Cuaderno 03 Mujeres Republica Digital

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Cuaderno Nº 3 Noviembre `14 1 euro La lucha de la mujer por el voto femenino. AULA DE HISTORIA Lo que no te han contado José Luis Garrot Garrot Cristina Segura Grai ño Las mujeres republicanas 1931-1939.

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Conferencias de José luis garrot garrot y Cristina segura graiño

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Cuaderno Nº 3 Noviembre `14

1 euro

La lucha de la mujer por el voto femenino.

AULA DE HISTORIALo que no te han contado

José Luis Garrot Garrot

Cristina Segura GraiñoLas mujeres republicanas 1931-1939.

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Las mujeres republicanas 1931-1939Cristina Segura Graiño

Introducción

A principios del siglo XX en España la situación de las mujeres era casi semejante a la que había dominado a lo largo de todo el Antiguo Ré-gimen. Las modernas teorías sobre su liberalización, defendidas desde finales del siglo XVIII por Olimpia de Gouges y, posteriormente, por las sufragistas inglesas y/o americanas solo eran conocidas por una muy pequeña minoría de mujeres, pertenecientes a las clases sociales cultas y acomodadas. Esto no quiere decir que las mujeres trabajado-ras aceptaran en silencio su situación, por el contrario, había algunas protestas, por sus malas condiciones de trabajo o por la diferencia del jornal que ellas recibían, en comparación al que recibían los hombres que llevaban un trabajo, nunca igual, sino semejante. Ellas eran cons-cientes de esta situación pero en pocas ocasiones y sólo en situaciones extremas llegaron a manifestarse, a protestar o a exigir sus derechos, laborales sobre todo, y un trato semejante al de los hombres.

La sociedad patriarcal era la dominante, las mujeres debían per-manecer en los espacios domésticos atendiendo a sus familias y te-

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niendo hijos. No obstante, la mayoría de las mujeres de las clases bajas y medias bajas, además de atender a todas sus obligaciones domésticas, que no son comparables a lo que actualmente se denomi-na de esta manera. Ellas tenían la obligación de tener la casa abaste-cida de todo lo necesario y, debe recordarse entre otras cosas, que el agua corriente era un lujo de ricos. Ellas, además, ellas colaboraban en el trabajo del cabeza de familia. Además, las mujeres de los cam-pesinos participaban en la mayoría de las tareas agrícolas; entre los artesanos, sus mujeres e hijas, conocían y trabajaban en el negocio familiar. Se ha constatado que conocían el oficio, aunque no recibían el reconocimiento oficial de su saber. A esta hipótesis se ha llegado puesto que se ha documentado, en las sociedades preindustriales, que las hijas de los artesanos solían casarse con hombres que tenían el mismo oficio que su padre. Y, además, las mujeres, en caso de viudedad, podían seguir ocupándose del negocio familiar, hasta que un hijo tuviera edad suficiente, para atenderlo. Esto estaba aceptado desde la Edad Media, lo cual significa que ellas conocían también el oficio. Pero, además, muchas mujeres, sobre todo de las clases socia-les inferiores, no estaban integradas en un gremio, pero conocían y colaboraban en el trabajo del cabeza de familia.

Por tanto, las mujeres eran trabajadoras aunque no se recono-ciera su capacitación y no estuvieran integradas en un gremio, ni recibieran jornal, trabajaban en el taller familiar y, hay que insistir en ello, generaban unas plusvalías que la sociedad pensaba que se debía sólo al trabajo del hombre. Se admitía que las mujeres fueran criadas, costureras, planchadoras o amas de cría, trabajos totalmente femeninos. No obstante, en los mercados, la mayor parte de los pues-tos eran o estaban atendidos por mujeres, por no referirse a la cola-boración de las campesinas en las tareas agrícolas. De esta manera, la falacia de lo público como espacio de hombres y lo doméstico como espacio de mujeres se mantenía en los inicios del siglo XX. Las mujeres eran consideradas como personas de segunda categoría, no podían salir solas a la calle, no podían tomar decisiones sobre su vida

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y, por supuesto, no podían votar. Estaban sometidas al padre o her-mano, en el caso de ser huérfanas, hasta casarse, entonces pasaban a la dependencia del marido.

Esta descripción de la sociedad patriarcal no era uniforme ni uni-versal. En España, sin duda el atraso en la liberalización de la situación de las mujeres era mayor que en otros lugares de Europa. Bien es cierto que sólo las de las clases altas y, en algunos casos, sobre todo las de las clases sociales más bajas, podían eludir, de alguna manera, el peso del patriarcado, pues muchas eran mujeres solas y tenían toda la res-ponsabilidad familiar sobre ellas. Las de clases sociales altas estaban al margen de estos problemas, las que más se implicaban en el negocio fa-miliar era las de las clases bajas, pues muchas, aunque fueran madres, no tenían marido estable y, en el caso que lo tuvieran, la precariedad de sus vidas hacía que se tolerara que ellas trabajaran en lo público, bien es cierto que como criadas, amas de cría, lavanderas, planchado-ras, verduleras, tenderas, panaderas, etc. las que vivían en los medios urbanos. Las que vivían en el campo siempre habían participado en los trabajos agrícolas y, además, todas tenían un huerto, que ellas traba-jaban, que solían ser de lo que las familias se mantenían, además del cerdo y dos o tres ovejas que completaban la dieta alimenticia.

Por supuesto, en España, a fines del siglo XIX y principios del XX, la sociedad estaba muy lejos de contemplar y aceptar las reivindicaciones de las sufragistas, el derecho al voto de las mujeres y su posibilidad de participar en la vida política, como estaba empezando a pasar en otros países cercanos. A estas mujeres, a las sufragistas por ejemplo, se les ridiculizaba y, también, se les consideraba como “unas locas” por abandonar lo doméstico y reivindicar sus derechos sociales y políticos. Hay que recordar que eran mayoritariamente mujeres de la burguesía acomodada. Las de las clases bajas, aunque en la práctica tuvieran mayor libertada para organizar sus vidas, su realidad social era tan precaria que tenían dificultades para conseguir el sustento diario para sus hijos, lo cual era tarea suficiente. No obstante, a partir de los años

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veinte del pasado siglo XX, comenzaron a llegar a España noticias de lo que estaba pasando fuera de las fronteras sobre la situación de las mujeres. Por ello, algunas mujeres empezaron a exigir un trato diferen-te al que hasta entonces habían recibido. Eran mujeres de las clases medias no muy altas y, en muchos casos, el padre o la madre no eran españoles, como sucede con las mujeres sobre las que más adelante insistiré, María de Maeztu, Victoria Kent o Margarita Nelken. Estas tres mujeres y Clara Campoamor fueron paradigma, con distinta ideología política, de mujeres que reivindicaron su derecho a una posición en la sociedad semejante a la de los varones. Sin olvidar a Federica Montseny y a Dolores Ibárruri, cuya proyección fue mayor, pues no luchaban sólo por los derechos de las mujeres, sino por los de toda la clase obrera.

El fin de la monarquía y la II República

Los primeros años del siglo XX fueron convulsos, la monarquía sufría una grave crisis, debida a su constante deterioro por dejación de sus obligaciones, agudizada por la dictadura de Primo de Rivera y las exigencias cada vez mayores de los propietarios que explotaban a sus empleados, obreros y/o trabajadores. La mayoría de ellos vivían en unas condiciones de salubridad inaceptables, su esperanza de vida era inferior a la de los burgueses y, por último, la mortalidad infantil entre las clases trabajadoras era muy superior a la de los otros grupos. Al mismo tiempo, comenzaban a conocer a nuevas ideologías que venían del extranjero y se empezaban a reivindicar unos derechos fundamentales, que las clases dominantes no estaban dispuestas a conceder y, cuando no tenían otra opción, lo hacían de la forma más cicatera posible. La situación social era muy complicada, las huelgas continuas, el desprestigio de la Corona, entregando el poder a los Generales, Primo de Rivera en primer lugar (1923-30) y Berenguer después (1930-31), suponía una grave crisis y el descontento era ge-neralizado. El 12 de diciembre de 1930 se había producido el pro-

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nunciamiento de Fermín Galán y Ángel García Fernández en Jaca que no se consolidó, pero llevó a estos dos héroes a morir fusilados. No les llegó con antelación suficiente la orden de posponer el levantamiento, pues se consideraba que todavía no había coyuntura favorable. Quien fue a Jaca a dar la contraorden no actuó con la celeridad debida y cuando intentó comunicar la nueva orden ya era tarde.

