Cuadernos de Evangelio - 03 de Jesus a Los Evangelios

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CUADERNOS TTF!

E\^NGELIO

De Jesús a los Evangelios

El Evangelio y los evangelios

" por mí y por el evangelio "

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EB Son las tres primeras letras del nombre de Jesús, en griego. Así se lee con frecuencia, abreviado, en algunos códices unciales de los Evangelios; y, posteriormente, en la inscripción sobre la Cruz de Cristo en ciertos crucifijos medievales.

CUADERNOS DE EVANGELIO

© Patronato Seglar de Fe Católica

Ministerio de Información y Turismo, núm. 2384. - 29-IX-73

Reservados todos los derechos.

GRATITUD A P. Y M. FDZ. DE NAVARRETE Y RADA.

CUADERNOS DE

E m N G E L I O

De Jesús a los Evangelios

El nvange lio y los evangelios

Año 1 Marzo 1974 n.° 3

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Director-Delegado del Patronato: Ramón Sánchez da Lsón S. J.

Director Técnico: Mariano Herranz Marco, Pbro.

Consafo Asesor: M. I. Sr. D. Domingo Muñoz León Rev. P. Rafael Criado S. i. Rev. P. Juan Leal S. J. Rev. Sr. D. Ángel Garrido Herrero

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Redactores: Francisco J. Calavia Balduz Carlos Dorado Fernández Francisco de Frutos García Francisco J. Martínez Fernández Braulio Rodríguez Plaza Antonio Rodríguez González Pablo Tena Montero

Edita: «Fe Católica • Ediciones».

Redac. y Admón.: Maldonado, 1 - Tel. 276 23 58 - Madrld-6

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Suscripción de bienhechor: A partir de 750 ptas. año para costear suscripciones a sacerdotes pobres y conventos de clausura.

Con licencia del Arzobispado da Madrid-Alcalá.

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Imprime: Nuevas Gráficas, S. A.—Andrés Mellado, 18.—Madrid.

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JESÚS Y LOS EVANGELK

DE IESUS A LOS EVANGELIOS. HISTORIA DE LA TRADICIÓN

1. Las tres etapas de la tradición.

El 22 de abril de 1964 publicaba la Pontificia Comisión Bíblica una Instrucción sobre la verdad histórica de los Evangelios. Como habían hecho otros documentos ante­riores de la misma Comisión respecto al estudio de la Sagrada Escritura, en éste se reconoce la licitud del es­tudio científico de los evangelios, para el cual el exegeta católico debe servirse de las técnicas creadas en los dos últimos siglos y los instrumentos de trabajo que le pro­porcionan unas ciencias nuevas, como son la filología, la lingüística, la ciencia de la literatura en su sentido más amplio, la crítica histórica, etc. Pero es oportuno recordar que esta postura de la Comisión Bíblica, que reaparece en otros documentos pontificios relacionados con el mis­mo tema, no es una novedad: la encontramos ya en dos grandes exegetas de la antigüedad cristiana, Orígenes y San Agustín. La única diferencia consiste en que éstos no podían aludir a unas ciencias auxiliares profanas que nacerían muchos siglos más tarde.

Dentro de esta línea, la Instrucción sobre ¡a verdad histórica de los Evangelios valora positivamente las apor­taciones que han hecho al mejor entendimiento de los evangelios la crítica literaria —que llenó todo el siglo pa-

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sado y siguen practicando los estudiosos actuales—, la historia o crítica de las formas —cuyos comienzos se re­montan a 1920— y la historia de la redacción, cuyos pri­meros trabajos aparecieron en 1950. Al mismo tiempo —y en esto' se une a muchos estudiosos, tanto católicos como protestantes—, el documento pone en guardia contra el escepticismo extremo que sobre la historicidad de los evangelios adoptan algunos críticos. En este punto será necesario distinguir siempre entre el método de investiga­ción y las conclusiones que determinados autores se creen autorizados a formular a partir de él; se pueden rechazar éstas y reconocer la legitimidad y utilidad del método.

Resumiendo el fruto de muchos años de trabajo de los exegetas, el documento describe las etapas que re­corrió la tradición sobre Jesús hasta asumir la forma en que ha llegado a nosotros: los evangelios escritos. En cierto modo, esta descripción viene a ser como una "breve historia de la tradición evangélica". El conte­nido de nuestros evangelios, las palabras de Jesús y los relatos sobre Jesús, no nace propiamente de la pluma de los evangelistas. Antes que ellos lo recojan y orde­nen en sus libros —etapa final—, el material evangé­lico había sido transmitido durante varios decenios den­tro de la Iglesia. La redacción de los evangelios es, en realidad, un proceso en el que se deben distinguir tres etapas.

En primer lugar, el punto de partida es la vida del Jesús terreno, con sus palabras y sus hechos. Entre es­tos últimos merece una mención especial la elección de un grupo de discípulos que lo acompañaron más de cerca, escucharon su predicación y fueron testigos de lo que hizo, e incluso fueron objeto sin duda de una preparación especial para su misión futura. Estos hom­bres son los que garantizan la continuidad entre la pri­mera etapa y la segunda.

En segundo lugar, después de la resurrección de Je­sús, este grupo de discípulos y la comunidad creyente que nace en torno a ellos da forma a una tradición de las palabras y hechos de Jesús. Pero a este respecto hay un punto que conviene aclarar: cuando decimos que la comunidad cristiana primitiva configura y trans­mite la tradición sobre Jesús no nos referimos a la masa de los primeros cristianos, sino al grupo reducido de "tradentes" oficiales y reconocidos, los "ministros de la palabra" (Le 1, 2). Que éstos eran objeto de una pre­paración especial podemos leerlo en los Hechos de los Apóstoles: "No está bien —dicen los Doce— que nos­otros, dejando a un lado la palabra de Dios, nos dedi­quemos a servir a las mesas (es decir, a la administra­ción material de la comunidad)... Nosotros nos consa­graremos a la oración (es decir, a los actos cultuales de la comunidad) y al ministerio de la palabra" (6,2-4). Naturalmente, esta dedicación de los apóstoles al mi­nisterio de la palabra no se reduce a su actividad per­sonal de misioneros y predicadores; comprende también la tarea de preparar nuevos ministros de la palabra. •

En un primer momento, la transmisión de la tradi­ción muy probablemente sólo es oral. Con el tiempo, sin que podamos dar fechas seguras, aparecen escritos con colecciones de dichos o hechos de Jesús, pero siempre al servicio de la predicación viva, oral: ins­trucción a los que con el tiempo se llamarán catecú­menos, exhortación homilética en las celebraciones li­túrgicas a los ya bautizados, preparación de catequistas y predicadores, etc. La comunidad en que esta tradi­ción se forma, recita y transmite está formada por los que creen en Jesús resucitado y glorioso, Señor de la Iglesia; es decir, para ella Jesús no es simplemente un maestro venerable o un profeta como los maestros o profetas del pasado judío. Es natural, por tanto, que las palabras y los hechos del Jesús terreno se vean ahora a una luz nueva: la luz de Pascua. De este

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modo, el Jesús que predicó en Galilea pudo ser presen­tado a veces con rasgos que correspondían al Jesús re­sucitado y glorioso, que era la razón de ser de la Iglesia.

Por otra parte, en esta etapa tiene lugar un hecho de carácter lite'rario muy rico en consecuencias: la tra­dición es traducida del arameo al griego por exigencias de la misión fuera de Palestina, que comenzó muy pronto. No sabemos bien cómo se efectuó este paso del arameo al griego, dónde y por quiénes fue realiza­do. ¿En la misma Palestina, por hombres que conocían el griego, pero cuya lengua nativa era el arameo? ¿O fuera de Palestina, por hombres que conocían el arameo, pero cuya lengua nativa era el griego? No obs­tante, el hecho de que el actual texto griego de los evangelios contenga un fuerte colorido arameo-hebreo nos obliga a reconocer que los evangelios griegos se re­montan a una tradición original aramea.

Asimismo, en todo este proceso de transmisión y tra­ducción, y en el siguiente de redacción de los evange­lios, la tradición sobre Jesús es sometida a una com­pleja manipulación literaria, de la que tenemos para­lelos en la literatura judía de la época (Apócrifos, Tar-gumes, Midrashim, Talmud, etc.). Dentro de esta ela­boración, motivada a veces por preocupaciones teológi­cas o catequéticas y a veces por preferencias literarias, merecen destacarse sobre todo la selección y actuali­zación del material tradicional; esta última, que es una adaptación a la situación concreta del "tradente" y de la comunidad en que vive, es hecha a veces con reto­ques mínimos.

Finalmente, esta tradición, que, en gran parte al me­nos, ha sido ya fijada por escrito, es recogida por los evangelistas en los escritos que pronto se llamarán "evangelios". Cada evangelista escribió en una situación concreta y con una intención teológica o catequética particular; de ahí sus diferencias, dentro de la identi-

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dad esencial que les impone el hecho de presentar el mismo Evangelio de Jesús. Pero la diferencia de situa­ción y de intención teológica no explica todas las dife­rencias que encontramos en los evangelios (y ahora nos referimos especialmente a los que tanto se parecen en­tre sí, los tres primeros); hay otras que más bien de­ben explicarse por la diversidad de preferencias litera­rias en los evangelistas. Cada evangelista, dentro de una tradición literaria heredada en gran parte del judaismo, presenta a su modo una tradición que no crea, sino simplemente transmite. Ambas cosas, intención teológi­ca y preferencias literarias, condicionan también en ellos la selección, ordenación y actualización del material, que muchas veces una rápida comparación entre los sinóp­ticos nos permite ver con claridad.

Cerramos esta descripción de las tres etapas en que puede dividirse la historia de la tradición sobre Jesús con unas palabras que, cuando se pronunciaron por pri­mera vez, levantaron muchas protestas porque en ellas se expresaba una actitud escéptica ante la historicidad de esta tradición: los evangelistas, incluso los tres más an­tiguos —los sinópticos—, no son fuentes directas de la predicación y revelación de Jesús, sino de la fe y la predicación de la Iglesia sobre Jesús. Si con estas pala­bras se quiere decir que los evangelios no contienen pa­labras y hechos auténticos de Jesús, o sólo los contienen en muy escasa medida, debemos rechazarlas rotunda­mente; ésa es la postura de los críticos más escépticos, como R. Bultmann. Pero si con ellas se quiere decir que nosotros hoy, para llegar al Jesús terreno, a lo que real­mente hizo y predicó, debemos pasar por lo que la Iglesia primitiva predica sobre él —que es lo que tenemos en los escritos del Nuevo Testamento—, entonces dicen una verdad fundamental: Jesús nos llega a través de la Igle­sia, y no podía ser de otro modo. Desde el comienzo, la Iglesia reflexionó sobre la tradición de Jesús, explícito lo que en ella estaba implícito y, sirviéndose de ella, pro-

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clamó la Revelación de Cristo acomodándose a las situa­ciones nuevas.

