Cervantes y borges

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Título: La deriva de Borges hacia Cervantes Nombre: José Antonio Santiago Sánchez Dirección: Avda. Rey Juan Carlos I, 23, 5ºB, 28915 Leganés (Madrid) Núm. teléfono: 655723433 Correo eletrónico: [email protected] Titulación académica: Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense (Madrid) Institución académica actual: IES Juan de Padilla (Toledo) Resumen: Partiendo de las tradicionales dicotomías literarias, se analizan las causas del devenir literario de Borges, el cual habría ido evolucionando de su adscripción juvenil por la perfección estética de Quevedo a una mayor admiración por la obra literaria -menos formal, aunque más sencilla y cercana- del Quijote y Cervantes en las etapas de madurez y vejez del escritor argentino. Palabras clave: Borges, Quevedo, Cervantes, Quijote. Abstract: Due to traditional literary dichotomies, the literary evolution of Borges seems to have evolved from his youth secondments aesthetic perfection for Quevedo to a later and greater admiration for literary-less formally -though simpler- Quixote and Cervantes writing mode in the stages of maturity and old age of Argentine writer. Keywords: Borges, Quevedo, Cervantes, don Quixote. 1

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Título: La deriva de Borges hacia Cervantes

Nombre: José Antonio Santiago Sánchez

Dirección: Avda. Rey Juan Carlos I, 23, 5ºB, 28915 Leganés (Madrid)

Núm. teléfono: 655723433

Correo eletrónico: [email protected]

Titulación académica: Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense (Madrid)

Institución académica actual: IES Juan de Padilla (Toledo)

Resumen: Partiendo de las tradicionales dicotomías literarias, se analizan las causas del devenir literario de Borges, el cual habría ido evolucionando de su adscripción juvenil por la perfección estética de Quevedo a una mayor admiración por la obra literaria -menos formal, aunque más sencilla y cercana- del Quijote y Cervantes en las etapas de madurez y vejez del escritor argentino.

Palabras clave: Borges, Quevedo, Cervantes, Quijote.

Abstract: Due to traditional literary dichotomies, the literary evolution of Borges seems to have evolved from his youth secondments aesthetic perfection for Quevedo to a later and greater admiration for literary-less formally -though simpler- Quixote and Cervantes writing mode in the stages of maturity and old age of Argentine writer.

Keywords: Borges, Quevedo, Cervantes, don Quixote.

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Lápida que recuerda el lugar donde estaba la imprenta de Juan de la Cuesta, lugar de impresión de la Segunda Parte del Ingenioso Caballero don Quijote de la Mancha en marzo de 1615 sita en la madrileña calle de San Eugenio.

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A lo largo de la dilatada vida literaria de Borges, según ha sido analizado por diversos especialistas, es pertinente discernir, entre otras, una constante ambivalencia, cimbreada paulatinamente de un polo a otro, entre dos autores que podrían considerarse como los paradigmas antagónicos de dos modos estéticos, dos modos de vida: Cervantes y Quevedo.

La dialéctica sin fin en la que todos parecemos fundamentar las más de las veces nuestras ideas, actitudes, modelos, etc., en el río de nuestro desarrollo temporal parece tomar en esta nueva dicotomía un ejemplo más: los hombres nos debatimos a lo largo de nuestra vida entre numerosos pares de polos en cuyos horizontes, al modo del Yin y el Yang tendemos de modo fluctuante a ordenar la prosa de nuestra vida. Entre culterano o conceptista, gatos o perros, cerveza o vino, carne o pescado, tendemos a colocar los horizontes paradigmáticos en cuyo interregno situamos nuestro aquí y ahora casi con la misma necesidad con la que precisamos medir el tiempo con las estaciones, los ciclos de la luna, los meses, los días y las horas.

Desde su incipiente carrera literaria, el joven Borges convoca a Quevedo como un tema recurrente en sus escritos, considerándolo un modelo de escritura. Algunos achacan esa inicial admiración borgiana por el autor de El Buscón y su perfección estética como una orgullosa reivindicación de su propia literatura del comienzo. Así lo señala el autor de El Oro de los Tigres en un texto temprano: «como la otra, la historia de la literatura abunda en enigmas. Ninguno me ha inquietado tanto, y me inquieta, como la extraña gloria parcial que le ha tocado en suerte a Quevedo»1. Dicha inquietud se identifica con la crítica de la que la propia obra borgiana ha sido siempre víctima, el antisentimentalismo, el lado profusamente estético 1 J. L. Borges: «Menoscabo y grandeza de Quevedo», en Revista de Occidente, 17 octubre-diciembre (1924) pp. 249-255, Madrid, Recogido posteriormente en Inquisiciones. Buenos Aires: Proa, 1925.

