CAmino a Lo de Leiva

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Aprovechando la luz roja, una mujer con un niño en los brazos se acerca a la puerta del bus que se acaba de cuadrar casi en diagonal entre dos carriles. Sin subir aún, pregunta al conductor, casi gritando, si ese bus la puede acercar al puente Balta, o lo que ella ha escuchado que llaman el puente Balta. El niño está llorando, y las palabras de la mujer llegan al conductor apenas como un balbuceo. Éste parece no entenderla y niega con la cabeza. La mujer retrocede, confundida. Quiero llegar a Acho, insiste, cuál de todos me lleva a Acho. La muchacha sentada en el primer asiento junto al pasillo, detrás del conductor, levanta los ojos de su separata. Está a punto de decir algo, pero el chofer parece entender todo de pronto y se le adelanta haciendo una seña a la mujer para que suba. La muchacha guarda su separata dentro de la mochila a la vez que gira la cabeza y busca con la mirada un asiento libre. Aunque el bus está relativamente vacío, sólo queda uno libre en la parte posterior, junto a un hombre que a causa del calor feroz de la mañana que se condensa como en una lupa en los vidrios de las ventanas, se ha abierto la camisa y se ha quedado dormido. Casi al instante, la muchacha se levanta y cede su lugar a la mujer que acaba de subir. La mujer no le agradece, concentrada en consolar al niño que sigue llorando, y con el bus ya en marcha, en pedirle al conductor que le avise cuando lleguen al Puente Balta. Yo tengo que bajar ahí, dice la muchacha que se ha quedado de pie junto a ella, yo le aviso. La mujer la examina con suspicacia, ve que es casi una chiquilla, y tiene una sonrisa agradable, pero la mujer no está acostumbrada a las sonrisas y vuelve su atención otra vez al llanto del niño. Está terriblemente mortificado por el sarpullido que le carcome el cuello y que abrasado por el calor, la madre intenta paliar refrescándoselo a soplidos. Como encuentra esto inútil, alarga una mano hacia la ventanilla, casi rozando la nariz de un joven de pelo engominado y vestido de uniforme que está sentado en el otro asiento, y que aunque somnoliento, demuestra su

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Aprovechando la luz roja, una mujer con un niño en los brazos se acerca a la puerta del bus que se acaba de cuadrar casi en diagonal entre dos carriles. Sin subir aún, pregunta al conductor, casi gritando, si ese bus la puede acercar al puente Balta, o lo que ella ha escuchado que llaman el puente Balta. El niño está llorando, y las palabras de la mujer llegan al conductor apenas como un balbuceo. Éste parece no entenderla y niega con la cabeza. La mujer retrocede, confundida. Quiero llegar a Acho, insiste, cuál de todos me lleva a Acho. La muchacha sentada en el primer asiento junto al pasillo, detrás del conductor, levanta los ojos de su separata. Está a punto de decir algo, pero el chofer parece entender todo de pronto y se le adelanta haciendo una seña a la mujer para que suba. La muchacha guarda su separata dentro de la mochila a la vez que gira la cabeza y busca con la mirada un asiento libre. Aunque el bus está relativamente vacío, sólo queda uno libre en la parte posterior, junto a un hombre que a causa del calor feroz de la mañana que se condensa como en una lupa en los vidrios de las ventanas, se ha abierto la camisa y se ha quedado dormido. Casi al instante, la muchacha se levanta y cede su lugar a la mujer que acaba de subir. La mujer no le agradece, concentrada en consolar al niño que sigue llorando, y con el bus ya en marcha, en pedirle al conductor que le avise cuando lleguen al Puente Balta. Yo tengo que bajar ahí, dice la muchacha que se ha quedado de pie junto a ella, yo le aviso. La mujer la examina con suspicacia, ve que es casi una chiquilla, y tiene una sonrisa agradable, pero la mujer no está acostumbrada a las sonrisas y vuelve su atención otra vez al llanto del niño. Está terriblemente mortificado por el sarpullido que le carcome el cuello y que abrasado por el calor, la madre intenta paliar refrescándoselo a soplidos. Como encuentra esto inútil, alarga una mano hacia la ventanilla, casi rozando la nariz de un joven de pelo engominado y vestido de uniforme que está sentado en el otro asiento, y que aunque somnoliento, demuestra su incomodidad mirando hacia afuera, donde la Panamericana Norte está a punto de intersectarse con Tomás Valle. Con esfuerzo, la mujer tira de la ventanilla, pero impedida por el peso del niño, apenas logra moverla. La muchacha se acomide, y estirándose por sobre los dos asientos, empuja como si fuera a cerrarla, pero inmediatamente cambia de dirección, y esta se desliza sin complicaciones. Al poco rato el niño ya fresco y ventilado, deja de llorar y se queda dormido.

