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INSTITUCIONES DE DEMOCRACIA DIRECTA Y PARTICIPACIÓN CIUDADANA 1 La historia de las instituciones de la democracia directa en América Latina se encuentra indiscutiblemente vinculada a la historia del voto y por ende a los procesos de apertura y transformación democrática vividos por sus distintos países durante el siglo XX, de forma que casi todos los países latinoamericanos incorporaron con los procesos de reforma política de la tercera oleada democrática, las figuras de referéndum, iniciativa legislativa popular y de la revocatoria del mandato por lo menos en algunos de los tres niveles de gobierno del Estado. En este sentido, y sin obviar que las posibilidades reales de la democracia directa está en función de las ventajas que algunos de sus procedimientos pueden ofrecer para mejorar el funcionamiento del sistema representativo, este trabajo tiene como objetivo básico reflexionar sobre el potencial, que como mecanismos de acceso ciudadano a la gestión de los gobiernos, tienen las instituciones de democracia directa. La institucionalización de mecanismos de democracia directa en cualquier nivel de gobierno ha formado parte de esa estructura de oportunidad política propia de la última democratización, la cual ha supuesto el establecimiento formal de mecanismos que pueden ampliar la participación ciudadana en los gobiernos. Un diseño institucional que promueva la participación y la injerencia ciudadanía en los asuntos públicos mediante estas formas de ejercicio directo de la soberanía popular, son muestras de cambios de acceso al sistema político, que ofrecen nuevas vías para que la ciudadanía pueda manifestar sus demandas y voluntades, recursos políticos inexistentes hasta hace apenas un cuarto de siglo. José Guillermo García Chourio

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La historia de las instituciones de la democracia directa en América Latina se encuentra indiscutiblemente vinculada a la historia del voto y por ende a los procesos de apertura y transformación democrática vividos por sus distintos países durante el siglo XX, de forma que casi todos los países latinoamericanos incorporaron con los procesos de reforma política de la tercera oleada democrática, las figuras de referéndum, iniciativa legislativa popular y de la revocatoria del mandato por lo menos en algunos de los tres niveles de gobierno del Estado. En este sentido, y sin obviar que las posibilidades reales de la democracia directa está en función de las ventajas que algunos de sus procedimientos pueden ofrecer para mejorar el funcionamiento del sistema representativo, este trabajo tiene como objetivo básico reflexionar sobre el potencial, que como mecanismos de acceso ciudadano a la gestión de los gobiernos, tienen las instituciones de democracia directa. La institucionalización de mecanismos de democracia directa en cualquier nivel de gobierno ha formado parte de esa estructura de oportunidad política propia de la última democratización, la cual ha supuesto el establecimiento formal de mecanismos que pueden ampliar la participación ciudadana en los gobiernos. Un diseño institucional que promueva la participación y la injerencia ciudadanía en los asuntos públicos mediante estas formas de ejercicio directo de la soberanía popular, son muestras de cambios de acceso al sistema político, que ofrecen nuevas vías para que la ciudadanía pueda manifestar sus demandas y voluntades, recursos políticos inexistentes hasta hace apenas un cuarto de siglo.

José Guillermo García Chourio

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1. INTRODUCCIÓN

La reforma política llevada a cabo en América Latina desde hace más de dos décadas, además de haber implicado la restitución del modelo de democracia representativa en ciertos países, ha supuesto también la incorporación, para todos sin excepción, de mecanismos de democracia directa aunque solo fuera en alguno de sus niveles políticos territoriales. Este hecho común que abarca tanto a países que tuvieron un pasado autoritario como aquellos que han gozado de tradición electoral ha sido el resultado de complejos procesos políticos que ha intentado abrir canales para la institucionalización del conflicto que originan las demandas sociales de mayor participación e injerencia ciudadana en los asuntos públicos, sin que con ello se altere de forma significativa los elementos sustanciales sobre los que se asienta el modelo de democracia representativa vigente en nuestros actuales sistemas políticos.

Como complemento y en combinación con el sistema de elecciones periódicas y de la función de los cuerpos legislativos las democracias latinoamericanas han introducido por lo menos en el plano formal figuras como el referéndum, la revocatoria del mandato y la iniciativa legislativa, mecanismos que se suponen expresan un ejercicio directo de la democracia, ya que eliminan la intermediación entre el ciudadano y el objeto (asunto) o sujeto (gobernante), sobre los cuales este tiene, mediante el uso del voto, la potestad soberana de decidir entre aceptar, rechazar o proponer en base a su propio juicio.

La institucionalización de estos mecanismos ha tenido como objetivo implícito la búsqueda de hacer más sustantiva a la democracia

representativa en base a reinventar y recrear procedimientos que fueron propios de las antiguas formas de democracia y que en la modernidad solo han sido históricamente prácticas aisladas de muy pocos países. Por más que se busque ennoblecer a dichos mecanismos como expresión de igualdad y libertad a partir de invocar su funcionamiento en base a un supuesto pasado glorioso, la presencia de los mismos hoy en día en nuestras legislaciones nacionales y locales únicamente admitiría considerarlos como parte de una estructura de oportunidad política que posibilitaría a la ciudadanía mayores espacios y niveles para la participación.

Pese a que la literatura sobre este tema en América Latina ha mostrado un mayor interés sobre el estudio de estos mecanismos desde un plano nacional, a partir principalmente del análisis de los textos constitucionales (Thibaut, 1998; Maraví, 1998; Rial, 2000; García, 2000; Barczak, 2001; Jiménez, 2001; Payne et al., 2003; Cedeño, 2004; Zovatto, 2004; Altman, 2005; Lissidini, 2006; Welp y Lafferriere, 2006), también es posible encontrar algunos análisis sobre experiencias particulares en torno al establecimiento de uno que otro de estos mecanismos en determinadas provincias o municipios de América Latina (Brito, 2000; Ramírez, 2002).

La gran mayoría de las experiencias estudiadas sobre participación en el ámbito municipal dan cuenta de acciones informales emprendidas por la gente, las cuales fueron adquiriendo institucionalidad formal a raíz de su práctica recurrente en el tiempo, siendo desconocido si este ha sido el caso de mecanismos como el referéndum, la revocatoria de cargos y la iniciativa legislativa popular, o si, por el contrario, su institucionalidad –expresada en Ley– como modo de ejercicio democrático de los ciudadanos ha precedido su aplicación en estos espacios subnacionales; sin descartar tampoco que su utilización puede que sea en algunos casos producto de una informalidad que ha podido abrirse paso dentro de ciertas estructuras de poder local, que

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han llegado a reconocer dichos procedimientos, los cuales frente a marcos legales tan generales y ambiguos sobre el hecho participativo, no contravienen al Estado de Derecho y terminan más bien favoreciendo a esas estructuras de poder.

Teniendo en cuenta que las posibilidades reales de la democracia directa está en función de las ventajas que algunos de sus procedimientos pueden ofrecer para mejorar el funcionamiento del sistema representativo en cualquiera de los niveles de gobierno, este trabajo tiene como objetivo básico reflexionar sobre el potencial que como mecanismos de acceso a la gestión de los gobiernos tienen las instituciones de democracia directa. Se trata de una primera aproximación conceptual y analítica en torno a si sus rasgos institucionales en cuanto a formas de activación y nivel de ascendencia sobre el ejercicio de gobierno permite considerarlos como instrumentos que pueden contribuir realmente a ampliar la participación ciudadana en la gestión de la cosa pública.

El trabajo está estructurado en tres grandes apartados, siendo el primero una discusión sobre las posibilidades y límites de la democracia directa en la actualidad y cómo cabe entenderla hoy en día de la mano de algunas perspectivas teóricas, las cuales rescatan de forma implícita ciertos elementos esenciales de este modelo de democracia en tanto que complementarios de la democracia representativa. En segundo lugar, se plantea la teoría de las oportunidades políticas en su dimensión relativa al acceso al poder, como elemento permanente y concreto de una estructura de oportunidad, el cual puede servir para dar cuenta de los mecanismos de democracia directa como puntos de acceso a la toma de decisiones dentro del marco institucional de un determinado un sistema político.

El tercero y último punto gira en torno a los mecanismos de democracia directa, definiéndose sus principales tipos y modalidades

de funcionamiento, con miras a identificar si las características formales que denotan estos procedimientos de apelación y consulta a la ciudadanía permite reconocerlos como mecanismos de acceso al sistema que se institucionalizan dentro un marco de oportunidades políticas para la participación social.

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2. POSIBILIDADES Y LÍMITES DE LA DEMOCRACIA DIRECTA

Pese a que la democracia representativa ha comparecido desde su invención como un modelo contrario y posterior a la democracia directa, su desarrollo y consolidación en cuanto modelo universal no estuvo sujeto a una transición lineal del uno por el otro; en todo caso, fue más bien producto de condiciones históricas y de la fuerza de ciertas ideas dominantes que desde el siglo XVIII le fueron otorgando funcionalidad a la práctica de la representación política al tiempo que desestimaban rescatar aquella forma de ejercicio directo utilizada por los antiguos (Manin, 1998). El triunfo de la elección mediante el voto como mecanismo para la designación de los gobernantes supuso el punto de partida de un derecho que se haría extensivo a todos los ciudadanos como forma unívoca de participación política a partir del siglo XX, convirtiéndose con el tiempo en la condición mínima por excelencia cuando se hace referencia a la democracia.

Bajo la lógica de la democracia representativa la condición de ciudadano deja de ser la de aquel animal político circunscrito al hábitat de la polis donde la intermediación política era algo limitado y pasa a ser definida en base al derecho de escogencia de unos representantes, quienes envestidos por la legitimidad resultante de la opción mayoritaria, gobernarían en nombre de esa ciudadanía que delega en ellos dicha función. Quienes han defendido esta forma de representación política como una actividad sustantiva de actuar por los demás (Pitkin, 1985), entienden que la misma no implica disminuir la condición activa del ciudadano, provisto desde entonces con otros modos de actuación política como es el control y la petición de cuentas a sus representantes a través del voto, institución encargada de regular la independencia

y discrecionalidad de unos agentes que deben sensibilidad a las demandas e intereses del elector.

Como elemento básico de la democracia representativa, no era de extrañar que en un principio se reconociera al sufragio como institución generadora de una enorme y suficiente presencia activa al ciudadano si el precedente habían sido formas absolutitas y aristocráticas de gobierno que excluyeron cualquier modo de participación política de sus súbditos. Sin embargo, el avance y desarrollo político de la sociedad en los últimos dos siglos, además de haber mostrado los logros de este tipo de democracia en los lugares donde ha sido puesta en práctica, también ha dejado ver más recientemente su notable incapacidad para gestionar la realidad política y social siguiendo sus lógicas tradicionales de funcionamiento, siendo evidente la necesidad de reformar muchas de sus instituciones.

El elevado consenso en torno a reformar el modelo representativo a partir de una supuesta revalorización del ciudadano ha creado espacios para la sugerencia y el ensayo de ciertas formas de aproximación de la ciudadanía hacia las tareas de gobierno y de sus propios representantes, marcando el inicio de un reencuentro con la democracia directa como una respuesta a la búsqueda de acercamientos sustantivos gobernados-gobernantes, que reduzcan la perversa condición de elector pasivo en que ha sido convertido el ciudadano e incentiven la responsabilidad y la transparencia de unas autoridades electas, las cuales se han caracterizado por una actuación muchas veces ajenas a la opinión y sentir de sus representados.

En medio de dichos propósitos de reforma, situar las posibilidades y los límites que la teoría ha dado dentro de la contemporaneidad política al modelo de democracia directa obliga a identificar las diversas visiones que han interpretado y redefinido este modelo de democracia con base en sus rasgos originales. Más que concederle un lugar a la versión casi

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mítica practicada por los griegos y los romanos en la Antigüedad, se trata de situar las versiones modernas, las cuales independientemente de exponer fórmulas participativas, deliberativas, de innovación política popular o equilibrados procedimientos de accountability ciudadano, sus posibilidades y límites han quedado circunscritos hasta hoy en día a las ventajas y desventajas que pudiesen mostrar cualquiera de ellas frente al modelo representativo.

