BOLETÍN ESPECIAL INFORMATIVO Nº...

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BOLETÍN ESPECIAL INFORMATIVO 1 BOLETÍN ESPECIAL INFORMATIVO Nº 30 ASOCIACION ANTIGUOS ALUMNOS DEL SEMINARIO DE ALMERIA Mayo de 2014 - Boletín nº 30 Queridos amigos y compañeros: Cuando ya, la obra Seminario Diocesano de Almería. Vivencias y recuerdos, estaba metida en imprenta, nos llegó la colaboración de Cristóbal Berbel Martínez. Puesto que era imposible incorporarla al libro, se pensó en editar un boletín extraordinario para hacerla llegar a todos debido a su longitud era difícil adaptarla a uno ordinario. Pues bien, ha llegado la hora de cumplir la palabra empeñada con el autor, nuestro amigo y compañero Cristóbal Berbel Martínez, que, en ella, ha puesto tanto cariño e ilusión como lo pudimos hacer cualquiera de los que sí tuvimos la suerte de ver nuestros artículos publicados en dicha obra. No damos más datos del autor puesto que él mismo ha hecho su propia reseña autobiográfica. Un saludo a todos. Trino y Pedro José. CRISTÓBAL BERBEL MARTÍNEZ DATOS BIOGRÁFICOS Nació en el Arroyo Aceituno (Arboleas) en febrero de 1939, aunque vivió su niñez y adolescencia en la aldea de Los Pardos, a unos pasos del templo que se creó como sede parroquial en junio de 1900 por el entonces Obispo de la Diócesis almeriense, D. Santos Zárate Martínez. Esta cercanía propició que ejerciera de monaguillo y lo relacionara con los curas desde que tuvo uso de razón. Estudió Bachillerato en Lorca, e ingresó en el Seminario Mayor de Almería a los 16 años en 1955. Cursó los tres cursos de Filosofía hasta 1958. Y a finales de septiembre de ese año marchó al Seminario Mayor de Guadix, en Granada, donde empezó

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BOLETÍN ESPECIAL INFORMATIVO

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BOLETÍN ESPECIAL INFORMATIVO Nº 30

ASOCIACION ANTIGUOS ALUMNOS DEL SEMINARIO DE ALMERIA

Mayo de 2014 - Boletín nº 30

Queridos amigos y compañeros:

Cuando ya, la obra Seminario Diocesano de Almería. Vivencias y recuerdos, estaba

metida en imprenta, nos llegó la colaboración de Cristóbal Berbel Martínez. Puesto que era

imposible incorporarla al libro, se pensó en editar un boletín extraordinario para hacerla llegar a

todos –debido a su longitud era difícil adaptarla a uno ordinario–. Pues bien, ha llegado la hora de

cumplir la palabra empeñada con el autor, nuestro amigo y compañero Cristóbal Berbel Martínez,

que, en ella, ha puesto tanto cariño e ilusión como lo pudimos hacer cualquiera de los que sí

tuvimos la suerte de ver nuestros artículos publicados en dicha obra.

No damos más datos del autor puesto que él mismo ha hecho su propia reseña

autobiográfica.

Un saludo a todos.

Trino y Pedro José.

CRISTÓBAL BERBEL MARTÍNEZ

DATOS BIOGRÁFICOS

Nació en el Arroyo Aceituno (Arboleas) en febrero de 1939,

aunque vivió su niñez y adolescencia en la aldea de Los Pardos, a unos

pasos del templo que se creó como sede parroquial en junio de 1900 por

el entonces Obispo de la Diócesis almeriense, D. Santos Zárate Martínez.

Esta cercanía propició que ejerciera de monaguillo y lo relacionara con

los curas desde que tuvo uso de razón. Estudió Bachillerato en Lorca, e

ingresó en el Seminario Mayor de Almería a los 16 años en 1955. Cursó

los tres cursos de Filosofía hasta 1958. Y a finales de septiembre de ese

año marchó al Seminario Mayor de Guadix, en Granada, donde empezó

la Licenciatura en Teología, en la Facultad de Cartuja, dirigida por los Padres Jesuitas. Sólo

fueron tres meses, ya que en diciembre abandonó los estudios sacerdotales. En enero de 1959

empezó la carrera de Magisterio en la escuela Normal de Almería, donde la acabó en junio de ese

mismo año. Aprobó las Oposiciones a Maestro Nacional en febrero de 1961. En 1963, después de

ejercer la docencia dos años, comenzó en la Universidad de Murcia los estudios de Filosofía y

Letras, que continuó en la de Barcelona, donde se licenció en Pedagogía en 1968. Después de

cursar Filología Hispánica en la misma Universidad, en 1979 aprobó las oposiciones a Catedrático

de Instituto de Bachillerato en Lengua y Literatura, cargo que ejerció hasta el 2002, año en el que

se jubiló en el I.E.S, “Valle del Almanzora”, de Cantoria. Está casado, tiene cuatro hijos y vive en

Arboleas.

CAMINO HACIA EL SACERDOCIO

Yo ingresé en el Seminario Diocesano de Almería a primeros de octubre de 1955, pero

esta vocación hacia el sacerdocio se empezó a gestar un año antes, cuando don Agustín Martínez

Gilabert, joven sacerdote recién ordenado en junio de 1954, llegó a finales de septiembre para

hacerse cargo de la parroquia de san Miguel Arcángel de Los Pardos. Don Agustín venía de

Arboleas y llegó el mismo día 29 para celebrar las fiestas patronales del Santo. Se podría decir

que este recién consagrado presbítero sembró en mi espíritu la semilla del sacerdocio. Yo tenía tan

sólo quince años y hasta ese momento mis preocupaciones religiosas no iban más allá de asistir a

misa los domingos y días festivos, aunque, bien es verdad, que mi contacto con la iglesia era

bastante asiduo, ya que ayudaba de monaguillo al cura encargado de la parroquia (don Federico

Guerrero Alonso) en todos los oficios religiosos, ya fueran la misa, los bautismos, las bodas o los

funerales. Los días de sepelio acudía bastante gente a la iglesia parroquial y, cuando el finado

había sido algún poderoso terrateniente, la misa era cantada. Todavía recuerdo los “latinajos” del

sacristán (Lázaro Jiménez Pardo, una buena persona) cuando, sentado frente a su armonio, desde

el coro entonaba el “Dies Irae”. Como yo ya tenía algunos conocimientos de la lengua latina me

daba cuenta de las “prevaricaciones” lingüísticas cometidas por el rústico sacristán. Él no se

achicaba, desde luego, pero con sus variadas “perversiones” latinas se podría escribir una

antología.

Puedo añadir a todo esto que mi vida transcurría tranquila y plácida entre mi estancia en

Albox, donde me desplazaba durante el curso para estudiar el Bachillerato y mis vacaciones en

Los Pardos, del Arroyo Aceituno, en las que ayudaba a mi familia en las faenas del campo y el

pastoreo de cabras y ovejas o despachaba en la pequeña tienda (y taberna), con la que

intentábamos ayudarnos para escapar de la estrechez económica y salir adelante. Tengo que decir,

en honor a la verdad, que aún me quedaba tiempo para colocar los cepos para cazar pájaros,

enjaular colorines y jilgueros o esperarlos con las redes puestas a orillas de algún pequeño

remanso de agua de alguna cimbra, donde iban a beber. Y por las noches de luna llena todavía

podía llegarme con los amigos hasta los huertos cercanos con una linterna (o tal vez sería con

hachones de esparto viejo), provistos de buenas trancas, para “encandilar” a los pájaros (sobre

todo zorzales) que durmiendo plácidamente como estaban, recibían el trancazo y caían al suelo

muertos del golpetazo. ¡O sea, que como podéis ver estaba hecho un buen ecologista! Ahora que

vivo en una casa rodeada de pinos, en Arboleas, donde se refugian cantidad de aves (torcazas,

tórtolas, colorines, verderones, gorriones) me siento feliz de verlos refugiarse en sus ramas al

atardecer y les pongo comida y agua. ¡Y que alguien se atreva a tocarles!

En esas fechas citadas de septiembre de 1954, en las que apareció don Agustín, me

disponía a dar comienzo a los estudios de 5º curso de Bachillerato. En junio de ese mismo año

había aprobado la reválida de 4º y ya había optado por realizar el Bachillerato de Letras, que por

primera vez se ponía en marcha después de la reforma educativa implanta el año anterior por el

flamante Ministro de Educación don Joaquín Ruiz Jiménez. Había empezado mis estudios en

1950 en Albox en una academia de carácter privado que preparaba a los alumnos para presentarse

a los exámenes en el Instituto de Enseñanza Media “Ibáñez Martín” de Lorca, el único y más

cercano Centro Docente Estatal que impartía este tipo de enseñanza en nuestra comarca, aunque

podemos señalar que esta era bien grande y que abarcaba más de cien kilómetros a la redonda. En

la academia de Albox impartían las distintas materias tres maestros de escuela, a los que quiero

recordar, don Diego Fábregas, don Francisco Serrano, y don José Fernández, “El Telegrafista”.

Este impartía Matemáticas, Ciencias y Francés. Don Francisco Serrano nos enseñaba Lengua

Española, Latín y Religión y don Diego Fábregas, Geografía e Historia. Debo mencionar a este

propósito que Diego Alonso Berbel, de sobra conocido por todos nosotros, estudiaba un curso

superior al mío. Él entró en el Seminario un año antes que yo, pero ya éramos muy buenos amigos

en nuestra época albojense.

Yo me inclinaba más por las asignaturas de Letras, aunque al principio me costó dominar

los tiempos verbales de la conjugación española. El latín me encantaba (y es que don Francisco

Serrano también había sido seminarista allá por los primeros años del siglo pasado). La verdad es

que me gustaba mucho el estudio de las materias religiosas. Cada curso tenía contenidos distintos

y se nos preparaba en Doctrina Cristiana, la Vida de Jesús a través de los Evangelios, la Historia

de la Iglesia Católica y la defensa de la misma o Apologética. Por otra parte, lo insólito de

nuestra preparación académica en Albox, lo verdaderamente increíble, era que todos los

conocimientos adquiridos a lo largo de nueve meses teníamos que rendirlos en breves exámenes

orales a lo a largo de un día, en sesiones de mañana y tarde, plantados delante de un tribunal de

profesores, ante el que sólo disponíamos de un programa resumen de los temas de la materia en

cuestión, que portábamos en la mano. Y de este modo íbamos desgranando las preguntas sobre

los contenidos de cada asignatura. Como se suele decir, yo me solía defender como “gato panza

arriba” y nunca me suspendieron.

Puedo añadir que, por entonces, mi vida carecía de preocupaciones religiosas, aunque

algunas veces ya me empezaran a rondar las preguntas y los enigmas, que años más tarde se

convertirían en compañeros inseparables de viaje y que son inherentes a la condición humana y a

la mía en particular. Quizá, para entender el profundo cambio que surgió en mi pensamiento

religioso, tendría que hablar del sacerdote que regentó nuestra parroquia de Los Pardos antes de la

llegada de don Agustín. Don Federico Guerrero Alonso, natural de Albanchez, estuvo durante más

de trece años al frente de la misma y que, por lo tanto, coincidieron con el transcurrir de mi

infancia y parte de mi adolescencia. Yo fui uno de sus acólitos más perseverantes en los oficios

religiosos. Podría escribir un libro entero sobre la vida y los milagros que pudo realizar don

Federico en su larga estancia en nuestra vecindad. Lo primero que se me ocurre, y que constituye

la esencia de su largo estar entre nosotros, es que no andaba muy bien de la “azotea”, aunque sin

llegar a ser un desequilibrado mental. Dios lo tenga en su gloria, como se suele decir. Esta

chifladura la adquirió durante los años en los que fue capellán castrense en los tercios del

protectorado español del norte de África, donde según sus propias confidencias (yo pasaba

muchos ratos en su compañía en el espacioso salón que abría sus ventanales al huerto de la casa

curato, que le servía de despacho para los asuntos parroquiales) había sido amigo personal del

general Franco. Como testimonio de su pasado militar, siempre iba acompañado de una pistola

reluciente que ocultaba bajo la sotana, que dejaba en un cajón del armario de la sacristía al

revestirse con los hábitos litúrgicos a la hora de celebrar la santa misa.

Espiritualmente poco podía esperar de aquel sacerdote desnortado. De aquel duro e

inesperado contraste entre don Agustín, el joven sacerdote lleno de ilusiones evangelizadoras, que

se hizo cargo de nuestra parroquia y el extravagante don Federico, surgió el impacto que removió

mi dormida conciencia religiosa y que poco a poco fue formando en mi interior la idea de ser

sacerdote. Este pensamiento inicial sobre el sacerdocio fue desarrollándose a lo largo del año

1955, al tiempo que proseguía mis estudios de 5º curso de Bachillerato en Albox. En este pueblo

ejercía su labor pastoral don Andrés Segura Martínez, un sacerdote de mucho carácter, con el que

yo mantenía muy buena relación. Los domingos, en la misa mayor, nos adoctrinaba con sus

homilías apocalípticas sobre el pecado y el fuego eterno. Recuerdo muy bien que, cuando yo le

comentaba el asunto de mi vocación sacerdotal a mi amigo del alma y compañero de estudios,

Juan Miguel Sánchez Chacón, este me decía siempre que yo “no tenía madera de santo” y que iba

a cometer un gran disparate. Juan Miguel y yo éramos compañeros inseparables, más que

hermanos, él conocía mi forma de ser mejor que yo mismo, me decía: “tú eres un idealista

descabellado, pero de eso a ser sacerdote hay un abismo”. Su tío materno había sido sacerdote y

él me comentaba que la vida de un cura exigía muchos sacrificios. Rebatía sus argumentos y así

acabamos el curso. Cuando esto escribo ya hace dos o tres años que mi amigo falleció en Madrid,

donde vivía.

