Brujas Nahuales y Serpientes

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BRUJAS, NAHUALES Y SERPIENTES h Anabell Chavira Ríos DE LA REALIDAD A LA LEYENDA libro brujas, nahuales y serpientes.indd 1 11/8/12 10:43 AM

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Anabell Chavira Ríos

de la realidad a la leyenda

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Agradecimientos:

A mi esposo Alfonso, por su comprensión y apoyo,a mis tres hijas: María José, María Fernanda Ivana

y Aldonza Valentina.

Al tío Francisco, al grupo de la tercera edad:

Huehuequimati, al grupo de la terceraedad y maestras(os) jubilados: añoranzas.

Un especial agradecimientoal mtro. Javier Galicia Silva,

especialista en lenguas indoamericanas.

Este trabajo esta dedicado a la maestraGuadalupe Chavira Olivos,

a su paciencia y sus enseñanzas.

Brujas, nahuales y serpientes, de la realidad a la leyendaNúmero de registro: 03-2010-0107-13044600-14© 2012, Anabell Chavira RíosContenido y portada: Anabell Chavira RíosIlustraciones interiores: Armando FonsecaDiseño de portada y formación: MD Ediciones

Difusión y Fomento de la Comunicación de los Pueblos y las ComunidadesPrograma de Equidad para los Pueblos Indigenas, Originarios y Comunidades de Distinto Origen Nacional

Prohibida su venta. Distribución gratuita

Este programa es de carácter público, no es patrocinado ni promovido por partido político alguno y sus recursos provienen de los impuestos que pagan todos los contribuyentes. Esta prohibido el uso de este programa con fines políticos, electorales, de lucro y otros distintos a los establecidos. Quien haga uso indebido de los recursos de este programa en el Distrito Federal, será sancionado de acuerdo con la ley aplicable y ante la autoridad competente.

Todos los derechos reservados. Cualquier reproducción parcial o total de esta obra podrá realizarse, previa autorización escrita de los editores, la editorial, y de la autora.

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y serpientes

Anabell Chavira Ríos

Ilustraciones de Armando Fonseca

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introducción

Milpa Alta es una región con una recia personalidad india y cam-pesina que forma parte del Distrito Federal. Se trata de un con-junto de pueblos, la mayor parte ubicados en la zona serrana del Chichinautzin, en el sur de la entidad y limítrofe con Morelos y el Estado de México. Pueblos que han encontrado una forma de vida basada en el nopal-verdura y otros cultivos, así como en la produc-ción de mole, lo que les ha permitido una importante capacidad de funcionamiento autónomo y desde donde se han resistido a ser absorbidos por el crecimiento urbano. En Milpa Alta operan en cierta forma sus propias leyes. Por ejemplo, no tiene sentido y no funciona el programa Hoy no Cir-cula, que es de rigurosa observancia en el DF. Además de las auto-ridades de la delegación política, la gente reconoce la autoridad de la representación comunal en cada pueblo, cuyas responsabilida-des suelen rebasar las propiamente agrarias. Asimismo, cada pue-blo elije, sin que esto sea avalado por ninguna ley, a representantes, hoy conocidos como “enlaces territoriales”, que luego tienen que ser contratados por la delegación. El florido sistema de fiestas, ele-mento central de la convivencia y una especie de refrendo de la pertenencia, tiene una vida institucionalizada y es de un peso tal que a nadie se le ocurre cuestionarlo. En estos pueblos de tierra fría, en los que hace cien años el censo reveló la presencia todavía mayoritaria de la lengua náhuatl y que, reivindicando su pasado zapatista, desde la década de los cincuenta y hasta principios de los ochenta del siglo pasado em-prendieron una gran lucha por preservar los bosques, existe por supuesto una rica cultura popular. Tanto la población de más edad como los jóvenes definitivamente urbanos en Milpa Alta reivindi-can su originalidad. Este cruce generacional, en el que se tienen lugar la conti-nuidad y cambio de la cultura, me da pie para hablar del presente texto. Su autora, Anabell Chavira, es un buen ejemplo de ello. Per-tenece a una familia de gran presencia en muchos planos de Milpa Alta, sobre todo en el político y el artístico. Desde pequeña se ligó al teatro y la literatura, en el ambiente que generó la presencia del

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destacado poeta sonorense Abigael Bohórquez, quien vivió una temporada en Milpa Alta. A partir de ello se dedicó profesional-mente a las artes escénicas y más adelante, obedeciendo a su in-cansable curiosidad pero también a la fuerza de los recuerdos de su infancia, realizó un doctorado en antropología. Durante un largo tiempo, Anabell fue tomando nota de recuerdos, hechos, piensos y habladas de la gente de Milpa Alta, hasta que los integró en un conjunto de relatos que ahora nos ofrece. Anabell ha seguido una rica tradición de numerosos antropó-logos que se han interesado en la región, iniciada por Frank Boas en 1910, con la recopilación de leyendas y relatos nahuas en Milpa Alta. En ese equipo participó una antropóloga milpaltense, Isabel Ramírez Casteñeda, quien publicó su texto El folklore de Milpa Alta, DF, México, como parte del Congreso Internacional de Ame-ricanistas en Londres en 1912. A casi un siglo de esa publicación, ahora Anabell retoma el trabajo de ser escucha y traductora del habla de la gente de Milpa Alta, hecho que nos muestra la riqueza de la cantera de los saberes en Milpa Alta y las razones de su tradición intelectual. Nos regala un texto que resulta una grata mixtura de saberes e intenciones: es, por un lado, el gusto de la pluma que ha tomado filo con la ex-periencia y, por otro, una escritura amable y sencilla no carente de elegancia. Está también, en unos relatos más que en otros, la mira-da antropológica: las ganas de aportar datos, hechos significativos que ayuden a la comprensión. Y, lo que me parece particularmente importante, se trasluce el respeto por la gente, por su gente. Un elemento trascendente es, sin duda, el cuidadoso trabajo de traducción del náhuatl debido al conocimiento depurado del maestro Javier Galicia, quien está también profundamente involu-crado con los saberes de la comunidad, particularmente de los de su pueblo, Santa Ana Tlacotenco, distinguido en Milpa Alta por sus esfuerzos por preservar y difundir el habla de los antiguos.

Iván Gomezcésar Hernández,Ciudad de México, marzo de 2010.

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el niño del maíz

Si había alguien en los pueblos de la Gran Milpa respetuoso y puntual con los ritos de las fiestas patronales y agrícolas, era

don Heliodoro Olivos, por lo menos así lo recordaba mi abuelo cada vez que relataba lo acontecido en los años cuarenta. Aquél era un hombre de gesto rudo y severo, decía, pero con un cora-zón bondadoso y un espíritu disciplinado. Sus brazos fuertes, su tez morena y sus manos grandes y agrietadas daban constancia de largos años de trabajo en el campo. Sus tierras, que contaban varías hectáreas, rodeaban al volcán Teutli, guardián natural de los pueblos milpaltenses. Ese hombre había hecho su fortuna a partir de la siembra de maíz. Tenía la mano “calientita” para lanzar la semilla al surco, aseguraban los abuelos. Cada vez que echaba la simiente cosechaba cuartillos y cuartillos, cargas y cargas. Él siempre ordenaba a sus peones, al igual que a los cua-tro hijos que había procreado con Eduviges, mujer oriunda de Tlacotenco, con quien llevaba más de veinte años de matrimo-nio, que los ritos se siguieran tal y como los viejos decían. En ese entonces, en las tierras altas de Milpa, se celebraba la llegada del año nuevo con feria, cohetes y baile. Se escucha-ba la banda de alientos en el kiosco del pueblo y la chirimía en la iglesia. Se veía a las mujeres con rebozos, suéteres y enaguas nuevas; con los cabellos impecablemente recogidos en chongos y trenzas. Los señores dejaban ver el lustre de sus zapatos recién comprados, al igual que sus pantalones y camisas. Toda esta alga-rabía se debía a que también celebraban el inicio de la siembra. Ese año Heliodoro tenía la esperanza de cosechar más car-gas de maíz que las del año anterior. Por eso los primeros días

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de enero, ni tardo ni perezoso, indicó a sus trabajadores que pre-pararan y limpiaran a Totlalnantzin, Nuestra Madre Tierra, para poner en ella la semilla que daría fruto. Los peones iniciaban su labor a las cinco de la mañana, cuando asomaban los primeros rayos de sol. Con caballos y mu-las cargados con agua, azadones y coas encaminaban sus pasos hacia los campos. Al llegar se hincaban y se persignaban frente al sol, que ya entonces resplandecía. Todos ellos repetían en voz baja:

Inon ce tacatl qui tocaz, mo teochihua ica occequi tucaque ihuan tlapehque, quitlamach ihtoa chohue ica tlin itocatzin To-teotl ma ce cualli cemilhuitl inin ce tacatl ihuan occequi tacame ipan cuentin itic milli ma totetl qui mocahuile tlaihquion mo-chihuazto tlamachpaquilizmochuihuaz ihquiu yez.1

A las dos de la tarde, sin fallar un día, llegaba don Heliodoro a supervisar a los peones, que presurosos barbechaban la tierra, desmoronaban los terrones burdos del cultivo pasado y aplana-ban el terreno. Tras él venía un grupo de mujeres con canastas llenas de cazuelas. Algunas traían cargando en el rebozo a los asoleados niños de apenas un par de meses o años, otras sostenían el ateco-mate lleno de pulque. Al verlas llegar, con el suculento chile con chicharrón, los frijoles y los ayocotes con carne de puerco y xo-conostles picaditos con chiles serranos, los trabajadores dejaban los azadones y se encaminaban a las veredas, donde los espera-ban las ramas de los pirules y tepozanes para reposar un rato. Ellas buscaban una penca de maguey muy curveada y la limpiaban con un poco de pulque, en ella vaciaban los guisados, los cuales mezclaban con una cuchara de madera. Al ver listo el suculento y oloroso almuerzo, los hombres se acercaban a coger las tortillas que estaban en los chiquihuites, con ellas hacían una cucharita y sopeaban los guisos que humeaban calientitos en la penca. Como parte culminante del almuerzo tomaban un poco

1 “Vamos a sembrar la primera mata de maíz, en el nombre de Dios, que sea buen día, y que sea fructífero para todos nosotros y para las matas de maíz y los surcos que vamos a sembrar. Así sea.”

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de neuhtli en jícaras hechas con guajes o en el totomochtle que recogían de los surcos. Al terminar, ponían en su boca una piz-quita de sal, y el chorrito final del apreciado líquido lo lanzaban a la milpa para que la tierra no se enojara por no convidarle y en castigo provocara que alrededor de sus bocas brotaran granos. Como dicen hasta hoy los pobladores del lugar: si no lanzan el alacranazo les puede dar un aire.2

La escena se repetía día con día durante los primeros dos meses del año, hasta llegar el dos de febrero, Día de la Cande-laria; entonces era hora de preparar la semilla. En esa fecha los granos de maíz se llevarían a bendecir a la iglesia. Don Heliodo-ro pidió a los peones que llevaran a misa a sus hijos e hijas con canastas llenas de la simiente de la cosecha pasada, para que sus almas puras otorgaran fuerza a la siembra. La fiesta fue muy vistosa, las niñas vestían chincuete y lleva-ban el cabello recogido y trenzado con cintas de lana y chaquiras de colores. Para completar el atuendo no podían faltar los huara-ches de cuero adornando sus pies. Los niños iban con el cabello envaselinado, con pantalones y camisa de manta. Todos ellos se dirigían al santuario a recibir la bendición. Llevaban semillas de maíz, haba, calabaza, frijol, chile y amaranto. Cada tipo de grano iba en un canasto bordado por las orillas o en costales y cubetas. Para acompañar los granos las mujeres llevaban velas, veladoras, ramos de flores, plantas de romero, claveles, copal, monedas, imágenes de santos y cristos, así como niños dios. Al llegar marzo y abril, los peones dedicaban toda su ener-gía para sembrar. Era tiempo de recibir las primeras lluvias que procurarían los brotes de maíz, los jilotitos, los primeros tallos verdes de apenas metro y medio. Más adelante, a principios de mayo, todos estaban preparados con sus azadones, coas y palas para la resiembra y el deshierbe. Destruían la alfombra verde que el sol y las primeras lluvias habían colocado entre los maíces y remplazarían las diminutas plantas que los gusanos, lo seco de la tierra, las tuzas o los xalpitz (topos), las techelotl (ardillas) o la mala semilla habían destruido. Los peones sudorosos golpeaban y limpiaban la tierra. Arrancaban las hierbas que entorpecían el

2 Los residuos del pulque que se tiran a la tierra y que al caer dibujan un alacrán.

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crecimiento del maíz y las dejaban hechas trocitos al pie de las plantas, para servir de abono. En ese entonces, entre las milpas se escuchaban las voces de los niños que corrían pisando los hoyos de las tuzas, ahuyen-tando a los depredadores del maíz, haba y frijol. Don Heliodoro hasta les regalaba algunos dulces para que corrieran por sus te-rrenos con latas colgantes que asustaban a los animales. Entre los maizales se les escuchaba cantando:

Techelotl, techelotl, ahmo xoconcua notlatlao, onca hualaz tlamotalnqui, mitzontlatlacueponiliz, mitzonnanacatamaloz.3

Una y otra vez, por un par de días, corrían y cantaban o ha-cían espantapájaros, que las ardillas destruirían al pasar corrien-do por debajo de ellos, pero ya habían cumplido su función: dar tiempo para que las plantas crecieran. Diariamente se veía a los campesinos encaminarse por las pendientes y los encinales, llevando a cuestas el calor de Totatzin Tunaltzintle, Nuestro Padre Sol, acompañados de sus burros y machos. Vestían con sombrero de paja y ropa de trabajo desgar-bada. Sus zapatos eran los más viejos, casi rotos o desgastados de las suelas, raspados y a veces sin agujetas, pero para el trabajo en la milpa eran los mejores. Algunos llevaban huaraches hechos con suelas de llanta para que duraran. Por la tarde, los hombres bajaban arrastrando sus pasos, en-corvados por el cansancio de una dura jornada en el monte. Ha-bía concluido la limpieza de los surcos, sólo habría que esperar el temporal. El veinticinco de abril la gente del pueblo subía a la cima del cerro Metlaxinca, que está cerca del poblado de Tlacotenco,

3 Ardilla, ardilla,no comas mi maíz,que vendrá el cazadorpara dispararte,y te comerá en tamales.

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para pedirle buenas lluvias y que los granizos no llegaran a los te-rrenos sembrados. Los viejos decían que esa ayuda dependía del estado de ánimo en que se encontraran los Señores de los cerros, por eso se les hacía fiesta, se les rezaba, se les ofrecían flores y sa-humerio; se lanzaban cohetes y se les dejaba mole con guajolote a la entrada de las cuevas y en el monte. Don Heliodoro no podía faltar al festejo, subía a la cima car-gado con flores y comida que dejaba en las cumbres como regalo a ellos, y claro, hacía su petición: —Señores, mándenme el agua que guardan en sus barrigas. Gracias a todos los cuidados, ese año llovió lo suficiente. Las matitas de maíz crecieron espigadas y fuertes, justo premio por los arduos meses de trabajo. Durante los días de crecimiento de la espiga, los peones recogían de los campos algunas plantas comestibles silvestres: hongos, quelites, chivitos, quintoniles, tabaquillo y teochitl (té de monte), para venderlas o comerlas según se necesitara, esperan-do el momento de la cosecha para tener la paga. Mientras tanto, el patrón esperaba ansioso el quince de agosto. Preparaba grandes arreglos florales que llevaría a la Vir-gen de la Asunción —patrona de Villa— acompañando al barrio de Santa Martha, el cual siempre ha tenido la encomienda y el derecho de adornar la iglesia el primer día de fiesta, por ser, dicen ellos, el barrio fundador de pueblo, el que se asentó en un lugar llamado Santa Martha Zulco. Desde el doce de agosto se veía a don Heliodoro en sus an-danzas, bien vestido, con camisa blanca de algodón, pantalones oscuros bien desarrugados, envaselinado y con botas de piel co-lor café. En la fila para mirar la elección de la reina de la feria era siempre el primero, y al terminar el evento se iba al jaripeo, don-de comía masitas de maíz envueltas con papel de china y algodón de azúcar. El día trece, los mayordomos de la Purísima acostaban a la Virgen entre manzanas y rosas rojas. Así se representaba el mo-mento en que ella abandonaría las pasiones terrenales, y en la madrugada del quince ascendería a los cielos. Desde que se lim-piaban las rosas y las mujeres bajaban a la Virgen del altar y la vestían con una túnica blanca, el patrón estaba dispuesto a ayu-

