Conferencia Magistral Arnaiz

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Comisión Nacional de Ética y Combate a la Corrupción

EQUIPO DIRECTIVO

Dr. Miguel SuazoDirector Ejecutivo CNECC

Lic. George KhouryEnc. Administrativo y Financiero

Lic. Mayra DomínguezEnc. Planificación y Desarrollo

Lic. Verónica GuzmánEnc. Fomento de la Ética

Lic. Helen HasbúnEnc. Comunicación y Relaciones Públicas

Lic. Julio Aníbal FernándezRepresentante del Ministerio de Hacienda

Lic. Cristóbal CardozaRepresentante de las Iglesias Evangélicas

Dr. Fernando FerránRepresentante del Consejo Nacional de la Empresa Privada (CONEP)

MIEMBROS DEL CONSEJO RECTOR

Dr. Marino Vinicio CastilloSecretario de Estado Presidente Consejo Rector

Dr. César Pina ToribioMinistro de la Presidencia

Dr. Radhamés Jiménez Peña Procurador General de la República

Monseñor Benito ÁngelesRepresentante Iglesia Católica

Lic. Justo Pedro CastellanosRepresentante Sociedad Civil

MIEMBROS DE LA UNIDAD TÉCNICA

Lic. Ramón Ventura CamejoMinistro de la Administración Pública Coordinador de la Unidad Técnica

Lic. Hotoniel BonillaRepresentante de la ProcuraduríaGeneral de la República

Lic. Daniel Omar Caamaño Representante de la Contraloría Generalde la República

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ÉTICA EN EL SECTOR EDUCATIVO / Monseñor Francisco José Arnaiz

Equipo Editorial

Helen HasbúnCoordinadora Gabinete de Comunicación Sector PresidenciaEnc. Comunicación y Relaciones Públicas CNECC

Carolina JoaCoordinadora de Eventos y Protocolo

Marianne AmparoAsist. Comunicación y Relaciones Públicas

Pircilio GuerreroDiseñador Gráfico

Willy Ricardo SantosReportero Gráfico

Se prohíbe la reproducción parcial y total de esta publicación sin expresa autorización.

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Nuestra Portada: Monseñor Arnaiz / Obispo Emérito de Santo Domingo

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Felicito de entrada a la Comisión Nacional de Ética y Combate

a la Corrupción por la presente iniciativa. Todo cuanto haga-

mos por la moralización nacional será poco ante el reto de

luchar todos por una sociedad más sana y ejemplar en el área

del comportamiento personal y social del país, del cual tantas

cosas de importancia fundamental dependen.

Dicho esto, sin más, entro en materia. El tema es complejo y

lo asumiremos en toda su complejidad.

Etimológicamente Ética y Moralidad se identifican, aunque

en la práctica se haya usado predominantemente el primer

término para denotar la moral natural, propio de todo ser

humano en cuanto ser humano, y el segundo para connotar

una moral específica que responde a las exigencias de la fe

y vocación cristiana. Ya Santo Tomás de Aquino, fundamen-

tándose en las mismas palabras de Cristo, que él no había

venido a abolir la ley –la ley natural- ni a suprimirle una jota

ni una tilde, planteaba agudamente la cuestión de reducir la

Theología Moralis a la Ética y de llamar a la Theología Mora-

lis específicamente cristiana Theología Spiritalis. El código

sacrosanto de la Moral natural es el Decálogo, el de la Moral

cristiana, las Bienaventuranzas. De las Bienaventuranzas

escribió Papini: “Son el titulo más grande de la existencia de

los hombres. De la presencia de los hombres en el infinito

universo. La justificación de nuestro vivir. La patente de

nuestra dignidad de seres previstos de alma. La prenda de

que podremos elevarnos sobre nosotros mismos y ser más

que hombres. La promesa de esta posibilidad suprema, de

esta esperanza, de nuestra ascensión sobre la bestia”

“Ezos” del verbo “eioza” soler, tener costumbre, significa en

griego, carácter, costumbre, hábito. Aristóteles llamó en

concreto “ta ezica” a las cuestiones filosóficas sobre la con-

ducta humana y de ahí quedó estereotipada la palabra ética

como sinónimo de comportamiento bueno, para aceptarlo y

alabarlo, y malo para suspenderlo y rechazarlo.

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Del griego sin variación alguna pasó al latín y del latín al cas-

tellano.

Autóctonamente los latinos del vocablo mos, moris, costum-

bre, hábito, comportamiento humano, crearon el término

Moral para significar el comportamiento humano correcto,

sano, término sinónimo y paralelo al de Ética en griego. La

lengua castellana, derivada del latín, lo asumió también.

Se trata, pues, de dos términos etimológicamente, sinónimos.

Conviene señalar que ambos términos en castellano tienen

dos formas: substantiva y adjetiva.

En su forma substantiva (La Moral, la Ética) expresan un es-

pecífico y concreto saber objetivo sobre lo que es correcto o

incorrecto respecto al actuar humano y sobre el modo como

actúa el ser humano en esa dimensión.

En su forma adjetiva (moral, ético) apuntan a una dimensión

ineludible de la dinámica humana en relación con la respon-

sabilidad del ser humano.