Durante ese verano de 1955 se fue estrechando mi relación espiritual con don Agustín. Él

era un sacerdote incansable en su labor de apostolado y decidió que teníamos que representar una

obrita de teatro escrita por un compañero suyo, ya ordenado sacerdote también y de gran talento,

don Justo Mullor. No puedo recordar con exactitud el título de aquella corta, pero intensa, obra

teatral. Era un texto mecanografiado cuyo argumento desarrollaba la vida de un joven que había

recibido la llamada de Dios y se disponía a consagrar su vida al sacerdocio. Yo tenía que ser el

protagonista. El elenco lo formábamos (los que puedo recordar) Ramón Sáez Ballesta, el hijo del

maestro, Emilio Serrano Martínez, el hijo menor del cartero, (que ya estaba cursando estudios en

el Seminario Diocesano de Almería) y Beatriz Gómez, una joven graciosa, pecosilla de cara y con

unas largas trenzas de cabellos castaños. Como la representación de la obrita duraba una escasa

media hora se tuvo que acompañar de otro repertorio de escenificaciones cortas (una de estas era

el conocido paso de Las aceitunas de Lope de Rueda). Las representaciones teatrales se llevaron a

cabo en Los Pardos y en La Cinta, una barriada de Arboleas.

El hecho de que asumiera los ideales del joven protagonista de la obrita de Justo Mullor

(que por cierto ha desarrollado una larga carrera al servicio de la Iglesia) no hizo sino acrecentar y

confirmar mi vocación sacerdotal. Así es que a finales de septiembre de 1955 (exactamente el día

de San Miguel, patrón de la parroquia de Los Pardos y de las fiestas que durante tres días seguidos

se celebraban y en las que, desde niño, tanto me divertía) me encontraba a las puertas del

Seminario Diocesano de Almería. El asunto primordial era si ingresaba en el Seminario Menor o

el Mayor. Mis estudios del Instituto de Lorca sólo acreditaban cinco cursos de Bachillerato. La

alternativa estaba supeditada a mis conocimientos de latín, por lo que tuve que pasar un examen

ante un tribunal compuesto por tres sacerdotes (de los que sólo recuerdo uno de muy escasa

estatura llamado don Francisco), para acreditar mi nivel de sabiduría sobre esa lengua.

Previamente, y para asegurar mi entrada al Seminario Mayor, previamente me había entrevistado

con don Antonio Molina Alonso, ilustre canónigo de la Iglesia Catedral, oriundo de Albanchez,

con el que mi familia mantenía una buena relación. Lo cierto es que superé el examen y me

convertí con dieciséis años en el alumno más joven del Seminario Mayor. Ahora, con la

perspectiva que el tiempo nos ofrece y que pone todas las cosas en su sitio, estoy seguro de que, si

el destino me hubiera deparado el ingreso en el Menor, donde el descanso nocturno tenía lugar en

las amplias y espaciosas salas llenas de largas hileras de camitas, no habría permanecido ni un

trimestre en el mismo.

Pero no fue así y me instalaron en una habitación individual de la primera planta (creo

recordar que era la penúltima de aquel largo pasillo inferior y se situaba entre las de mis dos

nuevos compañeros de curso, Miguel Reche Sánchez, a mi derecha, y José Visiedo Clemente, a

mi izquierda), cuya ventana abría hacia un patio interior largo y en forma de cuadrícula, uno de

cuyos lados conformaba buena parte de los muros de la Capilla del Seminario. La estancia era

más bien pequeña y poco acogedora. En ella podía disponer de una cama empotrada en armario

cuya parte superior servía de estantería para colocar los libros y una mesa de estudio con su silla.

En esta ala del edificio del Seminario nos ubicábamos los estudiantes de Filosofía y Teología y

con el tiempo descubrí el valor del rango de la graduación, ya que los alumnos de primero de

Filosofía teníamos como destino forzoso los habitáculos que daban al patio interior, en el que la

vista se estrellaba contra los muros de hormigón que configuraban el patio. Al curso siguiente ya

pude disponer de una habitación desde cuya ventana se podía divisar el mundo exterior, que por

entonces quedaba reducido a unos campos yermos y desolados o alguna que otra casa en ruinas.

Desde el principio lo más difícil para mí fue el régimen disciplinario, el reglamento que

regía todas las horas del día. Hasta ese momento yo había organizado mi vida de acuerdo con mi

propio tiempo. Yo decidía lo que tenía que hacer en cada momento. Con esto no quiero decir que

fuera un adolescente libertario e indisciplinado, sino que yo me regía por mi propia ordenación.

Era mi tiempo interior el que decidía mis obligaciones. Prueba de ello es que había cursado mis

estudios con bastante aplicación y sin suspensos hasta el momento. Por todo ello me costó mucho

engancharme al carro de la disciplina diaria. Lo más duro de la jornada era escuchar el toque de la

campana que a las seis de la mañana anunciaba la diana cada día y el abandono de las sábanas.

Tan sólo los domingos nos levantábamos a las seis y media. Disponíamos de media hora para

asearnos y colocarnos la sotana (aquel primer año, además, era de rigor tener que pasar por la

habitación de Miguel Reche para despertarlo, cosa que lograba tras zarandearlo varias veces o

tirarle de las orejas). A las seis y media debíamos estar en la Capilla para empezar a meditar,

reflexión que duraba tres cuartos de hora. Alternábamos el estar sentados o en posición de

genuflexión (parece un poco finolis utilizar esta expresión por no decir “de rodillas”).

Normalmente este camino interior de introversión lo hacíamos en solitario o guiados, algunas

veces, por las palabras del padre espiritual o de algún sacerdote invitado. A las siete y cuarto daba

comienzo la Santa Misa oficiada por alguno de los sacerdotes encargados del gobierno del centro,

a los que llamábamos “superiores”. Como la duración de esta celebración eucarística se podía

alargar más de media hora (dependía del oficiante) y a las ocho y media nos teníamos que tomar

el desayuno en el refectorio, en el escaso espacio de tiempo sobrante, más o menos flexible,

teníamos que subir de nuevo a la primera planta para realizar el aseo de nuestra habitación. Una

de las obligaciones ineludibles consistía en “hacer la cama”, alzarla y cerrar el armario. Pero la

mayor parte de los días (yo por lo menos) la subía y la encerraba en el armario sin tocar ni

siquiera las sábanas.

Las horas lectivas se distribuían entre la mañana y la tarde alternadas con tiempos de

esparcimiento. Durante las horas matutinas quiero recordar que se impartían tres lectivas y sus

correspondientes recreos (entre el tiempo de estos y el de las clases llegábamos hasta las trece

horas), tras ello nos trasladábamos de nuevo a la capilla para orar brevemente, ya que a las trece

treinta teníamos que estar en el comedor para dar cuenta del almuerzo. Sobre las catorce horas

tocaba descanso, la siesta, que nadie echaba, eran dos horas que cada cual aprovechaba a su modo.

Las clases empezaban de nuevo a las dieciséis y terminaban a las dieciocho. A esta hora daba

comienzo el tiempo dedicado al estudio individual que cada uno podía realizar en su propio cuarto

y que duraba dos horas. Digo esto porque tal vez alguno de nosotros este largo espacio de tiempo

no lo dedicara precisamente al estudio de las materias que componían el programa de cada curso

y, aunque la puerta estaba cerrada, al no disponer de cerradura alguna, en cualquier momento

podía entrar un superior y pillarte “in fraganti”, claro que también podía entrar en tu ausencia. A

este propósito tengo que traer aquí una pequeña anécdota: ya en tercero de Filosofía, una tarde

llegué a mi cuarto y encontré encima de la mesita de estudio una revista de La Codorniz. No podía

entender cómo se hallaba allí y además no había visto en la vida esta publicación. La curiosidad

me hizo empezar a ojearla, pero no llegué muy lejos porque se abrió la puerta y entró don Antonio

Mateo Villarreal. Podéis imaginaros la cara que puse. Me dijo que cómo estaba aquello allí. Y yo

le respondí que alguien la había dejado (a lo mejor intencionadamente). La cosa no fue a más.

El “corpus” básico de nuestro currículum escolar estaba formado por las asignaturas de

Filosofía e Historia de la misma. Creo poder recordar los diversos títulos que compendiaban el

complejo filosófico (escrito en latín, desde luego), y así podría mencionar el conjunto compuesto

por Lógica, Ontología y Teodicea, Psicología, Cosmología, Crítica y Ética. No quiero entrar en

detalles acerca de sus contenidos, ni sobre los complicados silogismos y los elevados conceptos

como “ens in se”, “ens per se” o “ens ab alio”, que manejábamos con relativa facilidad, sino

explicar tan sólo que en estos seis tomos se intentaba resumir toda la filosofía escolástica

medieval de Santo Tomás de Aquino. El autor (me puede fallar la memoria) era Donat, filósofo

alemán. ¡Es una lástima que no conserve ninguno de aquellos libros! A mí me gustaba más la

Historia de la Filosofía. Me sentía intrigado por el hecho de que los filósofos (si la cabeza

pensante era la misma) a lo largo de los siglos hubieran concebido teorías tan dispares y, a veces,

tan opuestas a la hora de explicar la realidad de este mundo y, sobre todo, de la existencia

humana.

Las cinco horas lectivas diarias se completaban con otras materias como Lengua y

Literatura española, Inglés, Francés, Historia y Geografía, Historia del Arte, Lengua Hebrea y

Música. Tal vez olvido alguna, pero lo que ahora, con la perspectiva del tiempo, echo en falta,

como parte muy importante para completar los contenidos que se impartían, podría haber sido el

estudio y comentario de los textos bíblicos. El tedio o el cansancio que los seminaristas

soportábamos en las aulas, situadas en la planta baja, lo compensábamos con el tiempo dedicado

al ocio. Para ello, entre clase y clase, salíamos a un amplio campo exterior al edificio, de alto

vallado y suelo de tierra, donde algunos jugaban al fútbol y otros paseábamos, en dos filas, cara a

cara, caminando hacia adelante y hacia atrás. Como alternativa, y ante la muy escasa posibilidad

de algún día lluvioso o de frío intenso, podíamos disponer de una espaciosa sala, situada también

en la planta baja, en cuyas paredes se adosaban los armarios que almacenaban los libros de una

bien abastecida biblioteca. Al mismo tiempo, y ocupando el espacio libre del centro de la estancia,

se situaban algunos juegos de salón, de los que recuerdo una gran mesa de billar y otra de

pimpón. Mi afición a los juegos era escasa, por no decir nula. Me entretenía más la lectura de los

libros por lo que empecé a comprobar algunos de los títulos que estaban a mi alcance en las

estanterías. Y en seguida encontré el filón de las obras literarias de nuestro Siglo de Oro, sobre

todo las de teatro y novela picaresca. Así es que por mis manos desfilaron autores como Tirso de

Molina, Mira de Amezcua, Agustín Moreto, Rojas Zorrilla, Mateo Alemán y Gómez de Guevara.

Cito sólo estos, aunque me dejo alguno, pero lo que si debo anotar era la ausencia de algunas

obras notables como La Celestina o el anónimo Lazarillo de Tormes.

A las veinte horas de nuevo teníamos cita en la capilla para rezar el rosario, actividad que

se podía completar (dependiendo de los ciclos litúrgicos) con novenas o triduos, en los que se

exponía el Santísimo para su adoración. Estos rezos vespertinos solían durar media hora y

seguidamente nos desplazábamos al refectorio para dar cuenta de la última comida del día.

Después de la cena, nos demorábamos platicando o paseando, bien en los pasillos inferiores,

“post cenare mille passos dare”, o en la sala de la biblioteca, con los juegos de salón o la lectura;

hacia las veintidós horas subíamos a nuestras dulces moradas para ser premiados con el bien

merecido descanso. Para mí, en particular, este lugar de descanso no fue tan dulce ya que, desde el

principio de mi entrada en la Casa, empecé a padecer un insomnio que se hizo crónico durante los

tres cursos que estuve en ella. Nunca antes me había sucedido y esto me tenía bastante

preocupado. No sabía a qué achacarlo y empecé a pensar que, con sólo mis dieciséis años, mi

ingreso en el Seminario me había supuesto la triste salida de mi inocencia (mi paraíso interior).

Fue como un despertar hacia el dolor moral, hacia los problemas del espíritu, como la expulsión

del espacio edénico de mi infancia, ese mundo entrañable todavía intacto y virginal. Había sido

arrojado del aquel letargo infantil por aquella insistente campanita que empezaba a sonar a las seis

de cada una de las mañanas. Se me podían hacer las dos o más de la madrugada sin conciliar el

sueño reparador. Y para mayor agravante de mis largas horas de desvelos, oía, cada cuarto de

hora, los persistentes sonsonetes de avisos que emitían los guardianes de la cárcel situada justo

enfrente del Seminario: “alerta el uno”, y la confirmación, “alerta está”, “alerta el dos”, “alerta

está”… Y así, sin descanso, noche tras noche, durante mis largos insomnios. Esta situación

provocaba que en las clases matutinas, muchas veces, me quedara durmiendo con la barbilla

acomodada y reposada en la mano derecha que se apoyaba en el brazo del asiento escolar.

Esta experiencia fue tan negativa que hacia finales de aquel primer trimestre empezó a

rondarme la idea de que me había equivocado, algo así como si aquello que estaba viviendo no

tuviera que ver con la ilusión que yo me había forjado sobre el sacerdocio, el año anterior, bajo el

aura ascendente de don Agustín. Pero a pesar de esta paradójica situación, poco a poco me fui

aclimatando a la rutina diaria, al paso del tiempo, al estudio y a ir aprobando las materias de los

cursos de filosofía, y acabar los tres años del ciclo, incluso, con buenas notas. De tal modo que al

finalizar los mismos, por disposición del señor obispo de la diócesis, don Alfonso Ródenas

García, fui enviado a Granada para iniciar los estudios de la licenciatura en Teología. Esto ocurría

a finales de septiembre de 1958, cuando un día tomé en Almanzora el tren que me llevaría hasta la

capital de la Alhambra, que tantas veces visité. Los alumnos del Obispado de Almería nos

alojábamos en el Seminario Mayor de la diócesis de Guadix, situado en el barrio de Haza Grande,

en una curva de la carretera del Fargue, y desde allí nos desplazábamos, andando por unos bellos

senderos rodeados de vegetación (recuerdo los olivos), hasta la facultad de Teología, dirigida por

los padres Jesuitas. Cuando regresé a mi casa en las vacaciones de navidad, lo hice sin intenciones

de volver. Durante esos tres meses de mi estancia en Granada me sentía embargado por una serie

de vicisitudes angustiosas, de inquietantes preguntas y temores, y tomé la decisión, nada fácil, de

abandonar el sacerdocio. Tengo que citar aquí la beneficiosa figura del jesuita padre Collantes,

que tanto me ayudó a tomar la decisión. Pero esa ya es otra historia que dejo para el final. Ahora

debo seguir con mis pasos a lo largo de esos tres años que me mantuve en el Seminario Mayor de

Almería.

