LETRAS ¶ 28 ¶ novELA -...

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L E T R A S ¶ 2 8 ¶ n ov E L A

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Gob i e r no d el est a d o d e Mé x i c o

e d i t o r

conseJo consUltiVo del bicentenario

de la indePendencia de México

enriQUe PeÑa nieto

Presidente

lUis enriQUe Miranda naVa

vicepresidente

alberto cUri naiMe

Secretario

césar caMacHo QUiroZ

Coordinador General

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Mu je r c on Pa l o m a

Jo s é r U i Z Me rc a d o

L E T R A S ¶ 2 8 ¶ n ov E L A

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Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.

Mujer con Paloma© Primera edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México

DR © Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo Lerdo poniente no. 300, colonia Centro, C. P. 50000, Toluca de Lerdo, Estado de México.

ISBn: 968-484-655-X (Colección Mayor)ISBn: 978-607-495-100-4

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número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/1/17/11

© José Ruiz Mercado

Impreso en México

Consejo Editorial: Luis Enrique Miranda nava, Alberto Curi naime, Raúl Murrieta Cummings, Agustín Gasca Pliego, David López Gutiérrez.

Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, José Martínez Pichardo, Rosa Elena Ríos Jasso.

Secretario Técnico: Edgar Alfonso Hernández Muñoz.

Enrique Peña nietoGobernador Constitucional

Alberto Curi naimeSecretario de Educación

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La presente publicación es parte del premio otorgado a

José Ruiz Mercado

como ganador del segundo lugar del género Novela del

Certamen Internacional de Literatura

Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz,

convocado por el Gobierno del Estado de México, a través

del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal,

llevado a término en 2010, y cuyo jurado estuvo integrado por

Élmer Mendoza, Gustavo Sainz y Cristina Rivera Garza.

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Mu je r c on Pa l o m a

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Ahora, ¿dónde estoy?

(O de cómo se escribió Todos los Libros, el Libro en un arrebato de búsqueda continua para luego decir de la creación en la plástica, así como otros temas no tan ortodoxos pero no por eso menos importantes, o qué sé yo).

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La visión del ligue o

¿a qué no te puedes comer sólo una?

Ahora él inicia la lectura. Revisa sus apuntes. No puede sentirse personaje de novela. Es otra. Es otro. Ni tú ni yo podemos ser personajes, menos él. Vuelve al libro prestado de biblioteca. Uno de tantos libros bebidos hasta el cansancio. Lo que no puede entender es la portada. Una mujer desnuda, sin rostro, con el título saliendo de su cara.

Después se va a enterar. Una fotocomposición de Fermín, el estu-diante de artes, la cual, Gamaliel, pasquinero por oficio, le sugirió. Una novela inconclusa. Con textos fuera de contexto. Alusiones a

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apuntes inconexos, para él valiosos. Quizá para ti, o para mí, sin valor para esta narración, “pero el libro, como los buenos cua-dros, inician desde el marco, y la portada es lo que el marco para el libro”, no sabe si fue frase del abuelo o si fue él quien le comentó algo de los contenidos, porque nunca le dijo el título ni le mos-tró la portada. Sin embargo, el intento de novela se observa desde las primeras líneas. El juego de la línea perfecta. La frase exacta. Limpieza de personajes en donde la frase solícita aspira a conten-der con múltiples universos de múltiples vivencias.

Textos aislados como este: “El artista plástico ve con fuerza de colores. El artista visual cachondea en legítima defensa con la luz sagrada de todos los días como si observara a través del microscopio las gotas de un microbiano universo en desfile fin de semana con bastoneras de fondo”.

Luego esa composición digital con texto, impresa cual si fuera un capítulo. “Esa va a ser la poesía del futuro”, solía comentar el abuelo. “Y, ¿cómo se llama?”, preguntó Juan, “Mujer con Paloma”, le respondía el abuelo. “No, la mujer”, a su vez incrementaba en Juan la angustia de no entender. Ahí no había ninguna paloma. La fotografía no es un documento facilista, es una creación. Más le angustiaba su ignorancia, y el abuelo le respondía con una carcajada. “Te falta leer, entender la vida misma”.

Pregúntate por la poesía. Una mujer en su tiempo. Eso debiera decirte algo. La lectura del texto con mapa de vuelo. ¿Dónde está la paloma? En su mente. En tu mente. En la del buen espec-tador. No en cualquiera. De no entender eso, nada tienes por hacer. “Quizá sea verdad”, se decía a sí mismo Juan.

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La lectura del texto con mapa de vuelo. ¡Puta! Desde que se inventó el postmodernismo en lo virtual nadie tiene derecho a preguntarse por el vecino. Total, te sientas frente a tu pantallita para generar todas las realidades virtuales que quieras, inclu-yendo la del suicidio de Cliserio. Eso fue después de la muerte del abuelo. Mala onda, pero así fue. Se suicidó el Cliserio y fue “de a neta”.

Nuevamente escuchar la misma frase. “Entender la vida”. Nada se tiene que hacer. Como cuando aparece en el ordenador electró-nico. Nada tiene por hacer. Esa es la angustia del hombre libre. Nada tiene por hacer. Nada. Un infinito sin barrera alguna.

Cliserio se suicidó. Cuando lo supimos ninguno hizo comen-tario, ¿para qué? La historia ya la sabe. Eso no lo dijiste. Quizá si lo dijiste. Quizá sólo lo pensaste. Quizá sólo recordaste, algo pasa por tu mente sin cesar y preferiste callarlo, igual Juan.

La angustia es esa. Como una calle. Una luz. Una calle. Un edificio a medio iluminar, una gota de luz en la oscuridad del barroco deseado; entrar a los esquemas de la mente o casi en las inmensidades del subconsciente aprendiz de sicoanalista o casi escritor pintor egresado del taller a la búsqueda de la pan-talla, leer en la superficie o casi. Los claroscuros laberínticos del expresionismo con su alta carga social cuasideológica. ¿Qué qui-siste decir? Nada, sólo eso, una posibilidad virtual para tener en un puño la nada de la vida o la vida en la nada. Posiblemente esa sea la fotografía sin subordinaciones por convertirse en documento facilista, herramienta de periodista, de sociólogo, de historiador, de policía evaluador de los hechos y no a un

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buscador de estructuras visuales con movimiento y entradas en la segunda y tercera base, y si no es así por lo menos tu pensa-miento ya voló. ¿En quién piensas?

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¡Aún no! Aún no

Aún no. Juan necesita su propia versión de los hechos. Juan nació entre la magia del olor a incienso. Su abuelo creció en la mejor tradición del hipismo con lecturas y todo. Mientras fumaba su padre, quien aún no era padre, eso fue después, en la habitación de la azotea (ahí vivía el ahora padre de Juan) coha-bitaba, así le decían cuando los policías lo detenían en el carro, de ahora mamá, para cobrarle por la necedad de estar siempre a la menor provocación en estado indecoroso. Ya eran clientes. Sólo en una ocasión lo llevaron a la estación de policía cercana, cuando se le ocurrió decirles: “¡Chale, ya denme calendario,

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aunque sea de esos de carterita!”. El abuelo pagó una buena lana. Hasta le dieron recibo.

Cuando murió el abuelo, Juan se fue a vivir a un departa-mento para él solo. Decir de su cambio de residencia es una imprecisión. Juan ya vivía en el depa del abuelo desde mucho tiempo antes. Cada uno tenía su espacio. Su estudio con todo un equipo de computación, libros, cuadros, archivos. Lo único colectivo era la sala, un estéreo con bocinas empotradas en los rincones del techo de la sala, el servibar, unas copas de cristal rojo y los sillones diseño italiano. Ahora sí, cuando murió el abuelo se llevó los libros, los discos y hasta las pinturas que los autores le regalaron al abuelo por sus críticas. Digo, las pinturas aún presentes en casa.

Juan diseñó un espacio en la sala, tan especial como el abuelo mismo, con los cuadros, una pequeñísima escultura de palo fierro en medio de toda esa habitación de bienvenida. Dos incensarios: uno náhuatl y otro católico. ¿Qué decir del estu-dio? Su sillón, su mesa en medio con los libros que estaba uti-lizando días antes de su muerte, bastidores con la obra porque en las paredes no cabrían. Ahí estaban los libros. Entrar a ese santuario del estudio era oler todos los días a incienso, porque ahora eso era el abuelo, una esencia, esencia en la profundidad de su conocimiento en las notas y los libros, de los cuales Juan sólo tenía uno.

El abuelo fue un excelente crítico. Jamás escribió adjetivos. Cuando escribía acerca de la obra de un autor buscaba sus fun-damentos. Un “estilologo” de raigambre. Desde entonces no ha

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nacido otro con su sapiencia, cuando escribía sobre los políticos y la política jamás caía en la nota moral. Comentaba del grupo político al cual pertenecía, su dirección ideológica. De alguna manera evitaba comentar a quienes no trabajaban una directriz propia, eso le llevo a ganar enemigos gratuitos, pero también a ganar respeto y admiración.

Su padre de perpetuo en la casa paterna. No necesitaba trans-portarse de ahí, ¿para qué? Hasta las chelas de la esquina se las fiaban. Nunca se preguntó por las necesidades domésticas. A la casa paterna todos entraban. Así que, aunque pequeña la familia, Juan —hijo único, por lo menos así se quiso saber mien-tras no se abriera el secreto—, mamá, papá. Pero luego le seguía (quizá era al inicio) el abuelo —dueño de la casa, el refrigera-dor, la estufa, el estéreo, los muebles de sala, es decir, la casa entera—, la tía, el novio en turno de la tía y otra enorme larga lista de descendientes y no. El conejismo familiar circunstan-cial y anónimo. Así bautizó el recinto después de leer la novela de Douglas Coupland, la cual llegó a esa casa, la del abuelo, por una de tantas visitas. Nadie supo cómo, de cuál de todas las visitas de un viernes por la noche. Merecido era el guardarla en la biblioteca personal.

Cuando decidió salir de esa casa, todos lo cuestionaron. “Nada te hace falta aquí”, le repitieron de mil maneras. Luego cayó el chantaje (el abuelo, de haberlo escuchado, se hubiera carcajeado). “Eres un mal agradecido, como si te picara la familia”. Por supuesto se llevó sus libros, entre ellos ese clásico contemporá-neo. Y seguía buscando, y sigue en la casa paterna, buscando los otros libros del abuelo sin encontrarlos.

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En una ocasión, el abuelo le presentó al Ya Merito, a Federico, a Mónica, “cuídate de su abuela. No es albur, es una zorra les-biana, no te la recomiendo ni para ir a misa. Se transa al curita de la misa, es capaz”. Así, cada vez le daba consejos. Para su hijo buscó todos los trabajos del mundo, los cuales jamás aceptaba; fue su preocupación hasta la muerte.

Algo más, el abuelo fue un excelente amigo de Arturo, a quien, a pesar de ser menor en edad, es, decía el abuelo, “el único con quien puedo platicar. Ha leído, cosa rara en estos días. No me refiero a ti, eres mi nieto, y eso te hace raro. Sin embargo no pue-des ser personaje de novela. Posiblemente Arturo tampoco, pero ese traje gris modelo cincuenta, lo hace peculiar. Sin cuenta”.

Y así eran las charlas, incluyendo la noche cuando llegó a des-pertarlo a las tres de la madrugada sólo para mostrarle su gran descubrimiento, una obra que no sabía en cuál género podía entrar, y que tenía de todo, una novela total. No es como la de Coupland, ésta sí que tenía de todo. Un ensayo acerca de la pintura, una narración desventurada de amoríos no concreta-dos, teatro, poesía, una narración limpia. “La tienes que leer, mañana voy a entrevistar al autor”.

El abuelo persiguió por todas partes al autor, no le dejó a Juan la novela, ni se la mostró esa noche. Otro día, desesperado le dijo: “nadie sabe quién es, y los que saben no lo quieren mencionar”. El abuelo se murió sin hacer la entrevista, y cuando se salió definiti-vamente de casa no le permitieron sacar varios objetos, entre otros, la novela total. Les hubiera gustado que se llevara las quejas con circunstancias familiares para no tener que cargarlas.

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Así, Juan se fue al depa donde ahora vive, lo conoció con su abuelo, “este espacio es para una película en blanco y negro”, le dijo, “imagínate una toma general. Todo departamento de soltero debe tener unas pantaletas en la cabecera de la cama, lavadas, por supuesto, pero, jamás nuevas; un cartel de algún concierto de jazz, los de rock son egocéntricos y los de clásica, muy sobrios”.

El abuelo lo había rentado para escaparse de su hijo y sus ami-gos; de su cuñada, su nuera y demás especies. Deseaba privaci-dad, y en su casa no existía. Una palabra desconocida. El único con llave era Juan. Los dos, nieto y abuelo, tenían su propio estu-dio. Cada uno con llave, jamás la utilizaron.

Entonces, volvamos a la película. Violines y piano, la música de fondo. Un toque de color: la luz del anuncio de neón; ese ya lo tienes, lector de ésta, porque ya vas en carrera como ahora yo lo estoy. Listo para filmar parte de ese departamento ren-tado por el abuelo en su forma peculiar de aliarse de la vida. Cuando habló con los de la arrendadora, estos no tuvieron pretexto alguno para continuar el contrato de arrendamiento con Juan. El abuelo tenía varios cuadros. Juan sólo consiguió el cartel jazzístico. Las pantaletas, hasta la fecha, no sabe si ya se las tiraron.

La muerte de Tía fue después. Esa noche, y las dos siguientes, durmió en la casa paterna. Después regresó al departamento. Se dice “esa noche”, para no decir cuatro, porque los funerales de Tía duraron dos días: funeraria, cremación, misa; mientras el del abuelo fue más rápido.

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El abuelo preparó su funeral con trío de cuerdas. Café árabe. A la hora de la cremación un trío jazzístico. El primero tocó algo de Mahler, su preferido, luego Vivaldi, “lo llorón”, decía él, y terminó con Bach, “el mejor jazzista de todas las épocas”, también decía él.

El grupo de jazz inició con “Toma Cinco”, luego le siguió con “Tiempo de Verano”. ¡Ah!, el abuelo… siempre juguetón hasta la muerte. Ya lo tenía preparado todo, “Hey Jude, don't make it bad” se escuchaba al final con un coro de niñas preciosas.

No me dejes abajo porque me olvidas. Todo pagado desde antes. Cuando le dijeron que tenía unos meses de vida, “muchacho previsor vale por su condón”, solía decir. Y, bueno, así lo dejó sentir. While my guitar gently weeps. Le gustaba cantar en un inglés más británico que los Beatles. “No soporto el inglés por-teño, mucho menos el tejano”, comentó de vez en vez.

Please don't be long fue la oración más larga de la cremación del abuelo. Luego, cuando entregaron las cenizas, un violín con Paganini. Nadie quería irse. La música era, es, seguirá siendo, un manjar para los dioses. Así me quiero morir; a manera del abuelo, pero aún no, ¡aún no! Por lo menos hoy no.

Entonces Juan se interesó aún más por descubrir a los autores poco vistos, poco conocidos. Intentó entrar al periódico donde él escribía, pero sólo fue por un tiempo mínimo. Gamaliel le pro-puso continuar con el trabajo editorial, les estaba yendo bien, más allá del año previsto. Descubrió que le gustaba más la cer-veza. Cosas de familia.

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De cómo Juan no pretende

entrar en discusión

Juan no entiende cómo llegó a todo esto. Quizá antes sea nece-sario decir lo ridículo que es para él hablar de genio, las imáge-nes descubiertas como una gran cortina roja de terciopelo, de los filmes de su infancia: Aladino, con la actuación de Alan Ladd, en los cines de su infancia. El de genio de la lámpara maravi-llosa, con su respectivo olor a ajo.

Así, los sinónimos de “temperamento” le recuerdan al genio ira-cundo; pero también recuerda a su tía solterona cuando le decía:

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“Está de genio, no le hables. Ya se le bajará”. Y en este bajársele podría pasar un día, una hora y hasta semanas.

Cuando murió Tía, la capilla ardiente se llenó de flores. Así le llamaban todos. A tal extremo que a la hora de levantar el acta de defunción nadie sabía su nombre. Se les olvidó. Buscaron en la cajita de madera, la cual guardaba envuelta entre chali-nas de seda, una y otra, de muchos colores. Chalinas italianas. Chalinas españolas. Chalinas hindúes. Chalinas indostánicas. La caja michoacana con su llave pequeña, labrada, diseño Art Nouveau tardío.

Diplomas, reconocimientos, todos con la leyenda: “Tía”. En los de abajo, quizá los primeros en guardar, estaba un nombre desconocido para todos: “Imelda Domitila María de los Ángeles Camila de los Remedios Rentería Cerezero García”. Al fondo de actas, un pañuelo de seda con unas iniciales bordadas, con un cabello. Varias cartas, todas de un sólo remitente: “capitán Ernesto de los Rincones Benedicto”.

Al principio nadie puso atención. Lo importante era reconocer el nombre de Tía. Y eso ya lo tenía la familia: Imelda Domitila María de los Ángeles Camila de los Remedios Rentería Cerezero García. Así se llama de ahora en adelante la difunta, porque la viva sencillamente se llama Tía.

En el velatorio preguntaron por Tía. Los encargados se confun-dieron en un principio, hasta que a uno de ellos se le ocurrió decir: “En la sala dos, porque en la uno está llena de flores, ya no caben en donde está el féretro”. Y así se veló. En la madrugada

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llegó un militar retirado, con una caja de chocolates. Nadie le conversó. Se acercó al féretro, hizo el saludo militar, colocó encima la caja de chocolates, por más rezo, dijo: “Por todos los que no te di”, y se alejó con la noche.

Cuando salió, algunos mencionaron que se había ido cami-nando. Otros afirmaban que se había subido a un carro negro oficial, con una mujer de nombre Átropos. Ninguno de los presentes discutió. Cada uno tenía su verdad, ¿para qué discu-tir sobre un hecho del cual estaban tan seguros? Todos tenían su verdad. Además, todos coincidían en que cuando se discute es porque uno de los discutidores no está tan seguro o intenta imponer su voluntad sobre los otros. Como quien dice: un juego de política para políticos o casi.

Imelda Domitila María de los Ángeles Camila de los Remedios Rentería Cerezero García se fue así, llena de flores. Con una caja de chocolates adherida a su cremación. Sus cenizas fueron depositadas en el jardín de la casa, encima de éstas se sem-braron crisantemos; los cuales, hasta hoy, siguen floreciendo. Mejor no decir del militar: a Juan jamás le dijeron quién era. Y él, por supuesto, no preguntó.

Después de dos días con la mitad del otro regresaron a casa. Todos se fueron a dormir, menos él. Desenvolvió la caja, tomó la llave, abrió con sigilo la caja, sacó todas las cartas, volvió a acomodar los papeles. Al acta de defunción que señala un mal cardiaco junto a su acta de nacimiento, las dejó al fondo para colocar encima, con delicadeza extrema de cariño, los diplomas y reconocimientos. Entonces inició a leer las cartas.

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Cartas personales, sin nada más que las cursilerías de toda pareja enamorada. Quien no haya escrito algo similar en papeles húmedos, tinta corrida por el exceso de perfume, que tire la primera pluma como una flatulencia. Quizá lo intere-sante del correo electrónico sea precisamente no encontrarse con este tipo de morbo, más no el morbo mismo. Te imagi-nas, estimado lector, ya a estas alturas, cómplice, observar la tinta corrida: “¡puta! ¡Qué pedo! Un pinchi virus ya le dio en la madre a tanta pendejada”.

De entre las cartas se encontró con una nota, la cual le interesó tanto como para guardarla para toda la vida: “Los enamorados nos robamos las frases de otros. Tomamos cartas, les quitamos nombres. Somos plagiarios por naturaleza cuando nos enamo-ramos”. Esa tipología de buscador, como la de Juan, pocas veces se vuelve a ver.

Cada imagen se conforma por el pensamiento. Cada uno genera elipses, las cuales se estructuran en otro universo más grande en el que los escritos se van hilando uno a uno. Las experiencias vividas, los libros leídos, las narraciones de los otros.

Esa noche, Juan no pudo dormir. Cada vez que dormitaba veía un remolino, el desvanecimiento de éste a los pies de Tía con la corriente de gotas negruzcas entre los colores del riachuelo; entre la pintura, manos con cámaras digitales en luces, cuando abre, cierra lentamente un libro para esconder todo.

Al día siguiente, Juan se propuso dos cosas: no escribir cuando estuviera enamorado y buscar siempre al autor de cada escrito,

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de cada línea, aunque éste fuera un militar de opereta como le gustaban a Tía. Siempre tan irreal, tan cuento de hadas, tan cursi desde su vestir cuélgate lo que encuentres. El autor es quien desea decir aquí estoy. Posiblemente por eso le atrajo Marcia, luego hablamos por apellido. De alguna manera por eso le gustó el oficio de ir hasta los orígenes.

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Y ya que estamos entrados

Una noche —esto antes de que el abuelo invitara a Juan a cam-biar de domicilio: del conejismo al depa—, el abuelo cenaba en el café Gloria, como casi todas las noches, ese chocolate espeso con pan de mantequilla. Las rosquillas espumosas de capa tronadora.

Una noche, en el café Gloria, el abuelo se deleitaba observando los copos de agua escurrirse en el ventanal rarificando los reflec-tores de una calle con semi tráfico cercano a la avenida con tien-das en colores.

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Una noche, Gloria, la mesera de siempre, la de piernas tornea-das, sostén de glúteos redondeados en cintura, cinto de mandil hacia tetas clasificables de observancia bajo blusa en escote per-mitido, se acercó al abuelo con el chocolate espumoso.

—Va a tardar un rato la lluvia, —le dijo Gloria.

—Un rato, sí. Lo malo es que traigo unos libros, libreta y otros papeles, si no, caminaría bajo la lluvia, —le contestó el abuelo.

—Por eso no hay problema. Los dejas aquí y mañana los recoges, —asumió la frase Gloria.

—De entrada me gusta la idea; —ya para entonces la lluvia parecía amainar y Gloria amablemente se retiró. El abuelo leyó parte del libro, buscó en esos otros papeles, hizo sus apuntes y vio por el ventanal el agua correr.

Una imagen lo llevó a otra. Herencia para su único nieto: Juan. Al observar una imagen, posiblemente cotidiana, los remite a otra literaria. La noche daba para recordar a Jean Paul, el Sartre de todos. Pero no sólo era él. Su muerte había acontecido un 15 —quizá un 16, la muerte llega cuando te la imaginas— de abril. Las imágenes eran muchas, de novelas, cuentos, películas. Muchas, variadas.

Cuando una parecía afirmarse entró Gamaliel, el pasquinero con abrigo, encima de éste un cubre todo sombrero, paso firme, decidido con una carpeta grande plastificada.

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—Sabía que te iba a encontrar aquí. —El abuelo lo vio, lo invitó a sentarse. Por algo lo hizo, recordar la ceremonia de momi-ficación de los gatos en el antiguo Egipto, como si ésta fue-ra a introducir un chip dispuesto con pilas para cuidar a sus amos, para que, en el momento requerido, estos se levantaran a caminar por toda la habitación.

—Traigo un negocio. Te va a interesar.

Continuó observándolo. Recordó a su amiga la bailarina con sus cientos de gatos en toda la casa, rondando aquí, allá, por toda la casa. “Por lo menos, los gatos egipcios no desprendían pelos”, se dijo mientras ponía una mirada de atención al intruso, mien-tras se preguntaba la causa de verlo como gato momificado.

—Voy a sacar un semanario. El ayuntamiento lo va a pagar. Un año, y luego ya veremos.

En ese momento supo el porqué de su visión. Gamaliel nunca ha publicado una línea sin la bendición de un político, esta ocasión no era la excepción. Sus movimientos siempre han sido felinos. Provocadores.

—¿Qué dices?

—Bien, ¿en esto qué juego?, —le respondió, aún con su imagen egipto gatuna. Lo imaginó con su chip, sus pilas; ahora sólo faltaba que ese chip fuera un buscador, entonces, toda la conversación se escucharía en alguna agencia de inteligen-cia internacional.

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—Un semanario con tiraje corto, pero bien pagado. Los artícu-los serán especializados en políticas públicas.

Le vio bigotes de gato ronronero. Recién ratón cazado. Se pre-guntó si ese era la clase de gatos que los egipcios buscaban. A su amiga la bailarina no le interesaba la clase. Ella tenía de todos. Cada gato callejero entra a su casa. De todos colores. Pero a la realeza egipcia si le interesaba la alcurnia.

—¡Vamos!, ¿qué dices?

—Y, ¿por qué no hacer un suplemento en el que ya tienes? Le daría un giro, —le contestó ahora sí con la intención de sacar de su imaginación a los gatos de su amiga bailarina junto con los de la realeza egipcia. “¡Vamos, caminen! Los señores van a platicar”, y los gatos se salen, unos con sus pilas, otros al llamado de su ama; pero antes se acordó de Elena Garro con su multiplicidad de gatos.

—Ese ya tiene su imagen, no conviene darle un giro. A este lo diriges tú, ¿te parece? A nadie se le golpea. Los artículos de fondo serán páginas editoriales con todo el fundamento teórico. Tú escoges quién escribe ahí. Yo me encargo del financiamiento, ¿te parece?, dieciséis páginas. Tabloide, ¿te parece?

Fue un repetir “¿te parece?” una y otra vez. El abuelo inició por recoger sus papeles con una lentitud desesperante para Gamaliel. En el fondo el abuelo gozaba escuchar la pregunta cada vez más angustiante. Cuando por fin terminó de recoger

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todos, no sin antes aparentar que se le caía alguno, le respon-dió: —¿Y el contenido?

—De eso tú sabes mejor, políticas públicas encaminadas al trabajo del ayuntamiento; avances en investigación de cate-dráticos de las universidades públicas y privadas, de los in-telectuales independientes, de los artistas con conocimiento de causa. El munícipe está interesado en darle voz a todos. Artículos con la fuerza de una página editorial.

—¿Y el pago?

—Todos lo tendrán. Tú más. Dependerá del articulista. Alguien sin nombre no tendrá lo mismo que uno prestigiado. Eso debemos cuidarlo bien. Pero todos recibirán retribución pecuniaria. En esto estamos de acuerdo, el trabajo intelectual se paga, nada de que la cultura para todos y demás hipocre-sías, se paga y se respeta. Yo sé qué te interesa, y, antes de tu contestación, siempre has peleado por esto, ¿me vas a decir no?

Hasta ese momento el abuelo le puso atención. Dos gatos ronro-nearon en su cabeza. Por más que deseaba borrar la imagen, los gatos lo persiguieron por un buen rato. Uno cara abuelo, otro cara Gamaliel. Los gatos se relamían los bigotes.

Gamaliel le expuso todos los detalles, incluyendo los del futuro gobernable. Por eso no quería el suplemento, la idea era facili-tarle el camino. Se crearía una imagen de culto interesado por la problemática educativa. En los primeros números aparecería una fotografía en alguna exposición, por supuesto la de Federico

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y sus protegidos; ya en los últimos, en primera plana, “¿en los últimos?”, afirmó preguntando. “En los últimos”, afirmó con fuerza Gamaliel. “Tú eres el director. Yo aparezco como parte del consejo editorial, ese será mi crédito, ya lo hablé”.

—Y, ¿si alguien escribe algo fuerte?, digo, no hay político que no cometa pendejadas, y en eso del populismo…, —dejó la frase abierta.

—Tú piensas en todo. —En todo, contestó el abuelo—. Entonces le damos entrada a la otra publicación, digo, siempre y cuando lo ahí escrito tenga fundamento, y además sea bien pagado.

“Si tiene fundamento”, la última frase quedó resonando. Gamaliel, experto en la vida política, en esa necesidad narci-sista, a fin de cuentas no deja de ser figura pública.

—¿Para cuándo?, —preguntó con firmeza, cualidad del abuelo cuando se interesaba por algo.

—Tienes dos meses para sacar el uno. Primero aparecerá el doble cero. Ahí se invitará a la comunidad interesada a leer la edición; a los anunciantes a pagar publicidad. Esto para, de ser de impacto, seguirle más allá del año. Y si no, para tener una excusa para sacar la publicación. Si tienes el do-ble cero esta semana sería de maravilla. Un buen artículo, posibilidad de capítulo de libro. Tú sabes. Tanto el doble cero como el cero se distribuirán en cafés, galerías, teatros. Cuatro páginas con un tiraje alto. A los anunciantes se les obsequiará el espacio en los dos primeros, con la condición de

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pago del número uno. Además de entrar a alguna ciudad media. Tengo apalabrado un hotel hacienda. Se comprometieron a pagar tres anuncios.

—Ya charlé con los de este café. Tenemos cuatro desayunos para presentar la edición desde su aparición con dos anuncios de cortesía y el número uno. En La Hospitalidad del Tarro te-nemos botella de cortesía entre semana, pero, lo mejor, si les diseñamos la publicidad, pago doble, eso lo puede hacer Juan con su conocimiento de pintura, el manejo en computadora, además de su conocimiento literario.

—¿El doble cero se irá a las ciudades medias?

—Con cuatro páginas. Tu nieto tiene ya un estudio a cerca de la música, tengo entendido, con eso sacamos la primera edi-ción. Un artículo tuyo por la presentación. Una nota amiga-ble a los lectores y anunciantes de mi parte, y los anuncios de cortesía. Federico va a exponer, ahí va la foto de nuestro bene-factor como un público más. Sólo nos faltaría el siguiente, ya lo armamos, ¿le entras?

Lo demás fue arreglarse con los pagos, los días de cierre, las trampas de tiraje. El doble cero con diez mil. El cero, la mitad. Ya el uno, dependiendo la aceptación, quedaría en dos o mil. Los anunciantes tendrían una cantidad de obsequio para sus clien-tes, ahí se vería la respuesta.

La lluvia había cesado. Gamaliel se despidió. El abuelo se quedó un rato pensativo. La idea le interesó, pero no hizo muchos

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planes. Se despidió de Gloria. Hizo algunas bromas para cami-nar entre los charcos reflejantes de luces de neón. Por el camino recordó lecturas, reseñas, posibilidad de buenas plumas.

Cuando llovía le encantaba salir a caminar las calles. A sen-tirse personaje de novela francesa, o por lo menos de película. El abuelo siempre gozó esas noches.

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Aquí bien pudiera iniciar, pero hay

unas páginas antes

(otros temas no tan ortodoxos)

El sobrino de Tío Lencho llegó un día de su pueblo. Así es como todos te conocen. Cuando te presentaron a Juan fue en la biblioteca. Federico te aceptó, no tanto porque conociera a Benjamín sino por-que Juan te pidió ayuda en eso de recolectar datos de los archivos.

Cuando llegaste de tu pueblo traías la recomendación de Benjamín, una carta para el Ya Merito, la bendición de tu tía y diez pesos. Fue precisamente este último quien te presentó con Juan. Por lo menos eso creo, porque de tantas presentaciones ya ni me acuerdo.

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Al estudio de Federico te fuiste a vivir después de habitar en muchos lados. Pero eso para qué te lo platico si ya lo sabes. Eso lo hago para quien ahora está leyendo, posiblemente sea un lector universitario, de esos que afortunadamente desconoces.

El Ya Merito es un político al cual no le han permitido crecer, tiene buenas ideas, toda su vida pública la ha desempeñado como asesor.

El estudio de Federico es una habitación larga, estrecha, con telas en bastidores uniformemente dispuestos uno detrás del otro para ser bañados por el aire de la pistola en una línea de color igual como cuando trabajaste en ese circo cientos de colores en olores intercontinentales: caca de ele-fante africano, excremento de tigre de bengala de la India, orines de camello árabe, meados de caballo de la hacienda El Callo Parejo, de don Julio el de Tototlán. ¿Esto ya te lo conté antes? La verdad a veces se me olvida, aún más cuando se mezclan las sensaciones. Un texto con olor, con la vista muy en alto por eso de pintar las paredes, ahora, todavía te remito al sabor. Dejémoslo así, en un verdadero abanico de naciona-lidades “intercontinentuadas” o como mejor se diga, escu-che o qué sé yo.

El olor de la pintura está en todos lados, ha entrado hasta por tus poros. No quedaba de otra. Trabajar para un pintor, pero no cualquiera, sino uno con aires de trascendencia a pesar de tú mismo o como mejor se diga, ya no interesa a fin de cuentas, cuando se escoge a alguien para compartir es porque se habla de tú con el espejo, o por lo menos eso dice la tía Conchita.

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Ahora estás ahí, descansando, mirando por entre el vapor de la última pistoleada como todas las tardes posteriores a cuando, con el Tío Lencho, caminabas horas para encontrar a quien pintarle la fachada de blanco con agua cal. Caminar las horas. Caminarlas. Con esto de caminar se me viene una lectura. Si las horas se caminan, ¿estarán en los zapatos o en los calcetines?

El sobrino de Tío Lencho jamás ha sabido cómo responder a este tipo de preguntas. Aun cuando alguien les pedía tapar las pintas de la barda, todo con su respectivo sermón, algunos más largos que otros; otros con un dejo de tú lo hiciste para tener trabajo, hasta con frases de calumnia.

