Creaturidad y tradición (2)

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Estudios y discusiones 4 Creaturidad y tradición Tres ensayos sobre la condición creatural del hombre Josef Pieper FADES Ediciones ISSN 0326 31SO

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Estudios y discusiones

4 Creaturidad y tradición Tres ensayos sobre la condición creatural del hombre

Josef Pieper

FADES Ediciones ISSN 0326 31SO

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Colección Estudios y discusiones Dirigida por Roberto J. Brie, Mario Caponnetto.

OBRAS PUBLICADAS

1 C.A. BOASSO. El estructuralismo funcional de Parsons.

2 A. CAPONNETTO. PIAGET. Aportes para un análisis crítico.

3 H. J. PADRON La urgencia de las humanidades.

4 JOSEF PIEPER

Creaturidad y Tradición.

PROXIMA APARICION

5 C.S. LEWIS La abolición de! hombre.

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Creaturidad y tradición Colección Estudios y discusiones . . .

FADES Ediciones Buenos Aires, 1983

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Noticia Biográfica Josef Pieper nació en Elte

(Westfalia) el 4 de mayo de 1904. Realizó estudios de Fi-losofía, Sociología y Derecho

en las Universidades de Berlín y de Münster. Se inició como do-cente en 1946 en la Escuela Superior de Pedagogía de Essen. Desde 1950 se desempeña, como profesor ordinario en la Uni-versidad de Münster. Es miembro de la Academia Alemana de Lengua y Poesía (Darmstadt) y del Centro de Estudios para la Investigación.

Es autor de numerosas obras, casi todas ellas traducidas a nuestro idioma. Se pueden citar: Justicia y Fortaleza, Ma-drid 1968 (2 edición 1972); Prudencia y Templanza, Madrid 1969, Sobre la Esperanza Madrid 1951 (3 edición, 1961); So-bre el fin de los Tiempos, Madrid, 1955; Esperanza e Historia, Salamanca, 1968; ¿Qué significa filosofar?, Münster, 1948; Ac-tualidad del tomismo, Madrid, 1952; El Ocio y la Vida Intelec-tual, Madrid 1962; (2 edición, 1970); Entusiasmo y Delirio Divi-no, Madrid 1965; Defensa de la Filosofía, Barcelona, 1970; Muerte e Inmortalidad Barcelona, 1970; El Descubrimiento de la Realidad, Madrid, 1974; La Fe ante el Reto de la Cultura Contemporánea, Madrid, 1980 y muchas más aparte de su cons-tante colaboración en revistas científicas de casi todo el mundo y su actividad de conferencista.

Sus investigaciones se han centrado, fundamentalmente, en temas de antropología y ética aunque no han escapado a sus agudos análisis las más diversas cuestiones que constituyen la preocupación del hombre moderno. A ese hombre moderno, precisamente, se dirige Pieper con un tomismo reelaborado y brillantemente expuesto. Su conocimiento profundo, su estilo ágil, su lenguaje vivo y actual han logrado aproximar el pensa-miento de la Filosofía Perenne a vastos sectores científicos y culturales de nuestro tiempo.

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Nota preliminar Cualquier observador del pensamiento contem-

poráneo no dejará de advertir que el hombre constituye el centro y el núcleo no sólo de la es-

peculación filosófica sino, además, de las preocupaciones de las diversas ciencias parti-culares. La temática antropológica, por llamarla así, se ha tornado absorbente, priori-taria.

Si este hecho resulta positivo o no, no es este el momento de discutirlo. Sí pode-mos afirmar, en cambio, que tanta y tan extensa dedicación al hombre no significa, necesariamente, que el pensamiento actual haya alcanzado su cabal comprensión ni que esté, siquiera, próximo a lograrla. Por el contrario, el análisis más o menos críti-co de las modernas antropologías permite abrigar la sospecha primaria de si a despecho de tanta "antropologización" nuestra ciencia y nuestra cultura en general, no han esta-do jamás tan lejos de una verdadera theoría del hombre, entendida ésta como el senti-do originario de la palabra lo sugiere: una visión, una mirada que penetre el misterio de la creatura humana.

A propósito hemos estampado las palabras precedentes: misterio y creatura. Dos palabras estrechamente unidas en la profundidad de su significación. La creatura hu-mana: he aquí una toma de posición definida. El hombre no es un producto privilegia-do de la evolución, ni un trozo de materia destinado a peregrinar por la tierra un deter-minado tiempo, ni una libertad autocreadora, ni un espíritu solitario atenazado por la angustia de la develación de un ineluctable destino para la mue r t e . . . No, es una crea-tura. Lo cual nos lleva, de inmediato, a inscribir su existencia en el marco mayor y abarcativo de un Universo creado, un Universo cuya condición creatural es, para noso-tros, apenas el reflejo de una Realidad Increada y Creadora. Todo lo cual encierra un misterio que en su núcleo más íntimo se resiste a una iluminación intelectual 1.

El hombre en su condición creatural es el gran tema que Josef Pieper aborda e ilumina en estos tres ensayos que hoy presentamos reunidos al lector de habla hispa-na. Como en todo su pensamiento la fuente de inspiración es Tomás de Aquino (fuente principal que no excluye otras sino, por el contrario, las reúne y las integra en la gran síntesis del Doctor Común). Es un Tomás de Aquino fidelísimamente expuesto y bri-llantemente reelaborado al par que vivo y actual. Pues bien, en esa fuente Pieper ha abrevado la idea de la creaturidad en una especie de doble vertiente: como expresa afirmación de una idea fundante y rectora (tal el primer ensayo) y como idea implíci-ta, armazón invisible o "elemento negativo" de la arquitectura teológica y filosófica de Santo Tomás (segundo ensayo). Como veremos después, el tercer ensayo sobre la Tra-dición responde a esa misma clave interpretativa y se inscribe en el marco de la misma noción rectora.

Con esta idea de la creaturidad el maestro de Münster desciende a la Antropología. A partir de aquí puede empezar a vislumbrarse ya algún rasgo firme de aquella theo-ría del hombre que presumíamos lejana y que, ahora, se nos aparece como fecundada con una nueva vida y abierta a posibilidades insospechadas.

Decir que el hombre es un ser creado es introducir en la raíz misma de toda espe-culación científica y filosófica un giro definitivo. De algún modo queda tendida una lí-nea infranqueable. Si decíamos antes que era posible partir de la sospecha inicial de que el pensamiento antropológico moderno supone una insuficiencia comprensiva del

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hombre y está lejos, por tanto, de una auténtica theoria humana ¿no podemos ampliar nuestra sospecha y suponer, ahora, que esa insuficiencia y esa lejanía obedecen, de al-guna manera, a una deliberada ceguera que ha clausurado nuestra visión a esa misterio-sa realidad creatural?

No es difícil darse cuenta de que el pensamiento de nuestro tiempo niega sistemá-ticamente u olvida cualquier idea o vestigio de idea que haga referencia a una supues-ta condición de creaturidad del hombre y del Universo. Una revista, aún superficial, a las expresiones más significativas y autorizadas de eso que llamamos el pensamiento de hoy lo confirma sin mayor dificultad. Pongamos un ejemplo, por citar uno solo. Jac-ques Monod —ilustre biólogo y Premio Nobel de Medicina— inicia su conocida obra "Le hasard et la necessité"con estas sorprendentes reflexiones:"la distinción entre ob-jetos artificiales y objetos naturales nos parece inmediata. . . El objeto (artificial) mate-rializa la intención preexistente que lo ha creado y su forma se explica por la perfo-mance que era esperada incluso antes de que se cumpliera. Nada de esto para el río o el peñasco que sabemos o pensamos han sido configurados por el libre juego de fuerzas físicas a las que no sabríamos atribuir ningún "proyecto". Todo ello suponiendo que aceptamos el postulado base del método científico: la Naturaleza es objetiva y no pro-yectiva" 2 .

Adviértase el curioso giro del discurso de Monod: no hay dificultad en admitir en los objetos artificiales una situación "creatural", lo cual lleva de la mano a descubrir en ellos una forma, una naturaleza y un fin. Pero, de antemano, se presupone que el Cosmos carece de toda proyectividad simplemente porque carece de creaturidad. He-nos aquí en las antípodas del ars imitatur naturam de los Antiguos.

Lo primero que se desprende de una idea de creaturidad es que el hombre, como la obra producida, "tiene la cualidad de lo proyectado". Esto es tanto como afirmar, contrariamente a lo que sostiene Monod, que el hombre y todo lo creado y todo lo hecho poseen su esencia, son lo que son, por la actividad de un intelecto creador. Pie-per se detiene expresamente en esta analogía entre el acto creador de Dios y el arte hu-mana: "Así como las cosas "artificiales", que hace el hombre, proceden obviamente de un plan y proyecto humano, así también se puede decir que las cosas creadas "proce-den de Dios por modo de saber e intelección" (Q Disputata De Potentia Dei, 3,4)" 3

Es necesario demorarse en el análisis Je esta analogía. Una aproximación superficial podría hacernos suponer que lo análogo y lo analogado comunican aquí por vía del ha-cer: así, la facultad artística del hombre, su dominio instrumental sobre la materia, se-ría la analogía más próxima al acto creador de Dios. Pero no ocurre así precisamente. El punto de comunión entre el hombre y Dios, la semejanza, no está en el hacer, en el hecho de fabricar cosas, sino en el hecho de concebirlas. El arte, virtud intelectual, pre-supone por lo tanto un intelecto cognoscente. Pues bien, este conocimiento humano que precede a cualquier creación del hombre, esta idea, este proyecto que a modo de verbo interior pre-existe a toda realización, tal es justamente la analogía más próxima a la actividad creadora de Dios.

Creación y concepción, creación y proyecto confluyen, pues, de un modo origina-rio y propio en el Pensamiento Creador y de un modo derivado y análogo en el del hombre. Santo Tomás de Aquino hace hincapié en esta analogía: "scientia Dei est cau-sa rerum. Sic enim scientia Dei se habet ad omnes res creatas, sicut scientia artífices se habet ad artificia ta. Scientia autem artificis est causa artificiatorum: eo quod artifex operatur per suum inteleectum, unde oportet quod forma intellectus sit principium operationis, sicut calor est principium calefactionis". (La Ciencia de Dios es causa de las cosas. La ciencia divina es, respecto a los seres creados, lo que la del artífice respec-10

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to a lo que fabrica. La ciencia del artífice es causa de lo fabricado, porque el artífice opera guiado por su intelecto, por lo cual la forma que tiene en el entendimiento es principio de su operación, como el calor lo es de la calefacción) 4. La semejanza se da, por tanto, entre la ciencia de Dios y la ciencia del hombre, semejanza que —como en toda anología- señala al mismo tiempo el punto de infinita distancia entre el Creador y lo creado. San Agustín, citado por el mismo Santo Tomás, sintetiza con total preci-sión este lugar de la Filosofía Cristiana: "Universas crea turas, et spirituales et corpora-les, non quia sunt, ideo novit Deus; sed ideo sunt, quia novit". (No conoce Dios todas las criaturas espirituales y corporales porque existen, sino que existen porque Dios las c o n o c e ) 5 .

Esto quiere decir que el conocimiento de Dios es operante, es creador a tal punto que todo cuanto tiene ser se mantiene en la existencia gracias a ese conocimiento de Dios, a ese acto supremamente cognitivo y conceptivo de Dios, idéntico, desde luego, a Su Voluntad amorosamente creadora 6.

Los ejemplares, las ideas de las cosas, están en Dios. Dios mismo es el ejemplar de todo cuanto existe fuera de El: "Deus est prima causa exemplaris omnium rerum. . ; artifex enim producit determinatam forman in materia propter exemplar ad quod ins-picit, sive illud sit exemplar and quod extra intuetur, sive sit exemplar interius mente conceptum". (Dios es la primera causa ejemplar de todas las cosas. .. ;el artífice pro-duce, pues, una determinada forma en la materia según el ejemplar al que mira, bien que ese ejemplar esté ante él exteriormente, bien que esté previamente concebido en su mente) 7.

Resulta claro que en el pensamiento de Santo Tomás todo lo que tiene ser, y en tanto lo tiene participadamente, es por ello mismo creatura. O, dicho de otro modo, está referido a una Instancia Creadora que es un Intelecto cognocente. No es acciden-tal, pues, que sea justamente en el Tratado de la Creación donde el Aquinate exponga las fórmulas más precisas de su doctrina de la participación: "Si enim aliquid invenitur in aliquo per participationem, necesse est quod causetur in ipso ab eo cui essentialiter convenit". (Porque si algo se encuentra por participación en un ser, por necesidad ha de ser causado en él por aquel a quien conviene esencialmente). 8. "Quia ex hoc quod aliquid per participationem est ens, sequitur quod sit causatum ab alio". (Porque de ser ente por participación se sigue que ha de ser causado por otro). 9. Se advierte que la creación está en el corazón, no solamente de la Teología, sino de la propia Metafísi-ca de Santo Tomás.

La noción de creaturidad transforma, también, desde dentro mismo la gnoseolo-gía tomista: todo aquello que es "proyectado" posee, en principio, la posibilidad de ser comprensible. Porque son creaturas las cosas son cognocibles, sintetiza admirable-mente Pieper. Para Tomás de Aquino lo fundamental en el hecho del conocimiento es la capacidad que tiene quien conoce de poseer, además de la propia forma, la forma de lo conocido 1 Esta capacidad de apiehender otras formas señala la apertura de las creaturas intelectuales, y del hombre en tanto es creatura cognocente, al ser de las cosas. Porque la forma es, precisamente, aquello por lo cual un ser es lo que es. En otro lugar de su obra Pieper señalay subraya esta propiedad de lo cognocente: "Estar conociendo, pues, quiere decir: saltar más allá de los propios límites, no estar encerrado en el pro-pio ser, sino "tener la forma de otro ser", esto es: ser también el otro ser" 1 1 . De don-de se deduce que todo aquello que puede ser conocido lo es en virtud de su forma. Pe-ro ¿qué es la forma de las cosas sino el "proyecto" creador de Dios en ellas? La cognoci-bilidad del mundo reposa, pues, en su condición de mundo pensado, de Cosmos pro-yectado por un Creador, esto es, en su condición creatural.

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Volvamos al hombre. Hombre creado, hombre pro-yectado es como decir que existe una naturaleza humana; naturaleza que no es otra cosa que su forma, su quidi-tas, tomada, en un sentido más propio y preciso, como principio de operaciones. El ol-vido o la negación de esta naturaleza humana es, sin exagerar, la fuente de todas las di-ficultades con que tropiezan hoy las llamadas ciencias del hombre. Los "naturalis-mos", curiosamente, niegan esa naturaleza al asimilar al hombre con cualquier cuerpo físico u organismo en los cuales —como bien lo hemos visto en el caso de Monod— to-da proyectividad ha sido borrada. Pero, por otra parte, en ciertos "espiritualismos" modernos la naturaleza del hombre también ha sido oscurecida. Prescindiendo de la creaturidad el hombre se ha vuelto, a los ojos de tales espiritualismos, una libertad pu-ramente creadora, puramente autoconformadora, que va de sí a sí mismo en un peri-plo que concluye en la angustia o en el miedo a la propia libertad.

Más en el momento en que la libertad humana deja de ser vista como libertad crea-dora y se la considera como lo que ella es, una libertad creatural, queda signada de raíz por un sello inconfundible, y abierta, por otro lado, a honduras no sospechadas. Porque ese es el momento en que la libertad queda limitada, pero al mismo tiempo ele-vada a su plenitud, por una necesidad, necesidad que se desprende directamente del he-cho mismo de la Creación. El hombre tiende con necesidad a la felicidad. Ser feliz es algo a lo que estamos llamados por encima de nosotros mismos. Es la vocación a la que no podemos sustraernos. Estas son expresiones que Pieper reitera una y otra vez; son constantes de su pensamiento. Frente a esta necesidad la libertad queda como de-tenida; es, de algún modo, su límite hacia "arriba" como las necesidades impuestas por los condicionamientos bio—psicológicos constituyen el límite hacia "abajo". La liber-tad juega y se expande en el espacio entre esos dos límites. Lo extraordinario, sin em-bargo, es que al chocar hacia "arriba" con aquella necesidad superior, la libertad no se anula sino que se plenifica. Llegamos a un punto en el cual el misterio de la condición creatural es tan denso que las mismas fórmulas parecen estallar. "La voluntad persigue la beatitud con libertad, pero la persigue necesariamente" 1 2 . Todo el genio de Tomás de Aquino —recuerda Pieper— no pudo ir más allá de esta formulación.

De nuestra condición de creaturas espirituales surge que sólo el bien absoluto, to-tal y universal puede saciar y saturar nuestro deseo de bien. Nuestra voluntad jio pue-de, por tanto, quedar determinada por ninguno de los bienes particulares frente a los cuales es soberanamente libre. Pero esa misma condición creatural nos coloca más allá de nosotros mismos ("sin ser inqueridos", dice Pieper) en la línea de aquel Bien Supre-mo para el que fuimos creados; nuestro deseo de ese Bien no es producto de una op-ción, es algo que brota de la intimidad de nuestra propia naturaleza. No podemos no querer sino ese Bien desde el instante en que lo conocemos y reconocemos como tal. En este extremo, repetimos, cesa nuestra libertad pero, paradojalmente, cesa para al-canzar su máxima realización, para alcanzar aquella situación en que al no poder elegir ella da su "salto" definitivo. Santo Tomás afirma la perfección de esta libertad que ya no puede elegir y por eso mismo sobreabunda. Lo dice en relación a los ángeles biena-venturados; ellos, al no poder pecar, poseen una libertad mayor que la del hombre que sí puede pecar 1 3. El hombre puede alcanzar algo semejante a esta libertad perfecta pe-ro no ya en el status viatoris sino en la plenitud de la Visio Beatifica. Recalcamos el sesgo paradojal, casi contradictorio, de una libertad concebida de tal modo que al no poder elegir asciende, por decirlo así, al vértice de su posibilidad de ser. ¿No será éste el "nuevo rostro" de la libertad humana del que habla Pieper, cuando esta libertad es concebida en términos de creaturidad? I 4 . 12

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El último de los ensayos aquí presentados toca el tema de la Tradición. ¿Cómo se vincula ella con la condición creatural del hombre? Al examinar la esencia misma del traditum, Pieper afirma expresamente la estructura de verdadero acto de fe que impli-ca y lleva en sí la aceptación de toda tradición. Acto de fe propiamente dicho pues lo que se transmite se acepta como válido y como verdadero en la medida en que es, jus-tamente, algo transmitido y transmitido por otros en quienes se deposita la confianza, Esto nos conduce al sentido último de toda tradición que, según Pieper, es específica-mente religioso pues lo transmitido es, en definitiva, lo revelado.

Al acentuar este carácter religioso de la Tradición se señala al mismo tiempo, su neta separación de lo que es conocimiento. Lo transmitido, lo revelado, se recibe no como un conocimiento sino como un dejarse decir algo. Notemos, de paso, el ab-surdo de cualquier pretendida oposición entre Tradición y progreso ya que progreso sólo se puede dar en el orden del conocimiento, mientras la Tradición se despliega en un orden diverso en el cual el progreso no sólo es incompatible, sino, además, está ex-cluido de antemano pues lo propio del traditum es ser recibido sin ser cambiado.

Mas este rasgo de revelatio que caracteriza a la Tradición nos lleva, de inmedia-to, a la fuente de toda Revelación, esto es, a Dios. Pero un Dios que habla ¡Un Dios que habla! He aquí lo inédito, lo inesperado, lo que se resiste casi a toda iluminación racional 1 5 . Un Dios que habla presupone, empero, un hombre natural a quien Dios se dirige. "Si el hombre —dice Pieper— es por naturaleza un ser de fronteras abiertas y si Dios es un ser personal capaz de hablar, será propio de la situación fundamental del hombre natural el que Dios pueda dirigirse a él y hablarle" 1 6. Pero la situación fun-damental del hombre natural no es otra que su condición de ser creado. Porque es crea-tura escucha el hombre esa Palabra de Dios. La Revelación no es sino la confirmación del acto creador.

Aún los paganos, que no alcanzaron nunca la noción de un Dios Creador, logra-ron, no obstante, de algún modo, la noción de un Dios Revelante. El mismo Pieper recuerda la cita de Platón sobre los Antiguos, los palaiai: no son antiguos los que nos han precedido en el tiempo sino aquellos que por ser mejores que nosotros han esta-do o están más próximos a la divina fuente. Son los que han oído la Palabra y nos la han traído, de manera que por medio de sus voces accedamos a la Voz Originaria. Esta respuesta platónica no es muy distinta de la respuesta cristiana y con inocultable alegría Pieper se complace en señalar esta dichosa coincidencia. Los Antiguos, tanto como los Profetas de Israel, son los receptáculos primeros y directos de un theios lo-gos, de una Palabra divina. Pero el punto que resume y da sentido final a todo lo que venimos analizando es este: Dios habla y el hombre escucha y tal hecho se da en el marco de una prolongación gratuita del acto creador. En tanto es creatura accede el hombre a la develación de la Palabra que lo ha puesto en la existencia. El Logos crea-dor es, al mismo tiempo, Logos que se revela.