El inicio de aquel curso de 1955-56, el alumnado de primero de Filosofía se vio

incrementado por dos de las que llamábamos “vocaciones tardías”. Una de ellas fue la mía propia,

que utilizo para presentarme como Cristóbal Berbel Martínez, y la otra vino de la mano de

Antonio Ayala Güil. Antonio era natural de Alboloduy y se había criado en Ceuta al amparo de un

tío suyo y en donde había cursado el Bachiller. El resto del grupo lo formaban los alumnos que

habían pasado del Seminario Menor: Miguel Reche Sánchez, de la Menas de Serón (y a quien, a

las seis de cada mañana tenía que sacar de los brazos de Morfeo), José Visiedo Clemente, de

Vera, Ángel Pérez Teruel y Arturo Gallego Fábregas, de Albox, Alfonso Viudez Camacho, de

Úrcal (Huércal-Overa). Alfonso era el mayor de todos y le gastábamos bromas frecuentes a

propósito de una tal Virtudes (sobre todo Arturo, que era muy guasón, le gritaba en el silencio del

pasillo de los dormitorios “Alfonso, ¿y la Virtudes”?) Todos los del grupo recibieron el

sacerdocio y han vivido esta sagrada labor hasta el día, hecha la excepción de Ángel Pérez Teruel

y yo. Al inicio del curso, a finales de septiembre de 1958 (cuando ya me encontraba en Granada),

nuestro grupo se vio incrementado por otros seminaristas, debido a la reorganización territorial de

la diócesis de Almería que incorporó algunos pueblos almerienses, antes incluidos en las diócesis

de Guadix y de Murcia. De este modo se unieron al curso, algunos miembros nuevos como

Antonio Puertas, Montero y Gutiérrez Villegas, que procedían de las Alpujarras almerienses; José

Antonio García Vilar, de Úrcal, que se venía del Seminario de Murcia, y Emilio Pozo que llegaba

de los padres Franciscanos de Cehegín, Murcia. A todos ellos los conocí en el verano de ese

mismo año en Jérez del Marquesado, donde la diócesis de Guadix tenía una residencia veraniega y

en la que tuve que realizar la práctica de los ejercicios espirituales de san Ignacio. Pero a esto me

voy a referir más tarde.

A Miguel Reche Sánchez me debo referir de modo particular porque hay un hecho que lo

singulariza de alguna manera: se ordenó y desarrolló su labor sacerdotal a lo largo de once años,

pero, cuando ejercía de párroco en Macael, se secularizó. Todo esto me lo contó él mismo durante

el curso 1982-1983 cuando yo abandoné mi destierro catalán y me vine destinado en comisión de

servicio a la Sección Delegada de Tíjola del Instituto de Enseñanza Media de Olula del Río,

como profesor de Lengua y Literatura española, y él vivía en su muy cercano pueblo natal de

Serón, ya casado y creo recordar que con cuatro hijos. Cada mañana se desplazaba a Baza, en

cuyo Instituto de Enseñanza Media era profesor de Filosofía. Su mujer se llama María y se

conocieron en Macael. Miguel era el párroco del pueblo y María ejercía de sanitaria. Se

trasladaron a Serón y Miguel obtuvo plaza como docente en Baza. De su manera de ser y de sus

cachazas (aunque yo ya bien me las conocía), me ha referido cantidad de anécdotas Ángel García

Ramos (se visitaban con mucha frecuencia) y un primo hermano de mi mujer, también de

Arboleas, profesor y compañero de Miguel en el Instituto bastetano. Durante el año de mi

estancia en Tíjola nos vimos varias veces y en la primavera de 1983, gracias a los contactos que él

tenía con los antiguos compañeros, tuve la suerte de reunirme con varios de ellos (entre ellos

Arturo y Pepe Visiedo) en Huércal-Overa. Actuó de anfitrión y propició el encuentro Gregorio

Gea, que estaba de párroco en el pueblo y tenía como coadjutor a Diego Alonso Caparrós, otro

veratense, como mí amigo Visiedo.

Lo de mi presencia en Tíjola como profesor en el curso mencionado fue un regalo del cielo

y a ello me tengo que referir. En octubre de 1965 había empezado mis estudios de Pedagogía en la

Universidad de Barcelona. Los acabé en junio de 1968 y me quedé en la ciudad condal para poder

seguir estudiando. Pero a principios de 1982, después de los casi diecisiete años barceloneses, me

encontraba ya cansado y harto del catalanismo ambiental e imperante, de modo que hacia marzo

me desplacé hasta Almería a ver si podía conseguir una plaza en comisión de servicios. Con la

ayuda de algunos antiguos compañeros del mundo de la enseñanza de mi época de maestro en

Almería conseguí una vacante como secretario en la Sección Delegada ya mencionada. Creo que

mi estancia como docente en Tíjola a lo largo de esos nueve meses del curso los puedo considerar,

sin lugar a dudas, como los mejores de mi vida.

El claustro lo componíamos una veintena de profesores. Antonio Poza Herrera, también

profesor de Lengua y Literatura, tenía el mando como delegado del jefe de estudios del

mencionado centro de Olula. La mayoría tenían destino como interinos. Fue un año maravilloso

porque para colmo de dichas llovió copiosamente durante el otoño y la primavera. Y además para

embellecer el paisaje cayó una gran nevada hacia mediados de febrero. Nevó hasta en Arboleas,

donde me pilló la nevada porque yo me desplazaba a mi pueblo todos los fines de semana para

comprobar el estado de las obras de la casa que me estaba construyendo. Ocurrió durante la noche

del once al doce del mes, la del viernes al sábado (hecho curioso porque era la fecha de mi

cumpleaños). Volvió a nevar por segunda vez, aunque no recuerdo muy bien la fecha. Es posible

que fuera finales de ese mismo mes. Desde mi despacho de secretaría del centro se veían muy

bien los picachos del Layón, otra buena cima cercana a la Tetica de Bacares, la más alta de Los

Filabres. A mi llegada al pueblo de Tíjola yo siempre pensaba: “Heme aquí en este pueblo tan

acogedor y tan lejos de los agobios de Barcelona.” ¡Vaya cambio! Habían desaparecido mis

permanentes estados depresivos como por ensalmo y a la vez disfrutaba de una catarsis curativa y

liberalizadora. Todo se reducía a que me había encontrado con mis raíces, con unos buenos

compañeros y con algunos vasitos de vino del país que tomábamos en el cercano pueblo de

Armuña, en casa de Marcelo, algunas tardes de la semana.

Del resto de los que recibieron el sacerdocio y fueron fieles a su vocación, he tenido pocas

noticias, aunque algunas veces nos hayamos encontrado. José Visiedo se fue de misionero a

África con los padres Blancos y a mi regreso de Barcelona al principio de la década de los

ochenta, durante una de esas escasa ocasiones en las que volvía de África, nos pudimos ver alguna

vez (como ya he dicho) en compañía de otros componentes del grupo. Según me ha comentado

Juan Manuel Díaz (al que veo más a menudo y al que solicito información sobre mis antiguos

compañeros), Visiedo vive en Sevilla y no anda muy bien de salud. De Arturo Gallego, sé que

marchó a Roma para estudiar Historia Eclesiástica y un día lo visité en su parroquia de La

Santísima Trinidad, en esa iglesia de configuración tan especial que se sitúa al principio de la

Avda. Padre Méndez. También estoy bien informado de su delicado estado de salud. A Antonio

Ayala lo visité un día en Vélez Rubio cuando estaba al frente de la parroquia de Nuestra Señora

de la Asunción, pero de esto también han pasado algunos años. Según otra fuente informativa,

ahora está retirado en su pueblo, Alboloduy, y tampoco anda muy fino de salud. En cuanto a

Alfonso Viudez, hace muy pocos años me llevé una grata sorpresa. Durante los oficios de Semana

Santa en mi pueblo de Arboleas (donde he decidido vivir el resto de mis días), al inicio de la

liturgia de los mismos, el jueves, veo salir un sacerdote de la sacristía que, de pronto me recordó a

Alfonso Viudez. Más de cincuenta años habían transcurrido, pero tenía pocas dudas. De espaldas

lo parecía y sólo faltaba que se diera la vuelta para ver su rostro ¡Mi Alfonso! Cuando acabaron

los oficios nos dimos un fuerte abrazo en la sacristía. Me lo llevé a casa a comer. También me

contó que no estaba muy firme de salud y que vivía con una sobrina en Puerto Lumbreras.

Aquellos tres años de Filosofía transcurrieron, insisto, bajo el ritual de la monotonía, ya

habituado a mi insomnio, a la rutina de las clases y al estudio, a los ratos de ocio, a las oraciones

en la capilla y al yantar en el refectorio. De tarde en tarde la uniformidad de este lento devenir se

veía alterado por algunas actividades educativas de carácter secundario que se celebraban en el

salón de actos. Algunas veces nos visitaban profesores famosos del mundo universitario, como

aquella en la que nos deleitó con su charla sobre el habla dialectal de la Andalucía Oriental, don

Manuel Alvar, entonces catedrático de Gramática Histórica de la Universidad de Granada. Y

quiero citar aquí, por el honor que tuve al distinguirme con su amistad (aunque yo sólo era su

alumno en la Facultad de Filología de Barcelona), a su hijo Carlos Alvar Ezquerra, que fue mi

profesor de Filología Románica durante el curso 1978-79 y a quien debo mi afición por los

legendarios temas de la literatura artúrica. Otras visitas a nuestro Seminario quedaban reducidas a

personalidades del mundo cultural o científico almeriense y en este sentido tengo el honor de

transcribir algunas que se quedaron grabadas para siempre. Me refiero a la sesión de hipnosis que

nos ofreció don Trino Gómez Campana, que ejercía de médico en la capital.

Esta escena se la he contado a su hijo Trino muchas veces. Sobre la hipnosis y su

naturaleza se ha escrito mucho e, incluso, algunos científicos han dudado sobre la posibilidad real

del fenómeno. Yo sólo me limito a describir lo que recuerdo de aquel acto en el que don Trino

sometió a este proceso psicológico a los seminaristas que voluntariamente quisieron aceptarlo.

Pero de estas sesiones de voluntarios conejillos de indias, la única que tengo presente en mi mente

fue la que tuvo como protagonista a Juan Cañabate. Parece como si estuviera viendo al inductor

hipnótico, don Trino, mirándole fijamente. Le ordenaba con suaves palabras que sintiera calor y

frío, y Juan sudaba y tiritaba alternativamente de un modo físico bien manifiesto con todos los

síntomas corporales que lo acompañan. De nuevo en mi breve estancia en Granada fui testigo de

procesos similares, esta vez aplicados a gallinas y conejos. Me encontraba en aquella ocasión en

el Seminario de Guadix en Granada y el hipnotizador fue un sacerdote jesuita que nos visitó unos

días antes de navidad. Tengo muy presente como el conejo había sido demasiado dócil a la hora

de quedarse dormido, pero la gallina redoblaba sus movimientos negativos en el momento en que

el reverendo padre la miraba con sus ojos seductores. Al final la gallina sucumbió a sus vanos

intentos de rebelión.

Tampoco faltaban las representaciones teatrales como actividades lúdicas que nos evadían

de la tediosa regularidad académica. A raíz de estas actividades, recuerdo la ocasión que

aprovecharon mis compañeros para hacerme pasar por la novatada que siempre se ha aplicado a

todos los iniciados. Esta tuvo lugar el primer trimestre de mi llegada, a principios del otoño de

1955 que aprovechando mi disposición para la interpretación escénica me la “colaron” de aquel

modo tan cándido. El recuerdo de mi intervención como actor es más bien agridulce, debido a mi

escaso sentido del humor. Mi papel consistía en recitar el poema de Espronceda La canción del

Pirata, que me la sabía de memoria. Yo, que me lo había tomado muy en serio, estaba ya en la

mitad de la recitación: “Y si caigo, / ¿qué es la vida¿ /Si por perdida/ ya la di.../”, cuando

inesperadamente me vi sorprendido y todo empapado por el agua de un cubo, disimulado en el

improvisado escenario, que fue vertida enteramente sobre mi cabeza. Siempre he creído que

detrás de la tramoya estaban mis compañeros Pepe Visiedo y Arturo Gallego.

Los días de asueto, domingos y festivos, nos acercábamos andando a la Catedral,

rigurosamente uniformados de sotana y bonete para asistir a los oficios religiosos que

concelebraba el señor obispo, don Alfonso Ródenas, con los canónigos. El magistral Domínguez

nos deleitaba con sus sabias homilías. Atravesábamos las calles formando aquellas largas filas de

color negro teniendo que oír las chanzas de los transeúntes. Algunas tardes de estos días feriados

subíamos hasta el Cerro de San Cristóbal y la Alcazaba. Pero la excursión que recuerdo con

nitidez (y de la que conservo algunas fotos) fue la que efectuamos a la ermita de Torregarcía hacia

mediados de febrero. La corta expedición fue organizada por don Luís González, el superior más

inmediato encargado de mantener nuestra disciplina. Él nos proporcionó un montón de bicicletas

con las que nos desplazamos hasta el pequeño santuario. Recuerdo la época del año porque

paseamos por la playa y yo me bañé en las frías aguas del mar que rodea la bahía.

