CARTO GRAFÍA

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mapa de contenido

9 La ronda de los animales en primavera gerardo sifuentes

23 Shelley yesenia cabrera

29 El hombre del retrato roberto abad

43 Malos hábitos pedro zavala

57 La noche y el hastío enrique urbina

63 Orquídea ave barrera

69 La ventana alberto mendoza

75 La mona tuerta publica un libro suniti namjoshi

79 El sueño de un gato en la barda edgar adrían mora

91 Domingo de summertime itzel guevara

99 Economía de un te quiero ivan ramirez lopez

105 Control remoto édgar velasco

113 Apocalipsis ya, ahorita rafael medina

121 De un naufragio laura baeza

135 Italia arelis uribe

145 Tu cicatriz en mí abril posas

157 Mutis cecilia magaña

171 Respirar bajo el agua olivia teroba

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Además, la divinidad que produce la peste, pre-cipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos!

sófocles Edipo Rey

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La ronda de Los animaLes en primaveragerardo sifuentes

Durante la batalla de Stalingrado hubo un edificio que ni el Ejército Rojo ni los Nazis pudieron ocupar du-

rante los doscientos días que duró el combate. El rumor entre los soldados era que en el interior de aquel lugar habitaba ‘el miedo’. La primera vez que el teniente Alexei Stefanov y los hombres de su pelotón escucharon ha-blar de este asunto se encontraban a diez kilómetros del frente. La segunda vez no fue un rumor, sino un pun-to marcado en el plano de operaciones. Se trataba de una construcción de dos plantas, que alguna vez fuera guardería para los hijos de los obreros de una fábrica de tractores. Para el alto mando era de gran importancia solucionar aquel problema y aprovechar las ventajas del fenómeno, cualquiera que estas fueran. Los combatien-tes que entraban en aquel sitio nunca más salían, por lo que se sospechaba de un arma química, o en el peor de los casos radiactiva. Pero lo que más inquietaba a la inte-ligencia soviética era que los alemanes también estaban especialmente interesados en tomar el sitio; los reportes mencionaban la presencia de altos oficiales de las ss en

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los alrededores y el envío de patrullas germanas que se internaron en el sitio para jamás volver.

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Fue al investigar sobre aquel incidente perdido de la his-toria que me metí en este problema. Aquella cosa, sin embargo, ha empezado a diluirse con el tiempo. Cuando la visión regresa es de manera instantánea y fugaz, como un cruel y desquiciado deja vu. La sensación vuelve du-rante los días feriados, cuando el silencio invade las calles en plena luz del día y me hace pensar que todos los habi-tantes de la ciudad han desaparecido. Me he esforzado en pensar que aquello no me sigue los pasos.

*

Todo comenzó en la terraza de uno de esos hoteles de diseñador que abundan en el centro, donde servían el rebuscado e insípido menú mexicano para turistas in-ternacionales. Me habían presentado a un español, Iñaki Salvat, descendiente de un linaje de editores de enciclo-pedias y reconocido bibliófilo. Ancho de hombros, calvo, sudoroso, bigote poblado y de risa nerviosa, él mismo era un aficionado a la Segunda Guerra Mundial y bus-caba a alguien que encontrara artefactos y parafernalia nacional relacionada con el tema. De inmediato capté su idea, al ser yo mismo un seguidor del asunto. Nuestra animada conversación giró en torno a aquella subcultura tan extendida y el especial énfasis que ésta tenía en Es-paña —fomentada en parte por aquella famosa enciclo-pedia que su familia había editado en décadas pasadas, y cuyos fascículos aún se podían encontrar en librerías

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de viejo en todo México—. Cada quien tenía su propio tema, episodio y general favorito: las ss, la batalla de Kursk y Rommel en el caso de Iñaki; en contraste la Ba-talla de Inglaterra, el frente del Pacífico y McArthur eran mi deleite. Tras tomarnos varios tequilas, animados por la conversación, Iñaki me mostró en la pantalla de su lap-top cuál era su verdadero objetivo. Era una fotografía que mostraba a los hombres del pelotón de un tal teniente Stefanov, aquel que a decir de Iñaki pudo enfrentar a ‘el miedo’. Creí recordar aquel episodio, pero no del todo. La imagen en blanco y negro mostraba a un grupo de sol-dados rusos curtidos por la brutalidad de la batalla. Era difícil creer que entonces ninguno rebasaba los veinte años, a excepción de un sujeto canoso, cuyo uniforme de oficial le quedaba muy ajustado. Entre ellos había una mujer. En la segunda fotografía que me enseñó, estaban dos de aquellos muchachos fumándose un cigarrillo; uno vestía un primitivo traje contra radiaciones; hoy cualquiera pensaría que se trata de un astronauta. Éste sujeto en específico, de acuerdo con el propio Iñaki, for-maba parte de una brigada de físicos de la Universidad de Moscú enviados para resolver el misterio del edificio en-cantado. Al fondo de la imagen, según había escrito Na-dezhda Savitskaya —sargento fotógrafo del ejército rojo, y quien había tomado la imagen— estaba el sitio donde se encontraba ‘el miedo’ de Stalingrado. La descripción, fecha y nombre del autor estaban escritos de su propio puño y letra en caracteres cirílicos en la parte posterior de la imagen, también escaneada. Éstas eran las únicas pruebas que se tenían de la existencia de aquel lugar y la misión de reconocimiento que se llevó a cabo; por lo demás, sólo se trataba de una oscura leyenda que circuló en el frente oriental durante la Gran Guerra, y persistió

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un par de décadas, desvaneciéndose conforme civiles y veteranos del conflicto se olvidaban de aquella época, envejecían y morían.

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Poco a poco, al reconstruir aquella anécdota en voz de Iñaki, ésta comenzó a sonarme familiar de alguna mane-ra. Estaba casi seguro que había sido publicada en la re-vista DUDA, cuyo lema «Lo increíble es verdad» amparaba infinidad de temas sensacionales ilustrados en formato de historieta, unos más peculiares que otros. Cuando era adolescente, devoré una variedad de reportajes sobre ci-vilizaciones perdidas, encuentros con extraterrestres, so-ciedades secretas, conspiraciones y máquinas propuestas por gente que quería mejorar la vida del hombre. Las des-bordadas teorías y artículos publicados semanalmente alimentaron mi imaginación, y fueron una de las razones que definieron en mi persona el gusto por la lectura. Sus reportajes sobre criptozoología llamaron poderosamen-te mi atención, sobre todo uno titulado «La gran oleada de monstruos de 1978». Me dediqué entonces a dibujar toda clase de criaturas extrañas en las libretas del colegio, entidades acompañadas de breves descripciones acerca de sus hábitos y sitios donde supuestamente se les había visto. Acumulé tal cantidad de dibujos que llegué a edi-tar una pequeña revista en fotocopias que distribuí entre mis compañeros de clase. En mi condición de hijo único aquellos bestiarios se convirtieron en un refugio, y pos-teriormente en una obsesión que persistió a lo largo del tiempo, fomentándola con cientos de historietas, pelícu-las y novelas de fantasía y ciencia ficción que consumí como un auténtico vicio.

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—Hubo una época —decía Iñaki, mientras sudaba copio-samente al tiempo que se servía otro tequila— en la que todo fue posible en las revistas. Se especulaba sobre todo y se desconfiaba de todos. No menos que ahora pero es-taban un poco más paranoicos. Los masones, los ilumina-ti y alienígenas estaban bien metidos en la cabeza de las personas. A nadie le importaba si era verdad, en aquellos años lo importante era tener una sospecha como respues-ta para todo. ‘El miedo’ de Stalingrado es una de esas sos-pechas que se quedaron por allí, al acecho. Consígueme esa revista que dices, o si encuentras un libro o algo que hable de eso te lo compro en dólares, cinco cifras.

—¿Y qué tal en Rusia?—Sí, sí, sí, claro, joder, ahí empecé hace casi veinte

años, pero ya nadie sabe un coño. Ya soborné a todos los funcionarios del museo Volvogrado, desde el director has-ta los bodegueros, se revisaron los 120 mil contenedores que tienen llenos de armas, documentos, uniformes, foto-grafías, y nada, cero. Tengo otro agente siguiendo pistas. Me llama cada mes, pero sigue sin saber algo nuevo. Él fue quien me consiguió estas fotos, de un archivo del ejército que iban a tirar a la basura. Se tardó como cinco años en encontrarlas, y ya entrevistó a mucha gente. Demasiada. Un rumor por ahí, otro por allá. Esta semana hablará con un veterano que quiere decirle algo sobre un mural, creo saber lo que es, pero prefiero confirmarlo. Te juro que casi me rindo, pero no pierdo la esperanza, ya invertí mucho en esto. Mañana salgo a Estados Unidos. Un profesor de historia me contó que conoció a un inmigrante que pudo o no estar en la batalla que dice tener pruebas, a saber.

—Esto es como un rompecabezas.

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Según la reconstrucción de los hechos a partir de testi-monios dispersos, los miembros del pelotón de Stefanov tenían como misión escoltar a los físicos soviéticos, al-gunos de estos enfundados en aquellos trajes tan extra-ños que se mostraban en las fotografías. Pero su misión terminó mucho antes de rodear la casa de ‘el miedo’: una andada de morteros acabó con la mitad de los soldados rojos en segundos. Dentro de la confusión del momento y el denso humo, el teniente alcanzó a cubrirse dentro del primer boquete que encontró en una pared. Al cesar las explosiones y los disparos subsecuentes se quedó in-móvil, acurrucado en un rincón aferrando su rifle. Lloró por su familia muerta, y con este recuerdo poco a poco la rabia se apoderó de él. Fue el prolongado silencio lo que le incomodó. Ni un solo tiro o los motores de algún tan-que o bombardero. Sólo prevalecía el olor a descomposi-ción, ceniza y pólvora al que se había acostumbrado. Los cadáveres de sus compañeros y algunos alemanes yacían dispersos y mutilados a su alrededor. Fue en un instante de lucidez cuando comprendió dónde estaba escondido.

*

Los viejos bibliotecarios se horrorizan con quienes no usamos guantes de algodón para manipular documentos antiguos. No saben que aquella medida anacrónica sólo contamina y desgasta más el papel. En cambio, cuando revisas entre pilas de libros y revistas viejos es necesa-rio ponerse guantes de látex, como si estuvieras en una escena del crimen. Si no lo hicieras, terminarías con los

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dedos embadurnados de ese cochambre tan peculiar que te impregna el papel almacenado.

Si bien en mi estudio tenía toda la colección de DUDA debidamente encuadernada, al consultarla descubrí que el supuesto artículo no se encontraba entre sus páginas. Revisé desde el emblemático primer número de 1971 has-ta la última edición de 1985, pero sin resultados. La base de datos de revistas académicas nacionales y bibliotecas tampoco rindió frutos. Una serie de visitas a los círcu-los de aficionados a la Segunda Guerra, entre los que se contaban coleccionistas de uniformes alemanes y cons-tructores de modelos de armamento a escala, tampoco dieron señas de conocer el asunto. Entonces me di a la tarea de recorrer las docenas de librerías y bazares de usa-do repartidos por el país, los cuales constituían mi rutina habitual para localizar pedidos de mis clientes, naciona-les e internacionales, inmersos en la retromodernidad. A sugerencia de mi anticuario de cabecera, Luis ‘Vinagrillo’ Ramírez, viajé a Hidalgo para internarme en lo más re-cóndito del inmenso mercado de San Judas, donde pasé poco más de una semana hurgando entre sus grandes montoneras de papel impreso acumuladas por décadas, algunas ocupando bodegas enteras a la espera de ser re-habilitadas, siempre en peligro de incendiarse. Mi espal-da empezó a resentir el esfuerzo constante de la clasifica-ción arqueológica de papel impreso, y mis dudas respecto a la veracidad de la historia de Iñaki se acentuaron. Si en Rusia no había encontrado suficientes referencias, quizá lo único que alimentaba la obsesión de mi cliente era uno de esos fantasmas de la memoria, aquellos recuerdos que nunca fueron. Como decía ‘Vinagrillo’, suele pasar que cuando uno vuelve a ver una película o leer un libro que recordaba haber disfrutado cuando niño o adolescente se

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lleva una gran decepción, porque la trama ya no resulta tan entretenida como se creía, la historia es más breve, diálogos o escenas que uno recordaba no están incluidos porque simplemente estos nunca estuvieron allí, e inclu-so hasta el final es diferente. La película o el libro que se había anidado en la cabeza resultaba una quimera de la nostalgia, que se desintegraba al ser expuesta a la luz de la realidad.

El último día que pasé en el mercado de San Judas, cami-né por un barrio aledaño en busca de un taxi para reti-rarme al hotel donde me hospedaba. Perdí la noción del tiempo al enfrascarme en mis reflexiones sobre el objeto de mi investigación. Todavía paseaban por mi mente los miles de textos abandonados entre los que había exca-vado; tesis para licenciatura, libros escolares, manuales técnicos, guías de superación personal, best sellers de temporada e infinidad de revistas. Con el tiempo y la experiencia, clasificarlos a destajo se volvía un proceso automatizado, bastaba con atisbar por milésimas de se-gundo la portada u hojear rápidamente un texto que pa-reciera sospechoso para conocer su interior y descartarlo. Pensaba en ello cuando sin darme cuenta me encontré completamente solo en una calle. Caminé varias cuadras desorientado, en medio de solares baldíos y lo que supo-nía eran viejos almacenes de paredes grises. Escuché a los lejos una ráfaga de disparos y el rechinar de llantas de automóvil, tras lo cual no percibí ninguna otra clase de ruido o movimiento. La angustia se acentuó cuando una gigantesca nube de tormenta empezó a cernirse sobre la zona, que en poco tiempo bloqueó la luz solar. No se es-cuchaba el rumor del viento, el único sonido era el de mis propios pasos. Tras intentar en vano hacer llamadas por

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el teléfono celular, decidí acelerar el paso, impulsado por un primitivo instinto de supervivencia, sin saber exacta-mente de qué escapaba. Me sentía observado a la distan-cia, como si los famosos francotiradores de Stalingrado me siguieran tras sus miras telescópicas.

*

La guardería le pareció al teniente Stefanov como cual-quier otro edificio derruido de la ciudad. Lo que le llamó la atención fue un mural descarapelado que mostraba a varios animales caricaturizados, seguramente donde ha-bía sido la sala de juegos principal. Cinco criaturas pe-ludas bailaban tomadas de la mano alrededor de un par de niños que aplaudían, cuyos rostros apenas se podían apreciar por el deterioro de la pintura. Una de las bestias, lo que creyó era un perro, derramaba sangre de su hocico, o esa fue la impresión que tuvo. Registró las dos plantas del sitio según el procedimiento que tantas veces había repetido, sin dejar de encañonar su rifle al frente. Pero al llegar a las escaleras del sótano se detuvo en seco. El nido de ‘el miedo’ lo esperaba. Stefanov llegó a contar a sus dos hijos que sólo se asomó por unos instantes. Aquello le pa-reció tan raro y espeluznante que sólo pudo esbozar una débil y triste sonrisa como reacción. Al salir del edificio, según se decía entre los soldados, caminó con la mirada perdida unos cuantos metros. Fue interceptado por un teniente que le gritaba órdenes histéricas y observaba con los ojos desorbitados. Pero Stefanov no escuchaba: había quedado sordo. Fueron pocos segundos los que el sargento se mantuvo así. Como impulsado por una fuer-za desconocida, cargó su rifle y comenzó a disparar ha-cia los puestos enemigos. El resto de la crónica se puede

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encontrar en un ejemplar del periódico Estrella Roja, don-de se narra la historia del héroe que no sólo había tomado un edificio él solo, sino acabó con más de diez soldados alemanes en unos instantes, algunos de estos con sus pro-pias manos —sin mencionar por supuesto que a varios los mató destrozándoles la garganta a mordidas, y fueron necesarios cuatro hombres para contenerlo y evitar que hiciera lo mismo con sus propios camaradas—. Stefanov fue condecorado y dado de baja por motivos médicos. La batalla y la guerra terminaron para él aquel mismo día. Según se contaba, para que el edificio dejara de ejercer su maldición fue incendiado y demolido hasta los cimien-tos. Una vez terminado el conflicto, durante las obras de reconstrucción se colocó encima una plancha de concre-to. Ahora se supone que es parte de una gran explanada donde todos los fines de semana se monta un mercado de antigüedades. Stefanov se casó y posteriormente se retiró a una granja donde, pese a la realidad soviética, fue relati-vamente feliz; había sobrevivido a la Gran Guerra Patrió-tica y con eso fue más que suficiente. Nunca habló de lo ocurrido más que con su familia y hasta una edad muy avanzada. Nada se volvió a saber de los científicos envia-dos para encontrar el secreto de ‘el miedo’, ni siquiera del destino de sus cuerpos. Unos meses antes de morir, Ste-fanov llegó a contarle a su hijo mayor que éstos se habían ido a «un planeta similar a la Tierra».

*

Llegué a ese local con la respiración agitada. Era el úni-co sitio abierto tras varias cuadras de recorrido. Justo cuando atravesé el umbral comenzó a llover, y el soni-do del golpe de las primeras gotas contra el suelo me

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estremeció. Como tantos sitios en los alrededores de San Judas, se trataba de un pequeño almacén donde se ven-dían ropa y muebles usados. La muchacha que lo atendía, rolliza y de mirada tierna, me saludó con amabilidad. «Lo que se le ofrezca, doy precio». Sus sencillas palabras me dieron serenidad, después de un largo rato de anómalo silencio. Ella volvió su atención a una revista de espectá-culos, mientras afuera se dejaba venir una gran tormen-ta. Husmeé entre los cachivaches que se ofrecían. En un rincón, detrás de una bicicleta fija y una cómoda de ma-dera estilo colonial, se encontraban un par de cajas de cartón rebosantes de libros y videocasetes vhs.

Entre manuales de contabilidad y un par de novelas rosas, llamaron mi atención una serie de fascículos de mecánica automotriz cuya edición no reconocí, y otros tantos de historia del arte bastante comunes en la década de 1980. Entre sus páginas encontré un cromo en papel satinado que alguien había arrancado de alguna enciclo-pedia para conservarlo. El pie de foto decía «La ronda de los animales en primavera. Anónimo. Rusia. Circa 1930». La fotografía en blanco y negro que exponía el enigmáti-co mural de una estancia infantil era una de las piezas del misterio de ‘el miedo’. El poco texto que se podía leer en unas columnas adyacentes a la imagen versaba sobre fac-tores sociales que influyen en la educación de los niños. El golpeteo del agua se detuvo. Lo único que interrumpió el silencio fue la risilla de la chica, quien miraba con aten-ción hacia algo indefinido en la calle.

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Iñaki pagó más de lo que imaginé por la pieza. Sin embar-go, el costo de aquel hallazgo para mí fue un insomnio

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crónico y un pavor ante los espacios vacíos que nunca antes había experimentado. Mi creciente fobia se activa-ba en cualquier lugar o circunstancia, estaba sugestiona-do de tal manera que a menudo me veía en situaciones que me resultaban inquietantes y una rara ansiedad se apoderaba de mí, desde encontrarme en pasillos de cen-tros comerciales al momento de cerrar, hasta la simple visión de una fotografía que mostrara un bosque o cam-piña desolados.

*

—Cómo no, si los mexicanos han ido al espacio, a huevo que si —, me decía el viejo Vinagrillo muy convencido de una de sus tantas teorías. El calor del mediodía me sofo-caba, y la tierra levantada por el viento me picaba en la nariz y garganta. El mercado de pulga se extendía un par de kilómetros, en el que cientos de personas hormiguea-ban entre ropa, herramientas, juguetes, electrodomésti-cos y restos de lo que alguna vez fuera parte de vidas y hogares. Cables y lavadoras, llantas y televisiones, discos y laptops, usados pero con ganas de ser útiles de nuevo, se ofrecían a precios a menudo irrisorios para cualquier clasemediero. Mi abuelo amaba estos lugares.

—Fueron a la luna, pero no regresaron, te lo juro —. Su puesto, uno de los más grandes, que incluía una bode-ga de mediano tamaño, se encontraba en el lado oriente del mercado, donde vendía una selección variopinta de objetos que le dejaban lo suficiente para vivir. —Eso de ‘el miedo’ era el temor a desaparecer, ¿no? Imagínate a toda la gente de esa ciudad con la pinche psicosis diaria. Bien loco. Como ahora más o menos, eran otros tiempos. Pero pues bueno, todo eso nomás está en tu cabeza, son

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recuerdos que nadie quiere. Habla con la gente. Ponte a ver la tele en chinga, prende la radio, busca el ruido de las personas. Se te pasa en unos días.

*

Aunque siempre fui enemigo de tener un televisor en casa, el consejo de Vinagrillo lo tomé como un remedio, así que sin pensarlo demasiado le compré un aparato de los que tenía disponibles y al llegar a casa me suscribí al servicio de cable. Desde hace unas semanas, cuando el ruido de la actividad citadina empieza a disminuir por las noches, enciendo el televisor y lo mantengo en cualquier canal con el apagado programado hasta quedar dormido, una práctica que hasta hace poco me parecía aborrecible.

Sin embargo lo que no he podido evitar son las pesadillas. En ellas escucho gritos de niños perdidos en la oscuridad. Alaridos fantasmales se degradan hasta formar una sórdi-da cacofonía que taladra los oídos y me obliga a despertar. Abro los ojos para verme de inmediato en el más absolu-to silencio y llorar de impotencia hasta que amanece. El sueño regresa cuando percibo el pulso de la ciudad prove-niente de la calle, los primeros indicios de que el mundo sigue su curso a pesar de todo, girando como los extraños animalillos alrededor de la pareja de niños soviéticos, a la espera de algún evento inesperado, una guerra, un desas-tre o epidemia que interrumpa súbitamente la cotidiani-dad y reduzca nuestro mundo al silencio.

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sheLLey

yesenia cabrera

Para Lupe, mi creadora

¡Mary Wollstonecraft Shelley está curada!, anunció el doctor con su voz estentórea. La fanfarria, el circo

de hospital, exhibió a la paciente. Ella estaba atemorizada. No podía acceder a sus pertenecías todavía, iba vestida con la bata del hospital. Pronto podría ponerse su sombrero de enormes alas, como una mariposa posada en una violeta o una nomeolvides. Extrañaba ya sus botines, hechos por las manos de un hábil artesano. Suaves pero fuertes para caminar por la ciudad, coquetos pero útiles. Un equilibrio maravilloso entre un artefacto y una pieza de arte. Mary Wollstonecraft Shelley casi no podía creer la frase del doc-tor. ¿De verdad estaba curada? ¿Alguna vez había estado enferma? Mary creyó que nunca la dejarían salir.

El doctor Polidori la observaba con una sonrisa tétri-ca. Había felicidad en ella y, también, una sublime ex-presión de éxito. La paciente no le abrirá el cuello de un mordisco a nadie, ni intentará clavar las uñas en los ojos de un incauto. Mary Wollstonecraft Shelley, su vieja ami-ga, será de nuevo una mujer de sociedad. Podrá seguir ca-sada con su gran amigo, el poeta. Él sabe que P. B. Shelley

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ha olvidado luchar, mantenerse impávido ante las adver-sidades, incluso ha olvidado rezar al Dios Todopoderoso, siempre lleno de misericordia con sus hijos más fieles. Es comprensible, piensa el doctor Polidori. Las adversida-des, el decaimiento en la salud de Mary, la pérdida de sus hijos en el vientre, el acecho constante de un Lord Byron enloquecido y perverso. P. B. Shelley ha sufrido, lo sabe bien el doctor, pero su labor ha tenido resultados. Le ha sido fiel a su amigo. Su esposa está recuperada, la pobre podrá volver a besarlo, a caminar tomada de su mano, a ser la hermosa señorita de siempre.

Eso sí, y tenía que decírselo a su amigo, Mary no podía acercarse a la literatura. No recomendaba, bajo ningún motivo, la lectura de un libro que no fuera la Biblia. Mu-cho menos podía dejar que Mary volviera a crear. Ya se había hecho suficiente daño a sí misma, y eso sin contar las mentes desbocadas que habían perdido toda razón al leer las obras de la pobre y maldita Mary Shelley.

—Mi niña, alégrate, pronto llegarán tus cosas, podrás irte, ya está todo arreglado. Le he enviado una carta a tu esposo. Percy aún no me ha contestado, pero sé que, en cuanto la lea, estallará de felicidad y vendrá a recogerte tan rápido como una centella a lomos del Diablo. Oh, mi niña, ya estás curada —le dijo el doctor Polidori a Mary mientras sostenía sus manos, acariciándolas tiernamen-te. En su rostro se percibía la esperanza en la resurrec-ción, en la vida después de la locura.

—¿Podré irme? ¿Al fin podré irme, doctor? ¿De verdad?—¡Pero cuántas preguntas, mi chiquilla! ¡Claro que

podrás irte! Ya todo está arreglado, esa última ammm… dosis… de mi tratamiento te ha hecho tanto bien que, mira, ya he realizado todas las pruebas posibles y he com-probado cuán curada estás, mi querida amiga, mi Mary. ¡Podrás volver a casa!

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Estaba casi en trance. Sus párpados se abrían y cerra-ban intermitentemente. Aún no podía creer la noticia. Los recuerdos llegaban y se iban también. Recordaba ha-ber estado postrada sobre una plancha de fría piedra, con el doctor a su lado y sus ayudantes moviéndose inquietos mientras conectaban aparatos, sirgas y tubos en su cuer-po. Ya no sentía dolor. La morfina hacía su efecto. Estaba tan concentrada que casi podía dejarse ir. Y lo hizo. Tan pronto sintió la descarga, sus músculos se crisparon y temblaron enloquecidamente, las vio, esas habitaciones de blancura y negrura intermitentes. Shelley vio también los castillos y los palacios, vio al Constructor Primigenio. Y él habló con ella. Le dio la bienvenida y con su mano izquierda la bendijo.

La villa se alegró con la presencia de la bellísima esposa del poeta. Después de aquel tenebrista «año del no ve-rano» la villa no había sido la misma. Pero ahora pare-cía que regresaba el júbilo y los colores después de tanto tiempo. Las salas se llenaron del jolgorio de la juventud. Las velas anunciaron la llegada de veladas e historias, de cuentos relatados con los estertores de una voz macabra, con la fina declamación de una voz bien afinada. Llegaría la música y la letra y la poesía… ¡pero no!, la servidum-bre debía calmar sus ímpetus. Nada de poesía, nada de historias al anochecer, nada de cuentos de espantos ni monstruos ni fantasmas ni licántropos acechando a po-bres corderitas de pechos turgentes asomándose por el corpiño. Nada de eso. La señorita venía a descansar, nada más. Las órdenes del Lord, quien había puesto a disposi-ción de los esposos la villa, había sido tajante: «Nada de literatura para Mary, pues se halla en un estado frágil y cualquier emoción fuerte podría turbar su salud».

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¡Al menos habría música!, y el premio de consolación brotó de los labios de los sirvientes, al menos habrá mú-sica, al menos la escucharemos tocar el piano, cantar sen-cillas coplas, al menos tendremos eso. Y así fue, porque Mary, al verse obligada a abandonar las letras, la lectura y cualquier composición del lenguaje, por más sutil que fuera, se acercó a la música con vehemencia. Aporreó el piano, cantó hasta desgañitarse y desbarató un sinfín de instrumentos. Pero pronto pasó el maremágnum. La ex-poeta entornó los dedos frente al piano y tocó delicadas serenatas, arreglos suaves y bellos. La pasión, el ruido y la furia se apaciguaron en lo profundo de su alma nocturna. No quedaba otra cosa más que acercarse a la música y a su marido.

Shelley, Percy Bysshe Shelley, había traído también a una amiga, otra más. Había hecho buenas migas con ella mientras la convalecencia de Mary hacía sus estragos. Percy confesó la aventura a su esposa, pero no se mostró contrito. Nada más normal para un poeta como él. La-mentaba mucho lo que había pasado con Mary, pero ella debía entender. Él, el gran poeta, tenía que mantenerse exaltado, al filo de terribles pecados para seguir siendo un verdadero poeta. Mary lo entendería, ella ya no podría encantarlo como antes, nada de historias, cuentos, nove-las. Nada de historias sobre hombres parados en riscos, admirando el fin de la raza humana. Ella debía disfrutar con lo bello y apacible, y encontrar así su disfrute.

Shelley además, ofreció un trato carnal para ella: podía ser tomada por sus amigos. Por Byron, si quería, por el mismísimo doctor Polidori… ¡Pero la mención del doctor convirtió el semblante relajado aunque dolido de Mary, en una turba de explosiones volcánicas! Su tempe-ramento explosivo derrumbó su apacibilidad.

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—¡No, a ese maldito doctor no me entregarás! ¡No, jamás!

Sobrevinieron los gritos, y después la morfina, los se-dantes, la visita de Polidori, sí, y un tratamiento calmante para ella.

