Clemente Arranz Enjuto · 2018-08-07 · El saqueo de Roma y el desmoronamiento del Imperio le...

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Clemente Arranz Enjuto

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Presentación

La labor más importante que se puede ejercer en la sociedad es la de alentar a todo el género humano para

que recupere el sentido hondo y profundo de su vida. Este libro ayudará a entender el cambio radical de

muchos que supieron centrar sus vidas en el “único importante y esencial para la vida. A la luz de nuestros

grandes místicos podemos afirmar que “Dios no cambia las cosas, es el corazón convertido del ser humano

que las cambia”.

La fe en Jesucristo hace posible que el corazón humano tenga capacidad de regeneración. La conversión es

la mejor experiencia que podamos hacer, puesto que, así como el cuerpo, las células se renuevan

permanentemente para que la salud sea efectiva, de la misma forma en la intimidad del hombre se requieren

cambios de las experiencias negativas, que muchas veces nos llevan por el camino de la corrupción

espiritual, a las positivas que nos conducen por el camino de la santidad. Los santos son los que mejor

demuestran la grandeza del ser humano porque han sabido dar sentido profundo a sus vidas y al final de la

vida vence sólo y exclusivamente el amor de Dios.

Francisco Pérez González

Arzobispo Castrense y

Director Nacional de OMP España

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Introducción

Este libro recoge la vida de un puñado de conversos y hace sobre todo hincapié en el momento puntual y

más intenso de la conversión.

La conversión es un tema muy frecuente en toda la Biblia. Por citar a algún personaje convertido

recordamos: al buen ladrón, Zaqueo, la samaritana, San Pablo, los judíos convertidos por el discurso de San

Pedro, el Centurión Cornelio etc.

También es una realidad la conversión en la larga historia de la Iglesia.

En este libro hemos tomado un pequeño número de conversos. Es una selección de conversos elegidos casi

al azar. Por supuesto hay otros muchos tan importantes o más que los citados.

Aquí desfilan personajes bíblicos y de la historia de la Iglesia. Son hombres y mujeres de todas las épocas. Y

los hay de toda condición: filósofos, trabajadores, artistas, literatos, políticos, judíos, protestantes,

astronautas, padres de familia e incluso un presidente de gobierno...

“Conversión” en sentido material es cambio de substancia (como la conversión del agua en vino), o cambio

de estado o cambio de rumbo o dirección.

En sentido religioso y moral conversión es el paso del ateismo y la irreligiosidad a una religiosidad de

creyente; o el paso de una religión a otra (por ejemplo pasarse del judaísmo o el protestantismo al

catolicismo). También son considerados conversos los que, habiendo sido un día creyentes, abandonaron su

fe llevando un vida de ateismo práctico, y después volvieron con gran decisión y firmeza a la fe primera.

Aunque hacemos hincapié en el momento puntual de la conversión, hemos de afirmar que no sólo es

importante el acto transitorio de la conversión (o vuelta a Dios), sino que es aún más importante la conducta

de una nueva vida, en permanente seguimiento del Señor.

En la conversión se da ante todo la acción de la “gracia” que consiste en la invitación amorosa que hace el

Señor a relacionarse con Él (como un hijo con su padre) y a seguirle en una nueva vida. Esta acción de Dios

se da en la gracia preveniente y concomitante, que solicita del hombre el convertirse a Él siguiéndole en una

nueva vida transformada por la gracia. Mas se da también la respuesta libre del converso a Dios. El hombre,

solicitado por la gracia de Dios, hace un acto personal plenamente libre cuando responde o cuando deja de

responder a la invitación amorosa que le hace el Señor.

