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Clemente Arranz Enjuto
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Presentación
La labor más importante que se puede ejercer en la sociedad es la de alentar a todo el género humano para
que recupere el sentido hondo y profundo de su vida. Este libro ayudará a entender el cambio radical de
muchos que supieron centrar sus vidas en el “único importante y esencial para la vida. A la luz de nuestros
grandes místicos podemos afirmar que “Dios no cambia las cosas, es el corazón convertido del ser humano
que las cambia”.
La fe en Jesucristo hace posible que el corazón humano tenga capacidad de regeneración. La conversión es
la mejor experiencia que podamos hacer, puesto que, así como el cuerpo, las células se renuevan
permanentemente para que la salud sea efectiva, de la misma forma en la intimidad del hombre se requieren
cambios de las experiencias negativas, que muchas veces nos llevan por el camino de la corrupción
espiritual, a las positivas que nos conducen por el camino de la santidad. Los santos son los que mejor
demuestran la grandeza del ser humano porque han sabido dar sentido profundo a sus vidas y al final de la
vida vence sólo y exclusivamente el amor de Dios.
Francisco Pérez González
Arzobispo Castrense y
Director Nacional de OMP España
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Introducción
Este libro recoge la vida de un puñado de conversos y hace sobre todo hincapié en el momento puntual y
más intenso de la conversión.
La conversión es un tema muy frecuente en toda la Biblia. Por citar a algún personaje convertido
recordamos: al buen ladrón, Zaqueo, la samaritana, San Pablo, los judíos convertidos por el discurso de San
Pedro, el Centurión Cornelio etc.
También es una realidad la conversión en la larga historia de la Iglesia.
En este libro hemos tomado un pequeño número de conversos. Es una selección de conversos elegidos casi
al azar. Por supuesto hay otros muchos tan importantes o más que los citados.
Aquí desfilan personajes bíblicos y de la historia de la Iglesia. Son hombres y mujeres de todas las épocas. Y
los hay de toda condición: filósofos, trabajadores, artistas, literatos, políticos, judíos, protestantes,
astronautas, padres de familia e incluso un presidente de gobierno...
“Conversión” en sentido material es cambio de substancia (como la conversión del agua en vino), o cambio
de estado o cambio de rumbo o dirección.
En sentido religioso y moral conversión es el paso del ateismo y la irreligiosidad a una religiosidad de
creyente; o el paso de una religión a otra (por ejemplo pasarse del judaísmo o el protestantismo al
catolicismo). También son considerados conversos los que, habiendo sido un día creyentes, abandonaron su
fe llevando un vida de ateismo práctico, y después volvieron con gran decisión y firmeza a la fe primera.
Aunque hacemos hincapié en el momento puntual de la conversión, hemos de afirmar que no sólo es
importante el acto transitorio de la conversión (o vuelta a Dios), sino que es aún más importante la conducta
de una nueva vida, en permanente seguimiento del Señor.
En la conversión se da ante todo la acción de la “gracia” que consiste en la invitación amorosa que hace el
Señor a relacionarse con Él (como un hijo con su padre) y a seguirle en una nueva vida. Esta acción de Dios
se da en la gracia preveniente y concomitante, que solicita del hombre el convertirse a Él siguiéndole en una
nueva vida transformada por la gracia. Mas se da también la respuesta libre del converso a Dios. El hombre,
solicitado por la gracia de Dios, hace un acto personal plenamente libre cuando responde o cuando deja de
responder a la invitación amorosa que le hace el Señor.
La conversión no se debe sólo al esfuerzo y a la buena voluntad del converso, olvidándose de la acción de la
gracia de Dios. Eso sería doctrina pelagiana. También se debe evitar el otro extremo, esto es, lo que dicen
los luteranos y calvinistas cuando afirman que la conversión y la santificación es obra de la sola gracia del
Redentor, quedando la voluntad del hombre como meramente receptiva y pasiva, sin prestar la más mínima
cooperación. La verdadera doctrina católica nos enseña que el hombre puede acoger la invitación del Señor
o resistirse a ella. Dice Pablo: “Por las gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí; al
contrario, trabajé más que todos ellos, no precisamente yo sino la gracia de Dios que habita en mí” (1Cor
15,10)
El convertido no es sólo el que ha dado un primer paso secundando la invitación siempre amorosa del
Señor, sino el que vive con hondura la relación con el Él en la práctica de la vida moral, haciendo un fiel
seguimiento de Cristo.
