Consecuencia y diversidad en el «Libro de Buen Amor» · ejercido como un arte, ... fazer libro de...

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Gonzalo Sobejano Consecuencia y diversidad en el «Libro de Buen Amor» Consecuencia hay en un todo cuando sus partes se justifican como inducida cada una por la precedente e inductora de la subsecuente conforme a un sentido de unidad que sostiene principio, medio y fin en relación lógica. Diversidad hay en un todo cuando sus partes representan ya una novedad (cambio de un tema a otro, de una forma a otra) ya una variación de lo mismo (repetición de un tema en otra forma, de una forma con otro tema). La diversidad en el Libro del Arcipreste de Hita no ha sido nunca puesta en duda: es un rasgo evidente. Baste recordar, entre los cambios, las disquisiciones sobre la simonía cuando el amor aconseja ser dadivoso, o sobre la penitencia cuando el carnaval es vencido y hecho prisionero, y entre las variaciones, los plurales gozos y loores de Santa María, las dos cantigas de la pasión de Cristo, el tratamiento fabulístico y el alegórico-caballeresco de los pecados mortales, o las varias mujeres de tan parecida silueta y tan diferente condición: la dueña cuerda, la fácil panadera, la beata, la joven viuda, la niña de pocos días, la serrana ávida de Malangosto, la serrana lúbrica de Riofrío, la serrana candida del Cornejo, la serrana hórrida de Tablada, la viuda lozana, la dueña devota, la monja, la mora y la que, en sentido no muy remoto del actual, es llamada simplemente «doña Fulana» (1625 c). Eso sin contar el copioso

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Gonzalo Sobejano

Consecuencia y diversidad en el «Libro de Buen Amor» Consecuencia hay en un todo cuando sus partes se justifican como inducida cada una por la precedente e inductora de la subsecuente conforme a un sentido de unidad que sostiene principio, medio y fin en relación lógica. Diversidad hay en un todo cuando sus partes representan ya una novedad (cambio de un tema a otro, de una forma a otra) ya una variación de lo mismo (repetición de un tema en otra forma, de una forma con otro tema). La diversidad en el Libro del Arcipreste de Hita no ha sido nunca puesta en duda: es un rasgo evidente. Baste recordar, entre los cambios, las disquisiciones sobre la simonía cuando el amor aconseja ser dadivoso, o sobre la penitencia cuando el carnaval es vencido y hecho prisionero, y entre las variaciones, los plurales gozos y loores de Santa María, las dos cantigas de la pasión de Cristo, el tratamiento fabulístico y el alegórico-caballeresco de los pecados mortales, o las varias mujeres de tan parecida silueta y tan diferente condición: la dueña cuerda, la fácil panadera, la beata, la joven viuda, la niña de pocos días, la serrana ávida de Malangosto, la serrana lúbrica de Riofrío, la serrana candida del Cornejo, la serrana hórrida de Tablada, la viuda lozana, la dueña devota, la monja, la mora y la que, en sentido no muy remoto del actual, es llamada simplemente «doña Fulana» (1625 c). Eso sin contar el copioso

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fabulario y copiosísimo refranero. Desde este punto de vista de la diversidad, el Libro merece el título de Libro de Buen Amor porque en ese «buen» se albergan cuando menos tres posibilidades: el loco amor erróneamente estimado como bueno por el pecador ofuscado, el amor profano ejercido como un arte, y el amor divino, y a esto se refiere el autor cuando anuncia: «bien o mal, qual puntares, tal diré, ciertamente» (70 b). Pero sobre todo, desde este punto de vista se justificaría el título con que fue designado por Janer: Libro de cantares («que pueda de cantares un librete rimar que los que lo oyeren puedan solaz tomar», 12 cd). Si la diversidad ha podido maravillar pero no ha sido puesta en duda, la consecuencia o, según otros prefieren decir, la unidad del Libro, raro es el comentario en que no aparezca sujeta a sospechas y restricciones. La opinión predominante es que se trata de una unidad más pretendida que lograda, y pretendida secundariamente, como un intento de reunir composiciones escritas en diferentes tiempos. No cabe discutir ahora el proceso de ese acarreo de materiales. Es admisible que las dos redacciones de la obra se deban al poeta, y comprensible que la segunda alegue más declaraciones que la primera respecto a la intención. En todo caso, lo que conviene hacer no es buscar estricta consecuencia en los detalles, sino reconocer que, como en toda obra de arte valiosa, aquella consecuencia se da en las líneas mayores de la composición, y que es en ellas donde debe ser apreciada. Efectivamente, tomando hacia el texto la distancia oportuna para poder contemplarlo, como un mapa, en sus accidentes de mayor relieve, encontramos que la realidad artísticamente asumida por el yo imaginario que protagoniza el Libro se articula en ocho momentos o situaciones cardinales: fracasos de quien nació inclinado a amar; increpación al amor seguida de la respuesta de éste en forma de un arte de bien amar; victoria de buen amor del cuerpo gracias a la medianera; prueba de la sierra con extravíos de amor loco y devociones a Cristo en su muerte redentora; batalla de Carnal (el placer) y Cuaresma (el deber cristiano), con el triunfo primaveral, y por tanto pasajero, del placer y el amor; prevenciones contra el amor y victoria de buen amor del alma a favor o a pesar de los oficios de la medianera; muerte de ésta y nuevos fracasos amorosos del protagonista; finalmente, conclusión del Libro como obra de santidad y de juego. Para apreciar la consecuencia de este esquema argumental, mejor es no atender a los preliminares ni a los apéndices, como tampoco a repeticiones, digresiones e incisos. No es que estos ingredientes no importen: importan mucho en lo que enuncian y más aún como factores de integración de un estilo epocal y personal. Pero, si se quiere recoger el sentido último del Libro, como en una sola frase puede condensarse un largo discurso, lo más aconsejable es desatender, al menos momentáneamente, esos elementos no progresivos. Hecho lo cual, se percibe con más claridad el significado del conjunto, que no es otro sino el amor, presente en los ocho momentos que hemos distinguido. Con razón el libro del Arcipreste se llama Libro de Buen Amor: «que pueda fazer libro de buen amor, aqueste, que los cuerpos alegre e a las almas preste» (13 cd). El buen amor, del cuerpo, del alma y de Dios, opera a lo largo del Libro como tema fundamental de las enseñanzas y de las aventuras, y dentro del Libro mismo no hay duda que ese buen amor, amenazado con frecuencia por los extravíos del loco amor, experimenta un