La conversión no se debe sólo al esfuerzo y a la buena voluntad del converso, olvidándose de la acción de la

gracia de Dios. Eso sería doctrina pelagiana. También se debe evitar el otro extremo, esto es, lo que dicen

los luteranos y calvinistas cuando afirman que la conversión y la santificación es obra de la sola gracia del

Redentor, quedando la voluntad del hombre como meramente receptiva y pasiva, sin prestar la más mínima

cooperación. La verdadera doctrina católica nos enseña que el hombre puede acoger la invitación del Señor

o resistirse a ella. Dice Pablo: “Por las gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí; al

contrario, trabajé más que todos ellos, no precisamente yo sino la gracia de Dios que habita en mí” (1Cor

15,10)

El convertido no es sólo el que ha dado un primer paso secundando la invitación siempre amorosa del

Señor, sino el que vive con hondura la relación con el Él en la práctica de la vida moral, haciendo un fiel

seguimiento de Cristo.

Dios no se ata a ninguna mediación para atraer al hombre a la conversión. Mas, en los conversos, se dan con

abundante frecuencia, antes de su conversión, unas determinadas situaciones que se repiten no pocas veces

en ellos.

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Así antes de convertirse:

muchos tienen una íntima sensación de bancarrota moral,

o una experiencia de vacío interior,

o conciencia de una mediocridad y de haber perdido su vida,

o experiencia de una grave enfermedad que les hizo pensar en la muerte como algo cercano,

o una profunda desilusión por un desamor o fracaso.

o un acendrado sufrimiento que le obliga al hombre a interpelarse por el sentido profundo de la vida,

o una profunda alegría que le lleva a Dios, fuente de la vida y de toda felicidad,

o una intensa gracia mística (“gratis data”) que le proporciona una gran luz interior, un intenso gozo,

una comprensión profunda de su vida, y todo, habiéndolo experimentado de una forma repentina,

casi sobrehumana, inexplicable por la sola razón,

o la añoranza y el deseo hondo y profundo de Dios mismo,

o el ejemplo de una persona santa que nos estimula fuertemente a buscar a Dios,

o el percibir instintivamente que uno es acechado y buscado amorosamente por Dios.

Dice a este respecto Unamuno:

... y con amor furioso

persigues a quienes amas, y si te huye

le acosas con ahínco y acorralas

sin dejarle vivir, de sed se muere

y tiembla detenerse en los arroyos

ante tus fieros ojos en acecho

de victimas...

Muchos convertidos nos han descrito, como San Agustín, sus íntimos sufrimientos y luchas hasta llegar a la

alegría y luz de la fe. Mas no sólo hasta llegar a la fe han tenido que luchar, acompañados de la gracia, sino

también, después de haber dado el primer paso, tuvieron que sostener grandes luchas (verdaderos dolores de

parto) para consolidar esa fe.

El orgullo, el respeto humano, la terrible sensualidad, el apego a los bienes y riquezas terrenas, el amor

propio y el profundo egoísmo del “hombre viejo” han de ser dominados y vencidos para pertenecer al Reino

de Dios. En la parábola de las bodas (Mt 22,1ss) y en la del tesoro y la perla (Mt 13,44-46) hay que vender

todo para comprar ese secreto tesoro...

Una auténtica conversión significa que hay que dejar de hacer el mal y disponerse a hacer siempre el bien.

Significa circuncidar el corazón según palabras del profeta Isaías 4,4. Significa lavarse y purificarse de todo

vicio y pecado hasta tener un corazón nuevo (Is 1,16).

Hay conversiones que podemos llamar normales. Estas se producen sin fenómenos llamativos y

extraordinarios. Es la gracia la que obra lentamente al unísono con el hombre. Otras conversiones son

extraordinarias, fulgurantes, (son las que preferentemente tratamos aquí). En todas estas conversiones se dan

mociones y luces extraordinarias. Como ejemplo podemos citar la conversión de S. Pablo y Paul Claudel.

El converso a veces piensa que se va a encontrar obstáculos que van a limitar su dignidad y libertad de

hombre al tener que someterse a unas normas morales cristianas y tener que inclinar su razón a unas

verdades y dogmas católicos que hay que abrazar según la fe de la Iglesia. Pero sucede lo contrario. El

converso se siente completamente libre y dueño de si mismo según lo que enseña S. Pablo: “Para vivir en

libertad Cristo nos liberó”, Ga 1,4. Antes, su presunta libertad sin Dios, era una verdadera esclavitud. La

vida y todo el acontecer humano del converso adquieren un significado visiblemente luminoso y

esperanzador. Todo tiene sentido desde la fe. Esta le da una esperanza segura y una nueva vida. Chestertón

al convertirse afirmó: “Es demasiado hermoso para ser verdadero, pero es verdadero”.