Pero de nada servirían estas afirmaciones genéricas si no se ilustran con ejemplos concretos. Es lo que pasa­mos a hacer a continuación. Unos ejemplos tomados de fuera y de dentro de los evangelios harán ver qué quie­ren decir los exegetas cuando hablan de historia de la tradición o de la redacción, de elementos arcaicos o tar­díos, primarios o secundarios en la tradición evangélica. Asimismo se verá cómo, mientras es cierto que la etapa primera en la historia de la tradición es la vida del Je­sús terreno, el exegeta debe partir de lo que le ofrece la etapa tercera, los evangelios escritos, para llegar, a tra­vés de la segunda, al Jesús de Nazaret que predicó en Galilea en tiempo de Poncio Pilato.

2, Retoques a la tradición: ejemplos extra-evangélicos.

Hemos dicho que la manipulación a que es sometida la tradición sobre Jesús en las etapas segunda y tercera tiene paralelos en la literatura judía de la época. En rea­lidad los tiene ya dentro de la literatura bíblica: en los libros tardíos del Antiguo Testamento, que utilizan ma­teriales de libros sagrados anteriores. Pero los tiene tam­bién en la literatura cristiana no canónica. Veamos ahora qué clase de retoques puede recibir una tradición en este ambiente.

a) Actualización del texto blíblico hebreo en el Tar­gum.—El Targum es la traducción aramea de la Biblia he­brea ("targum" es una palabra aramea que significa "tra­ducción"). En Palestina, y ya antes de nuestra era, el hebreo había dejado de ser la lengua hablada; desde la época persa había sido desplazado progresivamente por el arameo. Por eso en el culto sinagogal, cuyo elemento prin­cipal era la lectura de las Escrituras Sagradas, se introdujo

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la costumbre de traducir a la lengua hablada, el arameo, los pasajes del texto hebreo que se leían. Este origen del Targum explica el hecho de que a veces éste no sea propiamente una traducción, sino una explicación o glo­sa del texto sagrado. La finalidad de la lectura de las Escrituras en la sinagoga era la edificación de los asis­tentes; por eso a la lectura seguía la homilía. De ahí que los targumistas, haciendo de predicadores y catequis­tas, se preocupasen de que su traducción acercase el texto sagrado a los oyentes.

En Ex 4, 24-26 se narra un episodio un tanto enigmá­tico. El texto hebreo debió causar engorro desde el co­mienzo a los targumistas de las sinagogas. Como suelen hacer casi siempre que el original hebreo es ininteligible o confuso, los targumistas dieron aquí una traducción "clara", inteligible, pero que en realidad no responde al original. He aquí la traducción castellana del original hebreo y del Targum:

Tfxto hebreo

(24) Por el camino, en el lugar donde pasaba la noche, le salió el Señor al encuentro y quería matarlo (a Moisés).

(25) Pero Séfora, cogiendo en seguida un cuchillo de pie­dra, circuncidó a su hijo y arrojó el prepucio a sus pies diciendo: "Esposo de sangre eres para mí."

Targum Yerushalmi II

(24) Y en el camino, en el lugar de alojamiento, el ángel del Señor lo encontró (a Moi­sés) y quería matarlo, porque Gerson, su hijo, no había sido circuncidado; pues fetró, su suegro, no le había permitido circuncidarlo; pero Eliezer ha­bía sido circuncidado por un acuerdo entre los dos.

(25) Pero Séfora cogió un cuchillo de piedra y circunci­dó el prepucio de su hijo, y lo llevó a los pies del Exter-minador y dijo: "El esposo quería haberlo circuncidado, pero el suegro no lo permitió. Ahora, que la sangre de esta circuncisión expíe la falta de este esposo."

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(26) Y lo dejó, diciendo lo (26) Y cuando el Extermi-de esposo de sangre por la nador lo dejó, Séfora dio gra-circuncisión de su hijo. cias y dijo: "¡Qué hermosa es

la sangre de esta circuncisión, que ha salvado a mi esposo de la mano del ángel de la muerte!"

Las manipulaciones que el targumista se ha permitido en este caso ante el original hebreo son varias; así lo hace ver el simple hecho de que su versión es bastante más larga que el texto hebreo traducido. Aquí nos limi­taremos a destacar una. En el original, la frase "esposo de sangre eres para mí" es oscura. En cambio, lo que corresponde a ella en el Targum es perfectamente claro: "Que la sangre de esta circuncisión expíe la falta de este esposo", es decir, la falta cometida por Moisés al retra­sar la circuncisión de su hijo. Pero en el versículo si­guiente (26) el targumista pone en boca de Séfora unas palabras que no tienen correspondiente en el hebreo, con las cuales aclara más la idea expresada antes: " ¡ Qué hermosa es la sangre de esta circuncisión, que ha salvado a mi esposo de la mano del ángel de la muerte!"

El targumista, por tanto, "tradujo" la oscura frase le­yendo en ella la idea de que la sangre derramada en la circuncisión tiene valor expiatorio; por eso libra a Moi­sés de la muerte. Ahora bien, esta idea sobre la circun­cisión no aparece en todo el Antiguo Testamento; este pasaje del Éxodo no la expresaba, ni en su forma primi­tiva ni en su redacción final (siglo V a. C). Sí aparece, en cambio, en pasajes de la literatura rabínica de la pri­mera mital del siglo II d. C. Esto tiene una explicación. Hacia el año 130, el emperador Adriano prohibió bajo pena de muerte la práctica de la circuncisión. El decreto imperial no se dio pensando sólo en los judíos, pero éstos quedaban comprendidos en él. Con este motivo, los guardianes de la fe judía, los rabinos, pudieron fun­dadamente temer que los más débiles abandonasen por

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miedo una práctica tan sagrada para el judaismo. Y para alentarlos a mantenerse fieles intensificaron su catcque­sis sobre la circuncisión exaltando su valor.

En este contexto, o como dicen los críticos de las for­mas, en este Sitz im Leben (=situación en la vida), es perfectamente comprensible la "versión" actualizada que el targumista ofrece de este pasaje del Éxodo que habla de la circuncisión. Como hemos dicho, esta versión aramea estaba destinada al signo sinagogal y formaba parte de la instrucción y exhortación que en él recibían los judíos piadosos. Al pesar sobre ellos la amenaza del decreto de Adriano, los padres que esperaban o acaba­ban de tener un hijo necesitaban ser exhortados a cir­cuncidarlo, aunque con ello pusiesen en peligro su vida. La versión retocada del episodio de Séfora que circun­cida al hijo que Moisés había dejado de circuncidar es una muestra de esta catequesis alentadora.

b) Acomodación de un texto bíblico en el Evangelio de Tomás.—En 1946 fueron hallados en Nag Hammadi, alto Egipto, un lote de manuscritos que pertenecieron a un grupo gnóstico cristiano; una pequeña biblioteca que pondría en manos de los estudiosos materiales de prime­ra mano para conocer el complejo mundo de las sectas gnósticas, que nos eran conocidas ya por los escritos de los Santos Padres que las combaten. Pero dentro de esta biblioteca la obra que más interés suscitó fue un evangelio apócrifo en lengua copta, llamado Evangelio de Tomás porque se presenta como una colección de "dichos secretos pronunciados por Jesús, el que está vivo, y que escribió Dídimo Judas Tomás". El logion (=dicho) 79 de este evangelio dice:

Una mujer dijo en la multitud a Jesús: "Bienaventurado el cuerpo que te llevó y los pechos que te amamantaron." El le dijo: "Bienaventurados los que han oído la pala­bra del Padre y la han guardado de verdad. Pues ven­drán días en que diréis: Dichoso el cuerpo que no ha concebido y los pechos que no han amamantado."

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Basta una ligera familiaridad con los evangelios canó­nicos para darse cuenta de que en este logion han sido combinados dos pasajes: la respuesta de Jesús a la mu­jer que alaba a su madre (Le 11, 27s) y parte de las pa­labras de Jesús a las mujeres de Jerusalén que lloraban al verle caminar con la cruz hacia el Calvario (Le 23, 29). En el original de San Lucas, con estas últimas palabras Jesús alude a la precipitada huida ante el enemigo que se avecina (cf. Me 13,17; Le 21,23: un tema muy frecuente en la literatura apocalíptica): la angustia del momento será tal, que se considerarán dichosas las mu­jeres que entonces no se hallen encintas o criando, pues así podrán huir mejor.

El autor del Evangelio de Tomás hizo algo muy sim­ple: trasladó estas palabras a un contexto distinto, pre­sentándolas como continuación de otras palabras de Je­sús que proclaman dichosos a quienes oyen la palabra de Dios y la guardan. Pero esta leve manipulación hizo que las palabras de Jesús adquirieran un sentido comple­tamente nuevo: así Jesús aparece exhortando a la con­tinencia total, a la renuncia al matrimonio. Como sabe­mos que algunas antiguas sectas cristianas propugnaban esta continencia, es claro que este pasaje del Evangelio de Tomás constituye una adaptación de unas palabras de Jesús, contenidas en los evangelios canónicos, a las doc­trinas de la secta.

c) Un logion no auténtico puesto en labios de Jesús. Gran parte del material reunido en el Evangelio de To­más tiene paralelo en los sinópticos, Pero abunda tam­bién el material totalmente apócrifo, es decir, puesto en labios de Jesús sin que haya la menor probabilidad de que Jesús pronunciase tales palabras. He aquí un ejem­plo (logion 53):

Los discípulos le dijeron: "¿Es necesaria la circuncisión o no?" El les dijo: "Si la circuncisión fuera necesaria, su padre los hubiera engendrado (a los hijos) de su madre circuncidados. Pero la verdadera circuncisión en espíritu sí es necesaria."