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progreso desde la Activa aventura con doña Endrina (entrega corporal) hasta la aventura con doña Garoza (sublimación espiritual), progreso de sentido edificante y concorde con la otra acepción de buen amor: amor de Dios. Pero el esquema que, con simplificación cartográfica o gramatical, hemos encontrado, nos enseña otras cosas. Nos enseña el irreprochable encadenamiento del proceso: los fracasos del amante conducen a éste a una iracunda reprensión contra el amor, ésta lleva al amor a emitir su lección, la lección es consecuentemente ilustrada por la victoria de amor corpóreo de don Melón y doña Endrina; lo que este amor sensual tiene de caída en amor loco suscita por proximidad y por contraste los grotescos deslices y trompicones eróticos del caminante perdido en la sierra, en cuyos valles tiene lugar una primera meditación de la muerte: la muerte de Cristo. Acercándose el tiempo de rememorar este sacrificio redentor, entáblase la batalla entre el placer y la salvación, y aunque el triunfo sea para el primero, es un triunfo temporal, limitado; empieza a dibujarse la desconfianza hacia el placer: nueva Endrina menos tangible, más arisca, doña Garoza, en vez de sucumbir a las arterías de la mensajera, contradice y repele sus razones, y no entrega el cuerpo al amante, sino que trae el alma de éste al limpio ámbito de la suya propia; muerte de Garoza, muerte de Trotaconventos, evocación de la muerte de Cristo como muerte a la muerte; el cristiano debe armarse de todas las armas, atento a salvarse; los nuevos y últimos fracasos del protagonista y las piezas finales quieren sostener todavía la tónica alegre del Libro, y lo consiguen, pero al mismo tiempo dejan trasparente la vanidad de todo amor que no anide en el alma y que no lleve consigo el aura de la caridad. Nos enseña también el esquema reconocido que en el Libro del Arcipreste se da una transición (no por lenta y con frecuencia interrumpida menos clara) de la confianza en el amor a la desconfianza, del amor exultante al amor preocupado, de un clima vital activo a una cristiana atmósfera de contemplación moral, y del espacio mundano habitado (plaza de doña Endrina, madriguera de Trotaconventos) al tiempo circular, repetido y desengañante (carnaval y cuaresma, pasión de Cristo y resurrección suya y de la tierra, el rosario de los meses, la fuga del año). El Arcipreste no excluye, no niega nada: cuanto existe es creación de Dios, redimida por su Hijo. Pero el buen amor de su Libro es, primero, el de Dios, y segundo, el fino amor completo, de alma y cuerpo, ideal difícilmente alcanzable, pero a cuya sombra se está bien, como a la sombra de un peral o de un manzano (154, 678), percibiendo el pujar de la savia, la firmeza del tronco, la delicadeza de las ramas y la dulce promesa de las flores, aunque no se pruebe el fruto. Merecería la pena (sólo parcialmente se ha intentado) registrar por entero y dilucidar la consecuencia del Libro en sus líneas mayores, sus no escasas inconsecuencias de pormenor, y el funcionamiento del principio artístico y didáctico de la diversidad. Pero, siendo esto imposible en breve espacio, veámoslo, a manera de ejemplo, en el segundo de los ocho momentos antes mencionados: la increpación al amor seguida de la respuesta de éste en forma de un arte de buen amor, o por otro nombre, la pelea del Arcipreste con don Amor; para lo cual es indispensable referirse, aunque se haga de modo más conciso, al momento anterior (fracasos amorosos) y al subsiguiente (lección de doña Venus y victoria de don Melón con doña Endrina).