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de Quevedo coincidía con la imagen que Borges arrastraba: la de un escritor «de estilo», acusado de fabricar una literatura fría y deshumanizada, pero no obstante «perfecto en las metáforas, en las antítesis, en la adjetivación; es decir, en aquellas disciplinas de la literatura cuya felicidad o malandanza es discernible por la inteligencia»2.

Borges insiste en su Quevedo de 19483 sobre la «gloria parcial» del escritor madrileño, mientras que un año antes, en 1947 su Nota sobre el Quijote4 habla de la «paradójica gloria» de Cervantes, al que, sin embargo, apunta el tanto de haber creado, como el resto de los grandes escritores de la Literatura, un verdadero arquetipo literario como don Quijote, algo que no puede ser atribuible en la obra de Quevedo.

El escritor argentino achacaba por aquellos primeros años, y en más de una ocasión a Cervantes su rudeza estilística, su falta de cuidado sintáctico, su carácter excesivamente precipitado y espontáneo. «No hay una de sus frases revisadas - señala Borges- que no sea corregible; cualquier hombre de letras puede señalar los errores; las observaciones son lógicas, el texto original acaso no lo es; sin embargo, así incriminado, el texto es eficacísimo, aunque no sepamos por qué»5. En otro lugar habla de la «prosa de sobremesa, prosa conversada y no declamada, es la de Cervantes y otra no le hace falta»6. Y en su ya citada Nota sobre el Quijote afirma de la inmortal obra cervantina:

Los ministros de la letra lo exaltan; en su discurso negligente ven (han resuelto ver) un dechado del estilo español y un confuso museo de arcaísmos, de idiotismos y de refranes. Nada los regocija como simular que este libro (cuya universalidad no se cansan de publicar) es una especie de secreto español, negado a las naciones de la tierra pero accesible a un grupo selecto de aldeanos.7

Cierta crítica ha señalado la fama que Borges diagnostica al Quijote como el arquetipo peyorativo de la españolidad que el mismo Quevedo denunciara en ocasiones respecto a sus paisanos: impaciencia prorrumpida en las formas que sin embargo, son en su fundamento, una falta de carácter activo y emprendedor; modorra a la hora de pensar ideas abstractas, incapacidad de construir una filosofía o ciencia… 8

Como se ve, la caricatura abunda en pos de la sempiterna «Leyenda Negra», fundada sobre todo, por los ingleses en el siglo XVI. No se olvide que la lengua inicial de Borges fue el inglés y que su predilección por la cultura anglosajona de las islas nunca fue disimulada.

2 Op. cít. p. 42.3 J. L. Borges. «Quevedo». En Otras inquisiciones. Buenos Aires: Sur, 1952, pp. 38-44.4 J. L. Borges. «Nota sobre el Quijote», en Realidad, 5, septiembre-octubre (1947) Buenos Aires, pp. 234-236. (Recogido en Textos recobrados 1931-1955, Buenos Aires: Emecé, 2001)5 J. L. Borges, “Nota preliminar” a Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares, Buenos Aires: Emecé, 1946.6 J. L. Borges, “La supersticiosa ética del lector” (1930), en Discusión. Buenos Aires : M. Gleizer Editor, 1932, p. 46.7 J. L. Borges. Nota sobre el Quijote. Op. cít. p. 234.

8 David Huerta: «La querella hispánica de Borges». En Letras Libres, 8, 1999, pp. 50-53. http://www.letraslibres.com/revista/convivio/la-querella-hispanica-de-borges

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Durante años Borges se afana en vindicar la «nobleza estoica» que Borges admira de Quevedo frente al «fatigoso refranero de Sancho».9

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Esta querella entre Quevedo y Cervantes que tanto pareció significar en la trayectoria critica de Borges se encuentra en la misma línea que las que se apuntaban respecto a la célebre polémica entre culteranismo y conceptismo, pero también, entre dos inveteradas formas de crítica literaria: una dirigida hacia el análisis puramente formal y técnico, que suele tomar un sesgo más «progresista» o nuevo, frente a otra, la que George Steiner adscribe a los «viejos críticos» realizada más como «una deuda de amor» hacia las grandes obras y autores, así como la interpretación de la literatura como «heroicos esfuerzos del espíritu humano por imponer un orden y una interpretación al caos de la experiencia»10.

