Cuadernícolas Nro. 7

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Séptimo número de Cuadernícolas, con algo de ensayo, cuento, poesía, ideas y cositas varias en la despensa.

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Los Ilustrados

Ensayo Nerön Navarrete

El cuento es una de esas ramas que permite fl orecer lo necesario para convencer la imaginación. Con seres o espacios que se armonizan en la rondalla del idioma, a fi n de cuentas la intención es poner al otro en la historia y darle canal para aparecer como un espíritu invisible, observándolo todo, con la pasividad autónoma de los sentidos en la sombra atentos para entender.

Con el ensayo, la cosa es diferente. Es la idea desarrollada, y entra al ruedo el ineludible tamiz de los argumentos. Sin acercarse con lupa a revisar los vericuetos obligados a la escritura de un ensayo, propongamos eso sí que su lectura es una exigencia de pausas y de calma para que la interpretación no sea una línea somera, sino más bien un ir y venir, sometimiento voluntario al oleaje de un diálogo directo y serio con el autor. Dice Ortega y Gasset en Meditaciones del Quijote que el ensayo es “la ciencia, menos la prueba explícita”.

El asunto importa, porque en este número de Cuadernícolas publicamos algunos textos de este género, con el ánimo palpitante de promover no sólo la difusión de los relatos sensibles, sino además, del argumento para sostener una visión de la realidad muy particular y muy elaborada. Reside igual pureza y rigor en El Aleph de Borges, que en cualquier apartado de Otras Inquisiciones.

Es un paso fi rme, si lo consideramos más enriquecimiento en el tipo de escritos que generalmente contiene la revista. El estilo al que Montaigne le diera sazón y donaire por allá en el siglo XVI merece tan especial atención como la labor misma de análisis y fi losofía que ello requiere.

Claro, seguimos teniendo un poco de lo otro en la despensa y en la mesa.

Nerön Navarrete

Nerön Navarrete

Editorial

Una foto del nobel 5 Esteban Giraldo

La Hora Interior 6 Wilson Pérez Uribe

Fragmentos & Nocturno 8 Wilson Pérez Uribe

Vientos de guerra 10 Resfa Fernández

La lámpara y el aviador 13 Valentina Vendaval

La dulce toma 14 Luis Alberto Arango Puerta

Sobre el lenguaje literario y su capacidad receptiva infinita 18 Juan EscobarPanorama de la literatura colombiana (1860 - 1970) 20 Pedro Absconditus

De orquídeas y floripondios 25 Camilo Cárdenas CastroEspíritu festivo 26 Camilo Cárdenas CastroEl río artista 27 Óscar Botero Pérez

Por mi culpa, culpita 27 Irantzu VarelaTres cuentos de ciencia y salvajismo 29 Alejandro Salazar

Fragmentos de Las píldoras de la ira 29 Bartolomé KoanHomenaje 32 José Raúl Jaramillo R.

Contenido

Director:Nerön Navarrete

Ilustración:Tobías

Foto en portada:Juan Fernando Ospina

Escritores en este número:Esteban GiraldoWilson Pérez UribeResfa FernándezValentina VendavalLuis Alberto Arango PuertaJuan EscobarPedro AbsconditusCamilo Cárdenas CastroÓscar Botero PérezIrantzu VarelaAlejandro Salazar

Bartolomé KoanJosé Raúl Jaramillo R.

Colaboradores:Olga EcheverriJosé Raúl Jaramillo R.Germán Isaza

AcompañamientoPlaneación Local y Presupuesto Participativo:Elena Lozano GonzálezSecretaría de ComunicacionesAlcaldía de Medellín

Impresión:CooimpresosCll. 48 Nro. 41 18PBX: 448 [email protected]

CuadernícolasRevista literaria

[email protected]

La palabra fue creada por una necesidad;luego la palabra se volvió crucialmente necesaria.

También nos puede leer desde cualquier máquina de escribir con acceso a internet. Estamos en Facebook y en http://issuu.com/cuadernicolas

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Una foto del nobel Esteban Giraldo

Esta vez, señores, voy a empezar así: érase una vez una mujer. Amalia. Había llegado después de todos los mares, lavada por todas las aguas, después de las más ásperas tristezas. Dispuesta. Y era yo. Con ella. Era-del-año-la-estación-florida, era el cuerpo en el principio. Era una pareja, ese monstruo. Tan vergonzoso y tan feliz todo. Cartagena, la muralla, el desolado Café del Mar en la atalaya, las cinco y pico de la tarde, el cielo, el sol y el caribe que se encendían fosforescentes si pedías una Club Colombia. Y fueron dos cervezas, cuatro cervezas mientras descansábamos juntos de haber estado tan juntos tantas veces en tan poquito tiempo, incansables en la suite menos sofisticada del Santa Teresa. Que se fueran los ahorros, la capacidad de crédito, el cuerpo y el alma –si es que existe–. Que desdijeran de nosotros los vecinos, que el personal se hastiara de las quejas de esos tres pobres gringos, padres de familia, por las órdenes, los gritos, los espasmos que se producían sin conciencia al interior de la habitación 2234, al fondo del pasillo, y que retumbaban pornográficos en las que algún día fueron las castas bóvedas de las carmelitas descalzas. Bendito sea Dios. Que se acabara el mundo. Lo que antes era sueño, en ese momento era posibilidad, destino. Se trataba de despedirnos, de agotarnos, de acabarnos en ese adiós absoluto que comenzó justo al reencontrarnos. Y que sería breve y que terminaría ahí, que terminaba ahí, justo ahí, a las cinco y pico, en la muralla, en el desolado Café del Mar, en la-estación-florida, en las Club Colombia y etc.

De golpe, tres mesas más allá, del lado de los cañones, cuando sonreíamos a la Nikon que dejaría morosa constancia del delirio, alcancé a ver que llegaba una pareja setentona, muy bien puesta, toda de lino blanco, toda muy fina, muy cara. La señora tenía puestas unas grandes gafas oscuras y el señor unas Armani de sol discretas, y por discretas todavía más bellas. Canoso. Su cuerpo se debatía entre la robustez y la templanza producto de dos horas de ejercicio cada mañana. Es Mario Vargas Llosa, dije. Volvimos a mirar, atónitos, y no quedó lugar para las dudas. La mujer que lo acompañaba era Patricia Llosa, su prima, su esposa. Entonces, ¿cómo no especular acerca de lo que estaba terminando? Amalia ahí, y yo, no éramos más que la subdesarrollada repetición del encuentro entre Pluto y Lucrecia en esa novela injustamente menospreciada que se llama Los cuadernos de Don Rigoberto. Así se lo dije, pero Amalia no había leído el libro. Muy modesta, muy pobre, muy vulgarmente si quieren, pero éramos el remake, el eterno retorno de lo mismo. Pluto y Lucrecia. Sí, yo sé que no me creen, es el colmo. El puro colmo de todo. Páginas 49 a 86 en la edición de Punto de Lectura. Pero esto, señores, es autobiografía, no ficción. Yo tampoco me lo creo, pero es verdad. Y agárrense porque termino.