Concluyamos, pues, afirmando que la creaturidad es la clave de la antropología que aquí propone Pieper, algo así como una hermenéutica para nuestro conocimien-to del hombre. Cuando Tomás de Aquino va descendiendo - e n la grandiosidad de su pensamiento— del ser de Dios al ser de las cosas creadas, va señalando como conviene a la perfección del universo que haya creaturas espirituales, substancias intelectuales. Una de ellas, la más ínfima en el orden de tales substancias, es el alma humana la que puede unirse a un cuerpo como a su forma. Leáse todo lo que va del capítulo 46 al 68 del Libro II de la Suma Contra Gentiles y se tendrá la sensación de asistir a un vue-lo de la inteligencia: de Dios al cosmos y en el cosmos el hombre, frontera y límite entre lo corpóreo y lo incorpóreo. Precisamente por haber asentado su visión en este

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orden de la Creación, Tomás de Aquino pudo dar la respuesta más clara y profunda al sempiterno interrogante de toda indagación antropológica: ¿qué es el hombre? Fue una respuesta, además, suya, original y propia porque excedió en hondura a cuantas le habían precedido. Pero Tomás no elaboró esta respuesta sino de rodillas frente al Dios Creador, a la manera como Fra Angélico —según la feliz expresión de Alberti-"de rodillas pintaba sus azules".

El genial Chesterton propuso para Santo Tomás el nobilísimo título con el que Pieper inicia estas páginas: Thomas a creatore. Tomás del Creador. Pues bien, por ha-bernos recordado a nosotros, atribulados hombres del siglo XX, nuestra olvidada con-dición de creaturas, el maestro de Münster merece, de algún modo, ser llamado tam-bién Pieper a creatore, Pieper del Creador.

Mario Caponnetto

1 No sólo el acontecimiento de la Creación escapa a una total iluminación intelectual; el hombre, en tanto es creatura y precisamente por serlo, no acaba de comprenderse a sí mis-mo; hay siempre un núcleo, un último recodo de su ser que escapa a su propia intelección. "El hombre no se comprende a sí mismo, por-que no se funda en sí mismo" concluye Pie-per. (Veáse "El Descubrimiento de la Reali-dad" Riaip. Madrid 1974, página 23).

2 MONOD, Jacques: "El Azar y la Ne-cesidad", Monte Avila Editores, C.A., Barce-lona -Caracas, 1971, página 15.

3 PIEPER, Josef. véase ensayo "Creatu-ridad", en el presente volumen.

4 S Th, I, q 14, a 8. 5 De Trinitate, XV, citado por Santo To-

más en S Th, I, q 14, a 8, sed contra. 6 S Th, I, q 14, a 8. 7 S Th, I, q 44, a 3. 8 S Th, I, q 44, a 1 9 S Th, I, q 44, a 1 ad 1. 1 0 S Th, I, q 14, a 1.

1 1 PIEPER, Josef: "El Descubrimiento de la Realidad", Editorial Rialp, 1974, página 141.

1 2 De Potentia 10, 2 ad 5. Veáse también S T h , I, q 8 2 a 1 y 3.

1 3 S Th, I, q 62, a 8 ad 3. ("Unde maior libertas arbitrii est in angelis, qui peccare non possunt, quam in nobis, qui peccare possu-mus").

1 4 En relación a las gradaciones de la li-bertad, veáse GENTA, Jordán B.; "Principios de la Política", Editorial Cultura Argentina, Buenos Aires, 1970, páginas 38 y 39. ("La li-bertad de la persona humana se realiza en una escala gradual que sigue el siguiente orden as-cendente: la libertad de elección o libre albe-drío. . ., la libertad de obediencia. . ., la liber-tad de darse y saberse dar hasta el sacrificio de la propia vida").

1 5 Pieper ha señalado, citando a C S Le-wis, este carácter de milagro que tiene toda pa-labra proferida por Dios en la Revelación. Veá-se, "La Fe ante el reto de la cultura contempo-ránea", Editorial Rialp, Madrid, 1980, páginas 19 y 20.

1 6 PIEPER, Josef: o.c. página 19.

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Creaturidad I Thomas a creatore. "Santo Tomás del Creador":

Observaciones sobre a s í debiera llamarse al último maestro de la cris-Ios elementos de un tiandad occidental aún indivisa, si se quisiera concepto fundamental darle un apodo, al modo en uso, por ejemplo,

en la orden de los carmelistas ("San Juan de la Traducción; Roberto Vergara Cruz"). Es una sugerencia que G.K. Chesterton

y Jorge E Rivera hace como al pasar en su pequeño escrito sobre S. Tomás de Aquino, un opúsculo cuyo estilo

casi periodístico no ha impedido que un hombre de la talla de E. Gilson lo haya decla-rado "el mejor libro, sin comparación", que se haya escrito sobre este tema 1. En efec-to, poniendo el pensamiento sobre la creación y la creaturidad en el centro de los enunciados de S. Tomás acerca del mundo se da de lleno en el blanco. Que el mundo tensa la cualidad ontológica de algo creado, y que, aparte del Dios creador y su creatu-ra, no se dé ni pueda darse un tertium, esta concepción, formulada naturalmente mu-cnas veces en el conjunto de la teología cristiana, pero pensada hasta el fin y sosteni-da en todas sus consecuencias, hace que S. Tomás de Aquino se distinga incluso entre los grandes maestros de la cristiandad. Con lo cual quedan dichas dos cosas. Primero, y en oposición a la tesis de Marción, recientemente vuelta a sostener en forma explícita, según la cual el Dios cristiano "nada tiene que ver con la creación" 2, que el Creador no es precisamente un Deus extramundamus 3, sino que está íntimamente unido a la creatura y opera en ella: "necesariamente Dios está en todas las cosas, y lo está del mo-do más íntimo" 4. Y, en segundo lugar, que la hechura y la estructura del mundo que tenemos frente a nosotros está enteramente determinada, al igual que la del hombre mismo, por su creaturidad. En las líneas que siguen se intenta explicar en algunos de sus elementos este fundamental concepto de "creaturidad", inagotable casi en sus im-plicaciones.

Se puede acometer esta tarea empezando por la analogía que compara las co-sas creadas —en lo que respecta a su forma estructural— con las obras producidas por el hombre, igual se trate de un artefacto técnico o de una forma del arte musical. Al ha-cerlo, suponemos, claro está, que el mundo de los hombres abarca efectivamente am-bas cosas: no sólo las res artificiales, las cosas hechas por el hombre mismo, sino tam-bién las res naturales, aquello que se encuentra allí como una realidad independien-te de él, lo creado. Es verdad que este supuesto ya no parece ser evidente para el pen-samiento contemporáneo, como lo prueba, por ejemplo, una frase como la siguiente, que encontramos efectivamente escrita: "El mundo es para los hombres el conjunto de los objetos producidos por él mismo y de las instituciones sociales" s. Vamos a de-jar, por ahora, fuera de consideración esta reducción del campo visual, ideológicamente condicionada. Pues bien, S. Tomás ha formulado frecuentemente, en forma explícita, aquella relación de correspondencia entre las cosas naturales, entendidas como creatu-rae, a las que evidentemente pertenece también el hombre mismo, y las obras de la in-dustria humana: "todas las cosas creadas se comparan con Dios como la obra de arte se compara con el hombre" 6.

Sería empero facilitar demasiado las cosas si se pretendiera, como en precipitada simplificación lo hace Jean Paul Sartre, identificar, sin más, "producción" y "crea-ción", y descartar irónica y denunciativamente la concepción tradicional de la crea-

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ción como una visión technique du monde 1. A diferencia de la creación propiamente dicha, el acto humano de producción no sólo supone algo previamente existente, sin poder, por esto mismo, ser jamás una "causación total", una pura y simple produc-ción de la existencia, una posición de la existencia, en sentido estricto, sino que la res artificiales, la obra hecha por el hombre, permanece, además, en virtud precisamente de ese ser propio recibido de otra parte, independiente, en cierto modo, del productor, cosa que sería totalmente impensable en la relación entre el Creador y la creatura. Por eso, S. Tomás relativiza y complementa constantemente la analogía con la relación artifex-artificatum mediante imágenes enteramente diferentes, como cuando dice que la creatura se comporta en su relación con Dios como la atmósfera respecto del rayo de sol que la traspasa e ilumina, la cual dejaría de ser luminosa en el mismo instante en que el sol dejara de br i l lar 8 . Sin embargo, con esto no se reduce, en lo más mínimo, el poder aclaratorio de la analogía con la obra de arte; es necesario tan sólo ser conscien-te de sus límites. A ellos apunta, por lo demás, el propio concepto de analogía, que mienta una coexistencia de semejanzas y desemejanzas, y sólo cuando nos hacemos cargo de ambas se aclara la cosa misma.

III Ahora bien, lo común a la obra producida por el hombre y la. creatura,, en sentido estricto, estriba en que ambas tienen la cualidad de lo pro-yectado. Ambas suponen un proyecto. O, lo que es lo mismo, ambas han llegado a ser "lo que" son (su "esencia", su "naturaleza") por medio de la productividad de una inteligencia creadora,"por me-dio del saber de un conoscente" 9. Así como las cosas "artificiales", que hace el hom-bre, proceden obviamente de un plan y proyecto humano, así también se puede decir que las cosas creadas "proceden de Dios por modo de saber e intelección" 1

Ahora bien, esta propiedad fundamental de ser pensado y proyectado constituye, a su vez, para el pensar que se vuelca sobre la realidad de las cosas que nos están pro-puestas y, naturalmente, y ante todo, sobre el hombre mismo, algo rico en todo tipo de implicaciones y consecuencias. Significa, en primera línea, que inexorablemente el hombre se encuentra consigo mismo como un ser al que no se le ha preguntado por su "qué", acuñado y determinado ya antes de poderse enterar de ello. Vale decir, que no-sotros no hacemos nuestra propia naturaleza. Nuestra naturaleza es, más bien, el tra-sunto de lo que "de por creación" se pretende con nosotros. En cierto sentido, bien podría decirse que ella es lo que "desde allende" y "por un otro" se quiere de noso-tros - s i no se hubiera de tomar en cuenta que el Creador es más íntimo a la creatura que ella misma. Debemos agradecer, por lo demás, a Jean Paul Sartre y a la radical agu-deza de su concepción existencialista el haber forzado al pensar tradicional acerca del hombre a volver a recordar la vecindad conceptual y quasi identidad entre "naturaleza humana" y "creaturidad humana". Es cierto que Sartre lo hace por vía de negación o, más exactamente, por medio de la fundamentación que para ella introduce. La nega-ción -para su autor, el "principio primero del existencialismo"— reza así: "no hay naturaleza humana"; y su fundamentación, añadida de inmediato: "... porque no hay un Dios que la pudiera haber proyectado" 11. Se podría, claro está, sin violencia, for-mular este pensamiento en forma positiva, a saber del modo siguiente: sólo es posible hablar de una naturaleza humana cuando se la entiende como algo creativamente pro-yectado por Dios. Es justo lo que taxativamente afirma S. Tomás al decir de las for-mae o esencias de las cosas que no son sino el sello del saber divino: quaedam sigilla-tio diuinae scientae in rebus 12. 16

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Pero aquella concepción significa aún muchas otras cosas. No sólo que el hombre, por ser creatura, encuentra siempre su esencia, según queda dicho, como algo que le ha sido otorgado sin que pueda disponer de ello, sino, por ejemplo, también, que para él, como para toda creatura en general, la naturaleza propia es lo absolutamente primero, supuesto y fundamento de todas sus decisiones y actividades y de todo lo que le pueda ser otorgado como don divino. "Lo que a una esencia le adviene por naturaleza (natu-raliter)... es necesariamente el fundamento y el principio de toda otra cosa" 1 3 ; n a -turalia praesupponuntur moralibus 1 4 ; naturalia suntpraeambula virtutibis gratuitis et acquisitis 1 5 . Se dice aquí algo que no es fácil de concebir; de ello hablaremos más adelante con algún detalle: a saber, que todo lo que con libre voluntad queremos es precedido por algo que la voluntad quiere naturalmente 1 6 . Pero es preciso hablar an-tes de otro aspecto.

IV Todo lo que procede del proyecto intelectual del hombre tiene, precisamente por ello, la cualidad de ser en principio comprensible ;lo que ha llegado a ser en virtud del pensamiento humano, sea cual fuere el modo como se haya materializado (por ejem-plo, como máquina, aparato o imagen plástica observable) tiene necesariamente en sí mismo el carácter de algo pensado y, consiguientemente, de algo que un contempla-dor puede re-pensar. Un lego en matemáticas no podrá posiblemente comprender la construcción y función, digamos por ejemplo, de una computadora; sin embargo, para cada una de sus eventuales preguntas hay, en principio, una respuesta, que, considerada en sí misma, es comprensible, y que de este modo pone de manifiesto la comprensibili-dad de su objeto. En rigurosa analogía con ello, la conoscibilidad empíricamente cons-tatable del mundo natural con que nos encontramos se funda precisamente en su con-dición de pensado por el Creador. Unicamente así, en todo caso, resulta, en última ins-tancia, comprensible para un interrogar que penetra más hondamente. Por lo demás, bien consideradas las cosas, no sólo constatamos como un mero factum esta conoscibi-lidad de las cosas y del hombre mismo, sino que nos es manifiestamente imposible re-presentarnos una cosa real que, siéndolo, resulte, a la vez, inconoscible en principio. Charles S. Pierce llega a decir: "We cannot even talk about anything but a knowable object... The absolutely unknowable is a non-existence" 1 7 . Un colega de la universi-dad, especialista en lógica, me preguntaba una vez, críticamente, si acaso se derrumba-ría el cielo si hubiera de concederse una realidad absolutamente reacia a toda penetra-ción conoscente. ¿No ha tropezado, de hecho, la física, por ejemplo en la investiga-ción de la luz, precisamente con tales cosas incomprensibles? Le hice a mi interlocu-tor la contrapregunta si acaso los físicos habían abandonado definitivamente el esfuer-zo por aclarar dichas cosas. Respuesta: "No. ¡Naturalmente que no!" Ahora bien, ¿no quiere decir esto que todo hombre supone "naturalmente" que lo hasta entonces des-conocido goza en principio del carácter de la comprensibilidad? Quienquiera que con-sidere que la investigación de lo aún no investigado tiene sentido, afirma, precisamente con ello, la conoscibilidad del mundo. Un hecho verdaderamente asombroso, que cien-tíficos sobresalientes, para su propia sorpresa, han constatado y formulado una y otra vez al reflexionar acerca de los supuestos más hondos, imposibles de concebir científi-camente, de su propia ocupación. Nombro solamente dos t e s t i g o s 1 8 . De Albert Eins-tein proceden estas palabras: "Lo más incomprensible en la naturaleza es su comprensi-bilidad". Y Luis de Broglie nos dice: "No nos asombramos lo suficiente ante el hecho de que el conocimiento científico es sencillamente posible". Digna de meditación es la

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acotación hecha por E. Gilson en el sentido de que "la pregunta por la posibilidad de la ciencia no es, ella misma, una pregunta científica".

Estoy casi seguro de que ni Einstein ni de Broglie tuvieron in mente ni conocie-ron siquiera el concepto de "verdad de las cosas", si bien ellos hablan exactamente de lo mismo a que este concepto, antaño fundamental, se refiere. Mal podían tenerlo pre-sente, puesto que el concepto y, más aún, la expresión "verdad de las cosas", no puede hallarse en los escritos filosóficos de la época actual. Es verdad que S. Anselmo de Can-terbury se quejaba, ya en el s. XI, de que "sólo unos pocos piensan en la verdad que habita en las cosas" 1 9 . Sin embargo, se trata hoy de algo distinto de una azarosa ma-yor o menor falta de uso de determinados conceptos o terminologías. Estamos ante el resultado de un largo proceso de represión y eliminación —donde el rechazo polémico declarado (como lo encontramos, por ejemplo, en Bacon, Hobbes o Spinoza) posible-mente tenga una menor singificación que la progresiva falsificación y vaciamiento, so-bre todo en la filosofía alemana de la Ilustración (A.G. Baumgarten, Christian Wolff), de lo originariamente mentado, y ello, pese a la explícita conservación del vocabula-rio; falsificación y vaciamiento a los que finalmente Kant les dio una aparente justifi-cación al declarar que la frase según la cual todo ente es "verdadero" (omne ens est verum) es tautológica y estéril, y al borrar definitivamente del vocabulario filosófico el término de "verdad de las cosas" 2 0 . Empero, como ya se dijo, este término mienta del modo más riguroso aquella luminidad ontológica de la naturaleza y de la realidad entera que Albert Einstein y Luis de Broglie descubrieron y nombraron asombrados, y merced a la cual aquéllas se tornan asequibles al conocimiento. Es verdad que esa lu-minidad sólo resulta plenamente convincente para aquel que entiende el mundo como creatura y es capaz de comprender lo dicho por S. Agustín en el último capítulo de sus Confesiones: "Vemos nosotros las cosas porque ellas son, pero ellas son porque Tú las v e s " 2 1 . Es precisamente lo expresado por la idea de una "verdad de las cosas": que a la constitución de la realidad del mundo en su totalidad le es propio estar "instalada entre dos sujetos de conocimiento, inter dúos intellectus", entre el espíritu divino, creadoramente conoscente, en sentido estricto, y el espíritu creado, reproductivamente conoscente 2 2 , y que el mundo es accesible a nuestro conocimiento humano única-mente en razón de que Dios lo ha conocido y proyectado creativamente. Sólo de esta manera se comprende y fundamenta la idea de un "carácter de palabra" ("Wortcharak-ter") (R. G u a r d i n i 2 3 ) así como la de un "lenguaje de las cosas" aprehensible por el hombre, en virtud del cual a toda interpretación filosofante de la realidad se le puede atribuir con justeza, en un sentido muy preciso, el carácter de una "hermenéutica", es decir, de interpretación de una comunicación verbal. Con ejemplar claridad ha reduci-do Hans-Georg Gadamer la noción de "lenguaje de las cosas" a su raíz metafísica cuan-do dice: "... es en la creaturidad de ambas, donde alma y cosa están unidas" 2 4 ; "la esencia y realidad de la creación misma consiste en ser semejante concordancia de alma y cosa" 2 S . Lamentablemente, Gadamer lo dice, como lo muestra la continua-ción del texto, en el sentido de una descripción histórica, como respetuosa reproduc-ción de un modo de argumentar que fuera antaño posible. Quien filosofe hoy en día, añade, no puede ya "ciertamente servirse de semejante fundamentación teo lógica" 2 6 . Frente a esta afirmación habría que plantear, en primer lugar, la pregunta crítica si realmente la aceptación del carácter creatural del mundo y del hombre es, en estricto sentido, un supuesto "teológico", es decir, una suposición expresamente ligada al su-puesto de la revelación y de la fe. Como poderoso contrargumento podría citarse a Platón y Aristóteles, que si bien no pensaron formalmente el concepto de una creatio ex nihilio, estuvieron empero muy cerca de él. Pero, en segundo lugar, habría que decir,

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en todo caso, que si una fundamentación a partir de la creaturidad no es viable, deja en absoluto de haber una explicación últimamente convincente para esa cosa "inconcebi-ble" de que habla Einstein, vale decir, que la realidad pueda ser aprehendida por el co-nocimiento humano; y la posiblidad de intelección, tan convincentemente expuesta por Gadamer, queda nuevamente bloqueada. La misma imagen de callejón sin salida os-tentan también, indignamente, algunos manuales "neoescolásticos" que siguen em-pleando aún, "por respeto", para hablar como Kant, al igual que la metafísica escolás-tica (alemana) de los siglos XVII y XVIII, el término de "verdad de las cosas" ("ver-dad ontológica"), pero que tergiversan lo originariamente mentado por esa expresión, porque para ellos el recurso a la categoría de creación, considerada "no filosófica", es palmariamente un estorbo molesto. Resulta, pues, una suerte que, más allá del re-ducto de la especialidad filosófica, uno vuleva, una y otra vez, a ser puesto en la pis-ta correcta por hombres como Einstein o de Broglie, o por un autor como Günter Eich, que medita en la dimensión original del lenguaje poético. Si bien, como él mismo lo declarara, en permanente revuelta "contra el establishment, no sólo en la sociedad, sino en la creación entera" 2 7 , reconoce Eich, en un reflexivo discurso pronunciado ante los ciegos de la guerra, que lo que importa es "que todo lo escrito se aproxime a la teología", con lo que no mienta otra cosa que el remitirse de la palabra poética a una primera palabra creadora (Ur-wort), encarnada en la realidad: "Toda palabra con-serva un reflejo del estado mágico, en el que ella es idéntica con la creación. De este nunca oído e inaudible lenguaje no podemos, por así decirlo, sino traducir modesta-mente y, en todo caso, jamás plenamente... Que tengamos la misión de traducir es lo verdaderamente decisivo del escribir; es, también, lo que lo hace difícil y quizás, a veces, imposible" 2 8 . El elemento de resignación de esta última frase apunta a otra esencial dimensión, acerca de la cual debemos ahora decir algunas palabras.

