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L E T R A S ¶ 25 ¶ E N S AYO

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Gob i e r no d el est a d o d e Mé x i c o

E D I T O R

CONSEJO CONSULTIVO DEL BICENTENARIO

DE LA INDEPENDENCIA DE MÉXICO

ENRIQUE PEÑA NIETO

Presidente

LUIS ENRIQUE MIRANDA NAVA

Vicepresidente

ALBERTO CURI NAIME

Secretario

CÉSAR CAMACHO QUIROZ

Coordinador General

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Hi s t or i a d e m i h í ga d oy ot ros e n s a yos

He r n á n br a v o va re l a

L E T R A S ¶ 25 ¶ E N S AYO

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Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.

Historia de mi hígado y otros ensayos© Primera edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México

DR © Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo Lerdo poniente no. 300, colonia Centro, C.P. 50000, Toluca de Lerdo, Estado de México.

ISBN: 968-484-655-X (Colección Mayor)ISBN: 978-607-495-096-0

© Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. 2011 www.edomex.gob.mx/consejoeditorial [email protected]

Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/1/13/11

© Hernán Bravo Varela

Impreso en México

Consejo Editorial: Luis Enrique Miranda Nava, Alberto Curi Naime, Raúl Murrieta Cummings, Agustín Gasca Pliego, David López Gutiérrez.

Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, José Martínez Pichardo, Rosa Elena Ríos Jasso.

Secretario Técnico: Edgar Alfonso Hernández Muñoz.

Enrique Peña NietoGobernador Constitucional

Alberto Curi NaimeSecretario de Educación

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La presente publicación es parte del premio otorgado a

Hernán Bravo Varela

como ganador del primer lugar en el género Ensayo del

Certamen Internacional de Literatura

Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz,

convocado por el Gobierno del Estado de México, a través

del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal,

llevado a término en 2010, cuyo jurado estuvo integrado por

Gonzalo Celorio, Vicente Quirarte y Jorge F. Hernández.

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Hi s t or i a d e m i h í ga d oy ot ros e n s a yos

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Este libro fue escrito gracias a una beca de la

Fundación para las Letras Mexicanas durante el periodo 2006-2007.

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Preludio y fuga

en yo menor

Un poema breve (es más, un solo verso) tiene el poder largamente codiciado por el filósofo y el historiador de corroborar o refu-tar una verdad sin otra referencia que él mismo. Salvo contadas excepciones, el lector de poesía no depende de una nota al pie de página, un marco teórico o un manual de instrucciones para poder interpretar la música del pensamiento que encierran los catorce compases de un soneto de Shakespeare o los cinco de una lira de san Juan de la Cruz. El amor terrenal y las bodas con Dios no son sino el cuerpo de una misma (y, a la vez, única) experien-cia humana, erizado por la caricia sobrenatural del lenguaje. De

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pronto, el lector de poesía se convierte en el sultán Schahriar al que, noche tras noche, Scherezada cuenta mil y una historias. Ella debe contarlas para no morir, pero él necesita oírlas para seguir viviendo. La vida de Scherezada depende de Schahriar, pero la de Schahriar depende de otras vidas en la melodiosa voz de ella. En otras palabras, la poesía convence por compasión.

En cambio, un ensayo (es más, uno solo de sus aforismos) convence no por la verdad que encierra —verdad cuyo único autor intelec-tual y material es el propio ensayista—, sino por seducción. Por falaz, chabacana o impropia que resulte, la verdad que expone el ensayo guarda un asombroso parecido con la verosimilitud del cuento: nos da argumentos momentáneamente perdurables para renovar nuestra fe en lo perdurablemente momentáneo. No la “suspensión de la incredulidad”, según Coleridge, sino la suspensión de la creencia. (De hecho, si prosiguiera con la tipifi-cación de los delitos literarios, afirmaría que el cuento opera por convicción. Sin embargo, la convicción que promueve el cuento tiene un límite: el del propio relato. Nada hay después de la última página, mucho menos antes de la primera. Su universo es devorado por el hoyo negro de las tapas al cerrar el libro.)

Quizá esta digresión sea útil para resaltar las discrepancias que hay entre el ensayo y el cuento, pero, sobre todo, para concederle al primero una mayor independencia como estado libre asociado del segundo, aunque también de géneros como el teatral, el perio-dístico y hasta el poético. Un ensayo de Montaigne, Stevenson o Reyes jamás lograría ese concepto que Poe acuñó para el cuento moderno: “unidad de intención”. El ensayo se sostiene en el ocio, relajamiento o distensión de la idea; en su atenta invitación a

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divagar en torno a aquello que propone. Aunque a veces lo oculte, el ensayo no es la inquisición o el fallo inapelable sobre un tema. Deja en manos de los lectores la responsabilidad (y, sobre todo, la ilusión) de que se le atribuya una arista moral, un sesgo ético. La minima moralia del ensayo está en la coincidencia de la idea con su proceder, no en la satisfacción de nuestros apetitos de verdad. Nada puede hacer el amor ciego a la verdad frente a la visionaria seducción de un argumento.

Algo así pensaba Bacon al intentar una curiosa empresa: redac-tar un libro compuesto por ensayos que comprobaran una tesis con todo el rigor literario y filosófico posible, mientras los otros, los inmediatamente posteriores, comprobaran una opuesta; todo ello, claro está, sin caer en contradicción. También Tournier al elaborar El espejo de las ideas, un volumen de ensayos en el cual, como Noé, metió en el arca de la “página perfecta” parejas reunidas por la antigua división geométrica del mundo: el hombre y la mujer, el agua y el fuego, la palabra y la escritura, el tiempo y el espacio, Dios y el Diablo... ¿Cómo llevarlo a cabo? La respuesta se localiza en los remedios milagrosos de una retórica dosificada, en que esos mismos remedios alimenten nuestra propia suspicacia con respecto a una verdad uniforme, sin sombra o pers-pectiva, en todo lugar y tiempo para todos.

Si hay muerte después de la vida, si hoy el arte es corto y la vida larga o el silencio es tan sólo un rumor de gente parlanchina; si estos tres equívocos pueden adquirir la categoría de temas con cierto “desarrollo sustentable”, es gracias a una exposición personalísima de la pluralidad, a un autorretrato honestamente

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artificioso de nuestras obsesiones. Allí el eclecticismo, que en el cuento o la novela podríamos calificar de descuido, se alza en el ensayo con la majestad de la congruencia. Es más: por ser reflejo de la charla y el pensamiento, dispersos y caóticos al límite de lo contradictorio, la técnica mixta del ensayo refuerza la seducción que ejerce sobre sus lectores. Hay demasiado ruido en el mundo como para pensar que una opinión no cruza por el eterno cable de un teléfono descompuesto; hay demasiado humo como para pensar que la mirada contempla el objeto de su inves-tigación sin reparar en falsos focos o elementos distractores.

De ahí que el ensayo se corresponda a lo que, en criminología, se ha dado en llamar “juego de indicios”. Como explica Leo Perutz en los párrafos finales de su novela El Maestro del Juicio Final,

Con este término [se denomina] un impulso de automortificación

observado en muchos culpables de delitos considerados más o menos

graves, y que consiste en tergiversar las pruebas de su propio crimen

para acabar demostrando que, de haberlo querido el destino, podrían

ser totalmente inocentes del hecho que se les imputa.

Se da por lo tanto un rechazo contra el propio destino y contra

todo lo que parece como irreversible. Y sin embargo, visto desde

una perspectiva más elevada, ¿no ha sido éste desde siempre el ori-

gen de toda creación artística...?

Juego cruzado de entendimientos y desentendimientos con la reflexión, el ensayo, como dije antes, sólo tiene el compromiso de hacer coincidir la idea con su proceder. Frente al destino

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trazado y a lo irreversible de una fe universal, el libre albedrío y la constante revisión de intuiciones microscópicas. Pero la idea es altamente volátil, y el ensayista debe seguir con firmeza los indicios que se desprenden de su búsqueda, aun cuando terminen por echar abajo la creencia que dio origen a tal bús-queda. Es por eso que en el personal essay o “ensayo personal” —término que emplean los estadounidenses para diferenciar al ensayo de carácter íntimo de aquél destinado a la tribuna, la discusión y el análisis—, el empirismo rige la disertación de una vivencia. Pese a su libertad de tono, el empirismo del personal essay es a menudo normativo y hasta dictatorial. Y no podía ser de otra manera: el ensayista se encuentra solo frente a una multitud de grandes temas, dogmas, clichés y malos entendidos, con su palabra en la punta de la lengua. Su causa está perdida de antemano entre las preocupaciones actuales de la humanidad, pues cualquier punto de vista, cualquier “modesta proposición” que eluda el plural de modestia, corre el riesgo de ser tachada de orgullosa, egoísta y subjetiva; peor aún, de cínica globalifobia.

Con todo, el ensayo sigue teniendo por materia el multívoco yo en un planeta ecologista y devastado, incluyente y discrimina-torio, laico y fundamentalista: el espejo empañado de las ideas. En dicho escenario, el ensayo no oculta sus tropiezos ni evita retractarse; quien lo cultiva considera más útil mostrar las huellas que dejaron sus errores, indicar el rumbo incierto que tomó para llegar a su meta. Un brindis en honor a las causas perdidas, un generoso brindis ofrecido por un hombre, mitad Dios y mitad Diablo, al ejército numeroso de sí mismo.

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Luis Ignacio Helguera ya lo advertía en la “Nota preliminar” a ¿Por qué tose la gente en los conciertos?, una recopilación de “ensa-yos personales” en torno a los ferrocarriles, la distracción, las supersticiones o el récord de manejo de los escritores mexicanos:

Quise aquí convocar y confrontar pequeños temas, o grandes,

abordados en pequeño; dar cauce libre a obsesiones, pasiones,

manías, neurosis, misantropías esporádicas, “sombría fidelidad a

las causas perdidas”, melancolías más o menos recurrentes, frivo-

lidades, chácharas.

Encomendado a esa “sombría fidelidad” de la que hablara Victor Hugo, Helguera opuso la neurosis privada a la salud pública, las “misantropías esporádicas” a una filantropía culposa, la baratija al artículo de lujo. Alto poeta de vuelos al ras, “murciélago al mediodía”, Helguera escribió ensayos para decir lo que la pala-bra ideal de la poesía, por increíble que parezca, no puede decir: la idea apalabrada. Parecería que el ensayo personal es el reducto en el que sobrevive la voz entrecortada, el humor blanquine-gro, la vocación miniaturista, la aguda ingenuidad y el espíritu exquisitamente malogrado del poeta menor. Los “pequeños temas, o grandes, abordados en pequeño” desde el ensayo per-sonal poseen el encanto de un desnudo para deleite exclusivo del cuerpo que lo hace por el puro placer de quitarse la ropa, man-chada de ojos, sin que nadie más lo mire.

Tal es el caso de Luis Zapata de Chaves (1526 — ¿1594?). Contem—poráneo estricto de Montaigne, educado en la corte como paje de la emperatriz Isabel de Portugal, amigo y compañero de

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Felipe II, con quien recorrió Europa, Zapata de Chaves tuvo la desdicha de vivir en un país y un siglo lleno de geniales poetas como la España del XVI. Sin embargo, la privilegiada instruc-ción que recibió no cambió en nada su poesía: insulsa, carente de la chispa que incendió las obras de Lope, san Juan, fray Luis, Quevedo o Góngora. Pese a ello, Zapata no dejó de escribir, pero abocó sus esfuerzos a la redacción de una joya bibliográfica: su Varia historia o Miscelánea (1589). En los doscientos cincuenta y cinco fragmentos que la componen, Zapata combina la ficción y el consejo con el discurso latino o el protoensayo, que media entre las dos primeras y en donde el yo se quita el sombrero ante el paso del cortejo social. “He aquí como yo no tengo otro prin-cipal fin de mi propia gloria —dice Zapata—, sino de acarrear al lector cosas que le den gusto, aunque sean ajenas, como fue esta invención nueva que salió en nuestros tiempos, de que yo no sé el autor...” Según Menéndez y Pelayo, el resultado fue una prosa “inculta y desaliñada, pero muy expresiva y sabrosa”. Según sus pocos lectores en el siglo XXI, la prosa de Zapata es un conmo-vedor autohomenaje a la necesidad y tenacidad de la escritura, elevadas por encima de algo tan imposible como el genio. Un poeta menor que acabó siendo ensayista en toda la inconsciente y moderna extensión de la palabra.

Distanciado de la poesía como Zapata, mitigué mi desánimo con reseñas de libros, luego con crítica literaria y, de ahí, con ensayos personales y autobiográficos. En estos últimos he tocado asuntos como el esplendor y la caída de la balada romántica, el escapismo y el spleen que entrañan la demora en un baño o el arte poéticamente incorrecto de enfermar y curarse. Sólo espero

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que este mercado de pulgas ofrezca al lector alguna baratija de su gusto, a la que el tiempo pueda brindarle un valor afectivo tan alto como su depreciación intelectual.

También propongo a este lector el mismo juego que Tournier: encontrar el parentesco que une la presente miscelánea. Al menos, ya tiene los indicios para hacerlo.

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Elogio de lo nulo

No somos nada, y a veces ni eso.

E. C. S.

Desde hace años asisto a una tertulia al sur de la ciudad de México. Bulliciosa pero selectiva, la tertulia de la calle Minerva inicia con boleros de Consuelo Velázquez, Miguel Matamoros, Pedro Flores, Chuy Rasgado, Rafael Hernández u Osvaldo Farrés, más popurríes de Agustín Lara o Álvaro Carrillo. Tan estricto repertorio habla más de ambiciones antológicas que de gustos exquisitos. (Y no podía ser de otra forma: los asisten-tes a la tertulia son, en su mayoría, escritores que desearon ser músicos hasta los veinticinco, edad en que se abandonaron a la literatura; el resto, la vital minoría de guitarras y repertorios,

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está integrado por compositores que aún persiguen, en plena madurez de sus talentos musicales, la musa púber del poema.)

Sin embargo, conforme avanza la tarde y el alcohol retrocede; conforme el oído, harto ya de las grecas modernistas en la trova yucateca, comienza a extrañar la fachada neón en las cancio-nes de Chelo Silva, Los Fredy’s o Los Ángeles Negros, la tertulia levanta su sesión solemne. El fraseo que pecara de prolijo, el vibrato que sonara temible y elegante a un tiempo, la armonía de voces que lucieran los coros; todo aquello, en fin, que pretendiera confirmarnos nuestra vocación por el objeto “puro” del bolero, nos abandona. Una consigna se atropella en la boca espumeante de los contertulios, pero también la frente perlada de sudor y las axilas, que ya forman un arco pestilente y oscuro en la camisa blanca; pero también el índice de la mano derecha, que traza un ángulo invisible de noventa grados a partir del hombro; pero también los pies, cansados de percutir la duela repleta de cenizas de cigarrillo y manchas pegajosas de alcohol y refresco, parecen exigir una consigna unánime: “¡Es hora de las nulas!”

El bolero, según José Balza, “está cerca del sentido inmediato; es decir, del habla o del susurro”. En cambio, la balada romántica (o canción “nula”) está cerca de los pre-sentimientos más mediatos; es decir, del balbuceo —que pretende maquillar el olvido de una letra sabida hasta el hartazgo— o del silencio —que sigue a la fugaz exaltación de una experiencia personal, y que el estribillo se encargó de exhumarnos—. Tal vez por ello la literatura mística pueda reconocer en la balada una traducción indirecta. Las liras de san Juan, el balbuceo y la “soledad sonora” de su voz, jamás podrían corresponderse con los boleros de Lara y su dicción

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perfecta del jadeo, su lengua vernácula y venérea. En cambio, las baladas de Rafael Pérez Botija, Manuel Alejandro, Camilo Sesto o José María Napoleón son obras perfectamente desinteresadas, artefactos que transmiten al oyente la sensación, humilde y poderosa, de ser nadie.

De ser consecuentes, reconoceremos que ese canto en blanco proviene, a su vez, de un Don Nadie u Odiseo errabundo. No es José José a bordo de “La nave del olvido”; no es Jeanette cla-mando en el desierto “¿Por qué te vas?”, sino una simple nada (nulla en italiano) que vacía el corazón, después la mente y, al fin, el cuerpo entero. Heroica inmolación del arte, la canción “nula” es la mayor lección de cuantas puedan componer nuestra educación sentimental.

Sesto apuntaba en “Miénteme” (1977): “Es mejor no decir nada / si no hay nada que decir. / La verdad no es necesaria / si se trata de vivir.” Como Guillermo de Aquitania en su poema “Haré un verso sobre la pura nada”, es sorprendente que Sesto haya trovado la misma imposibilidad sin la menor conciencia de su genio. Así el cancionero “nulo” en Hispanoamérica. Como des-tellos de una luz inexplicable, las baladas encierran hallazgos dignos de una ponderación más minuciosa y menos visceral, a la altura de tantos juicios nuestros que, emitidos con supina idiotez, llegan a arrancar aplausos.