La Hora Interior3. Lo que dice la música: Frédéric Chopin.Preludio en Mi-Menor (op.28 no.4) Wilson Pérez Uribe

Chopin, durante el frío invierno de 1838-39, en la localidad mallorquina de Valldemosa, se ha sentado frente al piano, sus manos silenciosas, frágiles, se deslizan en la piel del petrificado instrumento que cobra vida cuando se hunde el tacto en su herida sonora.

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Pidámosle una foto, sugirió Amalia, feliz, hermosa, conmovedora. Me extendió la cámara y miró donde la perfecta pareja examinaba la carta. Hice un gesto de incredulidad y dije que estaba bien así, que ni todos los premios nobel –vivos o muertos– iban a permitir que yo me distrajera de ser ese Pluto y ella esa Lucrecia. Amalia insistió. Yo, por esa concentración, no podía negarme a nada. Cogí la cámara, coqueteándole, rendido, y caminé hasta ellos. Me vieron llegar. Vi en sus gestos la molestia, la ofuscación de verse interpelados por un perfecto estúpido armado con una máquina de fotos. Casi me devuelvo. Amalia me aupaba desde el otro lado. Perdón, perdón, les mendigué. Asco, me miraron con asco. No, alcanzó a decir Patricia Llosa, la prima, la esposa. Sin dejarla seguir les supliqué. Les conté que, en últimas, lo que estaba terminando entre esa mujer y yo, sí, allá, a tres mesas, era tal cual el viaje que el buen Pluto le había propuesto a Lucre en Los cuadernos. Pronuncié así: “Lucre”, “Los cuadernos”. Y que si algo hacía falta para el milagro era esa foto. El Nobel aceptó, sonriendo. Patricia Llosa, la prima, la esposa, también sonrió. No era creíble, pero tampoco podía ser mentira. Les entregué la cámara. Está lista ya, le dije a Vargas Llosa, no sin antes advertirle que mejor si podía tener en el cuadro algo de atardecer. Caminé hasta nuestra mesa. Amalia me miró sin saber cómo mirar. Junté las sillas. La abracé por el talle. Miramos al escritor, a la cámara. Clic. Ahí está la foto. Muchas gracias don Mario, le dije cuando me devolví por la cámara. Muchas gracias, maestro, le dijo Amalia desde el otro lado. Ya hace rato Patricia Llosa, la prima, la esposa, se había retirado, rabiosa. Después, Amalia y yo pagamos. Pagué, digo. Bajando la rampa nos despedimos para siempre.

Ella se quedó con la cámara, era suya. Bendito sea este recuerdo.

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Los verdes jardines se aquietan, duermen cuando la primera nota se transmuta en eco, en pulsación, en olvido. Un agua vertiginosa se entreteje en el segundo compas, los ojos del hombre cansado, agotado y enfermo se cierran, se abren al ritmo de las notas que han surgido, de manera casi secreta, de unos dedos purificados por el orden ininterrumpido del tiempo. El filósofo alemán Arthur Schopenhauer dijo que la música es, entre otras cosas, el verdadero lenguaje universal, y que obra de una manera tan poderosa sobre lo más íntimo del ser humano, que su claridad supera incluso a la misma intuición. Música: armonía en y para el mundo, palabra flotante en el aire de los sueños, río fugitivo, vivir y morir en la incandescencia de un instante, aventura a lo desconocido, constancia, dispersión de sonidos, amalgama de lo eterno, perplejidad en el oído humano, esfuerzo, alimento de los amantes y de los no amados, fluidez, onda vibrante, armónica metáfora del tiempo. La composición de Chopin, recordemos los Preludios escritos para el Opus.28 o los Nocturnos, flota entre lo melancólico y lo vívido, entre lo común y lo indecible. Su música es hoy el claustro de los afligidos; él fue un triste hombre cuyo cuerpo se consumió a la par del trabajo. Nada más sabemos, salvo que en sus manos estaba la geografía del mundo tatuada en la compleja sensación del estar vivo. En la novela epistolar de Marguerite Yourcenar, Alexis o el tratado del inútil combate, reluce el siguiente fragmento: “La música me ponía en un estado de entumecimiento muy agradable, un poco singular. Parecía como si todo se inmovilizara, salvo el latir de las arterias; como si la vida hubiera huido de mi cuerpo y fuera bueno estar tan cansado. Era un placer, era casi un sufrimiento”. La unidad de las cosas del mundo se enmudece en la música para retornar a un estado natural, casi virgen. El sentir de Alexis es equiparable a alguien que ha hallado en la música el ensanchamiento, la serenidad y la profundidad del silencio. El dolor o el placer son estados que un acorde puede modelar y transformar en materia para la voluntad humana, es por ello que una situación particular de nuestra vida puede reducirse a la hondura de una melodía.

Cae la lluvia en la cartuja de Valldemosa, gotas de agua resbalan en los ventanales y sobre el tejado. Entre la sonoridad del agua retumban unas notas que se hunden en un silencio vivo, en un silencio lleno de brevedad y de plenitud. La partitura reposa en la madera del piano alquilado y Chopin ha concluido el Preludio en Mi-Menor. La música ha callado, su sollozo interminable aún se escucha en las gotas de lluvia.

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Poesía: rojo sueño de los arrebolescuya inocencia de brotada sangre se tensa,se aquieta, se ofrece a la mar como el corazónal pálpito o el tacto a la piel de una mujer.…Astrófilo: yo codicio la selva de átomosen la luna, en mí pesa la ley estudiaday vertida en palabras de fuego, yo soy la pupilaque desnuda en poema la astronomía de las noches.…No me afana el curso invisible de las horasni la voz del ave que es amanuense del lejano sol.No me inquieta la mañana, la tarde, la honda noche,ya he visto, en un instante, la vida y la muerte de un verso.…Nos duele el rojo último de la tardey un espejo de noches azules se abismaen lo profundo: tiempo de los ojos que oyenla callada música de un instante de luz y de sombra.…Lo que flota deviene en palabras de agua.Lo áspero, lo liso, la roja materia de las venasmuere en palabras de cuerpo. La cadente memoriase delinea en palabras de silencio, de cerrados labios.…La voz del ave hiende entre las ramas,ese antiguo vino buscado en lo que ignora el cielo, el estío,deslía un oro, un bálsamo de lo que fue y será:la fugaz mañana, irrepetible en su hora de azul prodigio.

Nocturno

He fatigado los símbolosque se anudan en el libro.He ido en búsqueda de la esperada noche,del río sonoro, metáfora de un recuerdo.A veces no habiendo despuntado la roja luna,caminaba estas largas callesal encuentro de la solitaria piedray de la gris anatomía de la hoja muerta.El destino es un océano de infinitas mareas.A veces ignoraba la página escrita,sabía que el mundo era más realcuando salpicaba mis manos de húmeda tierra.

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Vientos de guerra Resfa Fernández

Con la canasta del mercado en la cabeza, la negra Candelaria entra cantando a la cocina, llama a Petra para que le ayude a organizar las provisiones, mientras ella acude al llamado de su ama, la esposa del Corregidor.

