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CRÍTICA A LITERATURA Y DEMOCRACIA, NOVELA, CUENTO Y POESIA EN EL PERIODO 1983 2009ADOLFO CACERES ROMERO

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CRÍTICA A “LITERATURA Y DEMOCRACIA,

NOVELA, CUENTO Y POESIA EN EL

PERIODO 1983 – 2009”

ADOLFO CACERES ROMERO

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Crítica a

“Literatura y Democracia novela, cuento

y poesia en el periodo 1983 – 2009”

Por: Adolfo Cáceres Romero

Desde luego que me parece una propuesta interesante recorrer los últimos 25 años

de nuestra vida democrática, para analizar en ese contexto la situación de las letras en el

país; concretamente, saber cuánto se produjo y si hubo un cambio o no. Hablo de 1983 al

2009; sin embargo, no se comprenderá muy bien ese periodo si se ignora lo que deja tras de

sí. Al leer dicha propuesta, me vino la amarga sensación de que ya éramos historia los de

las generaciones pasadas, a pesar de que seguimos produciendo y que las vidas de los

nuevos escritores aún están mezcladas con las nuestras.

El equipo coordinado por Omar Rocha Velasco y Cléverth Cárdenas Plaza nos

muestra un encomiable empeño, que hubiera logrado mejores resultados si acaso superaba

sus precipitaciones y ligerezas. Por un lado, Cléverth Cárdenas, en su artículo inicial,

“Democracia y literatura boliviana”, afirma que han revisado “los archivos, fondos y

bibliotecas más representativos del país”; sin embargo, también dice que: “Quizá los

índices de cada género no estén completos, pero estamos seguros de que contienen a los

textos más representativos”. Una aclaración, sin ánimo de desmerecer su redacción: No se

dice: “contienen a los textos más representativos”; la “a” está demás, a no ser que quiera

decir: a los autores más representativos. Esa “a”, como preposición, sólo funciona con

personas, no con cosas u objetos inanimados; desde luego que también se da en otras

situaciones, como dativo o complemento indirecto, pero no viene al caso entrar en esos

detalles. Volviendo a su artículo, no sé cómo pueden estar seguros si, al mismo tiempo,

Cléverth dice: “quizá no estén completos”. Ese “quizá” nos hace ver, a más de su

inseguridad, que algo falta por descuido o porque exageran al decir que acudieron a “los

archivos, fondos y bibliotecas más representativos del país” o, también, puede ser porque

algunos de esos escritores no gozan de la simpatía de los miembros del equipo; entonces,

también dudamos de que hicieran: “uno de los esfuerzos más grandes por completar el

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trabajo,(;) los textos faltantes fácilmente pueden ser añadidos una vez socializado el

trabajo”. ¿Textos faltantes? Claro, si se refiere a la colección de cuentos de “Correveidile”,

por ejemplo, teniendo en cuenta que Manuel Vargas les puso al alcance de la mano los

cuentos más selectos del país; Por otra parte --a pesar de anunciarla en el título--, se

olvidaron de la novela; de ahí que es natural que dejaran de lado a autores, como: Renato

Prada, Néstor Taboada, Manuel Vargas, Raúl Teixidó, Ruber Carvalho, Claudio Ferrufino,

Gonzalo Lema, Ramón Rocha, Wolfango Montes, Homero Carvalho, Paz Padilla, Juan

Claudio Lechín, Gaby Vallejo, Gabriela Ovando, Georgette Canedo de Camacho, Juan de

Recacochea, Edgar Ávila Echazú, Waldo Barahona, Sebastián Antezana, Freddy Ayala

Vallejos, Luisa Fernanda Siles, Wilmer Urrelo, Juan Pablo Piñeiro, Mauricio Murillo y

otros cuya obra no puede pasar desapercibida; entonces, los faltantes posiblemente sean

añadidos; después de todo, no se trata de desconocidos y la novela no puede ser reducida a

un capítulo donde sólo se hable de dos de sus figuras (Edmundo Paz Soldán y Alison

Spedding); lo evidente es que algunas obras jamás serán tomadas en cuenta, sobre todo en

lo que a mi producción se refiere. ¿Por qué? Probablemente por consigna. Inclusive en el

catálogo presentado por Marcelo Villena, ignoraron mis cuentos y novelas. Actitud

inconcebible en intelectuales que --aun equivocándose-- han mostrado integridad y

solvencia, honrando cuanto escribían; después de todo, se trata de docentes universitarios.

Entonces, ¿cómo pensar que pudieran hacer labor de inquisidores, al no encontrar otra

forma de responder mis críticas? Luego de este artículo, ¿sentirán que tengo algo personal

contra ellos? Al contrario, pondero su empeño; pero no por ello voy a aplaudir sus

incoherencias. Lo cierto es que en cualquier lugar del mundo se respeta el derecho a

disentir, especialmente viviendo en democracia. Si lo piensan bien, los únicos perjudicados

son ellos mismos y los que confían en la calidad de su labor. De los cinco libros de cuentos

que publiqué a partir de 1983 (“Los golpes”(1983), “La hora de los ángeles”(1987),

“Entre ángeles y golpes” (2001), “El despertar de la bella durmiente” (2009), “Cinco

noches de boda”(2009) ), varios cuentos fueron traducidos a otros idiomas, hallándose en

antologías y revistas de América y Europa, inclusive “Cinco noches de boda”, fue

presentado en la Feria del Libro de Mar del Plata, el 2009, por Adolfo Colombres; en

cuanto a mis cinco novelas, 2 fueron publicadas entre el 2006 y 2009; además, “La saga

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del esclavo” (2006) y “Octubre negro” (2007) circulan en un espacio virtual, habiendo

registrado más de cincuenta mil lectores. Las cinco novelas fueron reeditadas recientemente

por la Editorial Kipus de Cochabamba, lo mismo que “El Charanguista de Boquerón”,

galardonada con el Premio Nacional de Novela “Marcelo Quiroga Santa Cruz” (2010).

Creo necesario advertir que la publicación de los dos volúmenes de “Literatura y

Democracia Novela, Cuento y Poesía en el periodo 1983-2009”, se hizo posible gracias a

la labor del grupo formado en el Instituto de Investigaciones Literarias de la Carrera de

Literatura de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, de la Universidad

Mayor de San Andrés. Grupo que también impulsó la selección de las 15 novelas

fundacionales de la narrativa boliviana. No dudamos de que su formación académica sea de

buen nivel, siendo plausible que, tanto docentes como estudiantes, se hubieran empeñado

en analizar la literatura del actual momento democrático. Pero hay algo que va más allá de

lo académico y tiene mucho que ver con la fuerza de voluntad para superar retos y barreras.

Con todo, se han constituido en los principales analistas de la producción literaria que se

centraliza especialmente en la ciudad de La Paz. Desde ya es un auspicioso comienzo,

porque a todo investigador –como en mi caso— sus resultados siempre le serán útiles, aun

cuando uno no siempre esté de acuerdo con sus ideas. Desde luego que esperamos que

pronto amplíen su horizonte al resto del país --con criterio integrador--, teniendo en cuenta

que hay buenos narradores y poetas en El Alto, en Tarija, Santa Cruz, Cochabamba, Sucre,

Oruro, Potosí, Trinidad, Cobija y otros centros urbanos más pequeños, que merecen ser

tomados en cuenta; inclusive los cartoneros, dado que también producen obras de calidad.

