Conjura Córdoba Santos - DigitalBooks...“Este maldito emasculado, tan gordo como engreído, me...

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JUAN KRESDEZ

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JUAN KRESDEZ

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Colección: Novela Históricawww.novelanowtilus.com

Título: La conjura de CórdobaAutor: © Juan Kresdez

Copyright de la presente edición © 2007 Ediciones Nowtilus S. L.Doña Juana I de Castilla 44, 3o C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Editor: Santos RodríguezCoordinador editorial: José Luis Torres Vitolas

Diseño y realización de cubiertas: Rodil&HerraizDiseño y realización de interiores: Sara Cordón

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por laLey, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientesindemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren,plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte,una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a travésde cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN 13: 978-84-9763-350-5

Libro electrónico: primera edición

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ÍNDICE

El Palacio de Mármol, Dar al-Rujam . . . . . . . . . . . 011

El zoco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 025

Muere al-Hakam II . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 039

Mohamiya . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 057

Abu-l-Asbag . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 071

Los grandes oficiales eunucos . . . . . . . . . . . . . . . . 087

Jueces y ulemas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 099

Al-Mushafi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111

Abi Amir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125

Al-Malik . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141

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Los beréberes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157

Camino de al-Rushafa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171

Subh . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181

Al-Mugira . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193

El indulto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205

El pabellón al-Rasiq . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 215

La ejecución . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 227

Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237

Plano esquemático de Córdoba del siglo X . . . . . . . 243

Glosario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245

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A Jesús Mariano Valle

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EL PALACIO DE MÁRMOL,DAR AL-RUJAM

El médico entró en el dormitorio del Califa comocada mañana en los últimos meses. La enfermedadde al-Hakam II le tenía desorientado. Los síntomas

eran inequívocos de apoplejía, una repetición de la enfer-medad sufrida el año anterior, sin embargo, manifesta-ciones que no acertaba a identificar le hacían dudar deldiagnóstico.

El Califa recostado sobre almohadones somnoliento,extraviado, comía cuando le daban, bebía cuando le acer-caban un vaso y parecía no reconocer a nadie. Se hacía lasnecesidades encima y solamente el olor nauseabundo avi-saba a los esclavos de la obligación de limpiarle y cambiarlede ropa. Ni mejoraba ni moría.

Esa mañana al-Adadi, después de suministrar alenfermo el preparado habitual, preguntó a los hombresque cuidaban del Califa desde los primeros momentos dela aparición de la enfermedad, Faiq al-Nizami, el granjefe de la Casa de Correos, Sahib al-Burud, y a Yawdar, hal-conero real y jefe de la guardia personal del Califa, los“mudos”, si habían observado alguna reacción, aunque

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para ellos no revistiera importancia. Algún detalle aislado,cualquier señal que pudiera ayudarle en el esfuerzo paramejorar el estado del Califa. Ambos contestaron que nohabían apreciado nada nuevo. Seguía igual. Ni el menorparpadeo cuando le hablaban. Desde el amanecer hasta lapuesta del sol se encontraba en aquel estado, y por lanoche creían que dormía con tranquilidad. Cerraba lospárpados y mantenía la respiración pausada.

—Cuanto observo tiene las características de la apo-plejía, pero este insólito estado de coma me desconcierta.

Los dos eunucos se miraron y se encogieron de hom-bros con un gesto que venía a decir: “Qué sabemos nos-otros, el médico eres tú”.

Al-Adadi abandonó el dormitorio pensativo, arrepen-tido del comentario y con la incertidumbre de la igno-rancia royéndole por dentro. Faiq al-Nizami mandó a losesclavos retirarse. Después se apoyó en el brazo de Yawdary ambos se alejaron del lecho del enfermo.

—¿Crees que al-Adadi sospecha algo? —dijo Faiq al-Nizami con un susurro.

—Imposible —contestó Yawdar.—¿Cuánto tiempo aguantará al-Hakam II en esas

condiciones?—Deberías habérselo preguntado al médico. Sé tanto

como tú —contestó Yawdar.Hablaban en voz muy baja, como si el Califa pudiera

oírles desde la cama.—¿Sigues administrándole el brebaje prescrito?—Cada dos horas, como desde el principio. Lo inte-

rrumpiré cuando digas —Yawdar estaba cansado deactuar de enfermero, encerrado en el Palacio de Mármoldesde la recaída de al-Hakam II.

—Aguanta un poco más. Los correos enviados aMedina Selim, Zaragoza, Málaga, Almería y Sevilla no han

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regresado. Necesitamos la confirmación de las posicionesde esos gobernadores antes de aventurarnos a tomar unadecisión irreversible.

El rostro de Faiq al-Nizami, gordezuelo y sonrosado,no demostraba emoción alguna.

—Temo que se nos vaya de las manos. Intuyo quepuede morir en cualquier instante. Se debilita de un díapara otro.

—Confiemos en su fortaleza. Otro, en su lugar,hubiera abandonado este mundo mucho antes.

Faiq al-Nizami, acostumbrado a cierta fatalidad, man-tenía el ánimo reposado. El tiempo le había favorecido alo largo de la vida como fiel aliado y estaba seguro deseguir disfrutando de esa prerrogativa.

—¿Qué haremos si expira sin que hayamos recibidocomunicación de las provincias?

—Seguiremos con el proyecto. Proclamaremos califaa al-Mugira. Lo acatarán como un mal menor. Recuerdalos comentarios desaprobatorios cuando al-Hakam IIexigió la jura de Hisham como sucesor. Ninguno de losgobernadores aceptará de buen grado a un menor deedad como Príncipe de los Creyentes. Lo mismo piensanlos altos funcionarios de la corte y los generales del ejér-cito. He escuchado infinidad de opiniones semejantes alas nuestras. Jurar a Hisham como califa supondrá laregencia de al-Mushafi, inevitable a todas luces. El Hachibse ha granjeado el odio de la mayoría con su despotismo.Otra posibilidad sería que el gobierno cayese en manosde la Princesa Madre y su amante a la sombra del niño.Cualquiera de ellos cuenta con el desacuerdo y la repro-bación de un alto porcentaje de los cordobeses.

Faiq al-Nizami llevaba meses entregado a la miste-riosa labor de sondear a unos y otros. Desde su puestode jefe de la Casa de Correos, responsable absoluto del

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espionaje en el califato, tanto exterior como interior,conocía las debilidades y opiniones de todos y cada unode los hombres con cierto relieve dentro de la adminis-tración, el ejército y la sociedad aristocrática cordobesa.Apostaba por el designio que habían madurado, prote-gidos por la confianza y bondad del Califa.