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En ningún pasaje de nuestros evangelios leemos esta pregunta de los discípulos ni esta respuesta de Jesús. Por otra parte, es evidente que el problema discutido en este logion del Evangelio de Tomás no existió en tiempo de Jesús. San Lucas narra la circuncisión de Juan Bautista (1, 37) y de Jesús (2, 21). El problema se plan­tea más tarde, cuando se inicia la misión de la Igle­sia entre los paganos, es decir, los no circuncidados. Por las cartas de San Pablo y el libro de los Hechos de los Apóstoles sabemos que hubo una dura lucha so­bre si se debía exigir la circuncisión a los paganos que recibían el bautismo y entraban en la Iglesia. Bajo la suprema autoridad de San Pedro y los apóstoles, el con­cilio de Jerusalén proclamó definitivamente que los pa­ganos no necesitaban ser circuncidados para ser admiti­dos en la Iglesia.

San Pablo, que tanto luchó por esta libertad de los paganos frente a la Ley mosaica, se sirve de una imagen que emplearon ya los profetas del Antiguo Testamento (cf. Jr 4,4, etc.) y dice que la verdadera circuncisión es la del corazón (Rom 2,29), y llama al bautismo "cir­cuncisión de Cristo, no hecha por mano de hombre" (Col 2, l is) . No hace falta demostrar que éstas son pre­cisamente las ideas que expresan las dos partes del logion de Pseudo-Tomás que estamos comentando: no necesi­dad de la circuncisión carnal, visible, pero necesidad de la circuncisión interior, la del espíritu. De ahí que poda­mos afirmar con toda certeza: la situación que supone este logion apócrifo no es la de Jesús, sino la de la Iglesia primitiva. Si Jesús hubiera pronunciado realmente estas palabras, no se hubiera producido después una po­lémica tan viva.

Pero en este caso tenemos la ventaja de poder saber más sobre la historia de estas palabras apócrifas de Je­sús. Según un relato rabínico, Tineo Rufo, gobernador de Judea en 132 d. C , preguntó al célebre Rabí Akiba: "Si Dios da tanta importancia a la circuncisión, ¿por

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qué el niño no sale ya circuncidado del vientre de su ma­dre?" Rabí Akiba respondió: "¿Por qué sale también con él su cordón umbilical? ¿No tiene que cortarlo tam­bién la madre? Dios ha dado a Israel los mandamientos para purificar al pueblo".

La historicidad de esta controversia no es improbable, pues responde a la situación en que se hallaba el pueblo judío a consecuencia del edicto de Adriano prohibiendo la circuncisión, situación que desembocó en la segunda insurrección contra Roma (132 d. C. Rabí Akiba fue en cierto modo el alma de esta insurrección, pues aclamó al cabecilla de la misma, Bar Kokba, como Mesías; por eso fue ajusticiado por los romanos cuando sofocaron la insurrección). El argumento empleado por Tineo Rufo puede ser más antiguo, y es fácil ver que se prestaba a ser utilizado para atacar la necesidad de la circuncisión en los paganos convertidos al Evangelio.

Lo que a nosotros nos extraña hoy es que este logion fuera puesto en boca de Jesús. El Evangelio de Tomás es un escrito sectario, y en esta clase de libros en cierto modo nos explicamos que se quisiera dar más autoridad a una doctrina presentándola como venida del mismo Jesús, Pero el recurso literario que esto supone no es invención de grupos sectarios, judíos o cristianos. Ya los Targumes ponen en boca de personajes bíblicos peque­ños sermones en que con frecuencia se cometen anacro­nismos semejantes al que encontramos en este logion del Evangelio de Tomás.

Pero los Targumes, repetimos, estaban destinados a la predicación y la catequesis judía; lo que sus autores pre­tenden es enseñar a la comunidad que los escucha y avivar su fe, no ofrecerle una exposición científica de una historia. Esta era también la finalidad de Jos evan­gelios en la comunidad cristiana: predicar y enseñar narrando una historia. En esta clase de escritos tene­mos una fusión de relato recibido de la tradición, y que por tanto narra hechos pasados, y predicación en un hoy

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concreto. Y como el predicador y el oyente, el autor del escrito y el lector, conocen toda la historia y revelación bíblicas, ninguno de los dos ve dificultad en que un per­sonaje del relato exprese ideas que en la realidad histó­rica no aparecieron hasta más tarde.

3. Adaptación y actualización del material tradicional en los sinópticos.

A fenómenos literarios de este tipo obedece la distin­ción que hacen los 'exegetas en los evangelios entre ele­mentos, o materiales primarios y secundarios, arcaicos y tardíos. Se dice, por ejemplo, que el marco en que un evangelista presenta una parábola o una sentencia de Jesús es secundario cuando hay motivos para pensar que ese marco no corresponde bien a la ocasión en que parece que Jesús las pronunció realmente, o cuando el sentido de las mismas que se indica o sugiere en el marco actual no es el original que quiso darles Jesús. Se habla también de elementos secundarios, no primiti­vos, dentro de un logion o una parábola cuando hay ra­zones para pensar que tales elementos fueron añadidos por el evangelista, o por un tradente anterior a él, a un material que ciertamente se remonta a Jesús.

Gracias a la existencia de tres evangelios distintos en que muchas veces tenemos el mismo material —el mismo relato o las mismas palabras de Jesús— en dos o tres versiones distintas, en muchas ocasiones podemos con­trolar las adiciones o los cambios que ha sufrido la for­ma primitiva y así reconstruir ésta. En esta reconstruc-ción no siempre se logran resultados seguros; sobre todo no siempre es unánime el parecer de los exegetas. Así ocurre especialmente en los casos extremos, los de adi­ción a la tradición recibida: los casos de dichos o he. chos de Jesús secundarios, en que, como ocurre en el

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logion del Pseudo-Tomás sobre la circuncisión, hay mo­tivos para afirmar que no se trata de dichos o hechos auténticos de Jesús, sino atribuidos a él en la historia de la tradición, aunque interpreten fielmente su ense­ñanza.

En este punto es imposible dar reglas generales; cada caso debe estudiarse por separado, y con la resignación suficiente para no exigir a los métodos empleados por el exégeta más certeza de la que pueden dar. Por lo que se refiere a las parábolas, uno de los mejores estudios modernos sobre ellas, el de J. Jeremías, Las parábolas de Jesús, dedica la primera parte a distinguir en ellas lo que procede del Jesús terreno y lo que es retoque de los res­ponsables de la tradición. Veamos unos ejemplos claros, que servirán para introducir en esta clase de estudios.

a) Parábola de la oveja perdida (Mt 18,12-14; Le 15, 4-7).—La parábola propiamente dicha es casi idéntica en los dos evangelistas. La diferencia reside en el marco y la conclusión. Según San Lucas, Jesús pronuncia esta parábola como réplica al escándalo de los fariseos por­que recibe en su casa a pecadores y come con ellos. Está presentada, por tanto, como una parábola que podríamos llamar apologética: con ella Jesús defiende la buena nue­va que él trae, la buena nueva del perdón a pecadores que, según el criterio de la ortodoxia farisea, se habían hecho incapaces de perdón. Por si nos quedaba alguna duda, la conclusión nos saca de ella: "Así Dios (en el juicio final) se alegrará más por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no nece­sitan penitencia". Por tanto, en la versión de San Lucas, el elemento central de la parábola es la alegría del pas­tor por el hallazgo de la oveja perdida. Así es, dice Je­sús, la alegría de Dios por el retorno de un pecador. La misma verdad proclaman las otras dos parábolas que San Lucas ofrece a continuación: las de la dracma perdida y el hijo pródigo.

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En San Mateo, la parábola está dirigida al grupo ínti­mo de los discípulos y forma parte de lo que suele lla­marse "discurso eclesiástico", es decir, un discurso com­puesto de enseñanzas de Jesús destinadas a los jefes de la comunidad. Este nuevo contexto —y nuevos destina­tarios— da a la parábola un sentido nuevo, como apare­ce claramente en la conclusión, que, aunque parecida, es muy distinta de la que leemos en San Lucas: "Así es voluntad de Dios que no se pierda ni uno sólo de estos pequeñuelos". En San Mateo, por tanto, el elemento prin­cipal de la parábola, el que contiene la enseñanza del conjunto, es la búsqueda afanosa del pastor, no su ale­gría por el hallazgo de la perdida. Al presentarla en un contexto distinto y cerrarla con una conclusión distin­ta, aunque a primera vista semejante, San Mateo hace que esta parábola de Jesús diga a los dirigentes de la comunidad: Dios quiere que no dejéis abandonado al hermano caído, que busquéis al extraviado como el pas­tor a la oveja perdida y lo traigáis al redil.

Tenemos, pues, una misma parábola de Jesús con dos sentidos distintos. ¿Cuál fue el original, el que tenía cuando la pronunció Jesús? Aquí no podemos detener­nos a exponer todos los argumentos que nos llevan a concluir que de los dos evangelistas el que nos ha con­servado el sentido y la situación original de la parábola es, con gran probabilidad, San Lucas; el contexto y el sentido que tiene en San Mateo es secundario, es decir, surgido más tarde en el proceso de transmisión de la tradición evangélica. Este sentido nuevo se logró de un modo muy simple: fijando la atención en un elemen­to de la parábola que no era el principal, la búsqueda de la oveja por parte del pastor en lugar de la alegría por el hallazgo, y uniéndola a otras palabras de Jesús que no iban dirigidas a sus adversarios, sino al grupo de sus escogidos. La versión de San Mateo se explica muy bien desde la situación de la Iglesia en que escribe el evange­lista, y menos bien desde la situación del Jesús terreno,

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en que no se puede hablar propiamente aún de una Igle­sia en marcha; la de San Lucas, en cambio, armoniza perfectamente con la situación histórica de Jesús, de la que forma parte muy saliente el escándalo que su buena nueva del perdón provocó en los escribas y fariseos. Con esto no decimos que Jesús no instruyó a los suyos sobre el futuro gobierno de la Iglesia; queremos decir simplemente que la parábola de la oveja perdida no per­teneció originariamente a este grupo de instrucciones. De lo contrario no se explicaría el marco en que la pre­senta San Lucas y el sentido que en él tiene.

b) Parábola de los enviados a la viña (Mt 20,1-16). En las traducciones castellanas de los evangelios, esta parábola se cierra con la conclusión siguiente: "Así se­rán los últimos primeros, y los primeros últimos; por­que muchos son llamados, mas pocos elegidos" (v. 16). Es fácil ver que aquí no tenemos una conclusión uni­taria, sino dos conclusiones yuxtapuestas: en realidad, el que los llamados sean muchos y los elegidos pocos no explica o justifica que los últimos sean primeros y los primeros últimos. En otras palabras: la segunda parte de la conclusión no da el motivo de la primera.