Dios no se ata a ninguna mediación para atraer al hombre a la conversión. Mas, en los conversos, se dan con
abundante frecuencia, antes de su conversión, unas determinadas situaciones que se repiten no pocas veces
en ellos.
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Así antes de convertirse:
muchos tienen una íntima sensación de bancarrota moral,
o una experiencia de vacío interior,
o conciencia de una mediocridad y de haber perdido su vida,
o experiencia de una grave enfermedad que les hizo pensar en la muerte como algo cercano,
o una profunda desilusión por un desamor o fracaso.
o un acendrado sufrimiento que le obliga al hombre a interpelarse por el sentido profundo de la vida,
o una profunda alegría que le lleva a Dios, fuente de la vida y de toda felicidad,
o una intensa gracia mística (“gratis data”) que le proporciona una gran luz interior, un intenso gozo,
una comprensión profunda de su vida, y todo, habiéndolo experimentado de una forma repentina,
casi sobrehumana, inexplicable por la sola razón,
o la añoranza y el deseo hondo y profundo de Dios mismo,
o el ejemplo de una persona santa que nos estimula fuertemente a buscar a Dios,
o el percibir instintivamente que uno es acechado y buscado amorosamente por Dios.
Dice a este respecto Unamuno:
... y con amor furioso
persigues a quienes amas, y si te huye
le acosas con ahínco y acorralas
sin dejarle vivir, de sed se muere
y tiembla detenerse en los arroyos
ante tus fieros ojos en acecho
de victimas...
Muchos convertidos nos han descrito, como San Agustín, sus íntimos sufrimientos y luchas hasta llegar a la
alegría y luz de la fe. Mas no sólo hasta llegar a la fe han tenido que luchar, acompañados de la gracia, sino
también, después de haber dado el primer paso, tuvieron que sostener grandes luchas (verdaderos dolores de
parto) para consolidar esa fe.
El orgullo, el respeto humano, la terrible sensualidad, el apego a los bienes y riquezas terrenas, el amor
propio y el profundo egoísmo del “hombre viejo” han de ser dominados y vencidos para pertenecer al Reino
de Dios. En la parábola de las bodas (Mt 22,1ss) y en la del tesoro y la perla (Mt 13,44-46) hay que vender
todo para comprar ese secreto tesoro...
Una auténtica conversión significa que hay que dejar de hacer el mal y disponerse a hacer siempre el bien.
Significa circuncidar el corazón según palabras del profeta Isaías 4,4. Significa lavarse y purificarse de todo
vicio y pecado hasta tener un corazón nuevo (Is 1,16).
Hay conversiones que podemos llamar normales. Estas se producen sin fenómenos llamativos y
extraordinarios. Es la gracia la que obra lentamente al unísono con el hombre. Otras conversiones son
extraordinarias, fulgurantes, (son las que preferentemente tratamos aquí). En todas estas conversiones se dan
mociones y luces extraordinarias. Como ejemplo podemos citar la conversión de S. Pablo y Paul Claudel.
El converso a veces piensa que se va a encontrar obstáculos que van a limitar su dignidad y libertad de
hombre al tener que someterse a unas normas morales cristianas y tener que inclinar su razón a unas
verdades y dogmas católicos que hay que abrazar según la fe de la Iglesia. Pero sucede lo contrario. El
converso se siente completamente libre y dueño de si mismo según lo que enseña S. Pablo: “Para vivir en
libertad Cristo nos liberó”, Ga 1,4. Antes, su presunta libertad sin Dios, era una verdadera esclavitud. La
vida y todo el acontecer humano del converso adquieren un significado visiblemente luminoso y
esperanzador. Todo tiene sentido desde la fe. Esta le da una esperanza segura y una nueva vida. Chestertón
al convertirse afirmó: “Es demasiado hermoso para ser verdadero, pero es verdadero”.