—Puede surgir la sospecha de envenenamiento.—También he captado la observación irreflexiva de

al-Adadi. Hoy mismo abandonará Córdoba, si quiereconservar la vida. Después del absurdo comentario hevisto el miedo en sus ojos y he olido el pánico en sutranspiración. Solo falta empujarle, ofrecerle una salida.

Faiq al-Nizami, con la dulzura y la paciencia de unpadre, satisfacía cualquier preocupación de Yawdar, quiencon admirable sacrificio permanecía enclaustrado dentro delos muros del palacio cuidando al Califa sin otro contactohumano con el exterior que los sirvientes esclavos y loscapitanes de la guardia personal del Califa, “los mudos”, aquienes impartía órdenes cada mañana.Amparados en unaprescripción de los médicos de la corte, los dos altos fun-cionarios eunucos y hombres de confianza de al-Hakam IIhabían creado un cerco inexpugnable en torno a la personade su Señor. Nadie tenía acceso al palacio. El Gran Visir, elhachib al-Mushafi, se había declarado impotente y se resig-naba con acercarse cada mañana y cada tarde a la puerta apreguntar a uno de los eunucos, quien quisiera recibirle enese momento, por la salud de al-Hakam II. La PrincesaMadre, al-Sayyida al-Kubra, Subh, tampoco había podido tras-pasar la muralla de guardias y esclavos, ni siquiera acompa-ñada de su hijo, el Príncipe heredero.

—Lo acertado sería quitarle de en medio —refunfuñóYawdar.

Un esclavo llamó a la puerta con delicados golpes yle invitaron a pasar.

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—El Hachib se acerca por el jardín —susurró.Faiq al-Nizami asintió y el esclavo se retiró con el

mismo sigilo con que se movían todos por palacio.Yawdar había ordenado que le avisasen con anticipación

de la llegada del Gran Visir para esperarle a la puerta y deeste modo paliar en lo posible la gran ofensa que le hacían.

—Hablaré con él y me acercaré a la Casa de Correos.Quizá la suerte nos haya favorecido y encuentre algunode los mensajes que tan impacientes esperamos.

El Alcázar de Córdoba, un vasto recinto amuralladode mil cien codos, situado en el ángulo sudoeste de laciudad, había sido la residencia de los emires cordobesesy del califa Abd al-Rahman III hasta la construcción de laciudad palaciega de Medina al-Zahra. Ahora volvía aocupar su antiguo destino gracias a la intervención de losmédicos de la corte. Al agravarse la enfermedad de al-Hakam II, habían aconsejado el traslado del enfermodesde Medina al-Zahra a Córdoba por encontrar el climade la ciudad del Guadalquivir más saludable que el de laáulica residencia. En su interior se agrupaban, entrepatios, fuentes y jardines, los palacios construidos porcada uno de los emires, los pabellones de la administra-ción, los fastuosos talleres del Tiraz, de donde salían lasafamadas confecciones de seda y oro; las viviendas de losservidores, secretarios, amanuenses, contables, funciona-rios y oficiales palatinos, eunucos y esclavos del gineceo;los cuarteles de la guardia personal del Califa, las caballe-rizas, los almacenes para piensos y forrajes, los pabellonesdestinados a armería, el harén real y el hermoso jardíndel cementerio, al-rawda, panteón califal. En el subsuelo,los lúgubres sótanos, las terribles mazmorras, cárcelesdonde delincuentes comunes, asesinos, bandidos sin fe ysin escrúpulos, herejes, espías y disidentes se pudrían depor vida entre privaciones y torturas.

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Al-Mushafi había dejado atrás el jardín al-Hayr, plan-tado de frutales y perfumado por los membrillos ensazón y atravesaba el patio de la Casa de Mármol, cuandoapareció Faiq al-Nizami en lo alto de la escalera.

“Este maldito emasculado, tan gordo como engreído,me recibe desde el mismo lugar donde el Califa disfru-taba con las cabriolas de los jinetes beréberes los días depaga”, se dijo el Hachib con los dientes apretados, lospuños cerrados e intentando esbozar una sonrisa paraocultar el odio y la repugnancia que le producía la pre-sencia del Sahib al-Burud. Se saludaron con amabilidad enlos labios y las palabras correctas bajo las cuales se ocul-taba un rencor irreconciliable.

—Estimado Hachib, resulta admirable tu amor por elCalifa. Cada mañana y cada atardecer, puntual y preciso,te interesas el primero por la salud de nuestro Señor. Elmédico acaba de realizar el reconocimiento rutinario y seha marchado. ¿No os habéis cruzado en los jardines?

Al-Mushafi negó con un gesto y siguió con los ojosfijos en los de su interlocutor.

—Dios habrá optado por encaminar sus pasos en otradirección. Los informes que nos ha transmitido son muyesperanzadores. Ha comprobado las constantes vitales, laspupilas de los ojos, los humores y ha presenciado el de-sayuno de nuestro Señor. Ha observado por sí mismo elbuen apetito y las ganas de mejorar del enfermo. Satis-fecho, ha emitido un diagnóstico que nos ha llenado dealegría y ha terminado con esta frase: “Si la mejoría con-tinúa sin interrupción, dentro de unos días podrá recibiralguna visita. Corta, para no cansarle”.

—¡Alabado sea el Todopoderoso en su misericordia!Al-Mushafi no tenía otro comentario ni ganas de

continuar la conversación. Se despidió y se encaminó a sudespacho en el gran pabellón de la Puerta al-Sudda. En

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ausencia del Califa, todas las responsabilidades de go-bierno habían caído sobre sus hombros y el tiempo se lehacía corto para abarcar e intentar solucionar tantos pro-blemas. Hasta el mismo Faiq al-Nizami tendría que com-parecer en el salón de audiencias y rendir informesdetallados sobre el trabajo en la Casa de Correos y en lostalleres del Tiraz.

El rostro de Faiq al-Nizami se iluminó con una sarcás-tica sonrisa al contemplar la espalda del Hachib mientrascruzaba el patio. “El hombre más poderoso de Córdoba, aquien nadie osa sostener la mirada, ante mí, en estepalacio, adopta la actitud de un cordero”.

Entró de nuevo en palacio y salió por los jardinesposteriores, se encaminó a la Puerta de Coria, en el lienzoseptentrional del Alcázar, y llegó a la Casa de Correos. Unedificio de grandes dimensiones construido dos añosatrás sobre los restos de un incendio que destruyó la pri-mitiva construcción. Sentado en un diván de grandescojines, recibió al Oficial Mayor y le preguntó por losansiados correos.