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Y Owen Francis Dudley dice bellamente: “Me habían dicho que si me hacía católico mi mente se vería

cohibida y mi religión sofocada; que no podría volver a pensar por mi propia cuenta. Pero he visto lo

contrario: que la Iglesia católica me coloca sobre una plataforma de verdad, desde la que una pobre mente

como la mía puede elevarse a alturas inconmensurables. He hallado la verdad que libera al hombre. Me

habían dicho que en la Iglesia católica todo se estancaba o estaba en decadencia. En cambio, he visto que la

misma vida de Dios late en todas las venas del Cuerpo Místico. Fue como salir de una pequeña habitación

cerrada, con las ventanas atrancadas, y hallarme, de buenas a primeras, sobra la cima de un alto monte, en

torno al cual soplan todos los vientos del cielo. Aquí he hallado la vida”.

Ojalá que estas vidas tan admirables y el ejemplo de su conversión estimule a muchos, o siquiera sea a

algunos, a adentrarse en una conversión tan estimulante como la de estos hombres y mujeres, que acertaron

al cambiar de rumbo y orientar su vida hacía Dios siguiendo fielmente los pasos del Señor, el cual es para

todo hombre, “camino, verdad y vida”, Jn 14,6.

EL AUTOR

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San Agustín

San Agustín (cuya conversión y vida van a ser tratados muy ampliamente, como excepción, por la

importancia tan grande de este personaje histórico de connotaciones muy especiales) nació el año 354 en

Tagaste – hoy SOUK AHRAS de Argelia – y entonces perteneciente a la provincia romana de Numidia.

Murió en Hipona el año 430.

Era de una inteligencia prodigiosa, el gran teólogo y metafísico del cristianismo. Escritor enciclopédico. A

pesar de aparecer como hombre reflexivo e introvertido (confesiones) era a su vez de corazón ardiente y

apasionado. Cultivaba y amaba profundamente a sus muchos amigos. Inteligencia y corazón se daban la

mano en él.

África en tiempo de Agustín. África del norte era considerada como el granero del Imperio Romano. Toda

la vida de Agustín transcurrió en la acelerada decadencia del Imperio, en el cual se daba la esclavitud y

grandes desigualdades sociales. En el año 429 los bárbaros (vándalos y alanos) cruzaron el estrecho de

Gibraltar y fueron tomando posesión del Norte y el Este de África. Estaba llegando el fin del Imperio.

Mas lo que Agustín no acertó a prever fue la caída y casi erradicación del cristianismo en aquella zona,

paralela a la caída del Imperio. Mientras Agustín estaba en el lecho de muerte, en Hipona, en el año 430, los

vándalos estaban sitiando la ciudad.

El saqueo de Roma y el desmoronamiento del Imperio le darían pie a Agustín para componer una de sus

obras más importantes: la Ciudad de Dios, en la que se nos habla de la destrucción de las culturas y

civilizaciones mundanas, en contraposición al eterno destino del hombre.

Agustín es uno de los personajes más conocidos de la Antigüedad y no pocas cosas que conocemos de su

época y otras anteriores se deben a su pluma.

Su padre, Patricio, era un funcionario del propio municipio, pagano, y bautizado en la hora de la muerte a

ruegos de su cristiana y fiel esposa Mónica. Era generoso aunque de carácter violento y no siempre fiel a su

esposa.

Su madre Santa Mónica, “la madre de las lágrimas”, fue mujer de sólidas virtudes... y firmes convicciones

cristianas. Ejerció importante influencia en su hijo, sobre todo en el rumbo de su vida y su conversión.