¿Rimas agudas que son ripios? ¿Lugares comunes que no logran emprender el vuelo de la revelación? ¿Música de gra-tuidad melódica y armónica? ¿Voces que hallan en el recitativo del puente musical una forma pedestre de la conmoción? La

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balada ha tenido que lidiar con estos y otros ataques. Tal vez su mejor apología se encuentre en las siguientes líneas de El retrato de Dorian Grey: “Un gran poeta resulta la menos poética de las criaturas. Los poetas mediocres, en cambio, son absolutamente fascinantes. Cuanto peores son sus rimas, más pintorescos pare-cen.” Sin llegar a tildarla de mediocre como lo haría Wilde, la canción “nula”, bajo el disfraz de un niño desnutrido, oculta un rosario de verdades: sabio y dichoso el hombre que exhibe su nimiedad sin lamentarse por no ser profundo. En su visión habrá obviedades y desperfectos, pero las “nulas” tienen la noble tarea de recordarnos que nuestro nombre, el que habrá de cruzar con nosotros la puerta de la lápida, será el de un colectivo y polvoriento Nadie.

Cerca de las diez de la noche, la tertulia de la calle Minerva guarda sus guitarras, desarma los atriles y apaga sus luces de bohemia. ¿Seríamos capaces de negar, con la luz de la luna bañando las sillas fantasmales, que alguien llegó a cantar como ninguno —como nadie, como nunca— la balada de su amor ridículo?

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Del séptimo arte

como sexto sentido

A Ximena Hiriart

¿Cuántas tomas requiere un momento irrepetible? ¿Cuántos errores consolidan una escena perfecta? Las respuestas varían según el parentesco que el guión, en complicidad con el director y los actores, guarde con la verdad. Stanley Kubrick, por ejemplo, exigía un riguroso maridaje entre el azar de la improvisación y la certidumbre de la experiencia. Jack Torrance (Jack Nicholson), el enloquecido novelista de El resplandor, teclea una y otra vez una misma frase en las incontables hojas que ha dispuesto a un costado de la máquina de escribir, justo en el lobby del sinies-tro Hotel Overlook, cuya vigilancia queda a cargo de Torrance

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durante el crudelísimo invierno que azota Colorado e impide la afluencia de turistas y trabajadores. Para el espectador, la imagen de su esposa Wendy (Shelley Duvall) al hojear aquellas páginas idénticas con creciente estupor, sigue siendo sobrecoge-dora. Pero la obsesión de Kubrick por crear paisajes y no atmós-feras, excede los alcances de aquella boquiabierta impresión del público, nacida de la fe en la fortuna del azar, en las casua-lidades que unen sorpresa e inspiración. El “cálculo egoísta” de Kubrick solía aparentar un chispazo de genio cuando su inter-vención, en realidad, estaba sopesada con rigor inflexible. Sin fotocopiadoras, ayudado por una máquina de escribir progra-mable, el director mismo llenó los 500 folios de Torrance de prin-cipio a fin con el siguiente refrán: “All work and no play makes Jack a dull boy” (o, en una traducción aproximada, “No por mucho madrugar amanece más temprano”). Además, y a petición de Kubrick, Nicholson tuvo que repetir 157 veces el momento estremecedor en que, tras romper con un hacha la puerta del baño donde Wendy y su hijo pretendían ocultarse de Torrance, éste asoma la cabeza y exclama, a la manera de un psicótico Carson que saliera de su cortina roja a presentar The Tonight Show: “Heeeeeeerrrrrrreeeeeee’s Johnny!” Lo que deseaba Kubrick, dictador de sus delirios, era trazar correspondencias entre las posibilidades de la realidad y los hechos de la ficción, crear las condiciones propicias para que la locura potencial de su intér-prete, a través del fastidio, diera pie a la locura manifiesta del personaje. El cine que mejor refleja el estado de las cosas, parece sugerirnos Kubrick, es el que capta la vida secreta del actor: sus pasiones soterradas, sus impulsos latentes y su rostro verdadero, en permanente reinvención de tanto contemplar el mundo a través de una máscara. Es en el detalle, en su observación atenta

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y obsesiva, donde el lugar común y el dato sabido de memoria se vuelven epifanía. Es en la construcción de un instante donde la revelación brinda su fruto espontáneo e irrepetible.

Hasta Ojos bien cerrados, su obra póstuma, Kubrick planeó los accidentes y aventuras de sus personajes. Cuando el Dr. Bill Harford (Tom Cruise), un exitoso ginecólogo que vive en Nueva York con su mujer (Nicole Kidman) e hijos, cae en la cuenta de que los remedios para combatir la rutina familiar están por agotarse, acude a una discreta orgía en la que sus participantes, completamente disfrazados, dan rienda suelta a sus depravacio-nes. Bill, armado sólo de una contraseña, una capa y un anti-faz, ingresa a un mundo habitado por hombres poderosos que practican ritos de un culto sin definir con hermosas prostitutas, rodeados de lujo y cobijados por las sombras de la noche. En ese mundo torvo y tentador, el médico pretende hallar una salida al tedio de sus ocupaciones, al rencor y al apetito de venganza que lo invade tras haber escuchado de su propia mujer, entre excitada y culposa, un sueño en el que un almirante la posee en un camarote. ¿Acaso el argumento, con profético dolo, sembró la semilla de la infidelidad en la pareja formada por Kidman y Cruise? Tras aparecer los créditos de la cinta, fondeados con el Vals no. 2 de Dmitri Shostakovich, sigue resonando el parla-mento final en boca de Kidman: “Fuck”. También el verbo —por demás copulativo— es una maldición, y cualquier parecido con la realidad es mera consistencia.

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Orquesta vacía

A Malena, Roger, Agustín y José Manuel,

coro de medianoche.

Cuentan que una vez Francis Picabia tomó la batuta de un director de orquesta y, parado frente al mar, comenzó a conducir la música retráctil de las olas. Trepado a un risco, en la punta de un muelle o mojándose los pies y talones en la arena, imagino al vanguardista moviendo la batuta y conduciendo las aguas sin nadie en torno suyo. Una verdadera “música acuática” —con el perdón de Haendel— que dejaba de ser la eterna e invariable percusión del océano para convertirse en el Doble concierto para director y olas, compuesto e interpretado por Picabia. Un estreno que arrancó desde entonces el aplauso interminable del mar.

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Por las tardes, una vez terminada la tarea en la secundaria, seguro de que no hubiese moros en la costa (ni siquiera la empleada doméstica, que me sorprendió en un par de ocasiones), bajaba a la sala, tomaba un disco, prendía el aparato de sonido y ponía una pieza a todo volumen. Casi siempre, mi lista incluía la obertura a la opereta Cándido de Bernstein, Introducción y rondó caprichoso para violín y orquesta de Saint—Saëns, el último movimiento del Concierto para orquesta de Bartòk, el primero del Concertino para órgano y orquesta de Bernal Jiménez o la Obertura festiva de Shostakóvich. A los ojos y oídos de un conocedor, todas estas obras comparten los mismos aires de familia: espíritu chispeante y ligero, orquestación fastuosa, celeridad y virtuosismo. Para un desconocido director de orquesta como yo, constituía un reto fascinante imaginar frente a mí la partitura abierta, empuñar un bolígrafo, hacerlo chocar tres veces contra el canto de mi atril invisible, alzar las manos a la altura del pecho y dirigir a los estáticos e inexpresivos muebles de la sala como si fueran músicos de frac, sentados con la espalda completamente erguida, atentos a mis instrucciones.

Era necesario escuchar una y otra vez las piezas —más aún, memorizarse los detalles de la versión empleada: la duración total y de las pausas, la atención a un instrumento solista— para no adelantarse o atrasarse. Ya que la memoria había regis-trado los rasgos principales de la pieza en cuestión, mezclaba al gusto las características de ciertos directores: de Pierre Boulez (y cuando no encontraba ni siquiera un lápiz), la ausencia de batuta, la mano izquierda en señal de alto, y la derecha, con la palma abierta, trazando signos de infinito en el aire; de Herbert von Karajan, la impasibilidad del rostro, una emoción

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violenta pero contenida con refinamiento, las manos con las palmas hacia abajo, semicerradas, como si controlaran el trote del caballo de la música; de Georg Solti, el ladeo nervioso pero bien temperado de la cabeza, los cuatro humores antiguos disputándose el cuerpo de arriba abajo. Al mismo tiempo, colaboraba con mis propias aportaciones al collage: elevaba la mano izquierda para indicar mayor intensidad en la ejecución y, llegado el momento (un tutti o la coda), apretaba mi batuta improvisada con las yemas del pulgar y el índice de la mano derecha para después llevarla en diagonal al corazón y esperar el cierre de la pieza con los ojos cerrados, el sudor en la frente y un temblor incontrolable en manos y piernas. Creía escu-char una ovación de pie, tan estruendosa como la que el mar le brindó a Picabia. Goterones de lágrimas corrían por mis meji-llas, consciente de que había logrado una versión irrepetible de la música grabada. Poco faltó para que proclamase con la arro-gancia de Picasso: “Un tenor ha alcanzado un tono mayor que aquél inscrito en la pared: ¡Yo!”

Pero en el último de estos “conciertos”, al voltear para recibir la ovación a mis espaldas (es decir, en la supuesta parte del coro), me incliné de tal forma que terminé pegándome en la cabeza con un estante. El golpe lo hizo tambalearse y tirar una vein-tena de discos. Y no pude sino quedarme ahí, helado por el susto, despertando bruscamente del sueño de la fama al trabajo hercúleo de limpiar el desastre, antes de que bajara la empleada doméstica a evaluar el daño.

Von Karajan decía que “el arte de dirigir consiste en saber cuándo hay que abandonar la batuta para no molestar a la

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orquesta”. Yo preferí dejar la orquesta por la paz. Puse de nuevo los discos en sus cajas rotas, alcé con la escoba y el recogedor las astillas de plástico regadas por el piso, las tiré en el bote de basura, me lavé la cara y las manos en el baño y, finalmente, regresé a levantar el bolígrafo del suelo. Recuerdo haber metido la “batuta” en las arillas de una libreta de recados telefónicos con la certeza de que no volvería a dirigir para mí mismo. Los muebles habían cerrado sus atriles y cambiado el frac por una sábana blanca, en señal de huelga o rendición.

Ubicado en la calle de Florencia, en plena Zona Rosa —con su infernal cortejo de reflectores, puteros, bocinazos, palmeras y travestis que conduce al Ángel de la Independencia— se encuen-tra Melodika [sic], un bar para aficionados al canto que abre sus puertas seis días a la semana a partir de las nueve de la noche. Hace varios años, tras salir de una cantina en la calle de Londres y emprender el largo camino a casa de mis padres, pasaba por aquel lugar oscuro y encerrado cuando se oyó una voz, perdida en los acordes de “Just the way you are”. Tanto me llamó la atención que seguí desde afuera, a través de la ventana, el desempeño del cantante. Subido a una tarima y resaltado por una tenue luz que ennoblecía su intento, el hombre aquel, un empleado de oficina de más o menos treinta y cinco años, lentes de fondo de botella, calvicie que pretendía ocultar un fleco absurdo cayéndole en la frente, corbata gris colgándole a la altura del segundo botón abierto de una camisa blanca que tenía los puños sucios; el hom-bre aquel, digo, iba siguiendo la letra de Billy Joel en un pantalla de televisión con la dificultad de un trabalenguas. No obstante, envalentonado por el tequila que bebió de un golpe durante el

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puente musical y por las porras de una mesa, concluyó su inter-pretación con una dignidad conmovedora. Es probable que nunca hubiera ido a tiempo, que estuviese un tono y medio abajo y que lo que cantara fuese, en realidad, una canción folclórica alba-nesa; aun así, el empleado de oficina se desgañitó en una serie de vocalizaciones que dejaron al skat de Ella Fitzgerald como sim-ples gargarismos. Al final, la recompensa fue más grande que el esfuerzo: aquella mesa le brindó una ovación tan entusiasta que el hombre se llevó el micrófono al pecho e inclinó la cabeza varias veces antes de que tocara el turno a otro cantante.

Aproveché la distracción de los parroquianos, que seguían aplau-diendo al empleado de oficina, para entrar, acodarme en la barra, encender un cigarrillo y pedir un Jack Daniel’s en las rocas. Junto con mi güisqui, el cantinero me dio tres papeletas, una libreta negra y un bolígrafo. Pudo más mi temor a parecer un primerizo que mi extrañeza ante el ritual de bienvenida, así que abrí la libreta con naturalidad y me encontré hojeando un catálogo de cancio-nes en inglés, francés, italiano y español. Mi interés fue creciendo a medida que pasaba las hojas y encontraba éxitos de José Alfredo Jiménez, Frank Sinatra, Soda Estéreo, Paquita la del Barrio, Los Beatles, Edith Piaf, Timbiriche, Michael Jackson, Charles Aznavour, La Sonora Santanera o Nicola di Bari. Debo haber estado más de media hora expurgando el catálogo, porque al querer tomar mi güisqui los hielos se habían derretido, y el cigarrillo que prendí al entrar se había vuelto un arco frío de ceniza.

Apuré el contenido casi transparente del old fashion y pedí otro güisqui al cantinero. Junto con él me trajo otras cinco papeletas, como si me advirtiera que su cantidad seguiría aumentando a

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menos que anotara las canciones que debía cantar. Con el primer temor a cuestas convertido en una angustia de no poder colarme en aquella sociedad anónima de cantantes nocturnos, anoté “New York, New York” en una de las papeletas y copié el código numérico que flanqueaba su mención en las listas; en el extremo superior derecho, dentro de un espacio inferior a los cuatro centí-metros de longitud, puse mi nombre en mayúsculas. Con mano temblorosa la entregué al cantinero, que salió inmediatamente de la barra para dejarla en el borde de la cabina, ocupada por el programador. Sólo quedaba esperar mi turno en ese inframundo de la música y pedir que mi voz fuera tan convincente como la de aquel espíritu condenado a rondar su oficina entre semana. De cualquier modo, Orfeo sin deberla ni temerla, ya no podía volver la vista atrás. Había perdido dos Eurídices en el último mes (mi novia y la figura, ambas por romper la dieta). Si no había logrado ser director de orquesta —pensaba—, mucho menos me dolería perder la dignidad en un intento por ablandar los corazones de un Hades con calvicie prematura, lentes y zapatos ortopédicos mal boleados, y de una Perséfone con minifalda rosa, uñas de gel y medias raídas de algodón. Despojado de mi lira, sólo podría repetir el conjuro que habría de aparecer en una pantalla frente a mí para dejar la tierra de los muertos. Un conjuro que acompaña nuestro canto con gargantas e instrumentos invisibles o, como el fulgor de una estrella, con el eco nítido de un conjunto musical que desapareció hace tiempo.

Pese al patetismo que la ronda, la palabra japonesa “karaoke” tiene orígenes líricos; proviene de kara (“vacío”) y ōke, abreviatura de ōkesutora (“orquesta”). La historia de la máquina de karaoke no

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es muy distinta si se piensa en la grisura de la que surge: un buen día, hace más de dos décadas, un bar nipón se quedó sin música en vivo. Sus clientes, la mayoría ejecutivos cuya sola aventura consistía en emborracharse con sus compañeros de trabajo, solían reunirse en ese bar después de salir de la oficina y soltaban largos aullidos de insubordinación al calor de un sake. Pero la banda o el organista se marchó de buenas a primeras, y dejó al dueño al borde de la bancarrota. Muchos de esos ejecutivos prefirieron pagar su cuenta y andar en busca de otro sitio que quedarse a charlar con los colegas sin el ruido de fondo de las melodías que nos salvan del silencio, el carraspeo, el monosílabo y la indiscreción.

Quienes siguieron frecuentando el bar fueron testigos del deses-perado ingenio de su propietario, quien decidió repartir libretas de canciones en las mesas y sustituir la música en vivo por pis-tas sin voz. Limpió el escenario de instrumentos y, en su centro, colocó un micrófono de base, una pantalla de televisión y una luz cenital. Eliminó el antiguo sistema de “peticiones” o “com-placencias”* e instituyó uno nuevo, más eficiente y cómodo, de papeletas, cancioneros y bolígrafos. La voz cantante ya no la llevaría un profesional de conservatorio, sino un subdirector de área. Ni falta harían los músicos para seguirlo: una consola reproduciría el acompañamiento de la canción seleccionada e incluso, podría bajar el tono de la canción o modificar su ritmo.

Sin sospechar la mina de oro que significaría su invención, el dueño salvó su bar y, además, tuvo un gesto filantrópico a

*En México, las “peticiones” o “complacencias” son servilletas de papel en las que, con ayuda de un lápiz labial o delineador de cejas, se garrapatean canciones que se dedican a la secretaria y que, junto con un billete de cincuenta pesos, van a parar a una copa coñaquera pegada con cinta adhesiva a la caja de un piano vertical. (N. del A.)

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la altura del arte. (Y, específicamente, de ciertas expresiones del arte: el performance, la intervención, el arte sonoro...) En un mercado musical ocupado por improvisadores de carrera; por anunciantes que creen, a pie juntillas del irónico Wilde, que “el tiempo es una pérdida de dinero”, el karaoke es uno de los últimos refugios antiaéreos contra el apuro oficinesco, la productividad recalcitrante, el monoteísmo del negocio y la homologación humana; uno de los pocos altares consagrados al canto, al canto individual que congrega a los miembros dispersos de una tribu, al canto colectivo que se alza para tocar, por un segundo, el tímpano del cosmos. Ese mismo canto que, como advertía Rilke en sus Sonetos a Orfeo,

...no es anhelo,

no es petición de algo aún no conseguido;

el canto es existencia. Es fácil para el dios.

¿Pero cuándo existimos nosotros? ¿Cuándo vira

él hacia nuestro ser los astros y la tierra?