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En el momento primero del Libro se suceden siete pasos verdaderamente preliminares, es decir, previos al umbral de la acción dramática decisiva: 1) oración a Dios y a la Virgen en súplica de protección como criatura; 2) justificación del Libro en un raciocinante prólogo en prosa; 3) invocación a Dios en demanda de gracia particular para componer el Libro; 4) convocación a los oyentes; 5) cantigas en memoria de las alegrías o gozos de la Virgen; 6) preludio acerca de la alegría del Libro y su significación sutil; y 7) exposición del tema del Libro, el amor, mediante reflexiones sobre la condición erótica del hombre, las excelencias de la mujer, el signo venusino de muchos humanos, las noblezas del amor y la fuerza de la costumbre, y mediante relatos de aventuras amorosas malogradas por ignorancia del arte de bien amar (reflexiones y relatos en los cuales se intercalan ejemplos ilustrativos a propósito del escarmiento, las vanas promesas, el cumplimiento de los hados, y el rechazo de los falsos halagos que apartan del bien, así como cantares y trovas, todos, menos uno, anunciados y no incluidos). De la diversidad de estos preliminares no hay que hacer ponderación: amor de Dios, buen amor humano, loco amor; temas tan distintos como la alegría y la fatalidad; variedad de ejemplos narrados; pluralidad de símiles que trasponen al oyente de una esfera a otra. Más digna de atención es la consecuencia. ¿La hay en asunto, transiciones, referencias del autor, en las aventuras y sus ejemplos, en el estilo? La oración inicial y el prólogo en prosa, añadidos en la segunda redacción según se sabe, tienen el valor de una muestra de devoción absoluta, la primera, y de una clarificación escrupulosa de la intención moral del Libro, el prólogo, donde por cierto se insiste mucho en la memoria, insistencia que conviene tener muy presente para justificar rasgos muy importantes del Libro: las repeticiones temáticas (dirigidas a confirmar verdades en la mente receptora), la gráfica y animada concreción de fábulas, cuentos e historietas (destinadas a grabar en la imaginación, por modo activo, aquellas verdades) y la abundancia de proverbios y sentencias, (condensaciones lapidarias, versales, fácilmente memorizables, de las consecuencias de los ejemplos). Donde el Libro propiamente comienza es en la invocación a Dios pidiéndole gracia para componerlo, y esa invocación y la convocación a los oyentes forman el introito genérico del clérigo que envía su romance a un auditorio y desea insinuarle el tema y atraerle hacia el recitado mediante el elogio del «dezir fermoso». Hecho esto, se invoca otro poder celestial, de constante presencia en aquel tiempo: «Porque de todo bien es comienço e raíz Santa María Virgen...» (19), apelación tan consecuente para el poeta que nada menos que en la copla 1626 la recuerda y casi la repite con iguales palabras: «Porque Santa María, segund que dicho he, es comienço e fin del bien, tal es mi fe...» (1626 ab), demostrando así cuan consciente era de la totalidad unitaria de su obra. Los «Gozos de Santa María» que siguen, cumplen en estos principios un papel coherente, pues son poesías devotas, pero no de tribulación, sino de alegría, y precisamente la alegría del Libro y su significado sutil que invita a un gozoso descubrimiento, constituyen las notas fundamentales del preludio, tras el cual viene la exposición en sentido temático (el amor, la mujer, el sino amoroso infortunado, la costumbre) y en sentido dramático (fracasos del protagonista, anteriores a

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su aprendizaje del arte de amar). El poeta pasa de unas cuestiones a otras con un ademán lógico y causal explicitado casi siempre: del prólogo razonador a la emocionada invocación a Dios y a la Virgen, de los gozos de ésta al preludio de alegría y a la recomendación no menos alegre de puntar bien el libro musicalmente, de la generalidad de la condición erótica al particular signo venusino de muchos y al individual sino suyo, en el que se basa la razón de ser de todo el artificio autobiográfico de la obra: nacido en Venus y desdichado en amores; de aquí al relato de tres fracasos: con la dueña cuerda, mediante mensajera, bajo mala estrella; con la no santa panadera Cruz, mediante mensajero, por vanidad; con la dueña bendita, mediante mensajero, siguiendo la fuerza de la costumbre; fracasos que en su variedad y desorden trasmiten la imagen de un busca-amores que marcha a ciegas, por quebradas sendas de ignorancia: «Ca, segund vos he dicho, de tal ventura seo, que, si lo faz mi signo o si mi mal asseo, nunca puedo acabar lo medio que deseo: por esto a las vegadas con el Amor peleo» (180). Casos salientes de referencia explícita para dar cohesión a la historia son, por ejemplo, la alusión a la primera aventura desde el final de la tercera («Assí conteció a mí e al mi buen mensajero con aquesta dueña cuerda e con la otra primero», 178 cd) o aquel momento en que el poeta advierte al oyente lo ya indicado en estrofas muy próximamente anteriores: «Ca, segund vos he dicho en la otra conseja, lo que en sí es torpe con amor bien semeja», copla 162 ab, que remite a lo iniciado en la copla 156: «El amor faz sotil al omne que es rudo...» La consecuencia en el corpus ilustrativo (fábulas, cuentos, cantares, trovas) puede parecer menos evidente; pero, aunque haya que admitir que el poeta tuviese escritas algunas de esas composiciones antes de integrarlas en la totalidad, la integración la consigue en general sin disonancias. En cuanto a trovas anunciadas y no insertas (estrofas 80, 92, 103, 104), pudo suceder que las desechase el copista o que se hayan perdido, pero también es conjeturable que el poeta, a veces, hiciese tales alusiones por pura deixis dramática, sin voluntad de recitar textualmente delante de los auditores la cantiga o la trova anunciadas. Por lo que hace al estilo, en estos preliminares como en la obra entera, son innumerables las expresiones de significación ilativa, consecutiva, causal, comparativológica: «E por ende debemos tener sin dubda...», «Ca dize Catón...», «E por esto es más apropiada la memoria al alma...», «E porque [de] toda buena obra es comienço e fundamento Dios...; por ende començé mi libro...»; «Porque de todo bien es comienço e raíz Santa María Virgen, por end yo, Juan Ruiz...» (19), «e porque de buen seso non puede omne reír, avré algunas burlas aquí a enxerir» (45), «Como dize Aristótiles, cosa es verdadera» (71), «E yo, porque so omne, como otro, pecador, ove de las mujeres a vezes grave amor» (76); «Segund diz Jesucristo...» (90), «Como diz Salamón, e dize la verdat» (105), «Esto diz Tolomeo, e dízelo Platón» (124), «Porque creas el curso d'estos signos atales, dezirt' he un juizio...» (128), «porque creas mis dichos e non tomes dubdança pruévotlo brevemente con esta semejança» (141), «por ende todo ombre, como un amor pierde, luego otro amor cobre; ca puesto que su signo...» (159-160), etc. Sin menoscabo de su pintoresco imaginar y de su matizado decir, el Libro del Arcipreste, como tratado didáctico destinado