Ambas formas son interdependientes y correlativas y presu-

ponen la existencia real de valores morales humanos.

La forma substantiva delimita y precisa el valor y los valores

morales, y formula sus principios y normas.

La forma adjetiva expresa la encarnación vital de ellos en el

ser humano.

La primera es Ética conceptualizada y formulada, y la segun-

da es Ética hecha vida.

Sería un grave error confundir lo ético con lo sociológico o

lo jurídico. Lo ético tiene entidad y valor propio. Por eso

es necesario distinguir claramente estos tres órdenes para

descubrir lo verdaderamente ético.

El nivel sociológico se manifiesta primaria y visiblemente en

el conjunto de costumbres aceptadas por un grupo humano.

La constatación de este conjunto de costumbres es un punto

de partida ineludible para detectar el nivel ético de ese grupo

que no necesariamente coincide con el nivel sociológico.

Para lograr esto es necesario traspasar el nivel sociológico

y detectar los esquemas de valores que justifican esas cos-

tumbres, las pautas de comportamiento que estructuran sus

manifestaciones y el conjunto de aspiraciones que alientan

el grupo.

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La moralización de la sociedad y de todo grupo humano

pasa por el análisis, revisión y transformación de esas tres

realidades, y en modo alguno, por sólo la lírica verbal de la

moralidad o por la patética y la apocalíptica de la inmoralidad

tan del agrado de muchos seres humanos.

El orden jurídico es ciertamente un factor muy importante de

la configuración moral de una sociedad que percibe siempre

la ley como regulación del buen comportarse y constricción y

amenaza penalizadora del actuar inadecuado.

En virtud de este orden surge lo lícito y lo ilícito. Lo que se

puede hacer y lo que no se puede hacer.

Las sociedades occidentales desde los tiempos de Roma han

sentido y sienten una especial fascinación por el orden jurídi-

co y sueñan con una comprensión exclusivamente jurídica de

la vida. Lo lícito o ilícito, sin embargo, no es lo mismo que lo

justo o injusto, y pueden de hecho coincidir y diferenciarse, y

aún oponerse.

Ante el orden jurídico, la instancia ética tiene un doble de-

ber y función: la de desmitificar la ley y cuestionar constan-

temente el ordenamiento jurídico.

La desmitificación implica el impedir que el orden jurídico se

arrogue el derecho de ser la única instancia ética de la socie-

dad; el revisar a fondo el concepto de moralidad pública; y el

impedir que se confunda lo lícito jurídico con lo bueno moral.

Fenómeno este último más necesario hoy por la permisivi-

dad de la sociedad actual.

Es claro que en el orden moral es donde precisamente ad-

quieren sentido el orden sociológico y el orden jurídico.

Adentrándonos ahora más hondamente en el fenómeno

moral debemos proclamar que la persona es la realidad fun-

damental de la Ética.

Esto quiere decir que la moralidad reside en la persona y que

la fundamentación de la moral es la persona. La persona en

su doble dimensión de mismidad o intimidad y de alteridad

o apertura a cuanto lo rodea, a cuantos le rodean y a lo tras-

cendente.

Sin la alteridad el ser humano ni viene a la existencia ni per-

manece en ella, ni se perfecciona. Sin el concurso ajeno ni es

posible ni es viable.

La persona, en ese sentido, con esta característica, es indiscu-

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tiblemente el lugar adecuado de la moralidad. Y lo es como

contenido y como estructura funcional.

Veamos como contenido

El supremo valor que rige los comportamientos de los seres

humanos es la persona. La persona es un fin en sí misma, y

dentro de este reino de los fines, es donde se hace posible la

moralidad y la realización humana. Sólo un ser que es para sí

mismo fin, puede ser amado por los demás como fin. Y ese

ser es únicamente la persona.

Sobre esto ha escrito páginas admirables Eric Fromm.

Veamos ahora como estructura funcional.

La base estructural de la moralidad se identifica con la per-

sona. Basta compararla con la estructura puramente animal.

“Al animal –escribe Aranguren- le está dado el ajustamiento.

El hombre tiene que hacer ese ajustamiento. Tiene que ius-

tum facere, justificar sus actos. El animal es un ser de estímu-

los, mientras que el hombre es un ser de realizaciones”, “La

justificación –el ajustamiento- es, pues, la estructura interna

del acto humano. Por eso en vez de de decir que las acciones

humanas tienen justificación, debe decirse que tienen que

tenerla para ser verdaderamente humanas”.

Muy significativamente la palabra iustitia en latín dio en

español dos palabras justicia y justeza, de las que se derivan

dos adjetivos distintos, aunque vinculados, justo y ajustado.

Es ajustado el que es en todo momento, lo que debe ser y ac-

túa como debe actuar, lo cual es raíz y fondo de la moralidad.

La moralidad, pues, se enraíza así y hasta se identifica con la

persona.