El que tú ames, muchacho, no es idéntico, aunque

la voz te esté forzando a abrir la boca. Aprende

a olvidar que has cantado. Eso es algo que fluye.

Cantar es en verdad un aliento distinto.

Un hálito por nada. Soplo en el dios. Un viento.

“Cantar es en verdad un aliento distinto”, y más en el escenario. Quien ha cantado en un karaoke, lo sabe: ausente la música, deslumbrado por focos de setenta y cinco watts, apenas se puede distinguir entre penumbras al público que

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se encuentra allí reunido. Se está completamente solo con el canto, como lo estuvo Picabia frente al mar, con el soplo del dios mesando su pelo, besando sus mejillas y frente, cerrando sus ojos. Al día siguiente, sumergidos en odiosas labores cotidianas, habremos de olvidar que cantamos. Pero el dios no olvida ni deja de suspirar, esperanzado y satisfecho. Y la brisa del mar nos lo recuerda.

“...Seguimos con la música... Hernán... Hernán—allá—en—la—barra, al escenario...”, anunció el programador con voz de supermercado o de aeropuerto. Me guardé el bolígrafo en el bolsillo izquierdo de mi camisa como amuleto de ambigua suerte y subí al escenario. Tomé el micrófono, desenredé su cable y comencé a cantar:

Start spreading the news:I’m leaving today.I want to be a part of it,New York, New York. These vagabond shoesare longing to strayand make a brand new start of it,New York, New York.

Al final de la segunda estrofa, justo cuando la canción se torna más aguda y demandante, estuve tentado a extraer el bolígrafo de mi bolsillo, apretarlo con las yemas del pulgar y el índice de la mano derecha y, como hacía muchos años, llevarlo en diagonal hacia mi corazón. Preferí dejarlo en su

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lugar asomando la punta, fluctuando de derecha a izquierda, como un metrónomo. Tomé un profundo respiro, cerré los ojos y seguí cantando.

Me estaba dirigiendo a mí mismo.

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Digesto

A Margo Glantz, autora del epílogo

Epígrafe. “Si tu gusto gustara del gusto que gusta mi gusto, mi gusto gustaría del gusto que gusta tu gusto. Pero como tu gusto no gusta del gusto que gusta mi gusto, mi gusto no gusta del gusto que gusta tu gusto.”

Oda. Admirable la gente que soporta con estoicismo y valentía, incluso con orgullo, el fardo de herencias familiares como la obe-sidad, el pequeño negocio a punto de la bancarrota, las carreras técnicas, la carga de unos primos segundos perdidos en el alcohol,

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el arsenal de figuras despintadas de cerámica en cajas de cartón, las copias de retratos de payasitos que lloran inconsolablemente tras un marco de hoja de oro descarapelada.

Aún más admirables los hombres que pueden, a su vez, admirar a la gente que soporta la cruz del mal gusto en sus vidas. Y digo “aún más admirables” porque el papel de quienes pretenden diferenciar entre buen y mal gusto no es enfrentarlos, sino reconciliarlos. Alguien más o menos enterado de la engañosa simetría axial del arte, que separa lo vulgar y lo sublime con arbitraria suficiencia, debería celebrar a aquéllos que no pueden distinguir entre ambas y que, sin saberlo, han escapado a los relativismos; que, por distracción o desconoci-miento, han llegado al oasis de una síntesis que los “conocedores”, en su Sahara de tesis y antítesis, tachan de espejismo.

Aforismo. Dicen que el buen gusto se hereda. ¿Acaso el mal gusto quedó estéril e intestado?

Crónica. A veces olvidamos que nuestro tiempo se encargó de borrar las fronteras entre buen y mal gusto. Las advertencias que sobre los peligros de lo kitsch hicieron Adorno, Broch y Greenberg quedaron en pataletas de vinagrillo. La naturaleza del camp, que Sontag estudió, fue depredada. El kitsch no es más un objeto estético pobremente manufacturado para aliviar la culpa de los nuevos ricos alemanes en materia de rezago cultural. El camp no es más una “tentativa falsa de identidad” (Sontag) del arte que se aproxima con ironía y exageración a la historia inmediata que lo ve nacer.

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Hace tiempo sucumbimos a la tentación de tener lo mejor y peor de dos mundos. Su consecuencia está a la vista: descono-cemos si lo bello es la sombra o el rostro que esconde lo bestial, si la fascinación es un recurso irónico del asco, si el mal gusto es resultado de una instrucción artística profunda y meditada, si lo corriente es una moda perdurable o una tradición efímera.

Primero se despreció a la nueva burguesía que, ante su inca-pacidad de comprender el arte académico del siglo XIX, lo vul-garizó en copias, imitaciones y homenajes. Después, el arte de la segunda mitad del siglo XX interpretó aquellas vulgariza-ciones como lícitos productos culturales que adaptó, recreó e ironizó. Más tarde, los nuevos ricos copiaron, imitaron y homenajearon estas paródicas parodias parodiables. El arte académico se confundió y terminó por convencerse de que el arte popular era su raíz verdadera; el nuevo rico trató de enten-der esta nueva dinámica pero juzgó elitista, por ejemplo, que la música incidental de El Chavo del Ocho fuera tocada por el Cuarteto Kronos, así que, en fechas recientes, ha vuelto su mirada al arte popular y lo parodia con incertidumbre.

Monólogo interior. “...del derecho a la cultura que sólo lo es a la buena cultura porque la mala cultura está en contra de la buena y ya no es cultura y ha de ser apartada para salvaguardar al pueblo que gusta de la mala cultura por tanto ser defendido contra sí mismo para no ser él mismo pero por aquellos que defienden la buena y pueden defenderla por virtud de estar autorizados por el pueblo que no gusta de la buena sino de la otra...” (Vergílio Ferreira, Para siempre.)

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Moraleja. Al final, el sentido del gusto transforma la mejor comida en una pasta blanda y repugnante.

Conservar la tradición del buen gusto equivale a rumiar un mismo bolo alimenticio que se pudre en la boca por no ser eva-cuado a tiempo.

Novela naturalista. El sentido del gusto puede percibir una infi-nidad de sabores diferentes gracias a las más de diez mil papilas gustativas que se encuentran en la superficie de la lengua. Pero la repugnancia o el placer de la degustación no está en la lengua misma, sino en la memoria que guardamos de sus impresiones.

El gusto no tiene recuerdo de sí. Por eso lo olvidamos poco a poco mientras la memoria se nos va diluyendo con los años.

Novela realista. “A la vejez, viruelas”, suele decirse cuando un viejo no sólo se atreve a perder el juicio, sino a prestar oídos sordos a las advertencias, a perder de vista sus responsabilidades, a no tener ya tacto al externar sus opiniones ni el olfato desarrollado para percibir los riesgos de una acción; pero, en especial, cuando deja de tener buen gusto para conducirse.

A menor gusto, mayor apetencia. A menor distinción, mayor notoriedad.

Dicho más vulgarmente: “Cuando la fuerza mengua, para eso está la lengua.”

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Parábola. Una mujer embarazada puede tener antojo, simul-táneamente, de un pato a la mandarina, un sope con chorizo, una crema catalana y un trozo de acitrón. Mientras la futura madre sopea con la mano izquierda el acitrón en la salsa del pato, sostiene en la derecha una revista de maternidad que contiene un artículo sobre la importancia de seguir una dieta balanceada.

Comedia de situaciones. Para algunas culturas, eructar después de comer es señal inequívoca de agrado ante una comida, un deseo no verbalizado —por pena o pudor— de seguir comiendo. ¿Será por eso que eructar es sinónimo de repetir?

Tratado. “La definición más general del gusto, sin considerar si es buena o mala, si es justa o no lo es, consiste en que es aquello que nos liga a una cosa por medio del sentimiento...”, dice Montesquieu en su Ensayo sobre el gusto. Nada más exacto cuando escuchamos la frase “por mi gusto”, que trasciende la lógica de la argumentación y la dinámica de las ideas. Pero Montesquieu se equivoca al darle potestad al sentimiento de una expresión así. El sentimiento no nos liga a las cosas buenas o malas, justas o injustas. El estómago y el hígado se encargan de procesar nuestros rencores y pasiones más desaforados. Ya ni se digan las partes más nobles o pudendas que dan a “por mi gusto” lo redondo y rotundo de dos esferas de pensamiento, lo enhiesto y penetrante de una vara del juicio.

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Poética. “Cuando Enrique de Navarra pasó dos días en el casti-llo de Montaigne, quiso dar a su anfitrión una prueba de con-fianza, y se negó a que los manjares fueran ‘ensayados’ en la mesa. Justo Lipsio, amigo y corresponsal de Montaigne, piensa que ensayo corresponde con exactitud a la palabra latina gustus, esto es, la prueba que el gentilhombre de cámara hace a la vista del rey para demostrar la inocuidad de los alimentos que van a servirse.” (Juan José Arreola, “Prólogo” a Ensayos escogidos, de Michel de Montaigne.)

Epílogo. El gusto se rompe en géneros.

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Permanencia involuntaria

Compadezcamos al infeliz que no sabe qué hacer en la soledad de su casa; su desazón esconde un miedo desproporcionado a los lugares públicos. Quien no puede estar a solas tumbado en el sofá de la sala mientras hojea el periódico o lavando platos en el fregadero, mucho menos podrá sentirse útil o cuerdo en las baratas de un centro comercial, un antro el viernes por la noche o un mítin político. Con sólo atravesar la puerta de una tienda y ver a cincuenta señoras arremolinadas en torno de una misma blusa con el cincuenta por ciento de descuento; con sólo ver la fila kilométrica de veinteañeros que piden la venia

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de un orangután para poder entrar a un antro; con sólo oír el clamor de cientos de miles de personas reunidas en la plancha del Zócalo para apoyar a tal o cual candidato a la presidencia, el hombre aquel saldría huyendo despavoridamente y acabaría encontrando alivio en su odiada reclusión. Si puede, en cambio, resistir la vieja música de cámara de su propio cuerpo al orinar, silbar, toser o soltar sus flatulencias, está listo para escuchar la nueva sinfonía del mundo con solicitud, buen ánimo y cordura.

Pero más allá de tener que soportar nuestro peso específico cuando estamos solos, nuestro reto mayor es la renuncia a cual-quier asunto que no seamos nosotros. Pero ese gesto, que exige aplicarnos la sabiduría popular que afirma: “Uno sólo puede con-tar con uno mismo”, no se da con correr el pasador y meterse bajo las sábanas. Casi todo en casa nos distrae de un propósito tan elevado como lograr una armónica autoconvivencia: en el dor-mitorio se encuentran el teléfono y la televisión; en el estudio, la computadora, y con ella, el mensajero o el correo electrónico y las páginas virtuales de pornografía; en la sala, el estéreo, el celu-lar, los libros y los diarios; en la cocina, las ventanas que dan a la calle donde los niños juegan al futbol o a las escondidillas y pasa un testigo de Jehová, el camión de la basura o el ropavejero. La verdadera comunión del alma con el cuerpo “en soledad sonora”, como diría san Juan; el indiscutible espacio de la meditación no sólo en casa, sino en sitios públicos y abarrotados como cines, parques de diversión o restaurantes, está en el baño.

En Elogio de la madrastra, Mario Vargas Llosa, a través de su personaje Rigoberto, ha escrito algunas de sus páginas más

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inspiradas, muchas de ellas sobre el baño. Para mantener encen-dida la llama de la pasión en su matrimonio con Lucrecia —y, de paso, estimular los deseos precoces de Fonchito, el hijastro de la última—, Rigoberto celebra una vez a la semana complejos ritua-les de aseo personal. Uno de ellos, la “purificación de los vientres”, consiste en expulsar del cuerpo toda impureza del alma a través de una defecación ejercitada y rigurosa, consciente en forma (los pormenores de la evacuación: postura, velocidad, pujido) y fondo (el tipo de alimentación: opípara, vegetariana). Rigoberto, tocado por más obra que gracia del detrito, planea y ejecuta sus rituales sentado en la taza del baño. Pero no sólo eso: filosofa en torno al acto de expulsar alimentos (“Pero limpiar el vientre es mucho menos incierto que limpiar el alma”), poetiza en torno a las orejas después de quitarles la cerilla (“Flores abiertas, élitros sensibles, auditorios para la música y los diálogos”) y hasta se da tiempo para conversar con los difuntos, en busca de una tradi-ción que sustente su obsesiva búsqueda del grial de la limpieza.

¿Será cierta aquella anécdota —se pregunta Rigoberto— según la

cual el erudito bibliógrafo don Marcelino Menéndez y Pelayo,

que padecía de constipación crónica, pasó buena parte de su vida,

en su casa de Santander, sentado en el excusado, pujando? A don

Rigoberto le habían asegurado que en la casa—museo del célebre

historiador, poeta y crítico, el turista podía contemplar el escri-

torio portátil que aquél se mandó construir para no interrumpir

sus investigaciones y caligrafías mientras luchaba contra el avaro

vientre empeñado en no desprenderse de la mugre fecal depositada

allí por los copiosos y recios yantares españoles.

Y capítulos más adelante, Rigoberto fantasea

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sobre la inquietante receta privada del elegante historiador de

la Revolución Francesa, Michelet [...] quien, cuando lo rendían la

fatiga y el desánimo, abandonaba los manuscritos, pergaminos

y ficheros de su estudio para deslizarse sigilosamente, como un

ladrón, hasta las letrinas del hogar.

En ambos casos, Menéndez y Pelayo y Michelet le dan al perso-naje argumentos contra la esterilidad que conllevan los cientos de miles de “horas muertas”, esa misma cantidad de tiempo que uno, como pluma genial o mediocre, estreñida o diarreica, pasa en el baño a lo largo de su vida. El primero se las inge-nió para compaginar el prudente ritmo de su crítica literaria al lento ritmo de su mala digestión; el segundo recuperaba el buen decir en el oficio de historiar gracias a la lengua procaz de su estómago.

Rigoberto, en cambio, no transforma la mierda en algo tan ilus-tre, aunque sí revelador: concibe para sus adentros (en los múlti-ples adentros de un hombre abstraído que se encierra en el baño a meditar) la doctrina quietista del siglo XXI; esto es, el vínculo con el Creador sin tener que anular el cuerpo a través de la peniten-cia y el ayuno. Antes bien, dicho vínculo se haría más sólido afir-mando el cuerpo en todos sus procesos vitales —incluyendo, claro está, el desperdicio— a través de la contemplación. Seguramente versado en la lectura de los místicos de Oriente y Occidente, Rigoberto no distingue entre el cuerpo que evacua por abajo, hacia la tierra, y el alma que sale por arriba, en dirección al cielo.*

*A diferencia de alguna religiosa, que separaba el alma del cuerpo con tanta claridad que en alguna ocasión, después de que el mismísimo Demonio la reprendiera en pleno baño por fumar, ella le respondió: “Fumo para mí, rezo para Él y lo que hago es para ti.”

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En compañía del papel higiénico, las toallas y los azulejos que, en su blancura, reflejan la luz del sol o de una lámpara con delectación morosa; del sonido del agua que llena poco a poco el estanque; de un espejo que refleja lo que no podemos ver encima de nosotros mientras permanecemos sentados en la taza; en compañía, pues, de algunos adminículos que nos confirman que hemos salido de nuestro entorno pero pisamos todavía el suelo, cumplimos funciones fisiológicas que devienen ejercicios espirituales, estruendosas alabanzas u oraciones fúnebres al cuerpo. Incluso cuando echamos la espalda hacia delante y su unión con las piernas dibuja un ángulo convexo de treinta grados, cerramos los ojos, apoyamos los codos en nuestras rodillas y, con las palmas juntas a la altura de la nariz, en realidad pedimos la expulsión de los demonios de la gula. Concluido el exorcismo, damos gracias a Dios y un sutil perfume hace olvidar nuestra hediondez; un olor de santidad inunda el cuarto de baño y brinda una promesa de fragante resurrección a nuestra podredumbre.

Por eso el baño, propio o ajeno, familiar o público, es un ojo de llave al Paraíso.** Y dado que el Paraíso tiene una infinidad de nombres (Asgard, Arcadia, Nirvana, Valhalla, Olimpo o sim-plemente Cielo), así también el baño —algunos sublimes y los demás oscuros, afectados o hipócritas: inodoro, retrete, toilette, W. C., tocador, servicio, trono, excusado, letrina, sanitario... —Pero entre toda esta enumeración, destaca un nombre que

**El mexicano emplea la palabra “baño” para referirse al sitio de limpieza personal (o sea, donde uno se cepilla los dientes, se baña, se maquilla o se rasura) y al lugar en donde uno “hace sus necesidades”. El curioso fenómeno de reducción que sufre este vocablo obedece al insalubre hacinamiento de familias numerosas, sobre todo en las grandes urbes —o, si se quiere, a un mero acto de economía lingüística.

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envuelve en un halo de enigma a quien lo usa y que transforma el baño, nuestro Edén doméstico, en la ciudad de Dios, reservada a los bienaventurados: el “privado”.

