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CRÍTICAS Jacques FERRAND, Melancolía erótica o enfermedad de amor, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1996. Con la recuperación de este tratado fa- moso sobre la melancolía amorosa -que apareció inicialmente en Toulouse, y que fue reeditado con leves variaciones en Pa- rís, una docena de años más tarde, en 1623, ladeando su condena eclesiástica-, la Aso- ciación Española de Neuropsiquiatría da comienzo a su nueva colección de textos clásicos, bajo el rótulo «Historia». Es la primera edición en español de un libro de notable calidad literaria (muy perceptible también en la excelente traducción de Ju- lián Mateo), que evidencia, además, los usos terapéuticos antes de la revolución médica moderna. Aunque se había publicado un facsímil del texto -en la colección sobre los oríge- nes de la psiquiatría y del psicoanálisis que ha ido configurando Kraus Reprint-, sólo recientemente ha aparecido una edición moderna en inglés (A Treatise of Lovesick- ness, Syracuse, 1990), cuidada por D. Bee- cher y M. Ciavolella; y otra en italiano (Malinconiaerotica, Venecia, 1991), a car- go del segundo de estos autores: Ciavolella, autor de La «malatia d'amore» dall'Anti- chita al Medioevo (Roma, 1976), y profe- sor hoy en Toronto, es un gran especialista en Ferrand; y él ha servido en parte de guía para la difícil confección de notas de esta edición castellana. El autor de la Melancolía erótica o en- fermedad de amor nació en Agen, al sur de Francia, en tomo a 1575, y se doctoró en derecho civil y medicina en la Universidad de Toulouse. Ejerció su oficio entre ambas ciudades y ocupó cargos en el gobierno municipal. El resto de sus datos vitales se traslucen en las páginas de este curioso tra- tado tan significativo de la medicina -y de la cultura en general- de finales del siglo XVI y principios del XVII. Ferrand, además de un buen conocedor de las lenguas clásicas, fue un lector direc- to o indirecto de los libros modernos. De modo que tiene muy presente no sólo a An- dré Du Laurens (las páginas de Des mala- dies melancholiques et les moyens de les guarir, de 1597, son seguidas por él paso a paso en este libro), sino también a los gran- des médicos españoles, por ejemplo a Ni- colás Monardes (1508-1588) y Luis Merca- do (1525-161]), o a los dos protagonistas de la escuela de Alcalá, Cristóbal de Vega (1510-]573) y Francisco Valles (1524- 1592), cuya obra fue una de las más influ- yentes de la medicina europea del siglo XVI. A todo ello debe sumarse las referen- cias a los clásicos grecolatinos o a los auto- res medievales, por ejemplo, al médico va- lenciano Arnau de Vilanova quien, tres si- glos antes, había escrito sobre la gama amorosa de la melancolía. Pues el galenis- mo tardío -del que Ferrand es un ejemplo, y no sólo por los años en los que su vida transcurrió- se edificó sobre ese fondo del pensamiento medieval, si bien no pueden olvidarse tanto las nuevas recuperaciones de textos como el auge del individuo mo- derno asentados ya a finales del Renaci- miento. La literatura de finales del XVI y de comienzos del siglo siguiente ponen de manifiesto este cambio en la mentalidad colectiva, que sin duda está en la base de la preocupación constante por la tristeza en estos años. Y, de hecho, Montaigne, ese «psicólogo» de la modernidad en ciernes, está muy presente en las páginas la Melan- colía erótica. Pues es sabido que en una época en la

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CRÍTICAS

Jacques FERRAND, Melancolía erótica o enfermedad de amor, Madrid, Asociación Española de Neuropsiquiatría, 1996.

Con la recuperación de este tratado fa­moso sobre la melancolía amorosa -que apareció inicialmente en Toulouse, y que fue reeditado con leves variaciones en Pa­rís, una docena de años más tarde, en 1623, ladeando su condena eclesiástica-, la Aso­ciación Española de Neuropsiquiatría da comienzo a su nueva colección de textos clásicos, bajo el rótulo «Historia». Es la primera edición en español de un libro de notable calidad literaria (muy perceptible también en la excelente traducción de Ju­lián Mateo), que evidencia, además, los usos terapéuticos antes de la revolución médica moderna.

Aunque se había publicado un facsímil del texto -en la colección sobre los oríge­nes de la psiquiatría y del psicoanálisis que ha ido configurando Kraus Reprint-, sólo recientemente ha aparecido una edición moderna en inglés (A Treatise of Lovesick­ness, Syracuse, 1990), cuidada por D. Bee­cher y M. Ciavolella; y otra en italiano (Malinconiaerotica, Venecia, 1991), a car­go del segundo de estos autores: Ciavolella, autor de La «malatia d'amore» dall'Anti­chita al Medioevo (Roma, 1976), y profe­sor hoy en Toronto, es un gran especialista en Ferrand; y él ha servido en parte de guía para la difícil confección de notas de esta edición castellana.

El autor de la Melancolía erótica o en­fermedad de amor nació en Agen, al sur de Francia, en tomo a 1575, y se doctoró en derecho civil y medicina en la Universidad de Toulouse. Ejerció su oficio entre ambas ciudades y ocupó cargos en el gobierno municipal. El resto de sus datos vitales se

traslucen en las páginas de este curioso tra­tado tan significativo de la medicina -y de la cultura en general- de finales del siglo XVI y principios del XVII.

