Contralibros

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“(Contra)libros: Influencias Borgianas en la saga Harry Potter; O, de cómo sacarse un teletexto del bombín” (Ponencia pronunciada en sus mentes) Jorge Luis Borges (1899-1986), maestro de la concreción, tenía una fe ciega (¡ups!) en la narración corta. Su fidelidad a éste sub-género literario llevó al escritor argentino a argumentar públicamente que la composición de lo que él denominaba “vastos libros” no era sino un “desvarío laborioso y empobrecedor” que consistía en la (supuestamente inútil) tarea de “explayar en 500 páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en poco minutos” (Obras Completas 429). Proust se estaría revolviendo en su tumba mientras Borges escribía esto, pero ese es otro menester (y a mi sólo me han dado 500 palabras). Podría argumentarse, a partir de lo expuesto anteriormente, que el intento de establecer un juego dialógico (llamémosle ‘intertextualidad’, invocando el espíritu subversivo de Genette) entre la visión Borgiana de la narrativa y la magna obra de la inglesa J. K. Rowling (1965) es tarea vana, cuando no imposible. Podría. Es por esto mismo, que el reto de establecer sólidas conexiones entre estos dos dispares autores se nos antoja hoy un ejercicio saludable de hermanamiento entre continentes, una reivindicación de la transnacionalidad de la literatura y del arte mismo. En definitiva, se trata de buscar ese mágico recoveco que opera a modo de nexo de unión entre dos obras inicialmente contrapuestas. Si me permiten la perversión del dicho: se trata de sacarse un conejo (intertextual) del (auto)bombín. En efecto, hemos apuntado ya a la imposibilidad de establecer puentes dialógicos entre Borges y Rowling a nivel formal. Donde el escritor argentino descubría un “desvarío laborioso y empobrecedor”, su colega inglesa nos ofrece una gran novela de estilo decimonónico en cuánto viene dilatada a lo largo de siete volúmenes publicados a lo largo de una década. Por supuesto que los lectores de Harry Potter (a los que los medios dan en llamar “fans” en un claro intento de denostar su capacidad crítica) pueden leer cada uno de esos volúmenes a modo de novela en sí misma; esto es, sin necesidad de establecer conexiones de contenido o temporalidad entre ellos. Sin embargo, nos parece interesante apuntar aquí un fenómeno cuanto menos irónico. Y es que la trayectoria de la historia que nos ofrece Rowling desautoriza tal lectura. La expectativa por conocer el denouément de la narrativa (¿morirá Harry? ¿conseguirá el mundo de la magia (blanca) acabar con esa mancha atroz que representan Voldemort y sus seguidores? ¿quiénes son los malos y quiénes los buenos en esta historia? ¿se casarán Ron y Hermione?) promovió un tsunami de deseo de dimensiones nada desdeñables. ¿Tal vez fue Rowling víctima del márketing atroz al que se sometió su obra? Tal vez. Sin embargo, nos movemos -¿lamentablemente?- en un terreno en el que las fronteras entre arte y negocio no son para nada nítidas, especialmente si nos atenemos al mal llamado target de la producción Rowliana: un público eminentemente pre- púber que se está transformando en la gran masa compradora del siglo XXI. 1 A nivel formal, pues, poco podemos argumentar en cuanto a los supuestos puentes dialógicos entre Borges y Rowling. Pero de todos es sabido que la literatura no es sólo forma, sino también –a menudo- contenido. Presten atención a estas palabras que el escritor argentino nos ofrece en su famoso tratado “Ficciones”: “Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto” (56). En efecto, los habitantes de Tlön, el mundo ficticio que nos describe Borges en su tratado, sólo comprenden la coherencia total cuando engloba el ‘ello’ y su contrario. Sin ánimo de ponernos demasiado Zen, podríamos evocar aquí la ya famosa filosofía oriental 1 Este es un fenómeno socio-económico que no podemos tratar en el presente artículo, por lo que debemos remitir al lector a fuentes secundarias. Véanse, como ejemplos, Desarrollo Psicológico (Craig et. al.: 2001) o Marketing (Lamb et. al.: 2006).