En tanto secrecía, el misticismo de este término excluye al pagano que lo ocupa como si fuera un patrimonio colectivo o un recurso natural no renovable: con racionamiento y rapidez. Cuando uno se introduce en el “privado”, lo hace a un ámbito de silencio y desmemoria, se relativiza el tiempo, se despoja paulatinamente del lenguaje, se quita el pesado manto de su humanidad; como Juan de Yepes encerrado en su celda antes de celebrar bodas con Dios, ignora la dimensión desconocida a la que accede:

Yo no supe dónde entraba,

pero, cuando allí me vi,

sin saber dónde me estaba,

grandes cosas entendí;

no diré lo que sentí,

que me quedé no sabiendo,

toda ciencia trascendiendo.

De paz y de piedad

era la ciencia perfecta,

en profunda soledad,

entendida vía recta;

era cosa tan secreta,

que me quedé balbuciendo,

toda ciencia trascendiendo.

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Estaba tan embebido,

tan absorto y ajenado,

que se quedó mi sentido

de todo sentir privado;***

y el espíritu dotado

de un entender no entendiendo,

toda ciencia trascendiendo.

Conforme pasan los minutos, quien ocupa el “privado” se vacía de palabra, costumbres y memoria. No duerme una siesta, tampoco está inconsciente ni ha sido succionado por la tubería, mucho menos tiene una afición malsana al onanismo —tal y como conjeturan sus compañeros de mesa, que ya acabaron el postre, los cafés, el güisqui o el anís y varios cigarrillos a la sazón de una larga sobremesa. Incluso, alguno de ellos se asomará por la rendija del privado para ver si sigue ahí, si no dejó los zapatos y emprendió la fuga por el techo.

Pero, tarde o temprano, el sujeto en cuestión debe regresar a su mesa. Abre los ojos, se incorpora y deja que el baño se lleve y puri-fique sus restos en el ojo de un remolino de agua. Después se faja la camisa y se lava las manos frente al espejo. Y se ve. Su incredu-lidad le impide reconocerse en un primer golpe de vista. Por eso se enjuaga la cara y se inspecciona detenidamente antes de secarse con toallas de papel estraza y abandonar su Monte Carmelo o Xanadú.

Para cuando vuelve a ocupar su silla, los demás ya se han acos-tumbrado a su ausencia y prosiguen con la charla que ahora

*** Las cursivas son mías.

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luce excesiva, sobregesticulada y estridente. Si se mantiene al margen de ella no es porque no sepa de qué trata, sino porque tarda en desaprender el silencio y la quietud del baño, porque le cuesta trabajo acostumbrarse al “mundanal rüido” (a oírlo y participar en él, poniéndole diéresis como fray Luis de León) tras haber concretado, unos cuantos minutos fieles y devotos, el siempre frustrado proyecto de una “vida retirada”. Y hasta la hora de pagar la cuenta y salir a la calle, permanece abstraído como Rigoberto, balbuciente, aureolado por el misterio, “el implacable y contundente misterio —como escribió Francisco Tario— de una persona cualquiera al encerrarse en un retrete”.

Una tarde de domingo, en representación de la familia que nos acompaña a comer en un restaurante, nos dirigimos al gerente con la esperanza de encontrar una mesa para diez lo más pronto posible. “¿Sección de fumar o no fumar?”, nos pregunta con indiferencia un enano prieto, engominado y sudoroso mientras apoya su mano izquierda en el atril que sostiene el libro de visitas y, con la derecha, tacha o anota los nombres de los clientes; baja o sube el pulgar como un César que perdonara la vida de las mesas o las condenara a llenarse. “¿En cuánto tiempo calcula que estará nuestra mesa?”, preguntamos con humildad, suavizando el tono de voz, arrepentidos del pecado venial de querer ser comensales. “Cuarenta y cinco minutos”, nos responde el gerente sin voltear a vernos. Volvemos derrotados a nuestra prole para comunicar las malas nuevas. Nos inundan los reclamos: “Ayer te dije que reservaras, pero nunca me haces caso”, nos recuerda la esposa con el ceño fruncido, mientras agita entre sus brazos a una criatura llena de mocos y lamentos, increíblemente nuestra; “Ay,

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hijo, tenías que escoger el lugar más lleno de todos. ¿No ves que a tu papá le da lo del azúcar si no come a sus horas?”, nos reclama la madre con cariño fúrico; “Mucho mejor el Estadio Azteca: igual de gente, pero con partido de eliminatoria”, nos comenta el cuñado, un contador público sin adjetivos.

Pasados cincuenta minutos, con las nalgas sumergidas en el cuenco de un sillón de piel color verde militar a la entrada del restaurante, el enano finalmente anuncia nuestro apellido a voz en cuello y conduce a nuestra familia hasta el segundo piso, donde nos señala una mesa ubicada frente a un enorme venta-nal. Éste, abierto, conduce a un pequeño balcón que da a la calle de Madero. Con el escándalo a cuestas del Centro Histórico y de nuestra familia, nos levantamos de la cabecera y pedimos, sin que nadie nos oiga, que nos disculpen un momento. Nos diri-gimos al baño y una vez allí, en el único privado disponible, corremos el cerrojo, nos sentamos en la taza y echamos un largo suspiro de abandono. Cerramos los ojos y la penumbra de esta celda o el zumbido del extractor de aire, con la media luz de los recuerdos olvidados o el volumen de un secreto que estamos por revelar, nos devuelve la beatitud perdida de nuestra gestación, nuestro sueño y nuestra muerte.

Pero el asunto es que nacimos y estamos indigestos del hom-bre. Y cuando el placer de recuperarnos y el dolor de desalojar el mundo parecían completos e inalterables, alguien del otro lado carraspea y toca tres veces la puerta del privado. “Está ocupado”, respondemos, concentrados en firmar el armisticio de nuestra guerra intestina. El mundo toca a la puerta. “Está ocupado”, respondemos en plena fuga, en plena evacuación.

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Contrafábula

A falta de uno más decoroso, consulto al azar el Diccionario Rioduero de símbolos. Sus tapas de plástico, verdes como una planta artificial entre el jardín de mi librero, se abren en la pala-bra “camaleón”.

Consigna la entrada de este diccionario: “Por la capacidad de cambiar su color, se le considera como símbolo de la volubilidad y de la falsedad. En África es un animal solar y sagrado”. ¿A razón de qué bárbaras creencias hemos desagraviado al camaleón? ¿Por qué insistimos en humanizar a las demás

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criaturas? ¡Pero qué mal azogado el espejo de los fabulistas! ¡Cuánta carencia de autocrítica, cuánta veleidad! ¿De veras fuimos tan ingenuos como para creer que nos reflejábamos mejor en la cigarra, la hormiga, la liebre o la tortuga? ¿Cuándo se ha visto que una cigarra almacene provisiones para el invierno con el propósito de darle una lección a una hormiga inconcebiblemente bullanguera? ¿Y cuándo que una tortuga dé ejemplo a una liebre con su ancestral morosidad? ¿Debemos creer que el instinto no nos ha revelado una moral oculta? ¿Que la conservación de las especies deriva, por metátesis biológica, en la conversación de las especies?

Mucho me temo que los hombres no deberían parecerse tanto a ellos mismos como a los animales. Habría que imitar a la tor-tuga en su longevidad; a la liebre, en su elegancia; a la cigarra, en su canto; a la hormiga, en su estoicismo; y al camaleón, claro está, en su mímesis.

Al camaleón, por principio de cuentas. Junto con algunos peces, mariposas y polillas, el camaleón pasa inadvertido para otros animales, en feliz anonimato. Al camuflarse con los colores, las vetas y las irregularidades de un tronco, una piedra o una planta, no sólo salvan el pellejo, sino la identidad. Porque ésta —y, específicamente, la del camaleón— es única e inmutable. Desde su origen, el camaleón ha imitado la misma tonalidad verdosa, rojiza o amarillenta del follaje en que se posa para cazar insectos y, a su vez, evitar ser cazado.*

*Pero también y desde siempre, los cazadores y presas del camaleón han padecido el mismo e incurable daltonismo. Lo que natura no da, la ironía lo proporciona.

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El camaleón no quiere parecerse a nadie. Si se funde con la natura-leza es para servirse y protegerse de ella. No podría ser falso, mucho menos voluble. El camaleón no engaña: se muestra tal como es, sin histrionismo, afectación o impostación. Amarillo, verde o rojo, pero camaleón al fin, jamás ha intentado persuadir a una mosca de ser su semejante. ¿Voluble? Aunque la vida del camaleón corra peligro, nunca lo desconoceremos. No lleva un tigre, una paloma o un elefante oculto en sus entrañas.

¿Qué más podríamos pedir del hombre sino convertirse en camaleón? Se pondría la corbata a rayas sabiendo que es una vul-gar imitación de seda, sin que sus compañeros de oficina se den cuenta de nada; participaría en los consejos vecinales, las juntas de padres de familia o el intercambio de regalos cada Navidad con desdén secreto y delicioso; dejaría de tener amantes y vicios por inercia, porque ambos serían respuestas quizá más cons-cientes que un estímulo publicitario o la incitación de los ami-gos; se serviría del lugar común para llegar a la poesía cotidiana, verdadera y deslumbrante de lo que ha sido proclamado una y otra vez. Sería todos los hombres y ninguno: él, por descarte.

Y tiraría el diccionario de símbolos a la basura, sabedor de que los símbolos pretenden usurpar un concepto que ellos mismos no son.

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Como en feria

¿Estoy en el séptimo sueño o he

escuchado de verdad cantar a los

gallos en el otro extremo de la

Feria? [...] Deambulo por la Feria y

saludo a los colegas que deambulan

tan idos como yo. Ido x ido = una

cárcel en el cielo de la literatura.

RobERto bolaño

A la Comunidad del Abismo

“Hay diversas especies de ferias [del libro] como hay diversas especies de lectores [advierte Alberto Manguel en su ‘Elogio de la feria’]. Hay ferias conmovedoras, como la de Bogotá, que trata de mantener un grado de lúcida dignidad en medio de la locura que acosa al país entero; ferias discretas, como la de Perth, que se abre y se cierra de la noche a la mañana, como una flor tropical; [...] ferias caóticas, como la de Buenos Aires, que comparte el sitio de exposición con un mercado de artesanías y una exposición de perros de raza; ferias políticas, como la de

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Miami, donde se combate por el reconocimiento del idioma español en los Estados Unidos y donde las diversas facciones cubanas pueden agredirse literariamente; [...] ferias desdeño-samente comerciales, reservadas exclusivamente a editores y agentes literarios, como la de Londres [...]. Y hay ferias cordiales hechas, al parecer, para complacer a los lectores, como la Feria del Libro de Madrid.”

Me temo que el escritor porteño—canadiense no incluyó en su catálogo a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL)por alevosa distracción. O quizá porque la FIL, pese a ser la más extensa e importante de América Latina, no tiene un rasgo claramente distintivo que le permite sobresalir del resto de sus hermanas; es un crisol de las que enlista Manguel —más bien una retacería, un Frankenstein hecho y derecho— y su cara oculta, su negativo, su Mr. Hyde.

Aunque resulte tan conmovedora como la bogotana, la FIL no es un dechado de lucidez y dignidad: basta con encontrar las veinte diferencias que existen entre el editor que presenta un libro a mediodía, bañado y afeitado, encantador y ecuánime, luciendo camisa blanca, zapatos negros recién boleados de punta cuadrada y agujetas, traje negro a rayas de dos piezas recién salido de la tintorería y el nudo Windsor de una corbata azul celeste, y el editor que de madrugada, desfajado y des-peinado, se aferra a los últimos tragos del coctel que ofrece su propia editorial con la camisa abierta, los zapatos enlodados y desamarrados, la corbata hecha bolas que asoma por el bolsillo derecho del saco, intentando primero seducir a las edecanes y, al final, acosando a sus autoras.

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Aunque abra y cierre de la noche a la mañana como la de Perth, la FIL es todo menos discreta: los altavoces taladran los oídos cada tres cuartos de hora al anunciar las próximas lecturas y presentaciones como si fueran ofertas de supermercado, con el mismo volumen y la misma voz tipluda; los conciertos públicos de noche, en la explanada, son un espectáculo de luces y sonido tan aparatoso que la Avenida Mariano Otero termina improvi-sando una pista de carritos chocones.

Aunque resulte más caótica que la de Buenos Aires, la sede de la FIL —la Expo Guadalajara, ubicada en la parte industrial de la ciu-dad— comparte su imponente espacio el resto de los meses con las ferias nacionales e internacionales más disímbolas: de calzado, de medicina homeopática, de esoterismo, de modas, de historietas, de publicidad o de sexo.

Aunque no sea tan política como la de Miami, la FIL ha llegado a transformarse en cuadrilátero más de una vez: cuando Cuba fue el país invitado en 2004, cualquier pronunciamiento contra el régimen castrista, cualquier reserva en torno a la dictadura imperfecta de Fidel, fueron juzgados como una violación a la soberanía de la isla, pero antes que nada, como una falta imper-donable de hospitalidad.

Aunque no sea desdeñosamente comercial como la de Londres, la FIL reserva las mañanas de los lunes, los martes y los miércoles al libre tránsito de agentes literarios, editores y participantes con gafete —los tres mejores días de la Feria: limpios, silenciosos, des-pejados, sin esa marabunta de estudiantes de escuelas de gobierno que serán los inútiles amanuenses de una enciclopedia ya editada.

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Y aunque no complazca a sus lectores como la Feria de Madrid, la FIL posee la cordialidad de los perfectos extraños en la calle o de los vecinos de edificio. Siempre y cuando no entremos a su casa, estamos seguros de no correr peligro, de no invadir su inti-midad intimidante.

La verdadera Feria ocurre en su exterior, y el libro está por escri-birse en una noche en blanco.

Hace diez años que asisto religiosamente a la FIL, como si se tra-tase de cumplir una manda cuyo propósito desconozco. Y la FIL, hoy más que nunca, apenas si se puede distinguir de la Basílica de Guadalupe y sus peregrinajes: una misma muchedumbre está a un paso del rapto o la visión y, al segundo siguiente, de la herejía causada por la claustrofobia, el atropellamiento y un olor indistinto a fritanga y sobacos. Desde temprano, ya sea el último sábado de noviembre, día en que la FIL se inaugura, o el 12 de diciembre, día de la Emperatriz de América, cientos de miles se reúnen en ese Mercado de Pulgas de Alejandría que es la Expo Guadalajara o en ese Imperio de los Sentidos Alterados que es el Monte del Tepeyac. Su sola aspiración es venerar un símbolo que, de tan multiplicado en copias y reproducciones, se vuelve invisible o se deshace a la hora de tenerlo frente a nues-tros ojos. De nada sirve que a través de una escalera mecánica de piso nos acerquemos al ayate de Juan Diego si resulta inalcan-zable como la novela que, aun cuando nos alcemos de puntas, no podremos bajar del estante más alto de la biblioteca. De nada sirve que un aparador exhiba el primer ejemplar dedicado de Cien años de soledad si permanece oculto como ese ayate que, aun

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cuando alcemos la mirada, no podremos contemplar en toda su divina dimensión. En ese breve pero atestado recorrido, perde-mos la gracia de estar ante un original, ante una de las prue-bas contundentes de nuestra devoción —antes bien, la gracia nos perdió de vista para siempre y se fue con su mística a otra parte.

En nuestra infancia era distinto. Leíamos u orábamos a solas, en silencio. No fantaseábamos con comparecer ante la divinidad o el autor; antes bien, celebrábamos un encuentro. Y dicho encuentro no tenía intermediario alguno. El valor de la imagen religiosa o del libro de cuentos que sosteníamos en la mano, catequista de nuestras primeras comuniones religiosas o literarias, era sen-timental y espiritual. Prosternados en el reclinatorio o echados en la cama, repasábamos el rezo o pasábamos las páginas con la certeza de ser actores y benefactores de un milagro: la creación de una realidad a escala de la propia, modesta y hechizada, que ocupaba nuestra vida y se dejaba intervenir a conveniencia nues-tra. Con sólo decir en voz alta el amén de la oración y el “érase una vez” de los relatos, dábamos comienzo al único mundo que nos satisfaría porque llevaba impresa la huella de nuestros deseos; porque estaba hecho a imagen y semejanza de nuestras aspiraciones, de la feliz ignorancia de aquel adolescente agnós-tico o ateo que habríamos de ser, versado ya en conceptos como “ficción” o “verosimilitud”, movido a dictar interminables con-ferencias sobre el tema a los amigos.

Pero, tarde o temprano, tuvimos que reconocer al abajofirmante como el verdadero autor, desprendido ya de nuestra sombra; comenzamos por buscar a cualquier precio la edición primera o crítica de cierto volumen, el autógrafo exhaustivo, la nota

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al margen elevada al rango de tratado; anduvimos a la caza de aforismos mucho menos agudos que nuestra inteligencia para subrayarlos.

Y, por supuesto, comenzamos a escribir porque también quisi-mos ser abajofirmantes, autores, cuerpos presentes en lugar de sombras sin futuro. Y creímos superar con la mayúscula del pri-mer artículo una estrofa de Pellicer o un párrafo de Chesterton. Y nos transformamos en lectores voraces para ocultar nuestra soberbia, nuestro alfabetismo disfuncional, nuestra incom-prensión ante la modestia de las grandes plumas. Y, perseguidos por la culpa, nos hicimos de cómplices y de víctimas. Y cerramos el círculo de nuestras amistades y abrimos fuego al enemigo íntimo. Y con los sobrevivientes de nuestra purga estalinista hicimos pactos, cenas, frentes comunes, alianzas, ediciones de lujo y reseñas elogiosas. Y después, calmados ya los ánimos, dis-traídos en nuestro monólogo exterior, nos leímos, publicamos y hasta criticamos con la objetividad del desentendimiento. Y entre tanta idolatría y tanto fetichismo de los nombres propios, entre tanta endogamia intelectual, construimos el templo de nuestras contradicciones: la Feria del Libro, la casta Sodoma que relumbra en pleno valle de Atemajac. Sus fieles, como moscas a la luz ultravioleta, nos dirigimos a un altar de espejos en donde se venera el pobre dios que somos.