El descontento general con la monarquía, la crisis económica y social, era cada vez más profunda. Ante esta insostenible situación, se optó por convocar elecciones el 12 de abril de 1931, en las que no participaron las mujeres, puesto que no tenían derecho al voto. El resultado fue contrario a la monarquía, en cuarenta y una de las capitales de provincias, entonces eran cincuenta, ganaron los parti-dos republicanos y/o socialistas. En el campo, el caciquismo, hizo, como siempre, que ganaran las derechas. Pero se generalizó el pen-samiento de que ya era el momento preciso para el pronunciamiento en contra de la monarquía. El nuevo ayuntamiento de Éibar, salido de las elecciones, fue el primero que el 14 de abril de 1931 a las seis y media de la mañana, proclamó la República. Dicho ayuntamiento estaba formado por 10 concejales socialista, 8 republicanos y uno del Partido Nacionalista Vasco. Alfonso XIII fue incapaz de enfren-tarse a la situación y optó por la huida. Comenzó la andadura de la II República. En ella, las mujeres iban a ocupar un papel mucho más importante del que hasta entonces se les había asignado. En las Cor-tes había mujeres que iban a defender los derechos de las mujeres y sus aspiraciones. El voto era una de ellas.

El voto para las mujeres

Fue en el siglo XIX cuando en algunos países comenzó a plantearse la posibilidad de que las mujeres votasen y en cada lugar se fueron adoptando diferentes posturas. En Estados Unidos (1909) cuando se

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autorizó por primera vez a las mujeres blancas que votasen en Wyo-ming. Ni los negros ni las negras podían votar. Unos años antes, en In-glaterra, en Hyde Park (Londres), se habían reunido más de 250.000 sufragistas para pedir el voto para las mujeres. En 1893 en Nueva Zelanda se autorizó votar a las mujeres, pero no podían presentarse a las elecciones. En Europa, en el primer lugar donde las mujeres vota-ron (1907) fue en Finlandia, que entonces estaba integrada en Rusia. Tras ello y lentamente, las mujeres empezaron a votar en diversos paí-ses, Noruega y Suecia fueron de los primeros. En América del Sur fue en Uruguay (1927) donde votaron las mujeres por primera vez, siete años antes las mujeres habían empezado a votar en Estados Unidos.

En España, las mujeres no votaban, pero se podían presentar a di-putadas. No eran electoras, pero si elegibles. En 1931 hubo tres mu-jeres, sobre las que después me detendré, que consiguieron acta de diputadas, Clara Campoamor del Partido Radical, Victoria Kent del Partido Radical Socialista y Margarita Nelken, diputada del Partido Socialista, que lo fue en las tres legislaturas que entonces hubo. Ellas fueron elegidas, pero no habían podido votar. Bien es cierto que no pensaban todas igual sobre el derecho de las mujeres al voto. Quien tenía un pensamiento definido sobre el voto femenino y quien lo de-fendió ardientemente fue Clara Campoamor, las otras dos mujeres no estaban tan convencidas como ella de que aquel fuera el momento oportuno para que las mujeres comenzaran a ejercer este derecho. Tanto Victoria Kent como Margarita Nelken consideraban que las mu-jeres debían de votar, pero para ello debían de tener un mejor acceso a la cultura, puesto que se temía, que ellas, aunque tuvieran criterio propio, su voto podía ser manipulado por los curas o por los maridos de derechas. De esta manera, su voto no sería libre y daría el triunfo a las derechas. Este planteamiento fue, y es, muy cuestionable.

Las discusiones en las Cortes entre Clara Campoamor, defensora de conceder el voto a las mujeres, y Victoria Kent, que consideraba que todavía no era el momento adecuado, fueron largas y violentas. Mu-

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chos de los hombres, sobre todo los de derechas, no consideraban que el voto para las mujeres fuera necesario y ridiculizaban agriamente, sobre todo a Clara Campoamor, que mantuvo una postura muy firme. Ella consiguió, al final, el 1 de octubre de 1931, que la izquierda apo-yara esta justa reivindicación y las mujeres consiguieran el derecho a poder votar. Lo cual hicieron por primera vez en las elecciones de 1933, dando el triunfo a la derecha, como la diputada de izquierdas, Victoria Kent, había anunciado insistentemente. En la votación sobre el derecha de las mujeres a votar hubo 161 votos a favor de que las mujeres vota-sen, eran votos sobre todo del Partido Socialista, bastantes de la dere-cha, también de Esquerra Republicana de Catalunya y de los republica-nos. En contra del voto femenino se pronunciaron Acción Republicana, el Partido Radical Socialista, del que era Victoria Kent e, incluso, cuatro compañeros de Clara Campoamor, del Partido Radical, que votaron en contra de su propuesta, cosa que le dolió profundamente.

Las mujeres en los primeros años del siglo XX

En el siglo XX la situación de las mujeres respondía a los principios pa-triarcales, su obligación era permanecer en lo doméstico, dedicadas a ser perfectas amas de casas, tener hijos y atender a sus maridos y a cualquier otro miembro de la familia que lo precisara. La clase social a la que pertenecían diversificaba sus obligaciones y comportamiento, pero además, para todas, lo público no era el espacio en el que de-bían desarrollarse sus vidas y actividades. No obstante, una serie de mujeres, sobre todo de las clases medias ilustradas, tenían apetencia de conocimiento y, también, de tener autonomía para tomar sus deci-siones y organizar su vida. Las mujeres de las clases medias orienta-ban sus deseos de emancipación hacia el estudio, para poder acceder a la Universidad, espacio fuertemente masculinizado. Las mujeres de clases sociales inferiores, todas ellas trabajadoras, la mayoría esta-ban recluidas en sus casas atendiendo a lo doméstico o en trabajos

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remunerados, si era necesario. Estos trabajos femeninos remunerados solían estar relacionados con lo doméstico, como criadas, lavanderas o costureras en las ciudades. En el campo colaboraban en las tareas agrícolas del cabeza de familia, cuidaban la huerta y a los animales de corral. Pero todas tenían conciencia de su situación, diferente a la de los hombres y pugnaban por una mejora en sus relaciones sociales.

Las mujeres de las clases altas, en líneas generales, consideraban que su situación era la idónea y no tenían ninguna preocupación por variarla sólo algunas muy cultas, que conocían ña realidad de otros países. En cambio, las pertenecientes a las clases medias fueron, sin duda, las que tuvieron una mayor preocupación por acceder a me-joras sociales y políticas, para todas las mujeres, como conocían que estaba pasando en otros lugares del mundo. Ellas fueron, sin duda, las que impulsaron acciones y movimientos tendentes a una mayor libertad para las mujeres, a que pudieran tener una opinión en lo público y participar en los cambios sociales. Una de sus grandes pre-ocupaciones era acceder a la cultura, superar el saber “leer, escribir y cuentas” y tener un conocimiento científico. Esto es poder estudiar en la Universidad, cosa que no consiguieron hasta 1910, y organizar sus vidas, no solo con el matrimonio como único fin, sino como ellas consideraran oportuno.

La mayoría de las mujeres que intentaron cambiar su situación era de las clases medias y su primera reivindicación era poder acceder al estudio, al conocimiento, para poder llegar a tener una profesión. Las primeras mujeres que fueron a la Universidad pretendían estudiar me-dicina, ser comadronas y ginecólogas, era a finales del siglo XIX. Se consideraba que era muy oportuno que se dedicaran a la ginecología o a la puericultura. Pero no fue hasta 1910 cuando se autorizó de for-ma general el acceso de las mujeres a la Universidad. Bien es cierto que no fueron muchas las mujeres que, tras acabar el bachillerato, optaran por los estudios universitarios. Las que lo consiguieron fueron mayoritariamente a la Escuela de Magisterio y a la Facultad de Letras.

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Una de estas mujeres fue María de Maeztu (Vitoria 1881-Buenos Aires 1948). Su padre era cubano y su madre, Juana Whitney, hija de un diplomático inglés, nunca se casaron. Señalo esto, pues las mujeres a las que voy a hacer referencia, suelen tener una influencia extrajera fuerte, a través del padre o de la madre. De esto se exceptúa a Clara Campoamor, bien es cierto que su origen no era burgués, como el de las otras mujeres a las que voy a hacer referencia, sino obrero. María de Maeztu es una intelectual, educada en un ambiente liberal. Estudio magisterio y llegó a hacer el doctorado en Filosofía y Letras (1936). Había empezado a ejercer la docencia (1902) en una escuela pública de Bilbao y pronto comenzó a introducir nuevas técnicas pedagógicas y acabar con la enseñanza memorística para facilitar el acceso al co-nocimiento a niños y niñas. Se trasladó a Madrid (1915) y tuvo una gran relación con la Institución Libre de Enseñanza, sobre todo en lo referente a las mujeres, pues estaba muy preocupada por facilitar a otras mujeres el acceso al conocimiento y a la cultura. Por ello, promo-vió la Residencia de Señoritas, para que allí pudieran vivir, mientras estudiaban, las chicas sin familia en Madrid, que pretendían acceder a la Universidad. También impulsó la creación, a semejanza de otros que existían en Europa, el Lyceum Club Femenino, centro cultural de encuentro para las mujeres que pretendían tener un acceso a la cultu-ra, al conocimiento y relacionarse a nivel intelectual con otras mujeres, pues era grande su preocupación por acceder al conocimiento cientí-fico. Todo ello se trucó con la guerra de 1936. Maria de Maeztu tuvo que marcharse (1937) a Buenos Aires donde murió (1948). Sólo había vuelto una vez a España a una estancia breve cuando murió su madre.