Steiner realiza esta consideración a partir de un estudio basado en la contraposición de otros dos grandes autores: Tolstoi y Dostoievski. Dicha nueva toma de postura entre los dos grandes titanes de la literatura rusa bien podría ponerse en paralelo, mutatis mutandis a estos dos tipos de crítica, así como a la que Borges estableciera entre Quevedo y Cervantes. Mientras que Tolstoi representa el símbolo del gran hacedor épico, el constructor de Historia, Dostoievski sería el indagador lúcido y torturado de las conductas humanas más próximas tanto a lo angelical como a lo demoníaco.

Se trata de una dicotomía que, si bien no deja de ser trivial, ejemplifica asimismo toda una modalidad vital, y no solo literaria. La misma que, por qué no, Rafael en la época renacentista establece en su famoso fresco La Escuela de Atenas, entre Platón y Aristóteles. Ambos en el centro de la composición, rodeados de otros personajes de la Historia de la Filosofía y la Ciencia, cada uno de ellos señala con el dedo a una dirección distinta: Platón, el filósofo de las ideas inmutables más allá del río del tiempo, el esteta y el matemático. Aristóteles, el pensador del tiempo y el cambio, el observador científico de la vida del aquí y ahora. El «ser» frente al «estar».

9 J. L. Borges: «Nota de un mal lector». En Ciclón, 1 (1956), La Habana.10 G. Steiner: Tolstoi o Dostoievski. México D. F.: Era, 1968, p. 16.

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Lo cierto, decimos, es que la admiración de Borges por Quevedo, del que llegó a decir en ya célebre sentencia que era «menos un hombre que una dilatada y compleja literatura»11 fue constante. Sin embargo, es de destacar que dicha admiración, que parece afirmarse en relación inversamente proporcional a su aparente desdeño de Cervantes y sobre todo del Quijote, comienza a tornarse ambivalente en la evolución literaria y vital del escritor, hasta el punto de confesar, ya al final de su vida, que su preferencia por Quevedo había sido errónea.

Es natural, por lo dicho anteriormente, la también permanente presencia del Quijote en Borges a lo largo de toda su trayectoria. En los ensayos, en las ficciones, en los experimentos críticos, en la poesía, en las prosas breves de la última etapa se evidencia inequívocamente su admiración por la novela de Cervantes. Su preferencia se inclina por la Segunda Parte, publicada -como se sabe- en marzo de 1615 en la imprenta de Juan de la Cuesta, en Madrid, hoy calle de san Eugenio, no muy lejos de donde se supone que su cuerpo se encuentra enterrado, en el convento de las Trinitarias Descalzas. Lo que Borges pondera de esta segunda entrega sobre el hidalgo manchego es que, a diferencia de la primera, plena en desventuras y golpes, el ambiente de la segunda es sentimental y psicológico.

Otra razón que admira Borges de esa segunda parte, cuyo Quincentenario conmemoramos este año, es el modo de referir el relato de la primera parte, publicado en 1605, dentro de la segunda, en la que se hacen varias alusiones. Puesto que los protagonistas han leído la primera parte, estos se convierten a su vez en lectores, al igual que lo somos nosotros, de la anterior entrega. La publicación del apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en 1614 de enorme éxito, fue decisiva para que Cervantes contraatacara de un modo prodigioso: introduciendo en el propio artificio y fantasía de la historia del caballero andante la propia novela de Avellaneda,

11 J. L. Borges. «Quevedo». En Otras inquisiciones. Op. cít.p. 51.

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así como la primera parte original del propio Cervantes. La historia de don Quijote se homologa, y a la vez se justifica así, con todas las novelas de caballerías cuya neurótica y desmedida lectura enloquecieron al hidalgo. De este modo, el lector de la segunda parte se iguala en su condición con los protagonistas, lectores también, destruyendo la separación entre el mundo del lector y el mundo del libro por mor del artificio mismo de ambos en el espejo del espejo de las diversas novelas: la de Avenalleda por un lado y la de la primera parte por otro. Así, la literatura fagocita o destruye su propio arte convirtiéndolo en un texto dentro del texto. La propia novela del aprovechado Avellaneda queda neutralizada al haber sido convertida, como la propia entrega anterior del Quijote, en dos farsas caballerescas como lo son todas las demás novelas de caballerías que alimentan la propia y grandiosa locura de don Quijote, una farsa de farsas.