Ferrand, además de un buen conocedor de las lenguas clásicas, fue un lector direc­to o indirecto de los libros modernos. De modo que tiene muy presente no sólo a An­dré Du Laurens (las páginas de Des mala­dies melancholiques et les moyens de les guarir, de 1597, son seguidas por él paso a paso en este libro), sino también a los gran­des médicos españoles, por ejemplo a Ni­colás Monardes (1508-1588) y Luis Merca­do (1525-161]), o a los dos protagonistas de la escuela de Alcalá, Cristóbal de Vega (1510-]573) y Francisco Valles (1524­1592), cuya obra fue una de las más influ­yentes de la medicina europea del siglo XVI. A todo ello debe sumarse las referen­cias a los clásicos grecolatinos o a los auto­res medievales, por ejemplo, al médico va­lenciano Arnau de Vilanova quien, tres si­glos antes, había escrito sobre la gama amorosa de la melancolía. Pues el galenis­mo tardío -del que Ferrand es un ejemplo, y no sólo por los años en los que su vida transcurrió- se edificó sobre ese fondo del pensamiento medieval, si bien no pueden olvidarse tanto las nuevas recuperaciones de textos como el auge del individuo mo­derno asentados ya a finales del Renaci­miento. La literatura de finales del XVI y de comienzos del siglo siguiente ponen de manifiesto este cambio en la mentalidad colectiva, que sin duda está en la base de la preocupación constante por la tristeza en estos años. Y, de hecho, Montaigne, ese «psicólogo» de la modernidad en ciernes, está muy presente en las páginas la Melan­colía erótica.

Pues es sabido que en una época en la

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que, por supuesto, la Psiquiatría no se había configurado, la mayoría de las enfermeda­des mentales eran denominadas «melanco­lía»: un título muy holgado que define, so­bre todo, a una de las preocupaciones más características de la medicina del siglo XVI. En España, Huarte de San Juan, An­drés Velázquez y Pedro Mercado abordaron de diversas formas esta enfermedad de pronto en alza. Así Alfonso de Santa Cruz, en su Diagnóstico y curación de las afec­ciones melancólicas, redactada hacia 1592, no dejó de lado la melancolía erótica, que le ocupa a Ferrand, como tampoco lo hicieron en Europa otros médicos: Bright, en A Trea­tise ofMelancholy de 1586; Guibelet, en De l'humeur mélancolique, de 1603, o Burton, en una obra tan fundamental como The Anatomy ofMelancholy, aparecida en 1621.

Junto con la moderna «aparición de la tristeza» en los países europeos, hubo en la época barroca una verdadera proliferación de estudios sobre la enfermedad del amor, por entonces conocida como melancolía erótica o melancolía amorosa. Jean Staro­binski -en su Historia del tratamiento de la melancoUa, Basilea, Geigy, 1962- indica que se trata «de un tormento moral que tie­ne la propiedad de encarnarse y se mani­fiesta por una deformación y una alteración sensibles del cuerpo; la metáfora del amor que consume está tomada aquí al pie de la letra; el querer morir gana patéticamente al querer vivir». Y esta MelancoUa erótica o enfermedad de amor es, en efecto, un análi­sis del desajuste provocado por el deseo ex­cesivo o la falta de mesura en las pasiones: una dislocación abordada de forma que sin duda resulta hoy extraña y desordenada. Pues las variedades que escribe, las clasifi­caciones de los melancólicos y de sus posi­bles orígenes y, por supuesto, las recetas para combatirla, entran de lleno en el

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humoralismo neogalénico, que va a recibir una crítica continua con las nuevas teorías medicinales justo a partir de la muerte de Ferrand.

La lectura de la MelancoUa erótica per­mite acercarse sin dificultad, por tanto, a este modo de representar la tristeza. Dividi­do en 39 capítulos (que corresponden a to­das las facetas de un «discurso curioso que enseña a conocer la esencia, las causas, los signos y los remedios de este mal fantásti­co», según dice el subtítulo), el libro, bella­mente escrito, está por añadidura plagado de rápidos apuntes morales, de ejemplos históricos y de citas famosas. Y se halla, por cierto, impregnado de una tan evidente misoginia -eso sí, muy característica de la época- que hoy nos aparece esta necia pre­vención como un síntoma más de la misma enfermedad del amor, condicionada tempo­ralmente, que el autor intenta desmenuzar en sus manifestaciones y atajar hasta su po­sible mitigamiento.

Consejo de Redacción (M. 1.)

Carlos CASTILLA DEL PINO (compilador), La extravagancia, Madrid, Alianza, 1995.

Sexto de los volúmenes en que la colec­ción Alianza Universidad va recogiendo el seminario de Antropología de la Conducta dirigido por el Prof. Castilla del Pino den­tro de los Cursos de Verano de la Universi­dad de Cádiz, se reúnen en éste las confe­rencias sobre la extravagancia que se dicta­ron en el curso correspondiente al verano de 1992. Junto al inconveniente de publi­~~rse con un retraso, en esta ocasión, de tres años, convive la ventaja de ser una pie­za más que añadir a las cinco precedentes:

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la mentira, el personaje, la obscenidad, el silencio, la envidia. Temas «borrosos», «complejos» -en palabras y comillas de Castilla- y que se resisten a dejarse definir.