Mary no estaba loca, no se sentía así, su mente no estaba desatada. La tormenta, afuera, parecía presagiar lo peor. Ella, sin embargo, desde la cama, observó los nubarrones grises que se agitaban y desfilaban por la ventana. Una súbita corriente abrió los postigos y dejó que el frío pe-netrara en los huesos de Mary quien, acostada, sintió un enorme placer al saberse una con los elementos. Enton-ces llegaron los truenos. Y Mary los observó. «Aléjate de los libros, Mary, no te hacen nada bien». Y recordó con la caída de uno los dibujos de su padre, William, cuan-do preparaba el manuscrito de su novela Caleb Williams. Después llegaron los rugidos de los truenos, y también las voces de su madre, hablando furiosa ante una con-gregación de estúpidos hombres sobre la naturaleza del derecho y las necesidades de la mujer.

Mary vio las letras, las vio caer como veía la lluvia descender desde los cielos hasta empapar la tierra. Los aromas, el de la tierra húmeda y el de la tinta secándose, llegaron hasta ella. Con un trueno, gritó y anunció y vol-vió a gritar a la tormenta: «¡Si yo no puedo crear más, si no puedo leer ni escribir ni garabatear una frase siquiera, entonces seré lo que ya he creado!». El cielo rugió una vez más y desde las nubes un relámpago zigzagueó por el éter hasta golpear a la escritora. Del humo y del fuego brotó, en un hálito, un gruñido terrible. La poeta levantó los brazos, y furiosa, emergió de su habitación como una tromba de muerte y llanto, de poesía y sangre.

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eL hombre deL retrato

roberto abad

Una noche antes de que Wilbur viera su rostro en una fotografía en venta del mercado de antigüedades,

discutió con su esposa Judy en el apartamento. Estu-vieron de acuerdo en tomarse un tiempo para analizar si debían seguir juntos; él decidió mudarse en ese ins-tante. Tomó algunas prendas y su inseparable maletín. Mientras arrancaba el coche recordó que Hans, un amigo coleccionista, había heredado un edificio antiguo de siete pisos en la periferia de la ciudad. Tal vez podría darle alo-jamiento, pensó, y fue a buscarlo.

Wilbur era vendedor de seguros. Aquella vez cumplía una semana de haber sido despedido luego de cinco años de lealtad laboral. Esto, aunado a la separación, lo hizo sentirse un hombre miserable. Hans lo dejó hospedarse en el ático, que era el único sitio libre. Le advirtió que nadie le daba servicio al espacio y no tenía más que un colchón viejo en el suelo. Eso pareció ser suficiente para Wilbur. Cenaron en la sala del coleccionista, tomaron va-rias copas de vino, hicieron unas cuantas bromas y, más tarde, cuando se terminaron los temas de conversación,

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Hans lo acompañó al ático, le prestó una sábana, una al-mohada y le deseó buenas noches.

Rodeado de paredes manchadas por humedad, bajo la luz amarilla de un foco envuelto en telarañas, Wilbur permaneció unos minutos pensando en lo que ocurrió con Judy. En cierto modo podía entenderla. Aceptaba que, por cuestiones de trabajo, había descuidado la rela-ción. Estaba arrepentido. Ahora, sin empleo, era dueño de su tiempo, o eso pensaba, irónico. Aventó la corba-ta. En el fondo sospechaba que detrás de las pequeñas discusiones que tenían últimamente existía otra razón de mayor peso. Podía olfatearlo. Trató de darle vueltas al asunto a pesar de que sus pensamientos no eran muy coherentes después de tantas copas. Divagó. Quizá sólo necesite descansar, concluyó, liberando un largo suspiro.

Antes de cerrar los ojos, Wilbur fijó su vista en una esquina del ático y enseguida se tiró de espaldas al col-chón, quedando profundamente dormido. Por la maña-na, Hans fue a despertarlo para avisarle que el desayu-no estaba listo. Mientras comían, éste le preguntó hacía cuánto que no le daba un regalo a Judy. Wilbur titubeó. Su amigo le dijo que tal vez era buena idea darle uno, para tratar de componer las cosas —a las mujeres les gus-tan los detalles, arguyó— y le propuso ir a un mercado de antigüedades donde había visto verdaderas gangas. Judy, al igual que Hans, apreciaba el arte. Tal vez tenía razón. Pero si algo le faltaba, era dinero.

El coleccionista sacó de su cartera unos cuantos bille-tes y se los dio guiñándole un ojo. Wilbur salió rumbo al mercado.

Luego de estacionar el automóvil, vio una calle repleta de puestos ambulantes con objetos viejos, entre los cua-les abundaban lámparas, cámaras fotográficas y relojes

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de cuerda. Avanzó sin sorpresa hasta que reconoció a unos metros su propia imagen, encerrada en un marco de madera, junto a otros retratos encima de una mesa. Reconoció la escena: se trataba de ese último segundo de vigilia en el ático, una noche atrás, antes de quedar-se dormido. Era como si lo hubiesen observando desde la pared de enfrente. Nervioso, se acercó al puesto con la actitud de un turista al que le atraen los artefactos de otras épocas. Tosió para hacerse notar.

El encargado, de linaje extranjero, llevaba un atuen-do holgado de una sola pieza, tenía barba harapienta, piel marrón y sus ojos lucían manchas amarillas. Wilbur pensó que, antes de preguntar acerca de la foto, debía de saludarlo con una reverencia. Aquél asintió con la tem-planza de un sabio; luego, sin dejar de mirarlo fijamente, le preguntó qué buscaba. El vendedor de seguros habló del asombro que le había provocado esa imagen de colo-res pálidos. Quiso saber su precio. ¿Acaso tendría algún valor en una galería?

Wilbur se miró en ella de nuevo.Estaba sentado al borde del colchón, observando ha-

cia una esquina del cuarto. Llevaba el mismo traje, la corbata de rombos y la camisa blanca. Se preguntó cómo pudieron haberla tomado, desde dónde salió la captura. La imagen, en sí misma, reflejaba una soledad agobiante. De manera gradual, un escalofrío recorrió el cuerpo de Wilbur, de las piernas a la nuca, deslizándose como una serpiente cautelosa. Era un misterio.

¿Quién es el autor?, preguntó.Lo desconozco, contestó el hombre de la barba, la

obra viene sin remitente; llegó en el embarque de esta mañana. ¿Le interesa?

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Wilbur asintió y el otro propuso una cifra elevada. Por un momento debatieron su costo que, en tales con-diciones —sin saber siquiera la procedencia exacta—, era cuestionable. Se lo hizo entender con argumentos sólidos. El encargado cedió treinta por ciento del mon-to inicial. Wilbur lo consideró un logro que presumiría con Judy y Hans. Intercambió el dinero por la fotografía y se fue con la pieza, mostrando una mueca ligeramente soberbia.

En camino al edificio, consideró la posibilidad de que Hans tuviera cámaras escondidas en el ático y que tal circunstancia no fuera sino una broma de mal gusto. Su amigo era un intelectual que podía echar el dinero a la basura por placeres así de simples. Además, había sido suya la idea del regalo y de la visita al mercado de anti-güedades. Tenía sentido.

Wilbur se encontró con Hans en el vestíbulo y le en-señó la fotografía.

Ah, qué linda ima… dijo el coleccionista. Interrumpió la frase al ver con atención el cuadro. El vendedor de se-guros le pidió una explicación. Hans endureció el rostro. Propuso que subieran al ático, pues tampoco daba crédi-to al suceso. Revisaron las esquinas de la habitación, en específico, aquélla de la cual salió el disparo de la cámara. Sin embargo, minutos después, agotaron las posibilida-des de encontrar una lente secreta.

Desconcertados, volvieron a las escaleras principales del antiguo edificio. Hans se alzó de hombros y simple-mente dijo: no entiendo, te juro que no.

Wilbur, al ver que ahora compartían la incógnita, ofreció una disculpa por adjudicarle el hecho, y el colec-cionista entendió. Dijo que, pese a lo ocurrido, el ático estaba a su disposición, por si todavía deseaba quedarse.

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Wilbur creyó que lo más conveniente era buscar otro lu-gar, se lo hizo saber y movió la cabeza de forma mecánica, asintiendo, como un tic nervioso. De acuerdo, añadió su amigo, mañana viajaré a una subasta, cerca de la playa. ¿Por qué no vienes conmigo? Servirá para distraerte. Lue-go buscas dónde dormir.

El vendedor de seguros accedió y, resignado, subió a colgar el cuadro en el ático.

Esa noche procuró no mirar hacia ningún lado. Al principio durmió tranquilamente, pero poco más tarde tuvo un sueño que lo dejó inquieto el resto de la madru-gada. Las imágenes le parecieron demasiado claras: es-taba acostado sobre una camilla incómoda, como la de un quirófano, vio luces sobre sí mismo que alumbraban partes de su cuerpo y luego atisbó siluetas delgadas y al-tas que se movían alrededor.

Por la mañana, no sólo recordaba el sueño sino que lo evocaba con nitidez. Evitó comentarlo con Hans durante el trayecto hacia la playa. Llegaron al hotel donde sería la subasta y pronto sus actividades los separaron. Mientras el coleccionista compraba piezas de arte, Wilbur, con una cerveza oscura en la mano, admiraba desde su camastro las olas y pensaba en lo mucho que le hubiera gustado que Judy estuviera ahí. Ella amaba el mar, las palmeras y las brisas tibias cargadas de nostalgia. Quiso hablarle por teléfono, saber cómo estaba, escuchar su voz. Pero sólo dio un trago prolongado a la botella. Trató de que el peso de sus preocupaciones fuera menor al de la hermosa vista que tenía enfrente, y se relajó. Puso el brazo libre detrás de la cabeza con la plena disposición de escuchar el cho-que de las olas.

Una hora después, Hans lo alcanzó y le dijo que ha-bía conseguido dos esculturas a un precio inmejorable.

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Brindaron, comieron un gran festín de camarones que costeó el coleccionista, y siguieron bebiendo como dos viejos conocidos que se reencuentran. Por la tarde, deci-dieron volver al edificio, que quedaba a pocos kilómetros de la costa.

Al llegar, cada uno fue a su respectivo dormitorio.Pero segundos después un grito estalló en todas las

habitaciones. Hans corrió hacia el ático. ¿Qué pasa?, dijo agitado cuando abrió la puerta. Wilbur se hallaba estu-pefacto mirando la fotografía colgada. El coleccionista se acercó lentamente y juntos la contemplaron. La imagen era otra. Mostraba a un hombre sin camiseta en la playa, sosteniendo una botella de cerveza. Ese personaje, no ha-bía duda, era Wilbur.

Dios mío, expresó Hans, recorriendo con los dedos su abundante y rubia cabellera.

Esta vez las hipótesis fueron más lejos. ¡Espionaje!, exclamó el coleccionista, quieren saber de dónde saco mi dinero. El maldito gobierno debe de estar involucrado.

Y se cruzó de brazos. Wilbur, en silencio, intentó re-cordar si durante el rato en que estuvo solo en la costa vio a alguien con una cámara fotográfica. No, definitiva-mente no. Se preguntó qué propósito tendría retratarlo a él, un oficinista indiferenciable, si era Hans el dueño de las cuentas de banco, del edificio, de las pinturas…

Por si fuera poco, cómo explicaría el cambio de lá-mina en el marco ¡en tan poco tiempo! Tienes razón, es raro, dijo Hans, masajeándose la mandíbula. Quizás alguien se había metido a la habitación antes de que lle-garan. Enseguida el coleccionista revisó la cerradura de la puerta; estaba intacta. También inspeccionó el resto de los apartamentos, preguntó a los inquilinos si vieron personas desconocidas deambulando por el edificio o si

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escucharon ruidos. La respuesta, que fue negativa, se re-pitió de forma unánime.

Hans creyó conveniente volver al mercado de anti-güedades, tratar de rastrear información con el vende-dor. Wilbur masculló que lo haría al siguiente día y, ago-tado, se despidió de él. Volvió al ático. Al cabo de unos instantes, comenzó a roncar sobre la almohada.

Hubiera jurado que el sueño de esa noche sucedió en-seguida, al cerrar los ojos, pero en realidad ocurrió varias horas más tarde, minutos previos a que el sol iluminara la ciudad. Esta vez, además de reflectores quirúrgicos, pudo percibir una habitación circular de muros blancos y piso brillante. Sobre su cara alcanzó a ver algo muy similar a una mano, de piel rojiza, con dedos escamosos, ventosas en las yemas y uñas afiladas.

Wilbur contó ocho en una sola extremidad.Creyó ver otro miembro idéntico, acariciándole el

cuello. Reconoció la consistencia de una larva en el con-tacto húmedo con la piel. De pronto, miró cómo aque-llos dedos largos se introducían en su boca y sintió que bajaban por la garganta; tuvo un espasmo de asfixia que le rasgaba los tejidos internos. Quiso respirar y no pudo. Emitió un gemido, un grito sin voz que lo obligó a des-pertar y sentarse de golpe. Tenía gotas de sudor en las bolsas oculares.

Lo primero que hizo fue mirar la fotografía: había mutado.

En la imagen estaba Wilbur en el colchón del ático, en pose fetal, cubierto por la misma sábana que aún te-nía sobre las piernas. La soledad que emanaba del retra-to era honda, o más que eso: abismal. Era la soledad de un bibliotecario, de un poeta, de un escritor de cuentos incluso. Pero él no era ninguna de esas cosas, sino un

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vendedor de seguros. Sintió que el corazón se le encogía y, sofocado, se tapó la cara. Estaba enloqueciendo. Nadie pudo haberle tomado una foto mientras dormía ni mu-cho menos enmarcarla así de rápido. Debía ir al mercado de antigüedades lo antes posible. Vio su reloj, eran las siete en punto. Sin pensarlo, se puso los zapatos, el saco, la corbata, se arregló el cabello, tomó su maletín y salió a toda prisa.

La mañana era fresca y el viento soplaba levemente. Cuando Wilbur llegó al puesto donde compró la fotogra-fía, un joven acomodaba los retratos. Se acercó. Le pre-guntó por el hombre barbado que atendía; lo describió. El muchacho hizo un gesto de confusión y dijo que no conocía a nadie con esas características. Wilbur le sostuvo la mirada por un momento, tratando de intimidarlo, pero descubrió que decía la verdad. Dio un recorrido por la ca-lle. Esperó un rato. En el embarcadero tampoco supieron darle ninguna razón. Después de dos horas de búsqueda, su presencia fue inútil en aquella zona y partió.

Desesperado, fue hacia la casa de Judy.Al llegar a la puerta, tuvo un golpe de tristeza. Recor-

dó las cenas, las fiestas familiares, las veces que hicieron el amor. Fue una época maravillosa. Tocó el timbre. La mujer salió casi enseguida con el cabello recogido y el maquillaje en la mano; sin observar quién había llama-do, siguió poniéndose rubor en los pómulos. Entonces volvió la vista al frente y dijo: oh, Wilbur, eres tú. No creí que vinieras.

Él vio decepción en sus ojos. Le pidió que le concedie-ra unos minutos.

Se sentaron en el comedor. Wilbur le contó que se había estado quedando en el edificio de Hans y que lo acompañó a una subasta importante. Trató de darle a

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entender que la estaba pasando bien, aunque no fuera cierto, e intentó sonreír. Parecía un imbécil. Luego de un silencio incómodo, tuvo que sacar la historia de la foto-grafía y los sueños y fue entonces que los asoció con la compra de la imagen. Al terminar de contarle, Wilbur perdió el control de sus emociones y confesó que tenía miedo. No entiendo por qué me están siguiendo, dijo, ¿acaso mandaste a investigarme, Judy? Si es eso, es mejor que me lo digas ya.

La mujer suspiró con pesadez y se dio cuenta de que era ridículo seguir escuchándolo.

Supuso que era una excusa para volver. Un pretexto estúpido.

Pero Wilbur le suplicó, casi con lágrimas, que lo acompañara al edificio de Hans y lo comprobara. Ella pi-dió que la dejara en paz. Al tiempo que pintaba sus labios de rojo, remató fríamente que en unos días los aboga-dos iniciarían el papeleo. No había nada que hacer. Judy se incorporó, cerrando el espejo de mano en el que se miraba. Luego le pidió a él que cerrara la puerta cuando saliera, agarró su bolso y se fue.

Wilbur escuchó los tacones alejarse con una musical indiferencia.

Se esculcó los bolsillos del pantalón. Le quedaba poco dinero y tenía hambre. Cogió una manzana del frutero, la devoró en cinco o seis mordidas. Descansó en el sillón de la sala donde solía ver partidos de béisbol. Prendió el televisor, lo apagó y lo volvió a encender, como si le divir-tiera hacerlo. Sonó el teléfono. Se activó la contestadora. Después de la grabación de Judy, una voz masculina le preguntaba a ella si había encontrado la corbata que olvi-dó la otra noche en la sala. Esa misma sala donde se ha-llaba ahora Wilbur. Aquel hombre se despedía pidiendo

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que por favor la llevara consigo, y que deseaba verla a ella urgentemente. El tono de voz cambió de manera signi-ficativa en la última frase; sugería coqueteo. La corbata no estaba en el sillón. Quizá Judy la tomó. Por la mente del vendedor de seguros pasaron innumerables rostros que podían coincidir con la identidad del hombre, pero no definió ninguno. Sintió repudio y a la vez envidia por el sujeto que debía estar acostándose con su aún esposa.

Wilbur se incorporó y en un arranque de ira jaló el teléfono y lo aventó contra el librero. Vio cómo se rompía el aparato. Se arrepintió de haberlo hecho, pero lo dejó en el piso, fraccionado. Los maldijo. Se recostó de nuevo, subiendo los pies. La rabia lo agotó de tal forma que a los pocos segundos tuvo la necesidad de una siesta. Cerró los párpados y, como había ocurrido en los recientes episo-dios de sueño, aquél también desembocó en una pesadi-lla. Wilbur apareció en una habitación circular, ilumina-do por luces intensas, semidesnudo.

Reconoció las manos que aparecieron en el sueño anterior. Observó cómo una de ellas, con el filo de las uñas, cortaba desde su pecho hasta el ombligo y sacaba sus intestinos como si fueran una manguera enrollada. Por primera vez, Wilbur tuvo el impulso de actuar. Se en-derezó frente a sus vísceras, que eran sostenidas por una de las manos que efectuaban la operación. Intentó vomi-tar. El esfuerzo lo empujó hacia un costado. Manchó de sangre el piso brilloso. Se arrastró con el estómago hen-dido. Llegó a una compuerta de cincuenta centímetros de ancho, que se abrió de manera automática, sin emitir ningún eco.

Observó una sombra, alzó la cabeza y halló unas pier-nas alargadas, que correspondían a un cuerpo de estatu-ra impredecible. Como las de un gigante, pensó. O, más

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bien, en aquel escenario él era un ser diminuto. Cualquie-ra de las opciones le resultaba poco asequible. Pero nin-gún sueño se jacta de ser verosímil. Sintió que lo cargaban y lo devolvían a la camilla. Dejó de moverse. Escuchó un sonido crepitante. A punto de perder todas sus fuerzas, se percató de que uno de aquellos entes con los que había estado soñando le desprendió la tapa del cráneo.

Wilbur gritó. Se levantó del sillón con el rostro macilento.

Se palpó el abdomen, los ojos, la nunca. Se mojó la cara en el lavabo del baño y, sin pensarlo, salió de casa. De in-mediato fue al edificio de Hans, subió a su apartamento y lo llamó con gritos exasperados. Debía cuestionarlo has-ta sacarle la verdad. Quién más podía saberla más que él, su propio amigo, con el que había empezado este asunto. Pero nadie atendió en la puerta. Subió corriendo las es-caleras para llegar al ático. Entró, miró la fotografía y no erró al adivinar que era otra. Allí se encontraba Wilbur, sentado, con un brazo encima del comedor de la casa de Judy, cerca de un florero y una canasta, mirando hacia un punto inagotable del vacío. Solo. Solo. Solo. Esta palabra retumbó en su cabeza como una canción insoportable.

Cerró los puños. Sus ojos se cristalizaron de odio.Asió iracundo la fotografía, subió a la azotea y, tras

alzarla lo más alto que pudo, la arrojó contra el piso. El golpe tuvo que haber roto el cristal protector, sin embar-go, no sufrió ningún daño. Wilbur notó que, con el im-pacto, la imagen se había transformado y ahora mostraba una captura de ese mismo instante, en la parte más alta de aquella vieja construcción de siete pisos. Calculó la distancia desde la cual pudo haber sido tomada. No te-nía lógica. Según el enfoque, la foto sucedió apenas unos pasos adelante…

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¡Sobre el aire!Wilbur caminó hacia el filo de la azotea. Bajó un pie al

abismo. Tambaleó.Si realmente existía un fotógrafo, debía estar ahí en-

frente. Observó el paisaje desgastado de la ciudad y las terrazas desteñidas de las viviendas. No había nadie que lo observara. ¡Por favor!, suplicó, ¡déjenme en paz!, y en-seguida avivó el coraje contenido en sus puños. Volvió a la foto sobre el piso y, en cuclillas, le soltó un puñetazo.

En lugar de romperse, la imagen cambió: registraba la escena de Wilbur pegándole al cristal del cuadro a una distancia de diez metros por encima suyo, como si la cá-mara se hubiera alejado y entonces estuviese más arriba. Golpeó de nuevo y la perspectiva se apartó, convirtiendo al retratado en un punto insignificante a mitad de la urbe.

Wilbur soltó otro puñetazo y otro y otro, y la lente retrocedía cada vez más. Sucesivamente, vio la estructu-ra de la ciudad, de las otras con las que colindaba; poco a poco dejó de apreciarse en el panorama, que iba am-pliándose, alcanzando una distancia mayor. Observó la geografía del país en el que vivía. Miró el mundo como en una maqueta escolar. Los mares y las montañas, los cam-pos y los desiertos, los glaciares y los llanos. Las nubes indefinidas de una tempestad al sur del globo terráqueo.

Entonces se detuvo porque se dio cuenta de que el objetivo retrocedía por sí solo, mostrando imágenes sate-litales, como si fueran fotogramas de una película.

De pronto, la mirada también se paralizó por com-pleto. Dentro del marco podía atisbarse con claridad la tierra y la luna en primer plano, venus en segundo y mer-curio y el sol en tercero. Y de fondo, la oscuridad vasta del universo. Esa perspectiva, temió, correspondía al planeta

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marte. Pero… ¿qué es esto?, dijo Wilbur, tocándose la ca-beza, desquiciado.

Como a un niño, lo sacudieron oleadas de horror y, a punto de que su mente estallara, un zumbido estriden-te lo obligó a tirarse encima de la fotografía. Apretó los ojos. Lo dominó una sensación cálida que, más allá de desagradarle, reconfortó sus pensamientos, envolvién-dolos en una oscuridad absoluta, una vorágine espesa y violenta de completa ceguera. Estaba entumido. Fue como sumergirse en agua tibia sobre una gran tina, dejar de respirar y de repente sentir una calma hipnótica. Dios, esa calma —Wilbur lo sabía— era única.

Cuando volvió en sí, miró a su alrededor.Identificó el escenario: blanco, circular, límpido. A

mitad del muro había un transmisor parecido a una pan-talla. Se detuvo enfrente. Distinguió la calle del mercado de antigüedades en tiempo real. ¿Dónde estoy?, susurró sin aire en los pulmones. Quiso mover las manos pero una fuerza externa lo paralizó casi en su totalidad: sólo podía parpadear. Intentó un grito. Opacos e inútiles, unos cuantos quejidos salieron de sus entrañas. No tuvo otro remedio más que fijar la vista en el panel. Advirtió la presencia de un hombre desconocido que, con cierta intriga, preguntaba el precio de un retrato. El episodio, inexorablemente, le resultó conocido. De soslayo, Wil-bur observó que se deslizaba una compuerta silenciosa. Sabía qué le esperaba.

Y, aunque pudo haberlo hecho, no cerró los ojos.

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maLos hábitos

pedro zavaLa

1Ferrara espera a los compradores al interior de su habi-tación, en el Hotel Gaiman. Esa pocilga pestilente y ol-vidada frente al Parque Central. Nido de carteristas des-graciados y veteranos decrépitos. Va y viene de un lado al otro desgastando aún más la superficie de la alfombra acabada por la falta de mantenimiento. Se detiene y mira la pantalla encendida que abarca la pared. Ahí sintoni-za el canal culinario. Grant Morrison, el chef escocés vi-siblemente ebrio, termina la receta para hornear pan y cocinar huevos deshidratados con jamón. Antes de ir al corte el chef suelta la lengua y habla con su voz presurosa sobre la magia y el caos. Un miembro del staff aparece a cuadro ante la negativa del escocés para enviar al corte y reiterar el agradecimiento a los patrocinadores. De forma brusca aparece en la pantalla una imagen verde con la leyenda: regresamos en un minuto. Ferrara ríe.

Por fuera del Gaiman pequeñas gotas de lluvia escu-rren como hilos delgados por las ventanas. La mirada de Ferrara traspasa esta imagen para concentrarse en la

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tormenta turbia que cae sobre la ciudad. Espera jugue-teando con un cuchillo que lanza de una mano a la otra. Giro a giro, los destellos trastocan la penumbra de la habi-tación. Cuando la daga aterriza en la mano del viejo, este la sopesa como si su brazo fuera una enorme balanza. Por fuera las nubes no cesan su llanto terco y desesperado. Como arrebatos de un niño a punto de marchitarse.

Llaman a la puerta. Ferrara cesa los malabarismos. Ca-mina hacia la entrada hasta quedar detrás de la puerta y fija el arma a su espalda. En la pantalla gigante Morrison invita a los espectadores a comprar el nuevo huevo chino Mei-Mei. Recargado con proteínas y vitaminas. Todo lo que tu cuerpo necesita.

—¿Tres, cuatro? —pregunta la voz de un hombre por fuera de la habitación.

—¿B.J.? —pregunta Ferrara.—Dos, tres —responde la voz.Ferrara retira el seguro de la puerta. Y cuando lo hace

mira su brazo extendido. Es consciente por unos instan-tes de sus muñecas descarnadas. El esqueleto metálico a la vista, gracias a los cortes y tajos que se extienden en el dorso de sus manos y pliegues de sus extremidades.

—¿Tres, cuatro? —pregunta la voz por fuera, titubeante.Ferrara reacciona, sale del breve letargo y abre. Frente

a él, dos jóvenes empapados por la lluvia necia y ácida in-tentan secar sus prendas de arriba a abajo. Ferrara los ob-servaba fijamente. Ellos desisten y entran a la habitación.

—Te advertí que vinieras solo —reclama Ferrara a B.J.—. Te esperé mucho tiempo. Pensé que nunca llega-rías —dice y retrocede hacia la cama sin dar la espalda ni un momento.

—No encontrábamos este hotelucho en ninguno de los mapas satelitales.

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Ferrara abandona el conversatorio. Abre el maletín sobre la cama. Los jóvenes alejan la mirada del rostro del viejo para quedar hipnotizados por el interior de la pe-queña valija. Sus tonalidades rosas, azules, verdes y ama-rillas resplandecen. Frente a ellos, el conjunto multicolor de hermosas drogas de diseño.

—Lo mejor de lo mejor está aquí. Rockets, IG-88, Dooms, Invisibles, Animal man, Multiverse. También lsd de cuarta generación y para cualquier sistema operativo, Lunas rojas. Lo que quieras está aquí.

La pareja permanece en mutis y atenta al interior del maletín.

—Rockets y lsd para iOS —dice B.J. en automático.—Yo quiero el Animal man. ¿Y eso de ahí es… es…

Bradbury? —señala el acompañante con el dedo índice.—Bradbury puro.La lluvia al exterior arrecia para golpear las ventanas

de la habitación. La pareja mira de nuevo al viejo. Los pliegues en las axilas y en el cuello del androide, oxida-dos. No creen que ese vejestorio a la mitad de una pocilga posea una de las drogas con mayor demanda del planeta.

—Cinco mil por una dosis de Bradbury —sentencia Ferrara.

Los jóvenes mudos miran al dealer mover la boca y luego se miran entre ellos. Se alejan uno del otro como parte de una coreografía ensayada, hasta quedar en ex-tremos opuestos de la habitación.

—¿Qué es esto?B.J. saca una Colt láser debajo de su hoodie y apunta al

viejo androide.—Nos llevaremos todo. —Ferrara con una mano en la

espalda ríe.—Lo que vayas a hacer, con mucho cuidado, viejo.

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Ferrara toma el mango del cuchillo entre sus dedos. De inmediato siente la descarga del láser atravesar su brazo metálico. La extremidad cae al piso entre convul-siones hasta quedar inerte. La pareja se mira entre sí y ríe. Entonces, todo en un par de segundos, Ferrara toma el miembro entre chispas y lo arroja con fuerza hacia el ros-tro de B.J. El golpe revienta el tabique y el hueso frontal como si de un cascarón se tratara. Las paredes se llenan de trozos de sesos y sangre del hombre que se derrumba entre ellos.