Fueron sólo una minoría las mujeres que participaban de este pen-samiento, sobre todo eran amas de casa de clase media en las grandes ciudades, con inquietudes intelectuales. Muy pocas habían accedido a los estudios, la mayoría se casaba al terminar su educación en el co-legio de monjas y, aunque tuvieran inquietudes intelectuales, su deber era la casa y los hijos. Un grupo muy interesante son las maestras, la mayoría mujeres vocacionales, de ideales republicanos que pretendía

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educar a niños y niñas en un nuevo pensamiento, en el que el conoci-miento riguroso y el deseo de saber fueran prioritarios. Las maestras rurales además se ocupaban de la salud e higiene de niños y niñas y protegieron a sus alumnos/as cuando se inició la guerra, algunas a costa de su vida. Su preocupación era educar a niños y niñas en los ideales de la escuela pública, laica, gratuita y de igualdad entre hom-bres y mujeres. Además, les preocupaba preparar a las niñas para que pudieran acceder a una profesión y tener cierta independencia.

María de Maeztu, las maestras republicanas, Federica Montseny, Dolores Ibarruri y las tres mujeres, Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken, a las tres últimas me referiré más adelante, todas tuvieron una fuerte implicación política, son la excepción. También fue-ron una excepción las mujeres que estuvieron en el frente cuando se inició la guerra en 1936. Estas mujeres, la mayoría eran chicas muy jóvenes, de clases sociales no muy altas, con una conciencia política y social muy fuerte, que habían vivido intensamente la llegada de la II República y se habían beneficiado de los cambios logrados, todos, no sólo los referidos a la situación de las mujeres y no querían que lo logrado se perdiera, por ello quisieron intervenir para defenderlo. Hubo mujeres en los frentes, no muchas, y, sobre todo, en tareas de avituallamiento, sanitarios y de colaboración en cuestiones de infraes-tructura. La presencia de las mujeres en la guerra no fue una novedad, a lo largo de los siglos las mujeres, sobre todo las de las clases sociales inferiores, han estado en las guerras y su presencia se veía convenien-te, pues atendían a las tareas de intendencia y sanidad.

Tres mujeres transcendentes. Clara Campoamor (1888-1972), Victoria Kent (1889-1987) y Margarita Nelken (1896-1968)

Clara nació y se crio en el barrio de Maravillas de Madrid, en una portería, con su madre y abuela. Su madre se dedicaba a coser y

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parece que ella a los cinco años ya cosía para ayudarla. A los 13 años era una profesional de la costura y pronto entró en el sindicato de obreras de la aguja. Clara era una mujer que tenía una gran pre-ocupación por mejorar su situación y la de su madre y abuela, para ello simultaneó la costura con el estudio. Pronto logró, por oposición pública, un puesto en la oficina de Teléfonos de Zaragoza, donde se fue con 21 años, cosa excepcional en aquella época. Pero no se con-tentó con ello y siguió siempre estudiando y reivindicando sus dere-chos pues tenía una gran conciencia social, influida, sin duda, por la situación que había vivido en su casa. Participó en la huelga de 1917.

Cuando consiguió el traslado a Madrid pudo empezar a estudiar en el Instituto Cisneros y luego Leyes en la Universidad Central (1924) para lograr entrar en el Colegio de Abogados el año siguiente. Su preocupación social la llevó a militar en política en un grupo que se constituiría como Acción Republicana. Ella no cesó de trabajar duran-te toda su vida, sin dejar su militancia política, que se centró, sobre todo, en defender a las mujeres y lograr el voto para ellas. Clara Campoamor tenía el ejemplo de su madre y de su abuela, mujeres que siempre habían trabajado, no sólo en lo doméstico, como todas, sino humildemente en lo público y se habían ganado la vida.

Clara Campoamor se presentó a las Cortes por su partido en las elecciones de 1931 y fue elegida. Su principal preocupación era defender el derecho de las mujeres a votar, para lo cual tuvo una intervención muy decidida en las Cortes Constituyentes, defendiendo muy duramente el derecho de las mujeres a votar frente a la incom-prensión masculina, que la ridiculizaba e insultaban sin ningún pu-dor. Ella no cejó en su defensa de la capacidad de las mujeres, pero estaba dolida, pues quien sobre todo le discutía la conveniencia de plantear en aquel momento este tema, era otra mujer, Victoria Kent. Las discusiones entre ambas fueron duras y, al final, Clara logró su deseo y se aprobó el derecho de las mujeres a votar por 161 votos a favor, frente a 125 en contra. Apoyaron su propuesta el Partido So-

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cialista, Esquerra Republicana y algunos diputados de la derecha. En contra votó Acción Republicana, el Partido Radical Socialista y cua-tro diputados del Partido Radical en el que militaba Clara Campoa-mor. Aunque consiguió el voto para las mujeres, tuvo el dolor de que su propio partido no la apoyara totalmente. La izquierda la recriminó su defensa del voto para las mujeres, pues se consideró que el voto femenino había dado el triunfo a las derechas en las elecciones de 1933. A partir de ese momento su vida perdió credibilidad, su pro-pio partido la rechazaba y no volvió a ser elegida a Cortes. En 1937 se marchó a Buenos Aires, se dedicó a escribir y a dar clases. Quiso volver a España en 1940, pero comprobó que estaba procesada y desistió. Optó por instalarse en Laussane y allí se dedicó a escribir y a trabajar como abogada.

Frente a Clara en el debate del voto femenino estuvo otra mujer, Victoria Kent (1989-1987). Era malagueña, del barrio de la Victo-ria, su padre era descendiente de ingleses y se dedicaba al comercio de tela. Era una familia acomodada. Ella estudió el bachillerato en Málaga y fue a Madrid a estudiar Magisterio y después Derecho. Se hizo abogada. Tuvo mucha relación con la Institución Libre de Enseñanza, vivió en la Residencia de Señoritas, fundada por Ma-ría de Maeztu, con la que colaboraría en la fundación del Lyceum Club femenino, espacio para la cultura de las mujeres. Victoria era también feminista, pero, sobre todo, tenía una gran preocupación por los problemas sociales. Se dedicó a la abogacía con éxito y en las elecciones de 1931 fue elegida diputada por el Partido Radical Socialista, desde el que defendería, frente a Clara Campoamor, que las mujeres no estaban todavía preparadas para votar y que su voto no sería libre, sino que lo manipularían los curas o sus parientes masculinos.

La mayor preocupación de Victoria Kent y a la que se dedicó cuando accedió al poder, fue la situación en las cárceles, pues con-sideraba que “el progreso de un país se mide por sus cárceles”. Fue

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nombrada directora de prisiones en 1931. Trabajó duramente y con gran interés, consiguiendo una serie de beneficios para los penados, sobre todo para las presas. Por ejemplo, logró que se aprobara que, una persona mayor de 70 años, no debiera estar en la cárcel. Pero, sobre todo, le preocupaba la lamentable situación de las mujeres presas. Ella impulsó la construcción de la cárcel de Ventas, atendien-do a modelos nuevos, como celdas individuales, cuartos de baño, los niños con las madres hasta que tuvieran tres años, talleres para trabajos manuales y biblioteca. Para consolidar sus mejoras creó un cuerpo femenino de prisiones, en sustitución de las monjas que eran quienes estaban en las cárceles de mujeres.

Cuando se inició la guerra en 1936 se preocupó por los niños y promovió colonias infantiles para alejar a niños y niñas de la guerra. Cuando ésta terminó se fue a París con nombre falso y estuvo escon-dida, hasta la liberación de la ciudad y el fin de la guerra mundial. Entonces se encontró con los republicanos que entraron en París y habían intervenido en ella. Pronto se fue a México (1948) donde en-señó en la Universidad y creó la Escuela de Capacitación para el personal de prisiones (1949). Luego se fue a Nueva York requerida por la Organización de Naciones Unidas como experta en prisiones. Su fidelidad a la II República española hizo que fuera ministra en la constituida en el exilio.

La cuarta mujer que quiero destacar es Margarita Nelken (1896-1968). Las cuatro, ella, María de Maeztu, Clara Campoamor y Vic-toria Kent, todas tuvieron trayectorias diferentes pero todas tenían conciencia de que por ser mujeres no debían de recluirse en lo doméstico. Hizo el bachillerato francés por libre, además estudio pintura y piano. Era una mujer muy culta y tenía conciencia de que las mujeres tenían los mismos derechos que los hombres y po-dían llevar a cabo las mismas funciones. Escribió bastante, puesto que además de su gran preocupación política, era una intelectual y tenía una gran formación. Fue diputada por el Partido Socialista

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Obrero Español en las Cortes constituyentes de 1931 e intentó la feminización del discurso dominante. Consideraba que las mujeres debían tener los mismos derechos para acceder a lo público que los hombres. En 1936 se hizo comunista y militó en el Partido Co-munista Español hasta 1942. Cuando acabó la guerra española se había ido a Francia y luego se trasladó a México donde se dedicó a escribir sobre todo, aunque nunca abandonó su preocupación por la política.