Con su aristocrático estilo lo ha dicho agudamente Ortega

y Gasset: “Me irrita este vocablo moral. Me irrita porque

en su uso y abuso tradicionales se entiende por moral no

sé qué, añadido de ornamento, puesto a la vida y ser de un

hombre o de un pueblo. Por eso yo prefiero que el lector lo

entienda por lo que significa, no en la contraposición moral-

inmoral, sino en el sentido que adquiere cuando de alguien

se dice que está desmoralizado. Entonces se advierte que la

moral no es una performance suplementaria y lujosa que el

hombre añade a su ser para obtener un premio, sino que es

el ser mismo del hombre cuando está en su propio quicio y

vital eficacia. Un hombre desmoralizado es simplemente un

hombre que no está en posesión de sí mismo, que está fuera

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de su radical autenticidad y por ello no vive su vida y por ello

no crea, ni fecunda ni hincha su destino”.

En esta línea resulta interesante que al acto inmoral los lati-

nos llamasen “pecatum” pecado.

Pecatum participio pasivo del verbo pecarse o pecuare y

pecus pecudis significa en latín animal. Pecar según esto es

olvidarse de obrar como persona y obrar como un animal,

degradarse, animalizarse.

Situada ya la moralidad en la persona, vamos a exponer

ahora cómo se concreta objetivamente lo moral en un valor

específico que llamamos por eso valor moral.

Los valores morales no son otra cosa que la concreción de la

moralidad. Objetiva o personalizada en el ser humano.

Todo valor es el resultado de una síntesis entre una realidad

objetiva y una realidad subjetiva. “Los valores –dice Ortega

y Gasset- no son un don que nuestra subjetividad hace a

las cosas, sino una extraña sutil casta de objetividades que

nuestra conciencia encuentra fuera de sí como encuentra los

árboles y los hombres”. Las encuentra y las asume e integra

a su actuar.

Lo típico, por otro lado, de los valores es poseer bipolaridad,

rango y materia.

La bipolaridad consiste en que mientras las cosas son lo que

son, los valores se desdoblan en un polo positivo y en un polo

negativo, valor o contravalor, su contrario. Rango significa

que pueden ser inferiores y superiores o equivalentes a otros

y que por lo tanto, demandan jerarquización.

La materia es el bien que encarnan. Y el bien que encarnan

es la primacía y dignidad de la persona. Siendo bueno, justo,

ajustado aquello que la respeta, favorece y perfecciona. Y

malo, desajustado y perverso aquello que la maltrata, la

envilece o la destruye.

Supuesto este su carácter objetivo, el valor moral tiene tam-

bién su dimensión subjetiva. Una dimensión subjetiva que

incluye y exige en el ser humano intencionalidad, libertad y

compromiso interno.

Otra característica del valor moral es la de imponerse por sí

mismo, la de urgir. Tal urgencia no se sitúa en el orden de las

mediatizaciones, sino que pertenece al orden de lo que se

autojustifica por sí mismo.

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Otra característica muy especial suya es la de su relación

ineludible con todos los otros valores. Todos los órdenes

de valores (Scheler nos habla de valores sensoriales, vitales,

estéticos, teóricos y éticos, valores de lo santo y lo profano)

están interrelacionados.

El valor moral, sin embargo, tiene la peculiaridad de estar

presente en todos los demás valores, aunque no los prive de

su autonomía y peculiaridad.

Otra característica, en fin, peculiarísima es que el valor moral,

es el que condiciona a la persona en su realización. Por ello,

es un valor constante en la vida del ser humano.

Los valores morales, lo mismo que el orden general del va-

lor, se organizan siempre dentro de una tabla jerárquica de

valoración. Jamás se debe olvidar esto. No es lo mismo el

valor del respeto a la vida que el de la veracidad.

El valor moral está profundamente vinculado a la norma.

La norma no es otra cosa que la expresión de un valor moral.

Puede formularse de modo negativo o de modo positivo “no

mentirás” o “dirás siempre la verdad”.

Una norma según esto no es una restricción arbitraria de la

libertad humana. Es un llamamiento a la libertad humana

para moverla a salvaguardar y cultivar el valor que encierra.

Una norma que no incluya un valor o un “deber valioso”

estaría consecuentemente privada de toda fuerza moral

obligatoria.

Toda norma, sin embargo, por muy clara que sea, encierra

siempre la realidad objetiva de un valor, pero al mismo tiem-

po un ocultamiento de él. Al no poder recoger toda la rique-

za del valor, lo desvirtúa un tanto y hasta puede traicionarlo.

El célebre moralista Haring advierte algo muy importante:

“En las normas se encierra un grave peligro: el de no prestar

atención a los valores que en ellas se traducen y tomarlas de

un modo puramente formal, o sea como fórmulas rígidas y

sin vida… Quien sólo se fija en las fórmulas normativas, sin

atender al valor que las fundamenta, llegará a una moral

muerta, por no ser más que un fenómeno legalista.

La norma o ley, de la que estamos hablando puede ser natu-

ral o positiva.

La norma o ley natural, no es otra cosa que la naturaleza

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humana y racional del ser humano, la razón en cuanto que

descubre lo que es bueno o malo en sí y para el ser humano.

La razón, sin embargo, no crea la ley natural, sino que la

descubre progresivamente haciéndola suya. Ella descubre

pronto que hay un principio ineludible que debe formularse

así: debe siempre hacerse el bien y evitar el mal.