Así como a la democracia contemporánea se le refiere de manera connatural como representativa (Bobbio, 1996), a la democracia directa se le sitúa esencialmente como la antigua forma de democracia de la cual ya no quedan vestigios. No obstante, el rescate y reconocimiento dado por Rousseau (1762) a este último modelo sirvió a posteriori para que el marxismo clásico por su lado y el republicanismo tradicional por el suyo plantearan esquemas alternativos de distribución y ejercicio del poder político con base en ideas radicales que defendían la abolición de Estado y la sustitución del sistema de representación por formas de autogobierno; planteamientos que luego fueron reconsiderados por pensadores de la Nueva Izquierda (Pateman, 1975; Macpherson, 1997) y del neorrepublicanismo (Pettit, 1997) en la elaboración de posiciones más moderadas que han abogado respectivamente por una democracia participativa y por condiciones de igualdad y autonomía del sujeto, las cuales permitan el desarrollo de espacios deliberativos (Habermas, 1998), donde sea el ciudadano activo quien fortalezca a la débil democracia representativa (Barber, 1984).

Otra perspectiva referente a la injerencia directa del ciudadano en los manejos del gobierno pone el acento de manera conservadora sobre la importancia de fortalecer el modelo representativo mediante la incorporación de ciertos procedimientos de control y observancia ciudadana que refuercen el sistema de pesos y contrapesos tradicional (Beetham, 1994; Dahl, 1997; O’Donnell, 2004; Pzerworski et al., 1999), haciendo más bien que dichos procedimientos sean considerados

como de democracia semidirecta, dado que su utilización tendría lugar en el marco de la democracia representativa sin contravenir sus rasgos esenciales (Duverger, 1988).

Entre ambas visiones cabe situar un tercer enfoque que entiende el ejercicio directo de la democracia como un proceso de empoderamiento del ciudadano en cuanto agente activo en la toma de decisiones públicas a partir del desarrollo de ciertas innovaciones políticas de tipo organizativo en el que la tradición y experiencia asociativa apuntala los procesos de construcción intersubjetiva de sentidos y significados en cuanto a las necesidades, demandas y problemas, así como a las formas de encararlos (Putnam, 1993; Bresser y Cunill, 1998; Vieira, 1998; Smulovitz y Peruzzotti, 2000; Font, 2001; Avirtez y Santos, 2002; Fung y Wright, 2003).

Dadas todas estas interpretaciones, la democracia directa –como realidad o como precepto– muestra grandes variantes frente a la democracia representativa, que pueden ser situadas en una especie de continuo, donde en un extremo se ubican sus formas clásica y moderna de carácter más puro y radical: una basada en la intervención directa de los ciudadanos en las decisiones de la polis, la otra fundada en la disolución del Estado capitalista y en el autogobierno de las personas. Mientras en el otro extremo, al hablar de democracia directa, solo se ubican una serie de instituciones para aumentar la injerencia ciudadana, pero que pueden operar, y de hecho lo hacen, dentro del sistema representativo. Quedan en el centro aquellas ideas de democracia participativa, fuerte, deliberativa, de autonomía democrática o de emponderamiento ciudadano, las cuales definen la implicación de la ciudadanía en las tareas de gobierno como una especie de democracia directa, siendo conforme a la radicalidad de sus planteamientos en torno a sustituir o complementar al esquema representativo, que se pueda identificar su tendencia más hacia un extremo o a otro dentro del continuo.

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2.1. La democracia directa como espacio deliberativo de igualdad y autonomía

Recuperar la isegoría como condición política del ciudadano es lo que la llamada democracia deliberativa ha pretendido al señalar la importancia del diálogo como fuente racional para la construcción de acuerdos de naturaleza pública (Fishkin, 1995; Habermas, 1998; Elster, 2001; Sen, 2006). Frente al carácter opresivo y desigual que la economía de mercado y la política como massmedia imponen al ejercicio reflexivo y libre de los derechos por parte de los ciudadanos, esta perspectiva entiende que la democracia requiere de ciertas condiciones institucionales que posibiliten la discusión abierta de los temas de interés público como mecanismo para la construcción consensuada de las decisiones, siendo la agregación de demandas e intereses colectivos producto de la argumentación que en condiciones de igualdad realizan los individuos en torno a diversas interpretaciones que compiten por ser reconocidas como versiones de “vida buena”.

Trascendiendo los planteamientos circunscritos a cierto materialismo histórico que desde la Nueva Izquierda hicieran Pateman (1975) y Macpherson (1997), en torno a la democratización de ciertos espacios cotidianos de la gente y sobre la democracia participativa dentro de los partidos y del propio Estado, la propuesta de la deliberación como praxis política del individuo viene a situarse en el ámbito de la cultura, al reconocer el lenguaje como vehiculo de expresión de demandas e intereses, el cual contribuye a construir una opinión pública razonada a partir de la interacción de símbolos y significados entre quienes tienen varias formas de percibir la realidad.

A partir de la posibilidad de hacer pública la voz, el voto deja de ser producto de una relación de cálculo en términos de medios y fines para convertirse en el fallo razonado de la discusión entre visiones sobre lo que está en consideración como tal. Para ello es necesario

contar con ámbitos de interacción no sujetos a la dominación ideológica del poder económico y del Estado en los que sea posible el diálogo abierto, considerándose el espacio público como el lugar en donde de forma libre pueden recurrir los individuos para manifestar sus argumentos en torno a temáticas de índole colectivo, los cuales requieren un tratamiento no cercado por las usuales razones técnicas que han reproducido un escenario de enorme exclusión y prescindencia ciudadana en el desarrollo de las decisiones.

Bajo esta perspectiva, la democracia, más que elecciones es un frecuente diálogo entre sus ciudadanos y entre estos y sus gobernantes, el cual surge del reconocimiento de todas aquellas visiones del mundo que reúnen argumentos con pretensiones de validez, siendo los espacios públicos los ámbitos de asamblea en donde se hace efectivo el debate y la competencia argumentativa sobre los problemas a ser encarados así como sus soluciones. Para algunos autores como Habermas (1998), esto supondría pasar del ciudadano votante, alienado por unos subsistemas económico y administrativo donde la media del dinero y del poder político condicionan sus decisiones, a un ciudadano dialogante, presto a ejercer su autonomía a partir de argüir sus razones y preferencias ante sus semejantes, de manera de reunir consenso en torno a una determinada orientación capaz de producir una opinión pública fuerte que contravenga como alternativa al actual sistema de dominación ideológica sobre el cual descansa la democracia electoral, modulada por partidos de masas orientados a la captura indiscriminada del voto y por medios de comunicación poco neutrales e imparciales.

Para otros como Fishkin (1995), esta forma de democracia basada en el diálogo es una cuestión de grados en cuanto a sus posibilidades de realización, dado que además de sus enormes dificultades para hacerla efectiva más allá de los ámbitos locales en clave de democracia cara a cara, se corre el riesgo de que esta se haga vulnerable a la tiranía,

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al no poder en todos los casos reformular las cuestiones públicas, de manera que sean aceptables para todos. No obstante, ello no significa para él que se deba abandonar la tarea de hacer en cierta forma más deliberativa a la democracia, ya que cualquier innovación institucional que sirva a la deliberación, aun cuando no alcance el ideal ni de lejos, representa una mejora importante frente a la falta de deliberación que rutinariamente hay en la actualidad.

Ese carácter de aliciente atribuido a la deliberación ante los vacíos democráticos dejados por el funcionamiento del modelo representativo, reside en las virtudes otorgadas al diálogo como proceso reparador de la sociedad civil (Barber, 2000), siendo el mismo necesario en la construcción de una “democracia fuerte” donde el ciudadano tenga voz en el debate permanente de las cuestiones que constituyen motivo público. Se trata de resaltar que si bien la participación de la gente mediante la deliberación es una actividad para la cual se requieren de ciertas condiciones cívicas instituidas en el cuerpo social, también es un proceso instituyente que a partir de su práctica inculca y reproduce valores ciudadanos (Pateman, 1975; Held, 1996; Barber, 1984) acordes a un esquema de democracia más sustantivo fundado en un tipo de inclusión política que transciende la mera condición de elector tenida por el ciudadano.

El desarrollo de instituciones orientadas hacia la construcción de consensos mediante el diálogo se inscribe dentro de un proceso de “doble democratización”, basado en la reforma del Estado, de forma de hacerlo más abierto a las demandas ciudadanas y en la reestructuración de la sociedad civil, de manera de hacerla más reflexiva ante los temas de naturaleza pública (Held, 1996). Bajo una especie de eclecticismo que pretende combinar aspectos positivos de la democracia liberal con elementos de otros modelos radicales de democracia, el proyecto deliberativo aboga por reunir las condiciones políticas, económicas y sociales adecuadas que permitan la autonomía

democrática del individuo, entendiendo dicha nueva condición como la capacidad de ser reflexivos y autodeterminantes en cuanto a deliberar, juzgar, escoger y actuar entre las diversas opciones de sociedad que compiten por ganar legitimidad.

Para quienes defienden la deliberación como aspecto inmanente de la democracia, los avances en la democratización de las relaciones Estado-ciudadanía no pueden limitarse al establecimiento de modelos participativos de tipo consultivo o de simple ejecutor de decisiones tomadas desde arriba, los cuales son más cercanos a cierta orientación de eficiencia de la democracia. A diferencia de estos, la opción deliberativa aboga por hacer horizontales muchas de las interacciones que determinan los cursos de acción sobre lo público, situando al homo politicus primero como sujeto dialogante que como ser votante y receptor de políticas, y asumiendo la lógica sobre que es preferible ganar en legitimidad que en eficiencia en lo concerniente a la toma de decisiones públicas; siendo esto último uno de los aspectos sujeto a mayores críticas, principalmente por parte de aquellos que, como veremos más adelante, señalan la necesidad de introducir otros mecanismos de control político para aumentar la responsabilidad de las autoridades electas.

Más recientemente los planteamientos sobre la deliberación se han trasladado de forma muy específica hacia lo que Habermas (1987) denominó el subsistema administrativo, colándose el recurso al diálogo en escenarios tradicionalmente reconocidos como de dominio técnico mediante propuestas que abogan por una administración pública deliberativa (Evans, 2003; Brugué, 2004). Este movimiento ha venido a ser una respuesta al excesivo matiz tecnocrático que han caracterizado a las decisiones y arreglos jerárquicos de las reformas estatales y de mercado, las cuales realizadas bajo un contexto de legitimidad democrática otorgado por el modelo electoral representativo han obviado la voz de la ciudadanía, no quedándole a esta otra alternativa

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que adoptar por la opción de salida (Hirschman, 1977), bajo una expresión disruptiva de protesta y conflictividad social. 2.2. La democracia directa como mecanismos de accountability

A partir de la autocrítica y del revisionismo obligado por los limitados rendimientos de las democracias occidentales pasada la novedad de la Tercera Ola (Huntington, 1994), aquellos entusiastas de los procesos de transición y consolidación han alcanzado en estos últimos años el acuerdo –tanto desde un punto de vista normativo como empírico– de que la democracia no es solo elecciones periódicas. Además de dicha condición básica y de las otras que conforman el célebre decálogo de Dahl (1997), se ha planteado como nueva regla que la democracia debe ser responsiva, entendiéndose esta cualidad como la disposición permanente de los representantes electos y de los cuerpos administrativos bajo su cargo a justificar y responder ante los ciudadanos sobre las decisiones y acciones tomadas en razón de atender los asuntos de naturaleza pública, lo cual supone contar con un sistema de incentivos y restricciones que promuevan esa disposición hacia la transparencia y la rendición de cuentas.

Como nuevo criterio, el carácter responsivo que ahora debe asumir la democracia, sin embargo, solo tendría de novedad aquellos diseños institucionales que lo hicieran posible hoy en día, ya que salvando las distancias que impone la contemporaneidad política de grandes Estados y de organizaciones de masas, la lógica informativa, argumentativa y punitiva del accountability (Schedler, 1999) recrea en cierta medida las finalidades que tenían los Comitia Calata de la antigua Roma, lugar a donde acudía la gente para ser informada y dar consentimiento a las decisiones tomadas por las autoridades. En contraste con ello, ha sido simplemente la complejidad de los tiempos actuales la que ha impuesto, para revitalizar este criterio de vieja data, la necesidad de nuevas instituciones que permitan su viabilidad, siendo oportuna

su aparición como recurso para atender los problemas de legitimidad derivados del hermético manejo hecho por una gran cantidad de políticos y funcionarios de muchas de las principales cuestiones de interés colectivo1.