Esta mujer, Margarita Nelken, fue sobre todo una intelectual pero no por eso se mantuvo al margen de la guerra y de los proble-mas sociales. Tuvo una decida postura y actuación en la defensa de Madrid, junto al “no pasaran” de Dolores Ibarruri ella defendía el “no entraran”. También hay que considerarla como decidida femi-nista, pero consideraba que el feminismo debía estar integrado en la revolución que debía de emprenderse en defensa de los derechos del pueblo. Hasta su muerte fue una mujer de izquierdas y, sobre todo, feminista puesto que defendió siempre que los derechos de las mujeres debían de ser semejantes a los de los hombres.

Estas cuatro mujeres representan cuatro modelos diferentes de enfrentarse al mismo problema. En primer lugar el cambio político con el fin de la monarquía, puesto que se consideraba que la Re-pública supondría una sociedad más justa, que beneficiaría a las mujeres, dándoles la oportunidad de instruirse y de participar en lo público y defensa de sus ideales. Todas fueron feministas y de ideología de izquierdas. Y todas tuvieron que huir ante la llegada de la represión franquista. Su valía intelectual facilitó que encon-traran acomodo, trabajo y reconocimiento en los países a donde emigraron.

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La lucha de la mujer por el voto femenino

La lucha de la mujer por el voto femeninoJosé Luis Garrot Garrot

Antecedentes del sufragismo español

Hasta la finalización de la I Guerra Mundial el movimiento sufragista femenino en España era prácticamente inexistente. Es en la década de los años veinte del pasado siglo cuando comienzan a hacerse visibles las mujeres en espacios hasta entonces vedados a su presen-cia. Estas mujeres comienzan a agruparse en distintas organizaciones femeninas como el Lyceum Club, Asociación de Mujeres Españolas, Cruzada de Mujeres Españolas, Federación Internacional de Mujeres Universitarias, o la Asociación Universitaria Femenina. Es desde estas agrupaciones donde comienza a pergeñarse un movimiento en de-manda del sufragio femenino.

Anteriormente algunos políticos habían planteado la posibilidad de conceder el voto a la mujer. En 1908 el conde de Casa-Valencia presenta un Proyecto de Ley en donde manifestaba que era absurdo que una mujer pudiera ser reina y no pudiera ejercer el derecho del

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voto. Poco después siete diputados republicanos, liderados por Pi y Arsuaga, proponen la concesión del voto a la mujer emancipada en las elecciones municipales. La propuesta de los diputados republica-nos fue rechazada por 65 votos en contra y 35 a favor. Una década después, en 1919, el diputado conservador Burgo Mazo presentó un Proyecto de Ley que permitiera a mujeres y hombres mayores de 25 años ejercer el voto, con la salvedad de que las mujeres no podrían ser elegidas. Nuevamente fracasó el proyecto.

Paradójicamente tendría que ser una dictadura la que concediera el sufragio femenino. En Estatuto Municipal dictado en 1923 por el dictador Primo de Rivera, se reconoce el derecho al voto a las mujeres mayores de 23 años, excluyendo a las casadas y prostitutas; podrían votar las solteras, viudas o divorciadas –estas últimas en el caso de que el marido hubiera sido declarado culpable en la causa de di-vorcio-. En el Anteproyecto Constitucional de 1926 se ampliaban los derechos de sufragio a todos los españoles, sin distinción de sexo, mayores de 18 años. Primo de Rivera fue más allá en la concesión de derechos políticos a las mujeres; en 1927 se reservó un determinado número de escaños para las mujeres. Hay que señalar que la mujer nunca pudo ejercer el derecho concedido ya que nunca llegaron a celebrarse ningún tipo de elecciones, ya que Primo de Rivera presentó su dimisión en 1929, dando paso a la conocida como “Dictablanda”, primero dirigida por el general Berenguer y posteriormente por el al-mirante Aznar, que darían paso al advenimiento de la Segunda Repú-blica tras las elecciones celebradas el 12 de abril de 1931; elecciones en las que no pudo participar la mujer, a pesar de que en 1930 había 12.112.013 mujeres censadas, lo que suponía más de cincuenta por ciento del censo.

Durante la proclamación de la República vemos en muchas imá-genes como multitud de mujeres también salieron a las calles celebra-do la llegada de un nuevo régimen que consideraban podría traer una mejora en sus vidas y en su condición de ciudadanos de segunda

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clase como eran consideradas hasta ese momento. Evidentemente la República trajo cambios en la situación política de la mujer, pero es-tos cambios no se trasladaron al contexto ideológico. La mentalidad patriarcal seguía marcando el rumbo de la vida social. Como muy bien señala Ana Aguado: «A la altura de 1931 la sociedad española estaba profundamente inmersa en los modelos de género y diferen-ciación de espacio tradicionales en función del sexo, y estas actitudes iban a cambiar escasamente en el período republicano» (AGUADO: 112). Esto se tradujo en el debate sobre el sufragio femenino, amén de las diferentes estrategias políticas, también se observaron posturas que más tenían que ver con una concepción clasicista de la sociedad que con la ideología política.

Asimismo funcionaban arquetipos y prejuicios antagónicos con los supuestos aires de modernidad que debería traer la República. Muchos dirigentes republicanos mantenían el temor de que la mujer optara por opciones conservadoras en las elecciones. Este sería uno de los motivos que aducirán aquellos que no deseaban dar el plácet al voto femenino. De hecho, el Gobierno provisional concedió a las mujeres el derecho a presentarse como candidatas al Parlamento1 –salieron tres diputadas, Clara Campoamor (P. Radical); Victoria Kent (Partido Republicano Radical Socialista) y Margarita Nelken (PSOE), pero no les otorgó el voto; en espera de que se redactase el texto constitucional.

Lo anterior no quiere decir que la República no tomase medidas que mejoraban la condición de la mujer en diversos ámbitos: edu-cación, legislación penal, trabajo, etc. Pero en fondo seguía subya-ciendo la distinción de género, siempre en sentido negativo para las mujeres.

1 Decreto de 8 de mayo de 1931

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Comisión Constitucional

El 6 de mayo de 1931 se formó una Comisión Jurídica Asesora, cons-tituida por veinticuatro vocales y presidida por Ángel Ossorio y Ga-llardo. El 6 de julio presentó un anteproyecto que fue rechazado ya que socialistas y republicanos de izquierda lo consideraron retrógrado. Esto obligó al Gobierno provisional a crear el día 28 de julio una Co-misión de Constitución, formada por veintiún diputados y presidida por el socialista Luis Jiménez de Asúa. En esta comisión los partidos más representados eran el PSOE con cinco vocales, el Partido Radical con cuatro –entre ellos Clara Campoamor- y el Partido Radical Socialista con tres. Ellos serían los encargados de elaborar el anteproyecto cons-titucional que posteriormente se debatiría en las Cortes.

La más enconada defensora del derecho al voto femenino en la Comisión fue Clara Campoamor. Su primera intervención fue en refe-rencia al artículo 23 –que pasaría a ser el 25 en el texto constitucio-nal-. El anteproyecto se componía de dos párrafos:

«No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: el nacimiento, la clase social, la riqueza, las ideas políticas y las creencias religiosas.

Se reconoce en principio2, la igualdad de derechos de los dos sexos.»

Con buen criterio, Clara Campoamor defendió que había que modi-ficar el primer párrafo y suprimir el segundo. La palabra en principio posibilitaba que en cualquier momento esta igualdad fuera soslayada –como ocurrió en Alemania-. La propuesta de Campoamor fue derro-

2 El subrayado es mío.

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tada en la Comisión, permaneciendo el Anteproyecto elaborado por la Comisión Jurídica Asesora. Campoamor presentó un voto particu-lar apoyado por siete diputados más: Botella Asensi (PRRS), Jiménez de Asúa y Tritón Gómez (PSOE), Ruiz Funes (AR), García Valdecasas (Al Servicio de la República) y dos diputados radicales más que no formaban parte de la Comisión.

Donde no hubo discusión fue en la concesión del sufragio femeni-no, si bien algunos de los que en la Comisión mostraron una actitud favorable, a la hora de discutirlo en las Cortes cambiaron radical-mente de postura. En el anteproyecto había dos artículos que hacían referencia al voto femenino:

• Artículo 20: Todos los ciudadanos participarán por igual del derecho electoral, conforme determinen las leyes.

• Artículo 34: Tendrán derecho al voto todos los españoles mayo-res de 23 años, así varones como hembras.

El que hubiera una postura favorable para otorgar el voto femenino se debió fundamentalmente a dos razones. En primer lugar el que la Constitución de 1931 hubiera tomado como modelos las de México (1917), Rusia (1918) y, sobre todo, en la de Weimar (1919). En todas ellas se reconocía el derecho al sufragio a ambos sexos. La segunda que hubiera sido incoherente que un derecho que había otorgado una dictadura como la de Primo de Rivera, le fuera arrebatado por un régimen democrático como era la República. Hay que significar que España sería el primer país latino europeo en conceder el sufragio universal.