El juego de confusión que coloca textos «reales» como artificios en el propio texto invierte, confundiendo, dos nuevos polos: lo objetivo y lo subjetivo se ha encontrado de manera repetitiva a lo largo de la historia literaria: Hamlet, el Ramayana, Las mil y una noches o Impromptu de Versalles. Este modo clásico (y ya incluso excesivamente analizado por las corrientes pos-estructuralistas del siglo XX) de refutar y a la vez justificar el texto a través de otro texto es utilizado en otra vuelta de tuerca por Cervantes en el famoso episodio del retablo de maese Pedro, capítulos 25 y 26 de la segunda parte y musicada por Manuel de Falla en 1924.

Allí, el hidalgo manchego presencia junto a su inseparable Sancho una representación en la que Melisendra, esposa de don Gayferos se encuentra cautiva por el rey moro Marsilio. Don Quijote, como espectador exigente, no se deja engañar por las incongruencias de la narración, como cuando el rey Marsilio manda tocar las campanas de todas las mezquitas al ver regresar a su hija Melisendra. Don Quijote prorrumpe que «entre moros no se usan campanas, sino atabales, y un género de dulzainas que parecen nuestras chirimías; y esto de sonar campanas en Sansueña sin duda que es un gran disparate»12 Sin embargo, justamente esa exigencia de verdad en la obra contemplada, es decir, esa confusión de ámbitos reales y artísticos le obliga a don Quijote, en su condición de desfacedor de entuertos, a socorrer a Melisendra. Por ello, ante el asombro de Maese Pedro y el resto de los espectadores, el caballero andante destroza todo el entramado teatral para salvar a la doncella en apuros, negando su carácter artístico, es decir, artificial, en definitiva, su «mentira».

Al convertir la historia en un narración dentro de otra narración o al introducir la propia primera parte del libro dentro de la segunda, al jugar mediante los apócrifos con la propia autoría introduciendo a «personajes» que se convierten en las «personas» que han escrito o contado la historia como Cide Hamete Benengeli o el propio Avellaneda, Cervantes, como don Quijote, invierte las dimensiones de lo artificial y lo real y justifica el artificio desde el artificio mismo, un sueño dentro de otro sueño que nos fascina. De esta fascinación ante la obra cervantina nos señala el propio Borges: «Creo haber dado con la causa: tales inversiones

12 Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, vol. II. Madrid, Cátedra, 1995, p.47.

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nos sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios»13.

Del mismo modo, E.T.A Hoffmann, en su relato Kreisleriana afirma que hay que romper la ilusión de acercar el teatro al espectador y hacer que se implique14. Hoffmann pone un ejemplo: en el momento de mayor emoción, dejar caer el telón, soslayar su «gravedad» para mostrar de modo abrupto que todo es una farsa. Se trata de hacer caer los límites, desmitificar la «obra» estética para así acentuar las posiciones y a la vez, confundirlas. Al hacerlo, la propia literatura, como la propia vida de los personajes y lectores, se metajustifican en la propia historia. Todo, incluida nuestra propia historia de lectores quijotescos, nuestra propia historia vital, es una novela. All the world´s a stage.

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Tal vez por ello, Borges reniegue de un «estilo» cervantino, pues lo que consigue con Cervantes es justamente una renuencia a todo tipo de estetización crítica del Quijote, antítesis de la obra maestra perfecta, pero convertida a su vez en señera de la Literatura Universal. Así, ya en los años 20, Borges sostiene: «no creo demasiado en las obras maestras» 15 y de hecho, esta consideración juvenil se irá fortaleciendo y tendrá ulteriores consecuencias en una nueva concepción de la literatura que asoma en la crítica de Borges. Ya en La supersticiosa ética del lector16 de 1931, sostiene:

La página de perfección, la página de la que ninguna palabra puede ser alterada sin daño, es la más precaria de todas. La mutación del idioma borra las significaciones laterales y los matices: la página sedicente perfecta es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad, puede atravesar el fuego inquisitorial de las enemistades, de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba.