Otras veces realizábamos giras de más largo alcance, en mi memoria están las que nos

llevaron hasta Níjar y Tíjola. La aventura de Níjar pudo ocurrir durante el otoño (no recuerdo

exactamente el año, aunque pudo ser el primero de mi estancia en el Seminario), ya que en mi

mente se suceden las imágenes de un día de lluvia fina intermitente. Allí nos acompañó a lo largo

de la jornada el sacerdote encargado de la parroquia, solo recuerdo que se apellidaba Lupiañez.

Algunos atrevidos intentamos la aventura de llegar hasta la diminuta aldea de Huebro, el primer

asentamiento nijareño. Parecía que estaba cerca, casi al alcance de la mano, pero como todo el

tramo era de subida a través de curvas, que se adaptaban sinuosamente al perfil del relieve de

barrancos continuados, cada vez se hacía más pesado. Si nos cruzábamos con algún lugareño, ante

la pregunta de si estaba aún lejos o quedaba poco trecho, este siempre respondía: “no, qué va, si

está ahí a la volcailla”. De volcailla en volcailla por fin llegamos hasta nuestra meta. Habíamos

recorrido unos cinco kilómetros, pero la caminata había merecido la pena. El lugar me pareció un

sitio precioso y la visión de los campos de Níjar en aquel día de lluvia desigual se me ofreció

como algo sublime, inefable.

De Níjar tengo que seguir hablando porque unos doce años más tarde, durante agosto de

1967 me trasladé al pueblo para realizar un trabajo de investigación. Me instalé en la pequeña

pensión de la plaza del pueblo con el objetivo de realizar un estudio de carácter social y

económico, motivo de mi presencia en el pueblo. Por esos años estudiaba en la Universidad de

Barcelona y la labor de recopilación de datos se me había encargado por parte del profesor de

Psicología, don Miguel Siguán Soler, que por aquel entonces trabajaba para el Instituto de

Colonización Agraria. Me llevaba bien con él y la tarea estuvo bien pagada. Había viajado hasta el

pueblo en mi moto Vespa y, provisto de mi carta oficial de representación, me presenté aquella

mañana ante el alcalde, un tal don José. Lo primero que me dijo fue si yo venía para hacer lo

mismo que “aquel desgraciado muerto de hambre” que se hizo pasar por listillo y luego escribió

un libro muy difamante para el pueblo.

Indudablemente no sabía de qué se trataba, ni quién era “aquel desgraciado”. En aquella

época yo andaba muy liado con los estudios de pedagogía y le expliqué que sólo quería tomar

algunas notas sobre los movimientos y las características de la población en los archivos del

Ayuntamiento, visitar los alfares y los telares que habían dado fama al pueblo, desplazarme por

las aldeas y entrevistar a algunas personas. El asunto quedó ahí y le pregunté por el libro en

cuestión y si podía leerlo. Aquella tarde supe que un tal Juan Goytisolo, al principio de la década

de los cincuenta, había escrito un libro sobre la vida miserable que soportaban las gentes de

aquellos parajes semidesérticos. Lo leí de un tirón y se lo devolví. Se titulaba Campos de Níjar y

con el tiempo, ya a finales de los años setenta, cuando realizaba la Licenciatura en Lengua y

Literatura, tuve ocasión de conocer más detenidamente la obra del escritor barcelonés. Es más, le

tomé afición y me la leí casi toda. Me impresionó, sobre todo, Señas de identidad y

Reivindicación del conde don Julián. Ya de vuelta a mis raíces arboleanas, cayó en mis manos su

libro de memorias, Coto vedado, cuya lectura me descubrió una faceta insospechada del autor.

El segundo desplazamiento excursionista, que nos llevó hasta los pueblos de Tíjola y

Serón, tuvo que suceder en la primavera de 1958, el último año de mi estancia en Almería. Tíjola

constituía una meta importante de este recorrido, ya que era el pueblo natal de don Miguel

Sánchez Martínez, don Antonio Mateo Villarreal (que ocupaban cargos rectores en el Seminario)

y de Pedro Antonio Rodríguez Villarreal, que se ordenó de sacerdote por aquella época. También

era la patria chica de Emilio Muñoz Pozo, que ya he citado. ¡Tíjola, el pueblo de vocaciones

sacerdotales y el lugar acogedor, tan lleno de encanto, de mi regreso de Barcelona! De este viaje

conservo varias fotos que nos recrean en varios lugares de ambos pueblos. En el primero se nos ve

en la terraza del colegio público del Sagrado Corazón y tomando unos bocadillos en la escalinata

de la ermita de la Virgen del Socorro. De nuestra estancia en Serón también guardo dos reliquias

fotográficas: una, nos contemplan subidos en lo alto del castillo, con la iglesia de Serón al fondo,

y la segunda (verdadera joya para el recuerdo) nos sitúa bebiendo agua en la mítica fuente Elías.

El agua del manantial iba entonces encauzada por un canalillo que conducía hasta un molino

cercano y según he podido constatar en visitas posteriores a este prodigioso nacimiento, su caudal

permanece invariable (unos cien litros por segundo) y no depende de las lluvias estacionales. La

segunda vez que pude comprobar esta maravilla de la naturaleza fue durante la primavera de

1983, aquel año de mi docencia como profesor de Lengua y Literatura. No me fue difícil

encontrarla después de tantos años. Tomé el camino de Las Menas y a poca distancia de las

últimas casas del pueblo de Serón me topé con el molino a donde iban a parar las aguas que

surgían de las entrañas de la tierra.

Quiero traer a colación una anécdota que, si no me falla la memoria, debo situarla en el

otoño de 1957 y creo que cursaba tercero de Filosofía. No recuerdo el mes (pudo ser a primeros

de noviembre), pero sí que la actividad académica se vio truncada por una persistente epidemia de

gripe. La enfermedad se había generalizado y hubo que suspender las clases. Muchos alumnos ya

habían sido enviados a sus casas y sólo quedábamos incólumes en torno a una veintena. Entonces

se decidió cerrar el Seminario y mandar a casa a los que todavía quedábamos imbatibles. Para los

pueblos de la comarca del río Almanzora se fletó un autobús que iba dejando los pocos

seminaristas a su paso por los mismos. ¿Pero cómo me iba a dejar a mí en Los Pardos, si no

existía ni carretera? Así es que me bajé en Arboleas, en el cruce que hay frente al pueblo, al otro

lado del cauce. Este punto era el más cercano, desde donde, tras una larga caminata, podía llegar

hasta mi domicilio, hasta Los Pardos del Arroyo Aceituno, el lugar de mi bendita aldea.

Cuento todo esto porque, aún hoy, me parece increíble el tiempo que tardé en llegar a mi

casa. Cuando abandoné el autocar declinaba el tibio sol otoñal. Quedaría como poco más de una

hora de luz. No recuerdo si llevaba algo de peso en las manos. Bajé raudo hasta el río Almanzora

y atravesé rápido los escasos centenares de metros del mismo hasta embocar la boca del arroyo

Aceituno. A veces trotaba, otras corría. Frente a Los Carrascos enfilé la cuesta de Los Pinos, que,

aunque ofrecía tramos muy empinados, pronto alcancé la cima de su collado y la dejé atrás para

llanear hasta la pequeña ermita dedicada a san José en Los Gilabertes. Bajé la cuesta y de nuevo

crucé el frente a Los Torres y tomé el Camino Real que se deslizaba al lado de la boquera debajo

del cortijo del Olivico donde vivían mis abuelos y lugar donde vine a la vida. Miraba el horizonte

hacia poniente y veía como se iban extinguiendo los últimos rayos del sol. Aceleré el trote a la

altura de Los Huevanillas y por los Antones de nuevo cogí la senda del frente a Los Blesas hasta

el atajo de Los Garranchos. Este rodeo suponía un ascenso rápido por un sendero muy empinado.

Allí, a la izquierda de la subida estaba la legendaria cueva de la “Tía Mascareta” que, desde niño

y siempre que pasaba por el lugar, me producía un terrorífico pavor. Al sobrepasar los cortijos,

aceleré de nuevo la marcha y descendí hasta la huerta de Los Bancalicos. Crucé de nuevo el lecho

del y, atravesadas las estrechas veredas del pago de Los Cerrillos, desemboqué otra vez en las

arenas de su rambla, donde ya me disparé en auténtica carrera, que me puso en los aledaños de La

Hoya del tío Morcillo, donde acababa el término municipal de Arboleas y comenzaba el Camino

Real del que sólo me separaban unos quinientos metros para ver mi casa. En lo alto del cielo

empezaban a brillar las primeras estrellas.

Al día siguiente ya me levanté con los síntomas de la gripe, que al parecer se estaba

incubando. Había una cama disponible en la parte baja del cortijo nuevo, en un pequeño cuartucho

situado a la derecha de las primeras escaleras que daban acceso a las cámaras. Un tabique me

separaba de una de las habitaciones del cortijo viejo. En ella estaba postrada también a causa de la

gripe una joven maestra de escuela, que se había hospedado en mi casa. Se llamaba Carmen

Fernández y era de Albox (su hermano menor, Andrés, también fue seminarista). Entablamos

conversación a través de la delgada pared que nos separaba. Por la noche me subía la fiebre y es

posible que tuviera delirios. Pero, sin embargo, al tercer día de reclusión en la cama, yo entendí

que ya había superado mi proceso gripal. Así es que, ni corto ni perezoso, me levanté y me fui a

visitar a mi amigo y compañero seminarista, Emilio Serrano Martínez, que se había venido unos

días antes. Era media mañana y empecé a sentirme muy mareado y con una fuerte subida de

temperatura. Volví a mi casa como pude y de nuevo me zambullí en la cama. Ahora la cosa iba en

serio. La recaída me tuvo postrado algunos días más de los esperados, pero hay que tener en

cuenta que de este tipo de enfermedad sólo se salía con reposo y buena alimentación.

Ya de nuevo en mi hogar habitual, tengo que dar cuenta de un aspecto que sin duda era el

pilar fundamental de nuestro camino hacia el sacerdocio: nuestra formación religiosa. A ello me

tengo que referir. Para conducirnos por el camino ascético y de la formación de nuestra conciencia

religiosa disponíamos de un superior especial, el padre espiritual, que procuraba el sustento de

nuestras almas. Este sacerdote encargado de robustecer nuestro espíritu creo que fue, como ya he

dicho, el año de mi ingreso, don Antonio Mateo Villarreal. Al siguiente se encargó de esta

delicada misión don Miguel Sánchez Martínez. Con el nuevo director espiritual pasábamos

buenos ratos a lo largo de la semana. Había que desnudar nuestra intimidad y contar los más

mínimos detalles de nuestra vida cotidiana, aquellos pecadillos que implicaban el incumplimiento

del reglamento. Y por qué no decirlo: los que afectaban a nuestras tendencias naturales

libidinosas. La lujuria nos acechaba por doquier, aunque a mí personalmente durante aquellos tres

años no me tuvo entre sus garras. Quiero decir con todo esto que aunque se ha escrito mucho

sobre ciertas prácticas extrañas en los internados religiosos, yo puedo asegurar que no observé

nada en tal sentido.

Tengo que explicar también que buena parte de nuestra formación espiritual se fraguaba en

los servicios religiosos de la capilla, en los que los alumnos participábamos diariamente, aunque

se hacía una distribución semanal a través de cambios de turno en los que, como monaguillos,

teníamos que ayudar al sacerdote en los actos litúrgicos. Algunas veces estas celebraciones

religiosas se salían de lo habitual acostumbrado y nos veíamos sorprendidos por la presencia del

señor obispo o de algunos sacerdotes que nos visitaban, lo que realzaba en cierto modo las

ceremonias. Esto ocurría con frecuencia, pero sobre todo durante la semana anual que

dedicábamos a la práctica de los llamados ejercicios espirituales.

En tal sentido quiero traer a esta breve semblanza la figura de un sacerdote catalán del

Opus Dei, don Ramón Muntalat, que nos dirigió una de aquellas semanas de intensa

espiritualidad. Don Ramón en su etapa de numerario, como seglar había sido abogado y había

guardado la observancia de los tres votos monásticos: obediencia, pobreza y castidad. A mí

aquella situación de seglar religioso me fascinaba. Era un buen comunicador y todavía recuerdo la

buena impresión que me produjo. Siendo estudiante de Pedagogía en la Universidad de Barcelona,

a finales de los años sesenta, de nuevo tuve contacto con amigos y profesores integrados en el

Opus, y poco faltó para que me convirtiera en uno más de ellos. Durante los ejercicios

espirituales, que tenían lugar durante el tiempo litúrgico de cuaresma, nos teníamos que enfrentar

a profundas reflexiones sobre los misterios divinos. Recuerdo que siempre se nos ofrecían como

paradigmas a aquellas almas que habían recibido de un modo singular la llamada de Dios: el beato

Juan de Ávila, santa Teresa de Jesús, Fray Luis de Granada… Estas jornadas de profunda

meditación suponían una ruptura de las clases y más horas de rezos y meditación en la capilla. Era

una semana de silencio y austeridad en la que debíamos considerar la hondura de nuestro

compromiso con Dios. Después tendré que aludir a los auténticos ejercicios de san Ignacio que,

como ya he explicado, realicé aquel verano de 1958 en Jérez del Marquesado, antes de iniciar los

estudios de teología en Granada.

Don Miguel Sánchez Martínez era un sacerdote con una recia personalidad y, durante

aquellos días de retiro, siempre se hacía cargo de guiarnos espiritualmente. De sus palabras

recuerdo la insistencia en sus comentarios a las cartas de san Pablo. El apóstol de los gentiles era

nuestro gran modelo a seguir: un predicador incansable, abrasado por el amor divino, dedicado en

cuerpo y alma a difundir la Buena Nueva del mensaje evangélico. Saulo de Tarso era el mejor,

aunque no el único, camino para llegar y comprender a Jesús. Creo que fue entonces cuando

surgió mi admiración por esta gigantesca figura apostólica, que aunque no conoció personalmente

la figura del Cristo histórico, fue, por su completa elaboración doctrinal, la teología más explícita

y elaborada sobre el misterio de la redención. Él llevó la nueva fe evangélica a los gentiles y creó,

en base a su ingente labor evangelizadora, las numerosas comunidades cristianas que fueron la

semilla y los cimientos de la naciente Iglesia primitiva.