“Los vituperios”, decía elegantemente tu tío, “un trabajo vitu-perado vale más”, continuaba la frase para enseguida voltear los ojos hacia el fugaz espacio, sacar la calculadora en un malabárico vuelo más allá de juegos peripécicos para enseguida combinar-los con un movimiento de cabeza alísate los cabellos con dedos en movimiento de pianísimo jazzístico y, sin inmutarse, cobraba diez centavos más el metro.

Pero tus ambiciones son mayores, para eso tomaste un curso sabatino para artistas. Los primeros pincelazos los hiciste con Tío Lencho, él te enseñó como tomar la brocha. Además de los secretos para no chorrear, darle textura a la pared, cómo cubrir las imperfecciones del enjarrado. Cuando entraste al taller, pediste entrar a avanzados y te aceptaron, a pesar de que en un principio te costó trabajo, lograste superarte hasta llegar a exponer una acuarela en la magna

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exposición de egresados del taller donde Federico, actual patrón, ejerce la docencia.

Tío Lencho te enseñó muchas cosas, la primera, con la cual le ganaste a muchos, fue tu frase al inscribirte: “Por pintar se cobra”; la segunda, llegaste con experiencia de utilizar los pin-celes, la brocha, eso algunos no lo sabían, Mónica era una de ellas, lentes bifocales, piernas bien torneadas, senos duros, cin-tura de cincuenta y cinco, cadera al doble.

Así es esto de los talleres, nadie sabe, todos se sienten entre los grandes, mejor aún, grande. Todos han leído biografías, quieren vivir como esos biografiados, incluso buscan en el índice si ellos no están ahí. Aquí, en casa de Federico, has visto libros de pin-tura. Ahora sabes cómo se parece esa acuarela a los trazos de él, y los de él a Kandinsky.

Eso no sabes si está bien. Ahora estás ahí, descansando, mirando por entre el vapor de la última pistoleada como todas las tardes. Federico no va a llegar en varias horas, esto te permite pensar en lo tuyo, en tu vida, o por lo menos observar. Así dice un libro de los muchos de él. Todos los has leído. Incluso visto con una lupa, la cual utiliza Federico cuando le vienen a vender algunos cua-dros, los cuales, luego revende casi al doble.

El timbre. De seguro no es él, cuando pierde las llaves no timbra, golpea con fuerza la puerta, al abrir dice una serie de palabras en francés, entra con coraje y va directo a una gran llave en donde se encuentran colgadas muchas. Le dice “el pendejometro”. Luego, con mayor calma, te pide le mandes hacer otras y toma las copias.

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El timbre nuevamente. Abres la ventana del patio, prendes el ventilador. Todo huele a pintura. Y el timbre una tercera vez. Caminas a la puerta. Crees hacerlo con prisa pero el aire te marea. Te sientas en el sillón para no caerte. Esto no había suce-dido antes, digo, lo del mareo.

La obra de Federico es grande, seis bastidores de dimensiones descomunales. Una capa naranja, luego una línea azul cobalto en la parte inferior. Parecen espectaculares de naranjada. Ya pasó a otra etapa. Así viene en la invitación “Federico’s noví-simo”. Esto será en tres días.

La comunidad artística se organizó bajo la bandera de dignifi-car el trabajo. Federico encabeza esta propuesta. Las primeras reuniones se hicieron en este taller. Vinieron gentes de todas partes, de todos los olores, filiaciones y demás bretes. Aquí conoció a un diputado. Bueno. Aún no lo es, anda en campaña. Muchos opinan que estará siempre en ese estado de “ya merito”. Luego vino Gamaliel, tomaron fotografías, no se supo más, dicen que por eso le hablaron para la exposición y le dieron trabajo en ese taller del estado donde ahora es el coordinador.

El timbre nuevamente. Abres la ventana del patio, prendes el ventilador. Todo huele a pintura. Y el timbre una tercera vez. Caminas a la puerta. Crees hacerlo con prisa pero el aire te marea. Te sientas en el sillón para no caerte. La primera vez. Esto no había sucedido antes, ¿o sí?

Recapacitas. Él salió temprano, te dejó seis dibujos, geometrías, líneas rectas, una pieza de manta para dividir en seis, linaza

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suficiente y un kilo de huevos. Mediste la manta, la cortaste en seis, la clavaste a la pared; en una bandeja las claras, en una olla las yemas. Estás al refrigerador. El desayuno de mañana. El bati-dor a las claras. Los cascarones a la licuadora junto con la linaza. Luego, la linaza a las claras.

Con una brocha, como el agua cal a las paredes de Tío Lencho, le diste a las seis fracciones. Fernando ha dicho de una técnica italiana, renacentista. Tú te has preguntado varias veces si esto será cierto. Los cientos de hongos que tendrían las piezas de ese periodo.

Te imaginas ese maravilloso cuadro de Botticelli. “Disculpe señorita Venus, ¿ya se vio la espinilla?”, ella quita su mano de donde cubre y se toca la mejilla, “usted disculpe, pero la espini-lla la tiene en la pantorrilla”, presta se busca, se mueve, te mira con los maravillosos ojos de playmate de los 60 a la búsqueda inocente de su barra de chocolate, la cual chupa una con otra vez, de sonrisa coqueta, voz interna: “¡Llégale!”.

Quizá por eso se cubre con una mano, de seguro le da ver-güenza, digo, una vergüenza sesentera con flores y ácido lisérgico, o casi. Entonces recuerdas una tonadilla “ay pena, penita, pena” y el timbre nuevamente. Ese que molesta a la hora cuando, como el agua cal con una brocha le diste a las seis fracciones, ¿qué no lo habías pensado antes? ¿Antes de qué? ¿De escuchar el timbre? ¿De iniciar todo esta mañana? ¿Fue antes? ¿La tercera o la cuarta? ¿Cuántas veces ha sonado el timbre desde la última vez que contaste si es que lo hiciste?

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Y viene el timbre, cada vez más largo, de seguro no es el dipu-tado, ni ninguno de sus guardaespaldas, si fuera así ya se hubiera ido. Además, cuando viene él, o alguno de parte de él, timbran una vez en largo, enseguida uno corto, otro largo y se van. Este último timbrazo se escuchó con coraje.

El mes pasado Federico invitó a Mónica a posar desnuda. Tú le ayudaste a mover dos lámparas de pie, de esas utilizadas por los fotógrafos para sus retratos. Te hubiera gustado ayudarle a moverle las piernas, o por lo menos a moverle el torso. Pero para eso él es el patrón.

El enojo de Mónica no fue las repetidas ocasiones, durante las sesiones de caricias a las piernas, caricias a las tetas, de vez en vez, hasta eso que la tía Conchita te ha enseñado a no decir porque eso en la mujer es sagrado. El enojo de Mónica no fue eso, digo, lo de las caricias, sino, por llamarse la exposición: “Desnudo de Mónica (homenaje)”.

Los cuadros son unas líneas de carbón con manchones de manos. “Arte conceptual”, dijo elegantemente a los periodistas, y estos, todavía más elegantes, escribieron: “La sublimación de los sentidos”. Desde entonces Mónica ha venido a reclamarle un cuadro realista. La última vez dijo que se encueraría a la puerta para que todos los vecinos vieran que ella no es línea al carbón con manchones grises. Ella, además de los lentes bifocales, no distingue colores. Así es esto de los talleres.

Tú pusiste las manos. Ahí donde más te guste. Amarillo, azul, rojo. Tres cubetas. Tú pusiste ahí donde más te hubiera gustado

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ponerle la mano con sólo un color. “La sublimación fue mía”, pensaste decirle a los periodistas pero sólo lo pensaste con color. La botticelliana figura con lentes bifocales, barras de chocolate con sonrisa anuncio de dentífrico.

Por más que Rubens se emocione o cualquier otro diga que los cuerpos con grandes volúmenes son el prototipo de la belleza humana, los cuerpos delgados continúan en la línea, más aún cuando la televisión anuncia la libertad de acción, los cuerpos sanos, la línea de la salud y otras sugerencias no tan poéticas.

Prefieres decir Boticcelli, lo más cercano a la poeticidad de Mónica, “su cuerpo es una pintura en tercera dimensión”, eso comentó Federico. Por eso había que tocarla, para saber sus exactas dimensiones.

Y tú, obediente como nunca, la tocaste, una y otra vez. Y ella serena, si eso me hará un retrato más preciso, adelante. Y Federico, “no sólo es la precisión del retrato. Eres tú el homenaje de la línea, del cubismo, del color. Eso es la diferencia entre la fotografía aná-loga y la ciberespacialidad. Eso eres, grande entre las líneas”.

De nuevo el timbre. Sí, debe de ser ella. La vas a pasar. Inmediatamente cerrarás la puerta. Luego, le dirás “no está”. Mejor aún, que tienes una cámara fotográfica. No, mejor de video. Ella se enojará. Intentará salirse. Al escuchar “video” se va a desnudar, te exigirá la película. Entonces tú le sacas una silla para que se siente, la acomodarás como mejor creas, y luego... vas a la puerta, te pasas la mano por los cabellos, no puedes salir despeinado.

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Abres la puerta. La abuela de Mónica sin Mónica. La abuela con cara de coraje. Ahora desearías invocar a Sandro Botticelli, pero nada, sólo la voz de la abuela de Mónica en el casi grito: “¿Dónde está Federico? ¡No lo niegues!, porque si no sale, aquí me encuero”.

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Ya pasó el susto

Ayer, la abuela de Mónica se fue convencida de que no es para tanto. Le bastó con tu promesa, charlar con Federico, los títu-los de los cuadros serían cambiados. “El daño ya está hecho”, le dijiste. Pero para próximas exposiciones esto no volverá a suce-der. Lo oculto fue el hecho de los cuadros, estos ya tienen dueño y eso no le dijiste.

Cuando llegó Federico por la noche le comentaste lo ocurrido. Él soltó la carcajada. Igual como Tío Lencho cuando cobra de más por los vituperios, sólo le informaste. A tu tía Conchita no le gusta

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eso, digo, eso de cobrar más por los insultos. Tío Lencho nunca le ha hecho caso. Cuando te viniste a vivir a esta ciudad el tío te advirtió: “usted nada más vea. Guárdese su opinión, eso es cosa de pareja. En esos asuntos nadie tiene permiso de inmiscuirse”.

El Tío Lencho afirmó con la mirada. Así es Tío Lencho. Respetuoso de las vidas ajenas. “Nada más observa, asiente cuando se te pregunte por algo, pero resérvate tu opinión”. Siempre es el consejo sabio de él, eso lo ha llevado a una vida apacible, siempre con una sonrisa en los labios.

Sin embargo, Tío Lencho y tía Conchita no son como todos. En una de las navidades, y eso es un recuerdo de los grabados como muy pocos, la gente del barrio se organizó para hacer la festividad de las posadas en grande. Lo tienes bien guardado en alguna parte de tu memoria.

Ahora lo recuerdas aquí, sentado en este espacio del jardín Rolón. Mientras ves pasar a hombres y mujeres con cajas, bolsas llenas de regalos para estas fiestas. Mientras observas las luces de colores de las tiendas, con sus nacimientos y los santas pan-zones decembrinos con cámaras fotográficas asusta niños.

Era por la tarde. Aún más tarde a hoy. En la casa de los tíos, Pedro, el esposo de Clotilde, como siempre, había bebido, sen-tado en un rincón, tú en otro escuchabas sin opinar. Como si no estuvieras. Tío Lencho aún no llegaba. Tenías prohibido hablar, comentar algo. Era conversación de adultos, y a pesar de ya no ser un niño sólo veías, bebiendo agua de arroz, de esa deliciosa agua hecha por la tía Conchita.

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Un agua espesa, con mucha canela, el arroz molido, casi harina. Si se dejaba un rato sin mover el recipiente todo se iba al fondo, como esas vidas con muchas superficies. Los diálogos eran así, con miradas profundas como el agua de arroz de la tía Conchita.

Clotilde: Ahora sí. ¿En dónde estamos?

Isidora: Mejor di ¿a dónde vamos?

Conchita: Ya los cantantes están aquí.

María: Y yo...

Clotilde: Yo traje los cánticos para pedir posada.

Isidora: ¿Invitaron al gringuito?

Conchita: No, se la pasa preguntando ¿quién está ahí?, pero en gringo.

María: Y tiene los ojos de color.

Clotilde: Luego cree estar en la guerra.

Isidora: ¿En cuál, tú?

El gringuito era un joven de buen ver recién llegado. Algunos decían que era un desertor. Otros lo mencionaban como un sol-dado asustado por las barbaridades hechas por el ejército nor-teamericano, que decidió huir en un camión lleno de muertos.

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Nadie sabía a ciencia cierta cómo había salido. Lo único cierto era su cara de susto cada vez que escuchaba un cohete de la feria.

Conchita: En cualquiera. Estos no están felices si no guerrean, ya los veo a todos como medievales.

María: ¿Y cómo van a estarlo? Medievales.

Clotilde: ¿Estos? ¿Quiénes son estos?

Isidora: ¡Huy!... la inocente.

Conchita: Vamos, en lugar de pelearse, a arreglar las cosas para que esto quede bien.

María: ¿Y va a quedar bien?

Clotilde: Pero, en serio, no sé...

Isidora: ¿Te vas a meter en la vida ajena?

Conchita: Y como chismosa de lavadero te la vas a pasar chis-morreando cómo viste la gente.

María: Sí, la verdad.

Clotilde: Pero si no hablo de eso, ¿entonces de qué? (Se escucha “La Negra Tomasa”.)

Isidora: Ahí te hablan.

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Conchita: Sí, te hablan.

María: Y canta como el original... Ah, trae grabadora.

Clotilde: Si no fuera por este borracho que me tocó de marido la gente no andaría hablando a mis espaldas.

Isidora: ¿Verdad que no es bonito que hablen de uno aunque sean verdades?

Conchita: No te enojes. Además no te tocó, lo escogiste. Y si te tocó... ¿Qué ya no te toca? (Se va bajando la música. Clotilde con rabia le coloca una máscara de diablo al zapatero que está sentado en posición fetal al fondo, cubierto con una cobija.)

Clotilde: ¡Borracho infeliz! ¡Por tu culpa!

Margarita: Trajimos el ponche, los bolos.

Isidora: ¿Y dónde están?

Benjamín: Y, ¿tú piensas que los veníamos cargando? Por supuesto que los dejamos en el carro.

Conchita: Menos mal, ya no tendrán que caminar mucho.

Margarita: ¿Caminar?

Conchita: Digo, si los dejaron en el carro.

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María: Y, ¿vamos a hacer un nacimiento viviente?

Isidora: Pero, ¿cómo?

Conchita: Sí, nos falta el buey.

Benjamín: Lo dejaron como diablo, pobre borracho.

Clotilde: ¿Pobre? ¿Dicen ustedes: pobre? Me hace sufrir tanto.

Isidora: Vamos, apenas es la segunda posada.

Conchita: Sí, pero él la empezó antes.

María: Yo nunca lo he visto sobrio.

Benjamín: Yo sí. Fue el día cuando llegó a casa con una cruda de los mil diablos y hasta se bebió el vino de consagrar que le había prometido al padre Gabriel.

Clotilde: ¿Al arcángel anunciador?

Isidora: ¡No! Al cura de la iglesia de la Sagrada Familia.

Conchita: ¿A poco no saben dónde está esa iglesia?

María: ¿Cerca del panteón de Mezquitán?

Benjamín: Ahí donde se va a esconder para que nadie lo moleste cuando se pone hasta atrás.

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Clotilde: ¿Así que te robó las botellas?

Benjamín: Le dije que por tomarse el vino de consagrar Dios lo castigaría.

Isidora: Pobrecito. Él queriendo alcohol y tú dándole vino de consagrar.

Conchita: Por lo menos le hubieras dejado el que venden en la farmacia.

Benjamín: Se hubiera muerto.

Clotilde: Lo hubieras dejado.

Margarita: Por favor, un muerto.

María: Pero es alcohol, no se muere nadie por beber alcohol.

Isidora: Pero del de la farmacia sí.

Clotilde: ¡Qué delicado! Ahí le compro aspirinas.

Conchita: Y luego te quejas por no hacerte caso.

Isidora: Sí, la verdad, cada una tiene al marido que necesita.

María: Bueno, ya, nos dijeron que para esta posada hiciéramos una pastorela.

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Margarita: Para eso invitamos a unos músicos.

Conchita: Ya los cantantes están aquí.

Benjamín: Pero los músicos que invitamos son profesionales.

Clotilde: Profesionales, ¿cuánto nos va a costar?

Isidora: Por eso los invitaron, seguramente, y por eso mismo van a cobrar menos.

Benjamín: Gratis.

Conchita: La verdad dudo mucho de su profesionalismo.

María: “Artista sin comer es peligroso, pero aún más lo es público sin pagar”.

Margarita: ¿Juan Ruiz de Alarcón?

María: No, frase de mi tío cuando fue cobrador de impuestos en su pueblo natal.

Clotilde: Muy inteligente.

Isidora: Muy guapo el señor, ¿verdad?

Conchita: ¿Guapo, dices? ¿Guapo?

Clotilde: ¡Más que eso!

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María: Mira, tú, la calefacción está alta.

Margarita: Sí, ¿verdad?

Benjamín: Bueno, tiempo de paz y armonía.

Clotilde: Saludemos al nuevo año, que éste ya se fue.

Isidora: Diciembre, apenas diciembre.

Conchita: Festejamos el nacimiento del mesías.

María: El nuevo año. Su marido se las toma y a usted le hacen.

Margarita: Eso debería ser si se las tomara bien, ¿verdad, tú?

Benjamín: No sé de qué hablas.

Clotilde: ¿Entonces tampoco?

Isidora: ¡Qué preguntas! Desde que se fue a Tampico, tampoco. No me vean así, eso dicen.

Conchita: Eso dicen... eso dicen...

María: Bueno, bueno, ¡ya!

Margarita: ¿Y la pastorela?

Clotilde: ¡Ah, sí!

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Benjamín: Tenemos cuatro pastoras y una virgen.

Clotilde: ¿Todavía?

Isidora: ¿Qué dices?

Conchita: No creo felicidad en tu cuerpo cuando pocas reflejas en tu rostro.

María: Y los caminos se cierran con el tiempo.

Margarita: ¿De esto se habla en una pastorela?

Benjamín: Yo sólo dije...

Conchita: Y abriste una herida profunda. Un alto sentimiento.

Isidora: Deja ya de temblar, mujer.

María: Somos las pastoras, sólo mujeres solas en el camino y a ti te corresponde ser la virgen.

Clotilde: ¿Por qué a mí?

Isidora: La virgen llora.

Conchita: Ah, la virgen llora su esencia.

María: Sufrir el suplicio de ser madre y sólo existir a partir del suplicio.

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Margarita: Sólo ser por el otro.

Clotilde: Entonces arrullo al niño.

Isidora: Eres no por ti sino por ser madre.

Conchita: Eres a partir del hijo, para eso vino, a darle esencia a quien no la tiene.

María: Eso ya estaba escrito.

Margarita: Desde los antiguos.

Clotilde: Ru ru duerme ru ru ya. (El resto de la escena en susurro.)

Isidora: Desde la expulsión de Lilia.

Conchita: A la llegada de Eva.

María: A ti te corresponde ser José.

Benjamín: José.

Margarita: Eso ya estaba escrito.

Isidora: Asume tu papel, tus hijos no son tuyos.

Conchita: Eso significa, José, sólo ser el varón.

María: Bendito sea por eso, que, al igual que María, no son.

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Margarita: Desde los antiguos.

Benjamín: Pero esto sólo es en la pastorela.

Isidora: ¿Eso crees?

Benjamín: De ser contrario no le entro.

Conchita: ¿Le preguntaron al santo varón? ¿Por qué piensas que a ti sí?

Benjamín: Eso sólo sucedía en los autos de Navidad de Manrique.

María: ¿Este no es de Manrique?

Benjamín: Eso pienso.

Margarita: El hombrecito presume.

Benjamín: Esposa mía, ¿a qué juegas?

Isidora: Ella ya no juega.

Conchita: Ahora es una pastora que a José observa.

María: Sin preguntarle.

Margarita: La verdad, sin preguntarle.

Isidora: Mujeres, hagamos la ronda.

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Conchita: Bailamos alrededor de la divina pareja.

María: La pareja santa.

Margarita: Ya en la noche será la Sagrada Familia.

Isidora: Bonita escena, ¿verdad?

Conchita: Sí, muy bonita. Así serán recordadas estas fechas.

Clotilde: Por algún emigrante de los muchos de este pueblo.

Margarita: Un pueblo sin tierra prometida.

María: Desterrado de la propia, condenado a vagar con ésta a cuestas.

Isidora: En todo lugar donde su pie pise dejará sentir la nostal-gia del destierro.

A Benjamín le agarró en serio lo del papel, Margarita tuvo un hijo de ojos azules, luego una niña de rubios blondos. Todo esto después de haber representado la pastorela, de beber el ponche de granada. Al gringuito no se le invitó a la posada, pero en cuanto escuchó música estuvo más presente, esa y el resto de las posadas.

En estos días recuerdas esa escena, como un video familiar, incluso hoy cuando ves pasar en este jardín a todos con sus rega-los. Este jardín fue el primero, aquí te citó Federico cuando lle-gaste, de aquí se fueron al taller escuela. A una cuadra de aquí

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está la casa de asistencia de la señora Emilia, buena comida hace esa señora, caliente y a su hora. Casi como la de la tía Conchita.

Benjamín fue quien te dio todos los datos, incluso habló por teléfono a su gran amigo Federico. “Las recomendaciones no están de más”, te dijo, luego comprobaste lo cierto de sus pala-bras, sin embargo, hoy, eso importa poco.

Esperas ver llegar a Lourdes, la hija de la señora Emilia, con sus anchas caderas envueltas en vestido largo de colores, cami-nando por la acera adoquinada de cantera. Esperas verla con su canasta repleta de verduras, frutas frescas, con su ramo de cla-veles jaspeados para decirle: “¡Qué casualidad! Caminaba por aquí y me tocó verte”. Quisieras decirle muchas cosas pero sólo atinas a decirle eso. Temes que algún día te diga: “¿Casualidad? Ya usa otra frase”, pero hasta hoy no te ha dicho eso, sólo atina a decirte: “sí, ¿verdad?”, para luego continuar su camino.

Quizá ella desea otra frase. Tú también. Pero ninguno de los dos cambian la frase por otra. Quizá así sean estas cosas. Quizá. Porque por hoy no existe otra.

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Paseo nocturno

Para la gente, el circo tiene muchos colores, luces por todos lados, como esta avenida a las dos de la mañana, con sólo unos cuantos parados fuera de algún establecimiento de donde sale música, mientras de otros, los faros de los automóviles comen-tan su ida de los espacios.

La neblina sale de algún respiradero como pulmones sedientos de aire fresco. Por las calles laterales, la oscuridad interrumpida por sis-tema de alarma. Una luz de alógeno se enciende al paso de un tran-seúnte cansado que camina a donde dejó estacionado su vehículo.

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Como en el circo a estas horas, más de una vez te tocó hacer guardia, por entre las jaulas de los animales, frente a la taquilla, frente a los dormitorios rodantes de los compañeros. Tú con una linterna iluminando el piso. Tú con una linterna iluminando hacia donde se escucha un ruido. Tú con una linterna hacia delante. Tú hacia atrás, donde se escucha un ruido. Caminando, caminando como ahora pero sin linterna como ahora.

Tres semanas trabajaste en ese circo. Una semana dormiste en la casa de la señora Emilia. Una semana observaste a Lourdes caminar rítmica por los pasillos, por el comedor. Menos de una semana sentiste los senos de Lourdes la hija, de Emilia, la espléndida sin sostén al servirte la sopa, el guisado, el postre de leche, como de leche su piel repleta de serenidad. Una semana en esa casa porque un día se te acabó el dinero y buscaste trabajo en ese circo pintando las lonas. Pintando los anuncios para la función del día siguiente.

Un día antes del último centavo le dijiste a la señora Emilia tu falta de morralla, como ella dice, como ella te contestó, “si no hay morralla no hay cuarto, no hay comida. Aquí se quiere a todos, pero es casa de huéspedes, no de beneficencia”.

Ese medio día no bajaste a comer, y digo bajaste por el espa-cio que te tocó en casa antigua de corredores con helechos. Un cuarto en la azotea, el más económico, cercano al lavadero, cer-cano a la regadera, la única. Un privilegio bañarse cuando ya nadie subía. Mientras los inquilinos de los otros cuartos tenían su horario, el tuyo era cuando ya nadie subía. Podías estarte todo el tiempo mientras al resto se les contaban los quince minutos

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reglamentarios. Cada veinte minutos subía uno, y luego otro. Al medio día estaba solo. Todos estaban comiendo.

Por eso, cuando escuchaste pasos subir la escalera te metiste a tu cuarto. Cuando ibas a cerrar viste a Lourdes aparecer con el sol a sus espaldas, con un vestido largo, bordado con resaltes blancos como el fondo, un pelo igual a su vestido. Era la primera vez que la veías con el pelo suelto. Un ángel de dimensiones impresionantes, de luz igualmente impresionante, de movimientos doblemente impre-sionantes, de música de percusiones celestialmente impresionan-tes. Cuando levantó sus brazos a la puerta de la regadera se elevó a la terrenal manera con su vestido al alza, permitiendo ver sus mus-los, seguidos de caderas con pubis a la vista, en un recorte de bellos elegantemente diseñados en forma de corazón y línea recta hacia un ombligo a la espera de un vino consagrado perfectamente dise-ñado para un tazón guardado por Benjamín y bebido por Pedro, sin ser para él un buche consagratorio para la estampa siguiente en dos cántaros con finísimo pincel en pezones, consumado con pelo de camello volando por el viento para enseguida voltear como un bas-quetbolista conocedor de su terreno encestar el vestido en la puerta del baño. La estampa ahora era otra, sus blancas caderas, sus blan-cos glúteos en rítmico ascenso. Quisiste aplaudir emocionado y pedirle repitiera todo igual, de nuevo, igual. Igualmente impresio-nante como la primera vez, para dejarte igualmente impresionado. Impresionarte con su impresionante danza, con su impresionante cuerpo, con su impresionante pubis. ¿Se lo rasura o así es?

Entró a la regadera, dejó abierta la puerta. Tú abriste más la tuya y caminaste hacia el baño, a una de las paredes, a la cual le faltaba un ladrillo, por donde, por las noches, cuando te tocaba

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bañarte, entraba el frío. Caminaste hacia ese orificio, miraste a través de él y sólo viste un ojo.

“¡Qué casualidad! Caminaba por aquí y me tocó verte”, quisieras decirle muchas cosas pero sólo atinas a decirle eso. Temiste que gritara. Temiste que te dijera muchas cosas. Estaba en todo su derecho. Temiste el reproche. Temiste verla mover los labios cuando te dijo: “Sí, ¿verdad?”, y luego, sin inmutarse, “hoy llegó un circo, necesitan pintores”.

Ella sabía lo de tus clases de pintura. Ya sabía lo de tu Tío Lencho. Por eso sabía que ese era trabajo para ti. “No se va a quedar mucho tiempo”, continúo diciéndote. “La paga es buena, tienes donde dormir, comida, tres semanas. Luego te vienes a la casa. Pero por ahora déjame bañar”.

Cuando se fue el circo, Federico te ofreció trabajo, un lugar donde dormir. A cambio tú harías de comer y fungirías en casos extremos como secretario asistente. Aceptaste de inmediato. Sólo volviste para pagarle a la señora Emilia la última noche antes de salirte rumbo al estudio de Federico.

Desde entonces, vienes al jardín Rolón a verla pasar, a saludarla con la misma frase. Una frase que con el tiempo ha trasformado su significado, sabes cuando le duele la cabeza, cuando se alegra de verte, cuando no importa la repetición sino el hecho aún no convertido en lecho pero añorante de la hora de la sopa, el gui-sado, pero sobre todo, del postre de leche.

Y continúas caminando a las dos de la madrugada en ciudad de luces como el circo.

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De ciudad media nacido

Viste crecer a tu ciudad como viste crecer a tus vecinos. Le viste encementar campos de cultivo como viste también ser aban-donados los condominios de la buena gente emigrante a los Estados Unidos. Como viste luego regresar para ser demolidos. Para ser reconstruidos a la californiana manera.

Viste crecer a tu ciudad como viste ser desplazado al cacique del pueblo por el emigrante caza-dólares con café soluble. Viste despla-zado el francés de la gente rica por el español “anglosanado” y el inglés españolizado de los regresados. Viste el cambio de lecturas.

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Marcel Proust por Life. Baudelarie por The Economist. Viste correr los dólares para imponer un presidente municipal. Viste vestir de ciudad al pueblo tranquilo de tus años de infancia.

La chiquitita de la plaza vestida de domingo cambió a my dar-ling de plaza comercial, también vestida para la misa de siete, y el sacerdote en su sermón el Pater Noster por el “in god we trust”. Un grupo de vecinos se organizó para cambiarle el nombre de la ahora ciudad crecida a golpe de hagamos patria, chin chin quien no tenga hijos, total, luego ni los mantenemos, ellos nos mantienen desde el otro lado, ciudad de raigambre española, de nombre de familia española, por el de la tierra de nuestros ante-pasados, orgullosamente indígenas. Pero esto de orgullosos sólo es un decir. En aquel tiempo sólo los hippies se vestían con indu-mentaria de los grupos étnicos. Hoy, desde los levantamientos armados, el discurso se transformó en plan de gobierno. Pero en ese ayer el orgullo era un decir.

Los habitantes del pueblo vecino, ahora también convertido en ciudad media, igualmente con emigrantes concebida, cam-biaron el nombre de prócer revolucionario impuesto por su anterior santificado, por el del magnate emprendedor, hijo de familia bien, es decir, católico, raíces europeas, beneficiado por ilustre emperador y, por supuesto, dueño de tierras hasta donde los ojos te persignen. No fuera que los del grupo indigenista neo new liberation se fueran a confundir con un nombre de indios.

Todo eso lo viste. Lo viviste. El kiosco de la plaza cincelado, dise-ñado, fundido a la Art Nouveau, manera en París, fue cambiado por uno rojo, prefabricado en Toluca con los reglamentarios

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escudos de Coca-Cola, a cambio de coquitas gratis para todos y una interpretación de Santa por un actor teatral retirado del Distrito Federal, amigo de Benjamín.

Por supuesto, la banda del pueblo reemplazada por un gramó-fono patrocinado por la casa embotelladora susodicha. En lugar de villancicos con tambora, Frank Sinatra alternando con Nat King Cole y para los más modernos Elvis Presley, mejor conocido entre la raza como Elvis Pelvis, en reproducción monumental de Andy Warhol. Los más conservadores se tuvieron que conformar con los Beach Boys.

Pero a ninguno de tus compañeros de escuela y adolescencia les importaba eso. A los más viejos, menos. Sólo a quienes pagaron, hicieron los trámites correspondientes, es decir, vender como chatarra el kiosco al pueblo, ese sí, pueblo vecino, tres mil pesos a los integrantes de la banda municipal para que ya no tocaran en la plaza y por sus, para los más viejos, cuarenta años de músi-cos; el convenio con Coca-Cola Toluca para ser los exclusivos dis-tribuidores de la gaseosa, logos, puesto e imagen de la música, a ellos, sólo a ellos, les interesaba el negocio, símbolo de progreso.

Orgullosos transitaban por las calles que mandaron adoqui-nar, tal como la kitsch manera de vestir ciudades pasado colo-nial les apetece en moda paquete todo incluido, en Ford 56 clásico, capota abajo, rines con vestidura metálica de repetir continuo: oh, chicken.

Nadie entendía para qué tanto cambio. Entonces vino la más grandiosa idea. Editar un folleto explicando las gracias del

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progreso, bajo la consigna de “Viva Andy Warhol, beba Coca-Cola”. Si en las ciudades del primer mundo se bebía café solu-ble descafeinado y se escuchaba rock and roll, ¿por qué en esta naciente ciudad media no? Pero a ninguno de tus compañeros de escuela y de adolescencia les importaba eso.

En un español “anglosanado” aparecían los primeros párrafos. Casi a la mitad, la redacción alternó. Se leía:

—Do you know what you are doing?

Warhol: No

—Do you know what a painting is going to look like before you do it?

Warhol: Yes

—Does it end up looking like you expect?

Warhol: No

— Are you surprised?

Warhol: No

“Entonces si Warhol no está sorprendido, menos nosotros. Vive el presente. Vive el progreso. Toma Coca-Cola”.

Inmediatamente se vino la demanda. Reproducir sin autori-zación una entrevista, además de omitir al entrevistador. La

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compañía embotelladora no estaba dispuesta a continuar nego-ciando con defraudadores. Eso se dijo, tan sólo de entrada.

Las cosas no quedaron así. A los músicos les grabaron dos discos en el Distrito Federal, a donde fueron con los tres mil pesos, los cuales les sirvieron de pasaje. Al llegar tocaron en la alameda. Un etnomusicólogo los descubrió. Con ellos terminó su estudio. Se publicó un libro con entrevista, fotografías. Se hicieron acreedores a reconocimiento nacional por representar la tradición musical de México. Enseguida viaje a Alemania, Inglaterra y Francia, en donde ganaron premio a la mejor grabación extranjera.

Al munícipe del pueblo vecino, con la ida de la banda se conoció la existencia del kiosco, se le pagó, y hasta la fecha, una cantidad considerable para el mantenimiento del mismo, pieza catalo-gada, la cual tiene acta de nacimiento con papá integrado.