En la contratapa del volumen dedicado al análisis teórico, con seis estudios, el

portavoz del equipo dice: “El periodo democrático como tal, no ha generado una “nueva”

literatura, pero ha posibilitado el surgimiento de “voces” narrativas y poéticas

caracterizadas por la pluralidad temática y formal”. Por si acaso, la pluralidad temática y

formal no es característica exclusiva de nuestro periodo democrático, ni de ningún otro.

Asimismo, no existe periodo democrático alguno que, como tal, hubiera generado una

“nueva” literatura. En este punto, creo que es necesario aclarar que lo nuevo surge de otras

instancias, como ocurrió con la literatura del Renacimiento, gracias a la presencia de

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Dante, Petrarca y Bocaccio; o la del Romanticismo, explicada y orientada por Víctor Hugo

en el “Hernani” (1830), o también por Baudelaire, que con “Las flores del mal” (1857)

dio margen a una nueva poesía, así como Joyce, Proust y Kafka lo hicieron en la narrativa.

Y con Borges, ni qué decir. Bueno, hablando de nuestro país, es importante advertir que lo

nuevo en el periodo democrático, en narrativa, prácticamente procede de 1990, cuando

Edmundo Paz Soldán publicó su libro de cuentos “Las máscaras de la nada”. A partir de

entonces, hay una nueva manera de contar, como lo podemos apreciar en la obra de

Giovanna Rivero, Blanca Elena Paz, Rodrigo Hasbún, Maximiliano Barrientos, Claudia

Peña Claros, Liliana Colanzi, Paola Senseve Tejada, Sebastián Antezana, Mauricio Murillo,

Iván Gutiérrez, Roger Otero, Christian Kanahuaty, Shariel Baptista y otros jóvenes

narradores que van cosechando lauros dentro y fuera del país. Por otra parte, el “Taller de

Cuento Nuevo” que dictó Jorge Suárez en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, en 1986, fue

el feliz preludio de ese cambio.

Democracia y Literatura Boliviana

Cléverth Cárdenas, en su estudio “Democracia y literatura boliviana”, esboza ideas

que no quedan muy claras, cuando dice, siempre con su fatigoso “quizá”: “Quizá el gran

mérito que estas páginas encierran es deliberar sobre tres corpus literarios que hasta el

momento, salvando ciertas excepciones, no habían sido enfocados como conjunto y acaso

sí como propuestas dispersas”. Buscamos los tres corpus literarios y nos perdimos en una

marejada de conjeturas. Ahí, lo que más bien me llamó la atención es el procedimiento de

trabajo de este equipo: de 1.738 libros “publicados”, sus componentes tuvieron que hacer

“un corte mucho mayor”, eligiendo --¿al azar?— las obras que iban a leer, de modo que

pudieran “rastrear” un corpus representativo, a libre elección de “los investigadores que

acompañaron esta pesquisa”. Encontraron que ese “desafío complejo” no fue nada fácil al

calor de las discusiones, para dar con “una fórmula general” que les “brind(ara) la certeza

de una selección justa y representativa al momento de escoger cuál o qué texto leer,

considerando el gran número de ellos” (el subrayado es mío). ¿Selección justa? ¿Gran

número? Al parecer, optar por una fórmula fácil ha sido la tónica de su labor. Emprender un

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estudio crítico de gran alcance no es tarea fácil. Implica un esfuerzo notable y

desinteresado. No tienen ni idea de los miles de textos que hube de leer y analizar para

completar los cuatro volúmenes de mi “Nueva Historia de la Literatura Boliviana”

(poemas, cuentos, novelas, crónicas coloniales, ensayos, biografías, antologías, artículos de

periódicos y revistas, entrevistas, folletos republicanos, obras de teatro, reseñas, cartas,

etc.). Es importante leer todo ese material, para saber en base a qué textos trabajar;

entonces, viene la fase de selección y organización de la estructura de la obra; trabajo que

me ha llevado varios años; otro tanto, su redacción que tampoco ha sido fácil, pero no por

ello imposible.

Por un lado, Cárdenas toma los juicios que Javier Sanjinés expone en su estudio:

“Tendencias actuales en la literatura boliviana” (1985). Al respecto, me parece necesario

aclarar su apreciación del testimonio, cuando dice: “El testimonio para Sanjinés, lo mismo

que para Jhon Beverley y Hugo Achugar, es la expresión o la nueva manifestación de la

literatura latinoamericana, mucho más legítima para hablar de la creación de símbolos

representativos para diversos grupos sociales y humanos”. ¿Más legítima que cuáles

símbolos representativos? De lo que no cabe duda es que todo testimonio es directo y

vivencial; cualquier especulación teórica, por muy novedosa que sea, se queda en eso, en

teoría. Bervely y Achugar hablan de “La voz del otro”, como “Testimonio, subalternidad y

verdadera narrativa”. Es aventurado lanzar adjetivos como: verdadero, para cualificar algo

que se hace inefable en el gusto de las generaciones. La singularidad de la narrativa fue

magistralmente expuesta por Mijail Bajtín en su “Teoría y estética de la novela” (1989).

Luego, Cárdenas, sin esbozar nada nuevo ni legítimo, reitera: “De ese modo, la propuesta

temática de Sanjinés para la crítica literaria boliviana en el periodo democrático, se

centra, primordialmente, en el testimonio”. Testimonio que se da en cualquier periodo,

como lo muestran Mijail Bajtín, Walther Benjamín y Georg Lukács, este último con La

novela histórica (1955) y Significación actual del realismo crítico (1958). Ambos tratan

de aspectos testimoniales bien documentados que continúan vigentes en nuestro periodo

democrático El prurito de acomodar ciertas teorías nacidas en circunstancias que no

siempre son aplicables a una realidad concreta como la nuestra, a veces, nos lleva

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únicamente a ponernos a tono con la moda. Ni Sanjinés, menos Jhon Berveley y Hugo

Achugar pueden comprender plenamente “la nueva manifestación de la literatura

latinoamericana”, sin antes haber apreciado inclusive las manifestaciones estéticas de la

oralidad. Al respecto les recomendaría tomar en cuenta dos obras que pueden ampliar su

criterio globalizador: “Celebración del Lenguaje” (1997), de Adolfo Colombres, que va

“Hacia una teoría intercultural de la literatura”, y “La literatura testimonial

latinoamericana” (2003), de Gustavo V. García, que esboza una “(Re) presentación y

(auto) construcción del sujeto subalterno”, ampliando la visión crítica de Berveley. Si bien

Sanjinés es boliviano, nacido en La Paz (1948), hace ya varios años que ha fijado

residencia en los Estados Unidos, trabajando en la Universidad de Minnesota. En la

mayoría de sus estudios se lo percibe fiel a su invariable testimonio urbano. Así

difícilmente podría tomar en cuenta la descolonización de la educación indígena, la

participación política del indígena y especialmente su papel en la redefinición del actual

proyecto nacional; en tanto Jhon Bervely es un prestigioso analista norteamericano

dedicado al estudio “subalterno”, como testimonio de la cultura del otro, especialmente en

“Against Literature”. “Contra la Literatura” (1993). En su crítica de una obra, en lugar

de ver las unidades promueve analizar los momentos en los cuales se descompone un texto.