—No han regresado. De Almería he sabido quenuestro agente no ha podido entrevistarse con el almiranteal-Rumahis por encontrarse embarcado en una inspeccióndel litoral. Galib no se encuentra en Medina Selim. Me hanconfirmado su estancia en Gormaz supervisando las obrasde la alcazaba. Al-Tuchibi había salido para Lérida cuandose presentó nuestro hombre y le espera en Zaragoza. DeMálaga no tengo noticias y de Sevilla tampoco.

Faiq al-Nizami le escuchó sin alterar un solo músculode su rostro a pesar de la contrariedad que le causabaaquella escueta información. Despidió al oficial, otroeslavo* emasculado. Estimó como un mal presagio las

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* Eslavos se les llamaba a las personas procedentes del norte de Europa.Todos llegaban como esclavosde niños. Unas veces, podían ser eunucos, otras, libertos y enteros.

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casualidades. Rememoró los encuentros que había tenidocon los gobernadores en busca de un detalle que se lehubiera escapado. Quizá algún gesto que le señalase sihabían fingido cuando expresaron su preocupación y des-contento ante la posibilidad de proclamar califa a un niño deonce años, pero no encontró nada revelador. Con Rumahisno había hablado personalmente. El alejamiento de la cortedel Almirante, preocupado en exceso por mantener en ordenlas costas y proteger de bandidos la flota mercante, y supoco tiempo para viajar fuera de Córdoba habían imposibili-tado la entrevista. Sin embargo, la correspondencia personalcontinuaba inalterable y en aquellas cartas Rumahis se habíadesahogado. Manifestaba sin ambages su repulsa a entregarel gobierno a un menor de edad, lo que obligaba a una for-zosa regencia, y comparaba esa desafortunada posibilidadcon la decadencia del califato abasí en Bagdad. El gobiernoen manos de generales mercenarios, el califato divido porluchas intestinas y un califa honorífico carente de autoridad.

Absorto como estaba en sus pensamientos, no se diocuenta de que tenía delante a uno de sus subordinadoshasta el momento en que este carraspeó para llamar suatención. Cuando sus miradas se encontraron, le entregóuna nota sellada y abandonó la estancia.

“El Califa ha muerto.Yawdar”.Faiq al-Nizami arrojó la carta en un brasero y esperó a

que ardiera completamente. Salió de la Casa de Correos yentró en el Alcázar por la misma puerta que había cruzadopoco antes. Atravesó los jardines y, por la poterna de ser-vicio, se introdujo en la Casa de Mármol.Yawdar se habíaencargado de ocultar la noticia y por los pasillos losesclavos continuaban con sus labores habituales. El Sahib al-Burud se acercó a las habitaciones ocupadas por el Califa yse encontró con dos guardias armados. Le franquearon elacceso y encontró a Yawdar nervioso, paseando de un lado

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a otro, sin acercarse al cadáver del Califa cubierto con unasábana.

—¿Cómo ha ocurrido? Esta mañana parecía que sehabía estabilizado.

—Exhaló un ronquido y expiró —dijo Yawdar, que sehabía detenido delante de su compañero.

—Ordena el cierre del palacio a cal y canto. Prohíbela entrada y salida a los sirvientes y esclavos, pero condiscreción. Evitemos la alarma y pensemos con serenidad.

Faiq al-Nizami procuraba mantener la calma aunqueen su interior hervía un volcán a punto de entrar enerupción. Había confiado en el tiempo como cómplicecomplaciente y en estos precisos momentos parecíahaberle traicionado.

—El palacio es inaccesible a cualquier intruso. Se hancerrado los accesos al Alcázar, a excepción de la Puerta al-Sudda, y he doblado la guardia. He mandado incomunicar elharén, vigilar a la Princesa Madre y prohibido que ningunode los esclavos y sirvientes que haya quedado fuera de lasdependencias circule por los patios y jardines. Todos hanpasado a los pabellones del servicio y esperarán allí hasta quese les comunique su destino. El gran edificio de la adminis-tración lo he aislado del resto del Alcázar. Sin embargo, nohe considerado oportuno cerrarlo. Hay algunos visiresdentro y está a punto de comenzar la audiencia de al-Mus-hafi. He procurado evitar cualquier maniobra sospechosaaunque he enviado gente a la Puerta al-Sudda. Los oficialesde la guardia están en estado de alerta y la tropa acuarteladay dispuesta a intervenir si lo consideramos oportuno.

—Es indispensable mantener oculta la muerte delCalifa durante el tiempo necesario para afianzar la procla-mación de al-Mugira como el próximo califa.

Faiq al-Nizami se acercó al cadáver y levantó lasábana que le cubría. Al-Hakam II, rígido y hundido en

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los blandos almohadones, parecía mirar un lugar en elartesonado del techo con los ojos abiertos. El rostro delcolor de la cera virgen, dos grandes semicírculos oscurosbajo los párpados, la nariz prominente y la expresiónsosegada indicaban que había muerto en paz, como sidijese: “Todo lo que hubo que hacer se hizo”. Faiq al-Nizami creyó ver en el semblante del muerto una duracrítica a sus proyectos y volvió a cubrir el cuerpo delCalifa con la sábana.

—Solamente nosotros estamos al corriente del falle-cimiento de al-Hakam II. Cuando ocurrió el desenlace nohabía nadie en la habitación excepto yo. Ni los esclavos sehan enterado —contestó Yawdar, el gran halconero, Sahibal-Bayazira, celoso del papel que le había tocado en suertey, al mismo tiempo, cansado de tan lúgubre soledad.Miró directamente a los ojos del Sahib al-Burud con mudainterrogación sobre los pasos que darían a continuación,ansioso por conocer la situación en el exterior, saberquiénes se habían adherido incondicionales a su causa, yla actitud que tomaría al-Mugira al comunicarle la defun-ción de su hermano el Califa.