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Debate sobre la concesión del voto femenino: 30 de septiembre-1 de octubre de 1931

Junto al de la cuestión religiosa fue el debate más polémico de los que se realizaron para la aprobación de la Constitución. En el fondo subyacía la resistencia de los hombres a dejar una parcela de la vida política que hasta esos momentos había sido exclusivamente suya.

En debate se pudieron escuchar argumentaciones, entre los de-tractores de la concesión del voto a la mujer, sin el más mínimo sen-tido común, y muy lejos de lo que sería la adopción de una postura realmente democrática. Si en la teoría a muchos próceres se les llena-ba la boca al hablar de la igualdad de derechos entre ambos sexos, a la hora de la verdad, cuando esas teorías había que llevarlas a la práctica, parece que se les olvidaban sus palabras, primando los inte-reses de género, y resucitando pensamientos carpetovetónicos.

En la mayoría de los argumentos contrarios a la concesión del sufragio femenino se entreveía la idea de que la mujer era un ser inferior al hombre. No solo ponían en duda su independencia a la hora de ejercer su legítimo derecho, también eran contundentes los que defendían, aunque intentaran disimularlo, la vieja idea de la in-capacidad intelectual de la mujer.

El argumento esgrimido por el diputado de la Federación Repu-blicana Gallega, Roberto Novoa Santos3 abundaba en esta supuesta inferioridad intelectual de la mujer: «El histerismo no es una enferme-dad es la propia estructura de la mujer; la mujer es eso: histerismo», continuo afirmando que si se concedía el voto a la mujer «Se haría del histerismo ley». Aunque Novoa afirmaba hablar en nombre de

3 Autor en 1908 de una obra titulada La indigencia espiritual del sexo femenino. Las pruebas anatómicas, fisiológicas y psicológicas de la pobreza mental de la mujer

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la minoría Galleguista, todo el grupo, excepto él, votó a favor de la concesión del voto femenino.

Otros, como el diputado del Partido Republicano Radical, Álvarez Buylla, hacían hincapié en el conservadurismo propio de la mujer: «[…] el voto de la mujer es un elemento peligrosísimo para la Re-pública; que la mujer española merece todo los respetos dentro de aquel hogar que cantó Gabriel y Galán como ama de casa; que como educadora de sus hijos merece también las alabanzas de los poetas; pero que la mujer española como política es retardataria, es retrógra-da, todavía no se ha separado de la sacristía y del confesionario». En las palabras de Álvarez Buylla se observa como aún era común pensar que la mujer era incapaz de tener poder de decisión. Aún se la veía como “carne” de sacristía, y por supuesto seguía vigente para el diputado radical el viejo dicho de «La mujer en casa y con la pata quebrada». Para la mayoría de los varones de la España de los años treinta –y desgraciadamente para muchos del siglo XXI-, la mujer so-lamente estaba capacitada para asumir el rol que le había otorgado desde tiempo inmemorial la sociedad patriarcal: ser esposa y madre.

En el supuesto talante conservador de la mujer incidía otro dipu-tado radical, Rafael Guerra del Río: «Nosotros tememos por la Repú-blica el voto de la mujer, desearíamos tener la esperanza de que hoy día las mujeres de España votarían como votaron los hombres el día 12 de abril; pero así como nosotros tenemos la prueba de que los varones de España son una garantía para la República tememos que el voto de la mujer venga a unirse a los que aquí forman la extrema derecha.». Una vez más los prejuicios sobre la mujer salen a la luz. Basándose en no se sabe que argumentos, se daba por sentado que

4 A Victoria Kent habría que haberle recordado que el inicio de la Semana Trágica en 1909, se produce cuando centenares de mujeres protestan en los muelles de Barcelona cuando sus esposos e hijos iban a ser embarcados con destino a la guerra de Marruecos.

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la mujer se inclinaría por la derecha a la hora de ejercer su voto.

Seguramente lo más triste de la controversia creada en relación a la concesión del voto femenino, es que dos, de las tres mujeres que habían obtenido acta parlamentaria, se posicionaban en contra de la concesión del voto a la mujer, al menos momentáneamente.

Victoria Kent (PRRS) estaba plenamente convencida de que la mu-jer no estaba preparada para ejercer su derecho al voto. Por otro lado hacía una distinción totalmente clasista dentro del propio es-tamento femenino, diferenciando a aquellas que eran intelectuales o trabajadoras –que según ella eran las únicas que podrían estar preparadas para ejercer el voto- de las que no disponían de estos “títulos”. Veamos algunas de las argumentaciones de Victoria Kent para justificar su voto contrario a la concesión del sufragio femenino:

«Si las mujeres españolas fueran todas obreras, si hubieran atrave-sado un periodo universitario y estuvieran liberadas en su conciencia, yo me levantaría frente a toda la Cámara a pedir el voto femenino.»

«Creo que no es el momento de otorgar el voto a la mujer espa-ñola, lo dice una mujer que, en el momento de decirlo, renuncia a un ideal […] Es necesario aplazar el voto femenino porque yo necesitaría ver, para variar mi criterio, a las madres en la calle pidiendo escuelas para sus hijos; yo necesitaría haber visto en las calles a las madres prohibiendo a sus hijos que fueran a Marruecos4; yo necesitaría ver a las mujeres españolas unidas todas pidiendo lo que es indispensable para la salud y cultura de sus hijos.»

«Cuando la mujer española se dé cuenta de que sólo en la Repú-

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blica están garantizando los derechos de la ciudadanía de sus hijos, de que sólo la República ha traído al hogar el pan que la monarquía les había negado, entonces, señores diputados, la mujer será la más ferviente defensora de la República.»

Una de las “pruebas” que presentó Victoria Kent para defender el argumento de que la mujer estaba muy supeditada a las consignas que recibía en los confesionarios, fue hacer referencia al escrito que había presentado Gil Robles, en el que un millón de mujeres habían firmado pidiendo protección para las congregaciones religiosas.

Parecidos pensamientos tenía la diputada socialista Margarita Nelken. Aunque no pudo estar presente en los debates por no haber recogido aún si acta de diputada –se retrasó por su condición de na-cida en el extranjero-, en una entrevista que concedió a El Socialista, mostró su recelo respecto a la concesión del voto femenino: «[…]No vale tomar ilusiones por realidades: las mujeres españolas, espi-ritualmente emancipadas, son hoy todavía infinitamente menos que las que irán a pedirle la orden al confesor o se dejaran guiar por los que explotan el natural conservadurismo familiar femenino […]»La misma Margarita Nelken había publicado ese mismo año un libro titulado La mujer ante las Cortes Constituyentes. En él hacía hincapié en la poca politización de las mujeres españolas: «Unas cuantas do-cenas de muchachas universitarias; unas cuantas docenas de mujeres afiliadas a las juventudes y agrupaciones socialistas, y que como tales han actuado con todo entusiasmo en las pasadas elecciones; unos cuantos millares, incluso mujeres proletarias o campesinas, a quienes las dificultades de su vida, por un lado, y, por otro, una estrecha identificación con los varones más próximos las ha impulsado hacia ideales izquierdistas, nada pueden significar frente a la aplastante mayoría de mujeres directa y patentemente en pugna con los ideales de sus compañeros, de sus padres, o de sus hijos» (citado por PAEZ)

Siguiendo a Rosa Mª Capel (CAPEL: 1992). Los argumentos de los

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que defendían la concesión del voto a la mujer se basaban en cinco puntos:

1. No era coherente que si se elaboraba una Constitución de tipo democrático, se sacrificara este ideal en aras de defender posi-bles intereses de un Estado.

2. Si se negaba el voto a la mujer, no tenía sentido el sufragio pasivo concedido con anterioridad; ya que las mujeres elegidas no re-presentarían los intereses de su sexo sino los de los hombres o, en caso de que se concediera restringido, de las pocas mujeres que tuviesen la oportunidad de ejercer ese derecho.

3. Sería del todo incongruente que los derechos concedidos –fuera cual fuese el motivo- por un régimen dictatorial le fueran concul-cados por uno democrático.

4. El que se prohibiera por la supuesta dependencia que tenía la mujer de los confesionarios, era un agravio para todas aquellas mujeres trabajadoras o intelectuales que no estaban sujetas a este yugo.

5. La negativa contradecía el artículo 25 del proyecto constitucional, que establecía que el sexo no podía ser motivo de privilegio.

5 Político belga del s. XIX. Fue presidente de la Cámara, y autor del libro Le vote des Jetantes.

6 Ministro con Alfonso XIII se pasó a las filas del republicanismo tras el golpe de Primo de Rivera. Fue ministro del Gobierno republicano en el exilio.