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dar: cargaba cajas, quitaba las espinas de los tallos de las flores y después miraba cómo los mayordomos, que contaban catorce, iban cubriendo cuidadosamente a la deidad con los frutos y las rosas, colocando a su alrededor arreglos florales. Aquello era un verdadero jardín, contaba mi abuelo. Don Heliodoro entre sus devociones guardaba un par de horas para ir a comer un “taquito” con los mayordomos. No po-día perderse el chile verde, las tortillas azules, el pulquito y la plá-tica de los compadritos. Pero eso sí, a las seis de la tarde de ese trece de agosto no se perdería el momento en que bajaban del nicho a la Virgen de la Asunción y la colocaban cerca de la Purí-sima, a la que se le iban quitando poco a poco las manzanas y las rosas. Los feligreses se formaban para recibir esos frutos y flores, llevando así un poco de esa santidad a sus casas. La Asunción tomaba su lugar en el festejo y la Purísima pronto sería vestida y colocada nuevamente en su nicho. La llegada del estandarte de las catorceñas, las que pagaban la misa de vísperas del festejo, marcaba el momento en que la Asunción sería el personaje cen-tral de la fiesta. Llegado el quince, la Virgen ascendía a los cielos, según la tradición. Llegaban a la iglesia las bandas de alientos y las chiri-mías a dar las mañanitas. Los contingentes de los barrios hermanos lanzaban cohetes y regaban pétalos de flores en el piso central del recinto. Poco a poco iban llegando los estandartes de todos los barrios y pue-blos, rodeando a la deidad hasta casi no caber en la nave de la parroquia. Rodeado de gente, don Heliodoro se hincaba y reza-ba, dando gracias porque el maíz iba creciendo, y pedía que ma-durara sin ningún tropiezo. Toda la noche rezaba y dedicaba sus plegarias a la Virgen. Entrada la mañana se unía al contingente de su barrio. En septiembre, Milpa lucía húmeda y fría, empezaba la épo-ca de cosecha que terminaría en noviembre. Era la tlaxipehual-meztli y la tlacuatzomeztli, el mes del frío y de los alimentos. El maíz había madurado. En ese tiempo de intenso frío se veían humear las casas y entre la neblina se lograba ver al Teutli custodiando el valle. Por la mañana, entre las calles, entonces empedradas y polvorientas,

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podía percibirse el aroma de café de olla con piloncillo y de co-coles recién horneados. Se escuchaba uno que otro gallo, el relin-cho de los caballos y el rebuznar de los burros de carga. En esos meses, el patrón y los peones trabajaban duro en la cosecha, también cooperaban sus hijos y nueras, era el momento en que la familia se veía más unida. Éste era un trabajo en común a diferencia de los meses anteriores que eran para Heliodoro un rito solitario de peticiones. Sólo faltaba algo: el lugar para poner el zincolote o zincolotl, como llamaban los abuelos al lugar donde se guardaba el maíz. Era un granero construido con madera de oyamel o de ocote. El patrón cada año elegía el espacio donde se construiría. Sin per-der ni un detalle colocaban los troncos entreverados en forma de cuadrado, y frente a su familia y los peones sahumaba la tierra donde iría la construcción. Invocaba a los dioses con una plega-ria de agradecimiento por regalarle el tonacayotl, nuestro alimen-to. Con el sahumador se dirigía a los cuatro rumbos del universo. Hacía una cruz en el centro del granero y rezaba un padre nues-tro. Ponía la base del zincolote con mazorcas en el centro y pedía a los peones que vaciaran ahí los costales con la cosecha, sólo se elegían las mejores mazorcas, sin basura. Después él se hincaba y pedía a las deidades que los gusanos y gorgojos no apolillaran el maicito. El primer día de cosecha, las mujeres de la familia de don Heliodoro y algunas esposas de sus trabajadores preparaban ahuasmulli, un caldo de verduras con chile guajillo y carne de res, elaborado especialmente para esa fecha. Además se preparaban tortillas azules en gran cantidad, porque tanto trabajo aumenta-ba el hambre de los peones. Los ingredientes de esa comida eran recolectados muy temprano ese mismo día: elotes, calabazas, chilacayotes, chiles, habas, ejotes y epazote. El patrón repetía sin cesar que eso era necesario, ya que debían comer el nuevo fruto de la tierra y agradecer lo que las deidades habían otorgado. Ese día tan especial, las milpas se llenaban de gente. Todos se hincaban o daban gracias antes de iniciar la labor. A la mitad de la jornada, los trabajadores con los costales llenos de maíz y adornados con flores, lanzaban cohetes anunciando su recorrido a la casa del patrón, quien esperaba la primera carga.

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Al terminar el día, los hombres llegaban con don Heliodo-ro cargando los costales. En su casa, él había dispuesto un altar con ceras encendidas, copal y ramos de flores. Ahí se le entrega-ban las primeras mazorcas, se rezaba y se daba de comer a toda la comitiva. Mi abuelo decía que además del ahuasmulli servían mole de pepita de calabaza con carne, ayohuachmolli ca pitzonacatl o mole de chile seco y colorado o negro con carne de cerdo, sin que faltaran los frijoles o el guisado de ayocotes con tamales de alberjón, zanihuian yemilli nozo ayecomolli ica calihuaza tamalli, y claro, las tortillas de maíz nuevo. Además se ofrecía pulque na-tural o compuesto con chile colorado, amanchua tlaxcalli, y huan neuhtli nozo chilotli. Mientras tanto los niños estaban atentos para ir a la moti-tixa, para buscar las últimas mazorcas de la cosecha. Corrían en grupos entre las milpas y los caminos, recogiendo en sus morra-les lo que sería la moneda de cambio para sus golosinas: tejocote en conserva servido en totomochtle, burritos y pepitas de calaba-za o huesitos de capulín tostados con sal. Ese año, Heliodoro pidió a Filemón Galicia, el capataz, que ordenara a los peones que recogieran únicamente las mazorcas más bonitas, que las separaran según los colores y luego las echa-ran a los costales, y que las chiquitas o las que se habían desgra-nado en el camino o las apoxcahuadas las dejaran en montonci-tos para tirarlas en el centro de la milpa. Filemón saltó los ojos y lo miró sorprendido. Su mirada re-criminaba lo que había escuchado. No podía creer que un oriun-do de Milpa rompiera la regla más valiosa que los ancestros les habían enseñado. No pudo evitar que de su boca salieran ruda-mente las palabras: —Patrón, todas deben recogerse; todas, por más pequeñas que sean. No se debe desperdiciar el maicito. ¿O qué, sus abuelos no le enseñaron? Don Heliodoro, envalentonándose contestó: —¡Obedece, Filemón! ¡Obedece! Ahora sí se va a vender como Dios manda, más que el año pasado. Debemos mandar buena mercancía. ¡Obedece Filemón! El peón bajó la cabeza tristemente, se dio la vuelta, recogió

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su ayate y se fue. Al caminar entre las milpas algunas lágrimas rodaron entre los surcos de sus mejillas y quedaron impresas en la tierra que bañaba su piel. “Heliodoro no entiende que ese desperdicio nos traerá desgracias”, pensaba mientras cerraba los puños y apretaba los dientes. La distancia y el cansancio calmaron al hombre, sólo se es-cuchaban algunos suspiros acompañando su recorrido. De pron-to, algo detuvo sus pasos, entre la milpa escuchó algunos sollo-zos. Mientras más caminaba escuchaba claramente que alguien lloraba desconsolado. Se detuvo y buscó entre las cercas del ca-mino. Entre plantas de maíz vio a un niño que lloraba acurruca-do en el suelo. Estaba desnudito; apenas y tendría tres o cuatro años. —¿Por qué lloras? —preguntó Filemón. —Mi familia no me quiere porque estoy chiquito y feo. Por eso me dejaron aquí tirado, abandonado —respondió el niño. El campesino contestó con voz suave, tratando de tranquili-zarlo: —No te preocupes, yo te voy a llevar a mi casa. Enseguida le acaricio la cabeza y consolándolo agregó: —Ya no llores.El niño lo miró aliviado y le preguntó sorprendido: —¡¿De veras tú me vas a llevar a tú casa?! Como respuesta, el hombre lo cargó en su ayate y lo echó a su espalda. Caminó entre las milpas hasta llegar a su choza. Su ho-gar era humilde, pero nunca faltaban el pan y el café de olla al caer la noche. Sus dos hijos ya habían formado familia, así que Agusti-na, su esposa, a veces iba a vender hierbas del campo al mercado para ganar algunos centavos y regresaba al pardear la tarde. Esa noche, en su casa ya estaba esperándolo su mujer con el café calientito. Ella lo vió entrar cargando el ayate y preguntó qué traía dentro. —Es un niño —contestó—, lo abandonaron. Ella, presurosa y colocando una silla, le dijo: —Ven a ponerlo aquí, quiero verlo. El hombre arrastró un petate con el pie, dejó a un lado la si-lla y extendió el ayate. Grande fue su sorpresa, pues donde había cargado al niño ahora había un hermoso y grande maíz rojo.

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Desde entonces, cuentan los abuelos, a Filemón y a su fami-lia nunca les faltó la cosecha. Sus terrenos siempre fueron fértiles y produjeron el mejor maíz. La historia para don Heliodoro fue distinta, ya que al des-preciar las mazorcas pequeñas y apoxcahuadas, estaba tirando a Tonacayotl, el alimento sagrado. A él nunca más se le dieron completas las cosechas y sus milpas terminaron estériles. Nunca más se le vio construyendo un zincolote. Así que tuvo que buscar otra manera de ganarse la vida. Heliodoro encontró otro cultivo con más resistencia y buen mercado: el nopal, quizás.

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yohualxochitl

Era un amanecer de invierno, cuando los congelados techos de tejamanil de la entonces Asunción de María goteaban las

últimas lluvias. Resplandecían los primeros rayos de sol que lu-chaban por salir e iluminar el poblado. La neblina se levantaba entre los cerros como una gran cortina blanca. De pronto, del silencio que reinaba entre el caserío surgió el repique de las cam-panas de la iglesia. Su sonido era nostálgico y triste, como si llo-raran la pérdida de alguien amado. Era aún de mañana cuando los vecinos que iban al tianguis escucharon la noticia: había muerto Yohualxochitl, jovencita de apenas quince años. La había matado un rayo, decían algunos; otros cuchicheaban que una serpiente, y otros más que se la ha-bía llevado el Señor de los Cerros.La joven, de facciones delicadas pero de fuerte expresión, era orgullo de esa región. Muchos admiraban su comportamiento discreto y correcto y alababan su cabellera negra azabache, cual obsidiana. Por las tardes se le veía sentada sobre un petate en el solar de su casa, peinando lentamente la larga cabellera que caía so-bre sus piernas. Se ungía los cabellos con aceite de oliva como lo habían indicado su madre y su abuela. Ellas sabían que el aceite que compraban en el cercano Tulyehualco hacía crecer el cabello sano y con gran brillo. Después de cepillarlo con una escobeta de varas tiernas, verdes y delgadas se trenzaba los cabellos con cin-tas bordadas en lana y con puntas de chaquira de cristal brillante. Después de los repiques que anunciaron el triste hecho, la gente asistió a la casa de la muchacha para dejar las ceras que la acompañarían en su último recorrido por las calles del pueblo.

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La madre había sahumado el cuerpo y había llevado a ben-decir la sábana en que recostaría a su hija. La atavió con un ves-tido blanco y una corona de flores, como cuando iba a bailar Las Pastoras a la virgen.4 La madrina de bautizo le colocó las alparga-tas de ixtle que llevaría en la caminata al lugar de los muertos. Cuando los vecinos del lugar llegaron a dar el pésame a la familia, Yohualxochitl yacía en el féretro y sobre su vestido, a la altura del pecho, empuñaba una vara de rosa, para defenderse de los perros al atravesar el Río de la Muerte, En el ataúd estaban colocados trece tamalates, un ramo de tecomatl y xicalli o pasto y siete tomines o monedas para pagar la balsa que la llevará al otro lado del río. Durante el velorio siempre hubo vecinos acompañando al cuerpo de la joven, algunos rezaban y otros cantaban tristemen-te. Durante toda la noche se habló sobre la vida de la difunta. En la habitación, los espejos fueron retirados y algunos cubiertos con tela blanca, decían que era para que su alma descansara, por-que estos son una puerta al más allá y su alma se podía fugar. Cerca del ataúd había cuatro cirios, flores, incienso, vina-gre con cebolla y cigarros. Todos los que dejaban el velorio, ya muy de madrugada, fumaban un cigarro para no llevar el aire de muerto a sus hogares, en especial quienes tenían niños. Ya entrada la noche se colocó una fogata en el solar de la casa, donde ella se sentaba a alaciarse el cabello. Se sirvió café y cocoles a los que acudieron al velorio. No podía faltar el aguar-diente para aguantar el frío. Durante la madrugada, las mujeres adelantaron las labores para la comida que se ofrecería después del sepelio: cocían pa-pas, escogían romero, limpiaban arroz y nopales o picaban za-nahorias, sin carne, por supuesto, porque consumirla en ese día era como comerse a la difuntita. Todos los guisados se hacían en gran cantidad y en cazuelas enormes, ya que los que integraban 4 Las niñas de la zona se prestan por promesas hechas a algún santo o por gusto de los padres para ir a bailar a los Santos Patronos de los pueblos de Milpa Alta. Por-tan un vestido blanco, una corona y un arco adornados con flores del mismo color. Existe una mayordomía que les monta la coreografía y las lleva a las festividades. En la iglesia hacen dos filas y bailan pasando de una línea a otra, haciendo un gran arco por el que deben pasar bailando. Al centro de la fila colocan un palo adornado con flores y listones de colores, y bailan alrededor tomando la punta de un listón.

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la comitiva hacia el panteón debían regresar a comer, pues hasta hoy es una falta no hacerlo. Además, las cazuelas debían quedar completamente vacías, porque si no se reparte todo el alimento, habrá otro difuntito cercano para quienes cocinaron. Al menos eso dicen los que saben sobre las exequias. Entre las pláticas de madrugada se comentaba que Yohua-lxochitl, a pesar de poseer una belleza notable y una hermosa ca-bellera, nunca dejaba de anhelar tener el cabello más largo, negro y abundante que todas las jóvenes del lugar. Los últimos meses se la pasaba pidiendo a la gente del pue-blo, a las mujeres mayores y a las amigas, recetas para mejorar el aspecto de su cabellera. Las recomendaciones no faltaron: “Usa sangre de drago y quina roja en té. Cómpralas con el señor que vende las hierbas en el mercado.” “Pon a cocer encino y romero; te dará muchísimo brillo. Te lo echas al terminar de lavarte el cabello y verás.” Otras repetían que el aceite de oliva era lo mejor. Algunas le decían que se untara un chorrito de aceite de ricino o de hue-so de mamey. Pero la chica no estaba conforme, y eso que había probado de todo. Una tarde, cuando la muchacha peinaba su cabellera, se acercó una mujer madura con el cabello entrecano. Su cara mo-rena parecía no tener una sola arruga y sobre sus hombros caía un rebozo gris aperlado: —¿Tú me buscabas? —preguntó. La chica sorprendida contestó: —¿Quién es usted? ¿Puedo servirle en algo? ¿Busca a mi madre? —No. ¿Tú eres la que busca una receta para el cabello, para mantenerlo hermoso, como el de ninguna? La muchacha sorprendida abrió muy grandes los ojos y sin poder pronunciar palabra escuchó a la mujer. Desde la casa de al lado, una vecina logró ver la escena. Se recargó en la cerca mirando con curiosidad, tratando de escu-char y preguntándose: “¿Qué estará buscando la Tetlachihuitl? Hacía rato que no venía por aquí. Su presencia no augura algo bueno”.

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Mientras tanto, aquella mujer misteriosa seguía hablando con la muchacha: —Debes buscar una víbora de cascabel. Ve a las cuevas o a las milpas, allá en el monte. Cuando la hayas encontrado la ma-tas, le quitas la piel, recoges el aceite y luego te lo untas en el cabello. La mujer le advirtió que sólo una vez por semana se ungiera el preparado, y que por ningún motivo lo usara diariamente. Yohualxochitl lo pensó por unas horas, finalmente corrió a las cuevas y a las milpas de la región con su morral al hombro, buscando la cascabel. Esperó que el sol del mediodía calentara la tierra. Después de algunas horas de búsqueda, debajo de un ma-guey encontró a una serpiente enroscada, la mitad de su cuerpo yacía en la sombra y la otra recibía plácidamente el sol. Su piel brillaba y de vez en cuando movía el cascabel que temblaba en la punta de su cola. La muchacha miró a la serpiente por largo rato. Sabía que su actuación debía ser certera, porque el animal podría escapar o morderla. Tomó un tronco que estaba cerca de sus pies y lenta-mente, muy lentamente, lo levantó por arriba de su cabeza y en segundos lo lanzó hacía el animal. Su puntería fue contundente, el animal quedó atrapado por el madero y por más que intentó arrastrarse no lo logró. Yohualxochitl cogió un pequeño cuchillo que llevaba entre las enaguas, lo sostuvo en lo alto y lo dejó caer de golpe. La ser-piente quedó inerte a los pies de la joven. Ella la cogió entre sus manos ya sin vida y la metió a su morral. Satisfecha caminó hacia su casa. Al llegar corrió a la cocina y sobre la mesa extendió a la víbora. Con sumo cuidado separó la piel del resto de la carne, la desolló como si fuera una experta y se dió a la tarea de extraer la grasa que estaba entre la piel, la colocó en un recipiente que más tarde puso al sol para que se derritiera. Cegada por la vanidad no siguió los consejos de la Tetlachi-huitl y se untó diariamente el aceite en el cabello, éste le creció largo, muy largo y brillante. Mas cuentan que al caer la lluvia se le erizaba de manera incontrolable. Eso no le inquietó, porque ad-virtió que la cabellera le cubría más abajo de las rodillas, hacién-

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dola admirada por todos en el pueblo. Aunque en alguna ocasión confesó a sus amigas que el peso de la melena le provocaba dolor de cabeza. Llegó Xopantla con sus lluvias, truenos y relámpagos que hacían a todos estremecer. Para ese entonces Yohualxochitl pare-cía una diosa cuando extendía y peinaba su larga y preciosa cabe-llera. Mas ocultaba a todos las extrañas sensaciones que invadían su cuerpo cuando azotaban las lluvias. En cada relámpago, la ca-bellera se le ondulaba tomando forma de serpiente. Una tarde, cuando el sol caía sobre el verdor de los árboles y los hacía resplandecer, el viento empezó a soplar con gran fuer-za y una nube gris cubrió el caserío. Los relámpagos se hicieron presentes, estremeciendo los alrededores e iluminando los cie-los. Sorpresivamente se dejó venir una cascada de agua, era una verdadera tormenta. La cabellera de la muchacha empezó a mo-verse, a erizarse y a serpentear. Ella trató de atarla con una cinta de lana pero no lo consiguió. El cabello ondulante le recorrió los hombros y los fue cubriendo, en segundos se quedó enredado en su cuello, mientras más intensos eran los rayos, los cabellos presionaban más y más. La joven trataba de retirarlos con ambas manos, de arrancarlos. Luchó largo rato, pero no logro liberar-se. Entre gritos ahogados fue cayendo al suelo mientras sus ojos desorbitados miraban sin rumbo fijo. Hasta que por fin, entre es-fuerzos inútiles por liberarse, dejó este mundo. Ésa fue la historia que corrió por el caserío de la Asunción, la que se contaba esa noche de velorio. Todos estaban seguros de que tanta vanidad había sido la perdición de la joven Yohualxochitl. En el sepelio, al colocar el féretro en la fosa, las muchachas del poblado lo rodearon y lo cubrieron con flores blancas. La madre tomó un puñado de tierra y la frotó en sus rodillas para aligerar el sentimiento de extrañeza, eso dicen los mayores. Todos relataban historias sobre el misterioso aceite de víbo-ra, que nunca más fue utilizado para hacer crecer las cabelleras de las jóvenes de esas tierras.