Luego de la exitosa difusión de su ensayo “Anatomía del testimonio” (1987), publicado

en la “Revista de Crítica Literaria Latinoamericana”, 25, en una entrevista dice: “No somos

subalternos, no somos Rigoberta Menchú. Ella es latinoamericana, pero no habla

necesariamente para todos los latinoamericanos, ni aun para los indígenas”. Claro que no

y por esa razón su testimonio se hizo universal, accediendo al Premio Nobel de la Paz.

Cléverth Cárdenas considera que el testimonio es vital para definir su ámbito de estudio. Y

así es. Pero del mismo modo, también habría que considerar los testimonios que se dieron

en el tiempo de las dictaduras; tiempo que para cualquier artista siempre está latente. ¿Por

ventura, alguien cree que ya se acabaron las dictaduras? La ambición por el poder

encuentra muchas formas para dominar, someter y amedrentar no sólo a sus oponentes, sino

al pueblo que lo eligió. En la experiencia boliviana, bástanos un ligero repaso a nuestra

historia; asimismo, leer los poemas de Alcira Cardona Torrico, Jorge Calvimontes, Alberto

Guerra, o a los cuentos de René Pope, Víctor Montoya, Renato Prada y tantos otros que aún

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registran la sangre y dolor de nuestro pueblo. Por si no lo han advertido, “Si me permiten

hablar”, de Domitila Chungara, ha sido la cantera para muchos poetas y cuentistas

bolivianos, no de entonces, sino de hoy. Cuando se habla de literatura nacional, no es

adecuado focalizar el estudio en un núcleo urbano, como en este caso La Paz, y dejar de

lado los centros mineros, donde también se lee y escribe. Finalmente, Hugo Achugar,

uruguayo de nacimiento, con quien estuve en 1965, en Montevideo, cuando ambos

comenzábamos con nuestros escarceos literarios; ahí también volví a encontrarme con René

Zavaleta, luego de nuestros años en el Colegio Nacional Bolívar de Oruro. Zavaleta,

exiliado, trabajaba en el semanario “Marcha”; además, en la Embajada boliviana se

encontraba Oscar Cerruto. Aquellos fueron inolvidables momentos. En Achugar, el

testimonio es parte vital en la motivación de sus “Notas sobre el discurso testimonial

latinoamericano”, en “La historia en la Literatura Iberoamericana”. Eds. de Raquel

Chang-Rodríguez y Gabriella de Beer. Hanover, NH: Ediciones del Norte, 1989. Bajo

ninguna circunstancia deja de expresar la importancia del testimonio en los movimientos

sociales y culturales. Con todo, cabe aclarar que cuando algún crítico se refiere a la

literatura latinoamericana (no hispanoamericana, únicamente), debe hablar, también, de las

obras que se producen en otras lenguas, no exclusivamente las de las élites urbanas, como

el español, portugués, inglés o francés, sino de las que nacen con las culturas aborígenes, ya

sean: maya, azteca, quechua, aimara, mojeña o guaraní. Si revisan la “Revista de crítica

literaria latinoamericana”, del primer semestre de 1993, año XIX-N° 37, Pgs. 243-258,

encontrarán un testimonio por demás interesante sobre “El jukumari en la literatura oral de

Bolivia”.

Para concluir con esta parte, otro esfuerzo que destaca Cléverth Cárdenas, es el

realizado por el grupo elitista de Blanca Weithüchter y Alba María Paz Soldán, con su

“Hacia una historia crítica de la literatura boliviana (2002), en dos volúmenes

financiados por el PIEB; las observaciones que les hice por prensa y en el primer volumen

de mi “Nueva Historia de la Literatura Boliviana”, no fueron bien recibidas por los

integrantes de ese equipo. Cléverth Cárdenas dice en su artículo que: “Se trata de una

construcción histórica en términos cronológicos, pero teniendo a la literatura y su

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acontecer como fundamento. Al mismo tiempo divide su trabajo en cuatro partes, la

primera denominada el Arco colonial, un pliegue, el Arco de la modernidad y un

Postludio”. Al parecer, ni él ni los responsables de esta su “magna” obra se han dado

cuenta de lo que implica “desarrollar en términos cronológicos” un estudio histórico que,

además de ser claro y preciso, debe ser didáctico y ordenado. A continuación Cárdenas

añade: “El Arco colonial pretende eludir la referencia cronológica que nos remitirá sólo

hasta la colonia y piensa la colonia como la actitud testimonial del lenguaje que radica en

las obras”. Semejante aserto se contrapone a su anterior enfoque. Primero, si “pretende

eludir la referencia cronológica”, deja de estar “en términos cronológicos” y, si es

colonial, es lógico que su pensamiento los remita “sólo” a esa época. Lo que viene después

no tiene una justificación clara, cuando dice: “Así el arco colonial traspasa las fronteras

históricas y el cambio, a juicio de Blanca, se da con la aparición de “Castalia Bárbara”

(1899), porque con Ricardo Jaimes Freyre, la obra por primera vez deja de reproducir la

realidad y construye sus propios mundos”. ¿Qué arco es ese que traspasa las fronteras

históricas, dejando de lado los periodos independentista y republicano, para situarse en el

Modernismo que se abre a comienzos del siglo XX, en Bolivia? ¿Acaso, una vez clausurada

la colonia, las naciones liberadas no se propusieron seguir un nuevo rumbo, más acorde con

su condición soberana? La aparición del romanticismo fue primordial para ellos,

adquiriendo carácter local en cada una de las repúblicas nacientes, como lo expliqué en el

tercer volumen de mi “Nueva Historia de la Literatura Boliviana” (1995). ¿De dónde

sacan la idea de que “Castalia Bárbara” es una obra que deja de reproducir la realidad?

¿Qué es la realidad para ellos y qué tiene que ver esa obra con el periodo colonial?

Entiéndanlo bien, ninguna obra literaria, por más fantástica que sea, se da al margen de la

realidad. “Castalia Bárbara” es un canto épico lírico, inspirado en la mitología

escandinava. Como los símbolos, los mitos son una forma de interpretar la realidad;

además, forman parte de la cultura de una nación. Tan despistado anda Cárdenas que luego

dice: “el indigenismo, preocupación del siglo XIX, ha sido importante para nuestras letras

y nos dio una de las novelas bolivianas más conocidas en el mundo: Raza de bronce

(1919)”. ¿Le será difícil entender que dicha preocupación era del siglo XX, dado que esa

novela fue publicada en 1919?