Petra llega con los ojos más brotados que de costumbre, arregla con ademán nervioso el pañuelo blanco de la cabeza y le dice bajito que a la señora Francisca está que le sale candela por los ojos porque la india Rosenda no aparece, y que cuando aparezca no va a haber quien cuente los azotes, antes de regalársela al carnicero que bastantes ganas le lleva.

—Son sólo decires negra —replica Candelaria—, todos sabemos cómo quiere la amita a esa india, no es la primera vez que la deja con los bucles alborotaos y el corsé sin amarrar, ¡qué la va a botar! Si además de ser su estilista particular, le prometió a su mamá antes de morir que no la iba a abandonar, y promesa pa’ difunto hay que cumplirla, como además es muda, le guarda todos los secretos. Si hasta de ama de llaves la tiene y nada más confía en ella con lo solapada que es; yo la he visto con estos ojos que se han de comer los gusanos, de muchas migas con el Hermenegildo que de buena fama no goza, hasta el padrecito Alfonso le tiene ojeriza.

Dicen que se quedó muda, porque el papá de la doña le hizo limpiar el piso con la lengua, hasta que se le convirtió en alpargata, por romper un florero cuando tenía ocho años. Su mujer que era un ama muy buena, le tuvo lástima y la cuidó desde entonces.

—Callate Candelaria, ese hombre es de mal agüero, cada vez que asoma por aquí algo malo pasa, y no volvás a repetir lo que dijiste, que te puede pasar lo mismo.

La señora Francisca se pasea nerviosa en el corredor, aprieta contra el pecho el Libro de Horas, mira con desprecio a los negros que asean el patio y observa el horizonte pensativa.

Al igual que los demás españoles se siente amenazada, el aire trae rumores desobedientes y por más que desprecien a esos “indios patisecos”, no faltará el igualado que se atreva a creer que la revolución francesa también es para ellos.

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—Mande su mercé —dice Candelaria desde el dintel.

Sin mirarla, le ordena traer noticias del pueblo y encontrar a la india malagradecida que no aparece.

La negra se aleja presurosa y unas horas más tarde regresa con noticias poco tranquilizadoras: habla de arengas contra el gobierno, de almacenes incendiados y vidrios rotos, de esclavos desaparecidos, pero de Rosenda “nada mi ama” dice en tono pesaroso.

La señora Francisca con los bucles a medio hacer, mira con ira a su esclava y la hace retirar.

La negra corre a la cocina donde esperan ansiosos sus compañeros de infortunio, y con lujo de detalles narra los aconteceres del pueblo, agregando en tono de alarma que la negra Rosenda y el Hermenegildo iban a la cabeza de un enorme grupo destrozando todo lo que a su paso encontraban.

Los negros se santiguan con exclamaciones de asombro y de júbilo contenido, al oír los relatos de Candelaria; la esperanza de que esta vez sí logren liberarse del yugo español, hace que en cada uno brote la rebeldía por tanto tiempo sumergida bajo una coraza de sumisión y de miedo.

—Ya lo decía yo, que esos dos traían su cuento —señala Petra con intriga—. Nosotros no podemos quedarnos de manos cruzadas —dice al unísono el resto del grupo.

Semanas más tarde, a todos los rincones de la patria llega la noticia de la rebelión de los criollos que pone en jaque a la oligarquía española, con sus almacenes y haciendas saqueadas.

La muerte se pasea triunfante por esquinas y parques, la violencia ha cambiado de dueño, y el pueblo enardecido derrama la sangre de blancos y negros por igual.

La hacienda del corregidor antes de ser confiscada, se somete al abrupto saqueo y la “doña” es hallada a medio peinar, doblada frente al espejo.

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La lámpara y el aviador Valentina Vendaval

La lámpara Ella era una lámpara, y como toda lámpara -para que suene bien al leerla-, estaba fundida. Literalmente apagada, colgando sin vida desde un clavito vertical que la sostenía en la nada. Inmóvil ante el paso del tiempo, del viento y de las cabezas que de vez en cuando la ignoraban y la ponían a danzar en mitad del cielo.

La compramos en un mercado lleno de pulgas, y todo porque mi hermana buscaba entre los recuerdos olvidados de un Japón que sabe a salsa y sal marina, la respuesta a todas las preguntas que le colgaban de las pestañas. Ella se trajo entonces al Japón violeta y de papel, y pensó haberse encontrado allá en donde muere el sol. La historia le demostraría años después que su hogar estaba justo ahí donde nace el sol cada que amanece: en sus pupilas.

La colgó sobre su cama, como quien cuelga un atrapasueños esperando que el fantasma de un indio llegue a cazarle las pesadillas. Ella necesitaba un mapa, y quería trazarlo en el cielo como quien deja un camino de estelas en el mar. Ya lo hizo. Sola. Sin la lámpara, sin el indio blanco y sin el lobo. Se fue y la dejó a su suerte. La lámpara entonces se extinguió porque sabía que tenía que llevarle los pesares a alguna parte, el problema era que no tenía mapa. El mapa lo tenía ella y se lo había llevado tatuado en su lengua. Entonces se apagó.

El Globo Él era un juguete extraviado, y como todo juguete -para que no suene mal al leerlo- estaba hecho de recuerdos y frustraciones. Hecho de olvido. Era un juguete de esos esculpido a pulso, que alguien en un taller de película y empolvado puso todo su empeño en delinear, lijar, afinar, soldar y pintar. Era hermoso y llegó a nosotras desde el sur.

Le dijeron que era bueno, que servía, que tenía que volar muy alto. Maldito el día que lo pusieron a soñar. Le habían escrito con tinta algunas palabras en el norte; del sur le colgaba el mundo; y al oriente y occidente le instalaron un par de alas. Llevaba una brújula por corazón: una rosa hecha de viento.

No teníamos claro el porqué de su llegada. Tal vez había aterrizado para darle la bienvenida a los nuevos aires que se escondían y que soplaban en una boquita incólume y coqueta; o tal vez para aterrizar los sueños que colgaban de nuestros tobillos. Solo sabemos que llegó y que lo colgaron en la puerta, luego en un rincón. Estuvo debajo de la cama y en el tocador. Le arrancaron el cielo, le apagaron la luz.

La lámpara y el aviador Siempre estuvieron colgando del mismo punto. En el centro. Abajo y a la izquierda, arriba en el plafón. Del cielo y las estrellas.

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Siempre en reversa. Siempre conexos. En piezas y estadios diferentes. El asunto era que si vos los mirabas a través de la ventana, eran los mismos, pero con diferentes lentes. Ella, enclaustrada entre unas rejas verdes, y él, con una jaula hecha de sombras pintadas en la pared.

Él ya tenía los cables enredados a causa de los vaivenes de la vida: comenzó siendo exhibido y admirado, pero con el tiempo, otros juguetes con menos pintura y más vida le suplantaron, y entonces pasó a esconderse entre zapatos viejos y muñequitas de cartón.

Aun cuando estuvo perdido y relegado al olvido, entre el desorden y las plumas que se iban acumulando con los años, sobresalía el rizo imantado de dulce y plata con el cual alguna vez estuvo colgado al cielo. El asunto con la lámpara era algo impreciso y sólo debo decir que durante una temporada la doblaron detrás de un cuadro.

Él buscaba su puerto entre herrajes, pompones y cuentas de ábaco viejo.