Dado que se enmarca dentro de la realidad presente, muy distinta a la Roma de los patricios, el enfoque del accountability refleja un implícito matiz tecno-económico, orientado a fortalecer el sistema de pesos y contrapesos de las instituciones centrales de la democracia representativa, mediante una serie de medidas basada en el control integrado de la gestión política y administrativa del Estado a raíz de articular mecanismos de accountability vertical, horizontal y societal (O’Donnell, 2002), en donde el ciudadano asume un papel significativo en el seguimiento y evaluación de la labor de sus representantes en conjunto con otros agentes controlares tradicionales, que han sido identificados como insuficientes para llevar a cabo por sí solos dicha tarea en vista a múltiples razones, que van desde las dificultades de responder imparcialmente a su cometido, dado que en algunos casos forman parte de aquellos anillos burocráticos del Estado, cómplices de muchas actuaciones irregulares, hasta la complejidad que hoy en día representa el acto de gobernar, envuelto en un entorno de redes de actores con intereses y ámbitos de territorialidad diversos, lo cual ha llevado a plantear la necesidad de una nueva governance (Kooiman, 2005).

(1) Sin embargo, la propuesta de apertura del accountability no supone mayores cambios en cuanto a carácter elitista de la toma de decisiones, ya que este enfoque centra su atención en que tanto políticos como técnicos actúen de forma correcta y transparente, conforme a unos procedimientos legalmente establecidos, de manera que ello permita reducir las oportunidades para el manejo irregular de la cosa pública; comportamiento este cada vez más disfuncional frente a modelos de gestión basados en la competitividad y la productividad, debido a que con la revolución neoliberal, al haber pasado a ser la eficiencia el máximo principio rector de cualquier gestión administrativa, la corrupción se convirtió más en una cuestión de costos que en un asunto moral.

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En el caso de la relación Estado-ciudadano, se redefine a este último en su condición de votante como un sujeto principal que prescribe un mandato al político electo, quien pasa a figurar como agente responsable de dicha orden2, estando obligado de forma permanente a dar cuenta de las decisiones y acciones tomadas en conformidad con dicho mandato (Przerworski et al., 1999; Maravall, 2003). Se parte de que la democracia es una relación de compromiso en donde el contrato fijado entre las partes implica, por el lado de los ciudadanos, la comisión de una tarea y la delegación de autoridad para realizarla a unos representantes electos mediante sufragio; y por el lado de estos representantes, el cumplimiento de manera responsable de dicha labor encomendada, siendo en todo ello el ciudadano quien tiene la facultad para rescindir o renovar dicho contrato.

Bajo esta perspectiva, el voto deja de ser solo ese mecanismo de elección utilizado tradicionalmente en la escogencia de “los más capaces” para convertirse en el principal instrumento de control del desempeño de aquellos que gobiernan, debido a que su latente potencialidad punitiva sobre cualquier gobernante, en un entorno de ofertas políticas variadas, lo convierte en una institución que puede forzar a este ser más responsable al saberse sometido a la evaluación permanente de la ciudadanía. No se trata de la básica evaluación retrospectiva que caracteriza al votante a la hora de juzgar los resultados de una gestión en el marco de elecciones periódicas, sino de conjugar ese habitual ejercicio de accountability vertical con otros

(2) Dicha interpretación procede de la teoría principal-agente, la cual define esa relación entre los actores como una relación de agencia, que se caracteriza por ser “un contrato conforme al cual una o varias personas (el principal [es] contratan a otra persona [el agente] para realizar algún servicio en su nombre que implica la delegación de alguna autoridad de toma de decisiones al agente). No obstante, si ambas partes en la relación buscan maximizar su utilidad, hay buenas razones para pensar que el agente no siempre actuará en los mejores intereses del principal” (Jensen y Meckling, 1976: 5).

dispositivos de rendiciones de cuentas externos, con nuevos enfoques participativos, que provean mecanismos de voz y retroalimentación a las partes interesadas fuera del ejecutivo (Kaufmann, 2003).

Mediante diversos mecanismos de información y consulta, en donde viene a jugar un papel significativo la telemática, se plantea que la gente puede ejercer un control sobre los encargados del Estado en base al seguimiento y la vigilancia de sus actuaciones, así como de emitir una opinión a favor o en contra de las mismas, valiéndose en estos casos de ciertos mecanismos de democracia semidirecta, como se verá más adelante. De esta manera, se apuesta por un estiramiento de las potestades de la ciudadanía frente a sus representantes al incluirse la posibilidad durante la gestión gubernamental de respaldar o vetar la actuación de las autoridades, que en su momento fueron legitimadas mediante el voto para el ejercer el gobierno. Con ello, la delegación otorgada en un principio al gobernante quedaría condicionada al desempeño y a los rendimientos de su labor durante el ejercicio de su cargo, pudiendo esta ser objetada por el ciudadano.

Más asociado al tema de la gobernabilidad, dentro del enfoque responsivo de la democracia, ha estado el asunto de transparentar la gestión, donde se ha venido planteando como nuevo derecho del ciudadano el que este sea informado de forma clara sobre las actuaciones del gobierno. Mediante el uso de nuevas tecnologías, el desarrollo del llamado E-goverment, movido en principio por razones de eficiencia y simplificación de la gestión administrativa, cobra otro sentido como herramienta que puede ser orientada hacia la promoción de espacios públicos virtuales, dirigidos no solo a informar de modo permanente a la gente sobre la labor gubernamental, sino también como ámbitos para la discusión de políticas y proyectos de ley entre la ciudadanía y sus gobernantes, potenciándose así los mismos como lugares de encuentro para la expresión libre de ideas.

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También enmarcada dentro de la democracia responsiva y contrario a la tesis que vinculaba crecimiento económico con gobiernos autoritarios, se ha se venido haciendo énfasis con base en estudios econométricos provistos de una contundente evidencia empírica, que en la medida en que un sistema político está abierto a la participación desde abajo, ello afecta positivamente en la mejora de la gestión macroeconómica (Rodrik, 2001). Se esgrimen como razones explicativas de esta situación que la participación ciudadana bajo adecuados canales institucionales es una herramienta óptima para enfrentar de forma eficiente, rápida y sin mayor nivel de conflictividad social y política los recurrentes problemas característicos de las democracias de gran parte de Asia, África y América Latina3, donde una asignatura pendiente después de los procesos de transición democrática ha estado en el desarrollo de mecanismos institucionales de expresión y voz de la ciudadanía.

2.3. La democracia directa como emponderamiento ciudadano

Aupados por las expresiones de movilización y autoorganización que en las últimas décadas algunos sectores sociales han emprendido como salida ante la enorme insatisfacción por las respuestas de unos Estados considerados cada vez más insensibles a sus demandas, gran cantidad de autores han llamado la atención sobre la progresiva irrupción de la ciudadanía en ciertas estructuras gubernamentales a nivel local para asumir ella misma no solo la gestión sino también

(3) Según Rodrik (2001: 28), la participación es útil por varios motivos. Primero, permite transferir el poder sin contratiempos desde políticos (y políticas) fracasados a un nuevo grupo de líderes de gobierno. Segundo, posibilita el establecimiento de mecanismos de consulta y negociación, lo que permite que las autoridades creen el consenso necesario para emprender con decisión los ajustes de política indispensables. Tercero, los mecanismos de expresión (voz) obvian la necesidad de los grupos afectados de recurrir a disturbios, protestas y otras acciones perturbadoras, y reducen también el apoyo que otros grupos de la sociedad dan esa conducta.

las decisiones sobre determinados asuntos de interés público (Font, 2001; Blanco y Gomà, 2002; Alguacil et al., 2003; Rodríguez, 2005; Wainwright, 2005).

Bien fuera con base en una ancestral tradición organizativa, que como rasgo dentro del tejido social la convierte en una especie de activo (Putnam, 1993) o mediante innovaciones políticas, producto de continuos e insistentes ejercicios de presión para involucrase y abrirse paso dentro los ámbitos donde se confecciona y se decide la agenda (Fung y Wright, 2003), las experiencias recogidas por estos estudios muestran una imagen del ciudadano muy contraria a la de aquellas tesis que lo han definido como un sujeto cada vez más apático y ajeno a la política.

Pero más que por su valor empírico al mostrar una actitud distinta de la ciudadanía, estos análisis sobre las múltiples experiencias de movilización y autoorganización popular, exponen de manera clara una dimensión normativa de la democracia más bien basada en un esquema de interacciones horizontales y de proximidad entre autoridades y ciudadanos, en donde el poder como elector que tradicionalmente se le ha otorgado al ciudadano dentro de la democracia representativa comparece como un procedimiento insuficiente para alcanzar mayores niveles de legitimidad y gobernabilidad.

Bajo un matiz de enorme radicalidad y que sin pretenderlo a veces parece suponer un modelo alternativo a la democracia representativa, el enfoque del emponderamiento ciudadano ha sido concebido como un proceso resolutivo de injerencia de la gente en las esferas gubernativas ante la indiferencia y desatención a sus demandas e intereses de aquellos que se hacen llamar sus representantes políticos, el cual activado desde abajo vendría a redefinir las relaciones ciudadano-gobernante no solo en cuanto a las formas sobre quién manda y quién obedece, sino también sobre cuáles asuntos se tiene

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potestad de mandato y sobre cuáles obligaciones en lo que respecta a ambas partes.

Tal redefinición de la política al implicar una transformación de las tradicionales estructuras jerárquicas sobre las que ha sido sustentado el sistema representativo, supondría el desarrollo de mayores ámbitos de actuación del ciudadano dentro del Estado en función a unas bases de poder compartido con sus propios gobernantes, pasando a considerarse esta forma de gobernar una especie de democracia directa en el sentido de que es la misma ciudadanía quien sin intermediarios se ocupa de decidir y ejecutar sobre asuntos de interés colectivo que antes delegaba en unos políticos y funcionarios a quienes elegía y reconocía por sus cualidades y saber experto.

Con base en experiencias de formas organizativas e innovaciones políticas que han permitido en algunos casos involucrar de manera cercana y constante al ciudadano en los asuntos de gobierno, la perspectiva del emponderamiento ciudadano, ha buscado enaltecer la participación popular como elemento forjador de responsabilidades tanto de políticos como ciudadanos en una especie de esfuerzo por revivir el zóon politikón de la antigüedad en una época en donde los incentivos para embarcarse en acciones colectivas no se limitan a la otrora reafirmación de identidad como ciudadano de la polis.

Sin embargo, ante el nivel de institucionalización que ha adquirido la política bajo el formato de la democracia representativa, lo cual ha resultado cada vez más excluyente en la atención de las demandas sociales, la participación ciudadana se destaca como una reacción que encuentra sus incentivos tanto materiales como simbólicos en las diversas interpretaciones intersubjetivas concebidas por la gente sobre su realidad particular. En una suerte de redención cívica, se concibe a todo ciudadano como un sujeto con capacidad para razonar de manera coherente sobre sus estados de necesidad y de involucrarse

de modo activo en las labores que contribuyan a transformar ese orden de insatisfacción (Sen, 2000).

A partir de ese despertar ciudadano, la democracia directa del pasado se encarna en la democracia participativa del presente mediante las más diversas formas de expresión popular (foros ciudadanos, mesas técnicas, proyectos comunitarios, veedurías públicas), que pujan por romper el carácter elitista de modelo representativo en cuanto a la toma de decisiones, convirtiendo al voto en una simple condición mínima desde la cual trascender hacia otros mecanismos de construcción de consensos basados en la inclusión de la mayoría, entendiéndose ello como la única fórmula para alcanzar una verdadera legitimidad en el ejercicio de gobierno.

En medio de los tecnicismos que señalan la imposibilidad de la democracia directa a gran escala en las sociedades actuales (Weber, 1984; Sartori, 1988), el enfoque del emponderamiento ciudadano al dar cuenta de expresiones ocurridas en el plano de lo local no solo ha atenuado las críticas sobre la viabilidad de un ejercicio de la política más horizontal, sino también ha puesto en tela de juicio el monopolio del gobierno representativo como esquema unívoco para el desarrollo de la democracia, pretendiendo con ello un nuevo criterio de orden político basado en la lógica de más democracia participativa donde sea posible y tanta democracia representativa donde solo sea estrictamente necesaria.