V La palabra creadora primordial, que ha tomado cuerpo en la realidad del mundo no puede, efectivamente, ser "traducida" jamás en forma adecuada al vocabulario del lenguaje humano, trátese del lenguaje de la poesía o del de la ciencia o la filosofía. Y la razón de esta imposibilidad es que esa "palabra primordial" no puede siquiera ser percibida por un espíritu creado, aún cuando, por otra parte, las cosas reciban de ella su diafanidad. Es verdad que Einstein dice de la naturaleza que ella es "concebible" ("begreifbar"), pero sería menester hablar aquí con mayor precisión, distinguiendo entre "conocer" y "concebir" (Begreifen). No todo conocimiento es concepción ple-naria. En sentido estricto sólo a la más alta e intensa realización del conocimiento se la ha de llamar "concebir": es el conocimiento que agota plenamente al objeto. S. To-más da, a este propósito, una muy clara definición: "Se dice, en sentido propio, que alguien conoce conceptualmente una cosa cuando la conoce tan claramente como ella es conocible en sí misma" 2 9 . Pero esto está dicho a partir de la convicción de que es propio a la esencia de las cosas creadas que su conocibilidad no puede ser jamás agota-da por una facultad conoscitiva finita, ni convertida en pura condición de cosa conoci-da, porque la razón de su total conocibilidad es, al mismo tiempo, la de que no pue-dan ser plenamente concebidas. Consideradas en sí mismas, todas las cosas creadas son enteramente claras y perceptibles (al modo como las estrellas, de suyo por su interna cualidad, son exactamente tan "visibles" de día como en el cielo claro de la noche). Las cosas son conocibles porque son creaturas. Pero al mismo tiempo hay que decir que por ser creaturas son insondables para la facultad humana de conocimiento, que

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no llega a comprender hasta el fondo el proyecto de las cosas que anida en el Logos creador, por cuya virtud, sin embargo, gozan ellas de la diafanidad. Así se comprende aquella formulación de S. Tomás que encuentra en él mismo variadas modulaciones, pero que rara vez aparece en los manuales de la escuela que declara seguirlo: rerum essentiae sunt nobis ignotae, "las esencias de las cosas nos son desconocidas" 3 0 .

Esta concepción, que implica, como se echa fácilmente de ver, toda una manera de comprender el mundo, nada tiene que ver con el "agnosticismo", pero menos aún —lo que a veces no se advierte— con el racionalismo de los "sistemas cerrados" o con el "optimismo del conocimiento representado por la filosofía marxista" 3 1 y formalmen-te recibido en la doctrina oficial del bolchevismo, según el cual no hay, en principio, ninguna cosa que sea insondable, sino tan sólo "cosas aún no conocidas" 3 2. Por lo de-más, este racionalismo no hace, en rigor, y a pesar de las apariencias gramaticales, tanto una afirmación acerca de una condición de la realidad objetiva, cuanto acerca de la ra-zón del hombre, a la que se le atribuye explícitamente la capacidad de "un conoci-miento exhaustivo" 3 3

Posiblemente no se pueda decir que la insondabilidad de las cosas sea "constatable empíricamente" de modo parejo a como lo es su conocibilidad. Así y todo, el que científicos que se han acreditado especialmente por la investigación "exacta" insistan en esta insondabilidad, me parece un hecho digno de consideración. Para Albert Eins-tein, la posibilidad de que la naturaleza sea aprehendida en conceptos es algo que no podemos aprehender conceptualmente. Y pocas semanas antes de su muerte escri-bía, sin pretender con ello, en absoluto, poner en duda los resultados de la física moderna: "Si algo he aprendido en las cavilaciones de mi larga vida es esto: que es-tamos mucho más lejos de una intelección más o menos profunda de los procesos elementales de lo que cree la mayoría de nuestros contemporáneos" 3 4 . Y Alfred North Whitehead, coautor de los Principia Mathematica, dice de la "sencilla" y fun-damental pregunta filosófica por el sentido del " todo" (What is it all aboutl) que a ella, según toda la experiencia humana, no se puede dar "ninguna respuesta defini-tiva" 3 5 .

VI "Lo místico no está en cómo es el mundo, sino en el hecho de que el mundo sea", se lee en el Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein 3 6 . Como se ve, esta frase no se halla demasiado lejos de la vieja pregunta, que de ningún modo fue Heidegger el primero en formular: "¿por qué es, en general, algo, por qué no nada?" 3 7 . Sin lugar a dudas, estas preguntas no se refieren tanto a la quiddidad, a la essen-tia de las cosas reales, cuanto, formalmente, a su existentia, a su efectiva presencia en el mundo. Pero hay que tener presente, por otra parte, que así como la "naturaleza" propia que se le ha otorgado de antemano a todo ser finito está fundada, en última ins-tancia, en un conocer proyectivo y creador, así también la existencia fáctica de un ser claramente no absoluto, "contingente", sólo resulta comprensible por su reducción a un querer creador, ponente de existencia, absolutamente libre y, por lo mismo, imposi-ble de aclarar racionalmente. Una vez más se ha de mencionar aquí la laudable y aclara-dora radicalidad de Jean_Paul Sartre, que llama pura y simplemente "absurdo" a un existir palmariamente no necesario, pero, a la vez, expresamente no garantizado por una voluntad absoluta —en lo que tiene plenamente razón (repitiendo, por lo demás, sólo que con signo inverso, el viejo argumento, todavía empleado por Hegel 3 8 en pro de la existencia de Dios, que se apoya, de igual manera, en la contingentia mundi). La

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alternativa a que nos referimos puede, en efecto, ser caracterizada con bastante exac-titud por medio de las palabras usadas por Sartre y Wittgenstein: o bien "absurdo" o bien "místico". Y hasta se podría, permaneciendo, en parte, dentro del vocabulario sartreano, decirlo así: o bien "nauseabundo" o bien amable. Del mismo modo como la verdad "óntica", la conocibilidad y diafanidad, les vienen a las cosas del hecho de ser pensadas por el Creador, así también el querer creador les otorga su condición de ser objetos de un "sí" y, por consiguiente, les otorga su bondad, como una cualidad que, desde ese mismo momento, les adviene por su propio ser. Y así valdría la siguiente mo-dulación de la palabra ya citada de S. Agustín: Nuestro amor se despierta con la bon-dad de lo que amamos; pero esto que amamos es bueno porque Dios lo ama y lo afir-ma. Cuando en nuestro amor por un ser humano clamamos " ¡qué maravilloso que seas!", esta aprobación encuentra, en última instancia, su posibilidad y legitimación tan sólo en el hecho de que ella es la re-producción y, en casos felices, quizás incluso la continuación y complementación de aquella divina y previa declaración de amor que "de un modo admirable" 3 9 le ha otorgado, en el acto de la creación, existir y a la vez bondad a todo lo que es. Y si "celebrar una fiesta" no es otra cosa que un "sí" al mun-do y al existir, vitalmente expresado con ocasión especial y de un modo no cotidia-no 4 0 , ¿cómo podría justificarse, en medio del tráfago y fastidio de los afanes dia-rios, la celebración festiva como cosa real si a aquel "sí" no le precediera efectivamen-te la bondad creatural de la realidad y la existencia o, dicho de otro modo, si no fuera verdadero que omne ens est bonuml

Y esta misma fundamental sentencia, que no sólo afirma la bondad de todo ente, sino también que, pese a todo, es bueno para el hombre existir, también ella degrada-da, con demasiada frecuencia, a la condición de un estéril texto manual, pierde irreme-diablemente el condimento de su relevancia existencial y hasta todo plausible sentido cuando no se comprende al hombre y al mundo como creaturae, y a la existencia, la propia, sobre todo, como una existencia en estricto sentido creatural, esto es, como lle-vada a cabo por un acto creador de aprobación.

Y no puede carecer de significación para el ser-en-el-mundo del hombre —desde ya lo sospechamos— el que éste logre o no experimentarse como algo afirmado de una manera absoluta o, lo que es lo mismo, como creatura. Es una experiencia que necesa-riamente marcará con su impronta, desde su fondo mismo, el sentimiento de la propia existencia. Debiera tenerse quizás presente en este punto la terrible concepción del mundo que se esconde en la frase de Spinoza que dice que "a Dios, en sentido estric-to, nadie lo ama" 4 1 , para darse cuenta de lo inauditamente otro que es el que nuestro propio existir consista literalmente en aquel ser amado por el Creador. Un autor caído entre tanto en el olvido, en un libro notable, igualmente olvidado, ha declarado de un modo solemne, ya pasado de moda, lo que puede en concreto significar esto para la au-tocomprensión del hombre: "Y si Dios me ama, pues que soy ese amor, entonces, de verdad, soy insustituible en el mundo" 4 2 . De ninguna otra manera, me parece, po-dríamos tan definitivamente cobrar suelo bajo los pies, incluso en la propia concien-cia, como a través de semejante convencimiento, que, a decir verdad, no puede lograr-se sobre el fundamento de una mera decisión. Sólo en esta certidumbre de ser amado de un modo absolutamente eficaz podrá luego echar raíces aquella "confianza primor-dial", a menudo conjurada, que nos permita vivir de un modo últimamente no proble-mático y "simple", en el sentido bíblico de la palabra. Y si hoy en día los hombres ha-blan tan pertinazmente del peligro de la "pérdida de identidad", cabe preguntarse si no se aventaría también este peligro justamente por medio de la experiencia de estar existiendo en virtud de un irrevocable ser queridos por Dios mismo. En todo caso,

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comparado con la estabilidad de este fundamento, el a menudo encarecido "suelo de las duras realidades" nos parece, de verdad, un fundamento vacilante.

VII La férrea indestructibilidad de lo una vez salido de ese querer del Creador que pone la existencia tiene empero aún otros aspectos. Así, por ejemplo, dijérase, casi, que ella puede volverse contra las mismas creaturas; y nos viene a la memoria una palabra, de primeras sorprendente, del Sócrates platónico, que afirma que la inmortalidad es "un peligro tremendo" 4 3 -para aquel que no quiere el bien. En la creación aconte-ce algo absolutamente irrevocable. "Ningún ser creado puede ser dicho pura y simple-mente "perecedero" 4 4 . Una vez llamada a la existencia, la creatura no puede ya ja-más volver a desaparecer enteramente de la realidad —incluso en el caso en que ella misma lo anhelara en un impulso eventualmente dirigido, por un momento, a su auto-anulación y hasta al retorno a la nada. Que tal impulso no es totalmente desconoci-do del hombre histórico, no requiere mayor gasto de palabras.

Pero la condición del existir creatural, que tenemos aquí que meditar, es un asun-to muchísimo más complicado. Sólo puede describírsela en frases que parecen contra-decirse. Por una parte, creación quiere decir que Dios no guarda el ser para sí, sino que lo comunica realmente a la creatura de manera tal que ésta lo posee, desde ese mo-mento, como su verdadera propiedad. Esto hace posible que hablemos con sentido del mundo de las cosas finitas sin tener que hablar también necesariamente de Dios. Cuando Werner Heisenberg dice que para el pensar medieval no tenía "sentido pregun-tar por el mundo material independientemente de Dios" 4 S , no podemos menos de hacer la observación crítica de que S. Tomás (por ejemplo) afirma exactamente lo con-trario: "la creatura puede ser considerada sin relación a Dios" 4 6 . Pero, a la vez, sigue siendo plenamente valedero que los seres creados son enteramente incapaces de mante-nerse en el ser por su propia virtud e, incluso, que, hablando en absoluto, bien "po-drían ellos ser "reducidos a la nada" 4 7 . A pesar de lo cual, la creatura, particularmen-te la creatura espiritual, ha de ser dicha, en un muy preciso sentido, indestructible, "incapaz de no ser" 4 8 o tan solo de vulnerar esencialmente su "naturaleza", la consis-tencia ontológica que le fue entregada en la creación.

Y hasta el mismo nihilismo, que pretende que nosotros podemos y debemos dar el paso hacia la nada, no es sino una dolorida y desesperada forma del mismo idealis-mo de semejanza divina, como cuya contrapartida él se concibe. "En los seres creados no hay una potencia al no ser; en Dios, en cambio, existe la potencia de darles el ser o de cortarles la corriente del ser" 4 9 . Sólo el Creador podría reducir los seres creados nuevamente a la nada: Sicut solus Deus potest creare, ita solus potest creaturas in ni-hilum redigere 5 Si bien es cierto que a S. Tomás parece habérsele pasado por la men-te el pensamiento, por lo demás bíblico, de que bien podría semejante "aniquilación" constituir un acto de justicia divina frente a la infinita profanación de la creación por parte del hombre, sin embargo, en definitiva se atiene él al dato, igualmente bíblico, de que Dios, en su sabiduría, "creó todas las cosas para que sean (Sabiduría 1, 14) y no para que caigan nuevamente en la nada" 5 2 .

VIII "Todos los actos de la voluntad se reducen, como a su primera raíz, a aquello que el hombre quiere naturalmente "53 .También este pensamiento, que a nosotros nos pa-rece, por lo pronto, difícil de pensar, representa un elemento de la concepción de la "creaturidad" que no puede ser dejado de lado y que le es inmediatamente constituti-vo, en tanto que ella implica que Dios no sólo le ha dado a su creatura, en su proyecto 22

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creador, una esencia determinada de tal o cual manera, una "naturaleza", y que, por eso mismo, pretende algo de ella con prioridad a toda autoconformación propia, sino que también la ha llevado a existir —igualmente sin preguntárselo— en un acto absolu-tamente eficiente de voluntad creadora, y esto quiere decir que la ha puesto, con un impulso, imposible ya de detener, en camino hacia la única realización no sólo "pen-sada", sino también "querida" para ella, para la creatura. La idea heideggeriana del "es-' tar arrojado" 5 4 no sería, pues, en absoluto, incorrecta si en ella quedara también im-plicado el "arrojador" y su fuerza afirmativa creadora, y así desapareciese de estas pa-labras cualquier resonancia trágico—tenebrosa. En efecto, el acto primigenio de la crea-tio debe ser pensado, para hablar como Leibniz 5 5 , como una verdadera "fulguración", como un proceso "explosivo" en grado sumo, del que toda la dinámica creatural ha re-cibido su impulso y es mantenida luego en marcha.

Bien se comprende que para aquel que está habituado a pensar "naturaleza" y "espíritu" como conceptos mutuamente excluyentes, la idea de que pueda iiatíer un querer, esto es, un acto espiritual per definitionem que, sin embargo, tenga lugar en el modo de un acontecimiento natural, resulte una idea difícilmente pensable. Pero los grandes maestros de la cristiandad impugnaron siempre el que "naturaleza" y "espíri-t u " realmente se contrapongan en este sentido. Su opinión unánime es, por el contra-rio, que hay un tipo de realidad, el espíritu creado, donde ambas cosas, lo natural y lo espiritual, se encuentran unidas. Dicho de otra manera, si se comprende al hombre co-mo creatura, no hay la menor dificultad —sino que, por el contrario, ello resulta ente-ramente obvio— para aceptar que bien pueda y hasta deba acontecer, en el núcleo espi-ritual de la existencia humana, algo que, por una parte, suceda "de por creación" y, por ende, como un proceso natural por encima de nuestras intenciones, y que, sin em-bargo, brote, por otra parte, del centro mismo de nuestro espíritu y, consiguientemen-te, de un modo que no difiere en absoluto del modo como puede pensarse un acto es-piritual. En esta conexión, que sólo resulta plausible bajo el supuesto de la creaturi-dad del hombre, se nos ofrece también la única posibilidad de reducir a su común raíz dos interpretaciones contrapuestas del querer humano: la interpretación "determinis-ta" y su contrapartida, legitimadas ambas por una porción de empiría (cada una, claro está, tan solo por una porción). Así como sabemos, en virtud de inconmovible expe-riencia, que somos capaces de opciones libres ("Allí donde hay conocimiento espiri-tual, se da también la libertad de albedrío" 5 6 ) , así también es un dato de experiencia, igualmente constrictivo, que nuestra última realización propia la "queremos" con la misma naturalidad con que la piedra que cae tiende a la profundo 5 7 , que "querer ser feliz no es cosa de libre decisión" 5 8 . Puesto que somos espíritu creatural imposible de saciar por algo que no sea el bien en su totalidad, el bonum universale 5 9 , no estamos de-terminados, sino que somos libres en nuestra opción, frente a los bienes particulares, que sólo tienen el carácter de medios, y de ningún modo el de "el" fin. Pero, puesto que también somos espíritu creatural, colocados, sin ser inquiridos, en el acto de la creatio, en camino hacia nuestra propia perfección, queremos esta perfección "de por creación", y esto quiere decir, de un modo natural, y no en virtud de una opción pro-pia. Sin embargo, si hablamos aquí de "determinación", hacemos un uso por lo menos problemático de esta palabra, un uso que puede lo mismo ser correcto que incorrecto. Es correcto hablar de "determinación" si con esto vocablo se mienta la fijación del querer en una determinada dirección. Pero si "determinación" quiere decir "estar de-terminado por algo extraño" (fremd-Bestimmtheit"), entonces la cosa misma queda, de partida, desfigurada y falseada; en efecto, ya el simple concepto de un querer natu-ral implica ser un impulso que brota del núcleo más íntimo del sujeto volente; lo que

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está en cuestión en el anhelo natural de la felicidad es el querer mas originariamente propio del hombre. Y si ser libre quiere decir tanto como poder operar sin el impedi-mento de una limitación cualquiera que pudiera venir de fuera, —entonces, incluso aquí tiene lugar la libertad, en sentido estricto. Queda en pie, es cierto, que este que-rer natural, pasando por el centro del corazón del hombre, remite a un último origen, que no es humano, si no sobrehumano y por esto no le está dado al hombre querer otra cosa". Y así, pues, si ser libre quiere decir poder elegir y "poder también otra cosa" —entonces no hay aquí libertad. Esta complicada situación no se deja encerrar en una fórmula llana y de fácil manejo. Hasta la misma energía de clarificación concep-tual de un Tomás de Aquino no ha podido ir más allá de la proposición "la voluntad persigue la beatitud con libertad, pero la persigue necesar iamente" 6 0 . Ahora bien, a todas luces también el concepto de libertad cobra un nuevo rostro tan pronto como se lo piensa en conexión con el de creaturidad.

Quien niegue consecuentemente —como lo hace, una vez más, Jean Paul Sartre —que el hombre sea creatura y que, por consiguiente, haya algo así como una natura-leza humana subyacente a toda decisión propia, tendrá que asignarse, en vez de ello, una total ausencia de ataduras, para la cual queda, sin duda, abierto y disponible, aun-que naturalmente tan solo en forma presunta, el campo entero de la rosa de los vien-tos, con sus trescientos sesenta grados, pero que, por otra parte, no es sino una total ausencia de orientación, porque, como es lógico, al hombre no se le muestra "ninguna posiblidad de apoyarse en algo, ni en sí mismo, ni fuera de sí mismo" 6 1 : "no hay sig-nos en el mundo" 6 2 . Es exactamente aquella famosa especie de libertad a la que no se está llamado, sino "condenado" 6 3 , y que es casi idéntica con la desesperación. ("Esta palabra tiene una significación extremadamente simple; quiere decir que nos li-mitamos a abandonarnos a aquello que depende de nuestra voluntad" 6 4 ) . Todo esto es, una vez más, un "negativo" bastante exacto de la verdad, que sólo ha menester de una traducción a su contrario para que se le torne claro a un pensar que reflexiona im-parcialmente sobre la profundidad de la existencia humana, que una vida en libertad, igualmente protegida contra la desesperación como contra la ausencia de orientación, sólo es posible cuando el hombre acepta y afirma, en todas sus consecuencias, la aprio-ridad de la propia naturaleza, esto es, su creaturidad.

IX Para concluir estas observaciones de carácter necesariamente aforístico es ne-cesario ya que no tratar, al menos mencionar algunos otros aspectos del multifacético concepto de "creaturidad".