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tlahcique

Hace tiempo en Malacachtepec Momoxco vivía Cecilia, mujer que había contraído nupcias con Julián, campesino

oriundo de San Agustín Ohtenco. Todos comentaban sobre su extraño comportamiento: le gustaba la soledad, realizar sus que-haceres de noche y casi no tenía contacto con la gente del pueblo. Los tres hijos que había procreado la pareja tuvieron que acos-tumbrarse a los peculiares modos de vivir de su madre. Nadie se explicaba por qué la mujer había preferido hacer su casa en las fal-das del cerro y había abandonado una chocita de no mal ver que tenían cerca de la iglesia, exactamente en el barrio de Santa Cruz. Todos la recordaban, pues poseía un belleza misteriosa, pero discreta. Sus grandes ojos rasgados hacían suspirar a más de uno. Julián, al que todos consideraban afortunado por ser el que había enamorado el corazón de la muchacha, la presentó a su fa-milia la noche de un quince de junio, fecha en la que ella cumplía diecisiete años. Una semana después, los padres del muchacho visitaron a los de la joven. Llevaron aguardiente, galletas y fruta, y acordaron el día del pedimento formal. Llegada la fecha, la gente del pueblo se preparó desde muy temprano. La familia del novio llegó con canastas y chiquihuites llenos de fruta, adornados con flores y papel de china colorido. Además, un par de burros cargaban la leña que serviría para co-cinar las viandas el día de la boda. Los animales lucían sus crines trenzadas con listones de colores. Era mediodía cuando la gente se encamino a la casa de Cecilia. Al llegar, el novio y la comitiva se colocaron frente a la casa de la muchacha; él, con unas tijeras recién compradas, cortó el listón blanco que cerraba el zaguán. En seguida, con una escoba y un recogedor también nuevos, le-

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vantó las pequeñas piedras que se habían colocado rumbo al al-tar familiar. Todos entraron con el novio cargando los presentes. A los padres de la prometida se les entregó un guajolote blanco, con el que se mostraban las buenas intenciones del mu-chacho y la pureza de las almas y cuerpos de los novios. Algo que nunca se explicaron los invitados fue, por qué cuando a Julián le tocó buscar a la prometida por las habitacio-nes de la casa —como parte del ritual de pedimento— la en-contró bañada en plumas grises que parecían de guajolote. Él no dio importancia a ese detalle. Al encontrarla, la cogió de la mano y la presentó como su novia oficial. Todos se dirigieron al altar. Allí Julián le entregó a la muchacha un rebozo blanco y le colocó el anillo de compromiso. Entre aplausos y felicitaciones se entregaron los regalos. Los parientes tomaron la palabra y se presentaron. A partir ese momento todos se consideraban una sola familia. Comentan los abuelos que a la joven no se le veía del todo convencida; estaba incómoda entre tanta gente, y ese día no pro-bó bocado. Un poco más tarde se acordó la fecha de la boda y se habló sobre el carácter de los prometidos, a ellos se les dieron consejas sobre el matrimonio. A partir de ese instante la relación era for-mal. Pero desde ese día, ella no consintió que Julián la visitara hasta tarde. Cuando empezaba a caer la noche lo mandaba de regreso a su casa con cualquier pretexto. El muchacho no podía quejarse, ya que ella cumplía todo lo acostumbrado por la comunidad. Julián cada semana llevaba su ropa sucia para que ella la lavara, mientras que él iba a cortar leña con su suegro o le ayudaba en el trabajo del campo. Las abuelas decían que esto era para que los jóvenes estuvieran preparados y supieran la carga que era el matrimonio. Un mes antes de la boda Cecilia sufrió mucho, ya que quería recibir por la tarde y no por la noche, las nueve bendiciones que la familia acostumbraba dar a los novios antes del enlace. Los tíos, abuelos y padrinos daban una merienda después de hablar sobre la conducta matrimonial y rezaban frente al altar por la nueva pareja. El jaloneo fue notable, nadie se explicaba la terquedad de la mu-chacha por cambiar el protocolo y hacerlo antes del anochecer.

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Finalmente, llegó el gran día. Muy de mañana llegaron a de-sayunar los padrinos de velación. Hubo tamales rojos y verdes y atole de pinole servido en jícaras hechas de guajes y pintadas a mano con paisajes coloridos. Después de disfrutar los alimentos, la madrina se dirigió a la habitación de la novia, la ayudó a ves-tirse y a peinarse; lo mismo hizo el padrino con el muchacho. Al mediodía todos se encaminaron a la iglesia. Cuentan que Cecilia se veía hermosa vestida de blanco y con el cabello recogido lleno de flores. Terminando la ceremonia religiosa, todos en comitiva se dirigieron a la casa del novio. Re-corrieron las calles del pueblo seguidos por la banda de alientos. Algunos familiares los esperaban en el portal. El padre de Julián fue el primero en recibir a los desposados con una cera, flores y sahumerio para darles la bienvenida. Al interior de la casa se preparó un altar y se colocó un petate en el que se hincarían los novios, además se puso incienso, flores y las imágenes del Cristo de Chalma y de la Virgen de Guadalupe. Ahí los padrinos entre-garon a la pareja recién casada. Durante la comida la joven casi no probó alimento, algunos arguyeron que era por el nerviosismo del enlace, mas no le die-ron importancia. La fiesta estaba en su apogeo y al son de la ban-da de alientos todos bailaban. Los padres cargaban una canasta y dentro de ésta llevaban un guajolote blanco, al cual le colocaron un cigarro encendido en el pico, bailando daban vueltas a las me-sas. Así se mostraba la pureza de la novia. Por la noche, los familiares entusiasmados se pusieron de acuerdo con los padrinos para la “saludada”, que se haría al otro día. Ambas familias colectaron dinero para contratar una banda y todo el pueblo fue convidado. Por la mañana, se prepararon los cueros de neuhtli (pulque) y se adornaron los regalos. Ya entrada la tarde empezó la música. La banda tocó sones, huehuenches y tlacualeras acompañando el baile por las avenidas. Se veía a los invitados contoneándose, meciendo los regalos por las calles del pueblo. Llevaban cargando anafres, sillas, cazue-las, grandes cucharas y un cazo para carnitas. Algunas mujeres arrullaban un muñeco simulando un bebé, el cual era mostrado a todos. Eso sería el retoño de la pareja y el pueblo estaría pendien-te del acontecimiento.

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Un par de cuadras antes de llegar a la casa de Julián, las mu-jeres se colocaron en cuadrillas, de cuatro en cuatro pasaban de un flanco a otro, luego se tomaban del brazo y meciéndose daban vueltas, sin dejar de cantar:

Moateco, moateco, amiquixiconi, xiconi, antleimoateco, moateco, amiquixiconi, xiconi, antlei.Xipanucan, xitlaicanNoche tlin nan panutihueIn atuye cuza huellicHuan tamalle cuza chiahua.5

En la casa del novio, asomada por la ventana, Cecilia veía que la comitiva se acercaba. Sus tíos y primos cargaban dos cue-ros llenos de pulque, los contoneaban por toda la calle y otros repartían aguardiente.

Ahora sí que ya se estiraAhora sí que ya se encogeAhora sí que ya se estiraAhora sí que ya se encoge

Todos bailaba al escuchar los cantos que bien conocían. Dos mujeres al bailar estiraban un rebozo cogiendo los extre-mos, y al cantar la estrofa unían y separaban las puntas. La nueva desposada, al ver que la gente casi llegaba, corrió a la puerta principal; ahí la esperaba Julián, quien la cogió de la mano y la miró con extrañeza. Al llegar la comitiva se abrió el

5 GUAJITO Guajito, guajito tiene sed Bébele, bébele, ya no hay Guajito, guajito tiene sed Bébele, bébele, ya no hay ATOLERA Pasen a tomar atole, todos los que van pasando, el atole está muy rico, y los tamales muy grasosos.

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portón. Los familiares golpearon los cueros de pulque uno con-tra otro al ritmo de la música, hasta que uno se rompió y dejó salir el preciado néctar. Empezó la repartición del neuhtli. Al pri-mero que le sirvieron fue al nuevo esposo: —¡Tómate el chamaquero! — gritaban los hombres, ro-deándolo y sirviéndole bastamente. Mientras esto sucedía, las tlacualeras salían de la cocina de humo llevando cazuelitas con el mole del recalentado y cestas con trocitos de tortilla. Contoneándose iban dando de comer en la boca a los que llegaban al convite. Las tías de Julián cogieron a éste por la cintura con un rebozo, le pusieron en los brazos al mu-ñeco que arrullaron durante el baile y, dándole nalgadas al recién casado, hicieron que lo meciera en los brazos. Entrada la noche, se entregaron los regalos. Cecilia, ante los ojos de todos, fue aco-modando en una gran mesa utensilios de cocina: escoba, metate, metlapil, molcajete, tejolote, hacha y azadones; hasta animales de corral, como guajolotes, puerquitos y pollos. Durante toda la fiesta al nuevo esposo se le vio pensativo y mirando de reojo a su mujer. En ese momento nadie se explicó esa actitud. Algunos años después, el muchacho platicó con su padre al respecto. La noche de bodas él estaba tan borracho que no supo nada de su esposa, y decía: —Pero bien recuerdo que al levantarme, Cecilia no esta-ba; ¡no estaba por ningún lado la condenada! Ya como a eso de las nueve de la mañana entró al cuartito, pero ni siquiera con el desayuno, y nunca me dijo qué había hecho durante la noche o dónde se había quedado; cuando se lo quería preguntar, siempre me cambiaba la plática. Éstas fueron las interrogantes que siempre estuvieron pre-sentes en la vida matrimonial de Julián. Después de tan vistosa fiesta, era de esperarse la llegada de los retoños. Tuvieron tres varones a lo largo de diez años de casados. Julián siempre se quejaba de las raras costumbres de su mu-jer. A ella le gustaba salir a ver la luna, a lavar de noche, a cuidar a las gallinas porque se las podía llevar la comadreja durante la madrugada, y casi al amanecer entraba a dormir. Sin embargo, el hombre se acostumbró a esos raros comportamientos.

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Pero cuentan los abuelos que una noche, cuando la mujer andaba por el corral, Julián despertó. Al darse cuenta que ella no estaba por ningún lado, salió a buscarla. En el patio se encontró con una fogata y junto a ésta estaba lo que parecían ser trozos de madera. Él se acercó a ver lo que sucedía y de pronto, un frío inesperado le recorrió la espalda y la cabeza. Sintió que los ca-bellos se le erizaban. Ahí estaban unas piernas, no eran trozos de madera, ¡eran unas piernas! No supo qué hacer. Quiso gritar y salir corriendo, pero grande fue su sorpresa, ya que al mirar esas extremidades se dio cuenta que tenían calzados los zapatos polvorientos de Cecilia. Él se quedó mudo, helado y no se movió durante un largo rato. Al pasar los minutos las ideas se agolpaban en su cabeza: qué le había pasado a la madre de sus hijos, quién le había hecho ese daño. De pronto escuchó un aletear escandaloso que lo hizo salir del ensimismamiento. Algo se arrastraba hacia él. Rápidamente se escondió tras un árbol. No podía creer lo que sus ojos miraban: se acercó a la fogata una gran guajolota gris y empezó a bailar. Crispaban los maderos entre el fuego y el ave seguía moviéndose abruptamente, poco a poco una cara humana empezó a revelarse entre el plumaje, de las alas brotaron un par de manos, así se fue transformando aquel animal hasta dejar al descubierto a Cecilia. Ella cogió aquellas piernas y se las puso. Se inclinó sobre una ca-cerola que tenía preparada cerca del fogón, y dando horcajadas vomitó sangre y cabellos. Enseguida recogió algunas hierbas y las echo al recipiente. Minutos más tarde, la mujer metió la mano al cocido que aún estaba humeante, cogió un poco y lo puso entre sus labios, lo saboreo y lo fue tragando poco a poco. Después de presenciar la escena, Julián regresó aterrorizado a la cama y se hizo el dormido. Al poco rato llegó su mujer, levan-tó la cobija y se acurrucó a su espalda. Él no pudo cerrar los ojos ni un minuto, esperó ansioso el amanecer. Al asomarse los primeros rayos del sol, el hombre salió de la casa y se dirigió al bosque a traer leña, pensando en lo que había visto. Repitiéndose una y otra vez: —¡Es una tlahcique! Chupa a la gente, les arranca los trozos de cabello y carne y se los come. ¡Es una tlahcique!

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Entonces empezó a vigilarla por las noches. Hasta que un día, harto y horrorizado de ver su transformación, esperó a que iniciara el baile y se quitara las piernas. Cuando Cecilia conver-tida en guajolota alzó el vuelo, el marido cogió las extremidades entre sus manos y las lanzó al fuego. Allí se quedó mirando en silencio hasta que se consumieron. Luego fue a recostarse a la cama y esperó a que su mujer volviera. Ella sin sospechar nada, regresó y se transformó, pero no encontró sus piernas. Deses-perada buscó tras los árboles y arbustos, mas no las encontró. Arrastrándose con dificultad despertó a su marido y le confesó que ella era tlahcique desde muy jovencita, era una maldición que habían lanzado a su familia. Entre lágrimas le preguntó si no ha-bía visto sus piernas. Él dijo: —Si, las vi y las quemé. Ella asustada preguntó: —¿Por qué los quemaste? ¡Ahora qué me voy a poner! Él, confundido por lo que había hecho, le dijo: —Pensé en las maldades que andabas haciendo. Chupas y muerdes a la gente. Ella, apenada pero recriminándole, le contestó: —Si tú te diste cuenta me hubieses preguntado. Ahora cómo voy a salir. Tú tendrás que hacerte cargo de nuestros hijos. Por la noche tendré que visitar a mi doctor para ver si tengo re-medio. Al anochecer, la tlahcique salió a ver a su médico, que era un cuervo. Éste, al enterarse de lo que había sucedido, habló con otros animales que tenían el conocimiento. Ellos le dijeron que sólo había un remedio, pero que era muy difícil. Tenía que ir ha-cia el norte y al encontrar un gran llano, debía buscar un árbol de tronco ancho, ahí él convertiría a Cecilia en una acémila y la ata-ría. Ella debía romper el lazo que la sujetaba al árbol; si lo lograba se aliviaría y si no quedaría convertida para siempre en animal. La mujer regresó a su casa y le contó a su marido. Le dijo que la noche siguiente iría a curarse. Le explicó lo que su médico le había indicado. Si no lo lograba éste le avisaría. Julián arrepen-tido de haber quemado las piernas de su esposa, le deseó suerte, pues la seguía queriendo.

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Llegada la oscuridad, ella se fue con el cuervo hasta los lla-nos del norte, la región de la muerte. Al encontrar el árbol, el ave la transformó y la ató con fuerza. Ella intentó soltarse, tiró y tiró de la cuerda por largo rato, hasta que en la lejanía se dejaron ver algunos rayos de sol. La tlahcique no lo había logrado, seguía con la misma apariencia. El cuervo no pudo evitar derramar algunas lágrimas, ya que ella nunca volvería ver a su familia. El sol estaba deslumbrante esa mañana y Cecilia lloraba desconsolada por su nueva aparien-cia. El ave la liberó de las cuerdas y la vio alejarse por el llano. En sueños el cuervo avisó al marido que ella no regresaría y que cuidara de sus hijos. Desde entonces a Julián se le vió sólo y meditabundo, cui-dando a sus tres pequeños en las tierras de Malacachtepec Mo-moxco.