Y como Benjamín firmó como editor del folleto, además de la idea Warhol/Coca-Cola, cuando, según se dice, debió ser Warhol/Pepsi Cola, se le prohibió, por un periodo de cinco años, pintar, exponer o cualquier otra actividad por utilizar la ima-gen de Andy Warhol sin permiso expreso. Jamás dijo que fue Federico el pintor, el diseñador y hasta el corrector de pruebas de la imprenta.

Tío Lencho jamás hizo un comentario al respecto. Tía Conchita, Isidora, Clotilde y María sólo uno leve, muy leve. Y otro con pimienta cuando llega Margarita al grupo, “la banda ya no toca en la plaza. No hay kiosco. Y el de la Coca sirve de sanitario público a Pedro y sus amigos”. Pero, los músicos de la banda ya

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emigraron, los que no se murieron, y tienen nuevos miembros con un inglés perfecto. Egresados del conservatorio. La banda ya no toca en la plaza. Ahora vienen sólo al cumpleaños de Tío Lencho. Sólo porque les dijo: “cuando lleguen a México toquen en la Alameda, ahí, junto a la escultura de una mona encuerada, muy bonita, que se parece a una de nuestras encueradas del kiosco. Dicen que por ahí transitaba Porfirio Díaz, por algo”.

Buscaron. Y luego siguieron buscando. Y luego vieron un letrero con datos así, muy de libro de texto. Las callejuelas estaban solas. Sólo un tipo raro de lentes bifocales, de gabardina, de bufanda, con cigarro caída de ceniza, libreta de apuntes, pluma y morral. Y ni modo, Lencho dijo que aquí. Violín valseado, con glisandro y todo. Luego un violonchelo con entrada de tarola. El tipo lentes bifocales detuvo su escrito. “Ya valió, ya valió”, pen-saron, pero le siguieron. Un etnomusicólogo los descubrió.

Y continúas caminando por esta dos de la madrugada en ciudad de luces como el circo.

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De apariencias

Caminar ciudad dos de la madrugada es un ejercicio retórico. Las luces se perciben de diferente manera. Las estrellas toman otra dimensión y a la luna le sale una especie de claridad diferente a la de las nueve de la noche y a ese grisáceo cinco treinta de la mañana.

Además, si a esto le agregas ese tono melancólico de borrachos consecuentes, ya estarás previendo la próxima producción. Federico te ha dicho que, de seguir así, te conseguirá una expo-sición individual. Modesta, sí, pero individual. No conviene una grande en este momento. Sería contraproducente.

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Si te lo hubieran dicho en otra ocasión no lo hubieras aceptado. Hoy sí. Entiendes como se mueven estas cosas. La relación entre grupos. Los golpes bajos. La minimización al más débil. La desca-lificación. Nada. Lo entiendes.

El cuadro ahora en preparación tiene una luz. Una especial. Rostros apenas dibujados. Oscuros. Barrocos en su estructura, como imá-genes de santos de templo, de iglesia de pueblo. Personajes en ros-tros oscuros de callejones, callejuelas, nocturnidad.

Caminar dos de la madrugada es un ejercicio complementario de lo visual de tus próximos cuadros. Deseas llegar hasta lo último. Al límite del color en la oscuridad. Esto te ha hecho recordar tu infancia. No deseas lo anecdótico. Necesitas lo visual.

Por eso necesitas volver al jardín Rolón. Los árboles centenarios. No todos, una cuarta parte de ellos, mecen sus ramas con un verde especial de las hojas. Con un ámbar peculiar de la luz de las farolas. Con un juego de sombras sobre las bancas y los árbo-les más jóvenes.

Te paras bajo uno de los árboles. Desde aquí la luna se ve pla-teada. Con razón Lorca. Sacas una libreta de apuntes y tres lápi-ces. Dos tonos de verde. Un tono de gris. Pequeños apuntes con rayas, más rayas, con tonos, muchos tonos. Se vienen los puntos. Eso. Quizá sea mejor eso. Puntos y más puntos.

La luna se ha movido. Ya la luz no da igual. La frialdad llega con mayor fuerza. Te subes el cierre de la chamarra. Te mueves de sitio. Buscas esa luz, aunque sea desde otro ángulo. Ya no es lo

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mismo. La imagen no contiene la luz. La luz es la imagen. Lo acabas de descubrir en este instante. Esa es la diferencia entre los lenguajes visuales. La luz es la imagen y esta no existe antes de discriminarla entre los cientos de formas observables. La fotografía y... ahora entiendes lo dicho alguna vez por Federico: “Existen épocas en donde la pintura es plástica y otras donde es visual. Yo soy plástico. Ya nada tengo que enseñarte”.

Ahora comprendes cómo viste crecer a tu pueblo para luego convertirse en ciudad media. Por eso recuerdas cómo vieron. Te cuesta trabajo saber qué dijeron. La sorpresa es grande. Ahora entiendes tu afición al cine, pero no a cualquier cine sino al discurso visual.

Las tonalidades han cambiado. De las dos se ha pasado a las cuatro, casi cinco. “Casi cinco”, lo repites una y otra vez hasta contar tantos que pierdes la cuenta. A las nueve llegará el casi diputado, el Ya Merito, “el bueno”, según dicen.

Te guardas los lápices. Te guardas la libreta y caminas rápido. A esta hora no pasan taxis. El estudio de Federico no está muy cerca de aquí. Caminas más rápido. Necesitas acomodar las telas. Como en una exposición para que el Ya Merito las vea y diga, aovándose la cabeza, “excelente, excelente, pero, no sería mejor si tuviera más color en la parte inferior”, así, como gran conocedor. Y tú, condes-cendiente, “bueno, usted entiende, la razón del genio”.

“Sí, claro”, va a contestar en el mismo tono, “pero, aún así yo considero el color, la plasticidad”, y va a continuar en tono doc-toral y tú, en ese tono de tiene usted la razón, claro está, luego

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vendrá el discurso de las masas, ese público al cual nos debemos y todo lo demás que dicen los políticos junto a los personajes de la vida cotidiana que ven la razón en observar la agenda de con quien van a comer.

Vas preparando tu discurso porque Federico te va a dejar solo. Tú lo mareas. Te dirá. O él a ti, como sea, pero al final lo convences. Me voy a tomar mi café a La Estación. Ahí te espero cuando ter-mines. La Estación, no sabe otro lugar. Le gusta ese espacio por-que ahí nadie lo busca. Puede tomarse un café, alguna variedad de pan, sin interrupción. Un día lo van a descubrir. Entonces tendrá que buscar otro lugar. Y tú, otro discurso. Este ya no lo creerán: “Está dormido. Se acostó muy noche”.

Por fin llegas a la esquina. Das la vuelta. Patrullas, varias. Una ambulancia enciende su sirena. Sus farolas. Se retira rápido de la escena. Caminas. No entiendes. Caminas. Dos carros negros. Uno de ellos con una abolladura en la puerta del copiloto. Te acercas. La puerta del estudio abierta. Una de las vecinas te ve. Le dice algo a uno de los policías. Dice algo por el radio. Dos policías se acercan por detrás. Uno de ellos te pregunta no sabes qué. La vista se te nubla. Dices “sí”, mecánicamente.

Te empujan hacia una de las patrullas. Ya adentro, con voz firme:

—Nos vas a decir todo.

—¿Y qué es todo?, —respondes.

—¡No te hagas!, —te dicen.

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Luego se acerca a la patrulla otro policía con voz de mando. Te bajan para llevarte al interior del estudio.

Ya adentro te muestran un cúter con sangre, una botella rota. El tinto reserva cincuenta y dos en el piso.

—¡Eso es un crimen!, —dices—. ¿Eso querías?, ¿tirar el tinto?

—Jamás, —respondes enfático.

Y cómo vas a querer eso. Ese vino se destaparía después de la expo-sición. Una botella con más de cincuenta años. Reserva especial. Francés. Eso no se hace. Ese vino era para celebrar la inaugura-ción. Posiblemente el amarre de la tuya, ahora tirado en el piso.

—No se cuelgue. Mejor confiesa. Vino francés, reserva especial. Cabrón mamón. Mejor confiesa. Te va a ir mejor y a nosotros no nos haces trabajar de más. Te falló. Todo intacto. No puedes decir intento de robo. Este instrumento con el cual le cortaste las venas después de golpearlo con la botella. Sólo alguien que sabe usar esto pudo haberlo hecho.

“Mejor confiesa”, te dice uno de los policías con toda la insensi-bilidad del mundo.

Observas la habitación. Te detienes en la mesa de centro. Un frasco de perfume con atomizador. El perfume de Mónica.

—Ese perfume no estaba ahí, —dices con asombro.

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—Es de mujer, —afirma el policía, para luego con ironía—: ¿Tú lo usas?, —al mismo tiempo que lo toma cuidadosamente con un pañuelo—. De cualquier manera, acompáñanos.

Declaraste todo. O casi. Federico volvió del desmayo a la hora. Tú estuviste todo el día en la demarcación. Él jamás dijo quien lo había golpeado. Cuando se volvieron a ver, otro día, cuando fuiste al hospital a sacarlo te reclamó por no haber estado. Pero ni a ti te dijo quien era a pesar de haberle comentado que encon-traron el perfume de Mónica.

El día de la inauguración él no se presentó. Fuiste tú quien habló de su obra en representación suya. La galería estaba llena de reporteros de la nota policiaca, de la política. Pero nadie de la cultural. Te hicieron miles de preguntas. Incluso alguno pre-guntó si no te lanzarían como secretario de Cultura en la nueva administración. Hubo quien te preguntara el cómo te habías recuperado tan pronto del incidente, o si no era una amante celosa la culpable. Sonreíste y te tomaron cientos de fotografías. Aquí cabe una anécdota. El Ya Merito nunca se paró y de Mónica nadie habló.

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La prensa opina

“Celos de amasia por poco detienen la exposición”. “Ni las navajas detienen la pintura. La plástica presente antes que los crimenes: Juan Llerena”. “La trayectoria no escatima a los criminales”. “Juan Llerena: un héroe ante los embates de las mafias culturales”. “Posible nuevo secretario de Cultura: Juan Llerena”. Estos son los encabezados de los diarios locales después de la exposición.

Federico recostado te ve. Los vuelve a leer. Mientras sostienes otro, él te mira. Inquisitorio. Tú casi tiemblas. Tú casi tratas de salir corriendo. Él te observa. Tú tiemblas.

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—Aprovechaste el momento, —te dice igualmente inquisitorio.

Tratas de hablar, pero no puedes.

—¿Qué dice ese?, —te pregunta como esperando un “nada” de niño regañado.

Se lo das.

“Una exposición inesperada, la de Juan Llerena”. “¿Tú?, ¿inesperado?”. Tocan la puerta. Vas. Abres. El Ya Merito te ve y suelta la risa. Federico se contagia, también ríe. Ambos se carcajean.

—¿Cómo ves a este cabrón oportunista?, —le dice Federico al Ya Merito.

—Buena promoción se hizo, —contesta con firmeza—. Ahora a aprovechar la publicidad. Una exposición de él no está mal. Aquí se acaba o aquí prende el muchacho. Invitamos de nuevo a los mismos. Sin peros, Federico, Juan Llerena es el héroe de la semana. ¿Cuántos cuadros tienes, Juan Llerena?

—Dos, —le contestas—. Entonces ponte a trabajar porque en quince días expones.

Los tres se miran. Se preguntan sin contestar. Luego el Ya Merito hace la pregunta reglamentaria:

—¿Cómo te sientes?

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—Con un dolor de cabeza y ganas de vomitar, —contesta Federico.

—¿Quién fue?, —lanza inquisitoria pregunta el Ya Merito.

—Ya lo dicen los periódicos. Una amasia, —contesta Federico mientras suena el teléfono y vas a contestar mientras escu-chas decirle a Federico “sigue con esa contestación, es buena para la imagen te da una personalidad especial. Voy a pedir detengan las investigaciones”.

—Sí. El estudio de Federico... No, no, está bien... Claro... Fue una equivocación de la prensa... Yo no quise... ¡De verdad!... Sí, Federico... Permítame... Es Benjamín. Quiere hablar con...

—Está bien. Pásamelo... Hola... Un accidente, nada más... Ya me recupero... Claro... Yo te hablo... Adiós.

La charla es mínima. Te sales. Ellos siguen comentando. Vas a revisar tus apuntes. La exposición puede llamarse “variaciones nocturnas”. Puedes hacer varios cuadros al mismo tiempo. Y a los dos terminados por ahora, al final les das un toque para dar unidad a la exposición.

En una semana puedes hacerlos con toda esta experiencia. Tienes muchas cosas por decir. Las notas del diario te servirán de base. Crónica de una equivocación. Las numeras una a una. Los tonos de los árboles con luz de luna. Lo repasas. Ves la sala completa.

Todo parece un sueño con las voces inaudibles de los dos hom-bres discutiendo. Luego, los pasos, el abrir de la puerta, el cerrar

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de la misma. El silencio. Ves los trozos de manta. La no utilizada para los cuadros de Federico. Ya tienes el material.

Buscas una aguja. Empiezas a coser desde ahora. Fragmento a fragmento. Como lo hiciste los primeros días al llegar al circo. Cuando no tenían para los carteles. Tienes aún varios de ellos. Los primeros. Están enrollados.

Vas a donde se encuentran. Sacas una botella con aceite de tre-mentina. Los tallas. Las manchas de colores. Los tonos “cafeza-zos”. Las puntadas grandes. Ya lo tienes. Es necesario buscar más periódicos. Sales de tu cuarto. “No tardo”, le dices a Federico. “No tardo”, te dices a ti mismo. “No tardo”, se lo dices a nadie. Federico está dormido.

Te aseguras de cerrar bien la puerta. Doble llave. Volteas para ambos lados. Incluso ves los autos estacionados. No vaya a ser y Mónica esté esperando regresar. “Vaya amasia se carga”, dices seriamente, luego sonríes. No te puedes imaginar la escena. ¿Se desnudaría antes? ¿Por eso utilizó el perfume?

Caminas rápido. Tanto o más que cuando llegaste a la escena del crimen. En parte le das la razón a ella, con su narcisismo debió de haber sentido feo. Como quien dice, gacho. Bien gachito. Tanto cuidarse para verse toda rayas. Continúas con tu casi carrera.

Llegas al puesto de revistas. Compras diez de uno, dos de otro, cuatro del de la fotografía con la obra de Federico como marco de referencia. Pagas. “La prensa opina”, te dice el encargado.

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“Sí, verdad”, le contestas mecánicamente. “Es un honor tenerlo de cliente”, te dice. Sólo sonríes. Ya verá cuando seas tú y no el representante. Pero sólo sonríes.

Un hombre atrás de ti te observa. Ahora sabes que te ha seguido hasta aquí. Caminas al lado contrario de donde llegaste. Él tam-bién. Vas hacia un teléfono público y marcas el número de la reportera, la de siempre, la de la libretita rosa, quien no asistió a la inauguración. El hombre se mantiene a distancia.

Te contesta la operadora. Le pides te comunique con Imelda, sí, con Imelda Rentería, la de culturales. Al contestar le reclamas no haber asistido. Pide disculpas. Te sugiere le des una entrevista en ese momento. Las oficinas del periódico están cerca. Afirmas. Cuelgas, caminas hacia la oficina. El hombre te sigue.

Te detienes al llegar a la esquina de las oficinas del diario. El hom-bre se detiene. Cruzas la acera. Caminas hacia la otra esquina. Él continúa parado en la esquina. Observa tus movimientos. Das la vuelta y te escondes atrás de un carro. Después de un rato lo ves llegar, da la vuelta. No te ve. Sales de tu escondite y regresas, te atraviesas. Entras a la oficina. Preguntas por Imelda. Te piden la esperes. Cinco minutos después, llega, se saludan para enseguida pasar a un pequeño recibidor. Una mesa de centro. A un lado una cafetera. Las paredes decoradas con pinturas originales.

—Bueno, la confusión está en grande.

—Bastante.

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—¿Quieres aclarar la confusión?

—En parte. Pero no directamente.

—¿Entonces?

—Si hablamos como una entrevista a alguien relacionado con el proceso, es decir, un tercero habla.

—Buena idea.

—Entonces... pregunta.

Imelda enciende la grabadora.

—¿Quién fue el agresor?

—Eso ya se dijo. Federico declaró a la policía y a los me-dios. Un mal rato para todos. La verdad sólo él la sabe. Posiblemente ni él. Ahora lo importante es la obra y que la policía haga su trabajo.

—Puede que tengas razón.

—Para ver la obra de un pintor se necesitan varias cosas. Los elementos utilizados. La forma como corren los colores. Las herramientas utilizadas. A Federico le sugiere utilizar la pis-tola de aire. Poco utiliza los pinceles. Esto le da una especifici-dad en el color. La textura.

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—Se ha dicho mucho sobre la textura en su obra. Un estilo ya característico de él. ¿Pudiéramos decir que esa es su aporta-ción a la plástica nacional?

—No. Ésta es su inclusión dentro de un grupo de pintores. Digamos, de una corriente específica. Lo mismo podemos afirmar de la utilización de la pistola de aire. Hace algunas décadas esto era inconcebible. Sin embargo todavía no está generalizado. Aún así, no es su aportación. Su aportación ra-dica en los colores usados, la combinación, la manera de tex-turizarlos. El cómo utiliza las herramientas.

—Hablando de texturas, ¿cómo las utiliza al grado de hacer una aportación?

—Empecemos por decir que existen momentos plásticos, así como los hay visuales. Incluso podemos hablar de épocas.

Continuaste comentando sobre las etapas en la pintura. De la diferencia entre una y otra. De tu visión y la de él. Entraste tanto a este tema que incluso hablaste de novelas, de cuentos, de cuentistas y novelistas comprometidos con estas corrientes. De la relación como vasos comunicantes entre diversos lenguajes incluyendo música con sus diversas tonalidades así como por qué hay música y hay músicos que se escenifican más fácil que otros.

Y continuaste por casi una hora sin detenerte. Sin esperar otra pregunta. Nunca le dijiste que todo esto lo aprendiste de los libros de Federico. Pero sí le comentaste de las aportaciones a tu labor, no sólo como maestro del taller, sino en lo personal. De la

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entrega a sus alumnos. Continuaste con esta idea de regreso al estudio. Por todas las calles repasaste una a una tus contestacio-nes. Incluso ahora, antes de abrir la puerta, repasas lo dicho. No quieres dejar nada para la confusión de la nota de mañana.

Abres la puerta. Federico aún está ahí. Con la vista fija en la puerta. Sin responderte el “ya llegué”. Ni siquiera con la frase ácida de cuando está molesto. Entonces te vas hacia donde dejaste tus telas. Las sigues cosiendo de manera desigual. Con puntada grande. En un marco de prueba tensas una. Es un marco metálico. De prueba. Textura y forma son diferentes. La tela misma, rugosa, caminada por caminos, plena como la cara Tío Lencho con his-torias en cada línea como cada barba con pequeños duendecillos sonrientes y molones igual a los enanos del circo donde entraste a trabajar después de palpar con los ojos línea a línea la piel de la mujer idealizada medio día a medio ver para en un instante, como golpe lumínico de estructura pop a la Roy Lichtenstein, en ese cuasi lenguaje expresionista de sentimientos y emociones, encontrado techado de incertidumbres con aciertos luego incertidumbrados envueltos como regalo, el nuevo diccionario corporal de la mujer amada dispuesta al faje glorioso pero tan lejos que sólo puede apre-ciarse así como un cuadro de los muchos pequeños y visuales para juguetear con los colores mientras le vas colocando fragmentos del diario recientemente comprado para luego, con fuerza, retirar los menos, fragmentar los más.

El artista plástico ve con fuerza de colores. El artista visual cachondea en legítima defensa con la luz sagrada de todos los días como si observara a través del microscopio las gotas de un micro universo microbiano con desfile fin de semana con

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bastoneras de fondo. Eso no lo dijiste. Quizá si lo dijiste. Quizá sólo lo pensaste. Quizá sólo recordaste algo pasar por tu mente sin cesar cual paso a desnivel calle en legítima. Una calle. Una luz. Una calle. Un edificio a medio iluminar. Una gota de luz en la oscuridad del barroco deseando entrar a los esquemas de la mente. Posiblemente esa sea la fotografía sin subordinan-tes para convertirse en documento facilista como herramienta de periodista sociólogo historiador a policía evaluador de los hechos en lugar de buscador de estructuras visuales con movi-miento y entradas en la segunda y tercera base.

Recortas los diarios. La noticia con sus encabezados. Todos. Mueves los papeles. Un libro pequeño de pasta de cartón cae al piso. Lo levantas. Este no estaba cuando compraste los diarios. Recuerdas la mesa de la oficina, esa pequeña, cuadrada mesa de centro. Te parece recordarlo junto a la grabadora de Imelda. Te parece. Asocias la imagen de la mesa con el hombre que te siguió hasta ahí.

¿A dónde se fue? Cuando saliste no te cercioraste ya si te seguía. Te adentraste a la charla. Repetiste una, otra vez las respuestas. Las evasiones a ciertas preguntas. Y a este libro, a este universo del pensamiento, lo dejas a un lado como quizá dejaste a un lado al perseguidor.

Clavas las telas en la pared. Una a una. Tachuelas pequeñas. Indecisas. Precisas. Las telas firmes. Pegas, despegas. Retiras la tela del bastidor de tela. Lo unes a las demás. Con un plumón escribes “el caso del pintor con sus angustias”. Haces lo mismo en todas las telas. Así, como para no olvidarte o para recalcar el título de la exposición. Luego te sientas a leer el libro.

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“Querido lector. El libro que ahora tienes en las manos no es un libro más. Es una historia tan personal como la quieras ver. Y así ini-cia, querida Mónica, va con todas mis consideraciones este cuento”.

¿Querida Mónica? Un libro dedicado a Mónica. ¿La misma? Te sientas. Te sientes cuestionado e inicias la lectura de ese libro, el cual seguramente le enviaron a Imelda para su reseña. Buscas una nota, una tarjeta, un algo. Sólo el impreso de la dedicatoria: “Querida Mónica”.

Queridos mamá y papá: eso no dice. Ni tiene la buena nueva. Nada. Sólo “querido lector”. Pero no uno anónimo sino uno llamado Mónica. Para uno llamado Mónica o para todos los lectores de nombre Mónica como especie universal. Vuelves a leer la dedicatoria:

“Querido lector. El libro que ahora tienes en las manos no es un libro más. Es una historia tan personal como la quieras ver. Y así inicia, querida Mónica. Va con todas mis consideraciones este cuento”. Tú ahora eres el lector sin ser Mónica. Un intruso hur-gando letras ajenas.

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El cuento de la lectura

Por primera vez en varios años la puerta se cerró.

Desnuda dormiste hasta ya entrada la mañana. Te levantaste sin gritos. Calentaste agua. Sacaste los cigarros del refrigerador. Hiciste café. Le acariciaste la portada como a un gato y te sen-taste a releer el libro.

Te imaginas cabalgando en caballo negro. Te imaginas en la plaza de un pueblo grande, no en una ciudad donde se pierden las personas entre la muchedumbre y los apartamentos de escaleras húmedas.

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Con un esposo de tercera, entre borracheras de media noche, crudas por la mañana, no habías cuestionado tu vida. Pero con ésta de pasta verde, el libro de la tarde del viernes con lluvia, te recuerda la infancia por los arroyos del rancho de tu padre.

Lluvia del viernes con su música, al terminar los edificios, las carrocerías, los homosexuales vestidos de domingo, los tran-seúntes en sonidos encharcados. Las cajas registradoras, los maniquíes de las tiendas de moda, los hombres rectos, las les-bianas, los niños bien en carros deportivos, los pordioseros, los policías, los drogadictos, los turistas se distinguen de ti por lo seco de su traje. Fue cuando entraste a ese café con el olor en todos los rincones entre las mesas y luces de pijama.

Murmullos de cuchara. Pantalones negros, camisa blanca los meseros. Leche tibia, cigarros hasta la hora de cerrar cuando se apagaron las luces del fondo. Las mesas se fueron solas.

Al salir, el ambiente de la calle húmedo. Entre las llantas de los autos se reflejaban las luces encerrando las aceras como fósforos en las esquinas.

Pálida, como si nunca hubieras salido, pasaste una cuadra. Una voz sonriente. Caminaste más aprisa entre la escasez de los taxis y la invitación a seguir con otro vaso de lecha tibia. El mesero, amable repitió la oferta, te mostró la bolsa con los libros. Tu padre, a esta hora, está acostado mirando el campo desde la ven-tana con la luna. Tu marido, borracho como todos los días.

—Conozco un lugar todavía abierto.

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Volvió a insistir con la cortesía del platillo especialidad de la casa. Luego, continúo seguro de su oferta:

—Estoy contento. Trabajé de mesero tan sólo para publicar mi novela. Cada propina la fui guardando. Ahora la tengo. Me prometí leérsela a la primera persona. Y fue usted. El lugar es agradable. Tiene buena música. Ahí fueron naciendo mis personajes. Me agradaría poder presentárselos en el mismo lugar donde surgieron.

Entraron a un café con mesas de colores. Un violinista allá en el fondo. Novios tomados de la mano.

“Un parroquiano me asesoró en la edición al verme un día escri-biendo. Incluso se ofreció a distribuirla”, te dijo mientras acer-caba una silla. El mesero de la leche tibia empezó con el primer capítulo de la mirada fija en un punto.

El embeleso de la lectura en voz alta rodeó al espectro casual cir-cundante, mientras el escritor de novelas, en un regocijo absoluto, daba vida al exterior de los personajes ahí nombrados.

Tomaste un libro. Corriste entre calles y semáforos con la mirada fija en tu marido borracho quien se regocijaba solo con su botella.

Seguramente el escritor te persiguió algunas calles tal como posiblemente lo hizo con sus personajes. Te perdió, lo perdiste entre las páginas del libro, cabalgando entre los viñedos de tu padre con la sobrina y su mirada.

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Posiblemente se quedó terminando su novela o se vino oculta entre las páginas. Quizá. Quizá por eso. Quizá ahora aquí sen-tada recuerdas la tuya a quien cuidaste desde niña. A quien le enseñaste tus normas como buenas.

Tú, como todas las tías del mundo. Sonrisa amistosa, confor-mista. Tú. Tía como todas las tías del mundo. Y el escritor/mesero. O el mesero/escritor te muestra personaje anhelante de tener un marido así, el cual, de haberlo tenido no lo hubieras matado gol-peándolo en la cabeza con la botella y después viéndolo desangrar con las venas cortadas por el cuchillo de la cocina.

Te imaginas toda esa vida mientras se escucha el timbre de la puerta. Te imaginas al escritor, tu autor, escribiendo en su estudio.

A tu padre observando el amanecer de campo por la ventana, mientras te llevas al pecho el libro al tiempo de las sirenas con farolas por las paredes y el techo de tu casa.

Ahora, aquí sentada, bebes de la taza. Tu vista camina lenta-mente las formas de ese libro. El timbre insistente se escucha por las paredes. Las frases cortadas. El diálogo de los personajes cabalgando por los jardines de la casa.

El timbre insistente te obliga a ir por una bata. No debes abrir así desnuda. Ya no es el timbre. Ahora es una mano abierta. Los policías a quien es abrirás en cuanto encuentres tu bata. Quizá eso será cuando termines de leer la última línea de la novela.

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Hace mucho que no caminas desnuda por la casa. Eso te agrada. Ningún policía tiene la facultad de quitarte ese privilegio. Vuelves a sentarte. A beber de tu oloroso café para terminar de leer la novela.

¿Y tu sobrina? ¿Qué vas a decirle cuando llegue?

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¿Conoces a Mónica?

Te quedas con la última imagen. Vuelves a leer la dedicatoria: “Querido lector. El libro que ahora tienes en las manos no es un libro más. Es una historia tan personal como la quieras ver. Y así inicia, querida Mónica, va con todas mis consideraciones este cuento”. Hasta este momento te da por saber quién es el autor de este cuento. Ahí está. La abuela de Mónica.

El timbre del teléfono. Sales a contestarlo. Alguien te avisa la fecha, el lugar de tu próxima exposición, pero además te ofrecen la posibilidad de sustituir, por un tiempo, a Federico

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en sus clases. Mientras se recupera, volteas a verlo. Continúa dormido en el sillón. Afirmas la oferta. Luego se comenta: “ya nadie te vigilará. Todo se aclaró. Fue un intento de suicidio. Así son los artistas”

—Sí, así son.

—Usted no lo vaya a hacer.

Escuchas una risa burlesca. Terminan hablando de las amasias, y todas esas cosas. Cuelgas. Regresas a tu trabajo. Tienes una semana para terminar la obra toda. Empiezas con un pequeño pincel a puntear de verde sobre las telas. Luego te pasas a otra. Enseguida a otra. Dieciséis telas con estructura de la prensa.

Sigues punteando. Un sólo tono de verde. Uno claro. Al terminar la última, cubres con una periódico completo la primera. Vas por la pistola de Federico quien continúa dormido. La llenas con verde oscuro, casi negro y das unos pistoletazos. Luego te pasas a la otra. Y así hasta la dieciséis.

La escuela de Federico, sin duda. Luego le das al centro a la primera, un tono de luz, una textura de plata, una textura de luna. La luna. La luna que no conoce Mónica ni el cuchillo de la cocina de la pintura. Los talleres no dan pautas. Sólo la técnica. Tan sólo.

A lo lejos se escucha el reloj de una iglesia. Las tres. Te sales. Federico en la misma posición. Le hablas, él con los ojos vidrio-sos te mira. Pregunta que quién eres. Le contestas, seguido de

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un “son las tres, señor”. Se levanta tambaleando. Lo ayudas. Casi lo conduces a su cama. Le quitas los zapatos y le echas una cobija. Te sales sin hacer ruido.

“Está cansado” piensas para ti. “Perdió mucha sangre, eso lo hace dormir”. Piensas aún más para encaminarte a tu cuarto. Antes, haces una escala hacia el libro. Repasas toda la situación. Mónica leyó el libro de la abuela quien es una cuentista recono-cida en el medio. De seguro Mónica se inspiró en ese personaje y ahora duerme desnuda en su recámara.

Te la imaginas entre almohadones cientos de colores. Su perfume. Hueles el libro. Da un aroma parecido al de ella. Mónica sola en su recámara solamente con el libro para Imelda como quien desea se hable de su crimen inspirado en un cuento de la abuela.

Lo cierras. Reflexionas. “Mónica quiere ser descubierta. No desea encubrir su crimen”. Te lo dices una y otra vez como deseando repasar la circunstancia. Dialogas contigo, repasas todo en una frase: “y yo impedí con el robo del libro satisfacer su ego esqui-zofrénico”. Vas con el libro a tu cuarto. Cierras la puerta. No sabes cuál va a ser su reacción al enterarse de su intento fallido.

No dejas de pensar en ella con su cara dulce, tierna, entre almo-hadones cientos de colores. Su perfume. Hueles el libro. Da un aroma parecido al de ella. Mónica sola en su recámara solamente con el libro para Imelda como quien desea se hable de su crimen inspirado en un cuento de la abuela, el cual ahora tienes, ves la fecha de edición: aún no sale. El libro de prueba. Buscas entre las páginas, cuando se tira una tarjeta con una invitación personal.

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Mañana por la noche se presenta. Ahí está la fecha. La de hoy. Son las 3:15 de la madrugada. Mañana se presenta a las “20:30 horas” y tú tienes una invitación personal, la cual no es para ti, pero poco importa y mañana es ya hoy.

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El cuento que ya leíste

¿Cómo vas a salir hoy? La pregunta es hacia el espejo. Hacia esa verdad enmarcada de tus treinta y cinco años. La escena se repite desde cuando tu madre se sentaba frente al mismo. Se llenaba la cara con cremas y pinturas para salir con sus caderas bailantes, sus senos caracoles en el vestido amarillo o el azul plisado hasta el tobillo hacia el mercado donde las manzanas se confundían con la ropa de algodón, el perfume de las mujeres como tu madre. Las carnicerías, el verde de la alfalfa, el cual ya no ves desde que la ciudad creció hasta tus treinta y cinco años.

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¿Cómo salir hoy? ¿El vestido rojo o el pantalón de mezclilla? Tus senos grandes frente al espejo. Los tienes enfrente con tus arru-gas y ojeras iguales a los del payaso en el carrusel de tu infancia. Un fono mímico excelente. Lo mismo interpretaba una can-tante de ópera que a una vieja con peluca de escoba.

Te parabas con las manos en las bolsas del pantalón, el de tu hermano muerto dos años antes mientras bajaba costales de arena de una troca. Usaste su ropa deseando sentir su cuerpo ante la impotencia de evitar su muerte.

Te recuerdas frente al carrusel como hoy frente al espejo. El hom-bre con la cara pintada. Los espectadores, su risa. Te gustaba verlo transformarse por la noche. En la mañana lo habías visto beber cerveza con cara de hombre rudo. Te gustaba el cambio. Por la noche, después de la función, se cambiaba la cara, se cambiaba la ropa. De payaso a caballero. De saco negro, pantalón gris. Zapatos blancos, corbata ancha rumbo a los burdeles de la zona.