De este principio frontal brotan inmediatamente una serie

de preceptos que han sido llamados primarios y que corres-

ponden a las tendencias fundamentales de la naturaleza

humana: respeto a la vida, respeto a la verdad, respeto a

los derechos fundamentales del ser humano, etc. Existen

también principios secundarios que no son otra cosa que

conclusiones lógicas y coherentes de los primarios.

Como características de la ley natural se enumeran las si-

guientes: inmutabilidad, obligatoriedad y cognoscibilidad

universal.

La ley o norma positiva es la promulgada exteriormente por

medio de signos sensibles. Es decir, es la manifestación oral

o escrita de una exigencia que proviene de su coherencia con

la norma general.

Tiene evidentemente un carácter secundario. Ilumina la ley

interior y dispone a ella. No está inscrita en el corazón sino

escrita.

Es revelación y explicitación de valores morales e invitación

a ellos. Debe ser cumplida desde el interior de la persona, so

pena de hacer en el mero legalismo como advertía Haring o

en el fingimiento o inautenticidad.

El fenómeno de la norma nos impone tocar ahora el funda-

mental y complejo tema de la conciencia moral en el ser hu-

mano en la que radica su genuina libertad y responsabilidad.

La conciencia es la realidad más decisiva en la vida de cada

ser humano y de la sociedad. En ella está el fondo más in-

sobornable de la persona y su autenticidad más profunda.

El horror a la alienación no entra en el sagrario de su con-

ciencia, ya que es aquí donde el ser humano se encuentra

consigo mismo y descubre, y define su mismidad más ge-

nuina.

La indiscutible dignidad del ser humano está en la conciencia.

Para la humanidad entera la conciencia ha sido y es el factor

más decisivo en la dinámica de la historia. En ella está la fe-

cunda fuente de la crítica, de la acusación y de la creatividad.

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Eric Fromm ha escrito sagazmente: “No existe aseveración

mas soberbia, que el hombre pueda hacer, que la de decir:

“obraré de acuerdo a mi conciencia”. Sin la existencia de la

conciencia la raza humana se hubiera quedado estancada

hace mucho tiempo en su azarosa carrera”.

Es interesante, previamente a un análisis más riguroso, ras-

trear ciertas expresiones populares o literarias que apuntan

a la naturaleza y complejidad del fenómeno de la conciencia.

Orestes en Grecia la llama “genio” o “furia” que persigue

al criminal llevándolo a un remordimiento que linda con el

delirio y la locura.

La tradición cristiana la llama voz de Dios. Y la literatura pa-

trística, “Juez, testigo y acusador”.

Calderón de la Barca, en el gran teatro del mundo la denomi-

na “apuntador”.

La conciencia tiene vitalmente tres tiempos: vivencia ele-

mental, conciencia y conciencia refleja en la que se toma

posición sobre lo vivido y vivenciado.

Irreducible al mero sistema nervioso, su actuar está profun-

damente vinculado al sistema nervioso central y en él puede

encontrar fallas parciales y hasta su quiebra total.

Como hemos dicho la conciencia moral presupone la con-

ciencia psíquica que se prolonga en ella y en ella culmina.

Mientras que la conciencia psíquica es una conciencia- testi-

monio que solamente atestigua la presencia de las funciones

en el Yo, la conciencia moral es una conciencia- juez que ana-

liza, discierne, testifica y valoriza.

Se distinguen también ambas en el carácter imperativo de la

conciencia moral.

En virtud de este carácter ella orienta e impulsa a la realiza-

ción del Yo y lo compromete ineludiblemente.

No es fácil, sin embargo, el análisis completo de la conciencia

moral. Son muchos y diversos los elementos que hay que

ensamblar.

A veces se la identifican con la responsabilidad moral. En este

caso significaría sentido y sensibilidad moral del ser humano.

Otras veces el término y concepto de conciencia se refiere al

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núcleo de principios fundamentales que constituyen el mun-

do de la moral o de la ética.

Se emplea finalmente el término para expresar “sede de la

moralidad”, queriendo resaltar que ella es el instrumento

fundamental, mediante el cual se realiza la responsabilidad

moral.

Todas estas concepciones tienen su verdad parcial. Explican

significativamente que cada escuela filosófica- sobre todo

la aristotélica, la escolástica, la cartesiana, la kantiana, la

existencialista y la fenomenológica, etc.- hayan elaborado su

propia definición de conciencia moral, todas tienen su cuota

de verdad.

Lo importante de ellas, sin embargo, es la aportación que han

hecho a la complejidad de la conciencia moral.

Gerado (conciencia laxa); tendencia al ocultamiento (con-

ciencia farisaica); tendencia a la perplejidad (conciencia

perpleja) y tendencia al escrúpulo (conciencia escrupulosa).

Algo que está ya dicho implícitamente a lo largo de lo expues-

to, pero que deseo hacerlo de modo más explícito, es que el

sujeto del comportamiento moral, no es ni la buena voluntad

ni la voluntad deliberada de ninguna de cualesquiera otras

potencias humanas, sino el ser humano integral, unidad to-

talizante, que manifiesta siempre su totalidad y unicidad en

cada una de sus expresiones.