José Emilio Pacheco, Feria del Libro, Guadalajara, noviembre del 2000. A esta hora tendría que estar presentando la colección de aniversario de Ediciones ERA con Monsiváis, Pitol y Poniatowska, y no tomándome una Coca—Cola tibia en la cafetería.

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Pero necesitaba un descanso; no podía más. Tú me viste: me quedé una hora dedicando libros después de terminar la mesa. ¿Y quién fue el único que se quedó firmando? Nomás yo. Era el horror, te juro. De pronto alcé la vista y había una multitud haciendo cola. Incluso un niño me pidió que le dibujara un gato que dormía en el techo de su casa.

No sabes cómo me gustaría quedarme aquí, pero no puedo. Tengo que ver a Marcelo Uribe en la entrada del salón de actos unos minutos antes de la presentación.

Pero tampoco puedo llegar tarde así como así. Hay que inventar un pretexto.

¿Cómo ves si tú y yo, camino a la presentación, somos rapta-dos por unos jóvenes de camisa blanca que nos conducen a los salones en la parte de arriba? Que antes de meterme a uno de ellos, repleto de ancianos y niños, la turba me separa de ti y me arrastra al escenario, donde me sientan en una mesa grande con mantel, me destapan una botellita de agua, prenden el micró-fono y comienzan a interrogarme:

—¿Cómo es la relación que lleva con sus nietos, señor Pacheco? —pregunta un señor de la segunda fila que asoma la cabeza y que tiene a su nieto sentado en el muslo.

—Supongo que buena, porque aún no tengo —respondo contra-riado ante la situación mientras bebo agua, me seco el sudor de la frente con una servilleta de papel e intento distinguirte en vano entre el público.

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—¿Qué piensa de la tercera edad? —pregunta una señora que se abanica con Las batallas en el desierto.

—Pues en junio cumplí 61, así que todavía no sé. A lo mejor y en veinte años —respondo cada vez más visiblemente exasperado, hasta que se me ocurre preguntar:— Discúlpenme, pero ¿no es ésta la presentación de la colección de aniversario de Ediciones ERA? ¿No es éste el Salón 3?

—No —contesta uno de los muchachos que controla el acceso—. Éste es el Salón Alfredo R. Plascencia del Centro de Negocios, y el evento se llama “Abuelitos en la FIL”.

Y entonces me disculpo con la gente, tomo mis cosas y me salgo corriendo. Al fin te encuentro afuera, volteando como loco, impro-visando una bocina con las manos y gritando: “¡José Emilio! ¡José Emilio!”, mientras vas y vienes a lo largo del pasillo del Centro de Negocios. Me pongo atrás de ti, te toco el hombro, sueltas tamaño grito y la gente se voltea a vernos como malos actores.

El horror.

Con todo, así como uno observa más creyentes que imágenes en la Basílica, se deja ver más gente que libros en la Feria —más escritores que libros, para ser exactos—. En la aplastante humanidad que la acapara, según he podido dar fe, se dan cita las miserias del mundo literario, pero también se afirma aquella antigua devoción infantil: tomarse el tiempo y la paciencia, entre tanto barullo y veleidad, de encontrar la palabra exacta en

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el libro o el colega indicado para dar comienzo a un mundo en colaboración, sin importar que éste se convierta en un cadáver exquisito. Un deseo reformador parece empujarme a la Feria año con año: alcanzar la anagnórisis que provoca el ir y venir de tanto prójimo, dioses en pobreza extrema reducidos a una condición humana cuando no están ensayando sus atávicos gestos en cocteles, entrevistas y presentaciones o el esplendor difuminado de su imagen ante el flash de las cámaras. Por fortuna, la redención está en aquellos que, en el lobby oscuro de un hotel o en unas escaleras solitarias, nos reconocen como los compañeros de una misma pena: el anonimato entre la plebe sodomita. Y se dirigen hacia nosotros, alzan la mano derecha y la agitan en el aire con desesperación, nos sonríen de oreja a oreja y nos abrazan. Y enseguida nos preguntan con interés que cómo estamos, que cómo van las cosas, que qué vinimos a hacer, que hasta cuándo estaremos en Guadalajara, que si queremos ir a tomar algo a una cantina por el centro, lejos de la Feria. Y salimos con ellos y otros más que nos han alcanzado en el pasillo, la puerta de salida o a las afueras, víctimas del mismo mal de altura ya perdida. Y es temprano por la noche. Y antes de abordar varios taxis en fila, nos ponemos de acuerdo sobre el lugar en el que terminaremos de curar la resaca de ser hombres:

—¿Salón del Bosque?

—No. A esta hora van puros futbolistas frustrados a ponerse hasta atrás y a comentar los partidos que no pudieron ver durante el día por presentar libritos.

—¿El Veracruz?

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—Menos. ¿Qué tal si hoy es el baile ese donde Javier se la pasó tomando gratis de nuestra botella y Alberto se contorsionaba como Pina Bausch?

—¿Y el Lido?

—...

—Que si al Lido...

—...

—Ya, hombre. Al Lido, ¿sí o no?

—¿Y La Ballena?

—¿Cuál?

—La Ballena, donde hay shows de sexo en vivo. Tú nos contaste de ese antro.

—Pero el año pasado no quisieron ir. Se rajaron a la mera hora.

—No es cierto. Un taxista nos juró que La Tal Ballena no exis-tía; otro, que estaba más allá de la Calzada Independencia y que ni loco pasaba por allí después de medianoche. Con decirte que el último, el menos espantado de los tres, nos dijo que para qué tentarle las nalgas al Diablo. Y nos llevó al Lipstick.

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—Luego nos cuentas los detalles. Nos vemos en el Lido. De ahí podemos ir a La Ballena.

Y cerramos el paraguas y la puerta del taxi, nos quitamos el saco, el clériman y el cuello romano, sujetamos los libros en ver-tical con los muslos o nos sentamos sobre ellos. Y en procesión de taxis nos enfilamos rumbo al Lido. Mientras vamos dejando atrás la Feria sin voltearla a ver por el espejo retrovisor, abrimos la ventana y extendemos la palma de la mano. El fuego y el azu-fre han parado de llover en el cielo tapatío.

José Emilio Pacheco, Feria del Libro, Guadalajara, noviem-bre de 2006. “Ya se me hizo tardísimo. Ya no llegué”, recuerdo haberte repetido mientras bajábamos las escaleras y cruzába-mos a toda marcha la Feria hasta llegar al Salón 3. “Ya llegué tarde.” Y tú, sudando como yo, te la pasabas diciéndome con voz entrecortada: “Tranquilo... No pasa nada... Sí llegas.”

Cuando llegamos, no había nadie en el dichoso Salón 3, ¿te acuer-das? Ni un alma. El resto de la Feria, infestado, como si hubieran salido todas las ratas del drenaje. Pero el Salón 3, desierto.

Por fortuna llegó Marcelo para avisarnos que la presentación se había pasado para otro día, ya no recuerdo cuál. Entonces nos encaminamos a la entrada. Marcelo me dijo que si nos veíamos al rato en el Hilton, se despidió de nosotros y se fue. Prendimos un cigarrillo afuera de los baños, junto a unos ceniceros de piso. Fumamos en silencio. Justo antes de apagar el mío para salir de ahí, tomar un taxi y dirigirme al hotel, creo que te dije

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riéndome: “De nada sirvió la historia que inventé. Tanta carrera, tanta imaginación en balde.”

Así que íbamos desde un comienzo tras La Ballena, y no a surcar el océano de fábricas que baña las costas de la Feria en busca de un tesoro perdido. Todo este tiempo nos habíamos resignado a anotar en la bitácora el trayecto de nuestro Pequod, sin sospechar que La Ballena, parados en nuestra línea de sombra, esperaba embestirnos con su blanca furia. “Como el esperanzado aventurero de la Biblioteca Universal que propuso Borges [según recuerda Manguel], el lector perdido en una feria del libro busca, vanamente, El libro entre los libros y debe contentarse con sospechar su existencia entre aquellos [prometedores, simpáticos, inquietantes, sagaces] que la suerte quiere ofrecerle.” No llegaría un nuevo libro póstumo de Sándor Márai o W. G. Sebald, mucho menos bajarían los ofensivos precios de la Biblioteca de Nag Hammadi. ¿A qué esperar por los pasillos de la Feria, en el paso de una presentación a otra, de una lectura a otra, el escorbuto del fastidio? ¿A qué seguir con la caza de unos pocos cachalotes si el canto de La Ballena nos llamaba a través de las puertas de cristal, de las pilas de novedades, de la sala de prensa, de las mesas de autógrafos?

Y ya que “El libro” sencillamente no iba a mostrarse si confiába-mos en la celeridad engañosa del barco de la Feria, encerrados en nuestro camarote o la sala de máquinas, sin el menor deseo de salir a cubierta, decidimos cambiar el curso y navegar en dirección a la tormenta en plena oscuridad.

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—¿A dónde vamos? Aquí el señor taxista nos vio cara de turis-tas suecos y no nos quiere llevar a La Ballena —farfulla Miguel Ángel sin parar de reír, sentado en el asiento del copiloto, con la mano derecha apoyada categóricamente en el bíceps del brazo contrario mientras sostiene, entre los dedos lánguidos de la izquierda, un cigarrillo. Ahora el taxi ha dejado atrás Mariano Otero, Chapultepec, Niños Héroes, y avanza por 16 de Septiembre, en señal inequívoca de nuestra independencia.

Frente al Templo de san Agustín, completamente cubierto por las sombras de ficus, pinos y arrayanes; en la calle Colón, a media cuadra de la esquina de 16 de Septiembre y Miguel Blanco, nos espera la capilla ardiente del Lido, abierta las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año.

—Por aquí está bien. ¿Cuánto le debemos? —pregunta Diego el Alto, que durante el camino ha ejecutado malabares tan dis-cretos como para voltear de cuando en cuando y comprobar que el resto de los taxis han venido siguiéndonos, caber en el estrecho Tsuru de cuatro puertas con todo y su mote, can-tar los primeros versos del himno italiano y hasta pedirnos nuestra cooperación para pagar el taxi sin que nos percatára-mos de su incomodidad.

—Cien pesos, pero ahorita los dejo en la puerta —responde el taxista mientras da la vuelta, detiene el coche y enciende las intermitentes, justo a la entrada del Lido.

—Después de no habernos llevado a La Ballena, ¿no le parece un poco caro? —inquiere Miguel Ángel en el mismo tono socarrón,

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sin quitarle la vista al chofer, rascándose la barba cana como para darle a su pregunta una mayor autoridad—. Ni que fuéramos en calandria —concluye, y abre la puerta para tirar la colilla del cigarro al suelo.

—Es lo que se cobra a estas horas, jefe. De veras. Y les salió barato. Si los hubiera llevado a La Ballena, no la hubieran contado después. Ni Jonás sale vivo de ahí— confiesa el taxista mientras Diego el Alto le extiende un billete y unas monedas y bajamos del coche, en espera de los otros para entrar.

Se nos olvidaba que La Ballena no abre sus fauces los lunes por la noche. Conque ahora, habiendo huido de la FIL, teníamos que contentarnos con sospechar su existencia a través del único lugar que la suerte quiso ofrecernos: el Lido, sus mesas de mante-les blancos y raídos en espera de los clientes que no las ocuparán (hoy no, al menos); sus tríos a merced de adolescentes que chocan caballitos de tequila y cantan llorando o maldiciendo a mujeres que nunca han tenido; sus viejos meseros de corbatín que poseen el arte de dormir de pie, charola en mano; su barra con espejo, dividida en estantes de madera con botellas medio vacías desde quién sabe cuándo; sus deshoras, trasnoches, picos pardos y “altos fondos” que, sin sospecharlo, pasaríamos ahí adentro hasta llegar la clausura de la FIL, el primer domingo de diciembre.

¿Estamos en el séptimo sueño o escuchamos de verdad cantar a los gallos en este extremo de nuestra Periferia? ¿Son gallos blancos o zanates negros? A las cinco y media de la mañana, entre el eco apagado de boleros y chistes, vasos con hielos a medio derretir, ceniceros repletos de colillas y platos con

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limones exprimidos y cáscaras de cacahuates, pedimos la cuenta, salimos del Lido y tomamos varios taxis para volver a nuestro hotel, dormir tres o cuatro horas, tomar un baño y volver a deambular en la FIL, idos, como estatuas de sal.

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A un tiempo

... el malestar de la impuntualidad,

de la confusión mental sobre los

hechos, de la falta de atención a

las necesidades de mañana, no

es exclusivo de país alguno. Las

hermosas leyes del tiempo y el

espacio, una vez dislocadas por

nuestra ineptitud, son hoyos y

guaridas. Si a la colmena la agita

una avalancha y unas manos

estúpidas, nos dará abejas en lugar

de miel. Para poder ser justas,

nuestras palabras y acciones deben

ser oportunas.

R alph Waldo EmERSon, Prudencia.

“Para poder ser justas, nuestras palabras y acciones deben ser oportunas”, escribió el estoico Emerson. Pero algunas palabras y acciones nuestras dependen de la dilación para obtener justicia. Divina o buscada, cómica o poética, pero justicia. Aquél que llega a tiempo a una cita de placer o de negocios, seguramente desconoce la ansiedad del hombre que no puede hacerlo. A bordo de un taxi varado en el Periférico a horas pico, mientras los cláxones y el ulular de una ambulancia reproducen los latidos de su corazón culpígeno; de pie en el metro, sin saber si el sudor que lo agobia es el producto de la cercanía de los cuerpos a vagón

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cerrado o un destilado de impaciencia; en el límite de la cordura, el impuntual abre y cierra los ojos, siente correr el mundo por sus sienes, se encomienda a Dios, se ofrece al Diablo y mira el reloj con la atención de quien se toma el pulso —primero como juez y abogado defensor, y, cuando al fin llega corriendo inútilmente a su destino, como testigo del fiscal—. “¿Qué pasó? Te colgaste un rato”, dirá con inocencia el hombre que no tuvo remordimientos en llegar a la hora. Y el impuntual opondrá varios pretextos, uno más fantástico que el otro: se dirá víctima del embotellamiento y los signos zodiacales; pedirá disculpas con la cara ensopada, la sangre en las mejillas, el resuello en la voz y algunas señas con la mano que recuerdan vagamente a un insulto filipino. Ante una estampa así, mezcla de Tarzán y el Inspector Clouseau, lo mejor hubiera sido, en efecto, colgarse. Responder al interrogatorio de la gente puntual sobre nuestra tardanza equivale a un suicidio demorado.

El impuntual de tiempo completo, sin embargo, es otra historia. Su oficio es liberador, creativo y dadivoso. Quien ejerce la impuntualidad con orgullo, sin miedo al linchamiento, sabe llenar su cabeza de imaginativas conjeturas sobre la etimología de la palabra “paralelepípedo”, la desaparición del pueblo sumerio o la vida sexual de los invertebrados. Administra los minutos de tolerancia en la lectura de novelas ágiles y entretenidas, preferentemente decimonónicas, sin que distraigan su atención preocupaciones ordinarias, pensamientos negativos o tentaciones masoquistas. Pero la demora sólo debería ser un aliciente para que el impuntual se cultive durante esos largos viajes a su lugar de reunión. Para el puntual, el “tiempo muerto” de su espera podría aprovecharse de la misma forma, evitando caer en la

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trampa de aquellos defectos que critica: el desdén, el limbo y la ausencia inexplicables.

Así lo entendió Billy Wilder. No sin ironía, pero tampoco sin sustento, encomió la célebre impuntualidad de Marilyn Monroe. Wilder halló solaz e ilustración en el aparente defecto de la actriz. “Sobre la impuntualidad de Marilyn [confiesa Wilder] debo decir que tengo una vieja tía en Viena que estaría en el plató cada mañana a las seis y sería capaz de recitar los diálogos incluso al revés. Pero, ¿quién querría verla?[...] Además, mientras esperamos a Marilyn Monroe todo el equipo, no perdemos totalmente el tiempo[...] Yo, sin ir más lejos, tuve la oportunidad de leer La guerra y la paz y Los miserables.” Si la inercia de Bartleby (a la voz de “Preferiría no hacerlo”) movió a un abogado a contar la historia de su escribiente, qué no hubiera hecho, qué no hubiera preferido hacer, el caballero Wilder durante el retraso de la rubia.

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Punto de rompimiento

A Alejandro Crotto y Ezequiel Zaidenwerg

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“El hombre que dijo ‘Prefiero tener suerte que ser bueno’ vio la vida con profundidad. Las personas temen aceptar que gran parte de la vida depende de la suerte. Da miedo pensar que tan-tas cosas están fuera de nuestro control.

”Hay momentos de un partido en los que la pelota pega sobre la red y, por un segundo, puede irse hacia delante o hacia atrás. Con un poco de suerte va hacia delante, y ganas. O quizá no, y pierdes” (Woody Allen, Match Point).