—Seguimos como esta mañana. Los correos enviados alas provincias no han regresado y carecemos, por tanto, dela confirmación del apoyo de los gobernadores. Sinembargo, continuaremos con el plan previsto. Una vez enel diván califal al-Mugira, jurado por la corte y el pueblode Córdoba, hasta los más reacios tendrán la obligación deacatar al nuevo Príncipe de los Creyentes o serán acusadosde rebeldía y sedición, encarcelados y, si perseveran, deca-pitados. Dentro del Alcázar contamos con los grades ofi-ciales eslavos, el gran repostero, el jefe de construcciones,el caballerizo mayor, el gran orfebre, el tesorero real, losoficiales de las armerías y toda la clientela que arrastrantras de sí esos cargos. Los eunucos y esclavos del harén, los

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oficiales contables y los registradores de la administración,los mismos empleados del Hachib y la guardia real cuyojefe eres tú. En Córdoba contamos con los esclavos jefes delas casas de la aristocracia árabe, algunos ulemas orto-doxos, los grandes terratenientes, los propietarios de losinmuebles de la ciudad y los jefes de los gremios comer-ciales, varios generales de los acuartelamientos de lafuerzas regulares, eslavos aunque no emasculados. Nadapuede detenernos: mañana, en el gran salón donde fueproclamado Abd al-Rahman III, juraremos Príncipe de losCreyentes a al-Mugira con la misma ceremonia que lo hizosu padre y en el mismo lugar. El califato de Occidente nosaldrá de la línea sucesoria omeya y hasta los más escrupu-losos aceptarán y prometerán fidelidad al tercer califa cor-dobés, a otro de los hijos de Abd al-Rahman III.

Faiq al-Nizami, a medida que hablaba, se autocon-vencía del éxito y las incipientes sospechas que le produ-jeron el silencio de los gobernadores se desvanecieron,como el humo de las lámparas.

—¿Cuál fue la contestación que te dio al-Mugira enel último encuentro?

—¡Por Dios,Yawdar! En las primeras entrevistas en laCasa de Correos estuvimos los tres: tú, al-Mugira y yo.Oíste su respuesta a nuestra proposición y con tus pro-pios ojos viste su rostro iluminado por la alegría.

—En aquellos momentos aceptó sin oponer resis-tencia y estuvo de acuerdo con cuanto le planteamos,hasta se mostró convencido a nombrar como su herederoal príncipe Hisham, el hijo de al-Hakam II, su sobrino,pero ahora, ante el Califa de cuerpo presente, me asaltanlas dudas. Al-Mugira es un príncipe disoluto, educado enlos placeres y la indolencia, cobarde y carente de ambi-ciones. Nos negará si alguien le aprieta las clavijas. En elacto de la jura puede levantarse un visir o un aristócrata y

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plantear escrúpulos por el juramento que hizo en pre-sencia de al-Hakam II hace apenas siete meses.

Faiq al-Nizami giró sobre sus talones y se enfrentócon el cadáver del Califa, como si este a su espalda hubierainfundido en Yawdar recelos y le hubiera coaccionadopara desistir del proyecto tan ambicioso en el que se ha-bían embarcado.

—Tanto entonces como ayer, la última vez que hablécon él, al-Mugira mantiene la misma postura. Es conscientedel riesgo que correría si se torcieran los acontecimientos yfracasáramos. Sabe y acepta las consecuencias y entiendeque el precio es la muerte. Cuando se llega a ciertos extre-mos desandar el camino y retroceder es imposible.

La velada amenaza no pasó desapercibida para elGran Halconero.

—Te equivocas si crees que vacilo o me arrepiento.Mi decisión es tan firme como las estrellas del cielo o elsol que nos alumbra y nos calienta, pero prefiero estarseguro de quienes nos acompañan en esta peligrosa aven-tura. No quiero deber el fracaso a otros, ni perder lacabeza por perfidias.

La voz de Yawdar sonó como un redoble de tamborllamando a combatir a los soldados y dio por zanjada ladiscusión.

El inesperado desenlace precipitaba las actuaciones yel trabajo para la proclamación al día siguiente del nuevocalifa imponía celeridad y coordinación.

Habían transcurrido dos horas desde el fallecimientoy el cadáver, a causa de la fuerte medicación y el calorque hacía dentro de la habitación, empezaba a descom-ponerse. El característico olor de la muerte amenazabacon traspasar las puertas y extenderse por el palacio. Lla-maron al Jefe de la Guardia Real y le mostraron el cuerposin vida del Califa.

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—En el pabellón de la administración ya habrácomenzado la recepción diaria de peticionarios. Sembra-ríamos el desconcierto si la noticia sale fuera de estosmuros sin haber preparado convenientemente las actua-ciones que exige el protocolo. Mientras terminan lasaudiencias, lavemos el cadáver y vistámosle con la túnicaque eligió el propio al-Hakam II para su mortaja.

Minutos después entraron los esclavos que atendieronal Califa durante la enfermedad, le lavaron, le perfu-maron, le vistieron y le colocaron encima de una granmesa de mármol.

—¿Piensas llamar a al-Mushafi? —los ojos de Yawdarcentelleaban.

—Tal como se nos han presentado las cosas notenemos otra solución.Veremos cómo responde.

—¡Estás loco, Faiq! Lo sensato es matarle. Al-Mushafiy el Califa han conservado la amistad desde la infancia. ElHachib no traicionará el juramento a Hisham. Piensadetenidamente, analiza los pros y contras. Al-Mushafi,con Hisham menor de edad, seguirá de regente como elverdadero califa. Con al-Mugira no podrá serlo. ¿Quéganará uniéndose a nosotros?

Yawdar, zorro, astuto, y violento no comprendía elcambio de planes de Faiq al-Nizami. Su concepto desupervivencia se resumía en una sola frase: “Al enemigo,buena muerte”.

—¡Tranquilízate! Busquemos otro modo de sujetar alHachib —dijo Faiq al-Nizami. Deseaba empezar unanueva etapa con la conciencia limpia de asesinatos enprevisión de males mayores. Tiempo habría después dedeshacerse de quien les estorbase.

—Cuando se entere de la muerte del Califa convocaráa los visires, a los cadíes, a la aristocracia, a los ulemas, alos hombres importantes de Córdoba y, apoyado en las

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fuerzas de la prefectura de su hijo Muhammad, en las desu sobrino Hisham ibn Utman y en los beréberes, elevaráal niño Hisham a Príncipe de los Creyentes.

—Mientras el Alcázar esté bajo nuestro control,seremos nosotros quienes decidamos la sucesión y al-Mushafi se pondrá de nuestro lado.

Faiq al-Nizami repasaba mentalmente sus fuerzas: laguardia real, sirvientes y eunucos —varios miles que podríaarmar hasta los dientes con los efectos del arsenal del Alcá-zar—, los espías e informadores de la Casa de Correos,algunos cuerpos del ejército mandados por eslavos. Sufi-ciente para amedrentar a los cordobeses.