Nos sentiríamos incómodos si no dijéramos algo explícito,

aunque sea breve, sobre la dignidad de la persona humana

como lugar de apelación ética.

Históricamente ha sido una realidad indiscutible.

La regla de oro de la ética fue y sigue siendo la dignidad hu-

mana de acuerdo a aquella afirmación radical de Protágoras

de que el hombre es la medida de todas las cosas.

La escuela estoica repetía que el hombre era una cosa sagra-

da para el hombre. Marco Aurelio enfatizó: “En cuanto yo soy

Antonio, mi patria es Roma, pero, en cuanto soy hombre, mi

patria es el mundo”.

Kant no dudó en formular su imperativo categórico en estos

términos: “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto

en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre

como un fin y nunca como un medio”. Para él la persona

humana es el centro de los valores morales.

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El mismo Marx sitúa el aliento ético de su pensamiento en el

valor del hombre. La desfiguración del hombre por la aliena-

ción es descrita por él como el reverso de la dignidad humana

que hay que reivindicar y conseguir.

Asumiendo el giro antropológico de la cultura moderna, el

Concilio Vaticano II ha proclamado: “Creyentes y no creyen-

tes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los

bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre,

centro y cima de todos ellos”.

Contrarias a esta posición no han faltado, sobre todo en

nuestro mundo moderno, voces que muestren serias reser-

vas a la formulación de una ética crítica sobre el fundamento

del humanismo, del personalismo o dignidad del ser humano.

Se trata más bien de una reacción histórica contra el existen-

cialismo, reacción que consiste en presentar otro horizonte

teórico desde el que se piense y se viva la realidad humana.

Este horizonte es el del pensamiento dialéctico en el que a la

importancia de las categorías existencialistas sucede el pre-

dominio de las mediaciones sociales de la existencia histórica.

Aceptados los elementos positivos de estas perspectivas

científico-culturales, que a modo de correctivos, aportan

una comprensión más crítica del hombre, no hay dificultad

en articular un discurso ético sobre el hombre que integre

el valor de la persona y el valor de las mediaciones en una

síntesis que supere las desviaciones ideológicas del persona-

lismo, pero también las reducciones abusivas del horizonte

dialéctico.

Hay que estar claros que la categoría moral de la dignidad

humana se fundamenta en la realidad premoral u óntica del

valor absoluto del ser humano.

Con su densidad y penetración típica lo ha dicho Karl Rah-

ner: “El hombre es persona que consciente y libremente se

posee. Por tanto, está objetivamente referido a sí mismo y

por ello no tiene ontológicamente carácter de medio sino de

fin. Posee, no obstante, una orientación- saliendo de sí- hacia

las personas. Por todo ello, le compete un valor absoluto y

por tanto, una dignidad absoluta, y lo que nosotros conside-

ramos como vigencia absoluta e incondicional de los valores

morales, se basa fundamentalmente en el valor absoluto y en

la dignidad absoluta de la persona consciente y libre”.

Perteneciendo, sin embargo, ineludiblemente al ser humano

la apertura a los demás, y siendo la alteridad parte de su mis-

midad, es evidente que su dignidad incluye necesariamente

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todo tipo de mediaciones sociales y políticas, y la realidad de

las estructuras existentes o posibles.

Entendida de este modo la dignidad humana como lugar

ético primario y fuente de la moralidad, se comprende

perfectamente la función decisiva de ésta en el proceso de

humanización, sentido y meta del auténtico dinamismo ético.

Mientras la moral consolida y perfecciona más y más al ser

humano, lo ennoblece y dignifica, la inmoralidad lo degrada,

envilece y hasta puede destruirlo.

Hasta aquí el complicado y esotérico, huesudo y congelado

mundo, y lenguaje del saber científico. No sin razón, se ha

dicho de varias ciencias que lo que hacen es decir, de modo

incomprensible, lo que todos sabemos.

Déjenme ahora por un momento hacerles algunas reflexio-

nes sapienciales, jugosas y cálidas, sobre el tema que hemos

expuesto.

Ante una persona o sociedad moral e íntegra siente uno ins-

tintivamente satisfacción, paz y gozo. Si es al revés, inmoral,

lo que uno siente es defraudación, temor y pena.

El delincuente no es solamente un desajustado, uno que

actúa como no debiera actuar, sino que es también y por ello

un desajustador, un perturbador del medio y la sociedad en

la que está integrado. Una sociedad, en la que la persona se

pierde, será siempre una sociedad de perdidos.

El gran drama del ser humano es su libertad, su autodetermi-

nación que, al ser ejercida se convierte en responsabilidad o

irresponsabilidad. La moralidad es responsabilidad y la inmo-

ralidad irresponsabilidad, consigo mismo y con la sociedad.

Cuando las actitudes y los actos inmorales se generalizan se

tornan entonces cultura, modo como un grupo humano en-

frenta la vida, e influyen negativamente con mucha fuerza

sobre todo.

Por aquello de corruptio-optimi pessima, (La peor corrupción

es la de lo óptimo) es una tragedia que valores indiscutibles,

son percibidos y rechazados por muchos como contravalores;

y que manifiestos contravalores sean percibidos como valo-

res y sean aceptados.