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a impresionar la memoria y persuadir la razón de sus oyentes, procede con machacona explicitud de la causa al efecto, del antecedente al consiguiente, del ejemplo a la moraleja, de la premisa al corolario. Con rigurosa lógica la Pelea con don Amor se sitúa entre los fracasos amorosos de los preliminares y la aventura afortunada con doña Endrina. Los fracasos justifican que el protagonista reprenda ásperamente al amor imputándole todos los males, y a esta reprensión contesta don Amor aleccionando al desdichado en el arte de amor que habría de conducirle al éxito. Efectivamente, en este segundo momento, se señalan con nitidez dos partes: la invectiva contra don Amor y la preceptiva de éste. La invectiva (181-422) comprende una acusación general sobre los daños que el amor causa en el cuerpo y en el alma (181-216), otra más particular y muy desarrollada sobre los pecados mortales que trae consigo (217-387) y un final climático de indignación y repudio que pone de manifiesto la astucia del amor para embaucar al hombre (388-422). Ha extrañado que el Amor se aparezca al sañudo Arcipreste, no como un niño, sino como «un omne grand, fermoso, mesurado» (182). Esta figuración probablemente no tenga nada que ver con el gigante del Libro de delicias (según presumía M. R. Lida): debería ser puesta en relación, a mi entender, con el hecho (que no veo explicado por nadie) de que el poeta concibe a don Amor como marido de doña Venus (585, 608) y no como hijo; y además, no debe olvidarse que un maestro de habilidad y de mesura mejor queda encarnado en ese hombre grande, hermoso y mesurado que en el travieso niño de la mitología. A este adulto y magistral don Amor dirige pues el sujeto una primera andanada de reproches (mentiroso, desleal, dementador, destruidor de cuerpo y alma) para en seguida desarrollar este último reproche a base de dos ejemplos: el del garzón que quería casar con tres mujeres, mostrativo de la debilidad corporal causada por el amor, y el de las ranas que demandaban rey a Júpiter, ilustrativo del avasallamiento del alma al amor. Pintada así la pérdida de la salud del cuerpo y de la libertad del alma, el querellante continúa increpando a su enemigo por sus estragos, robos, marañas y tormentos, acentuando ahora la nota de queja personal que le mueve: «Varón, ¿qué as comigo? ¿quál fue aquel mal debdo que tanto me persigues?» (213 ab), y atando los cabos de sus derrotas anteriores: «Responde: ¿qué te fiz? ¿por qué no m' diste dicha en quantas que amé, nin la dueña bendicha?» (215 ab), con lo que se refiere a la tercera dama, hasta entonces su última aventura malograda. El centro de la invectiva lo ocupan los pecados mortales: «Contigo siempre traes los mortales pecados» (217 a). Que son los siete conocidos, pero precedidos por el sustrato de todos ellos, la codicia, el desordenado apetito de poseer. Repertorio vario de males, cada uno expuesto en sus efectos definidores, en sus arquetipos personales tomados de la teología, la mitología o la historia, y en una fábula de animales casi siempre pertinente. La codicia es la raíz de los pecados; ejemplos: Paris robador de Elena, los egipcios; fábula del alano que llevaba la carne en la boca. La soberbia sabe robar y forzar; ejemplos: Lucifer, las guerras del mundo; fábula del caballo arrogante y el asno necio. La avaricia es escasa e insaciable; ejemplos: el rico frente a Lázaro el pobre, todos los potentados mezquinos; fábula del lobo ingrato con la grulla que le libró de ahogarse. La lujuria comete adulterios y fornicaciones; ejemplos: David