Deseó y oró larga y ardientemente por ver a su hijo hecho cristiano y convertido en fiel hijo de la Iglesia

católica.

Sus hermanos. Conocemos a un hermano llamado Navigio; a una hermana, cuyo nombre ignoramos, y que

una vez que enviudó llegó a ser superiora de una comunidad religiosa. Para ella Agustín escribió la

famosísima regla para las religiosas, en la cual se han basado tantos fundadores de comunidades para sus

reglas particulares.

Añadamos el nombre de Adeodato, nacido de la unión de Agustín con la mujer amante de su juventud, y que

fue bautizado el mismo día que su padre por el Obispo de Milán, San Ambrosio. Con Adeodato Agustín

escribe los famosos diálogos acerca del alma.

Trayectoria del joven Agustín. Los primeros estudios los hace en su ciudad natal, Tagaste . Los estudios similares a los del bachillerato de

hoy los hace en Madaura. A los 16 años volvió a Tagaste donde pasó un año inactivo, mientras sus padres le

buscaron los medios económicos para hacer sus estudios superiores de Retórica en Cartago. De aquel año de

espera hasta incorporarse a los estudios de Retórica nos dice Agustín: “Cobraron vigor y medraron por

encima de mi cabeza las zarzas de mis pasiones. Y no había una mano que las arrancase de raíz”.

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La Retórica o el Arte de hablar y escribir, era lo más selecto e importante de la formación cultural de

entonces y además abría las puertas de par en par a los puestos más elevados de la sociedad y la política.

Todos estos estudios le harían orador brillantísimo y escritor incomparable.

En Cartago, metrópoli de África y segunda ciudad del imperio de Occidente (después de Roma), había

facilidad para todas las libertades y libertinajes. Allí se unió a aquella mujer con la que vivió catorce años.

De ella nació Adeodato. Agustín la amó sinceramente y la separación le hizo sangrar a su corazón afectuoso

y apasionado. Dice: “Mi corazón, que estaba íntimamente unido a ella fue quebrantado y herido, dejando un

reguero de sangre. Ella retornó a África (desde Roma) con el propósito de no volver a unirse a ningún

hombre”.

Agustín, en cambio, se unió a otra mujer que le trajo zozobra e inquietud: “Pero no por eso se curaba aquella

herida mía – nos cuenta - sino que después de una elevada fiebre y de un dolor inaguantable, comenzaba a

gangrenarse. A medida que iba enfriándose la herida, iban haciéndose más desesperados los dolores”.

Descubrió su vocación filosófica al leer el libro de Cicerón, “El Hortensio”, o amor a la sabiduría. Desde

entonces la búsqueda apasionada de la verdad y la sabiduría fue el talante permanente de su vida. Una cosa

le desagradó en aquella lectura de Cicerón: en él no figuraba el nombre de Cristo.

Comenzó también a leer y escrutar la Sagrada Escritura, mas su estilo tan sencillo y simple, en comparación

con el estilo de los clásicos (Cicerón), le desilusionó profundamente.

Recordamos que Agustín conocía el idioma griego y en él leía los clásicos, si bien el latín fue el idioma del

Imperio y el que utilizó para todos sus escritos.

Maniqueo y agnóstico. En el tiempo de estancia en Cartago Agustín se hizo maniqueo. El maniqueísmo le

atraía, entre otras razones, porque pretendía presentarse como una religión racional, sin imponer los dogmas

y la fe que exigía la Iglesia católica. También el maniqueísmo, al hacer críticas al Antiguo Testamento,

concordaba con el pensar crítico de Agustín acerca de las Sagradas Escrituras. Además, aparentemente

solucionaba algo que a Agustín le preocupaba profundamente: esto era el problema del mal. Los maniqueos

establecían, para dar solución al problema del mal, dos principios eternos irreconciliables entre sí: el

principio del bien (la virtud, la luz) y el principio del mal (el pecado o las tinieblas). Le agradaba el

maniqueísmo porque le liberaba de un sentimiento arraigado de culpa, al pensar que nosotros no somos los

que pecamos sino la naturaleza o principio del mal y de pecado que habita en nosotros. Así Agustín se sentía

como liberado, viviendo a sus anchas y en gran libertinaje. Diez años permaneció en el maniqueísmo. Luego

se retractó y atacó en sus escritos sus errores defendiendo la verdadera fe católica y poniendo toda su pasión

en atraer a muchos a esta fe católica, especialmente a los que antes había arrastrado a abrazar el

maniqueísmo.