Esa dificultad es ostensible, aunque no insalvable, en este caso, y casi todos los au­tores reunidos en el libro se verán obliga­dos a reconocer de entrada la imprecisión y solapamiento de los significados de la ex­travagancia con los de sus vecinas: la ex­centricidad, la rareza e incluso la simple-y más humilde- chifladura. A ello contribu­ye, además, la sociohistoricidad del con­cepto, su cambiante dinámica social, que ha transcurrido desde lo individual, excep­cional, espontáneo y único del extravagante de antaño, hasta la fabricación, promoción y comercialización actuales de la extrava­gancia como moda de ser, lo cual conlleva la extinción de sus cualidades transgresoras y el planteamiento paradójico de si seguirá siendo posible en una sociedad extravagan­te, o de si esta última, a su vez, es en sí po­sible. (En otro orden de cosas, no tan dis­tinto en el fondo, un editorial del Times, en el Londres de 1877, se alarmaba ante el in­cremento de los diagnósticos e ingresos psiquiátricos: «si continúa este ritmo de crecimiento como hasta ahora, los enfer­mos llegarán a ser mayoría y podrán libe­rarse ellos mismos y poner a la población sana en los hospitales». Verá el lector delli­bro cómo los media tienen mucho que ver en la mixtificación y el domesticamiento de ese león sin dientes que, también, suele ha­ber dentro de cada excéntrico).

El capítulo firmado por Castilla del Pi­no, «Extravagante, excéntrico, raro», nos parece el más riguroso y metódico del vo­lumen. Analiza la figura del extravagante en su relación con las estructuras normati­vas y metacomunicacionales del contexto social en que desempeña su papel, y tam­

bién, aunque en menor medida, echa un vistazo dentro de su dinámica personal. Como en una muñeca rusa, las capas apa­rienciales del excéntrico -cuando sólo es eso, pensamos- se van levantando y permi­ten ver su naturaleza conservadora tras la careta de su ataque rompedor, su esclavitud al rol que cree elegir tras la aparente liber­tad de sus actuaciones, su escaso crédito y peso social frente a lo deslumbrante y efí­mero de sus estallidos. También, no obstan­te, su relativa necesidad como diversión pa­ra que cada sociedad se alivie de la tensión empleada en mantener sólidos sus núcleos intocables. Resultan por demás interesantes muchas otras ideas que, como si fuesen periféricas al tema, va dejando caer Castilla a lo largo de su escrito, sobre todo las rela­tivas al apresuramiento en calificar actos de conducta aislados y extender tal califica­ción al sujeto en pleno; observación espe­cialmente valiosa -y quizá polémica­cuando señala el peligro de reproducir tal tendencia en el proceso del diagnóstico psi­quiátrico.

Las siguientes conferencias atisban al extravagante y sus congéneres desde los balcones de la sociología (Salvador Giner y Manuel Pérez de Yruela: «El raro»), la li­teratura (Ana Caballé: «¿ Vidas extravagan­tes?»), el psicoanálisis (BIas Matamoro: «Osear Wilde, un mártir libertino de la ex­travagancia»), los mass media (Margarita Riviere: «Ettravagancia, esnobismo, mo­da») y la ética (Esperanza Guisán: «La éti­ca como extravagancia»), y casi nunca des­de sólo uno de ellos, dicho sea en honor de los autores.

El daimon pesimista -o exclusión o inte­gración- que parece hoy y siempre acom­pañar al excéntrico hace de esta compila­ción un libro sobre perdedores: haga lo que haga, el extravagante no podrá cambiar la

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sociedad, casi ni defenderse de ella, y se verá apartado de cualquier posición de po­der porque, como dice Castilla, el poder es una cosa muy seria que está reñida con la festividad y no se puede poner en manos de extravagantes. Salvo que la propuesta final de Esperanza Guisán acerca de una éticafe­menina y mediterránea -que reconoce ex­céntrica- consiga romper la espiral de ex­cepcionalidad y periferia a la que, por su natural tendencia a no agruparse yana to­marse a sí mismos en serio, parecen estar abocados todos los memorables raros.

Consejo de Redacción (R. E. A.)

Klaus FELDMANN; Werner FUCHS-HEIN­RITZ, Del' Tod ist ein Problem del' Leben­den, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1995; Petra CHRISTIAN-WIDMAIER, Nonverbale Kommunikationsweisen in del' seelsorgerli­chen Interaktion mit todkranken Patienten, Frankfurt-Berna, Peter Lang, 1995.