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y Betsabé, Pentápolis, el mago Virgilio; fábula del águila cuyas propias plumas le traen la muerte. La envidia nutre celos, tristeza y rencores; ejemplos: Caín envidioso de Abel, Jacob de Esaú, Judas de Cristo; fábula de la corneja que se vistió de pavezno. La gula preside los yantares excesivos y la sensualidad; ejemplos: Adán y la manzana, las ollas de Egipto y el maná, Lot incestuoso por el mucho beber; fábula del león cazador y el gordo caballo. La ira consiste en vanaglorias, orgullo, bríos; ejemplos: Nabucodonosor bestializado, Sansón y Saúl suicidas; fábula del león que se mató de despecho. Y la acidia: tristeza, hipocresía, decir y no hacer, enredos; ejemplo del pleito del lobo contra la raposa ante el simio, alcalde de Bugía. A la parodia de los leguleyos y pleiteantes, expresada en este último cuento, se añade, todavía en la esfera de la acidia, tan falta de piedad y de caridad, la parodia de las horas canónicas rezadas por don Amor al modo pícaro. Y el final de la invectiva acumula sobre el adversario otros muchos pecados: su capacidad de enloquecer a tantos, sonsacar a la doncella encerrada, destruir almas, cuerpos, personas y haberes, prometer y no dar, viciar los gustos de la mujer, y cazar con reclamo (a cuyo propósito se refiere el ejemplo de la rana que embaucó al topo viniendo ambos a ser tragados por el milano). La diabólica maldad del amor y su condición de lobo disfrazado de oveja concluyen esta parte de la reprensión, jalonada por tres enérgicos gritos de repulsa: «vete, ¡yo te conjuro!» (389), «¡quítate de mí, vete!» (406), «¡Amor: vete tu vía!» (422), casi exactamente equidistantes pues entre el primero y el segundo hay 16 coplas, y 15 entre el segundo y el último. A pesar de las fábulas y del largo desenvolvimiento de los ataques parciales, la reprensión a don Amor mantiene el tono airado y fogoso desde el principio al fin. Pero, nada más terminar, cuando va a venir tras una pausa la réplica del acusado, el tono cambia: «El Amor, con mesura, diome respuesta luego: "Acipreste, sañudo non seas, yo te ruego, non digas mal de amor..."» (423 ac). Esta réplica se constituye como un conjunto de «castigos» en el sentido medieval de enseñanzas. En primer término, el Amor reprocha a su atacante que haya pretendido ser maestro antes de ser discípulo, y le hace notar su error, encareciéndole la eficacia de su método: «si mis castigos fazes no t' dirá mujer non» (425). Tras esta infusión de confianza, propia de quien enseñó a Ovidio y a Pánfilo, se desarrolla el arte de amar, cuyos preceptos son en gran número: escoge la mujer adecuada, busca una mensajera leal, agasaja a la amada, sírvela con solicitud, sé agradecido, diligente, atrevido, nunca dejes a la mujer olvidada, sé dadivoso, franco de palabra, tañe y canta para ella, sé ligero, sé constante, no cortejes a la casamentera, guárdate de beber con exceso, habla a la amada con apostura, escoge la mesura sobre todo, no juegues, no riñas, no escarnezcas, no seas vanaglorioso, ni celoso, no elogies a otra delante de ella, sé veraz, prudente ante otros, ten cordura y sosiego, alábala a ella pero no te alabes de ella, guarda la «poridat». Anejo a la recomendación de diligencia va el cuento de los dos perezosos que querían casar con una dueña, la cual dejó a los dos solteros, y bien solteros, pues ninguna mujer se paga de perezosos torpes. Como ilustración regocijante del precepto que ordena no dejar a la mujer en olvido, se refiere la historieta de don Pitas Payas. Del consejo de ser dadivoso se

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desprende el discurso acerca «de la propiedat que el dinero ha» relativo a la simonía, el soborno, las herencias y los obsequios que conviene hacer a la dama pretendida y a la medianera. Y a la prevención contra el mucho beber sigue el cuento del ermitaño que por embriaguez incurrió en fornicación y en homicidio. Cuando don Amor, urgido por sus muchos quehaceres docentes, se aleja del nuevo alumno, tiene la seguridad de haberle provisto de las armas precisas para vencer: «Si tú guardar sopieres esto que te castigo cras te dará la puerta quien te oy cierra el postigo» (573 ab). Desde el punto de vista de la composición de un todo coherente, la reprensión contra el amor y la respuesta aleccionante del amor observan perfecta consecuencia: aquélla subsigue a los fracasos del amante, y ésta precede a la aventura afortunada de don Melón y doña Endrina, que el sujeto asumirá como suya en el plano de la ficción, identificándose imaginariamente con don Melón hasta el punto en, que la ejemplaridad le induzca a desbaratar esa identidad, sueño del deseo y no anécdota vivida, parábola también de cómo el buen amor deriva en amor loco, siendo no obstante aquel buen amor un fin admirable fundado en un código admirable. Consecuencia, por tanto, en el asunto del Libro: del fracaso a la queja, de la queja a la mesurada y práctica lección. Y dentro de esa consecuencia temática, una gran diversidad: el mal del amor especificado a través de ocho pecados mortales; el buen amor, definido en cerca de treinta normas de conducta. Y un rico bestiario moral que dibuja y colorea en la memoria los vicios: alano codicioso, caballo soberbio, lobo avariento, águila lujuriosa, corneja envidiosa, león y caballo golosos, león iracundo, lobo perezoso-triste-hipócrita. El único personaje de figura humana es aquí, en la invectiva, el amor mismo cuando reza sus horas canónicas. Por el contrario, en el interior del arte predicada por don Amor, los cuatro ejemplos intercalados tienen como protagonistas a seres humanos: los dos perezosos, el pintor de Bretaña, los siervos eclesiásticos y civiles del omnipotente dinero, y el ermitaño briago. Contraste con el que el poeta parece querer decir a sus oyentes que los pecados bestializan al hombre, pero que en la esfera del amor como objeto de enseñanza, los errores y los excesos deben ser aprendidos como casos humanos que están sucediendo a cada instante y dondequiera. El paso de un componente a otro, en esta Pelea con don Amor, no revela inconsecuencia alguna. En líneas generales, según queda recordado, al amor se le atribuye primero la destrucción de la salud (cuerpo) y de la libertad (alma), y de aquí se pasa a atribuirle la serie completa de los males, el ramillete de los mortales pecados, no olvidando el acusador en ningún momento que esos pecados son del amor: «Sobervia mucha traes», «Tú eres avaricia, eres escasso mucho», «Siempre está loxuria adoquier que tú seas», etc. Es decir que, aun admitiendo la rigidez del patrón «pecados mortales» como catálogo consagrado o fórmula de catecismo, el poeta no pierde de vista nunca quién es el sujeto portador de esos pecados, todos los cuales aparecen, en los pasajes de transición de uno a otro, como amor: la codicia como afán de poseer, la soberbia como excesivo amor propio, la avaricia como exagerado amor de lo propio, la lujuria como desmandada satisfacción del deseo, la envidia como celos o amor triste de lo ajeno, la gula como saboreo de lo amado y deleitoso refuerzo de la