De este modo, Borges, que nunca dejó de admirar a Quevedo, muestra una progresiva convicción que no sólo detecta en el hecho propio del Quijote, sino de la tradición literaria universal: las obras clásicas no han sido siempre aquellas que poseen el mayor lujo verbal o la mayor perfección técnica. Por ello, los críticos de la obra borgiana coinciden en señalar que en su etapa de plena madurez literaria, Borges había superado ya su inicial fervor por los destellos verbales, sospechando de los experimentos literarios como el Finnegan’s Wake de Joyce o de las Soledades de Góngora, en los que vislumbra cada vez con más certidumbre una meritoria y revolucionaria genialidad lingüística y estilística, pero destinada a convertirse en juegos

13 J. L. Borges: «Magias parciales del Quijote». En Otras inquisiciones. Op. cít., p. 47.14 E.T.A Hoffmann: Cuentos I. Madrid: Alianza, 2005, p. 85 y ss.15 J. L. Borges: «Examen de un soneto de Góngora», en El tamaño de mi esperanza. Buenos Aires: Proa, 1926, pp. 129-130.16 . L. Borges, “La supersticiosa ética del lector”. Op. cít. 48 .

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destinados a la discusión de los historiadores de la literatura o en meras piezas de museo, y ello contrastado por la escasez de lectores de dichas obras. Así lo señala Borges en el prólogo de su poemario El otro, el mismo, de 1964, en el que también confiesa: «es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad»17.

En una entrevista realizada por Joaquín Soler Serrano, director y presentador del conocido programa literario A Fondo de TVE, tras la concesión del Premio Cervantes a Jorge Luis Borges ex aequo con Gerardo Diego en 1980, el escritor argentino, a los 79 años, confiesa:

Yo he admirado mucho a Quevedo, y lo admiro, pero en cambio, Cervantes y Alonso Quijano, que quiso ser don Quijote, y lo fue alguna vez, éstos son amigos personales míos. Es otra cosa, es una relación de amistad que no se establece nunca con Quevedo. Nadie se siente amigo de Quevedo, pero usted puede admirarlo18.

En dicha entrevista19, Borges se enternece ante el pasaje del último capítulo de la Segunda Parte del Quijote en el que nuestro hidalgo pone fin a sus aventuras caballerescas y vuelve a su cordura en el último instante. De hecho, el propio Borges se decide por la segunda parte también por ese juego de espejos, ausente en la primera, según el cual el propio don Quijote obliga a los demás personajes a introducirse en su serio y valiente juego de locura, como el cura o el bachiller Sansón Carrasco y a convertirse en otros personajes de su mundo delirante. Una vez que todos ellos han sido arrastrados al mundo quijotesco, don Quijote vuelve a la cordura. En ese momento, el ya nunca más don Quijote, vuelve a ser el Alonso Quijano con el que comienza la historia al modo en que lo estableciera el motto de Guillaume de Machaut: ma fin est mon commencement.

Allí, en su lecho de muerte, Alonso Quijano propone su testamento, por el cual Cervantes se introduce en su propia novela en un guiño que pone en boca del hidalgo, referido al que dicen que compuso la segunda parte de sus desventuras, autor que no menciona, pues Alonso Quijano no sabe de su nombre, y le pide le perdone por haberle dado ocasión a escribir semejantes fantasías

Ítem, suplico a los dichos señores mis albaceas que si la buena suerte les trujere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la Mancha, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto desta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos. 20

El propio Cervantes se hace un sueño escondido. Y mira a su figura con el compasivo y humilde cariño con el que se mira a sí mismo como autor que se hace personaje. Ese Cervantes 17 Prólogo a «El otro, el mismo». En Obra poética 1923-1964. Buenos Aires: Emecé, 196418 J. Soler Serrano: Entrevista a Borges en El Mundo: 13 de Febrero de 2001.19 http://www.rtve.es/alacarta/videos/a-fondo/entrevista-jorge-luis-borges-fondo-1980/1058440/ 20 Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, vol. II. Op. cít. p. 576

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que, en el capítulo 6 de la primera parte, introduce su Galatea entre los que no superan el «donoso escrutinio» de la hoguera y del cual el cura se dice amigo: «muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos»21.

Pero es sobre todo digna de emoción para Borges la manera como Cervantes narra el último suspiro del protagonista:

En fin llegó el último día de don Quijote, después de recibidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho, tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió22. (La cursiva es nuestra)

Esa última coda, innecesaria, desdramatizadora, pero por la que Cervantes no quiere terminar al modo «literario» o solemne: «entregó su alma al espíritu». Prefiere, sin embargo, que nos despidamos de uno de los grandes símbolos de la cultura occidental aportándonos una coletilla que más parece de una conversación mundana entre amigos, un no saber qué decir y decir lo de siempre: se murió. No quiere Cervantes aplausos finales tras la representación, sino dejar caer el telón no más. No se aplaude al ángel, al milagro o a la horizonte durante una puesta de sol. Solo se aplaude el arte.