Pero leyendo el texto con atención se observa otra anomalía: los enviados a la viña reciben todos el mis­mo jornal, un denario; no hay distinción entre los de la hora primera y los de la última, ni se habla de llamados y elegidos. El v. 16 b, por tanto, no tiene nada que ver con la parábola que precede. Ahora bien, la misma sen­tencia, "muchos son llamados y pocos elegidos", cierra la parábola del que entró en el banquete sin traje de boda (Mt 22,14), y aquí ciertamente está en su sitio: la pará­bola habla de uno que fue llamado, pero no elegido; en ella se plasma la verdad de que no basta la invitación, la llamada, para pertenecer al grupo de los elegidos.

Tenemos, pues, en el mismo evangelio una misma sen­tencia de Jesús repetida dos veces; en un caso la sen-

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tencia armoniza muy bien con el contexto; en otro, al final de la parábola de los enviados a la viña, no. ¿No será que una mano torpe la añadió aquí tomándola de donde estaba perfectamente en su sitio? Afortunada­mente, en este caso podemos dar una respuesta segura. Hemos dicho que la conclusión doble aparece en las traducciones castellanas corrientes. Pero no ocurre así en los manuscritos en que nos ha llegado el original grie­go: la mayoría de ellos, los más recientes, sí la traen; y por eso aparece en las traducciones modernas. Pero los mejores y más antiguos manuscritos, los unciales del texto alejandrino o neutral (códices Vaticano, Sinaítico y algunos más), no la traen. Se trata, por tanto, de una adición de los copistas posteriores, no del autor mismo del evangelio.

Pero en este caso no sólo podemos estar seguros de que nos hallamos ante una adición de copistas, también podemos adivinar qué fue lo que movió a éstos a hacerla. Desde muy antiguo se leían juntos en la liturgia de la misa esta parábola y el pasaje de 1 Cor que dice: "¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, pero uno solo recibe el premio? Corred de modo que lo alcancéis" (9,24-27). Aunque con otra imagen, este pasaje de San Pablo habla también de llamados y elegi­dos: todos corren en el estadio, pero no basta participar en la competición; los descalificados no alcanzan el pre­mio. La idea que el apóstol quiere expresar es la misma que dramatiza la parábola del invitado al banquete y arrojado fuera por no llevar el traje requerido. Por se­guir a la lectura de esta epístola, la parábola de los en­viados a la viña se leyó a la luz de la idea central del pasaje de San Pablo, y para hacerle expresar el mismo pensamiento se le añadió al final la conclusión de la pa­rábola del expulsado del banquete. Al añadirla, los escri­bas dieron sin duda por supuesto que los enviados de primera hora, por murmurar contra el amo, se quedaron sin jornal; cosa que no dice la parábola.

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Pero ya la primera parte de la conclusión, "los últi­mos serán primeros, y los primeros los últimos" (v. 16a), es claramente una adición que no armoniza bien con la parábola, que en realidad no constituye la moraleja de ésta. Y esta vez la adición sí es del evangelista, pues la contienen todos los manuscritos. Para entender lo que ha ocurrido es preciso recordar que esta parábola sólo nos ha llegado en San Mateo; luego, comparando su evange­lio con el de San Marcos, observamos que la parábola está insertada en la trama del segundo evangelio entre Me 10,31 y 10,32; antes y después de la parábola, el primer evangelista ofrece la misma materia y en el mismo orden que el segundo. Pero Me 10, 31, el versículo al que San Mateo hace seguir su parábola de los enviados a la viña, dice: "Y muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros". Se ve, por tanto, que el primer evangelista entendió la parábola como una ilus­tración de este dicho de Jesús, que en San Marcos se halla suelto. Así lo confirma el hecho de que lo repitió al final de la parábola, como conclusión de la misma. Para esto el primer evangelista debió pensar que el elemento central de la parábola, el que contenía la "enseñanza", eran las palabras del amo al administrador: "Llama a los obreros y págales su jornal, empezando por los últi­mos hasta llegar a los primeros". Entendido así, la pa­rábola expresaba la enorme distancia que media entre el juicio de los hombres y el de Dios, como aparecerá cuan­do venga como juez.

Así llegó la parábola al evangelista San Mateo o así la leyó él; no siempre podemos distinguir en los evan­gelios entre lo que es obra del evangelista y lo que él recibió ya de la tradición. Pero, ¿por qué no decimos que éste era el sentido de la parábola en boca de Je­sús? Decíamos que la sentencia "los últimos serán pri­meros, y los primeros últimos" no armoniza bien con la parábola, que no puede considerarse como la mora­leja de la misma. La parábola, en efecto, no distingue

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entre primeros y últimos: todos los trabajadores re­ciben el mismo jornal. Precisamente lo extraño de la conducta del amo es que paga a todos igual, que no hace distinción entre el que trabajó una hora y el que sopor­tó todo el peso del día. La único que en la parábola alude a últimos y primeros es la orden del amo al ad­ministrador: "Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últimos hasta llegar a los prime­ros". Pero si el jornal es el mismo, el orden en que se recibe no constituye ningún favor o perjuicio especial. En el relato parabólico, la razón de ser de esta orden es dar ocasión a que los de primera hora, al ver que los de la hora undécima recibían un denario, se creyesen con derecho a recibir más y protestasen.

A esta protesta, el amo replica con una pregunta in­cisiva: "Amigo, no te hago agravio. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete. Y si quie­ro a este último darle lo mismo que a ti, ¿no me es permitido hacer de lo mío lo que quiero? ¿O ha de ser malo tu ojo porque yo soy bueno?" (vv. 13s). Estas palabras del amo constituyen un excelente y expresivo final de la parábola; en ellas reside la intención o mo­raleja del relato: la desconcertante bondad del amo con los de la hora undécima choca con el quisquilloso sen­tido de "justicia" de los primeros. Se trata quizá de la más vigorosa defensa de la buena nueva del perdón de Dios a los pecadores que el sentido fariseo de la justi­cia divina considera incapaces de perdón. El perdón de Dios a los pecadores entraña necesariamente un igualar a éstos con los justos; por eso es perdón. Con la pará­bola, Jesús viene a decir: así es de inmensa la miseri­cordia de Dios, así es el perdón de Dios; tan descon­certante, que a los ojos de los hombres puede parecer una injusticia.

Cuando San Mateo escribe su evangelio, los oyentes o lectores de la parábola ya no están en la situación de Jesús; el escándalo que su buena nueva del perdón de

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Dios provocó entre los fariseos y la réplica de Jesús en defensa de la misma pertenecen al pasado. Era natural, por tanto, leer la parábola desde la perspectiva presente; y así se leyó en ella una apremiante advertencia ante un peligro siempre actual, incluso dentro de la Iglesia: el de que los justos no entendieran el proceder de Dios con los pecadores, representados en la parábola por los obre­ros de la hora undécima; el peligro de que, mientras ellos se eren los primeros, Dios los considere últimos. Como se ve, la actualización de la parábola se logró con muy poco retoque: siemplemente su colocación tras unas palabras de Jesús que advertían cómo ante Dios "mu­chos primeros serán últimos, y muchos últimos prime­ros", y la repetición de la misma sentencia al final; y esto se hizo considerando elemento principal del relato parabólico algo que no lo era originariamente: la or­den del amo de pagar primero a los últimos.

c) La respuesta de Jesús sobre el divorcio (Mt 5, 32; 19, 9).—La versión de este episodio en San Mateo contiene una cláusula que falta en el paralelo de San Marcos. Esta cláusula ha causado muchos quebrade­ros de cabeza a los exegetas. Lo esencial de la respuesta de Jesús a la pregunta de si le es lícito al hombre repudiar a su mujer dice así: "Pero yo os digo que todo el que repudia a su mujer —exceptuando el caso de porneia— la hace cometer adulterio; y quien se casa con la repudiada comete adulterio".

El paralelo de San Marcos dice rotundamente: "El que repudia a su mujer y se casa con otra comete adul­terio" (10,11). En teoría se podía pensar que San Mar­cos ha suprimido el paréntesis de San Mateo; pero son muchas las razones en favor de la hipótesis contraria: que el paréntesis es una adición del primer evangelista a un texto que no lo tenía. Pero entonces se plantea un problema: según San Marcos, Jesús no admite po­sibilidad de repudio; ¿la admite según San Mateo?

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A primera vista parece que sí: en el caso indicado por el paréntesis. Con esto, sin embargo, no se ha resuelto la dificultad, pues el sentido del paréntesis no es fácil de captar en una lectura no preparada.

Para entenderlo se han de tener en cuenta dos co­sas. En primer lugar, la forma en que está formulada la pregunta: "¿Es lícito al hombre repudiar a su mu­jer?" Propiamente, por tanto, no se plantea la cues­tión de la licitud del divorcio, sino, según la mentalidad judía de la época, la cuestión de si el marido puede re­pudiar a su mujer. En segundo lugar —y aquí está la clave del problema—, ¿cuál es aquí el significado de la palabra griega porneia? Sin conocer éste, no podremos saber en qué caso será lícito al hombre repudiar a su mujer. Ciertamente, porneia no significa aquí "adulte­rio", pues en el mismo pasaje se emplea el verbo moi-chásthai para decir que el que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio. Pudiera designar la "for­nicación" en general, o la "prostitución"; pero la pala­bra tiene otro significado más concreto que armoniza mucho mejor aquí: el de "matrimonio entre parientes muy cercanos" (hermano y hermana, hijastro y madras­tra, etc.).

En la primera carta a los Corintios San Pablo ordena con energía a la comunidad que expulse de ella a un escandaloso, del que dice que ha cometido un grave delito de porneia; y a continuación explica que esa porneia consiste en que ha tomado por mujer a la mu­jer de su padre, es decir, a su madastra (1 Cor 5,1). La palabra griega, por tanto, designa aquí una unión incestuosa de hombre y mujer. El mismo sentido tiene en el decreto del concilio de Jerusalén. Como se sabe, este decreto puntualiza qué prescripciones de la Ley mosaica deben cumplir los paganos que entran en la Iglesia: no comer carne sacrificada a los ídolos, no comer sangre ni animales sofocados (es decir, no debidamen­te desangrados) y abstenerse de la porneia (Hch 15, 29),

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Si porneia designase aquí la fornicación en gene­ral o la prostitución, resultaría extrañísimo que se la equipare a preceptos de pureza legal judía y sobre todo que se la considere como un pecado especial del que deben abstenerse los paganos convertidos. Las cláusu­las del decreto no contienen prescripciones morales, sino preceptos rituales muy arraigados en el judaismo; y están destinados a lograr una armoniosa convivencia entre judeo-cristianos y pagano-cristianos dentro de la única Iglesia. A causa de la categórica prohibición de Lv 18,6-18, la práctica de matrimonios incestuosos no existía en el judaismo; en los ambientes paganos, este tipo de uniones parece que no era raro.