Cayó también en el agnosticismo del que luego se retractó exponiendo argumentos clarísimos y definitivos

como este razonamiento:

“O existe la verdad o no existe la verdad. Si existe la verdad, ya existe una verdad y es que existe la verdad; si no

existe la verdad, también existe una verdad y esta es que no existe la verdad; luego siempre existe la verdad”.

Volvió a Tagaste donde regentó una escuela de gramática. Retornó a Cartago para enseñar Retórica. Luego

fue a Roma con su madre – que nunca le perdía de vista – y desde Roma pasó a Milán (ciudad residencial de

la corte imperial y diócesis del obispo Ambrosio) optando por una plaza de profesor de Retórica en el año

384.

Allí Agustín no sabía que le esperaba la gracia de Dios, y que dejaría de ser profesor renunciando a su

brillantísimo porvenir humano, convirtiéndose en humilde siervo de Dios, entregándose a Él, una vez

convertido, para el resto de su vida.

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LA CONVERSIÓN

Cuando nació, como ya hemos dicho, su madre le signó con la señal de la cruz y le dio la sal de los

catecúmenos. Pero fue dejado por sus padres para que recibiera el bautismo cuando fuera adulto y él lo

decidiera libremente. Siendo joven estuvo gravemente enfermo, y, por miedo a una muerte posible, se hizo

instruir en la religión católica para bautizarse. Pero recobró la salud y, olvidándose de sus buenos propósitos

continuó siendo pagano. Luego Agustín reprobaría en sus escritos esta costumbre de aplazamiento del

bautismo de los niños y el de los adultos para seguir así pecando en espera de un bautismo en la hora de la

muerte.

Razones de índole moral como era la situación irregular en que vivía, y razones de índole intelectual, le

fueron retrayendo a Agustín, de recibir el bautismo y de su conversión a la fe católica.

El tiempo iba pasando y Agustín seguía resistiéndose a cambiar de vida. El mismo nos dice: “Deseaba la

vida feliz del creyente, pero a la vez me daba miedo el modo de llegar a ella. Pensaba que iba a ser muy

desgraciado si renunciaba a las mujeres... ¡Qué caminos más tortuosos! Ay de esta alma mía insensata que

esperó lejos de Dios, conseguir algo mejor...”.

Proceso en la vida de Agustín

Los padres de Agustín eran bastante liberales y por ello le permitían obrar con gran libertad. Nos dice cómo

obraba en su adolescencia: “Engañaba con infinidad de mentiras a mis profesores y a mis padres”. Se

colaba, a pesar de su tierna juventud, en espectáculos no recomendables – que luego nos dirá – “yo imitaba

con apasionada frivolidad”. En el juego con sus amigos intentaba siempre ganar, aunque fuera con toda clase

de trampas, deseoso de sobresalir en todo y por encima de todos.

Conforme avanzaba en su edad llevaba una vida más disoluta: “Yo ardía en deseos de hartarme de las más

bajas cosas y llegué a envilecerme con los más diversos y turbios amores; me ensucié y me embrutecí por

satisfacer mis deseos. Me sentía inquieto y nervioso, sólo ansiaba satisfacerme a mi mismo... ¡Ojalá hubiera

habido alguien que me ayudara a saber de mi miseria...”.