"Mientras era posible creer que una razón semejante a la humana, pero potenciada hasta el absoluto había creado el mundo", tuvo también sentido "concebir el mundo en su totalidad como algo unitario y h o m o g é n e o " 6 S , pero para una ontología que se adentra por "nuevos caminos" pareja idea "ya no es en modo alguno una imagen del mundo r e a l " 6 6 , sino que, al revés, "tal necesidad de unidad por parte de la razón se evidencia... como una i l u s i ó n " 6 7 . Esta tesis, formulada por Nicolai Hartmann, es tan problemática como digna de meditación. Como problemático muéstrase especialmen-te, fuera de la asignación, demasiado precipitada, de la fe en la creación al pasado, la opinión de que la "antigua" ontología, a saber, "la doctrina del ser dominante desde Aristóteles hasta el fin de la e sco lás t i ca" 6 8 , "negando la múltiple variedad del mun-do", lo consideró como pura y simplemente homogéneo. Es una simplificación inacep-table. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, entiende expresamente la abigarrada mul-tiplicidad de las cosas como algo "que no ha llegado a ser por el azar o en forma ca-24

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sual" 6 9 , sino como algo necesariamente dado con la esencia misma de la creación 7 0 . Es la unidad misma del universo la que exige la diversidad de sus partes 7 1 . Sin embar-go, y aquí radica lo digno de meditación en el pensamiento de Nicolai Hartmann, se-mejante unidad y unicidad del mundo no se deja, de hecho, fundamentar en forma^más convincente que cuando se lo hace partiendo de su carácter de creación. "Así como Dios es uno, así también ha producido lo uno, no sólo en el sentido de que todo ser es en sí mismo uno, sino también en cuanto todas las cosas son, en cierto sentido, un unum perfectum " 7 2 . Y si Nicolai Hartmann se distancia de la presuntamente "iluso-ria" necesidad de unidad de parte de la razón, S. Tomás declara simplemente "necesa-rio que todas las cosas pertenezcan a un solo mundo". Y añade inmediatamente una constatación, por así decirlo, histórica, vuelta hacia el pasado: que, en consecuencia, "sólo pudieron aceptar varios mundos aquellos que no vieron el origen del mundo en una sabiduría ordenadora" 7 3 . Hay que preguntarse, por lo demás, si la hipótesis de una realidad en última instancia no unitaria no tendría también para la autocompren-sión del hombre como campo de encuentro de diversos dominios del ser insospecha-bles consecuencias, para no decir nada acerca del hecho de que el pensamiento de un mundo inconexo en sí mismo, al igual que el de una realidad principalmente inconoci-ble, no puede, probablemente, ser pensado v sostenido en serio.

Por lo demás, la concepción de la creaturidad de todas las cosas, aunque se haya vuelto quizás, en tanto que llevada a cabo expresamente, extraña a la conciencia mo-derna, acuña, sin embargo, como secreto ingrediente, hasta tal punto nuestro pensar, que su negación consecuente hace posiblemente vacilar, sin que lo advirtamos, cosas que jamás habríamos puesto en conexión con el carácter de creación del mundo. Es de presumir, por ejemplo, que aquella actitud de silenciosa aprehensión que se vuelca so-bre la realidad en su totalidad y que los griegos llamaron theoría, actitud cuyo cometi-do primario consiste en que las cosas se muestren como son —se la ha llamado también la actitud específica del filosofante— es de presumir, digo, que aquella actitud "con-templativa" 7 4 que, de un modo altamente previsible se hallará constantemente ame-nazada y echada en descrédito por una voluntad pragmática que tiende a dominar en forma exclusiva, sólo pueda ser mantenida y a la vez justificada ante la propia concien-cia de los valores mientras el objeto de semejante cuestionamiento filosófico "pura-mente teórico", orientado a la verdad y a nada más 7 5, —objeto que no es otro que la realidad misma— sea considerado como algo enteramente diferente de un material o simple materia prima de una praxis tendiente a la producción de lo necesario para la vida. La theoría filosófica probablemente sólo sea realizable como actitud mientras y en tanto que se comprenda el mundo como algo pleno de sentido en razón de una ga-rantía sobrehumana, como algo digno de veneración y, en cierto modo, divino en sí mismo. Dicho brevemente, mientras y en tanto que el mundo sea concebido como creatura.

Si bien es cierto que la creación permanece, como acontecimiento, necesaria-mente inaccesible a nuestro alcance conocitivo,puede, sin embargo, decirse que ha de tratarse de un suceso en todo caso in-temporal, de un acto "eterno", trascendente a to-da sucesión en el tiempo y, por tanto, que tiene lugar sin mutación. Considerando al hombre y al mundo como creación, ya he pensado, a la vez, conscientemente o no, que, como consecuencia de ello, mi propio existir y la existencia histórica en su totali-dad no sólo "limitan" —sin mediación ninguna— con la región de lo "eterno", sino que están por entero transidos de eternidad. Y así, el "salir fuera del tiempo", aun cuando, sin lugar a dudas, no depende simplemente del humano arbitrio, forma parte de nues-

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tras posibilidades reales. La salida del "aquí y ahora", que siempre de nuevo experi-mentamos, preludiada ya en la emoción de la música, pero realizada sobre todo en la oración y en la auténtica celebración festiva, pareja superación de los límites espacio-temporales de lo meramente actual hacia el más amplio mundo de un "allí, alguna vez", sólo parecerá una irreal ensoñación o, en el mejor de los casos, un embellecimien-to "poético", a aquel que no ve o no quiere aceptar la verdadera situación del hombre en el todo de la realidad. Para quien acepte, en cambio, la creaturidad del hombre y medite constantemente en ella, el pensamiento de que nuestra existencia se juega siem-pre en un doble espacio existencial no será más que la simple descripción de la reali-dad.

Todas estas reflexiones no tienen todavía nada que ver con la teología propiamen-te dicha, entendida como el intento de interpretar la palabra reveladora de Dios y la sagrada tradición, que a ella remonta. Pero que, sin embargo, también la esfera de lo "sobrenatural" en sentido estricto no es en absoluto algo separado, frente a la natura-leza del hombre real, sino que la abertura ontológica de nuestro ser a una revelación, a la gracia o al sacramento no es ya, en sí misma, algo "sobrenatural", sino que perte-nece precisamente a la dote natal del espíritu finito (naturaliter anima est gratiae ca-pax 7 6 ) —también esto se halla, por modo de inclusión, ya contenido y dicho en el concepto de creaturidad. Puesto que, como dijimos, ser creatura equivale a recibir constantemente el propio ser desde el origen divino y ser ininterrumpidamente creado, las realidades creaturales, pese a su ser propio, alcanzado precisamente en la creatio, es-tán en todo momento abiertas a una posible nueva intervención de parte del Creador (a esta abertura la llamaron losimaestros de la cristiandad poten tía oboedientiae77 ). Es-ta "potencia" estriba en que la creatura, a diferencia de las obras del hombre, ya "lis-tas" en un determinado momento, siempre es "arcilla en las manos del alfarero". Hay, pues, también una idea "sobrenaturalista" falsa acerca de la sobrenaturalidad de la fe, de la gracia y del sacramento. Pero ella sólo puede ser evitada por aquel que tiene un concepto correcto de la creaturidad del hombre. Poder-creer pertenece, como dice S. Agustín 7 8 , a la naturaleza del hombre; y, en la medida en que la falta de fe significa la negativa a aceptar una interpelación de Dios hecha suficientemente perceptible, no vulnera solamente una norma fundable puramente por vía sobrenatural, sino que, ha-ciéndolo, contradice lo que el hombre es ya de por creación. Así vista, la falta de fe es contra su propia naturaleza 7 9 , que es la naturaleza de un ser creado.

X A modo de Coda, permítasenos mostrar, en una analogía, lo imprescindible que es para una reflexión que medita en las propias raíces que se tenga presente ante la con-ciencia, en forma consecuente, la categoría de la "creaturidad". No es un misterio para nadie que, en el ámbito de la civilización occidental todo el mundo habla, sépalo o no, latín y griego. Incluso el que, de un modo muy cotidiano, lee en el diario acerca de agresiones o de energía atómica, de tolerancia represiva e integración, de medidas eco-nómicas anticíclicas, de métodos y programas, tiene constantemente que vérselas con estos dos idiomas. Ahora bien, sin lugar a dudas se puede manejar con sentido dichos vocablos y darse a entender exitosamente por medio de ellos, sin necesidad de que se conozca ninguna palabra original de la lengua de Cicerón y S. Agustín, o de la de Pla-tón y del Nuevo Testamento. Pero es menester plantear la pregunta crítica si puede lla-marse con justeza hombre culto el que sólo entiende a medias lo que dice. De un modo semejante sucede, a lo que parece, con el concepto de creaturidad y sus elementos. No sólo determina, desde sus fundamentos, la forma estructural del mundo y de la exis-tencia, sino también, e igualmente, el pensar efectivo, en gran medida irreflexo, pero a

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la vez enteramente inconmovible, del hombre, y no sólo de los cristianos, acerca de la rea l idad . Cabe, naturalmente, realizar, también aquí, con no desdeñables resultados, el oficio conceptual de la clarificación y pulcritud de lenguaje sin que uno tenga que traer expresamente a colación la categoría de "creaturidad", ni la medite en forma explícita. Pero quien aspire a satisfacer la exigencia de radicalidad pensante mal podría dispensar-se de ella. De lo contrario, tendría que aceptar el reproche de que sólo concibe a me-dias lo que piensa.

1 Cf. MAISIE WARD, Gilbert Keith Ches-terton. Regensburg 1956. P. 532 s.

2 Cf. ANDERS NYGREN, Eros und Aga-pe, Gütersloh 1930, 1937. Tomo II, p. 110.

3 Cf. la carta de HERDER a JACOBI del 16 de Septiembre de 1785.

4 S. TOMAS DE AQUINO, Sum. theol. I, 8, 1.

5 PETER HACKS, Das Poetische. Frank-furt 1972. P. 118.

6 Sum. contra Gentes 2,24; 3,100. 7 J.P. SARTRE, L'existencialisme est un

humanisme. París 1946, P. 18. 8 Sum. theol. I, 104, 1; Quaest. disp. de

potentia Dei 3, 3 ad 6. 9 Quaest. disp. de veritate 3, 3. 1 0 Quaest. disp. de potentia Dei 3, 4. 1 1 L'existentialisme, p . 22. 1 2

Quaest. disp. de veritate 2 , 1 ad 6. 1 3 Sum. theol. I, 82, 1. 1 Quaest. disp. de correctione fraterna 1

ad 5. 1 5 Quaest. disp. de veritate 16, 2 ad 5. 1 6 Sum. theol. I, 10, 1 ad 1. 1 7 CoUected Papers. Vol. 6. Harvard Uni-

versity Press 1960, p. 338; Nr. 492. 1 8 Citados ambos por E. GILSON en

Science, Philosophy and Religious Wisdom, en: Procedings of The American Catholic Philoso-phical Association. Vol. 26. Washington 1952, P. 9. 19 » Dialogo sobre la verdad, cap. 9.

2 0 Cf. JOSEF PIEPER, Wahrheit der Din-ge. 4a. ed. München 1966, P. 16 ss.

2 1 Confesiones 13, 38. 2 2 Quaest. disp. de veritate 1, 2.

2 3 ROMANO GUARDINI, Welt und Per-son. Wurzburg 1940. P. 110. i á

HANS-GEORG GADAMER, Kleine Schriften, tomo I. Tübingen 1967. P. 63 s.

2 5 Ibid., p . 64. 2 6 Ibid. 2 7 Citado según H.J. HEISE, Günter Eich

zum Gedenken. Neue Rundschau, Año 84 1973. P. 176.

3 8 SUSANNE MULLER-HANPFT (edi-tora). Uber Günter Eich. Frankfurt 1970. P. 23 s. 29 Comentario al Evangelio de San Juan I, 11 .

Quaest. disp. de veritate 10, 1 . - Co-mentario al De anima de Aristóteles 1,1, Nr. 1 5 . - Quaest.disp. de spiritualibus creaturis 11 ad 3 . - Quaest. disp. de veritate 4, 1 ad 8.

3 1 Así "el primer manual alemán general acerca de la filosofía marxista-Ieninita". Cf. Marxistische Philosophie. Berlín 1967. P. 519; 524.

3 2 FRIEDRICH ENGELS. Ludwig Feuer-bach und der Ausgang der klassischen deuts-chen Philosophie. Berlín 1946. P. 17 s. - Cf. también J. M. BOCHEN SKI, Der sowjetrussis-che Materialismus. Berm-München 1950. P. 95.

3 3 FR. ENGELS, Ludwig Feuerbach und der Ausgang der klassischen deutschen Philoso-phie. P. 17.

3 4 En una carta a MAX VON LAUE del 3.2.1955 (publicada en el Frankfurter Allge-meine Zeitung del 23.4.1955).

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3 5 Remaiks. En: The Philosophical Re-view. VoL 46, 1937, p. 178.

3 6 Tractatus Logico-philosophicus 6 , 44. 3 7 Así F.W. SCHELLING en su Philoso-

phie der Offenbarung (Werke 13, p. 243). De modo similar se expresa LEIBNIZ poco antes de su muerte en el tratado escrito como "Testa-mento" (cf. Philosophische Schriften. Editado por H.H. Holz, Tomo I, Darmstadt 1965. P. 410) y dedicado al príncipe EUGENIO, cuyo título es "Principios de la naturaleza y de la gra-cia"; Pourquoy il y a plustót quelque chose que rien? (ibid., p. 426). Acerca de esta problemá-tica cf. ANNA TERESA TYMIENIECKA, Why is theie something rather than nothing? Assen (Holland) 1966.

3 8 Vorlesungen Uber die Beweise vom Da-sein Gottes (del año 1829). Neunte Vorlesung, hacia el final.

3 9 Cf. la oración que hasta hace poco for-maba parte del ordo de la liturgia romana de la Misa, en que se dice de Dios que "creó al hombre maravillosamente" y que "más maravi-llosamente lo re-creó".

4 0 Cf. JOSEF PIEPER, Zustimmung zur Welt. Eine Theorie des Festes. 2a. ed. Miinchen 1964. P. 52.

4 1 Ethica, 5 ; propos. 17, corollarium. 4 2 LADISLAUS GRUNHUT, Eros und

Agape. Eine metaphysich-religionsphilosophis-che Untersuchung. Leipzig 1931. P. 20.

4 3 Fedón 107 c 4 . 4 4 S. TOMAS DE AQUINO, Comentario a

las Sentencias 1, d.8, 3, 2. 4 5 WERNER HEINSENBERG, Das Natur-

bild der heutigen Physik. En: Die Künste im technischen Zeitalter. Darmstadt 1956. P. 32.

4 6 Comentario a las Sentencias 3 d. 11, 1, ad 7.

4 7 Sum.theol. III, 13, 2 . 4 8 Comentarios a la Metafísica de Aristó-

teles 10, 12; Nr. 2145. 49 ' Sum. contra Gentes 2, 30; también

Sum. theol. I, 75, 6 ad 2. 5 0 Sum. theol. III, 13, 2. 5 1 Quaest. disp. de potentia Dei 5, 4 ad

6; Comentario a las Sentencias 4 d. 46, 1 , ' 3 ad 6.

5 2 Quaest. Quodlibetales 4,4.

5 3 Quaest. disp. de caritate 1; similarmen-te Sum. theol. I-II, 10, 1.

5 4 ". . . este "que es" lo llamamos el estar arrojado (Geworfenheit) de este ente en su Ahí". MARTIN HEIDEGGER, Sein und Zeit. Tübingen. P. 135.

5 5 LEIBNIZ, Monadología, 47. s 6 Sum. theoL I, 59, 3. 5 7 Ibid. I-II, 13, 6; Sum contra Gentes 3,

4. 5 8 Sum. theol. 1 ,19 , 10. 5 9 Nihil potest quietare voluntatem homi-

nis nisi bonum universale. Sum.theol. I-II, 2,8. 6 0 Quaest. disp. de potentia Dei 10, 2 ád

5. Parecidamente, citando a S. AGUSTIN (Ciu-dad de Dios 5, 10), en la Sum.theol.: "La nece-sidad natural no quita la libertad de la volun-tad" (1, 82, 1 ad 1.).

6 1 L'existentialisme, p . 36. 6 2 Ibid., p . 47. 6 3 Ibid., p . 37. 6 4 Ibid., p . 49. 6 5 NICOLAI HARTMANN. Neue Wege

der Ontologie. Stuttgart (1947). P. 245. 6 6 Ibid., p . 240. 6 7 Ibid., p . 245. 6 8 Ibid., p . 203. 6 9 Compendium theologiae I , 102. 7 0 Sum.theol. I , 47, 1. 71 Quaest. disp. de potentia Dei 3, 16 ad 7 2 ibid.

7 3 Sum.theol. I , 47, 3 . 7 4 Theoría, id est conteplatio, así se dice

en la traducción latina que S. TOMAS usó co-mo base para su comentario a la Metafísica de Aristóteles.

7 5 ARISTOTELES, Metafísica 993 b 20. 7 6 Sum.theol. I-II, 113, 10. 7 7 Sum.theol. III, 11, 1. Quaest disp. de

veritate 8, 12 ad 4. Quaest. disp. de potentia Dei 6, 1 ad 18.

7 8 De praedestinatione Sanctorum, cap. 5, 10. Migne PL 44, 968.

7 9 Infidelitas. . . est contra naturam. Sum. theol. II-II, 10, 1 ad 1.

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El elemento negativo

De lo que es evidente, no se habla: lo que se comprende por sí mismo, goes without saying, no necesita explicación. La cuestión es ésta: ¿qué es lo que va de suyo y puede en consecuencia, quedar sobreentendido? Esta verdad, de alguna manera anodina, que es en cierto modo evidente, es la que sin embargo, presenta la dificultad principal, esencial, de to-

da interpretación de textos. Y esto en la medida en que en los términos a interpretar, algunas cosas quedan sobreentendidas en razón de su evidencia, mientras que no lo son para el comentador; en consecuencia, éste no las percibe de una aprehensión inmedia-ta, al mismo tiempo que el pensamiento expreso; de esto resulta que se produce una al-teración de tonalidad, incluso para lo que se ha percibido efectivamente.

Lo decisivo (y muy difícil) en la interpretación de un texto, —sobre todo cuando este texto pertenece a una civilización o a una época alejada—, es justamente esto: cap-tar las evidencias fundamentales que sin ser expresadas, trascienden el contexto de lo que está dicho. Se trata de encontrar esta llave musical invisible que gobierna lo dicho explícitamente. Se llegó a decir que la doctrina de un pensador era precisamente "lo que no está dicho en lo que dice" (es Heidegger quién empieza así su propia interpre-tación de un texto platónico). Es ésta quizás, una fórmula un poco forzada. Pero su sentido queda claro: si una interpretación no alcanza el fondo-no-expresado subyacen-te a las palabras de un texto, permanece necesariamente inexacta y superficial —no importa cuan sabiamente la letra del texto pueda ser comentada por otra parte (¡lo que en sí agravaría más las cosas!).

Pero —y esto es una cuestión accesoria— ¿cómo se podrían detectar tales juicios implícitos, por lo tanto no formulados en el texto?

Hay muchas maneras de llegar a ello. He aquí en todo caso una, que he compro-bado muchas veces: no es raro que el pensamiento implícito se manifieste —como a través de un agujero, una hendija del edificio— por un salto en la lógica del pensa-miento, una suerte de ilogismo en la argumentación (por lo que nos parece a noso-tros, por lo menos, a nosotros que interpretamos, que estamos habituados a pensar en función de otras evidencias, que quedan igualmente implícitas, y que no son quizás incluso elaboradas formalmente por el pensamiento). Lo que importa es esto;hay que saber asombrarse con suficiente vigor desde el momento en que se encuentran esos pa-ralogismos aparentes. Será cuestión de un ejemplo concreto de ese género en lo que si-gue.

En lo que concierne a la filosofía de Santo Tomás, hay una idea fundamental im-plícita, que determina casi todos los conceptos claves de su visión del mundo: es la idea de creación, o, para hablar con mayor precisión, la idea de que no hay nada que no sea creatura (salvo el Creador mismo) y también el hecho de que el ser creado de-termina enteramente la estructura interna de la creatura. No se comprende nada, por ejemplo, en el "aristotelismo" de Santo Tomás (aristotelismo es aquí una denomina-

en la filosofía de Sto. Tomás de Aquino Traducción: Sebastián Randle

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ción muy discutible que no puede ser empleada más que con restricciones), no se com-prende absolutamente nada, digo, del sentido profundo de esta referencia a Aristóte-les, si no se la comprende en función de esta idea fundamental, pensada hasta en sus consecuencias extremas: todas las cosas son creaturas (y también, expresamente, las cosas de la realidad visible del mundo).