Sorprende que la muerte no haya sido un gran tema para los sociólogos clásicos. Aparentemente, interesaba a éstos más la estructura que lo específico, y de ese modo no reflexionaron expresamente sobre el re­cambio del «personal» que ocupa, genera­ción tras generación, los «loei sociales». Aunque siempre se dice que la individuali­dad se liga a la muerte, que sólo es posible una mediante la otra, y que las formas de morir son tan propias de una sociedad como las de vivir, los clásicos fundadores de la ciencia social no elaboraron las consecuen­cias de tal concepto. Gehlen llegó a vincular las instituciones, que él veía como rituak~

petrificados, con la defensa contra el miedo a morir. Foucault hizo mucho por una esté-

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tica de la vida al estudiar las formas, mani­fiestas y ocuItas, del poder. Durkheim no se interesó tanto por el suicidio, que al fin de cuentas es individual, como por la «tasa sui­cidógena», que sí es hecho social. Comte fundó una suerte de religión científica, en la cual la muerte tiene un papel. Mas todas és­tas fueron aproximaciones, no dedicacio­nes. Ni TaIcott Parsons, cuyas contribucio­nes tanatológicas merecerían más destacada elaboración, puede decirse que haya tenido duradero impacto, aún pensando que sus contribuciones a la sociología médica -y la medicina, por más que se diga otra cosa, tiene mucho que ver con la muerte- fueron insustituibles. De estas observaciones, dis­cusiones, especulaciones, da cuenta el libro editado por Klaus Feldmann y Werner Fuchs-Heinritz analizando la muerte como problema para los vivos (Del' Tod ist ein Problem del' Lebenden).

No es de extrañar que este relativo silen­cio de los especialistas en las ciencias de la sociedad sea en parte causante de la «tabui­zación» del tema de la muerte y del morir. Por lo pronto, los médicos tampoco suelen dedicarle mucho tiempo, toda vez que su formación les impide concebirla como algo distinto de una derrota del conocimiento y del esfuerzo. Otros profesionales tienen una relación ambigua, si bien es innegable que las enfermeras y las asistentes sociales adquieren, de primera mano, una muy defi­nida importancia. La investigación empíri­ca en este campo suele refrendar los prejui­cios y supuestos que animan al investigador antes de su trabajo y confirman sus pre­ferencias.

En el ámbito de las personas que tratan con moribundos, Petra Christian-Wid­maier, socióloga de Stuttgart, ha hecho im­portantes contribuciones relativas al papel de la gente de iglesia, párrocos, pastores y

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sacerdotes, en el medio hospitalario ale­mán. Sus contribuciones han sido perseve­rantemente desarrolladas a lo largo de mu­chos años, laboriosamente analizados los datos que arrojan los a veces complejos y tediosos estudios descriptivos y cuidadosa­mente expuestos ante audiencias muy disí­miles. En su última contribución (Nonver­bale Kommunikationsweisen in der seel­sorgerlichen Interaktion mit todkranken Patienten), analiza la comunicación no ver­bal entre clérigo y moribundo. Descubre allí la influencia de la formación religiosa, de la orientación de ésta (evangélica o cató­lica), de la disposición de los enfermos y del contexto institucional en las transaccio­nes que conducen, al final, a evaluar como «buena» o «mala» aquella etapa que prece­de a la muerte. Será ésta en el futuro de ma­yor importancia para todos nosotros. Ya norman muchos países la posibilidad de es­capar a una muerte infame o infamante re­curriendo al «suicidio asistido», ya se anti­cipa un retorno de la idea del ars bene mo­riendi en la era tecnológica.

Será, entonces, de suma utilidad cono­cer, por una parte, lo que los sociólogos di­jeron en el pasado desde perspectivas a ve­ces puramente especulativas, y lo que ofre­ce la indagación empírica, punto de prueba y piedra de toque de toda teorización.

Fernando Lolas Stepke

Jacques DERRIDA, Cosmopolitas de to­dos los países. ¡un e.sfuerzo más!, Vallado­lid, Cuatro. ediciones (distribución: Siglo XXI),1996.

El trabajo de Jacques Derrida es recono­cido desde hace tiempo como una de las

aportaciones más importantes al pensa­miento de los últimos años. Con su intem­pestiva presencia como autor en los sesen­ta, este escritor y filósofo, nacido en 1930, ha llamado la atención una y otra vez por su originalidad y por su generosa animación del panorama filosófico y político, tanto del europeo como del resto del mundo. De he­cho, enseñante en la Escuela Normal Supe­rior de París y profesor visitante en univer­sidades americanas, Derrida ha sido invita­do a dar cursos desde Rusia hasta los países africanos. Y no sólo es conocido en España por sus seminarios, así en San Sebastián, Murcia o Madrid; sino que, afortunada­mente, la obra derridiana se ha difundido en nuestro país; quince libros suyos han si­do traducidos ya, siendo Espectros de Marx uno de los últimos en aparecer en castella­no, con una notable resonancia. A ellos hay que sumar ahora un breve texto, Cosmopo­litas de todos los países. ¡un e.~fuerzo más!, que acaba de imprimirse en Valladolid.

Ahora bien, esa especial forma suya de crítica cultural que lleva el rótulo «decons­trucción» no sólo se aplicaría a la discusión minuciosa de textos de la tradición filosófi­ca, sino que también se ha centrado en la crítica literaria y psicoanalítica o en el aná­lisis político-cultural, como ha sabido po­nerlo de manifiesto Derrida con libros de gran vigor intelectual. Trabajos como Del derecho a la filosofía o como Políticas de la amistad -aún no traducidos-, son gran­des ejemplos de este empeño derridiano por estar atento al «clima europeo)) actuaL a las trampas y a los problemas más acu­ciantes del presente.

y ello sucede con las páginas de Cosmo­politas de todos los países, una muy tensa conferencia que escribió Derrida para el Parlamento Internacional de los Escritores, leída el 21 de marzo de 1996 en Estrasbur­

