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Conferencia General Octubre 1971

CON LA MANO Y EL CORAZÓN

Por el élder Thomas S. Monson Del Consejo de los Doce

Ayer, a cada persona reunida en este histórico Tabernáculo le fue dado el privilegio de levantar su mano derecha para sostener, en los cargos a los cuales han sido llamados, a todos los directivos de la Iglesia.

La mano levantada es una expresión exterior de los sentimientos íntimos. Al levantar uno su mano, ofrece su corazón.

El Maestro frecuentemente habló de las manos y del corazón. En una revelación dada a través del profeta José Smith en Hiram, Ohio, en marzo de 1832. El aconsejó: ". . . sé fiel; desempeña el oficio al cual te he nombrado;'socorre a los débiles: sostén las manos caídas y fortalece las rodillas desfallecidas.

"Y si eres fiel hasta el fin, tendrás una corona de inmortalidad así como la vida eterna en las mansiones que he preparado en la casa de mi Padre" (D. y C. 81:5-6).

Mientras considero sus palabras, casi puedo escuchar el rumor de pies calzados con sandalias, los murmullos de admiración de los que escuchaban, como un eco de aquella pacífica escena desde Capernaum, donde multitudes se amontonaban alrededor de Jesucristo, trayendo a sus enfermos para que fueran sanados; en donde un hombre paralítico tomó su cama y caminó y la fe de un centurión romano, restauró la salud de su sirviente.

No sólo por el precepto enseñó Jesucristo, sino también por el ejemplo. El fue fiel a su divina misión, y extendió su mano para que otros pudieran elevarse hacia Dios.

En Galilea, vino a Jesucristo un leproso y postrándose ante El le dijo: "Señor, si quieres, puedes limpiarme. Jesús extendió la mano y le tocó, diciendo: Quiero; sé limpio. Y al instante su lepra desapareció" (Mateo 8:2-3). La mano de Cristo no se contaminó por haber tocado el cuerpo del leproso, pero el cuerpo de este hombre sí fue limpiado por el toque de su santa mano.

En Capernaum, en casa de Pedro podemos ver otro ejemplo: La suegra de Pedro estaba acostada con fiebre, y las Escrituras nos dicen que Jesús vino "y la tomó de la mano y la levantó; e inmediatamente le dejó la fiebre. . . " (Marcos 1:31).

Así fue con la hija de Jairo, un principal de la sinagoga. Cada padre de familia puede apreciar los sentimientos de Jaire cuando éste buscaba al Señor y, al encontrarlo, cayó a

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sus pies y le suplicó: "Mi hija está agonizando; ven y pon las manos sobre ella para que sea salva, y vivirá" (Marcos 5:23).

"Estaba hablando aún, cuando vino uno de la casa del principal de la sinagoga a decirle: Tu hija ha muerto; no molestes más al Maestro.

"Oyéndolo Jesús, le respondió: No temas; cree solamente y será salva.

"Y lloraban todos y hacía lamentación por ella. Pero El dijo: No lloréis; no está muerta, sino que duerme.

"Más él, tomándola de la mano, clamó diciendo: Muchacha, levántate.

"Entonces su espíritu volvió, e inmediatamente se levantó. . . " (Lucas 8:49, 50, 52, 54, 55).

Una vez más el Señor había extendido su mano para tomar la mano de otra persona.

Los amados apóstoles captaron bien su ejemplo. Cristo no vivió para ser ministrado, sino para ministrar; no para recibir, sino para dar; no para salvar su vida, sino para ofrecerla por los demás.

Si los apóstoles desearan ver la estrella que podría dirigir sus pies e influir en su destino, tendrían que buscarla, no en los cambiantes cielos o en circunstancias externas, sino en la profundidad de su propio corazón y según el modelo provisto por el Maestro.

Reflexionad por un momento en la experiencia de Pedro ante la puerta del templo llamada la Hermosa. Uno se conduele de la situación del hombre cojo de nacimiento, quien cada día era llevado ante la puerta del templo, para que pidiera limosna a todos los que ahí entraban. Que este hombre haya pedido limosna a Pedro y Juan, cuando éstos se aproximaban, indica que para él no eran diferentes de las veintenas que pasaron cerca de él ese día. Entonces, vino el majestuoso pero gentil mandato de Pedro: "Míranos" (Hechos 3:4). La Biblia dice que el hombre cojo les puso atención, esperando recibir algo de ellos.