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“(Contra)libros: Influencias Borgianas en la saga Harry Potter; O, de cómo sacarse un teletexto del bombín” (Ponencia pronunciada en sus mentes) Jorge Luis Borges (1899-1986), maestro de la concreción, tenía una fe ciega (¡ups!) en la narración corta. Su fidelidad a éste sub-género literario llevó al escritor argentino a argumentar públicamente que la composición de lo que él denominaba “vastos libros” no era sino un “desvarío laborioso y empobrecedor” que consistía en la (supuestamente inútil) tarea de “explayar en 500 páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en poco minutos” (Obras Completas 429). Proust se estaría revolviendo en su tumba mientras Borges escribía esto, pero ese es otro menester (y a mi sólo me han dado 500 palabras). Podría argumentarse, a partir de lo expuesto anteriormente, que el intento de establecer un juego dialógico (llamémosle ‘intertextualidad’, invocando el espíritu subversivo de Genette) entre la visión Borgiana de la narrativa y la magna obra de la inglesa J. K. Rowling (1965) es tarea vana, cuando no imposible. Podría. Es por esto mismo, que el reto de establecer sólidas conexiones entre estos dos dispares autores se nos antoja hoy un ejercicio saludable de hermanamiento entre continentes, una reivindicación de la transnacionalidad de la literatura y del arte mismo. En definitiva, se trata de buscar ese mágico recoveco que opera a modo de nexo de unión entre dos obras inicialmente contrapuestas. Si me permiten la perversión del dicho: se trata de sacarse un conejo (intertextual) del (auto)bombín. En efecto, hemos apuntado ya a la imposibilidad de establecer puentes dialógicos entre Borges y Rowling a nivel formal. Donde el escritor argentino descubría un “desvarío laborioso y empobrecedor”, su colega inglesa nos ofrece una gran novela de estilo decimonónico en cuánto viene dilatada a lo largo de siete volúmenes publicados a lo largo de una década. Por supuesto que los lectores de Harry Potter (a los que los medios dan en llamar “fans” en un claro intento de denostar su capacidad crítica) pueden leer cada uno de esos volúmenes a modo de novela en sí misma; esto es, sin necesidad de establecer conexiones de contenido o temporalidad entre ellos. Sin embargo, nos parece interesante apuntar aquí un fenómeno cuanto menos irónico. Y es que la trayectoria de la historia que nos ofrece Rowling desautoriza tal lectura. La expectativa por conocer el denouément de la narrativa (¿morirá Harry? ¿conseguirá el mundo de la magia (blanca) acabar con esa mancha atroz que representan Voldemort y sus seguidores? ¿quiénes son los malos y quiénes los buenos en esta historia? ¿se casarán Ron y Hermione?) promovió un tsunami de deseo de dimensiones nada desdeñables. ¿Tal vez fue Rowling víctima del márketing atroz al que se sometió su obra? Tal vez. Sin embargo, nos movemos -¿lamentablemente?- en un terreno en el que las fronteras entre arte y negocio no son para nada nítidas, especialmente si nos atenemos al mal llamado target de la producción Rowliana: un público eminentemente pre-púber que se está transformando en la gran masa compradora del siglo XXI.1 A nivel formal, pues, poco podemos argumentar en cuanto a los supuestos puentes dialógicos entre Borges y Rowling. Pero de todos es sabido que la literatura no es sólo forma, sino también –a menudo- contenido. Presten atención a estas palabras que el escritor argentino nos ofrece en su famoso tratado “Ficciones”: “Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto” (56). En efecto, los habitantes de Tlön, el mundo ficticio que nos describe Borges en su tratado, sólo comprenden la coherencia total cuando engloba el ‘ello’ y su contrario. Sin ánimo de ponernos demasiado Zen, podríamos evocar aquí la ya famosa filosofía oriental 1 Este es un fenómeno socio-económico que no podemos tratar en el presente artículo, por lo que debemos remitir al lector a fuentes secundarias. Véanse, como ejemplos, Desarrollo Psicológico (Craig et. al.: 2001) o Marketing (Lamb et. al.: 2006).

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del Yin y el Yang, pero permitirán que mis disquisiciones tomen derroteros más occidentalizados.2 ¿Es la saga HarryPotteriana una serie de libros que “encierra[n] su contralibro” a la manera Borgiana? Irremediablemente, sí. Y no porque se articule sobre las ya denostadas bases literarias de la lucha del Bien contra el Mal (al más puro estilo estructuralista); ni siquiera porque ofrezca dos mundos evidentemente contrapuestos a nivel simbólico (el de la Magia y el de los llamados ‘Muggles’); sino porque la zambullida de Harry en el mundo mágico bien podría leerse a modo de Metáfora Esencial Lacaniana mediante la cuál un joven pre-púber intenta alejarse de un mundo cruel que le ha lanzado en brazos de la más dura de las orfandades primero y a manos de unos familiares abusivos –los Dursley- más tarde. Dickens estaría profundamente orgulloso de Rowling, si no fuese porque la huída hacia delante no toma el camino del realismo y la Bildungsroman sino todo lo contrario: Harry, en nuestra propuesta, imagina un mundo mágico (y, por ello, alternativo) en el que acude a clases interesantes, tiene amigos fieles, enemigos carismáticos y, tal vez lo más importante, deja de ser un simple huérfano que no tiene donde caerse muerto para convertirse en El Elegido. Prueba de la tesis que aquí se pretende perfilar sería la estructura repetitiva de los siete volúmenes, por la cual nos encontramos de manera reiterativa con un primer capítulo que describe a Harry pasando unos malos ratos con los Dursley hasta que un nuevo curso empieza en Hogwarts, accesible tan sólo a través de la Vía 9 y ¾ de King’s Cross. Pero el tema va más allá. No importan los problemas, las vicisitudes, incluso los peligros a los que Harry se enfrente una vez sumergido de lleno en el mágico mundo de Hogwarts y aledaños, los lectores sabemos que saldrá victorioso. Y lo sabemos porque él, extrañamente, también lo sabe. Todo está bajo estricto control en el mundo de la fantasía. Y Harry es el sujeto agente que, deseando (escapar de la mediocridad de su devenir diario), fantasea y da vida a Hogwarts, Ron, Hermione, Draco Malfoy, Dumbledore e, incluso, a Lord Voldemort (porque el héroe no existe si no se enfrenta a un enemigo feroz). Es así, pues, como la saga Harry Potter ofrece un libro (realista, sobre la vida de Harry en el mundo ‘real’) y, a su vez, un contralibro (fantástico, sobre la vida de Harry en el mundo ‘mágico’). Es así, también, como el círculo de la conexión entre Rowling y Borges se cierra, los continentes se hermanan, la literatura se transnacionaliza y yo me saco un teletexto del (auto)bombín, si ustedes me lo permiten. Muchas gracias.

2 Para disquisiciones Orientalistas, remito a mis lectores a Edward Said (Orientalism, 1979) o, si lo prefieren, a tomarse una copa con algunos ínclitos Autobomberos, activos colaboradores de esta misma página, y apasionados especialistas en el mundo oriental.