Y en este contexto religiosos no puedo dejar de mencionar la novedosa visita a nuestro

Seminario de aquel sacerdote de la Iglesia Ortodoxa griega (debió de suceder ya al final de mi

estancia en Almería) porque este hecho me ofreció nuevos horizontes hacia otras formas de

creencias del legado religioso de Cristo, otros modos de vivir la fe como discípulos y seguidores

de Jesús. Como punto final de aquel ceremonial del credo ortodoxo se nos ofreció una

concelebración eucarística con la participación del sacerdote griego y en la que comulgamos con

trocitos de pan mojados en vino. Pero para poder formarse una idea de la diversidad de creencias,

herederas todas del mensaje de Jesús de Nazaret, lo mejor es visitar los escenarios históricos que

fueron y son testimonios vivos de su presencia entre nosotros, los llamados Santos Lugares o

Tierra Santa.

He viajado hasta Israel para seguir las huellas de Jesús dos veces en los últimos diez años.

La primera la iniciamos en Nazaret, donde, según la tradición, se halla la fuente donde se

encontraba la joven María cuando recibe la visita del arcángel Gabriel y la basílica de La

Anunciación. Nos llegamos por la pequeña aldea de Caná y subimos hasta el cercano monte

Tabor, nos hospedamos en un hotelito a orillas del mar de Genesaret, ascendimos hasta las laderas

de los cerros de Las Bienaventuranzas, pasamos por Cafarnaúm y atravesamos el lago de

Tiberiades. Después seguimos el curso del Jordán hasta Jericó y el mar Muerto, en cuyos aledaños

pudimos visitar el sitio de Qumrram y tratar de comprender la formas de vida de la secta de los

esenios, que se han convertido en un importante punto de referencia de la historia bíblica tras los

descubrimientos de los escritos en los rollos de pergamino hallados en las cuevas próximas al

lugar. Desde esta profunda depresión que alberga el mar más salado del planeta, y situado a 400

metros más bajo que el Mediterráneo, salvamos, ascendiendo a través del desierto de Judea, los

más de 1.000 metros de diferencia que nos separan de las colinas que sirvieron de asiento a la

milenaria Jerusalén.

Allí recé ante el Muro de Las Lamentaciones al Dios de Abraham, bendecido en aquellos

lugares por Melquisedec, sacerdote del Altísimo, que le ofreció el pan y el vino. Las tres veces

santa ciudad resume la historia del árbol monoteísta hebreo y de sus ramas desgajadas, la cristiana

y la islámica. Fue posteriormente designada por el joven David como sede religiosa para depositar

el Arca de la Alianza. Habrá que recordar para siempre aquella era de trillar con su granero, con

sus aledaños, que el primer rey de Israel compró a Arauna, el reyezuelo de los jebuseos, donde se

construyeron los legendarios templos en honor de Yahvéh, y, así mismo, arrasados por babilonios

y romanos. La posterior entrada en la escena jerosolimitana de los cristianos a partir del siglo IV,

con la emperatriz Elena a la cabeza, de arqueóloga rastreadora de los restos dejados por el Divino

Maestro, sobre todo el lugar de su muerte y resurrección, convertido en la basílica del Santo

Sepulcro, hoy sede de ortodoxos y latinos, que alberga diversas capillas dedicadas al culto

cristiano, celebrado tanto por sacerdotes franciscanos, griegos, armenios, maronitas, siríacos,

coptos, etíopes… Y, como éramos pocos, ya hacia mediados del siglo VIII (para cumplir el dicho

de que “no hay dos sin tres”, ¿la magia del tres?), la irrupción expansiva y posesiva del Islam, esa

síntesis doctrinal del tronco hebreo y la rama cristiana. De Mahoma y su revisión de los

contenidos religiosos que le sirvieron de base, fue tal su adicción a la ya santa Jerusalén que la

eligió para aquel su último y misterioso viaje hacia el cielo a lomos de aquel caballo blanco, de

rostro femenino, que partiendo desde la Meca llegó hasta el sagrado monte Moriah, hoy la

explosiva Explanada del Templo, donde se levanta la Cúpula de la Roca y la Mezquita de Omar.

Y volviendo a nuestra formación espiritual también tengo que referirme a las lecturas que

tenían lugar en el refectorio. Este lugar, además de sustento y sostenimiento de nuestro cuerpo,

también nos ofrecía el pasto para fortalecer nuestro espíritu. A la hora de los tres yantares diarios

uno de nosotros debía subirse a la tarima donde comían los superiores para realizar la lectura de

libros piadosos u otros de carácter religioso y marcadamente didáctico. De entre todos ellos

recordaré durante toda la vida el Tomás de Kempis. Aquella salmodia, aquel sonsonete, muchas

de sus frases todavía me resuenan en los oídos. El Kempis sólo se leía en los desayunos. Algunas

lecturas de las efectuadas durante la media hora del almuerzo y la cena podían ofrecer otro tipo de

interés y en tal sentido me permito citar una titulada San Josecho, a lápiz, publicado por esas

fechas por el sacerdote José María Cabodevilla: era como el diario de un cura de un pequeño

pueblo vasco, impregnado de una humanidad y un sentido religioso sobrecogedor. Muy

divertidos, pero con un extraordinario mensaje, resultaron ser los altercados, donde lo humano

trasciende a la ideología política de don Camilo, el cura, con el alcalde comunista “Pepón”,

debidos a la pluma de Giovanni Guareschi. También me causó una grata impresión La mano

izquierda de Dios, de Paul Hoffman, que consagraría la enigmática frase: “A veces, Dios escribe

derecho con renglones torcidos” Título este que me lleva a recordar otra lectura del momento: La

frontera de Dios, de José Luís Martín Descalzo, a quien por esos años otorgaron el Premio Nadal.

Ahora bien, es evidente que estas lecturas paralelas a nuestros condumios, siguiendo un

riguroso turno semanal, debían ser llevadas a cabo y compartidas por dos alumnos que tenían que

relevarse hacia la mitad del yantar. El relevo funcionaba bien si los lectores eran diligentes y

rápidos en ingerir su menú, pero si uno de ellos se demoraba, el otro sufría las consecuencias y, en

muchas ocasiones, sólo disponía de cinco minutos para llevar a cabo su proceso, algo que apenas

podía conseguir si no era engullendo los alimentos. Los turnos siempre se organizaban por los

alumnos de un mismo curso y, aunque no cite nombres, bien recuerdo las veces que tuve que

correr para, en apenas unos pocos minutos, consumir mis alimentos. Verdad es que este problema

desaparecía cuando, algunas veces, nos visitaba el señor obispo o alguna persona de categoría.

Entonces a la voz del rector de “Benedicamus Domino”, respondíamos “Deo gratias”. Y, a partir

de ahí, la charla, las risas y el jolgorio invadían el pequeño recinto. Hay que anotar también que

estas visitas esporádicas al comedor de algunos destacados próceres se correspondían siempre con

una bondadosa mejora en los menús.

Uno de los aprendizajes, si no básico, sí fundamental para un seminarista era la materia de

Música. Su enseñanza estaba distribuida en dos cursos, a partir de segundo. El sistema musical

que se impartía en el Seminario estaba basado en el tetragrama, la pauta de cuatro líneas

horizontales sobre las que se escribían las notas, con el que dio comienzo el desarrollo de la

música religiosa y que ya en los monasterios medievales alumbró uno de los productos más

geniales de las melodías sagradas: el canto gregoriano, por cuya salmodia siempre me he sentido

subyugado. Pero el hecho de que siempre haya sentido un gran aprecio por la música sacra no era

suficiente para enderezar mi torpeza a la hora de interpretar cualquier canción ante la falta total de

oído musical. Así pues, desde el principio estuvo claro que con mis escasas dotaciones innatas

pocos frutos podía ofrecer en el aprendizaje de esta materia. Pero mis superiores entendieron que

esta ausencia de sentido musical no debería ser óbice para mi futura ordenación, por lo que, como

yo había puesto el mayor interés en aprender, fui pasando los cursos, al igual que otros alumnos

que se encontraban en la misma o peor situación. Estos dos cursos de música “aprobados” por mí

en el Seminario de alguna manera fueron como un don providencial, gratuito, único y

determinantes para mi futuro, ya que me permitieron realizar los estudios de Magisterio en los seis

primeros meses del año 1959, y no exagero. Como ya he indicado anteriormente había dejado los

estudios de Teología a finales de 1958. Al amparo de la legislación vigente, solicité una

convalidación de mis estudios eclesiásticos en la Escuela Normal de Magisterio de Almería. Entre

otras materias que se me computaron como aprobadas por aquella convalidación, se encontraba la

asignatura de Música, lo que me eximió de pasar su examen. Y tengo que afirmar rotundamente

que, si no hubiera sido así, y yo hubiera tenido que asistir a clase y solfear las notas del

pentagrama y aprender a tocar un instrumento musical, como exigía el profesor de la materia,

todavía estaría con “la música a cuestas”.

Pero quiero insistir en este “pasar los cursos musicales” por los gratos recuerdos que me

evocan. La representación de la pantomima de examen tenía lugar mediante unos

“pseudoexámenes hilarantes” a los que nos sometía José Guirado Manchón, seminarista de los

últimos cursos, de Vélez Rubio, que sabía cantidad de música. “A ver, Cristóbal, entona el Pange

Lengua”, y risotada iba y venía... Él era el encargado de comprobar el grado de saber alcanzado

por los compañeros “torpes” de mi curso, entre los que nos encontrábamos (que recuerde) Visiedo

y yo. En cambio, Arturo Gallego tenía una magnífica voz y exquisito oído musical y formaba

parte de un grupo selecto de alumnos que recibía el nombre de Scola Cantorum. Este grupo de

exquisitos alumnos cantores gozaban de una cierta libertad de movimientos, ya que muchas veces

tenían que desplazarse para dar algún recital al centro de la ciudad (la Catedral y algunas Iglesias).

Estas salidas en cierto modo los aireaban un poco al escapar de la rutina diaria. Allí, recluidos en

la habitación, en aquellas largas tardes de estudio, nos quedábamos una docena de alumnos a los

que Dios no había tenido en cuenta a la hora de hacer provisión de la suficiente capacidad

melodiosa. Hubo magníficos músicos en aquella época, de los que sólo cito a Bernardo Ávila

Ortega, que tocaba el órgano de la Catedral, los días que íbamos para asistir a las celebraciones

religiosas más significativas. La Santa Misa allí adquiría más solemnidad y cuando era cantada

aún tomaba un sentido religioso más profundo y majestuoso, al ser concelebrada por el señor

obispo y los canónigos. A mí me imponía escuchar los acordes de la Misa Hoc est Corpus Meum

del maestro Lorenzo Perosi, que salían del órgano sabiamente orquestado por Bernardo Ávila.

Mi permanencia en el Seminario de Almería durante aquellos tres años de la segunda

mitad de la década de los cincuenta estuvo marcada por una circunstancia de la que tengo que dar

cuenta. Yo, como expliqué al principio, vivía en Los Pardos, una pequeña aldea situada hacia el

centro del Arroyo Aceituno, que a partir del año 1900 se había erigido como centro de una

parroquia rural, cuyo marco jurisdiccional comprendía parte de los términos municipales de

Arboleas, Cantoria, Lubrín y Albanchez. El citado arroyo alguna importancia debió de tener en el

pasado cuando don Pascual Madoz le dedicó unas doce líneas en su famoso Diccionario publicado

hacia 1850. En la época que digo de la década de los cincuenta, por este arroyo (que nace al pie

mismo del cerro consagrado a la Virgen de Monteagud) discurría una pequeña y permanente

cantidad de agua que daba vida a una serie de cortijadas. Aflora en unos nacimientos llamados

“cimbras” que regaban los huertos aledaños, movía algunos molinos harineros y permitía el

funcionamiento de varias almazaras. Había creado un entorno lleno de vida, que empezó a

desmoronarse a partir de la década de los sesenta, cuando empezó la sangría de los desdichados

movimientos migratorios. Yo vivía al lado de la iglesia parroquial y de ahí mi temprana condición

de monaguillo. Los desplazamientos a los pueblos vecinos, al no disponer de carreteras, se tenían

que hacer mediante bestias de carga, a veces por caminos más propios de cabras. La distancia a

los mismos se medía mediante las horas que tardabas en llegar y el pueblo más cercano era

Albanchez, que estaba situado hacia el oeste y se alcanzaba tras dos horas largas de caminata,

aunque en algunas ocasiones, como explicaré a continuación, hacía este recorrido andando y

corriendo en poco más de una hora.

Y es que Albanchez no sólo era el pueblo más cercano, sino que en él tenía el único medio

de transporte que me podía llevar hasta Almería. Este era un autobús que cubría una línea regular

establecida entre Serón y la capital; en Cantoria abandonaba el valle del Almanzora para tomar

una endiablada carretera que atravesaba Los Filabres por el Puerto de la Virgen, la garganta de la

cuesta de Uleila, ya descrita por Madoz, a unos mil cien metros de altura. Desde allí nos

acogíamos a Los Llanos de Tabernas, ya por la carretera general. En algunos lugares de su

recorrido tenía que sortear pasos estrechos y precipicios excavados en roca viva con curvas muy

cerradas y peligrosas, como las que dejaban el pueblo de Cóbdar al fondo de aquel inquietante y

profundo abismo. Tengo que decir que nunca hubo un accidente. Pero lo más pesado es que el

autocar que hacía este recorrido tenía parada en Albanchez a las seis de la mañana. Por lo tanto

procuraba salir de mi casa hacia las cuatro, pero a veces me dormía y salía más tarde. El trayecto

lo hacía a pie la mayor parte de las veces y me dirigía recorriendo buena parte del arroyo arriba

hasta la barriada de Los Morillas y desde allí embocaba la rambla de la Higuerilla. Avanzaba

después por un terreno entrellano de lomas y vallejos. En algunos puntos el camino se

ensanchaba, pero había dos lugares tremendamente difíciles para mí: el paso por la ramblica de la

Pililla, todavía de noche cerrada, rodeada de cañaverales y grandes arbustos, donde sentía tanto

miedo que no me cabía en el cuerpo. Había otro lugar donde el mismo miedo me volvía a

embargar, cuando, ya próximo a Albanchez, tenía que enfrentarme a los muros del Cementerio

Municipal. Alguna vez de las que se me hacía tarde divisaba desde un altozano cercano a

Albanchez el coche de línea que se aproximaba por el lugar denominado el Navajo, al otro lado

del arroyo de Albanchez. Entonces salía corriendo a todo lo que daban mis piernas para poder

llegar a tiempo al lugar de la parada y poder de subirme.