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0—15

A insistencia de mis padres, consternados por la misantropía y la obesidad que amenazaba a sus hijos, mi familia terminó ins-cribiéndose al Club San Jerónimo, un deportivo que, durante la década de los ochenta, lo fue perdiendo todo: su reputación, sus numerosos miembros y accionistas, e incluso el dejo aristocrá-tico de su antiguo nombre, Club Cambridge.

Cinco canchas de cemento con alumbrado artificial y, debajo de ellas, una de frontenis, cuarteada y en desuso; una alberca semiolímpica sin trampolines, con chapoteadero y el agua inverosímilmente azul de tan clorada; dos baños, uno para hombres y otro para mujeres con vapor, sauna y casilleros; un gimnasio con la alfombra raída, las barras oxidadas y un espejo impactado; un restaurante bar más grande que el gimnasio; un salón de actos en la terraza, que despedía un fuerte olor a naftalina a través del ojo de llave de la puerta de acceso, siempre encadenada; una tienda de artículos deportivos que vendía todo (refrescos, chocolates, papas fritas, postales y pulseras) menos artículos deportivos; dos mesas de ping—pong sin red, una de pool y otra de carambola con el paño roto, un salón de gimnasia con la duela podrida y un teatro cuyas butacas funcionaban de martes a jueves como tendedero de toallas húmedas. Eso era todo: un deportivo atrofiado por goteras, óxido, hundimiento del suelo y corrosión; una pobre Cartago que parecía implorar unas ruinas decorosas y haber tenido, al menos, el triste honor de una guerra púnica.

Con mayor razón había que prepararse. Ante un sitio devastado como aquél, uno debía hacerse el fuerte (es decir, apocarse) con tal de aceptar su futura condición de escombro. “Qué hacer para mostrarse

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solidario / de la ruina”, se preguntaba el poeta español Aníbal Núñez. Y, como si no existiera otra solución, respondía: “Arruinarse.”

Así que mi madre, previa cita con el instructor de una clínica de tenis, nos llevó a mi hermano, a mi prima y a mí a comprar todo lo necesario en una tienda departamental: muñequeras de tela, camisas de manga corta, zapatos tenis, shorts, calcetines, pelotas, raquetas de grafito, antivibradores, empuñaduras para el mango y cintas protectoras. Mi hermano, mi prima y yo entramos de capa caída en la tienda, resoplando con amargura. Recorrimos los pasillos y rechazamos en silencio a los encargados, abatidos por la condena atlética que nos aguardaba.

Los tres salimos un par de horas después, presas de un sospe-choso espíritu deportivo, destilando una salud malsana por los poros, jugando a ver quién llegaba primero al coche sin jadear y con las bolsas llenas, deseosos de aumentar la pena por buen comportamiento...

Con el esmero de un niño que se viste para su primera comunión, me vestí de blanco un martes para mi primera clase: camisa con botón al cuello, shorts que apenas me cerraba en el bajo vientre, calcetines a la altura del nacimiento de las pantorrillas, muñe-quera y unos tenis cuya lengüeta, al oprimirse repetidamente, inflaba de aire las suelas para disminuir el impacto en los pies. Mientras mi madre apuraba a mi hermano y a mi prima, que aún no terminaban de hacer lo propio a media hora de empezar la clase, guardé la raqueta en su funda, me la colgué al hom-bro, bajé las escaleras y esperé en el umbral de la puerta con la mirada perdida en lo más hondo del jardín.

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A través de las copas de los árboles, vi a una ardilla sortear los cristales cortados que remataban, a falta de alambrado eléctrico, la barda. Temí a cada momento por la suerte de la ardilla, sobre todo cuando se posaba, inconsciente faquir, en las puntas filosas de los cristales. Sin embargo, bajó escalando la buganvilia, tocó la tierra húmeda, mojada por el aspersor, y se perdió entre el follaje pajizo de un bambú.

Lanzados por el grito de mi madre —que disolvió enseguida mi pasmo ante la gimnasia del roedor—, mi hermano y mi prima, irreconocibles, también uniformados de blanco y con raqueta al hombro, bajaron las escaleras y subieron al coche a toda prisa.

Mi madre y yo, su copiloto, fuimos los últimos en subir. Antes de que el Córdoba negro terminara de echarse en reversa, bajé el cristal y miré de reojo a Sol, nuestra cachorra bóxer, con un pequeño bulto oscuro que luchaba por zafarse de sus patas delanteras. En fracción de segundos, antes de que el portón se cerrara, pude distinguir una cola frondosa que sobresalía del hocico abultado de Sol, primero agitándose en veloz desorden, luego moviéndose con lentitud de un lado a otro, como una palma café que abanicara la mandíbula de la perra.

Ni bien mi madre frenó el coche a la entrada del deportivo, nos bajamos corriendo en dirección a las canchas de tenis. Al abrir a empujones la puerta de la número uno, el instructor nos hizo una señal con su raqueta desde el otro extremo de la cancha para que nos incorporáramos a una fila de diez niños que arrancaba a la mitad de la línea de fondo y llegaba hasta tocar un muro verde a espaldas nuestras.

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—Bueno, ¡ya cállense, carajo! —nos gritó el instructor mientras se colocaba la raqueta entre las piernas y batía las palmas—. A ver si siguen platicando después de darle cinco vueltas a las canchas. Tienen siete minutos...

Con ánimo casi inquebrantable, apilamos las raquetas y corrimos en torno a las canchas, sin que el despotismo del instructor lograra amedrentarnos. Pero no bastó nuestro coraje para ocultar la flaccidez de nuestra cobardía: invencibles en la primera vuelta, terminamos siendo tesoneros en la segunda, irregulares en la tercera, mediocres en la cuarta y desahuciados en la quinta.

A punto de llorar ante la frustración —precedida por el dolor de caballo, el sudor a chorros y un calambre en la pierna, por la certeza física de saber que no podría terminar—, hice una pausa para recuperar el aliento, eché la espalda hacia delante y puse las palmas sobre las rodillas flexionadas. A medio metro de mí, estaba la puerta de la cancha número cuatro, entrecerrada, osci-lante, como una atenta invitación a la fuga.

Qué hacer para mostrarse solidario con uno mismo. Desampararse. Sin dar explicaciones ni voltear a ver las caras de mis compañeros y del instructor, crucé la puerta. Con una fuerza insólitamente renacida, me eché a correr escaleras abajo hacia un jardín con resbaladillas y columpios, cerca de la cancha de frontenis cuyo enrejado, cubierto de planta trepadora, no ocultaba el caudal marrón de un vivero que arrastraba bolsas de basura, animales muertos y espuma de jabón. Mientras tomaba impulso con ambos pies para columpiarme, escapó un crujido

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de las suelas: sin querer, había aplastado una lagartija. Movido por un apetito involuntario de revancha, seguí aplanando con mis tenis la de por sí delgada pasta que había dejado su cadáver bajo mi suela.

Sin embargo, la cola había quedado intacta: larga, verde, oscura, escamada, tubular. Tiré de ella para desprender los restos adheri-dos de la lagartija con la intención de arrojarlos a la corriente del vivero, pero preferí guardarlos en un bolsillo del short como una rara y deslucida presea, un talismán en descomposición o una ruina preciosa que, frente a las otras ruinas que la circundaban, sólo yo había creado.

El jueves, terminadas con dificultad las cinco vueltas, mi maestro le pidió a un atajador que le tirara una pelota a cada niño para practicar el golpe de derecha. Al llegar mi turno, el instructor me apretó el antebrazo e indicó a regañadientes la forma en que debía pegarle a la pelota: trazando una media parábola con la raqueta de abajo a arriba y un giro de muñeca de noventa grados. En cuanto la pelota tocó el encordado, se escuchó un chasquido: las cuerdas se habían roto.

—Y ésta es tu primera clase... Imagínate lo que falta —me dijo el instructor, sonriendo.

Mientras él hablaba, noté que un hueco se abría entre sus dientes superiores y dejaba ver la campanilla vibrando en la garganta, como si fuera un animal moribundo que luchase por salir de aquella boca.

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15—15

Antes que un hombre de hechos, el poeta es un hombre de pala-bras, lo cual revela una contradicción de oficio: la palabra no es un tesoro que se encuentra con poner pie en el mundo y seguir el destello que llamó nuestra atención desde la ventana, sino el origen de una luz que se busca en lo más pronunciado de una cuesta, en lo más escarpado de una montaña, en lo más recón-dito de un bosque. Al no estar dada de facto, la palabra del poeta no sólo es el resultado de la unión entre idea y ritmo, entre sím-bolo e imagen (aunque sin ellos la palabra perdería su razón de ser); hay mucho de tensión, músculo y energía en ella. Por más que defina el rumbo y diseñe la estructura de un poema, el pen-samiento no puede amodorrarse ni llevar una vida sedentaria: debe ejercitarse en la escritura si no quiere convertirse en la víctima de una morbosa obesidad; si no quiere que idea, ritmo, símbolo e imagen sufran de esclerosis; si no quiere que un pen-támetro yámbico se transforme en pie diabético. Una filosofía de la composición no sustituye a la composición misma. Sería tanto como afirmar que los buenos deseos formulados cada víspera de año nuevo priman sobre la constancia y la fuerza de voluntad con que deben ponerse en práctica.

“Pienso en el poeta como un hombre de proezas, igual que un atleta”, señaló Robert Frost, el mayor heredero durante el siglo XX del romanticismo inglés y su bucolismo hiperactivo. Frost fue ejemplo de su propia afirmación: sus actividades de alto ren-dimiento lírico jamás lograron sofocar las diarias caminatas kilométricas que el poeta emprendía en Nueva Inglaterra. Por el contrario: gracias al hemistiquio de aire que separa una pierna de otra, al ritmo simétrico del paso que tuerce su andadura para

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salir o adentrarse en “los bosques de símbolos”, según Baudelaire, la poesía de Frost no se detiene, literalmente, en contemplacio-nes. Si bien reconoce que una misteriosa inspiración es el origen de aquella luz “versada” o que la profundidad umbría del sueño desemboca en el claro de la belleza, la poesía del estadounidense es partidaria de la expiración (o transpiración) y de la superfi-cie iluminada de la vigilia. Como lo advierte Frost en la última estrofa de “Haciendo un alto en el bosque una noche nevada”:

El bosque es bello, oscuro y muy profundo,

pero tengo promesas que cumplir

y millas por andar antes que duerma,

y millas por andar antes que duerma.

Esas miles de millas que anduvo Frost no fueron las únicas culpables de su prolongado insomnio. El poeta nacido en San Francisco jugó tenis y softball hasta bien entrados los ochenta de los ochenta y ocho años que llegaría a vivir, prácticamente todos ellos con salud, lucidez y escritura copiosas. Una vida en verdad matusalénica si consideramos que el poeta ha sido siempre el menos longevo de los artistas —fuera, claro está, de los nonagenarios Pablo Antonio Cuadra, Rafael Alberti, Dulce María Loynaz, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Gerardo Diego y Dámaso Alonso, o de Carl Rakosi y Germán List Arzubide, que festejaron el siglo.*

*Al respecto, James Kaufman, director del Instituto de Investigación del Aprendizaje de la Universidad Estatal de California, realizó un curioso estudio: analizó la edad promedio de muerte de casi 2 000 escritores prestigiados, nacidos en América del Norte, China, Turquía y Europa del Este. El levantamiento hecho por Kaufman reveló que los poetas estudiados vivieron un promedio de 62.2 años; los escritores de no—ficción, 67.9; los novelistas, 66, y los dramaturgos, 63.4. El investigador dio sus conclusiones a The New York Times en torno a estas cifras: “Si uno rumia mucho, es más probable que se deprima, y los poetas se la pasan rumiando", señaló Kaufman. “Su trabajo es solitario y explora ámbitos subjetivos, emotivos, generalmente asociados con la inestabilidad mental”, agregó.

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Pese a las apariencias, Frost no fue una excepción entre colegas y coterráneos: Ezra Pound, Randall Jarrell y Theodore Roethke eran tenistas quizá no eximios, pero sí apasionados. Por desgra-cia, no existe ningún retrato (ninguno conocido, al menos) de su afición a ese deporte menos blanco que la hoja en que escribieron. Sí poemas y versos aislados, también aforismos y anécdotas, pero no una imagen de su desempeño en la cancha. Como si al entrar en ella, el poeta fuese expulsado del mundo (o la república) de lo visible e ingresara de nuevo en la oscura caverna platónica que había abandonado. Como si el lugar de las reapariciones clandes-tinas del poeta fuese su escritorio, mientras él se lleva las patas de sus lentes a la boca, eleva la vista por encima del rocío que se acumuló en el alféizar, frunce el ceño y cruza la pierna para disi-mular, así, la vulgaridad cetácea del vientre y la papada.

15—30

Lo importante en el tenis no era ganar terreno, sino competir para perderlo paulatina e inexorablemente.

Avanzar desde el fondo de la cancha con ataques y devoluciones hasta que el partido se convirtiera en un modo vertiginoso del desgano; avanzar, digo, hasta la red, dominar al contrincante con remates o “dejaditas” y ganar en escalada punto tras punto, era materia de sembrados y cabezas de serie, no de un grupo de niños que, como yo, esperaba su turno para devolver el servicio de Pablo Abundis, el instructor: un hombre chaparro y maduro, oblicuamente ebrio, con las facciones endurecidas y los ojos vidriosos de tanto recordar, entre una indicación y otra, el par-tido más memorable que disputó en su vida.

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(Era de noche y amenazaba con llover a cántaros. Un bochorno le molía las articulaciones y poblaba de ronchas su piel, teñida de rojo por la violenta comezón. El alumbrado le pegaba en la cara, cegándolo. Las cuerdas de su raqueta de madera, como un temible vaticinio, se habían roto al iniciar el segundo set. Lo perseguía un enjambre de moscos, inquisitivo como la mariposa que cruzó por la cancha de tenis del Hotel Champion donde la Lolita de Nabokov se disputaba la clasificación de su belleza.

Marcador final del partido en la Copa Davis: 6—0, 6—2, 6—2, favor Estados Unidos. La derrota, al menos, había sido modesta: en dobles y octavos de final. Sin embargo, Abundis confesaría que a Raúl Ramírez, su pareja —único mexicano, junto con Rafael Pelón Osuna, en figurar alguna vez entre los cinco mejores tenistas del mundo—, lo sorprendió la posibilidad real de la victoria y, sobre todo, la envidia al talentoso debutante que era él.)

Claro está que nosotros, niños todos con raqueta de grafito en mano y vestidos a la usanza subversiva de André Agassi, buscá-bamos tener un saque incontestable, el slice o “machete” más certero y la derecha más rotunda; queríamos ser las nuevas figuras del tenis mexicano y destronar a las promesas incum-plidas de Luis Enrique Herrera y Leonardo Lavalle, pero Abundis incentivaba más nuestro desánimo que nuestro talento. Y tenía razón. Los demás instructores inflaban sin escrúpulos la autoestima de ancianas millonarias en visera y minifalda, inca-paces de correr hacia la red o de pegarle a la pelota sin sentir el odio de sus várices o artritis; estimulaban la arrogancia del ban-quero o el político, acostumbrado a que la respuesta se colocara suave y cronométricamente a su derecha. Estos instructores

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—demasiado atléticos, demasiado jóvenes y demasiado sobrios— inflaban al eterno amateur, condenado a la ovación de un subal-terno. Abundis no. Hoy agradezco su pesimismo para hacernos desistir del penoso futuro que nos aguardaría: acumular trofeos interclubes, estatales, nacionales y panamericanos para ter-minar perdiendo en campeonatos estadounidenses y europeos de circuito profesional, volver a casa con la cola entre las patas pero con la cabeza en alto, anunciar a los treinta años el retiro en una rueda de prensa para reporteros chovinistas y, quizá, con los años, engrosar la filas de la naciente burocracia del deporte dirigiendo la Federación Mexicana de Tenis. Mejor ahorrarnos la vergüenza de un triunfo por défault y quedarnos a pulir las fallas de nuestro juego, los futuros reveses a dos y cuatro manos.

(“Pero hubo un momento —me confió Abundis mientras lan-zaba a los arbustos otra lata vacía de cerveza, dejaba escapar un eructo y encendía un cigarrillo, sentados en las gradas de la cancha número uno, viendo cómo caía la tarde y se prendía, a lo lejos, el alumbrado de la número cuatro—, hubo un momento en que Raúl y yo estuvimos tan cerquita de perder...”)

30—30

Llama la atención que de Frost, así como del compositor Arnold Schönberg y del narrador Vladimir Nabokov —este último profesor de tenis en su juventud—, no queden sino fotos donde los tres figuran practicando deportes mucho más excéntricos que el tenis (en el caso de la pareja conformada por Frost y Nabokov) y la natación (en el de Schönberg), como se aprecia en la siguiente galería:

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Nabokov en guantes de boxeo, elevando el puño izquierdo

en posición defensiva, en un gesto que recuerda la dureza

prosaica de Hemingway (Giuseppe Pino, 1973).

Arnold Schönberg conectando un revés con la raqueta de

ping—pong en la diestra, sin que nada en su atuendo recuerde la

teoría de los doce tonos (Felix Khuner, 193?).

Robert Frost al bat en un juego de softball, pegándole

a la sombra de la bola con ayuda de sus lentes oscuros

(colección privada de Peter J. Stanlis Frost, 1940).