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Dos novelistas del periodo democrático: Alison Spedding y

Edmundo Paz Soldán

Gilmar Gonzales Salinas, docente de la Carrera de Literatura de la UMSA,

comienza su artículo con una reflexión de notables alcances para el estudio de nuestras

letras; reflexión que lamentablemente no se concreta, ni en él ni en sus colegas,

constituyéndose en un simple enunciado. De entrada dice: “En una reflexión sobre la

literatura en Bolivia no tendría que obviarse el tema de la tradición oral. Tema que, sin

embargo, ha sido obviado casi siempre”. Fiel a ese “casi siempre”, Gonzales lo obvia una

vez más. Desde luego que el título de su trabajo es claro en sus intenciones, sobre todo con

la obra de Spedding, que se inspira en los temas de la tradición oral aimara, aunque

Gonzales no lo destaca en ese sentido; en cambio en Paz Soldán, el indio sólo aparece

tangencialmente; aspecto que Gilmar Gonzales de algún modo procura destacar, a pesar de

que no entiende que cada escritor tiene su espacio, que no siempre limita y condiciona su

creatividad. Jesús Lara (1898-1980) en “Surumi” (1943), novela indigenista traducida a

varios idiomas y que llegó a 8 ediciones con “Los Amigos del Libro”, muestra un indio sui

géneris, Wáskar Puma, héroe de la Guerra del Chaco, que tiene rendida a sus pies a

Vinvela, la orgullosa hija de su patrón. Sustancialmente es lo que quiso mostrar Lara, o sea,

es su versión del indio civilizado, en un periodo en el que era tenido a menos. El éxito de la

novela se hizo indiscutible, continuando vigente 30 años después de la muerte de su autor.

La presencia del indio en las novelas de Paz Soldán es natural y pertinente con los

argumentos que desarrolla. No tiene por qué incidir en el indigenismo, si no se siente

motivado a hacerlo. No por falta de talento; después de todo, es un creador imaginativo,

como también lo fue Chateaubriand, que escribió su novela indigenista “Atala” (1801), sin

salir de Francia.

Gilmat Gonzales justifica su artículo con las siguientes palabras: “Elegí a Edmundo

Paz Soldán (Cochabamba, 1967) y Alison Spedding Pallet (Londres, 1962) porque en uno

vemos representado el mundo de los “blancos” y en la otra el mundo de los indios.

También porque son un novelista y una novelista. Y porque creo que son una metáfora de

dos movimientos de nuestra democracia: uno que oscila en el vaivén de estar y no estar

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aquí y el otro más bien afincado en lo propio”. Tienede a racista cuando insinúa que Paz

Soldán representa “el mundo de los blancos”; en todo caso, en sus obras están las clases

sociales de los países en los cuales ha vivido, especialmente el suyo. Cuando Gonzales

dice: “oscila en el vaivén de estar y no estar”, desliza un razonamiento que se hace

ambiguo. En tal caso, para precisar no debe ser “el otro”, sino “la otra”. Además, ¿no están

ambos narradores afincados en lo propio? Bueno, como sea, ahí aparecen estas dos figuras,

confrontadas por voluntad de un articulista, que no sólo se muestra interesado por la

temática de las obras que analiza. Veamos: Al referirse a la obra de Paz Soldán, Gilmar

Gonzales Salinas, dice: “Edmundo Paz Soldán es un novelista de lo que en lenguaje común

se llama la clase privilegiada. No sólo debido al lugar económico y social al que el autor

pertenece (,) sino porque el mundo representado a través de su escritura y su perspectiva

narrativa son de la clase privilegiada”. En lenguaje común, a los de esa clase se los llama

“jailones”. ¿Es así cómo percibe las novelas de Paz Soldán? Desde luego que Paz Soldán es

un novelista privilegiado, pero no por su rango social, sino por su extraordinario talento

creativo. Pocos narradores bolivianos han logrado, en toda la historia de nuestra literatura,

la atención y las distinciones que le confieren sus lectores y críticos de dentro y fuera del

país, sin contar las traducciones de sus libros (a la fecha a nueve idiomas). En marzo

cumplirá 46 años de edad. Hay que entender que su vida, como la de todo ser humano, no

es nada fácil. Los lauros que ha conseguido son fruto de su esfuerzo y talento. Algo más,

también es docente de Literatura en una Universidad norteamericana, donde la acreditación

de sus conocimientos es constante.

En Alison Spedding, narradora inglesa radicada en Bolivia desde 1986, es notable

su asimilación de nuestra cultura andina. Indudablemente que se trata de una mujer

inconformista, que se lanzó en busca de nuevas experiencias, incursionando como pocos en

una tradición riquísima del imaginario aimara, segura de que podría gestar muchas sagas

como la que nos ofrece con “De cuando en cuando Saturnina” (2004); además, entre sus

publicaciones más recientes, se destaca: “La segunda vez como farsa” (2008), valiente

testimonio que se refiere a lo que llama: “Etnografía de una cárcel de mujeres en Bolivia”.

Al margen de sus prejuicios, podríamos decir que Gilmar Gonzales logró una elección

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esclarecedora, en el análisis de las obras de ambos autores. Si quiso mostrar el contraste

entre una escritora europea --en este caso británica--, dedicada a temas de ciencia y ficción

en ambientación indígena, especialmente aimara, con la visión urbana de un novelista que

él considera “de clase privilegiada”, logró un pálido resultado, para señalar algo que

considera vital para los escritores bolivianos: la ambientación localista. Asimismo, también

sería oportuno hablar de otros novelistas bolivianos que trabajan con ciencia y ficción, en

torno a nuestras culturas originarias, ambientando sus obras en Tiawanaku y Montepunku,

como es el caso de Iván Prado y sus novelas: “Inka kutimunña” (1998), Premio del

Ministerio de Educación y Cultura, en lengua quechua con traducción al castellano; “La

Amazonas Poder y Gloria” (2004) y “El Crepúsculo en la noche de los tiempos”

(2008); luego, Miguel Esquirol, con sus cuentos de “Memorias de futuro” (2008).

El cuento en la cultura de la democracia

Omar Rocha Velasco --uno de lo coordinadores del presente estudio-- nos ofrece su

análisis --en nueve partes-- sobre el cuento boliviano en los últimos tiempos, con relevantes

ausencias. Indudablemente que es un trabajo medular, no sólo por tratarse de un género al

que en esta oportunidad le han brindado una amplia cobertura --en desmedro de la novela--,

sino por la proyección cultural que consideran propia de la democracia. Sin embargo,

Rocha deja tantos espacios –por no decir lagunas—, que una vez más debo aclarar que mis

observaciones no tienden a mellar su calidad intelectual; simplemente no puedo tolerar su

versión precipitada de nuestras letras. Desde luego que nadie es infalible, al menos en

nuestro oficio, específicamente cuando procuramos evaluar un periodo tan reciente o la

obra de un autor que da sus primeros pasos. El problema está en no caer en el facilismo ni

obrar con preferencias regionales. Bolivia no sólo es La Paz. A ratos Omar Rocha se

muestra cauto –aunque no lo suficiente--, pues debería saber, como todo investigador, que

nadie puede estar seguro de lo que hace, sin antes verificar sus datos. Lo malo es que Rocha

confía ciegamente en sus fuentes, al extremo de que se adhiere con facilidad a las ideas que

le exponen; eso le puede resultar perjudicial si no las confronta con las de otros

investigadores y las verifica en su origen; además, siempre debemos revisar y repensar los