Cuando por fin ya me encontraba arriba, en la plataforma del vehículo, recibía el aplauso

unánime de mis compañeros seminaristas, que se habían incorporado en Serón (Miguel Reche,

Manuel Borja y Jerónimo Lamarca), Tíjola, (Pedro Antonio Rodríguez Villarreal y Emilio Pozo),

Somontìn (Navío Durán), Urrácal (Juan y Antonio Cañabate), Macael (Francisco Miras),

Cantoria (Teodoro Cuéllar) y Albanchez (Juan Aguilera y Francisco Alarcón). Este viaje en la

“Alsina”, (designación que recibía el autocar de línea por el contagio metonímico derivado de la

Compañía de Autobuses Alsina Graells) se repetía bajo el mismo protocolo durante las sucesivas

vacaciones repartidas a lo largo de todo el año (Navidad, Semana Santa y verano). Aunque

durante la época estival el viaje en la alsina se duplicaba al tener que incorporarme al Seminario

de Verano. Y me tenía que llegar de nuevo a Albanchez hacia los primeros días de agosto para

poder desplazarme hasta la localidad de Aguadulce. Aquí nuestro querido obispo, preocupado por

nuestra formación y para evitar que aquellos casi tres largos meses pudieran ser nocivos para

nuestra vocación sacerdotal, había mandado construir una residencia de verano, llamada “María

Reina y Madre”, situada muy cerca de la playa. De estas estancias veraniegas guardo muy gratos

recuerdos. La permanencia en Aguadulce abarcaba unos veinte días que normalmente

comprendían la última decena de julio y la primera de agosto. Por las mañanas recibíamos clases

de trabajos manuales, como encuadernación de libros y manipulaciones eléctricas, posteriormente

bajábamos a la playa. A la tarde dábamos largos paseos por los caminos vecinales de la zona y

alguna vez nos llegamos hasta Roquetas de Mar.

En Roquetas de Mar tenía su casa natal don Juan López Martín, que también estaba

relacionado con el Seminario, aunque no recuerdo bien el cargo que tenía. Pudo ejercer de

administrador o padre espiritual en el Menor. Supongo que también daba clases de alguna

asignatura. Pero mi recuerdo de don Juan López siempre va unido a mi primer viaje en barco. Uno

de aquellos veranos que disfrutábamos de la estancia en la residencia veraniega, el sacerdote

roquetero, que debía tener buenas relaciones con las gentes de su pueblo (entonces de mucho

menos habitantes que hoy en día) y en particular con los pescadores, logró que alguno de ellos

fletara un barco desde el puerto de Roquetas hasta el de Almería para que los seminaristas

tuviéramos la experiencia de realizar la travesía (la primera para mí y supongo que para muchos

de nosotros) subidos en una barca de pesca, movida por motores de gasoil. La singladura tuvo

lugar hacia la media tarde y zarpamos con un tiempo espléndido. Al principio todos íbamos sobre

la cubierta alegres y confiados, pero, ante los vaivenes de la barcaza, alguno de mis compañeros

pronto empezó a sentir las primeras náuseas. Yo me hacía el valiente e iba de aquí para allá con

un cierto donaire, pero mi atrevimiento sobrepasó los límites de lo permitido; así es que bajé hasta

las bodegas bajo la cubierta para hacer ostentación de mi resistencia a los mareos. Nunca lo

hubiera hecho porque de pronto (seguramente por el fuerte calor reinante en aquel pequeño pañol)

la cabeza empezó a darme vueltas y sentí los agudos pinchazos de las arcadas. De modo que,

aunque subí tan rápido como pude las escaleras para alcanzar la cubierta, apenas me dio tiempo a

apoyarme en la barandilla para arrojar al mar el contenido de mis primeras bascas, ya que no

fueron las únicas aquella tarde de mi primer recorrido marítimo.

Las caminatas por los alrededores de Aguadulce aquellas calurosas tardes de agosto un día

nos llevaron más lejos de lo acostumbrado. Se había decidido que a través de la carretera nacional

que atravesaba el pueblo y se dirigía hasta Adra, teníamos que llegarnos hasta el solitario paraje

donde los milicianos habían dado una muerte tan vil al obispo don Diego Ventaja Milán, que

ocupaba la diócesis almeriense al estallido de la Guerra Civil en julio de 1936. Anduvimos una

buena cantidad de kilómetros para llegarnos al denominado “Barranco del Chisme”. Don Diego

era natural de Ohanes y fue ejecutado el 31 de agosto de 1936 junto al obispo de Guadix, don

Manuel Medina Olmos, y dos sacerdotes más en las inmediaciones de la carretera de la citada

hondonada. Cuando llegamos al lugar de la ejecución, en el término municipal de Vícar, era más

de media tarde. Allí se había erigido un pequeño monumento en su honor. Rezamos unas

oraciones por su alma y regresamos ya con las estrellas como vigías en lo alto del cielo.

En la residencia de verano de Aguadulce nos enfrentábamos a una disciplina más relajada;

durante la jornada matinal, aparte de la asistencia a los oficios religiosos, a primeras horas, y a las

clases de manualidades, a partir de las doce nos bajábamos a la playa, que estaba a un tiro de

piedra, para darnos un chapuzón. Eran los ratos más agradables del día. A mí siempre me había

encantado disfrutar de los baños en el mar y, sobre todo, nadar. Lo que voy a narrar tiene que ver

con esa afición. Cuando nos metíamos en el agua, siempre lo hacíamos un grupito de buenos

nadadores entre los que creo recordar a Arturo Gallego, José Visiedo, Ginés Jerez, Ángel Pérez y

yo. Éramos incansables y cada día nos adentrábamos más en las nítidas aguas, de forma que nos

distanciábamos imprudentemente ya de la línea de la costa. Pero aquel día del castigo fue

demasiado. El mar estaba como una laguna, tranquilo y sin oleaje alguno. La ocurrencia de esa

mañana era que, si uno nadaba mar adentro unos pocos metros más, retaba a los del grupo a

seguirle. Y, claro, otro de nosotros repetía la hazaña, con lo que la raya costera apenas se divisaba.

De pronto alguno de nosotros advirtió que la mano de don Lucas Ramos, el rector, hacía señales

para que regresáramos. Volvimos a escape y cuando llegamos ante su presencia nos amonestó y

nos comunicó que el arresto duraría tres días durante los cuales ni siquiera podríamos bajar a la

playa.

Éramos totalmente inconscientes del peligro en el que nos metíamos, ya que aparte de

nuestras fuerzas, en cualquier instante nos podía sobrevenir un tirón muscular, un agarrotamiento,

bien en los brazos o en las piernas, de tal modo que nos podía dejar incapacitados para seguir

nadando. Se trataba de los famosos calambres como consecuencia de una actividad física

prolongada, algo que a mí me sucedió precisamente una de aquellas mañanas. Se me quedaron

paralizadas las piernas y sólo con los brazos alcancé la costa, gracias a que no estaba muy lejos.

Al acabar el curso de tercero de Filosofía, en el Seminario Diocesano de Almería, en junio

de 1958, se empezaron a hacer gestiones para que cursara los estudios de Teología en Granada.

No recuerdo muy bien si este traslado se originó por mi propia voluntad, en un intento de cambiar

de aires, o hasta qué punto y medida intervino la disposición del señor obispo, don Alfonso

Ródenas, para que yo iniciase los cuatro años de Teología en la Facultad que dirigían los jesuitas

en la ciudad del Darro. Lo que sí es cierto es que conté con el beneplácito de la mayor autoridad

diocesana. También es posible que moviese los hilos la mano invisible del canónigo don Antonio

Molina Alonso, que desde siempre me había dispensado un gran aprecio. El coste de los estudios

superaba las posibilidades de mi familia por lo que mi madre, que “sacaba agua de donde no

había”, ya había realizado ciertas gestiones ante la Diputación Provincial para la concesión de una

beca por parte de este organismo. Alguien le había informado de que el secretario de la entidad

era de Cantoria y viajó hasta la capital para visitarlo en su despacho. Se llamaba don José

Fernández y le prometió que la ayuda monetaria para continuar mis estudios me sería otorgada en

breve plazo. Así es como yo, a finales de julio, sabía que podría contar con las 8.000 pts., cuantía

de la asignación, dinero más que suficiente para costearme en Granada.

Pero para poder acceder a los estudios de Teología había que pasar por el trance y la

práctica de los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola. Era una condición indispensable,

por lo que tuvimos que desplazarnos hasta el Seminario de Verano del Obispado de Guadix, que

se ubicaba en Jérez del Marquesado, para recluirnos en su recinto durante el mes que duraba el

desarrollo de los mismos. Allí nos concentramos todos los alumnos del Arzobispado de Granada

por lo que tuve ocasión de convivir (además de los compañeros de Almería) con jóvenes llegados

de Jaén, Málaga, Granada y Guadix. El retiro espiritual duró unas cuatro semanas separadas por

un día intermedio de descanso. Y en cuanto a la fecha del mismo creo, sin temor a equivocarme,

que debo situarla entre los meses de agosto y septiembre. Y digo esto porque el edificio estaba

rodeado por un inmenso bosque de castaños y cuando en mis solitarios descansos de las charlas

orientadoras paseaba por las sendas próximas al edificio, continuamente iba pisando las capas

coriáceas de los erizos, que se desprendían de los árboles y que, ya en el suelo, se deshacían para

dejar libres el fruto de las castañas. Esta caída del árbol se empieza a producir a principios de

septiembre, era entonces la primera vez que yo tenía constancia de esta realidad. En la comarca de

mi Arroyo Aceituno sólo había visto en algunos montes elevados de su margen derecho pinos y

algunas encinas a las nosotros llamábamos carrascas. Para mí fue un auténtico descubrimiento ver

el árbol del castaño y cómo surgían sus frutos que antes sólo los había visto en la feria de Todos

los Santos de Albox. Allí te podías comprar un cartucho de castañas, ya tostadas, que estaban tan

sabrosas y ricas. En mis recuerdos estos frutos se unen y se funden también con los añorados

mantecados de las fiestas navideñas.

Pero como confirmación de que mi estancia en Jérez del Marquesado tuvo lugar en buena

parte del mes de septiembre debo introducir este pequeño inciso que justifica lo dicho. Hace unos

años que tuve la dicha de experimentar de nuevo aquella inolvidable sensación de hollar con mis

pasos estos peludos conglomerados de erizos de castañas cuando, en compañía de mi amigo

Agustín Romero Muñoz, iniciamos la andadura del Camino de Santiago en los últimos días de

septiembre del año 2010. La peregrinación dio comienzo en la ciudad de Ponferrada, los primeros

días de octubre nos encontrábamos ante la etapa que parte de la aldea de Triacastela y termina en

la población de Sarria. A la salida del villorrio elegimos la alternativa de llegar hasta Sarria,

eligiendo la variante que atraviesa el pueblo de Samos con su imponente monasterio, aunque ello

suponía añadir algunos kilómetros más; buena parte de este recorrido (hasta Samos) lo hicimos

vadeando el curso del río Oribio. El sendero se abría paso a lo largo de varios kilómetros por un

tupido bosque de castaños que nos envolvía y que con su espeso ramaje tamizaba la luz del sol

mañanero. De nuevo mis pies iban liberando de su erizada envoltura las nítidas castañas.

Tampoco puedo olvidar que al final de este sugestivo y bello paisaje que se acoge a las cantarinas

aguas del río se encontraba la preciosa ermita románica de San Martiño do Real.

El relato anterior, pues, se enlaza en mis recuerdos con los bosques de castaños de Jérez

del Marquesado, lugar donde iniciamos una mañana de lunes la larga travesía ascética de los

ejercicios espirituales ignacianos. Como pórtico de entrada a los mismos, recibimos las primeras

instrucciones bajo la plática del director espiritual de los mismos, el jesuita almeriense padre

Alba. El padre Alba había llegado de China, donde estaba de misionero. Lo más pintoresco fue el

viaje hasta Guadix, en tren desde la estación de Almanzora, la más cercana a mi domicilio de Los

Pardos. En aquel tiempo funcionaban líneas regulares de trenes expresos que enlazaban las

ciudades levantinas con la ciudad de Granada. Para ello se aprovechaba el ferrocarril que unía

Almendricos con la ciudad de Guadix a través del valle del Almanzora. Era la primera vez que el

tren me llevaba en dirección oeste, hacia la Andalucía occidental, ya que mis escasos viajes

siempre habían tenido como destino Lorca o Murcia. En la estación accitana, donde había llegado

a media tarde embargado por una insistente crisis existencial, mis compañeros tenían entre ellos

un gracioso cachondeo acerca del posible juego semántico de palabra “autedia”, oída por vez

primera a nuestra llegada. Visiedo me decía: “¿has visto a la Autedia?”. Y yo: “No, no sé quién

es, no la he visto”. Hacían chistes con el significado femenino del término. Al final todos

alcanzamos Jérez del Marquesado subidos en la “autedia” (nombre que recibía la compañía de

autobuses de la comarca). Me destinaron a una habitación individual en la parte baja que daba a

un patio interior, era cómoda, aunque de medianas dimensiones. A diferencia de la que me había

albergado en el Seminario de Almería, la cama era independiente del armario y, además, la

estancia disponía de una mesita con su silla. Creo que quedé satisfecho con el espacio donde iba a

permanecer casi un mes, pero mi ánimo seguía tan deprimido que no supo apreciar la grata

comodidad que me podía haber ofrecido, tanto el edificio como el entorno residencial.