Las inquietantes palabras que dijo Pedro entonces, han elevado los corazones de los fieles creyentes a través del tiempo, aun hasta nuestros días. "No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda," Frecuentemente concluimos la cita en este punto y no meditamos en los siguientes versículos:

"Y tomándole por la mano derecha le levantó... y saltando se puso en pie y anduvo; y entró con ellos en el templo. . . " (Hechos 3:6-8).

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Una mano de ayuda había sido extendida. Un cuerpo enfermo había sido sanado. Un alma preciosa había sido elevada a Dios.

Aunque el tiempo pase y las circunstancias y condiciones cambien, el divino mandamiento de socorrer a los débiles, de levantar las manos caídas y fortalecer las rodillas desfallecidas, no ha cambiado. Cada uno de nosotros tiene el mandato de no ser oidores sino hacedores; de no doblegarnos, sino elevarnos. Pero el árbol de nuestras complacencias tiene muchas ramas y en cada primavera más botones florecen. Muchas veces vivimos pero no nos comunicamos de corazón a corazón. Ahí están aquellos, dentro de nuestra propia esfera de influencia que con la mano extendida claman: "¿No hay bálsamo en Galaad...?" (Jeremías 8:22), y es entonces cuando cada uno de nosotros debe contestar.

Edwin Markham dijo:

Hay un destino que nos hace hermanos;

nadie va por su camino solo; enviamos

algo a la vida de otros y ello regresa a nuestra propia vida." "Un Credo"

Uno que vivió la mayor parte de su vida ignorando a los demás hombres y viviendo sólo para él mismo, fue el inmortal personaje de Charles Dickens, Ebenezer Serooge. Nos relata Dickens que una noche invernal, el fantasma de Jacob Marley se le apareció a Serooge, y le decía:

—¿No sabes que para cualquier espíritu cristiano que practique el bien en su limitada esfera, sea lo que sea, resultará siempre su vida mortal demasiado breve para las extensas posibilidades que tiene de ser útil a los demás? ¡Ignorar que ningún remordimiento puede enmendar una ocasión irreparablemente perdida de hacer el bien! ¡Así fui yo! ¡Ay, así fui yo!

—Sí, siempre fuiste un excelente hombre de negocios, Jacob, balbució Serooge, quien empezaba a aplicarse a sí mismo lo que decía.

—¡Negocios!, exclamó el espectro, retorciéndose las manos de nuevo; la humanidad era mi negocio... —¿Por qué pasé entre mis semejantes con los ojos fijos en el suelo, y nunca los alcé hacia aquella bendita estrella que condujo a los reyes magos hasta una pobre morada? ¿Acaso no había hogares humildes donde su luz hubiera podido conducirme a mí?

(Canción de Navidad.)

El cambio que ocurrió entonces en la vida de Serooge fue verdaderamente milagroso, el se volvió, de la noche a la mañana, el más generoso, el más amable, el alma cristiana

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de más bondadoso corazón. En sus propias Palabras él describió su condición: "Ya no soy el hombre que era." Lo mismo sucede siempre, cuando uno vuelve los ojos al ejemplo de Cristo.

". . . El que no ama a su hermano, permanece en muerte", escribió el apóstol Juan 1900 años atrás (1 Juan 3:14).

Algunos señalan con su dedo acusador al pecador o al infortunado y dicen con escarnio: "El mismo trajo esas condiciones sobre sí." Otros exclaman: "Nunca cambiará, siempre ha sido malo." Sólo algunos ven más allá de la apariencia exterior y conocen el verdadero mérito del alma humana. Cuando lo hacen, ocurren milagros. Los oprimidos, los acobardados, los desvalidos. "Ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios" (Efesios 2:19). El verdadero amor puede alternar las vidas humanas y cambiar la naturaleza humana.