Por lo tanto, decir que, en el pensamiento de un teólogo medieval el concepto de creación ocupa igualmente el centro de la interpretación filosófica del mundo, puede parecer muy plausible y apenas digno de ser mencionado, o por lo menos en nada asombroso. Pero nos asombraremos más bien al ver que se trata aquí de un presupues-to implícito, de una opinión no expresamente formulada, que en cierta manera hay que leer entre líneas. ¿Santo Tomás no desarrolló una doctrina muy completa y ex-plícita de la creación? Es verdad naturalmente, y bastante generalmente así es cono-cido. Sin embargo también es verdad -pero eso no siempre se sabe- que el concepto de creación determina la estructura interna de todos los conceptos fundamentales de la doctrina filosófica del ser en el pensamiento de Santo Tomás. Y esta determinación por el concepto de creación no es en absoluto patente, no se puede encontrar formu-lada expresamente en el conjunto de la obra de Santo Tomás; ello forma parte de lo que, en su doctrina ontológica, está sobreentendido. Este elemento, puede de tal mane-ra pasar desapercibido que la interpretación escolar de Santo Tomás, habla apenas de él —se nos permitirá decirlo si bien es verdad que esta interpretación escolar está en gran parte, bajo la influencia de la filosofía racionalista, lo que se manifiesta en particular por la omisión en cuestión, que debía necesariamente ser causa de malos entendidos llenos de consecuencias—.Nos equivocamos por ejemplo, sobre el sentido de proposi-ciones como: "Todo lo que es, es bueno"; o bien: "Todo lo que es, es verdadero"; nos equivocamos a mi juicio sobre los conceptos "trascendentales" (en el viejo sentido del término) si no se ve que estas proposiciones y estos conceptos, no tienen en vista un ser neutro, una simple "presencia", no tienen en vista un ens ut sic, un mundo de objetos sin rostro, sino el ser en tanto que creatura. Las cosas son buenas por el hecho mismo que ellas son, porque esta bondad es idéntica con el ser de las cosas, y no por-que ellas fueran una simple particularidad suplementaria; por otra parte, "verdadero" es sinónimo de "siendo" y en consecuencia lo que es verdadero en tanto que "sien-do"; no es primero "siendo" y luego, además, verdadero; esas son ideas que sin ningu-na duda, forman parte de la doctrina ontológica clásica de Occidente, y que Santo Tomás ha formulado de manera genial; pero si lo que es, las cosas, no se compren-den formalmente como creatura, esas ideas pierden simplemente su sal; se hacen cha-tas, estériles, tautológicas, y en efecto, -y precisamente por esta razón- , esta es la suerte que han tenido todas estas proposiciones: tan es así que, en un párrafo célebre de la "Crítica de la Razón Pura", Kant las ha eliminado del arsenal de los conceptos filosóficos; es el párrafo 12 sobre "la proposición enunciada de la manera siguiente por los escolásticos: "Omne ens est unum, verum bonum".

Henos aquí traídos de nuevo a nuestro tema: la doctrina de Santo Tomás sobre la verdad sólo puede ser captada en lo más esencial y profundo si se hace entrar en juego, de manera formal, el concepto de creación. Y en lo que concierne precisamente a la re-lación entre el concepto de verdad y el de incognocibilidad, de misterio (relación que nosotros nos proponemos tratar aquí), esta relación no es visible más que si tiene como telón de fondo la idea de que todo lo que puede devenir objeto de conocimiento hu-mano es creatura, o creador.

Es naturalmente imposible exponer aquí en todas estas ramificaciones la teoría de la Verdad en Santo Tomás, pero no es tampoco necesario para hacer aparecer el objeto 30

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de estas reflexiones. Nuestra exposición se limitará esencialmente al concepto de la verdad de las cosas, de la veritas rerum, de la verdad "ontológica" —tal como la filoso-fía escolástica la delimita en relación con la verdad "lógica" o del conocimiento.

Sin embargo ya no es totalmente exacto delimitar rigurosamente esos dos concep-tos de verdad sino el uno en relación al otro, pues para Santo Tomás, ambos están es-trechamente ligados.

Santo Tomás aprobaría en cierta medida la objeción moderna, que no cesó de ser formulada desde Bacon hasta Kant: que de lo real no puede ser dicho que es verdade-ro, sino solamente, en el sentido propio, riguroso, aquello que es pensado; Tomás res-pondería: perfectamente sólo de lo que es pensado puede ser dicho que es "verdade-ro" en sentido riguroso, pero las cosas reales son algo pensado. Incluso, Santo Tomás agregaría que es una característica esencial de las cosas el ser pensadas, pero que habría que decir con mayor precisión, pensadas de manera creadora, concebidas; y esto es lo que da a las cosas su esencia. Hay que darle a esto un sentido literal y para nada "figu-rado". Y esto porque las cosas en sí mismas son ideas y poseen el carácter de una pala-bra, de un logos (como dice Guardini), es por esto que se las puede decir "verdaderas" en un sentido plenamente exacto y legítimo, incluso desde el punto de vista del voca-bulario, de la misma manera que las ideas y lo pensado.

Las cosas poseen un "algo", una esencia determinada en cuanto a su contenido: Santo Tomás no podría manifiestamente separar esta representación de la idea que la naturaleza de las cosas es fruto de un conocimiento creador, que organiza y crea por el pensamiento que concibe. Esta asociación es extraña en el pensamiento moderno; no-sotros creemos poder hablar muy bien de la "esencia" de la planta, de la "esencia" del hombre, sin sentirnos obligados de comprenderlos como "concebidos"; los hábitos del pensamiento moderno están suficientemente alejados de la representación según la cual no puede haber tales esencias más que como concebidas. Pero, —hecho extrema-damente extraño—, la tesis de Santo Tomás ha encontrado recientemente una defen-sa —tan inesperada como rigurosa— en las proposiciones fundamentales del existencia-lismo contemporáneo, el cual, hay que decirlo, es netamente post-moderno. En la pers-pectiva de Sartre —a partir de su negación radical del concepto de creación (acaso no dice que: "El existencialismo no es nada más que un esfuerzo para deducir todas las consecuencias de una posición atea coherente" (El existencialismo, pág. 94) - e n esta perspectiva, entonces, es de pronto posible darse cuenta de nuevo que la tesis de la creación es efectivamente, el fundamento escondido pero efectivo de la metafísica clá-sica del ser en Occidente, y cómo es así. Si se pusiera bajo forma de silogismo la idea de Sartre y la de Santo Tomás, se constataría que las dos parten de la misma premi-sa; es decir, no hay esencia de las cosas más que en tanto concebidas. Los dos, Sartre tanto como Santo Tomás, distinguen con insistencia entre la realidad inmediata pri-maria, de las res naturales y la realidad derivada, secundaria de las cosas artificiales. Y esto también parece ser característica tanto del pensamiento pre-moderno como del pensamiento contemporáneo, post-moderno —mientras que el pensamiento moder-no se inclina a no insistir sobre esta distinción (lo que le parece sin duda particular-mente "realista") y a considerar por ejemplo, la selva, el río, la tierra por una parte, y la aglomeración, el puente, la usina por otra parte, como una sola y misma realidad, "nuestra" realidad.

Sartre, lo hemos dicho, insiste mucho sobre esta distinción; la diferencia, dice resi-de en que las cosas artificiales tienen una esencia (o una naturaleza), mientras que las cosas naturales no la tienen. Las cosas artificiales tienen una "naturaleza", se puede hablar de la "naturaleza" de un cortapapel (es el ejemplo favorito de Sartre), porque

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las cosas artificiales son concebidas, por el hombre. Es porque existe el hombre y su inteligencia que es capaz de imaginar y de concebir un corta-papel, y que lo ha conce-bido, únicamente por esto es que hay una "naturaleza" de corta-papel. Y, continúa, puesto que no hay una inteligencia que puede haber concebido las cosas naturales, y menos al hombre, y que puede haber tenido de antemano una intención cualquiera concibiéndola, no hay esencia de las cosas no-fabricadas, no-artificiales. Cito el tex-to: ("El existencialismo es un humanismo", pág. 22): "No hay naturaleza humana, puesto que no hay Dios para concebirla". Mientras que Santo Tomás dice: es porque Dios ha concebido las cosas que ellas tienen una esencia, y ellas tienen una en la medi-da que Dios las ha concebido.

Una cosa, se ve, es común a Sartre y a Santo Tomás: es el presupuesto de que no se puede hablar de la esencia de las cosas más que si se las comprende expresamente como creadas. Desde el punto de vista de la antigua ontología, Sartre tiene entonces, perfectamente razón; tiene también perfectamente razón de reprocharle al ateísmo filosófico del Siglo XVIII su falta de lógica, puesto que aquel rechaza el concepto de creación pero conserva el hábito de hablar de la "naturaleza de las cosas", como si na-da hubiera cambiado (Ibidem. pág. 20). Pensar que las cosas tienen una esencia dada de antemano, anterior a la existencia, sin pensar al mismo tiempo que ellas forman parte de lo creado, es superficial, imposible, absurdo, dice Sartre, y tiene razón.

Esta disgresión ha sido ya un poco anticipada sobre la marcha de nuestras ideas, pero no se ha alejado demasiado de nuestro objeto. Pues el hecho de haber sido conce-bido por el Creador, es exactamente lo que quiere decir Santo Tomás cuando habla de la verdad inherente a las cosas que son.

Pero es necesario exponer el concepto de verdad de una manera un poco más sis-temática. La tesis fundamental de la doctrina de Santo Tomás sobre la Verdad de las cosas está en Quest. disp. de veritate (1.2) y es esta: "Res naturalis, inter dúos intellec-tus constituía (est)", a saber, explica más lejos, entre el intellectus divinus y el inte-llectus humanus.

En esta posición de lo real entre el conocimiento de Dios, concibiendo según un modo absolutamente creador, y el conocimiento del hombre que limita y sigue lo dado, la arquitectura de la realidad total se presenta como la estructura de la relación entre arquetipos e imágenes: Santo Tomás se sirve aquí de un concepto muy viejo, probablemente pitagórico, el de "medida" —con una significación no cuantitativa— la mensura, es el hecho de dar o de recibir la medida; el conocimiento creador de Dios es mensurans non mensuratum, él da la medida y no la recibe;lo real natural es men-suratum et mensuras, recibiendo la medida y dándola; el conocimiento humano es mensuratum non mensurans, recibiendo la medida y no dándola; por lo menos en lo que concierne a las cosas naturales; pero es mensurans en relación a la res artificiales (es aquí que para Santo Tomás entra en juego la relación entre las cosas creadas y cosas fabricadas).

Luego, conforme a la doble relación que tienen las cosas, hay según Santo Tomás, un doble concepto de "verdad de las cosas": el primero significa "el ser concebido" por Dios, el segundo, la cognoscibilidad para el espíritu humano. "Las cosas son ver-daderas"; ésto significa entonces primeramente: las cosas son conocidas por Dios de manera creadora y en segundo lugar: las cosas son por ellas mismas accesibles y com-prensibles para el conocimiento humano. Pero entre el primer concepto de verdad y el segundo, existe una relación de prioridad óntica, de prioritas naturae. Esta priori-dad significa dos cosas; la primera, es que no se puede captar el fondo del concepto de verdad de las cosas, (se pasa pura y simplemente al lado), si no se piensa expresa-mente: las cosas son creatura, producidas por el conocimiento conceptivo de Dios, 32

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salidas del "ojo"de Dios (es así que la doctrina ontológica de los egipcios expresa la misma idea).

Esta prioridad significa una segunda cosa: el "ser concebido" de las cosas por Dios es el fundamento de su cognoscibilidad para el hombre; esas dos relaciones no se com-portan pues una hacia la otra como el hermano mayor hacia el menor (si se pudiera expresar así) sino como el padre hacia el hijo: el primero engendra al segundo. ¿Qué significa ésto? Lo siguiente: si las cosas son cognoscibles para nosotros, es porque Dios las ha concebido; en tanto que concebidas por Dios, las cosas no tienen solamente su esencia (en cierta manera "para ellas solas"), sino que en tanto que concebidas por Dios es que tienen también su ser "para nosotros". Las cosas tienen su inteligibilidad, su claridad interior, su poder de manifestarse, porque Dios las ha concebido, es por es-to que son esencialmente espirituales. La luminosidad y la claridad que el conocimien-to creador de Dios infunde a las cosas al mismo tiempo que su ser (o más bien como su ser mismo), esta claridad, y ella sola, hace que las cosas que son, sean perceptibles al conocimiento humano.

En un comentario sobre la Escritura (sobre I Ti. 6,4) Tomás dice ésto: "Una cosa tiene tanta realidad como claridad" y en una obra tardía, su Comentario sobre el Liber de Causis (1,6) hay una frase que abre profundidades inmensas y formula la misma idea como si fuera una sentencia mística: ipsa actualitas rei est quoddam lumen ipsius: actualitas, el hecho de ser real, ¡ésto es el hecho de ser creado. Y es esta luz la que vuelve las cosas visibles a nuestros ojos, es decir que son cognoscibles porque son crea-das, (aquí se puede decir sobre el tema del fundamento del conocimiento algo análogo a lo que dice Sartre de la filosofía del siglo XVIII sobre el tema de la naturaleza de las cosas: no se puede suprimir por el pensamiento el "ser concebido" por Dios sin de-jar de perder de vista como es posible el conocimiento de las cosas por el hombre).

Pero en fin, aquí tendría que plantearse la cuestión de la incognoscibilidad como un elemento del concepto mismo de verdad. Se ha visto que según la opinión de San-to Tomás —en el dominio de la realidad natural creada— se puede hablar de verdad en dos sentidos diferentes: primeramente de la verdad de las cosas, que consiste en ésto: que las cosas en tanto que creaturas, corresponden al conocimiento arquetípico, crea-dor de Dios —esta correspondencia es, formaliter, la verdad de las cosas. En segundo término, se puede hablar de verdad en relación al conocimiento por parte del hom-bre —conocimiento que es verdadero porque "recibe su medida", la cual corresponde a la realidad preexistente, objetiva, de las cosas: es en esta correspondencia que reside formalmente —una vez más— la verdad en el conocimiento humano. (En lo concernien-te a las palabras pronunciadas, el término "verdadero" es válido "de la misma manera que la palabra pensada de la cual ella es signo" (Ver. 1,3.); nosotros no tenemos nece-sidad de tratar esto especialmente). Pero lo que sigue es importante para nuestro pro-pósito: el conocimiento humano puede ser 'Verdadero" sin que la "verdad" sea cono-cida formalmente, es decir que el conocimiento puede corresponder a la realidad de las cosas, sin que esta correspondencia sea comprendida como tal (es aquí que reside por ejemplo la diferencia entre el conocimiento sensible, o aun intelectual pero ingenuo, no reflexivo, y el conocimiento reflexivo, que juzga. Es sólo en el juicio que la corres-pondencia en sí misma está tomada formalmente como objeto y es, solamente en el juicio verdadero que se encuentran reunidos los dos elementos: no solamente un co-nocimiento verdadero, sino también el conocimiento de la verdad (I, 16, 2).

Pero esta correspondencia de las cosas con el conocimiento creador de Dios, en la cual consiste propiamente, de manera primaria, la verdad de las cosas, es lo que vuelve posible a su vez el conocimiento humano (cognitio est veritatis effectus: he aquí una

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vez más una de esas fórmulas de Santo Tomás que chocan con las fórmulas habitua-les: ¡el conocimiento es un efecto de la verdad— de la verdad de las cosas!), esta co-rrespondencia, digo, entre lo real natural y el conocimiento arquetípico creador de Dios, esta correspondencia misma no puede ser conocida formalmente por noso-tros. Somos muy capaces de conocer las cosas; pero no formalmente, su verdad.

Conocemos la imagen, pero no su correspondencia con el arquetipo, la corres-pondencia entre el acto de concebir y el objeto concebido; esta correspondencia en que consiste de manera primaria la esencia formal y la verdad de las cosas, no la pode-mos conocer. Es pues aquí donde se manifiesta como verdad e incognoscibilidad están ligadas. Sin embargo esta idea necesita ser precisada.

Incognoscibilidad, desde el punto de vista de la lengua es equívoco: admite, al menos, dos interpretaciones. Este concepto puede significar que una cosa está por sí misma hecha de tal suerte que es accesible al conocimiento general, pero que cierto en-tendimiento no llega a aprehenderla, porque este entendimiento no es lo bastante pe-netrante (es en un sentido análogo que se habla de objetos que no son "discernibles a simple vista"; se trata aquí más bien de una insuficiencia del ojo antes que de una par-ticularidad objetiva de la cosa: las estrellas que nosotros no vemos, son perfectamen-te visibles ¡en sí mismas!). Incognoscibilidad, en este sentido, significa solamente es-to: el entendimiento no es suficiente para realizar, para actualizar, la virtualidad del conocimiento que, objetivamente, existe perfectamente. Pero incognoscibilidad puede también significar que tal posibilidad no existe en absoluto; que no hay, por así decir-lo, nada para conocer; que no es solamente del lado de un cierto sujeto cognoscente que la facultad de comprensión y de penetración es deficiente, sino que no hay cognos-cibilidad del lado del objeto. Ahora bien en este sentido, la incognoscibilidad de un ob-jeto real en sí mismo, es para Tomás una idea impensable. Porque todo lo que es, es creatura, es decir concebido por Dios, todo lo que es, es en sí mismo luminoso, claro, manifiesto — y luminoso por el hecho mismo que es—. Incognoscibilidad no puede sig-nificar jamás entonces, para Santo Tomás, que existe algo que sea en sí mismo impracti-cable, oscuro, sino solamente que se encuentra en el tanta luz que un entendimiento finito es incapaz de agobiarlo: esto sobrepsa el poder de comprensión, esto escapa a la comprensión intelectual. Es en este sentido, pues, que es cuestión aquí de incognosci-bi l idad, y adelantamos que ella es parte integrante del concepto verdad de las cosas. En otros términos, es inherente a la esencia de las cosas en tanto que creaturas que su cognoscibilidad (luminosidad, visibilidad) no puede ser agotado por un entendimiento finito; porque la causa de esta cognoscibilidad tiene al mismo tiempo, —necesariamen-te—, por efecto el volver las cosas insondables.

Veamos ésto de más cerca. "Las cosas son verdaderas", ésto significa, lo hemos vis-to, de manera primaria: las cosas son concebidas por Dios. Nos equivocaríamos com-pletamente si se comprendiera esta proposición como refiriéndose únicamente a Dios, por ejemplo como la simple constatación de una actividad divina teniendo a las cosas como objeto. Esto concierne también a la estructura de las cosas; es lo que expresa el pensamiento de San Agustín: las cosas son porque Dios las ve (mientras que noso-tros, vemos las cosas porque ellas son); ésto significa que el ser y la esencia de las cosas reside en su "ser concebido" por el Creador. Se trata, lo hemos dicho, de un nombre del ser, de un sinónimo de "real", ens et verum convertuntur; es lo mismo decir: "algo real" o: "algo concebido por Dios". Es la naturaleza de todas las cosas que son (en tanto que creatura) el estar a la imagen de un arquetipo que mora en el conocimiento de Dios absolutamente creador; creatura in Deo est creatix essentia, lo creado es en Dios esencia creadora, dice Santo Tomás, en su comentario sobre San Juan (I, 2) y 34

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en la Suma Teológica (I. 14, 12. ad 3): "Toda cosa real posee la verdad de su naturale-za en la medida en que ella reproduce el conocimiento de Dios". Era manifiestamente imposible a Santo Tomás hacer abstracción en su pensamiento sobre la verdad de las cosas, de esta relación de correspondencia. Esto salta a la vista, por ejemplo, con el he-cho que él ha creído descubrir en los textos donde nosotros no podemos encontrar la menor traza. He aquí un ejemplo. Se trata de uno de esos saltos, de uno de esos desni-veles en el razonamiento, en donde ya hemos dicho, lo que no está dicho se muestra como por una endija del edificio. En el 2º artículo de la I Quastio disputata de verita-te, Santo Tomás formula así el concepto fundamental de la verdad de las cosas:"Lo real es llamado verdadero en la medida en que realiza aquello para lo cual ha sido orde-nado por el espíritu cognoscente de Dios"; en otros términos, en la medida en que re-produce el arquetipo del conocimiento divino. Y continúa: esto aparece netamente en-tre otros, en una célebre definición de Avicena. ¡Pero a nuestro entender esta defini-ción no contiene nada de tal! ¿Cuál era la definición que da Avicena de la verdad? Era en la Edad Media una cita casi clásica: "La verdad de cada cosa es la particularidad de su ser, que le es dada en propiedad permanente" — y esta frase dice Santo Tomás, hace manifiesta (sicut patet) la tesis que la verdad de las cosas consiste en el hecho que ellas han sido concebidas por Dios. No nos vendría jamás al espíritu establecer la míni-ma relación entre las dos proposiciones. Esta "laguna" asombrosa en la argumentación no puede comprenderse más que así: Santo Tomás es incapaz de separar la idea de que las cosas poseen una esencia, o un contenido determinado, de la idea que esta esencia de las cosas es fruto de un conocimiento creador de Dios que las ha concebido (como tampoco Sartre puede separar estas dos ideas: si una no es pensada, la otra tampoco puede serlo).

Volvamos a nuestro problema: esa relación de correspondencia que existe entre el arquetipo de Dios y la imagen creada —relación en la que consiste de manera prima-ria y formal la verdad de las cosas— esa relación misma, como hemos dicho, no pode-mos jamás verla formalmente con nuestros ojos. No podríamos nunca establecernos en un lugar desde donde pudiéramos comparar el arquetipo con su imagen. Somos abso-lutamente incapaces de asistir a la salida de las cosas del "ojo de Dios", de ser de alguna manera los espectadores. Pero, puesto que es así, nuestro conocimiento, cuando busca conocer la naturaleza de las cosas, incluso las más triviales y las más simples, se com-promete en un camino que por principio, no tiene fin, y ésto porque las cosas son crea-tura, es decir porque su luminosidad interior tiene su origen arquetípico en la plenitud infinita de la luz del conocimiento divino. Esto, como lo hemos dicho, está dado en el concepto de verdad del ser, tal como Santo Tomás lo ha formulado, pero no se lo ve en toda su profundidad a menos que se conozca que está ligado al concepto de creación, lo que, para Tomás, es evidente.