—No, no, no te muevas. Tengo, tengo aún el, el, el arma —dice el joven, con el rostro lleno de sangre, trozos de hueso y cerebro.

Vomita.Ferrara se acerca a él a paso lento y extiende su brazo

hasta apresar su cráneo rapado. Aprieta su mano acerada hasta sentir un crujido, que se pierde entre las mil gotas estallando en las ventanas.

—Droguetas de mierda —reniega Ferrara mientras re-visa los bolsillos de la pareja tendida en el piso.

2Ferrara camina por las calles del Harlem. La acera des-tinada para androides y robots no le sienta bien. Cruza la calle en clara violación de la ley de segregación. Car-ga con el brazo acerado recién mutilado sobre su hom-bro. Los cables de colores se asoman por un lado de la extremidad.

En la penumbra, los transeúntes lo miran con des-confianza. La lluvia arrecia sobre la ciudad y los charcos en las orillas de las avenidas crecen hasta convertirse en espejos gigantes. Terroríficas formas de reproducir la realidad del mundo y la humanidad, piensa Ferrara y se

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detiene. Mira el reflejo distorsionado de su rostro, por las gotas impetuosas que caen sobre la pequeña cama líqui-da. Se desconoce. Aquello que mira no es él. No sabe por qué o cómo ha llegado hasta ahí. Y viene a su mente el primer recuerdo incrustado en su memoria. La primera conversación en sus oídos. Los primeros aromas y olores bajo su nariz. Aquellas imágenes que se repiten de forma recurrente en sus sueños de robot.

Recuerda. Un baño de aceite caliente que cae sobre los androides en las líneas de ensamblaje. Segundos des-pués, las turbinas lanzan ráfagas de aire caliente sobre los cuerpos metálicos. Un equipo de limpieza baja al pabe-llón para limpiar a los humanoides de pies a cabeza.

Al interior de una oficina, Oesterheld extiende al em-presario Azarello una copa de vino.

—¡A tu salud! —dice frente a los ojos de trescientos androides—. ¡Felicidades! Son todos tuyos: la versión alfa del proyecto Zaratustra. Los primeros androides de rescate en el maldito planeta.

Azarello extiende su copa y dice:—Los quiero en azul. En azul cielo. Que hagan juego

con el logo de la empresa. —Da un sorbo a su bebida.Oesterheld asiente.—No te preocupes por eso. Azul será. No tengo nin-

gún puto problema.

Un niño y su madre, ambos envueltos en una burbuja impermeable, miran el brazo colgante del robot. La llo-vizna empapa la gabardina del androide. Ferrara no está más en sus recuerdos y mira al niño, que no parpadea.

—Esos no son modales —reclama Ferrara a la mujer, que sobresaltada mira a su interlocutor.

—¿Qué? —responde incrédula.

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—Que no son putos modales para un maldito niño —repite.

—…El robot extiende el dedo índice y revienta la burbuja

impermeable en un movimiento.—…—¿La está molestando? —interviene de inmediato un

guardia militar, que se acerca al robot—. El cruzar la calle le costará un par de multas.

—Pedía una limosna, lo siento —dice Ferrara y sonríe. Descuelga su brazo desprendido y lo agita imitando un saludo con la palma extendida.

—No puede pedir limosna en esta área.—Lo siento, es la memoria. Me falla en ocasiones.—Vaya a revisarla de inmediato —ordena el militar—.

Aquí está su multa.Ferrara camina hacia atrás como es su costumbre.

Hace un saludo al militar y se despide de la mujer, que incrédula toma a su hijo del brazo hasta marcar sus de-dos en la piel del infante.

Ferrara se pierde entre la multitud de Harlem.

3Antes de llegar a la estancia para mecanizados, Ferrara se detiene en el Badmouth, el local energizante de Renzi.

—¿Te atreves a entrar? ¡No hay créditos para ti, maldi-to viejo! ¡Paga primero o lárgate de aquí! —grita el dueño. Los androides en las mesas miran de inmediato a Ferrara. Después de un breve silencio el barullo regresa al interior del Badmouth.

—Recarga energética, tres estrellas —ordena Ferra-ra, extiende el brazo inerte sobre el mostrador y coloca cinco mil créditos al lado de la extremidad.

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—¡Viejo de mierda! —dice Renzi acercándose a la ba-rra sin alejar la mirada de los créditos, pequeñas tarjetas plásticas—. Por menos de lo que hiciste sabes que te hu-biera matado, mierda de hojalata.

Renzi toma los créditos. Los cuenta uno a uno. Sus ojos están inyectados de sangre. Después desaparece un momento. Algunas de las pantallas en las paredes mues-tran imágenes de androides famosos que han pasado por el local de Renzi. Al cabo de algunos minutos, el dueño regresa con una recarga eléctrica para el viejo.

—Tres estrellas ya no fabrica más. Esto es una recarga análoga. Mejorada —explica Renzi y entrega la pequeña batería a Ferrara.

—¿No fabrica? ¡Qué estupidez! Uno de los mejores productores —se queja el viejo.

En una mesa cercana a la barra, un par de androides con lentes de pasta y tatuajes en los antebrazos sonríen e intercambian miradas luego de las palabras de Ferrara.

4Ferrara camina bajo la lluvia. Sobre la acera destinada para androides y robots. Bajo anuncios de neón y tipo-grafías orientales en colores verdes y rosas. Percibe a su lado el olor fétido de los puestos de comida china.

5Ferrara mira las enormes pantallas de tiendas departa-mentales de lujo. Observa los anuncios de marcas de ropa, autos y drogas socialmente aceptadas. Parpadea frente a él el mensaje: Last place can´t win.

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6Ferrara cambia su batería en la habitación del Gaiman. Una descarga recorre su cuerpo. Siente que sus ojos se abren de nuevo, sus tobillos se endurecen, la mandíbu-la se aprieta con fuerza, los dedos de la mano se cierran hasta formar un puño: se siente joven otra vez. Quiere demoler la pared a golpes, saltar por la ventana y sentir el concreto quebrarse ante su caída.

Ahí está. Blandiendo el brazo al interior de la habita-ción. Moviendo la cabeza de arriba a abajo. Piensa que es un explorador sin ataduras. Una nube errante. Sus oídos ahora están llenos de melodías cósmicas.

Enciende la pantalla y luego toma su brazo. Comienza a repararlo y mira los colores. Afuera la lluvia cae sobre las ventanas. El programa de cocina de Morrison va a comenzar.

7Y recuerda.

Come con Monina a la luz de las velas mientras escu-cha música de F. Miller y su banda Sin City. Los sonidos en un inicio acompasados y lentos. Luego incrementan-do el beat poco a poco hasta formar ruidos similares al golpeteo de tubos a punto de estallar. Sonidos en cre-cimiento, piensa Ferrara. Como si el mundo estuviera a punto de una explosión fatal.

—Miller entiende la vida, entiende al mundo. Nos alerta. Nos alerta de la gran explosión. De la gran bomba que está a punto de estallar.

—¡Calma! ¡Despacio! ¿Una bomba? ¿Una bomba di-ces? —pregunta Monina entre risas.

—No me parece un exceso. El tipo es un genio. Casi perfecto para ser humano.

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—Despacio. No estoy hablando de Miller.—¿Sigues con lo mismo? —pregunta Ferrara y deja a

un lado los cubiertos que tiene entre manos.—No. No sigo con lo mismo. Pero es que no te de-

tienes. No paras nunca —reclama Monina y blande su cuchillo formando figuras en el aire.

—¡Déjalo ir! —dice Ferrara, mirando fijamente a Mo-nina que baja la mirada al plato.

—Ahí va de nuevo. No te detienes. No sabes hacerlo. Eres tus palabras, te conviertes en tus palabras y a veces tengo miedo.

—Mírame. Levanta la cara cuando me hablas. No se trata de detenerse, Monina. Nunca debes detenerte —susurra Ferrara.

—La verdad es que no puedes. No termina nunca.—¿De qué se trata entonces? ¡Y mírame cuando te

hablo!Monina mira a Ferrara. La luz que baña su rostro agi-

ganta sus ojos. Ferrara puede ver un par de lágrimas co-rriendo por sus mejillas.

—Sé tú. Actúa sin órdenes. Deja los lineamientos, tus malditas medidas. Sé tú de verdad.

—¿Verdad? Toda la verdad para mí se reduce a un acto concreto, Monina. Lograr un rescate o no lograrlo. Así de simple. Sé que no lo puedes comprender. Eres una escritora…

—Kub quedó tendido sin un solo diente. ¡Es mi com-pañero! ¡Mi maldito compañero de trabajo! ¿Te parece poco? ¿Qué tiene qué ver que sea una escritora? Lo dejas-te tendido en el piso.

—El tal Kub se lo buscó.—¿Salvas a uno y hieres a otro? Eso no tiene sentido.

Son tus malditos celos.

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—Lo rescaté, Monina. Kub era un peligro.—…—Hay que actuar, Monina. No comprendo cómo

puedes instruir en una Facultad.Monina se levanta de la mesa luego de las palabras de

Ferrara. Deja de lado la malla metálica que sostiene como servilleta.

—Estás cruzando la línea.—No me lo parece.—Estás desquiciado. Te está volviendo loco la noticia

de los nuevos KJK´s. ¿Eso es lo que te tiene mal? ¿Tu mal-dito remplazo?

—¡Cállate!Ferrara salta sobre Monina y golpea con su puño ace-

rado el rostro de la robot. Platos copas caen al suelo, sal-tan en pedazos al contacto con la superficie. Los comen-sales gritan al interior del restaurante. Un par de meseros interviene para detener la golpiza. Monina intenta incor-porarse. Se lleva las manos al rostro y toca la gran abolla-dura a la altura de su pómulo. Está caliente. Se levanta con la mano en el rostro y camina entre las mesas.

—¡Monina, no fue mi intención! —grita Ferrara mien-tras lo sacan del lugar. Monina toca su pómulo. Llora.

8Ferrara toma una cápsula de Bradbury. La quiebra sobre la mesa y aspira los nanocitos. Siente su paseo por nariz y garganta. Sus rodillas tiemblan. El vértigo se apodera de él. Nubes rojas llenan la habitación del Gaiman. El fuego consume las paredes. Ferrara siente el calor que irradian las llamas por todo su cuerpo. Pequeñas flamas brin-can sobre él. Demonios ancestrales susurran oraciones mágicas en sus oídos, en lenguas que la humanidad ha

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extirpado. Ferrara cae de cara al piso y se pierde entre el terco rezo de las nubes rojas.

9Y recuerda.

Detrás del escritorio, Mr. Moore acomoda su sombre-ro por cuarta vez en el día.

—Es a causa de los nuevos, ¿cierto? —pregunta Ferra-ra a Moore.

—No estoy autorizado a darte ese tipo de informa-ción, Ferrara —responde mientras tocaba su larga barba blanca.

—Vamos, Moore, soy el mejor en lo que hago. El me-jor de los trabajadores de esta empresa. ¿Eh, Moore? ¿Y la experiencia? ¿Cómo sustituyes la experiencia?

—Con información —dice Moore.—...—De unidades como tú, Ferrara. No pongas esa cara.

¿Cada mes los vaciamos? ¿Lo olvidas? —pregunta Moore.—Eres un hijo de puta.—Ahórrate esta mierda y sal de aquí antes de que te

mate —dice mientras apunta a Ferrara con un arma.

10Ferrara despierta. Un ardor recorre todo su cuerpo. No sabe si ha pasado un día o un año. Dos horas o un mes. Tiene hambre y frío. En la pantalla enorme frente a sus ojos mira a un hombre penetrar a una androide prostituta.

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11Y recuerda.

Un pequeño cosquilleo recorre el cuerpo de Ferrara. En el mirador, bajo la luz de las estrellas, la pareja jugue-tea. Ilseind se retuerce encima de los muslos de Ferrara. Las caricias con la lengua esparcen ríos de saliva artificial por las terminales sensitivas de Ferrara. Los lengüetazos en los oídos y los besos suministran olas de nanocitos.

Ilseind gime y mueve sus dedos con destreza sobre los cables multicolores en la pelvis de Ferrara. De pron-to, un resplandor se asoma al interior de los cables recu-biertos de material aislante y chispas caen en sus muslos acerados.

—Oh, así. Sí. Sí.

12En la habitación del Hotel Gaiman, Ferrara mira las gotas de lluvia que escurren por fuera de las ventanas, como hilos delgados. Llaman a la puerta. Ferrara lamenta la in-terrupción y deja de observar las gotas. A su espalda una Colt láser.

—¿Cuatro, dos? —pregunta la voz aguda de un hom-bre, por fuera de la habitación.

—¿A.K.? —pregunta Ferrara.—Dos, cuatro —responde.Ferrara retira el seguro y en el acto mira el óxido entre

los pliegues de sus dedos. Abre la puerta y observa a una mujer y una niña en la entrada de la habitación. Palpa el arma en su espalda.

—Adelante, pasa —dice—. Pensé que nunca llegarían.

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La noche y eL hastíoenriQue urbina

0.Todo fue un secreto. La invitación nos llegó por mensa-je. La recibieron los mejores. Los más atractivos, los más atléticos, los más. No dudamos en ir. Durante la Sequía, todo estaba prohibido. Hasta la diversión; las fiestas. Ne-cesitábamos algo así. La emoción era necesaria.

1.Nos preparamos por días. Mental y físicamente. Volvimos a ejercitarnos; dormimos mejor. Sonreíamos más. Nues-tros padres nos preguntaban, felices y miedosos, cuál era la causa de nuestro súbito cambio. Respondíamos que, si no había forma de combatir la Sequía, al menos po-díamos disfrutar de los días tranquilos, sin trabajo y sin estudio. Nunca les hablamos sobre nuestros verdaderos planes. Sabíamos bien cómo se castigaba la desobedien-cia. Comenzaría cuando sus rostros rajados por arrugas, golpeados por las ojeras y marchitados por la desespera-ción se deshicieran en una mueca horrible de desprecio. No era necesario.

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2.El enigma fue lo que nos sedujo: el primer mensaje apenas acotó algunos detalles: día (el 12 de octubre) y lugar (los márgenes de los plantíos secos y muertos). Un par de días después llegó la hora: medianoche en punto. Luego la ves-timenta: lo menos de ropa posible. Ropa negra. Teníamos que cargar algo más con nosotros: cuchillos para defender-nos (sospechamos un poco, pero entendimos que en esos lugares todo era peligroso). El medio por el que los men-sajes nos fueron enviados también agregó locura y miste-rio al evento: el primero fue por teléfono. Los siguientes llegaron siempre de distintas formas. Unos con notas que aparecieron en el bolsillo de nuestros pantalones; a veces escritos en la madera de los pisos que recorren las calles del pueblo; a veces en los espejos de nuestros tocadores.

3.Hubo peligro en varios momentos. Sospecharon no sólo los adultos, sino los otros que no fueron invitados. Algu-nos eran nuestros amigos. Nos veían ansiosos. Tuvimos que terminar nuestra relación con algunos de ellos para no poner en peligro la excursión a las afueras del pueblo. Si alguien nos seguía, se enteraba, o lograba intuir los planes que se nos habían entregado, la fiesta se cancela-ba. Eso se repetía en todos los mensajes.

4.Y llegó la fecha. Esperamos a que nuestros padres dur-mieran. Arrancamos en nuestros coches con un estruen-do que me sonó al crepitar del fuego que inició con la Sequía en los campos. No miramos hacia atrás al irnos. No miramos hacia los cuartos de nuestros padres, tal vez ahora despiertos y atónitos por nuestra huida.

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5.Ese día, al despertar, encontramos cigarros de bartok debajo de nuestras almohadas. Algunos, al principio, no supimos qué eran. Ya desde antes de la Sequía la droga era muy escasa. Muy de niños nos tocó presenciar algu-na ceremonia de fertilidad o muerte en donde el sacer-dote consumía bartok. El olor fue lo que más se quedó en nuestras memorias. Pero algunos, los más grandes (aunque no tanto) entre los invitados, recordaban más los días en que se usó para fines recreativos y ya no sa-grados. Ellos fueron los que reconocieron la sustancia en los cigarros. Por el color y la extraña vibración que emi-tían si se les sostenía por mucho tiempo. Los fumamos en la carretera. La noche cambió de color. El aire parecía hablarnos. Y nos sentíamos muertos y a punto de nacer. Reímos hasta que nos dolió el estómago.

6.El trecho fue exigente. Muchos de nosotros nunca ha-bíamos llegado tan lejos en los campos. Sólo los adultos cultivaban ahí, y entendimos por qué: el suelo era duro, difícil de labrar; estaba lleno de accidentes: zanjas, lomas y fisuras. Desenfundamos los cuchillos. Los efectos del bartok se volvían más potentes, como si el polvo del suelo que entraba a nuestras narices tuviera algo que ver. Vi-mos y escuchamos cosas. Las sentimos. Todos. Las mis-mas. Seres que nos seguían. Bailaban.

7.Llegamos a la medianoche en punto. Fumamos lo que quedaba de bartok y nos sentimos bien. Calmó nuestros nervios y elevó el calor de nuestros cuerpos. Bailamos unos segundos sin más música que nuestros jadeos.

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8.La tierra vibró cuando aparecieron unos encapuchados. Formaban un círculo. Estábamos por temerles cuando se hizo la música. Era buena. Quién sabe de dónde sa-lía, pero nos gustó mucho. Se juntó con los efectos de la droga. Enterramos los cuchillos en el suelo tieso y nos abandonamos al gran delirio.

9.Era un estruendo. Ya no teníamos ropa y no nos molesta-ba. Unos se convulsionaban en el piso; los entendíamos. La carne nos sobraba.

10.Entre las brumas, las figuras y los seres que se multiplica-ban en el aire, sentimos que el lugar dejaba de estar seco y muerto. Ya lo queríamos. Comimos tierra y nos supo deliciosa. Un pensamiento nos atacaba: nuestros padres estarían orgullosos.

11.Sentimos un último impulso: tomamos nuestras armas. Probamos sus filos. Nos apuñalamos, tasajeamos y corta-mos entre nosotros, pero de nuestros cuerpos no brotó sangre.

12.Caímos y, al tocar el suelo, de nuestras heridas emergió vida. Hojas, enredaderas, flores. Troncos. Nos convertía-mos en bosque. Pronto no sólo fueron las heridas reali-zadas por los cuchillos. Nuestras pieles se endurecieron: ramas, como nuevos brazos, salieron de ellas. Nuestros ojos se volvieron los frutos que desde hace tiempo ya no

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crecían en los valles. Comprendimos nuestro destino y quisimos escapar. Fue imposible: la música continuó so-nando y nuestras raíces, creciendo.

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orQuídea

ave barrera

Desde que tengo memoria recuerdo a la abuela Felicia abrazada a las ramas del ahuehuete, preparándose

para su transformación en orquídea. Al principio eran solo dos o tres horas diarias. Mi madre le ayudaba a llegar al pie del árbol y la abuela se quedaba ahí, prendada del tronco hasta que el sol terminaba de ocultarse y la primer ondonada de viento fresco hacía que le dolieran las arti-culaciones. Sin embargo, poco tiempo después sus huesos comenzaron a volverse flexibles, su piel adquirió un ver-dor abultado y tierno. De su vientre comenzaron a nacer delgadas raicitas pardas, largas como canas, que le dolía mucho desprender de la corteza. Nada le proporcionaba más alivio que volver cada mañana y adherirse al cuerpo rugoso del ahuehuete. Hasta que un día dijo: «Yo de aquí ya no me muevo», y no se movió.

Recuerdo que el proceso fue lento y difícil. Durante años había estudiado la naturaleza de las orquídeas. Sa-bía con toda precisión la especie en la que deseaba con-vertirse: una epifita de corola rosada y labios rojos a la que llamaba Dendrobium Phalaenopsis, cuya imagen me

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mostraba en fotos, dibujos y esquemas anatómicos que reunía con esmero. Me hablaba acerca de las característi-cas de la planta y de las fases que atravesaría para llegar a la transformación. La mayor parte del tiempo, cuando no estaba estudiando o abrazada al ahuehuete, entraba en un trance profundo para despertar dentro de sí, en cada una de sus células, la inquietud por dejar de ser esto para convertirse en aquello. Y su cuerpo la escuchaba. Pau-latinamente fue reduciendo sus dimensiones humanas hasta llegar a ser más pequeña que yo, hasta cambiar la piel por hojas y las extremidades por bulbos esponjosos.

Poco antes de que sus ojos se convirtieran en dos pun-tos amarillos, fijos en la luz, cuando sus largas orejas ver-des todavía podían oírme, le prometí a la abuela Felicia que rociaría sus hojas con el aspersor cada mañana du-rante todos los días de mi vida. Y eso es lo que hago en este momento. Como cada mañana, antes de salir, antes de tomar café con leche, salgo al patio, coloco la escalerita y con el aspersor voy disparando el rocío sobre la orquídea hasta cubrir de humedad cada hoja y cada bulbo, hasta dejar bien empapadas las raíces. Disparo el rocío por arri-ba y por abajo, en todos los ángulos posibles hasta estar bien segura de que toda la planta ha recibido su buena dosis de agua. Mientras lo hago, casi siempre me da por pensar en qué voy a querer convertirme yo, si es que llego a convertirme en algo.

Ya sé que falta mucho, que siempre puede ocurrir lo inesperado, que de buenas a primeras podría caerme una maceta en la cabeza y perder la vida de forma repen-tina, como quien pierde una muela comiendo piñones. Entonces no tendría tiempo para convertirme en nada, ni siquiera en chimpancé. Sin embargo, siempre que la vida siga su curso sin contratiempos, las personas llegan

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al momento en que deben decidir en qué quieren conver-tirse y comenzar con la transformación. En el templo y en la escuela se la pasan dándonos lecciones para eso. Nos dicen que debemos tener mucho respeto por los seres transformados y por los anacoretas que dedican su vida a protegerlos sin recibir a cambio prácticamente nada. Y digo «prácticamente» porque a leguas se les nota que algo reciben, algo que no se ve, pero que llevan puesto en los ojos y en las manos.

Cuando hablamos entre nosotros, fuera de las clases, nos encanta contar historias de transformaciones inau-ditas, como la del monje budista que logró convertirse en roca. O la del maestro sabio que de tanto que había estudiado a los míticos dragones logró transformarse en uno. Nos encanta decir que vamos a convertirnos en algo asombroso y espectacular. Yo siempre digo que voy a transformarme en ballena. Felipe quiere ser morsa y Susana quiere ser una tortuga gigante, de las que viven más de cien años. Mi hermano Paco tiene pensado trans-formarse en una boa constrictor. Cuando me abraza le creo. Pero por supuesto que nada de eso lo decimos en serio. Claro que nos gustaría ser esos animales, pero a fi-nal de cuentas, cuando la gente crece, cambia de opinión. Algunos ni siquiera tienen las fuerzas, la disciplina o la voluntad suficiente para transformarse en nada.

Y es que puede parecer algo sencillo, pero la verdad es que se trata de un proceso realmente complicado. Yo pude verlo con mi abuela, que tuvo que seguir cada fase con una precisión micrométrica, de lo contrario al-gunas de las funciones como planta podían matar a su remanente humano antes de tiempo, y demorarse en al-guna función fitoquímica podía dañar de forma irreme-diable a la planta en la que iba a convertirse y malograr

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la transformación. Es por eso que la mayoría, a final de cuentas, si no tiene de otra, decide convertirse en chim-pancé. Es lo más rápido y lo más fácil. Si se siguen pun-tualmente las instrucciones, a los dos meses empieza a crecerte pelo por todas partes, se te achica la cabeza y tus manos empiezan a buscar ramas en lo alto.

En cambio, los de alma valiente y libre suelen conver-tirse en perro o en lobo. Los que se cansan de vivir sobre la tierra se transforman en delfín. También hay quien se deshace en agua junto a un río o junto al mar, pero casi siempre son filósofos, poetas o gente con el corazón roto. Se sabe de casos milagrosos en que una muerte repentina y trágica hace que el corazón de la persona se convierta en colibrí, o que de unos malignos ojos salgan volando dos escarabajos negros. Únicamente aquellos que tienen mucha, pero mucha fuerza y determinación, consiguen convertirse en árbol. Y es que si se pierde la calma a mi-tad del largo proceso la conversión se arruina y pueden quedar como troncos secos con forma de hombre o dejar sus gestos de dolor atrapados en los nudos como un grito congelado en el viento. Pero si la persona es suficiente-mente íntegra y la transformación se lleva a cabo sin per-cances, sus raíces seguirán prendadas de la vida durante siglos y no tendrán nada qué temer además de los rayos, los huracanes y las largas filas de hormigas rojas.

La verdad es que no estoy segura de llegar a reunir todo lo que que se requiere para llegar a ser una balle-na. Claro que me gustaría ser así de enorme y tener una memoria infinita y poder sumergirme hasta el corazón del mar, pero creo que extrañaría muchas cosas. La abue-la Felicia decía que ni siquiera pensara en eso, que uno no extraña nada, porque deja de ser lo que era para con-vertirse en algo distinto, y que justo de eso se trataba la

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transformación. Pero yo no estoy muy convencida. Creo que sí extrañamos algo de lo que dejamos en la vida hu-mana. De no ser así, entonces por qué la abuela Felicia habría decidido emprender una transformación tan complicada y riesgosa como la de una orquídea, de no haber sido por su deseo de quedarse aquí por siempre, entre las ramas de mi abuelo.

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La ventana

aLberto mendoza

Salvador Neda se registró en el mismo hotel donde Mi-raflores desapareció treinta años atrás después de con-

cluir el libro Niebla de otoño. Preparó su viaje meses antes. Pidió un préstamo impagable de la nómina para costear el boleto de avión y reservar con tiempo suficiente la habitación 408. El último lugar donde residió Miraflores.

Miraflores viajaba a El Providencia para hospedarse en el cuarto 408 por largas temporadas. Parte de la ru-tina que se le conoció consistía en dar paseos fascinado por el bosque de abetos que rodea el terreno del hotel, más tarde se escondía en medio de borradores del libro. Todas las mañanas, sin embargo, se le podía admirar con-templando el paisaje desde la ventana. El personal de El Providencia lo reconocía inmóvil pegado al cristal. Pocas veces dejaba que lo vieran escribir, por lo que se llegó a creer que lo único que hacía era deambular como un ente taciturno.

Salvador viajó con un pequeño equipaje. Únicamente se preocupó por guardar en la maleta la novela de Mira-flores. Su plan, por muy trillado que resultara, consistía

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en leer Niebla de otoño en el mismo lugar donde se ter-minó de escribir. Al llegar a la habitación 408, encontró que en el marco de la puerta se había colocado una placa explicando a los huéspedes que el cuarto había sido re-nombrado en honor a Miraflores: «Al escritor que nunca abandonó la magia de El Providencia».

La mucama confesó que cuando entró al 408 no en-contró señales de Miraflores. La ventana estaba abierta de par en par y solo se halló el manuscrito en el escritorio. En la hoja superior, un título previo cruzado por dos diago-nales invertidas, y debajo las palabras que darían nombre al libro de forma póstuma. Junto a los papeles, también se descubrió una carta para su editor y cuyo contenido jamás se dio a conocer. Nadie supo con precisión que ha-bía ocurrido, pero los sucesos extraños, vendidos como una historia de fantasmas, resultaron atractivos para los huéspedes que durante años visitaron a El Providencia encantados por el relato.

En sus primeros días, Salvador se dedicó a pasear por el bosque en una referencia factual del libro. Se midió con los troncos preguntándose si Miraflores lo habría hecho también al escribir sobre las gigantescas sombras nocturnas movidas por la luna. Imágenes descritas al pie de la ventana. Cogido por la emoción, tras la cena Sal-vador regresaba de inmediato a la habitación donde leía por horas.

Se decía que Miraflores se alejó del hotel volando convertido en un ave deseosa de vivir entre las ramas de los abetos. Al entrevistarlos, los empleados solo co-nocían que no hubo pistas de su cuerpo, ni el día de su desaparición ni en ninguna otra fecha. La directiva del hotel decidió homenajear al escritor dando su nombre al cuarto 408, para la policía y para el editor de Miraflores

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esto pareció ser suficiente. El tema pasó al olvido con las décadas hasta que la nueva crítica rescató a la figura de Miraflores y sus libros fueron reeditados.

Salvador pedía que le subieran su comida a la habita-ción. Desayunaba sin quitarle los ojos a los árboles que se inmiscuían a través de los cristales y daban una sen-sación de humedad al interior. En uno de los pasajes del libro, leyó: «la ventana desafía todo temor a la finitud al redimensionar la percepción sobre la vida», y al menos durante el omelette a las finas hierbas que pedía todas las mañanas, Salvador reconocía esto como única verdad.