Los grandes y pequeños valores morales tienen entidad

propia, bondad intrínseca, -la sinceridad, la veracidad, la ho-

nestidad, la justicia, el respeto total a la vida, la laboriosidad,

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el rendimiento en el trabajo, la tenacidad, la fidelidad, la so-

lidaridad, la atención preferencial a los necesitados y despo-

seídos, etc.- pero no son verdaderamente valores y morales

hasta que el ser humano valore y asuma su bondad.

Lo intrínsecamente malo no es lo malo porque está prohibido,

sino que está prohibido porque es malo.

El valor moral es objetivo y no lo crea por lo tanto, el ser

humano. El ser humano lo descubre, lo acepta y lo hace

comportamiento, vida. Por eso, en cierta manera el compor-

tamiento correcto es ejercicio de veracidad, de respeto a la

verdad.

El ser humano por racional, consciente y libre está obligado

a no fiarse de su percepción subjetiva y a descubrir afano-

samente la verdad objetiva y acatarla. Si actúa así, es lo que

debe ser, responsable. De lo contrario, es un irresponsable.

El sujeto y objeto de la moralidad no es el ser humano abs-

tracto, sino el ser humano concreto e histórico. Ahora bien, el

ser humano concreto no es posible ni viable, sin el concurso

de los demás seres humanos y del mundo material que le

rodea.

Por eso, los otros y lo otro- la alteridad- es parte constitutiva

de él. A ellos y a ello, les debe y se debe. Sería, según esto, la

gran inmoralidad del desentendernos de ellos y del mundo

material que nos rodea, y encerrarnos en nosotros mismos.

La ética social, política, económica y ecológica es un impera-

tivo enraizado en nuestra misma subjetividad.

La dimensión histórica del ser humano concreto tiene tam-

bién sus exigencias, sus reclamos que deben ser atendidos.

Lo ha resaltado soberbiamente el español Aranguren: “El

hombre moral de nuestro tiempo debe tomar sobre sí como

principal la tarea de la lucha por la justicia. Nadie puede

permanecer ya neutral ante su demanda. El que no milita en

pro de la justicia, en realidad ha elegido –inhibitoriamente,

que es la peor manera de elegir- la injusticia. La conciencia y

asunción de todas nuestras responsabilidades es una de las

virtudes más necesarias al hombre de hoy”.

La conciencia moral bien formada –existe la deformada- es

una voz insobornable en lo más hondo de nuestro ser que

nos reprueba el comportamiento indigno y nos alaba el digno,

facilitando así nuestra responsabilidad ante la vida.

La fe cristiana no exime en modo alguno, de la ley natural. La

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radicaliza, la ensancha y la facilita con la luz y la fuerza que

proviene de la presencia activa del Espíritu Santo que nos es

infundido en el bautismo y cuyo despliegue es total en virtud

del sacramento de la confirmación.

Recuerdo una cita de San Pablo y un pasaje evangélico.

El texto de San Pablo dice así: “No nos ha sido dado un Es-

píritu de pusilanimidad sino de fortaleza, amor y valentía (2

Tim. 1, 7).

Y este es el pasaje evangélico que lo relata Mateo, Marcos y

Lucas. Elijo la versión de Mateo:”Se le acercó un joven y le

dijo: Maestro, ¿Qué obra buena he de realizar para alcanzar

la vida eterna?

El le dijo: ¿Por qué me preguntas sobre lo bueno? Uno sólo es

bueno. Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos.

Díjole él: ¿Cuáles?

Jesús respondió: no matarás, no adulterarás, no hurtarás, no

levantarás falso testimonio. Honra a tu padre y a tu madre, y

ama al prójimo como a ti mismo.

Díjole el joven: todo esto lo he guardado, ¿Qué me queda aún?

Díjole Jesús: si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes,

dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos. Y ven y

sígueme.

Al oír esto el joven se fue triste, porque tenía muchos bienes.

Y Jesús dijo a sus discípulos: En verdad os digo, qué difícil-

mente entra un rico en el Reino de Los Cielos. De nuevo os

digo: es más fácil que un camello entre por el ojo de una

aguja que un rico en el Reino de los Cielos” (Mt. 19, 16-24).

Dada la importancia del valor ético en la personalidad y com-

portamiento del ser humano y de su ineludible persecución

en la sociedad es imperativo que me detenga ahora en su

relación con el sistema educativo.

La humanidad está pagando muy caro que la Escuela Prima-

ria y Secundaria y aún Universitaria, haya ido restringiendo

su función a sólo la trasmisión de conocimientos científicos,

olvidándose de su función de educativa o modeladora de

la personalidad y de la conducta sana y correcta del ser hu-

mano, como era antaño. Se ha originado así una generación

más equipada de conocimientos, más precisa en conoci-

mientos, más informada y más culta, pero más inmoral, más

psicópata, más confusa, más instintiva, más delictiva y conse-

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cuentemente más negativa. Al fin de cuentas, una sociedad

será siempre lo que sean sus ciudadanos, y unos ciudadanos

serán siempre lo que sean sus valores, y entre éstos, lo que

sean sus valores éticos.