Es, entonces en el concepto de verdad así concebido, que el elemento de incog-noscibilidad, el elemento de philosophia negativa, del cual vamos a hablar ahora, tiene su lugar legítimo y su origen. Semejante interpretación, es verdad, concuerda mal con la imagen tradicional de Tomás "el escolástico". Se considera habitualmente que el ras-go característico y esencial de la escolástica y de Santo Tomás, y particularmente de él, es que la razón natural se considera capaz no solamente de edificar una construcción coherente de sabiduría profana sino también de organizar las verdades de la Fe en un sistema de arquitectura perfecta, por medio de una argumentación probante. No es po-sible decir en pocas palabras, como este error de interpretación, este desconocimiento, se ha formado históricamente. Está fuera de duda que varias causas convergentes y muy relacionadas entre sí han influido en ello, comenzando por la desconfianza agusti-

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niana (o más bien del agustinismo), hacia la naturaleza y la ratio, desconfianza que ani-maba a los reformadores del siglo XVI, y hasta la propia escolástica, queriendo lavar de este modo a su maestro Tomás de la menor sospecha de agnosticismo. Pero, cualquiera fueran las causas o el motivo, hay toda una serie de proposiciones de Santo Tomás, que no son por así decirlo jamás citadas en las exposiciones de su doctrina: son justamen-te éstas en donde está formulado el elemento negativo.

No nos compete hablar aquí más que de la filosofía negativa de Santo Tomás, aun-que haya formulado los principios de una teología negativa, y aunque ese rasgo, (él también), sea ordinariamente pasado bajo silencio como asimismo escamoteado en las exposiciones corrientes: por ejemplo, es bien raro que se mencione el hecho de que la doctrina de Dios desarrollada en la Suma Teológica comienza por la proposición si-guiente: "Nosotros no somos capaces de saber lo que Dios es, pero podemos saber lo que no es". Jamás encontré un manual de filosofía tomista donde esté la idea expresa-da por Santo Tomás en su Comentario sobre Boecio (De trinitate, I, 2, ad. I): "Hay tres grados en el conocimiento de Dios por parte del hombre: el más bajo es reconocer a Dios como aquel que actúa en la creación; el segundo es el conocerlo en el espejo de los seres espirituales; el más alto grado, es el conocerlo en tanto que desconocido: "¡Deum tanquam ignotum!". Y aún menos la frase del Quaest. disp. (7, 5. ad. 14): "He aquí el grado supremo de conocimiento humano de Dios: saber que ignoramos a Dios", quod sciat se Deum nescire.

Pero en lo que respecta al elemento negativo en la filosofía de Santo Tomás está la frase sobre los filósofos, cuyos esfuerzos en vista del conocimiento no lograron jamás dilucidar el saber de un solo esfuerzo. Eso se encuentra en un Comentario de Sím-bolo de los Apóstoles, escrito en un estilo casi popular —es quizá la razón por la cual no es nunca citado—, pero como muchas otras, esta frase forma un conjunto de sólida estructura, y ellas circunscriben una concepción de la filosofía que formulada de ma-nera rigurosa, excluyen incluso formalmente la idea de un sistema filosófico cerrado. Si el carácter distintivo de una pregunta filosófica,es el de referirse a la"esencia"de una cosa — ("esto, ¿qué es en sí, y en último análisis?")—, entonces en la concepción de la filosofía que es la de Santo Tomás de Aquino es inherente a la naturaleza de la pregun-ta filosófica que no se puede responder en el sentido en que está planeada: en una pala-bra ella no tiene respuesta adecuada. Tomás define así el conocimiento "comprenhen-sivo": es el conocer una cosa en la medida en que es cognoscible por sí misma, es con-vertir el "ser cognoscible" de la cosa en "ser conocido", sin resto alguno, de tal suerte que no queda nada de la cosa que no sea conocido in actu. Pues bien, una respuesta de esta clase es la que reclama la pregunta filosófica, por su naturaleza misma; es la única que sería una respuesta adecuada. Y ésto no es posible porque el "ser cognoscible" de las cosas que se tratan de convertir en un "ser conocido", consiste en el "ser concebi-do" por el Creador. Este conocimiento comprenhensivo, y por lo mismo una respues-ta adecuada a las preguntas del que filosofa, no es posible porque el conocimiento hu-mano cuando toma por objeto la naturaleza de las cosas, llega en cierta manera a un abismo de luz, el fondo del cual es Dios mismo. La ciencia puede con derecho limitar-se al dominio de lo que es positivamente cognoscible. En tanto que yo me pregunte so-bre la composición química de la sustancia celular de esta madera que se pudre, o tam-bién de la estructura del átomo, estoy en el dominio de lo que comporta, en principio, una respuesta definitiva, o por lo menos que no excluye en principio tal respuesta. Pe-ro desde el momento que yo pregunto: ¿Qué es esto? y que no respondo solamente: "es una mesa", o: "es de madera", sino "es materia", o, es "real"—¿qué es lo real?— desde ese momento, tengo que ocuparme, formaliter de lo insondable y de lo incom-prensible, porque es inherente a la naturaleza de la pregunta filosófica ocuparse de las 36

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raíces de las cosas y penetrar así en la dimensión del "ser concebido" por el Creador, es decir del "ser creado".

Se comprende así que tanto Santo Tomás (en su Comentario sobre la Metafísi-ca, I, 3) pueda decir así como el propio Aristóteles: el saber al que apunta la Metafí-sica, es decir el conocimiento de la naturaleza de las cosas, no pertenece al hombre co-mo una propiedad, sino como un préstamo (non ut possessio, sed sicut aliquid mutua-tum): y se comprende porque Santo Tomás no tuvo objecciones que hacer contra es-ta tesis de Aristóteles (formulada con un énfasis bien poco aristotélico): la cuestión de la esencia "es una cuestión planteada desde siempre, hoy y para siempre".

Sin embargo se encuentran en Santo Tomás formulaciones aún más "negativas", por ejemplo ésta: "Los principios esenciales de las cosas nos son desconocidos" (en el Comentario del Peri Psyqués de Aristóteles, I, I, N° 15). Esta frase no es tan inusual y excepcional como puede parecer en un primer momento. Sería fácil sumarle una doce-na de otras del mismo género (sacadas de la Suma Teológica, de la Suma Contra Gen-tiles, del De Veritate, y de otras Quaestiones disputatae): Formae substantiales per seip-sae sunt ignotae (Spir Creat. II, Ad. 3); Differentiae essentiales sunt nobis ignotae (Ver, 4 ,1 , ad. 8) Todas estas proposiciones queren decir que nosotros no conocemos verdaderamente el carácter distintivo de las cosas, es decir, la esencia de las cosas: es igualmente la razón, quiere decir Santo Tomás, por la cual nosotros no somos capaces de darle un nombre esencial (y Tomás cita frecuentemente como ejemplos esas desde-chadas etimologías medievales, "lapis" viene por ejemplo de "laedere pedem").

Pero por qué, pregunta Tomás en alguna parte (Ver, 5, 2, ad. II), por qué nos es imposible conocer a Dios perfectamente a partir de la Creación. Su respuesta tiene dos partes: la segunda es la más interesante para nosotros. Primera parte de la respuesta: la creación no refleja a Dios más que imperfectamente. Segunda parte: a causa de la im-becillitas intellectus nostri:a causa de la debilidad de nuestro entendimiento, no somos ni siquiera capaces de leer en las cosas la noticia que ellas contienen realmente acerca de Dios. Para comprender el peso de esta fórmula es necesario recordar que según la opinión de Santo Tomás es la manera particular en que las creaturas reproducen la per-fección divina lo que hace precisamente la esencia particular de una cosa (Suma Teo-lógica, I, 15, 2): "Cada creatura posee su propia natura esencial — propiam speciem -en la medida en que participa de alguna manera en la reproducción de la esencia divi-na; de suerte que Dios, conociendo su propia naturaleza en tanto que imitable de esta manera por esta creatura determinada, (ut sic imitabilem a tali creatura), conoce su esencia como el principio y la idea de esta creatura". Esta idea, que alude a una proble-mática nueva y muy complicada, tiene una relación muy precisa con nuestro tema: To-más dice en efecto que la misma naturaleza de las cosas nos es inaccesible en su pro-fundidad, en la medida, en que somos incapaces de captar plenamente la imitación del arquetipo divino en tanto que imitación.

Esta respuesta doble tiene una estructura netamente dialéctica; refleja la arquitec-tura de la creatura misma, que por definición tiene su origen en Dios y al mismo tiem-po en la nada (es por esto que Tomás no dice solamente: la realidad de las cosas es su luz, sino también: creatura est tenebra inquantum est ex nihilo, la creatura es tiniebla en la medida en que ella ha salido de la nada; esta frase no se encuentra en Heidegger, sino en las Quaest disp. de Veritate de Santo Tomás de Aquino, 18, 2 ad. 5). Y la res-puesta a la pregunta planteada, por qué no podemos conocer a Dios perfectamente a partir de la creación, tiene también una estructura contradictoria. Pues ¿qué dice? Esto: las cosas, por su naturaleza, no expresan sino imperfectamente a Dios. ¿Por qué? Porque las cosas son creatura y la creatura no puede expresar perfectamente al Crea-dor. Sin embargo, continúa la respuesta, la plenitud de luz de esta expresión imperfec-

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ta, también sobrepsasa el entendimiento humano. ¿Por qué? Porque las cosas, en tan-to que concebidas por Dios, reflejan en su ser una luz infinita, es decir aquí una vez más: porque las cosas son creatura.

Hemos hablado del elemento "negativo" en la filosofía de Santo Tomás de Aqui-no: vemos aquí que esta fórmula está sujeta a malos entendidos, y por qué tiene nece-sidad de ser puesta bajo una forma más precisa, y además —quizás— de ser corregida. Lo "negativo" no reside ciertamente en ésto, que el ser de las cosas en el conocimien-to humano no sería alcanzado. Intellectus... penetrat usque ad rei essentiam (I, II, 3 1 , 5 ) esta frase es valedera para Tomás a pesar de la otra frase sobre los filósofos cuyo entendimiento no supo captar la naturaleza de un solo vistazo. Estas dos afirma-ciones van juntas; el entendimiento alcanza las cosas, y esto está probado precisamen-te por el hecho de que llega al abismo insondable de la luz; si el espíritu hace esta ex-periencia, es porque alcanza el ser de las cosas y cuando lo alcanza, como dice Nico-lás de Cusa en su interpretación de la "Docta ignorancia" socrática, sólo aquel que toca la luz viendo, conoce que la luminosidad del sol sobrepasa nuestro poder de visión (Apol. Doctae Ignorantiae, 2, 20, sqq.).

No puede haber cuestión de agnosticismo en Tomás; y la neoescolástica tiene mu-cha razón en hacer resaltar esto con insistencia. Sin embargo, no pienso que sea posi-ble poner en evidencia las raíces de ese hecho sin hacer entrar en juego formalmente el concepto de creación. No es posible, digo, sin hablar de la estructura de las cosas en tanto que creaturas, estructura que significa que las cosas por el hecho de su "ser con-cebidas" por el Creador, poseen el uno y el otro carácter: su luminosidad óntica, su facultad de manifestarse, como por el mismo hecho de su insondabilidad, su "inagota-bilidad", su cognoscibilidad tanto como su incognoscibilidad. Sin esta precisión, no es posible, me parece, mostrar que el "elemento negativo" en la filosofía de Santo Tomás no tiene nada que ver con el agnosticismo. El que trata de obviarle se expone fatalmen-te —como lo muestra el ejemplo de más de un ensayo neoescolástico— al peligro de in-terpretar a Santo Tomás como racionalista, es decir de mal interpretarlo.

Del mismo modo, la doctrina de Tomás se resiste a ser clasificada bajo el denomi-nador de ningún " . . . i s m o " . A lo mejor, podría decirse que expresa la esperanza de la existencia humana —estructura esencialmente f l e x i b l e : el hombre es un conocedor, del cual no puede decirse que "posee" ni que deja de poseer. ¡No posee aún! El cono-cedor es visto como un "viator", como alguien en camino, es decir, por una parte sus pasos tienen sentido, no son en principio inútiles, se acercan a un fin. Pero esto no pue-de ser pensado sin la integración de otro elemento: en tanto el hombre, en cuanto que existe, está en camino, este sendero de su conocimiento es interminable. Y esta estruc-tura de esperanza en el conocimiento que busca conocer la naturaleza de las cosas, — es decir que filosofa—, encuentra su fundamento en esto (¡repitámoslo una vez más!): que el mundo es creatura (el mundo y el propio hombre cognoscente).

Pero, porque la esperanza está más cerca del sí que del no, el "elemento negati-vo" en la filosofía de Santo Tomás (nuestro objeto era formularlo), debe ser visto con-tra el telón de fondo de una verdad más vasta. La incognoscibilidad de la esencia de las cosas es propiamente inherente al concepto mismo de verdad de las cosas. Pero es-to significa tan poco de inaccesibilidad objetiva, tan poca oscuridad en las cosas, que se nos aparece una verdadera paradoja: si las cosas son incognoscibles para el hombre, es, en definitiva, porque son demasiado luminosas, esto es, demasiado cognoscibles. 38

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Así la célebre frase de Aristóteles acerca del pájaro de noche, que no es capaz de percibir la luz precisamente más brillante (es así, dice Aristóteles, que el entendimien-to del hombre se comporta "vis a vis" de las cosas más manifiestas), esta frase, digo, que Santo Tomás acepta plenamente, es formulada por él con la inclusión del elemen-to positivo, de manera admirable: Solem etsi non videt oculus nyctiocoracis, videt ta-men eum oculus aquilae: aún si el ojo del pájaro de noche no ve el sol, el ojo del águi-la s i lo ve (In Met., 2,1, N° 286).

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Riesgos y valores de la

A quien habla de o piensa en la tradición (tradi-tio, tradere, transmitir, transmisión) o en estas representaciones, simultáneamente le viene a la memoria la noción de historia, es decir, de ese acontecer enmadejado que se cumple a través del tiempo en y por nosotros, hombres que ac-tuamos y padecemos. En este proceso total la

tradición se nos presenta evidentemente como una trenza de esa complejísima madeja. Por otro lado es evidente que ella aparece no sólo como algo fundamentalmente diver-so de todos los otros procesos; se nos presenta más bien como algo totalmente extra-ño, algo impertinente. Uno se pregunta, pues, si la tradición no es algo antihistórico; algo que, en todo caso, se encuentra en abierta contradicción con esa sumamente im-presionante y visible trama del proceso histórico que cae bajo nuestra mirada; en otras palabras, en contradicción con el investigar continuamente progresivo acerca del Hom-bre y del mundo, y por ello, en contradicción con esa cada vez más profundamente extendida instrumentación técnica de todas las energías del cosmos, que está condi-cionada e iluminada (por aquel investigar). Sin cesar descubren nuevas cosas, lo nuevo es ininterrumpidamente puesto en práctica, se habla con derecho de las conquistas re-volucionarias que cada nueva generación debe apropiarse, si quiere permanecer a la al-tura de los tiempos. Y así cada cosa se va perdiendo también de una manera inevita-ble en el olvido. Ciertos colores de los vitrales —así le cuentan a uno en Chartres— no logramos hoy reproducirlos; y en la reconstrucción de catedrales y monumentos his-tóricos destruidos en la guerra, se ha hecho la experiencia de la dificultad de encontrar artesanos que sean capaces de labrar en piedra un capitel. Y éstas no son sino meras pérdidas puntuales, que no afectan solo el progreso o sólo apenas.

Es ante todo la sociedad misma la que se encuentra en incesante transformación. No es sencillo determinar cuál sea la dirección de esa transformación. Es sabido que Hegel habló aquí, sin perturbarse, del progreso en la conciencia de la libertad-, existen empero también otros procesos, por ejemplo, los que presagian para la humanidad su paulatina transformación en un ejército de trabajadores. A veces la transformación se acelera con los caracteres de una verdadera explosión; la subversión revolucionaria es también un fenómeno histórico repetido. Existen además influencias verticales sobre el desarrollo histórico, e influjos mutuos de las culturas, por los que surgen domina-ciones, dependencias e infiltraciones foráneas, como dice la gente para defenderse, que suelen provocar a su vez la resistencia de movimientos contrarios. Por ejemplo, el papel de la lengua francesa en la Alemania de la época de Federico el Grande. La ame-ricanización del alemán cotidiano de hoy es un fenómeno análogo; y probablemen-te prenderá un día un contramovimiento. Después tendrán lugar siempre los renaci-mientos que se proponen en forma programática el intento de recuperar nuevamente lo olvidado y lo postergado, y de revalorizarlo. Pero lo que es revalorizado no es gene-ralmente en nada idéntico con lo que realmente fue. La antigüedad, tal como era concebida en el así llamado Renacimiento Carolingio, tiene un rostro muy distinto del Helenismo de Winckelmann; y ambos no han tenido probablemente mucho que ver con la realidad histórica.

tradición

Traducción: Roberto J. Brie y Gustavo D. Corbi

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¡Y ahora, la tradición! Aún cuando todas esas mentadas madejas y formas del acontecer histórico son absolutamente distintas entre sí, tienen con todo algo en co-mún: todas ellas se orientan sin excepción a la trasformación, a la modificación, al cambio radical, al cambio revolucionario; todas ellas van con el tiempo, como se dice. No debe permanecer así, tal como fue hasta hoy. En el proceso de la tradición por el contrario —al menos tal como se presenta en primera instancia— todo esto es no sólo distinto, sino que es precisamente lo contrario. En la tradición no se trata evidente-mente de algo nuevo, ni de la evolución, ni del cambio ni siquiera de la transformación, sino que se trata de algo, previa y anteriormente dado, que hay que conservar idénti-co a través de todos los cambios, a pesar y contra el discurrir del tiempo. De golpe co-mienzan a oírse otro tipo de slogans. No se trata ya de nuevas adquisiciones ni tampo-co del progreso. En su lugar se dice: "Deja las palabras tal como están". Surge así una defensa apasionada contra "otro Evangelio", como sucede en la Segunda Carta a los Corintios. Hasta los marxistas hablan de "la doctrina de los clásicos"; aún cuando su doctrina fue formulada hace más de un siglo, debe tener validez intocable aún hoy. En los círculos donde dominan estas ideas salen a la luz conceptos como desviación, ortodoxia, acomodación, aggiornamento (lo que no significa precisamente moderni-zación; en la ciencia, el aggiornamento y la modernización se suceden sin solución de continuidad, y nadie habla de ello); revisionismo, reformación, desmitologización. Todo esto tiene sentido sólo en el ámbito de la tradición, allí donde se tiene por ta-rea elemental o acaso como de vital necesidad la preservación de algo originariamen-te dado.

Aquí se plantea la pregunta sobre si la tradición, quizás, —tanto el concepto como la cosa—, no encuentra su lugar legítimo sólo en el ámbito de la fe religiosa, de la Teo-logía, o al menos dentro del ámbito de la concepción del mundo (Weltanschauung). Quien se esfuerce en lograr una primerísima orientación y busque con esa intención en las obras de consulta, hará una sorprendente experiencia: en los diccionarios filo-sóficos corrientes están ausentes términos como tradición o transmisión. Encontra-rán "Tradicionalismo", pero no "Tradición". Los diccionarios teológicos en cambio hablan exhaustivamente sobre tradición, empero desde el punto de vista de proble-mas teológicos específicos, v.g. "Escritura y Tradición". Pienso que se estrecha absur-damente el concepto de tradición. También Pascal, con ocasión de la polémica que por primera vez y tan radicalmente tenía lugar en su época acerca de la validez de la tradi-ción, que él expone detalladamente como resultado de su experiencia, distinguió entre aquellas ciencias que se fundan en los argumentos de razón y en la experiencia, de aquellas otras cuyo fundamento son la tradición y la autoridad (acerca de lo cual tam-bién otros espíritus, además de Pascal, como Descartes y Galileo, tomaron parte en la polémica: se trataba, ante todo, del tradicional dogma filosófico del "espacio vacío", es decir, del "horror vacui", del rechazo del espacio vacío por parte de la naturaleza). Pascal menciona como tipo del primer género a la Física; como tipo del segundo géne-ro a la Teología. Por lo tanto no es, evidentemente, traído de los cabellos, el vincular la Tradición y la Transmisión con el ámbito de lo religioso, de lo teológico o, para de-cirlo con un sentido más general, de las concepciones del mundo.

Con todo el problema es algo más complejo. Antes de hablar con mayor preci-sión del mismo, es necesario aclarar la noción misma de Tradición, tal como ella se da en el habla y en el pensamiento vivo de los hombres, y consecuentemente formularla. ¿Cuáles son, por lo tanto, los elementos constitutivos del concepto de tradición?