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sixto pérez,el Borreguero

Eran casi las diez de la mañana y el pueblo de Tlacotenco lucía soleado y tranquilo. Desde la plaza podían verse los cerros

arbolados y las verdes y apacibles milpas. Ese día, la claridad era tal que la vegetación más lejana parecía tocarse. Desde el kiosco se podía percibir el olor a la humedad de la tierra recién tocada por el sol, mezclada con el aroma de pan hecho en horno de pie-dra y de café con piloncillo, y es que el mercado del pueblo esta-ba exactamente al lado de la plaza, así que bastaba un paso para lograr mirar a las mujeres con sus canastas y costales comprando lo necesario para el almuerzo. De pronto, entre los sonidos coti-dianos de la calle y la vendimia, se escuchó la música de la banda de alientos, sus notas eran profundamente melancólicas. Atravesando la plaza central, envuelta en un rebozo gris, ca-minaba presurosa una mujer. Sus casi setenta años no le impedían mostrar una especial agilidad. Recorrió algunas calles, hasta que por fin detuvo sus pasos al encontrarse con un cortejo fúnebre. Ahí venía la banda que parecía llorar acompañando a los deudos. Ella se colocó a un costado de la comitiva y caminó con ellos. El contingente se detuvo frente a la iglesia. El sacerdote re-cibió al cortejo y roció agua bendita sobre el féretro, dirigién-dolo hacia el atrio. Los familiares colocaron rosas blancas sobre la caja, mientras dos mujeres lloraban desconsoladas intentando calmarse mutuamente. Había tanta gente dentro del santuario que la mujer no alcanzó espacio para sentarse y decidió escuchar la misa desde una banca en el jardín del templo. Mientras se persignaba, escucho una voz que interrumpió su plegaria:

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— Buenos días Felicitas ¿Y ahora quién se murió? Ella miró de reojo y al descubrir que era su vecina contestó confiada: —Sixto, Sixto Pérez, el borreguero. El que vivía dando vuel-ta a nuestra cuadra. El que iba a ser mi compadre en unos meses. Dicen que se lo llevó el mal aire. Él era un hombre como cualquiera del pueblo, no provo-caba escándalos, llevaba una vida modesta y siempre se había dedicado a la cría de borregos. Subía al monte por varios días para que los animales pastaran y se mantuvieran sanos hasta que llegara la hora de venderlos. Cuenta su familia que una semana antes, después de cumplir con el pedimento de la novia de uno de sus hijos, subió al monte. En el corral de su casa lo despidió su esposa cuando caía la tarde. El hombre arreó a sus borregos y los llevó a la vereda rumbo al monte. Sixto llegó de noche al llano donde sus animales pastarían algunos días. Los pinos ululaban con el viento. En la oscuridad se lograban ver algunos montones de hierba seca. El canto de algunas aves nocturnas ya eran familiares para él. Se apresuró a recoger zacate y puso una base, luego colocó algunos troncos y nuevamente colocó zacate. Encima puso tres cobijas, amarró al-gunos palos largos como esquinas y creando un cuadrado en lo alto, empezó a colocar troncos y hierba seca. La pequeña choza quedó lista. Él, sin más tardanza, al ver concluido el refugio, se acurrucó y se durmió sin acordarse de cenar. La jornada había sido realmente agotadora. Los días siguientes comió conejo y algunas aves que prepa-ró con hierbas de olor, ya que siempre cargaba sus pequeñas ollas y cazuelas. Cortó teochitl (té de campo) y lo puso a hervir con agua en una ollita sobre un tlecuil. El aroma se expandió por los alrededores. Su cuarto día en el cerro fue muy laborioso, así que antes de caer la noche, recogió y guareció a sus borregos bajo un techo que había construido con troncos y hierba. Se acercó al fuego, se sirvió té caliente, se sentó sobre una piedra y bebió lentamente mientras pensaba en sus hijos, en los nietos que habrían de venir, y claro, en su esposa. De vez en cuando callaba a la manada que balaba al ver el fuego, interrumpiendo su reflexión.

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Casi era medianoche, el viento de pronto empezó a soplar, los pinos ululaban, pero Sixto aún estaba sentado frente a la ho-guera. De pronto, sintió que un frío le recorrió desde la planta de los pies hasta la cabeza. Cogió la ollita de té entre sus dos manos para calentarse, pero no lo logró. El hombre sintió sin dudar que alguien lo miraba. Volteó de pronto y entre la oscuridad vio a una mujer con cabellos lar-gos que caminaba hacia él. Sorprendido abrió muy grandes los ojos y pensó: - ¿Qué mujer podría estar sola de noche y en el monte? Ella se acercó. La luz de la luna bañaba sus cabellera oscura, que peinaba y alaciaba con las manos. Sobre sus hombros y su delgado talle caía un rebozo blanco. Sixto poco a poco pudo ver su rostro: era Ginia, su Higinia, una antigua novia de juventud. Él se levantó asustado sin decir palabra. Un temblor recorrió su cuerpo. Trató de controlarse. Se acercó a la fogata, cerró los ojos y apretó los puños. Los borregos balaban y pateaban asusta-dos. Algunos aullidos de lobos o perros se escuchaban a lo lejos. Ella se casó con un hombre que la maltrataba y nunca la hizo feliz. Siempre recordó al borreguero. Sufrió mucho. Siem-pre se arrepintió de haberlo abandonado, y sobre todo porque ya estaban comprometidos y a unos meses del enlace matrimonial. Aquella mujer soportó por años el sufrimiento, hasta que final-mente una noche, en total soledad, se lanzo por un barranco. La muerte, dicen, fue instantánea. Cuentan que a pesar de lo gol-peado que quedó el cuerpo, en su cara se reflejaba un gesto de paz. Aunque Sixto supo de su fallecimiento, no fue a despedirse, ni siquiera al velorio o al sepelio. Se conformó con saber lo que había pasado. Tras largo rato de cerrar los ojos, Sixto sintió una mano he-lada sobre la espalda. Casi volteó de un salto. La mujer lo miraba de frente. Él se alejó bruscamente. Sabía que no debía hablarle. Los abuelos decían que el “mal aire” podía presentarse en forma de hombre o mujer y que si se le dirigía la palabra entraría por la boca y se llevaría esa alma. Él no habló. Caminó pronto a su ranchito de zacate y se metió bajo la cobija. Clarito sintió como se levantó de un lado la cobija y algo se deslizó junto a su espalda. Cerró los ojos con

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fuerza, ¡no quería ver! ¡No quería ver nada! sentía que le faltaba el aire y su cuerpo temblaba. De pronto ella empezó a llamarlo: —Sixto… Sixto, anda, mírame. Ven, quiero que me acari-cies. Te he extrañado tanto. Sé que tú también me has extrañado. Ven Sixto, ¡ándale! La voz retumbaba en su cabeza y no pudo contenerse más. Como ráfagas de fuego y con deseo de reclamo gritó: —¡Déjame en paz! Tú fuiste la que me dejó. ¡Vete, vete ya! Déjame tranquilo. Él había roto la regla de oro: había hablado. Ella insistía dulcemente: —Ándale Sixto, yo sé que tú me quieres, ven… Él sintió nuevamente una mano helada en el brazo. Pero esta vez estaba molesto. Así que volteó, la tomó por los hombros y con todas sus fuerzas la botó fuera de su cama. Ella rodó hacia la fogata. Se escucharon tronidos y crujidos en el fuego y un gri-to desgarrador cerró la escena. El hombre, con gran esfuerzo, ya que el temblor de su mandíbula era incontrolable, repitió algu-nos rezos. Se recostó y se cubrió con las cobijas. A las pocas horas em-pezó a sentirse mal, le faltaba el aire. Sabía que algo extraño le pasaba. Decidió regresar al pueblo, arreó a sus borregos aún in-quietos y echó a andar hacia su casa. Dando traspiés y sobando su pecho vio aparecer el caserío. Muy de mañana, cuando empezó a rayar el sol, llegó a casa. Gritó a sus hijos y a su mujer. Todos salieron. Era raro que él bajara tan pronto. Lo vieron abrir la puerta del solar, apenas y podía caminar. Respiraba con gran dificultad. Sus hijos lo llevaron al interior de la casa y lo recostaron en la cama. Su esposa pidió que trajeran al médico, pero Sixto le dijo: —Tráeme mejor al padre, ya no es tiempo… Unos corrieron a llamar al médico y otros al sacerdote. Cuando éstos llegaron, el hombre había dado el último suspiro. La esposa entre lágrimas y sollozos le cerró los ojos y lo abrazó diciendo:

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—Él ya se fue, ya se fue. Desde allá arriba ya nos lo había ganado el Ahmo Cualli. Ya no era él. El mal aire ya se lo había llevado. Todos en la habitación guardaron silencio y nadie se atrevió a negar la presencia de los seres ancestrales que habían llegado por Sixto. Al finalizar la historia, doña Felicitas se levantó. Había ter-minado la misa. Cogió a la mujer del brazo y ambas caminaron hacia el séquito mortuorio, que ya salía de la iglesia rumbo al panteón.

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juan carnero

Era una de esas tardes en que la lluvia había logrado encerrar-nos en casa. Los pueblos de la majestuosa Malacachtepec

olían a tierra mojada. Las piedras y la tierra hacían chisporrotear el agua que bajaba del monte y recorría las calles. Grandes ba-rrancas se formaban por los caminos inclinados de los barrios. Recuerdo que esa tarde, la tía Lupita había preparado café de olla y cocoles con mantequilla. Mis primos y yo nos guareci-mos en su casa, pues la lluvia era intensa. Todas las habitaciones olían a canela y piloncillo. A sus setenta y cinco años, ella seguía siendo la mejor anfitriona. Su voz cálida y melodiosa nos tenía atentos a cada momento. La noche empezaba a tender su man-to y el frío se había hecho más penetrante. La tía se sentó con nosotros y sin dejar de sorber el café calientito de un jarro que mantenía entre sus manos, nos preguntó: —Ustedes han escuchado la historia de Juan Carnero de San Mateo. La respuesta fue negativa. Ella miraba hacia la ventana y re-cordaba: Hace algún tiempo en la gran Malacachtepec, la gente co-mentaba inquieta y asustada que sus animales: borregos, marra-nos, pollos, caballos y becerros se estaban perdiendo del corral. De noche contaban su ganado y al otro día la cantidad era menor, nadie sabía el porqué. Al no encontrar respuesta, algunos con-cluyeron que esa era la acción de un nahual que venía de noche a robar a los corrales. Un domingo los pobladores, cansados del hurto, se organi-zaron y se prepararon para verlo y enfrentarlo. Al llegar la noche, los animales se pusieron muy inquietos, los caballos relinchaban nerviosos y los perros ladraban sin parar. La gente salió de sus

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casas para ver qué pasaba. Sorprendidos vieron correr entre las calles un enorme animal que llevaba varios pollos en el hocico. Algunos le lanzaron piedras, pero era muy veloz y escapó sin di-ficultad. Al otro día, todos en el pueblo hablaban de lo sucedido y se preguntaban ¿quién era el nahual y de dónde venía? Los más vie-jos aseguraban que era un tzintzohyaque del barrio de San Mateo, arguyendo que ahí había muchos nahuales. Otros decían que era santanero, cuauhtotoltin o tetexincatl de San Juan Tepenahuac o cuapitzote, de San Salvador Cuauhtenco. De lo que todos esta-ban seguros es que era un nahual. Entre plática y plática todos empezaron a señalar a Juan Ríos, de San Mateo. Se preguntaban de qué vivía si no trabajaba. No tenía milpa ni vendía, pero siem-pre tenía para vestir y comer dignamente; así que empezaron a repasar lo que hacía este hombre día con día, sin llegar a nada. Algunos decían que siempre estaba en su casa. Él mismo comen-taba que trabajaba de noche y a veces salía de viaje. Los días pasaban y los animales se seguían perdiendo. Sin más tardanza, los pobladores se reunieron en la plaza principal, al centro del kiosco. Entre gritos y quejas decidieron que la siguien-te noche esperarían al enorme animal. Al día siguiente, a la hora pactada, la gente estaba atenta en sus casas. De pronto empezó a escucharse alboroto en los co-rrales. Borregos, caballos y gallinas corrían de un lugar a otro acompañados por el ladrido de los perros. Los vecinos salieron cargando palos, piedras y rifles. Entre los animales observaron a un enorme carnero que guiaba a los rebaños, sacándolos del corral. La gente lo siguió manteniéndose unos metros atrás. El gran nahual azuzaba a los pollitos, las cabras, una que otra vaca y un potrillo pinto. Aquel ser los llevaba hacia el volcán Teutli, pasando los te-rrenos que hoy son bulevar. Hombres y mujeres caminaban en-tre piedras, hoyos de tuza y matas de maíz. A veces se sostenían o descansaban en la rama de algún pirú o de algún tepozán, para luego seguir la persecución. Cuando estaban a las faldas del volcán, se escondieron tras los árboles, rocas y nopales. El animal terminó de ascender, los pobladores subieron con gran sigilo. Nunca lo perdieron de

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vista. Ya en la cima, se sorprendieron al ver luz en la cueva más grande que hasta hoy existe en ese volcán. Dentro de ella había una gran bóveda en la que estaban los animales perdidos: pollos, marranos, becerros, caballos, conejos y hasta un cervatillo. Hasta el fondo de la cavidad estaba el gran borrego. La gente rodeó el lugar y a la entrada de la cueva, sobre el suelo, las mujeres colocaron una cruz de ceniza y los hombres se acercaron al gran carnero para colocar a sus pies una cruz de ocote. Él trató de correr, pero justo en la ceniza cayó de rodillas como si algún dolor se apoderara de su cuerpo. Luego se deslizó por el suelo quedando bocabajo, revolcándose por largo rato. Era como si quisiera quitarse la piel sin lograrlo. Se azotaba afligido, como si le clavara un puñal. Después de un rato, el abundante pelo que lo cubría empe-zó a desaparecer, las garras se acortaron al igual que el hocico, y entre tierra y cenizas recobró su forma humana. Todos los pre-sentes lo miraron sin perder detalle. Al terminar su transforma-ción, yacía en el suelo exhausto y desnudo sobre una salea de borrego. La gente no dejaba de mirarlo. De pronto se escuchó un murmullo: —¡Es Juan! ¡ Juan Carnero! ¡El nahual! El murmullo se extendió, parecían gritos de recriminación por los robos cometidos entre la población. Algunos lo señala-ban con el dedo: —Juan, eres el nahual; Juan el nahual. Él como pudo se levantó y, abriéndose paso entre la turba, corrió hacía el caserío de Malacachtepec, que se veía a lo lejos bañado por los primeros rayos del sol. Así fue como ese hombre quedó marcado hasta nuestros tiempos como Juan el nahual, quien robó y empobreció a gran parte de esta población. Hasta ahora se dice que la cueva de Juan Carnero se abre cada tres de mayo, unos minutos antes de las doce de la noche. Quien quiera entrar, lo puede hacer durante ese tiempo, antes que se escuchen las doce campanadas en la Iglesia de la Asunción. Solo en esos minutos se podrán sacar las riquezas que hay almacenadas, pero si no logran salir justo a la medianoche, la cueva se cerrara y quien haya quedado dentro, no saldrá nunca más.

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Había cesado la lluvia cuando la tía Lupita terminó la narra-ción. Estábamos listos para ir a casa, era hora de prepararnos para dormir. Ella nos despidió desde su mecedora y se quedó ahí, mi-rando a través de la ventana, recordando todas las historias que los antiguos le habían contado cuando era pequeña. Ahí se que-dó, acompañada de sus personajes ancestrales que, estoy segura, cada noche llegaban a visitarla.

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la niña y el rayo

La tarde se tendía sobre el pueblo de Tlacotenco. En el pan-teón, un hombre sollozaba junto a una pequeña tumba ro-

deada de flores blancas. Era don Herminio, quien hace menos de un mes había acompañado a su hija de apenas trece años a su última morada. Él relataba, que una tarde en época de temporal, cuando la niña apenas tenía ocho años, entre juego y juego fue al corral a guardar a sus pollos. El cielo empezó a relampaguear y una nube negra cubrió el sol del atardecer. Los cerros se iluminaban con el estruendo de cada rayo. Los Señores que lo habitan debían estar enojados. Algún ritual no se había hecho tal y como los abuelos indicaron. La chiquilla se sorprendió al ver que sus animalitos no estaban por ningún lado, así que se dirigió a buscarlos a la barranca que estaba a un costado de su casa. Los llamó con un poco de maíz en la palma de la mano. De pronto se dejó venir un ventarrón que en pocos minutos se transformó en tormenta. Al ver que la pequeña no regresaba, los padres salieron alarmados a buscarla. Gritaban por el patio y el traspatio, mientras la lluvia y el viento azotaban sus cuerpos. Cuando cesó el aguacero, algo en la cabeza de don Hermi-nio le hizo recordar la barranca, inmediatamente corrió hacia allá. Entre lodo y piedras estaba tirada su hija, y junto a ella, es-taban sus aves, muertas por el vendaval. Él la levantó y la llevó a casa. Al llegar, la recostó sobre la cama. Su cuerpo estaba helado, así que él y su mujer la cubrieron con trapos calientes. Después de un rato recobró el sentido, y al enterarse que sus animalitos no habían logrado escapar de la furia natural, lloró por largo rato.