Tras estas consideraciones volvamos a la respuesta de Jesús en el Evangelio de San Mateo. Especificando el sentido de la palabra porneia, la respuesta dice: "Pero yo os digo que todo el que repudia a su mujer —excep­tuado el caso de unión incestuosa— y se casa con otra comete adulterio". Para lectores judíos, la cláusula en­tre paréntesis, con la aparente excepción, era innecesa­ria: sabían muy bien que tal matrimonio no era matri­monio, y probablemente no conocían casos de él. Pero en ambiente pagano, o en ambientes judíos de la Diás-pora muy expuestos a contaminación de paganismo, po­día darse el caso de un hombre casado con una pariente muy próxima que deseaba entrar en la Iglesia. ¿Qué de­bía hacer entonces? Sencillamente, repudiar a tal mu­jer; pero no porque para tales casos Jesús hubiese auto­rizado el divorcio, sino porque entonces lo que había era únicamente concubinato incestuoso, no verdadero matrimonio.

En realidad, por tanto, la versión de San Mateo ha­bla de la indisolubilidad del matrimonio con la misma rotundidad que la de San Marcos. Su versión es una ex-plicitación o actualización de un dicho de Jesús, provo­cada por una situación nueva en la comunidad primitiva (aparte la preocupación catequética del evangelista). El

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que San Mateo dé aquí la norma a seguir en un caso concreto armoniza con el carácter especial de su evan­gelio, que ha sido llamado un "manual de halakah (pa­labra hebrea que significa "norma de conducta") cris­tiana".

CONCLUSIÓN

Estos ejemplos no son más que una pequeña ilustra­ción de lo que afirmábamos al comienzo sobre el proce­so a que se ve sometida la tradición sobre Jesús desde los comienzos hasta su fijación final en los evangelios que han llegado a nosotros. Con ellos no hemos ilustrado todos los fenómenos que tuvieron lugar en este proce­so. Para un estudio más completo, cada relato evangé­lico, cada dicho de Jesús debe analizarse por separado. Este análisis no siempre es fácil, y las conclusiones a que llegan los estudiosos no siempre concuerdan. No obstante, este esfuerzo por reconstruir la historia de la tradición, distinguiendo —si es posible— entre la forma primitiva y los retoques que los materiales sufrieron en la etapa pre-literaria y en la redacción final, puede dar­nos mucha luz.

Pero no se crea que todo esto es un hallazgo recentí­simo de la última exégesis alemana. En 1904 escribía ya el P. Lagrange: "Es ley de la historia que las pala­bras no pueden ordinariamente ser transmitidas con una fidelidad total y que los hechos cambian de fisonomía con el tiempo. Hay sentencias tan bien acuñadas que atraviesan los siglos, y hechos absolutamente ciertos; pero aquí se trata del conjunto de la materia histórica. Ahora bien, la comparación de los evangelios entre sí, todos los cuales son igualmente inspirados y canónicos, demuestra que la inspiración no los preservó de esta condición de la humanidad, e incluso que obedecieron a esa otra ley que hace que el historiador más penetrado

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de su papel de historiador introduzca en su relato algo de sus ideas y de las ideas de su grupo; de ahí sus di­vergencias".

La Instrucción de la Comisión Bíblica sobre la verdad histórica de los Evangelios reconoce la utilidad de los trabajos que los exegetas realizan en este campo. Al mis­mo tiempo pone en guardia contra un peligro: el escep­ticismo extremo que denuncian algunos autores al valo­rar lo que en los evangelios hay de dichos auténticos de Jesús y hechos históricos. Semejante escepticismo es inconciliable con una actitud de crítica seria, científica­mente exigente y a la vez humilde, es decir, que sabe re­conocer la incertidumbre de ciertos resultados que a veces se presentan como dogmas.

MARIANO HERRANZ

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EL MUNDO DE LOS EVANGELIOS

EL EVANGELIO Y LOS EVANGELIOS

1. Una costumbre beduina y un pasaje de S. Lucas.

Entre la multitud de autores que en los tiempos mo­dernos se han dedicado al estudio de los evangelios hay un grupo que se asignó una tarea humilde y poco des­lumbrante, pero de gran utilidad: reunir los materiales que puedan servir a otros para arrojar luz sobre pasajes oscuros, o simplemente para hacer que las páginas de los evangelios hablen un lenguaje más vivo. Con este fin se han reunido datos arqueológicos, documentos ofi­ciales y privados del mundo contemporáneo, textos de la antigüedad judía y griega. Junto a estos materiales que pudiéramos llamar muertos, otros autores han reco­gido materiales que pudiéramos llamar vivos: las cos­tumbres de todo tipo que llenan la vida de las pobla­ciones rurales de la Palestina árabe, sobre todo antes de que éstas perdieran su pureza arcaica al contacto de la civilización occidental.

En este campo merece destacarse la obra del alemán G. Dalman, que entre 1927 y 1941 publicaba ocho res­petables volúmenes con una descripción minuciosa de las técnicas de trabajo agrícola, ganadero, etc., y de las costumbres de las poblaciones campesinas de Palesti-

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na (1). No siempre podemos tener certeza de que una práctica o costumbre actual existía ya en forma idén­tica en tiempo de Jesús, pero en muchos casos sí; y siempre lo que los estudiosos modernos han logrado controlar y describir en sus escritos puede ayudarnos mucho en nuestra lectura de los evangelios. A la luz de estos documentos vivos, los occidentales de hoy pode­mos sentirnos más cerca del escenario geográfico y hu­mano en que predicó Jesús. Se trata, por tanto, de ma­teriales nada despreciables.

Pues bien, para entender por qué los libros que ha­blan de Jesús se llaman "evangelios" nos puede ser útil una costumbre que existe entre los beduinos de Pales­tina, hombres que viven con sus ganados en las zonas desérticas, no lejos, por ejemplo, de Belén. Cuando a una mujer le llega la hora de dar a luz, los muchachos esperan fuera de la tienda. Apenas saben la noticia, la pequeña tropa sale corriendo, en una afanosa competi­ción, porque cada uno de los minúsculos mensajeros quiere ser el primero en comunicar al padre la nueva. Y la fórmula de ritual para ello es: "El-bishara, el-bis­hara (¡Buena nueva, buena nueva!), te ha nacido un hijo". Naturalmente esta fórmula gozosa es la utilizada en el caso del nacimiento de un hijo varón, sobre todo si se trata del primogénito. Entre las familias orienta­les, el nacimiento de una hija ya no es noticia tan gozo­sa; por eso el mensajero que la lleva al padre se limita a decir con voz entrecortada y vacilante: "Bendita sea la esposa". Palabras que aluden al futuro matrimonio de la recién nacida, con ocasión del cuál el padre reci­birá la correspondiente dote.

Un exégeta católico alemán, franciscano que ha vivi­do muchos años en Palestina, señalaba recientemente cómo varios pasajes de los relatos de la infancia en los evangelios canónicos y algunos apócrifos reflejan en su redacción costumbres que se han mantenido vivas hasta hoy (2). Así ocurre con la segunda parte del relato del

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nacimiento de Jesús en San Lucas. Los pastores velan sus rebaños durante la noche en los campos de Belén. De repente, el ángel del Señor se les aparece y les dice: "No temáis. Os anuncio (euangelízomai) una gran ale­gría: os ha nacido hoy un Salvador, que es el Cristo Señor" (Le 2, lOs). El nacimiento de Jesús, Señor y Sal­vador esperado, era la mejor de las buenas nuevas que podía recibir tanto un israelita piadoso como todo hom­bre creyente. Sin embargo, la fórmula con que San Lucas hace que el ángel la comunique a los pastores —-y a tra­vés de ellos a sus lectores— es muy semejante a la fórmula familiar con que los muchachos beduinos de hoy y sus antepasados de hace dos mil años llevan al padre la buena nueva de que le ha nacido un hijo.

Dentro de la fórmula beduina, la palabra clave es bishara, "buena nueva". En San Lucas, a esta palabra corresponde el verbo griego euangelízesthai, "dar una buena nueva". Pero eso, forzando la etimología, la fór­mula de San Lucas podía traducirse: "Os traigo una buena nueva, una gran alegría". Si hubiese empleado el sustantivo, "buena nueva", en lugar del verbo corres­pondiente, San Lucas habría escrito: enangclion. En la Biblia árabe, la palabra que traduce el término griego euangélion es bishara.

Pero los contactos del relato de San Lucas con esta costumbre beduina no terminan aquí. Con la repetición de la palabra clave, el-bishara, el-bishara, se acentúa la emoción y la novedad que supone el acontecimiento fa­miliar que se anuncia. Algo semejante, aunque expresa­do en una forma más literaria que la espontánea del len­guaje vivo y familiar, encontramos en las palabras del ángel a Zacarías cuando le anuncia el nacimiento del Pre­cursor, que a su vez será el heraldo del Mesías: "Será para ti gozo y regocijo, y todos se alegrarán en su na­cimiento" (Le 1,14). En la expresión "gozo y regocijo"

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nos llega un eco del doble "¡buena nueva, buena nue­va!" que lleva hoy todavía la noticia gozosa al padre que espera.

Es habitual también, y muy comprensible cuando se trata de una noticia gozosa, que el que la recibe exprese al portador su agradecimiento mediante alguna recom­pensa. Lo mismo hicieron los pastores de Belén después de encontrar a María y a José, y al Niño acostado en un pesebre: el evangelista dice que "se volvieron glo­rificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según se les había dicho" (Le 2, 20). El mensa­jero que lleva a los pastores la buena nueva es el ángel del Señor; no se puede pensar, por tanto, que agrade­cieran la buena nueva con una recompensa material. El único modo de agradecer a Dios, que es quien aquí comunica el gozoso acontecimiento, es glorificar y ala­bar a Dios; y eso hacen los pastores.

