó cuidadosamente y dijo:

—Las imágenes que los dos goblins vieron no eran reales.

La habitación se sacudió, y los goblins cayeron al suelo. Shuchun no se movió ni un

centímetro.

—Ninguno de los horrores que presenciaron había sucedido realmente.

Ziya inclinó la cabeza bajo las repugnantes y decadentes oleadas de recuerdos sobre las

pérdidas y las viejas heridas que ya no tenía.

Y oyó a Shuchun decir:

—Y todo volvió a ser como era.

Ziya miró hacia arriba en súbita calma. Shuchun se acomodó el pergamino enrollado

detrás de la espalda.

—¿Eso fue real? —preguntó Ziya—. ¿Algo de esto fue real?

Shuchun analizó la pregunta.

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—Dormirás mejor si no te contesto —dijo.

Les ofreció las zarpas para ayudarlos a levantarse. Ziya tomó una zarpa, pero Druz no

aceptó.

—¿Podrías haber usado el pergamino de esa manera en cualquier momento? —

preguntó Druz, si bien parecía estar acusándola.

—Sí.

—Me hiciste hacer cosas que...

—¿Te hice? —dijo Shuchun, ya sin ninguna gentileza en la voz—. Crees que la paz es

imposible porque jamás lo intentaste. Crees que la guerra continuará porque nunca ha

terminado y tomas decisiones difíciles sin temer a las consecuencias. Tú eliges tu camino —

agregó la eremita Shuchun, y se detuvo para tomar aire—. Yo te salvé de ese camino.

Druz la miraba atónito.

—Entonces, ¿por qué nos llevaste a la bóveda del conocimiento? ¿Por qué no nos hiciste

olvidar de que habíamos encontrado algo?

Ziya comprendió que Druz estaba implorando. La sonrisa de Shuchun era amable y, a la

vez, fríamente dura.

—Quizás necesitaban descubrir cuánto cuestan las respuestas simples.

***

Se despidieron en la playa, rodeados por una brisa fresca y salada.

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—¿Conoces un lugar seguro para guardar eso? —preguntó Druz mientras señalaba el

pergamino. Algo se había quebrado en su interior, eso era seguro. Y se había reforjado para

formar algo muy diferente. Algo más fuerte.

—Sí —dijo Shuchun.

—Bien. Sargento, tómate una licencia. Pagada, por supuesto —agregó Druz cuando Ziya

comenzó a abrir la boca para hablar—. Asegúrate de que la eremita pueda llegar al lugar al

que se dirige.

Y subió por la soga hacia el uber zepelín sin decir otra palabra, aferrándose con ambas

manos.

Ziya y Shuchun se alejaron de la costa por un camino que subía. El uber zepelín se alejó

tambaleante, como si el piloto estuviera borracho. Era lo más probable.

—¿A dónde vamos? —preguntó Ziya.

—En esta dirección —dijo Shuchun con una señal—. Tenemos una larga aventura por

delante.

Ziya jugueteó con el anillo que le colgaba del cuello. Se sorprendió al darse cuenta de

que sonreía. Era agradable proteger a alguien en lugar de atacarlo. Pensar que la guerra y

todos sus horrores realmente podían terminar.

Viajaban en silencio.

—¿Quieres que te cuente una historia? —propuso Shuchun.