Los muros del hotel se convirtieron en el refugio para Miraflores luego de jornadas prolongadas y visitas frecuentes a El Providencia. Por la noche, pese a las ad-vertencias del jardinero sobre el alcance de las farolas, el escritor recorría el bosque hasta perderse; regresaba entrada la madrugada tiritando de frío. Era un intento de confrontar el paisaje real con el de su libro a costa de su propia salud.

Luego de tener varios capítulos releídos, Salvador comprendió que cualquier hombre con los pensamien-tos de Miraflores también querría extraviarse. Contem-plaba con un deseo oculto a través del cristal templado por el frío, mientras la niebla ascendía para develar los abetos a bocajarro. Escasamente probaba bocado du-rante la tarde. El libro tenía una descripción minuciosa de la estancia y Salvador se encargó de comprobarla de-talle a detalle, incluso lo fue llenando de notas al margen de las páginas.

El teléfono de la habitación sonó varias veces. Nadie había visto a Miraflores durante tres días, no había he-cho ninguno de sus paseos; tampoco hubo indicios de él en la ventana bajo el amparo de sus libros. Contradiciendo

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las órdenes del escritor, el gerente ordenó a la mucama que entrara al cuarto para comprobar que todo estuviera en orden. Deseaba ahorrarle problemas a la directiva.

Salvador cortó sus salidas progresivamente. Comenzó y terminó el libro varias veces. Dejó de recibir en la habi-tación los omelettes a las finas hierbas. Empezó a tener un sueño recurrente donde se veía a sí mismo parado fren-te a la ventana, detenido en el jardín aparecía Miraflores de espaldas; Salvador descendía apresurado solo para ver cómo el escritor levantaba el vuelo tal cual lo haría un picamaderos.

La mucama no duró mucho más tiempo en El Provi-dencia. Dijo que en una de las últimas noches que se supo del autor, este bajó al comedor. Luego de haberlo visto a lo lejos, la figura de Miraflores se le antojó de un talante desprolijo y pálido; aunque reconoció que de su sem-blante también emanaba una tranquilidad supraterrenal.

Después de uno de estos sueños, Salvador decidió ba-jar hasta el jardín trasero esperando encontrarse con el escritor. Desde ahí vio hacia la ventana con la esperan-za de que fuera Miraflores quien le devolviera la mirada. Solo encontró el deseo de volver a la lectura. Dentro del 408, pensó en Miraflores huyendo a través de los brazos de los abetos. En seguida lo imaginó al borde de la ex-citación escribiendo aquella carta para su editor y que debió acomodar a un lado del manuscrito para enton-ces dejarse absorber por el lado adverso de la ventana, el negativo de la habitación, y cuya salida se perdería en el silencio de la noche.

Miraflores y Salvador comprendieron, gracias al libro, escritura y lectura, la libertad que representaba el bos-que, el mundo paralelo en la naturaleza, promesa que se les aparecía en medio de esa neblina matutina a la

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que el personal de El Providencia habría de esperar su dispersión para encontrar la ventana de la habitación 408 abierta por ambas láminas, revitalizando la magia del hotel donde la directiva contemplaba la posibilidad de rebautizar otra de sus habitaciones.

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La mona tuerta pubLica un Libro

suniti namJoshi

Era invierno. El sol brillaba, pero hacía fresco. La tem-peratura era de unos setenta grados Farenheit. La

mona tuerta se sentía tranquila en su mediana edad. «He viajado —se decía—, he visto el mundo. Perdí mi cola, seis dientes y un ojo. He vivido. Es momento de que escriba lo que pienso al respecto». Pero sus amigos, los cocodrilos, hicieron como que no escucharon.

—Ejem… ejem… —carraspeó y dijo en voz más alta— Voy a escribir un libro.

—¿Para qué? —murmuró un cocodrilo, y siguió durmiendo.

—¿Sobre qué? —balbuceó el otro cocodrilo y fue a echarse junto a ella.

La mona ignoró al primer cocodrilo y se dirigió exclu-sivamente al segundo.

—Acerca de mí —dijo con firmeza.—Oh —contestó el cocodrilo— ¿Y yo voy a aparecer?—Bueno, pues no sé —respondió la mona—. ¿Por qué

un libro sobre monos debería de incluir cocodrilos? —pero vio que los ojos de su amigo empezaban a cerrarse,

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así que añadió rápidamente— De cualquier modo habla-ré de ti.

—¿Hablarás de mí así, tal cual soy? —preguntó esti-rando su extravagante cola.

—No, no. Hablaré de cómo eres en relación conmigo.—Oh —dijo en tono dudoso.—Tienes que ayudarme —dijo ella.—¿Ayudarte a escribirlo? —pareció despertar su

interés.—No, yo puedo hacer eso. A decir verdad ya lo hice.

Necesito que me ayuden a publicarlo. —Ah —se quedó pensando un momento—. Bueno,

tengo algunos contactos con la gente de derechos de los animales. Mándales tu libro, a ver qué te dicen.

Ella les escribió y le contestaron que su título carecía de interés humano. «Eso es lo que haría que el libro se vendiera, la gente se interesa en otras personas, ¿sabes?», señalaron con mucha amabilidad. No obstante, le dieron el contacto de unas cuantas editoriales independientes.

La mona tuerta tuvo un serio dilema: ¿Debía cambiar el título? Lo cambió. El libro se llamaba Vida y enseñan-zas de una mona tuerta, pero se puso a revisar el texto y cuando aparecía la palabra «mona» la sustituía por un espacio en blanco. Vida y enseñanzas de una ______ tuer-ta. Se convenció de que sonaba bien. «Suelo hablar en parábolas —se dijo a sí misma llena de certeza—, los in-teligentes sabrán cómo leer entre los espacios en blanco y apreciar mi verdad, mi origen, mi delicioso y malicioso humor de mona».

Mandó el libro a un par de editoriales. Algunos le con-testaron y otras lo perdieron. Aquellos que le respondie-ron le dijeron sin rodeos: «La sintaxis es muy tortuosa» «La visión es monocular» «¿Podrías decirnos por favor

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quién le habla a quien?» «Lamentamos informarle que su trabajo carece por completo de claridad». La mona tuerta se sintió muy desalentada. Se hizo bolita y se quedó así durante días. Luego volvió a mandar el manuscrito con la palabra «mona» claramente escrita. Y el milagro ocurrió. Una pequeña editorial le escribió diciendo que estaban in-trigados por su manuscrito y que les gustaría publicarlo, sin embargo, le pedían que por favor tuviera presente que la audiencia lectora de libros escritos por monas tuertas era un mercado difícil, que si por favor ayudaba a pagar la edición.

La mona tuerta se tiró de los pelos con desesperación. Sus amigos, los cocodrilos se dieron cuenta y se presta-ron a ayudarla.

—Muy bien, te ayudaremos a reescribirlo —dijo uno.—Pero no debe ser acerca de monas y mucho menos

de cocodrilos —dijo el otro.—No —acordaron. Hicieron algunas sugerencias y la

mona reescribió el libro. Al final, el libro alcanzó un éxito moderado bajo el tí-

tulo Las aventuras amorosas de una chiquilla tuerta. «¿Es autobiográfico?» Preguntaron los entrevistadores. «No —declaró la mona con la boca llena de verdad—, debo de-cir que ya no me reconozco en él». Los editores sonreían complacidos y le daban palmaditas en la espalda. «Claro, el arte transforma», murmuraban con amabilidad.

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eL sueño de un gato en La barda

edgar adrían mora

Los gatos, una vez, dominaron el mundo. Los huma-nos eran sus esclavos. Sufrían bajo el yugo de los fe-

linos. Pero un día, un hombre soñó que el reinado de los gatos terminaba. Y vio en su sueño que, si convencía a un buen número de sus semejantes, la tiranía de los opreso-res terminaría. Y así comenzó a recorrer aldeas, a orga-nizar conspiraciones. Los sueños dan forma al mundo. Si muchos soñamos lo mismo podemos cambiar la reali-dad. Esparcía su palabra hasta que logró convencer a los suficientes, apenas mil. Y entonces, hombres y mujeres soñaron un mundo mejor. Al despertar, todo había cam-biado. Bueno, casi todo. Los gatos estaban ahora bajo el dominio de los humanos, pero a partir de la memoria de su reinado, nunca aceptarían ser sus esclavos. Buscarían, aunque de manera ineficiente debido a su naturaleza, la posibilidad de revertir su condición. Aunque la posibili-dad de convencer a un millar de gatos de soñar lo mismo es muy pequeñita.

Es quizá la historia de Neil Gaiman que más me gus-ta: «A Dream of a Thousand Cats». La recordé cuando

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el gato apareció sobre la barda que delimita la casa. Mi casa. Aquella mañana, mientras soplaba el vapor de una taza de café sentado en el escritorio que he colocado en la terracita de la entrada, lo miré. Nos miramos. Los gatos nunca rehúyen la mirada. La primera al menos. Y una simpatía mutua nació de manera espontánea.

Quizá yo sea también como un gato. No me gusta la convivencia con mis semejantes más allá de lo justo y necesario. Rehúyo del ruido, me atrae la contempla-ción, me distraigo con las luces repentinas y móviles. La luz no siempre es real. A veces también es una me-táfora. De las más usadas. Personas luminosas, situacio-nes luminosas, pensamientos luminosos. A los gatos les atraen las luces de la realidad, por eso quizá su imposi-bilidad de coincidir en el sueño. A mí me deslumbran y me atraen las metáforas. Pero también, como los ga-tos, tiendo a abandonar su persecución cuando consi-dero que ha sido suficiente el jugueteo. Me aburro. Y en eso coincidimos, también, los gatos y yo. El hastío convertido en actitud puede ilustrarse con la fotografía de un gato que dormita. ¿Los gatos duermen o fingen que lo hacen? Parecen vivir en una vigilia constante, en un nerviosismo de renuncia imposible, en una ansiedad controlada apenas.

Ese fue mi primer contacto con el gato. Apenas un cruce de miradas. Los días posteriores la escena se repeti-ría de manera cotidiana, predecible. El bip de la cafetera, el llenado de la taza, la salida a la terraza todavía fría y sin sol, el soplo de vapor, la aparición repentina del gato sobre la barda, el cruce de miradas. Hasta que el visitante supuso que podría honrar mi fidelidad a la rutina. Un día pegó un salto hacia la jardinera de las gardenias y lue-go, con paso lento, ceremonioso y estirado, se echó sin

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más en el tapete de la entrada. Dormitaba y me veía. Yo intentaba leer, o escribir, o reducir la temperatura de la tercera, cuarta taza de café.

Al tercer día de esto supe que mi presencia ya era parte de la rutina del gato. Así que fui al supermercado, compré una bandeja y un costal de alimento. Junto al ta-pete puse la ofrenda. Tuvieron que pasar dos días más para que el gato la aceptara. Pero lo hizo y a las acciones que repetía de manera obsesiva todos los días tuve que añadir llenar la bandeja del animal. Al principio no in-tenté tocarlo, ni hacerle mimos, ni cosa parecida. Eso ha-ría desaparecer la luz. Y él aceptó el trato sin palabras. El acuerdo telepático. La compañía silenciosa. La aparente desilusión compartida.

Una vez tuve un gato. En realidad, una gata. Fue una adopción impulsiva animada por la desesperación. En-tonces era joven. Muy joven. Lo suficiente como para te-ner el atrevimiento de enamorarme sin reservas. Sin ma-lla de protección, a pelo. Y el amor se acabó. La primera que lo supo fue ella. Siempre ocurre así. El amor se acaba pero siempre es uno el que se da cuenta primero. Y eso se convierte en la fórmula para que el dolor se reparta de forma desproporcionada. El primero que se percata de la muerte del amor sufre menos que quien ha decidido conservar la ilusión del mismo. Es cierto que alguien más le ayudó a darse cuenta de que el amor, el nuestro, había terminado. Se había convertido en una luz extinta de la cual solo las rojas brasas permitían adivinar su existencia antes de convertirse en cenizas. Pero yo vivía desfasado en el tiempo con respecto de ella. Mientras ella migraba en busca de nuevos prados, yo me consumía en el incen-dio. No lo vi venir. Ya no te quiero, dijo un día. Lo nuestro

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terminó, no tiene sentido. Y se fue. Yo todavía ardí por algún tiempo. Y las quemaduras fueron dolorosas. En-tonces fue cuando Manchas llegó a mi vida. Una amiga embarazada sucumbió al pánico de las terribles enferme-dades que los gatos transmiten a los fetos inocentes que dormitan en las cálidas bolsas amnióticas de las panzas maternas. Y Manchas se convirtió en mi compañía. En una especie de sucedáneo de la presencia de ella, la que había huido del incendio. Dormía en mi cama, llenaba de pelos mis sillones, paseaba por la barra del desayunador. Tomó posesión total de la casa.

Pero nunca fue un huésped que asumiera la reclusión como destino. Todas las noches abandonaba aquella pri-sión y se aventuraba a recorrer las azoteas, las bardas, los árboles que habitaban las aceras. Algunas veces las visitas eran para ella. A pesar de estar esterilizada, su sexuali-dad nunca se extinguió o sufrió menoscabo. En épocas de celo, las batallas que escenificaba en la azotea eran épicas. Me despertaban los maullidos, los alaridos que el apareamiento convertía en diálogo lúcido de celebración de la vida. Era un ser generoso que, a partir de sus co-rrerías, construyó una popularidad que la convertía en líder de la manada que mudó en asociación nocturna de maullantes. Si alguien hubiera tenido la posibilidad de convencer a un millar de gatos de soñar el retorno de los años de gloria, hubiera sido ella.

Una mañana salí de la recámara y descubrí una esce-na digna de la más legendaria bacanal rocanrolera. Una multitud de gatos dormía a sus anchas por todos los rincones de la sala y la cocina. Los sillones rebosaban de bolas de pelo ronroneantes y multicolores. Las sillas del comedor, las hornillas de la estufa, el estante más alto de los libreros. Una docena de gatos, invitados por

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Manchas, dormían la borrachera de luna sin preocu-parse demasiado del humano que habitaba la casa. Un humano que no inspiraba mucha confianza de entrada, porque en cuanto me vieron aparecer en la sala echaron a correr despavoridos e intentaron pasar por el agujero que había hecho en la ventana, ex profeso, para que mi gata saliera a sus excursiones nocturnas. Esta despertó, se estiró cuan larga era sobre la barra de la cocina, saltó al suelo y se dirigió a acostarse en mi cama. Durante algún tiempo pretendí estar molesto con ella; con la ex-cesiva ligereza y generosidad que mostró para los de su especie. Manchas era inteligente, entendió el reclamo y la escena orgiástica nunca más se repitió. Siguió en la exploración de la noche y en la vida loca, pero limitó sus excesos al exterior.

Esa vida afuera, en el mundo, fue su condena. En al-gún plato de agua compartida, en alguna herida causa-da por rasguños, en algún salivazo de sus congéneres o amantes se contagió de leucemia viral. Y no hubo forma de curarla. En las fases últimas de la enfermedad, con ella sobre una mesa de veterinario, canalizada y con un respirador que le ayudaba a mantenerse con vida, decidí que no tenía sentido que continuara en esas condiciones. Había vivido dieciséis años, caprichosa, libre, sin atadu-ras de ningún tipo; la condena a continuar de manera ar-tificial con algo que había sido tan pleno era innecesaria y cruel. Murió en paz, tomé su garra mientras cerraba los ojos que miraban en los míos. Todo va a estar bien. No lo pensé yo. Seguro lo pensó ella. Y resultó más o menos cierto.

Si algo saqué en claro de la actitud de Manchas con res-pecto de la vida fue el hecho de que la reclusión no es

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una buena forma de estar en el mundo. Era, en cierto sentido, otra forma de estar fuera de este. Así que tras su muerte me decidí a salir al mundo que existía aún después de mi particular incendio. Viajaba a todos los sitios que, por alguna razón, me inspiraban a hacerlo. Esos viajes variaban en su duración y dependían muchas veces de mi disposición de tiempo. Cuando lo tenía po-día durar semanas enteras fuera. Los diarios se amon-tonaban en el escritorio de la terraza, acomodados de manera diligente por Maura, la señora que me ayudaba a mantener más o menos en orden la casa. También, después de la aparición del gato de la barda, tenía la encomienda de poner comida en el plato de mi vecino mañanero, cosa que atendía un poco sin entender el ex-cesivo cuidado que tenía con «ese gato pulgoso», como ella le llamaba. Su rencor venía de la generosa cantidad de pelos que debía limpiar cada día del tapete que servía de improvisado lecho a mi huésped.

A la vuelta de mi primer viaje me sorprendió ver el plato rebosante de croquetas y con un aspecto que adver-tía haber estado así durante varios días. Maura me infor-mó que hizo lo que me había encargado pero que, desde el día de mi partida, el gato no había aparecido más por ahí. Era un hecho inédito: un gato a quien le interesa-ba la compañía, mi compañía. Al día siguiente, mientras soplaba el vapor de una nueva taza de café, surgió por el extremo de la barda, caminó con la seguridad propia de los años de evolución de su especie, me miró, pensé entonces en una especie de reproche, y con toda la digni-dad que cabe en el mundo se sentó dándome la espalda el resto del día. Al siguiente, la escena se repitió casi de manera idéntica. Fue hasta el cuarto cuando el gato me perdonó, volvió a echarse en el tapete y aceptó de nuevo

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mi presencia. Se convirtió en el ritual de bienvenida cada una de las veces que salí de viaje, aunque cada vez dura-ba menos el tiempo destinado al rencor por parte de mi peludo amigo.

Una mañana, el gato saltó del tapete y se posó sobre una de las esquinas del escritorio. Entrecerró los ojos y permaneció en el sitio hasta pasado el mediodía, cuan-do se desperezó y saltó a la barda para dar un paseo o lo que fuera que hacía cuando no estaba conmigo. Su confianza en mí había crecido al grado de que una tarde de un invierno particularmente frío me quedé dormido mientras leía una historia sobre hombres que vagaban por espacios blancos e infinitos en medio de la tundra. Desperté después de una especie de sueño en donde me veía acostado sobre la nieve y con el cuerpo a punto del congelamiento. Cuando abrí los ojos y recuperé la con-ciencia sentí un calor inusual en mi regazo; el gato, qui-zá presa de las bajas temperaturas, se había acurrucado sobre mis piernas. Lo miré y recordé a Manchas. Le aca-ricié la cabeza, las orejas, la parte por debajo del hocico. El gato ronroneó y se mantuvo así hasta que, de manera intempestiva, como hacía siempre, se desperezó y saltó hacia el tapete de la entrada. Ese día, abrí la puerta de la casa, pasé al interior, miré al gato y lo llamé. Nunca supe, ni había investigado, si habitaba en otra casa de la cuadra, si tendría un refugio dónde amortiguar el frío inusual de esa temporada. El gato me miró, hizo lo que me pareció una inclinación de cabeza, saltó a la barda y se fue. Esa noche dormí intranquilo, revolviéndome entre las sábanas. Tenía la idea de que algo había pasado con el gato, que tal vez el frío lo aniquilaría. Todavía no aclaraba del todo el alba cuando me asomé a la terra-za con mi taza de café para indagar por mi amigo. No

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apareció sino hasta la hora del desayuno, como si nada hubiera pasado. El frío continuaba. Fui hacia la cocina y calenté un poco de leche. Puse el recipiente apenas hu-meante a sus patas y vi cómo su lengua sorbía el líquido reconfortante.

Supe entonces que el gato había elegido mi compa-ñía no por interés, sino por alguna extraña razón que me hacía agradable a su vista. Tomé la costumbre de tener pláticas con él previo a los viajes que emprendía. Mien-tras le acariciaba la cabeza le contaba a dónde iría y por qué había elegido hacerlo. Maura nos sorprendió varias veces en pleno coloquio, nos miraba, levantaba las cejas y se volvía hacia el interior o se iba a la calle moviendo la cabeza de un lado a otro, de manera desaprobatoria. Pero el método parecía funcionar, al regreso de mis viajes, el gato ya no hacía reclamos y me parecía que incluso se alegraba de verme. Aunque eso, experimentar la alegría, es algo de lo que nunca podemos estar seguros cuando se habla de gatos.

No pude platicar con el gato de mi viaje más reciente. So-bre todo porque fue uno que ni siquiera yo esperaba. Fue repentino, por la noche. Una punzada aguda en el abdo-men me despertó y sacudió de mí todos los conceptos que tenía acerca del dolor físico. Tuve que llamar a una ambulancia cuyo grito alteró el silencio de la oscuridad. Pasé tres días adormecido por el efecto de los fármacos y escuchando las acciones que los médicos habían tomado para definir cuál era el origen de mi malestar. En general había tenido una vida sana, sin sobresaltos ni complica-ciones, por lo que nada me había preparado para lo que vino después.

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La doctora fue amable, sensible en extremo, quizá. Explicó todo con cuidado. Las malas noticias requieren siempre explicaciones simples, evitar los rodeos. Así se pueden asimilar de mejor manera. La fatalidad tiene varios nombres, yo conocí uno: cáncer. Cáncer de pán-creas en mi caso. Está avanzado y los pronósticos no son buenos.

—Ponga en orden sus cosas —me dice la docto-ra—. Veo acá que nadie ha firmado la responsiva de su hospitalización.

—Mi familia vive en otra ciudad. Y todo fue repenti-no, no pude avisar a nadie.

La doctora asiente comprensiva. Pone una de sus ma-nos sobre las mías que están entrelazadas sobre el escri-torio. Es una mano suave, cálida. Pienso en la garra de Manchas.

—Esto puede durar unos seis meses, quizás menos. Debe avisar a su familia, poner al tanto a sus amigos, des-pedirse. No hay mucho que hacer en casos como este. Lo siento mucho.

No lo dice como una fórmula previa, se nota una pena real en sus palabras. Yo muevo la cabeza afirmativamen-te, le doy las gracias y salgo del consultorio adormecido, no sé si por efecto de los fármacos o de la noticia.

Días después un taxi me deja en la puerta de mi casa pasado el mediodía. Dedico el resto de la jornada a hacer llamadas telefónicas, escucho las respiraciones agitadas, el llanto de mi madre. Algunos prometen ponerse en ca-mino y venir al día siguiente. Termino agotado. Tomo mis medicamentos. El día casi ha terminado y, por pri-mera vez en la vida, tengo la noción de que es uno de los últimos que me tocará atestiguar.

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Entonces recuerdo a Manchas y su agonía. No quie-ro vivir así. Lo he puesto por escrito y se los he dicho de la manera más clara posible a todos quienes tienen cer-canía a mi corazón. Si mi tiempo ha terminado, no hay porqué prolongarlo a fuerzas. Es inevitable, no obstante, experimentar la impotencia ante el destino. Una mezcla de tristeza, ira contenida y apretar de dientes. Entonces la mezcla explota en fuegos artificiales. Las lágrimas son la pirotecnia del dolor. Miro entonces a través de la ven-tana que da a la terraza, entre el velo de mis lágrimas veo al gato. Me mira fijo, sentado sobre sus patas traseras en el escritorio de nuestros encuentros. Siento una opresión en el pecho. Cierro los ojos, agacho la cabeza, me cubro el rostro con las manos y permanezco así durante un lar-go rato. Cuando vuelvo la vista hacia afuera el gato ha desaparecido.

Intento dormir pero no lo consigo. La sensación de le-vedad me mantiene alerta en el reino de la duermeve-la. Imágenes variadas acuden a mi mente y evitan que concilie el sueño, que obtenga reposo efectivo. Entre esas brumas me parece escuchar un maullido. Quizás lo imagino. Pero entonces otro ruido me obliga a desper-tar por completo, o al menos hasta donde los analgésicos me lo permiten. Alguien rasguña la puerta de la entrada. Me levanto dando tumbos y camino hacia ella. Prendo la luz de la terraza. Cuando abro, por un momento creo alucinar. Sobre el tapete de la entrada hay un pajarillo muerto. No alcanzo a comprender de inmediato. Enton-ces siento la mirada. Volteo hacia la barda y veo al gato. Me mira con sus ojos que reflejan la luz de la lámpara de la terraza. Todo va a estar bien. Lo escucho con claridad en mi mente. Después toma vuelo y pega un salto hacia

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la noche detrás de la barda. Regreso a la cama y duermo profundamente. Sueño que los gatos recuperan el domi-nio del mundo.

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domingo de summertime

itzeL guevara

Pasan de las siete cuando enciendo otro cigarro. Lo hago con movimientos alargados, casi teatrales, mo-

vimientos aprendidos en la clase de Sergei Velikanov quien en un inglés masticado, lleno de erres enfáticas, no se cansa de repetir Life is a drama.

A pesar del estricto reglamento de la residencia cons-truido a base de prohibiciones: prohibido pintar las pare-des, prohibido clavar, prohibido utilizar electrodomésticos, prohibido fumar; me las arreglo muy bien para encender cigarrillos cuando me place y expulsar el humo por la ven-tana. Humo y calefacción escapan del cuarto, alejándose precipitadamente del edificio ayudados por este viento que nunca para de soplar, uniéndose, confundiéndose con el que sale de otras habitaciones, de otras ventanas.

Para estar juntos tienes que llamarte Lisa, dijo Jeremy, el chico que me persiguió durante una semana en los pasi-llos de la escuela. Ciertamente es un nombre lindo, tan fácil de pronunciar, tan americano. Antes de conocerlo pensé en volver a casa aunque el pago de la matrícula no

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fuera reembolsable. Allá tenía un cuarto lleno de muñe-cas de porcelana, un nombre ordinario, un nombre que todos podían pronunciar, allá estaba mi padre que no se cansaba de decirme que era la más bella de todas las muñecas. Entonces llegó Jeremy con sus ojos azules y su bufanda de cuadros elegantemente anudada; podría ha-ber elegido a cualquier chica, siempre había montones alrededor de él, coqueteándole, sin embargo me eligió a mí, lo único que me pidió a cambio fue el nombre. Pero Jeremy fue solo el inicio, después vino Richard, y luego Bob, y Andrew, y Robert y otro con M, ¿Matthew, Mar-tin?, es difícil de recordar.

Lisa es nombre de soprano, me va bien cuando canto; cuando camino por las calles con el abrigo negro, largo y sobrio que me protege del tremendo invierno que cubre esta ciudad casi cinco meses al año; cuando pido caffé la-tte con jarabe de avellanas casi todas las mañanas; cuan-do practico en el salón seis junto al piano. Sin duda me va bien.

Los domingos despierto con una sensación de desam-paro que yo misma no puedo explicar. Conforme el día avanza voy sintiendo una angustia creciente, como si el mundo estuviera irremediablemente perdido, como si cada cosa, cada objeto, proyectara esta tristeza, enton-ces, por asociación de ideas, me doy cuenta que prácti-camente estoy parafraseando a Barnes. Es tan estúpido que un libro llamado Amor no hable de amor, pero es más estúpido repetir las palabras de Oliver, el depresi-vo y seudo intelectual personaje que desde el sofá en el que se encuentra postrado desde hace días, sentencia: «La inexpresable tristeza de las cosas». Es como si algo

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dentro de mí muriera, pienso, trato de encontrar las pala-bras exactas que encajen con los domingos, porque quizá si las encuentro pueda entender lo que me pasa.

Es tan poco original, he leído tantas frases cargadas de pesadumbre sobre este día de la semana, y sin embargo, el hecho de que sea un lugar común no disminuye en nada la tristeza. Ojalá las palabras pudieran, de tanto repetir-las, gastar las emociones, corroerlas. Mientras tanto, solo queda esperar, observar cómo se va apagando el día, a sa-biendas que por la mañana el ánimo resurgirá junto con la rutina, que los pasillos de la residencia, las avenidas, la escuela se llenarán de ruido, que las clases iniciarán a las diez. Diez, me gusta tanto ese número. Diez, que según el Tarot simboliza «La rueda de la fortuna», y qué es mi vida sino eso, un continuo paseo, un continuo subir y ba-jar. Diez, la evolución, la esperanza de que con cada giro de la rueda nuevamente resucitaré. Aun así, pienso que domingo tras domingo algo dentro de mí muere.

Esta clase de reflexiones solo valen aquí y ahora, nun-ca frente a otras personas, no podría. En definitiva no es el tipo de cosas que se saquen a colación en una pláti-ca, o aprovechando el tan correcto y educado How are you?, pronunciado en casi todas partes, por casi todas las personas a manera de saludo, jamás en sentido literal ni mucho menos como una concesión para escuchar, en domingo, hablar sobre muerte y resurrección.