Colgada del pasamano, con la piel viscosa de sudor y sin percatarse en los ojos del chofer que como un antifaz la acechan cada cierto tramo desde el espejo retrovisor, la muchacha piensa en lo fácil que sería si el viejo Leiva pudiera darle todas las separatas del examen de

una sola vez. Así no tendría que hacer este viaje cada semana. Así no tendría que perder una mañana de trabajo para poder recogerlas. Pero a fin de cuentas, no le estaba cobrando un centavo por ellas. Y escucharlo gruñir unas horas es lo menos que puede hacer. ¿Pero es realmente necesario tener que entrar juntos a la trastienda para buscarlas? Es tan pequeño y tan oscuro allí dentro, y huele tan mal. Qué le costaba tenerlas listas para cuando ella llegara, gratis o no, venir desde Puente Piedra la hacía perder la mañana y faltaba tan poco para el examen. Pero, ¿y si fuera cierto?, se pregunta, ¿si fuera cierto lo que dice Leiva, que puede conseguir la hoja de respuestas?, ¿estaría bien eso? Y no es que se sintiera incapaz de ingresar por su propio mérito, era simplemente que sólo tenía una oportunidad. Una sola oportunidad. Había ahorrado cuanto podía desde del año pasado. Se había endeudado, hasta que terminara el verano, para poder inscribirse, calculaba, y les había prometido a su madre y sus hermanos pequeños, como si se tratase de una travesura, que no lo volvería a hacer. Quizá no fuera una buena idea tomarse en broma lo que dice el viejo Leiva, sobre todo sus insinuaciones, ¿Y si fuera cierto, qué pediría Leiva a cambio de las respuestas? Quizá podría preguntárselo esta vez, se dijo, y sintió un escalofrío.

El joven de pelo engominado, despierta lentamente, y mira a través del vidrio recalentado con incredulidad, como si lo absurdo fuera lo que está viendo, y no lo que acaba de soñar. Reacciona y se levanta rápidamente gritando bajan, que bajan te digo, y en el revoloteo despierta al niño, que empieza a chillar otra vez. Pero el conductor sigue de largo, sin inmutarse o fingiendo no inmutarse, con la mirada o el pensamiento fijos un puente más allá, donde ve o cree ver un grupo de gente que se apiña con la mano levantada, y que promete atiborrar el bus. De pie a su lado el joven de pelo engominado maldice mentalmente y mira su reloj.

La muchacha aprovecha y se sienta junto a la mujer con el niño, que se ha corrido hacia la ventana. El cuero sintético del respaldar ha quedado asquerosamente tibio y pegajoso. Siente además que la tela de su vestido se adhiere rápidamente a sus muslos. Sofocada, se levanta y acercando el rostro a la ventanilla abierta. Se suelta el pelo, largo, ligeramente castaño, que el conductor ve flamear un instante contra la cuadrícula de sol, fresco como una sábana tendida al viento. El bus se detiene y el conductor no se ha equivocado, el grupo que se empuja para subir, visto desde afuera, va cegando como una cortina la luz que hasta hace unos instantes atravesaba de lado a lado del bus como a una pecera. La muchacha sentada y ligeramente aligerada del sopor saca otra vez su separata de la mochila y antes

de abrirla para revisarla una vez más, la distrae una chica de uniforme sastre que está parada junto a la mujer con el niño y lucha por no perder el equilibrio mientras se sostiene del asiento con una mano, y con la otra sujeta unas bolsas aparatosas de ropa recién comprada y la mira como pidiéndole ayuda hasta encontrar asiento. La muchacha calcula que debe tener la misma edad que ella, pero no se da por enterada. Simula mirar hacia el pasillo, pero en realidad se fija en la mano de la chica que empuña firmemente la manija del asiento. Tiene las uñas largas, y cuidadosamente rectangulares, pintadas a dos colores, con un impecable diseño blanco delineado sobre un fondo fucsia. Se pregunta cuánto tiempo puede tomar hacer eso. O mejor dicho, cómo puede alguien perder tanto tiempo haciendo eso, y mientras lo hace, sin poder evitarlo, su vista es arrastrada por la delicada línea de la muñeca hasta detenerse en el brazalete cristalino que reverbera por el sol casi al mismo tiempo que los aretes. Como por inercia imagina todas las separatas compradas de una sola vez, con el valor de los aretes, y quizá junto al brazalete, una segunda oportunidad de ingresar. En eso está cuando de repente, se da cuenta que su mirada coincide con la de la chica del traje sastre, y siente otra vez en sus ojos, el mismo ruego tácito de ayuda. Con un bostezo que es más una mueca, la muchacha se arrellana en el asiento, y con el rostro impasible, trata de decidir entre volver a la separata, o cerrar los ojos y fingir que está dormida.