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temas que tenemos en carpeta. Encuentro que la primera parte de su estudio se halla

cuidadosamente elaborada, para ambientar las obras que luego analiza en la segunda, donde

lamentablemente aparecen algunos desaciertos, como cuando dice: “Incluso, grandes

cuentistas (Jaime Sáenz, Carlos Medinaceli, Oscar Cerruto), son considerados casi

exclusivamente por sus novelas y no por sus cuentos”. Al parecer es una ligereza, porque

no creo que desconozca la obra de esos autores como para no darse cuenta de que Sáenz,

Medinaceli y Cerruto precisamente son novelistas. Es más, Sáenz y Cerruto también son

poetas. Sáenz es autor de las siguientes novelas: “Felipe Delgado” (1979), “Los papeles

de Lima Achá” (1991), “El señor Balboa”, “Santiago Machaca” (1996) y

“Tocnolencias” (2010); Medinaceli cobró relieve por su única novela “La Chaskañawi”

(1947), así como también con sus estudios críticos; Cerruto por “Aluvión de fuego” (1935)

y, claro está, por “Cerco de penumbras” (1958), donde sí se muestra notable cuentista; en

cambio, los otros dos no son cuentistas --menos todavía grandes--, aunque sí escribieron

algunos relatos que no han trascendido. En Medinaceli, “Adela” (1955), es un cuento largo

que cobró cierta resonancia en su tiempo y luego se perdió. En todo caso, me parece que es

pertinente recordar que cuento y relato no son lo mismo. Si alguien quiere ampliar sus

conocimientos al respecto, ahí tiene el libro de Mempo Giardinelli: “Así se escribe un

cuento” (1998).

En la tercera parte, Omar Rocha se refiere a los cuentos aparecidos en los tiempos

de represión, que Ana Rebeca Prada considera “una cuentística del terror” en su estudio

“El cuento contemporáneo de la represión en Bolivia” (1985), que Rocha toma de base

junto a “El Quijote y los perros. Antología del terror político” (1979). En este acápite,

hubiera sido importante analizar la obra de Oscar Soria, Jorge Suárez, Alfonso Gumucio

Dagrón, Roberto Laserna y Alfredo Medrano. En la cuarta parte, se esfuerza por destacar la

narrativa de René Bascopé, sin considerar que junto a él sobresalieron otros cuentistas,

algunos de ellos amigos suyos, como: Manuel Vargas y Jaime Nisttahuz, con quienes

dirigió la revista “Trasluz” (1976).

En la quinta parte, cuando se refiere a la obra de Adolfo Cárdenas, no oculta su

admiración por ese narrador, a quien considera artífice de “una estética barroca”; por

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cuanto Cárdenas preferentemente recoge el habla popular de una zona de la urbe paceña.

Omar Rocha dice: “Retomando y dando lugar a un nuevo lenguaje narrativo que recoge la

herencia de las ciudades marginales, los barrios periféricos y llevando sus exploraciones a

extremos lingüísticos “asombrosos”, se da la fuerte irrupción de la cuentística de Adolfo

Cárdenas, que puede ser considerado uno de los más grandes escritores de lo que hemos

denominado ‘la cultura de la democracia’”. Más abajo añade: “Adolfo Cárdenas con la

publicación de Fastos Marginales (1989) y Chojcho con audio de rock p’ssahdo (1992),

inaugura una estética barroca y andina, trabajada con mucho humor e ironía”. Desde

luego que Cárdenas es un notable fabulador, que orienta su narrativa al testimonio oral, con

destreza sin par en el país. Si bien no alcanza la dimensión universal que logró Guimaraes

Rosa con su novela “El Gran Sertón: Veredas” (1958), Cárdenas, con sus cuentos y su

novela “Periférica Blvd” (2004), se constituye en uno de los fabuladores más versátiles de

la narrativa boliviana, usando en algunas de sus obras la sintaxis abierta, o sea sin signos de

puntuación, como lo hace Sáenz en “Tocnolencias”. Empero, debemos aclarar que no

inaugura una estética barroca, por cuanto no formula una fundamentación teórica del

barroquismo, como lo hace Wölfflin, por ejemplo; además, el moderno estilo barroco

aparece en nuestro país con Julio Lucas Jaimes (Brocha Gorda) en su historia anecdótica

“La Villa Imperial de Potosí”, en 1905; luego reaparece con Gamaliel Churata y su libro

“El Pez de Oro”, en 1957. Cárdenas es un narrador que maneja el habla de un segmento

social de La Paz, así como en su tiempo lo hizo Marceliano Montero, con “Paquito de las

salves” (1928), obra escrita con el habla popular de Santa Cruz. Otro cruceño que hace lo

mismo es Paz Padilla Osinaga, con su libro de cuentos “Nel Umbral” (1986). Repetimos,

el barroquismo que Rocha pondera en Cárdenas es de naturaleza oral, cuya forma de

expresión tiene sus peculiaridades, que no tienen nada que ver con la concepción de los

grandes barrocos del Siglo de Oro español, como: Lope de Vega, Calderón de la Barca y el

mismo Cervantes Saavedra. Si nos circunscribimos al ámbito boliviano, también son

barrocos Bartolomé Arzanz de Orsúa y Vela, en el periodo colonial y, en los tiempos

modernos, aparte de Brocha Gorda y Gamaliel Churata, Néstor Taboada Terán, con sus

novelas “El Signo Escalonado” (1975), “Manchay Puito el amor que quiso ocultar

Dios” (1977) y algunos de sus cuentos de “Las naranjas maquilladas” (1983); luego

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Ramón Rocha Monroy, con “El run run de la calavera” (1986) y “Potosí 1600” (2002),

esta última galardonada con el Premio Nacional de Novela; además, Víctor Hugo Viscarra,

con “Borracho estaba, pero me acuerdo” (2002), de algún modo en la línea de las

novelas picarescas, especialmente “El lazarillo de Tormes” (siglo XVI). En cuanto a los

grandes narradores bolivianos de la época actual, omite al que más relieve ha cobrado, no

sólo en el país, sino en el mundo entero, con la traducción de sus obras a otras lenguas; me

refiero a Edmundo Paz Soldán, que en 1997 se adjudicó el Premio de Cuento “Juan Rulfo”,

con “Dochera”, en París.

Los fragmentos que reproduce Omar Rocha --modelos del barroquismo para él--,

sacados de William Camacho y Mabel Vargas, no son los más adecuados para ilustrar sus

aseveraciones; además, al lado de Cárdenas y Paz Soldán, ambos autores son de discreta

producción; por otra parte, advertimos que Rocha se sustenta en la visión barroca de

Eugenio D’Ors; al respecto, hubiera sido bueno que ampliara sus conocimientos estudiando

a Heinrich Wölfflin, el más notable de los analistas del barroco, especialmente con su libro

“Renacimiento y Barroco” (1978).