Con los amigos vivía al margen de toda ley.... Pero no era feliz: “Sabía – nos dice – que Dios podía curar mi

alma, lo sabía; pero ni quería, ni podía; tanto más cuanto que la idea que yo tenía de Dios no era algo real y

firme, sino un fantasma, un error. Y si me esforzaba por rezar, inmediatamente resbalaba como quién pisa en

falso, y caía de nuevo sobre mí. Yo era para mi mismo como una habitación inhabitable, en donde ni podía

estar ni podía salir. ¿Dónde podría huir mi corazón? ¿Cómo huir y escapar de mi mismo?”.

Agustín seguía viviendo un terrible combate interior: “Lo que me esclavizaba eran cosas que no valían nada,

pura vaciedad, mis antiguas amigas. Pero me tiraban de mi vestido de carne y me decían bajito: ¿es que nos

dejas? , ¿ya no estaremos más contigo nunca, nunca? , ¿desde ahora nunca más podrás hacer esto... ni

aquello...? y ¡qué cosas, Dios mío, me sugerían con las palabras esto y aquello!

Uno de sus mejores amigos enfermó y después de acoger la fe católica, murió. Aquella muerte repentina le

impactó enormemente a Agustín: “Todo me entristecía. La ciudad me parecía inaguantable. No podía

permanecer en casa. Todo me resultaba insufrible. Todo me recordaba a él... Llegue a odiarlo todo...” Todo

esto le hizo pensar y se planteó el sentido de la vida. Se interrogaba “que la gente siguiera viviendo como si

nunca tuviera que morir, y que él mismo siguiera viviendo... Sabía que Dios podía curar la herida de mi

alma; lo sabía; pero no quería acercarme a Dios...”.

Buscó la verdad en las Sagradas Escrituras, pero la Biblia le desagradaba por su estilo simple y sencillo,

incluso llegó a ridiculizarla en sus clases.

Buscó la verdad en los filósofos, Platón y Plotino y en diversas ideologías. Pero ningún sistema y ninguno

de los autores que leía continuamente y con tanta pasión, le llenaba su corazón. Todo le dejaba inquieto.

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Agustín se encontraba en lo más alto de la vida. Seguía haciendo proyectos fantásticos guiado por su orgullo

y ambición.

Un día paseando por la calle de la ciudad se encontró con un mendigo que sonreía muy feliz y Agustín se

hizo esta reflexión: “No hago más que trabajar y trabajar para lograr mis objetivos, y cuando los consigo,

¿soy más feliz?: no, tengo que seguir bregando contra todo y contra todos para mantenerme en mi puesto.

Mientras tanto, ese mendigo vive contento sin hacer nada... Bueno; no se si estará contento, no se si será

realmente feliz, pero, desde luego, el que no soy feliz soy yo. No es que me guste su vida, ¡es mi vida la que

no me gusta!... No compares, le dijeron sus amigos. Este tipo se ríe porque habrá bebido. Y tú tienes todos

los motivos para estar feliz porque estás triunfando...” Sus éxitos, más que alegrarle, le deprimían. “Al

menos – se decía – ese mendigo se ha conseguido el vino honradamente pidiendo limosna, y yo... he

conseguido mi status a base de traicionarme a mi mismo. Si el mendigo estaba bebido, su borrachera se le

pasaría aquella misma noche, pero yo dormía con la mía, y me despertaría con ella, y me volvería a acostar y

a levantar con ella día tras día”.

“Caminaba a obscuras, me caía buscando la verdad fuera de mi, como por un acantilado al fondo del mar.

Desconfiaba de encontrar la verdad, estaba desesperado.” “No recé para que Dios me ayudara; mi mente

estaba demasiado ocupada e inquieta por investigar y discutir”.

Sus padres estaban viviendo con él y le aconsejaban que se casara y viviera ordenadamente. Pero él no se

sentía capaz de acabar con determinadas costumbres, con una determinada pasión...

“Ahora voy – decía en su interior – enseguida... Espera un poco más” y seguía dividido por dentro. “Cuando

dudaba en decidirme a servir a Dios, cosa que me había propuesto hacía mucho tiempo, era yo el que quería

y yo era el que no quería, sólo yo. Pero, porque no quería del todo, ni del todo decía que no, luchaba

conmigo mismo y me destrozaba”.