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lujuria, la ira como vanagloria y malquerencia brotadas de amor despechado, la acidia como fingimiento de amor con fundamento de desamor. Expresada la vasta acusación, ésta alcanza su grado superlativo general en las últimas estrofas, cumulativas y salpicadas por aquellos «vete» aludidos. Tras lo cual adviene el mesurado discurso de don Amor, cuyos preceptos culminan en la virtud de la mesura, concepto en el que parece compendiarse una moderación cortés y valiente que consiste en poseer graciosas habilidades y estar libre de aquellos excesos, de aquellos pecados precisamente imputados, con cuánta injusticia, al amor. Pues lo que don Amor recomienda, entre otras cosas, se opone a esos excesos pecaminosos casi miembro a miembro: la mesura a la codicia, la mansedumbre a la soberbia, la dadivosidad a la avaricia, el escoger bien la mujer a la lujuria, la lealtad a los celos, el no beber a la gula, el sosiego a la ira, la perseverante diligencia y la veracidad a la acidia e hipocresía. Los pecados mortales del católico acusador quedan serenamente contradichos por las virtudes capitales del erótico reo que en este debate asume la propia defensa, la defensa de un buen amor humano que permite al que lo aprende y ejercita ser como aquí se le recomienda ser: «Sey, como la paloma, limpio e mesurado; sey como el pavón, loçano, sossegado; sey cuerdo e non sañudo, nin triste nin irado: en esto se esmera el que es enamorado» (563). No obstante la consecuencia notada en las líneas generales que sostienen la pelea, pueden advertirse desde luego algunas inconsecuencias de detalle. Así, al hablar del pecado de avaricia, el querellante dice a don Amor: «Maguer que te es mandado por santo mandamiento que vistas al desnudo e fartes al fambriento e al pobre dés posada, tanto eres avariento que nunca a uno lo diste, pidiéndotelo ciento» (248). Es evidente que aquí, como en otros momentos, el sujeto confunde, con buena lógica de fondo, al amor con el amante, con el hombre enamorado, y estos versos demuestran que en el poeta está siempre latente y en algunos casos patente la oposición caridad-concupiscencia. Así ocurre también cuando atribuye a don Amor no sólo los celos propios de la relación erótica, sino también la envidia hacia el que posee más haberes: «Porque tien tu vezino más trigo que tú paja, con tu mucha envidia levántasle baraja» (284 ab). Que el acusador se deslice así del amor al enamorado, o de la cupiditas impugnada a la venerada charitas, es menos extraño que el hecho de que el mismo don Amor, símbolo de la cupiditas por fina o cortés que ésta sea, al recomendar a su discípulo que haga perder una vez la vergüenza a la mujer para empezar a conquistarla, añada como si fuese un predicador: «El talente de mujeres ¡quién lo podría entender! las sus malas maestrías e su mucho mal saber; quando encendidas son e maldat quieren fazer, alma e cuerpo e fama todo lo dexan perder» (469). De eso se trataba justamente: de que, una vez perdido el encogimiento, se diese la dueña en cuerpo y alma al amante. Pero, en contraste con estas ocasionales inconsecuencias, leves puesto que en última instancia atestiguan la seguridad moral del poeta en su valoración de la caridad por encima del más fino amor humano y en su colocación de este buen amor humano fuera de los extravíos del amor loco, pueden observarse en el debate otros detalles conservadores de la consecuencia, como las alusiones a la acidia (317, 372, 388) cuando la longitud de los ejemplos del alcalde de Bugía y de las horas canónicas