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Aunque había encontrado a su hija, don Herminio no se veía contento. A partir de ese día la miraba preocupado, porque la niña desde ese accidente enfermaba frecuentemente. Un día eran los pies otro la garganta, el caso es que no podía estar sana por un largo periodo. Cuando ella cumplió trece años, sus padres le prepararon una fiesta para celebrar el acontecimiento. Cubrieron el corral con lonas blancas y amarillas. Desde la calle se miraban tres filas de mesas adornadas con macetas, flores blancas, saleros y tortilleros con su servilleta de tela. Todo llevaba impreso el nombre de Citlalli, así se llamaba la joven hija de don Hermi-nio. La música se escuchaba por toda la cuadra. Los invitados llegaban cargados de regalos y los entregaban a la festejada en el altar familiar, encendían una cera y daban su bendición a la cumpleañera. Los padres agradecidos conducían a los invita-dos a las mesas. Pasaba del mediodía cuando se empezaron a repartir las carnitas. En el fondo del corral, varios hombres rodeaban un cazo de acero lleno de manteca caliente, ahí doraban la carne de cerdo colocada en grandes trozos. Se oía el crujir de los perniles, los codillos y los cueritos chocando con la manteca hirviente. Un hombre corpulento era el encargado de la cocción, así que cogía entre sus manos una gran pala de madera y movía el contenido del cazo. Los aromas eran exquisitos. Todos miraban al hombre esperando el suculento platillo. Cuando la carne estuvo lista, la colocaron en grandes charolas y la cortaron en pedazos peque-ños para que rindiera. Al lado había una mesa con tres cazuelas enormes, una con frijoles refritos, otra con nopales en escabeche luciendo sus respectivas cebollitas cambray y otra contenía arroz rojo cubierto con chícharos y zanahorias. En una cazuela más pe-queña estaba la salsa roja, hecha con chiles de árbol toreados. En platos desechables se colocó un poco de cada guiso y se sirvió la salsa en pequeños molcajetes. Los invitados disfrutaban las viandas, cogían la tortilla so-peando la salsa, los frijoles y la carne doradita. Mientras tanto, la música se escuchaba por todo el barrio. Los vecinos siguieron llegando hasta entrada la noche.

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Unas semanas después de la fiesta, la muchacha empezó a sentirse enferma. La llevaron al médico, quien la atendía desde que nació. Como siempre, regresó con un puñito de pastillas, desde vitaminas hasta desinflamantes, pero esta vez su cuerpo no respondió. Un par de noches después, cuando la luna llena mostraba su blanco resplandor e iluminaba los árboles y los techos del pue-blo, una nube negra empezó a cubrirla y detrás del cerro surgie-ron relámpagos que hacían retumbar la tierra. La lluvia llegó en abundancia. La muchacha se retorcía de dolor o de un mal sue-ño, sentía que la respiración se le cortaba y que sus pulmones no podían más. Su madre la miraba asustada y el padre con lágrimas en los ojos parecía resignado, como sabiendo el desenlace.Pasaron algunas horas, ella se fue calmando. Tras un enorme agotamiento, sus labios se tornaron violáceos y su cuerpo se puso rígido y helado. Los padres se abrazaron y lloraron largo rato. Cuando llegó el médico a constatar la defunción, el padre con profunda tristeza comentó: —Hace cinco años ya me la había ganado el rayo, el Señor de la Barranca. Aquel día hubo muchos relámpagos y lluvia, busqué a mi niña y la encontré tirada junto al agua, apenas tenía ocho añitos. Desde ese entonces ya me la había ganado. Apenas murió, después de 5 años, pero ya no era mía, ya nada más está-bamos esperando que él la reclamara. El médico palmeó con calidez la espalda de don Herminio y no dijo más, su diagnóstico era lo de menos. Para ellos el Señor que habita los cerros había reclamado lo que le era propio.

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un día de todos

los santos

En los pueblos altos de las tierras momoxcas se dice que des-de el veintinueve de septiembre los difuntos caminan entre

nosotros, pues es cuando se abre la puerta del “otro lado” para que ellos emprendan el camino de regreso a los que fueron sus hogares. Ese día se ve a los pobladores ir presurosos al panteón cargados con cempasúchil. Por la mañana limpian las tumbas, prenden cirios y hablan con sus muertos, invitándolos formal-mente a la celebración del primero y dos de noviembre. Ese día también se celebra el cierre del temporal y el control de las aguas y la tempestad. La humedad del verano ha penetrado en la tierra para hacer crecer y madurar a la planta del maíz, que desde ene-ro empezó a sembrarse. Si hay un hombre consciente de todo esto, es Melitón Jiménez, oriundo de esas tierras y profesor en la primaria de la comunidad, y además constante defensor de las tradiciones. Ese día, al terminar la invitación en el panteón, la gente se dirige al pueblo a celebrar a San Miguelito Arcángel, el santo del machete bendito que defiende las milpas, que mata a la serpiente o a las colas de agua y se lleva el hambre. Ese día se le hace fiesta, sobre todo en los barrios que llevan su nombre. El profesor asiste a todos estos eventos, ya que anuncian la cercanía del Día de Todos los Santos, cuando nuestros muertos nos visitan. Él espera estas fechas con respeto y añoranza, porque llega el almita de su hijo Quiautzin. Desde hace cinco años él y Consuelo, su esposa, lo esperan sentados alrededor de una foga-ta en el portón de su casa.

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Para este hombre, noviembre de 2004 marcó su vida. Todo parecía transcurrir con normalidad; el micailhuitl inició la tarde del veintiocho de septiembre con la fiesta a San Miguelito. Los mayordomos con sus esposas e hijos empezaron a preparar ta-males y atole, y los vecinos se les unieron, ya que todo debía estar listo por la tarde, a la hora del rosario. Por la noche no sólo hubo rezo sino también velada. Algunos se quedaron despiertos be-biendo café y aguardiente alrededor de un fogón, esperando la hora de las mañanitas al santo. Un marranito caminaba entre los niños que jugaban pelota. Era el cerdito que sería encebado la tarde del día veintinueve. A las cinco de la mañana empezó el festejo. Las mañanitas iniciaron con un mariachi, mientras que los vecinos lanzaban co-hetes invitando al pueblo a la celebración. Se repartieron tamales y atole calientes para que los asistentes aguantaran la desvelada. Al mediodía, estaba lista la comida: mole con pollo y arroz rojo con chícharos y zanahorias, todo esto acompañado de cer-veza y agua de jamaica. La misa empezó justo a las dos de la tar-de. Los pobladores acudieron llevando cuadros del santo festeja-do, veladoras e imágenes de niños dios acompañadas con flores. Después siguió el concurso del marranito y el palo enceba-do, ambos se untaron con manteca. Al final, un par de jóvenes fueron los ganadores. Después tocó el turno a la música, que por cierto, ese año fue grabada, pues no hubo suficiente dinero para contratar alguna banda de alientos. Así terminó un aniversario más de San Miguel. Melitón y Consuelo empezaron a preparar los enceres ne-cesarios para noviembre. Iniciaba la época de sequía, en estos meses el agua se guarda en el interior de los cerros para esperar el nuevo periodo de lluvias. Corría octubre, plena época de cosecha, los campesinos ha-bían recogido el maíz maduro. Los muertos llegarían a compartir con los vivos el preciado alimento. Las abuelas y madres del pueblo ya estaban preparadas como todos los años: amarraron un listón rojo en las muñecas, tobillos y cuello de los niños pequeños para que los difuntos no

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se los llevaran. Colocaron en sus camas la imagen de un santo, un sombrero bocarriba, una escoba, un espejo y unas tijeras abier-tas. La madre de Consuelo le recordaba cada año, que durante esos días los difuntitos andan entre nosotros, así que las almitas tiernas están propensas a que se las lleven. Por eso, a los niños en esas fechas no se les deja solos ni un momento. Consuelo sabía que el veintiocho de octubre llegaban los accidentados e iban a visitar el lugar donde habían fallecido. El veintinueve las mujeres que murieron en el parto. El treinta los que murieron ahogados o quemados por un rayo. Ella veía pa-sar esos días sin dejar de preparar las viandas que pondría en su mesa de ofrenda. Finalmente el día treinta y uno por la mañana todo quedó listo. La mesa del altar quedó cubierta con un mantel bordado en tonos alegres y papel picado. No podían faltar los juguetes, el biberón con leche, los dulces, la ropa de bebé y un banquito de madera que permitiría al alma de Quiautzin subir a comer el chocolate espumoso que su madre le había preparado. Había además fruta de la temporada, pan de muerto, tamales de dulce y atole servido en jarros pequeños. Todo esto adornado con flores blancas. Para no dejar de lado a sus muertos ancestrales, la mujer también puso sal, agua, pulque, cerveza, aguardiente, arroz, ta-malates, bacalao, mole con pollo, arroz, romeritos, pipián, mole verde, pozole y tortillas, todo muy calientito. Frente a la ofrenda colocó sillas para los difuntos que se habían ido hacía menos de cinco años y para los más antiguos colocó un petate nuevo; en él también se hincarían los niños que iban a rezar y a pedir calavera. Junto al petate puso dos chilacayotes sosteniendo un par de cirios, un ayate y un chiquihuite, para que los difuntos carguen sus frutas, pan, tamales y dulces cuando regresen al lugar de los muertos. También escondió espejos, tijeras, cuchillos y escobas. Nada de esto podía estar cerca de la ofrenda, para que su hijo pudiera llegar sin problemas al altar. Por último abrió las puertas del frente de su casa y colocó en un sahumador un poco de copal. El trabajo para preparar los guisos y tener lista la casa fue el mejor regalo que Consuelo dió a los difuntos. Ellos se robarían el aroma, el sabor y la frescura de la ofrenda, así se nutrirían todo

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el año. Ella había correspondido a la ayuda y bendiciones que las almas mandan desde el más allá. Por la tarde, la mujer hizo un camino con pétalos de cempa-súchil, desde la entrada de su casa hasta el altar. Tomó el sahuma-dor con mucho copal y desde la calle exhortó verbalmente a los difuntos niños para que pasaran: —Sopla un viento frío como señal de que has llegado; pasa mi hijito. Caminó de espaldas hasta la ofrenda sahumando el camino. Al caer la noche, Melitón hizo una fogata para que los di-funtos supieran el camino a casa, la puso justo a la entrada de su corral, a un lado del caminito de cempasúchil. Colocó un par de sillas y llamó a Consuelo. Ahí se quedaron esperando. Desde su casa se veían las calles iluminadas con fogones. Toda la gente es-peraba a sus niños difuntos. El mercado todavía se veía lleno de puestos con calaveritas de azúcar, pan de muerto, papel picado, petates, incienso, carbón, dulces, calabaza en tacha y frutas fres-cas para las ofrendas. Al otro día, primero de noviembre por la mañana, la pareja se dirigió al panteón cargando dos ramos de flores blancas y un par de cirios que se consumirían mientras limpiaban la tumba de su pequeño. Por la noche nuevamente prepararon la fogata y se sentaron junto a ella. Toda la gente estaba en la calle y los niños como to-dos los años gritaban pidiendo calavera desde el primero hasta el tres de noviembre: —Tamalero, mi tamal. ¿No me da mi calavera? Y pasamos a rezar a las puertas de su hogar. —Xinechmaca totamaltzin, mamacita. Denos nuestro tama-lito, mamacita. —¿No rezamos por las ánimas benditas? Durante esa noche varios grupos de chiquillos pidieron permiso a Consuelo para rezar ante su ofrenda. Ella los hizo pa-sar, al terminar estiraron un costal de lazo y cantando repetían: —¿No nos da la calavera? —¿No nos da la calavera? Ella cogió fruta y pan del altar y los colocó dentro del costal. Eran más de las once la noche y habían pasado a rezar varios gru-

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pos. Melitón empezó a recoger las sillas, pero en ese momento varios niños pidieron pasar, él dio su anuencia. Al terminar los rezos les ofreció tamales. Mientras tanto, la niña que guiaba al pequeño contingente, que por cierto era hija de don Pedro Pa-checo, vecino que vivía cerca del cerro de San Miguel, se dirigió a la puerta que llevaba a la azotea y subió la escalera. El hombre alcanzó a verla de reojo y en voz alta le dijo: —¿Adónde vas, hija? La niña sorprendida contestó: —Vamos con la señora de allá arriba. Nos está llamando a rezar. Los chicos se sorprendieron, nadie había visto a la mujer, pero sin dar importancia al incidente, entre risa y risa se alejaron. Melitón subió al techo donde tenía almacenada madera, cajas y fierros viejos. Revisó por largo rato sin encontrar nada ni a nadie. Pasaba de medianoche. Apagó el fuego y se fue a dormir. Ya era el dos de noviembre y los difuntos adultos estaban llegando. Por la mañana, Consuelo y su marido, cargados de cem-pasúchil y ceras, nuevamente echaron a andar hacía el panteón. Adornaron las tumbas de sus parientes y comieron con algunos tíos y primos. Era hora de darle el adiós a su niño. El camposanto era el lugar de donde emprendería el viaje de regreso al otro lado. Al regresar a casa escucharon el repicar de las campanas de la iglesia. Su sonido agudo indicaba que había fallecido un infan-te. La pareja se acercó al templo y preguntó a los vecinos por lo sucedido. Había muerto la hija de don Pedro Pacheco, un auto la había atropellado muy de mañana cuando iban al panteón. Meli-tón sintió que le faltaba el aire y un frío le recorría la cabeza. Sin poder contener el llanto se alejó del lugar. Tras él iba su mujer mirándolo con profunda tristeza. Él susurraba una y otra vez: —Se la llevó el mal aire. Eso era esa mujer, el mal aire. Ya era muy noche Consuelo. Si le hubiésemos avisado a su papá… ¡ay, Consuelo! Desde entonces, cada primero de noviembre él apaga tem-prano la fogata y les dice a sus vecinos que los niños pidan cala-vera antes de las once de la noche. Y hasta hoy, la puerta de su azotea está completamente clausurada.

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un doce de diciemBre

Asomaba la noche y los últimos rayos de luz apenas dejaban ver la silueta de los cerros. Los habitantes de los pueblos de

Milpa regresaban de su visita anual al Santuario de La Villa. Ese doce de diciembre, los festejos a la Virgen de Guadalupe dejaron las calles llenas de flores de papel, festones, vasos y platos des-echables. Todavía algunas esquinas estaban cubiertas con lonas de colores y había música. Eduviges Galeana subió la calle inclinada que llevaba a su casa, aún tenía presente la imagen de los puestos y la gente que rodeaba el santuario. Verdaderamente estaba cansada, sentía los pies hinchados por el viaje. Los cincuenta kilómetros de distan-cia que recorrió trasbordando autobuses le llevaron más de tres horas, siempre con un agobiante tráfico. Al llegar a una esquina iluminada hizo un largo descanso. Dejó en el suelo un pequeño costal de lazo en el que llevaba co-mida; era su itacate. No podía darse el lujo de comprar por todas partes, no es que le faltaran ganas, pero su familia pasaba por mo-mentos económicos difíciles. Ahí estaba Eduviges, justo en la esquina donde desembo-caban cuatro calles, sentada sobre una roca. Cuando se levantó para proseguir su andar, se encontró con un hombre vestido de charro. Éste llevaba un sombrero negro adornado con monedas doradas, al igual que su traje, y un bastón muy fino. Pensó que el hombre regresaba de la celebración a la virgen y caminaba de re-greso a su casa. Lo saludó cordialmente, pero aquél no contestó. Los perros aullaban desgarradoramente sin cesar. Los caballos, también inquietos, relinchaban y resoplaban. Ella caminó rumbo a casa, sorprendentemente el hombre llevaba el mismo rumbo. Cuando la mujer dobló la calle, él tam-

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bién lo hizo. Las preguntas empezaron a agolparse en su cabeza, una tras otra: “¿Llevará el mismo rumbo? ¿Vive cerca de mi casa y no lo recuerdo?” Pero al fin Eduviges llegó a su destino. Su marido ya la espe-raba. El trabajo no le había permitido acompañarla al santuario. La mujer preocupada y con miedo narró detalladamente lo que le había sucedido. El hombre se quedó pensativo. De pronto se dirigió a la cama, donde dormía plácidamente el hijo de ambos, que acababa de cumplir un año de nacido. Lo abrazó con fuerza. Caminó de un lado al otro de la habitación. Se paró frente a la cama y dejando al bebé entre las cobijas, salió al corral. Después de varios minutos regresó con un atado de romero, estafíate y pirú, acompañado de flores blancas y rojas. Y preocu-pado le dijo a su mujer: —Ése era el mal aire encarnado y se ha de querer llevar al niño. Ella bañó todas las hierbas con un poco de alcohol y las fro-tó en el cuerpecito del pequeño, ya que como madre y ser fe-menino, era ella quien debía limpiarlo. El marido sólo miró en silencio. Para concluir, la mujer sacó de un canasto un huevo de guajolota y lo pasó por el cuerpo del bebé. Los perros no dejaron de aullar en el corral hasta que la tarea finalizó. Sabían que la presencia de ese ser era un mal augurio. Si él hubiese hablado con ella, si le hubiese pedido información con cordura y con respeto, sería buen augurio. Dicen que cuando él habla o saluda se le puede pedir un obsequio, entonces regala algunos botones de oro que porta su traje. Pero no, su aparición esta vez no traía buenas noticias. Al día siguiente, cuando Eduviges y su marido desayunaban tranquilamente, un vecino llegó a avisarles que don Francisco Gutiérrez, el dueño de la casa de al lado, no había regresado del monte. Eduviges comentó sorprendida: —Por eso vi al mal aire, nomás lo vino a traer. A lo mejor el catrín vino por él. Ante la desaparición, los vecinos se organizaron y subieron al monte. Después de varias horas de búsqueda, lo encontraron por el cerro Cilcoayo semienterrado, junto a su rancho y a su ca-ballo. Un rayo había descargado su furia en él.