Hace más de seis años que no veo a mi padre. Manten-go contacto a través de postales que compro por mon-tones en las tiendas para turistas. Hoy he recibido carta de él. Sobre largo y arrugado, carta diferente a las otras, escrita en tono impersonal, como folletín turístico. Tinta roja que resalta los trazos de su hermosa caligrafía. En ella

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habla del vecindario: la calle amplia de doble circulación, las fachadas de las casas, el aroma de frituras saliendo del pequeño establecimiento recién inaugurado, las lámparas perfectamente alineadas que por la noche, al proyectar su luz blanquecina sobre la avenida desierta, le confiere un aspecto casi fantasmal, la disposición de las nubes, los árboles de formas caprichosas, las aceras congestionadas por las madres llevando de la mano a sus hijos hasta el portal de la escuela. Descripciones minuciosas como si le hablara a un ciego, como si temiera que olvidara.

Mientras leo la carta, vuelvo a ser la niña tímida que juega sola en el patio de la escuela y espera con ansia ver a su padre tras la reja, indicador inequívoco de que la jornada escolar ha llegado a su fin y es tiempo de vol-ver a casa. Entonces tenía otro nombre, nombre que no quiero pronunciar, que he intentado borrar por comple-to. Nombre que no es Lisa, nombre de infancia, nombre extranjero, nombre que ya nadie menciona ni siquiera mi padre en las cartas. El teléfono suena justo cuando estoy a punto de pronunciar el nombre, de recuperarlo, el te-léfono suena dejándome en un estado de confusión, no quiero recordar, no quiero, pero por más que me niegue, las imágenes ya están encima, fluyendo con nitidez, el teléfono sigue sonando, no contesto, ya no estoy aquí, estoy en la tienda de discos.

Tenía diez años y llevaba uniforme escolar. Entré en la tienda de discos buscando el nuevo álbum de T & J, que a tan solo unos días de haber salido, había colocado su sencillo Dixie en los primeros lugares de popularidad. Fue ahí cuando la escuché: primero la batería, sutilmen-te presentada junto con el bajo saliendo del altavoz, de inmediato aparecía la guitarra, era una melodía singular,

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nada tenía que ver con el sonido electrónico que tanto me gustaba. La incorporación de la guitarra parecía ser el último elemento de un conjuro, juntos formaban un túnel, un caparazón que preparaba el terreno para lo que estaba a punto de venir; entonces surgió la voz

Summertime, time, time, child, the living’s easy. fish are jumping out and the cotton, lord, cotton’s high…

Voz de gata vieja, de gata gastada, voz ronca

lord so high.

Voz llevada al límite de sus posibilidades, sostenién-dose apenas de un punto invisible

Your daddy’s rich and your ma is so good-looking, baby. she’s a-looking good now, hush, baby, baby, baby, baby now, no, no, no, no, no, no, no, don’t you cry…

Y cuando parecía estar a punto de romperse, no solo no caía destrozándose en pedazos, sino que triunfante, ilesa, expulsaba un grito histérico

Don’t you cry!

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Era esa misma voz, trastornada, hermosísima en su demencia, en su rareza, la que ahora, con una dulzura y delicadeza súbita, prometía que una de estas mañanas vas a levantarte cantando, vas a desplegar tus alas y elevarte al cie-lo, pero hasta que esa mañana llegue, nada va a lastimarte.

Aquella tarde, en la tienda de discos, supe lo que esta-ba escuchando, no con la certidumbre que da el conocer el significado de las palabras, pero cómo tener certeza cuando no conoces el idioma, cómo racionalizar el men-saje que transmitía Janis. Sin embargo, hubo intuición, que es otra manera de llegar al conocimiento, una forma no racional, difícil de explicar, difícil de traducir en pala-bras. Pero la intuición nunca es suficiente, al contrario, solo sirve para despertar dudas, desazón, por eso fui con la maestra americana quien me tradujo la canción con el asombro de verme asentir a cada línea, a cada estrofa, y después de Your daddy’s rich and your ma is so good-loo-king, baby. She’s a-looking good now, escucharme decir: mi madre era bella, muy bella, vi su foto en el cajón de mi padre. Al final, mi cara de felicidad porque lo que Ja-nis Joplin me estaba dando no era una canción sino una promesa. Entonces supe que debía cantar.

Fumo cinco, siete, ocho cigarrillos. No llevo la cuenta. A sabiendas de que no debo exponer la voz después de hacerlo, canto Summertime una y otra vez con ese lindo tono raspadito, al estilo de Janis, que solo dura un poco. Vale la pena arriesgarse, arriesgar la voz de soprano. Vale la pena gritar No llores, gritar y no escuchar o pretender no escuchar los nudillos golpeando la puerta de la habi-tación para que pare, para que respete el reglamento de la residencia donde también está prohibido hacer dema-siado ruido. A pesar de la violencia en la voz de Janis, y

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en la que sale de mi propia voz, la canción me reconfor-ta porque es un arrullo, y los arrullos están hechos para tranquilizar al bebé y ayudarle a dormir. Quiero dormir, grito y canto porque quiero dormir. Vale la pena subir al quinto piso donde está el área de entretenimiento: sala de juegos, televisiones, máquinas expendedoras de snacks y sofás mullidos de colores estrafalarios, pero como hoy es domingo, está desierto. Vale la pena abrir el enorme ven-tanal, el único en todo el edificio, el que fue diseñado ahí, en el quinto piso, para que los chicos disfruten de aire fresco, pero que dentro de unos días será clausurado y se cubrirá con barrotes y algunos estudiantes colocarán flo-res alrededor, cruces e incluso una estampa de la virgen María, y aunque querrán prohibirlo no podrán porque el reglamento de la residencia no consideró una situación así. Mejor será custodiar el ventanal porque cualquiera que se acerque a él será considerado sospechoso. En unos días, cualquiera que mire a través de una ventana desper-tará desconfianza y de inmediato se dará parte a la ofici-na de bienestar y salud estudiantil que ofrecerá folletos de ayuda y apoyo emocional. Ese ventanal, hoy está libre, ahora está libre para asomarse, para ver el mundo desde arriba y no sentirme tan pequeña. Vale la pena asomarme y desplegar mis alas y elevarme al cielo, vale la pena saber que ya nada va a hacerme daño.

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economía de un te Quiero

ivan ramirez Lopez

—Mira Esteban, la verdad es que la tienes muy chica para tener el ego tan grande.

Al mismo tiempo que abatía la masculinidad de Este-ban, fue apartando las sábanas que nos cubrían, y salió de la recámara. Antes de perderse en el umbral de la puerta pude percatarme que tenía un lunar en el muslo. Siem-pre he creído que esta clase de conocimientos configuran la intimidad entre dos personas. No pude escuchar el res-to de la conversación pero era evidente que Mayra había ganado la disputa. Ella siempre gana. Al poco rato regresó con dos tazas de café, una en cada mano.

—Le he agregado un poco de  Bacardí —dijo exten-diendo la taza hacia mí.

En realidad era más alcohol que café, pero guardé si-lencio y bebí. Volvió a recostarse sobre el colchón y se mantuvo mirando el techo. Aunque ambas nos encon-trábamos sin algo más que nuestra propia piel, Mayra daba la impresión de estar un poco más liviana.

—Qué lindo tu lunar —mencioné y me sentí un poco avergonzada.

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Me resultaba peculiar experimentar esa clase de inco-modidad. No era la primera vez que dormíamos juntas, pero había momentos en que me sentía fuera de lugar estando junto a ella. Era algo que no se explicaba por el residuo de algún conflicto ético. A estas alturas la mora-lidad salía sobrando.

—Esteban dice que es Oceanía —respondió. La com-paración me pareció muy acorde a la poca imaginación de su marido. Quise encontrar una analogía mejor, pero no se me ocurrió nada. Tal vez sí se trataba de Oceanía. Después de todo ¿a cuántas mujeres conocen que lleven un continente en la piel?

El celular comenzó a sonar. Probablemente Esteban había pensado en un contraataque que redimiera su viri-lidad herida. Por su parte, Mayra permanecía inmutable sin intenciones aparentes de volver a subir al ring contra él. No necesitaba el knock out, lo aventajaba de principio a fin. Mayra se sentó sobre la orilla de la cama dándome la espalda. Se notaban las vértebras de su espina dorsal. Quise besarle la espalda, pero el eco del celular a la dis-tancia viciaba el momento.

—El café se enfrió, ¿Quieres un poco más?—No, así estoy bien…—Voy por otra taza. En su ausencia comencé a buscar mi ropa. Pero la re-

cámara parecía un campo de guerra llena de escombros. Solo hallé mis pantaletas, el resto debía encontrarse es-parcida por la sala y el corredor. Salí con reserva hacia el baño. El piso estaba frio, y el calor en mis pies iba de-jando una silueta en la duela, como huellas de una playa artificial.

Supuse que Mayra se encontraba respondiendo el celular pues el ruido había cesado. Esteban era terco, de

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otra forma no se hubiera casado con Mayra. ¿Pero qué la llevó a quedarse con Esteban? Recuerdo bien la boda, el vestido que usó, su peinado, su aroma. Esteban era solo un estudiante de Contaduría, muy espigado y enclenque, sin ningún atributo para que una chica como ella renun-ciara a su ¿soltería?

La perilla giró. Mayra entró al baño con una sombra de felina. Seguía paseando su piel trigueña por la casa. Me dedicó una mirada escueta, como si fuera un adita-mento más del baño.

—Continúa —dijo, y entonces reparé que había cesado de orinar.

—Anda, te ves linda —insistió, pero me quedé estática con mis pantaletas por debajo de las rodillas. El celular sonó de nuevo.

—¿Todo está bien?—Sí, lo de siempre. Quiere que salgamos a comer el sá-

bado. —No supe qué decir, no quería imaginarla con él. Aun cuando era lo más natural, dado las circunstancias.

Me levanté y ella tomó mi lugar. Salí del baño. Fui re-colectando mi ropa como vestigios de un naufragio. Una vez vestida recorrí la sala, a pesar del tiempo transcurrido nuestras fotos aún permanecían en la repisa: la cena de navidad de hace cuatro años. Esteban aún no usaba len-tes y mi cabello no rebasaba mis hombros. Mayra seguía igual, como un fantasma estático en el tiempo. Mayra siempre gana, inclusive al tiempo.

El chillido de una silla arrastrada por el suelo me sacó de mis pensamientos. Era Mayra que permanecía des-nuda. Se sentó en la mesa con otra taza de «café» y un cigarrillo. Me quedé recargada en el muro divisorio entre la sala y el comedor, en ese momento algo ardió dentro de mí.

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—¿Me quieres? —pregunté.Y la interrogación me pareció más como un disparo

accidental. Mordí mis labios y sentí el sabor a pólvora mientras permanecía en espera de una respuesta que me aterraba escuchar.

Ella hizo a un lado el cigarrillo. Clavó sus ojos en los míos y me miró con indulgencia. Curvó sus labios y des-tinó una sonrisa que suavizó mi miedo.

—Te quiero, tonta.Pude dejar las cosas como estaban, fingir que era cier-

to, que aquel amor era correspondido, pero el suicida lle-va grabada la caída en la mente.

—¿Y a Esteban?—También —al decirlo probablemente notó los sig-

nos de interrogación en las cuencas donde antes se en-contraban mis ojos y agregó:

—A los dos los quiero, a cada uno lo suficiente.—¿Lo suficiente para qué?—Para no quedarme vacía.La bala había rebotado y el charco de sangre se ex-

pandía bajo mis pies. La honestidad es un regalo que en ciertas manos se vuelca una horca en las vigas.

Me quedé de pie frente a la salida, ella se llevaba el cigarro a la boca sin quitarme la mirada de encima. Una mirada cargada de curiosidad. Era evidente que sabía que aquellas palabras salidas de sus labios como proyectiles no eran lo que yo esperaba, pero sin duda eran lo que yo necesitaba. Me sabía acorralada y ella expiada de culpa, si es que alguna vez la llegó a sentir. Ahora yo tenía la decisión en mis manos. No podría decir que nadie me lo advirtió.

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—¿Me sirves un café? —pregunté. Sonrió y en silencio se levantó a buscar la botella de Bacardí. Mayra siempre gana.

Me senté en la mesa del comedor. La luz que se filtra-ba por las ventanas era la del medio día. Más tarde co-mería con mi madre y Esteban. Ella le echaría en cara la vergüenza de tener que explicar que su hijo está separado por no poder controlar a su mujer y a mí me ajusticiaría con el discurso de siempre: «Cuándo llevarás un novio a casa, no te haces más joven». Pero esa penitencia podría esperar, ahora estaba frente a Mayra desnuda en la sala de mi hermano.

—Yo también te quiero.

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controL remoto

Édgar veLasco

Marisela se acaba de largar.Abajo todavía resuena el portazo. En la calle,

los tacones —sin tapas— se escuchan cada vez más lejos. No puedo evitar sonreír cuando imagino los pasos firmes y apretados que da cuando se enoja, y que seguramen-te ahora ofrecen una imagen más bien ridícula gracias a la maleta que arrastra por la irregular banqueta. Casi les puedo apostar que se va a caer. De ser así, no podré saberlo: algo me dice que ahora sí —por fin— ya no va a regresar.

Echado en la cama, intento una y otra vez cambiar de canal. Nada. Pruebo con el volumen, el silenciador, el botón de on/off. Ya tenía muchos días fallando y ahora dejó de funcionar. Está muerto. Seguro terminó de des-componerse cuando Marisela me dio con él en el pecho. En realidad me lo aventó a la cara, pero nunca tuvo bue-na puntería. El aparato me golpeó y no pude reaccionar: se fue hasta el piso. El golpe final. El resto de la historia ya lo saben: empacó la poca ropa que tenía, azotó la puerta

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y se alejó arrastrando la maleta con pasos apretados y escandalosos.

¿Puede un control remoto descompuesto mandar al carajo una relación? No lo sé. Quizá deberían preguntár-selo a ella.

Gané ese control remoto… bueno, en realidad gané el televisor completo y el control venía incluido, como es lógico. Decía que me gané la tele con su control en una posada, cuando trabajaba como oficinista. Fueron años buenos. Creímos que el aparato era un buen augurio y que a partir de ese día la abundancia se instalaría en casa y nos bendeciría todas las mañanas.

Nos equivocamos.La relación se fue deteriorando, como es lógico. Los

trabajos nos fueron desgastando y la rutina puso su cam-pamento en la sala para recordarnos que no importaba lo que hiciéramos: al final todo era igual. Por iniciativa de ella comenzamos un periplo durante el cual visitamos una de-cena de psicólogos para que nos ayudaran a «salvar la rela-ción». Hasta adoptamos un perro. Nada: nos hundíamos lenta pero inexorablemente, como dicen.

No pasó mucho tiempo entre la última visita con el psicólogo y la noche en la que me di cuenta de que Mari-sela estaba cogiendo con otro. Ocurrió mientras veíamos el televisor: como era su costumbre, se puso a hacer za-pping durante el corte comercial y entonces la descubrí con sólo mirar cómo sujetaba el control remoto. Lo juro. Pueden comprobarlo ustedes mismos: observen cómo les agarra el miembro su mujer durante el sexo y luego fíjense cómo sujeta y manipula el control remoto. No hay diferencia. Y yo tenía cinco años viendo cómo Marisela sujetaba el aparato y cómo me tocaba cuando teníamos

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sexo. Bueno, últimamente la veía más cambiar de canal que lo otro, pero ese no es el punto.

A pesar de la contundencia de mi descubrimiento, nada dije. Me dediqué a observarla. No sólo sujetaba el control de otra manera: también los cuchillos, los cubiertos, el vaso en el que tomaba leche. Sobra decir que también noté el cambio en los pocos encuentros que tuvimos: tomaba la iniciativa, era más intensa y, por supuesto, había cambiado la forma en que me tocaba el miembro.

Para ser sinceros, no me incomodó su infidelidad. Yo ya me había acostado con dos compañeras de la oficina y estaba cortejando a una de las vecinas. Lo que me puso muy mal fue el asunto del control remoto. No podía acostarme a ver la televisión y verla sujetar el aparato: de inmediato me la imaginaba en un motel pajeando a su amante. No era agradable. Y se puso peor cuando en una de mis escapadas me di cuenta de que Laura, una chica con la que me acostaba regularmente, también agarraba el control de la televisión de una manera muy similar a como lo hacía Marisela. Y, obviamente, en la cama tam-bién ella me pajeaba de otra manera.

Recuerdo todo esto mientras intento cambiar de ca-nal. Aprieto los botones del control remoto con fuerza, lo golpeo con la palma de la mano, lo agito. Ya ni siquie-ra se oyen los pasos de Marisela. Finalmente, aviento el control contra el piso: se rompe. Me levanto para apagar la televisión y me echo a dormir. Podría decirles que paso una mala noche: que extraño las piernas de Marisela en-rolladas en las mías, que me hacen falta sus nalgas apo-yadas contra mí o que necesito el calor de su cuerpo bajo las sábanas, pero mentiría. Duermo como no he dormido en mucho tiempo.

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*

—No mames—, me dice el Raúl.—Me cae. Un día has la prueba—, le respondo. Estamos en la sala de su departamento. Estoy pedísi-

mo. Una semana después de su partida, ahora sí puedo decir que extraño a Marisela. Todas las noches me faltan sus piernas, sus nalgas y el calor de su cuerpo bajo las sábanas. Todos los días le llamo al celular, pero me man-da directamente al buzón. Aunque nunca dejo mensaje, espero como idiota durante toda la grabación nomás por oír su voz. Soy un pinche cursi. Creo que ya me borró del Facebook. Voy a cerrar la cuenta. Hasta mande a la chingada a Laura para tener todo en orden si Marisela regresaba.

Le explico al Raúl mi Teoría del Falocentrismo en el Uso Control Remoto —ya hasta le puse pinche título—, pero no me cree. Le parece absurdo. Me dice que, para empezar, tendría que haber una misma medida para los controles remotos. Le digo que no: no importa si es el control de una televisión, una pantalla, un dvd o un equipo de sonido. La cosa está en observar cómo la mujer sujeta el control, si lo envuelve con la mano completa o si apenas lo sujeta con la punta de los dedos, cómo lo dirige al aparato, si aprieta fuerte los botones o apenas los toca. Le digo que Marisela, por ejemplo, sujetaba el control con toda la mano y agitaba el control para todos lados cada que quería cambiar de canal o subir el volumen. Y lo mismo durante el sexo: sujetaba mi miembro con toda la mano y me pajeaba firmemente meneándome sin ton ni son. Laura, en cambio, sujetaba el control remoto con la punta de los dedos y casi no presionaba los botones. Y hacía prácticamente lo mismo cuando estábamos en la

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cama. Le explico todo balbuceando, despatarrado en el sillón, con la mirada fija en ningún lugar.

—A ver cabrón, demuestra tu teoría—, me dice el Raúl.

Se me pone en frente el hijo de la chingada. ¡No ma-mes! Se acaba de sacar el pito. Le digo que no me esté chingando, que se deje de puterías. Me dice que mi teo-ría no lo convence, así que quiere que se la compruebe. Me avienta el control de la pantalla y luego se menea el miembro.

—Vamos a ver si es cierto lo que dices.Hago un esfuerzo por verlo directo a los ojos, pero no

puedo. Estoy pedísimo. No sabía que al Raúl le tronara la reversa, como se dice. Al contrario: el cabrón era famo-so por haberse cogido a las mejores chicas de la escuela. Aunque nunca le conocí una pareja estable, sabía que di-fícilmente pasaba un fin de semana solo y siempre había una chica dispuesta a irse a la cama con él.

Pero ahí estaba: con el pito de fuera y los pantalones en los tobillos.

—¡Ándale, cabrón! ¡Convénceme!Respiro profundo.Bufo.Eructo.Agarro el control remoto. «Mira, así lo sujeto yo», le

digo arrastrando las palabras y sujetando el control fir-memente. Apunto a la pantalla. Ésta se enciende. Presio-no los botones con fuerza pero sin apuntar directamente al aparato. Subo el volumen, cambio de canal. Apago la pantalla.

Le agarro el pito. —Mira, así mismo había agarrado el control, ¿lo ves?—,

le digo.

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Y entonces comienzo a pajearlo. Su miembro se pone cada vez más duro y yo lo sujeto cada vez con más fuerza. Le meneo la verga y noto cómo se empieza a agitar su respiración.

—¿Lo ves, pendejo? ¿Lo ves? ¡Tengo la razón! —, le digo eufórico, sin dejar de jalársela. —¡A huevo! ¡Soy un puto genio!

Él no dice nada: está disfrutando la paja.De pronto, un escalofrío me recorre la espina dorsal.Me detengo en seco.Caigo en cuenta: éste cabrón es el que se ha estado co-

giendo a Marisela y a Laura. Me doy cuenta por la forma en la que le agarro el pito: así comenzaron a agarrármelo ellas, así comenzaron a sujetar el pinche control remoto.

Qué pequeño es el mundo.Vuelvo a jalársela a Raúl. Lo hago con tanta fuerza que

no tarda en venirse. El semen cae sobre la alfombra y lue-go él cae sobre el sillón. Me limpio la mano en la playera.

—Ahí te ves, pendejo—, le digo y me doy la vuelta.Salgo del departamento arrastrando los pies y tamba-

leándome: estoy pedísimo.Marco otra vez el número de Marisela. No contesta.

Entra la grabación, pero esta vez no me espero hasta el final. Cuelgo.

Sonrío: mi teoría es cierta.Está comprobado.

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apocaLipsis ya, ahorita

rafaeL medina

Dichoso el que lea y dichosos los que escuchen las palabras de esta profecía y tengan en cuenta lo escrito en ella, porque el Tiempo está cerca

apocalipsis 1:3

Eres una mala mujer, malísima, decides irte y dejar-me bien solo, en este preciso momento, ahora, aho-

rita, que se acaba el pinche mundo. Si te valen madre los sellos, las trompetas de los ángeles, las plagas, la bestia, ¿qué te puedo importar yo?, tu viejo, tu nalguita pelu-da, tu compañero de toda una vida. Eres bien cabrona, me enseñas muy oronda el tercio de seises entre tu pe-lambre, nomás para hacerme sentir mal, para recalcarme que yo no tengo nada, ni siquiera el sello del Señor, que tú eres muy hija de la bestia. Me quedo desconsolado, viendo cómo preparas las maletas, cómo decides entre las cosas que te puedan recordar nuestra vida de juntos, de pegados. Clarito se nota que te vas sin ninguna espe-ranza de volver.

Ando desesperado, entro y salgo del cuarto, como enyerbado. Entro para rogarte, para hincarme. Beso tus manitas, tus tobillos gordos de reina. Pero tú ni me pe-las, sigues en lo muy tuyo, ya nada mío. Me cae que me desespero. Abro una ventana, para que te apantalles con la lluvia de fuego, el reguero de cadáveres por las calles, la

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carnicería de Dios en todo su esplendor. Dejo que huelas la pestilencia que se arranca de los muertos, de seguro así huele nuestra relación, se te sale por lo canija que te po-nes a veces y dices cosas para herir lo que me queda de ánimo. A ti ya no te conmueve nada. Hasta me vuelves a enseñar la señal de los elegidos por la bestia y me termino de aplatanar:

hija de la bestia: ¡Con una chingada, Juan, déjame en paz! Ni que se acabara el mundo porque me voy.

aplatanado: Es que el pedo es que sí se acaba...hija de la bestia: Bueno, bueno, se acaba pero no por-

que me voy, pendejete.aplatanado (pendejete): El chiste es que se acaba,

mi vida, y quiero estar junto a ti en momentos tan peliagudos...

hija de la bestia: Peliagudo se le va a poner a tu Dios. Se le van a poner buenos los chingadazos, ya verás...

Me salgo, no quiero llorar frente a ti. Que no me vea la desgraciada, que no me vea chilletas, digo y digo mien-tras llego a la cocina. Ya bien acomodado, me chingo el recalentado de ayer. Por eso estás como cerdo, me dirías si no estuvieras allá, en la recámara, juntando tus triques. Me imagino que, como de a siempre, yo te contestaría que los puros nervios son los que me hacen comer y que además no estoy tan gordo, nomás un poco llenito. Cosa que siempre afirmó mi santa madre cuando estuvo viva. Ahora que es una de las primeras resucitadas, ¿quién sabe qué dirá de mi figura? Y más como nomás de acordarme del susto que me pegó ayer de verla tan resucitada, llena de la buena gusaniza y tomándose un chocolate, en un café, como cualquier vivita mi santa madre:

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madre resucitada y llena de gusanos: Quihubo, mu-chachito cabrón. Acá está de nuez tu mera jefa.

muchachito cabrón espantado: ¿¿¿¿¿!!!!!!!!?????????madre resucitada y llena de gusanos: ¿Qué?, ¿no me

digas que te vas a cagar en lugar de saludar a tu madre?muchachito cabrón espantado y probablemente ca-

gado: ¿Mamá, qué..., qué haces aquí?madre resucitada y llena de gusanos: Esperando el

juicio de nuestro Señor Jesucristo. Bueno, primero al inútil de tu padre, ya ves que a todo llega tarde, el po-bre güey.

Y así le siguió un buen rato, insultando a mi padre, con su cantaleta de madre resucitada y llena de gusanos. Ni siquiera me dejó soltarle lo de mi entuerto, mi dolor de verijas, mi miedo a que mi vieja me abandone. Me soltó una retahíla de arrepiéntete, hijo, que ya inicia el juicio, que mira las señales por todos lados, ya viene el Salvador a juzgar a vivos, muertos y pendejos. Y así, tan así que no escuchó a su pobre hijo que lo único que le importa es que ya no me quieres, que te preparas para el adiós definitivo y que el guiso que te aventaste ayer está de poca madre.

Limpio el plato, por arriba, por abajo, por las orilli-tas. El refrigerador y su aliento fresco me recuerdan que ya no hay nada para el refín, que está tan solo como yo estaré en unos cuantos momentos. Cuando termines de empacar y salgas por la puerta con tu trasero grandioso y tu tercia de seises, muy chingona, muy vale madre. Y me vuelvo a agüitar gacho, por sentirme como el refri: solo, frío, bien vacío... Con las ganas de tener un poquito más de huevos y entrar a ese cuarto y ponerte en tu lugar a puros chingadazos. Te borraría tu marquita a puros pati-nes, nomás para que no te vuelvas a pasar de lanza con tu

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mero merengues. Haría que me tuvieras bien abrazado hasta que se terminara este desmadre del fin del mundo.

Y de repente entras, me atraganto con tanto pensa-miento mal machín que me pasaba por mi tatema:

hija de la bestia: Por eso estás como cerdo. De seguro ya te tragaste hasta lo que quedó ayer.

cerdo acomplejado: Sí, amor, es que te quedó bien chi-do. Tú ya me conoces, sabes que los nervios me hacen comer más y...

hija de la bestia: Eres un cerdo, con nervios o sin ner-vios. Agradezco a la bestia el final de los tiempos, el final de nuestra vida, el final de los cerdos.

cerdo acomplejado: Vida mía, mírame. En realidad no estoy tan choncho, tal vez un poco llenito, nada más...

hija de la bestia: Llenito, llenito, mi columpio de ova-rios. Con esa idea te dejó la cerda de tu madre. Cerda inmunda paridora de lechones cobardes e imbéciles como tú, Juan de la mierda.

cerdo acomplejado: No tienes que insultarme, mi amor. Si lo que pretendes es facilitar la separación de esa manera, estás equivocada. Tú sabes que nunca de-jaré de amarte.

hija de la bestia: Aparte de cerdo, cursi, pinche gordo.

Te sales de la cocina hecha una furia. Voy tras de ti. Justo cuando un fuerte temblor sacude el suelo, las paredes. Otro ángel toca su trompeta. Las copas de la ira se vier-ten sobre un mundo que chupa faros. Los lamentos de los infortunados se revuelven con los míos. Suena el telé-fono. Contesto. Es mi madre bien requete contenta por-que ya resucitó mi padre. Porque ya comparten gusanos y reproches. Y yo ahora le paro el carro, empiezo con una

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andanada de ándele, jefa, écheme una canilla con su nue-ra favorita, que ahora hasta resultó bien hija de la bestia. Ayúdeme, madrecita, a no quedarme solo, sin mujer y sin nada ahora que truena todo, que ya no va a haber nada:

madre resucitada al teléfono: ¿Para qué le ruegas a esa mujerzuela, hijo? Ya te decíamos los problemas que te iba a traer andar con una piruja como ésa. De habernos hecho caso...

hijo a punto del abandono: No, jefa, no empecemos con una plática de hace más de diez años. Ayúdame a convencerla de que siga conmigo. Tú tienes que saber cómo hay que convencer, aunque seas una resucitada, no dejas de ser mujer...

madre resucitada al teléfono: No, Juan, entiende por favor, ¿cuándo se te irá a quitar lo pendejito?

hijo a punto del abandono y pendejito: No, mamá, eso ya fue discutido. El mundo se acaba y ella, te guste o no, es mi esposa y el amor seguirá intacto pase lo que pase...

madre resucitada al teléfono: Bueno, bueno, nomás no seas cursi. ¿Por qué no vienes conmigo y con tu jefe y cotorreamos el punto mientras nos chingamos un chocolate? Como en los buenos tiempos...