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go, y cuya primera publicación se hace en Valladolid, primera ciudad-refugio de Es­paña (el texto aún no ha aparecido en Fran­cia). Conferencia, por cierto, no leída di­rectamente aHí por su autor, pero en la que sentimos muy bien, al leerla, las modula­ciones, las diversas entonaciones derridia­nas -incluyendo el mínimo diálogo que cierra el libro- y en la que, en definitiva percibimos, en contra de las burdas simpli­ficaciones de su pensamiento, cómo en ab­soluto privilegia la escritura por encima de la voz. Como subrayaba el propio Derrida en unas declaraciones recientes, el trata­miento que da a las palabras en sus análisis siempre «tiene que ver con el tono. con el timbre, con la voz: porque contrariamente al tópico más extendido. nada me interesa más que la voz. Una voz no discursiva si se quiere. pero voz al fin y al cabo».

Pues bien, su texto reflexiona sobre la hospitalidad y el cosmopolitismo, sobre el ensayo reciente de crear ciudades-refugio como respuesta a la exclusión del otro, a la expulsión brutal de inmigrantes y al auge del racismo que asolan a tantos países: por ejemplo. al nuestro. Trazando un horizonte muy amplio, Derrida parte aquí tanto de documentos sobre la política actual del de­recho al asilo -apoyado en informes inter­nacionales- como de reflexiones de hondo calado como son el inagotable libro de Kant, Sobre la paz perpetua, o Jos escritos contemporáneos de Walter Benjamin (Para

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una crítica de la violencia) y de Hannah Arendt (Los orígenes del totalitarismo). Los comentarios de Derrida a estas defen­sas sin condiciones de la hospitalidad ilus­trada, a la presentación de una ética del asi­lo y de una práctica en verdad cosmopolita. por más difícil que todas ellas sean. son un ejemplo de la generosidad intelectual de un pensador discreto y de un escritor hondo, respetuoso con sus lectores de todos los países.

A partir de este libro, comienza su anda­dura la Editorial Cuatro de Valladolid. La apuesta de dar al público, de entrada. un texto riguroso como Cosmopolitas de todos los paises parece poner en evidencia un de­seo de buscar una línea de edición en la que la exactitud, la actualidad. la belleza y tam­bién la claridad se aúnen. Deseamos que sean éstas las guías para que logren un tra­bajo futuro en el que se conjuguen la máxi­ma calidad literaria y la recuperación o cir­cuJación de textos cuya presencia pueda hacer frente a una época que se perfila, ca­da vez más, como especialmente difícil -fuera y. sobre todo. dentro de España-, para mantener tanto la hondura de la razón y el respeto al diálogo como la más recón­dita diversidad cultural. Pues la idea misma de «cultura cosmopolita» arranca. desde luego, de la idea de hospitalidad.

Consejo de Redacción (M. 1.)

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RAMÓN Y CAJAL, NARRADOR

Cerradas ya las puertas del verano, tras dejar en su sitio el equipaje y los libros que nos ayudaron a olvidar -nunca del todo- el habitual quehacer, busquemos también un hueco entre las páginas de esta revista para un inusual autor de ciencia-ficción (<<Más bien, de fanta-ciencia», me corregirán Ve­lasco y Chavarría). Si la extensa obra cien­tífica de Cajal destacó, como es notorio, por su profundidad, pero también por su es­tilo literario, su lápiz inquieto no descansó ahí ni se contentó con ilustrar sus trabajos histológicos, sino que discurrió asimismo por los terrenos, menos graves, de la crea­ción, casi siempre basada en elementos au­tobiográficos. AsÍ, suelen citarse Mi infan­cia y juventud, Memorias de mi vida (1901­1917), El mundo visto a los ochenta años, etc.). Menos conocido es el libro que co­mentaremos, Cuentos de vacaciones (Ma­drid, Clan A, 1995), Y la escueta informa­ción que proporciona la editorial no permi­te situar en el tiempo su primera aparición, ni descubrir sin esfuerzo si se ha conserva­do el título original ni ningún otro dato de los que agradan al curioso. Por lo demás, salvando algunas en"atas, la edición, encua­dernación y diseño de cubierta son enco­miables.

Considerados por Cajal como «narracio­nes seudofilosóficas y seudocientíficas», estos Cuentos de vacaciones forman parte de una colección de doce que escribió alre­dedor de 1885 pero que no dio a la impren­ta «así por lo estrafalario de las ideas como por la flojedad y desaliño del estilo». Unos veinte años después, entre 1900 y 1905, animado por «el benévolo juicio de algunos insignes profesionales de la literatura» a los que no menciona, se aviene a retocar y dar a conocer cinco de ellos en este primer

avance; los demás, sólo si al «público doc­to» gustasen estas narraciones basadas en «hechos o hipótesis racionales de las cien­cias biológicas y de la psicología moder­na», a las que quiere quitar peso tildándolas de «cabriolas de una imaginación inquieta» frenada por la moderación y monotonía del magisterio, y poniéndolas al nivel de las charlas de café. Sin embargo, se percibe en los párrafos del prólogo una legítima satis­facción ante estas criaturas menores, mi­croscópicas, si se quiere, comparadas con su producción científica, y una puntualiza­ción final acerca del realismo de sus perso­najes revela cierta madera de escritor.