Nada más llegar, como ya he expuesto, nos citaron en la espaciosa capilla de la residencia

y, detalladamente, se nos explicó las normas por las que nos íbamos a regir las cuatro semanas

que abarcaban aquella práctica espiritual ignaciana. El principio más elemental de nuestra

convivencia se basaba en la observancia del silencio riguroso y obligatorio todas las horas del día,

salvo los domingos, que tocaba descansar, o bien si requeríamos la presencia del director para

plantearle alguna consulta. A las ocho de la mañana había que estar ya en la capilla, por lo que a

las siete y media a toque de campana debíamos saltar de la cama. La noche de nuestra llegada, al

poder hacer uso de la palabra, durante nuestra primera cena intercambiamos conversaciones y

charlas con los compañeros llegados de otras diócesis del Arzobispado granadino. Está claro que

en el comedor, donde acudíamos tres veces al día para reponer fuerzas, bajo un mutismo absoluto

debíamos escuchar las lecturas, que durante las pitanzas corrían a cargo de los alumnos,

organizados en turnos previamente establecidos, y entre los que figuré alguna vez. Tengo que

anotar que me sorprendió en gran manera las entonaciones del lenguaje muy expresivo de los

seminaristas procedentes de Málaga y Granada, sobre todo de los malagueños. En mi vida había

oído nada igual, acostumbrado como estaba a mi habla del levante almeriense, tan influenciado

por el acento y el léxico de los vecinos murcianos; se expresaban con un tono tan pegadizo que en

seguida te arrastraba a la imitación. Trabé amistad con algunos de ellos y aquel tonillo se me

contagió de manera persistente durante las comidas de los tres domingos sucesivos en las que se

nos permitía romper la norma del silencio. Y todavía, de vuelta a mi aldea de Los Pardos, me

sorprendía a mí mismo hablándoles a mis paisanos con el dichoso deje malagueño.

Iñigo de Loyola había redactado su Exercitia Spiritualia, tras sus experiencias religiosas

como eremita, durante los diez meses que permaneció en la cueva de Manresa. Hay que tener en

cuenta el contexto histórico en el que habían sido escritos para comprender mejor su mensaje. La

Iglesia Católica Romana se encontraba inmersa en una fase crítica de revisión de sus valores

doctrinales. Frente a la autoridad pontificia habían surgido muchas disidencias doctrinales que

resquebrajan el viejo edificio cristiano occidental. El soldado vasco de Loyola se convierte en un

adiestrado militar religioso a las órdenes del Papado para combatir las herejías recién surgidas. El

alma humana debe purificarse de sus bajas inclinaciones al pecado (“bajos deseos”, tendencias

naturales que había que sojuzgar con la oración, el ayuno y la penitencia), una vez logrado esto se

abría el camino de la santidad. En este ascenso hacia la esencia divina sólo el modelo de vida de

Jesús se nos presenta como única alternativa. El objetivo ignaciano se resumía en conocer la

voluntad soberana de Dios y saber lo que Él espera de nosotros. Todo encaminado a la mayor

gloria de Dios, el conocido lema de la Compañía: “Ad Maiorem Dei Gloriam”. Es decir: ¿Cuál

debía ser mi respuesta al plan eterno de Dios? Tales eran las premisas ante las que yo me

encontraba en aquellos días de septiembre, precisamente en los que mi alma estaba atormentada

por el desánimo y la inquietud, en los que mi mente se veía agobiada por un torbellino de

contradicciones íntimas. Ahora pienso que esta complicada situación personal se debía a que

había llegado el momento de decidir, de elegir mi destino. Muy posiblemente yo me veía

impotente para aceptar tal responsabilidad. Y así llegué hasta la Navidad de 1958.

La regla de oro para el buen desarrollo de esta praxis religiosa residía en la oración y en la

observancia del silencio a lo largo de la misma. Obviamente bajo esta práctica sigilosa se nos

disponía a realizar una profunda introspección sobre las experiencias vividas en el desarrollo de

los ejercicios. Se prohibía el uso de la palabra, cualquier conversación a lo largo de cada jornada.

“Callarse es obligar a Dios a hablar”. Las horas matutinas se distribuían entre las charlas en la

capilla y los ratos de tiempo libre que aprovechábamos para pasear y conocer el entorno del

edificio residencial. Nos poníamos en pie a las ocho de la mañana y regresábamos a nuestra

dependencia a las dos para descansar una hora. Por la tarde se repetía el mismo itinerario de

coloquios y orientaciones sobre la reflexión religiosa para lograr, a través de la oración y la

meditación, nuestro encuentro con Dios. En los tiempos de los recesos intermedios nos podíamos

organizar libremente según nuestro criterio, aunque casi siempre la mayor parte de los ejercitantes

salíamos para recorrer los alrededores. Desde el primer momento me propuse guardar de forma

rigurosa el mutismo más absoluto, a ver si callado, recibía la palabra de Dios (según la sentencia

ignaciana). Con el paso de los días descubrí que algunos compañeros se reunían en los claros del

bosque para hablar entre ellos. En una ocasión comprobé la presencia de José Visiedo o Miguel

Reche entre ellos. Todos sabíamos que un novicio del alumnado de los jesuitas (que también

realizaban la práctica de los ejercicios) llamado López Azpitarte nos vigilaba constantemente

provisto de unos prismáticos de larga distancia.

Salvo rara excepción yo fui fiel a mis propósitos iniciales, de modo que en mis tiempos

libres paseaba en solitario por los castañares y bajaba hasta el río Alhorí, en cuyas cristalinas

aguas cada tarde se reflejaban las acuciantes inquietudes que por entonces componían mi historia

personal. Ante el curso de sus aguas cristalinas me sentaba para leer y reflexionar sobre el

contenido de algunos libros de los que había hecho provisión. Ya empezaba a amarillear el color

de los árboles que custodiaban los márgenes del río como preludio del otoño. También me

encaminaba por las sendas boscosas de los castañares que rodeaban el conjunto residencial

compuesto de dos módulos de dos plantas separados por un patio amplio. Desde este luminoso

claustro llegaba la luz a mi dormitorio. Entre los módulos y al sur se habían ubicado las

dependencias destinadas al rectorado, la capilla, y al comedor. A veces me bajaba al pueblo, que

distaba unos pocos cientos de metros, y del que recuerdo los muros de piedra de sus casas, sus

calles estrechas y sinuosas y sus pequeñas placitas jalonadas de pétreos escalones. Las casas se

habían construido a base de lajas pizarrosas y argamasa. Daba la impresión de que se había

quedado anclado en su pasado morisco.

Esta situación rutinaria de coloquios en la capilla y recorridos por los itinerarios descritos

se prolongó durante las cuatro semanas que estuve en Jérez del Marquesado. En realidad el

domingo de cada semana se destinaba al descanso, por lo que sólo eran seis días los que

ocupábamos en escuchar al padre Alba y en meditar los contenidos del librito de san Ignacio.

Hubo, por tanto, tres domingos intermedios de asueto, que recuerdo muy bien donde me llevaron

mis pasos. El primero, guiados por algunos compañeros de la zona (cuyos nombres no recuerdo),

intentamos llegar hasta el nacimiento del río Alhorí. Salimos después de desayunar, provistos de

algunos bocadillos, y emprendimos el ascenso; este consistía en trepar por vericuetos apenas

practicables de lomas, barrancos y pequeñas llanadas, en las que pastaban algunas vacas. Me

quedaba sorprendido de la cantidad de agua que circulaba por doquier y que podíamos beber sin

problema. Solo que estaba muy fría. La subida se volvía cada vez más difícil, pero había que

llegar aún más arriba para alcanzar los primeros ventisqueros que guardaban los sempiternos

restos de nieve, al amparo de recodos escondidos en quebradas y barrancas. Habíamos subido para

traernos trozos de nieve y ya la teníamos en la mano. El trayecto nos llevó unas cinco horas,

aunque los que conocían la zona advirtieron que la cima del Picón quedaba aún lejos. Tomamos

los bocadillos y regresamos ya pasada la media tarde.

El segundo domingo de ocio, siempre guiados por los seminaristas de la zona, nos

llegamos hasta el pueblo vecino de Cogollos, donde estaban de fiestas. Subimos hasta lo alto del

campanario de la Iglesia, que se hallaba en lo que podría ser la plaza mayor, y estaba consagrada a

Nuestra Señora de la Anunciación. Recuerdo que la espadaña se alzaba sobre una torre que me

pareció demasiado elevada para el tamaño del templo eclesial. Y desde allí contemplamos el

rocambolesco espectáculo de una novillada. La plaza se quedó cercada por los carros y otros útiles

de los vecinos. Y desde lo alto vimos como empezaban a soltar los becerros que ya tenían

encerrados desde aquella mañana en un carromato grande adosado a la improvisada valla. La

mayoría de los vecinos se comportaban como toreros espontáneos que, a base de garrotas, iban

machacando las pequeñas reses. La visión era tan deprimente que no pude aguantar más y bajé del

campanario a las primeras de cambio. Me acompañaban mi amigo Visiedo y el seminarista que

nos había guiado el fin de semana anterior a escalar las cimas de Sierra Nevada, que vivía en este

pueblo. Tengo como una vaga idea de que nos llevó a ver los restos muy antiguos de un aljibe,

situado en el centro del pueblo, que seguramente fue construido por los árabes.

El tercer domingo de descanso lo aprovechamos para cambiar de ruta y visitar las minas de

Alquife, que estaban como a unas dos leguas de distancia. En la zona del Marquesado, al parecer,

se encontraban varios yacimientos mineros ricos en cobre e hierro que habrían sido aprovechados

desde la época romana. La explotación del hierro en los alrededores de Alquife se realizaba a

cielo descubierto y se había ido desarrollando mediante la acción de desescombrar los terrenos

que iban dejando libre el mineral. Este se extraía formando grandes excavaciones de formas

circulares que cada día iban penetrando en las entrañas de la tierra y avanzando en profundidad,

de modo que a los viejos camiones, que bajaban hasta el fondo por caminos estrechos y de tierra

que rodeaban la inmensa plataforma, cada vez se les hacía más difícil hacer el acarreo hasta la

superficie. Desde aquí los camiones lo trasladaban hasta la estación del ferrocarril, desde donde,

por medio de trenes especiales, era transportado al puerto de Almería, que disponía de un

embarcadero especial conocido como el “Cable Inglés”. Este nombre ya nos indica quiénes eran

los propietarios de la explotación. La pérfida Albión había extendido sus tentáculos colonizadores

hasta las zonas mineras del sur andaluz, pero debido a estas factorías mineras surgieron, a finales

de segunda mitad del siglo XIX, las líneas férreas que unieron Linares con Almería a través de

Guadix, y desde esta con Águilas y Murcia. De todos modos estaban ofreciendo trabajo a los

pueblos de la zona.

A la vuelta de Alquife nos detuvimos en el pueblo de Jérez para contemplar más

detenidamente la iglesia parroquial, también dedicada a Nuestra Señora de la Anunciación, que

databa de mediados del siglo XVI. Aunque la patrona del pueblo era la Virgen de la Purificación,

se la conoce como “La Tizná”, debido a una leyenda que nos contaron sobre la actuación

milagrosa que salvó la vida de los acolitillos que tocaban las campanas y les cayó un rayo del que

escaparon milagrosamente por mediación de la Virgen. Del templo parroquial destacaban la

fachada de la misma con la preciosa arcada de su pórtico y la torre rectangular, edificados con

ladrillos rojos de barro cocido, y en el interior su singular y preciosa techumbre de madera

artesonada. Con el paso del tiempo he sabido que los elementos arquitectónicos que se habían

aplicado en su construcción se correspondían con un estilo artístico llamado mudéjar. En lo que se

puede definir como arte mudéjar, confluyen la cultura hispano musulmana y la cristina con rasgos

muy distintos, según el espacio geográfico y su ubicación temporal. El primer mudéjar aparece en

las primeras tierras conquistadas a los musulmanes y data de los primeros siglos medievales. Sin

duda los edificios más singulares, las manifestaciones de un esplendor especial las he podido ver

en la ciudad de Teruel. El mudéjar granadino se desarrolla a lo largo del siglo XVI, después de la

conquista de los Reyes Católicos y su arquitectura, aunque presenta alguna variante, sigue

utilizando el ladrillo y la teja árabe para el armazón exterior y la madera policromada como

techumbre interior.

Como ya he mencionado, para llenar aquellos ratos de libertad vigilada me había provisto

de algunas lecturas de las que sólo recuerdo el Nuevo Testamento y la Historia de Cristo de

Giovanni Papini. Del Nuevo Testamento leía, sobre todo, las cartas de san Pablo. Y de Papini me

impresionó la interpretación de algunos episodios de la vida de Jesús de Nazaret. Al autor le

interesaba destacar la dimensión espiritual del nazareno, pero de una forma fervorosa y

apasionada. Los escritos de san Pablo siempre habían sido mis favoritos y, aquellos días de

búsqueda angustiosa, los releía ansioso de respuestas. Especial atención me deparaban los textos

de la primera epístola a los corintios (y sobre todo el capítulo 15, versículos 14 al 20) y del

evangelio de Lucas tengo que destacar el pasaje relativo a los discípulos camino de Emaús

(capítulo 34, versículos 13 al 35). No transcribo los textos por ser muy conocidos, pero en

aquellos momentos de duda me agarraba a ellos como mi único asidero. En la carta a los corintios

el mismo Pablo reflexionaba y se cuestionaba su propia fe en Cristo con auténtica autocrítica: “Y

si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también es nuestra fe”. ¿Había sentido

los mismos recelos que yo?