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Los vecinos lo echaron en el lomo de su caballo y lo cubrie-ron con una cobija. Bajaron todos del cerro y lo entregaron a su mujer y a sus hijos, quienes prepararon las exequias para despe-dirlo de este mundo. Cuenta Eduviges que el día de su entierro, una pequeña nube muy negra cubrió el panteón y llovió bastamente con rayos y granizo. Al otro día, la tierra de la tumba estaba totalmente com-pactada. Daba la impresión de que nadie yacía en el sepulcro. Ahora cuando Eduviges y su marido salen y llegan por la noche, dejan fuera de la casa, a un lado de la puerta, sus suéteres, sombreros y zapatos. Y a su bebé le pasan la lengua en la frente en forma de cruz y tiran la saliva con enojo, ya que los abuelos dicen que es para evitar el mal aire y el mal de ojo que pudo recoger durante el día. Sólo así se puede evitar el peligro de muerte.

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noche de fiesta

Para los pobladores de San Juan Tepenahuac era noche de baile, de fiesta. Ese día se celebraba al Santo Patrono. Julián

y dos de sus primos bailaron y bebieron toda la noche. Ya de ma-drugada decidieron regresar a casa. Esa noche no había luna, así que lo único que iluminaba las calles eran los focos que colgaban en los portones. En el recorri-do no podían evitar pasar al costado de una barranca, ya que era la vía más directa a sus hogares. Pero la oscuridad de ese trecho los hizo dudar. Finalmente los tres caminaron juntos. De pronto, un ruido extraño hizo que los muchachos detuvieran sus pasos. Parecían sollozos, pero mientras más caminaban se transforma-ban en gemidos. Ellos volteaban para todos lados buscando el lugar de donde provenían esos ruidos. Sorpresivamente el viento empezó a azotar las copas de los árboles que bordeaban el despeñadero. Una sensación helada les subía desde la planta de los pies a la cabeza. Los gemidos se fue-ron aclarando. A lo lejos, casi en la esquina, se dibujaba con la luz ambarina de las escasas luminarias públicas algo que parecía ser un bulto. El cielo cerrado y nublado de junio, cielo de lluvias y granizo, no dejaba ver claramente aquella masa. Uno de ellos in-tentó acercarse, pero Julián lo detuvo jalándolo del brazo. Desde lejos empezó a escucharse el llorar6 de un perro. Aquel gemido se hizo más agudo. Los muchachos sentían que el golpetear de sus corazones se hacía más intenso. El miedo los mantenía paraliza-dos, hasta que el ladrido de los perros se escuchó más cerca, fue entonces cuando corrieron y corrieron hasta llegar al kiosco del pueblo.

6 En la zona se habla de llorido de un perro, haciendo referencia al aullido de un perro.

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Si de algo estaban seguros, es que había sido algún ánima. Sabían que huir había sido lo más correcto. Caminaron hasta llegar frente a sus casas, pero no se acercaron. Desde pequeños sabían que si a alguien se le presentaban estos seres y ese alguien tenía hermanos o hijos pequeños, habría que limpiarse con esta-fiate, ruda o romero, o no acercarse a ellos. Los jóvenes decidieron pedir asilo en otro lugar, así que fue-ron a la casa de su vecino y lo llamaron por largo rato hasta que respondió: —¿Quién es? ¿Quién llama? —Soy Julián, don Gus, préstenos su zincolote para dormir. Mire usted, se nos pasaron los alcoholes y no queremos llegar así. —Ándale pues, muchacho, pásate y deja dormir. Pobre de tu madre, ha de estar preocupada. Ellos sin decir nada de lo que había sucedido caminaron ha-cia el corral, entraron al zincolote y se durmieron. Ahí recibieron el amanecer. Al levantarse escucharon que alguien lloraba desconsolada-mente. Se acercaron a la casa, eran la esposa y la madre de don Gus que lloraban desesperadas. Al amanecer habían encontrado muerto a su bebé. Los muchachos no sabían que en esa casa había nacido un niño. Sin querer ellos habían transportado a los seres de los ce-rros y éstos se había llevado el almita del recién nacido. Porque esas ánimas viajan por el viento, alrededor de los cuerpos y se pegan. También al hablar viajan, se impregnan en los lugares y en las personas. Así fue como entraron a la casa del vecino. Conster-nados pensaron que hubiese sido bueno abrazar un maguey, un árbol de capulín o a uno de los perros de don Gus, así el niño no habría muerto. Por eso en estos poblados se recomienda a los jóvenes que no anden muy tarde en la calle, que se cuiden de no rondar los camposantos, las barrancas o las cuevas después de las fiestas, porque los seres ancestrales, los que habitan el cerro, pueden en-contrarlos en el camino.

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y se murió de amor

Don Encarnación a sus 75 años recordaba con nostalgia las largas jornadas en el campo. Desde que enviudó sólo iba de

vez en cuando. Sus hijos se habían hecho cargo de los terrenos. Ya eran hombres hechos y derechos, y él les enseñó a hacer pro-ducir la tierra. Cuando se retiró de las labores agrícolas decidió hacer algo que disfrutara y le divirtiera, así que se inscribió a las clases de pintura en el Foro Cultural de Milpa. Cada tercer día por la tarde caminaba de San Jerónimo Miacatlán, su pueblo natal, a sus clases. Se le veía sentado frente a un caballete con su sombrero de ala, dando pinceladas lentas. Pensaba en cada color que iba a dejar resbalar en el lienzo. De regreso a casa miraba los cerros, los últimos rayos del sol e incluso a la gente que caminaba por la calle. Siempre buscando cuál sería el motivo para su próximo cuadro. Un día decidió que también buscaría hacer algo por las ma-ñanas. Le habían comentado la existencia de los grupos de adul-tos mayores. Se informó de las actividades que en ellos se realiza-ban y pidió a uno de sus conocidos, integrado a esas actividades, que lo invitara. Don Encarnación se presentó al grupo con su clásico som-brero de ala, zapatos negros bien boleados, camisa blanca de algodón y sobre esta, un chaleco gris tejido en lana. Escuchó y observó cada actividad durante tres horas y finalmente quedó inscrito al programa. Su estancia en este grupo se vió alegrada con la presencia de doña Lucía, una mujer un par de años menor que él, de carácter muy alegre. Sus grandes ojos dejaban ver la calidez de su alma.

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Sus trenzas canas parecían nunca haberse cortado. A él le gustaba lo dulce de su voz y cuando cantaba no podía dejar de escucharla. Después de las sesiones platicaban horas y horas como dos jovencitos. Hasta que un día él la invitó a comer. Ella ruborizada aceptó, mas no ocultó la alegría que le provocó escuchar la pe-tición. Pasaron los meses y las salidas a bailar danzón o simple-mente a caminar se volvieron más frecuentes. El hombre se veía más jovial. Los motivos para pintar eran los lugares que visitaba con doña Lucía e incluso llegó a hacerle algún retrato. La alegría parecía desbordarlos. Pero no faltaron los chismes. La familia de ella pronto se enteró, incluyendo a todos sus hijos, que contaban cinco. Los miedos por el qué dirán los horrorizaba. Comentaban que ella era viuda y que a su edad dejar todo y quizá hasta volverse a ca-sar era vergonzoso. Además, la herencia que todavía no acababa de repartir les hacía dudar de las intenciones de aquel hombre. Seguro quería alguno de sus bienes, no podían entender cómo pudo surgir entre ellos y a su edad algún sentimiento, alguna atracción. Eran muchas las preguntas que se hicieron los hijos de esta mujer. Para no exponerse, decidieron hablar con ella y le prohibieron verlo. Lucía discutió con sus hijos fuertemente, pero con artima-ñas la convencieron y no volvió a presentarse al grupo de adultos mayores. No hubo razones para don Encarnación. Él no pudo decirle que la amaba. Veía como pasaban las semanas y su Lucía no llegaba. Corrían los días, y del hombre jovial y animado no quedó nada. Se tornó taciturno, triste e incluso malhumorado. Nunca más vistió con colores alegres; el negro fue entonces el color de su predilección. Sus cuadros quedaron inconclusos, pues cuan-do llegaba a ir a sus clases miraba al cielo y lanzaba sólo un par de pinceladas. Hasta que por fin no asistió más, al igual que al grupo de la tercera edad. El anciano se veía sumamente delgado y ojeroso. Caminaba sólo por las calles de Miacatlán y Milpa sin hablar más que lo necesario. Empezó a enfermar con frecuencia. Hasta que una tos, con la que convivió varios meses, se tornó insoportable y un día no pudo levantarse más. No quería comer ni bañarse ni hablar.

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Sus hijas veían cómo la vitalidad de su padre se consumía sin po-der hacer nada. Así fue como, ya casi agonizante, él suplicó a su familia que le trajeran a Lucía, pues quería verla. Ellas corrieron a buscarla y afortunadamente la encontraron sola, y ella aceptó verlo. La mujer entró a la habitación y miró al hombre que la ha-bía hecho pasar los meses más felices en esos últimos años de su vida. Estaba flaco y con una profunda tristeza dibujada en el rostro. Ella no pudo evitar llorar con gran dolor. Caminó hacía él y se sentó a su lado. Tomó su mano y la besó, luego le acarició la frente. El hombre entre sollozos le confesó cuánto la amaba. La anciana, sin poder dejar de llorar, aceptó sentir lo mismo y pidió perdón por no haber sido fuerte para oponerse a los intereses y caprichos de sus hijos. Lucía tenía al hombre sobre su regazo. Lo abrazó y lo besó hasta que él, mirándola a los ojos con profunda dulzura, fue dejando este mundo, como si hubiese querido lle-varse su imagen grabada para siempre. Sin dejarlo de abrazar, con profundo cariño y tristeza le cerró los ojos. Y así, junto a él, lloró por largo rato. Después de varias horas, las hijas del difunto ayudaron a la mujer a incorporarse y a él lo colocaron sobre una sábana blanca. Había que amortajarlo. Iniciarían las exequias. Las campanas de la iglesia tocaban con un tono tan grave que parecían llorar anun-ciando la muerte de don Encarnación, quien por lo menos había logrado ver por última vez a su amada Lucía.

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la llegada del agua

a la asunción de maría

Hacía tanto tiempo que no llovía en la Gran Milpa, que los maicitos se estaban muriendo. La tierra lucía agrietada y

erosionada. No había agua para beber y mucho menos para ba-ñarse. Reunidos en el atrio de la iglesia, los viejos del pueblo co-mentaban: —Está pasando lo que hace mucho tiempo. Lo mismo que contaban nuestros abuelos. Después de hablar y discutir por varias horas, decidieron sacar a la Virgen y hacer una procesión por todos los pueblos de la zona para pedir que lloviera. Otros opinaron que debía ha-cerse una ofrenda para los Señores del Cerro: irían al Tulmiac y dejarían comida caliente y lanzarían cohetes para agasajarlos. La preocupación era general. Finalmente la decisión fue hacer una gran procesión y sacar a las calles a todos los santos, incluyendo al Santísimo, para que la petición realmente fuese escuchada. Entre los murmullos se escuchó una voz aguda y firme. Era un joven que apenas y rebasaba los veinticinco años. Todos hi-cieron un largo silencio: —En muchas ocasiones, cuando iba a la milpa con mi abue-lo, él me contaba que en tiempos de la colonia hubo una gran sequía que duró siete años. Los montes estaban secos y la tierra agrietada. Hasta los frailes que visitaban la zona estaban preocu-pados por lo que sucedía. Se veía a las mujeres de Malacachtepec Momoxco bajan-do por agua desde los cerros hasta la zona de las chinampas y

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los lagos, allá por Tecomitl o Tezompa, cerca de Mixquic. Con atecomates y grandes cántaros recogían agua y se los echaban a las espaldas, para poder llevar a sus hogares el vital líquido. Re-corrían terrenos agrestes, sorteando piedras y breñales. Al enterarse de lo que acontecía, los frailes encargados de la zona: Francisco de Escalona, Pedro de Canto y Juan de Zu-márraga, visitaron los pueblos, ya que la situación de los que habitaban la Gran Milpa empeoraba cada día más. Pensando en que algún cerro podría guardar líquido en su interior, los re-corrieron uno a uno. Fueron al Cuautzin, al Teutli, al Tulmiac y al Chichinautzin, pero no encontraron señales del preciado líquido. Los religiosos hablaron con los pobladores y pidieron que buscaran a los viejos, a los que sabían buscar el agua y el granizo. —Hay que buscar a un tecpopoque —comentaron los po-bladores. Ante la gravedad de la situación, los frailes pidieron que se hiciera una comitiva para buscar a los viejos que tenían el cono-cimiento. Todos sabían que a las orillas del pueblo vivía un hom-bre que poseía el don para localizar el agua. Cuando los frailes se enteraron de su existencia fueron a buscarlo y hablaron con él por largo rato. Por más que le explicaban no lograban convencer-lo para que buscara el agua. Él era fiel a las tradiciones de sus abuelos, así que no enten-día la petición de quienes habían forzado a su pueblo a renunciar a sus creencias. Finalmente, cansados de tanto rogar, uno de ellos con actitud firme le dijo: —Si no buscas el agua y ayudas a tu pueblo te ahorcaremos. El anciano con la cabeza gacha y los puños apretados escu-cho la consigna y aceptó la misión a regañadientes. Los encargados de ejercer el castigo si no cumplía la labor fueron, el gobernador, que en ese entonces era don Esteban Oso-rio, y el alcalde, don Joaquín Sitlaltemon. Los sacerdotes decidieron que lo primero que harían con el tecpopoque sería bautizarlo, ya que la búsqueda del agua debía ser ante todo, una causa católica y de bienestar común. Así pues, procedieron a santiguarlo y lo llamaron Miguel Seles.

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Ese mismo día, en la soledad de la noche, el hombre trató de entender lo que había sucedido, pero no encontró explicación convincente. Entre reflexiones y cuestionamientos llegó el amane-cer. El recién bautizado pidió al padre guardián que llevará a todos los naturales del pueblo para que le ayudaran a trabajar. El religioso decidió que no sólo irían los pobladores sino también los frailes. Al atardecer salieron de Milpa un poco más de cien hom-bres, caminaron a paso lento para aguantar el largo recorrido ha-cia el cerro Tulmiac. Al llegar a la cima, Miguel Seles y sus acom-pañantes hicieron unos jacales para dormir, un par de ellos fue para los religiosos. Era la medianoche y Seles no podía conciliar el sueño, a pe-sar de la tranquilidad del lugar. Dentro del jacal, tirado sobre el petate se movía de un lado a otro, así que decidió salir y esperar a que el sueño lo atrapara. Se sentó sobre una piedra mirando una cavidad en el cerro. En esas estaba, cuando entre la oscuridad descubrió una silueta femenina y se sorprendió al ver que cami-naba hacía él. Poco a poco la luz de la luna dejó al descubierto a una mujer que llevaba una túnica blanca y el cabello largo casi hasta la rodilla. Sus ropas parecían tener luz propia. Ella se acercó a Miguel y le dijo: —Ven, camina conmigo. Él se sentía adormilado. De pronto, sin poder negarse, em-pezó a seguirla. La mujer detuvo sus pasos frente a la cueva y moviendo lentamente la mano, llamó a alguien del interior de la cavidad. Salió a la luz un jaguar muy grande. Ella le acarició el lomo y lo presentó: —Él es mi hermano Teguanatl. De pronto, tras un estruendo del cielo, bajó un ave de tama-ño colosal y extraordinario colorido y se posó en una piedra. La mujer levantó la mano con delicadeza e indicó: —Totoatl, también es mi hermano. Después señaló la oquedad y ordenó: —Voy a entrar y es ahí donde debes cavar. Observa la tierra, pues ahí harás un gran jagüey. De ahí saldrá el agua. Cuando terminó de hablar, caminó hacia el interior de la tierra junto con sus hermanos y desapareció.