Ella se olvidó de su brillo. De las estrellas que escondían sus dientes al bailar. Del esqueleto de plata con el cual estaba hecha.

Un día -cantando- decidí hacerle caso a la brisa y colgarlos juntos. Del mismo punto. Bajo el mismo cielo. El resultado es un hermoso globo aerostático y gigante, lleno de luz y de sombras. Lleno de verdad. El resultado es un cuadro renacentista, una xerografía de Verne. Es una historia hecha de papel. Él nació para ser contado. Ella nació para contar.

Les regalo mi cielo. Gracias por leer. Gracias por leerme.

La dulce toma Luis Alberto Arango Puerta

Era de ambas maneras: presente y ausente, como si se vistiera para la ocasión. Sus modos de estar y de decir, no se regían por nuestras convenciones. Cambió de tal suerte nuestros horarios que perdimos el sentido del tiempo, pues lo mismo seguíamos sus murmullos, su actividad de hormiga a las dos de la mañana que a las cinco de la tarde, hasta el día en que no la vimos más y nos dejó el malestar de la incertidumbre.

Nunca supimos realmente qué pasó, pero aún recordamos las veces en que la vimos pasar descalza, con su vestido escurridito, a pagar promesas en las iglesias del barrio; tenía una para cada necesidad.

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Jamás olvidaré su voz el día que me dijo que le enseñara a bailar, y menos aún, el contacto con su cuerpo frágil y esas cuatro sílabas de su nombre: Cla-u-di-na, salidas de una voz apacible, lejana, presente, ausente.

Fue como un toque mágico: nunca más pude desinteresarme de ella. Me convertí en su cancerbero, su espía total. Llegué a conocer la franja de su mundo que era posible, porque la restante se la llevó al dominio de sus solitarios juegos de las cuatro de la tarde. Inventaba cada cosa con una habilidad increíble, como si la conociera desde siempre, pero nunca permitió la presencia de otra persona, y pasó mucho tiempo antes de que pudiera romper esa barrera y ser su cómplice feliz. Su memoria estaba llena de historias de familias reales e inventadas, pero nunca logré descubrir el hilo de separación de unas y otras, y en realidad jamás me interesó ponerle razón a los oasis que me proporcionaba su imaginación febril. Me contó la más bella historia de ancianos octogenarios haciendo el amor en una tarde de verano en un baño de inmersión con tanto detalle, que me pareció asistir a la ceremonia privada del renacimiento de la vida.

Un día, ya acostumbrado a navegar a contrapelo en las aguas de su fantasía, desapareció tan de repente como había llegado, dejando los rezagos de su imaginación, pero ninguna pista para su encuentro.

Durante muchas noches sucesivas estuve reconstruyendo sus recuerdos sin resignación, hasta el día que me enteré del motivo de su desaparición: se había enamorado perdidamente de un forastero, un veterano de voz convincente que decía ser trashumante de dos continentes, lleno de colgajos y amuletos de indios, sobreviviente de cuarenta operaciones de estómago y rebosante de historias de amoríos cercanos y lejanos.

Muchos años pasaron antes de que volviéramos a verla una noche triste de mayo, descalza, con su vestido escurridito y un ventarrón de años encima, recorriendo las mismas calles para pagar promesas en las iglesias del barrio, pero su cuerpo frágil y sus ojos inquietos desaparecieron y ya no fue más de ambas maneras sino de una: ausente.

Por mucho tiempo vivió los derroteros de la soledad y la rutina. Había adquirido costumbres que en nada recordaban los oasis de su imaginación, pero nunca dejó su actividad de hormiga siempreviva, sus murmullos nocturnos y su infinita originalidad. A nadie extrañó saber que en las noches de luna tomaba frascos enteros de vinagre, y que en los días de invierno comía ladrillo molido con vick-vaporub. Se aficionó tanto a la dulce toma, que predijo los años que había de vivir antes de terminar de comerse su propia casa, ladrillo por ladrillo, hasta quedar al descubierto ante los ojos aterrorizados de su vecinos, nosotros, que pasaríamos el resto de la vida descifrando sus misterios.

Sobre el lenguaje literario y su capacidad receptiva infinita Juan Escobar

¿Hay un lenguaje propio de la literatura, así como también hay uno para el derecho y la medicina? ¿Será su conjunto de taxonomías o quizá mejor la construcción discursiva la que permita conocer ese lenguaje propio? Dice Lotman, que: “la literatura posee un sistema propio”, es pues necesario comprender qué tipo de sistema, tanto en la parte creativa como en la receptiva. La literatura es arte, aun así cada arte tiene su forma de expresarse. Hay que entender a la literatura como la forma en que el hombre (autor) expresa lo que ve, siente y experimenta, por ello un texto será la excusa para hacer que otros accedan al mundo que estoy viendo, que sueño, o a un mundo posible que concibo. Leer es comprender el mundo bajo una perspectiva, someterme a las interpretaciones de otro, a los posibles narrativos que el autor ve. El lenguaje literario es infinito en el sentido en que el lector en ocasiones puede entender lo contrario y tergiversar el sentido del texto. Por esa razón Barthes se atrevió a afirmar que los significantes son inmutables, pero los significados cambian con el paso del tiempo, con las modas, con los dialectos. Por tal motivo, leer a escritores antiguos en ediciones recientes se hace tan complejo; así mismo, no es fácil entender en nuestros términos las lenguas antiguas: por el constante movimiento de los significados. Y aunque muchos se atrevan a afirmar que el lenguaje literario es reconocible por su esencia, por su dinámica, por sus lugares comunes e inhóspitos, no se puede confundir el hecho de reconocer una obra literaria, su estructura, escenarios, personajes, etc., con reconocer un metalenguaje literario, que se subordina a un gran texto, donde no todo es literario. Cuando se analiza la “correlación” o interdependencia entre el autor y el lector, es más clara la lógica de las interpretaciones infinitas (no solo por la movilidad de los significados, de Barthes), donde un lector se enfrenta –porque el autor ha muerto- a descifrar códigos para adquirir conocimientos. La razón de por qué no es posible tener un sentido único de interpretación para la literatura, es según Lotman: a) porque imponemos al texto un mensaje, b) porque percibimos según nuestras lecturas anteriores, o c) porque supeditamos el lenguaje literario a un lenguaje vulgar. Es menester afirmar que el lenguaje literario es subjetivo, pero posee un carácter verosímil que lo hace accesible a toda clase de lectores, no obstante, no hará un misma lectura poética un lector esporádico que un poeta de profesión (Según Lotman, porque el lector podrá ponerse en el lugar del autor). Que tenga lugar el simple acto de comunicación literaria entre un autor y su lector por medio del texto, da pie a comprender que aun con infinitas interpretaciones –unas mejores que otras-, el lector siempre encontrará una visión construida del mundo, ya que somos seres de tiempo –es decir, producto del tiempo que hay detrás de nosotros que ya no existe, pues existe en nosotros-, y los libros serán el resultado no solo de los conocimientos adquiridos por el escritor,