Te tocas las arrugas. A los ocho años no se entienden muchas cosas. El mundo mágico sólo es de uno. Los silencios se hacen necesarios. Presumen un descanso. Un meditar. Un gusto nuevo por la vida. Posiblemente se encuentren como una gota de perfume. En el marco redondo del espejo. En la pequeña y vieja caja de madera donde guardas el cigarro que Luisa te dio bajo promesa de ser de buena cosecha.

¿Cuánto hace que no fumas? ¿Dos meses?, ¿tres, acaso? Lo enciendes tratando de recordar la fecha. Venías de con la tía Toña. La vieja tía Antonia con tres divorcios cumplidos. De

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festejar su séptimo amante actor de teatro veinte años cumpli-dos contra los cuarenta y cinco dichos por ella.

Esa noche te invitó al teatro. En el fondo, la obra no le intere-saba, sólo deseaba presumirte la labor histriónica de su galán en turno. Sin embargo, la charla rumbo al recinto fue sobre Oscar Wilde y la pieza en cartelera: Salomé.

Lo conociste hasta la fiesta donde director y actores bebían todo lo “olible” a alcohol. Luisa fumaba los Malboro comprados por ti unas horas antes mientras platicaba con Felisa, la Salomé de senos duros, sobre las anécdotas del Joven Sirio, amante en turno de tu tía.

¿Recuerdas? Llegó a besarte cuando la felicitaste por su magní-fica actuación. Entonces tomaste de golpe la copa. Pediste otra. A las tres de la mañana seguían platicando. Luisa ya no estaba. Felisa seguía bebiendo y, a la menor provocación, besándote.

Durante el trayecto fumaste como ahora. Al llegar a casa te dor-miste frente al volante. Tres meses hace de eso. Traías el vestido rojo. La cadena con el amuleto del buen amor. Ahora fumas. Retienes el humo. Te llevas la mano a los labios. La besas. La acaricias. Vuelves a fumar. El cuarto te da vueltas. Buscas la crema. Miras al espejo. Te pones lentamente el sostén como si con la lentitud sostuvieras el pasado o amamantaras el presente frente al espejo.

¿Cómo vas a salir hoy? Te lo preguntas mientras recuerdas la frase de Luisa: “La gente no debe mirarse al espejo en luna llena,

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¿no lo sabes?”. No lo sabías hasta cuando el Sirio murió a los pies de la tía. Los espejos marcaron las máscaras como ahora la tuya llena de crema mientras terminas de abrocharte el brassiere y besar el espejo como lo hiciste con Salomé.

El espejo se vuelve amorfo con la mirada acusante de Luisa. La com-plicidad de Felisa y el cuerpo desnudo del Joven Sirio. La mirada del fono mímico el día que te descubrió viéndolo quitarse los globos antes senos. La mirada. El deslizarse del zíper.

Luisa sabía el por qué de la muerte del Sirio. Un muerto en nada se parece a tres. Después de todo, Luisa se hubiera suicidado al enterarse de tu muerte. Tú, en cambio, no hubieras declarado tu pasado a la policía. Todo ese silencio fue recompensado por Felisa. Otro zíper bajó lento por la espalda de ella.

¿Cómo salir hoy? Te gusta el vestido rojo, pero sería de mal gusto a tres días de los muertos. El verde olivo te da más personalidad. La blusa amarilla con el pantalón de mezclilla no te queda mal. Quizá el azul plisado hasta el tobillo, ¿cuál le agradará a Felisa, la otra Salomé?

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La prensa opina

(segunda parte)

Escondiste el periódico. Escondiste el alma. Pero no escondiste el teléfono. Llamó el Ya Merito. Federico seguía dormido. La prensa, opina la prensa. Una exposición es eso. Te expones.

Una exposición en familia. Después de “Desnudo de Mónica (homenaje)”, “Federico’s novísimo” poco tiene que decir. A no ser por la revisión de sus alumnos, quienes alegremente comentan: “La obra de Federico es toda una lección”.

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Escondiste el periódico. Escondiste el alma. Pero no escondiste el teléfono. Llamó el Ya Merito. Federico seguía dormido. La prensa, opina la prensa. Una exposición es eso. Te expones.

Y Mónica no baja por la escalera. Y si así fuera ya no fuese noví-simo. Y si así fuera lo fue para Duchamp, no para Federico, y Federico no es lo que no puede ser. Y Mónica es Mónica aunque no tenga homenaje, ¿o sí?

Escondiste el periódico. Escondiste el alma. Pero no escondiste el teléfono. Llamó el Ya Merito. Federico seguía dormido. La prensa, opina la prensa. Una exposición es eso. Te expones. Y así, hasta el infinito.

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Noche de presentación

Federico continúa acostado. No sabes. Él no sabe. Nadie sabe. ¿Quién sabe? Federico continúa acostado, eso todos lo sabemos. No sabes cómo se encuentra internamente. No sabes si te ve. El médico ya checó sus reacciones. Al estímulo físico responde. Cuando se le pide mirar a la luz, te observa, mueve los ojos, reacciona ante ésta, pero ni habla ni se mueve.

Continúa acostado. Tal y como lo dejaste anoche. Ayer. Hoy. Hace un rato. Sólo que hoy no te pregunta quién eres. Sabe quién eres. Los ojos continúan vidriosos. Están. El resto del cuerpo pareciera no responder. Sabes lo contrario, ¿por qué?

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El médico dijo de un posible choque emocional. El agre-sor debe ser una persona cercana. Alguien en quien confía o admira. De Mónica no hay por qué confiar, pero sí mucho que mirar. Mónica es mirable pero no confiable. Una Eva gringa. Perversamente bella.

¿Por qué tomar como ejemplo un cuento? ¿Por qué tomar un cuento próximo a difundirse? ¿Un crimen como publicidad para vender un libro? ¿Es yo o ella? Ego illa sum o como mejor se diga. ¿Qué quiero decir? ¿Qué quieres que diga para engrandecer tu personaje acorde a la presentación de un libro?

Ahora entras a la sala. En primera fila está la hemérita fotógrafa piernuda de la reseña cotidiana. Siempre a la derecha junto al fondoaladomiramederecho de la página especializada de la sesuda inteligencia media. A la mitad, los siempre puntuales miembros del taller sabatino de los lunes. También en esto de la literatura se cuentan los sacacorchos cotidianos.

Al fondo, derecha, los parroquianos con más de diez lecturas. Y todavía más escondidos, a la izquierda, los que sí leen. Mónica está en primera fila. En el espacio fotografiable. Ella es de las bonitas y merece, como la de la reseña cotidiana, perfectible-mente ser visible.

Inicia la presentación como un prólogo no pedido, como los hay tantos. Aquellos que nunca vas a leer porque no te dicen absolu-tamente nada extraordinario. Ni te aclaran los puntos no escri-tos por el autor, ni te invitan a leer otros similares, tal y como si fueran así, por generación espontánea.

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Mónica en primera fila. La mérita reseña cotidiana se sube al estrado para las tomas de público con movimiento de piernas de Mónica con su falda plisada personaje Art Nouveau con flash discre-cional a la medida exacta de lo permitido por la clasicidad de las medidas en el modelaje anatómico de las revistas avangard de la moda. ¿Quién trae la falda plisada y quién enseña pierna? Mónica trae la falda plisada. Pero no se crea en los tablones niña, colegiala enseña calzón de colegio bien. No, para nada. Piénsese en corte “a”, luego existo. ¿Y quién enseña pierna? ¡Por supuesto! Las dos.

A la tercera toma de mérita reseña cotidiana entra la presidenta del comité lésbico liberacionista femenil vestida con su elegantí-simo pasado de moda traje miel sastre con zapatilla igualmente con raspaduras en los talones seguida de tres no menos seguidoras miembras del club. Todas haciendo sonar su llegada.

Se leyó la presentación. Se leyó parte de los cuentos. “Los más cortos”, se dijo. Pero la verdad fue otra. Los leídos tenían algo de atrevimiento. Nadie deseaba ocultar las causas del suceso. Con datos precisos. Luego vino la parte del público. La erudición publicana llegó al máximo. Liberadorapresidentafemenil lanzó un andrógeno bien preparado discurso con tomas de mérita reseña, mostrando de vez en vez la línea curva perfecta pantorri-lla con certero disparador toma periodística.

El acto estaba por llegar al clímax y los caza cócteles prestos a las armas. Antes, la interrupción pública. La intervención del “yo si leí. Me falta hablar. Quisiera estar en la mesa, pero no me invitaron”. Y todos los adjetivos posibles. Con una pregunta de quince minutos felicitando a los de la mesa y todas esas cosas.

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Por supuesto, no faltó quien intentara conseguir un libro gratis por su presencia. No faltó quien robara uno. Luego lo vendería a mitad de precio en alguno de los cafés especializados en esta clase de mercancía. No faltó quien pidiera un autógrafo para su sobrina ausente. Una buena noche de alabanzas y sátiras en los pasillos con cóctel preferencial.

La abuela de Mónica te saludó. Te dio las gracias por estar pre-sente. Tú diste un cumplido a tono con el momento. Todo a tono. Bebiste algo rápido. Dejaste el vaso en la charola del mesero. Todos estaban presentes. Arturo llegó tarde. Se disculpó e hizo un chiste de los que llegan tarde. Siempre con su saco gris moda varios años antes con su libreta de taquigrafía portada recortes del Che.

Te preguntas si Arturo está enamorado de la presidenta del comité, elegantísima defensora de la vagina institucional hoy no se puede sin leer a Simone de Beauvoir porque cree que es marca de perfume francés importado de algún terri-torio dominado.

Sales. Te topas con Mónica. Te da las gracias.

“Mi abuela está contenta”. Sonríes, no sabes qué decir. Tampoco ella. Te abraza. Tú también. Te besa. No sabes cómo responderle el beso. Ella también sabe tu falta de respuesta.

“Siempre quise darte un beso en la boca”, te dice sin esperar respuesta, se da la vuelta. Tú la detienes. La tomas por la cin-tura y le das un largo, sentido beso. “Yo también”. Te ve, se ven.

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Pajaritos en el estómago. La luz se apaga. Un cenital los ilumina. Música de violines, un guau ya la hice y ella se retira para volver a la realidad sin violines ni cambio de luz.

“La cagué”. Caminas con prisa. “La defequé”. Das la vuelta a la avenida. “No, sí. ¡Qué cagada!” Sigues tu camino cuando te detiene una mano cariñosa al hombro. La de Mónica.

—Llévame a donde quieras.

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De cómo Shakespeare no supo cómo

terminar el Sueño de una noche de

verano (o de cómo la vida no es así

sencillamente porque sí)

De nuevo la historia. Caminas por la calle hasta el puesto de periódicos. El encargado parece no conocerte. Tú igual. Caminas del puesto al café más próximo. Te sientas en una de tantas mesas vacías. Te llevan la carta como si fueras otro cualquiera. Pides chilaquiles con huevo estrellado y jugo de toronja. Café cargado. Lees la página del evento. Toda la plana.

Las fotos de la concurrencia. En ninguna está Mónica. Tú, salu-dando a la escritora. Las declaraciones de la presidenta del comité lésbico liberacionista femenil vestida con su elegantísimo pasado de moda traje miel sastre como la única y más certera declaración.

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No lo dice así, sin embargo, el texto pareciera ser para ella. Para la autora, unas cuantas líneas. Llega un momento en que la obra deja de tener sexo. Eso lo ha dicho Federico en repetidas ocasio-nes. Ahora no sabes si sea cierto. La obra. Las declaraciones hue-len a sexo de Mónica como anoche tu cuarto. La casa toda.

Federico continúa dormido. Con la cobija para el frío. Anoche no se movió. Por la mañana cuando salieron tú y ella tampoco. Tal y como si la inmovilidad le diera un descanso. Te llevan el jugo de toronja. Los chilaquiles con huevo estrellado, así como te gustan. Tiernos. El color te sonríe discreto. Recuerdas los tonos para tu obra.

Recuerdas las líneas de curva geometría como una propuesta euclidiana del universo. Mónica se ha ganado todas las propues-tas. Consideras los tonos. Mónica deseaba una sesión fotográfica casual cuando Federico estaba considerando el olor a dulce miel derramada de la cual se llenó la casa anoche.

Te llevan el café.

Mezclas de colores por la calle. Mezclas de colores terraza de cafetería. Los colores tierra tan discretos tal como las toronjas sonrientes de la muchacha a lado con su libreta de apuntes, los periódicos a lado, sus lentes una y otra vez retirados de la cara tal y como si se bajara nerviosa la falda sin lograr cubrir la pan-torrilla de líneas esperanzadoras con renacentistas estructuras de piernas anunciadoras de medias de seda a los cuarenta ver-sión de cartel publicitario. Pero la falda estática descansa en estructura de formas en paralela al antebrazo de movimiento a

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la pluma, a la libreta, a la blusa de grandeza en toronjiles movi-mientos de encubierta toda.

Tomas lento de la taza.

Quizá Federico se levanta. Quizá viene para acá. Lo piensas mientras observas los movimientos de tu vecina de a lado. No la habías visto antes. Mentalmente sigues sus líneas. No trae sostén. Eso parece no preocuparle. Sólo sus lentes. Sus lentes de línea. Sus lentes delgados. ¿Se puede hablar de unos lentes obesos? ¿De ser así la poeticidad de la línea curva tendrá algún inconveniente de proponerse como dialéctica de lo otro?

¿De ser así tu ahora vecina tendrá la certeza de sentirse enamorada por sus lentes de línea estratégica en sus bifocales? El sentido de la línea responde a una necesidad visual. “La observancia”, dice Tío Lencho. “La observancia”, afirma tía Conchita. “¿La observancia?”, se cuestiona tu padre. Y los cuatro se miran cada vez cuando se habla del acto creador del voyerista.

Tomas lento de la taza mientras observas sus dedos desplazarse en la estructura de sus lentes. Es ahora cuando quisieras saber cómo se llama cada parte de los mismos para darles acción e independencia en el ejercicio del exacto significado conceptual.

Si esto lo escribieras y no sólo lo pensaras como ahora lo estás haciendo, sonaría mamoncísimo como frase hecha de talle-rista fin de semana. Pero eso ahora no te preocupa. Nunca te has parado a un taller círculo literario hágase premio Nobel sin pasar por el novel fin de lecturas apasionado. Leer

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y releer la sensibilidad a flor de nalga ya te saldrá lo artista sin pagar psicólogo.

Además, sin escribirlo, sólo pensarlo, porque lo estás pensando, no tendrás la tentación de enviarlo a uno de esos certámenes justifica presupuesto siéntete importante con jurados todos llenos de títulos universitarios con ganas de emborracharse a pesar del poco presupuesto o casi.

Claro, esto no va a suceder. Pero si lo piensas por la sencilla razón de tu pase casi perfecto por el taller de pintura sabatino (¿sabatina?), o como dijo tu mamá: “Si ya el Tío Lencho te enseñó a pintar paredes, ¿para qué ahora hacerlo en tela?”.

Bajas la mirada. Te topas con las fotos del periódico. ¿La presi-denta del comité lésbico liberacionista femenil le trae ganas a la abuela de Mónica? La mirada. Esa mirada. El discurso. Las declaraciones. ¿De dónde vino la lana?

Mientras te preguntas esto y otras cosas. Mientras repasas la taza con su contenido sientes una mirada extrema. Quieres entender. Mejor dicho saber. Quizá quieres creer. Te lo imagi-nas. Volteas a ver a tu vecina con sus lentes bien puestos para leer los periódicos.

No es ella. Giras la vista. El café ahora está solo. Sólo los dos. Tu vecina y tú. La mirada es penetrante. Te inquieta. Volteas hacia la barra. Los meseros dialogan entre ellos. Nadie voltea hacia las mesas. Sólo dos están ocupadas: la tuya y la de ella. Ella metida en su lectura. Tú metido en tus pensamientos.

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Tu vecina lee. Está ocupada. Sientes esa mirada. Pareciera un reclamo. El café ya está terminado. Los chilaquiles intac-tos. Rompes la yema. Escuchas un grito. Seco. Ensordecedor. Angustiante. Te sobresaltas. Te vuelves hacia los lados. Un aire fresco. Sólo los dos. Tu vecina y tú. Volteas hacia la barra. Los meseros dialogan entre ellos. Nadie voltea hacia las mesas. Sólo dos están ocupadas: la tuya y la de ella. Y la yema desparramán-dose sobre las tortillas con queso.

Un color especial. No recuerdas haber visto antes esos tonos. Ni ese calor tan cerca de ti. Pides la cuenta. “¡La cuenta!”, pretendes gritar. No puedes ni siquiera hablar. Sacas un billete y lo lanzas con furia a la mesa. Te sales. Caminas con prisa. El taller. Al taller. La mirada sigue. La calle sola. Das vuelta a la esquina. La calle sola. Sigues caminando. Sientes que te siguen. Te paras. La calle sola. Gritas un “¿qué quieren?”, angustiante, en una calle sola.

Sigues. Vas a correr. Te topas de frente con una mujer a la cual casi tiras. Corres. Cruzas la calle. Los autos se frenan. Te gritan todo lo irritable. Continúas corriendo. Llegas a la esquina. Te detienes. La calle sola. Caminas lentamente a la casa. Al taller. Se te viene la imagen del huevo derramándose. Los colores son perceptibles. Es hora de trabajar.

Entras a la oscuridad. Abres las ventanas. Federico está ahí. En el mismo sitio. Sin moverse. Te quedas observándolo por un momento.

—No me mires, —te dice—. Tráeme algo de beber.

—¿Agua?, —le respondes.

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—Algo bueno.

Caminas a la alacena, sacas una botella de tequila, de las que traen sello de exportación. Buscas un vaso limpio. Sirves. Cuando se lo vas a dar te arrebata la botella.

—Ese tómatelo tú.

Le da un trago largo a la botella. Luego, inquisidor, te invita a beber junto con él. Ambos beben. Él termina primero.

—¿Tenemos otra?

Vas de nuevo a la alacena. Sacas otra. Se la das. Te sirve. Luego pregunta por su vaso. Le traes uno. Se sirve y te regresa la botella.

—Hijo. La verdad nunca había tenido tantas ganas de emborra-charme como hoy. Sírveme más. Gracias. La verdad tengo un amigo en casa. Ya sé que no me importa. Puedes callarte si quieres, ¿dónde estabas?

—Fui a la presentación del libro de la abuela de Mónica. Quería saber... si fue Mónica la autora de esto.

—¿Y quién otra? A nadie he encuerado sólo para hacer rayas.

Suelta la carcajada mientras continúa con su última frase. Detiene su risa para ordenar con firmeza:

—Sírveme otra.

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Antes de terminársela se le cae el vaso. Eructa. Sostiene la mirada. Se queda dormido.

La frase se queda en el aire. Los restos del vaso en el piso. Es diciembre. Hace frío. Se habla de una posible tormenta. “Una contingencia climatológica”, afirman quienes más saben de estas cosas. La frase pesa. Quien haya visto la cara de Federico afirmaría lo profundo, la lejanía, la vaguedad de sus pupilas. “¿Y quién otra?”, la frase ahí como un reclamo al viento.

Recoges los vidrios. Te los llevas. Secas el líquido. Acomodas una frazada cerca. Sales del cuarto con la botella, tu vaso. Caminas hacia donde tus lienzos. Los hilvanes son leves. Como para no verlos. Ocultarlos. La aguja, la aguja. Retomas los fragmentos de manta. Los recortas de nuevo. Un hilo grueso. Casi cáñamo. Una más una las puntadas.

Puntada a puntada vuelves a colocar en la pared las man-tas. Con las tachuelitas. Sacas dos brochas. Les das un toque de blanco. Como cuando las paredes con Tío Lencho. Luego, sin dejar secar, tomas la otra brocha. Le das con un naranja. Como la yema del huevo en los chilaquiles. Así, a una y otra tela. Sólo manchones. Sin llegarle a las puntadas. Manchones aquí, allá, más allá. Manchones. Puntada apun-tada con manchones.

Es la hora de revisar tus apuntes. Dieciséis telas. El azar pre-sente. ¿Qué va a salir después de esta leve capa de estructuras? Empiezas con un pequeño pincel a puntear de verde sobre las telas. Un sólo tono de verde, uno claro. Al terminar la última,

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cubres con un periódico completo la primera. Sigues pun-teando. Quitas el periódico, rasgado. Luego pasas a otra.

Hoy es el momento de la reestructuración. Requieres observar. Nada puede pasar sin ser visto. El azar juega su papel. Algunas partes inician su secado. Otras, aún frescas, con ciertas texturas. Obra para tocarse. Obra para mirarse. Obra sustantivo. Obra verbo. Obra adverbio. ¿A cuál categoría llegarle? ¿Por qué no me vas a decir de las cosas así nada más? Digo, si sabes de pintura sabrás de algunas piezas claves en su tiempo, otras con la posibi-lidad de ofrecer pautas; entonces la tuya, las dieciséis o sólo una de ellas será verbo o, como definición de diccionario, parte varia-ble denotante de estado, acción o pasión, casi siempre con indi-cación de tiempo, número y persona; o será sustantivo, entonces vida propia, independiente. Obra, cosa hecha por un agente, posibilidad escatológica, elegantemente dicho, en donde de esta obra el azar juega su papel.

Se te vienen a la memoria títulos, autores, quién hizo qué o qué hizo quién, cuántos autores son recordados por un objeto, cuántos objetos son confundidos con el nombre del autor, cuánto se ha perdido por la simple llana pérdida de ese no entender la función del lenguaje en su lúdica esencia erotana-tológica festiva humana de posibilidades dionisiacas sociales con posibilidades de reencontrarse con quienes por espacios has desfrecuentado.

La reestructuración. Así es este trabajo. La idea es sólo un inicio. “Es la hora de pensar en color”, lo dices así, sin más, mientras observas las tonalidades emergidas en los espacios,

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donde lo fresco acuoso pareciera no constituirse en línea. Línea interpuesta ante el exceso de pintura sin una propuesta en un algo por decir antes de contagiarte perversamente con la pretensión de narrar.

Observas. Penetras en ese mundo de la comunicación de un cere-bro aún en el caos como principio, leyenda, partitura genealógica de la creación con un chingo de duendes brincones ahora para allá, ahora para acá, sin encontrar el hilo definidor del pase de espátula, pincel o brocha de esta estampida interior.

“Ahora sí, hasta pareces pintor”, te dice Federico recargado en la puerta. Se carcajea como buen briago, intenta caminar pero no puede. Casi lo ves caer pero se detiene. “Ahora sí, hasta pareces pintor”, te repite mientras, con la vista extraviada en la nada inmensa, grotescamente sonríe en un voltear los ojos como redondel pendejo de pendeja desestructura para volver su frase con un dejo de no tengo otra pero tampoco me interesa encontrar otra.

—No te preocupes por mí. Estoy bien. No te preocupes, ¿Mónica no ha llegado? No, claro, eso para qué preguntártelo a ti. Estoy bien y Mónica no va a venir hoy, ¿sabes por qué? Ella me quiere, por eso me golpeó con toda la fuerza. Ah, el dolor. No hay amor sin dolor. ¿Lo sabes?

¡Vaya! Me gusta tu intento Armando Testa. ¿Por qué te lo digo? ¿No me digas? ¿No sabes quién es? Por favor. Me encan-ta tu rostro incrédulo. Esa manera de decir “oh no, señor, yo no quería llegar a tanto”. Esa manera de ocultar la gloria. Eres

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vanidoso. Eso tampoco puedes ocultarlo. Rasgar la imagen, ¿piensas acaso en la originalidad? Pintarrajea. Pintarrajea.

Federico camina con paso inseguro. Cae antes de llegar a las mantas. Cae de golpe. Lo dejas ahí. Tirado en el piso. Sales con furia del cuarto. Sales con furia de la casa. Sin cerrar la puerta. Caminas por la calle. Furia en los ojos. Furia en los pasos. Furia en todo el cuerpo.

Llegas a la biblioteca. Buscas en el fichero. Armando Testa, Armando. Lo encuentras. ¿Realmente lo encuentras o al revés? Ves el número. La clave de biblioteca. La anotas. Te diriges hacia el mostrador especializado. Una mujer da la espalda, acomoda libros, trae el pelo recogido con una malla. Aún piensas en la reacción de Federico al ver el proceso de tu nueva obra. La última frase dicha varias veces. La mujer continúa en su trabajo.

Le pides un libro con clave. Te pide antes, llenar una ficha mientras continúa con su trabajo. Tomas una papeleta. Casi automática, cuando la terminas, voltea. Mentalmente sigues sus líneas. No trae sostén. Eso parece no preocuparle. Sólo sus lentes. Sus lentes de línea. Sus lentes delgados, ¿se puede hablar de unos lentes obesos? ¿De ser así la poeticidad de la línea curva tendrá algún inconveniente de proponerse como dialéctica de lo otro? Ella no es renacentista. Sus lentes con-trastan en un halo de luz como madona barroca, toda sensual. Toma la papeleta tal como lo hacía en el café con el periódico. Se da la vuelta. Quisieras preguntarle si escuchó, por lo menos si sintió la mirada penetrante, pero temes te la regrese en un revire, para ti, poco afortunado.

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Toma la papeleta con la punta de los dedos, la juega mientras te ofrece una sonrisa sin dejar ver los dientes. Los significados de la línea. Los modelos fabricados de diseño industrial. Te la imagi-nas en esa escala de significantes bajo la visión de un cubismo expresionista repleta de naranjas amarillos en fondo negro o casi como una madona barroca siglo ya vendrá. Y sus lentes del-gados en un halo de luz. Ella la modelo ausente porque cómo decirle que pose así nada más.

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Los recuerdos del abuelo

Al entierro del abuelo acudieron todos, ¡qué ambiguo término! Todos. Porque decir “todos” era decir periodistas columnistas. Uno que otro político sin decir discursos. Pintores, literatos, universitarios de primer y segundo nivel, músicos. Federico con gafas oscuras, tú, Mónica. Hasta los de la filarmónica. Todos en silencio.

La columna del abuelo ya no saldría. Dejó tres en prensa. Una en donde daba los porqués de la renovación del repertorio de la filar-mónica con autores nuevos. No los consabidos como ofertas de

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tienda departamental, sino los nuevos, a los cuales había que apos-tar si realmente se deseaba tener un panorama musical propio.

El otro, acerca del montaje de los dramaturgos vivos. Estaba bien Molière, Ionesco, pero falta lo actual, sin ellos no se puede hablar de un teatro vivo, contemporáneo. Un llamado de unión de los vigentes.

En el tercero se despide. Da las gracias a todos sus lectores. A los jefes de edición. Dice de su enfermedad por primera vez. Digo, se despide con emoción. Da las gracias a quienes asistieron a su último adiós y a quienes le leen en este adiós. Sólo apareció este último. Para el periódico no significó los dos anteriores. Ya no venderían. La esquela apareció a un lado del artículo.

A Juan le pagaron los artículos del abuelo, los que le adeuda-ban. Un mes. Había sido decisión del abuelo. A Juan le ofre-cieron un espacio en la página tres. Uno por semana como prueba por un mes. Después ya se vería. Juan aceptó. Sólo por quince días. Tenía que hablar de la importancia del abuelo y sus investigaciones.

Ya lo comenté antes. El abuelo preparó su funeral con trío de cuerdas. Café árabe. A la hora de la cremación un cuarteto jazzístico. El primero tocó algo de Mahler, su preferido, luego Vivaldi, “lo llorón”, decía él, y terminó con Bach, “el mejor jazzista de todas las épocas”. ¿Te lo había dicho?

El trío ya iba en el Invierno cuando Tía llegó con su novio en turno, gerente de una empresa arrendadora de limosinas, en

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la más grande, casi de media cuadra. Gris, con aditamentos en concha. La más grande y lujosa. A pesar de lo enorme se veía el buen gusto del dueño, vestido con un traje de manta cruda, hasta parecía chamán de alta alcurnia.

Juan estaba a unos metros de toda la comitiva. En silencio, con sus lentes gruesos, estaba Arturo cerca del coro. El director traía un traje y peluca como Juan Sebastián Bach. Otro deseo del abuelo.

Coro, cuarteto de jazz, los de la filarmónica, para enseguida unírseles los músicos ahí presentes en un tributo al amigo, al protector, al líder, tocaron durante toda la ceremonia, incluso cuando el gerente del cementerio anunció el cierre del recinto y el “vengan mañana por las cenizas”, salió un billete del Ya Merito para continuar hasta lo último.

La sonrisa no se hizo esperar, y en un “sólo por tratarse de quien se trata”, mandó traer más café árabe, con el respectivo pago de otro de los políticos. Ahí estaba el jefe de los columnis-tas y esto merecía una nota, la cual apareció con los nombres de los ahí presentes.

Una fiesta musical, como las deseadas por el abuelo, con obras de estreno dirigidas por sus propios autores en medio del olor a café árabe, estaba en lo más grande cuando llegó Casandra con sus botas de cuatrero venido a menos con un llanto escan-daloso. De regordete boteriano emblema, a grado tal que ni el mismo Botero se hubiera embelesado con semejante, a grado tal que, todos lo confirmaron, hasta cambiaría sus modelos por las de Botticelli. Casandra, egresada de taller. Discípula de

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Liberadorapresidentafemenil con sus discursos sempiterna-mente andrógenos, y si no qué chiste, acompañados de la lás-tima continua. Sin la literatura me suicido.

Pero el más patético es aquel en donde, sin escrúpulo alguno, relata el lugar en que aconteció el milagro. Lo único faltante es dibujar el cielo. Eso siempre le falla. Lo omite. Sólo describe los autos en su velocidad.

Casandra llegó en el escándalo. Los músicos, profesionales al fin, continuaron como personajes del Titanic. Con sus cuerdas en continuo. Sus voces in crescendo. Su música en contraste con el nombre de la habitante sabatina.

Tú, Juan, Arturo se preguntaron desde los espacios más aleja-dos del recinto si el abuelo tendría tan malos ratos. La habitante sabatina, también habitante de todas las antologías, de todos los certámenes literarios. Mientras esto se preguntaban llegó una morena gritoenpechoespeluznanteconuncabronesnomea-visaronalgabrutapechoigualmásquebotero, a la cual, cada vez que se le pedía silencio respondía con un “yo así hablo, vengo con mi amigo”.

Uno de los del coro acertó en un do sostenido de barroco encanto, guarda ya silencio, mujer, cubre tu llanto, que ya sabemos que llegaste. Fue un cántico espiritual seguido por todos los instru-mentos y la voz de todos los ahí presentes.

“Efectivamente, el abuelo también tenía muy malos ratos”, pensaron para sí, mientras una mujer, de la que nadie se había

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percatado, con la cara en alto, sentada en una piedra cercana, en posición fetal, con las manos arropándose las rodillas observaba a una paloma levantar el vuelo en la oscuridad de la noche.

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Lo que sugiere sea

otro capítulo (o casi)

Ella no es renacentista. Se llama Elena. Tiene por afición escri-bir. Juan la conoció unos meses después de este suceso. O sea, el que ahora menciono. Y digo escribir por afición porque su interés principal está en leer.

Sus lentes, es decir los lentes de Elena son como ella. Contrastan en un halo de luz como madona barroca. Sólo sus lentes. Sus lentes de línea. Sus lentes delgados, arco tensado de violín. Una mañana entra una luz de amarillo hasta el buró con sus lentes. Ella duerme en sábanas de luz. Todo es luz, luz por todos los rin-cones. Luz por todos los colores.

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Una mañana entra una luz de amarillo. Ella, quien por casi cua-tro años pasó entre libros, apuntes, ensayos, exámenes, se queda dormida, cansada de despertar a diario con los lentes en el buró mientras suena el teléfono insistente.

La luz de amarillo es fuerte. Se posa en sus lentes como un ave para enseguida volar hacia el teléfono. Ella duerme. El silencio vuelve. Fue tres años antes, anterior a todo lo ya contado. Esta mañana se cuenta como horas antes del último de los exáme-nes. Se preparó desde antes. Hoy, o sea, tres años antes de que tú le pidieras un libro y ella te pidiera llenarle una papeleta de préstamo, una luz de amarillo se posó por todos los rincones de su cuarto hasta darle en la cara para luego despertarla.

Cuando sucedió esto, digo, lo de la luz, se despertó angustiada. Era su examen profesional. Corrió a la regadera. Se fue quitando el pijama hasta llegar a la misma. Abrió la llave. Se enjabonó. Un buen baño. No tardó mucho en la regadera.

Después de vestirse se despidió a regañadientes de su madre. No sin antes beberse de golpe un jugo de naranja preparado previamente. Casi saltó al carro de su padre y los dos enfilaron hacia la escuela. Él iba por el mismo camino. Le habló del examen. Él parecía ponerle atención. En realidad pensaba en cómo resolver el problema de la oficina. Al bajarse, le dio una tarjeta de un tal licenciado cuyo nom-bre no le puso atención. Le dijo que en cuanto terminara le hablara. De seguro ya le tendría trabajo en la biblioteca pública.

Tres sinodales estaban en un amplio escritorio. Le pidieron hacer un pequeño discurso de su tesis. Luego hicieron preguntas sobre

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la misma. Al término le dieron tres papeletas a escoger. Una pequeña narración, la cual le pidieron leer. Luego la clasifica-ción. Otro le pidió el cómo le sugerirías a un parroquiano que esa narración era interesante.

Por supuesto, a ella no le interesó. Pero eso no tenía importan-cia. Sin embargo, debía hacerlo. Además, mientras lo leía frente a todos, se ruborizó. Eso, de lo que ahí hablaba, no traía. Y, para colmo, uno de los sinodales no dejaba de observarla.