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Después de convencerse de que lo acontecido no había sido un sueño o una ilusión por el agotamiento, y obedeciendo las pe-ticiones de la aparición, Miguel indicó a sus acompañantes que cavaran junto a la cueva. Estaba seguro que de ahí saldría el agua. Ese mismo día estuvo listo el jagüey. Por la noche todos se fueron a descansar, pero Miguel se quedó sentado mirando concluida la obra. Aunque aún no brota-ba el agua, tenía la esperanza de que la promesa que hizo aquella mujer pronto se cumpliera. Después caminó hacía los jacales para descansar. Bajo la luz de la luna llena vio a una mujer sentada en un montón de piedra, peinaba su largo cabello que parecía de oro y plata. Sus facciones eran delicadas y su piel muy blanca. Cuando Seles se acercó, la aparición se levantó como si flotara y caminó hacía el jacal del padre guardián. Un viento sutil empezó a soplar y una voz melo-diosa susurró: —Padre, ¿está usted durmiendo? Venga usted. Venga usted, padre. Miguel miraba desde lejos. Sorprendido observó cómo el religioso salió de su morada y se acercó a la mujer. Ella con una cálida sonrisa le dijo señalando la excavación: —El sábado dirá usted misa en el jagüey. Honrará a nuestra Señora de la Asunción y al acabar bendecirá el agua y el pozo. Luego caminó hacia la cueva y desapareció entre la oscuri-dad. Algunos hombres bajaron al pueblo el viernes y subieron flores y prepararon una choza para la misa. El sábado al amanecer ya estaba saliendo el agua por tres oquedades. Se colocó el altar, el religioso celebró la misa y bendijo el agua y la excavación. El lugar fue bautizado y llamado Juan Tulmiac. Al mediodía se pre-paró la comida. Todos los presentes celebraron, la sequía había terminado. Por la tarde, como se les había indicado, bajaron al caserío. Los sacerdotes se dieron a la tarea de buscar el mejor lugar para la iglesia. Visitaron el paraje llamado Tonalpa pero había un pro-blema, el espacio era pequeño, no había donde poner el panteón. Se encaminaron a lo que llamaban Malacatepetitla Momoxco. El lugar tenía buena extensión y había siete cuevas. El cementerio

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quedaría al frente y una de las cuevas sería capilla. Ordenaron que el siguiente jagüey se construyera en la parte trasera del tem-plo,7 ahí llegaría el agua del Tulmiac. Los religiosos no esperaron ni un minuto más, la decisión se había tomado; pusieron dos grandes cruces señalando el área que comprendería la posesión de la iglesia. Al amanecer, los pa-dres se embarcaron en las trajineras rumbo a la Catedral de la Ciudad de México. Llamaron al entonces arzobispo, Fray Agus-tín del Espíritu Santo, quien tuvo que recorrer las aguas de Xo-chimilco, Tlahuac y Tecomitl para llegar a bendecir el terreno y dar la anuencia para la construcción del santuario. El arzobispo pidió a los naturales de la zona que ayudaran a la labor, a cambio se les perdonaría durante veinte años el pago del diezmo. El siguiente domingo, cuando los pobladores asistieron a oír misa, el padre guardián pidió que se llamara a los vecinos de Tlalmanalco, los de San Juan Ixtayopan y los de Tecomitl para construir la zanja que vendría del Tulmiac. Los viejos contaban que desde el terreno del santuario se veía a los pobladores bajar del cerro: —La gente de los tres pueblos venía haciendo el caño. Ve-nían cortando los troncos, sacando las raíces y las piedras, que eran muy grandes. Venían desbaratando la maleza hasta llegar a la Milpa. La construcción de la zanja demoró siete años. Miguel Se-les siempre estuvo presente supervisando la labor. El agua llegó a Malacachtepec el día en que se terminó el gran surco, y hubo misa festejando a la Virgen de la Asunción. Cuando llegaron los primeros litros de agua al pozo, los alcaldes, los oficiales de los pueblos y el juez, dejaron asentado por escrito que la hija de Se-les, llamada María, y los nietos que ésta le diera, estarían exentos del pago de diezmos o trabajo comunitario forzoso, al igual que sus parientes. Miguel pidió que su hermano mayor, Francisco Guatemolcas, que en ese entonces ya era un anciano, habitara en el pueblo grande de la Milpa, y él decidió vivir en Tlalnahuac Tlacoyocan, el lugar donde había nacido.

7 Lo que hoy es el museo y la biblioteca de Milpa Alta.

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Así quedó asentado en los documentos oficiales. Mirando hacia los cerros secos y terrosos, el joven finalizó el relato y comentó: —Ven, la historia nos guía. También debemos buscar en los montes, en la naturaleza, en nuestros bosques. Allá es donde se procura el agua, de allá debe venir. Los hombres guardaron silencio mientras el muchacho, agobiado por lo que acontecía en los pueblos, esperaba su res-puesta. Uno de los ancianos, el más aguerrido, don Ramiro Barajas, originario de San Lorenzo Tlacoyucan, respondió: —Tiene razón el muchacho, también hay que considerar a nuestro cerro. Vamos a hacer las ofrendas. En sus barrigas algo debe estar deteniendo el agua, alguna petición no debimos haber cumplido. Fue así como ese año se prepararon dos grandes procesio-nes: una con los santos de la iglesia, que pasearon por las calles de los doce pueblos de la Gran Milpa, y otra que se llevó a los cerros con comida, cohetes y copal. La esperanza de que la situa-ción mejorara llevó a la población a recordar sus raíces y a res-petar a los seres de la naturaleza, que en el diario vivir y convivir con la gran Ciudad de México a veces se nos olvidan.

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teutli

En los tiempos primordiales los habitantes de nuestra tierra eran gigantes, cuentan nuestros abuelos. En ese entonces

Teutli, que antes se llamaba Yeteteco, y que hoy podemos mirar-lo como el volcán que señorea las tierras momoxcas, ya era un hombre anciano, pero poseía una gran fortaleza. Su cabello casi blanco le enmarcaba el rostro, que lucía las naturales marcas del tiempo. A pesar de que mostraba siempre un gesto duro, sus ojos dejaban ver ilusión y esperanza, y es que el amor le había sido sorprendido. Su corazón había quedado prendado de una joven mujer llamada Iztaccihuatl, que pertenecía a la nobleza mexica. El viejo Teutli había intentado acercarse a la muchacha, pero había sido inútil, ya que a pesar de poseer riquezas, no era noble, era sólo un pochteca, un comerciante de esas tierras. Varios fueron los intentos por demostrar que era un digno pretendiente para la joven, pero el padre no lo aceptaba. Después de casi un año de lu-cha constante, el padre finalmente aceptó. Cuentan que ella debía recibir los halagos amorosos del viejo, quien era muy avaro con la gente pobre, situación que a la joven no le agradaba. Aunque con ella no escatimaba gastos y le ofrecía aves, piedras preciosas y hasta oro. Pero a la mujer no terminaban de convencerle las actitudes inhumanas que este hombre tenía con la gente del pueblo. Después de un par de meses, la muchacha se veía harta de fingir cariño hacia el anciano, pero sabía que su padre la había comprometido y que era razón de gobierno, de alianzas. La rea-lidad era que ella guardaba un secreto que se había tornado do-loroso, su corazón pertenecía a un hombre joven, bondadoso y sencillo llamado Popocatepetl. Se conocían desde niños, él era guerrero. La joven mujer sabía que la relación era imposible, que

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su familia jamás permitiría esa unión. La distancia social, familiar y de linajes los separaba determinantemente. Pero su corazón no entendía esas razones e intereses. Ella amaba a ese hombre y por él haría cualquier cosa, cualquier sacrificio. Atendiendo al compromiso contraído con el acaudalado Teutli, el patriarca hizo los preparativos para que la unión de su hija fuese del conocimiento de su pueblo. La ceremonia esta-ba pactada, el juego de poder era lo más importante para él. La unión de estos linajes beneficiaría al señorío con acuerdos co-merciales y políticos. Pero la noche anterior al festejo, Popocatepetl e Iztaccihuatl escaparon. Acogidos por la oscuridad caminaron entre los árbo-les y la maleza para no ser descubiertos. Cuando estaban salien-do del pueblo, el grito del padre retumbó por el caserío. Había descubierto el robo, así que mandó a sus guerreros a buscar a la muchacha. Los enamorados corrieron hasta que el corazón casi les abría el pecho, pero cuando estaban a punto de llegar a las chi-nampas fueron sorprendidos. A la joven la encerraron en su casa y a él, en una habitación completamente tapiada con troncos. Los tristes sollozos de Iztaccihuatl se escucharon toda la no-che. Desde un orificio de su cautiverio veló a su amado, ya que desde donde ella estaba podía ver la choza donde lo tenían preso. Resplandecía el sol de mediodía cuando entraron a la habi-tación tres mujeres jóvenes ataviadas con túnicas blancas y flores en la cabeza. La cogieron con firmeza de ambos brazos y la sa-caron al solar. Delicadamente la pusieron de pie dentro de una tinaja hecha de barro que contenía agua con aroma a pirú. Ta-llaron su cuerpo, lavaron su cabello y la secaron lentamente con lienzos de algodón. La sentaron en un tronco y le colocaron un vestido blanco lleno de flores coloridas. La ungieron con aceites de ricino. Finalmente, le hicieron una gran trenza adornada con flores y le colocaron unas sandalias de cuero para cubrir sus deli-cados pies. Después, las mujeres la condujeron al centro del pueblo. Entre una gran multitud se abrieron paso y la dejaron frente al templo, todos la miraban en silencio. Ahí estaba su padre, su ma-dre y el viejo Teutli.

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La unión era inminente. Ella, con lágrimas en los ojos y apenas pudiendo pronunciar palabra, soportó la celebración. Al anciano no se le veía muy contento, y al finalizar la ceremonia, en lugar de dirigirse al temazcal ritual él la tomó del brazo y casi cargándola la llevó a lo que sería su casa, demostrando con esto que ella le pertenecía. Desde su cautiverio, Popocatepetl escuchó el alboroto. Su ira y sentimiento de impotencia crecieron cada minuto, hasta que empezó a golpear la puerta, los troncos y las paredes que lo aprisionaban. Sus captores trataron de controlarlo atándo-lo, pero su ira era incontenible. Con todo su cuerpo empezó a golpearlos, parecía una fiera, una pantera acorralada. Brincaba y mordía, golpeaba sin cesar. Hasta que uno a uno de sus celadores fueron cayendo al suelo. Salió corriendo de la prisión y se dirigió al templo. Cuando llegó, el lugar estaba vació y el suelo cubierto con flores. Su esfuerzo había sido inútil, ella ya no era suya. Se sen-tó junto a un gran ahuehuete y lloró con gran dolor su pérdida. Algunos ancianos del pueblo lo miraron con compasión pues sabían de su historia. Ellos se acercaron a confortarlo y también a contarle que la gente se sentía humillada por las actitudes de Teutli. Así que ni tardo ni perezoso pidió que lo ayudaran a ven-cer al viejo y a rescatar a Iztaccihuatl. Convencidos de las peticio-nes, los pobladores se armaron con piedras, palos y fuego, todo lo que sirviera para poder atacar al mal hombre. El grupo armado se dirigió a la casa del anciano. Ya cerca lo llamaron con gritos y amenazas. Él salió envalentonado e inespe-radamente recibió piedras y palos. Tres hombres cogieron una culebra grandísima y se la lanzaron. Él la apretó con sus manos y golpeándola contra el suelo, la mató. Una vez muerta, la cule-bra se convirtió en piedra.8 Mientras la gresca estaba en el punto más violento, los pobladores lanzaron piedras incandescentes que el viejo esquivaba. Aprovechando el alboroto, Iztaccihuatl y Popocatepetl huyeron hacia tierras de Amecameca. No habían avanzado lo suficiente cuando una flecha que iba dirigida al mu-

8 Es lo que hoy forma la cordillera que abarca desde el volcán Teutli hasta San Pedro Atocpan.

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chacho torció el rumbo y se albergó en el pecho de la joven. Ella se desvaneció de inmediato. Él la sostuvo entre sus brazos y la recostó lentamente. Mirándolo con profunda ternura, la mujer le acarició el cabello y lanzó un último suspiro. Ese último so-llozo fue de liberación. Ella sabía que su vida hubiese sido un eterno dolor, siempre hubiesen sido perseguidos y señalados y finalmente, la muerte la liberaba. El muchacho la colocó en el suelo y se incorporó buscando al asesino de todas sus esperanzas. A lo lejos vió a Teutli con un arco entre las manos. La ira contenida se desató entonces, co-gió las rocas más grandes y se las lanzó. El viejo, esquivando el ataque, tomó otra flecha y certeramente atravesó el pecho de su contrincante. Respirando con dificultad Popocatepetl tomó a la mujer en brazos y caminó hasta un cerro de piedra, la recostó y le dijo: —Aquí te quedarás, amor mío, dormida, y yo cuidaré tu sueño. Al poco tiempo Teutli también murió en tierras momoxcas. Algunos dicen que fue de tristeza. Lo cierto es que lo vieron sin vida recargado en una gran roca. Ahí se quedó cuidando su valle y mirando a los dos jóvenes desde lejos, postrados en tierras altas. Allá quedaron las efigies que con los siglos se convirtieron en volcanes. Hoy se miran majestuosos aquellos que en tiempos primordiales, dicen los abuelos, fueron gigantes.

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la cueva de larín

Las calles del barrio de Santa Martha fueron testigos mudos de la extraña vida de don Rodolfo Olivos, a quien siempre

llamaron Larín. Era agricultor y comerciante. Siempre se le veía trabajando para sacar los gastos del día, añorando tener una eco-nomía más cómoda. Allá por 1940, cuando él llegaba de la vendimia, después de haber recorrido desde las cinco de la mañana los mercados de Jamaica y Xochimilco con sus costales de maíz, aún veía caer la luz del atardecer sobre el caserío de Milpa. Caminaba por sus te-rrenos, cortando hierba o limpiando tallos. Una de esas tardes de verano, cuando regresaba por la vereda, al lado del volcán Teutli, vió que los árboles de capulín que hacían las veces de lindero entre los terrenos, estaban cargados de fruto. Siendo un hom-bre ágil a sus casi cincuenta años, subió a uno de ellos y cortó algunos frutos, colocándolos en el morral que siempre llevaba al hombro. Se sentó sobre una roca y comió capulines hasta que ano-checió. La brecha era oscura y no había alumbrado público, así que se abrió espacio entre los sembradíos. Al ver que la oscuri-dad cubría el sendero, decidió emprender el camino de regreso al pueblo. De pronto vió un tecórbito y al lado, a un hombre vestido con traje negro. Era extraño encontrar en esos caminos y a esa hora a un hombre trajeado y con sombrero de copa. Larín cami-no con la cabeza gacha y no se atrevió a mirar. Al pasar junto a él sintió que el cuerpo se le helaba. Sólo había dado unos cuantos pasos alejándose, cuando el hombre le dijo: —Buenas noches, don Rodolfo. Él asustado le contestó. Sabía que no era algo bueno, pero ahí empezó su historia.

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Cuentan que aquel hombre era el Ahmo Tetzahuitl, el no bueno, el diablo. Larín habló con él y no resistió la seducción de las riquezas que aquel ser le ofreció, y finalmente aceptó sus rega-los. Antes de entregarlos, la aparición le dijo contundentemente que debía haber una moneda de cambio, y claramente le explicó: — En un plazo de diez años y por voluntad propia, regresa-ras a este lugar a entregar tu cuerpo y alma. Al ver que las condiciones no le causaron ningún empacho a don Rodolfo, el Ahmo Tetzahuitl sacó algo del pantalón y se lo entregó. Larín se sorprendió al ver que era un pedazo de piel, pero no dijo nada. Entonces aquel ser, cogió una púa de magüey y se la dió, indicándole que pinchara uno de sus dedos y pusiera su nombre sobre el extraño lienzo. Finalmente el pacto quedó sellado. Desde ese día, todo lo que vendía y las pocas tierras que po-seía se multiplicaron, el dinero llegaba por todas partes para él y su familia. Su casa, que era humilde, se agrandó, al igual que los corrales y el ganado. Así pasaron los diez años. A Rodolfo el tiempo le pareció corto. Se había divertido como nunca antes en su vida. Aunque la gente lo miraba con extrañeza y no faltaban diariamente los chismes, a él no le importaba; incluso hasta se hizo mayordomo de la iglesia de su barrio, situación que fue un verdadero escán-dalo. Muchos lo consideraron un sacrilegio. Una noche, cuando todo parecía tranquilo y normal, Larín se sintió inquieto, miró largo rato al cielo pidiendo más tiempo, y con pasos muy lentos y concentrado en sus pensamientos se fue a descansar. Su esposa lo arropó y ambos se quedaron profunda-mente dormidos. Cercana la madrugada, él se levantó sobresal-tado al ver entre las sombras al hombre de traje y sombrero. El corazón parecía saltarle del pecho. La figura se acercó y le dijo: —Debes cumplir tu promesa. Te estoy esperando Rodolfo, ya sabes el lugar. Larín se quedó paralizado por unos minutos y luego se le-vantó, dio vueltas en su habitación hasta el amanecer, pero no se convenció de cumplir el trato. Así pasaron siete años de insom-nios y miedo; pero él no quería dejar la riqueza y los lujos que ha-bía amasado durante tanto tiempo. Bebía más que de costumbre