—¿Cómo piensas conseguirlo? —Yawdar desconfiabade cualquier acuerdo con el Hachib, de quien había rece-lado siempre.

—Le propondremos un califa honorífico que reco-nozca a Hisham como sucesor al cumplir la mayoría deedad y a él, Hachib, con poderes absolutos. Un verdaderocalifa. Le ofreceremos también el título de doble visiratoy nosotros continuaremos de oficiales de la Casa del Imánde los Creyentes. El Califa espiritual. Lo aceptará yhabremos resuelto el problema, en caso contrario, delantedel cadáver de al-Hakam II, le degollaremos —el razona-miento de Faiq resquebrajó la tensión de Yawdar.

—De acuerdo. Hagamos como dices. Colocaré a lossudaneses a su espalda y a la menor duda le estrangu-larán. Ocultaremos su cadáver, cerraremos la ciudad yentronizaremos a al-Mugira. Después daremos sepultura aal-Hakam II y al estúpido de al-Mushafi lo arrojaremos alrío, los cangrejos nos lo agradecerán.

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EL ZOCO

Mientras en el Alcázar el Califa abandonaba estemundo aislado de su pueblo y los dos grandesoficiales eunucos se esforzaban en su proyecto,

Córdoba se desperezaba después de una semana ininterrum-pida de lluvias. Ibn Nasr llegó pronto a su despacho del zocoy mandó datar el día: 3 de safar de 366 para el cómputomusulmán, 1 de octubre de 976 para los cristianos.

Ibn Nasr, Sabih al-Surta, juez de causas civiles, y Sabih al-Suq, juez del mercado, zabazoque, como designaba la vozpopular, se reunió con los inspectores y les asignó sucometido. A unos entregó las pesas y medidas maestras, aotros las varas métricas y al resto los envió de ronda, aescuchar quejas de compradores defraudados, vigilar lospequeños hurtos, separar a los pendencieros de geniovivo, que nunca faltaban, y organizar la circulación.

Los años habían labrado bien el cuerpo del viejo juez.Las articulaciones deformadas, rígidas, le limitaban losmovimientos, los cambios de tiempo le afectaban y lashoras sentado con las piernas encogidas se convertían enun martirio difícil de sufrir a pesar de los emplastos,

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ungüentos e infusiones que le recetaban los médicos.Decidió pasear por el mercado antes de acudir a la sala dejusticia del Alcázar, donde le llegaban los casos que leremitía el Cadí, para imponer las penas o juzgar enaudiencia pública. Enfiló por la calle de los vendedores detelas y tejidos, la alcaicería, y se entretuvo curioseandoentre los comercios donde se vendían las manufacturas deCórdoba. Continuó por las especializadas en importa-ciones, generalmente procedentes de Bagdad, Jurasán,Mosul, Alejandría, Damasco o Bizancio, artículos de lujoasequibles solo a las clases adineradas. Por estas tiendastransitaban los altos funcionarios, aristócratas árabes,visires, generales y los eunucos de la casa del Califa, vani-dosos y amigos de la ostentación hasta la exageración. Seencontró con el cadí al-Salim camino de la mezquita. Aambos les unían dos cosas: la fidelidad al califa al-Hakam IIy el amor por la ciudad de Córdoba.

—Otra semana de lluvias y tendremos una magníficacosecha de setas. En parte alguna he comido guisos tanexquisitos como los preparados con los hongos de lasierra cordobesa.

—Si las setas crecieran sin el agua que nos envíanlos cielos, las disfrutaría con mayor placer y mejorgusto —respondió ibn Nasr acordándose de la infernalsemana que había pasado a causa del temporal.

Uno y otro, temerosos, retrasaban la inevitable refe-rencia a la salud del Califa. Actuaban como las avestruces,que esconden la cabeza en la tierra para no ver el peligrocreyendo que él tampoco los verá y pasará de largo.

Al-Salim empezó a hablar para distendir la tensión:—No te diré su nombre por discreción, pero le

conoces muy bien por haber trabajado contigo como ins-pector. Este hombre, serio, de carácter apacible, padre devarios hijos, se ha enamorado como un loco de uno de

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los esclavos de Hudayr, un mancebo de ojos negros ygrandes pestañas como abanicos, esbelto y de graciososmodales. Anda tras el chico como un beodo, sin recatarse,le descubre su pasión y le atosiga con millones de pro-mesas. El muchacho le huye como si fuese el diablo.Nuestro hombre consiguió averiguar que el esclavo acudea última hora de la tarde a la mezquita de su barrio y allíse presentó ayer tarde. Se colocó enfrente y de tantomirarle embelesado, el chico perdió los nervios, selevantó y le pegó tal cantidad de mamporros que le amo-rató un ojo. Pero asómbrate, en vez de enfurecerse, elenamorado exclamó: “Esto es el colmo de mi deseo.Ahora soy feliz”.

Era el cotilleo del día. Rieron ambos de las miseriasdel amor y del nulo decoro con que ciertos hombres secomportan cuando no pueden dominar el deseo ycomentaron las desgracias que acarreaban tales circuns-tancias para algunas familias. Ibn Nasr no pudo aguantarmás la incertidumbre sobre el estado de salud del Califa.

—¿Qué noticias tienes sobre nuestro Señor? ¿Leveremos restablecido?

—Por la expresión de tu rostro, las mismas que todosquienes no tenemos contacto con él. A veces dicen quemejora y al día siguiente lo contrario. Mi opinión es des-esperanzadora. Rezo por un milagro. Pero, amigo mío, nocreo que Dios me haga caso.

El semblante del cadí al-Salim se ensombreció y unanube gris de pena se asomó al borde de sus pupilas.

—Comenté con un médico estas manifestaciones delvaivén de la enfermedad y me tranquilizó al considerarlo decierta normalidad. Me dijo: “Puede ser debido a la medica-ción. Se suministra una droga y el enfermo reacciona, apa-rece la mejoría, pero, cuando el cuerpo se ha acostumbradoa ella, pierde eficacia y surge el efecto contrario.Todo está

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en manos de Dios”, dijo ibn Nasr resignado, acordándosede las veces que a él le habían cambiado los fármacos.