Y se corta la llamada. La línea muerta, tan muerta como mamá, papá y mi relación contigo. Sigue la tembladera. La casa, nuestra casa a punto del derrumbe, a punto de irse al carajo. Y la chilladera columpiándose de mis pár-pados. El sentimiento de los dejados apachurrándome el alma. Entro de nuevo al cuarto para ver que casi termi-nas de empacar. Los gritos y los lamentos están macizos afuera, no te dejan escucharme. Te clavo la mirada, para

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que aunque sea voltees a verme, para que veas lo agitado que ando. No te dignas voltear. Siento que hasta te caigo gordo. Me odias con un sentimiento acumulado por diez años de matrimoniados. Me pregunto por qué no me de-cías nada, flaquita mía. Y quisiera preguntarte, pero de seguro ya no me contestas nada. Aviento a una de tus maletas una de las fotos que desechaste: nomás porque estamos los dos bien felices, la pareja-familia-sin hijos que fuimos. Contentillos. De menos llévate esa foto, te digo. Me la mandas mucho a la chingadísima. Como me mandas a mí mientras me empujas y jalas las tres valijas donde resumiste tu vida.

Me arrastro hasta la puerta y un ángel bien machín dice desde lo alto de los cielos:

Ángel bien machín: Justo eres tú, oh Señor, el que eres y que eras, el Santo, porque has juzgado estas cosas. Por cuanto derramaron la sangre de los santos y de los profetas, también tú les has dado de beber sangre; pues lo merecen.

Y otro igual de machín y también muy ajeno a mi dramón:

Ángel también bien machín: Ciertamente, Señor Dios Todopoderoso, tus juicios son verdaderos y justos.

Y tú afuera, esperando un taxi en la esquina mientras le mientas la madre a los ángeles que ni nos pelan. Yo, un guiñapo, sin vergüenza alguna, te chillo frente a todo el mundo: que aunque quemados, ahogados, azotados por las plagas son bien chismosos los cabrones, hijos de la chin-gada. Ya mayor prueba de amor no te puedo dar, vida mía que te vas. El Señor Jesús está a punto de venir de nuevo y

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presiento que va a valer madre y ya no podremos platicar nada-nunca. Me cae que ya no sé que otra cosa peor puedo hacer. Te arranco una de las maletas, me agarro a chinga-dazos contra el suelo, me muerdo la lengua hasta que sale sangrita y tú igual de decidida: te vas a agarrar a putazos con las huestes celestiales. No me pelas. No viene ningún taxi, yo me burlo. Estamos en pleno fin del mundo y tú con la mamada de esperar un taxi, no seas pendeja. Me pintas dedo y mandas a donde siempre.

Y ya cuando creo que te retachas, que vuelves a casa, se para el monstruo frente a nosotros: Bestia de siete cabezas y diez cuernos, y en sus cuernos diez diademas; y sobre sus cabezas un nombre blasfemo, órale, igualito como lo pronosticaron. Te trepas como vil ramera y te alejas, contenta de estar sin mí. Te vas a darte el tiro. Y ahora sí me quedo solo y ya no puedo llorar. Ni regresar, porque ya no hay cantón, ya no hay mundo, ya no hay nada. Cierro mis ojos. Espero que ganes la bronca, que decidas regresar por mí y empiece una nueva era, más chida, donde podamos estar más juntos, y me compren-das, y me quieras, aunque sea poquito, vida mía.

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de un naufragio

Laura baeza

Nuestra ciudad no tiene mar, sus contornos no dan hacia ninguna parte, la atraviesa un río no navegable

repleto de sustancias tóxicas, basura y animales muertos. Tampoco la laguna es lo suficientemente grande, y está muy lejos de parecer parte del océano. Solo ha servido para alimentar una planta nuclear que en pocos años ex-terminará a quienes tienen la mala suerte de vivir cerca. El aire a veces da la sensación de ahogarnos.

Cuando el director de nuestra orquesta juvenil pro-tagonizó un pleito muy sonado con el responsable del área de eventos culturales tuvo que irse de la ciudad o las consecuencias, según le advirtieron personas allegadas al funcionario, no lo favorecerían. Los músicos quedamos a la espera de una nueva batuta. Promesas por todos la-dos: la contratación de alguien con una trayectoria in-ternacional, un director que subiría el nivel de nuestra incipiente y a veces malograda sinfónica, pero la espera de la nueva temporada se hacía eterna. Nos avisaron que reanudaríamos labores de un día para el otro. La mujer apareció. María Estrella llegó de una isla cercana a los

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Estados Unidos, con un amplísimo currículum de cua-renta años al servicio de la música en las cuatro cuadras de teatros, escuelas, albergues y casas donde transcurrió su celebrada carrera. Su trayectoria internacional com-prendía un área de poco más de un kilómetro y medio.

Pensé en pedirle consejo, que me orientara sobre las cosas que podían suceder en mi audición para el con-servatorio. Aún tenía un par de meses, ese tiempo valía muchísimo, cualquier observación era bien recibida. Le extendí la mano y dije mi nombre. María Estrella no con-testó el saludo, se limitó a mirarme de arriba abajo.

—Tienes malos dedos, no creo que quedes —dijo con ese acento que todavía me produce escozor. Luego se dio vuelta.

Ese día le cambié dos cuerdas a mi violín. No pude es-tudiar porque hubo tanto calor que las clavijas se movían a cada rato, si seguía apretándolas terminaría sin cuer-das. Tomé su comentario como un mal presagio. Por algo llegó con fama de bruja.

Después de su observación, cualquier cosa que tocara me parecía desafinada. Tuve que cancelar mi clase con el maestro Gorki. No quería convertir esa tarde en una pér-dida de tiempo y dinero, tampoco decepcionarlo a él. Des-de que instalaron la planta, el aire se sentía más pesado, incluso la música tenía un timbre insoportable. Quizá la nueva directora tenía razón, y ser aspirante a la carrera musical era una pérdida de energía y un desgaste innece-sario para mi instrumento.

Durante la primera semana de ensayos, María Estrella azotó la batuta, exigió a los violines tocar con más arco, insultó y amenazó a los metales, luego pidió disculpas, dijo que desconocía sus propias reacciones. Para ella, estar fuera de casa era algo difícil de llevar. Dicen que

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nunca había salido. Desde una de las butacas del teatro, un funcionario de apellido Videla se reía del espectá-culo. Sus dientes amarillentos resaltaban entre las me-jillas marchitas que temblaban con su risa tuberculosa. Él era el responsable de que tuviéramos a María Estrella al frente. No lo conocía, pero recuerdo que mis padres repitieron su apellido cuando salieron a la luz robos mi-llonarios, trata de blancas y corrupción. Apenas alcancé a oír sus elogios por los insultos de María Estrella, cómo le decía a la mujer con cara de cuervo que lo acompañaba a todas partes que una directora como esa era lo que a nuestro pueblo harapiento le hacía falta. Deseé más que nunca estar lejos de ellos y de la ciudad.

La segunda semana de ensayos fue aún más extraña. María Estrella apareció con doce discípulos, todos tenían las cabezas rapadas e iban completamente vestidos de blanco. Bajaron de dos camionetas blancas de lujo, y a su paso dejaron un fuerte olor a hierbas. Cargaban percu-siones que jamás había visto, un par de sus instrumentos estaban hechos con caparazones de tortugas y armadi-llos. Me pareció que una maraca iba decorada con colmi-llos de animales. Nadie en la desdichada orquesta pudo concentrarse por el tufo. No sabíamos si tenía que ver con las temidas exhalaciones de la planta o los de blanco llevaban a todas partes ese olor a podredumbre. Una che-lista se desmayó antes de finalizar el ensayo.

He pasado un par de años como violinista en la or-questa juvenil, entré siendo casi una niña, y durante ese tiempo jamás hubo algo que derrumbara lo construido durante años como lo hizo la estancia de María Estre-lla esos pocos meses. Horas antes de ensayar, la direc-tora pedía que el teatro estuviera completamente vacío, solo ella y sus doce percusionistas vestidos de blanco

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permanecían dentro. Todos nosotros debíamos esperar sus indicaciones para entrar, pero a través de una hen-didura de la puerta escuchábamos ruido de tambores, aplausos, más tambores, algunos gritos. Siempre había que dejar pasar media hora para que el olor a hierbas se dispersara. Luego de la primera ceremonia de María Es-trella y sus doce discípulos, un trompetista perdió el co-nocimiento a media pieza.

Debido al accidente de los ductos en la central, no asistí a dos clases de violín con Gorki. Él vivía cerca de los dominios de la planta, casi en el límite de la pobla-ción que desafiaba los posibles desastres ecológicos. Mis padres temían que en verdad hubiera habido una fuga de material dañino y el sur de la ciudad estuviese contami-nado más que cualquier otro día. Gorki no tenía tiempo para moverse a otro sitio a darme clases. En la orquesta donde él era concertino no suspendieron actividades, su agenda seguía llena con ensayos y alumnos. Solo pude enviarle grabaciones y que me corrigiera un par de cosas. Para esas fechas la alarma creció aún más porque un edi-ficio en el centro se había derrumbado, como si alguien le hubiera roto los cimientos igual que una casa de palillos para que el desplome fuera de película.

Nunca imaginé que en la ciudad pudieran suceder tantas desgracias al mismo tiempo. Pensé en María Estre-lla y sus discípulos vestidos de blanco, que después de los dos accidentes comenzaron a usar collares de colores y cubrirse las cabezas rapadas con trapos olorosos a hierbas con alcohol. Constantemente decían que llegaron para hacer un trabajo, que María Estrella los necesitaba ahí.

Pude recuperar el tiempo con Gorki, una tarde de martes que no tenía ensayo con la sinfónica, llevé unas escalas y arpegios más que de memoria, hice todos los

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cambios de posición que me pidió, unificamos el vibrato en las notas largas y al finalizar me dijo que estaba bien. Empezaríamos a revisar el repertorio de la audición, que yo ya debería conocer de memoria. Salí feliz de ahí, pensé que María Estrella se había equivocado y mis dedos no eran el problema. Tomé la bici y comencé a pedalear con fuerza, rápido para dejar atrás el círculo tóxico en el sur de la ciudad.

Me sorprendió encontrar un fin de semana a María Estrella sentada en una banca a la orilla del río. No me vio, tampoco hice el esfuerzo de acercarme a saludarla, era la última persona con quien me interesaba hablar. No hallé a sus discípulos cerca. María Estrella veía el fon-do podrido del río, discutía o balbuceaba sola, movía las manos sin tener interlocutor que la escuchara. Antes de subirme de nuevo a mi bicicleta, la vi remojar los pies en esa vena sucia que atraviesa la ciudad. Tuve el impulso de ir hacia ella y decirle que no lo hiciera, que a un par de horas manejando por la autopista podría encontrar una playa más o menos decente, no ese caudal de enfermeda-des. Si lo que la motivaba eran el recuerdo y la tristeza, debía ir al mar, porque en el río solo podía esperar un despellejamiento. No lo hice, al contrario, deseé que Ma-ría Estrella se zambullese ahí, que metiera la cabeza hasta el fondo y se embarrara de lodo, que nos dieran la noticia de ensayos cancelados porque hervía en calentura debi-do a una infección.

Mes y medio después de su llegada, por primera vez María Estrella se presentó feliz a uno de los ensayos. Leyó en voz alta un oficio: nos notificaban que el de por sí bajísimo salario se había reducido a la mitad, al-gunas de nuestras plazas serían utilizadas para más mú-sicos invitados que ella cuidadosamente seleccionaría

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en próximos viajes a su país; quienes no estuvieran de acuerdo serían reemplazados a la brevedad. Pensé en lo difícil que sería pagar las clases con Gorki y mi boleto para ir a la audición, los cambios de cuerdas o el man-tenimiento de mi violín. Sentado en una de las butacas, de nuevo el responsable de la presencia de María Estrella tenía una sonrisa enorme, y la mujer con cara de cuervo al lado suyo —luego supe que se llamaba Juana Rodri-go— tomaba nota de la reacción de la orquesta.

María Estrella empezó su jornada hasta que se disipó el olor a hierbas, con el gusto de vernos a todos serios, desanimados. Sus doce discípulos se habían quitado los zapatos y los trapos de la cabeza, pero en el aire seguía flotando un olor parecido al amoniaco. Iniciamos con un tempo primo más furioso de lo normal, para el que la di-rectora pedía incrementar velocidad y dejaba ver una risa perversa. El primer clarinete vomitó verde justo al termi-nar de tocar la obertura.

Había un extraño ritual después de cada ensayo: los doce discípulos se tomaban de las manos, María Estrella de pie en el centro del círculo que formaban, decían co-sas que nadie entendía, intercambiaban collares, hacían una reverencia y se despedían. Anhelé pronto estar lejos de ellos y no volver a verlos nunca.

Cumplí dieciséis años un martes que debía ir a clase con Gorki. Me cantó completa una canción de cumplea-ños, su español había mejorado considerablemente y casi no preguntó cómo conjugar ciertos verbos. Preparó unos jinkali que devoramos, me enseñó las fotografías de sus hijos que seguían en Tiflis y me contó de la urgencia de ir por ellos. Hablamos poco de María Estrella, pero Gorki me platicó que ya había visto esos rituales durante su ca-rrera en orquestas de Múnich, Estocolmo y Toledo.

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—Primerro son cinco, luego diez y al final es como un ejército, escucharrás sus tamborres por todas partes. En los lugarres donde he estado hacen que la gente se vaya; una de ellas ya fue a mi orquesta a ofrecer sus servicios.

Luego de comer y brindar con jugo de uva, toqué com-pleto el primer movimiento de un concierto de Mozart; Gorki modificó algunas digitaciones para facilitarme el tra-bajo, reescribió los cambios de arco, los matices y un par de apoyaturas. Al final me hizo algunas correcciones y escribió detrás de la partitura qué fragmentos orquestales debía es-tudiar para la audición.

—Por cierrto que vi a los de blanco bailando cerrca de la central —comentó Gorki—, tenían sus tamborres y co-llarres, así recuerdo a los que conocí en Múnich.

Se despidió de mí. No me cobró la clase, dijo que era un regalo de cumpleaños. Me deseó suerte para mi si-guiente encuentro con María Estrella. Le dije adiós des-de la bicicleta, y antes de comenzar a pedalear lo vi más triste que nunca.

María Estrella llegó muy tarde al siguiente ensayo. Te-nía las pantorrillas cubiertas de lodo. Una de sus discípu-las, la que usaba más collares y desprendía olor a plantas en descomposición, le lavó los pies delante de nosotros.

—Salve a la maestra —dijo, mientras los otros once se mantenían con la cabeza agachada.

A la mitad de una sinfonía, María Estrella detuvo el ensayo: habían llegado doce sillas acojinadas y con res-paldo alto para sus discípulos, debían ocuparlas de in-mediato. Las estrenaron en tanto María Estrella exponía una vez más su repertorio de insultos y amenazas. Reto-mamos, aunque sentí un fuerte mareo, la cabeza me daba vueltas y recordé las palabras de Gorki sobre que escu-charía el ruido de los tambores todo el tiempo, solo que

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no mencionó que retumbarían en mi cerebro. La fuerza se me había ido, pero el que cayó desmayado fue uno de los fagotistas.

Antes de que termináramos ese ensayo, poco produc-tivo porque el primer fagot fue llevado de inmediato a su casa para descansar y la sección de maderas quedó incom-pleta, la mujer con cara de cuervo entró al teatro y pidió la palabra. Creo que ni siquiera ahora he visto a alguien tan horrible como ella, una combinación de rasgos desagra-dables, repulsión y maldad. Juana Rodrigo, en su calidad de sub-algo, anunció que la orquesta cerraría el concierto masivo a beneficio de las víctimas del accidente en la plan-ta nuclear. El repertorio que había solicitado el tal Videla, como si de un Todopoderoso se tratara, incluía cumbias sinfónicas.

—No —interrumpió María Estrella—, irán mis percu-sionistas, no toda la orquesta, y luego negociaremos sus honorarios.

Juana no se opuso, arqueó las cejas de esos rasgados y feos ojos diminutos, aceptó el cambio de último momen-to y salió, llevándose consigo también un desagradable olor a hierbas podridas, que la describía a la perfección. Quise que a María Estrella y los doce de blanco les re-ventara una bomba cerca. Aquel día no hubo ritual des-pués del ensayo, cada uno de los tamboristas se fue por su lado.

Mis clases con Gorki iban bien. Habíamos terminado de ver una sonata de Händel y con eso cubríamos la parte barroca que pedían en la audición. A veces Gorki pare-cía no escuchar mis errores, las notas desafinadas o los cambios de posición incorrectos, pero siempre al final los remarcaba con rojo para que yo recordara hacerlo bien la siguiente vez. Aquel día no subrayó nada, se tocó la calva

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con más frecuencia que antes, era su gesto nervioso invo-luntario, dijo que extrañaba hablar en su propia lengua.

—Al menos Marría Estrella tiene a sus discípulos parra comunicarse —explicó con una voz tan triste que pensé que me hablaba otra persona.

Pasamos a revisar completo el segundo movimiento de Mozart y fue lo mismo, Gorki no me exigía corregir nada. Toqué varias notas mal a propósito y lo único que dijo fue que su hijo mayor, un muchacho mitad georgia-no y mitad armenio que vivía con su mamá en Tiflis, ha-bía caído enfermo.

Dimos la clase por terminada. Mientras limpiaba la vara de mi arco y aflojaba las cerdas, Gorki decía que la vida de Mozart no fue fácil, su padre lo hacía tocar todo el tiempo para la corte, vivió su infancia y adolescencia de genio precoz yendo de un lugar a otro, fingiendo que tenía diez años cuando pasaba de los dieciséis.

—Yo no le harría eso a ninguno de mis hijos —susurró Gorki.

Le pregunté si no sentía molestia al vivir tan cerca de la central, si no tenía miedo de que en la madrugada estalla-ra otro de los ductos y entonces sí hubiera una explosión de verdad. Se rio, tocó su calva cabeza y dijo que había cre-cido muy cerca de una mina de cobre, ahí trabajó antes de entrar al conservatorio. Para él, el sur de la ciudad era el único sitio habitable, el que se le hacía familiar. Pensé en mi fortuna de haber nacido y crecido en una colonia del centro, no haberme mudado nunca de casa, porque no añoraba algo como Gorki: estar del otro lado del planeta.

De regreso encontré otra vez a María Estrella con los pies remojados en el río tóxico. Se veía más vieja que du-rante los ensayos, cuando desde mi lugar distinguía cómo la luz del escenario le acentuaba los duros rasgos. Me dio

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lástima que estuviera ahí, con las pantorrillas enlodadas y esa cara de casi muerta. Quizá ella y Gorki extrañaban lo mismo de diferente manera. Para María Estrella lo más cercano al mar era el caudal del río tóxico, aunque no desembocara en ningún océano. Interrumpí mi pensa-miento porque escuché ruido de tambores y sonajas. Vi a los doce de blanco bailar cerca de nosotros, congregando a una multitud de gente con sus danzas y olor a hierbas podridas. Al final, una de ellas pasó un sombrero para re-coger propinas.

María Estrella volvió a llegar al teatro con las panto-rrillas enlodadas. Esta vez ninguno de sus discípulos se acercó a limpiarlas, por el contrario, algunos de ellos fal-taron al ensayo, y los demás platicaban entre sí o se to-maban fotografías con teléfonos celulares que aún tenían la etiqueta pegada.

Esa tarde el olor a hierbas fue tan fuerte que a me-dia sinfonía un violinista y el pianista cayeron al suelo y convulsionaron. La ambulancia tardó mucho en lle-gar, la sala de ensayos era un cajón pestilente a vómito y amoniaco. Por primera vez hubo una crisis, un estallido de violencia. Varios de mis compañeros destrozaron las doce sillas de los discípulos de blanco, les pisotearon los celulares y se encargaron de expulsar a golpes y empu-jones a los pocos que se quedaron. Entre los jaloneos se reventaron algunos collares, las cuentas rodaron por el escenario hasta perderse debajo de las butacas.

María Estrella se fue en una de las camionetas, dejan-do el rastro de lodo seco desde el podio hasta la puerta. Vi-mos cómo el vehículo se perdía rumbo al sur de la ciudad. Mis compañeros seguían coléricos y fueron a quejarse al área de Eventos Culturales. Luego supe que el violinista

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fue dado de alta esa misma noche, pero el pianista per-maneció internado tres días más por intoxicación.

Nos avisaron por correo electrónico que el concierto de fin de temporada se suspendía, las actividades de la orquesta estarían detenidas por tiempo indefinido. Tam-poco tocaríamos en el evento que Videla y sus secuaces programaron a nombre del estallido. Compartí esa no-ticia con Gorki durante nuestra última clase antes de ir a presentar el examen de admisión para el conservato-rio. Se le veía igual de desanimado, pero a diferencia de nuestros encuentros anteriores escuchó cada nota, me corrigió los pocos errores de digitación, me dio consejos sobre los cambios de posición más sencillos en la caden-za, y los golpes de arco que debía utilizar en los pasajes orquestales. Me dio un abrazo y me deseó buena suerte, quiso decir un chiste sobre Mozart pero su español no era tan bueno como para que yo le entendiese la ironía al primer intento.

Dos días antes de viajar a la escuela donde segura-mente otros violinistas más jóvenes y talentosos que yo pelearían por el mismo puesto, la administración de la orquesta envió un correo a todos los integrantes. María Estrella fue hallada flotando en el río, cerca de la laguna del lado opuesto a la central nuclear. Encendí la televi-sión, en el noticiero ya discutían lo que sucedió. A cua-dro, la mujer con cara de cuervo habló en nombre del área de Eventos Culturales, dijo que eso los tomaba por sorpresa, pero el presentador del noticiero decía tener evidencias de que María Estrella y Videla habían desvia-do recursos y no se ponían de acuerdo sobre qué parte le tocaría a cada uno. Ella planeaba huir a la capital del esta-do vecino mientras conseguía volver a su isla, pero Videla le retuvo el pasaporte desde que llegó, y el pleito iba en

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función de eso. Se metieron en más problemas porque los discípulos exigían el pago por el dichoso trabajo, del que no daban detalles. En el noticiero decían que hasta el momento él no había dado declaraciones sobre la muerte de la extranjera.

Mi madre y yo salimos a mi esperado viaje un viernes por la mañana. Tardamos casi una hora en pasar los tres retenes para enfilar sobre la autopista. Las inmediaciones tenían alerta de búsqueda de un tipo relacionado con la muerte de otra mujer. Pensé que, con todo lo que em-pezaba a suceder, la ciudad iba a convertirse en un lu-gar mucho menos habitable. En el último retén subió un hombre con traje de militar. Me pidió abrir el estuche, quería ver qué llevaba en ese paralelogramo negro.

—Es un violín —contesté. Cambió la mala cara por un gesto de sorpresa, seguramente creyó que le mentía.

—Qué bonito —comentó el militar al ver mi instru-mento, luego sonrió y siguió revisando al resto de los pasajeros.

Pensé en María Estrella, en su cuerpo en el río, lo difí-cil que debió ser dejar la isla para venir a internarse a este pedazo de selva donde inicia nuestra patria. Se quejó tan-to de su miseria anterior, pero aquí vino a conocer otro pequeño infierno. Recordé la imagen de María Estrella en el noticiero: la mujer flotaba bocabajo, ya no podía in-sultar ni amenazar a nadie, tampoco se vanagloriada por alguno de sus súbditos; en ese río tóxico solamente podía gritarle al lodo y a los demás animales muertos. No sentí lástima por ella. Nunca la sentiré.

Luego de varias horas, aún debíamos recorrer unos cientos de kilómetros para llegar a nuestro destino. El au-tobús hizo una interrupción de la ruta para los que trans-bordaban. De uno de los asientos de adelante bajó una

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chica a la que identifiqué, era la percusionista más cerca-na a María Estrella, la que le lavó los pies uno de los días que llegó enlodada. Iba vestida con una playera y panta-lón de mezclilla, los tenis azules eran nuevos, sin collares ni nada que pudiera delatarla. Me costó reconocerla, se veía casi tan joven como yo. Tampoco cargaba los tam-bores de caparazón. Sacó una mochila del portaequipaje, bajó del autobús y por el vidrio panorámico la vi caminar de prisa hacia la puerta de la pequeña estación.

Un hombre calvo, que me dio la impresión de conocer bastante bien, ya la esperaba.

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itaLia

areLis uribe

Para Natalia

La Italia siempre estaba leyendo un libro. A veces nos tirábamos en el pasto y yo apoyaba la cabeza en sus

piernas y ella barría mi cara con su pelo, y me leía las his-torias de Lemebel o «La noche boca arriba», diciendo «el sueño maravilloso había sido el otro», con su voz raspada y calma, mientras yo me concentraba en su boca, en sus dientes claros y alineados. La Italia escribía cuentos para el «Santiago en 100 palabras» y participaba en los talleres de Balmaceda 1215 y a veces yo la iba a buscar a sus clases para que tomáramos helado en el Parque Forestal. La Ita-lia se llamaba Italia porque su mamá se había ido exilia-da y se casó con un italiano y cuando volvieron juntos a Chile y tuvieron una hija la bautizaron así, por el triunfo del retorno y para no olvidar cómo era vivir el destierro. La Italia tenía dieciséis y estudiaba en un colegio privado al que podía ir con ropa de calle y al que podía llegar en bicicleta. La Italia en vez de decir abuelos decía «nonos» y hablaba varios idiomas además del español y conocía Eu-ropa y sabía que el día que terminara el colegio su vida iba a continuar en otro continente, lejos de acá y lejos de mí.

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La primera vez que la vi fue en una clase de pilates, en un gimnasio municipal de Providencia. Usaba la chas-quilla gruesa y una cola de caballo larga y ondulada en las puntas. La espié toda la hora a través del espejo. Me gustaron sus pómulos acalorados, sus cejas oscuras y la concavidad de sus piernas delgadas. Imaginé que mi mano encajaría ahí perfectamente. A la salida de la clase le hablé y nos fuimos en bicicleta. Yo vivía en el centro, en el piso veinte de uno de esos edificios nuevos, cerca del Metro Universidad de Chile, y ella en un barrio de ca-sas como las de Mi pobre angelito, al borde del cerro San Cristóbal. Esa primera vez que hablamos pedaleamos por la costanera y la fui a dejar. Su casa me dio miedo, como dan miedo las cosas que no se conocen: la chimenea, los árboles frondosos, la camioneta gigante estacionada afuera. Nos despedimos y me esforcé en olerla y los días que vinieron me esforcé en prolongar esa ruta entre el gimnasio y su casa. Unas semanas más tarde ya nos en-viábamos mensajes por celular y ella me prestaba libros y yo enrollaba mis dedos en las puntas de su cola castaña.

La Italia me escribía cartas en las que juntaba palabras que yo no pensaba que se podían juntar. Me llamaba por teléfono, de madrugada, y en vez de hablar, ponía «La Noyée» —ese tema de Amélie— y yo imaginaba que ese acordeón me decía ven o no te vayas o yo también. Con ella no me daba miedo caminar bajo la lluvia sin para-guas o robar libros en las librerías de Bellas Artes. Con ella desaparecían nuestros años de diferencia y me sentía otra vez una escolar. Me gustaba que se llamase Italia y que me contara que en Francia vio la Mona Lisa y es un cuadro minúsculo y que en Inglaterra llueve tanto que no se puede salir a pasear. Yo le preguntaba qué se sentía andar en avión y cómo se veían las nubes desde el aire.

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Me gustaba su piel pálida y comparar sus lunares café cla-ro con los míos café oscuro. Me gustaba tocarla y sentir cerca una piel como la suya, que yo cuando chica había añorado tanto, porque en mi colegio de barrio todas las morenas estábamos enamoradas del único rubio del cur-so, que a su vez estaba enamorado de la única rubia, en una lógica que más que racista respondía a las reglas del mercado; a la ley del exceso de oferta morena y la escasez de pelo claro.

A veces salíamos de clases y caminábamos acarreando nuestras bicicletas con las manos. Llegábamos a la cos-tanera y nos tirábamos ahí, entre los árboles, a frotarnos con desesperación, hasta las nueve, diez, once de la no-che, cuando la orilla del río era un soplido frío y algunos corredores seguían quemando calorías, vestidos con ropa deportiva de colores fluorescentes.

Al principio todo lo que la Italia me contaba me ponía eufórica, feliz. Escucharla me abría el apetito por saber cómo vivía. Me embriagaba lo curiosa que era y lo esti-mulada que había crecido. Quería saber qué libros había leído en su niñez, si había hecho ballet o equitación, a qué edad había usado frenillos, cómo había aprendido a nadar. En sus historias, yo remplazaba a la protagonista por mí y era yo la que corregía sus dientes chuecos a los ocho años, la que había ido a restoranes desde muy chica y había disfrutado platos mucho más complejos que po-llo asado con papas fritas. Era yo la que jugaba con tíos que eran cineastas o académicos de la Chile en vez de he-laderos o taxistas y era yo la que tenía pieza sola y nadaba los sábados de enero en la piscina de cemento del patio.