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De los tres artistas retratados, Frost es el único que no está inmóvil. Nabokov, peso completo, posa para la cámara, rígi-damente concentrado. Schönberg, con la mano izquierda ali-neada a la costura del pantalón, parece una estatua con una raqueta fundida en su mismo bronce que estuviera por recibir el impacto de una pelota.

Frost, en cambio, tiene el bat, la mano y el pie derechos fuera de foco, señal inequívoca de un movimiento en forma. Y hablar de movimiento en forma, tratándose de Frost, no es exagerado; es una licencia poética. La presencia de la bola no es probable, sino inminente. De haberse ampliado el encuadre, el espectador ya hubiera calculado su velocidad, distancia y trayectoria. Lo mismo ocurre en los poemas de Frost: sus instantáneas capturan un mundo que no posa ni reposa; el movimiento formal le otorga la inminencia, y no la posibilidad, de ser lo que se anuncia. La palabra no aparenta: aparece. Corre hacia el origen remoto de su propia luz, hacia la cosa misma que encarna. Home run.

Uno podría preguntarse si Frost le pegó a la pelota. El poeta tenía 66 años y usaba lentes oscuros para proteger su vista del restallante sol de Vermont. Sin el apoyo de las líneas matemáti-camente trazadas de la cancha de tenis, la del viejo Frost era una carrera con obstáculos; o sea, una carrera libre, tan arriesgada-mente libre, como jugar tenis en campo abierto, como escribir poesía sin metro ni rima.

“Escribir en verso libre es como jugar al tenis con la red abajo”, sentenció Frost. Pero haber jugado al softball en aquellas condi-ciones era tanto como no tener una red en la cancha ni medidas

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acentuales en el verso. La foto, entonces, consiste en una doble imagen: la pelota que Frost vio con sus lentes oscuros, y que el espectador sólo puede concebir si amplía su marco de mirada, es un enigma móvil que el poeta registró con ojos oscurecidos por la realidad, y que el lector puede dar a luz si prescinde, como Eugenio Montale, de “conexiones, reservas, / subterfugios, esas humillaciones del que cree / que lo real es eso que se ve”.

Con un poco de suerte, Frost conectó un cuadrangular, y ganó el partido. O quizá no, y lo perdió. En cualquier caso, confió en la sombra lejana de las cosas antes que en sus falsos brillos inme-diatos. Por eso para David Shapiro, sabedor de la idea frostiana,

Jugar sin red

no es una idea tan mala.

Qué tal si los

vestidos del Emperador

fuesen muy buena idea,

como el pintor me dijo.

Jugar al tenis en la oscuridad:

muy parecido a la poesía.

Jugar al tenis al caer

las hojas en otoño también

se le parece mucho a la poesía.

El tenis es un juego;

por tanto, no es poesía.

Y tampoco es un sueño,

lo opuesto de la estupidez.

Sino “la

danza que articula los órganos

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del habla”. Lo juegas

en un campo, en el campo

visual que carece de ojos.

Lo juegas contra un muro,

te rebota sin fin.

Eres un jugador de tenis por el día.

El afamado Otro se despierta de noche

con vientos y violines

que a ti y a mí nos borran.

Las amistades se dispersan.

Grabas la cancha

de tenis, enmallada como las botellas.

Aletea la red, como

la fe en la melancolía.

Tan sólo el hombre de negocios

está seguro, como un

antiguo metro que acentúa.

Jugar al tenis sin

red no es una idea tan pobre.

Jugar al tenis en la

oscuridad se le parece mucho a la poesía.

(“En una cancha de tenis”)

30—40

—Aquí no se viene a repasar lo de la escuela —me dijo Abundis tapándome el sol de frente, mientras yo leía una corpulenta antología de Neruda en tapas blancas—. Ya levántate y ponte a correr, que pasado mañana hay torneo en el Club Terranova.

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Aunque faltaban diez minutos para el comienzo de la clase, obedecí de inmediato. Metí el libro en la funda de la raqueta, me levanté, me sacudí el polvo acumulado en la parte trasera del short, me llevé los puños cerrados al pecho, respiré hondo y comencé a correr las vueltas de rutina.

Hasta el momento en que crucé de nuevo por la puerta de la cancha número cuatro y la vi entrecerrada, tal y como la encontré durante mi primera clase, me di cuenta de que llevaba cinco años corriendo la misma distancia cada martes y jueves en torno a las canchas, intentando en vano aumentar la potencia del primer servicio y consolidar la puntería del segundo. Cinco años de una clínica de tenis para incompetentes que —vaya colmo— no daba más de sí. Cinco años de regaderazos de agua tibia al concluir la clase; de esperar con mi hermano y mi prima, sentados en el sofá del lobby, recién bañados, hambrientos y con sueño, a que concluyeran los aeróbicos o el círculo de lectura de mi madre. Cinco años de jugar y perder contra los mismos contrincantes: César, El Chícharo, cuyos dientes superiores de castor y pecosa robustez movían al adversario a sentimientos piadosos, que César aprovechaba para aplastarlo sin piedad; Daniel, El Daniboy, un junior verdaderamente junior, casi enano, de voz ronca como la de un fumador empedernido y agudos berrinches como los de su hermana; Hugo, El Neandertal, un niño reducido a huesos, de cráneo y dentadura prominentes, que sostenía la raqueta como si cargara el peso de sí mismo.

Aquel torneo del Terranova fue el último que jugué antes de retirarme a los catorce años. A la llegada de mi pubertad ya la sucedían, una a una, las promesas del ingreso precoz a la

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preparatoria: cigarrillos, borracheras, desveladas y eyaculaciones, un taller de teatro y una poesía cursi, prolífica y febril. Tal vez por eso, la derrota que sufrió el San Jerónimo me había dejado satisfecho entre puras caras largas. Ya en el camión, cundido el silencio de mis compañeros que miraban por las ventanillas, saqué a Neruda y me puse a leer Estravagario. Desde la primera fila, Abundis me miró de reojo, chistó imperceptiblemente, se incorporó a su asiento, ladeó la cabeza, bajó la gorra a la altura de los ojos, se cruzó de brazos, apoyó la sien derecha en el hombro de Clarita, su asistente, y se quedó dormido. Pronto sus ronquidos sustituyeron el fúnebre silencio de los derrotados con una paz que parecía eterna, mientras el camión dejaba atrás Copilco El Bajo.

Me había prometido leer de una sentada los miles de versos restantes de la antología durante el recorrido, pero antes de perder la cuenta,

(Entre los héroes paso

recién condecorados

por la tierra y la pólvora

y detrás de ellos, muda,

con tus pequeños pasos,

eres o no eres?)

me ganó también el sueño.

40—40

(François Truffaut, La mujer de al lado, 1981.) Al centro de la toma, una mujer madura. Sentada de espaldas y en posición transversal

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a unas canchas de tenis, dice a la cámara: “Yo soy Odile Jouve. ¿Ustedes creen que soy jugadora de tenis? Pues se equivocan.”

Odile Jouve se levanta de la silla y avanza lentamente por un corredor. Lleva sostenes ortopédicos. Cojea. Décadas atrás, había intentado suicidarse tirándose de la ventana de su apartamento. Sin éxito. Prefirió ser buena que tener suerte. Por amor.

En su último punto, el tiro de la joven tenista Odile bien pudo quedarse en cancha propia, y ella perder la vida. Pero la pelota cruza la red y Odile, irremediablemente, pierde.

VENTAJA FUERA

Dos caminos se abrieron en un bosque amarillo,

y apenado por no tomarlos a la vez,

por ser sólo un viajero, paré por largo rato

y miré uno de ellos tan lejos como pude,

hasta donde se tuerce por entre la maleza;

entonces tomé el otro, igualmente atractivo,

el cual, quizá, tenía la mejor oferta,

pues abundaba en pasto y quería ajetreo

aunque, sobre ese punto, el tránsito de allí

lo había desgastado más o menos lo mismo.

Y ambos, esa mañana, estaban igualmente

tapizados de hojas que nadie había pisado.

¡Oh, reservé el primero para algún otro día!

Sin embargo, sabiendo que un camino da a otro,

tenía mis dudas sobre si debería volver.

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Con un suspiro habré de estar contando esto

en algún lado, dentro de siglos y de siglos:

Dos caminos se abrieron en un bosque y yo...

Yo tomé aquél que era el menos transitado,

y eso es lo que ha hecho toda la diferencia.

(Robert Frost, El camino no tomado)

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El alma elefante

Pan duro y circo chino, lo insólito perdió la aristocracia de su etimología: lo desacostumbrado. Antes que la búsqueda del bien común o el ejercicio de la tolerancia, hoy las capacidades insóli-tas del hombre consisten la resolución de una raíz cuadrada de cincuenta dígitos o la recitación al revés del himno mexicano. El hombre insólito se ha reducido a un fenómeno de masas, a un sujeto de condiciones físicas excepcionales. Pero, ¿podría-mos asegurar que un faquir que devora seis alfanjes o una mujer barbuda constituye algo insólito? Nada más común y corriente; nada más a la usanza del morbo en noticiarios, chistes, películas,

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tabloides y comerciales que la exhibición de estos engendros. De tanto socavar nuestra fantasía, ahora nos parecen una impru-dencia, un alarde de singularidad, una forma obscena de llamar la atención.

Se pensaría que lo excepcional ha vuelto a ser el hermano gemelo de lo extraordinario. Por desgracia, la solución es tan patética como el problema mismo: suplimos el gastado concepto de lo insólito con novedosas deformidades que ni siquiera son responsabilidad de la genética, sino de catástrofes nucleares como las de Hiroshima o Chernobyl. El hombre no ha sabido poner una nota menos burda de distinción. Su capacidad de sorpresa ha ido corrompiéndose a tal punto que busca en las deformidades físicas la conmoción del alma.

El arte podría ser un antídoto eficaz contra este veneno. Pero el arte, como la verdad, incomoda —aunque sea una lúcida inco-modidad, una comezón de la sabiduría—. Sólo en la medida en que aceptemos que su sorpresa revelará nuestras deformidades, el arte nos dará el estremecimiento que buscamos.

Lo insólito se encuentra en cama. Es hora de estimular sus miem-bros y enderezar su columna. Es hora de que se alce, dé un paso y luego otro, hasta que salga de nosotros a la velocidad del rayo. Su postración lo ha desfigurado al punto de volverlo irreconocible.

Alumbrémosle el rostro; ha pasado demasiado tiempo en la más absoluta oscuridad. Sobre todo, démosle un espejo para que pueda verse. Lo insólito no podría impresionarnos más que nuestro propio reflejo iluminado.

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Historia de mi hígado

No debí salir aquella noche. Pese a haber dormido el sábado por más de quince horas, sentí una violenta e inexplicable fatiga cuando me levanté de la cama y entré a la regadera. Una fatiga semejante al vértigo de la montaña rusa, cuando el pavor a las alturas nos hace olvidar el primer y terrorífico descenso. Sin embargo, al salir de la casa, el viento de la noche pareció reponer mis energías.

Horas después, sentado frente a la pista de un antro en Ciudad Neza, veía bailar a mis amigos, quienes, entre una y otra

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canción, me hacían señas para que los acompañara. Sostenía en mi mano derecha un güisqui tibio e intacto. Cada vez que mis amigos volteaban hacia mí, daba un pequeño sorbo y les sonreía sin intención alguna. Bastaba con oler el güisqui o prender un cigarrillo para sentir náuseas.

Sobre todo, no debí verme en el espejo. Antes que la danza fol-clórica de dos travestis ebrios, lo que saltó a la vista fueron mis ojos amarillos en un segundo plano. No sin consuelo, pensé que todo era producto de las luces. Pero éstas, proyectadas por una caja minúscula y abollada en el techo, apenas cubrían el perímetro de la pista. Yo estaba detrás, a oscuras, y mis ojos brillaban con luz propia. Como un oráculo chillón, Rocío Banquells cantaba:

Fue por locura,

fue pura insolación.

Una aventura,

deseo sin amor,

un accidente, una cita en un hotel.

Fue puro sexo. Dile, luna,

que le quiero sólo a él.

Hubiera seguido observándome de no ser por la mirada fija pero inexpresiva que me dirigió un tipo de pie en la barra. Tras cubrirse la boca con el dorso de la mano, le dijo unas palabras al cantinero, que volteó a verme y asintió mientras llenaba dos caballitos de tequila y yo me levantaba para ir al baño. Antes de entrar, pude ver cómo ladeaban la cabeza al mismo tiempo, en señal de una misteriosa desaprobación.

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Tú, luna mágica,

convéncele de que debe volver.

Si vuelve el sol y vuelve el día

y vuelves tú también,

¿por qué no iba a regresar hoy él?

Quise prender la luz, pero el foco estaba fundido. Mis ojos pare-cieron iluminar el camino al privado. Presa de un súbito mareo, permanecí inmóvil, en cuclillas, abrazando la taza sin poder vomitar. Inmóvil, como el último vagón de la montaña rusa antes de iniciar su descenso.

*

Sin dar los buenos días, mi madre dijo la mañana del lunes que yo no estaba bien. Tras abrir mis ojos con ayuda de su pulgar e índice, me espetó: “Están muy amarillos. A mí se me hace que tienes hepatitis.”

“¿Cómo?”, le repuse. “¿No la tuve de niño?”

“Sí”, contestó, “pero estoy segura de que es el hígado. Se lo comenté a tu papá y él le preguntó al médico de la oficina. Acaba de llamarme por teléfono y anoté las pruebas que te deben hacer —y a continua-ción extrajo de sus pantalones un papel doblado junto con dinero—. Vete ahora mismo al hospital a sacarte sangre.”

Obedecí. Al llegar, me dirigí al laboratorio. Mientras anotaba mis datos en una hoja, abrí el papel doblado y, antes de exten-dérselo a la cajera y pagar los exámenes, pude leer:

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—Perfil de hepatitis A, B y C.

—Perfil de funciones hepáticas (transaminasas y bilirrubinas).

“¿Pedro Hernán Bravo Varela?”, escuché a una enfermera pre-guntar desde un cubículo de toma. “Sí, soy yo”, respondí. “Acompáñeme”, repuso ella.

Una vez ahí, la enfermera repitió la orden del papel: “Perfil de hepatitis y de funciones hepáticas, ¿correcto?”. “Sí”, confirmé.

“No me tardo ni un siglo”, dijo entre risas, amarrándome una liga de plástico en el bíceps, para después mostrarme la aguja sellada que insertaría en mi antebrazo.

*

Inició el descenso. Las transaminasas y bilirrubinas, según los análisis, estaban por las nubes. Llamadas a mi prima Martha, oftalmóloga que vive en San Antonio; a mi primo Alfredo, médico general que vive en Celaya; a Jorge Iturralde, cirujano y gastroenterólogo; a Armando Cabrera, hepatólogo e investi-gador, hijo de un amigo de mi padre que pudo interpretar, una vez leídos los resultados, mi padecimiento: no la hepatitis A de infancia, sino hepatitis B en fase aguda.

Mis padres me mandaron inmediatamente a la cama. Dieta magra sin sal ni cigarrillos. Baños de cinco minutos cada ter-cer día, sentado en una silla de plástico. Cubrebocas obligatorio para entrar en mi habitación. Guantes para recoger la basura y los platos sucios, para cambiar las sábanas teñidas de amarillo.

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Aunque mi primo no era especialista, aconsejó inyecciones de interferón, una proteína secretada por el sistema inmunológico que impide la replicación de diversos virus —entre ellos, el de la hepatitis B—. Iturralde desestimó en una primera y única con-sulta el diagnóstico de mi primo, arguyendo que dichas inyec-ciones debían aplicarse en pacientes crónicos y que sólo tenían éxito en 30 o 40% de los casos. Iturralde también recetó medi-camentos y reposo absoluto por cuatro meses. Cabrera se opuso terminantemente a ese diagnóstico y recomendó al “mejor hepatólogo de México”: David Kershenobich.

Por si faltaran sobresaltos, a la mañana siguiente Martha envió a mi padre unas veinte páginas de literatura médica sobre hepa-titis B. Entre ellas se encontraba el siguiente pasaje:

El virus de la hepatitis B se propaga a través de la sangre, el semen,

los flujos vaginales y otros fluidos corporales. Los síntomas inicia-

les pueden abarcar:

• Fatiga.

• Náuseas y vómitos.

• Piel amarilla y orina turbia debido a la ictericia.

Tocaron a la puerta. Era mi padre.

Sin ponerse el cubrebocas, tomó una silla y se sentó frente a mí, al pie de la cama, doblando la pierna y aclarándose la voz.

—Hijo —me preguntó—, ¿sabes cómo pudiste haberte contagiado?

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—No tengo la menor idea —respondí entre lágrimas, sin poder verlo de frente—. No lo sé.

—Ay, hijo, ¿qué hiciste? Mírate nomás.

—Papá, no sé qué decir.

Pero sí sabía. Me hubiera gustado palomear las partes más decentes del artículo y dejar en blanco las menos decorosas para él. Darle una lista con los nombres de gente sospechosa. Llorar juntos y en silencio al terminar mi confesión. Abrazarlo como una forma indirecta de mostrar mi cariño culpable. Jurarle que ya nunca más, pero que me dejara cantar la canción de la Banquells para despedirme de los escenarios.