2. Una familia de palabras griegas.

La palabra "evangelio" puede considerarse propiamen­te como castellana, pues pertenecía ya al léxico latino an­tes que la lengua del Imperio Romano se fragmentara en las lenguas romances. Pero en latín no era una palabra nativa: se trataba de una palabra griega que, como otras del vocabulario cristiano primitivo, fue admitida sin tra­ducir. Los más antiguos escritos cristianos, que son los que componen el Nuevo Testamento, están redactados en griego; cuando se escribieron, las comunidades que formaban la Iglesia eran en su casi totalidad de habla* griega. De ahí que para entender bien estos libros sea necesario conocer el griego.

En el griego profano tenemos una pequeña familia de palabras compuesta por el sustantivo euángelos, el ver-

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bo euangelízesthai y el adjetivo sustantivo euangélion. El euángelos es el mensajero portador de una buena noti­cia. El euángelos más famoso es el que viene del campo de batalla, en barco, a caballo, o sencillamente corriendo, y anuncia a la ciudad, que espera impaciente, la buena nueva de la victoria sobre el enemigo. Pero la buena nueva no es siempre una victoria; su contenido puede ser de carácter político o privado, y a veces es comu­nicada también mediante una carta. En su Vida de Ma­rio, por ejemplo, Plutarco narra cómo llegan dos hom­bres a caballo y "anunciándole (euangelizómerioi) que ha sido elegido cónsul por quinta vez, le hacen entrega de una carta en que se le informa del acontecimiento".

La acción de "comunicar una buena nueva" se expre­sa en griego mediante un verbo derivado de euángelos: euangelízesthai, el que utiliza San Lucas en las palabras del ángel a los pastores. De la misma palabra, el griego formó un adjetivo sustantivado, que es el que más nos interesa aquí: euangélion. Este puede designar dos cosas distintas, aunque estrechamente relacionadas entre sí: la noticia gozosa recibida y la recompensa que se da al euángelos portador. En gran medida, euangélion se hizo término técnico para designar la buena nueva de la vic­toria. En este contexto se utiliza la expresión euangélia thyein, "celebrar con sacrificios la buena nueva". Cuan­do ésta llega, la ciudad se llena de alegría, se organizan festejos y se ofrecen sacrificios, reconociendo que, en última instancia, el acontecimiento favorable es un don otorgado por los dioses.

Pero en el mundo helenístico la palabra euangélion había adquirido también un sentido religioso o, mejor dicho, se empleaba también en un marco religioso con una carga especial. Este marco podemos llamarlo el del culto al Emperador. Recuérdese que el título de "Augus­to" significa "venerable, digno de reverencia"; al otor­gárselo al Emperador, se colocaba su persona en el áni-

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bito de la divinidad. Espigando entre los textos de la época que glorifican al Emperador, podemos recompo­ner una especie de teología imperial. El soberano es de esencia divina; su influencia y su poder alcanzan a hom­bres y animales, abarcan mar y tierra. La naturaleza mis­ma le obedece, vientos y tempestades le están sometidos. Puede incluso realizar milagros y curaciones —por ejem­plo, las que Tácito cuenta de Vespasiano—, pues es el salvador del mundo, el que libera al hombre de su con­dición menesterosa. Por eso su llegada a la tierra es la de una divinidad que ha tomado forma humana, y su na­cimiento es causa de inmensa alegría para todo el reino. Señales prodigiosas marcan el curso de su vida. Un co­meta aparece para anunciar el comienzo de su reinado; después de su muerte, portentos en el cielo proclaman su entrada en la esfera de los dioses. Por otra parte, pues­to que el Emperador está por encima de los demás mor­tales, sus disposiciones son noticias gozosas y sus decre­tos son tenidos por escritos sagrados. También sus pa­labras son divinas y contienen felicidad y bien para los hombres.

En este marco del culto imperial, el primer enangéüon, la primera buena nueva, es la del nacimiento del Empe­rador. Mejor que con explicaciones genéricas, el lector podrá familiarizarse con la terminología griega de este ambiente leyendo un documento de la época. Se trata de una inscripción hallada en Priene, Jonia (actual Turquía), que contiene un edicto del Concejo de la ciudad, pro­mulgado el año 9 a. C , introduciendo el calendario ju­liano: en adelante, el año comenzará en la fecha del ani­versario de César Augusto. La inscripción dice:

Puesto que la providencia, que ha dispuesto de modo divino nuestra vida, usando celo y magnanimidad ha adornado nuestra vida con el bien más perfecto conce­diéndonos a Augusto, al cual, para bien de los hombres, llenó de virtud, de modo que a nosotros y a los que vengan después de nosotros nos ha concedido la gracia

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de un salvador que ha puesto fin a la guerra y ha crea­do la paz, y el César, apareciendo, ha desbordado las espe­ranzas, en cuanto a buenas nuevas (euangeliá), de todos los tiempos anteriores, no sólo superando a los bienhe­chores que han existido antes de él, sino también no de­jando esperanza de superación a los que existirán, el día natalicio del dios (=Augusto) ha significado para el mundo el comienzo de las buenas nuevas (euangélion) traídas por él...

A la buena nueva del nacimiento del soberano segui­rán otras, como la de la llegada del príncipe heredero a la mayoría de edad, y sobre todo la de su subida al tro­no como emperador. Así lo vemos en un papiro de me­diados del siglo III d. C , que contiene una carta de un alto funcionario egipcio a otro, en la que se ordena fes­tejar la buena nueva de la proclamación de G. Julio Vero Máximo como emperador. El fragmento de la carta que se ha conservado dice:

Puesto que he tenido conocimiento de la buena nueva (euangelíoü) de la proclamación como emperador de Gayo Julio Vero Máximo Augusto, hijo de nuestro señor, el amadísimo de los dioses emperador César Gayo Julio Vero Máximo, piadoso, bienhadado y augusto, es nece­sario, oh ilustrísimo, que se celebren los espectáculos. Así, para que lo sepas y te halles presente...

Dentro del Nuevo Testamento son las cartas de San Pablo los escritos que más emplean la palabra euangélion, y siempre en un sentido religioso: de una u otra manera, siempre se habla de "Evangelio de Dios" o "Evangelio de Jesucristo". No hace falta demostrar que los autores sa­grados, que escriben en griego y para lectores de habla griega, suponen el significado básico de "buena nueva" cuando emplean la palabra euangélion. Se ha discutido, en cambio, si los primeros cristianos de habla griega acu­ñaron la expresión "Evangelio de Jesucristo" por influjo de la carga especial que la palabra euangélion tenía en la

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literatura religiosa helenística relacionada con el empera­dor.

En el primer cuarto de este siglo, en que existió cierta fiebre por explicar expresiones, ideas y ceremonias cris­tianas a partir del mundo religioso helenístico, algunos autores creyeron que el contenido especial y el uso de la palabra euangélion en los escritos de la Iglesia primitiva fueron provocados por el sentido religioso de la misma en el ambiente pagano. Tendríamos así una adaptación cristiana de una concepción y una terminología paganas. Frente a los "salvadores" terrenos que el mundo pagano veía en los emperadores, los cristianos veían en Jesús el único verdadero Salvador; frente a la prosperidad o sal­vación que los paganos creían recibir de sus "salvado­res" imperiales, los cristianos proclamaban la única ver­dadera salvación, otorgada por Dios por medio de Jesús; frente a la "buena nueva", el euangélion, del nacimiento, la subida al trono o la obra del venerado emperador, los cristianos proclamaban el euangélion de Dios, o de Cris­to, es decir, la aparición y la obra de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado, único Señor y Salvador.

En teoría, esta adaptación es posible y, rectamente en­tendida, no menoscabaría en nada la ortodoxia o la origi­nalidad cristianas. Pero, a pesar de que la Iglesia inicia su expansión muy pronto en el mundo cultural griego, y para la expresión de su fe no tuvo reparo en recurrir a concepciones griegas para adaptarse a hombres de men­talidad helenística, no se debe olvidar que el origen pri­mero de la Iglesia es judío, que los misioneros de los primeros veinticinco años en el mundo pagano son cris­tianos de origen judío —recuérdese sobre todo a San Pa­blo— y que estos misioneros tienen tras sí toda una tradi­ción judía, alimentada principalmente por los Libros Sa­grados del Antiguo Testamento. En la palabra euangélion, tan importante en la primera predicación apostólica, te­nemos un caso más de lo que se ha llamado "concepcio­nes hebreas en ropaje griego", es decir, palabras griegas

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con un contenido determinado por la Biblia hebrea. Un especialista en el marco helenístico de la Iglesia primi­tiva, el americano A. D. Nock, escribía recientemente a este respecto: "Existe un abismo entre el empleo de euangélion en el Nuevo Testamento y el uso accidental que del término se hacía para expresar la lealtad al em­perador; dudo incluso que un cristiano del siglo t tu­viera noticia de que el término fuese empleado en ese contexto" (3).

3. El anuncio de la "buena nueva" en el Antiguo Testamento.

Los autores sagrados del Nuevo Testamento, y los pri­meros predicadores de habla griega de los que no con­servamos escritos, estaban familiarizados con el signi­ficado profano, común, de la palabra euangélion por el simple hecho de conocer la lengua. Quizá conocían también el sentido religioso de la palabra en el marco del culto al emperador. Pero lo que podemos afirmar con certeza es que estaban familiarizados con otro sen­tido religioso de la misma, que les venía de otra fuente: la traducción griega del Antiguo Testamento llamada de los LXX. En esta versión de la Biblia hebrea, que esta­ba terminada antes de la era cristiana, los primeros pre­dicadores y escritores cristianos tenían, como es natural, conceptos hebreos en ropaje griego. Los judíos de la Diás-pora, para los cuales se había hecho esta traducción, es­taban acostumbrados ya a pensar y exponer su fe— tan distinta de la que caracteriza a la religiosidad helenística pagana— en lengua griega.

Hemos visto cómo la palabra árabe que significa "bue­na nueva" es bishara. El árabe es una lengua hermana del hebreo; por eso no es de extrañar que al grupo de pa­labras griegas con que se designan la buena nueva y su

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anuncio correspondan en la Biblia hebrea palabras de la misma raíz que bishara. Así tenemos el verbo bissar, "anunciar una buena nueva"; el participio mebasser, "el que anuncia una buena nueva"; y el sustantivo besorah, "buena nueva". Cuando los LXX hicieron la versión de los Libros Sagrados hebreos, para traducir estas tres pa­labras utilizaron los términos griegos que ya conocemos: el verbo euangelízesthay, el participio euangelizómenos y el sustantivo euangélion.