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Y Owen Francis Dudley dice bellamente: “Me habían dicho que si me hacía católico mi mente se vería
cohibida y mi religión sofocada; que no podría volver a pensar por mi propia cuenta. Pero he visto lo
contrario: que la Iglesia católica me coloca sobre una plataforma de verdad, desde la que una pobre mente
como la mía puede elevarse a alturas inconmensurables. He hallado la verdad que libera al hombre. Me
habían dicho que en la Iglesia católica todo se estancaba o estaba en decadencia. En cambio, he visto que la
misma vida de Dios late en todas las venas del Cuerpo Místico. Fue como salir de una pequeña habitación
cerrada, con las ventanas atrancadas, y hallarme, de buenas a primeras, sobra la cima de un alto monte, en
torno al cual soplan todos los vientos del cielo. Aquí he hallado la vida”.
Ojalá que estas vidas tan admirables y el ejemplo de su conversión estimule a muchos, o siquiera sea a
algunos, a adentrarse en una conversión tan estimulante como la de estos hombres y mujeres, que acertaron
al cambiar de rumbo y orientar su vida hacía Dios siguiendo fielmente los pasos del Señor, el cual es para
todo hombre, “camino, verdad y vida”, Jn 14,6.
EL AUTOR
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San Agustín
San Agustín (cuya conversión y vida van a ser tratados muy ampliamente, como excepción, por la
importancia tan grande de este personaje histórico de connotaciones muy especiales) nació el año 354 en
Tagaste – hoy SOUK AHRAS de Argelia – y entonces perteneciente a la provincia romana de Numidia.
Murió en Hipona el año 430.
Era de una inteligencia prodigiosa, el gran teólogo y metafísico del cristianismo. Escritor enciclopédico. A
pesar de aparecer como hombre reflexivo e introvertido (confesiones) era a su vez de corazón ardiente y
apasionado. Cultivaba y amaba profundamente a sus muchos amigos. Inteligencia y corazón se daban la
mano en él.
África en tiempo de Agustín. África del norte era considerada como el granero del Imperio Romano. Toda
la vida de Agustín transcurrió en la acelerada decadencia del Imperio, en el cual se daba la esclavitud y
grandes desigualdades sociales. En el año 429 los bárbaros (vándalos y alanos) cruzaron el estrecho de
Gibraltar y fueron tomando posesión del Norte y el Este de África. Estaba llegando el fin del Imperio.
Mas lo que Agustín no acertó a prever fue la caída y casi erradicación del cristianismo en aquella zona,
paralela a la caída del Imperio. Mientras Agustín estaba en el lecho de muerte, en Hipona, en el año 430, los
vándalos estaban sitiando la ciudad.
El saqueo de Roma y el desmoronamiento del Imperio le darían pie a Agustín para componer una de sus
obras más importantes: la Ciudad de Dios, en la que se nos habla de la destrucción de las culturas y
civilizaciones mundanas, en contraposición al eterno destino del hombre.
Agustín es uno de los personajes más conocidos de la Antigüedad y no pocas cosas que conocemos de su
época y otras anteriores se deben a su pluma.
Su padre, Patricio, era un funcionario del propio municipio, pagano, y bautizado en la hora de la muerte a
ruegos de su cristiana y fiel esposa Mónica. Era generoso aunque de carácter violento y no siempre fiel a su
esposa.
Su madre Santa Mónica, “la madre de las lágrimas”, fue mujer de sólidas virtudes... y firmes convicciones
cristianas. Ejerció importante influencia en su hijo, sobre todo en el rumbo de su vida y su conversión.
Deseó y oró larga y ardientemente por ver a su hijo hecho cristiano y convertido en fiel hijo de la Iglesia
católica.