Así como frente a la complejidad que se le adjudica a la sociedad hoy en día, mediada por intercambios económicos globales de gran dinamismo, se ha propuesto el recurso de gestionarla desde lo local, dadas las ventajas de flexibilidad que estos ámbitos ofrecen para responder a los cambios acelerados (Castells, 1999; Prats, 2000; Borja, 2002), en el caso de los problemas de la democracia contemporánea la solución planteada por aquellos entusiastas de la

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participación ciudadana también encuentra como ámbito territorial los espacios locales, lugares con posibilidades para el desarrollo del llamado gobierno relacional, en el que la sinergia aportada por la estructura de redes de actores sobre el cual está constituido permite generar al mismo tiempo legitimidad y eficiencia en la gestión de lo público (Font, 2001; Blanco y Gomà, 2002).

Fundamentada en lo que parecen ser solo ventajas, la democracia directa en clave participativa, pese a seguir ganando cada vez más terreno como discurso, continúa siendo todavía muy episódica en su dimensión real. Los esfuerzos en convertirla en una expresión más universal, ha puesto sobre el tapete en los últimos años la discusión sobre los condicionantes que han hecho posible su avance y éxito en algunos lugares (Robles et al., 2002; Wanderley et al., 2006), sin embargo estos análisis no dejan de ser aproximaciones a casos muy particulares que dificultan la posibilidad de establecer generalizaciones sobre qué y cuáles diseños institucionales pueden permitir el desarrollo y la viabilidad de una democracia con más poder para la gente.

3. LA ESTRUCTURA DE OPORTUNIDADES POLÍTICAS: PUNTOS DE ACCESO AL PODER

Para cierta corriente estructuralista en el análisis de los procesos políticos vinculados a la movilización social (Tilly, 1978; McAdam, 1982; Tarrow, 1989), las posibilidades de mayor participación de la gente en asuntos de naturaleza pública dentro de un determinado sistema político responden en alguna medida a una llamada estructura de oportunidades políticas (EOP), la cual se caracteriza en términos generales por ser condiciones del entorno político –no necesariamente formales, permanentes o nacionales– que ofrecen incentivos para que la gente participe al afectar sus expectativas de éxito o fracaso4 (Tarrow, 1994). Según este autor, una EOP está compuesta por elementos estructurales: fuerza o debilidad del Estado, estructura del sistema de partidos y formas de represión; y coyunturales: cambios en el acceso al poder, cambios en las alineaciones gubernamentales, disponibilidad de aliados influyentes, división entre las elites.

Entre estos elementos constitutivos de una EOP, uno que reviste especial importancia a los fines del análisis sobre lo que representa la institucionalización de mecanismos de democracia directa dentro de un sistema político, es el referido a los cambios en el acceso al poder. Dicha delimitación no pretende restarle peso a las demás

(4) Teniendo como teoría base al paradigma de la acción racional, el enfoque de las oportunidades políticas entiende a las estructuras de contexto presente en un sistema político como factores que incentivan o restringen el comportamiento de los actores, cual supuestamente está basado en una relación costo-beneficio.

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dimensiones, sino centrar la reflexión en este momento en lo que se considera vendría a ser uno de los aspectos característicos de la reforma política en América Latina, al entenderse la introducción de mecanismos como el referéndum, la revocatoria y la iniciativa popular dentro los marcos legales nacionales y municipales en los distintos países, como transformaciones a lo interno de la institucionalidad del Estado, las cuales abren formalmente espacios para una mayor injerencia ciudadana en la toma de decisiones sobre lo público en las esferas locales.

Está claro que con esta intención solo se estaría tomando en cuenta un único aspecto del conjunto de elementos constitutivos de una EOP, lo cual de por sí podría ser considerado un riesgo, dado que la propia EOP en su totalidad ha sido cuestionada como insuficiente para el explicar los procesos de movilización colectiva (McAdam et al., 1996; Ibarra et al., 2002). Sin embargo, es importante reiterar que el fondo del análisis no reside en esta ocasión en intentar describir ni mucho menos explicar aquellas experiencias de acciones colectivas con fines referendarios, revocatorios o de iniciativas populares de leyes, sino en describir los mecanismos de democracia directa como elementos sistémicos de una estructura de oportunidad política en parte generada por la reforma democrática que tuvo lugar en Latinoamérica a finales del siglo XX.

En cuanto elemento sistémico de una oportunidad política, el nivel de acceso al poder se expresa en la estructura formal, legal e institucional de una comunidad política y está encuadrado dentro una determinada realidad política y administrativa, de manera que todo cambio en torno a dicho nivel de acceso pasa siempre por su institucionalización en términos de política. Por otra parte, puede que el cambio sólo se produzca en un ámbito específico de la estructura de poder, haciendo por ello que sea necesario centrar la atención no en todo el esquema

institucional, sino en aquellos aspectos del mismo que ofrecen una estructura de oportunidad política concreta.

3.1. Los puntos de acceso al poder como dimensión institucional de la política

La teoría de oportunidades políticas (Eisinger, 1973; Tarrow, 1994; McAdam et al., 1996), que surge como una teoría sobre los movimientos sociales5, en razón de ofrecer una explicación al por qué la gente participa en acciones con fines colectivos, no alcanza a revelar si aquellos elementos de condición inestable que componen una EOP pueden llegar a convertirse en permanentes, tendiendo más bien a confundir sobre cuáles son los permanentes y cuáles no. El relativo consenso que hay entre algunos de sus principales representantes, hace ver en escritos posteriores (Tarrow, 1996; McAdam et al., 1996) que ciertos aspectos considerados en un principio como coyunturales pasaron a ser definidos como permanentes e institucionalizados. Tal es el caso de la dimensión de cambios en el acceso al poder, elemento de la EOP sobre el que hoy en día existe el acuerdo dentro de la teoría de entenderse, en rasgos generales, como la política que se institucionaliza debido al proceso de cambio político que sufren las estructuras de poder en el curso de la historia.

Es posible que este giro de la teoría de las oportunidades políticas en redefinir y reforzar como permanentes a algunos de sus aspectos anteriormente considerados inestables, responda a enfrentar las críticas que en cierta medida han señalado como contradictorio

(5) Pese a tener su origen en Estados Unidos, la teoría de oportunidades políticas se ha convertido en un paradigma de amplio calado, especialmente en Europa, donde se han generado nuevas interpretaciones con matices propios que han contribuido en su desarrollo y consolidación como modelo explicativo de la movilización social y los fenómenos de protesta (Della Porta, 1996; Della Porta y Diani, 1997; Laraña, 1999).

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y limitado el propio concepto de estructura de oportunidad. Por un lado, se ha encontrando ilógico relacionar estructura, que es algo permanente, con oportunidad, que es algo coyuntural, resultando por ello incongruente pretender a partir de elementos coyunturales que expresan ciertamente una oportunidad establecer una estructura, la cual requiere lógicamente de elementos permanentes que sirvan de base a la misma (Rucht, 1996). Por otro lado, el carácter impreciso que connotaban en un principio algunas dimensiones de la teoría había limitado en algunas ocasiones las posibilidades de diferenciación entre las oportunidades políticas en sí y otras condiciones catalizadoras posiblemente presentes en los contextos en lo que se originaban las movilizaciones (McAdam et al., 1996).

Pese a las críticas, una ventaja de la teoría de las oportunidades políticas en cuanto a la dimensión referida a los cambios de acceso al poder reside en las maneras de entender dichos cambios: disruptivos, esto es, propios de una coyuntura específica que obliga a la apertura de forma tajante, como puede ser el caso de una revolución; o evolutivos, que marchan conforme a la sucesión histórica de una serie de eventos que van impulsando la apertura de forma progresiva, como puede ser el caso de una reforma política. De esta forma, para la propia teoría, es el contexto –revolucionario o reformista– en el que se dan los cambios de acceso al poder, el que en cierta medida fija el carácter permanente o no de este aspecto en una EOP, llegando inclusive a entrever que este elemento puede dejar de ser un aspecto coyuntural de un momento revolucionario para transformarse en factor estructural de una EOP a partir de un proceso de institucionalización pasados los momentos convulsivos.

Como parte de una reforma política, los cambios de acceso al poder más que ser modificaciones coyunturales del sistema político, generadoras de ciertas aberturas efímeras con posibilidades de ser aprovechadas para la acción colectiva, pueden definirse como

entornos institucionalizados que dan cuenta de una condición estable a disposición de los sujetos para desarrollar la acción, donde su uso potencial va depender de otras variables externas e internas al grupo, como es el caso de los marcos culturales interpretativos que dan sentido a la acción (Zald, 1996) y de las estructuras de movilización, las cuales reducen los costos individuales de la actividad al aportar los recursos organizativos necesarios para la misma (McCarthy, 1996).

Pero sin entrar a detallar el peso otorgado a estos condicionantes, así como las diferencias de juicio sobre otros de los componentes que integran una EOP, algo que sí es característico de todos los autores exponentes de la teoría de las oportunidades políticas en su conjunto, es la enorme similitud en subrayar el aspecto del acceso al poder como elemento básico y permanente de cualquier escenario favorable para la movilización. Bien sea definiéndola como estructura de oportunidad o como estructura de contexto (Rucht, 1996), los distintos representantes de este paradigma sólo se diferencian en cuestión de semántica a la hora de definir lo que entienden por esta dimensión institucional de la EOP.

Haciendo un repaso histórico sobre la evolución conceptual de este elemento de la EOP, encontramos en primer lugar, como en el caso de Eisenger (1973), es evidente su inclinación hacia aquellos factores institucionales de los gobiernos municipales en su estudio comparativo sobre las estructuras de oportunidades políticas y comportamientos de protesta en diferentes ciudades de los Estados Unidos. Pese a que este autor no desarrolló en sí los elementos que integran dicha estructura6, definió a la misma como el grado de probabilidades que

(6) Entre los factores del entorno político señalados por Eisenger (1973: 11) como propios de una estructura de oportunidad política se encuentran la naturaleza del ejecutivo local, el modo de elección de los concejales, el nivel de formación y status, el grado de desintegración social, el clima de responsabilidad del gobierno y el nivel de recursos de la comunidad.

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tienen los grupos de acceder al poder y de influir el sistema político con base en la presencia de determinados elementos del entorno político que lo hacen más abierto.

Posteriormente McAdam (1982), también se ocuparía de considerar los aspectos institucionales del contexto al retomar el concepto inicial de Eisenger sobre EOP e incluir en su modelo de proceso político sobre la movilización algunos elementos psicosociales, con lo cual le otorgó un carácter dinámico a la naturaleza de las EOP. Con base en su explicación sobre la “liberación cognitiva” que atraviesan algunos movimientos sociales en cuanto a la identificación y significado dados por estos a determinadas situaciones como estructura potenciales para la acción colectiva, resaltó que los grupos no solo se valen de los recursos institucionales que formalmente el contexto les ofrece, sino que estos a su vez pueden, a partir de su actividad, lograr expandir las oportunidades para perpetuar y acrecentar su acción con miras a alcanzar sus objetivos.

Pero viene a ser Tarrow (1989; 1994), quien desarrolla en toda su extensión los distintos aspectos que componen una EOP, siendo el elemento de los cambios de acceso al poder una dimensión que se refleja en el grado de apertura de la comunidad política, apertura que puede producirse en algunas circunstancias por acontecimientos de naturaleza disruptiva y en otras ocasiones por transformaciones progresivas del sistema político. En vista de ello, el carácter formal o informal de dicho elemento como condición de un entorno político que ofrece incentivos permanentes para la movilización, estaría vinculado a las posibilidades reales de su institucionalización como rasgo propio del sistema político en cuestión.

Por su parte Brockett (1991: 254), que prefiere referirse al mismo elemento llamándolo “puntos de acceso significativos en el sistema político”, parte de considerar la EOP como la configuración de fuerzas

potenciales o manifiestas en el entorno político que influyen en que determinado grupo social pueda insertar sus objetivos políticos dentro del sistema. La intención de este autor en asumir la EOP como una configuración de fuerzas, se funda en su esfuerzo deliberado por superar las limitaciones de los planteamientos iniciales de la teoría que descuidan los procesos de interpretación de las oportunidades a lo interno de los grupos7. Al contrario de esas anteriores concepciones, para él, los factores políticos que facilitan o inhiben la percepción de las oportunidades para la acción colectiva son parte también de la EOP.