En el grupo de palabras hebreas que designan la buena nueva y su anuncio hay que distinguir también un uso profano y otro religioso. Como ilustración del uso ordi­nario tenemos un ejemplo curioso: un pasaje de Jere­mías que supone la costumbre beduina de que hablába­mos al comienzo. En una dolorida queja ante Dios, que recuerda mucho la angustia y desesperación de Job, el profeta clama:

¡Maldito sea el día ¿n que nací! ¡El día en que me dio a luz mi madre no sea bendito! Maldito el hombre que anunció a mi padre la buena nue­va (hebreo, bissar; griego de los LXX, eunngelisámcnos): "Te ha nacido un hijo varón", llenándolo de gozo. Sea ese hombre como las ciudades que destruye el Señor sin compasión (Jr 20, 14-16).

La buena nueva cuyo anuncio se expresa con el verbo bissar es con frecuencia la buena nueva de la victoria (cf. 1 Sam 31,9; 2 Sam 1,20; 18,19s. 31); en 2 Sam 18, 31, por ejemplo, el cushita que viene del campo de bata­lla donde ha sido derrotado y muerto el rebelde Absalón dice a David: "Reciba la buena nueva (hebreo, yitbasser; griego de los LXX, euangelisthétó) mi señor, el rey, de que Dios ha defendido hoy su causa contra todos los que se alzaron contra él." La continuación del relato nos hace ver cómo la noticia de esta victoria no fue para David

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una buena nueva, pues entrañaba la muerte de su hijo. Por eso las palabras del mensajero, que quieren dar al mensaje un sentido religioso, suenan a falsas.

En 1 Sam 31,9, donde se narra la derrota y muerte de Saúl en los montes de Guélboe, podemos ver cómo la pa­labra adquiere un sentido religioso. "Al día siguiente —dice—, los filisteos vinieron a despojar a los muertos y hallaron a Saúl y sus tres hijos. Cortaron la cabeza a Saúl y se apoderaron de sus armas, y enviaron por toda la tierra de los filisteos para proclamar la buena nueva (hebreo, basser; griego de los LXX, euangelizontes) en los templos de sus ídolos y entre el pueblo". Se trata, por tanto, de una proclamación solemne de la victoria, rea­lizada en un acto cultual. En el bellísimo canto triunfal que es el Sal 68 encontramos la misma idea, aplicada a la victoria de Israel sobre sus enemigos, para tomar po­sesión del monte Sión, donde se alzará el santuario de Yahvé:

Da su voz de mando el Señor. vienen en tropel los proclamadores de buenas nuevas (he­breo, hammebasserot; griego de los LXX: enangelizomé-nois): "Huyen los reyes de los ejércitos, huyen. Hasta la mujer que está en casa participa en el botín" (Sal 68, 12s).

Pero donde, dentro del Antiguo Testamento, el anun­cio o el anunciador de una buena nueva tiene un senti­do religioso que carece totalmente de paralelo en el mun­do griego es en la segunda parte del libro de Isaías y la literatura influida por su autor. Aquí habla un profeta anónimo de la segunda mital del siglo VI a. C, cuando se vislumbra el final del destierro en Babilonia. La ruina de Jerusalén y el destierro habían sido, como se encar­garon de proclamar los grandes profetas Jeremías y Eze-

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quiel, obra de Dios que se sirvió del rey de Babilonia para castigar a su pueblo infiel. La desolación de Jerusa-lén y Judá, junto con la deportación de la élite dirigen­te, parecían proclamar que el Señor había abandonado a su pueblo. El retorno y la restauración inminentes, pro­clamados ahora como una buena nueva, pregonan el per­dón de Dios. He aquí uno de los pasajes más bellos y que mejor nos introducen en esta terminología que ser­virá de base a la del Nuevo Testamento:

¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del que anuncia buena nueva (hebreo, mebasser; griego de los LXX, euangelizoménoú), que proclama paz, que anuncia bien (hebreo, mebasser; griego de los LXX, euangelizómenos), que proclama salvación...! Cantad todas a una vuestros cantos, ruinas de Jerusalén; porque Yahvé consuela a su pueblo y rescata a Jerusalén. Yahvé alza su santo brazo a los ojos de todos los pueblos, y los extremos de la tierra ven la salvación de nuestro Dios (Is 52, 7-10).

En este bello a la vez que sencillo poema, el mensaje­ro está presentado como el heraldo que precede al pue­blo que retorna de Babilonia a Sión. Y su pregón desde el monte es el anuncio de la gran victoria de Dios, de su venida, el comienzo de su reino, la llegada de los tiempos nuevos. Pero el heraldo proclama esta buena nueva al mundo entero. Es fácil ver cómo aquí el profeta parte del sentido profano de bissar y mebasser para expresar un contenido religioso. Se anuncia una buena nueva, o mejor, se describe su anuncio con imágenes tomadas del regocijo popular con ocasión de las victorias guerreras. Pero aquí el mebasser es el mensajero de Dios, el que pro­clama su soberanía y mediante su palabra poderosa trae

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la salvación final, escatológica. Eso quiere decir el pre­gón: "Dios reina". La palabra de Dios no es como la de los hombres, viento y sonido, sino una potencia creadora que hace realidad lo que dice. Por eso la buena nueva que su heraldo proclama hace irrumpir la realidad pro­clamada. De ahí la insistente invitación al gozo (cf. tam­bién Sal 96, que está impregnado de las ideas del segun­do Isaías).

Dentro del libro de Isaías, del que hoy sabemos que era uno de los más leídos en tiempo de Jesús, tenemos otro pasaje de suma importancia porque los evangelios lo pondrán en labios de Jesús para definir el sentido de su obra y su persona. Dice así:

El Espíritu del Señor, Yahvé, reposa sobre mí, pues Yahvé me ha ungido. Para anunciar una buena nueva (hebreo, lebasser; griego de los LXX, euangelísasthai) a los pobres me ha enviado, para sanar a los de quebrantado corazón, para anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los encarcelados, para proclamar el año de gracia de Yahvé (Is 61, ls).

No hace falta insistir en la estrecha relación que existe entre este lenguaje y estas concepciones religiosas y lo que encontramos en el Nuevo Testamento. Buena nue­va, reino de Dios, tiempos salvíficos por la intervención definitiva de Dios: todo nos lleva a lo que hallamos en boca de Jesús o en las exposiciones doctrinales que con­tienen las cartas de San Pablo. Estamos en un mundo muy distinto del que nos revelan los textos helenísticos paganos, a pesar de que en parte utilicen el mismo voca­bulario porque escriben en la misma lengua y se sirven de una mismas imágenes, tomadas de la vida diaria, in­dividual o colectiva.

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4. El Evangelio de Jesucristo según S. Pablo.

Los escritos más antiguos del Nuevo Testamento son las cartas de San Pablo; a ellas, por tanto, debemos acudir para acercarnos al lenguaje de la Iglesia primiti­va. La palabra euangélion es una de las palabras fuertes, ricas de contenido, que más emplea el apóstol (60 veces). En ella hay un primer hecho que llama la atención: San Pablo la utiliza como un término conocido; en la mitad de los pasajes dice simplemente tó euangélion, "el Evan­gelio". No considera necesario explicitar el significado del término; sus lectores lo conocen sin duda muy bien. Esto quiere decir que el apóstol se sirve aquí de una ter­minología ya existente, no creada por él.

En segundo lugar debemos señalar aquí una nueva ori­ginalidad de la predicación cristiana frente a los docu­mentos paganos en el uso del término euangélion. En el griego pagano, la palabra designa una noticia cuyo con­tenido es bueno, fuente de alegría y bien. En la literatu­ra cristiana, además de este sentido, tiene otro que es desconocido en el ambiente pagano: la acción de anun­ciar una nueva gozosa. Por su etimología, la palabra grie­ga no se presta a este uso: no es un nombre de acción. El que lo admita en el lenguaje cristiano se debe al trans­fondo de ideas que supone: las que veíamos en la pre­dicación profética del Antiguo Testamento, que persis­ten en otros escritos judíos de la época intertestamentaria.

Evocando su primera visita apostólica a Filipos, San Pablo recuerda agradecido la ayuda que le prestaron los cristianos de esta comunidad y dice: "Sabéis también, filipenses, que en los comienzos del Evangelio, cuando salí de Macedonia, ninguna Iglesia abrigó conmigo cuen­tas de haber y deber, sino vosotros solos; pues ya en Tesalónica una y dos veces me enviasteis con qué aten­der a mis necesidades" (Flp 4,15s; cf. también 2 Cor 2, 12; 8,18; Flp 4, 3). Con la expresión "los comienzos del Evangelio", San Pablo se refiere al comienzo de su acti-

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vidad como evangelista, de predicador de un mensaje cuyo contenido es una "buena nueva". Esta predicación es llamada "el Evangelio".

En algunos casos, dentro de un mismo contexto, el apóstol emplea la palabra para designar a la vez la pre­dicación de la Iglesia y el contenido de la misma. Así ocurre en 1 Cor 9, 14: "¿No sabéis que los que ejercen funciones sagradas, del lugar sagrado sacan su sustento? ¿Que los que al altar asisten, participan del altar? Así también ordenó el Señor que los que anuncian el Evan­gelio vivan del Evangelio". La expresión "anunciar el Evangelio" significa proclamar la Buena Nueva cristia­na; "Evangelio", por tanto, designa en ella un contenido, un mensaje que se anuncia. En la expresión "vivir del Evangelio", que el apóstol presenta en paralelismo con el servicio del altar, la misma palabra designa la predica­ción cristiana. En otras ocasiones no resulta fácil decir a cuál de las dos cosas se refiere el apóstol; quizá se pueda pensar que a las dos a la vez como un todo inse­parable, porque sin contenido que proclamar no habría proclamación, y el contenido y la eficacia de esa predi­cación se hacen asequibles a los hombres por medio de la predicación.

En dos pasajes principalmente da San Pablo el conte­nido, un breve resumen del mensaje evangélico: 1 Cor 15, lss y Rom 1, lss. En ambos casos salta a la vista que el contenido del Evangelio es Jesucristo. Al mismo tiem­po, en ellas vemos cómo el mensajero de esta Buena Nueva, el evangelista antes que se escribieran los cuatro evangelios que hoy tenemos, narra una historia, aunque una historia singular: una historia que se realiza en me­dio de los hombres, pero cuyo agente principal es Dios. Por eso San Pablo habla del Evangelio de Dios. He aquí las palabras del apóstol:

Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié, el que también recibisteis, en el que asimismo perseveráis, por el cual también sois salvos, si lo guardáis tal como

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os lo anuncié. Si no, habríais creído en vano. Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi ve/ recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y que fue sepultado; y que resucitó al tercer día según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, luego a los Doce (1 Cor 15,1-5).