—¿Cómo ves tú la actuación de esos dos eunucos?Yawdar es desabrido y soberbio, hasta su expresión esácida. Faiq al-Nizami, con su cara de manzana, es fríocomo un témpano. ¿Atienden de forma adecuada al Califa?¿Están correspondiendo a la benevolencia con que les hatratado? —al-Salim desconfiaba de los dos jefes de la casadel Califa, les consideraba despegados en materia reli-giosa, tibios en la fe y demostraban desconsiderada devo-ción cuando acompañaban al Califa a la mezquita. A vecesle asaltaba el fantasma del veneno e ibn Nasr entendió lapregunta con la velada referencia al endiablado tósigo.

—Ellos deberían ser los más interesados en el resta-blecimiento de al-Hakam II. Han conseguido bajo su pro-tección el sueño de cualquier humano: poder, dinero yprestigio. Influyen en los negocios, son los dueños de lasmejores inversiones inmobiliarias de la ciudad y el Califales consiente como si hubieran sido sus hijos. Pienso quese dejarían sacar un ojo por conservar al Califa con vida—Ibn Nasr había tenido ocasión de realizar alguna inves-tigación sobre malversación entre este cuerpo de grandesoficiales, eunucos en su mayoría, y eslavos; sabía de susartes para protegerse bajo el amparo de al-Hakam II.

—¿Qué ocurrirá cuando el Califa abandone estemundo? ¡Dios no lo consienta! —al-Salim se ruborizóasombrado de su osadía.

—No practico las artes adivinatorias, pero ten porseguro que han tramado algo.

Con este rotundo comentario se separaron. Al-Salimen dirección a la mezquita, e Ibn Nasr reanudó su paseopor el mercado.

La conversación con el Cadí sobre los eunucos y suscomponendas le trajeron a ibn Nasr los dolores de los días

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de lluvia. Presagiando un invierno duro, de heladas yvientos del Norte, sus ojos se fueron a una tienda depellizas. Las había de comadreja y petigrís, confeccionadasen Córdoba con pieles importadas de África y Siberia; decastor y de marta cibelina hechas en Bagdad; de conejo ycordero de las serranías y pastos de la Península. Un mues-trario para cada cliente, menos para los desheredados de lafortuna que se tenían que conformar con los groseros fiel-tros, heredados de sus mayores o comprados en las tiendasde los ropavejeros del otro lado del zoco.

El dueño del comercio, al reconocerle, salió a suencuentro y desplegó su mejor amabilidad entre comen-tarios triviales, alusiones al tiempo, la carestía de la vida,—preocupación constante de los comerciantes— y chas-carrillos de todo tipo sobre las murmuraciones de loscordobeses. En un momento hizo un repaso exhaustivode las inquietudes del mercado, los impuestos y la enfer-medad del Califa.Tal cúmulo de observaciones agobiaronal juez, que miraba con disimulo a un lado y a otro de lacalle en busca de una disculpa para huir del solícito ven-dedor. Un jinete en uno de los extremos llamó su aten-ción. Cabalgaba hacia la salida de la ciudad en un caballocargado con grandes alforjas a la grupa.

—¿No es ese al-Adadi, el médico?—Sí. Tendrá un paciente al otro lado del río —res-

pondió el comerciante al comprobar que el jinete sedirigía hacia la puerta del puente sobre el Guadalquivir ysin concederle mayor importancia.

Ibn Nasr se despidió e intentó dar alcance al médico.Le pareció extraño que abandonara la ciudad. Al-Adadi,desde la recaída de al-Hakam, encerrado en el Alcázar a lacabecera del enfermo, había aconsejado a su clientelaacudir a otros médicos. “O el Califa ha mejorado mucho yle permite atender a otros pacientes o nuestro Señor ha

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entrado en la fase de los desahuciados”, se dijo al tiempoque alargó las zancadas tanto como la artrosis le permitió asus viejas piernas.

El médico dobló por la primera esquina y entró en larambla del río. Por esa parte los transeúntes escaseaban y eljuez avanzó con rapidez. Cuando llegó a la rambla, elmédico había cruzado la puerta y se encontraba en la mitaddel puente. Ibn Nasr, frustrado, echaba pestes de sí mismo,de la enfermedad que le impedía y de los años que lehabían robado la agilidad de antaño. Con el humor de per-gamino raspado, tomó la dirección de la calle de los carni-ceros, distraído y dándole vueltas a la inesperada huida delmédico, pues esa había sido la idea que le asaltó. Paseó pordelante de los puestos de carne de vaca, de cordero y decabra. Le aturdieron las voces de compradores y vendedoresque regateaban los precios a gritos como si la vida les fueraen ello y le atosigaron las moscas que habían vuelto con elsol y el calor. Dejó atrás las parrillas donde asaban lascabezas de cordero, donde cocinaban albóndigas, salchi-chas, guisos de corazón, hígado y otras vísceras de ani-males, la multitud de olores que se metían por losresquicios del olfato y el enjambre de clientes ávidos porllevar el almuerzo a sus casas o comer un bocado. Respiróaliviado al llegar a los puestos de requesones, quesos y otrosproductos lácteos y mucho más al encontrarse frente a lastartas de queso blanco —los cristianos las llamaban “almo-jábanas”—, los buñuelos de crema bañados en miel, losempiñonados, almendrados y hojaldres recién horneados.La tentación se le vino encima y se acercó a comprar unempiñonado bañado en miel. A punto de comérselo,alguien le tocó en el hombro y se volvió ruborizado comoun muchacho que le quita los dulces a su madre antes deservirlos a la mesa.

—¡Tan goloso como de estudiante, juez!

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—¡Jalaf, viejo truhán! Me dijeron que los perros sehabían quedado sin dientes royendo tus huesos.

—Te mintieron. Aguanto como tú este infierno paraganar el Paraíso prometido por el Profeta.

Ibn Nasr compró otro pastel y se lo ofreció a Jalaf,tan seco y escurrido de carnes que la piel se desesperabapara cubrir la osamenta.

—Me lo comeré a chupetones antes de afear ungesto del Sabih al-Surta del califato de Occidente —Jalaf semetió el dulce en la boca desdentada.

—¿Dónde está aquel Jalaf enamorado de la vida, delas mujeres, del vino y los placeres, aquel jurisconsultodeslumbrante y defensor heroico de la justicia y laverdad? —ibn Nasr miraba asombrado cómo la vida sehabía cebado en el cuerpo de su amigo de la infancia.

—Le mataron los desengaños. Le asesinaron mientrasdefendía las causas de los inocentes, cuando entendió quela justicia se sienta en la mesa de los poderosos y cierralos ojos cuando se trata de los pobres. Aquel día en que larealidad le quitó la venda de los ojos y vio cómo eldinero corrompía a los jueces y comprendió que el oroes el dios que reina en los corazones de los hombres.