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Clara Campoamor fue la que defendió más tenazmente la concesión del voto a la mujer. Respondió a todos y cada uno de los que se habían manifestado en contra, esgrimiendo argumentos difícilmente rebatibles por cualquiera que se denominara demócrata. Veamos al-gunas de las razones que expuso en el debate.

«Si este voto pasara, el primer artículo de la Constitución podría decir que España es una república democrática y que todos los pode-res emanan del pueblo; si no pasara; para mí, para las mujeres, para los hombres que estiman el principio democrático como obligatorio, ese artículo no diría más que una cosa: España es una República aristocrática, de privilegio masculino. Todos los derechos emanan ex-clusivamente del hombre».

Campoamor tenía claro que muchos hombres que van de “liberales” en la vida pública, en la privada conservan una actitud machista y retrógrada: «El hombre liberal español, que se llama de ideas avan-zadas, en general […] consentía y alentaba una incomprensible dua-lidad ideológica en el hogar en el que parecían convivir el sentimiento liberal avanzado, republicano y laico del varón, con el ultramontano y católico militante de la mujer.»

Campoamor defendía que la concesión del voto femenino sería la mejor forma de que la mujer pudiera liberarse del patriarcado tan firmemente instalado en la sociedad española: «dejad que la mujer se manifieste como es, para conocerla y juzgarla. Respetad su derecho como ser humano […] Dejad además a la mujer que actúe en Dere-cho, que será la única forma que eduque en él […]»

La diputada radical contrarrestó el argumento que daba como seguro que el voto de la mujer iría a parar a las filas conservadoras, y a aquellos que pensaban que si la mujer votaba de distinta manera que su esposo se producirían conflictos en el seno familiar.

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«[…] basta examinar las opiniones de diversos hombres, tratadistas o no, para ver que cada uno da la interpretación que le parece al voto de la mujer. Ya es Barthelemy5 cuando nos dice que la mujer votará exactamente igual que su marido. Ya es Inglaterra, demostrándonos que la mujer vota con los laboristas; ya es el Sr. Ossorio y Gallardo6, cuando nos decía en su voto particular del ante-proyecto, que el voto de la mujer casada llevaría a la perturbación a los hogares. Poneos de acuerdo señores, antes de definir de una vez a favor de quién va a votar la mujer, pero no condicionéis su voto con la esperanza de que lo emita a favor vuestro […]»

Campoamor rebatió uno por uno todos los argumentos esgrimi-dos; y los rebatió de forma contundente, no dejando excesivo margen para la réplica. A Guerra del Río, que había propuesto posponer el voto de la mujer a una legislatura posterior, advirtiendo de la peligro-sidad del voto femenino para la República, solicitando de que de no ser favorable a los intereses republicanos, le fuera revocado: «[…] Se está haciendo una Constitución de tipo demócrata, por un pueblo que tiene escrito como lema principal, en lo que yo llamo el arco del triunfo de su República, el respeto profundo a los principios democrá-ticos […], no es posible sentar el principio de que se han de conceder unos derechos si han de ser conformes con lo que nosotros deseamos, y previniendo la contingencia de que pudiese no ser así, revocarlo el día de mañana, no es democrático.»

Quizás una de sus contestaciones más contundentes y más aira-das fue la que dio a Victoria Kent; posiblemente porque la condición de mujer de ésta: «¡Las mujeres! ¿Cómo puede decirse que cuando las mujeres den señales de vida por la República se las concederá como premio el derecho a votar? ¿Es que no han luchado las mujeres por la República? ¿Es que al hablar con elogio de las mujeres obreras y

7 Posteriormente pasó a denominarse Partido Republicano Progresista.8 Posteriormente ingresó en las filas del PCE.

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de las universitarias no se está catando su capacidad? […] ¿Se va a ignorar a todas las que no pertenecen a una clase ni a la otra? ¿No sufren tanto como las otras las consecuencias de la legislación? ¿No pagan los impuestos para sostener al Estado en la misma forma que las otras y que los varones? […] ¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su capacidad? Y ¿Por qué no los hombres? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de la República, ha de tener sus derechos y ha de ponerse un lazareto a las mujeres?»

Ante la manida idea de que la mujer era muy religiosa, y por tanto influenciable por la Iglesia, también respondió Campoamor lanzando una acusación a los diputados varones: «En las procesiones van mu-chos más hombres que mujeres ¿Es que no les remuerde la conciencia a ninguno de los diputados republicanos hombres de haber pasado a la Historia en fotografías llevando el palio en una procesión?»

Aunque Campoamor fuera la más firme defensora del voto de la mujer, y la máxima exponente de esta posición en el debate en el Congreso; no fue la única voz que se alzó pidiendo el sufragio feme-nino. Tal fue el caso de César Juarros Ortega (Derecha Liberal Repu-blicana7): «Constituyen más de la mitad de la Nación y no es posible hacer labor legislativa seria prescindiendo de más de la mitad de la Nación. […] Que sólo los hombres puedan votar a la mujer plantea el siguiente problema: la mujer que viene a la Cámara lo hace elegida por sentimientos y razones de índole masculina: la que la ha votado. Mientras que la mujer no tenga el voto de las demás mujeres no se puede afirmar seriamente que representa al sexo femenino». También lo hizo el diputado del PRRS Antonio Balbontín Gutiérrez8, contra-viniendo el pensar de su partido: «Todavía no está aquí la mujer, estamos aquí solo los hombres y podríamos hacer una obra inmensa por la liberación de la mujer antes de que la mujer vote […] No nos atrevemos, mejor dicho, no os atrevéis –porque por mi parte no que-daría a hacerlo- Entonces os digo, que tenéis derecho a echar a las

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mujeres la culpa de vuestras propias flaquezas». Otro que contravino las órdenes de su partido, fue el diputado de AR Roberto Castrovido: «[…] las que como la señorita Kent temen – y de ese temor partici-pan también el Partido Radical Socialista- se equivocan, porque para compenetrar a la mujer con la República es preciso e indispensable concederla, desde luego, el derecho al sufragio […]»

El partido que más se significó en la defensa del voto femenino fue el PSOE. El miembro de este partido, Manuel Cordero contestó al diputado de AR Pedro Rico, que argumentó que el voto femenino era un peligro para la República: «Cuando se promulgó el sufragio universal, los trabajadores vivían una vida infernal, su incultura era enorme, aquellos que pensaron en implantar el sufragio universal no repararon en los peligros que ello pudiera tener, porque sabían muy bien que implantar el sufragio era abrir una escuela de ciudadanía, para ir formando la capacidad y la conciencia de los trabajadores. Lo mismo ocurrirá con el sufragio de la mujer». La explicación del por-qué el PSOE votaría favor de la concesión del voto a la mujer, la dio Andrés Ovejero: «Nosotros sabemos que podemos perder puestos en próximas elecciones; pero ¿qué importa la discriminación numérica de las masas de un partido? Lo que importa es la educación de la mujer española».

Votación y reacciones

El día 1 de octubre se daba por finalizado el debate procediéndose a la votación. Este fue el día que Clara Campoamor bautizó como “día del histerismo masculino”.

En el momento de iniciarse la votación había ausentes de la Cá-mara 188 diputados. Posiblemente muchos de ellos por no querer posicionarse en un sentido u otro, o no ir en contra de las órdenes de

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partido. Uno de los ausentes fue Manuel Azaña, aunque a posteriori dio la razón a Clara Campoamor en su defensa del voto femenino. De los 282 diputados presentes, 161 votaron a favor de la concesión del voto a la mujer, mientras que 121 lo hacían en contra.

A favor se posicionaron el PSOE, aunque algunos diputados como la Indalecio Prieto se ausentaron del hemiciclo para no romper la disciplina de partido, voto en contra Alomar Villalonga; los catalanes – con la excepción de Ayuso (PRDF) y Mariat- ; los galleguistas; los miembros de Al Servicio de la República; progresistas y los partidos de derechas –exceptuando a Royo Villanova (Partido Agrario) y La-mamié de Claire (Partido Tradicionalista). En contra se posicionaron Partido Radical – con las excepciones de Clara Campoamor, López Dóriga, Messeguer y Eduardo Ortega y Gasset-; Acción Republica-na –tomaron postura distinta Ruíz-Funes García, Alberca Montoya y Castrovido Sanz-; y PRRS, con la excepción del diputado Barnés. Del Gobierno solamente emitieron voto favorable, Alcalá-Zamora, Fernando de los Ríos, Miguel Maura, Casares Quiroga y Largo Ca-ballero.

Una vez concluida la votación el hemiciclo se convirtió en un ver-dadero “gallinero”. Gritos desde el público de las mujeres presentes en la tribuna pública, gritos de ¡Viva la República! por parte de las mujeres; increpaciones de diputados hacia el banco azul, etc. Las intervenciones posteriores para expresar su satisfacción – Carrasco i Formiguera, Ramón Franco, o para mostrar su disconformidad, Álva-rez Buylla, Rico; apenas podían oírse por los aplausos o silbidos del resto de la Cámara.