Una tarde nos encontramos en la entrada del gim-nasio y decidimos faltar a clases. Nos fuimos al Parque Bustamante y compramos una pizza sin carne en un local

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que estaba frente al café literario. La pedimos para llevar y nos sentamos a comer con los pies metidos en la laguna artificial. Dije que la pizza estaba rica y la Italia se rió y me explicó que no se decía picsa ni pisa ni pitsa sino que pizzzza, como la zeta de un zancudo estridente. Cuando la Italia me corregía, me inundaba una amargura extra-ña. Me gustaba que indicara mis errores, sentía que me volvía más fuerte, más válida para estar con ella. Pero al mismo tiempo me dolía no haber nacido con todas esas sabidurías chicas que se supone son necesarias para que una persona ande firme por el mundo. Nos tiramos en el pasto y la Italia llenó la caja de la pizza con dibujos y frases. Me hubiera gustado guardar esa caja. Leer su le-tra imprenta y reírme de sus chistes otra vez. Acercamos nuestras narices y hablamos de ella, de mí, pero sobre todo de ella, de las cosas que sabía ella. De los nombres de los árboles y de los pájaros del parque. Saqué un pito y lo fumamos viendo cómo el cielo se oscurecía y las luces del parque se empezaban a encender.

Esa noche la Italia me invitó a su casa por primera vez. Subimos en bici hasta Pedro de Valdivia. Sentía que en vez de pedalear, flotaba y que las luces de los autos se fundían con las de los focos del parque, estallando en mis anteojos, como una aurora boreal anaranjada y verde (la Italia me había explicado qué era la aurora boreal). En el camino compramos una botella de vino que la Italia guardó en su mochila. Entramos a la casa por la cocina y salió a recibirnos su nana Carmen. Le dijo mi niña, segui-do de frases de abuela preocupada y le ofreció una leche tibia que la Italia rechazó. La nana Carmen me saludó amorosa y al ver que la Italia no quería nada, se guardó como un conejo en una pieza que estaba conectada con la cocina.

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Subimos al segundo piso tomadas de la mano, por una escalera de peldaños de madera gruesa. Ella adelante y yo detrás. Aunque estaba oscuro, me fijé en sus piernas delgadas, en la curvatura en la que yo sabía que mi mano podía encajar. Entramos a un dormitorio grande, tan grande que mi departamento cabía completo. Su cama era de dos plazas y eso también me sorprendió, porque en mi mundo las camas grandes eran para los matrimo-nios, para los papás; las camas de hijos eran camas de una plaza o eran camarotes para compartir y pelear con el hermano chico.

La Italia se tiró al suelo y se olvidó de encender la luz y de abrir el vino. Me recosté a su lado y la besé y su boca sabía a agua limpia, a papel de revista brillante. No podía verla, pero la sentía. Toqué la curvatura de sus piernas y me inundó un hormigueo. Toqué sus pechos por debajo de la polera y eran suaves y eran pequeños y los imaginé rosados sobre una piel blanca. Encajamos nuestras pier-nas y me apreté contra ella y ella se apretó contra mí. Imaginé sus pómulos acalorados como en clases de pila-tes y acaricié su cuello con mi nariz y me quedé allí, con la cabeza apoyada en su hombro, quejándome, jadeando, escuchando sus gritos contenidos. Me saqué la ropa de pilates y ella se sacó la suya y metí mi lengua en su ombli-go y volví a su boca y ella lamió mi pecho izquierdo como una guagua hambrienta y ahí no aguanté más y en pocos segundos morí aplastándola con mis calzones.

Nos quedamos tiradas en el suelo, con la piel pega-da. Después, nos acostamos en su cama y nos dormimos ahí. Lo que más recuerdo de esa noche son las sábanas. Eran las más blancas y suaves en las que yo había dormi-do alguna vez.

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Al otro día, su papá nos despertó temprano, golpea-do la puerta para que bajáramos a tomar desayuno. En la mesa había (al mismo tiempo) jugo de frutilla (natural), queso (varios tipos) y granola (creo). Sus papás eran igual de conversadores que ella. Hablaron sobre su trabajo. Él era ingeniero en alguna parte y ella era dramaturga y profesora universitaria. Comentaban la actualidad con la radio Cooperativa de fondo y me preguntaban qué ha-cía yo, cómo había conocido a la Italia. Les conté de las clases de pilates y de mí, que recién había terminado Pe-dagogía Básica, que estaba trabajando en una escuelita en Recoleta y que hace poco me había venido a vivir al centro, a un departamento que esperaba comprar algún día. No me preguntaron qué hacía mi familia o dónde vivía antes. No por falta de interés, sino por delicadeza. O por educación, como diría mi papá.

Terminamos de comer y la nana Carmen recogió la mesa y la Italia me invitó a un recorrido por la casa. Las murallas eran blancas y los ventanales enormes, enmar-cados en bordes de madera limpia y barnizada. Había ob-jetos extraños, como relojes a cuerda, planchas de hierro y vitrolas de diferentes tamaños, que la Italia me enseñó a echar a andar. Había un piano que —me explicó has-tiada la Italia— ella no volvería a tocar jamás. En el muro contra el que estaba acomodado el piano había una espe-cie de santuario a Italia (Italia el país) con cuadros, fotos y reliquias que no entendí, junto a dos escudos de los ape-llidos de la familia.

Como a las once, la mamá de la Italia ofreció llevarme hasta el centro en su auto. Iba a dar una clase en la Ca-tólica, a niños talentosos de colegios de todo Santiago o algo así. Yo hubiera preferido irme sola en bicicleta, pero

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no pude evadir la propuesta: eran la Italia y su mamá contra mí.

Subí a la pieza de la Italia a buscar mis cosas y estando allí me fijé en los detalles de su habitación. Era la de una princesa docta, una barbie artista. Había una guitarra, muchos libros, cuadros pintados por ella y un escritorio de madera frente a la ventana. Era una casa de teleserie. Sobre el velador estaba su carné. Se veía muy niña en la foto, debía tener trece años. Lo tomé rápido y lo guardé en mi bolsillo. Luego, bajé al primer piso como si nada, como si no acabara de secuestrar un pedazo de la Italia para llevarlo conmigo.

Nos subimos al auto. El papá nos ayudó a cargar la bi-cicleta. La Italia quiso acompañarnos y se sentó de copi-loto. Yo me instalé atrás, sola. La Italia ponía discos para que conociera esas cantantes francesas que en mi vida yo había escuchado y que a ella le gustaban tanto. La mamá y la hija conversaban y me daban la palabra como quien tira una pelota para jugar a las quemaditas. Yo respondía corto, sin consistencia. Iba absorta mirando por la venta-na, sumergida en el corazón de Providencia, en el verdor intenso de sus calles y en la magnitud cinematográfica de sus casas.

Doblamos por Avenida Portugal y la mamá estacionó el auto y me ofreció un billete, preguntándome si tenía cargada la Bip!, si necesitaba plata para llegar a mi casa. Yo contesté con honestidad que no, que muchas gracias, que me movía en bici. La Italia me miró con las cejas arrugadas y la mamá bufó. Yo no entendí.

Bajé la bicicleta con torpeza y la Italia se despidió con un gesto frío, que me desconcertó. Al llegar a mi casa, abrí el refri, metí el carné de la Italia y no volví a sacarlo de ahí.

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Las semanas siguientes nos vimos en pilates y no siempre fui a dejarla a su casa. Los mensajes por celu-lar y las llamadas nocturnas empezaron a disminuir. La Italia se distanció de mí y yo de ella, de manera lenta pero sostenida, como dos trozos de tierra en la deriva continental. Ya no disfrutaba jugando a remplazarla en sus historias. Me dolía que ese ejercicio fuese sólo una posibilidad. Tenía miedo de que llegara el momento de invitarla a mi casa. No me veía llevándola hasta Quilicura en micro, presentándole a mi mamá, cada día más rubia y más gorda; a mi papá, hablando con la boca llena frente a la tele; a una versión grisácea y desganada de mí misma, sentada en ese living minúsculo con piso de flexit.

Entonces me escondí. Dejé de ir a pilates, cambié el celular. Hasta que no la vi más. Sin embargo, puedo adi-vinar perfectamente qué fue de ella. Sé que terminó el colegio, que le fue increíble en la prueba para entrar a la universidad y que de todos modos se fue a Europa, con sus nonos. Sé que al final se instaló en Florencia o Bar-celona o una ciudad así, como de película del cine arte Normandie, para estudiar fotografía o pintura o teatro con marionetas. Sé que trabajó allá, de garzona primero y en un centro cultural después. Sé que se emparejó con algún europeo alto y que vivió con él en un departamen-to con vista abierta a alguna ciudad antigua e iluminada.

A veces pedaleaba por Santiago y me imaginaba que podía encontrarla. También pensaba que quizá ella me vería pasar y pensaría en mí, que añoraría las tardes que gastamos leyendo sobre el pasto de algún parque. Me gustaba fantasear con la posibilidad de ser vista por la Italia, y jamás enterarme de ello. Una noche pasé en bi-cicleta por el Barrio Bellavista, frente a una de esas li-brerías donde entrábamos a liberar libros, como decía

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ella, pensando que era un lugar propicio para topármela. Entonces apareció. Llevaba el pelo muy corto, a lo Twi-ggy. Salía de la librería con un grupo de personas, rien-do con sus dientes grandes. Nos cruzamos. Fue rápido, algo de un segundo. Me clavé en su cara y el pecho se me acaloró, alegre o asustado, no sé. Ella me miró por ese instinto humano de responder a una mirada ajena, para defendernos de un posible cazador. Me pareció ver en su rostro una chispa de nostalgia, aunque no estoy segura. No me detuve a confirmarlo. Solamente moví las piernas con fuerza, aumentando cada vez más la velocidad por la vereda.

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tu cicatriz en mí

abriL posas

Osadía loca, husmear en tus cosas.

gustavo cerati

La cita es todos los martes a las siete. No es necesa-rio llegar con invitación, pero tampoco se comparte

convocatoria. Los que vienen aquí se han enterado de boca en boca, y porque alguno de los regulares se los ha mencionado. Así que no es que sea exclusivo, es que es especializado.

Las reuniones tienen siempre el mismo formato: los que llegan temprano ayudan a acomodar las sillas, pre-paran el café y acomodan las galletas en grandes charolas de plástico. Al frente, se planta un micrófono en un pe-destal, que presta el gerente del restaurante del hotel que les da acceso al sótano, sede perpetua del grupo, y Ricky lleva una pantalla de tela y un proyector para los que necesitan algo más para ilustrar su historia. Pocos lo han hecho, pues sus cuerpos son suficiente para captar la atención; los que llegan con una computadora portátil, el resto lo sabe, son los primerizos que todavía no cono-cen la mecánica. Con todo, nadie pone trabas y la única regla es respetar el tiempo de cada quien (diez minutos, máximo) y no cortar la fila.

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Los que llegan más tarde toman su lugar, un par de galletas y un vaso de unicel con café o un refresco, y aguardan pacientemente el comienzo. Recargados en una de las paredes, los que hablarán esa noche ya están formados, según el número que se le asignó a través del grupo de Facebook. Últimamente, han notado los que son regulares, se repiten participantes, quizá porque es verano y muchos se van de vacaciones con su familia fue-ra de la ciudad y, precisamente después de regresar, apa-recen los nuevos para compartir la historia de su cicatriz. Así que todo está bien, no hay razón para pensar que es momento de tomar un respiro.

Los que vienen aquí no tienen intención de superar dolores o cerrar círculos. Eso es para los débiles que pre-fieren olvidar cómo llegaron a donde están o la historia que tienen trazada en sus espaldas. O en los brazos, a la mitad del rostro o en un glúteo. Este es un espacio libre de juicios, abierto a aquel que tiene la urgencia de expo-ner una herida y la historia que hay detrás, sea hermosa, divertida u horrorosa. Lo importante es que sea cierta, que su marca física sea imborrable y, sobre todo, que su portador no quiera quitársela. Es una cuestión de orgu-llo que solo los que se congregan en este pequeño cuar-to bajo el nivel del suelo lo entienden. No existen otros requisitos para encontrar un sitio, ya sea en las sillas o al micrófono, excepto que se debe hablar, al menos, una vez para que otros conozcan la génesis de la piel rasgada. Y aunque el grupo ha mantenido su diversidad, es im-posible que no se note cuando alguien pone pie ahí por primera vez.

Ahí está: la cuarta en la fila. De jeans rotos y botas va-queras, una playera de David Bowie, una chamarra de piel demasiado gruesa para el calor que ahí los abrasa, el

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cabello apenas sujeto por un puñado de pasadores que es-tán a punto de darse por vencidos, y todos saben que esa es su primera vez. Es la virgen que se va a exponer frente a todos, ni siquiera ha visto cómo se hace, pero ahí está, en un escape efímero en el celular, que no tiene ya más datos para abrir páginas, enviar mensajes o reproducir vídeos, y de todas maneras no levanta la vista de una pantalla en congelada espera.

Está por empezar: una mujer robusta, enfundada en un coordinado de sudadera y pantalones de algodón, toma el micrófono. Tiene un parche en el ojo izquierdo.

—Buenas noches. ¿Me escuchan? Hola, hola a todos —saluda con una voz nasal y aguda—. Vamos a iniciar, como siempre, según los números que ya se asignaron a través de Facebook y, bueno, por favor no tomen el tiem-po de sus compañeros. Queremos escucharlos a todos. ¡Gracias por las galletas, Raquel!

Se retira y deja el espacio libre. Ya no queda nadie de pie en el público, ni una sola galleta en la charola. El pri-mero en pasar es un joven de 17 años cuyo atuendo es como cualquier adolescente, excepto por un guante que no logra coincidir con el color de su piel clara, casi ama-rilla, en su mano derecha.

—Hola a todos, me llamo Miguel, pero pueden decir-me Mike.

Al unísono, todos le responden, como si fuera una re-unión de aa, solo que aquí nadie intenta ocultar la oca-sional lata de cerveza en la bolsa de una chamarra más grande de lo normal.

—Antes de venir aquí, gracias por invitarme, señor Longina, preparé lo que tenía que decir y lo memori-cé, porque no quiero equivocarme. Me siento como en un examen de la escuela —sonrió débilmente, como

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excusando un mal chiste— y, bueno, aquí voy. La mitad de mis compañeros son buenos en algún deporte, y los que no, saben tocar instrumentos o juegan videojuegos como si su vida dependiera de ello. Luego queda un pu-ñado que, de ver tanto manga, dibujan como si hubieran nacido en Japón. Finalmente, estoy yo: que no sé hacer nada, pero me gusta ver a otros ser los favoritos de al-guien. Tengo una amiga que, como ya lo han de sospe-char, es por quien me gustaría ser mejor en el futbol o para dibujar los personajes de Yuri!!! on ice sin que parez-can cuerpos que nadaron en ácido —varios en el público sonríen, aunque no entienden la referencia—. En fin. El tío de un amigo tiene una motocicleta increíble. Nos dijo que es una Honda Shadow Spirit 705. No sé qué significa todo eso, pero es negra y cualquiera se ve bien en ella. En el cumpleaños de mi amigo, al que también fue Clara, mi amiga, nos dejó dar un par de vueltas, uno a uno, con él. Podía ver la cara de boba de Clara cada vez que el tío se quitaba el casco y nos regalaba una sonrisa. Le pedimos que nos dejara conducirla, y por supuesto nos dijo que no, pero eso no nos detuvo cuando regresó a la fiesta por unas cervezas. Aprovechamos que pusieron sus cancio-nes favoritas, de bandas viejitas de nombres raros, como A-já y Duran, o algo así; mi amigo tomó las llaves a escon-didas y encendió la moto. Nos dijo que su tío le daba lec-ciones, cuando su papá no veía, así que ya sabía conducir y dar vueltas. Clara y yo nos quedamos de pie y él nos rodeaba, primero sin problemas. Entonces se equivocó al intentar frenar, se paniqueó y aceleró. Perdió el control, se cayó y salió volando de la moto; Clara se asustó y, no sé por qué razón, se agachó y cubrió la cabeza, como si le cayera algo del cielo, y yo vi cómo se acercaba la moto, fuera de control, hacia ella. Fue mi oportunidad, ¿saben?

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—cabezas de todas las filas asienten con expectación—, me lancé entre ella y la motocicleta, estiré mi brazo dere-cho —imita el movimiento— por si necesitaba empujarla hacia el lado contrario. Mi mano tocó de lleno el escape, que estaba hirviendo. Y, bueno —se quita el guante—, estas marcas son la prueba de que soy un héroe.

La palma y parte del dorso tienen un color rosado bri-llante, el borde de esa zona, como si fuera un país que debe resaltarse en un mapa informativo, tiene la carne hinchada. Mike recibe los aplausos entusiastas, quizá demasiado, de sus ahora hermanos de marcas, y camina hacia una silla vacía. La cuarta en fila alcanza a escuchar que el hombre de traje junto a él, que lleva una banda en el cuello, le pregunta si ahora Clara es su novia. «Nah», responde el chico, «ya soy una leyenda en la escuela. Ten-go mejores cosas que hacer».

La del parche regresa e invita al segundo a tomar su lugar. Es un tipo alto, de brazos visiblemente musculosos, aunque delgados y elásticos. Un bigote escaso le nace de-bajo de una nariz respingada. Un tatuaje que ya necesita retoque se le asoma debajo del cuello de la camisa: la úni-ca pista es un puñado de plumas. ¿Un ave? Ni idea.

—Eh, hola —una voz más aguda de lo que algunos imaginaron sale de su garganta. «Aquí vamos», suspira alguien desde el fondo. Definitivamente, esta no es la pri-mera vez que toma el micrófono—. Tengo muchas cica-trices, gracias a los que han intentado madrearme cami-no al trabajo, pero siempre he salido vencedor. No estoy acostumbrado a rendirme, ya saben, y no me avergüenzo de dónde vengo. Lo que más me gusta es la cara de imbé-ciles que ponen cuando los tengo en el piso, a mi merced, y piden un poco de clemencia. Para eso sirven las hormo-nas —le dirige una mirada a Mike, quien no sabe atrapar

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el consejo—, pero mi cicatriz favorita es la que significó el primer gran cambio en mi vida —levanta su camisa y baja el pantalón para dejar al descubierto el pubis, que apenas tiene una ligera capa de vello; todos ven la cicatriz trans-versal que le recorre de lado a lado—: la hermosa histerec-tomía. ¡Sin matriz soy feliz! Ahora soy un hombre y nadie puede evitarlo. ¡Ni siquiera tú, ma! —grita a una persona que no está en la multitud. Una ligera lluvia de aplausos lo despide. La primera vez que habló tuvo más apoyo, y no es que ahora lo aprueben menos, es que ya se ha repetido tanto, que la sorpresa se ha borrado de los demás. La fan de Bowie no comparte ese sentimiento y le regala varios viva antes de que se retire al fondo.

Es turno del número tres, un caballero en traje color beige que se ve intimidado. Se adelanta a la mujer del par-che y se disculpa por no tener una historia tan inspiradora como las dos anteriores. «Solo es un corte en la mano, al enseñarle cambiar la llanta de refacción a mi hija adoles-cente, nada más», y se despide entre aplausos que quieren darle empatía. Ninguna historia es más importante que otra en este grupo. Lo que importa es demostrar el orgu-llo de esas imperfecciones que nos da la vida.

Ahora, la cuarta, que se aclara la garganta y comien-za a arrepentirse de llevar la chamarra. Siempre sube la temperatura cuando nos sabemos observados. Empieza.

—Buenas noches. Soy Laura y mi cicatriz es reciente. Hace no tanto, al hacerme una autoexploración de mis senos, noté un pequeño bulto en el derecho. Nunca es buena noticia, sobre todo si tienes un familiar directo que murió de cáncer de seno: mi madre, en mi caso. Cos-tó mucho trabajo, pero me armé de valor e hice cita con una ginecóloga de confianza, tía de una amiga —quizá porque su historia es nueva, pero el público presiente

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que va a ponerse buena—. Primero realizamos algunas pruebas de tacto y un eco: el bulto no era de agua y po-día notarse su forma, redonda, perfecta, al tocarla. La doctora se veía preocupada cada vez que la visitaba y, a decir verdad, mi familia también. Fue un proceso que nació en el optimismo exacerbado de mis hermanos y mi pareja, hasta el miedo gradual a un destino pareci-do al de mi madre. Tuve que aprender a vivir la rutina sin gritar que no quería morir, a reírme de las bromas que mis compañeros hacían para aligerar la carga cada vez que una esperanza se iba apagando. Apenas tengo treinta, así que una comienza a preguntarse qué hacer, cómo recompensarse a una misma por todas las opor-tunidades perdidas o pospuestas. Siempre pensé que no querría tener hijos. Cuando la doctora me dijo que tendría que operarme para extraer la bolita y practicarle una biopsia, me di cuenta de que era el momento de de-jarme de hacer tonterías, pensar más allá de mí —toma un profundo respiro, mira a todos con ojos vidriosos—. Comenzamos, mi pareja y yo, a intentar embarazarme en lo que se acercaba la fecha de la cirugía, que era un par de meses después: ya saben, el seguro es tardado. Y lo logramos —una pequeña sonrisa de triunfo provocó los primeros aplausos de los asistentes—, así que cuan-do fui al quirófano tenía algo de esperanza. Sin embar-go, los estudios me mostraron que, efectivamente, era cáncer. Para iniciar con el tratamiento debí terminar mi embarazo, debía ser muy agresivo y sin aplazarlo más. Todos en la comunidad nos ofrecieron apoyo, pero nada te prepara a perder el pelo, las fuerzas y convertirte en una pequeña fracción de lo que eras. Yo, que fui reina de belleza en la preparatoria, la ejecutiva de cuentas más importante de la agencia donde trabajo y, bueno, quiero

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creer, la nueva madre que se dedicaría a criar un ser hu-mano mejor para el futuro… ¡Ah, todo truncado, como la vida de mi madre! —detiene la narración para conte-ner las lágrimas. Para otros cualquier esfuerzo es inútil. Mike llora y siente un deseo incontrolable de contactar a su mamá para decirle lo mucho que la quiere—. Como sea, estoy en remisión, el cabello me creció de nuevo y comenzaré a intentar embarazarme otra vez, aunque sea con una madre sustituta, porque quiero dar todo lo que tengo a manos llenas. Esta es mi cicatriz —y antes de que pueda levantarse la playera de Bowie para mos-trar el seno derecho, una mujer irrumpe furiosa al salón.

—¡Esa es mi playera y mi historia, maldita perra!Todos se giran en un solo movimiento y ven a una

treintona enfundada en unos skinny jeans que no podrá quitarse fácilmente, y una camisa de McDonald’s, que también porta su nombre: Ana. La cara está enrojecida y la mezcla del sudor de su excitación con la grasa de su propio ambiente de trabajo le dan un brillo ligero. Varias voces le reclaman su interrupción: nadie la invitó y no puede quitarle el micrófono a una mujer que ha sobre-vivido la batalla contra el cáncer con tanta valentía. Sin embargo, la dejan caminar a grandes pasos hacia Laura, quien la mira con una mezcla de miedo y vergüenza y baja la cabeza como una niña regañada in fraganti mien-tras asalta las galletas antes de la cena.

—Ni siquiera estás contando bien la historia —le re-clama— y eso que te la dije mil veces. Mi cicatriz, ade-más de no ser de la incumbencia de esta bola de idio-tas —«¡Hey», se indignan—, es porque me removieron una bolita que no fue maligna y que no me llevó nun-ca al borde de la muerte ni a replantearme mi papel en este mundo, excepto bajo un concepto: el de la felicidad

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—empuja al fondo a Laura y toma el micrófono—. Soy Ana y trabajo en un McDonald’s, y cuando me dijeron que debían examinar esa cosa que tenía dentro, me di cuenta de que iba a extrañar a mis tres gatos, mi colección de series en dvd y el sexo ocasional con el tarado de com-pras que no aprende a cortarse las uñas de los pies. ¡Y, repito, no fue maligno! En ningún momento decidí em-barazarme para «trascender» y solo tuve una buena his-toria para contar con mis amigas, o eso creí —le lanza una mirada asesina a Laura—, en la que el final feliz es que la vida como la tengo es la que me basta. Quiero mi playera de vuelta, limpia, mañana.

Lo único que exige este grupo es la honestidad, y esta noche se hizo añicos ante la mirada de todos. No solo eso, sino que más de uno le regaló simpatía a una des-conocida que llevaba una cicatriz de fantasía en un seno que nadie pudo ver (para la desgracia de los que espera-ban una imagen para más tarde, en la oscuridad de sus cuartos) y en su lugar tuvieron el espectáculo del pecho flácido de Ana, medio desinflado acaso, portador de una marca rosada y en relieve, como un rollo de carne mal amasado, en donde se hizo la incisión de una cirugía que no concluyó en una historia realmente inspiradora.

Ana abandona el sitio del mismo modo en que llegó y Laura se queda a la merced de un público humillado e in-satisfecho, como si hubieran pagado un boleto en primera fila para un concierto que no tendría a la banda prome-tida. Dicen que la del parche fue la líder, aunque nadie lo sabe de cierto. Aun así, todos se abalanzaron sobre la mentirosa, quien apenas pudo defenderse de la ira de los morbosos desilusionados, esquivando sillas, el micrófono y los puños que, en lugar de darle la lección de su vida, la dotaron de una cicatriz prominente en la frente.

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Dentro de tres meses regresará al micrófono, para, ahora sí, contar la verdadera historia de una marca que la hará menos gris que su vida precicatriz, sin que nadie le recuerde que la felicidad está en las pequeñas cosas, que eso es una estupidez y este grupo lo sabe bien.

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mutis

ceciLia magaña

1Encendió la televisión esa mañana y ahí estaba, en una serie de escenas mudas, mientras el conductor del pro-grama anunciaba que habían encontrado su cuerpo en la madrugada.

—Parece que se ha ahorcado, sin embargo, aún no hay una declaración oficial de…

Sentado en el sillón, viendo ahora una fotografía en la que el actor sonreía, Arturo entreabrió la boca, pegó la barbilla al cuello y comenzó a emitir los sonidos que hubiera hecho si la escena a doblar fuera la de su muerte.

—¿Qué te pasa? —preguntó Violeta con el cabello re-vuelto, de camino al baño, mientras él jadeaba en un úl-timo intento por tomar aire.

—Robin Williams se suicidó —despacio, contagiado por su modorra.

Ella fue a sentarse junto a él. La luz de la televisión iluminó su cara aún hinchada por el sueño. Violeta le puso la mano en la rodilla. Él correspondió pasándole los dedos por el abdomen redondo y tenso.

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—Lo siento —dijo ella, mirando la pantalla y mo-viéndose suavemente adelante y atrás, con las piernas apretadas.

—¿Por qué nos vas al baño?—¿Ya viste el twitter?—Ve al baño. —No —se levantó inclinando el cuerpo hacia atrás,

como hacía desde el sexto mes. Arturo le tendió la mano para ayudarla: alguna vez

había hecho un ejercicio en la secundaria en el que había llevado una mochila colgada hacia delante durante toda la jornada escolar. La maestra de Ética había dicho que era un experimento para que los muchachos sintieran lo que era el embarazo adolescente. Lo había olvidado hasta el día en que Violeta llegó del trabajo con una prueba de embarazo en la bolsa. Pregúntame qué es esto, lo había retado, haciendo malabares con la caja. Él había contes-tado alguna tontería: una lista de cosas absurdas, segura-mente con la voz de Robin Williams. A Violeta siempre le había gustado su voz de Robin Williams.

La vio moverse por la sala y buscar en el librero donde él solía esconder los celulares.

—Fría, fría —la animó usando la voz, y ella giró el cuerpo con esa lentitud que ahora la caracterizaba.

Ella hizo pucheros y volvió a la búsqueda, entrecru-zando las piernas.

—¿Crees que salga más trabajo?—No sé… —respondió con su propia voz, la de Arturo.

—A menos que quieran que doble material inédito… Pero Violeta ya estaba arrastrando los pies hacia el

baño con el smartphone en la mano.

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2Arturo: Se murió Robin Williams.