En la sexta parte vuelve a los escritores más representativos del pasado siglo; lo

curioso es que, sabiendo que existen “obras poco ‘atendidas’ por la crítica literaria como

El Occiso (1937) de María Virginia Estenssoro” y “Rodolfo el Descreído” (1939), novela

de David Villazón, llevado por un juicio de Luis H. Antezana, todavía cree que “Cerco de

penumbras” (1958) libro de cuentos de Oscar Cerruto y “Los deshabitados” (1959),

novela de Marcelo Quiroga Santa Cruz: “fueron las obras que marcaron una nueva

tendencia, alejada de un predominio realista”. Si --aunque sea por curiosidad-- se hubiera

molestado en leer “El Occiso” y “Rodolfo el descreído”, se hubiera dado cuenta de que

las obras citadas por Antezana no marcan lo que afirma; tampoco están alejadas del

“predominio realista”. Son obras insertas en el realismo crítico; es más, Cerruto inclusive

tiene un cuento inspirado en la revolución del 9 de abril de 1952: “Ifigenia, el zorzal y la

muerte”; otros, en Chejov y en Borges. Lo nuevo está en “El occiso” y en “Rodolfo el

descreído”. La novela de Quiroga Santa Cruz se inserta entre las que marcaron el “boom”

latinoamericano, al influjo de Joyce y Faulkner. Entre los narradores que Rocha cita, se

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olvidó de otros igualmente notables, como: Adolfo Costa du Rels, Osvaldo Molina,

Augusto Céspedes, Oscar Soria Gamarra, Augusto Guzmán, Humberto Guzmán Arze,

Porfirio Díaz Machicao, Josermo Murillo Vacareza, Alfredo Flores, Gastón Suárez, Raúl

Botelho Gosalves y Pedro Shimose.

La séptima parte no tiene razón de ser. Es discriminatoria, injustificable para el

momento histórico que nos toca vivir. Omar Rocha desarrolla lo que podríamos llamar el

“ghetto” femenino, con simpleza, como si la creatividad de las mujeres fuera diferente a la

de los hombres. Le bastó una hojeada a “La otra mirada” (2000), antología de Virginia

Ayllón y Ana Rebeca Prada, para hablar de la cuentística femenina. Es más, de las 26

narradoras que figuran en esa antología, apenas nombra a tres; luego, dice: “Aun cuando

existen numerosos estudios monográficos sobre algunas narradoras(,) en particular

(Rivero, Arnal, Gutiérrez, etc.), hace falta una visión más amplia de la narrativa femenina

boliviana. Todavía no encontramos una tradición de literatura femenina establecida y

consolidada, aunque son cada vez más importantes las luchas por “irrumpir” en ámbitos

discursivos masculinos”. No “irrumpen” en ningún ámbito, por cuanto forman parte del

mismo, que no es exclusivamente masculino. Tal displicencia no es tolerable en una obra

que pretende reflejar un periodo definido de nuestras letras. El facilismo que caracteriza

gran parte del esfuerzo de Rocha, dado que tampoco se molesta en corregir lo que escribe,

le hace decir: “Fue la primera antología dedicada exclusivamente a mujeres(,) publicada

(en) Bolivia y no es casual que el año de publicación sea el 2000, año que abre las puertas

al nuevo milenio”. Primero, no fue “la primera antología dedicada exclusivamente a

mujeres”; en 1997, Manuel Vargas sacó, con la Editorial “Los Amigos del Libro”, su

“Antología del cuento femenino boliviano”; luego, el año 2000 no “abre las puertas al

nuevo milenio”; al contrario, cierra el anterior milenio; recién se abre el nuevo, o sea al

tercero, con el año 2001. Por la forma cómo desarrolla este capítulo, se hace dudoso que

hubiera leído los cuentos de “La otra mirada”. Después de mencionar a Giovanna Rivero,

Marcela Gutiérrez y Ximena Arnal, ignora que también están presentes en esa antología

Virginia Ayllón, Blanca Elena Paz, Beatriz Kuramoto, María Soledad Quiroga y muchas

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más; asimismo, ignora la existencia de Claudia Peña, Paola Senseve, Shariel Baptista,

Vanessa Giacomán, inclusive Gaby Vallejo, que también incursionó en el cuento.

En la octava parte se ocupa de la narrativa de Rodrigo Hasbún y Maximilino

Barrientos, analizando sus cuentos con más detalle. Como siempre, desconoce la existencia

de otras figuras igualmente jóvenes, como: Sebastián Antezana, Mauricio Murillo, René

Rivera Miranda, Waldo Barahona, Fernando Suárez, Camilo Albarracín, Rosario Barahona

Michel (cuentista que ganó el Premio Nacional de Novela 2012). En la novena y última

parte hace un repaso de las actividades más notables de su equipo, evocando algunas

figuras del pasado, donde confunde la obra de Alberto Ostria Gutiérrez (“El traje del

arlequín”, 1921) con la de Adolfo Costa du Rels, que es coautor de ese libro de cuentos,

pero no del cuento mencionado.

Antes de pasar al estudio de Pablo Lavayén Vásquez, me parece pertinente señalar

otras características igualmente notables en el actual periodo democrático. Tanto en novela

como en cuento, se advierte la preocupación constante de los escritores por tematizar

pasajes de la historia nacional. Este fenómeno no es nuevo, pero el caso es que cobra

notable relieve, como no había ocurrido en épocas anteriores. En parte, esta revisión de

nuestra historia procede del éxito que obtuvo Néstor Taboada Terán, con sus novelas

“Manchay Puyto el amor que quiso oculta Dios” (1977) y “Angelina Yupanki” (1992);

además, Ramón Rocha Monroy, comienza ganando la cuarta versión del el Premio

Nacional de Novela, con “Potosí 1600” (2002), novela a la que pronto siguen: “¡Qué solos

se quedan los muertos!” (2006) y “La sombra del tambor” (2012), del mismo autor;

Gonzalo Lema, con su novela “La huella es el olvido” (1993) logra salir entre los finalistas

del Premio Casa de las Américas, en Cuba; Lupe Cajías, gana el Premio de Novela “Erich

Guttentag” (1996), con su novela “Valentina, Historia de una rebeldía” (1998); Gladys

Dávalos Arze, se destaca con “Los Pozos del Lobo” (2008); Waldo Barahona, con su libro

de cuentos “Ukhumanta” (2008) y su novela “Los bandidos de la tierra prometida”

(2011), historia de Butch Cassidy y Sundance Kid; Verónica Ormachea Gutiérrez, con

“Los ingenuos” (2010); Miguel Castro Arze, nos sorprende con su singular novela “Si aún

queda llanto en tus ojos” (2008), inspirada en la Guerra del Chaco y los héroes de

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Boquerón; Gonzalo Ricardo Rivero Torrico, con “Antofagasta” (2011), novela sobre la

Guerra del Pacífico; por mi parte, incursioné en la novela histórica con “La saga del

esclavo” (2006), recreando los comienzos del periodo independentista; “Octubre negro”

(2007), la caída de Goni y “El Charanguista de Boquerón” (2010), inspirada en la Guerra

del Chaco; además, mi libro de cuentos “La Guerra del Agua” (2012). Asimismo, otros

temas preferidos por los narradores de hoy lindan con la novela y el cuento policial, como

se advierte en “Río Fugitivo” (1998), de Edmundo Paz Soldán y los cuentos y novelas en

torno al detective Santiago Blanco, reunidos en un solo volumen con el título “Santiago

Blanco, serie completa” (2010), de Gonzalo Lema; asimismo, tenemos los cuentos y

novelas de ciencia y ficción que nos ofrecen Rodrigo Antezana Patón, Miguel Esquirol,

Iván Prado y Gonzalo Lema.