Dentro de esta maduración de la teoría, la dimensión del acceso al poder también se ha visto sujeta por otras razones a las interpretaciones tanto de quienes se han centrado en reconocer como un factor clave de la movilización a los entornos macro-estructurales, como de aquellos que más bien se han inclinado por identificar a determinadas políticas como factores contextuales que ofrecen oportunidades políticas concretas. En el primer caso, el foco de interés ha sido el análisis de estructuras y contextos políticos generales, como tipos de Estado o sistema políticos, tendiendo ello una visión de alcance nacional o transnacional en el estudio las movilizaciones sociales, mientras que en el segundo caso, los análisis se circunscriben a ámbitos subnacionales en donde se estudian determinadas instituciones o políticas tienen como factores de la acción colectiva.

De ambas perspectivas, el enfoque de la oportunidad concreta es el que más se ajusta al estudio que nos ocupa, el cual, si bien no se plantea relaciones de incidencia entre movilizaciones sociales

(7) Entre los factores del entorno político señalados por Eisenger (1973: 11) como propios de una estructura de oportunidad política se encuentran la naturaleza del ejecutivo local, el modo de elección de los concejales, el nivel de formación y status, el grado de desintegración social, el clima de responsabilidad del gobierno y el nivel de recursos de la comunidad.

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con fines referendarios y mecanismos de democracia directa establecidos, puede servirnos para la descripción y el análisis de una política específica de democratización, institucionalizada a nivel de la legislación municipal de algunos países de América Latina como parte de los procesos de descentralización política suscitados en las últimas décadas del siglo XX.

3.2. El acceso al poder como parte de una estructura de oportunidad política concreta

Entre las distintas aproximaciones que han sido desarrolladas dentro de la teoría de las oportunidades políticas, se encuentra el denominado por Tarrow (1996) enfoque de estructura de oportunidad concreta de tipo trans-seccional, el cual ha estado orientado hacia el estudio sobre el modo en que el medio institucional y burocrático canaliza la acción colectiva en torno a ciertos temas. Situado dentro de un contexto histórico determinado, este enfoque trata de responder cómo instituciones concretas (sistemas fiscales, políticas de regulación laboral, leyes y normas municipales) dan forma a la acción colectiva e influyen sobre las decisiones de aquellos que organizan la movilización.

Pese a que este enfoque ha sido cuestionado por el propio Tarrow (1996), tachándolo de estático en el análisis de las relaciones entre cambios políticos y movilización colectiva8 y de incompatible si se pretenden hacer estudios comparados a nivel internacional sobre las lógicas de creación de oportunidades por parte de los propios movimientos sociales, también es cierto que este mismo autor

reconoce dicha perspectiva como aquella que ha contribuido dentro de los Estados Unidos en el estudio de las estructuras de oportunidad política en contextos infra-nacionales (Amenta y Zylan, 1991; McCarthy, 1996), habiendo sido uno de sus principales representantes pionero en el teoría de EOP (Eisenger, 1973).

Por más que hoy en día el interés sobre el estudio de los movimientos sociales se haya desplazado de esa visión inicial de ser analizados como fenómenos particulares a ser enfocados de forma más prometedora como manifestaciones de expresión trasnacional, ello no invalida la importancia de aquellas aproximaciones actuales que se interesan por su estudio desde una realidad particular y concreta. En todo caso, es la complejidad manifiesta del propio objeto de estudio la que ha llevado a la teoría sobre las oportunidades políticas a procesos de especialización de donde ha surgido una fecunda gama de corrientes interpretativas, cada una de ellas con alcances específicos y capacidad explicativa definida.

Pero no solo por razones de epistemología y gnoseología del objeto, una parte de la teoría ha mantenido la necesidad de fijar la atención sobre aspectos muy concretos de lo político como entornos específicos de oportunidad. Ello también ha correspondido, desde un plano ontológico, a que los procesos de cambio de acceso al poder no significan necesariamente que un sistema político en toda su extensión derive hacia un nivel uniforme de acceso a las decisiones. Como resultado de los cambios, en cada ámbito de dicho sistema y especialmente del Estado, puede darse una configuración institucional que muestre diversos grados de apertura y restricciones tanto en sus distintos niveles de gobierno, así como en los asuntos de respectiva competencia de estos.

En lo que respecta a identificar oportunidades políticas, dicho carácter multidimensional del Estado había sido considerado por Tarrow (1994)

(8) Según Tarrow (1996) existen, básicamente dos formas de estudiar la relación entre estructuras políticas y acción colectiva: la vía trans-seccional, un análisis estático de las estructuras de oportunidad y el enfoque dinámico, centrado en las alteraciones de las EOP.

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desde un principio. Según este autor, por mucho que la estructura del Estado sea una primera y útil dimensión para predecir si y dónde encontrarán oportunidades los movimientos para emprender acciones colectivas, su comportamiento diferenciado ante los distintos sectores sociales, hace que sea más adecuado especificar los aspectos particulares de la estructura institucional que tienen relación directa con los movimientos en vez de materializar en el Estado como un todo la predicción de la acción colectiva.

El interés por las particularidades de ciertos entornos institucionales del Estado para tratar de establecer qué contextos políticos en específico son más proclives a favorecer oportunidades para la acción colectiva ya estaba presente en los propios inicios de la teoría. En este sentido, Eisenger (1973), analizando la relación entre formas de gobierno locales y frecuencia de protestas en ciudades de los Estados Unidos, encontró en un grupo significativo de estos gobiernos que una combinación de aperturas y restricciones en cuanto a la forma y naturaleza del ejecutivo municipal al método de elección de los concejales y a cambios en los accesos y representación de las minorías, era de cierto modo responsable de las posibilidades de desarrollo de las acciones de protestas.

También Amenta y Zylan (1991) en un intento por superar las limitaciones del modelo centrado exclusivamente en las oportunidades políticas, apostaron por su complementariedad introduciendo elementos propios del Neoinstitucionalismo a la hora de estudiar dimensiones institucionales concretas en distintos estados de los Estados Unidos. En sus resultados, por más de haber encontrado la notoria influencia que rutinas informales basadas en el clientelismo de los partidos políticos tenían sobre la movilización, también confirmaron la importancia que la estructura institucional de la política tenía sobre el comportamiento colectivo de aquellos grupos constituidos en diversos estados de la

unión americana, que representaban a un movimiento en favor de las pensiones sociales, fundado durante la Gran Depresión.

Otros autores orientados hacia el estudio de las estructuras de movilización de recursos (McCarthy, 1996; Clemens, 1996; Voss, 1996) se han interesado por ciertas instituciones concretas en contextos específicos, como factores externos que en combinación con variables internas a los grupos sociales favorecen el desarrollo de sus actuaciones públicas. Sus trabajos, también situados dentro de la realidad de los Estados Unidos, dan cuenta del papel jugado por dichas instituciones como agentes que ejercen una notable influencia en la configuración de los marcos estratégicos para la acción y en la adopción o cambios en los recursos organizativos empleados por los grupos para la movilización.

Esta muestra deliberada de estudios sobre los elementos institucionales de una EOP no significa que dentro del enfoque de estructura de oportunidad política concreta, el incremento del acceso al poder haya sido siempre la dimensión exclusiva en los análisis sobre movilización. En un examen sobre distintos movimientos sociales de la Nueva Izquierda en Italia, Della Porta (1996), además de haber tomado en cuenta la dimensión institucional de la política incluyó el aspecto referido a la disponibilidad o no aliados influyentes al momento de analizar las oportunidades específicas tenidas por dichas agrupaciones para desplegar su acción.

A diferencia de Tarrow (1989), quien en su estudio sobre los movimientos de protesta en Italia, aprovechó como base empírica la realidad histórica y política de ese país para verificar su ya mencionado modelo teórico de EOP, Della Porta (1996: 13) puso la atención en el papel jugado por los sistemas de alianza y de conflicto en el comportamiento de la familia de movimientos sociales considerados

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en su análisis. El planteamiento central de su trabajo está en la doble lógica de funcionamiento de estos sistemas, la cual consiste en que “mientras el sistema de alianza provee recursos y crea oportunidades políticas para los movimientos colectivos, el sistema de conflicto tiende a reducir aquellos recursos”.

Algo característico en los análisis de esta autora es su recurrente mención de modo explícito a los mecanismos de democracia directa como parte de la dimensión institucional de la EOP (Della Porta, 1996; Della Porta y Diani, 1997). En cuanto punto de acceso al sistema político, mecanismos como el referéndum y la iniciativa popular de leyes se constituyen en nuevos lugares de debate y decisión, sobre todo en reivindicaciones no directamente relacionadas a las escisiones sociales sobre las cuales se crean los partidos políticos, sirviendo así “de canal complementario respecto a aquellas aperturas de la democracia representativa” (Della Porta y Diani, 1997: 275).

4. MECANISMOS DE DEMOCRACIA DIRECTA

Así como otros conceptos de la Ciencia Política, los mecanismos de democracia directa también encierran una gran dificultad para el acuerdo entre los autores que han escrito sobre qué y cuáles son estos mecanismos, al punto que la diatriba parece ir más allá de una mera cuestión de semántica alcanzando al propio término democracia directa. En ese sentido, algunos autores prefieren reservar el concepto de democracia directa para referirse estrictamente el tipo de democracia que se practicaba en la antigua Atenas mediante la asamblea general de ciudadanos y considerar más bien las figuras del referéndum y la iniciativa popular como instituciones de democracia semidirecta (Duverger, 1988).

Sin ánimos de entrar en una discusión de este tipo, la cual ha contribuido muy poco sobre la razón de ser de estas instituciones, baste con señalar que la intención de aquellos de conceptuarlas bajo la denominación de democracia semidirecta, parece responder a una especie de prevención técnica en torno a las limitaciones de puesta en práctica de la democracia directa en su versión clásica dentro la actual realidad política, ello con el fin de salvaguardar el carácter estrictamente representativo de la democracia contemporánea9. En rigor, se trata de

(9) Max Weber (1984: 234 y 703) prefirió hablar de “democracia directa racionalizada” para distinguir de la democracia ateniense a los procedimientos de consulta directa dentro de los actuales sistemas representativos; formas administrativas que sin embargo, “fallan desde el punto de vista técnico cuando se trata de asociaciones que exceden una determinada (elástica) cantidad (algunos miles de ciudadanos con plenos derechos)”.

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una simple redefinición que busca con el prefijo “semi” relativizar y establecer una distancia entre lo que era en la antigüedad un ejercicio de la política cara a cara y lo que hoy día tiene posibilidades reales de ser practicado a luz de las instituciones modernas de la democracia.

Por encima de los significados e intencionalidades, un elemento de suma importancia a la hora de caracterizar los mecanismos de democracia directa (MDD) dentro del contexto de la democracia moderna es su insoslayable vinculación con la institución del voto. Independientemente de si consideramos la democracia directa en la actualidad como asunto de deliberación, mecanismo de accountability o emponderamiento ciudadano, bajo cualquiera de estas opciones los MDD están relacionados con el procedimiento de la elección, lo cual implica que dichos mecanismos se vean sometidos a las mismas dinámicas políticas características de un proceso comicial para la escogencia de representantes.

El otro elemento sobre el cual hay claridad conceptual y que es determinante de la condición complementaria de los MDD dentro de los sistemas representativos, está precisamente en que su objetivo se circunscribe al uso extraordinario de voto por parte del ciudadano para decidir en torno a materias de interés público, así como también para vetar, cuando diera lugar, la actuación de las autoridades en ejercicio. Dicho rasgo, además de guardar una estricta diferenciación con respecto al tradicional sufragio destinado a la selección periódica de personas para los cargos de representación política, ha sido, en cierta medida, uno de los factores explicativos del carácter poco recurrente que generalmente tienen los MDD dentro del juego democrático.