Es sin duda claro que, quien habla del proceso de la tradición, piensa siempre ne-cesariamente en dos participantes del proceso: el que transmite algo, y aquél que reci-42

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be algo. Ese algo —que, indiferentemente, es entendido y caracterizado como trans-misión, tradición, contenido de instituciones, tesis, etc.— puede referirse a cualquier ámbito pensable de la existencia. Puede tratarse de una canción, un uso, una festividad, una institución, una norma de comportamiento (formas de hablar, de saludar, de pre-sentarse, de conducta en el culto divino, cómo se recibe a un huésped, etc.).

Lo transmitido puede naturalmente ser también una doctrina, un juicio acerca de la realidad, y en adelante pondremos el acento especialmente —aún cuando no en sen-tido exclusivo— en el problema de la transmisión de la verdad; acerca de lo cual es ne-cesario tener en claro que, naturalmente, también en un uso, en una festividad, en una institución puede estar corporizada una doctrina.

Previamente, empero, debemos decir algo más acerca de las relaciones entre las partes que tienen que ver en este proceso de la Tradición, sea que se trate de individuos o de las generaciones. Cuando tiene lugar la transmisión, tiene lugar también ese algo que es distinto de una conversación o un diálogo: es decir, uno habla, el otro escucha. Se podría aquí objetar: ¿acaso no tiene lugar una conversación entre padres e hijos, o entre generaciones, cuando las cosas suceden correctamente? ¿No debe darse acaso? A eso yo respondería: naturalmente. Pero entre las generaciones suceden normalmen-te muchas cosas que no son transmisión (o tradición).-También el proceso mismo de la tradición a veces podría distinguirse apenas en concreto de una discusión. Y con to-do transmisión es algo, en principio, distinto de una discusión. En los Diálogos de Pla-tón, que por cierto pueden pasar por ser el caso clásico de discusión, de una inquisi-ción en común, como le gustaba decir a Sócrates ("Permítenos investigar en común"), aún allí es posible leer muy fácilmente más allá de estos límites, en los que de alguna manera la situación total repentinamente se cambia, y donde el diálogo y la conversa-ción —en la que toman parte con igualdad de derechos todos los amigos, los discípu-los y los impugnadores— de improviso se transforma en otra cosa, es decir, en un acto de transmisión. Cuando al final del diálogo "Gorgias", por ejemplo, Sócrates narra el mito del juicio después de la muerte, eso es algo, de acuerdo a la estructura interna del diálogo totalmente distinto de la discusión precedente. No se trata ya más de una conversación en común, sino de un transmitir (Tradieren) y una tradición en sentido estricto.

Pero entre las generaciones tienen lugar, además del diálogo y la tradición, como queda dicho, otras cosas, por ejemplo, lo que podríamos denominar proceso de apren-dizaje colectivo. Quizás ocupe este proceso de aprendizaje colectivo el mayor espacio entre todo aquello que ocurre entre las generaciones. Pero nuevamente hemos de no-tar: una cosa es aprender, y otra cosa totalmente distinta es recibir lo transmitido, aceptar lo transmitido, así como —por otra parte— también enseñar y transmitir son dos cosas totalmente diversas, aún cuando en concreto ambas puedan estar tan entre-mezcladas hasta la indiscernibilidad. Pero creo que vale la pena ser muy preciso en el uso de estos términos fundamentales, aún a costa, tal vez, de perder a veces la pacien-cia. Hay multitud de ejemplos en que una aparentemente pequeñísima imprecisión puede conducir a una confusión de ámbitos enteros de conceptos, con enormes con-secuencias. Por lo tanto, ¿dónde está la diferencia entre enseñar y transmitir? Cuando un investigador comunica a sus discípulos sus propios descubrimientos y los resultados de su trabajo, tiene lugar sin duda una enseñanza; en este caso no podríamos utilizar el término "transmisión"; estaría simplemente contra el uso lingüístico. Hablamos de "transmisión" sólo cuando es transmitido, no algo propio, sino algo recibido, con el fin de que ese algo sea a su vez recibido y nuevamente transmitido. Esto podría ser vá-lido casi como una definición, como una determinación formal del concepto de Tradi-

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ción. "Yo he recibido lo que os he transmitido": "yo os he transmitido, lo que yo tam-bién he recibido"; "quod a patribus acceperunt, hoc filiis tradiderunt", "lo que ellos recibieron de sus padres, eso transmitieron a sus hijos". Estas tres frases (las dos prime-ras provienen de la Primera Carta a los Corintios, la tercera se encuentra en San Agus-tín) creo que nos ofrecen una formulación bastante precisa de la estructura interna de lo que es transmitir.

El proceso de transmisión queda recién completo, naturalmente, cuando el últi-mo en la serie —en cada caso, la generación joven— realmente recibe y acepta lo trans-mitido (traditum) que ante todo no es más que un puro "tradendum", algo que a su vez ha de transmitirse. Si esto no sucede, por cualquier motivo, no tiene lugar la trans-misión (Ueberlieferung) en sentido estricto; al menos todavía no. Tampoco puede de-cirse que tiene lugar la enseñanza por el solo hecho de que alguien siente cátedra y ha-ble; si los oyentes no salen de allí instruidos, no ha tenido lugar el proceso de enseñan-za.

Un motivo de la no aceptación puede ser el estilo en el cual lo que debe ser trans-mitido es ofrecido y propuesto; impedimentos de este tipo son frecuentes por parte de la generación que se encuentra en la conducción. No puede hacerse nada que sea más desesperanzador que el responder a un joven que pregunta con sentido crítico, por qué algo recibido debe seguir teniendo validez "Porque eso es tradición". Estuve una vez en Calcuta, como huésped de una familia,en cuya casa día tras día se cumplía, en un cuar-to especialmente preparado para eso, el ritual del Hinduismo ortodoxo, por parte de un brahmán. Los hijos de la casa, estudiantes universitarios, a quienes yo conocía y que me habían llevado allí se me rieron en la cara simplemente, cuando les pregunté qué significaba lo que hacía el sacerdote. "Todos disparates". Cuando me volví al pa-dre de la familia y lo interrogué,éste se encogió de hombros y me dijo: "This has been done for a thousand years" —esto lo hacemos así desde hace mil años—. Cuando poco después abandonaba yo la casa en compañía de uno de los hijos, se quejaba éste colé-rico —con razón, a mi entender— por no haber recibido nunca otra explicación.

Consecuentemente, quien quiera transmitir algo, no debe hablar de Tradición; de-be más bien procurar que los contenidos a transmitir, las viejas verdades, sean manteni-das presentes, por ejemplo, mediante expresiones vivas, mediante una traducción crea-dora, a través de una permanente confrontación con lo inmediatamente contemporá-neo y, ante todo, también con el futuro. Con esto aparece claro que el acto mismo de transmitir es una tarea plena de exigencias y que el proceso de transmitir vitalmente al-go traditum es algo eminentemente dinámico.

Debemos decir algo ahora acerca del recibimiento de lo que ha de transmitirse. ¿Cómo sucede esto propiamente?. El último en la serie debe, por supuesto, tomar real-mente parte en la transmisión. Más precisamente: ¿De qué tipo es el acto en que lo traditum es recibido, de tal manera que la transmisión en realidad se cumpla acabada-mente o que se realice simplemente? En cualquier caso este acto es claramente diver-so de un mero acto de conocimiento. Evidentemente no tiene lugar en la actitud de quien recibe una información. Un historiador, por ejemplo, en cuanto tal, puede tener un conocimiento muy preciso y muy amplio sobre los tradita, sin que tome parte en la Tradición, es decir, sin estar por ello en la Tradición. Hacen reflexionar aquellas pala-bras de Jaspers, cuando dice que quizás algún día poseamos y conozcamos todos los documentos, y con todo la Tradición esté ausente y destruida —con lo que Jaspers trae a colación el tan difícil y complejo problema de la relación entre "Tradición e Histo-ria". Dicho brevemente, el problema finca en que la aceptación de los Tradita presupo-

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ne naturalmente su conocimiento, pero sin embargo esta aceptación es algo, no sólo fundamentalmente distinto del conocimiento histórico, sino que es algo también ame-nazado por éste. Para verlo, no es necesario sino pensar en la situación de la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento. El acto, acerca de cuya estructura nos pregun-tamos, el acto por el cual el último en la serie acepta un Traditum, y en el que el pro-ceso de la tradición se cierra y llega a su término —este acto tiene evidentemente la forma de un "dejarse-decir algo (Sichetwas-sagen-lassen), acepto algo que alguien me ofrece y me presenta, lo que significa que yo no me lo tomo por mí mismo, no puedo yo mismo tomarlo. Por otro lado acepto lo Traditum, no por el hecho de que sea "transmitido", sino porque estoy convencido de que es verdadero y válido. Esta vali-dez, por supuesto, no la puedo poner a prueba, y me encuentro en la misma situación en la que se encontraba Sócrates frente a la sabiduría mítica del juicio después de la muerte. Si fuese de otra manera, no necesitaría que el mensaje me fuera anunciado por otro; lo sabría yo por mí mismo. Todo esto significa que la aceptación y el recibir lo transmitido tiene la forma estructural de la "fe" ; ¡es fe! Pues, en último término, creer no es otra cosa que aceptar algo como verdadero y válido, no a partir de la propia vi-sión y la propia experiencia, sino porque me apoyo en algún otro. Esto no tiene nada que ver aún con la noción de fe religiosa. Se trata de la noción muy general de "creer", tal como la empleamos siempre.

Este es el punto preciso en el que se distingue entre la aceptación de un Tradi-tum y el aprender; y en el que la Tradición se diferencia del proceso colectivo de aprendizaje, al que denominamos también progreso cultural. O sea, según la famosa frase de Aristóteles, el aprendiz debe creer ("quien quiere aprender, debe creer"); pe-ro esto pertenece sólo al primer escalón del aprendizaje. No es el análisis crítico lo que se encuentra en el comienzo de todo aprendizaje, sino un acto de confianza. Sin este comienzo acrítico no podría nunca alcanzarse la independencia crítica, que es la que más tarde transformará poco a poco lo recibido simplemente en primera instancia, en algo sabido por sí mismo; sólo entonces, quien llega a eso, ha realmente aprendido al-go, en sentido estricto. Entonces podrá por sí mismo corregir lo aprendido, podrá mul-tiplicarlo, enriquecerlo, y entregarlo a su vez a sus descendientes, para que a su vez sea aprendido, es decir, recibido en un primer paso acríticamente para ser luego examina-do, justificado, ampliado y enriquecido. Los que aprenden no deben permanecer en un mero recibir y creer acríticamente. Eso es el proceso que siempre observamos en los así llamados países en desarrollo, y de lo que propiamente nos quejamos. La inten-ción es que asimilen realmente lo ofrecido, lo penetren críticamente para luego avan-zar más allá de lo poseído en ese momento. Debe aprenderse y no sólo recibirse lo transmitido. De esta manera tiene lugar esa acumulación a la que denominamos pro-greso.

Pero tradición, transmisión, es algo fundamentalmente distinto de ese proceso de aprendizaje colectivo. Pienso que Alexander Rustow, sociólogo y filósofo de la cultu-ra de la Universidad de Heidelberg,ha confundido ambas cosas en su conocida defini-ción de tradición. Dice: "Lo que en realidad les falta a los animales, en oposición al hombre, es no precisamente el espíritu, sino la tradición", entendiendo por tradi-ción —y aquí viene viene su definición— ' l a posibilidad de expandir las creaciones del espíritu, de transmitirlas, y así custodiándolas en el paso de una a otra generación, multiplicarlas y enriquecerlas". Esta definición suena bien al principio. En realidad la frase está llena de inexactitudes. Por ejemplo, no es otra cosa sino la fuerza de su espí-ritu lo que hace capaz al hombre de transmitir (tradieren) a la generación siguiente, no

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solamente lo innato, sino también lo adquirido, es decir, sus propias adquisiciones; el animal es incapaz de ello, por ningún otro motivo más que porque carece de "espíri-tu". Y naturalmente el transmitir es también sólo pensable como un acto del espíritu. Pero la entrega ulterior de adquisiciones es algo distinto: esta entrega difiere tanto de la tradición, como el conservar del multiplicar. Y así sucede también que en el ámbito de la tradición el concepto de progreso, casi no viene al caso. Cité recién a San Agus-tín: "quod a patribus acceperunt, hoc filiis tradiderunt"; en esta frase el hoc tiene cier-ta significación. Lo que ellos recibieron de sus mayores, eso, precisamente eso, entre-gan ellos nuevamente a sus hijos. Lo que en el proceso de la tradición es nuevamente entregado, es precisamente lo recibido, de tal manera que el último en la serie recibe de su padre, precisamente lo que el primero en la serie ha transmitido a su hijo. Y esto es precisamente lo que se pretende, que a lo originariamente recibido no se le añada nada. Por cierto, que nada debe omitirse, ni eliminarse, ni olvidarse de todo aquello que ori-ginariamente ha sido recibido. Por eso con todo derecho se ha entendido siempre que la idea de recuerdo ha constituido desde siempre una categoría estrechamente empa-rentada con el concepto de tradición. Lo común a ambos conceptos es que todo aque-llo sucedido alguna vez, lo experimentado, lo dicho, debe ser guardado idénticamen-te presente en la conciencia. Soloviev llamó por eso a la tradición "la memoria de la sociedad humana"; y su discípulo Ivanov habla de ella como '"memoria ontológica de las culturas". Acordarse significa empero, como todos lo saben, no sólo no olvidar-se de nada, sino que significa también no "añadir nada". Sería un uso del término sim-plemente contrario al sentido si alguien dijera que se acuerda de algo que está más allá del contenido de lo realmente experimentado. Esta falsificación sería más dañina casi que el olvidarse simplemente.

A la pregunta, pues, para qué es bueno ese mantener presente (¿qué significa tra-dición?) habría que responder que, según la vieja sentencia, le es tan necesario al hom-bre el ser recordado como el ser enseñado. Dicho en otras palabras, uno puede per-judicarse no sólo por desaprovechar el ser enseñado sobre lo accesorio —por perder la "ocasión, como se dice hoy en día— sino también puede uno perjudicarse al olvidar o perder algo indispensable.

Pero, ¿es lo transmitido realmente indispensable? ¿Es también solamente válido y verdadero? Hemos dicho que la aceptación de lo transmitido tiene la estructura de un acto de fe. Por cierto; pero ¿a quién se cree, y por qué? ¿Por qué Sócrates, como él mismo dice, concibe que "no es una mera historia, como todos vosotros creéis", el que haya un juicio después de la muerte, sino que es una verdad? Y que el hombre ha perdido su originaria perfección por la culpa y el castigo; que Dios tiene en sus manos el principio, el medio y el fin de todas las cosas; que el mundo surgió de la bondad ge-nerosa de un Creador, etc. ¿Por qué motivo? Que no podemos probar todo eso, es para él evidentemente claro. La experiencia y la argumentación racional son absolutamen-te insuficientes en este tipo de hechos. Con todo, Sócrates sostiene todas esas cosas no sólo como verdaderas, sino como tan válidas, que dará por ellas su vida y su muerte. ¿Y en razón de qué?¿Simplemente porque"desde antiguo fue afirmado"? Este "palai legetai" —"es un conocimiento antiguo, se lo afirma desde siempre"— vuelve a apare-cer continuamente en los diálogos de Platón. Pero sólo se puede creer a alguien ¡y no a ese nebuloso neutro de un palai lega tai]

Ahora bien, el Sócrates platónico, si uno lo examina más de cerca, menciona tam-bién sin lugar a dudas un "alguien"; más precisamente, menciona una multiplicidad de 46

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"alguienes", de sujetos personales. Habla de los "antiguos", de los palaioi y de ios ar-chaioi: a ellos se refiere por otra parte no sólo Platón, sino también el Aristóteles crí-tico y poco amigo de los mitos. "Los antiguos" pasan por ser aquí los garantes de esa sabiduría transmitida. Pero, ¿quiénes son esos "antiguos" que permanecen en el ano-nimato? No se nombra a nadie. ¿A quiénes se refieren?

En primer lugar: ¿a quién no se refieren? No se refieren a los viejos, a los llenos de años, a los gerontes, a los que poseen mucha experiencia, a los hombres de cabellos blancos. Se refieren más bien a los primeros, a aquéllos que están más cerca del origen; su contraparte no son los jóvenes, sino los últimos, los tardíos, los nacidos posterior-mente. Pero ésta no es toda la respuesta platónica a la pregunta sobre quiénes son los antiguos. La respuesta precisa penetra más profundamente y es algo de una inesperada riqueza de consecuencias. Los Antiguos, dice Platón, son aquéllos que - c i t o textual-mente— "mejores que nosotros, aposentados cerca de los dioses, son los primeros que recibieron de una fuente divina un conocimiento, en todo caso algo dicho, y esto nos lo han transmitido a nosotros, los nacidos posteriormente". Con esto se reconoce, por una parte, a los antiguos una autoridad incomparable, no hallable absolutamente en el ámbito humano; por otra parte se afirma abiertamente que ni los antiguos mismos, en sentido estricto, son el último fundamento en el que Sócrates cree, cuando él acep-ta lo transmitido como verdad; el último fundamento en el cual él se apoya es aquél que, como se dice en el diálogo "Filebo", es un conocimiento traído por un desconoci-do Prometeo, como regalo de los dioses; es lo dicho por los dioses, que puede caracte-rizárselo confiadamente con el nombre de "Revelación". Este informe, como dije, es algo muy rico en consecuencias. Efectivamente, en ello se expresa hoy algo que perte-nece esencialmente al concepto y sobre todo a la realidad de la tradición.

Ante todo, se expresan dos cosas. En primer lugar, que no cualquiera tiene de por sí acceso inmediato a la Revelación; sino que más bien esos cualesquiera podrán tomar parte en ese mensaje divino sólo de una manera: en la medida en que oyendo, estén unidos a los primeros recipiendarios del mensaje, es decir, los Antiguos. Admitir esto es contradecir naturalmente la pretensión de la "libre subjetividad", como se ha llama-do con todo derecho a la forma específicamente moderna de la religión. Es evidente que en la medida en que la conciencia individual está de todos modos en relación inme-diata con el Absoluto, no necesita de la tradición.

En segundo lugar, el recurso platónico a los Antiguos implica la confiada certeza de que existe por sobre la sucesión de generaciones y épocas históricas una unión, una comunidad con los "Antiguos", con los primeros recipiendarios de la Revelación, la cual hace posible y también garantiza la idéntica entrega ulterior de la palabra divi-na hasta los últimos en la serie.

Lo verdaderamente excitante en esta información platónica - p o r la que no nos interesamos a fuer de intérpretes de Platón, ni como investigadores de la Historia de las Ideas— es que todo esto coincide exactamente con la respuesta cristiana sobre este mismo asunto; si es que no es, en el fondo, idéntica. Si, por ejemplo, considera-mos cada uno de los elementos de la descripción platónica de los "antiguos" (más cer-canos a la esfera divina que el hombre común; mejores que nosotros, con lo que vero-símilmente se expresa no la integridad moral, sino la mayor plenitud de la existen-cia y sobre todo, los primeros destinatarios de un conocimiento descendido de una fuente divina, que transmiten luego a otros hombres) no puede quedar casi ninguna du-da de que hay una profunda analogía entre esta descripción de los Antiguos, por un la-do, y la determinación conceptual, por otro lado, con la que la Teología cristiana des-

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cribe a los Profetas, al vocero de vocación divina, al carismático, al escritor inspirado —en sentido estricto— de un libro sagrado. Esa comunidad, para la que el término "analogía" es tal vez demasiado débil, finca en el hecho de que ambos, los Antiguos y los Profetas, son concebidos como los primeros receptores y transmisores de un theios logos, de una palabra divina. Es evidente que aquí se esconde una cantidad de proble-mas ulteriores que se inscriben entre las controversias teológicas y que naturalmente no podemos abordar ahora acabada y suficientemente.

Con todo quisiera formular la siguiente tesis: no sólo tenemos derecho sino que también estamos forzados a pensar que la Revelación y la Promesa de la que participa-mos en Cristo está de alguna manera ligada con el más remoto origen de la historia hu-mana y con lo que la humanidad precristiana y no-cristiana desde siempre creyó y custodió como una verdad sagrada.

Finalmente está el lema "palai legetai", que desde siempre ha significado la pala-bra de Dios resonando a través de la historia de los hombres; no sólo en los Diálogos platónicos, sino también en el primer versículo de la Carta a los Hebreos, es decir, en el Nuevo Testamento. En cualquier caso, no puede hoy en día responderse a la pregun-ta acerca de la última garantía de la Tradición, de manera distinta de cómo Sócrates y Platón la respondieron.