Sus hermanos. Conocemos a un hermano llamado Navigio; a una hermana, cuyo nombre ignoramos, y que
una vez que enviudó llegó a ser superiora de una comunidad religiosa. Para ella Agustín escribió la
famosísima regla para las religiosas, en la cual se han basado tantos fundadores de comunidades para sus
reglas particulares.
Añadamos el nombre de Adeodato, nacido de la unión de Agustín con la mujer amante de su juventud, y que
fue bautizado el mismo día que su padre por el Obispo de Milán, San Ambrosio. Con Adeodato Agustín
escribe los famosos diálogos acerca del alma.
Trayectoria del joven Agustín. Los primeros estudios los hace en su ciudad natal, Tagaste . Los estudios similares a los del bachillerato de
hoy los hace en Madaura. A los 16 años volvió a Tagaste donde pasó un año inactivo, mientras sus padres le
buscaron los medios económicos para hacer sus estudios superiores de Retórica en Cartago. De aquel año de
espera hasta incorporarse a los estudios de Retórica nos dice Agustín: “Cobraron vigor y medraron por
encima de mi cabeza las zarzas de mis pasiones. Y no había una mano que las arrancase de raíz”.
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La Retórica o el Arte de hablar y escribir, era lo más selecto e importante de la formación cultural de
entonces y además abría las puertas de par en par a los puestos más elevados de la sociedad y la política.
Todos estos estudios le harían orador brillantísimo y escritor incomparable.
En Cartago, metrópoli de África y segunda ciudad del imperio de Occidente (después de Roma), había
facilidad para todas las libertades y libertinajes. Allí se unió a aquella mujer con la que vivió catorce años.
De ella nació Adeodato. Agustín la amó sinceramente y la separación le hizo sangrar a su corazón afectuoso
y apasionado. Dice: “Mi corazón, que estaba íntimamente unido a ella fue quebrantado y herido, dejando un
reguero de sangre. Ella retornó a África (desde Roma) con el propósito de no volver a unirse a ningún
hombre”.
Agustín, en cambio, se unió a otra mujer que le trajo zozobra e inquietud: “Pero no por eso se curaba aquella
herida mía – nos cuenta - sino que después de una elevada fiebre y de un dolor inaguantable, comenzaba a
gangrenarse. A medida que iba enfriándose la herida, iban haciéndose más desesperados los dolores”.
Descubrió su vocación filosófica al leer el libro de Cicerón, “El Hortensio”, o amor a la sabiduría. Desde
entonces la búsqueda apasionada de la verdad y la sabiduría fue el talante permanente de su vida. Una cosa
le desagradó en aquella lectura de Cicerón: en él no figuraba el nombre de Cristo.
Comenzó también a leer y escrutar la Sagrada Escritura, mas su estilo tan sencillo y simple, en comparación
con el estilo de los clásicos (Cicerón), le desilusionó profundamente.
Recordamos que Agustín conocía el idioma griego y en él leía los clásicos, si bien el latín fue el idioma del
Imperio y el que utilizó para todos sus escritos.
Maniqueo y agnóstico. En el tiempo de estancia en Cartago Agustín se hizo maniqueo. El maniqueísmo le
atraía, entre otras razones, porque pretendía presentarse como una religión racional, sin imponer los dogmas
y la fe que exigía la Iglesia católica. También el maniqueísmo, al hacer críticas al Antiguo Testamento,
concordaba con el pensar crítico de Agustín acerca de las Sagradas Escrituras. Además, aparentemente
solucionaba algo que a Agustín le preocupaba profundamente: esto era el problema del mal. Los maniqueos
establecían, para dar solución al problema del mal, dos principios eternos irreconciliables entre sí: el
principio del bien (la virtud, la luz) y el principio del mal (el pecado o las tinieblas). Le agradaba el
maniqueísmo porque le liberaba de un sentimiento arraigado de culpa, al pensar que nosotros no somos los
que pecamos sino la naturaleza o principio del mal y de pecado que habita en nosotros. Así Agustín se sentía
como liberado, viviendo a sus anchas y en gran libertinaje. Diez años permaneció en el maniqueísmo. Luego
se retractó y atacó en sus escritos sus errores defendiendo la verdadera fe católica y poniendo toda su pasión
en atraer a muchos a esta fe católica, especialmente a los que antes había arrastrado a abrazar el
maniqueísmo.