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Todos los discípulos de Sócrates esperaban que, a la muerte del gran sabio, sus últimas palabras fueran un resumen de su admirada vida filosófica. Tendemos a solemnizar la vida en sus últimos momentos, en convertirla en arte de aplauso, en artificio que, de algún modo, solo pretende en buena y natural intención concretar toda una admiración o amor en una última palabra como en un último suspiro. Sin embargo, el modo por el que Sócrates se despide del mundo ante sus acólitos resulta aún más emocionado, porque la ejemplaridad de Sócrates se demuestra en sus postrimerías, tal y como la describe el famoso pasaje de Platón, 23 al rogar a los suyos que se acuerden de pagarle el gallo que a un tal Esculapio el sabio le había dejado a deber. Entonces, tranquilo por la confianza que sabe obtendrá de sus amigos en la promesa de pagarlo, Sócrates muere plácidamente. Su muerte, a través de estas últimas palabras, se ha convertido en una de las más admiradas, emotivas y ejemplares de las conocidas por los grandes hombres que han poblado la Historia.

Asimismo Cervantes suelta espontáneamente esa aclaración, tal vez porque esta él mismo conmovido por la muerte de su amigo caballero una vez que volvió a ser hidalgo.

21 Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, vol. I. Madrid: Cátedra, 1995, p. 137.22 Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, vol. II. Op. cít. p. 577.23 Platón, Fedón 118c.

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Porque no es el momento de vanidades literarias para construir metáforas, sino de prestar el último adiós a su querido personaje, Cervantes, como don Quijote desmonta el final del espectáculo de maese Pedro, más preocupado, por salvar a la dama Melisendra, que por embelesos artísticos que nunca llegó a creerse. Y tal vez, dado que no encuentra (pues acaso no quiera encontrarlos) tropos literarios para describir esa conmoción, Cervantes, «más versado en desdichas que en versos», más atento a la vida en la que consiste por igual batallar como escribir –y por supuesto morir- se deja llevar y nos conmueve a su vez: «dio su espíritu, quiero decir que se murió».

De este modo, Borges parece ahora volver sobre sus pasos iniciales y reconsiderar que la «gran literatura» de Quevedo puede llevar al lector a una «superstición» 24, es decir, una devoción desmedida por la literatura, hasta convertirla en una suerte de «Idea» por cumplir en la vida. Y sin embargo, ¿no ha sido el propio Borges víctima de ese «peligro», de esa «ceguera» como la que él mismo sufrió físicamente, al haberse convertido –no más- que en una gran literatura? Tal vez el escritor argentino, el más atento y convencido lector de la literatura en español del siglo XX, se identificara por ello, fatalmente, con el propio Alonso Quijano, convertido en una víctima de las novelas de caballeras, como Borges de la literatura. Por ello mismo, Borges lamentara en sus últimos años ser más quevedesco que cervantino, modo con el que finalmente a él le hubiera gustado adscribirse. Tal vez, incluso, por qué no, Borges, que no pudo trascender su «quijanismo», envidiara el «quijotismo» que, a causa de esa literatura que amó, le hizo salir al mundo para combatir con su espada las injusticias.

Aristóteles nos dice que el filósofo siempre gustó de los mitos, y aún más en su vejez. Pues el anciano es doblemente niño. Así ese «quijanismo» de Alonso Quijano, hidalgo de los de lanza en astillero, rocín flaco, y galgo corredor se sustancializa, al final de su vida y de la obra cervantina que este año conmemoramos, en su última hora como Borges lo hiciera en su vejez, al darse cuenta de que Cervantes era, más que una gran literatura a la que nunca se deja de admirar -y sobre todo gracias a ella- un amigo al que querer en sus últimas horas, un cuento en cuya fantasía los niños queremos que solo nuestros protectores nos cuenten y en el cual nos envolvemos tranquilos y seguros antes de nuestra partida hacia el justo sueño, quiero decir, hacia la muerte, vaya.

Bibliografía:

24 J. L. Borges, “La supersticiosa ética del lector”. Op. cít., pp. 47-48.

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Borges, J. L.: «Menoscabo y grandeza de Quevedo», en Revista de Occidente, 17 octubre-

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