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podía poner en peligro la evidencia de a qué pecado servían de ilustración, o el recuerdo de los fracasos anteriores, al comienzo de la lección de don Amor: «Si tú fasta agora cosa non recabdeste de dueñas e de otras, que dizes que ameste, tórnate a tu culpa pues por ti lo erreste: ¿por qué a mí non veniste nin viste nin proveste?», etc. (426); alusión clara al destino del sujeto («A muchas serví mucho que nada acabecí», 153 d), y donde las «otras» que no son dueñas han de ser las «non santas» como la panadera Cruz. Los ejemplos de toda esta Pelea con don Amor, que tan bien cumplen la norma de la diversidad, muéstranse en su mayor parte consecuentes, lógicamente integrados en el sentido general, y deben estimarse como emblemas o apólogos que pretenden esculpir en la memoria con vigor la idea moral correspondiente. El ejemplo menos adecuado es el de la lujuria: el águila que muere traspasada por una saeta que viene revestida de plumas de águila, cuya moraleja es que el lujurioso muere víctima de su propia lujuria, consecuencia harto general para el pecado básico del loco amor. En los otros ejemplos se da perfecta concordancia, digan lo que quieran algunos críticos, y lo único que podría tacharse sería la longitud excesiva de los pasajes referentes al alcalde de Bugía (acidia), don Pitas Payas (no olvidar a la mujer) y poderío del dinero (ser dadivoso). Tal longitud puede distraer del cauce mayor del discurso, dando a las anécdotas cierta autonomía; pero hay que reconocer que ahí los tres temas demandaban extensión: la prolijidad de los pleitos, el olvido a lo largo del tiempo, y la sujeción universal al dinero. Los indicios estilísticos de la consecuencia son aquí, como en los preliminares, muy numerosos. Baste decir que los «vete» del final de la invectiva están ya incoados en la parte introductoria de la misma con el enérgico «¡vete de mi posada!; non quiero tu compaña, ¡vete de aquí, varón!» (208 d - 209 a), quedando en medio la vasta exposición de los pecados, dentro de la cual todavía asoma la voz de rechazo: «¡No t' quiero por vezino nin me vengas tan presto!» (261 a). Por lo demás, hay un encadenamiento muy preciso de fábula-moraleja-nuevo pecado-introducción a nueva fábula; y el imperativo de consejo infunde cohesión, por su parte, a la lección de don Amor, sin que los incisos para narrar o comentar quebranten la estructura preceptiva. El tercer momento del Libro de Buen Amor -enseñanza de doña Venus y aventura feliz de don Melón con doña Endrina- se vincula muy bien con el momento segundo que hemos analizado. Sólo señalaré, para terminar, aquellos casos de mayor incongruencia aparente: la lección de doña Venus, que parece duplicar innecesariamente la de don Amor; el personaje don Melón, que en algunos momentos se diría el mismo discípulo que altercó con don Amor y en otros no; y el buen amor ejemplificado en esta aventura, que concluye como ejemplo de amor loco. Que don Amor imparta primero su enseñanza y, en seguida, comunique doña Venus al discípulo de aquél otra lección acerca del mismo arte de bien amar, puede explicarse mecánicamente como resultado de aquella propensión que Lecoy imputaba al Arcipreste a no sacrificar ninguno de los productos de su minerva: en este caso, teniendo escritos no importa en qué orden una imitación del Ars amandi y una traducción del Pamphilus, el autor habría colocado un texto junto a otro intentando asociarlos más o menos

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razonablemente y sin lograrlo del todo, por no renunciar a esas composiciones que ya tenía hechas. Si semejante tipo de explicación convence a alguien, habrá que reconocer de todos modos que es una explicación genética, de arreglo de materiales o aprovechamiento de fuentes y textos, pero no una justificación doctrinal ni artística. Ahora bien, el poeta persigue y alcanza a su manera tal justificación. Lo que enseña doña Venus es lo mismo y no es lo mismo que lo enseñado ya por don Amor, su marido. Es lo mismo en cuanto que se trata del arte de amar en ambos casos, pero ni en las palabras, como es obvio, ni en los motivos dominantes, se trata de idéntica preceptiva, ni ésta viene a oponerse a un ataque, sino a responder a una súplica. El acusador de don Amor, ya aleccionado por éste, no hace reproches a doña Venus ni espera que ésta se le aparezca: va a buscarla y solicita humildemente su ayuda. Venus se la concede, y a sabiendas de que el enemigo se ha convertido ya en prosélito, justifica primeramente la lección que va a darle como didáctico repaso de la de don Amor: «ya fueste consejado del Amor, mi marido, dél en muchas maneras fueste apercebido, porque l' fueste sañudo contigo poco estido; de mí será lo qu'él no t' dixo repetido. Si algo por ventura de mí te fuer mandado de lo que mi marido te ovo consejado, serás ende más cierto, irás más segurado: mejor es el consejo de muchos acordado» (608-609). O sea: Venus va a decir cosas que Amor no dijo («repetir» en la copla 608 tiene el sentido escolástico de «exponer»), pero si otras cosas resultan iguales («repetidas» en el sentido corriente de esta palabra), ello servirá de confirmación a la memoria. Poco es lo reiterado, en verdad: servir con perseverancia, atreverse, buscar una buena medianera. La lección de doña Venus es mucho más breve que la de su consorte y puede resumirse en este decálogo: desembarazo, servicio, arte artero, frecuentación de la dama, alegría, osadía, buena presencia aun si hay que mentir, halagos a las personas relacionadas con la dama, buena medianería, paciente espera. Las cualidades que cobran mayor realce en esta preceptiva son el arte, la alegría, la osadía y la buena presencia. Si la mesura presidía el discurso de don Amor, el de doña Venus viene inspirado ante todo por la alegría, como ya mostré en otra parte al señalar la original intensidad con que el poeta tradujo y amplió en este punto su modelo. Cabe decir, pues, que a diferencia de la lección de don Amor, encaminada a oponer la mesura del buen amor a la codicia del amor loco, la lección de doña Venus constituye una exhortación a la alegría como principio de eficacia opuesto a la saña, el pesar y la tristeza que habían motivado la invectiva: «la mujer quiere al omne alegre por amigo, al sañudo e al torpe non lo precian un figo, tristeza e renzilla paren mal enemigo» (626 bd). Don Amor defendía la mesura del buen amor. Doña Venus, preparando la aventura afortunada, quiere infundir al amante la alegría necesaria para vencer: «Respondió doña Venus: "Los seguidores vencen"» (607 d). Esa aventura, protagonizada en apariencia por el mismo sujeto que argumentaba contra don Amor, es decir, por el Arcipreste en cuanto personaje del Libro, está protagonizada en propiedad por don Melón, trasunto cómico-burgués del angustiado Pamphilus, y el poeta induce al principio y durante la aventura la creencia en esta identidad imaginaria,