Cayó también en el agnosticismo del que luego se retractó exponiendo argumentos clarísimos y definitivos
como este razonamiento:
“O existe la verdad o no existe la verdad. Si existe la verdad, ya existe una verdad y es que existe la verdad; si no
existe la verdad, también existe una verdad y esta es que no existe la verdad; luego siempre existe la verdad”.
Volvió a Tagaste donde regentó una escuela de gramática. Retornó a Cartago para enseñar Retórica. Luego
fue a Roma con su madre – que nunca le perdía de vista – y desde Roma pasó a Milán (ciudad residencial de
la corte imperial y diócesis del obispo Ambrosio) optando por una plaza de profesor de Retórica en el año
384.
Allí Agustín no sabía que le esperaba la gracia de Dios, y que dejaría de ser profesor renunciando a su
brillantísimo porvenir humano, convirtiéndose en humilde siervo de Dios, entregándose a Él, una vez
convertido, para el resto de su vida.
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LA CONVERSIÓN
Cuando nació, como ya hemos dicho, su madre le signó con la señal de la cruz y le dio la sal de los
catecúmenos. Pero fue dejado por sus padres para que recibiera el bautismo cuando fuera adulto y él lo
decidiera libremente. Siendo joven estuvo gravemente enfermo, y, por miedo a una muerte posible, se hizo
instruir en la religión católica para bautizarse. Pero recobró la salud y, olvidándose de sus buenos propósitos
continuó siendo pagano. Luego Agustín reprobaría en sus escritos esta costumbre de aplazamiento del
bautismo de los niños y el de los adultos para seguir así pecando en espera de un bautismo en la hora de la
muerte.
Razones de índole moral como era la situación irregular en que vivía, y razones de índole intelectual, le
fueron retrayendo a Agustín, de recibir el bautismo y de su conversión a la fe católica.
El tiempo iba pasando y Agustín seguía resistiéndose a cambiar de vida. El mismo nos dice: “Deseaba la
vida feliz del creyente, pero a la vez me daba miedo el modo de llegar a ella. Pensaba que iba a ser muy
desgraciado si renunciaba a las mujeres... ¡Qué caminos más tortuosos! Ay de esta alma mía insensata que
esperó lejos de Dios, conseguir algo mejor...”.
Proceso en la vida de Agustín
Los padres de Agustín eran bastante liberales y por ello le permitían obrar con gran libertad. Nos dice cómo
obraba en su adolescencia: “Engañaba con infinidad de mentiras a mis profesores y a mis padres”. Se
colaba, a pesar de su tierna juventud, en espectáculos no recomendables – que luego nos dirá – “yo imitaba
con apasionada frivolidad”. En el juego con sus amigos intentaba siempre ganar, aunque fuera con toda clase
de trampas, deseoso de sobresalir en todo y por encima de todos.
Conforme avanzaba en su edad llevaba una vida más disoluta: “Yo ardía en deseos de hartarme de las más
bajas cosas y llegué a envilecerme con los más diversos y turbios amores; me ensucié y me embrutecí por
satisfacer mis deseos. Me sentía inquieto y nervioso, sólo ansiaba satisfacerme a mi mismo... ¡Ojalá hubiera
habido alguien que me ayudara a saber de mi miseria...”.
Con los amigos vivía al margen de toda ley.... Pero no era feliz: “Sabía – nos dice – que Dios podía curar mi
alma, lo sabía; pero ni quería, ni podía; tanto más cuanto que la idea que yo tenía de Dios no era algo real y
firme, sino un fantasma, un error. Y si me esforzaba por rezar, inmediatamente resbalaba como quién pisa en
falso, y caía de nuevo sobre mí. Yo era para mi mismo como una habitación inhabitable, en donde ni podía
estar ni podía salir. ¿Dónde podría huir mi corazón? ¿Cómo huir y escapar de mi mismo?”.