Una sociedad de perdidos será siempre una sociedad perdida

y prevaricadora. En la raíz de la demoledora crisis económica

y financiera que estremece hoy a la humanidad entera, está

la gran crisis moral de nuestra generación.

Regenerarla no será tarea fácil y es el gran reto del sistema

total educativo. En efecto, la conducta moral, encarnación

vital del valor ético, que hemos descrito y ponderado, des-

de el punto de vista psicológico, no es otra cosa que una

actitud. Actitud es un modo concreto igual de reaccionar el

ser humano ante situaciones iguales o parecidas. Se origina

no espontáneamente sino con virtud de una serie de ideas

y convicciones, de una serie de experiencias positivas y de

repetición de actos- requiere por lo tanto un proceso. Hay

que iluminar, según esto, a nuestro mundo de hoy de la per-

versidad de los falsos valores inmorales de que nos dominan

y de la excelsitud y trascendencia de los genuinos valores

éticos que deben regir nuestro comportamiento personal

y social. Hay que someter esas ideas a experiencias gratifi-

cantes, y hay que repetir esas experiencias. En una de las

últimas Cartas Pastorales de la Conferencia del Episcopado

Dominicano, decíamos los Obispos Dominicanos: “En vez del

egoísmo y el individualismo comencemos a cultivar la soli-

daridad. En vez de la apariencia, la autenticidad. En vez del

tener, el ser, en vez de las prácticas corruptas, la integridad y

honestidad. En vez del despilfarro la sobriedad. En vez de la

prepotencia, la servicialidad. En vez de la violencia, el respeto

y la armonía. En vez de la emotividad e instintiva, la raciona-

lidad y reflexión. En vez del enfrentamiento, el diálogo y la

concentración. En vez de la ociosidad, la laboriosidad. En vez

del capricho, el imperio de la ley, en vez de pensar tanto y

vociferar los derechos propios, pensar mucho más y respetar

los derechos ajenos y los deberes propios”.

Termino ya. Es evidente que pretender que todos y cada

uno de nosotros los dominicanos y dominicanas, estemos y

actuemos siempre animados por los altos valores del espíritu

y por innegociables valores éticos, sería una imperdonable

ingenuidad. No lo es, sin embargo, que el modo común ma-

yoritario de enfrentar la vida como pueblo, esté regido por

ellos. Que así sea. Muchas gracias.

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BIOGRAFIAMonseñor Francisco José Arnaiz Zarandona

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Nació el 9 de marzo de 1925 en Bilbao (España), es

actualmente uno de los hijos más preclaros de la República

Dominicana, país al que arribó en 1961 y que, además de

concederle la bien ganada ciudadanía, ha sido beneficiado

durante 47 años por la fecunda labor de quien ha sido un

ejemplo de sacerdote, maestro y orientador.

Ingresó a la Compañía de Jesús el 30 de mayo de 1941. Ha

permanecido sirviendo por más de 67 años, en esta institución

que fundara San Ignacio de Loyola, con entusiasmo y lealtad.

Como buen hijo ignaciano adquirió una sólida formación

intelectual y académica habiendo obtenido los títulos de:

Licenciatura en Humanidades (La Habana, Cuba); Licenciatura

en Filosofía (Universidad de Comillas, España);

Doctorado en Teología (Universidad Gregoriana, Roma), y

Especialización en Psicología y Psiquiatría y en Espiritualidad

Ignaciana.

Desde muy joven, Arnaiz ha ocupado importantes cargos,

entre los que se destacan: 1949-52 formador y profesor

en el Seminario de San Ildefonso (Aibonito, Puerto Rico);

1959-61 rector del Noviciado-Juniorado “San Estanislao de

Kostka” (La Habana y director de la Casa de Ejercicios San

Ignacio de Loyola (La Habana); 1962-64 fundador y director

del Centro de Información y Acción Social (CIAS) de Santo

Domingo; fundador del Centro de Formación y Acción Social

Agraria (CEFASA) y asesor de la Confederación Autónoma

de Sindicatos Cristianos (CASC) y de la Federación de Ligas

Agrarias Cristianas (FEDELAC); 1964-75 Rector del Seminario

Pontificio Santo Tomás de Aquino, Santo Domingo, República

Dominicana; 1975-2002 Secretario General de la Conferencia

del Episcopado Dominicano, Delegado de la Conferencia

a todos los diálogos sociales y presidente de la Comisión

Doctrinal; 1989 Obispo Auxiliar de Santo Domingo, Vicario

Episcopal par la Universidad Católica Santo Domingo;

1990-95 Presidente del Departamento de Vida Consagrada

del CELAM, Presidente de la Asociación Dominicana de

Autoevaluación y Acreditación (ADAA) de las Universidades

Privadas y encargado de la Cátedra Beras de la PUCMM.

Como obispo le fue aceptada su renuncia en julio de 2002.