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El cuento leído: ordenador

Me dijeron cómo un ordenador puede sustituir muchas cosas. Sólo me faltaba un diccionario especializado, me dijeron. Por fortuna ese día me pagaron. Ese día, después de leer página tras página del mismo, encontré tres palabras desconocidas: “bragas”, “luna”, “globo”.

Con “globo” encontré la relación con pastel de chocolate. Con “luna” fue más complicado relacionarlo. A los trece años de mi vida es difícil comprender muchas cosas. Tiempo. Periodo. Existencia. Ese día me pagaron mi cotidiana semana por lim-piar las ventanas del auto de la vecina. Ella vive sola. De vez en vez llega su hija a quien le encanta el chocolate.

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“Bragas” me hizo buscar semejanzas: “Dícese en algunas regio-nes del mundo de un tipo de prenda interior femenina”. Cabe decir el cómo esto me hizo dudar de la eficacia del diccionario. Quizá debí buscar uno más grande. Para eso no alcanzaba. Quizá debía pedirle a la vecina más. Otra opción era esperarme dos semanas para cubrir los gastos del diccionario.

Esa noche me metí al Internet, escribí en el buscador la primera palabra, me encontré con la leyenda “tipos de...”, llevé el ratón hacia ahí. Entonces supe de bordados. Colores. Hasta el porqué la luna tiene un agujero y si tienes tiempo hasta puedes compartir la existencia.

Otro día, por la tarde, fui a hacer la diaria tarea de limpiar el auto de la vecina. Me abrió la hija. Sólo traía de vestido una camiseta con un letrero: “Al globo de la luna me asomo”. Comía chocolate. Ya no necesité pedirle para el diccionario. Sólo traía la camiseta. Me dio las llaves del carro y cerró la puerta. Para qué decir que me quedé ahí parado por un buen rato.

En el asiento del copiloto se veía como un globo al revés. Es el asiento de la silla más cómoda. “Pero yo los veo de éste”, pensé. Sin tocar el asiento limpié, parte por parte, el carro. Cuando lle-gaba a donde me imaginaba que ella hubiera tocado, lo hacia con más lentitud. No fuera a pensar que deseaba de su pastel.

....

Desde entonces, cada vez que necesito saber algo ya no compro un diccionario, me meto a Internet.

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Lo que pasó después

Mientras deliberaban, salió corriendo a hablarle al licenciado de la tarjeta. Le contestó una mujer amable, quien sugirió verlo dos horas después. Regresó al auditorio. Seguían en la discu-sión. Por fin, uno de ellos se paró y con voz grandilocuente dio el dictamen. “Nos honra haberla tenido en esta institución educativa. Reciba usted nuestras congratulaciones. Desde hoy es licenciada en Bibliotecología”. Tres de sus compañeros se pararon. Aplaudieron. La abrazaron. El último le dijo al oído: “No traes, ¿verdad?”.

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“¿Chichero? Pendejo. No lo uso. Ni lo usaré nunca”, todo en un cuchicheo del cual nadie se enteró.

El documento debía esperar. Un pago en ventanilla correspon-diente para luego ir al departamento escolar a entregar la ficha. Esperar tres días hábiles. Ya había pasado una hora y la oficina lejos. Un taxi era necesario.

Llegó con quince minutos de adelanto. Eso ayudó. Charló el licenciado amenamente. Hizo varias preguntas con una afir-mación casi lapidaria: “El trabajo de biblioteca puede llevar a desconocer lo cotidiano hasta confundirlo con la ficción. Eso es peligroso. ¿Está usted dispuesta a correr el riesgo?”.

Ella quiso responderle: “Por algo estudié Bibliotecología. Me sé todos los cuentos de Borges. He leído varias veces El Quijote. Escribí un cuento al inicio de la carrera con el cual gané beca de estudios. La mitad de la carrera estuve becada”. Ella quiso res-ponderle todo esto, pero sólo acertó a decir: “Sí”.

Más aspirantes estaban por llegar, de esos se escogerían tres. Un mes a prueba. Saldría uno. Al mes siguiente, otro. A quien que-dara se le haría una segunda prueba para ver en qué departa-mento estaría. Luego vendría la prueba para otros tres. La rutina sería la misma. Los dos salientes podrían volver a competir en la segunda selección. Dos departamentos estaban vacantes en caso de que la prueba no fuera satisfactoria, y los dos que salgan en la primera vuelven a competir. Al quedar al primer mes se les hará la prueba definitiva para los departamentos actualmente vacantes. De llevarse a cabo este proceso hasta el final, tendrá

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un contrato por un mes hasta el definitivo. Siempre y cuando usted pase todas las pruebas, “¿está usted de acuerdo?”. Los dos “usted” los dijo con mucha fuerza. Casi inquisitorio. Ante tal situación ella dio un “sí” igual.

Hasta ese momento el licenciado sonrió. Se ganó la entrada por haber llegado en tiempo. “Pase con la secretaria para que firme su primer mes. La entrada es a las ocho de la mañana. La biblio-teca se abre a las nueve”.

Cuando salió ya había diez personas esperando. Pasó con la secretaria para firmar el documento. Al salir, iban entrando los tres compañeros de la felicitación. “Apresúrense”, les dijo, “están diez esperando”. Al llegar a la calle todo parecía brillar diferente. Parecía.

Al día siguiente, ella llegó unos minutos antes. Una mujer se paró atrás de ella. Traía unos papeles engargolados. Los revisó, “¿usted debe ser la nueva?”, le dijo. Sin esperar más se presentó: “Si usted trabaja bien mi nombre es Paulina, de no ser así, soy la licenciada Paulina Escorza”.

La vio fijamente. La señora Paulina hizo varias preguntas. Una detrás de la otra, sin esperar respuesta a la primera vino la segunda y la siguiente siguiente para enseguida mirarla a los ojos sin despegar la vista de los lentes de ella, como si gozara de verse reflejada o de obligar a la otra de verla reflejada en los propios.

Paulina usa lentes desde los primeros meses cuando entró a la biblioteca. Todos la conocemos como la señora Paulina, siempre

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amable con el conocimiento del espacio a flor de frase “siguiente siguiente” sin perder su compostura los días de examen, sin perder la frescura los días de vacaciones en la tranquilidad de las no prisas. La señora Paulina conoce cada rincón de la biblio-teca. Sus conocimientos de archivo la han llevado a reconocer cada rincón, cada página. Eso lo supo desde su primer día.

“Me dicen que tú eres especialista en literatura de misterio”, le dijo al final de la jornada. Le contestó con un ligero “sí”, tal como lo hacen quienes no están seguros de su verdadera profe-sión. Ella sonrío. “Lo leí en tu currículo. Hiciste bien en traer la revista donde lo publicaste. Ya la clasifiqué. Debieron de haber traído ejemplares de la misma. Ojalá y puedas conseguir los otros”. Lo dijo sin ya voltear a verla.

Esa noche, al regresar a casa, ella volvió a leer su cuento.

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El cuento que ella

escribió: Espiral

Ahora sí. Mejor te lo cuento. Cuando levanté el cojín ahí estaba. Nadie más. Sin reírte. Esto va en serio. Ya lo había visto en la tele. Si hasta dicen que de eso murió mi abuelo, mi tío y luego... sí, dicen que mi abuelo murió de puro viejito, pero mi tío no.

Mejor te lo cuento. Levanté el cojín. Entonces lo vi. El viejo sillón de la sala tenía un agujero, casi cráter, casi vacío. Casi tonos amarillos. Ya lo había visto en la tele. Brillantes luces. Profundidad mayor. Todo como una espiral.

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Mi abuelo lo vio. Me lo dijo antes de morirse. Mi tío también y se lo dijo a Berta. Dicen que ella se fue por el agujero del sillón. Por eso no la vieron. Sólo a mi tío. Es una espiral bajo el cojín del sillón de la sala. No sé que tenga. Sólo sé que quienes lo ven repi-ten todo y luego se mueren, y ¿saben?: ¡Yo no me quiero morir! Lo juro. Es una espiral.

....

Ahora sí. Mejor te lo cuento. Cuando levanté el cojín ahí estaba. Nadie más. Sin reírte. Esto va en serio. Ya lo había visto en la tele. Si hasta dicen que de eso murió mi abuelo, mi tío y luego... sí, dicen que mi abuelo murió de puro viejito, pero mi tío no.

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De los primeros días

(o de la posibilidad

de otro capítulo)

Juan Cervecero se decidió por estudiar una maestría en musicolo-gía, después de entrar una y otra vez a estudios poco atractivos para él. Casi a la mitad, se enteró de su problema auditivo. Como estudiante en el área teórica había llegado a encontrar propues-tas novedosas; sobre todo en lo referente a lo etnológico, lo socioló-gico, pero, cuando se hablaba de sonidos, tenía serias dificultades.

Incluso llegó a escribir varios artículos especializados en el impacto de la música en la literatura. Su primer artículo lo escribió sobre la base de refranes populares en donde ésta se

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hace presente, los cómo y los por qué. El segundo no fue de su agrado: “Música y religión”, sin embargo, ese le dio la oportuni-dad de entrar a dar clases en una escuela católica.

Los primeros textos los publicó en un semanario cuyo director era el abuelo y el administrador Gamaliel. Ocho artículos a los que luego les dio forma de libro. Lo alcanzó a leer el abuelo unos meses antes de su muerte. Incluso el padre de Juan estuvo pre-sente. Buen pretexto para emborracharse por tres días.

También fue momento para enterarse de su problema auditivo que lo llevo cambiar de carrera. A pesar de ello, continuó en la docencia. En la misma escuela le sugirieron estudiar Didáctica de las Artes. Ya tenía una licenciatura en Letras Hispánicas. Conocía de corrientes pictóricas por haber pasado por una maestría en Artes Visuales, la cual dejó inconclusa. Para esto de las inconclusiones Juan se las gasta bien. Por su abuelo estu-dió periodismo. Inconcluso. Un semestre de psicología, por su padre. Terminó la actual, con la cual ejerce por regaño de abuelo. Y de maestrías, para qué escribir.

Sólo él sabía de su problema auditivo. Digo, él y el médico. La sugerencia, casi obligación, por parte de los administradores de dicha escuela fue la de dejar la cerveza. De ahí su apellido. De Cerezero pasó a Cervecero. Él se reconoce aficionado a la cerveza. Sólo eso. Y todo por razones de familia. Pero cuando a un jefe se le ocurre algo, este algo se convierte en ley. Eso lo sabemos todos.

Pronto se convirtió en alumno brillante. Pero como persona no se sintió realizado. Su tesis fue sobre didáctica en la enseñanza

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de las artes. Para él, una tesis mediocre. Para sus asesores, exce-lente. Entre estos se encontraba una cuentista reconocida en todos los medios intelectuales, quien era abuela de un aprendiz de pintora. Como tal, pésima. Con la influencia de la abuela. Con la belleza de sus piernas y de sus caderas ha logrado entrar en los mejores círculos, esto sin mencionar su apertura, por algo todos hablan de Mónica. Por algo Juan decidió hacer una inves-tigación con la temática de la literatura y las artes visuales.

Ya entrado en situación, se inició en investigar autores de literatura. El primero fue Cortázar. Sacó apuntes. Otra manera de leerlo. Ya no como lo había hecho en sus tiempos de estudiante. Ahora con el perfume de Mónica.

Se paseó por todas las bibliotecas. No encontraba nada sobresa-liente. Continuó con Cortázar. Quizá su tema podía centrarse en la visión de Cortázar y la plástica. Sólo le faltaba revisar el archivo de una biblioteca. Una especializada en artes. Una, a la cual hacía tiempo no acudía desde sus tiempos de estudiante en la licenciatura. Se dirigió a ésta a buscar una narración en donde tuviera como personaje a un pintor.

“Dicen que el autor no lo terminó. Quizá usted quiera hacerlo”, le dijo la bibliotecaria con toda seguridad. Se fue a una de las mesas, “terminar un libro inconcluso cuando sólo deseo ubi-car el interés de los escribidores sobre temas de pintura”, se dijo mientras trataba de recordar el nombre de la bibliotecaria: Paulina. “Si no estoy cerca puede pedirle a Elena, es nueva aquí pero es especialista en literatura de misterio. La verdad, pocas como ella”. Y se retiró para dejarlo leer. Inició entonces a

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revisar el libro. Efectivamente, la mitad de las páginas estaban en blanco. Sólo el primer capítulo con una fina tipografía.

Leyó el inicio. La fecha de hoy. Aquí entra otro personaje. Luego el segundo. Pareciera una especie de epígrafe:

“El artista plástico ve con fuerza de colores. El artista visual cachondea en legítima defensa con la luz sagrada de todos los días como si observara a través del microscopio las gotas de un microbiano universo en desfile fin de semana con bastoneras de fondo. Eso no lo dijiste. Quizá si lo dijiste. Quizá sólo lo pen-saste. Quizá sólo recordaste algo que pasa por tu mente sin cesar. Una calle. Una luz. Una calle. Un edificio a medio iluminar. Una gota de luz en la oscuridad del barroco deseando entrar a los esquemas de la mente o casi en las inmensidades de un subconsciente como aprendiz de sicoanalista o casi escritor pintor egresado de taller a la búsqueda de la pantalla de leer en la superficie o casi. Posiblemente esa sea la fotografía sin subor-dinaciones por convertirse en documento facilista, herramienta de periodista, de sociólogo, de historiador, de policía evaluador de los hechos y no un buscador de estructuras visuales con movi-miento y entradas en la segunda y tercera base. Y si no es así, por lo menos tu pensamiento ya voló. ¿En quién piensas?”.

Despacio. Con la lentitud de la reflexión cerró el libro. Paulina lejos. Elena también. Aquí las preguntas obligadas, ¿cuál es el interés de publicar un libro inconcluso? ¿Y los datos del autor? Sólo la fecha de edición. Elena se aproxima. Trae dos libros. Relee sus respectivas fichas. Elena se colinda con el estante cercano, donde ahora el lector incrédulo revisa,

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lee, observa, propone otra lectura a este llamado De ciudad media nacido.

Sitúa los libros en su respectivo espacio. Luego camina lenta hacia donde el lector incrédulo. Suspicaz, la mira. Tímido la nombra. Ella sonriente accede al llamado.

—¿Quién es el autor de...?.

Elena interrumpe:

—Está su nombre en la portada.

—Sí, pero, ¿qué más produjo?, —le pregunta ansioso.

—Al parecer sólo eso. Por la firma editorial, el responsable de la misma nunca dio datos en todas sus ediciones. Tenemos to-das las colecciones de este editor. Todas igual.

—¿Sabe la razón?

—¿La falta de datos? No, algunos de sus alumnos hablan de un narcisista extremo. Un profesor universitario ya jubilado.

—¿Podría charlar con él?

—Digo, ¿una entrevista?

Elena sonríe de buena gana. Ah, las sonrisas, las de Elena son especiales. Interrumpe su reflexión para volver a las preguntas.

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—Debió tener un motivo especial para editar un libro inconcluso.

—Seguramente.

—¿Y usted, digo, sabrá algo más?

Ahora Elena suelta la risa de buena gana.

—Fui su alumna, y una alumna cuando no es bonita para un maestro así, no merece saber más que el maestro.

—Pero usted... digo... disculpe... yo... no se sonroje. No qui-se decir...

—¿Que soy bonita?

—Digo, sí, pero... ahora ya no sé qué decir.

Elena sonrojada como una manzana. Como una naranja. Como una fruta madura. Él, igual. Luego una frase de salvación. Boba, como todas las de esta índole. Continuaron charlando por un rato. Nada relevante. Juan Cervecero salió de la biblioteca con el libro.

Le hicieron credencial nueva. De la anterior le quitaron la foto-grafía. Se parecía. No había cambiado mucho. El sello de la biblioteca ya estaba empalidecido, lo cual ayudó para el nuevo. Juan Cervecero escuchó de alguna de las dos el adjetivo. Se le hizo raro, poco usual; y hasta en un momento indebido. No obs-tante prefirió guardarse la reflexión.

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Le prestaron el libro. Elena le dio el domicilio del profesor, el celular, algunas frases de cortesía típicas de éste, una dirección electrónica para consultar trabajos anteriores. Juan Cervecero se propuso llegar al fondo. No precisamente de por qué omitía los prólogos, las fichas biobibliográficas. Eso, lo más seguro, pasaría a segundo plano. Había la posibilidad de dar un giro a la investigación.

Dio la vuelta, evitando las avenidas, en la calle angosta, luego dobló por donde sólo pasan bicicletas; se fue enseguida por el jardín, pasó por donde la banca de roble. La banca en donde, en sus mejores tiempos de estudiante, se sentaba después de estar en la biblioteca de Paulina, la de siempre.

Sólo que ahora no era Paulina en exclusiva. También era Elena. Y la lectura del prólogo, epígrafe, o qué sé yo, le resultó fami-liar. Al abuelo le encantaba decir que un artista plástico ve luces de colores aunque no le golpeen la cabeza. Se reía solo. Nadie le entendía la broma. Sólo Arturo. Se tiraban en un juego de pala-bras. Algunas ingeniosas.

Y se sentó en la banca de roble a charlar con el abuelo, a recordar la mujer con paloma de su cartel fotográfico.

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Cantina al medio día

La luz amarilla, La Hospitalidad del Tarro siempre es igual. (Me dirá usted, querido lector, ¿le gustan los amarillos?, a lo cual le puedo responder, ¿a poco no le recuerda el rompope de la abuela, los calzones de la abundancia de año nuevo, el color de las monedas en toda película de piratas, y hasta el diente de personaje malo de las películas infantiles?). Y bien, en La Hospitalidad del Tarro sólo cambian los parroquianos. Se entra con el medio día, se sale por la noche, por la tarde. A las dos, atiende Camilo. Sirve Esther. Por la tarde continúa Camilo y Silvia reemplaza a Esther. Ella es seria, casi no habla. Silvia

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juega al desconocido, le encanta limpiar la mesa, mostrar sus tetas libres, la nalga aún más.

La Hospitalidad del Tarro así es. Dos pantallas gigantes. Mesas de madera en juego con las sillas de herrería fina. Dos lámparas al fondo con iluminación en rojo cenizo. Fotografías de algún parroquiano famoso. Camisetas de futbolistas, unas firmadas, otras sudadas. La barra de caoba con un incensario siempre humeante de copal.

La Hospitalidad del Tarro para muchos es su casa chica, la capilla. Para Juan es la catedral. Camilo sabe cuando deja el oficio de barman por el de psicólogo. Cuando lo deja por el de confesor. En una ocasión un comandante de la policía le ofreció una buena cantidad de dinero por hacerla de soplón. Camilo le respondió: “Mira cabrón. Este espacio es de todos. Todos son mis hermanos. Si vienes aquí te emborrachas y ya. Te sirvo como a todos”. Esa noche, al salir, lo asaltaron.

Un tiempo estuvo La Hospitalidad del Tarro lleno de policías. Incluso fue clausurado. Camilo golpeado. Esther a punto de ser violada. Todo terminó cuando Sebastián, uno de los parro-quianos con cara de niño, dos metros de altura y voz pausada sacó a golpes a dos policías encubiertos y los llevó a la demar-cación cercana, no sin antes avisarle a un periodista pasqui-nero lo que iba a hacer. Se lo llevó como testigo, y atrás de él, la mitad de los ahí presentes.

Al llegar a la demarcación, ya con un grupo de señoras por ahí paseantes con el comandante: “Aquí le traemos a sus

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muchachos”, dijo con ese tono característico de voz y salió igual. Fermín, estudiante de artes plásticas, tomó varias fotografías de la cara del comandante, de los dos policías y salió detrás de Sebastián. Gamaliel, pasquinero, se quedó a charlar con el comandante. Nunca supimos lo ahí comentado. “Secreto profe-sional”, dijo con toda la seriedad del mundo.

Lo cierto es que Sebastián bebió coñac, cortesía de Gamaliel. Fermín vendió fotos ese día. Lo acompañaron al laboratorio varios de los ahí presentes. Regresó escoltado y también bebieron coñac. No apareció nota alguna. Por la noche, en un programa radiofónico, en donde Gamaliel codirige el noticiario nocturno, se habló de policías libertinos en los bares de la ciudad.

Desde ese día en La Hospitalidad del Tarro la calma regresó. Por dos semanas rondó una patrulla por la escuela de Fermín con el pretexto de escuela segura. Detuvieron a dos estudiantes acu-sados de vender marihuana. Los soltaron cuando se enteraron que uno de ellos es sobrino de diputado.

Así es La Hospitalidad del Tarro, un espacio en donde con una cerveza se come bien. Y si te va bien, hasta Silvia te permite un toquecito de nalga cachetona.

Pero La Hospitalidad del Tarro no es sólo adentro. Se podría decir que no hay cantina en la ciudad sin el viene viene. Como tantos otros espacios en la ciudad. El discurso oficial, lugar común, los desocupados del sistema ante la falta de empleos bien remunerados. Falta hablar del Camilo, siempre compla-ciente, expulsado social, expulsado de familia; su mujer lo dejó

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hace varios años, en una de tantas devaluaciones agarró una borrachera en la que todavía está.

Estudió derecho. Se enamoró de una compañera de estudios. Le nació una linda niña antes de graduarse. Trabajó como ayu-dante en un despacho. Luego vino la devaluación, lo corrieron como lo hicieron con otros más; menos a su mujer. Nació un hijo más, Cliserio. Por las tardes iba a La Hospitalidad del Tarro a lavar coches. Ahí se quedó cuando su mujer lo corrió de casa. No iba a mantener a un güevón. Desde entonces, el día entero se la pasa ahí. Nadie sabe dónde vive.

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La cantina de todos

La cantina de Juan Cervecero es su otra universidad. La de todos. Después de la visita a la biblioteca llega a comer, a beber una cerveza helada. Posiblemente esa sea la fotografía sin subordi-naciones por convertirse en documento facilista, herramienta de periodista, de sociólogo, de historiador, de policía evaluador de los hechos y no a un buscador de estructuras visuales, ni para qué decirlo, es una hermandad. Por eso prefiero no comentarlo. Igual a todas las cantinas tradicionales.

Al llegar Juan, sólo un parroquiano de espaldas a las mesas. Cervecero camina a su mesa de siempre. Silvia lo atiende, le

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juega una broma al llevarle un plato con fruta picada y una helada. Se retira con el sermón de siempre: “si quieres otra cosa sólo la pides antes. No vaya a brincar”. Ríe y se retira.

Cuando llegó no estaba Camilo. Posiblemente hoy vio a su hija, ahora casada con un prominente abogado, quien lo sustituyó cuando lo sacaron del despacho de abogados. Su esposa no le permitió ir a su boda.

Entra Alfonso Risueño. Sin pedir permiso se sienta. Juan le pre-gunta por el profesor buscado. Charlan sobre el tema. De algo más. Luego, sin mayor consideración, le propone continuar con la maestría a medias. Él lo esquiva. Vuelve a preguntarle, no sin antes mostrarle el libro. Con suma curiosidad lee Alfonso Ceñudo una a una las páginas del libro. Bebe de la botella sin mover los ojos del texto. Abre la boca desmesurado en algún párrafo para continuar con otro.

La boca. La boca en juego con la lengua. Alfonso Lenguado de la Lengua Lengua de admirar, sustraerse, emocionarse ficciona-lizada la vida de cercanos de cerca cuando se pregunta: “¿cómo Juan desconoce a los personajes ahí mencionados?”, se pregunta a sus adentros, se contesta no muy a sus adentros. Ve al amigo extrañado de sí mismo. De nuevo bebe. Continúa con la lectura para, de frente, lanzar sin piedad la pregunta con intención de generar dudas:

—¿Cuál es el apellido de la abuela de Mónica?

—¿La cuentista?

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—Sí, la que dicen su pasión por lo bicicleta.

—¿Es bicicleta?

—¡Seguro!

—¿A dónde quieres llegar?

—¿Yo? A ningún lado. Mi cerveza está helada.

—¡Silvia! Tráenos dos.

—No me quieras emborrachar.

—¿Con cerveza? ¡No juegues!

—Sólo es cosa de leer entre líneas. Y eso no es mucho trabajo para ti, ¿acaso?

Alfonso da un trago largo a la cerveza, toma una servilleta, la coloca cuidadosamente en una de las páginas como un improvi-sado separador. Repite ese “acaso” con una sonrisa retadora.

Silvia llega con una cubeta. Diez cervezas heladas. Hielo sufi-ciente. Antes que otra cosa dice: “Ya sé, sólo pidieron dos, pero Gamaliel insistió, desde la otra mesa les dice “salud”.

Todos brindan. Luego Alfonso pasa su vista por el libro, ya no lo toca, sólo la vista. Empieza a jugar con la botella, “¿sabes la fecha de hoy?”, pregunta de pronto.

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—Sí, 20 de mayo.

—¿Sabes lo que es la muerte?

—¿la muerte?

—Sí, la muerte.

—Bueno, la muerte es...

—No la intelectualices. No es necesario, en verdad. De pron-to estás y luego ya no estás. Un silencio muy largo que se siente. El resto del libro está en blanco porque el autor cono-ció ese silencio.

—Entonces, ¿tú sabes quién es el autor?

—Lo dice la portada.

—¿Pero sabes por qué no continuó escribiéndolo?

—¿Sabes la fecha de hoy?

—Sí, 4 de julio

Alfonso da un trago largo a la cerveza.

—No es cierto, —dice Juan—, es diciembre. 20 de diciembre y es domingo.

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—Aquella mesa está sola, los domingos no abre La Hospitalidad, no seas buey, —le contesta Alfonso mientras le da otro trago largo a su cerveza.

—Esa mesa está sola porque Arturo se murió ayer, hoy, mañana, ya no sé.

—¿Ya ves? No lo sabes. Arturo no se murió. Está vivo. Cuando alguien escribe, lo publica y lo publicado está en una biblio-teca no se muere, ¿y si no, por qué hablas de Shakespeare como si fuera un compadre más? ¿A ver? Eso tú lo sabes. Simplemente ya no va a escribir.

—¡Silvia! Tráenos dos cervezas. Oye, ¿tú sabes qué es la muerte?

—Pregúntaselo a Cliserio. Él sabe lo que es la muerte de un hijo. Y si lo preguntas por Arturo, yo ya no recibiré poemas en lugar de propina.

Luego uno se pregunta: ¿Qué día es hoy si sólo soy lector? ¿Si sólo estoy leyendo esto, cómo voy a saber las fechas?

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De cómo Shakespeare no supo

cómo terminar el

Sueño de una noche de verano

(o de cómo la vida no es así

sencillamente porque sí)

segunda parte

Los libros sobre el escritorio. Una libreta de notas. Una pluma. El ordenador electrónico con espirales. Una página se lee una, otra vez, varias veces. El sueño de una noche de San Juan: 1598. La búsqueda ahora es en otro libro. 1985.

Juan revisa. Hace apuntes. Escribe una nota. Sigue la lectura. Se detiene. Hace un apunte en la libreta. Lee. Se pregunta. Solo se responde. Otro apunte. Otra nota. El teléfono suena. Una lla-mada equivocada. Las respuestas no llegan como él quisiera.

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Mira al estante de su biblioteca personal. Un libro de Arturo. Ahora sabe con certeza de su muerte. Antes no quería enterarse. “Sólo quien tiene miedo a la vida le teme a la muerte”, se dice, se lo cree. Va a tomarlo, pero prefiere seguir con su trabajo, ya después le pedirá a Silvia los poemas escritos por propina con la promesa de devolverlos. Continúa con su interrogante antes de la llamada en falso.

¿Por qué iniciar con una versión sobre la fotografía para hablar de pintores y talleres? Busca un diccionario de pintura. Da vuel-tas a las páginas. Se detiene en un apartado. Artes visuales. Artes plásticas. Lo fenomenológico, método que intenta entender de forma inmediata el mundo del hombre mediante una visión intelectual basada en la intuición. Luego continúa, dícese del periodo fundamentado en la pretensión de ver la pintura y otros medios gráficos como una pretensión de captar la realidad.

Vuelve de nuevo al texto. El autor pretendía decir de los persona-jes como visuales. La fotografía se vuelve visual cuando no pre-tende generar un documento. Por eso el autor del libro, sí, ahí está una clave. El autor se resignifica en una metáfora, no para captar los hechos, sino para entrar a la esencia. Una narrativa de conceptos. Cierra el libro. Apaga el ordenador, da la vuelta a los apuntes, toma la libreta. Sale de casa para dirigirse a la biblioteca.

Para Juan, las calles siempre han sido iguales, una serie de fincas distribuidas una detrás de otra, pero esta vez se han transfor-mado, tienen color, volumen, texturas. Algunas tienen pintas. Los libros, y esto no es una frase hecha, permiten observar. Dejan atrás el ver.

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Entonces busca un café con terraza. Juan no es afecto a los cafés. Ahora quiere vivir los personajes. Llega a la zona en donde el cielo se mira entre los diarios, en los macetones se huele el tostado. Un músico toca en la banqueta, violín perfectamente afinado, algo de Mozart como un verdadero luthier.

Entra al establecimiento. Se sienta cerca del músico, quien no se altera al verse observado. Un mesero se acerca con profesionalismo.

—Tráeme un café.

—¿Le dejo la carta?

—Por favor.

Sin verla recuerda los huevos estrellados con chilaquiles del personaje de la novela. Cuando va a leer la carta entran dos hombres. Uno de más edad. Ambos se sientan a tres mesas de distancia. El mesero regresa con tres cafés. Le deja y se pasa inmediatamente con los otros a la mesa de los recién llegados. Los saluda amablemente para enseguida confirmar: “¿Lo de siempre?”, ellos le regresan el saludo, la confirmación y luego retorna con él.

—Huevos estrellados con chilaquiles.

—¿Jugo de naranja o toronja?

—Toronja.

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—Enseguida se los traigo.

Después de Mozart, Vivaldi, Paganini, Stravinsky, los huevos llegaron con el jugo. Lo mismo a los vecinos. El músico recoge las monedas en un acto cuasi religioso. Con una franela, limpia el instrumento para volver con algo más ligero. En el fondo se escucha como un capricho, pero ahora, con una voz melodiosa, acompaña a un violín agudo:

“Ahora, amigo, es hora de reflexión.

El sol está ahí, sí, también la luna.

Casi amanece como una estación para mañana.

Hora de cambiar. Eso ya lo conoces.

Eso es más de un amigo, el sol brilla, vibra, eso tú lo sabes.

Eso es más de un amigo”.

Y el violín continúa con arpegios mientras rompe la yema con el tenedor en un naranja desparramado entre una escala de sol.

Las siguientes mañanas regresa a ese Mozart, a los vecinos de tres mesas de distancia, a recoger los periódicos que ellos leen y los dejan a medio abrir como esperando una noticia. Ahora ya recibe una espumosa taza de café, tal como la reciben todos. Forma parte de una comunidad, tal como es parte de La Hospitalidad del Tarro, de la escuela en donde imparte cátedra, de su espacio.

¿Cuál es el interés por una novela sin terminar? Juan pertenece a un grupo especial, a ese grupo interesado en objetos poco

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interesantes. Si acaso les va bien en su búsqueda, interesa a otros; de lo contrario, se regodean entre ellos.

Así es esto. Tú lo sabes. Yo lo sé. Todos lo sabemos, pero aquí estamos. Quizá así sucedió cuando alguien descubrió una partitura abando-nada. Un manuscrito de poeta. Una línea no terminada de pintor. Un objeto, simplemente. De eso está constituido este mundo.

Ese músico tiene una necesidad específica, el de la otra mesa con su laptop sin mostrar en su semblante mueca alguna. Más allá, una mujer madura vestida con traje sastre toma los cubier-tos con pertenencia, su cuerpo erguido. Blusa de seda ataviada con encajes, bordados impecables. Toda cubierta de señorial empleada oficinista de primer nivel cuando te jubilas.

Las historias se amalgaman en sólo un espacio. La mujer blusa oficina de abogado llama al mesero con un “garçon” en la gar-ganta bien puesto. Antes de pedirle un aderezo especial le explica la eficiencia obtenida a partir de los años de experiencia, por lo tanto, exige un trato igual.

Con asentimiento, lo cual no contempla en las otras mesas, el mesero da un paso atrás, se retira consecuente hacia la barra. Pelo canoso. Corte de salón. Cadena engarzada, oro de alto qui-lataje, su rostro revela una vida disciplinada, maquillaje dis-creto, resabio de una belleza años idos nunca me casé.

Many years ago, madame, you walked the moon. The rising sun make a very personal song, madame, you know, the mountain angels convivieron con la esperanza de participar en la esfera de sus

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senos, mujer de grandes augurios, predicciones pasadas, luego continúa con otras lenguas, otros acercamientos gloriosos a violines melancólicos.

Surgam, et circuibo civitatem; per vicos et plateas quæram quem diligit anima mea: qùæsivi illum, et non inveni, efectivamente no llegó. Para ella, desde sus años de estudiante en escue-las de monjas, en calificados colegios, en estrictos horarios con rosarios y misas en latín, sermones en francés, prohibi-ción de leer a Walt Whitman por pecar de sano demócrata, hereje cuestionador de autoridades, ególatra por cantar para sí mismo, así como a Ezra Pound por profesar el budismo zen, a quienes, por supuesto, leyó a hurtadillas en su idioma para no ofender la pureza de sus significantes, tal como recuerda a Salomón con su Cantar de los Cantares. Mujer de traje sastre como otras tantas vidas en este espacio.