Ambos rasgos unívocos de los MDD son reunidos por Thibaut (1998) en su definición, cuando se refiere a dichos mecanismos como “aquellas formas de participación política que se realizan a través de voto directo y universal, pero que no consisten en seleccionar a miembros de los

órganos democrático-representativos, sea el legislativo (congreso o parlamento) o sea el ejecutivo (presidencia)”10. Sin embargo, este autor, como era de esperarse, solo agrupa en su definición los aspectos sobre los que hay acuerdo en la literatura, quedando pendiente asuntos sobre cuáles son esas formas de participación política y para qué son utilizadas (tipos de mecanismos), además de cómo y cuándo se activan las mismas (organización y funcionamiento).

4.1. Tipos de mecanismos

Por encima de la diversidad de criterios de clasificación a opinión de cada autor y de los respectivos tipos de MDD resultantes de ellos, es posible identificar en la literatura sobre democracia directa cierta tendencia a considerar como sus principales mecanismos al referéndum, a la revocatoria de mandato y a la iniciativa legislativa popular. Sin embargo, no sucede lo mismo después con la especificidad de estos, la cual parece diluirse entre el reconocimiento que en la mayoría de los análisis tiene principalmente el referéndum, por ser el mecanismo emblemático por excelencia de esta forma de democracia, haciendo de este término un significante central en los trabajos, con un predominio conceptual que muchas veces termina por arropar a los demás mecanismos, al punto de restarle a cada uno su particularidad intrínseca.

Pero sin detenernos en esta polémica, la cual consumiría gran parte de este apartado teórico y desviaría en cierta medida de los propósitos de este estudio, se está consciente de las implicaciones que encierra

(10) Bajo esa misma visión de complementariedad se pronuncia Bobbio (1996: 229), cuando habla de democracia directa, definiéndola como “el sistema en el que los ciudadanos tienen el derecho de tomar las decisiones que les atañen, y no solo el de elegir a las personas que decidirán por ellos”.

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considerar o no el referéndum como un metaconcepto, ya que de ello dependería reconocer los otros MDD como procedimientos derivados y circunscritos a este concepto, o por el contrario otorgarle una naturaleza propia a cada de ellos como especies particulares que conforman el universo de los MDD.

En este caso, se ha optado por darle al referéndum, a la revocatoria de mandato y a la iniciativa legislativa popular una especificidad propia, a partir de considerar que la sobreestimación conceptual que se hace del término referéndum reside, entre otras razones, en que el mismo ha acuñado una especie de autoridad semántica, producto de su valoración en cuanto referente de un histórico tipo de consulta popular11, cosa que al también ocurrirle al término plebiscito12, termina por convertirlos, de manera errónea, en el patrón básico que supuestamente rige cualquier modalidad de ejercicio de democracia directa en la actualidad.

4.1.1 El referéndum

Dentro de la gran pluralidad conceptual y terminológica característica de los MDD, hay paradójicamente una especie de economía del lenguaje, signada casi siempre por la actitud de reunir en torno a las palabras referéndum y plebiscito a los diversos MDD en su conjunto, siendo muy común encontrarse con expresiones donde más bien dichos términos son adjetivados, lo cual ha acrecentado aún más la enorme vaguedad sobre el significado específico de dos conceptos, ya de por sí históricamente enfrentados en una discusión sobre lo

(11) El origen del termino se sitúa en la Edad Media dentro del antiguo Derecho helvético en donde los delegados de los cantones tomaban las decisiones ad referendum, recurriendo a la población para que fuera esta quien las ratificara (Aguiar de Luque, 1977). (12) Dicha figura se remonta al plebiscitum aplicado por el derecho público romano, que suponía su utilización por parte de las autoridades para legitimar una decisión ante la asamblea de plebeyos (Prud’Homme, 2001).

(13) Gemma (1983), en la definición que hace de plebiscito, recoge en poco espacio la discusión que ha caracterizado a ambos conceptos en cuanto a su real significado, zanjando la polémica bajo la parsimonia de considerar al referéndum y al plebiscito como sinónimos. (14) Baldassarre (1992: 33) señala dos aspectos generales que han contribuido de forma importante en el desarrollo de esta diferencia de concepciones: a) las diversas tradiciones que están en la base del nacimiento del moderno Estado representativo y, especialmente, la diversa historia de la intervención directa del pueblo en las decisiones generales de la polis; b) el diferente desarrollo de la cultura jurídica sobre todo en referencia a aquel sector especializado llamado “derecho constitucional”, demasiado específico en las categorías jurídicas generales, notoriamente derivadas del derecho privado. (15) Pese a la complejidad y embrollo conceptual presente en la teoría sobre los MDD en el relativo a los criterios para tipificar estos mecanismos, en el caso del criterio territorial, la tipología parece reflejar claridad al dar cuenta de MDD nacionales, regionales y locales, los cuales no solo responde al radio territorial sobre el que se despliegan estos mecanismos, sino también a las competencias que tienen asignadas a esos niveles del Estado los gobiernos y a los derechos específicos consagrados para los ciudadanos en tales espacios territoriales.

que representa ser cado uno13. Esta producción indiscriminada de términos de MDD, asociada a razones de cultura política y tradiciones jurídicas en cada país en particular donde han sido establecidos14, al final lo que ha terminando haciendo es dificultar el desarrollo de una teoría consistente sobre los distintos tipos de MDD15.

Las dificultades de establecer una definición exhaustiva y de aceptación general sobre lo que significa un referéndum reside en que el mismo, más que ser un concepto de naturaleza abstracta y normativa, es netamente empírico (Guillaume-Hofnung, 1987; Luciani, 1992). Los empeños durante siglos de toda la Ciencia del Derecho por formalizarlo pasan a ser inútiles cuando llega el momento de tratar de identificarlo en la realidad. Se podría más bien afirmar desde una perspectiva constructivista, que se trata de una categoría jurídica que se construye de forma particular en cada circunstancia o realidad política donde se hace presente, estando, por ende, su elasticidad como concepto relacionada con el contexto político concreto.

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Es frecuente encontrar en estudios sobre procesos referendarios una clara actitud preventiva de los autores caracterizada, en algunos casos, por enunciar la dificultad terminológica que encierran los MDD, principalmente el concepto de referéndum, asumiendo ante ello una actitud parsimoniosa (Thibaut, 1998; Zovatto, 2004; Altman, 2005). Mientras que otros casos, sin olvidar la enorme tipología de MDD y la múltiple terminología al respecto, se inclinan por delimitar el referéndum a un tipo específico de consulta, como puede ser el de la aprobación de leyes propuestas por la ciudadanía (Mahrenholz, 1992), o, como suele ser más común, al estudio histórico de este mecanismo dentro del marco constitucional del Estado moderno (Aguiar de Luque, 1977; Miró Quesada, 1990).

Una salida al caos conceptual del término referéndum podría ser la de adoptar una definición de carácter general sobre este mecanismo, a partir de la cual poder ir incorporando otros elementos característicos concretos, que permitan progresivamente moldear un significado univoco y exhaustivo del mismo. Entre las tantas definiciones que brinda la literatura sobre el tema, una que parece cumplir con dicho requisito es la ofrecida por Bogdanor (1991: 617), para quien el referéndum “es un instrumento de democracia directa mediante el cual el electorado puede pronunciarse sobre alguna medida sometida a consulta por el gobierno”.

Como estructura básica conceptual, dicha definición reúne los cuatro elementos fundamentales sobre los cuales construir un significado preciso del término referéndum: 1) lo identifica como un recurso propio de la democracia directa, con lo cual dicho instrumento queda investido de los rasgos propios de este tipo de democracia en cuanto al carácter no representativo de la toma de decisiones; 2) que el ciudadano en su condición de elector se vale del voto para pronunciarse; 3) el objeto de consulta es una medida, sin estar especificada su naturaleza; y 4) que es el Estado a través del gobierno quien puede organizar la consulta

y someterla a pronunciamiento del electorado, independientemente de consideraciones sobre quién y en qué espacio territorial se activa el procedimiento.

Lejos de asumir plebiscito y referéndum como términos intercambiables, se ha preferido, con base en la definición de Bogdanor (1991), optar por una aproximación conceptual más acabada del referéndum, entendiéndolo como el procedimiento electoral extraordinario que puede organizar el Estado en cualquiera de sus niveles territoriales, donde el ciudadano tiene la posibilidad de escogencia de una o más opciones entre varias alternativas propuestas, definiéndose por mayoría en este evento la decisión popular sobre una materia, independientemente de si su naturaleza responde a un acto normativo, político o gubernamental.

Teniendo en cuenta lo arbitrario que puede resultar tomar partido por la palabra referéndum así como por la definición establecida, dicha medida se justifica en un intento de aclarar el panorama sobre su definición conceptual y establecer un poco de objetividad sobre unas instituciones a las que no en pocas oportunidades se ha tratado de minusvalorar y hasta de estigmatizar como expresión del autoritarismo. Pese a que también esta definición pueda seguir dejando sin resolver otras cuestiones relativas a la clasificación de este mecanismo, que incluso pueden ser un riesgo a la propia tipología básica sobre los MDD establecida en este trabajo, se considera que es tiempo de ir sentando las bases para un verdadero consenso en lo que respecta a la teoría sobre mecanismos referendarios.

4.1.2 La revocatoria del mandato

Por más que la finalidad de invalidar un acto oficial puede estar entre las opciones resultantes de un referéndum, eso no significa que ese sea el propósito primario para el cual ha sido institucionalizado dentro

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de un sistema político. De alguna manera, la figura del referéndum es un mecanismo vacío de contenido con respecto a su finalidad concreta en un determinado contexto político, ya que la misma como institución de la expresión directa de los electores va a depender de la materia de consulta y más importante aún, de lo que se pretende preguntar en torno a ella, donde el propósito de anulación o negativa solo aparece como una de las opciones a considerar.

Pese a que el Sí y el No son en lo común, aunque no siempre, las alternativas de respuesta básicas en un referéndum, el propósito que puedan cumplir dichas opciones (respectivamente, un papel abrogatorio o no) va a depender de la interrogante que se someta a juicio del ciudadano. Cosa distinta sucede con el caso del mecanismo de revocatoria del mandato, el cual sí posee, independientemente de cómo esté redactada la pregunta, la función exclusiva de canalizar la emisión de un veredicto popular en torno a si separar o no del ejercicio de sus funciones públicas a aquellas personas que fueron elegidas en un principio para el desempeño de las mismas. Se trata de un mecanismo que no da lugar a adjetivos calificativos, dada la naturaleza tácita de su función.

Ese papel exclusivo es lo que lo convierte en el único MDD exento de ambigüedad conceptual muy a pesar de que en la realidad pueda comparecer de múltiples formas nominativas. El acuerdo generalizado entre los autores en lo concerniente a la naturaleza y función de este mecanismo (McClain, 1988; Miró Quesada, 1990; Zimmerman, 1992; García, 2005; Zovatto, 2004; Altman, 2005), hace que sea indiferente la definición por cual se opte, dado que es muy común encontrar casi el mismo significado entre un autor y otro. Más bien, a partir de este consenso, los esfuerzos han estado orientados a diferenciarlo de otros procedimientos de democracia indirecta, que presentes en los actuales

sistemas representativos, tiene también una función de abrogación del mandato16.

Dentro de los MDD, sin embargo, se debe tener especial cuidado con la frecuente alusión hecha al término plebiscito como procedimiento para la revalidación o destitución de las personas de cargos de representación popular, ya que entendido como mecanismo con un potente componente de abrogación, puede dar lugar a confusiones con respecto a la función que cumple la institución de la revocatoria de mandato. Si bien los dos tienen un carácter consultivo de apelación a la voluntad popular, la gran diferencia entre el plebiscito y la revocatoria es que el primero se orienta principalmente hacia la ratificación al cargo de la persona objeto de la consulta, siendo por lo general activado desde arriba con fines de legitimación, mientras que el segundo su principal objetivo es la anulación del mandato, ejerciendo un papel sancionador y punitivo ante la forma como ha sido realizada la gestión.

Pese a que ambos funcionan bajo una lógica dicotómica y de suma cero, la revocatoria del mandato plantea un diseño institucional que tiene una función negativa, dado que una revocatoria se gana cuando el funcionario objeto del proceso en cuestión no logra permanecer

(16) En las democracias contemporáneas también se registran como instrumentos con fines revocatorios las figuras del juicio político y el impeachment. Sin embargo, las diferencias de estos mecanismos con respecto a la revocatoria del mandato estriba en el que, primero, su puesta en práctica responde a una cuestión judicial desarrollada por los órganos políticos en donde la razón es la existencias de cargos imputados por hechos delictivos (García, 2005); mientras que en el segundo, se trata de un procedimiento contemplado por los propias instituciones del Estado para la remoción de una autoridad pública con base en la censura a su conducta política (Zimmerman, 1992). En todo caso, ambos mecanismos son parte del sistema de pesos y contrapesos para el ejercicio de poder dentro del modelo representativo, siendo por tanto instrumentos de democracia indirecta.