*

Antes consideraba al cuerpo mi más discreto cómplice. Aun en los instantes de mayor plenitud, debía conformarse con ser testigo presencial de sus mismas obras. Cuánta nobleza: permitir tres orgasmos en una sola noche, la digestión de una comida interminable, una proeza atlética o el saldo blanco de un fin de semana en los más bajos fondos sin pedir nada a cambio, sin protagonismos —y, sobre todo, sin antagonismos.

Pero en la hepatitis nada más íntimo e intransferible, nadie más intruso e indiscreto, que mi cuerpo. Una vez convertido en la única historia que sabía contar a los demás, ya no hubo manera de alejarlo, mantenerlo a raya, ponerle límites. Tuve que hacerme uno con él. Abandoné a los otros que engendré en

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la salud para ser éste que soy. Éste, recién casado en la pobreza con su cuerpo de siempre, sin saber cómo mantenerlo.

“Me siento como una criatura mitológica cuyo torso estuviera encerrado en una caja de madera o de piedra y, poco a poco, se fuera entumeciendo y solidificando [confiesa un sifilítico Alphonse Daudet en su diario En la tierra del dolor]. A medida que la parálisis va apoderándose de él, de abajo a arriba, el enfermo se vuelve un árbol o una roca, igual que una ninfa de Las metamorfosis de Ovidio.” Más allá del reposo absoluto, de la reclusión por tiempo indefinido, el paciente queda confinado a una cárcel de mínima seguridad. Sin poder huir de la preocupación de las consultas, los exámenes y honorarios médicos; del dolor que lo entume y solidifica, resguarda el tesoro de su progresiva inmovilidad. Un tesoro que no puede heredar a nadie porque en su interior oculta algo vivo, como un insecto en una gota de ámbar; un patrimonio formado con tesón, horror y fe. Ese patrimonio en disputa no es otro que su cuerpo: el cónyuge que lo visita, la celda que lo resguarda, el único título de propiedad del que podrá disponer cuando termine su sentencia.

*

A mediados de diciembre de 2003 fui con el Dr. Kershenobich a la Clínica Lomas Altas, una torre médica ubicada en la salida a Toluca. Cuando bajamos del coche, mis padres pidieron en la recepción una silla de ruedas para mí. Subimos al piso once y, antes de que cerraran las puertas del elevador, me vi de reojo en sus cristales: los tenis suspendidos en el reposapiés, las manos entrelazadas sobre la rodilla izquierda, las ojeras disimuladas por un tapabocas. Todo un enfermo profesional.

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Señor, he aquí, el que amas está enfermo.

—Pero qué dramático —exclamó Kershenobich al recibirme en la sala de espera.

Esta enfermedad no es para muerte, mas por gloria de Dios.

—Quítese el tapabocas y levántese de ahí, que no es para tanto.

Y el que había estado muerto, salió, atadas las manos y los pies con vendas; y su rostro estaba envuelto en un sudario.

—En primer lugar, no vuelva a ponerse el tapabocas: usted no es un foco ambulante de infección. En segundo, quiero que salga de aquí por su propio pie: está enfermo, pero no desahuciado.

Desatadle y dejadle ir.

*

Y me volví la memoria de las fiestas, la botella de agua sin men-saje que flotaba en el mar turbulento de los antros;

y vi a amigos sucumbir ante la genialidad del alcohol, seguros de que yo sería su escriba, su mejor y único albacea, antes de que el sueño nos igualara;

y vi a modelos de revista perder el equilibrio, sonreír con impa-ciencia a las tres de la mañana, llegar a mí con la esperanza de que sabría contemplar en su interior inútil pero hermoso;

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y vi la peste por doquier, asolando hoteles sin estrella, vagones de metro, cuartos oscuros, presentaciones de libros, citas a cie-gas y juntas de comedores compulsivos, sexoadictos y alcohóli-cos anónimos;

y oí a María, montada en la yegua del champán, decir al otro lado del teléfono: “El mar es azul y yo soy infinita”;

y oí a Jorge, amigo entre poetas y poeta entre amigos, decir mientras bebía un güisqui a mi salud: “Dame tu edad y quemo el mundo”;

y oí a mis padres repetir la misma frase: “Esto es lo mejor que pudo haberte pasado”.

*

Llegado el momento, ¿qué preferimos: una honestidad desbor-dante o pudorosa? Los cínicos escogerán la primera. Los aprensi-vos siempre optaremos por la segunda.

La pregunta, claro está, se refiere a las consultas médicas. Sentado frente al doctor que le escucha inexpresivamente, lo que anhela todo aprensivo es una contradicción: que lleguen las buenas noticias sin decir “agua va”, al más puro estilo del rea-lismo sucio, o las malas con una retórica lenta y piadosa.

Kershenobich jamás compartió esta opinión durante los cinco años que fui su paciente. Tanto para las buenas noticias como para las malas, era directo, puntual y sin matices. Puras

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verdades expeditas, carentes de imaginación o humor. Vestido en tonos pardos, enfundado en una bata corta y raída, luciendo zapatos ortopédicos, revisaba su bíper y atendía el teléfono mientras interpretaba mis últimos análisis. “Sus transamina-sas están en niveles normales —lo escuché decirme, sin grandes variaciones, en consulta—, pero aún no aparece el anticuerpo de su hepatitis. Vuelva a hacerse estos análisis y regrese en seis meses. Ni una copa de vino ni sexo sin protección.”

Hoy no puedo más que celebrar el método de Kershenobich. ¿Y si él hubiera sido todo sonrisas y esperanto médico? ¿Y si en la época aguda de mi hepatitis hubiera maquillado los peligros de mi situación con tal de granjearse mi simpatía, de venderme una tranquilidad a plazos?

Llegado el momento de leer, cínicos y aprensivos preferimos intercambiar lugares. Los primeros, que van por la vida como apóstoles de la crudeza, se inclinan por el paisajismo espiritual, por el arabesco de una frase, por la morosa voluptuosidad de un adjetivo. Los segundos —a los que, parafraseando a Eliseo Diego, nos apocan los presagios pequeños— le rendimos pleitesía a la literalidad, a la oración nerviosa y breve, al estilismo de tomar-nos el pelo. Unos y otros, eso sí, dependemos de una condición para efectuar aquel “salto al vacío”: que los cínicos de pronto fantaseen con hacerlo como los derviches; que los aprensivos podamos concentrarnos en los males y culpas de los otros sin sentirnos aludidos. Así, una transmutación exitosa dependerá de que los cínicos enfermen y, en su vulnerabilidad, tengan corazón para leer novelas ejemplares; de que los aprensivos nos curemos y, en nuestra beatitud, tengamos vísceras para leer cuentos crueles.

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Alguna vez, sentado en la sala de espera de Kershenobich, leí un artículo sobre los egipcios en una revista médica. Según el texto, los enamorados tenían la costumbre de decirse “te quiero con el hígado”. Recién salido de una relación y a punto de entrar a consulta, la frase no sólo me pareció falsa, sino de pésimo gusto.

*

Semanas después, me contradije y escribí este poema:

TANTA LUZ AMARILLA DUELE AHORA

Hepatitis B

—Los ojos de quien esto,

como lobos.

Allá abajo, mis padres

con su brindis la víspera

del año nuevo,

pidiendo por el alta

de su hijo.

Las uvas, a las doce.

Y el 13, yo, solapas

de un traje a mi medida,

que a fuerza de unos parches

fui solar,

pericia en ictericia.

—Cuarentena por dos,

caído el veinte.

Noé

tapando el agujero

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en la madera

de padre o de patriarca

que tuve hasta polilla.

—Lo que siguió después

(muy vago, bíblico)

cayó en reposo,

a la altura

del hígado paciente,

hospitalario.

—Te quiero con el hígado,

mentaban ficus, gansos,

faraones,

la orina oscureciéndose

y el pobre de Roberto,

el detective

que no encontró a Beatriz

sino a su amor hepático,

imposible.

—“Jamás una desgracia

fue tan luminosa

o amarilla

como la cara

que le vieron

al asomar

algunos girasoles,

las manchas

de un sol que interfería

en sus asuntos

con la Voz,

muy cerca de Damasco,

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cuando lo madrugaron,

camino de la carne.”

—San Chárbel, fiel amigo:

no lo llames;

dado a la trampa,

asiste su caída.

De haber sabido,

nunca hubiese

cruzado la frontera

con su gomorra flor

de contrabando

el mero día

de quedarse estatuas.*

*Hay seis voces a lo largo del poema.

La primera es un retrato moral, sexual y físico del enfermo en cama, la noche del 31 de diciembre de 2003.

La segunda es una parábola donde el enfermo es comparado con Noé, que reúne pecados por parejas en el arca de su cuerpo.

La tercera es una acotación previa a la toma cerrada del convaleciente.

La cuarta es una historia abreviada del hígado. Al final, se habla de Roberto Bolaño, autor de la novela Los detectives salvajes, que murió a causa de una insuficiencia hepática.

La quinta es un anuncio de la enfermedad que se vincula con la famosa visión de Pablo de Tarso, temido perseguidor de cristianos a quien, según el libro de los Hechos, “le rodeó un resplandor de luz del cielo”. Cuando caía a tierra, cegado por el resplandor, escuchó a Jesús reclamarle: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”

La sexta es un rezo a Chárbel Mahlouf, santo libanés a quien el sujeto omnisciente del poema agradece haber intercedido por él ante la Santísima Trinidad para su curación.

Las seis voces, por separado o en conjunto, son mías —lo cual prueba que todo, hasta la sinceridad, es un montaje.

Por eso hay que confiar en la sinceridad de los extraños. Aunque se monten sobre ti, aunque te enfermen.

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*

“Aún no aparece el anticuerpo de la hepatitis. —Solía decirme Kershenobich sin quitar la vista de su bloc de recetas:— Hágase de nuevo un análisis de transaminasas, un perfil de funciones hepáticas completas y vuelva en seis meses”.

Cuestión de método, afirmarán algunos. Cuestión de estilo, reprocharán otros. A la luz de mi curación, el discurso de mi hepatólogo me parecía el más deseable por su sinceridad y laco-nismo. Cierto: el desapego y la ambigua moraleja de su evalua-ción eran innecesarios, pero hoy seguiría prefiriéndolos al buen trato de Iturralde. A diferencia suya, Kershenobich me ordenó dieta libre, reposo relativo, vigilancia, abstinencia alcohólica y de prácticas sexuales de riesgo. Fue él, hombre de pocas palabras sin consuelo, quien me salvó la vida.

No resulta difícil comparar a Iturralde con César Aira y a Kershenobich con Roberto Bolaño. Aunque los dos hayan escrito sobre el hígado y sus padecimientos (uno en Diario de la hepatitis y otro en “Literatura + enfermedad = enfermedad”), la diferencia entre ambos es enorme: Aira utiliza la hepatitis como un recurso de la imaginación contra la esterilidad, impensable en alguien tan prolífico como él, mientras que Bolaño ensaya pasajes de su autobiografía en un texto que aborda los vínculos entre la enfer-medad y el arte.

Sin ironía aparente, el personaje de Aira confiesa en la introduc-ción al Diario...:

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Si me encontrara deshecho por la desgracia, destruido, impotente,

en la última miseria física o mental, o las dos juntas, [...] lo más

probable sería que, aun teniendo una lapicera y un cuaderno a

mano, no escribiera. Nada, ni una línea, ni una palabra. No escri-

biría, definitivamente.

Aprensivo en vías de curación, viajé a Buenos Aires en abril de 2004, donde me topé en una librería desierta de la calle Florida con el Diario... Deseaba un libro que me reflejara con tolera-ble honestidad, así que lo compré enseguida. Por desgracia, el Diario... resultó decepcionante. Reconocí la astucia y pulcritud de sus apuntes durante los veinte minutos que tardé en leerlo, pero me dio una impresión similar a la que tuve con Iturralde: demasiados diplomas en la pared, demasiados papeles en el escritorio, demasiadas seguridades teóricas, una bata demasiado blanca con el nauseabundo aroma a limpio de las tintorerías.

Por su parte, Bolaño reconoce al comienzo de “Literatura + enfermedad = enfermedad”:

Escribir sobre la enfermedad, sobre todo si uno está gravemen-

te enfermo, puede ser un suplicio. [...] Pero también puede ser un

acto liberador. Ejercer, durante unos minutos, la tiranía de la en-

fermedad [...]. Escribir mal, hablar mal, disertar sobre fenómenos

tectónicos en mitad de una cena de reptiles, qué liberador es y qué

merecido me lo tengo, proponerme a la compasión ajena y luego

insultar a diestra y siniestra.

Así como Aira no muestra una experiencia articulada del dolor, el pathos en Bolaño es la experiencia misma. Por fortuna, nadie

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menos trágico y solemne que Bolaño. Compuesto por doce bre-ves episodios, su texto es una estruendosa y agridulce carcajada que el autor soltó a los cincuenta años, en espera de un trans-plante de hígado.

Muchos escritores desahuciados se esfuerzan por dejar un perfil impecable de sí mismos. Bolaño hace lo contrario y expresa, por ejemplo, una última e inesperada voluntad:

Follar es lo único que desean los que van a morir. Follar es lo único

que desean los que están en las cárceles y en los hospitales. Los

impotentes lo único que desean es follar. Los castrados lo único

que desean es follar. Los heridos graves, los suicidas, los seguidores

irredentos de Heidegger. Incluso Wittgenstein, que es el más grande

filósofo del siglo XX, lo único que deseaba era follar. Hasta los

muertos, leí en alguna parte, lo único que desean es follar. Es triste

tener que admitirlo, pero es así.

Hasta los sanos, añadiría yo. Hasta los abstemios. Hasta los practicantes obsesivos del sexo seguro. Hasta Kershenobich, que salvó a un paciente cuya salud se vio comprometida por follar. Resulta irónico admitirlo, pero es así.

*

Y tuve miedo de embriagarme, de cometer fornicio, de que me siguiera pasando lo mejor;

y vi botellas vacías, condones rotos y grandes oportunidades por doquier;

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y vi a mis amigos lanzándose al precipicio de la promiscuidad, y unos lo hicieron boca arriba y otros boca abajo;

y vi a mis amigos entrando al laberinto de la abstinencia, y unos lo hicieron de frente y otros de espaldas;

y vi impreso en la barda de un terreno baldío: “Vivimos la resaca de una orgía en la que nunca participamos”;

y una vez curado, cuando al fin pude volver a embriagarme y cometer fornicio, me volví un recuerdo de las fiestas, un genio prematuro en las comidas, un intocable, un pesticida con instrucciones de uso, un daltónico para María, un bombero para Jorge, un hijo pródigo, un ministro de salud;

y vi que era bueno.

*

—Tu curación fue un milagro. Espero que hayas aprendido. (Bendito sea Dios que terminó este infierno.)

—Sí, lo tengo muy presente. (Papá, ¿te acuerdas de la noche en que me preguntaste si sabía cómo pude haberme contagiado?)

—No puedes volver a ponerte en una situación así. Debes extre-mar tus precauciones en todo momento. (¿Por qué la pregunta?)

—No sé qué haría sin ustedes. (Porque siento que te debo una explicación.)

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—Eres lo más sagrado que tenemos tu mamá y yo. (¿Qué caso tiene ahora? Mejor pasar la página.)

—Los quiero mucho. (Tienes razón, papá. Ya fue.)

—Nosotros más. (Primero Dios, hijo.)

*

Asegura Daudet que “el enfermo se vuelve un árbol o una roca”. Pero el enfermo, en realidad, es un árbol o una roca que respira. Es Daphne, consciente aún cuando las ramas de lau-rel comienzan a cubrirla toda. Es la estatua inconclusa de un centauro mortal, mitad hombre y mitad pórfido. “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura porque ésa ya no siente”, escribió Rubén Darío en versos que pare-cen ampliar la afirmación de Daudet. Sin embargo, el árbol y la piedra dura jamás conocerán la libertad, condicional si se quiere, del recién curado.

Con el tacto que tuvo al recibirme cinco años atrás, Kershenobich me anunció un lunes de enero de 2009 que nues-tras consultas habían terminado: el dichoso anticuerpo había aparecido. Guardé enseguida los análisis, recogí mis cosas, estreché la mano de Kershenobich por última vez y abandoné Lomas Altas para abordar un taxi rumbo a mi departamento. Esa noche dormí tanto, que no recuerdo haber soñado nada.

Al día siguiente, en el trayecto a una cena, me detuve para cerrar los ojos y llenar los pulmones de aire en el Parque México. Pese a

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haber respirado con una sensación inédita de paz, lo hice tam-bién con un dolor y una nostalgia incomprensibles.

Desde entonces, mi cuerpo y yo volvimos a ser los cómplices de antes: él, un dechado de nobleza y yo, el colmo de la ingratitud.

*

Y vi que llevaba puesto el uniforme de primaria, y que estaba peinado con la raya en medio, y que recitaba mi poema en un imaginario Festival del Día del Hígado;

y volvió el sol, y volvió el día, y yo volví también;

y ahora, si me lo permiten, les voy a interpretar un éxito más de la Banquells: “Ese hombre no se toca”. Para todos ustedes.

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Índice

14 Preludio y fuga en yo menor

22 Elogio de lo nulo

26 Del séptimo arte como sexto sentido

30 Orquesta vacía

40 Digesto

46 Permanencia involuntaria

56 Contrafábula

60 Como en feria

76 A un tiempo

80 Punto de rompimiento

100 El alma elefante

102 Historia de mi hígado

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