Juan la observa de reojo. No tiene de otra. Hablarle no sabe. Una mujer así, tan perfecta. Tan selecta. Tan poca cosa para mortal alguno. Tan desodorante plena. Prefiere pedir otro café y mirar la taza. La taza. Su taza está vacía. Entonces se entera de la forma. No es como todas. No es redonda. No es de un color. Tiene vetas. En esto no había reparado. Todavía no la conoce y ya se la cambian por otra casi similar. Esta vez, antes de iniciar a beber su contenido la inspecciona minuciosamente. La sube con mucho cuidado. Ve la parte de abajo. Tiene una firma. La baja. Continúa en su inspección visual. Una taza diferente a las otras muchas por él vistas.

¿Quién es el autor de éstas? ¿Cuántos caminos recorrió? ¿Cuántas vidas están presentes? ¿Y la novela inacabada? La vida de Juan es

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una interrogante, así se define a sí mismo. Causa y consecuen-cia de su condición. Quizá el menos indicado para un personaje novelable. No es amigo de políticos. No es un amante audaz. Ni siquiera es un músico creador y, en los últimos años, ha perdido su cualidad de melómano.

Todas las mujeres de su vida han tenido un periodo efímero. Todas le dicen lo mismo: “eres tierno, Juan, luego nos hablamos”. Esporádicamente alguna sale. Casi siempre cuando tienen algo que resolver, una tarea escolar, un problema amoroso, la explica-ción de un texto complicado.

Las mujeres con quienes se ha relacionado han sido así. Sólo con una pudo llegar más lejos. Sin embargo, algo sucedió, como con las demás, al final. Una frase le da vueltas en la cabeza: “Hora de cambiar”, sí, pero la interrogante es grande.

Cuando la conoció terminaba la maestría de la cual ya habla-mos. Ella, a quien le llamaremos Marcia, terminaba su tesis en ese momento. Se encontraron en el centro de copiado de la uni-versidad. Ya se habían topado en los pasillos, en la biblioteca. Jamás cruzaron palabra antes.

Marcia traía las manos y el cuerpo todo ocupado por cien-tos y cientos de hojas. Alguien diría, sin exageraciones, sólo traía en los brazos cuatrocientas cincuenta y dos hojas y la mitad de otra. Pero esto no es la realidad, o casi, o quien sabe qué cosa sea. Entre sociólogos y psicólogos de la per-cepción esto puede ser verdadero o falso pero existe y por lo tanto es real.

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Marcia marca. Marcia propone. Marcia compartió unas frases. Con una cabellera muchas horas antes peinada con sus cuatro-cientas y más hojas de trabajo. Ahora la recuerda. Ella frecuenta estos espacios. Fue en otro momento cuando él también fue asiduo a estos espacios.

Fue. Es. Será. Una tarde llegó Marcia sin decir. Llegó con muchos libros. Con libreta de apuntes. Llegó hablando. Como quien desea hablar sin escuchar. Habló y habló. Dejó libros. Libreta. Se quitó la chamarra de piel importada. Se quitó los zapatos. Habló, habló. Sacó la bufanda. Luego la blusa. Él se le quedó viendo. Ella sólo contestó: “Tengo mucho calor. No me fue bien”.

Ella sólo dijo: “tengo sueño”, y se acostó en el sofá sin hacerlo cama. Pretendió decirle, pero sólo lo pensó, posiblemente ni siquiera eso. Entonces se dio cuenta de la música deseada, del vientre de Marcia dormida, de Marcia estudiante de ciencias sociales. De Marcia así, sencillamente acaparadora.

Juan tomó su libreta de apuntes, escribió unas notas, las tachó, luego escribió otras. Ya no se pudo concentrar. Ese cuerpo ahí dor-mido le llamaba más a verlo que a escribir. Hizo algunos apuntes de las formas. Líneas apenas. Dibujos del ombligo de Marcia.

El ombligo de Marcia es especial, no es cualquiera, es de ella, tiene una redondez especial. Eso lo obliga a revisar libros. Poemas. Taza de marfil. Le remitió de inmediato a ese frag-mento. A otras urbes. A otros espacios. Como ahora a ti te remite a objetivar otros emblemas; porque el ombligo de Marcia es un emblema en la mente de Juan cuando se maximiza en

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significantes. Se detiene en uno. Lo dejó Marcia entre otros más, ahí junto a su bolso. Canasta con leyendas.

Un libro con dibujos. Con fotografías. Con pinturas. Con tipo-grafía especial. Cada frase. Cada enunciado. Una lectura en donde los elementos visuales son propuesta tipográfica. Letras grandes, letras pequeñas, letras acordes a lo leído. Da la vuelta y ahí está uno de los dibujos apenas hechos. Luego los demás. Intenta tocar uno de ellos. La tinta está fresca. Le mancha los dedos conforme el ombligo del dibujo se vuelve una cavidad por donde puede meter la mano y luego el brazo. Siente una fuerza extraña que lo jala al interior.

Está oscuro. Se siente ahogar. Trata de levantarse. Resbala. Ahora ya no está oscuro. Y la laguna no es laguna sino un charco de tinta. Camina con dificultad. Los colores brillantes del paisaje. Los colores sin definir paisajes. Sólo color. Como cielos naranjas, ver-des, azules. Abajo negro. La tinta espesa resbala por sus piernas.

Cuando sale, las voces surgen por todos los espacios. Poco inteli-gibles. Luego voces en diversos idiomas. Al salir del gran charco negro éste se mueve en espirales para subir, trasportando en su ida, automóviles, tazas de café derramándose, y volviendo a subir con colores, luces espectaculares con retratos de felicidad.

El gran charco se desvanece para dejar un gran letrero: “Aquí colo-que lo más deseado”. Piensa Juan en el ombligo de Marcia. Este principia a dibujarse en el piso, pero luego cambia su pensamiento por un gran tarro de cerveza, el cual en el momento de irse for-mando lo cambia por un libro para no leerse; los personajes hablan.

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Regresa la vista hacia el lado contrario. Las hojas de los árboles son páginas de libros que se mecen con el aire. Juan camina entre los cientos y más de huertos. Callejuelas tornadas en estantes con libros forrados en piel. Estantes labrados hasta el gran techo a dos aguas.

Los ladrillos rojos son sostenidos por crucetas azules. Éstas, a su vez, son sostenidas por columnas barrocas, las cuales, a su vez, descansan sobre los estantes. Callejones, callejuelas, al fondo de ellas, Paulina con sus lentes en un pequeño libro. Se lo ofrece a Juan.

Un libro de poesía. Con letras grandes, resaltadas.

“El café vuela oloroso por la calle.El café calienta la mirada.El café da la nota a las manos sudorosas de Luisa en un observar de continuo las palabras escritas con el pensa-miento fijo en el olor de una noche con farolas de músi-ca en donde los símbolos emanaron de un beso.Tú no te llamas Luisa. Sólo te nombro así porque eres tan real como el personaje de este cuento, quien observa el vuelo oloroso de una taza de café.Luisa tan real como desnuda.Como desnuda.Huele a techo de madera. Hotel de la sierra.Luisa desnuda mira alejarse la luna por el sol de la mañana.Fotografía previa para Goya.Luisa, ¿dónde estará Luisa en este momento si ya no lee como el café vuela oloroso por la calle?

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En el hotel de la sierra se escucha correr el agua. Luisa no está en la cama y su nombre no es Luisa”.

Luisa. Felisa. Antonia. Nombres de mujeres. Personajes de cuento. De otros cuentos. Paulina ahí. Parada entre los estan-tes. Vuelve a leer. Ahora es el cuento del Joven Sirio, pero bien pudiera ser otro en este mismo espacio, las historias están ahí, dispuestas a ser vividas, o sencillamente a ser leídas.

Paulina está ahí. Elena, en el lado contrario, abre lentamente un libro de donde salen gotas de pintura, de entre éstas, luces, manos con cámaras digitales. La pintura corre como un arro-yuelo, el cual pronto llega a donde se encuentra Juan.

Entre los colores del riachuelo aparecen gotas negruzcas, las cuales se trasforman en letras llevadas por la corriente hasta los pies de Paulina. Ahí desaparece todo. Un pequeño remolino a los pies de ella. Paulina la bebedora. Paulina la lectora. Paulina quien despide olor a libro antiguo.

Pero Elena, cuando Marcia, aún no la conocía. Trata de ubicarla en alguno de los libros, de los muchos leídos, analizados, vuel-tos ensayos. No la ubicó en esa canasta, ni en ninguna de las bibliotecas por él visitadas; aún desconocía los cuentos escri-tos por ella. Su esfuerzo por trabajar, de los exámenes. Elena era estudiante en los periodos del ombligo de Marcia. Su trabajo de bibliotecaria no fue en esos periodos.

Luisa. Felisa. Antonia. Nombres de mujeres. Personajes de cuento. De otros cuentos. Paulina ahí, parada entre los estantes.

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Elena en ese periodo de la elipse del tiempo estaba en otra elipse como todo en la vida; cada una se provoca su propia elipse, como un átomo. Así es la vida.

Cada imagen se conforma por el pensamiento. Cada uno genera elipses que se estructuran en otro universo más grande en donde los escritos se van hilando uno a uno. Las experiencias vividas. Los libros leídos. Las narraciones de los otros. Elena no estaba en ésta. No estaba.

Y Juan se entera de esto. Entonces se desvanece el remolino a los pies de Paulina con la corriente de gotas negruzcas entre los colores del riachuelo, pasa por Juan, de entre la pintura surgen manos con cámaras digitales en luces, cuando abre cierra lentamente un libro para esconder todo, incluyendo Elena cuando Juan regresa a la sala donde Marcia enseña ombligo cuando duerme.

Juan sostiene el libro de Marcia dormida. Marcia enseña los límites del sostén. Los límites de las bragas. Los hilos de la bas-tilla de la falda con piernas torneadas. Marcia se despierta a fuerza de miradas. Ve el libro en las manos de Juan, “¿ya entraste a él?”, le pregunta sin desear respuesta. Ya la sabe. Para hablar con la verdad deseaba preguntar: “¿por qué?”. Para enseguida afirmar: “Ese libro me lo dio una vieja. Lo traía en un morral pequeño. Y sacó un libro tan grande como para ser el recipiente y no el receptáculo”.

—¿Y quién es la vieja?

—Me dijo que su nombre es Átropos.

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—Otras elipses. Otras elipses.

—¿De qué hablas?

—De elipsis. De elipsis.

Marcia se levantó de su cama improvisada para ver de frente a Juan quien repetía una y otra vez “elipses elipsis”. Una, otra vez, hasta quedar imagen. Hasta quedar pensamiento en la bruma de posibilidad de lectura, de mirar tan solo, tan sólo. Porque Marcia es una ficción por ser tan interna, por ser tan intensa, por tener una vida interior, tan Marcia.

Juan la miró muchas veces dormida. Tantas veces dando vuel-tas. Incluso, en una ocasión, cuando llegó en medio de una tor-menta toda empapada, toda sopa, toda llena de lluvia, se quitó la ropa, se quitó las perlas rodantes de su cara y de sus senos y durmió en la sala de la casa con su pubis angelical. Juan besó, una y otra vez, como se besa una imagen de santo de iglesia antigua. Y Marcia, “al rato, al rato, por ahora deja dormir, estoy cansada”. Y al despertar, “ya me voy, ya me voy”, como el conejo prontuoso de Alicia.

Marcia se levantó de su cama improvisada para ver de frente a Juan quien repetía una y otra vez “elipses elipsis”. Una, otra vez, hasta quedar imagen. Prefiere pedir otro café y mirar la taza. La taza. Su taza está vacía. Entonces se entera de la forma. No es como todas. No es redonda. No es de un color. Tiene vetas. En esto no había reparado. Todavía no la conoce y ya se la cambian por otra casi similar. Esta vez, antes de iniciar a

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beber su contenido la inspecciona minuciosamente. La sube con mucho cuidado. Ve la parte de abajo. Tiene una firma. La baja. Continúa en su inspección visual. Una taza diferente a las otras muchas por él vistas.

Juan continúa en una de las mesas de ese café mozartiano, ese café amplios sillones. Luego sale de sus reflexiones para entrar en aquello que lo atrajo a este espacio. Ese libro inconcluso. Ese libro que no tiene el final. Digamos, la conclusión. Digamos muchas cosas, tantas como si termina o cómo termina.

Pero no es sólo eso. Son personajes. Son circunstancias. Son tan-tas coincidencias. Cada uno de nosotros, al leer esto, tomamos una parte. Esto es lo aún no entendido por Juan. Aquí no entra Marcia. Quizá sí entre Marcia. Marcia no es personaje de novela. Aunque quisiera. Marcia es personaje de filme ochentero. Marcia es réplica de video experimental del holismo cuasi palabrita de esas gustadas de leer por ciencias comunicación estudiante uni-versidad privada o casi.

Juan, sentado en mesa de café mozartiano laptop incluyente, busca en su valija. Se me había olvidado mencionar la falla tecno-lógica de Juan con su libreta de apuntes de influencia secretarial años sesenta. Sí, de acuerdo, estos personajes, como tú, lector, hasta hoy asiduo de texto de Todos los Libros, el Libro. Así se llama por no tener un título más inteligente; además de tener todas las edades. Entonces será necesario mencionarte, lector obligado por profesor de literatura alivianado. O tú, lector, busca novedades. Posible seas lector de café mozartiano laptop incluyente.

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Juan, sentado en mesa de café mozartiano laptop incluyente, saca su libreta de apuntes para regresar al capítulo primero, ahí, casi al final, esa parte en donde se menciona al aprendiz de pintor en el café, el cual, quizá sea éste, de ser así, entonces seguramente esté sentado cerca. Entonces, Juan sabrá el final de la novela, el editor, más sobre el autor, hasta, es posible, sobre sí mismo.

Juan, sentado en mesa de café mozartiano laptop incluyente, saca su libreta de apuntes para regresar al capítulo primero, mientras se pregunta esto y otras cosas. Mientras repasa la taza con su contenido siente una mirada extrema. Quiere entender. Mejor dicho saber. Quizá quiera creer. Se lo imagina.

Luego relee la ficha, voltea a ver a la vecina con sus lentes bien puestos leer los periódicos. No es ella. Giras la vista. El café ahora está solo. Sólo los dos. La vecina y él. La mirada es penetrante. Le inquieta. Voltea hacia la barra. Los meseros dialogan entre ellos. Nadie voltea hacia las mesas. Sólo dos están ocupadas. La de él y la de ella. Ella metida en su lectura. Él metido en sus pensa-mientos. La vecina lee. Está ocupada. Siente esa mirada.

Juan trata de imaginarse a esa vecina de mesa, quien no es rena-centista. Sus lentes contrastan en un halo de luz como madona barroca. Sólo sus lentes. Sus lentes de línea. Sus lentes delgados, su trabajo de bibliotecaria, ¿Elena?, ¿Paulina?, ¿cuál es el nom-bre de este aprendiz de pintor?

Juan paga la cuenta, así, sin pedirla, sólo deja un billete. Camina rumbo a la biblioteca. Piensa en los personajes de ese libro inconcluso. Ha buscado al editor. Nadie se lo ha podido decir.

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Quizá nadie se lo quiera decir. Todo es ambiguo. Camina sin fijarse. Sólo quiere llegar. Preguntarles a las dos mujeres por qué aparecieron en el libro de Marcia.

Todo parecía bien, incluso ese día, cuando llegó Marcia a su casa, cuando le dijo, digámoslo elegante, que ya no quería salir con él, fue en otra ocasión. Lo dijo elegante, no así como se men-ciona. Pero eso es parte de otra parte de la historia.

Juan camina con prisa. Piensa en este acontecimiento, en otros, en llegar lo más rápido posible a la biblioteca. No se entera de quién pasa a su lado. Un hombre se detiene, lo saluda, Juan con-testa el saludo para continuar su camino. El hombre lo detiene con una interrogante:

—Juan, ¿no te acuerdas de mí? ¡Yo sí!

A lo que éste le contesta:

—¡Claro! ¿Cómo no recordarte?

—Lo sé, Juan. La familia entera te recuerda.

—Claro. Claro. Yo también.

—Tantos años y estás igualito.

—Gracias. Muy amable de tu parte.

—Es verdad. En serio.

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—Gracias.

—De verdad, ¿quién soy?, te digo, no te acuerdas quién soy, pero yo sí, Juan. Esa fiesta fue inolvidable.

—Me imagino que sí.

—Nos quedamos hasta la mañana. Ya se habían ido todos. Sólo tú y mi familia. No podías caminar. Tomaste tanto. Pero no te dejamos.

—Gracias, fueron muy amables.

—Claro, ¿cómo dejar a un amigo solo?

—Sí, es verdad.

—Bueno, Juan, tengo prisa. Otro día platicamos.

—Sí, claro.

—Pero anota mi teléfono, ¿traes con qué?

—No traigo.

—No te preocupes. Yo... ¡qué lástima!, yo tampoco. Trabajo aquí a dos cuadras. Vamos para darte una tarjeta.

—Lo siento. Llevo prisa.

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—Aquí traigo volantes publicitarios de la empresa. Toma. Llévate más. Así me ayudas a repartirlos.

—Ah, sí, claro.

—Me dio gusto saludarte.

Juan se queda parado mientras ve alejarse al amigo de quien no recuerda su nombre ni donde lo conoció. Se queda ahí. Sin saber a dónde dirigirse. Luego retoma su rumbo. Sin nada en la cabeza. Así llega a la biblioteca. Paulina revisa algunas fichas de los usuarios. Hace alguna anotación en el ordenador. Luego toma los libros, los revisa para caminar a los estantes. Elena no se ve próxima.

Paulina no lo ha visto. Juan busca dónde puede estar Elena. La pregunta ya es con y para Elena. Ahora sí, para nadie más. En su búsqueda ocular se prende de una portada. Ahí está. Sus ojos se prenden: Canasta con leyendas. Es el mismo. Entonces Paulina descubre su presencia. Su cara absorta.

“Es de nuestras adquisiciones más recientes”, le dice, como en un afán de decir algo. Pero sólo decir cuando Juan le extiende los volantes de quien no recuerda su nombre. Un libro con sig-nificados para cada lector. “Ah, sí, gracias, las dejo para quien las desee tomar, digo, las papeletas publicitarias”. “¿Ya leyó Canasta con leyendas? Ah, entonces sabrá lo que le digo”.

Juan la ve a los ojos, desea entrar en ellos, pero sólo alcanza a dejar una cuestión, como quien muestra su tarjeta de visita sin

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soltarla. Paulina, consternada: “Algunos usuarios se van al rin-cón a leerlo. Otros no. Yo, bueno, llegó a marearme, ¿sabe? Como cuando niña me subía a un tiovivo”. Juan no le contesta, sigue absorto en la portada.

“No sé qué contenga, algunos lectores comentan sobre un artículo que apareció en la revista de Últimas Bibliográficas; el libro, digno para los semiólogos. Una obra abierta. Una obra polisémica. ¿Ya leyó el artículo?”, le dice, espera escuchar un “no” por respuesta, acierta. Así. Lento. Si fuera rápido, sería: Le dice. Espera escuchar un “no” por respuesta. Acierta. Pero no. Fue así. Como el primero.

Paulina le ofrece la publicación, no sin antes buscar el artículo: “Canasta con leyendas: El paraíso de los semiólogos”. Juan toma la revista. Se encamina a leerlo. Paulina regresa a su escritorio a continuar con sus anotaciones, a escribir el informe de los usuarios, las lecturas del día, los comentarios. Es así todos los días.

Juan se sienta cerca de la ventana. Una ventana que da a un jardín con flores de colores. Con plantas verdes, diversos tonos como una paleta impresionista; inicia su lectura, el análisis, la zona crítica, detiene sus ojos en alguna frase, luego continúa entre las líneas para volverse a cuestionar: ¿Qué es este libro? ¿Qué busco en él? ¿Acaso Todos los Libros el Libro soy yo lector y no tú escribidor anecdótico circunstancial en esa mezcla de nos-talgia en donde los mensajes los describo como otro personaje necesario para conversar de todo con esa nada por esencia tan importante para dejar un instante como una insignia en donde si nos acordamos es precisamente por la huella en un espacio,

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rincón de nuestra vida, cuando leemos y no se nos olvida, igual a una persona cuando nos deja un recuerdo o cuando no y entonces es nada en el olvido?

“Canasta con leyendas: El paraíso de los semiólogos” es un artículo con estas cualidades. Otra lectura como experiencia. Algo vivido. Como la ocasión cuando Juan leyó en su estudio observando el ombligo de Marcia en un viaje al interior. ¿Al interior de qué? ¿Al interior de quién? Sencillamente al interior. Así, con cierta elegancia, pudiera enmarcarse en un análisis síg-nico el viaje al subconsciente en una especie de fábrica de signos.

Entonces aparece Elena con un libro en una mano y una libreta en la otra. Busca la clasificación. Juan cierra los ojos. Esa parece una visión ya vivida. Espera ver brotar tinta del libro. Abre los ojos. Elena está ahí con su trabajo cotidiano. Ahí. Juan la observa. No la mira. La observa. Elena voltea. Lo saluda con una frase de cortesía. Juan le responde sin escucharla:

—¿Qué relación tiene el libro que me prestó con Sueño de una noche de San Juan?

—Quizá la fecha de edición, —le responde—. Ambos se ubican con las siglas, vea usted 1598/1985. Todo invertido.

—Entonces el autor ya debe de haber fallecido, —le responde Juan.

—Sí, —le comenta Elena para enseguida afirmar—: en un sismo, jamás lo encontraron. Sólo el reloj con el tiempo suspendido.

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—Esto hace todavía más importante la edición, —categoriza él.

—Sin embargo al editor esto no le interesa, —dice ella sin dejar de hacer su trabajo; luego continúa— fue mi maestro de litera-tura. Nunca me enseñó realmente, pero me abrió las puertas a la percepción.

—Título de otro libro.

—¿Perdón?

—Las puertas de la percepción.

—Ah, sí.

—¿Entonces cómo dice que no le enseñó?

—Quizá me trasmitió sus emociones. Jamás me habló de obras que no le gustaban. Sus gustos. Nada más.

—Y eso es...

—Mi abuelo también me mostró sus afinidades. Con él aprendí a leer. Un maestro enseña la técnica, el método. Sus gustos los deja para el fin de semana. Así es con sus ediciones, le gustan, las publica, así, como un gesto personal.

—Perdí la dirección. ¿Me la puede facilitar?

—¿Ya consultó los sitios web que puede ver?

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—No.

—Le sugiero que inicie por ahí. Le facilitará la entrevista si inicia con ello. Su ego, usted sabe. Además, piense cómo va a iniciar la entrevista, ¿con una pregunta agresiva?

Mientras dice esto anota los datos en una libreta. Corta la hoja para dársela.

Juan toma la hoja. Hasta hoy se entera del nombre. Quizá por eso Shakespeare no supo cómo terminar la noche de San Juan.

Todo el camino repasa las frases de Elena. Es la hora de la comida. La Hospitalidad del Tarro es el mejor espacio. Ahí está Camilo con su siempre botella de tequila en envase de plástico, a su lado tres más, vacías. Le pide una moneda para continuar.

—Ya párale. Casi te caes y quieres otra.

—Fue un pendejo. No debería haberlo hecho. Su madre me culpó. No aguantó. Dame una moneda. Es más, cómpra-me una. A mí ya no me quieren vender. Fue un pendejo. Mi hija ya no me quiere hablar. Toma lo que he recolectado. Aliviáname con lo que falta.

Le muestra las monedas. Apenas y unos pesos. La mirada intensa, penetrante. Como nunca antes lo había mirado. Fue un pendejo. Un pendejo. Si ya hizo lo que hizo, debió haber acep-tado su culpa. Así. Lo detuvieron por robarse unas polveras.

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—No soportó estar en la grande. Sólo duró tres días. Se colgó. Cliserio se colgó. Su madre y yo fuimos a identificarlo. Lo acusaron de formar parte de una red de roba coches. A mí me detuvieron. Me interrogaron como parte de la banda. Ya no pude sepultarlo. Me detuvieron. Su madre me dijo: “ya no verás a tu hija frente a los policías”. Aliviáname.

Juan Cervecero camina sin decirle una palabra a la vinatería de la esquina. Compra una botella de coñac importado. Se la da sin más. “Por Cliserio”, le dice. Luego se retira a casa. No puede hacer más. Por lo menos eso cree. Como muchos otros lo pensa-mos. Pinchi Cliserio, sus motivos tendrá.

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De seguro conoces a Marcia

¿De dónde apareció Marcia? Tuvo serios problemas con su acta de nacimiento. Había varias actas con los mismos padres, los mismos nombres, la misma fecha (1985), pero diferentes ciuda-des, estados. ¿Dónde nació Marcia?

Ni ella misma lo sabía. Sus padres murieron en un accidente automovilístico. Ni a quién preguntarle. Para completar el cua-dro, su niñez la pasó en varias ciudades. Problema inmenso.

En alguna ocasión escuchó decir a su padre ser perseguido polí-tico. A su madre reclamarle no poder ser una familia normal.

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Más de una ocasión, pelear por la seguridad de la niña. Cuando murieron, Marcia se fue a vivir con la abuela materna, una mujer sobreprotectora.

Entonces Marcia se dedicó a leer a escondidas, su abuela lo tenía prohibido. Pudiera algún día enterarse de la verdadera historia de su padre. No le quedó más remedio que leer, aprendérselos de memoria, y como en aquella novela que también leyó, quemarlos para evitar la evidencia.

Esa fue gran parte de su vida de niña. Cuando adolescente se enteró, por un manuscrito que guardaba su abuela, cuando ella murió, de la actividad de su padre. Perseguido en la guerra sucia, se fueron a esconder a la frontera norte. De ahí se fueron a La Paz, Baja California. Vivieron varios años tranquilos, él con un puesto de docente. Fue ahí donde nació, o por lo menos eso cree.

La costumbre de contar historias, de hacerse realidades de la fic-ción incluyendo su propia vida fue en la etapa cuando quedó sola. Su abuela se sintió enferma cuando Marcia salía de la secundaria y entraba al bachillerato. Fue durante el primer semestre cuando ya no pudo más y murió, antes alcanzó a firmar papeles no sin antes hacerle prometer que seguiría estudiando apoyada por la renta de los departamentos.

Todo para Marcia. La casa, los departamentos, un tiempo compartido en zona de playa. Todo. Incluyendo los derechos de autor de varios libros publicados por su padre. Pero aún así, no le comentó la actividad de él, ni porque lo persiguieron toda su vida.

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En el periodo de la amnistía, su padre no accedió a las reglas del Estado. Continuó siendo un dirigente crítico. Iba y venía de La Paz al Distrito Federal. En uno de esos viajes se volteó en la carretera, todos comentaron de un crimen político, sólo la poli-cía dio la versión oficial.

De ese supuesto accidente, Marcia obtuvo dos cosas: una pen-sión de estudios, cosa que la abuela administró bien. Cada mes recibía una cantidad, en un principio considerable, pero, con las múltiples devaluaciones fue mermando; la otra, su afición a vivir de historias.

Por eso ella se inventó una historia, como un libro enorme de donde cada día era un cuento diferente, al grado de decirse, en momentos, como cuando uno lee un libro y se pregunta por la página en que se quedó.

Llegó el momento de repetir lo mismo, pero en otra versión. Un día se llamaba Clemencia, otro, era sencillamente Marcia. Canasta de cuentos, libros maleta, todos con un genio verbal enri-queciendo a una humanidad ávida de magia, de no querer saber la verdadera historia porque la real no era nada grata.

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Intermedio sin música

y sin palomitas

Marcia descubrió una libreta vieja, con tachones, con manchas de café y quemaduras de cigarros en la recámara de la abuela, la cual no se había atrevido a abrir desde su fallecimiento. Por mucho tiempo fue la habitación prohibida de la casa. Hasta se inventó una historia para no abrirla. Decir una es poco. Cientos, miles, las cuales se contaba en cada oportunidad para no abrir la habitación.

Fue una noche cuando le dejaron de tarea una visión de su familia. Ella misma se dijo: “Hoy no hay historias” y abrió la

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puerta de ese cuarto lleno de polvo, de objetos, de ropa antigua. Abrió un cajón de la cómoda y ahí estaba la libreta. Encendió la lámpara junto a la cama y se sentó a leer. La letra de su padre. Inconcluso el manuscrito.

Y empezó a leer: LA SALA.

Clemencia. Así te puso para el mundo tu padre. Un hombre con la seriedad de una roca. Recto. Sin tachas. De una sola palabra. “Clemencia” dice tu licencia de manejo. “Clemencia” dicen tus certificados de estudio. “Clemencia” dice el parte médico como única responsable de su cuerpo.

Hija única. Superviviente única. La gente de servicio social revisa todos los papeles. Te pasan el último. De manera mecá-nica lo firmas. Regresas el papel firmado. Te entregan una bolsa con objetos personales. Todo está legal. Hasta entonces te permiten pasar a donde reposa el cuerpo. “Un infarto”, dice el parte médico.

Te dejan sola frente a su cuerpo tranquilo, sin alteraciones. Un cuerpo en una sala como alguna vez te dijo después de alguna de las muchas reuniones a las cuales asistió: “Había muchos cuerpos en la reunión sin nada por decir”.

¿Qué decirle a un muerto? ¿Hasta pronto? ¿Quizá recordar otros instantes? ¿Decirle lo nunca antes dicho? ¿Todo para qué? Ahora, si es cierto lo leído por ti, por él, por ambos, como una lectura de ficción en las pocas tardes libres, ahora es el reen-cuentro con mamá, con sus amigos. Prefieres creerlo así. De

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hoy en adelante una vela estará encendida en un retablo con su retrato. Como la de un santo laico.

Líder nato. Ideólogo por convicción. Investigador convencido de la sociedad con todos sus laberintos. Columnista de los prin-cipales diarios. Cita obligada de los estudiosos de las ciencias sociales. Apartado de las reuniones. Enemigo de las mismas. “Actitudes fatuas”, siempre dijo él.

Él, así, impersonal, tan sólo él. Con un parte médico. Ficha de estadística. Posibilidad de nota periodística. Infarto mientras conducía el automóvil de su época de estudiante. Si no chocó fue porque le agarró un alto y ya nunca vio el siga. Siempre lleno de libros, fólderes con documentos a medio leer. Su laptop insepara-ble. Una sonrisa irónica. Juguetona.

Ahora lo ves. Parece lugar común mencionarlo. Pero, sí, ahora sonríe.

Como cuando te sentabas a un lado mientras leía, transcribía algún texto para su clase, para una revista especializada, o una colaboración para un diario. En silencio. Compartamos nuestro secreto, sacaba de una caja de metal, grabada a fuego, un choco-late con almendras. El médico se los había prohibido.

Ahora está ahí, como muñeco relleno de Navidad, con la cara de satisfacción. Tal como siempre lo vistes. Y qué decir de las tardes después de entregar el trabajo para aquella revista de circula-ción internacional, verlo llegar con sus bolsas de tienda exclu-siva de confitería.

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Los días con discos. Nueva música. Las emociones. Las explicaciones. Las historias detalladas. Los intérpretes. Aprendiste las cualidades, diferencias, tonos, tantas estruc-turas como músicos se escuchaban. Días de conocimiento, de lecturas afines. Tu padre jamás dejó de estudiar. Títulos por todos lados. Jamás presumió de ellos. Siempre se pre-sentó con su nombre: Gilberto Alcaraz Sertouche, hasta en su tarjeta de presentación.

Te dieron una bolsa con sus objetos personales. Te sientas a un lado, a la cabecera como cuando lo hacías mientras leía. Ahora lo haces para él. Abres su laptop. Lees su último archivo. Lo que estaba por hacer. Fechas. Citas. Todo perfectamente ordenado. Nada dejó incompleto. Todo perfectamente estructurado hasta el día de su deceso. 8:00 am, cita con los abogados. Después ya será después.

Cierras la máquina, con la delicadeza femenina a flor de dedos, la regresas a la bolsa con los debidos sellos institucionales. Un objeto impide su retorno, es una libreta con tapas de cartón corrugado e interiores de papel de algodón. La sacas para permi-tir el acceso a tu otro objeto.

Revisas la libreta. La primera página: “El espíritu del viajero vive en la búsqueda”. Finísima letra. Tinta punto fino. La segunda página: “No fuiste un fracaso. Sólo mi primer amor”. Pretendes cerrarla. Lo observas. Estás por reclamarle, pero ¿qué le recla-mas? Eso se lo dejas a tu madre. A ti te enseñó a amarla. Ambos iban a su tumba cada fecha conmemorativa: cumpleaños, ani-versario luctuoso.

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Nunca dejaste los chocolates. Eso te hizo feliz, ¡qué bien!

El silencio vuelve a tu pensamiento. No sabes si estás. No sabes si el suelo está firme. Incluso si existe. Unos pasos a tus espaldas se detienen. Lenta voltea Clemencia. Israel la observa, la ciñe, quiere decirle algo pero su cuerpo no res-ponde. Clemencia flaquea.

“¡Ayúdenme! Alguien que me ayude. ¡No la puedo!”.