Esta verdad fue establecida muy bellamente en una escena de la obra Mi Bella Dama. Elisa Doolitle, la vendedora de flores, hablaba a alguien a quien quería y que más tarde la elevaría de su mediocre condición: Usted ve, real y verdaderamente, que aparte de las cosas que cualquiera pueda obtener, (los vestidos, la manera apropiada de hablar y todo eso), la diferencia entre una dama y una florista no estriba en cómo se comporta, sino en cómo es tratada. Yo seré siempre tina florista para el Profesor Higgins, porque él me trata siempre como una florista y siempre lo hará así; pero yo sé que para usted puedo ser una dama, porque me trata como a tal y siempre lo hará" (Adaptado de Pygmalion, en the Complete Plays of Bernard Shaw, pág. 260).

Elisa Doolitle sólo estaba expresando una profunda verdad: Cuando tratamos a la gente tan sólo por lo que son, ellos permanecerán tal como son. Cuando los tratamos como si fueran lo que deben ser, llegarán a ser como ellos deberían ser. (Adaptado de una cita de Johann Wolfgang Von Goethe.)

En realidad, fue el Redentor quien mejor enseñó estos principios. El transformó a los hombres; el cambió sus hábitos, sus opiniones, ambiciones; carácter, disposición, naturaleza; y corazón. ¡El levantó! ¡amó! ¡perdonó! ¡redimió! ¿Tendremos la firme voluntad de seguirlo?

El alcalde de una prisión llamado Kenyon J. Seudder relató la siguiente experiencia:

Un amigo suyo que iba sentado en un carro de ferrocarril, junto a un joven que estaba obviamente deprimido. Luego de conversar con él, finalmente el hombre reveló que era un ex-convicto, libre bajo palabra y que regresaba de una prisión lejana. Su encarcelamiento había traído vergüenza sobre su familia, y ellos no lo habían visitado, ni escrito con frecuencia. Tenía la esperanza, de que esto se debiera a que ellos eran

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demasiado pobres para viajar o demasiado ignorantes para escribir. Esperaba, a pesar de esta evidencia, que ellos lo hubieran perdonado.

Para hacer las cosas más fáciles para ellos, les había escrito pidiéndoles que pusieran una señal para él cuando el tren pasara por su pequeño rancho en las afueras del pueblo. Si su familia lo había perdonado, debían poner un listón blanco en el gran manzano que estaba cerca de las vías, y si no, que no pusieran nada; él seguiría a bordo alejándose hacia el oeste.

Cuando el tren se acercaba a su pueblo natal, el suspenso vino a ser tan grande, que no pudo soportar el estar viendo por su ventanilla y exclamó:

—En cinco minutos el maquinista hará sonar el silbato, indicando que nos acercamos a la gran curva que empieza en el valle que es mi hogar; ¿quiere usted observar el manzano al lado de la vía? Su compañero dijo que estaba dispuesto y cambió de lugar con él. Los minutos parecían horas, de repente se oyó el estridente sonido del silbato del tren.

El joven preguntó: ¿Puede usted ver el árbol? ¿Hay ahí un listón blanco?

La respuesta vino: —Veo el árbol, pero no veo un listón blanco sino muchos. Debe haber uno en cada rama. Hijo, alguien seguramente te quiere.

En ese instante el joven se levantó, como limpiado por Cristo.

El hombre que estaba a su lado dijo:

—Siento como si hubiera presenciado un milagro.

Verdaderamente, él había presenciado un milagro tal como se lee descrito en el tercer verso, del villancico navideño "Oh pueblecito de Belén", el cual dice:

¡Oh cuán inmenso el amor que nuestro Dios mostró! Al dar a todos ese don: Su hijo nos mandó. Aunque

su nacimiento pasó sin atención, aun lo puede recibir

el manso corazón. (Himno de Sión, No. 43).

Nosotros también, podemos experimentar este mismo milagro cuando, con la mano en el corazón como lo hizo el Salvador, amemos y ayudemos a nuestros semejantes a conducirse hacia una nueva vida.

Que podamos socorrer al débil, levantar las manos caídas, y fortalecer las rodillas desfallecidas, heredando esa vida eterna prometida por el Redentor, lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.