Indalecio Prieto iba gritando por los pasillos del Congreso que la concesión del voto a la mujer había sido «una puñalada trapera a la

9 Durante la República nunca más se volvieron a celebrar elecciones municipales, por lo que la mujer no podría haber ejercido su derecho al voto.

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República». Respecto al líder socialista, Clara Campoamor, le acusó de ser el responsable del cambio de opinión que experimentaron los republicanos. El mismo Prieto achacó la derrota de la izquierda en las elecciones de 1933 al voto femenino.

El día 14 de octubre de 1931 Clara Campoamor recibió un home-naje por parte del Lyceum Femenino por su lucha para la concesión del voto femenino. Poco después la Asociación de Mujeres Españolas hizo lo propio, en esta ocasión a la República, acto en el que intervi-nieron Clara Campoamor y Fernando de los Ríos.

Algo más de un año más tarde, el 18 de noviembre de 1932, la Unión Republicana Femenina, organización fundada por Clara Cam-poamor envió un texto de agradecimiento a las Cortes Constituyentes por haber otorgado el voto a la mujer:

«Las mujeres españolas, conscientes de sus deberes ciudadanos, declaran con toda la fuerza de que son capaces por su sensible y noble corazón, que se comprometen solemnemente a dar por sí días de gloria a nuestra amada República, laborando sin cesar en bien de la misma y educando a sus hijos, hombres del mañana, en los más austeros principios de rectitud y justicia, base que los capacita para ser provechosos a su madre Patria y decimos “a su madre” y no “a su padre” porque estanos conformes con la teoría expuesta por una su-blime contemporánea: “La Patria que para los hombres es la madre, para las mujeres es el hijo”, siendo así, no creemos necesario exponer con qué gran amor realizaremos nuestros deberes ciudadanos cómo será por nosotras perfectamente atendido y defendiendo nuestra nue-va y grande España».

Debate del 1 de diciembre de 1931

10 En el mismo sentido se había pronunciado victoria Kent en una entre-vista concedida a La Voz, publicada el 26 de noviembre.

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No terminó con la votación, y aprobación, del día 1 de octubre, la lucha por el sufragio femenino. Sus detractores aún tenían una última baza. Antes de pasar a la votación total de la Constitución existía la posibilidad de presentar Disposiciones Adicionales Transitorias, con las que se podía modificar temporalmente lo aprobado si se conside-raba que redundaría en beneficio de la República.

El día 21 de noviembre se presentó la primera Disposición Adi-cional Transitoria por parte del diputado de Acción Republicana Ma-tías Peñalba. En ella solicitaba que la concesión del voto a la mujer fuera aplazado en tanto no se hubieran renovado los ayuntamientos elegidos el 12 de febrero9. La enmienda la firmaron diez diputados del PRR, PRRS y AR. El día 25 un grupo de mujeres elevó un escrito a la Cámara protestando por los términos de la propuesta de Matías Peñalba. Ese mismo día, el diputado José Terrero Sánchez (P. Radical) presentó otra Disposición solicitando aplazar el derecho al sufragio a aquellas mujeres que no fueran viudas o solteras mayores de edad hasta ocho años después de establecida la nueva ley electoral.

El día 1 de diciembre se presentaron ambas Disposiciones a la Cámara. Antes de iniciarse el debate, Terrero retiró la suya, no así Matías Peñalba, que expuso las razones que le habían impulsado a presentar la Disposición «[…] el motivo de yo os conjure aquí a dete-neros a reflexionar, a examinar y a meditar que es lo que definitiva-mente se ha de hacer con el sufragio femenino, porque si en principio está reconocido, yo digo […], que no es posible lanzar, volcar, esos seis millones de votos […] en las urnas sin saber lo que puede signi-ficar […], al margen de un centenar de miles […] capacitadas para el ejercicio del sufragio, hay más de cinco millones que no lo están, no lo estarán en mucho tiempo, que mientras las escuelas no realicen

11 El Debate, 1-X-1931, era un periódico conservador ligado a la CEDA y a Acción Católica.

12. La Voz, 1-X-1931

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su función, no podrán intervenir en política con eficacia y con fruto». Apoyando a Peñalba tomaron la palabra Emilio Bello (AR), Gomáriz y Baeza Medina (PRS), y Guerra del Río (PR). En definitiva se trataba, no de negar el voto femenino, lo que sería una postura revisionista –como les dijo Campoamor- sino de postergarlo hasta en tanto, según sus criterios, éste no fuera un peligro para la República. Lo significa-tivo es que dos de las tres mujeres diputadas estuvieran de acuerdo con esta consideración10.

Las intervenciones en contra de la Disposición corrieron a cargo de Clara Campoamor, los socialistas José Antonio Balbontín y Manuel Cor-dero, y Laureano Gómez-Paratcha (Federación Republicana Gallega). Campoamor aludió a las consecuencias que tendría la aprobación de la Disposición: «[…] la mujer habrá sido vencida materialmente en el dis-frute del voto en el tiempo que ha de ejercerlo, pero quién será vencida moralmente e idealmente será la Cámara; serán las Constituyentes; será la Constitución» (citado por GÓMEZ-FERRER: 138). Continúo Campoa-mor diciendo que si en su momento se había rechazado la propuesta de los no sufragistas, ahora, que se utilizaban los mismos argumentos, sería una contradicción aprobar la Disposición. Por otro lado mantenía que si las mujeres no estaban preparadas, tampoco lo estaban los hom-bres, que solamente habían votado a las izquierdas después de grandes crisis: 1898, 1917 y 1931.

En esta ocasión la votación fue más reñida; 131 votos en contra de la Disposición contra 127 a favor. Algunos de los que votaron a fa-vor, como Victoria Kent, justificaron su voto aludiendo que lo hacían así porque lo contrario sería favorecer a la extrema derecha. Debe ser que algunos consideraban al PSOE –máximo defensor de la otorgación del sufragio femenino- en este arco ideológico. La poca diferencia de votos

13 La Voz, 2-X-193114 El Debate, 2-X-193115 La Libertad, 2-X-1931

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se debió a que la derecha estaba ausente del hemiciclo, ya que se había ausentado tras los debates sobre la cuestión religiosa. Esto es una clara prueba de los que dicen, como el publicista Marhuenda, que el voto femenino se aprobó gracias a la derecha.

La prensa

Hemos visto como se desarrolló el debate parlamentario, este mismo debate se produjo en la prensa, y al igual que el Parlamento la ten-dencia ideológica no presupuso el posicionamiento hacia un lado u otro. Por ejemplo periódicos de derechas como El Debate, no estaban muy de acuerdo en la concesión del sufragio femenino, a pesar de que el debate del día 1 de octubre la práctica totalidad de los diputa-dos de la derecha votaron a favor de la concesión del voto a la mujer.

«Y cuidado que, con gusto, en principio, no aceptamos nosotros la concesión del voto a la mujer. Nosotros creemos que el lugar propio de la mujer, de su condición, de sus deberes, de su misión en la vida, es el hogar. Y nos parecerá mal que de él se a arranque, y aun que en ella se fomenten o despierten vocaciones que la atraigan a la ca-lle. Estamos ciertos de que es desgraciada la noticia de una sociedad donde la mujer no se contenta con ser esposa y madre».11

En los periódicos que podíamos considerar de centro, las opi-niones eran dispares. En El Debate se podía ver una clara posición antisufragista.

«El voto hoy en la mujer es absurdo, porque en la inmensa mayo-ría de los pueblos el elemento femenino, en su mayor parte, está en manos de los curas, que dirigen la opinión femenina, se introducen en los hogares e imperan en todas partes. Hoy la mujer española,

16 El Socialista, 2-X-193117 El Heraldo de Madrid, 2-X-1931

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especialmente la campesina, no está capacitada para hacer uso del derecho del sufragio de una manera libre y sin concejos de nadie».12

Este mismo diario, al día siguiente, se hacía eco del escándalo que se había organizado en los pasillos del Congreso una vez rea-lizada la votación. Asimismo alertaba de las posibles consecuencias que podrían acarrear la concesión del voto femenino, refiriéndose, sin duda, al debate que posteriormente debería producirse sobre la cuestión religiosa.

«La concesión del voto a las mujeres, acordada ayer por la Cá-mara, determinó un escándalo formidable, que continúo luego en los pasillos […] Es posible que la trascendental votación de anoche tenga consecuencias graves en otro orden nacional».13

Al día siguiente, y una vez conocidos los resultados de la vota-ción que concedía el voto a las mujeres, El Debate se hacía eco de la amenaza que había proclamado un diputado del Partido Radical, en relación a que podrían cambiar sus posiciones en el tema religioso: «El Sr. Guerra del Río no recataba la idea de que la votación de esta tarde podría tener repercusión en la discusión del problema religioso. Hubo algún diputado de la minoría radical que afirmó: si mañana se presentase una enmienda pidiendo la expulsión inmediata de las órdenes religiosas, yo lo votaría sin inconvenientes».14

Entre los periódicos de izquierdas las posiciones eran encontra-das. El diario La Libertad y El Socialista, mantenían posturas totalmen-te divergentes.