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La despedida

Los discursos. Los “fue un hombre ejemplar”. Los “nunca lo olvi-daremos”. Los “dejó una enseñanza para las nuevas generacio-nes”. Las banderas. Los “mis más sentidos pésames”. Los hombres de negro vestidos de marca. Las dolorosas igual. El césped impe-cable como campo de golf. Las cámaras de televisión. Los cables. Las grabadoras. Los reporteros ropa de oferta buena tienda. Lentes oscuros de marca. Todo para la foto con cara de cuánto lo siento.

Políticos. Intelectuales. Académicos. Al fondo, sin dejarse ver, dos mujeres discretamente vestidas de negro lloran igual. Los

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flachazos al momento de bajar el féretro a una mujer vestida de marca al desmayarse o casi, a Clemencia, quien sólo observa.

Un sacerdote bendice el féretro al ir bajando. Detiene su bendi-ción. Cierra su libro de oraciones. Voltea al infinito. Llora en silen-cio. Luego viene lo otro. Las paletadas. Todos se van retirando. Clemencia se queda sola al borde.

Israel se entera, regresa, pero se detiene antes. El sacerdote a un lado de ella. Sin darle la cara, con el rosario en la mano dere-cha, habla en voz baja, “Clemencia, una disculpa. Sé que ni a su padre ni a usted le interesan estas ceremonias. Yo no tengo más por ofrecerles. Fui amigo de su padre durante muchos años. Nos veíamos en algún desayuno cuando su padre deseaba contarme algo. Lo escuchaba. Nunca hablábamos de religión. Era nuestro pacto”. Ella voltea hacia él. Una lágrima le rueda.

—Perdón. Fuimos amigos por muchos años. Fuimos compañe-ros en la primaria. Luego hicimos la secundaria juntos. En el bachillerato me salí para hacer lo que ahora soy. Fui, digamos, su confidente. Nunca cambio su carro. ¡Y cómo lo iba a cam-biar!, se lo obsequió el abuelo como premio a su diploma de excelencia académica. Su padre me contaba sus cuitas y yo lo escuchaba. Conozco lo importante que eres para él. También tu cariño. Eran únicos.

Si tú quieres, si tienes algo a quien no puedas decir, yo te escucho. Me gustaría estar cerca de ti, como lo estuve con tu padre. Una cosa más: cuídate del Rojo. Tengo algunas cosas personales de tu padre. Casi desde que éramos compañeros

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en la secundaria. Puedo darte algunos. Otros los quisiera yo, digo, personales, pero, si tú los quieres…

—Se los dio a usted, por algo será.

Israel permanece parado a la distancia. El sacerdote y Clemencia se miran. Israel ha trabajado por muchos años con el padre de Clemencia. Fue su alumno en la escuela de derecho, luego en filosofía, acorde a una recomendación de su mentor. Ahora está en un doctorado: Legislación Internacional.

El sacerdote le da una tarjeta. “Fui amigo de su padre. Quiero igual ser suyo. Le prometo que no charlará con el curita”. Ambos sonríen ante la ocurrencia. “El curita”, así lo dijo en ocasiones: “Voy con el curita, hija”, “fui con el curita, hija”. Otras veces lle-gaba con cara larga, se ponía los audífonos y escuchaba música para él solo. El sacerdote camina por entre las tumbas. Con su mano le da vuelta a las cuentas.

Clemencia camina con la mirada en alguna parte. Israel se acerca, le da la mano cuando parece caer en una piedra. “Gracias”, le dice, sin percibir a los niños que juegan con unas máscaras de cartón. “Gracias”, le dice con una sonrisa etérea.

Un par de reporteros salen de ninguna parte. Uno de ellos trae una cámara de video encendida, el otro, una grabadora. Las insignias de un canal de televisión y de una radiodifusora de la misma empresa:

—¿Nos permite una entrevista?

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Israel intenta disuadir a los entrevistadores. Clemencia cortés-mente le pide unos minutos a Israel.

—Ustedes conocen el pensamiento de mi padre. Lo pueden leer en sus artículos. En sus libros. Fue un intelectual orgánico. Estaba seguro de lo que pensaba y decía. ¿Qué más puedo agregar?

—Después de la muerte de su padre va a hacer... —interrumpe la pregunta:

—Voy a revisar los documentos de mi padre. Si dejó uno incon-cluso, ya veré la importancia. De tener algo firme, le haré un estudio y posiblemente lo publique. El último artículo para la edición del lunes lo voy a enviar a su periódico.

—¿Entonces saldrá su columna la próxima semana? ¿Usted continuará con ella?

—Era su columna, no la mía. Sólo enviaré su nota, ayer me la mostró, le faltaba hacerle algunos ajustes. Mi padre nunca dejó salir una nota sin antes hacerle correcciones.

—¿Cómo sintió la muerte de su padre?

—Mi padre fue y seguirá siendo una figura pública. Ahora lo más importante es ver la trascendencia de su obra, cuánto re-siste al tiempo. Sus libros son leídos ahora, con su muerte lo serán más; pero después de un año, ya veremos.

—Pero no contestó nuestra pregunta.

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—Su obra ahí está, no es mía, es de sus lectores, de sus estu-diosos, de quienes lo vieron crecer, de quienes hicieron observaciones a sus textos. Israel, aquí presente, tuvo mo-mentos de discusión académica. Él puede decir más que yo, ¿no es así, Israel?

—¿Yo?

—¡Claro, tú! Mi padre hizo correcciones al texto Séneca en la actualidad. Reflexiones filosóficas a la teoría del derecho autoral. Esa noche llegó enojado, como nunca: “Ese aprendiz mío me dijo que me equivoqué”, y se metió a su computadora. No lo dejó hasta cuando le llevé un café. Era la hora de su clase de la mañana. No durmió.

—Pero, ¿yo?

—¡Sí, tú! Incluso escribió un epígrafe: “Para Israel, quien despertó a Séneca”, ¿no te acuerdas? Ustedes lo leyeron. Supongo. Ahora es tu momento, ¿qué le dijiste?

—Oh, yo sólo le sugerí cambiar de lugar un párrafo. El pensa-miento de Séneca es importante para el derecho internacio-nal y yo estaba en la traducción de...

—Cuenténos al respecto.

—Fue una sugerencia, al maestro sólo le sugerí unas correc-ciones. Nada más. Por muchos años fui su colaborador. Era mi trabajo. Creo haberlo hecho bien. Soy su admirador. Su

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obra, estoy seguro, trascenderá, así lo creo, lo afirmo. Recibí sus enseñanzas, primero como alumno, después como su colaborador, su amigo. Tuve su amistad y la seguiré conser-vando. Fue una persona excelente. Un personaje. Un gran mentor, y así recordaré a Gilberto Alcaraz Sertouche.

—Pero, aún no contesta a nuestra pregunta.

—Claro, se la acabo de contestar. Israel, la confirmó aún más. Gilberto Alcaraz Sertouche, como todo individuo, tuvo dos vi-das: una pública, producto de su trabajo; otra personal. La que importa socialmente es la pública; la otra, es mía, de nadie más. Tienen una exclusiva, un posible seguimiento de noticia. La continuación teórica. Les agradezco su interés por la obra de mi padre. De otra manera ustedes no estuvieran aquí. Gracias por ello, ahora, si nos disculpan, con su permiso.

Los dos caminan en silencio a donde dejaron estacionado el automóvil. Los reporteros hacen comentarios entre ellos. Uno saldrá en un programa de televisión nocturna local. El otro saldrá en trasmisión nacional, por la tarde. Uno más en comen-tario en el mismo diario de la columna. Una buena mañana de trabajo. A lo lejos unos niños juegan una ronda con máscaras. Ambos revisan el material grabado, en él no aparecen los niños, sin embargo, cuando aparezca la reseña televisada, sí. Diferente en ambas trasmisiones.

Clemencia e Israel llegan a los autos. “¿Puedes conducir?”. “Sí, no te preocupes”.

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Los niños se acercan a ellos, siempre en juego. Rodean los autos y se van.

“Nos vemos en la oficina”, dice ella. Sube al automóvil de papá, lo enciende. Israel se acerca a la ventanilla: “Te sigo”.

El tanque de la gasolina está casi vacío. “Voy a pasar antes a la gasolinera”, le dice a Israel. Y enfilan a la estación de siem-pre. Cuando llegan, el despachador le comenta: “Su padre dejó pagada la gasolina de dos tanques. No pudimos ir porque esta-mos en turno”. Luego se va a la bomba de la misma. Al regre-sar, le entrega un disco, “su padre me lo prestó. Ya le dije en mis oraciones que se lo entregaría a usted. Le queda un tanque y cinco litros extras”.

Clemencia le agradece sin poder emitir palabra. Toma las lla-ves, continúa su rumbo. Israel atrás. Muchas veces lo hizo con el maestro, ahora lo hace con la hija. Ella acelera, también él lo hace con la destreza de quien está acostumbrado a hacerlo, a escaparse de las cámaras.

Ella abre el disco, lo coloca en el reproductor. Get Yer Ya’s Out, el clásico de los Rolling: “Live whit me” es la pieza que siempre escu-chó en silencio con su padre, luego el himno de los conflictivos, como decía mamá, “Street Fighting Man”. Los Rolling la acompa-ñan hasta el estacionamiento del edificio de los despachos.

Ambos entran a la oficina. Ella enciende la laptop de su padre y abre un archivo. Ahí está el último documento de su padre. Lo revisa en silencio. Enseguida toma el celular y marca un

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número. Mientras le contestan mueve el pelo, largo, totalmente negro. Sin tintes.

—¿Sí?, ya tengo el artículo de mi padre. Bien, se lo envío. Gracias.

Israel busca en su escritorio. Clemencia se acerca a él. Se miran.

—Quiero entregarte los documentos de tu padre. Quizá quieras hacerles revisiones. Dejó dos libros por terminar. Faltan pocos elementos por cubrir en uno de ellos. Su editor estaba en tratos por uno. El otro quizá también lo publiquen.

Las miradas vuelan entre sombras. Todo huele aún a él, a su manera de cuidar los espacios, distribuir los objetos. Regresa a su laptop. La va a cerrar cuando descubre un archivo. “PERSONAL”. Lo abre. Es su diario. De momento piensa no entrar a su intimi-dad, pero la curiosidad es más grande.

“Cuesta trabajo orinar. Además del dolor, cuando se está frente a una mujer. Lo primero es la diferencia en la forma. Un hombre lo puede hacer en cualquier espacio. ‘Yo no puedo’, lo dicen con su gesto. En ocasiones hasta con palabras.

Ya tengo tiempo en que orinar me cuesta trabajo. Desde hace un tiempo tengo incontinencia urinaria. Y eso nadie me pregunta cómo lo resuelvo. He llegado a no poder resolverlo. Seguramente huelo mal. Un olor dulzón, el cual a veces ni yo soporto.

Cuando camino, o cuando estoy en una reunión, esa sensación, ese ardor, tengo que dejar todo y correr a un mingitorio, de otra

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manera ese correr caliente entre las piernas, de nuevo acompa-ñado de dolor. Hace poco esto me sucede cada hora”.

Clemencia cierra el programa. Israel la mira desconcertado. Ella no acierta a decir palabra, sólo comenta en voz baja:

—El alto lo alcanzó en buen momento. ¿Perdón? Un mal chiste, —le dice pretendiendo ocultar su hallazgo—. Tengo que salir.

—¿Te acompaño?

—No, gracias. Voy a casa. Quiero estar sola.

—Lo entiendo.

Conversación cortada. Así. Drástica. Salió sin decir más. Rumbo a su casa renovó su “Street Fighting Man”, todo en honor a su padre. Mejor dicho, a ese hombre íntegro cuyo nombre no podía ser otro que Gilberto Alcaraz Sertouche.

No resulta fácil llevar un apellido como el de un hombre con cara de cita obligada. Los estudios de politología más difíciles de superar, de historia del derecho, de los casos criminalísticos más complejos, de sociología antropológica; tan sólo para no mencionar los estu-dios comparados entre comunicación y estética. Incluso aquel libro, hoy con más de veinte ediciones, acerca de los conflictos de identi-dad y la legitimización de los servidores públicos.

Clemencia estaciona el carro frente a la casa. Entra con prisa a ésta. Se sienta en uno de los sillones de la sala. Ahora no tiene

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la menor duda. Sillón azul con líneas engarzadas de verde y amarillo. Tejido fino. Discreto. Muchas veces ahí, sin observarlo, como ahora, quizá como mañana y todos los siguientes días cuando se pretenda ver a papá.

Unos niños juegan a la ronda. Una mujer de edad inmemorable, de túnica blanca de seda toca su violín, una pieza de Paganini frente a la casa. Ella entra. Cierra la puerta. Va hacia una mesa, abre la laptop en el archivo: “PERSONAL”. Clip de entrada. Ir a: una lista. Un índice. Notas de trabajo. Seguimiento de tex-tos. Luego, uno en especial, dieciocho años. De nuevo un clip: “La tarde de los dieciocho en la conciencia de una generación emergida con la cúspide de un gobierno de derecha vestido en la bandera de los libertadores emergidos en la fratricida lucha por conquistar los derechos de convivencia entre hombres y mujeres de todos los credos y etnias; de un gobierno al cual sólo lo soste-nía un ejército castrado, sin decisión, porque la sabiduría de su pueblo no podía comulgar con la tiranía.

”En la tarde de los dieciocho estaba Juan, Patricia, Eunice, Filiberta, con la cara en alto y dispuestos a todo, de los demás no me acuerdo sus nombres. Sólo el rumor con sus rostros. El olor a tinta del mimeógrafo, este ya huele a historia. Por eso lo guardo, y cada día, limpio los esténciles cuando mi hija está dormida.

”La tarde de los dieciocho fue de trabajo. Pocos aniversarios después de ese he dejado juergas. Decir juerga es decir comida especial, vino francés. Nada de excesos. Por la noche tengo pro-gramada una conferencia. Me molesta no tener el final de la

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misma: ‘Derechos humanos en la libertad de asociación: La iro-nía de la Constitución’.

”¿Cuántos adjetivos para mencionar a los expulsados del sis-tema? La lista es grande aún si sólo la iniciamos con Sócrates. Delincuente es aquel que comete un delito, cuando las leyes son cerradas, cuando las leyes son rebasadas, cuando quien las hace valer sólo se justifica en el poder y no en la legislación. Ah, Quijote, ya no cabalgas. Tu jamelgo se murió en una de tus hazañas sin los auxilios necesarios; mucho menos con los home-najes a su digna envestidura”.

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El juego de los niños

Unos niños juegan a la ronda. Una mujer de edad inmemorable, de túnica seda blanca toca en su violín una pieza de Paganini. Es otro día. El anterior, Clemencia reflexionó una y otra vez acerca de los archivos de papá. Hoy los niños juegan en la acera.

En tono festivo desbaratan la ronda para hacer una pirámide. Luego brincan, sacan máscaras de colores, algunas comple-tas, otras a media cara. Antifaces como un decir anticaras. Clemencia camina en línea recta, como saliendo de la mujer con sus múltiples niños, quienes cada vez son más y más, se suman,

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se vuelven colores multicolores con serpentinas y juegos de lis-tones: rojo, verde, amarillo. Los niños.

Clemencia camina con prisa. Los niños juegan a la ronda. La mujer de edad inmemorable, de túnica seda blanca, toca y toca Paganini, en una ritual elevación al infinito entrega al mérito de unos cuantos en unos cuantos convertido. Sólo que Clemencia no los ve ni la escucha.

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Unos años antes

Periódicos. Libros. Una taza de café. Gilberto Alcaraz Sertouche lee las páginas centrales de uno de los diarios de la mesa. El mesero, sin preguntarle, sirve en su taza una por-ción más. No quiero decir que esta imagen se repite todas las mañanas, ni que pasa a la lap apuntes, fichas que luego uti-lizará en sus discursos, sus clases, sus escritos diarios. Unos años antes traía un portafolio, una libreta cuadrada, su inse-parable pluma tinta negra punto fino. La imagen era similar todas las mañanas.

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Gilberto Alcaraz Sertouche anota la fecha de hoy. Ya es costumbre. La máquina lo hace todo. Lo hace por disciplina, costumbre, mero formalismo, o por no perder tiempo al abrir el archivo. Sigue pren-dido a la lectura, de vez en vez toma un trago a su café.

Una mujer envuelta en elegancia entra al espacio adornado con macetones entre algunas mesas, reproducciones de Goya, prin-cipalmente aguafuertes, en las paredes, enredaderas con estruc-turas a medio continuar.

Una mujer envuelta en amarillos paja camina personaje pintor francés impresionista entre las mesas del café para acercarse al nicho torre de papel: “¿Gilberto Alcaraz Sertouche?”, le pregunta en un tono cuasi operístico personaje siglo XIX.

Ya no recuerdo si él dijo “sí”, como todo docente acostumbrado a recibir saludos por sus ex alumnos, o si dijo con mirada lo que la buena educación no permite decir a un hombre maduro a una mujer con todos los atributos de mujer burguesa, ideal musa de la música, añorada inteligencia, drástica, analítica.

¿Qué se dijeron? Ya no recuerdo sino hasta después. Ya sentada a la mesa. Ya entrada la propuesta, ya la mirada complaciente de uno, luego de ella cuando abrió su portafolio extrayendo unas fotografías y recortes de periódico con muestras de la efectivi-dad de llevar a cabo, con la presencia de grandes personalidades, un gran evento.

La idea no le emocionaba. Le emocionaba más estar al lado de esa mujer con ropa de marca, con perfume de marca.

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Sublimada como modelo impresionista. Fluida en su len-guaje. Con las manos manicure receta de estilista. Esa mañana. Esta mañana de unos años antes, como si las fechas importaran para este pasaje; porque a Alcaraz Sertouche sí le importaban. Cada dato era importante, minutos antes, ella se presentó a la manera de la mujer de negocios, decidida, dis-puesta a vender, a hacer que su interlocutor dijera emocio-nado “sí” a todo lo propuesto.

Gilberto la escuchó. Midió sus movimientos. La sola idea de verla en bata le atraía como un adolescente, al mismo tiempo que rechazaba la idea de la mujer higiénica inmediata al baño después del coito. Su ropa no podía decir otra cosa. Aún des-pués de escuchar su nombre como comercial dialogado de tienda departamental versión VIP con esa mediocridad desfa-sada de nuevo rico.

Y si esto suena irónico es que aquel que abra este archivo no ha tenido un instante de lectura; desde las ironías noveladas de los sesenta y luego los noventa; el siglo pasado. Léase así. Desfase de lector camina la vereda derecha. Egresado de universidad cinco estrellas con antro incluido.

Una mujer decidida. Egresada VIP. Como quien dice “honores”, “estrellita”, “babosamente tierna”, o como los compañeros de aula de Gilberto Alcaraz Sertouche dicen: “la típica calienta boilers María Azucena de los Ángeles Zuloaga”, mujer de nego-cios, buena familia, soltera, feminista, asidua a cafés y restau-rantes con pretensiones francesas, tal y como la abuela (así se le llamaba a la mujer con mayor edad de la familia, la cual,

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por supuesto, mandaba, tatarabuela y más), gustaba frecuen-tar con las honorables damas del club con nombre felino, las cuales eran honorables damas y no miembras distinguidas. No estaba bien dicho, y decir miembros sonaba pecaminoso y falto de moral para una dama honorable.

Así que, María Azucena de los Ángeles Zuloaga, ganadora de adjetivos anteriores, permitió levemente llegarle al bouquet axi-las alargadas con olor de marca francesa tres cincuenta euros la rociada. Vaya mujer VIP, perversamente deseable.

Gilberto había conseguido clases en universidad católica. Su amigo el curita lo propuso. María Azucena era la encargada de relaciones públicas de la universidad. Su gran propuesta artís-tica era un concurso de bailes de salón. Sólo para los alumnos con excelentes calificaciones. Con discos de valses.

Gilberto sonrío. Ella inmediatamente mencionó aquello de regresar a los buenos tiempos cuando las familias se reunían a bailar la buena música, “¿y cuál es la mala música?”, le lanzó la pregunta sin esperar respuesta, “¿por qué no con una buena banda que toque mala música? Por ejemplo, un concurso de resistencia como en los años cincuenta. ¿Quién es la actriz de Barbarella?, digo, porque ella protagonizó una película en donde toda la acción se desarrolla en un concurso de baile”.

Con eso le ganó. María de los Ángeles jamás dijo su desconoci-miento fílmico. Jamás. Su condición de egresada de universidad más o menos bien le impedía semejante desconocimiento. Cabe decir que a él tampoco le hacia feliz la idea de un evento tal.

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Los cincuenta. Cuando se quedó solo. Se repitió. Los cincuenta. Jane Fonda no fue de los cincuenta. Y Barbarella menos. Un caso extremo de la máquina. 1968. El mismo año de 2001 Odisea del Espacio; Barbarella, adaptación de una historieta de 1962. Icono del pop, pero ahora él recordó la película, la de Dino de Laurentiis, la tarde noche en esa sala de cine con pantalla panorámica con la mujer de ensueño bachiller casi a flor de piernas.

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La nueva vida

Sólo que Clemencia no los ve ni la escucha. En la oficina todo está en perfecto orden. Un fólder contiene las entradas de los archi-vos; otro, los discos con información. Las copias en otro. Un edi-tor quiere publicar un libro de lo inédito. El trabajo demanda atención. Eso lo sabe bien Clemencia, sin embargo, prefiere ver el diario secreto de papá Gilberto. Los niños brincan en la acera, ríen, juguetean al ritmo del violín. Israel abre unos fólderes, ordena estos de acuerdo al tema, a las fechas, se detiene en uno, todos los papeles tienen una historia en particular. Israel lo sabe. Tú lo sabes. Nosotros lo sabemos, menos los hijos. La vida secreta de quienes creemos cercanos.

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“Cuando el maestro lo inició”, se dice en acto recordatorio, como si se lo contara a alguien más, pero sólo lo piensa. Se ríe en sus adentros siempre cuidadoso de que nadie lo escuche. Reservado, como es, no requiere de intérpretes, pero tampoco quiere serlo.

Israel toma el documento, lo abre lento, como cuando uno abre una puerta sin querer despertar a quien duerme. Porque aque-lla tarde entraron al bar elegante con un puñado de papeles y una grabadora. Tú llevabas todo, incluyendo la grabadora. Él su laptop, de la cual nunca se quiso deshacer.

Ahí ya estaba el Rojo, después llegaron los demás. El señor todo barbas moderado de mirada exclusivista, la despeinada por antonomasia lentes bifocales todo se le cae con cuadernos, libros y otros enseres de pintura facial rápida, una niña toda tímida la cual no se atrevía a mirar a la cara, ojos grandes, juguetones. El Rojo observaba a todos como deseando descifrar los pensamien-tos de la concurrencia.

Tu papel ahí era quedarte en silencio. Anotando hasta el más mínimo movimiento. Y por supuesto, grabar en el instante requerido. Como siempre, no te dijo para qué. A eso te acos-tumbraste, no era la primera vez. Ni siquiera para pedirles su nombre, por supuesto, discretamente. Así que hiciste tus anota-ciones: “todo barbas, despeinada, tímida iconoclasta”. Del Rojo ya sabías, la primera vez escribiste: “Rojo”, precisamente por su pelo. Cuando se enteró soltó la risa. “Mira, un buen nombre”.

Desde ese momento todos lo conocieron como el Rojo. Un personaje extraño con frases de la extrema izquierda, rompe

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conferencias, el típico francotirador todo lo sé. Nadie sabía su proveniencia. Un estudioso de la economía, la informática, pero sobre todo, un hacker extremadamente acertado. “En estos días se requiere dicha habilidad para sobrevivir”, dijo en una ocasión el profesor Gilberto.

Hasta aquí el manuscrito. Marcia lo leyó todo una vez más. “Autobiográfico”, se dijo. Recordó algunas circunstancias, algu-nos nombres, y hasta sobrenombres. De alguna manera le pare-cía familiar, circunstancial. Inició por unir nombres. Él no se veía del todo en el profesor Gilberto, ni en Israel, sino en una mezcla de ambos.

Pero tampoco se veía ella en Clemencia, sino a su madre sin ser del todo. Una historia, otro libro posible. Otra de esas fic-ciones con similitudes. Algo así como la leyenda: “Los perso-najes son ficticios. Cualquier similitud con la realidad es pura y mera coincidencia”.

En un principio le aterró ver la muerte del personaje similar a la de él. La figura de Átropos vagando con los niños. Y vino la ter-cer lectura. A la cuarta se quedó dormida. Soñó verse caminando junto con los niños. Luego despertó para continuar soñando.

Ahora Marcia camina con prisa. Los niños juegan a la ronda. La mujer de edad inmemorable, de túnica seda blanca, toca y toca Paganini en una ritual elevación al infinito entrega al mérito de unos cuantos en unos cuantos convertido. Sólo que Marcia no los ve ni la escucha. Pero no es verdad, sí los ve y los escucha. Ella está sentada en una escalinata de un estadio. Se ve a sí misma

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caminar junto a los niños, a Paganini con el capricho de mayor gusto de su padre, al que ve a lo lejos acercarse a Átropos y ella con la pretensión de hacerse escuchar: “¡No vayas!, ¡no vayas!”, y su padre sin escucharla mientras ella: “¡No vayas!, ¡no vayas!”, mientras un sacerdote bendice una tumba en medio del estadio.

Marcia llegó otro día a su clase. “Mi familia tiene un libro”, inició su discurso, se llama Todos los Libros, el Libro. Este contiene la his-toria de cada uno. Tan diferente como igual. Trata de una ciudad en donde, como las hay tantas, tiene muchas historias. Ese libro, como una canasta de leyendas contiene muchos secretos”.

Y continuó hablando y hablando hasta después de terminada la clase.

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Y después del intermedio,

¿conoces a Marcia?

Ahí comprendió Marcia la verdad de vivir de cuentos sin escri-bir ninguno. Ella misma se alimenta de una teoría: cuando una ficción se escribe deja de serlo. La historia oral es importante porque puedes añadirle todo, o nada. Es tan grande como la imaginación misma te lo permita.

Cuando conoció a Juan le atrajo su obsesión por generar la ver-dad. Buscar la verdad es la escritura misma. Quizá ni tú ni yo existamos, lo hacemos en el momento cuando empezamos a escribir nuestra autobiografía, cuando recortamos los periódicos para decirles a los otros que somos noticia.

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Esto le dijo a Juan una y otra vez. Incluso cuando hacían el amor en el departamento que antes era del abuelo. Pero a él no le intere-saba escucharla. Por eso nunca lo dejó terminar. Se levantaba des-nuda, caminaba por la habitación hasta el refrigerador para sacar la jarra de agua, servirse en un vaso una pequeña porción, luego otra, así hasta verse satisfecha. Jamás llenó el vaso. En una ocasión Juan le preguntó la razón, “¿cuál?”, preguntó ella. “De no llenar el vaso”. “Un chamán me lo dijo”. “El agua toma la forma del vaso que la contiene”. Eso no podía ser. Eso es de Gorostiza. “Un cha-mán”, replicó ella.

Siempre desnuda, caminando por la habitación con un ritmo que sólo ella podía crear con su cuerpo esbelto de caderas amplias, senos duros en una piel morena con su pelo largo ondulado en donde nada podía estar tan armónico como ser de voz tenue en un ritmo acompasado blusístico larga melodía con sinfónica de fondo.

Marcia es así, tan real de fantástica como poesía, más allá de pasar los tiempos en la negación de los mismos. Porque eso es la poesía, existir y vivírsela como los pasos con tobillos tornea-dos secuenciales.

Juan y Marcia se conocieron cuando éste no encontraba la paz interior de dedicarse a un oficio en donde pudiera ser verdaderamente oficiante y no sólo cobrar en uno, dos o más días del mes.

Se conocieron cuando Marcia había hallado la posibilidad de encontrarse con la llave del conocimiento, al cual ella con

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tenacidad modelaba como parte de su oficio. Ella estaba a punto de convertirse en sacerdotisa de sí misma.

Por eso Juan no comprendió el cómo ella procreaba un halo con tal fuerza que podía iluminar al mundo entero. Faro moreno voy a donde quieras, a donde deseo, al mundo externo y al sub-mundo porque soy.

Por eso el ritmo subía de tono en esa desnudez por el departa-mento. Por eso jamás le permitió terminar y se levantaba a beber agua helada de la jarra guardada en el refrigerador y se la bebía a sorbitos como gacela torneada.

Por eso los muslos se le marcaban como troncos de árbol paradisíaco en ramas modelado para subir entre las piernas al orinal sagrado como pila bautismal de movimiento de piernas hasta tomarse las rodillas como la mujer de la fotografía que al abuelo tanto gustaba.

Marcia mostraba su vagina al sentarse desnuda. La mujer de la fotografía sólo permitía imaginarse una línea. Marcia se decía a sí misma producto de su ivaginación, vagina, vaginada de ivaginación plena. Y luego continuaba, la ensoñación llega ivaginándose la plenitud desde los tobillos porque estos llevan directos a la vagina, bésala como besas a quien te da de beber porque en la vagina tendrás un recipiente con una llave, poco más arriba con agua de oro y si le sigues la erección te llevará a entender el poder del centro de rotación de todos los planetas en un orquestar alrededor del sol, todo un sistema de asteroides, polvo de estrellas en el centro, el hoyo negro, materia y antima-teria, la fantasía más grande de la vaginuniverso.

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La presencia de Marcia en esos momentos para Juan era demasiado conflictiva, no por Marcia, no, por Juan. Marcia era demasiado mujer para él. Ella se sabía poseedora del mundo. Sabía, entendía su presencia sin necesidad de afianzarse en la familia. En ese momento era lo que se llama un espíritu libre.

Un instante universal en donde nada ni nadie ata o desata por el otro. Esto pocas veces se da. Objetos materiales, pro-piedades, hijos, dependencias emocionales, son los ejes atá-vicos en los cuales, Marcia, en este universo dejó de centrar. El centro de su cuerpo lo llevó al equilibrio. Por eso Juan creía ver en su ombligo la perfección. Pero la perfección estaba en otra parte, de ahí ese transmutarse dancística en la desnudez morena de su cuerpo.

Y era exactamente en esa vibración dejada por el abuelo, ese departamento en séptimo piso con las habitaciones en direc-ción armónica con el sol y la luna. Desde luego, la buena vibra del abuelo, de su espíritu, de su sabiduría impregnada en cada rincón, la cual guió la mano de diseñador de Juan. El olor a incienso. La vela blanca de la mesa de centro.

Marcia paseaba desnuda por la sala. Bebía agua fresca de la jarra. Le daba la agilidad de puntas de su transitar dancístico para colocar sus manos a la altura de su pecho en estructura de odalisca, flor de loto, capullo, recipiente, iniciadora de movi-miento. Universo.

El conocimiento de la música le venía de su padre, lo comprobó la ocasión cuando encontró la libreta con el inicio de algo que

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nunca llegó a estructurarse, pero ahí estaba. Y parecía estar ella misma con otro nombre.

Las damas del club lésbico liberacionista de la abuela de Mónica, y Mónica misma, le daban una connotación a la música bas-tante clasista religiosa. Ciertos músicos tenían contactos con los espíritus malignos. Desde Julián Carrillo al heavy metal ya tenía un halo de maldad. Imposición del macho cabrío y otros extraños conjuros. Según ellas, eran misóginos y, por supuesto, andróginas ellas, no lo aceptaban.

A Marcia le daba risa escuchar eso y otras afirmaciones.

Saber de la actividad paterna la centró en su vida personal. Conocía perfectamente de dónde venía. No requerir de búsque-das infructuosas nacidas de resentimientos cuestionadores de vidas ajenas le permitió, desde ese momento, ubicarse.

El espíritu libre en el que ahora estaba le venía precisamente de esto. No era la hija de, ni la nieta o sobrina de, sino era Marcia. Así de simple, universal. Por eso Juan no llegaba a la libertad aunque se lo propusiera. Siempre sería el nieto. Para colmo, tam-bién el sobrino de Tío Lencho se llama Juan. Dos Juanes, aunque el primero sea Juan Cerezero y el segundo Juan Llerena.

Dos Juanes, como si la semana tuviera dos lunes o dos viernes. Como cuando Juan Llerena, ahora digámoslo así para no caer en confusión, aunque quién sabe si a estas alturas sea válido evitar las confusiones, o hacerla más confusa, o de plano invi-tarte, lector amigo, a jugar cartas como si fuera esta una tarde

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lluviosa con música de Joaquín Rodrigo con Marcia sentada con las rodillas a la altura de su cara cubriéndolas con las manos y una paloma posándose o despegando de su cuerpo.

Digo, cuando Juan Llerena asistió a la exposición en nombre de Federico, y algún bromista dijo entre la concurrencia que ahí estaba el próximo secretario de Cultura, sólo para desviar la atención de la verdadera propuesta que la extrema derecha ya tenía en la ban-deja, pero, además, para evitar la posibilidad de giro a la izquierda y entonces aparecer Federico entre la confusión y asentarse. Una buena jugada para entrar en los terrenos del poder. La broma sur-tió efecto. Se comentó de Juan, secretario de Cultura. Unos dijeron de Llerena para nulificarlo, sacar todos los supuestos inconvenien-tes. Otros centraron sus baterías en Juan Cerezero. No faltó un des-pistado que escribiera un artículo, una nota crítica o algo parecido. El abuelo ya no vivía para detener la confusión. Asentar la alerta en el personaje de la derecha extrema y volver el cauce.