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sino de la consciencia misma del mundo, de la cual todos somos sus hijos. Es decir, que por más abierta que sea la interpretación de un texto, estará inscrita bajo los mismos parámetros que el hombre ha edificado durante el pasar del tiempo, como el teatro griego, la música barroca, la zarzuela española, lo maquiavélico, dantesco o quijotesco, que lo entendemos como categorías inmutables. Es posible que en algún momento se alcancen tantas categorías inmutables dentro del lenguaje literario que sea posible identificar sus estructuras constantes, como fue posible gracias a Shakespeare identificar los temas básicos del drama (amor, odio, engaño, duda, mentira, etc.). Y mientras algunos resuelven esa utopía, vale hacer alusión al modo también infinito que se encuentra cuando nos centramos en el autor, en la creación artística, quien en cada momento está tomando decisiones por los personajes, por los objetos que incluirá en el escenario, sobre la ruta a seguir por el protagonista, acerca del vestuario o quizá de los gustos de ellos, para más adelante usarlo como excusa narrativa para hacer de la trama algo verosímil. En la elección de caracteres para la trama narrativa, tanto como en elección de imágenes y su polifonía poética hay un punto infinito; el lenguaje literario es tan abierto, que no se queda ahí, dice Lotman: “cualquier palabra puede convertirse en sinónimo de cualquiera”, una palabra puede tomar un significado opuesto al que es reconocido ayudando así a la unidad de sentido en que se encuentra, la gramática pierde rigurosidad cuando hablamos de autores destacados, que luego de haber demostrado dominarla, la quiebran, la insultan y proponen la suya, es decir, la gramática se vuelve personal, sin dejar de ser verosímil. Como la gramática del lector es impuesta al texto, se logrará escuchar de paladares obtusos, que la gramática de Fernando Vallejo queda opacada por sus múltiples juicios sobre la condición humana, o se hablará del abuso del estilo de García Márquez en El Otoño del patriarca o se maltratará a autores que tratan a los géneros literarios como híbridos, pero se quedaran cortos al entender que gracias a la novela moderna instaurada por Diderot en Jacques el fatalista, donde dos sujetos andan sin rumbo fijo, posponiendo historias que tendrán su final en determinados momentos, puesto que el juego con el tiempo, permitirá al autor hablar en diferentes circunstancias y el ir y venir de personajes que lograrán construir por medio de discursos ilustrados, éticos y filosóficos para educar al lector, mostrando nada más que el comienzo de un género dominante en la literatura, donde no hay solo una teoría, sino que se permite innovar en todo momento. De ahí se comprenderá que la literatura no es un innovar constante de conceptos ni de invención de mundos posibles, sino que se trata de un reciclar. La literatura resuelve problemas de la condición humana al dejarlos plasmados para que la memoria no nos traicione olvidándolos; y se resuelve a sí misma jugando con la consciencia colectiva del lector, a veces hablándole, a veces tratando sus temas más profundos, más terribles, porque el lenguaje literario nace del lenguaje común, y como él unas veces se expresa de modo tecnicista otras de modo costumbrista.

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Panorama de la literatura colombiana (1860 - 1970) Pedro Absconditus

Cuenta José María Vergara y Vergara, en la primera historia literaria escrita en Colombia, que la imprenta llegó gracias a los Jesuitas en la primera mitad del siglo XVIII. “El más poderoso auxiliar del pensamiento” (1867) define Vergara la imprenta, empero, no sería hasta el 9 de febrero de 1791 que Manuel del Socorro Rodríguez, cubano, fraile y bibliotecario de la Biblioteca Nacional de Nueva Granada, daría el Papel Periódico de Santa fe de Bogotá, en donde comenzaría una nueva oportunidad para la transmisión del conocimiento, ya que no se trataba solo de informar sino de llevar ideas, de fomentar una generación que guiada por Mutis y la prensa nos daría la libertad. Menciona también en su historia los periódicos de Nariño y Caldas (El Semanario), donde además de ciencia, se nos presentó al hombre nuevo que surgía con la revolución francesa. A final del XVIII, fueron famosas igualmente las tertulias que organizaba Antonio Nariño, quien leyendo libros y prensa prohibida francesa, italiana e inglesa ilustró a los jóvenes que en esa época vivían en Bogotá, entre ellos, a don Francisco A. Zea; además, la tertulia Eutropélica y del Buen gusto, aquella liderada por el ya mencionado Rodríguez y esta por doña Manuela Santamaría de Manrique. Claros antecedentes de lo que sería El Mosaico, dirigida por el mismo Vergara entre 1858 y 1872. Si en las anteriores tertulias y periódicos se formaron las raíces preclaras de los próceres de nuestra independencia, en ésta se reunió la segunda generación de románticos y los costumbristas de la Sabana: Isaacs, Pombo, Fallón, J. C. Rojas, Eugenio Díaz, R. Silva, J. D. Guarín, José María Samper, J. M. Marroquín, Ricardo Carrasquilla. Los mosaicos, en épocas tormentosas se reunían, el Olimpo radical y Mosquera asesinaba a sus enemigos, pero al margen de esto, se gestó el grupo de escritores por el que llegaron a llamar a Bogotá la Atenas Suramericana. Tras El Mosaico, llegaron otros periódicos claves: El Repertorio Colombiano, El Papel Periódico Ilustrado, El Telegrama, La Miscelánea, la Revista Gris, entre tantas que aparecieron hasta comenzar el XX.

En la segunda mitad del XIX había ya imprentas en Bogotá, los autores se pagaban su edición, los impresores –cito al señor Gaitán y Foción Mantilla– quienes desde 1847 comenzaron a hacer, con el apoyo del señor José Joaquín Ortiz, poeta romántico y hombre de letras, antologías de los poetas neogranadinos; después fue Vergara quien continuó de la mano de José Joaquín Borda, las antologías La Lira granadina, El museo de cuadro de costumbres, y esto se volvió costumbre, tanto como forma de legitimar como de divulgar la literatura.

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Este trabajo se cumplió de forma eficaz en el mandato de Olaya Herrera y bajo la dirección de Daniel Samper Ospina, una biblioteca de unos 100 ejemplares con las obras más ilustres, compilaciones y reediciones de quienes fueron base de nuestra nación; la segunda época fue en los años 50 con los gobiernos tiránicos de Laureano y Rojas Pinilla, quienes pusieron en manos de Rafael Maya una biblioteca de autores colombianos con el sello de la Revista Bolívar, que dirigía Maya. Posteriormente en los años 70, el Instituto de Cultura colombiana bajo la dirección de Gloria Zea, dio al país la gran generación que había aparecido desde los años 30, es decir, los poetas de Piedra y Cielo y Cuadernícolas, todo el grupo de Mito, y los hombres ilustres que rodearon la época y que publicaron entre los años 75 y 79. A su vez, bajo la dirección de Procultura, se renovó y reeditó a los mejores escritores colombianos.

¿Qué hay de las tertulias y revistas de grupos de escritores en el XX y cómo decayeron? En medio de la Guerra de los Mil Días, es famosa la bohemia cachaca, como la llama Gutiérrez Girardot, La Gruta Simbólica, donde son famosos Julio Flórez y Soto Borda, conocidos como los poetas malditos de Colombia, quienes al margen de los clásicos –por ejemplo Antonio Gómez Restrepo y Carlos Arturo Torres–, buscaron un tono propio. Los bohemios eran existencialistas, anticlericales, nietzscheanos. Pasada la guerra pasó La Gruta.