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para al final deducir, ya no imaginaria sino ejemplarmente, la distinta entidad: «entiende bien la estoria de la fija del endrino: díxela por dar ensiempro, mas non porque a mí avino» (909 ab). Asume, pues, un papel dramático, como quien en sueños se personifica en otro, y lo abandona a la hora de la enseñanza, que es la hora de la consecuencia: porque vencer en amores no es el sino que a sí mismo se reconoció al principio el protagonista (todo lo contrario), y además porque sabe, y quiere hacer saber a todos, que el buen amor, en sí mismo noble, conduce casi siempre al amor loco que devuelve a la tristeza. Por eso, más adelante, doña Garoza será una doña Endrina escarmentada, cauta ante los peligros, y el protagonista, fatigado de tropiezos y fracasos, se contentará, entre melancólico y risueño, con una sombra de amor, proximidad contemplativa, leve participación expectante. El reconocimiento de la consecuencia en el Libro de Buen Amor debería aplicarse, mediante un análisis puntual, al libro entero. Baste aquí haber indicado la consecuencia general en las líneas maestras de la composición y, como ejemplo, en una sección del Libro en que tal consecuencia ni es palmaria ni ha permanecido indiscutida. La finalidad de este parcial sondeo no es otra que prevenir contra ciertas posturas críticas bastante comunes. Hay quienes, por la vía de las fuentes y atentos casi sólo a la génesis del Libro, tienden a considerarlo como un centón de retazos débilmente ensamblados. Hay quienes, basándose en la polisemia del sintagma «buen amor» y en otras ambigüedades más superficiales que esenciales, lo juzgan un libro irónico, proteico, inasible, de esquivos sentidos múltiples, amparando a veces tras este enfoque su propia afición a las equivocidades y concameraciones conceptuales. Hay también quienes, notando, y con razón, algunos efluvios semíticos, acentúan quizá demasiado ese semitismo y proponen modelos o patrones de índole arabesca y deslizante para explicar variaciones, repeticiones o desconcertantes tránsitos. Tengo la impresión, que he intentado trasmitir, de que el Libro de Buen Amor atestigua una muy lógica consecuencia en las líneas principales de su argumento, entendiendo aquí por argumento la serie de correlaciones y contrastes entre los sucesivos temas, y no la historia de lo acontecido al protagonista, pues la forma autobiográfica de la obra, lejos de pretender coherencia psicológica, se limita a servir de sostén a las funciones morales del sujeto: el hombre pecador. La consecuencia estribaría, pues, según esto, en una acorde posición y progresión de los conceptos-sentimientos: del mundo al tiempo, del engaño al desengaño, de la acción a la reflexión, del amor a la muerte. (En esta creencia me declaro conforme con mucho de lo observado por Roger M. Walker en dos de los más lúcidos trabajos que sobre el sentido del libro he llegado a conocer: «Towards an interpretation of the Libro de Buen Amor», en BHS, XLIII, 1966, págs. 1-10; y «"Con miedo de la muerte la miel non es sabrosa": Love, Sin and Death in the Libro de Buen Amor», en Libro de Buen Amor Studies, ed. by G. B. Gybbon-Monypenny, Tamesis Books Ltd., London, 1970, págs. 231-252. Walker apenas concede atención a los aspectos positivos del buen amor humano, aspectos que en mi opinión deben ser apreciados como los destellos de un ideal, si difícil y peligroso, admirable). El texto del Arcipreste, variamente labrado, aunque esta diversidad

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parezca aún mayor por los añadidos de la segunda redacción y por azares de transmisión, sigue una clara trayectoria que va del espacio mundano al tiempo trascendente, del loco amor a través del buen amor humano hacia el buen amor de Dios, y muestra en su disposición y en su lenguaje la ilación, causalidad y seguridad razonante del tratado. Un tratado del amor y los amores: ideado con la consecuencia moral del creyente y la diversidad moralista del experto observador; y compuesto no sólo para enseñar deleitando (principio de toda buena enseñanza), sino para configurar lo aprendido -vivido, leído, soñado- deleitándose en expresarlo en una forma duradera (principio de todo buen arte).

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