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en el cargo que ejerce, y viceversa, se pierde el fin último de este mecanismo, el cual es la anulación del contrato17, cuando la persona logra permanecer en el cargo. Hay que tener en cuenta que la revocatoria del mandato, a diferencia del referéndum, no es MDD, con pretensiones de neutralidad en cuanto institución, por el contrario, tiene una intencionalidad explícita dentro de su propia naturaleza que es la de invalidar el mandato.

Más allá de las intencionalidades implícitas que dentro de determinado contexto político adquiera una revocatoria de mandato, producto de dinámicas sociales y correlaciones de fuerza de los actores, su activación parte del cuestionamiento y de la puesta en tela de juicio del rendimiento de aquellos en el ejercicio de gobierno, tendiendo, por ende, su puesta en práctica al objetivo de la remoción. Se trata, en rigor, de la búsqueda de un acuerdo en función de mayoría para desalojar del cargo a quien en un principio fuera considerada la persona indicada para llevar a cabo las responsabilidades inherentes a dicho puesto. Esto ha hecho que muchas veces, lejos de considerarse dicho mecanismo como una válvula de escape para solventar problemas de legitimidad, por el contrario sea visto como un factor que puede acrecentar la ingobernabilidad del sistema cuando los resultados alcanzados tras la consulta no reflejan el sentir generalizado de la sociedad.

Otras de las características de la revocatoria del mandato es que “no supone una acción judicial que exige las garantías del debido proceso” (García, 2005: 26), ya que las razones por la cuales se activa el procedimiento no responden a una imputación de cargos por supuestos comportamientos ilícitos de los funcionarios contra

(17) Siguiendo la teoría principal-agente de Jensen y Meckling (1976) la relación entre el ciudadano como principal y el político electo como agente caracteriza un contrato, donde el político se compromete a actuar en función de los intereses y demandas del ciudadano, quien a su vez le cede los derechos de representación.

la cosa pública. Como MDD, la revocatoria descansa sobre razones de índole política asociadas principalmente a la valoración que hace la ciudadanía en torno al desempeño en el cargo de las autoridades electas, lo cual, pese a las reservas que siempre despierta una posible manipulación inescrupulosa de este instrumento por algunos actores sociales y políticos, hace irrebatible la idea de que corresponde a los electores definir la legalidad, racionalidad y suficiencia de los motivos, no pudiendo estar ello sometido a revisión ni objeción por ningún órgano del Estado. 4.1.3 La iniciativa legislativa popular

La enorme diversidad terminológica y taxonómica que rodea a los MDD también tiene expresión en el caso de la iniciativa legislativa popular (ILP), a raíz del largo debate jurídico y político que ha habido en torno al concepto de iniciativa (Cuocolo, 1971; Bezzi, 1990). Ante esta situación, algunos autores han optado por hacer caso omiso de la polémica (Miró Quesada, 1990; Ramírez, 2002) mientras otros como Lissidini (2006) se han atrevido a proponer, por lo menos, una escueta clasificación de este instrumento a partir de recoger las significaciones que hay sobre el mismo en un indeterminado número de Constituciones de países latinoamericanos.

Sin desconocer el debate, pero sí con cierta parsimonia científica, Lissidini (2006: 15) establece dicha clasificación en tres tipos de iniciativas, siendo la primera, la iniciativa legislativa, que consiste en el derecho de los ciudadanos a presentar leyes ante el congreso; la segunda, la iniciativa popular, caracterizada por la posibilidad de los votantes de proponer leyes y reformas constitucionales de manera directa, mediante referéndum; y la tercera, el veto popular, que le permite a los ciudadanos proponer la derogación parcial o total de una ley. Tal clasificación, pese a que en un primer momento da la impresión de contribuir a una mayor confusión sobre el tema, abre el camino hacia

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una definición de lo que verdaderamente es la formación de leyes por parte de la propia ciudadanía como expresión de democracia directa.

Esta clasificación aportada por Lissidini (2006) permite identificar que una de las principales diferencias entre los tipos de iniciativas ciudadanas reside en el procedimiento que sustenta la acción. En el caso de la primera categoría, la de iniciativa legislativa, solo bastaría con reunir un determinado número de firmas de los ciudadanos para que el poder legislativo se vea obligado a recibir para su estudio y consideración una propuesta de ley elaborada por la propia sociedad civil, lo cual, sin embargo, no garantizaría su aprobación en el congreso. Las otras dos en cambio, dependerían para su consecución de una consulta previa vía referendo, correspondiendo su aprobación o no con los resultados que deriven de ese proceso comicial, en donde el Estado limitaría su participación a la estricta organización de dicha consulta.

Como se desprende de los respectivos procedimientos que involucran a estos tipos de iniciativas ciudadanas para el desarrollo de leyes, la presencia de intermediarios –cosa evidente del órgano legislativo en la primera de las categorías– se convierte en un elemento que vendrían a distorsionar la esencia misma de la democracia directa18. No sería válido admitir que hay una facultad directa de los ciudadanos para la creación o modificación de leyes si su derecho está limitado al mero procedimiento de presentación de proyectos ante el Congreso, ya que

al final sería este ente quien tendría la última palabra sobre el destino de cualquier propuesta de ley.

En cuanto al segundo tipo de iniciativa de la que nos habla Lissidini (2006) en su clasificación: la iniciativa popular, parece ser la que más se ajusta a lo realmente es un MDD a decir de algunos autores, que subrayan la necesidad de diferenciar entre iniciativa popular directa e iniciativa popular indirecta para lograr identificar un verdadero ejercicio del poder por parte del pueblo (Baldassarre, 1992; Fernández, 2001). La presencia de intermediarios como el congreso, no tiene ningún sentido si el procedimiento es de democracia directa, ya que precisamente “la iniciativa es un instrumento pensado para reparar los pecados de omisión de la asamblea legislativa” (Bogdanor, 1991: 619), correspondiéndole este caso al ciudadano un papel como protagonista en la creación y reforma de las leyes.

Según Fernández (2001: 26), solo la primera de estas acciones puede considerarse como un estricto mecanismo de democracia directa, ya que además de la facultad de una fracción del cuerpo de electores de iniciar el procedimiento de revisión constitucional o de formación de una ley, en esta modalidad no participa el poder legislativo y en algún caso incluso puede darse la posibilidad de disolver dicho órgano de representación popular, siendo, por ende, únicamente necesario que la proposición que reúna las firmas requeridas sea sometida al veredicto de los electores.

La iniciativa popular indirecta quedaría circunscrita como un mecanismo de democracia semidirecta, dado que es la propia ciudadanía quien pide al legislativo la adopción de una proposición de ley, siendo la forma en que el cuerpo de electores hace la solicitud el criterio para distinguir entre dos tipos de iniciativa indirecta: la simple o la formulada. La primera consiste de una solicitud a la autoridad legislativa ordinaria a

(18) Esta forma de iniciativa es objetada por Thibaut (1998) al afirmar que, “en estos casos no es posible hablar de una genuina actividad legislativa del pueblo, ya que los proyectos en cuestión pueden ser descartados por el parlamento. En sentido estricto, por lo tanto estos procedimientos no constituyen instrumentos de democracia directa. Son poco más que concesiones simbólicas a la idea de participación directa de los ciudadanos en los procesos de decisión política”.

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legislar sobre una determina cuestión19. La segunda reside en que la solicitud se expresa en forma de proyecto, la cual como propuesta de ley es introducida al órgano legislativo por la sociedad civil a través de alguna de sus organizaciones para que este la estudie, haga los correctivos necesarios y apruebe20.

Dicha diversidad en cuanto a subtipos de ILP, además de mostrar el desacuerdo entre los autores sobre las modalidades de este instrumento, responden a un amplio debate en torno a los límites y las posibilidades facultativas que son otorgadas a la ciudadanía dentro de un determinado sistema político para participar en la desarrollo de leyes (Cuocolo, 1971; Bezzi, 1990; Mahrenholz, 1992; Caciagli y Uleri, 1994). Si bien ya desde hace tiempo, la misma ciencia del derecho se había encargado de fijar las potestades de los distintos órganos del Estado democrático en lo concerniente a la formulación de leyes, el predominio del carácter representativo del mismo, como base sobre la cual se especificaron las respectivas facultades de los poderes públicos, contribuyó lógicamente a que el papel de la ciudadanía en este asunto fuera excluido, quedando, en todo caso, cualquier intento del pueblo supeditado al parecer de las instituciones legislativas.

Excluyendo el veto popular, el cual nos introduciría de nuevo en el gran embrollo conceptual característico de la literatura sobre los MDD, las distintas modalidades de iniciativas analizadas aquí, partir de las tipologías aportadas por Lissidini (2006), Baldassarre (1992) y Fernández (2001), son útiles a la hora de identificar, en la legislación municipal de los países considerados en este estudio, cuáles de estas modalidades son las que han sido realmente establecidas como espacios potenciales de apertura del sistema, factor de elevada importancia en lo vendría ser al final su expresión real, cuestión en la que también juega un papel determinante el funcionamiento tipo de mecanismo, así como del resto de los MDD.

4.2. Funcionamiento general de los mecanismos

En base a sus efectos, pero también a su uso y funcionamiento dentro del sistema político, los MDD han sido organizados en varios subtipos sobre los que parece haber mayor acuerdo que en el caso de los tipos generales de mecanismos en sí. Alejados de la diatriba en torno a la multiplicidad conceptual ya conocida, algunos autores (Thibaut, 1998; Rial, 2000; Payne et al., 2003; Zovatto, 2004) se han concentrado más en la sistematización de los MDD a partir de unos criterios muy concretos, los cuales han dando lugar a cuatro clasificaciones: ámbito de aplicación, naturaleza de la consulta, carácter de los resultados y forma de recurso político.

El ámbito de aplicación refiere a la naturaleza del asunto del cual se puede encargar el mecanismo. En este caso, las cuestiones a tratar por un MDD pueden ser de dos tipos: personales o materiales. Al hablar de cuestiones personales, se está aludiendo al uso de estos mecanismos para consultar la opinión de los electores sobre una determinada autoridad representada en una persona, generalmente con el fin de

(19) Altman (2005: 215) argumenta que dicho subtipo de iniciativa popular, al ser una actividad “donde los ciudadanos obligan a los legisladores a considerar una acción propuesta, aunque el poder legislativo no necesariamente la acepte... se asemeja más a un poder de transformación de la agenda que a una herramienta de cambio político”. (20) Aquí una muestra del lío conceptual al que se ha hecho referencia reiteradamente: este último subtipo de iniciativa de la que nos habla Fernández (2001: 26) y a la que denomina “iniciativa popular indirecta formulada”, es la misma que considera Lissidini (2006: 15), pero bajo el término “iniciativa legislativa”, mientras que esta autora reserva el concepto “iniciativa popular” para definir lo que a su vez considera Fernández como “iniciativa popular directa”.

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(21) Todos los autores sin excepción, considerados aquí como promotores de este tipo de clasificaciones, se refieren estrictamente a la revocatoria del mandato como el único mecanismo que entra dentro de este subtipo.

decidir si es revocado o no de su cargo21. En cuanto a los asuntos materiales, se trata de la utilización de los MDD como instrumento de apelación a la ciudadanía para tratar temas de importancia pública, los cuales no se limitan a lo relativo a leyes.

La naturaleza de la consulta da cuenta del perfil y funcionamiento que como derecho o deber pueden asumir los MDD. En vista de ello, se clasifican en: obligatorios automáticos, obligatorios acotados y en facultativos. El procedimiento obligatorio automático responde a disposiciones consagradas en la ley, las cuales implican que ante determinada situación o asunto, como por ejemplo una reforma constitucional, se accione de forma natural determinada consulta a la ciudadanía para cumplir con un requerimiento que como deber está establecido. El obligatorio acotado, en cambio, es aquel donde ante delimitadas cuestiones relacionadas con problemas de consenso entre los órganos de represtación popular, como puede ser el caso de conflictos Ejecutivo-Congreso por la aprobación de una ley, esté estipulado el procedimiento de pedir opinión al cuerpo electoral para decidir sobre dichas cuestiones.