Agustín seguía viviendo un terrible combate interior: “Lo que me esclavizaba eran cosas que no valían nada,
pura vaciedad, mis antiguas amigas. Pero me tiraban de mi vestido de carne y me decían bajito: ¿es que nos
dejas? , ¿ya no estaremos más contigo nunca, nunca? , ¿desde ahora nunca más podrás hacer esto... ni
aquello...? y ¡qué cosas, Dios mío, me sugerían con las palabras esto y aquello!
Uno de sus mejores amigos enfermó y después de acoger la fe católica, murió. Aquella muerte repentina le
impactó enormemente a Agustín: “Todo me entristecía. La ciudad me parecía inaguantable. No podía
permanecer en casa. Todo me resultaba insufrible. Todo me recordaba a él... Llegue a odiarlo todo...” Todo
esto le hizo pensar y se planteó el sentido de la vida. Se interrogaba “que la gente siguiera viviendo como si
nunca tuviera que morir, y que él mismo siguiera viviendo... Sabía que Dios podía curar la herida de mi
alma; lo sabía; pero no quería acercarme a Dios...”.
Buscó la verdad en las Sagradas Escrituras, pero la Biblia le desagradaba por su estilo simple y sencillo,
incluso llegó a ridiculizarla en sus clases.
Buscó la verdad en los filósofos, Platón y Plotino y en diversas ideologías. Pero ningún sistema y ninguno
de los autores que leía continuamente y con tanta pasión, le llenaba su corazón. Todo le dejaba inquieto.
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Agustín se encontraba en lo más alto de la vida. Seguía haciendo proyectos fantásticos guiado por su orgullo
y ambición.
Un día paseando por la calle de la ciudad se encontró con un mendigo que sonreía muy feliz y Agustín se
hizo esta reflexión: “No hago más que trabajar y trabajar para lograr mis objetivos, y cuando los consigo,
¿soy más feliz?: no, tengo que seguir bregando contra todo y contra todos para mantenerme en mi puesto.
Mientras tanto, ese mendigo vive contento sin hacer nada... Bueno; no se si estará contento, no se si será
realmente feliz, pero, desde luego, el que no soy feliz soy yo. No es que me guste su vida, ¡es mi vida la que
no me gusta!... No compares, le dijeron sus amigos. Este tipo se ríe porque habrá bebido. Y tú tienes todos
los motivos para estar feliz porque estás triunfando...” Sus éxitos, más que alegrarle, le deprimían. “Al
menos – se decía – ese mendigo se ha conseguido el vino honradamente pidiendo limosna, y yo... he
conseguido mi status a base de traicionarme a mi mismo. Si el mendigo estaba bebido, su borrachera se le
pasaría aquella misma noche, pero yo dormía con la mía, y me despertaría con ella, y me volvería a acostar y
a levantar con ella día tras día”.
“Caminaba a obscuras, me caía buscando la verdad fuera de mi, como por un acantilado al fondo del mar.
Desconfiaba de encontrar la verdad, estaba desesperado.” “No recé para que Dios me ayudara; mi mente
estaba demasiado ocupada e inquieta por investigar y discutir”.
Sus padres estaban viviendo con él y le aconsejaban que se casara y viviera ordenadamente. Pero él no se
sentía capaz de acabar con determinadas costumbres, con una determinada pasión...
“Ahora voy – decía en su interior – enseguida... Espera un poco más” y seguía dividido por dentro. “Cuando
dudaba en decidirme a servir a Dios, cosa que me había propuesto hacía mucho tiempo, era yo el que quería
y yo era el que no quería, sólo yo. Pero, porque no quería del todo, ni del todo decía que no, luchaba
conmigo mismo y me destrozaba”.
En esa situación vital interior se lanzaba y decía: “Venga ahora, ahora” y cuando estaba a punto se detenía al
borde atrapado por las voces interiores: “¿Cómo?, ¿nos dejas?, ¿ya no estaremos más contigo... nunca? ,
¿nunca?”.