«No somos enemigos de la concesión del voto a las mujeres; esti-

13 Margarita Nelken, Matilde de la Torre y María Lejárraga por parte del PSOE; Francisca Bohigas, del Partido Agrario; María Urraca Pastor, de Reno-vación Española, y Pilar Careaga, del Partido Tradicionalista.

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mamos que debe concedérsela ese derecho de ciudadanía, pero a su tiempo; pasados cinco años, diez, veinte… los que sean necesarios para la total transformación de la sociedad española; cuando nues-tras mujeres se vena redimidas de la vida de esclavitud a que hoy están sometidas […] La mujer española, en general, por sus condi-ciones de vida, por su educación, por los limitados horizontes de su apagada existencia, tiene su consuelo en la fe religiosa, su esperanza es la oración, su refugio la iglesia».15

«Los demócratas burgueses tienen miedo a la democracia. Como sabemos que todo su radicalismo es verbalista, no nos ha sorpren-dido lo ocurrido. Son republicanos, viejos republicanos, defensores de la igualdad de derechos para uno y otro sexos; pero sólo en la verborrea fácil del mitin; luego se asustan, y cuando la Constitución concede el voto a la mujer, no sólo como un derecho, sino como un deber, tiemblan de pánico».16

Contundente en su razonamiento era Crisol, periódico que po-dríamos enclavar en el ámbito ideológico del centro-izquierda.

«El voto femenino no producirá trastornos fundamentales en la marcha del Estado `…] La incapacidad y la impreparación que suele alegarse en contra, más bien hace indicada y saludable la ampliación del sufragio […] Sólo una propensión nociva a la pereza mental y a la inercia pueden hacer retroceder y sentir como una derrota la implan-tación del voto femenino.»

No faltaron los comentarios satíricos, como el aparecido bajo el título «Terminó lo de un hombre, un voto» en El Heraldo de Madrid:

«Acabó aquello de un hombre, un voto

Ahora ocurrirá lo siguiente: un hombre soltero, un voto

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Un casado en armonía con su esposa, dos votos

Un casado discrepante con su mujer, una papeleta en blanco (si no se neutraliza)

Un soltero simpático y mujeriego, varios votos

Mauricio Chevalier, infinidad de votos

Un confesor, muchos más votos que Chevalier

Varios confesores, un triunfo electoral».17

No faltó quien acudió a argumentos anclados en el más rancio machismo español; fue el caso del diario El Sol que manifestaba que la concesión del voto a la mujer – como ya había hecho algún político en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera- se debía a la galante-ría intrínseca del hombre español:

«La galantería española logró un triunfo indiscutible, virtud es-pañola que perdura, para el bien del “qué dirán”, pese a ciertos jacobismos que nos sacuden […], resultará lindo que los poetas del futuro canten un soneto a este 1931, en que los hombres de España se jugaron a cara o cruz un régimen por fruto de sus mujeres» (citado GÓMEZ-FERRÁN: 125)

Varios pensadores se pronunciaron a través de la prensa posi-cionándose a favor del sufragio femenino, fue el caso de Unamuno, Marañón o José Ortega y Gasset; éste último escribía en El Sol: «No hay ningún peligro para la República con la concesión del voto a la mujer. Tatas reaccionarias y beatas como en España, o más, hay y ha habido en Inglaterra, Alemania, etc., y sin embargo ellas han dado una nota siempre liberal en su actuación» (citado WESTWALER: 4)

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Para terminar con este breve repaso a la prensa de la época, no estará de más recordar el carácter camaleónico de un político de la época. Nos referimos a Alejandro Lerroux, que dos días después de votar en contra de la concesión del sufragio femenino, declaraba al diario Ahora: «No creo que la concesión del voto a la mujer pueda tener como consecuencia una reacción»; incluso llegó a afirmar que el voto femenino se inclinaría a la izquierda, todo lo contrario que había mantenido hasta entonces.

Consecuencias

La primera que sufrió las consecuencias de la concesión del voto fe-menino fue la mujer que con mayor ahínco lo defendió, Clara Cam-poamor. Paradójicamente en las elecciones de 1933, en donde con-siguieron acta de diputada seis mujeres18, Clara Campoamor perdía el suyo. No se quedó ahí el calvario de Campoamor; tras su marcha del Partido Radical por no estar de acuerdo con el acercamiento a la CEDA, solicitó su ingreso en Izquierda Republicana, siendo rechaza-da su petición por la junta del partido por 138 votos en contra y 68 a favor. En 1936 pidió formar parte del Frente Popular junto al par-tido que había fundado, Unión Republicana Femenina, petición que también fue rechazada. Parece que Clara Campoamor pagó caro su defensa del sufragio femenino, los políticos varones de la época no le perdonaban que con su tesón consiguiera que un derecho inalie-nable le fuera concedido a la mujer en igualdad de condiciones con el hombre.

Una segunda consecuencia es que a partir de ese momento, y sobre todo con vistas a las elecciones de 1933, se crearon nuevas asociaciones femeninas, todas ellas con el fin de atraer el voto feme-nino a sus posiciones políticas. Las derechas crearon poco antes de las elecciones la Asociación Femenina de Acción Nacional; Asocia-ción Femenina Tradicionalista; Asociación Femenina de Renovación

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Española, España Femenina; y en 1934 se crea la Sección Femenina de Falange Española. Es curioso observar como la mayoría de ellas estaban ligadas a la extrema derecha, como era el caso de las vincu-ladas a los carlistas, los falangistas, o los pseudo fascistas del partido de Calvo Sotelo, Renovación Española. Por parte de la izquierda ya hemos mencionado la creada en 1931 por Clara Campoamor, Unión Republicana Femenina; en 1933 se fundan la Asociación de Mujeres Republicanas; el Comité Nacional de Mujeres contra la Guerra y el Fascismo, y en 1936, la Comisión Femenina del Frente Popular de Izquierdas. Podemos afirmar, por tanto, que desde la concesión del voto femenino el papel de la mujer en la vida política se muestra más activo; en contra de lo que afirmaban muchos de sus detractores la mujer si se tomó en serio la participación política, y su preparación ideológica.

En las elecciones de 1933 la victoria de las derechas armó de argumentos a aquellos que se habían opuesto a la concesión del voto femenino. La utilización de este argumento no hacía sino intentar cu-brir el verdadero motivo de la derrota de las fuerzas progresistas; la desunión entre republicanos y socialistas, que en un sistema electoral que primaba la formación de coaliciones posibilitó la victoria de los grupos de la derecha. Otro motivo podría ser que, en la campaña electoral, los anarquistas si hicieron campaña en pro de la absten-ción. A los que achacaron su fracaso al voto femenino en 1936 se les anuló tal hipótesis, ya que ese año también votaron las mujeres y el triunfo fue para el Frente Popular. No fue por tanto determinante el voto femenino ni en 1933 ni en 1936. Otra cosa es que se buscaran justificaciones para un fracaso que tenía como máximos responsables a los partidos de izquierdas.

Conclusiones

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No fue fácil que se concediera el voto a la muer. A pesar de los su-puestos aires renovadores que traía la República, aún se mantenían ancestrales rémoras en relación a la consideración de la mujer como un igual. Si bien en la demagogia utilizada por los políticos, todos aquellos que se consideraban progresistas no dejaban de reclamar la igualdad para la mujer, a la hora de la verdad primaron en mu-chos de ellos, todos los prejuicios existentes en cuanto a la capacidad intelectual de la mujer. En el fondo subyacía un claro componente machista que hacía que el varón no estuviera dispuesto a cambiar el rol de una sociedad patriarcal en su máxima expresión.

El defenestramiento político de Clara Campoamor, máxima defen-sora del sufragio femenino, es una prueba de que en política, antes, como ahora, el enfrentarse a lo que en la actualidad algunos denomi-nan la “casta” tiene un precio; y Clara Campoamor lo pagó.

También es sintomático de lo arraigados que estaban determina-dos conceptos sobre la mujer en la sociedad española, que las otras dos diputadas que ocupaban escaño en el momento de debatirse la concesión del sufragio femenino, se mostrarán contrarias a conceder, aunque fuera momentáneamente, ese derecho a sus congéneres. Qui-zás la explicación esté en sus orígenes, provenientes de familias aco-modadas, que las hace tener una mentalidad elitista, menospreciando a aquellas mujeres a las que el destino no había dado la oportunidad de formarse como entes políticos.

La República –con todo lo de modernización supuso para la so-ciedad española- no supo resolver satisfactoriamente la cuestión de la igualdad femenina. Los determinantes sociales pudieron más que la lógica más aplastante: que la mujer es exactamente igual que el hombre; que su capacidad intelectual es la misma –cuando no ma-yor-, que su compromiso social es en muchas ocasiones mayor y, en definitiva que la mujer tanto o más que el hombre ha sido, y es, pro-tagonista de la historia.

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