El modernismo, si bien se prefiguró con Silva y la orientación de Sanín Cano, que les traducía a los jóvenes Grillo, Londoño y en especial a Guillermo Valencia, dio el norte para un grupo de poetas mirando a Europa, a nuevas corrientes. El modernismo en Colombia no tuvo nada qué ver con Darío ni otros americanos, así como no tuvo una tertulia. Después vinieron los Centenaristas, entre ellos los hermanos Nieto Caballero, que fundaron el Café El Automático, allí se reunieron en la década del 10 con las últimas huestes del modernismo y rezagos del romanticismo, sonetistas, novelistas, periodistas y políticos. El Espectador que inició en Medellín y era un diario que salía en la tarde, se editó después en Bogotá; los señores Cano, sin dudarlo, fueron un medio eficaz, no ajenos a la literatura y los jóvenes; sus suplementos literarios son de gran riqueza, pues confluían los mejores hombres de letras sin importar su credo.

Se reunieron pasados diez años un grupo heterogéneo de jóvenes que con diferentes tendencias políticas y gustos intelectuales, pondrían en discusión las costumbres clásicas y religiosas que gobernaban a Colombia. Los Nuevos se reunían en el Café El Automático y se apoyaron para publicar: primero en 1915 en la Revista Panida en Medellín, en la Revista Voces en Barranquilla desde 1918, y en 1925 fundaron su propia Revista Los Nuevos. Esto muestra cómo la literatura no era solo en Bogotá, sino que se desterritorializó: León de Greiff y Luis Tejada eran de Antioquia, Rafael Maya del Cauca, entre otros; claro que la capital seguía siendo la Atenas, en donde se estudiaba y publicaba.

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Si en algún momento puede encontrarse la Vanguardia en Colombia, es aquí: los primeros poetas con verso libre, la entrada de la izquierda, la crítica a lo católico, a los filólogos, a los poetas románticos, la necesidad que postulaba Tejada de renovarlo todo, la puesta en escena de una poesía como la de Vidales y de Greiff, la lectura de franceses e ingleses, la toma de distancia con las instituciones literarias y políticas reinantes. Todo confluyó. Solo había una forma de subvertir lo estable de una parroquia anclada en la fe y la lengua como era Colombia: burlándose de ella, de la lengua, la razón y la fe a partir de la izquierda, el verso libre y la parodia (véase la Elegía Humorísta de Vidales dedicada a Luis Tejada, o la presentación que Tejada hace de Luis Vidales en 1922, donde afirma que los grandes poetas han sido “humoristas”, queriendo más bien afirmar el ingenio y la ironía). A la par de la modernización en la que entró Colombia desde 1903 con el fin de la guerra, solo hasta 1920 se consolida una industria naciente –tras el pago de la separación de Panamá-; gobiernos como el de Carlos E. Restrepo y siguientes que posibilitaron la libertad de prensa dieron lugar a un cambio radical desde la literatura.

Tras este grupo, en 1939, Piedra y Cielo, y en 1945 (por poner una fecha) los Cuadernícolas –como los llamó Hernando Téllez-, fueron grupos de poetas asociados bajo una “estética” determinada: los primeros siguiendo el modelo español del 27, los segundos entre lo francés y lo español, que es de donde surgiría el grupo Mito. Allegando en los años 50 la segunda modernización, La Violencia y el paso de la Segunda Guerra Mundial, se produciría en el país entre 1955 y 1962, una Revista que haría lo que solo El Mosaico había hecho en el XIX, presentar la Nueva generación (que es como la llamaba Gaitán Durán), integrada por los escritores, artistas y políticos que se congregaron alrededor de Mito: el grupo de Barranquilla (Cepeda Samudio, García Márquez, etc.), los literatos de la violencia, la tradición poética colombiana (de Greiff, Charry, etc.) y el apoyo de una tradición americana y europea; esto dio lugar a renovar como lo hicieron Los Nuevos un país que contaba ya con profesionales y escritores de gran talla. El fin de Mito, tras la muerte de Gaitán Durán, su guía, como lo fue Vergara en El Mosaico, y los hermanos Lleras Camargo con Los Nuevos, anunció la llegada del Nadaísmo. Gonzalo Arango, que más que un grupo tuvo una corriente, cual romanticismo o modernismo, pues, no fue solo un asunto de influencias extranjeras o de revistas y tertulias, fue un “problema de estado” –si se me permite–. El Nadaísmo se le salió de las manos al único verdaderamente nadaísta que hizo creer a un pueblo, la mentira de que eran poetas, que habían hecho una revolución estética en la vida de los hombres. Y no. El estilo arbitrario dio el comienzo al “fin del arte” en Colombia, o mejor dicho, a la era más subjetiva y abstracta de nuestras letras. El error fue haber llevado el estatuto de poeta al ciudadano común y que se haya mezclado lo superfluo (drogas, sexo, alcohol) con la más fina de las artes y en consecuencia tras la década del 70, la literatura haya carecido de movimientos,

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tendencias, grupos e incluso generaciones –aunque algunos traten de reunir escritores que territorial y estéticamente sean tan opuestos como Silva y Valencia–. Revistas como Eco, Aleph, Golpe de dados, así como los magazines dominicales de algunos periódicos de gran tiraje, fueron el recinto de los escritores del último tramo abstracto de lo que se ha escrito, en donde claro que hay grandes nombres, poetas y narradores, ensayistas no faltaron, pero sí eso que hasta un punto esperábamos demostrar haciendo este recorrido, en donde a partir o de un encuentro en café o de una publicación del grupo se hacía manifiesta la realización de un proceso de creación sino conjunta, por lo menos acompañada. Carecemos de medios, los escritores se estancaron, porque no se puede escribir solo, o se banalizaron los temas para poder publicar con editoriales de gran formato o escribir para el pan diario, o se banalizó el oficio al tener que depender los escritores de trabajos como columnistas, donde vale más lo mediato, lo efímero, que la sustancia real de lo que un poeta puede construir y debería ser su ideal. Llegado el punto en que se concluye que se carece de literatura al no haber las condiciones de posibilidad para que se realice la misma; se demuestra cómo poseemos artistas, tradición y una cultura que es gran desconocedora de la historia literaria, pues hoy no hace nada al respecto.