Los placeres seguían insistiéndole y tronando sus oídos interiores; “¿qué?, ¿es que piensas que vas a poder
vivir sin nosotros tú? ¿precisamente tú?”.
Miró a su alrededor. Muchos lo habían logrado: ¿por qué no voy a poder yo – se preguntó – si éste, si aquel,
si aquella han podido?”
Su opinión sobre Jesucristo entonces “era tan sólo la que se puede tener de un hombre de extraordinaria
sabiduría, difícilmente superable por otro, pero nada más. No podía sospechar aún el misterio que
encerraban esas palabras: y el verbo se hizo carne...”
El año 386 recibió la visita de su amigo y buen cristiano, Ponticiano. Este le contó la historia del Abad
Antonio con intención de atraerle a Dios. Hicieron profunda mella las palabras de su amigo: “Lo que me
contaba Ponticiano me ponía a Dios de nuevo frente a mí y me colocaba a mí mismo ante mis ojos para que
advirtiese mi propia maldad y la odiase...” El combate interior de Agustín se acercaba a su final. Cada vez
faltaba menos, pero “podía más en mi lo malo, que ya se había hecho costumbre, que lo bueno a lo que no
estaba acostumbrado”
Visitó al Obispo de Milán, San Ambrosio y se sintió profundamente atraído por la sabiduría y la amabilísima
acogida del Santo; y comenzó a asistir habitualmente a sus sermones y discursos, y así comienza a cambiar
de modo de pensar y de vivir.
Un día charlando con su amigo Alipío, como de golpe estalló Agustín ante su amigo diciéndole:
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“¿No te das cuenta de la vida que llevamos y de la vida que llevan los cristianos?. Y nosotros aquí
seguimos revolcándonos en la carne y en toda clase de espectáculos ¿Es que no vamos a ser capaces de vivir
como ellos, sólo por la vergüenza de reconocer que nos hemos equivocado?”
Su amigo quedó asombrado aunque él también estaba en proceso de conversión. Agustín le había expresado
que estaba dispuesto a cambiar de vida radicalmente.
Salieron al jardín de la finca de un amigo donde se hospedaban. Recordaron largamente lo que había sido su
vida. Tenía cerca Agustín un libro del Nuevo Testamento. Guardó un silencio largo y rezó pidiéndole a Dios
y pensando a la vez:
“¿Cuándo acabaré de decidirme? No te acuerdes Señor, de mis maldades. Dime, Señor, ¿hasta cuándo
voy a seguir así? ¡Hasta cuándo! ¿Hasta cuando: mañana, mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora
mismo, y pongo fin a todas mis miserias? ¿Qué es lo que me detiene para dar este paso?”
Y fue entonces cuando, desde la casa vecina, se oyó una voz que repetía en unos juegos, “¡toma y lee!,
¡toma y lee! Agustín no recordaba haber oído esta frase en los juegos de los niños y consideró que aquello
era un aviso de Dios.
Tenía al lado de él el libro de la Biblia. Lo tomó, lo abrió y leyó en la carta de San Pablo, Rom 13,13: “No andéis en comilonas ni borracheras; nada de impurezas o excesos de ninguna clase sino revestios del
Señor Jesucristo.”
Aquello fue como un terremoto en su cerebro. Cerró el libro y no quiso leer más. “Lo sucedido, nos dirá
Agustín, era como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, que disipó la obscuridad de mis
dudas”.
Se dio cuenta de que su comportamiento en la vida anterior había sido todo lo contrario a los que Dios
quería de él, a tenor del texto que había leído.
Cuando se serenó su mente se lo contó a su amigo, el cual se fijó en la frase siguiente del texto que Agustín
había leído. Seguía diciendo:
“recibid al débil en la fe”
Tenía 32 años y los siguientes años (40) hasta su muerte serían de una entrega total, de una santidad radical
y de un inmenso servicio a la Iglesia.