El hecho de que cada generación cuestione su compromiso con la tradición es per-fectamente comprensible, y de alguna manera algo normal y de acuerdo al orden. En realidad, en el mero hecho de que algo pensado, dicho o hecho desde siempre, simple-mente se siga pensando, diciendo o haciendo, no hay todavía algo laudable. La gloria de la Tradición y de la transmisión sólo puede concebirse razonablemente, en que lo en verdad digno y necesario de ser conservado haya sido y continúe siendo conservado a través de las generaciones. Pero precisamente a esto se orienta casi siempre el cuestio-namiento radical de los jóvenes que lo ponen en duda. ¿Cómo es —dicen— que se aten-ta contra una obligación, cuando prescindimos simplemente de lo tradicional con el fin de decir, pensar o hacer algo distinto desde el principio? Es de esperar que este cuestio-namiento radical pueda encontrar eco y una respuesta que sea existencialmente digna de fe, igualmente radical y universal, o sea, que entre las muchas cosas más o menos dignas de ser custodiadas, que se las reúne como "Tradición", exista en último término sólo un bien transmitido que realmente sea necesario custodiar incólume ante todo, es decir, aquel obsequio que en la Sagrada tradición es recibido y vuelto a ser entregado. Ello es necesario porque eso transmitido tiene su origen en una fuente divina, porque cada generación de hombres necesita de ella, y porque ningún pueblo y ningún indivi-duo por genial que sea puede sustituirlo a partir de lo propio ni añadirle tampoco nada válido.

En este punto se debe esperar naturalmente una objeción, y explicitarla: Existe no sólo una transmisión sagrada acerca de la cual únicamente se ha hablado hasta aquí. Es-ta objeción tiene pleno derecho. Tradición y transmisión se dan en todas partes donde existen normas de conducta, usos, ideas e instituciones que a través de las generaciones son transmitidos a otros sin un explícito cuestionamiento crítico y éstos a su vez los transmiten ulteriormente. Basta considerar un instante esta afirmación para darse cuen-ta de que una tal crédula aceptación y la ulterior transmisión de lo recibido en determi-nados campos pueden ser problemáticas, de tal manera que —dicho más claramen-t e - la invocación de la tradición puede hacerse en un ámbito falso, como sería, por ejemplo, hacerla en el campo de las ciencias empíricas. En este sentido Pascal habla (volviendo a la discusión antes mencionada, en la que se trata del verdadero o falso ám-48

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bito de vigencia de la Tradición), con todo derecho, de la "confusión de su siglo", que consiste en que en la Física debería considerarse válida la opinión de los antiguos, mientras que en la Teología se escuchan permanentemente nuevas opiniones, que fue-ron para los antiguos, totalmente desconocidas. Ya Alberto Magno, en el siglo XIII, había dicho que, en el ámbito de las Ciencias Experimentales, invocar a la Tradi-ción no tenía peso alguno. Si quiero saber si el delfín es un pez, dice, o un mamífe-ro, no le pregunto a Aristóteles, ni consulto a los Antiguos, sino que interrogo a aqué-llos que tienen experiencia en esta cosa. Allí donde se trata de verdades que son apre-hendidas por medio de la empiria y la razón, la referencia a la Tradición no es simple-mente ningún argumento —sea que esa tradición esté representada por Aristóteles, por la Biblia o, como quisiera añadir aquí, por Karl Marx; pues también la apelación a un autor declarado canónico, tiene formalmente la estructura de un argumento de Tradi-ción, lo cual en el campo de la ciencia es de tan poca importancia como invocar a Aristóteles; e impide, por otra parte, el progreso científico de la misma manera que el más empecinado conservadorismo de un aristotélico de la Escolástica tardía. De esa manera además, se desacredita nuevamente a la Tradición, a la verdadera y legítima Tradición. Pero, como ya dijimos, legítima no es de ninguna manera solamente la Tra-dición Sagrada.

La vida en común de los hombres necesita verdaderamente también de la validez de tradiciones profanas. Las necesita para descarga y liberación tanto de la conciencia individual como también de los procesos funcionales sociales. Las energías humanas pueden así aplicarse más libremente a las tareas específicas, cuando, a partir de tradi-ciones válidas, es de por sí evidente - p o r ejemplo—, el saludarse en la calle, el agrade-cer por una ayuda, el disculparse, el felicitar y dar el pésame en determinadas ocasio-nes, el no hablar con cualquiera de las cosas privadas e íntimas, etc. Hans G. Gadamer dice: "la realidad de las costumbres es y permanece en amplias proporciones, como un valor de tradición y de lo recibido. Se las acepta libremente, pero no son en absoluto creadas a partir de un libre examen, ni se intenta fundamentar su validez". Pienso que se llegaría a dificultar la vida de una manera casi insoportable, si cada invididuo tuvie-ra que decidir qué tiene que hacer, caso por caso, y siempre a partir de una reflexión crítica.

Con todo existe una enorme diferencia, en relación a la garantía, entre el modo de las costumbres que heredamos y la tradición sagrada; diríamos, entre las tradiciones (plural) y la tradición (singular). Esta distinción, que es la decisiva, se puede hacer comprender de alguna manera al entendimiento más simple. ¡Qué es lo que no llama-mos tradicional! Hay comidas tradicionales, trajes, modos de hablar y gestos tradicio-nales; sobre todo, existen fiestas y festejos tradicionales. La fiesta es, por otra par-te, un ejemplo particularmente bueno; se ha dicho que en ninguna otra cosa se com-prueba la fuerza de la tradición tan claramente como en los festejos de las fiestas. Pe-ro en ninguna otra cosa, añadiría yo, se revela tan nítidamente la problemática de la tradición. Se festeja el retorno de una fecha, se festeja un jubileo, o un aniversario de fundación, un cumpleaños, las fiestas de las corporaciones, sin olvidar el carnaval y se festeja el primer día de la semana (el domingo), Navidad, Pascua y los Mártires. En esta simple enumeración aparece ya la distinción que nos ocupa. Naturalmente no tenemos nada en contra de las fiestas de corporaciones o de cumpleaños. Más aún, sería inade-cuado y mostraría desamor no festejar las bodas de plata de los padres o el 60° aniver-sario de un amigo. Con todo, estas festividades profanas pueden, todas ellas, ser tran-

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quilamente suspendidas cuando los tiempos no están para ello; probablemente en los años 1944/45 no se celebró ningún Carnaval en Colonia. Puede haber días de fiesta que podrían ser suprimidos: formalmente o simplemente caer en desuso sin perjuicio nin-guno. Pero dejar de festejar Pascua o Navidad, incluso en medio de las ruinas produci-das por los bombardeos durante los años de guerra, esto no se podría. ¡Ni tampoco se podrían suprimir esas fiestas! Con ello se lesionaría abiertamente una obligación in-comparablemente más seria, la obligación que es inherente sólo a la Tradición sagra-da. Sólo en este caso (cuando los hijos realmente dejaran de festejar las fiestas cultura-les festejadas por sus padres, o cuando los tradita de la Tradición sagrada no fueran más recibidos ni transmitidos) debería hablarse, en sentido estricto y profundo del tér-mino, de una pérdida de la tradición, de una falta de tradición o de una ruptura con la misma. Tal vez somos algo precipitados en el uso de tales términos. Pero en este caso serían oportunos.

Naturalmente, esto sucede, de modo normal de tal manera que el núcleo de lo que debe ser conservado se entremezcla y entrelaza de múltiples modos con las conforma-ciones bien concretas de la vida histórica y también con las costumbres convenciona-les de tipo más casual. El problema es muy complicado; y éste es el motivo por el cual una mutación en lo externo y en lo que "en sí" es accidental puede ciertamente ame-nazar también la mera conservación de lo esencial, de tal manera que quien rompe con las así llamadas tradiciones externas, o ironiza sobre ellas, hace algo discutible. Un em-pírico de la investigación folklórica me contaba lo siguiente: cuando un determinado grupo étnico deja de cocinar sus tortas de una determinada manera, entonces sé que la gente ya no va más tampoco a la iglesia. Cuál es la causa y la consecuencia, es difícil decirlo; pero ambas cosas están, en cualquier caso, entrelazadas. Por otra parte —y es-to me parece aún más importante—, cuanto más decidida y conscientemente se orienta la energía de la voluntad de preservación a lo definitivamente digno y necesario de con-servación, tanto mayor es el quantum de mutación en lo externo que puede aguantarse y soportarse, sin que haya de temerse un rompimiento. La auténtica conciencia de la tradición hace a uno precisamente libre e independiente frente a los conservadoris-mos, que se preocupan con una inquietud desmesurada del culto de las tradiciones. Sin duda alguna hay un "cultivo de la tradición" que anclado en las casuales apariencias históricas de lo heredado, impiden una real transmisión ulterior de los verdaderos valo-res a preservar. Existen conservadorismos que impiden la tradición; y existen conserva-dorismos que no llegan a percibir que la Tradición tiene lugar, gracias a que se realiza bajo nuevas formas.

Cierto es que la nueva formulación es siempre una tarea nueva, en función de la idéntica presentación del "texto primitivo". Lo que dice en realidad, por ejemplo, una frase como la de la narración bíblica de la creación: "Dios formó al hombre del barro de la tierra e insufló en él el aliento de la vida", debe ser permanentemente expresado e interpretado en forma nueva, teniendo hoy en consideración todo aquello que sabemos críticamente acerca del origen del hombre, gracias a la Paleontología y a la investiga-ción sobre la evolución. De otra manera no pueden mantenerse precisamente presen-tes los contenidos de la Sagrada Tradición en cada época. Esto significa que, cuando no tiene lugar ni se realiza esa nueva formulación, entonces se frustra y se desaprovecha precisamente aquello que se tiene en vista con "la" Tradición, es decir, la participación real del hombre en el Mensaje Divino pronunciado una vez en la historia.

Encarar esta nunca acabable tarea, ésa es la ocupación propia de la Teología. Eso es Teología; es decir esa siempre nueva versión que ha de hacerse de los Textos primiti-50

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vos de la Revelación - b a j o condiciones permanentemente cambiantes- y su transcrip-ción en la conceptuación de cada momento histórico, para que de esta manera el men-saje originariamente de fuente divina dirigido al hombre —y que puede ser una infor-mación, una indicación, o también un Sacramento -permanezca idéntico en el presen-te y, por así decirlo, comprensible. Por el contrario, una mera reflexión actualística de los impulsos religiosos o tenidos por religiosos, de la época - a ú n cuando se sirva quizás de una terminología o de conceptos bíblicos —esto no tiene nada que ver con una ver-dadera Teología.

Por otra parte habla mucho en favor de lo dicho, el hecho de que el desafío im-plícito en toda verdadera Teología, como interpretación de la Sagrada Tradición, sólo es aceptado en la cristiandad occidental.

Quizá puede decirse también que se trata, desde el punto de vista de los hechos, de algo específicamente cristiano. En cualquier caso no existe en los ámbitos no cristia-nos, al parecer, ninguna teología, en este sentido. Muchas veces entré en diálogo en Universidades de la India, con profesores del Departamento de Sánscrito, que corres-ponde más o menos a nuestras Facultades de Teología; tuve la experiencia de que allí no se ve ni la necesidad ni la posibilidad de confrontar para nada la Tradición religio-sa del Hinduísmo con las modernas Ciencias Naturales enseñadas en esas mismas uni-versidades. La inevitable consecuencia es doble. Por un lado, la esterilidad del conteni-do de la Tradición, recitado permanentemente en forma repetida y cultural; por otro lado, el abandono que se hace de la joven generación, la cual por ese camino pierde simplemente la vinculación con la propia fuente espiritual. Los úmcos que, en la India, han emprendido el intento de hacer accesible al pensamiento de nuestro tiempo y man-tener presente la verdad oculta en la doctrina hindú sobre Dios, mediante la interpre-tación y la transcripción, son los misioneros cristianos de Europa; intento quizá, en-tretanto, desprovisto de esperanza. Estos hombres formados en el espíritu occiden-tal están sin duda persuadidos de que sería una funestísima simplificación, el limitar la posibilidad de la sagrada tradición al ámbito de la doctrina bíblicocristiana. Es conce-bir la cosa con demasiada estrechez si se define, como ocurre en una conocida mono-grafía sobre el concepto de tradición, que la tradición sagrada no es sino, estoy citan-do, "la predicación eclesial de la Fe, que comenzó con los Apóstoles y fue continuada con la misma autoridad por sus sucesores". Creo que tal restricción, precisamente a lo teológico, es algo discutible. Quien en todo caso, está convencido de que hubo, mucho antes de los Apóstoles, algo así como una "Revelación primitiva" no puede cuestionar con razón a la tradición mítica en los ámbitos pre y extra-cristiano de conservar tam-bién a través de los tiempos un conocimiento proveniente de una fuente divina. La idea de una Revelación primitiva no goza por cierto de gran relevancia en la controversia moderna, si es que alguna vez aparece, aunque teólogos tan importantes como New-man, Scheeben, o Móhler no la hayan en absoluto dejado de lado y aún cuando tal concepto se halla incardinado desde las épocas más tempranas en la teología cristiana. Estoy igualmente seguro de que este concepto reaparecerá siempre de nuevo. La no-ción de Revelación primitiva significa que al comienzo de la historia de la humanidad se encuentra el acontecimiento de una locución divina dirigida expresamente a la hu-manidad como un todo; y lo allí comunicado ha entrado en la Tradición sagrada de todos los pueblos, y por lo tanto en sus mitos, y allí también conservados y presen-tes, si bien más o menos reconocibles. Es, por cierto, correcto, que la Tradición míti-ca, para llegar a su propia verdad, necesita de la limpieza, de la purificación y también del correctivo que surge del poder del Logos aparecido definitivamente entre los hom-

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bres; pero sin embargo es poco decoroso para la Cristiandad el ignorar la dignidad de los Tradita allí presentes. En este sentido es bueno recordar a los Padres de la Iglesia primitiva, quienes en todo caso desde Justino Mártir hasta Orígenes y Agustín defen-dieron unánimamente (contra la estrechez sectaria, que ya entonces también se daba, por ejemplo en Tertuliano), su convicción del poder seminal de la palabra divina y ha-blaron de las semillas de verdad activas desde el origen de la historia de la humanidad en las sabidurías de los pueblos y en las enseñanzas de los filósofos.

Pero no es sólo el origen sobrehumano el que merece respeto, sino sobre todo, pienso que no debería olvidarse que la mancomunidad de la sagrada Tradición crea una unidad fundamental de todos los hombres, en realidad una unidad respecto a los fun-damentos, y que la comunicación entre los hombres sólo es posibilitada y, por así de-cir, realizada por esa mancomunión. Probablemente pertenece a una de las cosas más catastróficas que acaecen hoy en este planeta Tierra, el que una civilización mundial secularista, que parece estar a punto de abandonar definitivamente el suelo de su pro-pia gran tradición, traicionando sus orígenes, ahora esté presionando a todas las de-más culturas a renunciar a sus propios Tradita y de ese modo al autodesarraigo, con la consecuencia de que incluso los esfuerzos más heroicos en pro de un "acuerdo" más profundo se ven reducidos casi necesariamente a la esterilidad.

Para finalizar, aún una palabra sobre el significado "de" la Tradición, es decir, de la tradición sagrada, para el que filosofa, con lo cual no pienso en el representante de una disciplina académica especializada, sino en general en el hombre que lleva una existencia espiritual, en cuanto mantiene metódicamente despierta la pregunta sobre la coherencia total del mundo y, sobre todo, sobre el sentido de la propia existencia y reflexiona sobre ella. Por un lado, estoy convencido de que el ímpetu existencial, la au-tenticidad, la profundidad y por así decirlo el vigor del filosofar así entendido depen-den de si está realizada o no esta relación difícil de precisar —contrapuntística, para decirlo abreviadamente— con la tradición sagrada. Por otro lado, parece ser caracte-rístico de quien hoy filosofa el tender con cada vez mayor consecuencia a dejar fuera de consideración en su reflexión sobre el mundo y la existencia a los tradita de la tra-dición sagrada.

El diagnóstico que redactara Nietzsche hace casi cien años parece tener cada día más razón: "Lo que hoy en día es más a fondo agredido, es el instinto y la voluntad de la Tradición. Todas las instituciones que deben su origen a este instinto, van a con-trapelo del espíritu moderno".

Esta frase apunta naturalmente más allá del ámbito de la reflexión filosófica; in-cluso primariamente parece estar orientada a algo distinto, pero ella es válida así como también la ligadura con la Tradición —es desaparición, como allí se deplora— sobre to-do, para la relación filosofante con el mundo, y es válida siempre que se trata de la in-terpretación de la realidad como un todo, por lo tanto, también para el ámbito artís-tico. Esto pues debe ser afirmado una vez más entre paréntesis: la emocionante y arre-batadora fuerza de las artes de las musas se alimenta de aquella igual dimensión de la realidad que se descubre en la tradición sagrada. Quien encuentra esto demasiado traído de los cabellos o demasiado "piadoso", éste puede darse por avisado de lo mis-mo por el último Goethe, en cuya correspondencia con el músico Cari Friedrich Zel-ter siempre se lee esta asombrosa frase: "Cada artista auténtico debe ser considerado como quien quiere custodiar algo reconocido como sacro y difundirlo con seriedad y reflexión. Pero cada siglo tiende a su modo a lo secular y busca convertir en vil lo sa-

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grado, en fácil lo difícil y lo serio en risible, contra lo cual no habría tampoco nada que decir, con tal de que no se destruyesen además la seriedad y la diversión". De cual-quier modo, en el filosofar, sólo del cual debe hablarse expresamente para concluir, sucede desde hace tiempo que se tiende con toda violencia y muy fundadamente "ha-cia lo secular"; y también aquí vale aquello de que quizás no habría absolutamente na-da que decir, con tal de que además no pereciese lo que constituye el objetivo verdade-ro del filosofar —con lo que se mienta no sólo una especial disciplina académica, sino en general el estilo espiritual de vida del hombre.

Dos significativos críticos filosóficos de este nuestro tiempo, aunque situados más bien en los antípodas uno respecto del otro, y por cierto cada uno independientemen-te del otro, han dado exactamente el mismo nombre al estado de ánimo engendrado por un filosofar conscientemente desprovisto de tradición y cerrado a la tradición sagra-da. Uno es Karl Jaspers. Jaspers dice (por lo demás, con la mirada puesta en una con-formación ampliamente influyente de la filosofía contemporánea) que los contenidos de la gran tradición han sido dejados de lado, pero que sin ellos la filosofía debe inevi-tablemente extinguirse y sucumbir, siendo el resultado: "una seriedad que se torna va-cía". Y precisamente este término "vacío" reaparece en el ya una vez citado "ruso oc-cidental" Ivanov. Al historiador liberal que delira por la felicidad de zambullirse en el río Leteo, arrastrando consigo todo recuerdo de la religión, filosofía y poesía, para luego, desnudo como el primer hombre, saltar a la orilla, Ivanov le da una respuesta muy decidida: "La libertad conseguida subrepticiamente a la manera del olvido es vacía".

Otro aspecto de la catástrofe, que en razón de la creciente desfiguración de la tra-dición sagrada amenaza a la convivencia espiritual de los hombres, es traído a cola-ción por uno de los últimos trabajos escritos por mi venerado amigo Gerhard Krü-ger antes de enmudecer por dos décadas. Allí se encuentran estas frases en realidad te-rribles: "Sólo vivimos aún de nuestra inconsecuencia, a saber, de que no hemos silen-ciado realmente a toda la Tradición. Marchamos hacia la imposibilidad radical de la existencia común y llena de sentido, aún cuando nadie pueda imaginarse ese final".

Por otra parte, se halla una quizás inesperada confirmación de esta última frase en el filósofo polaco Leschek Kolakowski, quien dice: "En el caso de que la oposición contra la Tradición conduzca a su total negación —cosa que, felizmente, es poco vero-símil— podemos hablar con pleno derecho del final del mundo humano".

Ahora bien, yo no creo que estas expresiones tengan nada que ver con el género literario de una crítica no comprometida del presente ni con una vaga filosofía de la decadencia; señalan —y esto, por cierto, con profunda seriedad— la fuerza unificadora de la Tradición, indicando que la unidad decisiva del género humano no puede fundar-se ni garantizarse por la realización de un mundo políticamente uno, ni por cualquier unanimidad de la voluntad cultural, ni tampoco por el respeto solidario ante el arte y la ciencia, ni por la posibilitación técnica de las comunicaciones a lo largo del pla-neta Tierra, ni mediante una lengua mundial universal, ni aún por medio de la organi-zación internacional de competencias deportivas; que más bien la verdadera unidad en-tre los hombres tiene su raíz en la comunidad de "la" Tradición, es decir, en la partici-pación común en la tradición sagrada que se funda en una palabra de Dios.

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Contenido

Noticia Biográfica

Nota preliminar

Creaturidad Ensayo publicado en la revista Philosophica N° 2/3, año 1979/1980

Traducción de Roberto Vergara y Jorge E. Rivera

El elemento negativo en la filosofía de Sto. Tomás de Aquino Ensayo publicado en la revista Dieu Vivant N° 20, año 1951

Traducción del francés de Sebastián Randle

Riesgos y valores de la tradición Ensayo publicado en la revista Ethos N° 6/7 año 1978/1979

Traducción del alemán por Roberto Brie y y Gustavo D. Corbi