Entre la apertura y la experiencia interior: El cuento

contemporáneo en Bolivia Con el presente artículo de Pablo Lavayén Vásquez, estudiante de la Carrera de

Literatura de la UMSA, se cierran los estudios dedicados al cuento, en el periodo

democrático del país. Su contenido denota cierta amplitud respecto al análisis de sus

docentes, por cuanto por lo menos reconoce la importancia de Paz Soldán en la narrativa

contemporánea; sin embargo, continúa con la visión estereotipada de sus antecesores;

aspecto que nos hace pensar en cómo se desarrolla su formación en la Carrera de Letras de

la UMSA. Lo cierto es que existen dos tipos de docentes universitarios: Los dogmáticos,

que todavía transfieren conocimientos a sus alumnos, fieles al contenido de sus textos

favoritos; en cambio, los otros --que son pocos--, tienden a la investigación, proponiendo

los temas a sus alumnos, junto a una amplia bibliografía con esquemas abiertos a la

discusión en aula, a fin de consolidar sus conocimientos.

Pablo Lavayén, al comenzar su artículo, habla de las bondades “del surgimiento del

Internet y otras tecnologías de comunicación”, pero curiosamente ni el Internet ni esas

tecnologías le motivaron para elaborar su estudio. Considera que el Internet es “un

fenómeno ‘insostenible’”, por cuanto le cuesta lanzarse al amplio mundo de las ideas;

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entonces, debe optar por el camino que le señalaron sus docentes: “Como nunca ahora se

debería empezar –dice— a reflexionar sobre un cierto comportamiento de la elección

artística. Resulta obvio que el lugar de dicha labor es el de las listas canónicas. Por otro

lado, existe una segunda opción. Se trata de la elección subjetiva que tomará en cuenta

todos los datos ofrecidos por las lecturas recurrentes para saltar de una a otra obra en un

juego altamente productivo”. En primer lugar, debería saber que investigar no es cosa de

juego; es algo más serio, sobre todo si se quiere que ese algo sea verdaderamente

productivo. Luego, si se recurre a la lectura es porque es la única forma de conocer una

obra, sin saltos ni sobresaltos: con continuidad, especialmente si estamos con las obras que

consideramos imprescindibles. Ahora voy al meollo de su procedimiento. Pablo Lavayén

nos habla de su base de datos: 522 libros de cuento; entonces, dice que necesariamente

tiene que reflexionar sobre su elección. ¿Cómo reflexiona? Veamos: “Desde semejante

cifra –dice-- se procederá a dar un salto metodológico, tal vez un tanto caprichoso(,) pero

sobre todo relevante, a un pequeño número de obras de las cuales se elegirán una

cuantas(,) debido a su condición de representatividad y su alta calidad estética”. No hay

salto metodológico que sea “un tanto caprichoso”; menos todavía si se pretende que sea

“relevante”. Me hubiera gustado que nos explicara qué entiende por “su condición de

representatividad”. ¿Qué pretende que le represente un cuento?: ¿Una clase social? ¿Un

estilo? ¿Una región? ¿Un nivel estético? O tal vez otros mundos y galaxias, teniendo en

cuenta su predilección por las novelas de ciencia y ficción. Es curioso que no se hubiera

dado cuenta que “Memorias de futuro” (2008) de Miguel Esquirol, es un libro de cuentos

de ciencia y ficción, que no tiene nada que envidiar a lo que hace Philip Dick. Vaya uno a

saber qué pasa por su cabeza con cada una de sus lecturas. En cuanto a calidad estética, me

pregunto cuán preparado está para apreciar, por ejemplo, “Los nombres del infierno”

(1985), libro de cuentos de Renato Prada, que salió en México, al igual que “Las máscaras

de ‘el otro’” (2008). Lamentablemente Prada no existe en sus registros. Para su equipo,

algunos exiliados dejaron de ser bolivianos en cuanto salieron del país. ¿Sabrá quién era

Prada? Cuando habla de Literatura Latinoamericana, refiriéndose a lo grotesco en Sáenz y

Cárdenas, dice: “el verdadero precursor de dicha literatura de lo grotesco es Roberto Arlt.

Tal vez si seguimos este rastro todo se haga más evidente. ¿Se puede comparar a Cárdenas

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con Arlt?”Claro que se puede, como que ambos tienen mucho que ver con un sesgo del

“criollismo”; en cuanto al verdadero precursor de lo grotesco, es más probable que lo

encuentre en el ecuatoriano Pablo Palacio y sus relatos de “Un hombre muerto a

puntapiés” (1927). Como al menos Lavayén sabe que existe el Internet, podría ingresar a

las Bibliotecas más grandes del mundo, especialmente a la de la UNESCO y bajar los libros

que están en oferta; asimismo, acceder a una serie de revistas virtuales; por ejemplo, en

“Palabras más”, pudo haber leído el estudio de Samuel Arriarán: “En busca de un libro

perdido: Los nombres del infierno”, que también se publicó en la revista “Semiosis”, vol.

V, Num. 10, julio-diciembre del 2009. Instituto de Investigaciones Lingüístico-literarias de

la Universidad Veracruzana. Lamentablemente Pablo Lavayén no fue incentivado para este

tipo de trabajo. Lo curioso es que sabiendo que: “Hasbún se adscribe a la corriente

inaugurada en Bolivia por Edmundo Paz Soldán”, ignora “Las máscaras de la nada”

(1990), libro de cuentos de Edmundo Paz Soldán, con el cual prácticamente se inicia una

nueva corriente en la narrativa boliviana. El salto de Lavayén fue tan largo que tampoco

leyó “Onir” (2002), libro de cuentos de Blanca Elena Paz, ni “Contraluna” (2005), de

Giovanna Rivero; “Que mamá no nos vea” (2005), de Claudia Peña Claros; “Vaginario”

(2008), de Paola Senseve. Seguro estoy que esas obras estaban entre las 522, pero como

prefirió trabajar “con un pequeño número”, las dejó de lado. ¿Las habrá descartado porque

eran cuentos escritos por mujeres? Luego tampoco leyó “Testamento a la ausencia”

(2001) y “La sombra del miedo” (2007), de René Rivera Miranda. Optó por lo fácil, como

le habían enseñado y, entre 522 libros, sólo consideró dignos de atención tres (“Cinco”, de

Rodrigo Hasbún; “Hoteles”, de Maximiliano Barrientos, y “El misterio del estido”, de

William Camacho), que indudablemente son buenos, pero para fortuna nuestra hay muchos

más.