Dos mil años después de que el Apóstol de los gentiles elucubrase sobre el sentido de

nuestra fe cristiana, yo me hacía las mismas preguntas y me veía envuelto en idénticas

preocupaciones. Tal era mi estado agónico que, incluso en los momentos más relajados en los que

disfrutaba del baño que muchas mañanas tomaba en la piscina de aguas gélidas situada en la parte

trasera y superior del recinto residencial, aquellas cavilaciones seguían acechándome con una

persistencia machacona y desesperada. Me devanaba los sesos inútilmente. El texto de san Lucas

es de tal simplicidad narrativa que destila como un don especial, como una gracia inexplicable, y

siempre ha sido y sigue siendo mi favorito. Dos viajeros caminan sobre el mediodía del primer día

de la semana y se dirigen a su pequeña aldea cariacontecidos por los últimos sucesos acaecidos en

Jerusalén. No entendían cómo Jesús de Nazaret, en el que tenían puestas todas sus esperanzas

mesiánicas y liberadoras de la tiranía de Roma, se ha dejado conducir, por propia voluntad, hasta

la muerte ignominiosa de la cruz. Un tercer caminante se les une y los acompaña. Departen sobre

lo acontecido y llegan al lugar cuando el sol inicia su ocaso y lo invitan, hospitalarios, a quedarse.

Se sientan con el forastero a compartir la cena. “Y al partir el pan se les abrieron los ojos”. ¡Al

partir el pan!... ¡Dios mío! La primera eucaristía de la historia cristiana.

Afortunadamente el tiempo ha puesto las cosas en su sitio y me ha otorgado la única

perspectiva posible. La fe es “un don gratito de Dios” y nada tenía que ver con las pretensiones

racionalistas de mi mente. Por eso, aún sigo dando gracias a Jesús de Nazaret, que ha preservado

mis creencias en su mensaje de salvación, en aquella “buena nueva” que Él predicó sobre nuestra

filiación divina. No hay argumentos lógicos para otorgar a nuestra existencia la dimensión de la

trascendencia divina. Pero en aquella época de los ejercicios espirituales en la que yo tenía que

decidir sobre mi futuro, sobre la elección definitiva de mi camino hacia el sacerdocio, me

encontraba obsesionado por la fundamentación racional de mis creencias. Yo tenía entonces

diecinueve años y estaba atravesando una de las etapas más inciertas y vulnerables de mi vida.

Durante los tres años de mi estancia en el Seminario se habían estado produciendo en mi interior

los profundos cambios evolutivos que median entre la primitiva inocencia de mi adolescencia y la

inseguridad de los primeros años de la juventud. Tal era mi desestabilización emocional que una

de las noches, tumbado en la cama y dispuesto a dormir, de pronto me surgió la idea de que esa

noche me iba a morir. Era como una de esas clarividencias absurdas que gratuitamente se había

apoderado de mí. Me desperté varias veces y comprobaba que seguía vivo. El temor se fue

disipando hasta que amanecí sano y salvo. Cuento esto para insistir en la preocupante situación en

la que me encontraba.

En mi mente se estaban produciendo profundas transformaciones intelectuales, las

inquietantes dudas existenciales, que, de alguna manera, se habían visto alimentadas por los

ingredientes filosóficos que fue recibiendo a lo largo de esos tres cursos en el Seminario. Sentía

como un ansia desbordada de saber, de buscar el significado y el sentido de nuestra condición

humana que inevitablemente me llevaba a su dimensión religiosa. Entendía que el mensaje

cristiano aportado por Jesús de Nazaret encerraba la clave de nuestra búsqueda espiritual. Las

raíces había que buscarlas en las creencias vivenciales de los primeros cristianos. Y otra vez de

vuelta a san Pablo. Pero como no paraba de indagar sobre los cimientos de mis creencias, por

aquellos días me llegaron también otras informaciones sobre unas doctrinas difundidas en Francia

sobre la delicada tesitura del llamado “modernismo religioso” originadas, sobre todo, por el

sacerdote francés Alfred Loisy. No llegué a leer ninguna de sus obras, pero sí algunas glosas,

sobre El evangelio y la Iglesia, sobre la que tanto se ha derrochado. Hoy tengo superado tal

saturación de lecturas. También mi inquietud me llevó a la lectura de los filósofos existencialistas

europeos y sus teorías sobre el sentido de la existencia humana. Las respuestas habían sido muy

diversas, con distintos sentidos e, incluso, contrarias, y en el fondo coincidían con la visión

pesimista y desesperanzada del “ser hombre”. Unas consideraban la dimensión religiosa y fe en

Dios como la solución al absurdo humano y otras agudizaban la “pasión inútil” del existir humano

abocado a la muerte y su extinción en la nada. Las concepciones ideológicas de la filosofía

existencial fue una fiebre virulenta y muy contagiosa que embargó el pensamiento de muchos

jóvenes de mi generación. Los primeros virus ideológicos me llegaron tamizados a través del

libro del sacerdote belga Charles Moeller, que trató de analizar en su fascinante libro Literatura

del Siglo XX y Cristianismo las aportaciones doctrinales de algunos pensadores como Albert

Camus, François Mauriac, Paul Clodel, Graham Greene, Georges Bernanos y Jean Paul Sartre,

entre otros.

Ante esta situación de incertidumbre y perplejidad me preguntaba cómo iba a poder ejercer

mi vida sacerdotal, cómo podría dirigir la palabra de Dios a mis futuros feligreses, si yo mismo

me veía inseguro de esta misión. Así es que este confuso estado de ánimo en los meses que

siguieron a aquel efervescente mes de retiro espiritual al inicio del otoño de 1958 marcó la

elección del camino que debía seguir. De modo que en los tres meses que siguieron,

encontrándome ya estudiando Teología en Granada, se fueron acrecentando las dudas y

precipitándose la resolución final. Hubo una anécdota nimia que me afectó y provocó, quizá, el

desenlace último. Una de las materias que se impartía en el primer curso de mis estudios era

Historia de la Iglesia y recuerdo muy bien que utilizábamos un manual del padre jesuita

Bernardino Llorca. Las clases las impartía un profesor, también jesuita, cuyo nombre no recuerdo.

Lo que sí sé de él es que mantenía una actitud muy crítica con los contenidos del libro relativos a

los comienzos del cristianismo. Los textos escritos de referencia, así como la datación de los

mismos, eran bastante inseguros y como mucho habían sido redactados un siglo más tarde del

inicio de la era cristiana. Así es que había que andarse con mucho cuidado, decía, con los pocos

datos de los que disponíamos. Y esto era insignificante comparado con el santoral de los primeros

mártires. Muchos de ellos ni habían existido realmente, pura fabulación de la Iglesia primitiva. No

dejaba vivo títere con cabeza, como se suele decir. El resultado fue que aquellas afirmaciones del

profesor actuaron sobre mí como un jarro de agua fría que se derramó sobre mi frágil encrucijada

mental.

En Granada, como ya adelanté en este discurso, estuve los tres últimos meses de 1958 en

el Seminario Mayor de Guadix, situado a la entrada de la ciudad, por la entonces llamada carretera

de Murcia, no lejos de la facultad de Teología. En él sólo hacíamos vida como residentes, ya que

las clases eran impartidas en la facultad. Estaba regido por los padres Jesuitas, de los que sólo

menciono al padre Collantes, director espiritual, con el que mantuve largas y frecuentes

conversaciones y al que le debo sus sabios consejos. Él me ayudó a clarificar mis ideas y a

persuadirme sobre cuál debía ser el camino que más me convenía.

Y como creo que me estoy alargando en esta reseña que debió ser más breve, me parece

justo acabar estas líneas con una corta pero indeclinable historia. La escribo después de darle

muchas vueltas al asunto y embargado por recuerdos muy dolorosos. En 1958 yo tenía diecinueve

años y una muchachita de apenas dieciséis se había cruzado en mi camino. Vivía también en Los

Pardos, nos conocíamos desde pequeños. Era más bien una niña de poca salud, pero muy

bondadosa. Pero empezó a cambiar a partir de los catorce años. Y no sé qué rivalizaba más en los

cambios que se iban operando, si la belleza serena de su rostro, que enmarcaba una melena de

cabello trigueño, o la hermosura de su alma cándida que se asomaba en la dulce mirada de sus

ojos castaños. No quiero decir ni su nombre porque fue un amor muy triste, en el que a ella le tocó

la peor parte. Pronto dominó las exquisiteces de la labor del bordado, que aprendió estudiando por

correspondencia. Nuestras familias tenían muy buena relación y ella se ofreció generosamente a

labrarme un roquete calado de hilo blanco de algodón. Creo que el roquete me lo dio y lo estrené

en el último curso de mi estancia en Almería. Y digo esto porque a partir de los largos meses de

esa temporada me di cuenta de que su imagen empezaba a rondar por mi pensamiento, no se

paseaba de manera obsesiva, pero sí de forma insistente. Así acabó el curso y de aquel verano

recuerdo que cuando nos cruzábamos, ambos bajábamos la vista incapaces de mirarnos. Alguna

vez nos encontramos en la fuente del Molino, el único lugar donde íbamos a cargar agua con la

burra aparejada de las aguaderas y los cuatro cántaros. Noté que ella sentía lo mismo que yo.

Siempre me he preguntado por el papel que pudo jugar esta jovencita en mi abandono del

Seminario. Sé que no lo puedo desechar totalmente, pero también no me cabe la duda de que no

fue decisivo. Ya he descrito cómo concurrieron otras motivaciones de índole existencial y mis

profundas dudas religiosas. Enseguida inicié con la joven la relación de noviazgo; sin dudar, creo

que empezó el día 6 de enero, día de los Reyes Magos, después de misa, unos días después de mi

regreso de Granada. Pero yo tenía que seguir mis estudios y el día 11 de enero, domingo, tomé de

nuevo la alsina en Albanchez, para iniciar los estudios de Magisterio. Ya he hablado de ello y de

la convalidación de algunas materias, así como de la reválida final, en compensación por mis tres

años de Filosofía. La idea era de asistir como libre oyente a las materias no convalidadas. De

modo que acudía a clases de 1º, 2º y 3º y tuve por compañeros un montón de alumnos. Estaba

claro que la mayor parte de mi tiempo la dedicaba a las Matemáticas de 1º y 2º y a la Física y

Química. Del resto de las materias apenas me ocupaba. Tuve que buscar un profesor particular

para las Matemáticas, que impartía sus clases en la Plaza Careaga. La Escuela de Magisterio

estaba en la carreta de Ronda, frente a lo que entonces se llamaba “La Escuela de Mandos”. Yo

estaba hospedado en la casa de una señora de Albanchez, Elisa Terreros, en el Malecón de las

Monjas, nº 7, frente a la Salle y quiero sacar su nombre en honor a mi amigo Francisco Alarcón, a

quien tanto admiraba. Dejaba la rambla a la altura de la calle Poeta Paco Aquino hasta

desembocar en la carretera de Ronda.

Con lo que voy a decir no quiero darme mayor importancia (¡Dios me libre!), pero la

realidad fue que yo el día 20 de junio finalizaba los estudios emprendidos: había aprobado las 24

materias no convalidadas y estaba en disposición de recibir mi título de Maestro de Primera

Enseñanza, hecho que se hizo oficial el día 30 de septiembre de aquel año de 1959. Mantuve mi

relación de noviazgo durante todo aquel año con la bendita jovencita de los dulces ojos melosos y

triste sonrisa. Podría contar mil anécdotas sobre nuestra relación, pero sólo voy a referirme al

inexplicable reumatismo enfermizo que hacia finales del otoño la tuvo postrada en la cama medio

paralizada. Como su abuela vivía frente a mi casa, se instaló con ella y yo la podía visitar muy a

menudo y casi todos los días. A partir de 1960 empezaron a cambiar las cosas, pero no recuerdo el

cómo ni el porqué del paulatino abandono de mi correspondencia hacia ella. Su familia, antes de

nuestro idilio amoroso, estaba planeando marchar a Argentina, donde vivía buena parte del clan

familiar y su padre había regresado del país andino por esos meses. Retuvieron la idea por respeto

a nuestra relación, pero en vista del cariz que la misma iba tomando, la volvieron a recuperar. La

verdad es que tengo unas lagunas en mis recuerdos de aquellos primeros seis meses. Yo no había

dejado de quererla, pero tampoco mostraba interés en seguir el compromiso. Ella no se merecía lo

que estaba pasando. Pero las cosas, a veces, no tienen sentido. Andaba muy preocupado ya por el

tema de las oposiciones a Magisterio y las obsesionantes lecturas que no abandonaba, además

tenía que llevar a cabo todos los trabajos del campo porque mi hermano estaba prestando el

servicio militar en Granada. También recuerdo que a petición de mi amigo Juan Miguel, que

estaba de maestro titular en la aldea de Jauro de Lubrín, estuve un mes sustituyéndole en la

escuela. Esto tuvo lugar por el mes de febrero.

En el mes de julio una circunstancia cambió mi vida para siempre. Nos trasladamos a vivir

a Arboleas a una casa que mi madre había heredado de sus padres, junto con algunos pequeños

trozos de tierra en los pagos. Yo conocía bien el pueblo, aunque no tenía relación con la juventud.

Aquel verano lo dediqué por entero a preparar mis oposiciones, estudiando los temas y, sobre todo

ejercitándome en resolver problemas de Matemáticas y Física, punto débil. Lo del análisis

gramatical no era problema para mí. Ya sabía que los exámenes comprendían tres partes que había

que ir superando. El primer ejercicio comenzó el día 4 de octubre y el último acabó el 11 de

febrero de 1961. Los aprobé todos y obtuve uno de los primeros puestos. A Herminia, la madre de

mis cuatro hijos y la que me soporta cada día, la conocí en las fiestas patronales de san Roque de

aquel verano. La novia que tuve en mi terruño de Los Pardos, definitivamente marchó a Argentina

en la primavera del aquel año de 1961. De ella sólo tengo gratos recuerdos y mucha pena, porque

sé que murió en aquellas tierras extrañas, después de casarse y dejando huérfanos a sus dos hijos.

Del resto de mi vida han ido aflorando algunos retazos en las páginas anteriores

Quiero terminar con esta afirmación tan rotunda: El Seminario de Almería me marcó para

siempre y fijó en mi alma la fe en Jesús de Nazaret, que cada día vivo con más ilusión, algo

maravilloso, que nunca podré olvidar. Laus Deo.

GALERÍA DE FOTOS

Amigos de Los Pardos

Con mi compañero Antonio Ayala Güil

Al pie del Veleta, Granada. Noviembre, 1958

Excursión a Torregarcía

Excursión a Tíjola. Colegio Sagrado Corazón. Primavera, 1958