En esa situación vital interior se lanzaba y decía: “Venga ahora, ahora” y cuando estaba a punto se detenía al

borde atrapado por las voces interiores: “¿Cómo?, ¿nos dejas?, ¿ya no estaremos más contigo... nunca? ,

¿nunca?”.

Los placeres seguían insistiéndole y tronando sus oídos interiores; “¿qué?, ¿es que piensas que vas a poder

vivir sin nosotros tú? ¿precisamente tú?”.

Miró a su alrededor. Muchos lo habían logrado: ¿por qué no voy a poder yo – se preguntó – si éste, si aquel,

si aquella han podido?”

Su opinión sobre Jesucristo entonces “era tan sólo la que se puede tener de un hombre de extraordinaria

sabiduría, difícilmente superable por otro, pero nada más. No podía sospechar aún el misterio que

encerraban esas palabras: y el verbo se hizo carne...”

El año 386 recibió la visita de su amigo y buen cristiano, Ponticiano. Este le contó la historia del Abad

Antonio con intención de atraerle a Dios. Hicieron profunda mella las palabras de su amigo: “Lo que me

contaba Ponticiano me ponía a Dios de nuevo frente a mí y me colocaba a mí mismo ante mis ojos para que

advirtiese mi propia maldad y la odiase...” El combate interior de Agustín se acercaba a su final. Cada vez

faltaba menos, pero “podía más en mi lo malo, que ya se había hecho costumbre, que lo bueno a lo que no

estaba acostumbrado”

Visitó al Obispo de Milán, San Ambrosio y se sintió profundamente atraído por la sabiduría y la amabilísima

acogida del Santo; y comenzó a asistir habitualmente a sus sermones y discursos, y así comienza a cambiar

de modo de pensar y de vivir.

Un día charlando con su amigo Alipío, como de golpe estalló Agustín ante su amigo diciéndole:

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“¿No te das cuenta de la vida que llevamos y de la vida que llevan los cristianos?. Y nosotros aquí

seguimos revolcándonos en la carne y en toda clase de espectáculos ¿Es que no vamos a ser capaces de vivir

como ellos, sólo por la vergüenza de reconocer que nos hemos equivocado?”

Su amigo quedó asombrado aunque él también estaba en proceso de conversión. Agustín le había expresado

que estaba dispuesto a cambiar de vida radicalmente.

Salieron al jardín de la finca de un amigo donde se hospedaban. Recordaron largamente lo que había sido su

vida. Tenía cerca Agustín un libro del Nuevo Testamento. Guardó un silencio largo y rezó pidiéndole a Dios

y pensando a la vez:

“¿Cuándo acabaré de decidirme? No te acuerdes Señor, de mis maldades. Dime, Señor, ¿hasta cuándo

voy a seguir así? ¡Hasta cuándo! ¿Hasta cuando: mañana, mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora

mismo, y pongo fin a todas mis miserias? ¿Qué es lo que me detiene para dar este paso?”

Y fue entonces cuando, desde la casa vecina, se oyó una voz que repetía en unos juegos, “¡toma y lee!,

¡toma y lee! Agustín no recordaba haber oído esta frase en los juegos de los niños y consideró que aquello

era un aviso de Dios.

Tenía al lado de él el libro de la Biblia. Lo tomó, lo abrió y leyó en la carta de San Pablo, Rom 13,13: “No andéis en comilonas ni borracheras; nada de impurezas o excesos de ninguna clase sino revestios del

Señor Jesucristo.”

Aquello fue como un terremoto en su cerebro. Cerró el libro y no quiso leer más. “Lo sucedido, nos dirá

Agustín, era como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, que disipó la obscuridad de mis

dudas”.

Se dio cuenta de que su comportamiento en la vida anterior había sido todo lo contrario a los que Dios

quería de él, a tenor del texto que había leído.