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y caminaba de barrio en barrio y de pueblo en pueblo. A pesar de cargar siempre un fajo de billetes, llegaba a casa sin nada; los perdía, se los bebía o los regalaba. Pero una tarde de agosto, en la que se celebraba a la Virgen de la Asunción, cayó una verdadera tormenta y por las calles ba-jaba el agua acompañada de piedras y lodo. La gente se refugió en la iglesia o en las casas adonde habían sido invitados. La llu-via no cesó hasta la media noche. Don Rodolfo, quién celebró la fiesta del pueblo con unos amigos del barrio de Santa Cruz, se despidió muy borracho, ya de madrugada, y se dirigió a su casa. Caminó zigzagueante por las calles que olían a tierra mojada. Ese día hubo luna de cuarto menguante, sus picos parecían alcanzar el infinito y su nítida luz resplandecía en la profundidad del cielo. Durante su solitario trayecto, el hombre decidió caminar por el puente que estaba sobre la barranca, en el mismo barrio. Arrastrando ligeramente los pies, se encaminó por los empedra-dos que dejaban ver el brillo de la luna en el agua de lluvia. Sólo se escuchaban los tacones de sus zapatos golpear en los guijarros. El pueblo parecía quieto. Cerca de la barranca sintió que una mano tocaba su espalda, volteó bruscamente y vio a una mujer. Llevaba cubierta la cara con una mantilla blanca, apenas podían distinguirse sus rasgos, pero era muy hermosa, su largo y oscuro cabello se movía con la brisa de la noche. El frío del sereno hacía temblar al caminante, que miraba incrédulo. La mujer que vestía de blanco caminaba por delante y lo lla-maba. Cerca de la barranca, él la tuvo muy, muy cerca, y la abrazó con fuerza, pero sus manos chocaron sin sentir a nadie. Sus pies no tocaron más el piso, las rocas empezaron a caer y él resba-ló hacía el fondo del despeñadero. Sólo se escuchó un suspiro y todo quedó en silencio, las últimas rocas rodaron y el ladrido de los perros acompañó la soledad de la noche. Pasaron varios meses, su familia y sus amigos no volvieron a verlo. Lo buscaron por todos lados, pero no hubo rastro. Cuando pasó la época de lluvias, la barranca de Santa Cruz se secó, sólo entonces se logró ver la cueva que estaba detrás de la caída de agua. Al juguetear por la zona, un grupo de niños vio la silueta de un hombre dentro de la cueva, sentado e inmóvil. Sorprendidos

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y asustados, corrieron a dar aviso. El hombre de la cueva era don Rodolfo, había muerto en ese lugar. Estaba sentado sobre una roca, parecía dormido. Nadie se explicaba cómo había podido permanecer en esa posición. Lo más extraño era que no tenía una pierna, y no la encontraron por ningún lado. Durante el velorio la gente cuchicheaba, todos estaban te-merosos. Su desaparición y deceso habían sido muy extraños. Llegada la madrugada, los que habían ido a dar el pésame más por curiosidad que por aprecio, empezaron a irse. Quedaron sólo su esposa, sus hijos y algunos primos; finalmente sólo los cirios se quedaron acompañando al difunto, ya que el cansancio había vencido a la comitiva, el inicio de las exequias había sido agotador y el siguiente día no sería diferente. El pueblo dormía, la oscuridad y el silencio reinaban por el caserío, sólo algunas luces se miraban a lo lejos. De pronto, en las calles del barrio de Santa Martha se escucho el golpeteo de cascos de caballos que chocaban contra el empedrado. Uno que otro relincho acompañaba el rechinar de un par de ruedas de carreta. Los que lograron escuchar, estaban sorprendidos, ya que esos transportes habían dejado de existir hacía mucho tiem-po. Cuentan que algunos se acurrucaron entre las sábanas, otros más valientes trataron de asomarse por las ventanas, pero nada vieron, sólo escuchaba el agudo aullido de los perros. La carroza se detuvo en los linderos de la casa de Larín. Un tenso y absoluto silencio se mantuvo durante un par de minutos y de pronto, tras un largo relincho, los caballos emprendieron nuevamente el ca-mino. Se iba alejando aquel golpeteo, claramente se escuchaba como los corceles salían del pueblo tirando de la carreta. Nadie tuvo el valor de salir a ver lo que pasaba. Cuando los primeros rayos de sol coronaron el cielo, la esposa, los familiares y los amigos de don Rodolfo se acercaron a la habitación don-de estaba el féretro, y al abrirlo quedaron sorprendidos: estaba vacío. Se miraron unos a otros, y entre incógnitas y miedo, deci-dieron colocar algunas piedras en el espacio que había dejado el cuerpo, finalmente sellaron la caja. Las exequias debían seguir, y durante la misa se pediría por la salvación de aquel hombre. Así fue, la ceremonia se llevó a cabo al igual que la celebra-ción del novenario. No cabía duda, el Ahmo Tetzahuitl había lle-

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gado por lo que estaba prometido, el cuerpo y el alma de don Rodolfo. Por lo menos así quedó en la memoria momoxca. Todavía hoy, cuando la gente pasa cerca de la barranca, en el barrio de Santa Cruz, señalan con curiosidad la cueva, que se mira profunda y misteriosa, la cueva de Larín.

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la gaBardina

El sábado es un día muy activo en el pueblo de Villa Milpa Alta, llega el tianguis. Todos los vecinos de la zona hacen sus

compras en gran volumen: carne de res, de conejo, de pollo, de cerdo; calabazas, nopales, leche de vaca, cocoles, quesos y verdu-ra fresca que las mujeres de la zona cortaron por la mañana. Pero en esa ocasión, la gente se veía inquieta y cuchicheaba sobre la inesperada muerte de dos hombres, a quienes les habían cortado los genitales. Después de algunos días el cuchicheo empezó a crecer: ya habían visto al asesino, era un hombre muy alto y delgado, vestía gabardina y llevaba dos perros rottweiler encadenados, uno en cada mano. Contaban que ya había matado a una familia completa, que a los varones les había cortado los genitales y a las mujeres lo senos. Cundía el miedo, los pobladores compraban machetes y algunos preparaban sus rifles por si lo encontraban en el camino. Pasaron dos semanas y ya había atacado a un comerciante, muy de mañana, decían. Un grupo de muchachos aseguraba que lo habían visto por el barrio de Santa Cruz cerca del panteón, y que lo habían apedreado; algunos hasta aseguraban que ya ha-bían matado a uno de sus perros. La incertidumbre creció durante tres semanas, eran ya mu-chas muertes, pero la realidad es que nadie sabía nada de los ve-lorios o las misas de aquellos difuntos. Más algunos aseguraban que ya habían venadeado al culpable y que le habían matado al otro perro. Otros aseguraban que ya caminaba solo entre el case-río de la Gran Milpa.

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Un día, los vecinos de San Pedro Atocpan aseguraron que ya lo habían matado. Que le habían dado su merecido y que ha-bía fallecido en ese pueblo el hombre de la gabardina. La realidad es que así como apareció desapareció. Se había esfumado. Llevándose con él los cuerpos y las almas de los di-funtos, ya que en el forense y en Protección Civil, no vieron más que un par de cadáveres durante las semanas que aquel extraño deambuló por las calles momoxcas. A pesar de eso, los poblado-res quedaron preparados para una guerra, ya que la compra de machetes, alarmas y otros elementos de seguridad fue en esos días muy socorrida. La modernidad y sus estragos, las crisis y el miedo, llevan a un pueblo a sublimarse en estas historias. El estrés que provo-ca el pensar en la carencia monetaria y los cambios que traerán hambre quizá lleven a los momoxcas, al verse aplastados por la inseguridad y la escasez, a hablar de un ser que les quita los senos a sus mujeres, lo que amamanta, lo que da de comer, o los genita-les a sus hombres, la masculinidad, la facultad para ser producti-vo para una familia. La realidad es que este hombre de la gabardina y sus dos perros globalizadores, caminaron de la mano con las historias de los portentos que surcan el cielo milpaltense. Estos seres convi-vieron por unos cuantos días, con sus nahuales, sus brujas y sus Señores del Cerro, en el imaginario de la comunidad.

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epílogo

En un recuerdo que siento colorido pero algo lejano, me remon-to a uno de los días de muertos que festejé en Milpa Alta. Tendría yo alrededor de 9 años y vinieron a mi casa un grupo de vecinos con los que mi hermana y yo nos propusimos ir a pedir calave-ra. La ocasión era de fiesta y de emoción, primeramente porque pocas veces mis padres nos dejaban andar en las calles tan tarde, y además por el ambiente chispeante entre la veintena de niños con los que íbamos y que aprovechaban cualquier callejón os-curo para contar cuentos de terror; cada cuento provocaba más sustos que el anterior. Las puertas de las casas, como cuenta Anabell Chavira en este libro, estaban adornados con faroles de papel, y algunas entradas estaban alumbradas por una fogata, alrededor de la cual estaban sentados los mayores platicando, esperando a las ánimas y a los niños que iban a pedir calavera. Nosotros llegábamos y saludábamos con el clásico canto: “Campanero mi tamal…”. Así nos invitaban a pasar a las casas y nos daban la “calavera”. Recuerdo bien cómo esa veintena de niños recorríamos las calles de los 7 barrios de Milpa Alta; el acuerdo era juntar todas las “calaveras” que nos daban en un costal y al final repartirlo en-tre todos. Era necesario hacer un buen rezo frente a las ofrendas y dar las gracias al recibir el pan, la fruta, los tamales y los dulces. En aquella ocasión logramos un buen botín, pues al final nos re-partimos más de tres costales de comida, así que cada niño llevó alimento para compartir con su familia. En cada hogar había una ofrenda, por muy pobre que fuese esta, había que poner una veladora, agua, sal, y flores, que bien podían ser las del campo que en esa temporada crecen por to-dos lados. Recuerdo con especial cariño la ofrenda que ponía mi abuela en su casa, en una mesa frente a una ventana por la que se podía ver la iglesia de la Asunción de María y los volcanes neva-dos. Ahí mi abuela esperaba a los ancestros con pan de muerto,

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mole, tamales, dulce de calabaza y calaveras de dulce (que casi siempre eran para mí). ¡Qué alegría andar calaverando por Milpa Alta! Una alegría que tal vez sólo se igualaba en tiempos de posadas y en la feria del carnaval, celebraciones a las que yo asistía con mi familia y en la que me compraba un elote, esquites o hot cakes recién hechos. Sin duda mi pueblo tenía todo para brindarme una infancia feliz, que ahora recuerdo contento. Rememoré esa alegría cuando Anabell Chavira me dejó conocer este texto en el que aparece el mundo fantástico de mi infancia, y los personajes de las historias fantásticas que me contaba mi abuela —que Anabell llama Tía Lupita—. Recuer-do entonces a mi abuela, sentada en su sillón con la olla del café hirviendo en la estufa, y contándome las historias de cuando era niña, de cuando Milpa Alta era aún más misteriosa y mágica. Sin duda, la autora de este libro de cuentos ha hecho algo maravilloso en sus narraciones, que se conjuntan con las talento-sas ilustraciones de Armando Fonseca, a quien tuve el gusto de mostrarle por primera vez Milpa Alta en la preparación de este libro y que ahora se ha encargado de mostrarla a ustedes por me-dio de sus dibujos. Ante este trabajo generoso literario, gráfico y antropológico, estoy seguro que los lectores se sentirán sorprendidos y alegres, al mismo tiempo que conocerán el imaginario de los que se nu-tren hasta nuestros días las mujeres y los hombres de la tierra momoxca.

Rogelio Laguna20 de febrero de 2012.

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glosarioAcémilA. Bestia de carga, mula o macho de carga.

Ahmo cuAlli Ahmo TeTzAhuiTl. El no bueno, el diablo.

ApoxcAhuAdAs. Semillas húmedas con lama que se comienzan a pudrir.

Asunción de mAríA. Lo que ahora es el territorio de Milpa Alta, en los siglos XVI y XVIII se llamó de diferentes mane-ras: Amilpas, Asunción de Santa María, Asunción, Santa María Asunción Xochimilco, La Asunción Milpa Alta, entre otras. Malacachtepec Momoxco se considera el nombre anti-guo, el que aparece en los Títulos Primordiales, pero aparece como Malacatepetitla Momoxco “Entre el cerro de malacate, en el momoxtle”.

ATecomATe. Jarrón especial para el aguamiel y el pulque, que se tapa con un olote o lo que sobra al desgranar el maíz.

AyATe. Del náhuatl ayatl: manta delgada de algodón o fibras de maguey. Se usa como bolsa para cargar.

BurriTos. Granos de maíz rojo tostado con piloncillo, los cu-ales quedaban cubiertos por una especie de azucarado.

cempAsúchil. Flor anaranjada que se da en octubre y noviembre.

chAmAquero. Por la idea arraigada en la población de que el pulque ayuda a la fertilidad y procrea hijos, chamacos.

chincueTe. Falda de lana con franjas de colores.

cilcoAyo. Cerro donde abunda el granizo.

cocinA de humo. Habitación hecha de piedra o ladrillo con techo de lámina y generalmente ubicada en el corral o patio trasero. Ahí se cocinan las viandas para las fiestas, ya que gen-eralmente hay un tlecuil o una gran estufa de gas.

colAs de AguA. Lluvia que llega después de que en el cielo se ven nubes que parecen una cola o remolino alargado.

compAdriTos. Entre mayordomos se dicen “compadritos”.

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cuApizoTes. Habitantes del pueblo de San Salvador Cuauhtenco. Cuauhpitzomeh o cuapitzotes, los cochinos, los cabezas de cochinos o de jabalíes.

cuArTillos. Un cuartillo equivale a 1.5 kilogramos, aproxima-damente.

cuescomATes o cuescomATl. Olla de barro con una cintura que divide dos vientres.

huehuenches. Baile tradicional donde los hombres se ponían falda y blusa de mujer, colocando en sus caras mascaras de animales o un paliacate.

mAchos. En esta zona se les dice “machos” a las mulas macho.

micAilhuiTl. Fiesta o celebración de muertos.

molcAjeTe. Recipiente cóncavo hecho de piedra o barro donde se muele y se hacen salsas.

moTiTixA. Momento en que se recogían los últimos maicitos, los desgranados y los pequeños. Segunda vuelta de la cosecha.

neuhTli. Pulque, bebida fermentada que proviene del maguey.

pAdrinos de velAción. Ellos pagan la misa de matrimonio y las vestimentas de los novios. Tienen como encargo vigilar el buen comportamiento de la pareja en su papel de espo-sos y si hay algún intento de separación serán los primeros en hablar con los desposados y darles consejos para evitar el rompimiento.

pochTecA. Comerciante.

sAhumABA. Acción de prender copal en un recipiente de barro llamado sahumado, donde se porta carbón, al empezar a desprender el aroma humeante del copal se pasa por un área considerable. Su uso es ritual.

sAnTAnero, cuAuhToTolTin. Habitantes del pueblo de Santa Ana Tlacotenco. En voz nahuatl cuauhtotoltin: pájaro del mon-te; coaupitzinque: aves del monte.

TAmAlATes. Tamal de masa sin salsa ni carne.

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TecórBiTo. Cueva hecha de rocas apiladas, con objetivo de ser refugió de los campesinos cuando la lluvia los toma por sor-presa en las milpas.

Tecpopoque. Hombre que se dedica a la búsqueda de agua y tiene el don de la predicción.

TeguAnATl. Presentó al nahual del mismo Seles. Era él mismo, relacionado con la tierra.

TeochiTl. Té caliente de monte.

TeTexincAmeh o TeTexincATl. Habitantes del pueblo de San Juan Tepenahuac; Lagartija grande o los lagartijos.

TeTlAchihui. Bruja, mujer que maneja los químicos de las hi-erbas, hace infusiones y cura del mal de ojo.

TlAcoTenco. Santa Ana Tlacotenco, a la orilla de los breñales, lugar donde hay varas.

TlAcuAlerAs. Cocineras o xochipitzahua.

TlAhcique. Mujer mala, mujer guajolota, bruja o chupadora.

TlAlnAhuAc TlAcoyocAn. San Lorenzo Tlacoyucan.

Tlecuil. Fogata. Se colocan tres piedras y madera, y se baña con resina de pino o se colocan algunos palitos de ocote para que el fuego no se extinga.

ToToATl. Pájaro del aire de agua.

ToTomochTle. Hoja seca que cubre a la mazorca, es usada como platito o vaso.

TzinTzohyAque. Habitantes del barrio de San Mateo. Los del trasero apestoso, haciendo referencia al comercio de la carne; al cargar en la espalda las canales de carne, les escurría la sangre por la cadera y quedaba impregnada de un olor desagradable.

xopAnTlA. Época de verdor y lluvia, alrededor de agosto.

yeTeTeco. Tres sueños.

yohuAlxochiTl. Flor de Noche, Tlanonotzaliztli, chiahua in coatl.

NOTA: Los vocablos de la lengua nahuatl usados en este texto no se acentúan, ya que en esa lengua solo existe el acento en la penúltima sílaba, entonces formal-mente no se escribe.

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Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5

El niño del maíz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

Yohualxochitl . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

Tlahcique . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25

Sixto Pérez, borreguero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

Juan Carnero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39

La niña y el rayo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 45

Un Día de Todos Los Santos . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49

Un doce de diciembre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55

Noche de fiesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

Y se murió de amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61

La llegada del agua a la Asunción de María . . . . . 65

Teutli . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73

La cueva de Larín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77

La gabardina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 86

Glosario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 88

índice

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Brujas, nahuales y serpientes, de la realidad a la leyendase terminó de imprimir y encuadernar

en los talleres gráficos de Impresión y Diseño,ubicados en la calle Suiza 23-Bis, colonia Portales,

CP. 03300, México, DF, en el mes de noviembre de 2012. El tiraje consta de 1000 ejemplares.

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