De orquídeas y floripondios Camilo Cárdenas Castro

Manolo está sentado en su cuarto, hay un escritorio pequeño, una cama. Delante de él varios libros, papeles en desorden y una grabadora que larga los quejidos de música barroca compuesta en el 18. Manolo sujeta el lápiz frente a una hoja en blanco, rascándose la cabeza, tomándosela con las dos manos. Soltándola y soltando el lápiz abandona el cuarto con la mirada fija en el balcón. Saca una olla pequeña del gabinete pequeño que está en la cocinita de su apartamento, abre el grifo y la llena de agua, sale al balcón para regar la yerbabuena, el romero, la marihuana. Recuerda que Gregorio acordó regalarle una orquídea. Manolo sale de la casa con su block de dibujo que nunca olvida, cuando va por el parque le llama la atención un viejo de larga barba que dibuja trazos finos, éste le recuerda a su padre; Manolo quiere acercarse a él, husmear sus papeles, habitación de colores y formas desconocidas. Está a punto de acercarse cuando un joven rubio llega saludando al viejo, Manolo se aquieta y se sorprende al descubrir una nalgada con la que aquel responde. Con los ojos desorbitados se da cuenta de que en el árbol que los abrasa, hay también un par de orquídeas descansando, justo arriba de la cabeza del viejo dibujante. La flor más anciana baja la cabeza para luego descender hasta las hojas del viejo, el rubio la toma entre sus dedos y empieza a murmurarle al viejo, luego lo besa en la boca. Manolo camina hacia una silla cercana y empieza a escribir.

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Espíritu festivo Camilo Cárdenas Castro

Le llegaban las sonoras notas extraviadas de la banda y en la lejanía de una copa en los labios y en la conversación donde prima el baile, él miraba el elevarse de un espíritu, más ligero cuando comenzó a moverse, más ligero cuando el saxofón exhalaba bocanadas de ritmo explosivo.

Él miraba al esmirriado saxofonista que se escondía en ropajes para gigante, era que el hombre de cabello ensortijado sacaba la cabeza y los brazos de un mar blanco, evocado por la tela de su camisa, resbalando sobre su cuerpo consumido, perfectamente escondido en la bandera ondeante, ondulada metida en el pantalón. Pudieran fácilmente exagerarse sus patitas comparándolas con palitos chinos.

Él miraba al saxofonista y se detenía en los pómulos inflados que habrían de convertirse en música. Se detenía en los hombros, sostenes de un arbusto redondo y negro, arbusto dotado de ojos cerrados y de lágrimas que bailaban en sus párpados oscuros, iluminados por un azul brillante de bombillas navideñas.

Él convertía en un examen esto del mirar. Descubría, mientras las manos tecleaban con el aire que los cachetes dictaron, que las piernas enclenques seguían el ritmo del bajo y las caderas el de la percusión fogosa. Fue cuando de la banda comenzó a llegar entre el ruido y la nostalgia el espíritu bailarín. Estaba a punto de ser poseído, deseaba levantar con ahínco las nalgas y entre saltos y piruetas, un manoteo salvaje que atrapara en el vacío las notas musicales.

La lejanía no fue propicia; antes de llegar hasta su cuerpo caliente, un viejo se aferró al tobillo del espíritu, exigiendo la devolución de 20 años, y con ellos los cabellos firmes y sin nieve, que aunque el espíritu no repuso, compensó brindándole unas articulaciones de bambú con las cuales el viejo pudo bambolear su cuerpo agitado como Tifaón, el viento terrible. El viejo era ahora quien captaba su atención.

Estaba triste por no haber agarrado al espíritu primero y se conformaba con darle golpecitos a la mesa, dejando a un lado tanto al viejo como al saxofonista para mirar a don Alvarado que se mordía los labios con lascivia y cruzaba las piernas, mientras todo el bar aplaudía fuerte plaplapla a la banda y al saxofonista y al bailarín.

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El río artista Óscar Botero Pérez

Cuando la montaña, partera de nubes y riachuelos, dispuso sus laderas al derrotero de las aguas, un hilito diáfano comenzó su viaje deslumbrante.

Anidado en el musgo –manto protector– gota a gota, tomó forma. Se pintó con todos los colores; verde glauco de la capa vegetal, amarillo de sol y florecita, pardo de corteza y de raíz, gris arena y blanco pedrusco.

Cristalino en la transparencia de su juego, amigo de la ardilla y el conejo, mimoso aprendiz tornasolado, bajó alegre por pendientes de guijarro y piedra.

Engrosó su delicada filigrana en el abrazo saltarín. Húmedo manto de las agüitas danzarinas, trémula campanita de los bosques.

Ha llegado al valle como mozuelo de cauce propio, vanidoso esplendor habitado. Pececitos como perlas ocupan sus meandros y ranas croan en la fiesta de la lluvia en el arroyo. A sus orillas beben las garzas y la luna. Caprichosa silueta dibuja en las praderas; cascadas de sinfonía acompañan el precipitado afán.

Muy pronto será río. Ya lo es. Ahora, raudo en la plenitud, atraviesa campos, alimenta pueblos y ciudades. Sortilegio de los hombres, alzan muros que detienen su andar, inmensos lagos, como henchida vena, roban su fuerza para iluminar las casas, mover industrias. Canalizan sus bordes, le montan puentes y lo punzan con puertos y pesadas barcas. Cloacas apestosas lo envenenan. Pintado con los colores del desgaste y la civilización, el río artista, triste agoniza en un mar. Y sus gotas diluidas, volverán a ser nubes en la montaña.

Por mi culpa, culpita Irantzu Varela

Me siento culpable. Por no tener hijos. Por ser una egoísta que sólo piensa en sí misma, y no es capaz de ocuparse del cuidado de otras personas. Por tener envidia de las que sí los tienen.

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Por tener pareja. Por fantasear con cómo sería encontrar a alguien que me despertara verdadera pasión, y no este calorcito rico que a veces me recuerda a unos calcetines gordos. Por tener envidia de las que son libres. Por no tener pareja. Por no haber encontrado a alguien que me quiera lo suficiente como para que el calorcito que sigue a la pasión inicial me baste. Por no haber querido lo suficiente a quienes se han atrevido a quererme. Por tener envidia de las que tienen con quien pasar las tardes de los domingos. Por tener trabajo. Por ganar dinero con el ejercicio rutinario de mi mediocridad discutiblemente útil. Por gastármelo en cosas que no necesito. Por no ahorrarlo para cuando lo necesite. Por no compartirlo. Por no tener trabajo. Por haber decepcionado a quienes pensaron que iba a ser algo en la vida. Por vivir del cuento. Porque -a veces- no me importa. Porque -a veces- me importa mucho. Por no poder pagarme las copas. Por follar. Por no follar. Por desear a quien no debo. Por no desear a quien debo. Por desear a quien me desea. Por no desear a quien me desea. Por ir al gimnasio. Por no ir. Por comer mal. Por comer mucho. Por comer poco. Por decir lo que pienso. Por no decir lo que siento. Me siento culpable por ser como soy, y por no ser como esperaban que fuera. Porque no soy como creen. Y porque no soy como quisieran que fuera. Me siento culpable por sentirme culpable. Y veo mujeres sin culpa, sentirse culpables por lo mismo que yo. Y por lo contrario. Y me pregunto si no será la culpa una estrategia para que nunca estemos contentas, para que nos dejemos culpar de lo que sea, para que encontremos siempre una excusa para agachar la cabeza. Y me siento culpable por preguntármelo.