Cuando se serenó su mente se lo contó a su amigo, el cual se fijó en la frase siguiente del texto que Agustín

había leído. Seguía diciendo:

“recibid al débil en la fe”

Tenía 32 años y los siguientes años (40) hasta su muerte serían de una entrega total, de una santidad radical

y de un inmenso servicio a la Iglesia.

“Después de la conversión – nos dirá Agustín – entramos a ver a mi madre, se lo contamos todo y se llenó

de alegría. Le contamos cómo había sucedido y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había

concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía a Dios, desde hacía tantos años, en sus

oraciones y lágrimas”.

Años después, con el gozo sereno de la verdad y la belleza de Dios, entregado del todo a Jesucristo escribió:

“Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba

por fuera... Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado

pero yo estaba muy lejos de Tí. Estas cosas... me tenían esclavizado. Me llamaste y me gritaste, y al fin,

venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me libraste de mi ceguera... Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté,

te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”

En verdad él había experimentado lo que quiso decir en esa frase tan conocida: “Nos hiciste, Señor, para Tí e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en Tí”

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La madre de su hijo Adeodato dejó su casa y se marchó a África para nunca más encontrarse con Agustín.

Este abandonó las fiestas mundanas, los juegos de azar, quemó los libros de los herejes maniqueos y se

dedicó con todo entusiasmo a preparar el bautismo y su entrada en la Iglesia Católica.

En la Pascua del año 387, recibió el bautismo de manos del Arzobispo de Milán, San Ambrosio, y

juntamente con él se bautizó su hijo Adeodato de quince años, y su querido amigo Alipio.

La santa madre estaba inundada de gozo. Yendo para África con su hijo se puso gravemente enferma en el

puerto de Hostia; y antes de morir le dijo a su hijo:

“Que me queda por esperar ya en esta vida; yo he logrado lo que más deseaba y era el verte cristiano

católico”.

Y dicho esto expiró dulcemente en los brazos de su hijo Agustín. Este la lloró amargamente y nos describió

en las Confesiones, en un pasaje muy bello, todo el suceso de la muerte de la madre, cosa que guardó

durante toda su vida como el recuerdo más entrañable de su juventud.

Y comenzó a trabajar para servir a Dios y a la Iglesia haciendo su vida inmensamente fecunda.

Llevó una vida de intenso trabajo ocupado en la predicación y enseñanza catequética, en los sínodos, las

controversias públicas, el episcopado...

Como escritor. Tiene más de 12000 páginas impresas. 313 libros, 247 cartas y más de 500 sermones.

Sacerdote y Obispo. Fue ordenado sacerdote para ayudar a Valerio, Obispo de Hipona, que tenía dificultad

para expresarse en latín. Luego fue elegido sucesor de Valerio en el Obispado de Hipona.

Regla monástica. Escribió la Regla monástica más antigua de Occidente. La primera fundación fue en

Tagaste, para seglares. Luego hizo su segunda fundación para clérigos en el huerto de la casa episcopal,

cedido por Valerio para ese fin. Esta Regla sería tenida en cuenta por los fundadores de otras comunidades

religiosas. Está llena de sabiduría y proporciona los más valiosos instrumentos de santificación para la vida

monástica.

Fue el luchador incansable que combatió denodadamente las herejías de pelagianos, donatistas y maniqueos.

Fue el escritor que nos habla de la primacía del amor, que es el mensaje total de la Biblia.

Nos habla de la vida en común y la verdadera amistad fundada en Dios.

Nos habla incomparablemente del tema de la gracia y de la Trinidad.

Sus frases, sobre los más variados temas, se han hecho famosas a través de los siglos.

El libro de las Confesiones o el libro de la vida (autobiografía) de Agustín, ha sido uno de los libros más

leídos a través de los siglos; y, al narrarnos su propia conversión, ha conseguido innumerables conversiones.

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San Agustín

“¿Cuándo acabaré de decidirme? Dime, Señor, ¿hasta cuándo voy a seguir así? ¡Hasta cuándo¡, ¿hasta

cuándo: mañana, mañana? ¿Por qué no hoy?, ¿por qué ahora mismo, y pongo fin a todas mis miserias?”