El objetivo de nuestra reseña no es ni po­dría ser la crítica literaria de estas ficciones cajalianas. Sólo busca ser partícipe en el juego que proponen, juguetear con ellas -ya que son de vacaciones- a descubrir los escondites donde, de forma voluntariamen­te manifiesta, se camuflan rasgos e ideas del autor acerca de «las cosas de la vida». Conviene advertir a quien nos siga de un primer presunto escollo: el estilo de Cajal en estos cuentos puede, al principio, resul­tar algo pomposo y recargado; hay que si­tuarse tanto en la época como en el perso­naje social del autor, grave catedrático de Anatomía por aquel entonces, y aun así nos quedará largo rato la sospecha de si no será tal barroquismo otra broma cajaliana: uno de los cambios que el protagonista del cuarto cuento opera sobre sí mismo para vencer sus fúnebres tendencias lo lleva a cabo «abandonando cierta solemne tiesura de la dicción y del gesto, así como cierto nimio y meticuloso cuidado de la sintaxis, que, sobre darle un aire de pedantismo en­fadoso, robaban a sus palabras la esponta­neidad y la gracia, la afabilidad y la llane­

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za, encanto y primor de la conversación fa­miliar» (decida el lector, para ir entrando en el juego, a cuál de las dos partes de la frase corresponde lo que la Retórica llama amplificación irónica), y ello a la sombra de una sentencia de Gracián: «Ten veniales descuidos y defectos para que la envidia se cebe en ellos y no se atreva contra lo me­jor». Por cierto, no será la única vez que re­suenen en los Cuentos... ecos del jesuita aragonés: el maestro del quinto relato ofre­ce a su pupilo consejos que parecen saca­dos de los aforismos gracianos: escepticis­mo ponderado, cultivo de la expresión oral y escrita, de la persuasión, del ser uno mis­mo pero en tanto que ser social y huyendo del aislamiento ególatra del individualista.

Mas, para no perder nuestro objetivo, re­sumamos los argumentos de los cinco rela­tos:

El primero -de calderoniano título: A se­creto agravio, secreta venganza- es, bási­camente, un cuento humorístico en el que el autor se propone «exponer algunos ras­gos salientes de la curiosa psicología de los sabios, esencialmente amoral y profunda­mente egoísta (hay excepciones, natural­mente)>>. Cuenta la historia del Profesor Max von Forschung, cincuentón, alemán, gloria de la Bacteriología, en constante pugna con sus colegas para descubrir baci­los aún más perniciosos, quien al casarse con la joven Emma Sanderson, rubia belle­za estadounidense, conoce en sus propias carnes el virus de los celos, aplicando a sus pesquisas de marido sus conocimientos científicos. Tras llevar a cabo un registro poligráfico de los vaivenes experimentados por el diván de su despacho durante los transportes amorosos a los que, efectiva­mente, se ha entregado su esposa con su más aventajn-J'") discípulo (metáfora muy visual esta del registro, que el cine, por

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ejemplo, ha utilizado después de muchos modos), urde una cruel revancha en com­plicidad con el bacilo de Koch. No revela­remos la trama, pero hay que decir que Forschung rentabiliza científicamente su venganza protocolizándola en una publica­ción científica, y no contento con eso, o contagiado ganancialmente por el pragma­tismo made in U.SA., inventa una sustan­cia, la «senilina», que no sólo le evitará en el futuro disgustos matrimoniales, sino que le será comprada a carretadas por los go­biernos debido a sus propiedades sobre los afanes revolucionarios de las masas deshe­redadas. No parece exagerado subrayar que, de una tacada, C~jal intuye la futura aparición de los modernos psicofármacos y se entroniza en la Historia como primer an­tipsiquiatra.

El segundo cuento es algo más serio. Su protagonista, El fabricante de honradez, Dr. D. Alejandro Mirahonda, con estudios en Francia y Alemania, doctorado en Filo­sofía y Medicina, discípulo de Bernheim y Morel y gran investigador en hipnosis cien­tífica, erradica mediante «sugestión arma­da» (armada con una vacuna compuesta por H20) y colectiva todas las actividades criminales, inmorales o, sencillamente, pla­centeras, de los habitantes de Villabronca, con el beneplácito de las autoridades muni­cipales y fuerzas vivas de la ciudad... ex­cepto el cura, quejoso de intrusismo. Meses después, la vida se vuelve imposible en tal Arcadia: muchos negocios del ramo se han hundido, algunas buenas gentes ven lesio­nados sus intereses... y todos se aburren mortalmente. Mirahonda tendrá que des­hipnotizar lo hipnotizado y marcharse a to­da prisa de una ciudad en la que, como en un autoclave repentinamente perforado, ex­plotarán las pasiones y los vicios arrasán­dolo todo. El cuento contiene descripcio­

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nes, muy actuales, de los manejos de los media sobre la opinión pública, de la inter­vención en política de abogados sin escrú­pulos (esta profesión tampoco sale bien pa­rada en alguna otra página del volumen), de la doble moral de los bienpensantes, etc., etc., pero Cajal no se entrega a ningún pro­pósito moralizante al uso; por el contrario, pone en juego el tema de la dialéctica entre el bien y el mal -tema constante en los tres relatos siguientes- y reflexiona con opti­mismo acerca de la necesidad de este últi­mo como motor del progreso de la humani­dad.