A diferencia de estos dos, el tercer procedimiento, denominado facultativo, se sitúa del lado de los derechos que pueden llegar a tener los distintos actores políticos e institucionales para activar y poner en marcha los MDD. Debido a esto, dicha categoría se subdivide a su vez en dos: facultativo desde arriba y facultativo desde abajo. El primero de estos procedimientos es considerado “desde arriba”, dado que por ley corresponde la facultad de activarlos a los órganos representativos del Estado, pudiendo en algunas circunstancias ser un derecho del

Ejecutivo y en otras del Congreso. El segundo, el facultativo “desde abajo”, es cuando la ciudadanía tiene consagrado el derecho de activarlos, previo cumplimiento de unos requisitos, generalmente relacionados con la recolección de un número determinado de firmas de las personas inscritas como electores.

En cuanto al carácter de los resultados, los MDD exponen la posibilidad de que las decisiones que deriven de la consulta a la ciudadanía sobre determinado asunto tenga o no un obligatorio reconocimiento de hacer efectivo el veredicto popular expresado en las urnas. En este sentido, los MDD pueden prever un carácter vinculante o no vinculante en torno a una determinada consulta. En caso que el resultado implique un decisión vinculante, puede que la misma deba estar sustentada por un determino quórum, por lo general, en relación al conjunto del padrón electoral.

Por forma de recurso político se entiende la intencionalidad o efecto que puede llevar explícito un MDD. En este sentido, tenemos que sus efectos pueden ser de distinto tipo: legitimadores, decisorios, bloqueadores, contralores y consultivos. En cuanto al primero, los MDD son establecidos con la finalidad de apelar a la ciudadanía para certificar ciertas medidas que necesitan contar con el respaldo de la mayoría. En torno al segundo, el propósito reside en que el cuerpo electoral sea quien asuma la iniciativa sobre el destino de determinadas cuestiones y dirima en torno a la acción a seguir.

El tercero de los tipos tiene que ver con su utilización como recurso para limitar los alcances de alguna política establecida o con miras a ser puesta en práctica. El cuarto, asume un carácter de vigilancia e intervención con finalidades de censura sobre el desempeño y las actuaciones de las autoridades electas. Mientras que el quinto está orientado por el propósito de acudir a la ciudadanía en busca de conocer su opinión sobre un tema en específico.

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Sobre el conjunto de estas taxonomías hay que tener en cuenta que, al momento de caracterizar un MDD, bien sea en el plano formal o real, las categorías de una determinada clasificación no son excluyentes con las pertenecientes a las otras clasificaciones. Esto quiere decir, que en una situación particular y en el caso específico de un mecanismo, por ejemplo, el referéndum, este puede tratarse en base al criterio de ámbito de aplicación de un asunto material; en cuanto a la naturaleza de la consulta, de tipo facultativo, activado desde arriba; en lo relativo al tipo de decisión, de carácter vinculante; y, en lo referente a la forma que adopta como recurso político, ser legitimador.

4.3. Mecanismos de democracia directa como puntos de acceso al sistema

Basado en la teoría de las oportunidades políticas, reconocer los MDD como puntos de acceso al sistema o, mejor dicho, a la toma de decisiones políticas, implica considerar, en otras variables, las formas institucionales de activación de estos mecanismos y el nivel de ascendencia de los mismos sobre el ejercicio de gobierno, ya que la modalidad de funcionamiento de los MDD que se institucionaliza formalmente es un factor importante a la hora de poder establecer las posibilidades reales de que alguno de estos mecanismos formen parte de una estructura de oportunidad concreta.

En cuanto a la primera de las variables: formas institucionales de activación, se define a esta como el tipo de procedimiento estipulado que rige a un MDD en lo referente a la potestad de su puesta en marcha, siendo en este caso determinante a los fines de un mayor acceso al sistema si la facultad es desde abajo y la ejecución del mecanismos no está sujeta a la intermediación de los poderes del Estado. Por el contrario, cuando las formas de activación que se privilegian en las leyes son desde arriba y además el desarrollo del mecanismo se encuentra condicionado por los poderes del Estado, el acceso al

sistema por parte de la ciudadanía a través de los MDD se convierte en ficción.

La segunda de las variables: nivel de ascendencia sobre el ejercicio de gobierno, se refiere al efecto que como recurso político puede tener el uso por parte de la ciudadanía de un determinado MDD, siendo en este caso favorable a los fines de un mayor acceso al sistema si el efecto que persigue el mecanismo es vinculante y se incline más hacia un papel decisorio y contralor que legitimador y consultivo en los asuntos en que se aplique. Todo lo contrario sucede cuando predominan formas institucionales que favorecen un papel legitimador de los MDD en combinación como efectos vinculantes, donde no solo el acceso de los ciudadanos a las decisiones políticas comparece como ilusorio, sino que permite el desarrollo de expresiones cesaristas y plebiscitarias.

A partir de los posibles atributos que pueden adoptar los MDD en un determinado marco legal, podemos establecer tres tipos generales de puntos de acceso al sistema político con opción a ser institucionalizados formalmente. El primero de ellos es el punto blanco u óptimo, que prescribe un acceso genuino a la toma de decisiones de los ciudadanos en vista a la posibilidad de realizar procesos decisorios directos. El segundo, el punto gris o módico, que expone un carácter opaco y escueto de la injerencia ciudadana en el ejercicio de gobierno, debido a que se estipula la intromisión de algún poder estatal para el desarrollo de los MDD. El tercero, es el punto negro, con unas pésimas posibilidades de los ciudadanos de tener acceso a las decisiones a través de los MDD, ya que los mismos se consagran como instrumentos con fines consultivos y con efectos no vinculantes o donde las potestades de su uso con otros propósitos están reservadas exclusivamente al Estado.

En términos operativos, encontramos formalmente un punto óptimo de acceso a la toma de decisiones mediante los MDD, cuando dentro de

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las leyes que los contemplan se reúnen las siguientes condiciones de las variables: activación desde abajo, asunto no sujeto a disposición de los cuerpos deliberativos y decisión vinculante bajo consulta obligatoria. En el caso de un punto módico, se registra cuando, por ejemplo, la legislación expone como atributos de las variables una activación automática del mecanismo y una decisión vinculante con efecto legitimador. Como punto pésimo de acceso al sistema se encuentra aquellos casos donde las leyes favorecen procedimientos facultativos desde arriba con propósitos legitimadores o consultivos sobre asuntos presentados por alguno de los poderes del Estado.

Son múltiples las combinaciones de los atributos de las variables que pueden conllevar a tipificar a determinado marco legal como promotor de un punto gris de acceso al sistema. Sin embargo, en los casos del punto blanco y del negro, los indicadores que dan cuenta de los mismos son más unívocos, ello debido a las grandes diferencias que respectivamente tiene un MDD facultado desde bajo como propósitos decisorios en contraposición con otro facultado desde arriba con fines legitimadores. En cierta medida, es la cuestión de grados generada entre estos dos extremos, la que nos permite apreciar que algunos marcos institucionales comporten en comparación con otros una mayor oportunidad política para la participación de los ciudadanos a través de los MDD.

En relación a los MDD, una ley o conjunto de ellas se constituyen en la dimensión institucional de una estructura de oportunidad concreta cuando las mismas establecen condiciones favorables de acceso real al sistema mediante el uso de estos mecanismos. Esto supone que la legislación incorpore aquellos tipos de procedimientos basados en mayores facultades de los ciudadanos y menores niveles de intervención y condicionamiento de los poderes públicos en la ejecución de los MDD. No basta con que estén estipulados a nivel legal dichos mecanismos para hablar de la existencia de cierta dimensión

institucional que puede favorecer el acceso al sistema, es necesario que dentro de dicho diseño institucional estén consagradas y garantizadas modalidades de funcionamiento de tales instrumentos de democracia directa que puedan representar puntos claros y óptimos de acceso a la toma de decisiones en el ejercicio de gobierno.

4.4. Nota sobre el estado de los MDD en Latinoamérica

En América Latina son variadas tanto las instituciones de democracia directa que se contemplan en el diverso cuerpo de leyes circunscritas a los tres niveles de gobierno como las manifestaciones informales cargadas de cierto sentido de ejercicio directo de democracia que practica la ciudadanía en los espacios subnacionales. En rigor, la realidad muestra en los dieciocho países un desarrollo desigual en cuanto a la institucionalización legal y activación real de estos mecanismos en todos los niveles, siendo ello producto probablemente de condiciones históricas, políticas y culturales muy propias de cada nación, en donde está claro que ha sido el Estado quien se ha encargado de formalizar algunos canales de participación popular mediante el establecimiento de uno que otro de estos mecanismos para delimitar el acceso de los ciudadanos a la gestión de los gobiernos locales.

Si bien la mayoría de las Constituciones nacionales hacen referencia tácita a por lo menos un mecanismo democracia directa, no desarrollan, como es lógico esperar, la organización y funcionamiento de estos mecanismos, quedando ello como materia a tratar en las respectivas leyes y reglamentos que se creen; desarrollo que en términos de leyes nacionales ha sido considerado por algunos autores como prácticamente nulo (Rial, 2000; Zovatto, 2004). En este sentido, se ha observado que, más allá de la escasa producción legislativa que sobre estos mecanismos existe a nivel nacional, en la gran mayoría de los casos la institucionalización de los mecanismos de democracia directa más que ser producto de leyes específicas con competencia

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nacional, se ha venido produciendo a partir del desarrollo de las leyes con ámbito de aplicación municipal, como es el caso de las leyes orgánicas municipales y aquellas otras leyes y ordenanzas que deriven de estas.

Sin subestimar lo explícita o no que sean las Constituciones nacionales en materia de mecanismos de democracia directa, hay que avanzar hacia el estudio de aquel cuerpo de leyes del ámbito local que han desarrollado con mayor propiedad dichos mecanismos, de manera que se pueda tener una visión más completa sobre el avance, que por lo menos en el plano formal, han tenido los mismos como parte de una estructura de oportunidad política para la participación ciudadana en el marco de las reformas democráticas de la última década del siglo XX. Sin embargo, tal propósito pasa por considerar algunos elementos importantes vinculados a la propia naturaleza de esas leyes en base al tipo de Estado, a los niveles de gobierno y ámbitos territoriales de aplicación.

Realizar cualquier análisis en torno al marco legal que rige el nivel municipal de un país, implica tomar en consideración el carácter unitario o federal que adopta el Estado, dado que ello es determinante en el número y variedad de leyes que consagran el funcionamiento del municipio. Tal es el caso de aquellos países de gran tradición federal como Argentina, Brasil y México, donde encontramos que cada provincia, además de poseer su propia Constitución política, contempla una Ley Orgánica Municipal (LOM) específica, conforme a la cual muchos de sus respectivos municipios elaboran su propia Carta Orgánica Municipal (COM), habiendo, por ende, tantas de estas leyes como igual número de municipalidades.

Tal situación hace que sea enorme el trabajo de sistematizar la institucionalización que ha tenido cada uno de los mecanismos de democracia directa en dichos espacios subnacionales latinoamericanos.

No obstante, una sistematización progresiva con fines comparativos en torno a los mecanismos que se han establecido en el ámbito municipal de un determinado país o conjunto específico de países, puede contribuir a ir superando paulatinamente ese vacío sobre el nivel de avance de algunas instituciones de democracia directa en los espacios de gobierno más cercanos a la gente.

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Notas sobre el autor

José Guillermo García Chourio

Sociólogo. Magíster en Ciencia Política. Magíster Scienciarium en Gerencia Pública. Magíster en Historia Política. DEA en Historia Social y Política. Candidato a Doctor en Gobierno y Administración Pública (Universidad Complutense de Madrid). Investigador acreditado en el Programa de Promoción a la Investigación (PPI) del Ministerio de Ciencia y Tecnología de Venezuela. Profesor de licenciatura y postgrado en la Universidad Católica Cecilio Acosta y en la Universidad del Zulia, en Venezuela, en las áreas de gestión pública y métodos de investigación. E-mail: [email protected].

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