Una de las facetas más relevantes de Monseñor Arnaiz, es

su ejercicio magisterial para cuya tarea ha estado dotado

de verdadera vocación, admirables virtudes y enormes

capacidades que asombran por su diversidad y por la

solidez de los contenidos enseñados. A lo largo de su

fructífera existencia, Arnaiz ha enseñado a nivel secundario

y preuniversitario: Humanidades Clásicas y Retórica, Latín

y Griego, Literatura Universal, Literatura Latinoamericana,

Monseñor Francisco José Arnaiz ZarandonaObispo Emérito de Santo Domingo

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ÉTICA EN EL SECTOR EDUCATIVO / Monseñor Francisco José Arnaiz

Arte, Física y Química, Mineralogía. A nivel superior

(universitario): Teología sistemática (Trinidad, Cristología,

Tratado de Gracia, Escatología, Mariología), Antropología

Física y Cultural, Historia de la Iglesia, Psiquiatría y Psicología

Clínica, Sociología, Doctrina Social de la Iglesia y Pastoral.

La Iglesia Católica dominicana debe sentirse orgullosa de

contar con los servicios de una figura de tanto talento y

capacidad de trabajo como Francisco José Arnaiz, S.J. Por

eso no es de extrañar que en su vida de sacerdote y obispo

haya asistido como teólogo del Cardenal Beras, primero en

nuestra historia, a los seis primeros Sínodos Mundiales de

Obispos, y como Delegado de la Conferencia del Episcopado

Dominicano a los dos últimos (sobre la formación de los

futuros sacerdotes y sobre la Vida Consagrada); como

teólogo del CELAM a la III Conferencia General del Episcopado

Latinoamericano (Puebla), como miembro a la IV Conferencia

en Santo Domingo y como presidente del Departamento

de vida consagrada del CELAM, y como ponente a diversos

Congresos Mundiales y semanas de estudio de Sociología,

Teología y de Ejercicios Espirituales de San Ignacio.

En su calidad de docente se ha preocupado no sólo de la

cátedra o del trabajo estrictamente pastoral, sino que se

ha prestado su atención durante décadas a fungir de eficaz

orientador social como lo demuestran sus libros y su columna

en el periódico Listín Diario.

La lucidez de su pensamiento ha quedado plasmada en sus

cerca de 20 libros, entre los cuales se destacan: Dinámica

egocéntrica, 1967; María sponsa Spiritus Sancti, 1967; Los

Ejercicios Espirituales a la luz del Concilio Vaticano II, 1968;

Los Ejercicios Espirituales para el hombre de hoy, 1973; Datos

y Análisis para la Historia, 1981; Albores de la fe en América,

1989; San Ignacio de Loyola por dentro, 1991; Más luces que

sombras, 1992; Bitácoras, yelmos y cruces, 1992; Catecismo

y catecismos, 1993; El Cardenal Beras Rojas, 1994; Jesús de

Nazareth, 1996; Lecturas Pascuales, 1997; San Ignacio de

Loyola, maestro de la vida en el Espíritu, 2001; El Celibato,

2003; Fisonomía de Cristo, 2005, y La madurez de los pueblos

exige tiempo, 2006.

Como columnista del Listín Diario, decano de los diarios

dominicanos, empezó a colaborar en diciembre de 1966, primero

en el Suplemento Sabatino y después en la página de opinión

de la edición sabatina, cuando fue suprimido el Suplemento. La

columna lleva el título de “Pensamiento y vida” por tocar temas

teológicos, filosóficos o culturales o hacer comentarios sobre la

vida nacional. De diciembre de 1966 al día de hoy ha escrito en

dicho medio informativo más de 1.650 artículos.

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Por todos sus méritos y servicios al país ha recibido las

siguientes condecoraciones: “Pro Ecclesia et Pontifice” (Santa

Sede); “Medalla del mérito de la Emigración” (España);

Doctorado Honoris Causa por UTESA (Santo Domingo);

Doctorado Honoris Causa por la Pontificia Universidad

Católica Madre y Maestra; Condecoración Duarte, Sánchez

y Mella en el grado de Gran Oficial, y Gran condecoración

de la Orden de Malta. Mons. Francisco José Arnaiz, S.J. es

querido y admirado por toda la sociedad porque, entre otras

razones, es un auténtico maestro y un ciudadano ejemplar.

Así también lo fueron, en sus respectivas épocas, Eugenio

María de Hostos, Pedro Henríquez Ureña y Ercilla Pepín, por

solo citar tres figuras emblemáticas en el campo educativo.

De ahí que, como expresara el 20 de abril de 1999, en ocasión

de la presentación de su obra Palabras breves y palabras

largas, reitero que “nuestro país necesita, para crecer

como tal, muchos Arnaiz. Hombres que con sus vidas y sus

palabras se conviertan en ejemplos a imitar y desempeñen,

siendo excepcionales testigos de excepción, el rol de ángeles

guardianes del pueblo dominicano como Mons. Arnaiz lo ha

sido a lo largo de más de cincuenta años entre nosotros”.

Fuente consultada: Revista INAFOCAM

Fotografía portada: INAFOCAM

Edic. noviembre 2008, vol.5

Conferencia Magistral:

Ética en el Sector Educativo

Monseñor Francisco José Arnaiz

Obispo Emérito de Santo Domingo

23 de noviembre, 2009, Santo Domingo,

República Dominicana.

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