En el tercero, La casa maldita, el autor prescinde de la ironía para proponer «un transparente símbolo de los males y reme­dios de la patria» (simbolizada en una rica finca mal administrada, abandonada a la pereza, la ignorancia y la superstición) y de los modos de pensar involucrados. Una his­toria de amor con final feliz es la mera anécdota de la que se sirve para reclamar la necesidad de sanear y modernizar aquella España finisecular, de ilustrar al pueblo (Cajal aboga continuamente por la necesi­dad de una escuela accesible a todos, laica y racionalista) y, muy sensatamente, de ci­vilizar con igual urgencia a los intelec­tuales. Estos últimos, reunidos en tertulia de rebotica, representan las corrientes ideo­lógicas que llevaban la voz cantante en aquella época, con abundancia de irracio­nalismos enfrentados a radicalismos pseu­dorrevolucionarios. El personaje de D. Jo­sé, disfraz del autor, trata de llevar a unos y otros hacia posturas ilustradas y tolerantes, más comprensivas con las necesidades po­pulares y no sólo con las de los eruditos de tal salón, pero la reunión se levanta sin lle­gar a conclusiones: «y desfilaron tristemen­te los polemistas, llevándose cada cual ínte­gro su credo y las manos a la cabeza para

disipar la intensa cefalalgia... , porque, pese a nuestra excelsa naturaleza espiritual, el discurrir da dolor...». No obstante, Cajal permite finalmente que la finca vuelva a la prosperidad administrada por un hombre tan inquieto como culto, cuyo interés no se detiene en 10 teórico sino que, mediante la aplicación de los avances científicos y tec­nológicos, es capaz de plasmar en lo mate­rial los logros del mundo de las ideas. Este arquetipo del ingeniero, aparece también en el cuento final.

La penúltima historia, El pesimista co­rregido, nos acerca al cenizo Juan Fernán­dez, joven y talentoso médico que no es ca­paz de disfrutar de la vida dadas sus ten­dencias al pesimismo, a la misantropía y a la lectura exclusiva de «obras de tonalidad melancólica» -Schopenhauer, Hartmann, «el antipático y vesánico Nietzsche» y «el adusto y profundo Gracián»; otra broma, pues cita Cajal aquí algunos de sus propios favoritos- ya que «agrada saber al desdi­chado que no estrenó la desdicha... (la cual) halló también asilo en cabezas fuertes y cultivadas». Pese a todo, Juan no encuentra consuelo en la lectura, y es que la vida le trata soberanamente mal: de dos años a esta parte ha perdido padre y madre, ha tenido el tifus, ha suspendido una oposición, su futuro suegro abomina de él y ni siquiera agradece los desvelos del Dr. Fernández por aliviar la histeria de su esposa; y su no­via, Elvira, se deja llevar por la autoridad paterna -y probablemente por el horror de encadenar sus días a los de semejante lipé­mano- y se distancia. A partir de ahí, Juan cae por una cuesta abajo que haría las deli­cias de Gilbert-Ballet: tras una patética anámnesis ¡por aparatos! de su total desen­canto, llega a la conclusión de que ni si­quiera su inteligencia -la del ser humano­es fiable, pues «comete la tontería de tomar

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su movilidad por libertad»; sufre un florido episodio depresivo mayor, pierde su clien­tela, experimenta somatizaciones varias, y cuando está a punto de conjurar la crisis es­cribiendo un tratado filosófico titulado «Las planchas de la Providencia», se deja llevar de la ira en la última página, lo arroja todo al fuego e increpa, digamos, al gran Otro, quejándose de la miserable condición humana. Las imprecaciones de Juan son in­terrumpidas por un estampido y la apari­ción de un humeante «Numen de la Cien­cia» -y aquí es donde viene a cuento lo de Gilbert-Ballet- que, tras abroncarle por su indigna pataleta y comunicarle que «el cos­mos no va hacia lo mejor sino hacia lo des­conocido», por lo cual el hombre debe des­terrar el orgullo y la impaciencia, le otorga una sorpresiva y permanente visión micros­cópica para escarmiento de su hemorragia narcisista. Con tal agudeza visual, Juan es atormentado por las partículas de polvo que flotan en el aire, ahora grandes como me­teoritos; por las bacterias que antes ansiaba ver y ahora se le echan encima e invaden a ojos vistas sus alimentos ... que se han vuel­to de aspecto repugnante; por la visión agi­gantada de los poros, pelos y mínimos deta­lles fisionómicos de sus semejantes, horri­bles a su percepción desde este momento. Ni siquiera, ya habituado a semejante po­der, disfrutará de las Artes Plásticas, pues los cuadros del Prado se han convertido pa­ra él en un conjunto de manchurrones lejos de toda sensación estética, lo que sin duda el Cajal amante y conocedor de la pintura consideraría uno de los peores castigos. Se le ocurre ir a un concierto y, al mirar hacia el palco de su amada, la ve convertida en espantoso atlas de histología. Tampoco po­drá aplicar su nueva cualidad a la bacterio­logía, pues sus antiguos colegas toman por visiones o patrañas los inimaginables des-