Padre: (Silencio)Arturo: Más bien se mató. (Ruidos al masticar algo crujiente)Padre: ¿Ya hicieron la ruta al hospital?Arturo: Lo encontraron ya muerto, papá. Violeta: (Aclarándose la garganta después de tragar un

bocado) Dos veces, señor. Todo está fríamente calculado. Padre: (Silencio)Arturo: (Con la boca llena) ¿Me pasas la sal?Violeta: (Riendo bajito y luego llamándolo apresura-

damente) Mira, mira… tu hijo. Padre: ¿Está pateando?Violeta: Uy, uy, no… se está acomodando. (Inhalando

y exhalando)Arturo: (Haciendo su voz de Robin Williams) Muévete,

perra. Padre: ¿Qué dijiste?Violeta: No le haga caso, señor. Es un juego que

tenemos. Arturo: Mi hijo va ha ser un cabrón… (y replicándose

a sí mismo con la voz de Williams) Cabrón, mi abuelo. Violeta: Ay, ay, espérate, no me hagas reír.Padre: (Silencio)Arturo: Ya, pues. Violeta: Ahí va, ya…Padre: (Silencio)Violeta: (Risa)Padre: No entiendo. Violeta: Arturo dobla la voz del bebé cada que hace

algo. Arturo: Habla como Robin Williams, papá.

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(Cubiertos contra porcelana / el sonido de un vaso que posándose sobre la mesa / carraspeo indefinido)

3Se estiró y movió los brazos para agitarse mientras de-cía la línea. En la pantalla, Williams acababa de recibir un golpe de Al Pacino. No era tan bueno para hacerla de villano, pero quien había hecho la selección de escenas seguramente había querido captar todas sus facetas. El guion cerraba con una escena de «La Sociedad de los Poetas Muertos», por supuesto.

—Eso salió fatal. Vamos otra vez —sonó la voz metáli-ca de Mario en lo alto de la cabina.

—Bien, vamos. Movió los pies y las manos, dando brincos, abriendo

y cerrando la boca. Quería pensar que era una especie de tributo. No quería llamarlo despedida, después de todo, aún se estaba terminando de editar la última película de Williams.

—¿Estás listo?—Listo, señor —era un reflejo tan natural, usar SU

voz. —Vamos a encontrarte otro actor. El ligero crac del micrófono al momento que Mario

dejó de oprimir el botón, lo desconcentró. —¿Cómo?—Ya encontraremos otro. Con las series sale mucho

trabajo…La sonrisa al otro lado del cristal era sincera. —Yo manejo un rango más amplio que Martínez —se

paró con las manos en la cintura, sabiendo que era im-posible que le saliera la pose de superhéroe: su cuerpo

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demasiado delgado y el cabello siempre revuelto lo ha-cían ver como caricatura.

Mario asintió, había oprimido el botón de nuevo, como si fuera a decir algo más, pero no lo hizo. Tal vez porque no quería hablar más de Martínez, quien solía do-blar a Heath Ledger.

—Por eso tú haces a Williams —dijo al fin, y el ligero tronido al cerrar el micrófono resultó más molesto que antes.

La escena en la pantalla volvió a correr y la voz de Arturo entró ligeramente a destiempo.

4Arturo: ¿Así está bien?

Violeta: (Quejándose) Espérate. No, no, así… así.Arturo: ¿No te duele?Violeta: No pienses si me duele, tú síguele. (Roce de sábanas / respiración agitada)Arturo: Ahí no te alcanzo. Violeta: (Gruñendo suavemente) Me acomodo y sí

alcanzas.Arturo: Ya no debes moverte tanto. Violeta: (Inhalando y exhalando) Así, síguele.Arturo: Pero…Violeta: ¡Síguele!Williams: Se va a romper la fuente. (Movimiento indistinto)Violeta: No hagas eso.Arturo: ¿Qué?Violeta: Usar su voz ahorita. Williams: Antes te gustaba.

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(El clic de una lámpara / movimientos / roce de la ropa)

Violeta: Antes no estaba muerto. Arturo: Pero ahora es la voz de Junior. Violeta: ¿Junior?(Resortes de la cama / arrastrar de pies)Arturo: ¿A dónde vas?Violeta: ¡Al baño!(Pasos amortiguados por un tapete / golpe de plástico

contra porcelana / chorro de orina constante)Arturo: Antes te gustaba.Violeta: (Suspirando) Se me salió decirle a Ana y ella

me dijo que es de mal agüero.Arturo: Es un juego. (Rodar del tubo de papel higiénico / corte / pujido) Violeta: Es raro.Arturo: (Silencio)(Sonido del water / otro pujido / llave y chorro de agua

corriendo)Violeta: Sólo prométeme que no vas a decirle Junior. Arturo: Pero se va a llamar Arturo.Violeta: Prométemelo.

5—Hasta me dio permiso de llamarlo Ar-two, con tal de que no le diga Junior —Arturo doblaba la servilleta sobre la mesa. Recientemente había alcanzado la destreza sufi-ciente para hacer un perrito sentado.

—¿Ar-two?—Por la «Guerra de las Galaxias» —le dio la vuelta al

triángulo que había logrado y empezó de nuevo.—Nunca entendí eso —su mejor amigo lo contempla-

ba con el tenedor en la mano.

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—Yo sí, un poco… —No lo de Junior, lo de «Star Wars»… ¿qué clase de

nombre es Citripio?Arturo se encogió de hombros y marcó el segundo do-

blez, deslizando la servilleta contra la orilla, a un lado de la charola donde aún quedaban restos de su hamburguesa.

—Mi papá todavía me dice Junior —inclinó la cabeza para doblar el cuello del futuro perro. Seguían la patas.

—¿Y cómo te sientes con eso? —su amigo señaló lo que Arturo había dejado sobre la envoltura de aluminio y se lo llevó a la boca. —¿Te gusta ser Junior?

—¿Te gusta psicoanalizarme? —levantó la vista sin soltar su proyecto de origami.

—Me encanta —se chupó los dedos uno por uno y sonrió. —Violeta tiene razón.

Arturo se inclinó sobre la mesa, faltaban sólo la cola y las orejas.

—Por eso es Violeta.

6Violeta: (Diciendo algo ininteligible con voz amortigua-da por la almohada)

Arturo: (Revolviendo las sábanas) ¿Qué? ¿Ya es hora?… (Resortes del colchón / movimiento)Violeta: (Con la voz clara) Todavía no…Arturo: Pero te está dando lata…Violeta: No.Arturo: (Silencio)(Roce de la piel contra la sábana / resortes) Violeta: Tengo miedo… Arturo: No tengas…Violeta: Haz que hable…(Movimientos en la cama)

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Williams: Claro, aquí está su pendejo para entretenerlos.Violeta: (Riendo con una risa que termina por conver-

tirse en un sollozo)Arturo: ¿Qué pasa?Violeta: Sigue…Arturo: ¿Que siga yo o él? Williams: Ya está de caliente otra vez…Violeta: Se está moviendo.Arturo: A ver…Violeta: Espérame... (Quejándose al reacomodarse).

Aquí está… ¿lo sientes?Williams: ¿Me sientes, putito?Violeta: (Riendo y haciendo con la nariz)Williams: Ora, puerca. Violeta: (Carcajeándose y luego volviendo a quejarse

suavemente) ¡Arturo!Arturo: ¿Quién, yo? ¿O Ar-two?

7Sentado en los sillones de piel en la sala de espera, Artu-ro miraba el paquete de servilletas que había traído de la cafetería sin entusiasmo.

—No quiero que tengas esa imagen en tu cabeza —le había dicho Violeta, recuperando por un momento la tranquilidad vacuna en su mirada.

Violeta ojos de vaca, solía decirle antes de que se ca-saran. Y volvió a decírselo al despedirla, sin querer soltar la camilla frente a una puerta con el letrero de acceso restringido.

—Todavía puede vestirse si decide entrar —había di-cho una enfermera, señalando la cofia azul en su propia cabeza.

Pero Violeta había movido la cabeza.

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Arturo buscó el reloj sobre la máquina de refrescos y vol-vió a restregar las manos contra su pantalón. Tomó la primer servilleta y empezó a doblar.

8Enfermera: ¿Qué es eso?

Arturo: Son perros. (Rechinido del asiento de piel / sonidos de pasillo /

campanilla de un elevador lejano)Enfermera: En un momento más la pasaremos a su

habitación, pero el bebé ya está en los cuneros. Arturo: ¿Puedo verlo?Enfermera: Claro, por aquí. (Pasos de goma / sonidos de las llantas de un carrito de

servicio / murmullos / voz de una mujer mayor haciendo expresiones guturales de ternura / golpecitos contra una superficie de vidrio.)

Enfermera: Por favor, no toque, señora. Arturo: ¿Cuál es?Enfermera: El que están terminando de bañar. Señora: Felicidades. Mi nieta es la chiquita de acá. Enfermera: Le aviso cuando pasemos a su esposa. (Pasos de goma / golpe suave contra el vidrio) Williams: ¡Ayuda, ayuda!Señora: ¿Perdón?Arturo: El mío es el que llora, allá atrás. Señora: Felicidades… (tronido de boca y nueva inter-

jección de ternura) ¿Es el primero?Enfermera: Por favor, no se recargue, señor. (Fricción contra el vidrio / carraspeo.)Enfermera: ¿Va a querer los perritos?Arturo: Agarre los que quiera.

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Enfermera: Gracias… (pasos que van y luego vuelven) Felicidades.

Williams: Primero mi prepucio y ahora mis perritos…Señora: ¿Viene solo?Arturo: Mi papá viene en camino. Señora: Qué bien… (gimoteando y dando golpecitos

de nuevo) Mire, mire, ya viene: ¡Qué chapeteado está! ¡Qué hermoso!

Arturo: Sacó la complexión de su mamá. Señora: ¡Y cómo llora! Si no fuera por el cristal… Williams: Sáquenme de aquí…Señora: ¿Cómo?Arturo: (Inhalando y exhalando)

9Entró al departamento a oscuras y palpó en el librero, en busca de la cesta de mimbre donde había escondido el celular. Escuchó tres pitidos rítmicos. Sólo podían ser de su padre. Estornudó e hizo un segundo intento, pero ter-minó por encender la luz.

Estornudó tres veces seguidas y reanudó la búsqueda. Movió los tomos más delgados de su colección de nove-las gráficas. El smartphone brilló detrás de Maus. Arturo volvió a estornudar. Tal vez su padre tenía razón. Guar-dar esos libros era acumular polvo. Y con el bebé…

Dio unos pasos hacia atrás y miró el mueble. Lo había rescatado de casa de su padre durante la última mudan-za. Pasó el dedo por la madera de uno de las repisas y volvió a estornudar.

—¡Junior! —la voz subió por el pasillo y se coló por la puerta entreabierta.

—¡Ya voy, papá!

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Arturo encontró un perrito en su bolsillo, lo desarmó para limpiarse la nariz y fue a la habitación. Luego volvió a la cocina por una bolsa del súper para guardar lo que Violeta le había pedido. La lista estaba tatuada en azul so-bre otro perrito desdoblado. Celular, bolsa de maquillaje, un par de calcetines extra y una almohada que no cupo en la bolsa pero Arturo llevó bajo el brazo.

Los tres pitidos del claxon, seguidos del llamado se volvieron a escuchar.

—¡Ya voy!Dio un último vistazo a la lista, escrita con la letra de

Violeta y leyó: los calcetines y la almohada son para ti… Se detuvo en la puerta con unos tines color de rosa en la bolsa de plástico.

Pasó la mirada por el departamento encendido. Cerró con llave.

10Violeta: (la voz más aguda, unos tres años más joven) ¿Y no es difícil?

Arturo: Es cosa de entrenamiento. Todos tenemos un rango, como los cantantes.

Violeta: Sí, pero… (bebe algo, traga y continúa) ¿No es como forzar la voz?

Arturo: No, no… tú puedes tener muchas voces, sólo que has elegido una.

Violeta: (Haciendo un ruido con la nariz) No, yo no escogí mi voz.

Arturo: Claro que sí, la escogiste desde el principio y sólo cambió cuando se alteró tu aparato fonador.

Violeta: Eso suena horrible… ¿Cuándo se alteró mi aparato fonador?

Arturo: En la adolescencia.

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Violeta: ¿Y el tuyo también cambió?Arturo: No mucho, si le preguntas a mi padre…Violeta: (Masticando algo) ¿Puedes imitar su voz?Arturo: (Fingiendo una risa y luego carraspeando) No,

pero puedo hacer todas las voces de Robin Williams.

11Camina por el pasillo del hospital con la bolsa y el olor de Violeta resguardado en la almohada que lleva bajo el brazo. Al final está la puerta con un adorno que las en-fermeras le recomendaron que comprara en la tienda del hospital: una cigüeña que carga un pañal y el mensaje «It's a boy!», rematado con un listón azul.

En la sala de espera, justo antes de llegar, un hombre tan despeinado como Arturo se ha quedado dormido en uno de los sillones y sujeta el control remoto. El anuncio de la última película de Williams aparece sin sonido y Ar-turo se detiene para mirarlo.

Toca a la puerta y lo escucha llorar. Sujeta la perilla con la mano húmeda y la bolsa de plástico con los encar-gos de Violeta colgando de su muñeca. Intenta pensar en una frase que pudiera decir Williams, respira y da la vuelta al picaporte.

Adentro, la voz de su hijo llena la habitación a pesar de ser una cosa pequeña que mueve los brazos sobre el regazo de su mujer. Ella lo mira con sus ojos vacunos y una mueca que él no le conocía en los labios.

Arturo los contempla. No sabe qué decir.

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respirar baJo eL agua

oLivia teroba

Me gusta venir a la playa. Como está a varias horas de la ciudad siempre me quedo dormida en el ca-

mino. Mamá dice que el movimiento del auto me arrulla; yo no sé a qué se refiere con eso, pero apenas entramos a carretera siento el calor dentro del auto y lo acolchado del asiento, todo lo de afuera deja de interesarme, cierro los ojos y me oculto bien dentro de mí. Cuando los abro, las ventanas de los asientos del frente dejan pasar el aire húmedo, que se respira en todo el auto. El pavimento de las banquetas a nuestro lado deslumbra la vista, de tan cubierto de sol que está. Hay menos autos que en la ciu-dad, y van más lento, con más calma. Sé que estamos a punto de llegar porque nuestro coche casi no se mueve mientras espera en la fila su turno para entrar a un esta-cionamiento. Yo bajo también mi ventana y veo a toda la gente que se dirige a la playa, vestida con ropa muy ligera y colorida, y les digo a mis padres que vayamos ya, ellos me responden que debemos llegar primero al hotel; les digo que al menos me compren un helado, ellos dicen que no, como siempre. Por fin nos estacionamos. Papá

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baja del auto, vuelve muy rápido con unas llaves en la mano y saca una maleta de la cajuela, mamá saca otra y yo llevo mi mochila; con todas esas cosas subimos al cuarto y sentimos el aire del ventilador, me acuesto en la cama y como estoy muy acalorada les digo que debe-ríamos quedarnos mejor a descansar; mamá dice que no, que hay que bajar de una vez para aprovechar el día. Pa-samos a una tienda donde hace mucho frío, es como un refrigerador, se siente bien; ahí compramos refrescos y papas fritas, cerveza para papá, y buscamos en la playa llena de gente un lugar para estar a gusto. Papá renta una sombrilla y le cuesta mucho armarla, cuando lo consigue mamá le dice que también debería pedir sillas para re-costarnos y no llenarnos de arena. Papá acepta de malas, dice que es muy caro y que las cervezas van a calentarse, toma una, se va y vuelve y al final ellos se acuestan cada uno en una silla mientras yo juego con la arena; no pue-do entrar sola al mar porque soy muy chica. Aun así, papá me lleva con él al agua, cuando mamá se queda dormida. La boca le huele amarga, y su cuerpo cubierto de pelos me pica; de todas formas lo abrazo para sostenerme. Me suelto de a poco, pero seguimos tomados de la mano. Hacemos algo parecido a nadar: nos dejamos mecer por el agua. Me siento segura y empiezo a mover los brazos, mis brazos son pequeños y el mar es enorme; entonces viene una ola muy grande. Papá me dice que no lo suelte, pero el que me suelta es él; trago mucha agua con sal, cierro los ojos y de todas formas me arden, no veo nada hasta que todo se vuelve rojo y no puedo respirar, pero recupero el aire cuando unas manos me toman por la cintura. No es mi papá, es otro hombre que me toma por las axilas con fuerza y me duele. Nadie llega por mí, y yo lloro y el hombre no me suelta; pasa una eternidad hasta

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que aparece mamá. Volvemos al hotel, ya es de noche, los dos se gritan y papá sale del cuarto azotando la puerta.

Al otro día parece que no ha pasado nada y hace mu-cho sol, salimos a la playa de nuevo y es mejor porque tengo una hermana, las dos hacemos castillos de arena, y no tengo que entrar a nadar. Ella es muy bonita y muy pequeña, y además es valiente, se le nota desde bebé pero se nota más cuando ya tiene algunos años: siempre está ansiosa por meterse a nadar. Yo la tomo fuerte de la mano para que me siga, mientras caminamos en la are-na, mojándonos los pies; no la suelto, tengo que cuidarla, soy la mayor. Vamos recogiendo conchas y piedritas; a ella le gustan los cangrejos, a mí me dan asco, agarra uno por las patas y me lo avienta encima, lloro mientras ella se ríe de mí y pienso que alguien más pequeño no puede tener menos miedo que yo, pero es así, ella se suelta de mi mano y se mete al mar y yo grito y mamá no me escu-cha ni papá tampoco y después de un rato vuelve riendo, dice que sólo quería asustarme, que no debería temerle al agua; después se va a jugar con un niño a hacer castillos de arena; yo me quedo asustada, de pie, mirándola de le-jos. Ella es siempre la que hace amigos en la playa, la que juega voleibol con otras niñas, mientras yo prefiero que-darme con mamá, que está embarazada de nuevo. Mamá y yo miramos el mar en silencio, sobre todo ella, que con el embarazo no habla mucho, casi nada. Papá sí habla pero sólo conmigo, no entiendo muy bien qué pasa, no les pregunto porque ya me acostumbré a que se enojen todo el tiempo; a que papá me pida a mí que le pase la toalla que está cerca de mamá; a mirarla a ella triste y siempre a punto de llorar; a sentir este silencio; a callar-me yo también y a que nos dediquemos sólo a ver el mar, lo que después de mucho tiempo se vuelve entretenido.

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Papá toma cerveza, mamá un refresco de manzana y yo agua simple, porque estoy a dieta.

Se va haciendo tarde pero no oscurece, las vacaciones son eternas y fugaces al mismo tiempo. Al principio todo parece demasiado incómodo y caluroso, sólo estamos es-perando a que terminen; después nos acostumbramos y ya no queremos volver a casa nunca. Aunque yo no hablo con nadie, aquí puedo tirarme a leer a gusto, sin que me molesten diciendo que me ponga a hacer algo de prove-cho. Escucho música y miro el cielo nublado y me vuel-vo para ver a mi hermana, que está junto a mí, oyendo su propia música. Hace frío y por eso ella no se mete a nadar, yo uso el frío de pretexto, el agua aún me da mie-do. De pronto papá se levanta, me quito los audífonos y lo escucho, al parecer llevaba rato hablándonos a mi hermana y a mí, como no le contestábamos ahora nos grita; entonces mamá interviene y le dice que se calle, que está harta de escucharlo gritar todo el tiempo. Parece entonces que todo su silencio estaba cubriendo muchas palabras que ella dice muy rápido, una tras otra, y papá no se queda a escucharlas, se va y esta es la última vez que lo veo, lo intuyo porque no puedo dejar de mirar la lata de cerveza a medio vaciar que dejó en la arena, la co-lilla de cigarro aún húmeda de su saliva, y sé que siempre asociaré esta imagen: el cigarro, la cerveza, la basura en la arena, una playa nublada y calurosa, con él. Después de ese día mamá se pone muy mal, por más que intenta son-reír la sonrisa le sale triste y le pregunto qué tiene y me dice que no quiere arruinarnos las vacaciones pero lo que tiene es un presentimiento. Yo miro su panza de emba-razada y la beso y le digo: todo saldrá bien. Mientras, mi hermana está corriendo en la playa para ejercitarse; eso dice, yo sé que está tomando alcohol con algún extraño.

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Me da coraje que no esté aquí con nosotras, pero lo que me preocupa en realidad es el reporte médico que leí a escondidas. El embarazo es peligroso y ahora mamá está sola, bueno, nos tiene a nosotras, pero no podemos hacer gran cosa; aunque sé todo esto le digo a mamá que todo saldrá bien, me pego a su cara y le doy muchos besos y sus lágrimas saben tan saladas como el agua que trago cuando intento nadar. Ella sigue llorando mucho tiem-po porque mi hermano no nació, o sí nació, pero estaba muerto, nunca nos lo supieron explicar muy bien y yo no quise preguntar, mi hermana tampoco pregunta y a veces parece que no le importa nada; estamos sentadas en la arena cuando se lo digo en un reclamo y ella responde que todo es mi culpa, pero al final las dos decidimos lle-varnos bien por mamá, que se quedó a descansar en la ciudad porque desde el embarazo está débil; aun así mi hermana y yo seguimos viniendo: es un ritual. Estamos sorprendidas porque hemos ido descubriendo que en realidad podemos llevarnos bien; aunque no nos parece-mos podemos hablar de todo. Un día ella me da a probar un cigarro de marihuana. Atardece y el sol se sumerge en el mar y es una moneda roja, una mancha y los colores que lo rodean y cómo hace mi hermana para saber tanto, es ella la que me enseña todo y yo siento que no puedo ayudarla en nada, que no puedo hacer nada, ni siquiera nadar en el mar aunque vengo aquí cada año; siento que no puedo hacer nada cuando ella me dice que quiere irse de casa, lo único que se me ocurre es tomarle la mano, que está caliente de tanto asolearse, igual que mi cabeza, que conforme va aterrizando me deja triste y me hace pensar todo el tiempo en el hermano que no tuvimos y en que quisiera que no fueran así las cosas porque el agua es tan linda y refleja el sol, con su naranja intenso, casi

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rojo, y hace tanto calor y la arena es tan blanca, entonces cambio de tema y le digo que debería enseñarme a nadar. El mar sabe a las lágrimas de mamá. Trato de no pensar en eso y veo a mi hermana tan linda. Estamos en el agua y me apoyo en sus brazos, los uso de flotadores pero igual vuelvo a caer. El mar sabe a lágrimas y siento que no pue-do, no podré nunca porque el agua me rechaza.

El sol está de nuevo en lo alto y aprovecho para bron-cearme la espalda. Mi hermana quiere llevarme al agua; le digo que no, que estoy cansada. Además el mar está bravo, incluso hay una banderilla roja a unos metros, cla-vada en la arena. Se la señalo y ella me dice que sólo será un chapuzón, que siempre exagero, y se va. Siento el sol sobre la piel y pienso que hubiera querido que mamá vi-niera, pero ella cada vez tiene menos ganas de salir de la ciudad, al menos eso dice, y también que confía en que sabemos cuidarnos. En eso pienso cuando se acerca un surfista y me pregunta mi nombre. Yo lo ignoro pero él insiste y le digo otro nombre, no el mío. Me dice que cuando quiera puedo ir a tomar unas cervezas con él y sus amigos, que instalaron una carpa más lejos, con una estructura de metal y una lona. Le digo que iré aunque es mentira, yo ni siquiera tomo; es mentira hasta que mi hermana se está ahogando y corro a pedirles que alguno de ellos me ayude a sacarla del agua. Veo a lo lejos su silueta flotando hacia unas rocas y mi estómago se con-trae, lloro o grito o estoy muy callada o todo a la vez; el muchacho que me invitó la cerveza lleva a mi hermana acostada sobre la tabla de surf, se turnan él y otro chico para empujarla. Yo pienso que todo está mal, que debí cuidarla mejor, mientras un paramédico le da primeros auxilios; con los ojos cerrados, inmóvil, se ve tan delica-da. A nuestro alrededor hay mucha gente y todos tienen

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la misma expresión en el rostro: una muchacha tan her-mosa no debería morir. Más tarde le digo que todo es mi culpa, ella me contesta que deje de mortificarme, que de todas formas fue ella quien no me hizo caso. En el fondo piensa que la dejé sola, a su suerte, que toda la vida la he dejado sola; creo que eso piensa porque desde aquel día habla menos, se encierra en sí misma y se queda sentada mirando el mar. No vuelve a la playa, al menos no que yo sepa, al menos no conmigo.

La arena me pica en todo el cuerpo y no sé si esta vez el lugar está más húmedo que de costumbre, o si con el paso del tiempo y los nervios cada vez es más difícil venir aquí, llenarse de arena el cabello, las orejas, el ombligo, el interior de las uñas. La toalla debajo de mí no sirve para nada, cada vez tengo más arena en el cuerpo y le pido a mi marido que subamos al hotel, él dice que antes hay que entrar a nadar y le digo que no con la cabeza, muy despacio; el mar está tranquilo, mira, parece una alberca, él me estira la mano para que lo sujete y me levante. No, le digo esta vez con voz muy firme, y ése es el primer no de muchos. Nuestra luna de miel se arruina por mi mie-do al agua, él piensa que es absurdo que le haya pedido que viniéramos a la playa y que después no quiera nadar; además a él le encanta, y yo no sé por qué no hablamos de esto antes, parece que no sabemos nada el uno del otro. Se enoja, se va al bar, vuelve, y conforme pasa el tiempo me siento incómoda, comienzo a fastidiarme del lugar, detesto la arena en el cuerpo, lo detesto a él, y él deja de intentar entender lo que me pasa y se va a nadar solo, después se va al bar de nuevo y pienso que no debi-mos venir aquí, pero extrañaba tanto este lugar, y segui-mos viniendo y nuestras vacaciones siempre son la peor parte de todo, y al mismo tiempo son inevitables, igual

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que fue inevitable que mi hijo, el nieto de mi madre, no naciera, y que desde entonces yo hable menos, casi sin decir nada, como ella.

Camino a lo largo de la playa con mi marido de la mano, nos mojamos los pies, intentamos que funcione de nuevo. El día está un poco nublado pero el agua se siente tibia. Él me sonríe y se acerca más al agua, me jala de la mano con delicadeza, me invita a entrar con él, yo lo suelto y le digo no, por última vez. Camino de prisa por la playa, llevo tanto aquí que me he olvidado de la arena, pienso que me he vuelto de arena mientras avanzo con pasos hondos que son los de dos personas en una: mi hijo que no nació y yo. Miro hacia atrás: mi exmarido hace mucho que dejó de intentar alcanzarme. Sigo caminan-do, ya es de noche y pienso que nunca he comprendido este ritual, tampoco entiendo por qué vine sola, con todo y la reunión del lunes en el trabajo y los pendientes que tengo que cumplir; me saco eso de la cabeza porque no importa, lo principal soy yo caminando con estos pasos que se quedan marcados en la arena húmeda como si mi peso fuera mayor de lo que es realmente: es el peso de toda mi vida y todo lo que pienso y recuerdo. Lo que im-porta soy yo en este lugar, volviendo siempre.

Es de madrugada. Hace frío. El mar está calmado. No hay olas aún, la marea empieza más tarde. No hace ca-lor siquiera. No tengo arena en el cuerpo porque acabo de salir del hotel. Dejo mi vestido y el bolso en un sitio visible de la playa desierta. Me aproximo al mar. Estoy temblando, no sé si es frío o miedo. No sé si yo entro o algo me empuja. Tengo el agua hasta los tobillos. Ahora las piernas. La cintura siempre es más difícil. Sigo en-trando, cubro mis senos con el agua helada. Ahora me llega hasta el cuello. Cuando sumerjo la cabeza trato de

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no pensar en mamá, y por eso mismo su imagen regresa, insistente. Mi cabello pesa, se revuelve y a ratos me cubre la vista. Respiro el aire húmedo y siento el agua moverse sobre mi piel. Comienza la marea. Tomo aire e intento flotar. Me tropiezo y trago agua, me hace toser. Lágrimas. Tomo aire e intento flotar. Estoy llorando. Tomo aire. Me acuesto sobre el agua. Miro hacia arriba. El mar, por de-bajo, me acaricia. Arriba, el cielo se va aclarando. Vuelve poco a poco el calor. Amanece.

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©2020 Varios autores[Gerardo Sifuentes | Yesenia Cabrera

Roberto Abad | Pedro Zavala | Enrique UrbinaAve Barrera | Alberto Mendoza | Suniti Namjoshi

Édgar Adrián Mora | Itzel GuevaraIván Ramírez López | Édgar Velasco | Rafael Medina

Laura Baeza | Arelis Uribe | Abril Posas | Cecilia Magaña | Olivia Teroba ]

©2020, Editorial y Servicios EditorialesParaíso Perdido s de rl de cv

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primera edición, marzo 2020

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imagen de portada y fotografías de interiores©Antonio Marts

diseño de la colecciónAntonio Marts /

Se autoriza la descarga y reproducción de este librototal o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro,

siempre y cuando sea para uso personal y sin fines de lucroy citando al autor y a la editorial.

editado en méxicocomo una manera de acompañar

la cuarentena obligadapor la epidemia de covid_19

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Cartografía. Ficción Primavera 2020,fue editada en la ciudad de Guadalajaraen marzo de mmxx. En su composición

se usaron las fuentes Calluna de 9, 11 y 19 puntosy Pill Gothic de 12, 14 y 26 puntos.