Jalaf terminó de engullir su empiñonado mientrasibn Nasr sopesaba las durísimas acusaciones.

—El Califa ha sido un hombre justo y piadoso. Hacuidado de mantener limpia la magistratura y ha casti-gado la corrupción con la firmeza y el honor de un granpríncipe —dijo el juez.

—Al-Hakam II ha sido bondadoso, se ha esforzadoen repartir limosnas, ha buscado comprar el Paraíso,pero no ha vigilado con férrea voluntad a quienes admi-nistran, a los privilegiados de su entorno. En Córdoba sepalpa la perversión, se gobierna con nepotismo y conDios y el Profeta en la boca se roba y se asesina.

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—¡Dios Misericordioso! Hablas en pasado al referirteal Califa, Jalaf.

—Te traiciona el inconsciente. Tú has sido el pri-mero en emplear ese tiempo verbal, pero no te has equi-vocado. Los dos sabemos que no volveremos a ver aal-Hakam II asomado a la terraza del Alcázar para presen-ciar un reparto de limosnas o para admirar las evolu-ciones de los jinetes beréberes. Su próxima salida será lapostrera y le acompañaremos al jardín al-Rawda. Almenos tú y yo rezaremos una plegaria sentida y sincera.

Ibn Nasr, que mantenía la circunspección a duraspenas, escuchó las palabras de Jalaf como si hubieran sidosuyas. Había tragado la defunción del Califa como unaamarga pócima y no se atrevía a reconocérselo a sí mismo,agarrado a una necesaria ilusión de detener el tiempo.

—¿Puedo ayudarte en algo? —dijo ibn Nasr.—No pases cuidado. El alborotar no ha sido el motivo

de mi regreso, ni encender los ánimos de los descontentos.He venido al entierro de al-Hakam II y a ser testigo de losacontecimientos que se desencadenarán, de la sangrientabatalla entre ambiciones encontradas que duerme larvada ypronta a despertarse con las alas negras extendidas sobreCórdoba. El último espectáculo que disfrutaré antes que losperros se coman mis huesos. Ahora vete, juez. Sumérgeteentre las gentes de tu amada ciudad, pulsa el alma de loshombres como te gustaba entretenerte en tus buenos años.Será el definitivo paseo como Sabih al-Surta.

—¿Me anuncias mi muerte?—No. Lo comprenderás cuando nos despidamos

definitivamente en el panteón califal. Ahora vete y novuelvas la cabeza.

El juez se alejó atribulado, tropezó varias veces conlos clientes de los pasteleros que revoloteaban de puestoen puesto como gorriones en un jardín de cerezos en

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junio y, cuando recobró la desarticulada razón, pensó enla fibra del alma que le había arrebatado Jalaf para enmu-decerle, robarle los razonamientos y cerrarle la boca.

El inocente paseo que inició desde su despacho del zocosin finalidad concreta se reveló como si hubiera estado gra-bado con anterioridad en su inconsciente.Absorto, sus pasosle condujeron a la plaza de la Alhóndiga, donde se encon-traban los almacenes de grano y legumbres, los alfolíes. IbnNasr se detuvo en un extremo de la plaza. Recuas de burrosde comerciantes al por menor entraban en las grandes navesdivididas en trojes y salían cargados con sacos de legumbreso cereales. Se extrañó al observar un grupo de soldados delprefecto de la ciudad esperando en pie, con las bridas de susmonturas en las manos, ante la puerta de las dependenciasdel síndico del gremio de almacenistas. Movido por la curio-sidad, se acercó. Con escasa fortuna. Antes de acercarse aellos, salió del edificio quien les capitaneaba, montaron ensus caballos y se marcharon al trote largo con claro despreciopor quienes circulaban por la plaza.

—¿Qué busca Muhammad con este despliegue dehombres por el mercado? —preguntó al Síndico al entraren su oficina.

—Conoces bien cómo trabaja el cuerpo de policía. Ala caza de pequeños bandidos o juerguistas nocturnos aquienes extorsionar. Desde que al-Mushafi nombró pre-fecto a su hijo Muhammad, las francachelas se convir-tieron en una fuente de ingresos para él y los suyos. Lostaberneros, los dueños de burdeles, las putas y los poli-cías han desarrollado la industria más lucrativa de Cór-doba —respondió el Síndico con un gesto de asco que nointentó ocultar.

—¿Y a quién persiguen hoy?—A unos cuantos que no han dormido la borrachera

y han pasado alborotando. Cuatro gritos absurdos recla-

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mando una bajada de impuestos y refiriéndose al preciodel aceite, que es la preocupación de estos días. La hantomado con eso como podían pedir los cuernos de la luna.

El Síndico hablaba con la serenidad de un hombremesurado y acostumbrado a presenciar escenas parecidasa menudo.

Los cordobeses que iban de juerga a las tabernassituadas entre el barrio mozárabe y la explanada de Fahs al-Suradiq —donde se concentraban las tropas antes de saliren campaña—, con la disculpa de que la muralla se cerrabaal caer la noche, no se preocupaban de la hora si el saraoadquiría las proporciones adecuadas, el vino corría sin tino,la música no paraba y las jarichiyas hermosas y solícitas lomerecían. Con la claridad del día, anunciadora de la aper-tura del muro y el inevitable regreso a casa, cruzaban por laPuerta Nueva. Desembocaban en la plaza de la Alhóndiga y,como no podía ser de otro modo, algunos exteriorizaban laalegría que llevaban en el cuerpo mientras el Síndico y loscomerciantes trabajaban, testigos forzosos de los postreroschispazos de la fiesta.

Ibn Nasr abandonó la Alhóndiga con el ánimo desco-yuntado, cavilando si se debía o no llegar a la vejez. Pasó porla calle de los drogueros, congestionada y tranquila, y con-tinuó hacia el barrio de los libreros. Uno de los negocios enauge. Desde que al-Hakam II fue proclamado Príncipe de losCreyentes, Imán y Califa de Córdoba, la corte se impregnóde su amor por los libros y la sabiduría, y los altos funciona-rios se lanzaron a una loca carrera por conseguir bibliotecaspara sus palacios, unos por la cultura y el afán de conoci-mientos, otros por presumir de librerías y ejemplarescuriosos.Así proliferaron los talleres de encuadernación, loscopistas y las tiendas donde se podían adquirir libros enlatín y griego de Bizancio, en árabe de Bagdad, Damasco,Alejandría y Samarcanda o de astronomía de Bujara.