“Después de la conversión – nos dirá Agustín – entramos a ver a mi madre, se lo contamos todo y se llenó
de alegría. Le contamos cómo había sucedido y saltaba de alegría y cantaba y bendecía a Dios, que le había
concedido, en lo que se refiere a mí, lo que constantemente le pedía a Dios, desde hacía tantos años, en sus
oraciones y lágrimas”.
Años después, con el gozo sereno de la verdad y la belleza de Dios, entregado del todo a Jesucristo escribió:
“Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva ¡tarde te amé! Estabas dentro de mí, y yo te buscaba
por fuera... Me lanzaba como una bestia sobre las cosas hermosas que habías creado. Estabas a mi lado
pero yo estaba muy lejos de Tí. Estas cosas... me tenían esclavizado. Me llamaste y me gritaste, y al fin,
venciste mi sordera. Brillaste ante mí y me libraste de mi ceguera... Aspiré tu perfume y te deseé. Te gusté,
te comí, te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz”
En verdad él había experimentado lo que quiso decir en esa frase tan conocida: “Nos hiciste, Señor, para Tí e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en Tí”
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La madre de su hijo Adeodato dejó su casa y se marchó a África para nunca más encontrarse con Agustín.
Este abandonó las fiestas mundanas, los juegos de azar, quemó los libros de los herejes maniqueos y se
dedicó con todo entusiasmo a preparar el bautismo y su entrada en la Iglesia Católica.
En la Pascua del año 387, recibió el bautismo de manos del Arzobispo de Milán, San Ambrosio, y
juntamente con él se bautizó su hijo Adeodato de quince años, y su querido amigo Alipio.
La santa madre estaba inundada de gozo. Yendo para África con su hijo se puso gravemente enferma en el
puerto de Hostia; y antes de morir le dijo a su hijo:
“Que me queda por esperar ya en esta vida; yo he logrado lo que más deseaba y era el verte cristiano
católico”.
Y dicho esto expiró dulcemente en los brazos de su hijo Agustín. Este la lloró amargamente y nos describió
en las Confesiones, en un pasaje muy bello, todo el suceso de la muerte de la madre, cosa que guardó
durante toda su vida como el recuerdo más entrañable de su juventud.
Y comenzó a trabajar para servir a Dios y a la Iglesia haciendo su vida inmensamente fecunda.
Llevó una vida de intenso trabajo ocupado en la predicación y enseñanza catequética, en los sínodos, las
controversias públicas, el episcopado...
Como escritor. Tiene más de 12000 páginas impresas. 313 libros, 247 cartas y más de 500 sermones.
Sacerdote y Obispo. Fue ordenado sacerdote para ayudar a Valerio, Obispo de Hipona, que tenía dificultad
para expresarse en latín. Luego fue elegido sucesor de Valerio en el Obispado de Hipona.
Regla monástica. Escribió la Regla monástica más antigua de Occidente. La primera fundación fue en
Tagaste, para seglares. Luego hizo su segunda fundación para clérigos en el huerto de la casa episcopal,
cedido por Valerio para ese fin. Esta Regla sería tenida en cuenta por los fundadores de otras comunidades
religiosas. Está llena de sabiduría y proporciona los más valiosos instrumentos de santificación para la vida
monástica.
Fue el luchador incansable que combatió denodadamente las herejías de pelagianos, donatistas y maniqueos.
Fue el escritor que nos habla de la primacía del amor, que es el mensaje total de la Biblia.
Nos habla de la vida en común y la verdadera amistad fundada en Dios.
Nos habla incomparablemente del tema de la gracia y de la Trinidad.
Sus frases, sobre los más variados temas, se han hecho famosas a través de los siglos.
El libro de las Confesiones o el libro de la vida (autobiografía) de Agustín, ha sido uno de los libros más
leídos a través de los siglos; y, al narrarnos su propia conversión, ha conseguido innumerables conversiones.
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San Agustín
“¿Cuándo acabaré de decidirme? Dime, Señor, ¿hasta cuándo voy a seguir así? ¡Hasta cuándo¡, ¿hasta
cuándo: mañana, mañana? ¿Por qué no hoy?, ¿por qué ahora mismo, y pongo fin a todas mis miserias?”
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