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cubrimientos que el Dr. Fernández ya es ca­paz de hacer: «como ocurre a menudo, los ciegos juzgaban al vidente» (¿apunte auto­biográfico?). Cae en otra depresión sobrea­ñadida y no se le ocurre otra cosa que pase­arla por el Parque del Retiro, justo al pie del monumento al Ángel Caído (según los madrileños, el único en el mundo erigido al demonio), contagiándose de la melancolía del lugar. Allí, tras reflexionar sobre su pe­simista estupidez, sobre su soberbia de co­barde, causas de todos sus males, y a punto de morir literalmente de tristeza, Cajal se apiada de él y le abre una salida que no co­mentaremos. Además de ser un supuesto para psicopatólogos, que podrán jugar a contrastar el caso del Dr. Fernández con los criterios del OSM-IV .. o, menos anacróni­camente, con los de Kahlbaum, este cuento plantea la dimensión del ser humano, tanto en el tiempo como en el espacio, y la nece­saria asunción de sus límites. A nuestro jui­cio, es el más profundo del libro, el de ar­gumento más elaborado, y quizá puede ser el que contiene más intimidad de su autor, algún fuerte sinsabor juvenil ya superado, de ahí el camuflaje literario. Rasgos de hu­mor -aunque algo negro- también contiene esta fantasía de nuestro gran microscopista; señalaremos sólo uno con el que de nuevo golpea al narcisismo de la especie humana, incapaz de organizar el mundo ni a sí mis­ma: la «condición campechana e igualitaria del microbio», que se lleva por delante las vidas y afanes de ricos y pobres, valientes o cobardes, bobos o sabios, sin distinción de clase, temperamento ni cultura.

Finalmente, en el titulado El hombre na­tural y el hombre art(ficial, catalogado por Cajal como «estudio pedagógico de índole crítica, compuesto recientemente con la mira puesta en las rutinas, enervamientos y decadencias de la educación nacional»,

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aborda el tema de la educación sentimental y la forja integral de la madurez, poniendo en paralelo las muy distintas trayectorias vitales de dos amigos que vuelven a encon­trarse en París tras unos años de separa­ción: Jaime Miralta, de origen humilde, progresista exiliado en Francia, algo mar­xista pero desencantado de la política, es­pecie de selfmade man, ingeniero y propie­tario a la sazón de una próspera fábrica de aparatos eléctricos; y Esperaindeo Carca­buey, Barón del Vellocino, niño probeta (Cajal se sigue adelantando más que Ver­ne), de familia adinerada, educación reli­giosa oscurantista, abogado manipulado por familia, Iglesia y compañeros del parti­do conservador, casado por intereses, mari­do manso finalmente esquilmado, corona­do y abandonado por su dominante esposa (portadora, se nos dice, de una «voluntad viril» que haría enrojecer de humildad al falo de la histérica). El reencuentro sirve al autor para desgranar sus propias distancias -abismales con respecto a Esperaindeo, casi nulas con Miralta- en cuanto a ideo­logía, ética, sano escepticismo, sentido práctico, etc. La intención pedagógica que­da patente en los avatares de la autobiogra­fía de ambos personajes, y maximizada en el agradecimiento que Jaime mostrará ha­cia su maestro de la infancia, D. Enrique, a quien realmente debe los cimientos de lo que ha llegado a ser. Tras la recuperación por parte de Carcabuey de las ideas y senti­mientos que su educación reprimió, ambos amigos continuarán juntos y con los pies en la tierra, como hubiesen podido hacer Don Quijote y Sancho si la muerte del primero no hubiese puesto fin a sus aventuras.

No debemos alargar esta reseña: la lec­

tura de estos relatos pone de manifiesto que hay que respetar siempre algunos límites. Las ideas del Cajal profesor aparecerán con claridad meridiana ante los ojos del lector: su racionalismo, su entusiasmo decidido por la observación directa de la realidad, su método pedagógico tendente a que el alum­no recorra los caminos de la evolución his­tórica de la ciencia estimulado por la ilu­sión de descubrir -añadir- algo. También hay un Cajal casi filósofo en el libro: el que relativiza los logros de la inteligencia hu­mana, siempre en relación dialéctica con las humanas pasiones; el que se muestra to­lerante hasta con la superstición religiosa, entendiendo que algunos individuos nece­siten consuelo ante lo que no entiende su razón, aunque no desespera de que ésta lle­gue algún día colectivamente a iluminarse. Está el Caja! ciudadano, que compagina sus tendencias embrionariamente socialis­tas con un escepticismo que a veces le mue­ve a refugiarse en valores tradicionalmente burgueses o, simplemente, más relaciona­dos con lo particular. En todos ellos se sos­pecha un Cajal contradictorio, profunda­mente humano, que alterna la afirmación sentenciosa con el contrapunto de la tole­rancia, la agresividad de la ironía con la ne­cesidad de la ternura. Y por encima de to­dos ellos está el Cajal niño, superviviente hasta la tumba, que se permite jugar con los recuerdos de su infancia montaraz, con sus ideas y erudiciones de adulto, con sus per­sonajes y, en ellos, consigo mismo. Quizá el niño tituló este bello libro con mucho más alcance que un mero intervalo veranie­go: Cuentos de vacaciones.

Consejo de Redacción (R. E.)

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INFORMACIÓN BIBLIOGRÁFICA (Novedades junio-julio 1996)

Agradecemos la colaboración de XOROI LIBRERÍA. elBerlinés, n. o 20. 08022 Barcelona.

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