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Sin prestar atención a los ofrecimientos que recibíade los libreros conocidos, se encaminó al Alcázar. Entrópor la Puerta al-Sudda y se dirigió a la sala que ocupabael Hachib. Un esclavo le detuvo y rogó que esperaramientras anunciaba su visita. Cuando el esclavo le fran-queó el paso, encontró a al-Mushafi nervioso, rodeadode legajos que trasladaba de un cesto a otro después deun exhaustivo examen. Dejó todo para recibirle y leinvitó a sentarse en un gran diván.

—El Califa, al parecer, mejora. Esta mañana Faiq al-Nizami me ha dicho que pronto podrá aceptar visitas—el Hachib se adelantó a la pregunta que adivinaba en laboca del juez.

Ibn Nasr recobró el optimismo que había perdido enla visita al mercado, sobre todo en los encuentros con Jalafy el Síndico, y se dispuso a prevenir a al-Mushafi delinconveniente de desplegar tropas por el zoco cuandoestaba ocupado por la población en masa y la vida comer-cial de la ciudad estaba en su apogeo.

—Toda mi atención está encaminada a mantener elorden y el control en estos momentos de incertidum-bre. El Califa, aquejado de una grave enfermedad, aisla-do en la Casa de Mármol con Yawdar y Faiq al-Nizami yvarias corrientes soterradas de opiniones encontradas.Unos estamos a favor, algunos indecisos y otros descon-tentos con el juramento de fidelidad a un niño de onceaños —dijo al-Mushafi a modo de exposición y con-tinuó—. Esta mañana unos alborotadores han intentadolevantar al pueblo con la disculpa de la carestía delprecio del aceite. Los disolvieron y vinieron a este pa-lacio, arrojaron verduras y frutas podridas y profirieroninsultos contra mi persona. Muhammad ha detenido ala mayoría y ha salido en busca de los que lograronescapar mezclados con la multitud del zoco. Me he acor-

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dado de la revuelta del Arrabal en tiempos del emir al-Hakam I.

—Las circunstancias son diferentes. Aquel levanta-miento se fraguó durante años. El Emir, con su política,había dividido a la sociedad. Apartó a las grandes familiasárabes del gobierno, arruinó el país con su administraciónde despilfarro, aumentó los impuestos para paliar la situa-ción en vez de reducir los gastos, nombró visir y recauda-dor a un cristiano, Comes Rabi y, para colmo dedespropósitos, abandonó las decisiones al criterio de susecretario, Futays ibn Sulayman, soberbio, déspota ademásde burro. Cuando los ánimos estuvieron encendidos, unasimple chispa desencadenó la sublevación. Córdoba es hoyuna ciudad tranquila. Preocupada, en efecto, por la enfer-medad de su califa. Le amamos como jamás un puebloamó a su príncipe. Los cordobeses están muy lejos depensar en levantarse contra nadie.

—Aquella rebelión empezó en el mercado, comohoy, en el mismo lugar.

—En tu mano tienes la solución. Dicta una bajada deimpuestos y verás la alegría correr a raudales por lascalles y al pueblo agradecido aclamándote como a subenefactor —dijo ibn Nasr, sencillo y sosegado, conmanifiesto desprecio por el conflicto.

—Eso sería lo acertado si las arcas del tesoro estu-vieran llenas como en otras ocasiones. La guerra con losidrisíes del Norte de África supuso una sangría delerario de grandes dimensiones. Las sumas enviadassobrepasaron los presupuestos, los alfolíes se vaciaron ylas cosechas de los últimos años no han ayudado comofue nuestra esperanza. A esto hay que añadir los perjui-cios que nos causaron los leoneses y navarros cuandocercaron Gormaz. Quemaron los sembrados, robaroncuantas cabezas de ganado pudieron, destrozaron los

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muros de la Alcazaba, hasta que Galib los derrotó. Peroel mal estaba hecho y la frontera medio arruinada.Temopresentar las cuentas al Califa cuando recobre la salud.

—El Califa comprenderá —dijo el juez al tiempoque paseaba la mirada por los cestos abarrotados dedocumentos.

“Más teme al-Mushafi que le descubran los malaba-rismos contables que ha realizado durante años que lamaldita revuelta, empeñado en presentarla como una ver-dadera revolución”. Con este pensamiento se predispuso alevantarse y salir, cuando un capitán de la prefectura entróprecedido del esclavo que guardaba la puerta del Hachib.

—¿Qué has averiguado? —preguntó al-Mushafi alpolicía.

—Una falsa alarma, señor. Un grupo de borrachoslicenciosos. Pasaron la noche en las tabernas del arrabal,bebieron hasta perder la razón, continuaron la fiesta conlas mujeres de la orquesta y las bailarinas hasta el ama-necer. Con los primeros rayos de sol les echaron y sevieron sin dinero y beodos como odres. Acusaron al ta-bernero de ladrón, a las mujeres de putas y no encon-traron mejor modo de desahogarse que venir hasta aquía culpar al Hachib de sus desgracias. Han recobrado elentendimiento y están arrepentidos, lamentan aterrori-zados su comportamiento.

—Amonéstalos con dureza, recrimínales sus faltascontra las palabras del Profeta y aconséjales que en ade-lante se moderen en la bebida.

Aunque el rostro de al-Mushafi mantenía el gestopétreo, los pesares de su corazón se desvanecieronmomentáneamente. El recelo con que observaba los mo-vimientos de los dos eunucos y el secretismo con queactuaban dentro del Palacio de Mármol le tenían inmersoen un inquietante estado de sospecha permanente. Su

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instinto de conservación alarmado le enviaba avisos regu-lares y había llegado al convencimiento de que algo tra-maban a sus espaldas. No acertaba a descubrir susintenciones, sin embargo, preveía un ataque en el mismoinstante de la muerte de al-Hakam II.

—Resuelto el problema —dijo el juez y se despidiódel Hachib.

Al salir reparó en las pocas personas que esperabanaudiencia en la antesala y en el elevado número de guar-dias de la escolta personal del Califa deambulando por lospasillos. Lo justificó con la detención de los juerguistas yabandonó el palacio sin pasar por la sala de justicia, lle-vado por un impulso instintivo: “Dios sabe de la hipo-cresía de los hombres, de la ambición y la codicia quenace en las almas de quienes administran los bienespúblicos”. Satisfecho de esta reflexión, entre las gentes delmercado, avanzó admirando la laboriosidad de los comer-ciantes y el pacífico comportamiento de los compradores.

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