Estar en esos juegos a Marcia no le preocupaba. Cuando descubrió la libreta de su padre estudió con firmeza la política de México. Desde los fundamentos de la Independencia hasta el pleito de los grupos en la Revolución con sus respectivas consecuencias. Los movimientos sindicales de 1958, los grupos de 1968, la llamada guerra sucia, para no mencionar guerrilla. Entender esto la llevó a manejarse con una seguridad firme, a la cual no podía aspirar Juan.

Esto lo tenía muy claro el abuelo. Por eso era respetado. Cuando se dice respetado no quiere decir querido. Sólo eso, respetado. El abuelo caminó siempre con paso firme. Sólo los fanáticos extre-mos lo odiaron con verdadero miedo, o lo relegaron, o le pusieron

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adjetivos poco inteligentes. De ahí la buena vibra emanada de su espacio. Nadie más había entendido eso. Por eso Marcia no tenía, no tuvo otra opción, renunciar a Juan.

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¿De dónde vengo?

Paulina se detiene en uno de los pasillos. Elena está absorta en uno de los libros del estante B. Le quiere comentar algo acerca de las nuevas adquisiciones, pero prefiere no distraerla. Alcanza a ver la pasta verde, ¿quién más que Paulina conoce cada rincón de esa biblioteca? El libro del abuelo. Ahora Elena ya lo sabe. Juan y ella compartieron al mismo abuelo. Pero él no lo sabe.

Paulina se retira en espera de no interrumpir, pero Elena ya se ha enterado. Ahora no sabe como disculparse y sólo acierta a decir:

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—¿Ya lo leíste?

—¿Todo?, —le contesta Elena con esas frases, ese tono bobo a una pregunta igual. Paulina hubiera deseado pedir una disculpa por la interrupción, pero eso sonaría aún más tonto. Se quiere retirar pero eso la delata aún más.

—¿Tú ya sabías de mi abuelo?

—Sí.

—Parece un libro interesante.

—Lo es. Tienes que leerlo, pero sin recordar tu parentesco.

—Trataré. Sí. Lo intentaré. ¿Por qué el abuelo no mencionó a su hija? ¿Tú sabes?

—Es una historia larga de contar. Tu abuela, mejor dicho, la familia de tu abuela es de las tradicionales, tú sabes… una hija fuera de matrimonio… a tu abuelo no lo veían bien. Cuando nació tu madre, aún él no tenía el nombre que él solo se forjó.

Después fue otra cosa, empezó a tener un lugar social. Todo el mundo hablaba de él. Pero, para entonces, ya salía con la madre de Juan. Una mujer impositiva, mandona. Dicen que tenía unas amistades con gente recia. La querían mucho.

—¿Con gente recia?

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—Guardaespaldas de políticos. Gente recia.

—Ah, entiendo.

—Una mujer del norte. Gritona. Habladora. Por algo el padre de Juan creció a las faldas de la madre. Idéntico a ella. Un po-tro salvaje. Dependiente. Hasta se dice que la madre lo inició sexualmente, se dice, por algo nadie en esa casa comenta de la abuela de Juan.

A su velorio fue gente recia. Mucha. Le daban el pésame al padre de Juan, luego, como un cumplir, al abuelo. Muy raro, la verdad. Pero no me hagas caso, Elena. La gente dice, comenta, pero la ver-dad sólo la conoce quien la vive. La abuela de Juan siempre decía: “Nadie sabe lo que contiene el saco, ni quién lo carga”.

Elena había escuchado ya algo al respecto de parte de uno de sus tíos, hermano de su padre. Hacían bromas pesadas: “¿Y cómo no?, si hasta se lo quitó a una de sus hermanas”, dijo uno de ellos. Luego se callaron cuando Elena entró. “¿Cómo puede una mujer quitarle un hombre a otra?”, se lo preguntó una vez. No precisamente esa ocasión. En otra. Sí, fue después. A la fecha no ha sabido como responderse. Está complicado enten-der la vida.

Por eso el abuelo buscó donde vivir. Antes del departamento, en el que ahora vive Juan, compró una casa pequeñita. Eso sí, un jardín grande al frente. Y al fondo, igual. Plantas de muchos colores en ambas partes. Diversas texturas. Al padre de Juan no le gustaba. Pero eso, en un principio le importaba, después ya no.

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Escuchar a Juan y escuchar a la madre era lo mismo. El mismo tono golpeado. El mismo don de mando. La misma prepotencia en el discurso.

Cuando se murió la señora recia gritona de una rara enferme-dad tuvo que vender la casa para los gastos médicos. Luego para el velorio. Entonces rentó el departamento. A los días de vivir en éste, inició a escribir una novela.

Nadie sabe si fue consciente, pero un personaje era la abuela de Elena. Una mujer con virtudes, humana de corazón, sensible, sin rencores, inteligente, concepto complejo. ¿Qué es la inteli-gencia? La abuela de Elena.

Las dos mujeres revisan ese y otros libros. Paulina recorre el pasillo B, el espacio para los autores locales con diferentes géneros. A esa hora la biblioteca está sola. Falta un rato para que lleguen los estudiantes de derecho a pedir expedientes del siglo pasado. Los de humanidades para checar autores clásicos. A esta biblioteca son pocos los que revisan archivos, se esfuer-zan en buscar raíces. Por eso, de vez en vez, en esta sección de la biblioteca hay que desempolvar.

Las dos mujeres leen apresuradas los cientos de horas, miles de páginas escritas, la erudición a flor de papel, tipografía cuidada del objeto libro. Elena va a la computadora a buscar la ficha, tan sólo una de los tantos escritos por el abuelo, para toparse con antologías, libros colectivos, pero ninguno de él, así, en lo individual.

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Los libros del abuelo están registrados en fichas convencionales. Ninguno en línea. Ni en el banco de datos del sistema. Paulina sin soltar una palabra le da un “sí” como respuesta. Da la vuelta y se encamina a la recepción.

Elena lo sabe, se queda con la responsabilidad de abrir una ven-tana o mantener por siempre el silencio al abuelo.

Inicia por clasificar: cuento, poesía, ensayo; luego, ensayo perio-dístico, ensayo filosófico. Luego, lee uno a uno los párrafos. Hace anotaciones. Se detiene en uno de los cuentos. Se detiene. Una línea, una sola. Su abuela solía repetirla cuando abría la ventana.

Toma el libro verde. Compara la estructura. Se va directa a un capítulo: “Las Promociones”, un capítulo con pintores, progra-mas de gobierno, políticos. El libro verde. La portada, tipografía. Todo bien cuidado.

Las notas a pie de página. Fechas de eventos. Participación de personalidades. Una agenda completa. Un seguimiento de polí-ticos y su escala a puestos públicos. Elena lo cierra con la lenti-tud del pensamiento.

Va a la computadora. Se mete al fichero. Busca fechas, diarios. La vida cultural y política en un libro. El abuelo trabajaba bien. Por eso se ganó la confianza, el respeto de quien lo leía.

Es su descubrimiento, pero esto no se lo va a contar a Juan.

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Capítulo ¿te acuerdas de cuál?

El escribidor

Una mujer de edad avanzada abre la puerta. Sólo permite verle la cara en una luz adentrada de la calle; al fondo, otra luz de una ventana que da a un patio, en medio, la oscuridad. La mujer de mirada interrogante mira directamente a los ojos de Juan. Éste le pregunta por el profesor. Dentro se escuchan las notas de un piano. Liszt o alguno de la época. Desde dentro una voz deli-cada, fuerte, decidida, pregunta por el intruso toca la puerta. La mujer de edad avanzada contesta entre murmullos: “Buscan a su padre, niña”.

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Continúan los acordes. Ahora sí se escucha claramente Liszt. El piano se aparta de las manos. Un vibrato continúa en el espacio. Una mujer joven se acerca a la puerta. Una mujer de edad avanzada agacha la cabeza y se retira discreta. La mujer joven pregunta al intruso.

—Mi nombre es Juan Cerezero. Estoy haciendo una investi-gación para la universidad acerca de unos libros. El profesor, como parte de su trabajo académico, los editó.

—Ah, claro. Mi padre no se encuentra en casa. Pero ya sabe de su investigación. No me mire así. Mi padre es conocido. Se en-tera de todo. Ya le tiene los datos. Le dejó unos papeles. Si me permite, yo se los doy. Pase, en un momento se los entrego. ¿Gusta un café? No se disculpe. Ya está hecho. En esta casa siempre hay café fresco. Siéntese. ¿Azúcar? ¿Solo o con crema? A mi padre este café le gusta con coñac. Pero, bueno, ya he ha-blado mucho y no le he permitido hablar. Permítame.

La hija del profesor enciende una lámpara de mesa. Su diseño Art Nouveau le recuerda a Muchá. Ella se retira con su atuendo hindú, con zapatillas de ballet. Abre una puerta. Las paredes llenas de libros hasta el techo, dos estantes en medio hasta la mitad del recinto. Un escritorio al fondo, atrás de éste un cua-dro grande con un dibujo a lápiz de un desnudo femenino. A los lados, enmarcados, dos grabados: Aguafuertes. En el escritorio varios libros. Al lado una computadora.

Regresa la hija del profesor con un sobre manila.

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—Esto fue lo que dejó mi padre para usted, Juan Cerezero, ¿lo ve?, incluso sabe su nombre. Mi padre es un estudioso del arte.

Juan quiere decirle, “sí, ya lo sé”, pero sólo dice “gracias”.

—¿Puedo preguntarle por qué se interesa por esa obra?

—Mi interés nació cuando buscaba narrativa para una inves-tigación sobre la literatura y las artes plásticas, algo de los autores de la localidad. Mi intención era, es, hacer varios estudios comparativos acerca de la literatura y las artes. Entonces fue que me encontré con este libro. Título extraño.

—También el autor. Todos los Libros, el Libro. Era alumno de mi padre. Jamás publicó en vida. Sus compañeros están recopi-lando su obra, piensan hacerle un estudio.

—Es interesante el experimento. Cuadros. Más cuadros. Una obra para literatos.

—Sí, pero no para cualquiera, se requiere saber de plástica para entenderlo.

—Usted lo ha dicho. Esa nota con la cual inicia. La fotografía como arte, el ideal renacentista. El ojo creador. El punto entre el documento y la obra de arte.

—¿Pero no me ha dicho la causa de entrevistar a mi padre? ¿Por ser el editor?

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—Pero también por no dar datos de la obra, ni del autor.

—¡Ah, vaya!

—Sí, ¡ah, vaya! ¿Cuántos autores no han llegado a ser impor-tantes por la falta de un dato y el seguimiento de su obra?

—Sí, pero también cuántos escritos infames hemos devorado por un ejercicio mediático.

—Si se les hubiera dado un seguimiento a sus autores tendría-mos su clasificación y entonces ya sería decisión del lector.

—Los lectores se perderían.

—¿Se perderían o habría lectores por afinidad como en la música?

—¿Como en la música?

—Sí. Cuando llegué, usted tocaba una rapsodia húngara que cambió a un sueño de amor tan irónico que ni Franz Liszt de-searía. Sin embargo, su virtuosismo no la ha llevado a parte alguna. Quizá por evitar el ejercicio mediático, o por consejo de su madre.

—¿Usted cree que mi madre es una guarda cunas?

—No. Su madre piensa como su padre. Sólo Cervantes se mere-ce una cita en español. Me encantó la manera como lleva de la caricia al ataque esas notas. Ya la había escuchado antes, y

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a su madre. Leído a su padre, pero desconocía quienes eran. Entonces, su hermana...

—Sí, celista de la sinfónica. Ella inicia desde niña.

—Sí. A los cinco años ya tocaba a Vivaldi, ¿lo ve? Tengo una nota donde está su hermana. Sin embargo no dice nada de su forma de interpretar, sino sólo eso: “El instrumento es más grande que ella. A los cinco años ya toca a Vivaldi”. La recuer-do muy bien porque habla de marcas de muñecas. Aún así, sólo Cervantes se merece una cita en español.

—Ya lo veo. Mi padre se ha preguntado sobre su obra. La de us-ted. Él dice: “¿Hasta dónde es un intelectual comprometido y hasta dónde un populista pleno de vulgaridad?”. No se asuste con los conceptos. “Vulgo”, en su etimología, no significa lo que en su uso. Eso, usted lo sabe.

Mi padre tiene un buen archivo. Cada frase que escribe tie-ne horas de lectura que la avalan. De eso puede estar seguro. Horas que bien pudieran ser partes de otra novela. Digo otra como si esta conversación fuera una, y no, sencillamente una amistosa entrega de documentos.

—¿Y dice usted que su padre tiene un registro de mi obra? ¿De cuál?

—Juan, usted escribió hace algunos años en varias revistas estudiantiles. Luego en uno de los estados del Sur. Si mal no recuerdo, un apunte de una novela, la cual, por los da-tos obtenidos, ya no continuó. No me vea con esos ojos.

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Cuando se es un estudioso de la literatura, se generan mu-chos archivos.

—Usted tiene un archivo con mi obra. Incluso ese concierto cuando, al final, el público aplaudió una y otra vez. Bis, bis. Usted estaba ahí, y gritó desde el fondo de la sala. Sí, la pie-za apenas terminada. La toqué para usted. Me recordó a su abuelo cuando escribía acerca de los autores locales. “La toqué para su abuelo”, así lo dije. Y usted guardó silencio.

Juan la escuchó. Guardó silencio como aquella noche en el concierto, salió de la casa del profesor con un sobre repleto de documentos. Con muchas interrogantes. Con un costal de his-toria. Tazas de té inglesas siglo XIX. Lámparas inicios del XX. Pinturas de María Izquierdo, pero sobre todo, la mirada de una virtuosa del piano.

Ahora tiene una cita con el profesor en la cafetería a un costado de la librería a partir de hoy a tres días, lo suficiente para leer estos y más. Continúa con la vista en los dedos virtuosos, con el sonido pianístico en las orejas, “ay orejas orejones por la oreja concebida y de oreja me echo un taco por no ser oreja del procurador rodeado de orejas del gobernador”, la leyenda en cintilla mientras la pan-talla del ordenador electrónico se va cerrando.

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¿Qué carajos pasa aquí?

¿Tiene que pasar algo?

¿Será otro capítulo? No. Sólo que

Shakespeare se fue a chatear

Federico ya pasó la depresión. Mónica le perdonó las pinceladas neo tachistas de la última exposición por una Cordon Bleu reserva hace un chingo. El Ya Merito continúa en la lista de espera, por supuesto, con sueldo y todo. Así son los gajos del oficio en meritolandia.

Ambos hacen planes para la mejor promoción del sobrino de Lencho. Ambos saben que si lo lanzan al estrellato pictórico puede caer muy arriba, y el puntaje de Ya Merito subirá en la escala nacional. Si no cae en una diputación, por lo menos en un puesto administrativo menor, en la cultura. Después ya se verá.

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Federico sabe bien de estos andares. Y sabe lo peligroso de este juego. Muchos se la han rifado. Si los padrinos fallan, los pro-tegidos son humillados. Así es este juego. Ya Merito ha sabido trabajar duro, convincente, por lo menos para sus jefes.

Por otra parte, Mónica con sus desplantes; la pericia publicitaria de Federico lo ha llevado a lograr grandes planas en los diarios. Para un ejemplo esto acontecido recientemente, primero lle-varlo hasta la cuasi nota roja, luego desviar la atención al libro de cuentos de la pariente de Mónica, para regresar los reflectores al sobrino de Lencho. Buena estrategia. De todos, uno caerá, el que se considere individual.

Al profesor lo salvó su obra. Pero no logró sacar a flote a su fami-lia. Él no se hundió como muchos otros, pero su familia sigue ahí, en la cuasi incógnita de lo cotidiano. La cátedra universi-taria lo ha llevado a ser respetado, pero eso es pasajero mientras no existan investigaciones, análisis, tesis, todo eso que conlleva el trabajo académico.

Al profesor lo salvó su obra, pero su individualismo lo tiró al esconder información. Ninguno de sus alumnos puede saber más, de eso el profesor se encarga. Al profesor lo salvó su obra pero lo perdió su egolatría como a muchos tantos.

Juan Cervecero es la otra historia. El curioso incauto que entra a los archivos, su posición de múltiple lector lo lleva, curioso, a entrar en los dispositivos del alma. Por eso puede ser peli-groso al ubicar los estilos, propuestas, lenguajes, veracidad en la obra de todos.

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Ahora continúa Elena, a quien le ganó las toneladas de informa-ción de una biblioteca de muchos para muy pocos. Ella está ahí, siempre dispuesta a dar información a quien la solicite. Quizá esa sea su obra personal, pero, la otra, la significativa, es otro acontecer.

A Juan le atrajo Marcia por su percepción con la lectura. La vivencia cuasi esquizofrenia espacios temporales no importa que te metas cuando lo haces bien. Música, literatura, pintura son puertas a estados perceptivos tan amplios como el universo.

Marcia forma parte de este paraíso en donde la exigencia pide un texto de Rimbaud, Octavio Paz un cambio de Carlos Fuentes en invitación a viajar. Marcia, al igual que Juan Cervecero se reconocen en su trabajo. En ambas directrices. Se reconocen ellos por ellos mismos cuando los reconocen por sus aportaciones.

Gran diferencia entre la obra de cada uno.

Juan bebe hasta el fondo del tarro. Esther le lleva otro, helado, espumoso. Intercambian miradas de amistad, bromas enteras. Ella se retira, Juan bebe. Son las tres de la madrugada y La Hospitalidad del Tarro está cerrado.

Sólo Juan, quien ha leído una y otra vez los textos de autores escondidos en los estantes cuidados por Elena, se pierde entre la luz combinada de colores del anuncio de cerveza se ilumina con neón tesitura en callejuela estrecha amarillenta de la luz del foco que lleva a los baños. Juan tiene una linterna de mano diri-gida a un texto, mientras con la otra acaricia los contornos de la copa cervecera, la Chabela como si fueran las nalgas de Esther.

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Juan dirige la mirada a un texto: Luisa. Felisa. Antonia. Nombres de mujeres. Personajes de cuento. De otros cuentos. Paulina ahí. Parada entre los estantes. Elena en ese periodo de la elipse del tiempo estaba en otra elipse como todo en la vida; cada una se provoca su propia elipse. Como un átomo. Así es la vida.

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Capítulo siguiente

de los porqués del profesor

Juan toma el camión de su casa a la biblioteca. Desea llegar pronto. Una manifestación impide el continuar en un tráfico congestionado. Su enojo es momentáneo. Él mismo se responde ante el improviso. “La libertad de expresión”, se dice a sí mismo. La gente camina desconcertada. Los automovilistas tratan de ganar la vialidad mientras un agente recibe instrucciones, des-concertado. Algunos prefieren bajar y caminar lo que les falta. Por un momento él piensa hacer lo mismo.

En la siguiente esquina sube una mujer. Para ese instante ya casi todos se bajaron. La mujer lo mira a los ojos. Ante su cara

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angustiada ella lo tranquiliza con una información: “A la otra cuadra están doblando”. Él le responde amable y calma su ten-sión. Pero a la siguiente cuadra el camión no puede continuar. Sigue de largo.

Voltea a ver por la ventanilla. Más gente. Una multitud más grande. “Una manifestación pacífica”, comenta la mujer, esta vez tratando de convencerse a sí misma, “algunos amigos están ahí. Yo no quise ir pero estoy de acuerdo con ellos”.

Ella mueve la cabeza lentamente para quitar el cabello de la cara, con la mano derecha acomoda discreta la cabellera. Entonces él contesta la conversación: “Las manifestaciones son parte de los derechos civiles, claro, son importantes. Debe ser más. Se nota por la cantidad de manifestantes”. Y dice más, pero desconoce el por qué de ésta. No lo dice.

—Cada vez somos más pobres. La clase media tiene menos oportunidades. La violencia se genera por la falta de oportu-nidades, —dice ella en tono doctoral.

Él la observa. Asienta mientras ve su reloj. Casi es la hora de la salida de Elena. Tantas veces ha ido a la biblioteca en los últimos días que ya sabe el horario de los empleados de la misma.

-La violencia existe porque en casa inicia. Los sustratos so-ciales se mueven en la inconformidad. Ahí inicia la violen-cia. A los niños no se les educa con armonía. Al contrario, con temores, regaños.

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Él vuelve a asentar, para ese momento ella gana la charla con un:

—Jesús sabe quienes somos. Jehová nos formó para ser libres y respondemos, me da vergüenza decirlo, como animales. Aún peor, porque un animalito es agradecido, mientras nosotros...

Un agente vial en ese momento desvía el tráfico. Varios vehícu-los de policía y soldados se detienen en una esquina. El chofer pausa su marcha. Una señora pide bajar. Este le niega la bajada ante una señal de un soldado quien le ordena continuar.

—Jehová nos protege, —continúa docta, casi ajena a lo que está sucediendo afuera—, nos dejó un conocimiento en un libro, el cual no leemos. Nadie lo lee. Ni los gobernantes que sólo ven por sus familias. Si lo leyeran se enterarían que todos somos hijos de Jesús.

Patrullas de vialidad cierran una arteria. De un vehículo militar salen varios jóvenes vestidos a la moda. Sólo el pelo los identifica como militares. Se amarran un paliacate rojo en el antebrazo derecho. Rojo. A uno de ellos se le cae al piso un tolete, el cual levanta mecánico.

—Todos somos hijos de Jesús, —continúa ella—, él ya sabe de nosotros, nos conoce, eso se nos olvida. Ahora, cuando llegue a casa…

El camión da una vuelta con fuerza y enfila rápido por una calle angosta. Ella se sostiene en el asiento delantero. Su cara se con-torsiona con el movimiento no esperado. Su nariz delgada, sus

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ojos grandes, senos pequeñitos. “Jehová nos proteja”, dice, sin terminar su frase anterior. El camión da otra vuelta. La señora que pidió bajar casi cae, pero se sostiene.

Tres cuadras después para su marcha rápida. Abre la puerta. La señora baja. Vuelve a caminar con lentitud. Silencio. La calle sola. Continúa lento. Ya ni el motor se escucha. Todo es silencio. Dos cuadras después da otra vuelta en un trasla-darse en círculo.

—Jehová sabe a donde nos conduce. Ya todo está escrito, —acto seguido, se levanta—, ¡qué tenga un buen día! Cuando llegue a casa, a descansar con su familia, lea su Biblia.

Se levanta, camina hacia la puerta sin voltear, en un movi-miento de caderas, bajo la falda larga. Sobre los pies calza huara-ches. Unos glúteos redondos bien torneados.

A la siguiente cuadra baja. Juan la observa por la ventanilla. Le da un aire a Imelda, la reportera de culturales, a quien no le ha preguntado. Quien, posiblemente tenga la respuesta, “Imelda Rentería” se dice una y otra vez como si con eso se resolviera todo.

Deja la interrogante cuando ve la cúpula modernista de la biblio-teca. Se levanta con prisa y baja a una cuadra de la misma. Con prisa, Juan llega corriendo a la biblioteca. Busca a Elena. Paulina comenta: “Es su hora del desayuno. Asiste a un café aquí cerca”.

Juan menciona el nombre del café. Paulina afirma.

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Juan sale corriendo.

Igual como llegó a la biblioteca llega al café. A esta hora el café está solo. Nada más Elena. Juan va directo a su mesa. Se sienta sin pedir permiso.

—Esta es la misma descripción, —lo dice sin medir cortesía—, sí, léalo usted misma.

—Conozco el texto, sé a qué vino. Formo parte de ese libro. El au-tor estaba por terminarlo. Un día amaneció muerto. Digamos que es un texto autobiográfico. El profesor le dio varios docu-mentos. Revíselos. Quizá usted pueda terminarla.

—¿Terminarla? ¿Y por qué usted no?

—Es verdad, ¿y usted?

—Vaya, una propuesta. Ese texto no es mío.

—¿Y mío sí?

—Vamos a suponer, usted hace un estudio acerca de la obra de este autor, ¿por escribirlo ya le está abriendo un paso a la eter-nidad? ¿Y qué va a decir? ¡El profesor se equivocó! ¿A cuántos les importa? La obra está ahí. Ya fue leída. No editó en vida. Sus amigos le van a editar su obra, ¿por qué no sigue con su idea original? El maestro le pasó los datos de él.

—Bueno, continúe.

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—Elena, el maestro me dio una cita, —le dice—, pero, aún tengo muchas dudas. Ahora me aparecen más interrogantes. Necesito verlo antes.

—¿Antes de la fecha?, —le contesta—. Hoy se inaugura una ex-posición a la cual asistirá. Seguramente usted podrá enterar-se de otros personajes.

Ambos charlaron un rato más. Se despidieron. Por la noche, Juan asistió a la exposición. Ahí estaba Mónica con su siempre abuela. Le presentó a todos, incluso a Federico y al Ya Merito. Todos bebiendo. Todos doctos en la ubicación de lo plástico y lo visual. En un rincón, un joven haciendo apuntes. Nadie parecía verlo. Después de un rato de compartir tragos y leer una y otra vez el texto de la invitación, Juan se salió. Entre la concurrencia no está el profesor. Trae consigo el libro prestado de biblioteca. Trae consigo muchas preguntas. Las desecha. Quizá tenga razón Elena. El libro ya está, ¿para qué pregun-tar más? Un trago favorece, sin preguntas doctas, las cuales no llevan a mucho.

En la puerta se topa con el profesor, sus hijas, su mujer. La hija de diseño hindú le presenta al resto de la familia. Amable, el profesor le pregunta por los documentos. Luego, sin esperar más, comenta del autor de la nota de la invitación. El mismo de la novela inconclusa.

Juan saca la invitación, lee una línea: “Posiblemente esa sea la fotografía sin subordinaciones por convertirse en docu-mento facilista, herramienta de periodista, de sociólogo, de

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historiador, de policía evaluador de los hechos y no a un busca-dor de estructuras visuales”.

“Así es”, le contesta el profesor, “dicen que desde su muerte ha seguido la trayectoria de Federico y sus discípulos. Incluyendo a Mónica. Algunos me han culpado de su presencia. No dudo que alguien ya lo haya visto. Si usted vio a un joven haciendo apun-tes. Aquí está. Buenas noches. Gusto en conocerlo”.

Juan se despide. Camina unos pasos para toparse con una mujer sin edad aparente. Sólo permite verle la cara en una luz adentrada por la calle. Una nube cubrió la luna. En medio, la oscuridad. La mujer de mirada interrogante mira directamente a los ojos de Juan, lo saluda con amabilidad. “Buenas noches, Juan. Mi nombre es Átropos… noche oscura en luna llena, ¿supo de la manifestación de hoy? Ahí estuve. No me vio, claro, tanta gente. Levanté este pañuelo del piso. Siempre levanto algo. Estoy en tantos sitios”.

Juan voltea a buscar al profesor y su familia. Se habían metido. Vuelve la vista a donde la mujer. Ya no está y la nube descubre a la luna.

Juan camina por la calle rumbo a La Hospitalidad del Tarro. Era la hora de emborracharse en serio. Sin posturas de docto. Preguntándose si dejaba en paz su investigación para confor-marse con continuar con sus clases y nada más. “Quizá sea lo mejor”, se dice, “¿para qué cuestionarse tanto? ¿Para qué tanto trabajo si a nadie le importa saber quién está antes?”. Ahora piensa como maestro. “Niños imberbes con ganas de editar

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sin haber leído, viejos altaneros a la preferencia de autores sin comprender a sus coterráneos. Ambos con muchas ganas de editar sin leer”. De nuevo volvió su mirada al cielo. Las estrellas brillantes. La luna llena. Los diamantes del universo. La res-ponsabilidad de los viejos maestros, los propios, los negadores. Luego, como para un adiós, se dijo: “Posiblemente esa sea la fotografía sin subordinaciones por convertirse en documento facilista, herramienta de periodista, de sociólogo, de historia-dor, de policía evaluador de los hechos y no a un buscador de estructuras visuales”. Sí, ese tenía que ser el adiós. Recordar la frase en un intento de reestructurarse. Una especie de limpia de su alma. Ya todo debía estar en paz. Todo. Investigar a fondo era para el abuelo, su verdadero padre espiritual. Camina con prisa. Llegó la hora de emborracharse en serio.

Escuchó pasos tras de sí. La calle estaba sola. Siente una mirada extrema. Quiere entender. Mejor dicho, saber. Quizá quiere creer. Se lo imagina. Recuerda a la mujer con la cual se topa el personaje de la novela inconclusa. ¿La misma de la entrada de la galería? Demasiado obvio. Continúa su camino a la cantina de todos. Quizá el profesor tiene razón.

Hace un alto en una banca del jardín cercano. Reinicia la lec-tura. Revisa sus apuntes. No puede sentirse personaje de novela. Es otra. Vuelve al libro prestado de biblioteca. Uno de tantos libros bebidos hasta el cansancio. Lo que no puede entender es la portada. Una mujer desnuda, sin rostro, con el título saliendo de su cara. “¿Cuántos libros bebidos? ¿Cuántos?”, se cuestiona. Se levanta de la banca. Intenta tirar el libro y su libreta. Sólo acierta a tirar la libreta. Mañana regresará el libro, por ahora

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el abuelo que descanse en paz. Ya no más preguntas. Y camina rumbo a la cantina.

Elena a su vez hace anotaciones. Busca en los archivos especiales. En la hemeroteca. La biblioteca ya cerró sus puertas al público. Pidió el permiso para quedarse. Se lo comentó a Paulina. A regañadientes accedió. Le dijeron al guardia de seguridad. La biblioteca y su acervo podían ser suyos por esa noche, la cual se alargó hasta el día siguiente, cuando llegó Paulina la encontró haciendo anotaciones. Le trajo un café cargado.

—Niña, ¿qué piensas hacer con toda esa información?

—Continuar con el trabajo del abuelo. Dejó material inconcluso. Leí sus notas periodísticas, su participación en revistas espe-cializadas, llevaba un método, sus avances de investigación los publicaba, enseguida los retomaba para escribir sus libros. Mi abuelo fue un guía para futuras investigaciones, eso no se lo voy a negar.

—¿Le comentarás a Juan?

—Creo que no. Yo no pienso compartir a mi abuelo. Si Juan lo quiere que lo busque.

—Eso pasó la mañana siguiente, pero la noche anterior, cuan-do Juan decidió perderse en el anonimato del aula, continuó su camino rumbo a La Hospitalidad del Tarro. El ritual de despedirse lo hizo en la banca después de tirar la libreta.

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Se paró en la puerta. Observó, como nunca lo había hecho, la fachada, los adornos de una vieja construcción del siglo XIX, las heridas en la estructura con tabiques modernos, con una luz chillante, igual a todas las fincas de alrededor. ¿Qué importa eso? Nunca se había fijado. Ahora menos. Una borra-chera tranquila. A esta hora pocos son los parroquianos. Abre la puerta. “¡Chingue a su madre!”, se dice. Al fondo. Lo único que ve es la decoración de esa noche. En la pared un cartel con la fotografía de una mujer sin rostro. Sólo su torso. Su ombligo. Como un recordatorio. Como la portada del libro. Su ombligo como una taza de diamantes. Una leyenda encima: “Canasta de Leyendas”. Y más abajo: “Presentación hoy”. Chingue a su madre, ¿ahora a dónde voy?

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Índice

10 Ahora, ¿dónde estoy?

12 La visión del ligue o

¿a qué no te puedes comer sólo una?

16 ¡Aún no! Aún no

22 De cómo Juan no pretende

entrar en discusión

28 Y ya que estamos entrados

36 Aquí bien pudiera iniciar, pero hay unas páginas

antes (otros temas no tan ortodoxos)

46 Ya pasó el susto

60 Paseo nocturno

64 De ciudad media nacido

70 De apariencias

76 La prensa opina

86 El cuento de la lectura

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92 ¿Conoces a Mónica?

96 El cuento que ya leíste

100 La prensa opina (segunda parte)

102 Noche de presentación

108 De cómo Shakespeare no supo cómo terminar el

Sueño de una noche de verano (o de cómo la vida no es

así sencillamente porque sí)

120 Los recuerdos del abuelo

126 Lo que sugiere sea otro capítulo (o casi)

130 El cuento leído: ordenador

132 Lo que pasó después

136 El cuento que ella escribió: Espiral

138 De los primeros días

(o de la posibilidad de otro capítulo)

146 Cantina al medio día

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150 La cantina de todos

156 De cómo Shakespeare no supo cómo terminar

el Sueño de una noche de verano

(o de cómo la vida no es así sencillamente

porque sí) segunda parte

180 De seguro conoces a Marcia

184 Intermedio sin música y sin palomitas

190 La despedida

202 El juego de los niños

204 Unos años antes

210 La nueva vida

214 Y después del intermedio,

¿conoces a Marcia?

222 ¿De dónde vengo?

228 Capítulo ¿te acuerdas de cuál?

El escribidor

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234 ¿Qué carajos pasa aquí?

¿Tiene que pasar algo?

¿Será otro capítulo? No. Sólo que

Shakespeare se fue a chatear

238 Capítulo siguiente de los porqués del profesor

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no. 864, esquina Agustín Millán,

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edición consta de 1 000 ejemplares

y estuvo al cuidado del Consejo

Editorial de la Adm

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