“A los políticos y a los pañales hay que cambiarlos a menudo... y por las mismas razones” George Bernard Shaw Escritor irlandés. Ganador del Premio Nobel de Literatura en 1925, y el Óscar en 1938

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Tres cuentos de ciencia y salvajismo Alejandro Salazar

I El mundo se derrumbaba mientras la tierra se derretía, todos corrían en un apresurado ir y venir de desesperanza. Tierra, agua, fuego y viento en un agitar desmesurado deformaban todo lo que había sobre la superficie. Fue allí cuando ella, una joven bonobo de los de abajo del río, se dio cuenta de su humanidad: cuando vio a los más viejos del grupo asesinar vilmente con una piedra a todos aquellos que pretendieran subirse al único árbol que quedaba a salvo. II Ellos estaban tan conscientes de la peligrosidad de esos involucionados, de su potencial nato de criminales, que cuando eran hermanos primates supersticiosos y decidieron abandonar esa falacia y adoptar el afamado pensamiento racional, sintieron el más grande temor de sus vidas, al ver que en el momento final, deseosos de sobrevivir, una horda desventurada de malditos micos pretendían aferrarse al único árbol en pie. –¡Pero qué incongruencia! –exclamaba civilizadamente el más anciano de la tribu mientras que con sus manos, ahora desposeídas de vello, agarraba firmemente una roca filuda en nombre de su propia vida.

III –¡Mierda! –gritaban todos en nombre de la alteridad mientras corrían despavoridos después de ver cómo lentamente se acercaba ese puto neandertal por sus custodiados cultivos.

Al mejor estilo de Humano, demasiado humano de Nietzsche, Las píldoras de la ira es un libro con precisiones separadas, pero en esencia, tejidas en la misma prenda. Algunos apartados, para conocer el libro de Jimmy Jazz, o Bartolomé Koan: el profesor, el punk, y el escritor.

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Ve libro mío, no libertarás a nadie, los esclavos harán cadenas de ti.

Ve libro mío, no sanarás a nadie, tú mayor deber es herir con la verdad de la que estás hecho.

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Ve libro mío, no escalarás montañas, fuiste hecho para derribarlas.

Ve libro mío, no temas a la multitud; estás hecho de ideas y éstas son inmunes a loa y a odio.

Ve libro mío, no fuiste hecho para el galardón, fuiste hecho para la verdad, no desfallezcas.

Ve libro mío…

1. Si alguien piensa que debe buscar la salvación o que existe algo que debe salvarse, ¡adelante!

2. Rezar sobre la tumba de un muerto fresco, qué cosa más inútil.

3. Rezar sobre las cenizas de un muerto antiguo, algo así como rezarle al recuerdo de algo; habrá que inventar una palabra que signifique diez veces más que inútil.

4. Engañarme a mí mismo ha sido un gran desafío.5. No quiero ir a la misa, me refiero al culto, no porque sea un

no creyente, es porque mi tiempo tiene un uso exclusivo: vivir.

6. Hoy me encontré con Honorio y al preguntarle sobre un asunto importante me dijo: “Desde que le entregué mi vida a cristo no sé de nada más”. Ante tamaña respuesta me sentí atraído por la simpleza del planteamiento monotemático que libra de cualquier otro; pero sólo fue un espasmo infinitesimal, luego comprendí que lo que quiero es saber nada del cristo.

7. Qué sabios aquellos locos que nunca han aceptado ninguna verdad.

8. Qué locos aquellos sabios que abrazan y se escudan en una única verdad.

9. No sabemos hacía qué lado empujar porque aquellos que dicen seguir la luz, están tan deslumbrados que no ven ni sus propias narices.

10. En una plática con Mario me aseguró que al escribir se convertía en un dios creador incapaz de poner atención a nimios detalles. Qué triste no poder ser lo primero por falta de talentos y lo segundo por falta de creencias. ¿Cómo ser algo inexistente?

11. Con el salario que gano no puedo comprar ningún cielo; ni siquiera el de la religión más abyecta existente sobre la tierra.

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12. Encuentro ahora que no me alcanza ni para un lote en el infierno. ¡Qué terrible! Seré un alma sin patria.

13. Si el diablo existiera, lo escupiría por agiotista.14. Fabián Posada garantiza que su dios tiene un negocio de

viajes al cielo sin ánimo de lucro.15. Si estamos hechos a imagen y semejanza de dios, dios es

una perfecta porquería.16. Resulta que el cielo debe ser una ONG, ¡Por dios santo, qué

caritatividad!17. Me gusta el dios Zeus pues jamás ocultó sus debilidades:

cruel, artero, contumaz, concupiscente, zoofílico, vengativo, déspota, tirano... ¿Qué más se podría esperar de un dios?

18. No puede existir un dios con tantos poderes como el que mencionan las escrituras, la naturaleza es demasiado sabia para colocar tanto poder en un solo ser.

19. La única cosa para la cual somos libres, es para escoger nuestras esclavitudes.

20. Adoráis a seres de carne, os postráis ante seres de carne; ¿Qué diablos podéis pedir ahora? Llorad a seres de carne pudriéndose en sus tumbas.

21. No me importan los nombres de los que me atacan, a mis ojos, son sólo enemigos, y a la postre lo único que hago y haré será defenderme.

22. Decir que estoy loco de vez en cuando, es un ejercicio de puro razonamiento.

23. La libertad es una actitud, por lo tanto, no se pide, se ejerce.24. Me es imposible mover a un rebaño, debe ser por la cuestión

aquella de que sólo la masa mueve a la masa.25. Si para volverse loco hay que tener un mínimo de inteligencia,

la humanidad está inmunizada contra el sanatorio.26. A la hora de prodigar insultos soy un socialista radical.27. El silencio ante el delito es una infamia, pero no ante el dolor.28. La vida para un revolucionario son sus ideas, y su vida son

sus ideas; un revolucionario sin ideas no es más que una porción de masa manipulable.

29. Dijo Unamuno: “Venceréis porque tenéis la fuerza, pero no convenceréis porque no tenéis la razón”. Ante tal planteamiento prefiero vencer porque no encuentro a quien convencer.

30. Nos daría miedo volvernos locos si por algún azar de la vida estuviésemos cuerdos.

31. ¿En qué criterios os apoyáis para llamarme loco?32. La libertad no se mide con actos vandálicos.33. Que haya un filósofo o pensador famoso metido en una

corriente de pensamiento no garantiza la confiabilidad de dicha corriente.

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34. No se necesita cociente intelectual para escribir estupideces.35. Ortiz Betancur menciona en “El arenal” una justifi cación

para la patanería de uno de sus personajes: “Es que a mí me tuvieron a sangre fría” y yo pregunto: ¿Existe alguna persona cuya madre no sea fi el descendiente de los antiguos dinosaurios?

Homenaje a Dulce María...

El devoto lector de sus poemas quiso hacerle la que consideraba su mejor ofrenda: envió un clavel de intenso color –del color de la sangre– para que fuera colocado sobre la lápida de mármol blanco en la tumba de la poetisa, localizada en la principal necrópolis con nombre de un gran señor de los mares, en la capital de la isla. Sin embargo, al pasar por la oficina de control de enfermedades de árboles, flores y arbustos, fue decomisado el clavel y lanzado al mar continental. Años después, las olas lo depositaron –intacto– en las blancas playas de la serenísima isla, cumpliendo de esa manera el homenaje que mucho antes se había iniciado en un convulso país del lejano continente.

José Raúl Jaramillo R.

Ilustración: Elkin Obregón