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Una lectura de la poesía boliviana en democracia (1983-2009)

Mónica Velásquez Guzmán, doctora en Literatura Latinoamericana, comienza su

estudio señalando: “La insularidad que marca nuestro panorama poético(,) carente de

tendencias, agrupaciones( ), o parricidios devastadores que giren el horizonte hacia zonas

insospechadas del lenguaje o grandes renovaciones de los temas(,) ya ha sido señalada por

la crítica (Antezana, Mitre, Velásquez). Con las comas que le puse entre paréntesis,

podemos entender que se refiere a la insularidad “que ya ha sido señalada por la crítica”.

Sin las comas, poniendo el relativo “que”, después de temas, también podría decir: “de los

temas que han sido señalados por la crítica”. ¿Es esto o lo otro que quiso decir? Optamos

por la insularidad, porque Mónica considera que se ajusta al espíritu de su estudio. Sin

embargo, no creo que tanto ella, como los críticos que menciona, estén plenamente

convencidos con esa “marca”. Primero --dado los tiempos en que vivimos--, ningún país,

por mediterráneo que sea, se constituye en una ínsula aislada del resto del mundo. ¿Cómo

pensar que, en Bolivia, los poetas y narradores no saben lo que ocurre en otros ámbitos

culturales si casi todos tienen correo electrónico, trabajan con el Internet y algunos se

conectan por Facebook? ¿Luego, cómo imaginar siquiera que esos poetas se hallan carentes

de tendencias, si forman parte de un proceso que aún no ha concluido? ¿A qué poetas se

refiere Mónica? ¿Llama poetas a los versificadores que abundan como hormigas, sin

tendencias ni modelos? No creo que tanto Eduardo Mitre como Mónica Velásquez se

consideren insulares. Mitre, que reside en los EE.UU., ya tenía una base (en sus lecturas y

estudios) cuando salió del país. Empezó, como la mayoría de los jóvenes poetas de su

tiempo, marcado por Neruda y Vallejo. El resultado está en “Elegía a una muchacha”

(1965), que cautivó a Jaime Sáenz, que le pidió que lo visitara en su casa, en La Paz, donde

Mitre, que vivía en Cochabamba, se quedó varios días. Luego Mitre continuó su camino,

con los versos de Huidobro y Mallarmé, para brindarnos “Morada” (1975), “Ferviente

humo” (1976) y “Mirabilia” (1979). A partir del programa “Semillas de estrella pura”,

que mantuvimos por varios meses en radio “San Rafael” de Cochabamba, con Renato Prada

y Mitre, éste jamás dejó de estudiar a los clásicos del Siglo de Oro español, especialmente a

Lope de Vega y Quevedo, como lo podemos apreciar en “Pastor de una ausencia”, poema

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nunca publicado, pero sí escenificado en 1968, en el teatro Adela Zamudio de Cochabamba.

La insurgencia estudiantil de Francia, el 68, hizo que Mitre volviera al país, cuando

estudiaba Literatura en la Universidad de Niza. Entonces fue que emigró a los EE.UU. y,

con los ojos siempre en nuestra América, en México se contactó con Octavio Paz, quien

dijo de “Morada”: “Es un libro precioso, hecho de aire y luz, hecho de palabras que no

pesan como el aire y que brillan como la luz. Un libro casi perfecto”. Ahí supo más de

José Juan Tablada, poeta al que admiraba, mientras los haikus ya formaban parte de su

poesía, hasta el punto de ampliar su estro poético, para darnos lo que ahora apreciamos, al

amparo de los elogiosos comentarios de sus críticos, especialmente Guillermo Sucre y

Antonio Muñoz Molina, que prologó sus últimos libros, hasta “Obra poética (1965-1998)”

(2012) que reúne siete de sus poemarios, publicado por la prestigiosa editorial española

Pre-Textos. No en vano Blanca Varela lo eligió para su antología, como uno de los poetas

más representativos de Hispanoamérica. Asimismo, Julio Cortázar, luego de leer

“Ferviente humo” (1976), le escribió: “La lectura de Ferviente humo ha sido para mí un

bella experiencia de poesía”. Es curioso que Mónica Velás1quez sólo lo use por sus

estudios de la poesía boliviana y lo ignore como poeta; además, por si no se ha dado cuenta,

el ritmo, la cadencia y las imágenes verbales que usa en su “Hija de Medea” (2008), le

deben bastante a Mitre. Además, ese su poema épico-lírico, de algún modo se inserta en la

línea modernista de Ricardo Jaimes Freyre y Franz Tamayo, tal como lo hace Blanca

Wiethüchter con “Ítaca” (2000). Sería bueno que releyera, aparte de “Razón ardiente”,

“El Peregrino y la ausencia” (1988), “La luz del regreso” (1990) y “Carta a la

inolvidable” (1996).

Desde luego que lo importante es que Mónica considera fundadoras las obras de

Sáenz, Cerruto y Camargo, de quienes se desprenden lo que ella llama “temas recurrentes

(ciudad, relación yo-tú, la muerte convocada y hasta deseada, el oprobio, la tarea poética

en medio de un contexto hostil, el erotismo) y la búsqueda en el lenguaje (solemnidad o

coloquialismo, hermetismo e intertextualidad, alto uso metafórico, barroquismo o síntesis

extrema). Buena síntesis y caracterización. Pero, ¿por qué no estudia con más precisión la

incidencia de la obra de estos poetas en el momento actual, si las considera: “fundadoras

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de la poesía boliviana contemporánea”? De modo general, en este equipo de la UMSA, he

notado una actitud excluyente para con los escritores bolivianos que están fuera del país.

Así, ignoran a los poetas bolivianos que trabajan en Suecia; lo mismo que a Nora Zapata,

que se halla en Suiza; tampoco conocen la antología de Víctor Montoya: “Poesía boliviana

en Suecia” (2005). Tampoco saben que Renato Prada escribió dos poemarios: “Palabras

Iniciales” (2006) y “Ritual” (2007), que fueron distribuidos en Bolivia por Plural Editores;

que Antonio Terán Cabero también ganó el Premio Nacional de Poesía Yolanda Bedregal,

con “Boca abajo y murciélago” (2003).

De todos modos, es un valioso aporte el que Mónica Velásquez Guzmán nos ofrece

en este su estudio, con varios poetas poco conocidos en nuestro medio, destacando la vena

comprometida con la realidad, en Blanca Wirthüchter, poniéndolos a nuestro alcance para

seguir sus huellas. Este volumen concluye con un estudio de Mary Carmen Molina Ergueta,

estudiante de la Carrera de Literatura de la UMSA. Mary Carmen nos ofrece un interesante

panorama, con detalles estadísticos, que nos permiten cerrar este estudio con las siguientes

palabras del crítico francés Georges Mounin: “La buena salud de la poesía se basa,

ciertamente, en dos o tres preceptos ignorados por los sanos, violentamente negados por

los enfermos, y de cuya crítica –que en este caso podría implicar, sin embargo, la

curación— parecería que se hubiese resuelto no hablar por lo mismo que no se menciona

la cuerda en casa del ahorcado. Uno de tales desagradables preceptos sostiene que sólo

quedan de cada generación apenas dos o tres auténticos poetas; es decir, unos diez por

siglo en el mejor de los casos históricos. Otro de tales preceptos afirma que cada

verdadero poeta sólo llega a serlo en algunas docenas de poemas”. (“Poesía y Sociedad”

– 1974).