Este pasaje nos permite ver dos cosas de gran impor­tancia. Por un lado aquí tenemos una referencia escrita, dentro de una carta, a la predicación viva del apóstol; la carta, como más tarde los evangelios escritos, es un instrumento de esa predicación, cuyo contenido no crea el apóstol: transmite lo que él mismo había recibido. Por otra parte, este pequeño credo que San Pablo recuer­da a los cristianos de Corinto contiene dos referencias a las Escrituras, es decir, a los Libros Sagrados del Antiguo Testamento. Si éste es el mensaje que él "evan­geliza", que la Iglesia anuncia, que opera la salvación en quienes lo reciben, los hechos que proclama constituyen la realización del anuncio de buena nueva que Dios efec­tuó por medio de los profetas, cumplimiento de la pro­mesa. A los antiguos heraldos de la promesa correspon­den los heraldos de la realización. Por eso San Pablo puede aplicar a los anunciadores del Evangelio las pala­bras de Isaías que hablan del mebasser, el heraldo de una buena nueva: "¿Cómo oirán sin haber quien predi­que? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Según está escrito: ¡Qué hermosos los pies de los que anun­cian (euangelizoménon) bienes!" (Rom 10, 14s).

El otro pasaje a que nos referíamos es el comienzo de la carta a los Romanos. Si el apóstol hubiera escrito una carta ordinaria, como las muchas de la misma época que conocemos por los papiros, habría dicho sencillamente: "Pablo a los que están en Roma. Salud". Pero el que escribe es un apóstol de Jesucristo, y los destinatarios son una comunidad importante, a la que además San Pa­blo envía una extensa carta motivada por una situación especial. Por eso, sin salirse del esquema simple del sa-

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ludo ordinario, lo redacta en forma de pregón solemne, de compleja estructura sintáctica, en que encierra todo el contenido del Evangelio:

Pablo, siervo de lesucristo, llamado a ser apóstol, segre­gado para el Evangelio de Dios, que de antemano había prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Santas acerca de su Hijo, el que nació de la estirpe de David según la carne, el que fue constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad desde su resurrección de entre los muertos, Jesucristo, Señor nues­tro; por quien recibimos la gracia y el apostolado para obediencia de la fe entre todas las gentes en el nombre de él, entre las cuales os contáis también vosotros, lla­mados de Jesucristo; a todos los que están en Roma, amados de Dios, llamados santos, gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo (Rom 1, 1-7).

El lector no debe extrañarse si se pierde al leer este saludo; aparte la complejidad recargada de su redacción, a ello contribuye la densidad de su contenido. Aquí sólo queremos destacar la habilidad con que San Pablo ha presentado en un solo párrafo —y esto justifica lo recar­gado de su redacción— el conjunto de etapas que com­ponen esa realidad del Evangelio: plan de Dios consig­nado en las Escrituras, vida y obra de Cristo —"nacido de la estirpe de David según la carne"—, apostolado o predicación de la Iglesia, vocación de todos los hombres a la salvación por este Evangelio. Y en todas las etapas se destaca la acción de Dios. Obsérvese sobre todo cómo en este saludo solemne, que es una valiosa pieza de pre­dicación cristiana, San Pablo se define a sí mismo como "segregado para el Evangelio de Dios"; el que lo segrega es, naturalmente, Dios, como había dicho ya explícita­mente en Gal 1,15: "Pero cuando plugo a Dios, que me segregó para sí desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, revelar en mí a su Hijo..." Su trabajo, por tanto, de apóstol, de ministro del Evangelio, es obra de Dios.

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De todo esto es fácil deducir que cuando San Pablo habla de la predicación cristiana llamándola Evangelio, cuyo contenido sintetiza en los pasajes citados, no ve en ella simplemente la proclamación de unos hechos del pasado, sino una potencia creadora que hace realidad lo que dice porque tiene a Dios por autor. En ella llega a los hombres la salvación de Dios; por medio de ella, del Evangelio, penetra Dios en la vida de los hombres. Por eso "Evangelio" puede designar, además de la predi­cación cristiana o su contenido —en el sentido de histo­ria salvífica—, los bienes, la salvación que esa predica­ción trae al creyente. Así, en 1 Cor 9,22s, el apóstol escribe: "Me hice con los débiles débil para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos, para de todos modos salvar a algunos. Y todo esto lo hago por causa del Evan­gelio, para tener también yo una parte en él". El día de la revelación del Señor Jesús, cuya realidad también forma parte del contenido del Evangelio, cuando venga desde el cielo con sus ángeles poderosos en fuego lla­meante, tomará venganza de los que no' conocen a Dios y no dan oídos al Evangelio de nuestro Señor Jesús (2 Tes 1, 7s). El temor de este juicio debe pesar sobre evangelizadores y evangelizados.

5. La Buena Nueva en la predicación de Jesús.

La predicación de San Pablo no hubiera sido posible sin la de Jesús, pero hemos examinado antes la termino­logía del apóstol porque sus cartas son anteriores a la fijación por escrito de la predicación de Jesús en los evangelios. Esto allana el camino para entender una dis­tinción que se debe hacer al leer los evangelios: las pa­labras de Jesús que éstos nos ofrecen están presentadas en un marco literario que se debe a la pluma de los evangelistas; y cuando éstos escribieron estaba ya per-

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fectamente fijado el lenguaje que en torno a la palabra euangélion hemos visto en San Pablo.

Veamos un caso concreto. San Marcos abre su libro con una frase en forma de título: "Comienzo del Evan­gelio de Jesucristo, Hijo de Dios". Estas palabras son del evangelista. Es posible, por tanto, entender el título en el sentido siguiente: los hechos que se van a narrar en este libro constituyen el comienzo, el origen del Evan­gelio que la Iglesia predica, y en cuya predicación cola­bora el evangelista que escribe. Así San Marcos querría decir, dando a "Evangelio" él sentido que veíamos en San Pablo, que el punto de partida y la razón de ser del Evangelio es Jesús, su palabra y su obra. Pero el título puede entenderse también de otro modo: "Comienzo —es decir, comienza el relato— de la Buena Nueva que proclamó, o que es, Jesucristo, Hijo de Dios". En este caso, el término Evangelio, sin apartarse del modo de ha­blar de la Iglesia primitiva, estaría más cerca del len­guaje de Jesús.

Sólo los dos primeros evangelistas emplean el sustan­tivo euangélion: San Marcos ocho veces, y San Mateo cuatro; San Lucas jamás utiliza el sustantivo, pero em­plea con frecuencia el verbo euangelízesthai. Dado que en hebreo-arameo es casi exclusivamente el verbo corres­pondiente, bissar, el que encontramos, se ha supuesto que en este aspecto es San Lucas el que mejor ha con­servado el lenguaje original de Jesús. Pero esto no quie­re decir que San Marcos, por ejemplo, haya desfigurado el lenguaje de Jesús. También aquí será oportuno con­cretar lo dicho mediante un ejemplo.

En Mt 16, 25 y Le 9, 24 leemos esta sentencia de Je­sús: "Quien quisiere salvar su vida, la perderá; más quien perdiere su vida por mi causa, la hallará". El para­lelo de San Marcos, dice: "Quien quisiere salvar su vida la perderá; más quien perdiere su vida por el Evangelio, la salvará" (8,35); véase también Me 10,29; Mt 19,29; Le 18, 29). Propiamente hablando, durante el ministerio

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público de Jesús no existía el Evangelio (—la predica­ción cristiana). Cuando San Marcos escribe, sí. El hecho de que sólo él hable de perder la vida por el Evangelio se explica fácilmente: su versión del dicho de Jesús es un retoque a una versión anterior, conservada en los otros dos sinópticos, que hablaba de perder la vida por Je­sús. Con esto, repetimos, el evangelista no ha desfigurado las palabras de Jesús: perder la vida por la predicación del Evangelio es en realidad perderla por Jesús. En San Pablo, decíamos, la predicación y su contenido forman una unidad, y el contenido del Evangelio es Jesucristo.

Pero esta misma unidad de predicación y mensaje o buena nueva proclamada se da ya en el Jesús terreno. Jesús se presenta como heraldo de una buena nueva, y esa buena nueva es inseparable de su persona. En dos ocasiones lo vemos hablar de sí con el lenguaje del An­tiguo Testamento. En el episodio de la sinagoga de Naza-ret según San Lucas (4,16-21), tras leer el pasaje de Isaías en que el profeta se declara enviado por Dios para llevar una buena nueva a los pobres (Is 61,1-2), dice: "Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros". El mismo texto profético utiliza en su respuesta a los enviados del Bautista: con Jesús, los pobres reciben una buena nueva (euangelízontai) (Mt 11,5; 7,22). En Jesús, por tanto, llega a los hombres la Buena Nueva de Dios.

Aunque no aparezca en ellos el verbo euangelízesthai ni el sustantivo euangélion, hay otros pasajes en que es bien visible la presencia del lenguaje profético. Veíamos, en efecto, cómo el anuncio de la Buena Nueva iba acom­pañado de otra expresión que es esencialísima en la pre­dicación de Jesús: el reino de Dios. La frase con que San Marcos compendia la predicación de Jesús dice: "Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios" (1,15). Esto es verdaderamente Evangelio, Buena Nue­va. Los pasajes proféticos que hablan del heraldo que trae una buena nueva (el mebasser) están llenos de invi­taciones a la alegría; en la predicación de Jesús, la invi-

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tación a la alegría es a veces incluso desconcertante. Re­cuérdese su respuesta a las murmuraciones de los fariseos porque sus discípulos no ayunan: "¿Cómo pueden ayu­nar los invitados a la boda mientras está con ellos el es­poso", es decir, mientras se celebra el banquete? (Me 2, 19). Estar con Jesús, escuchar la Buena Nueva de Jesús es hallarse en el regocijo del banquete; y como un ban­quete desbordante describía la tradición profética el rei­no de Dios.

6. El Evangelio y los evangelios.

Con lo expuesto hasta aquí no resultará difícil com­prender por qué los escritos del Nuevo Testamento que nos presentan la persona y la palabra de Jesús fueron llamados "evangelios". En el Nuevo Testamento, la pa­labra euangélion no designa nunca un escrito, sino la predicación de la Iglesia o su contenido. No obstante podemos decir que ya en San Pablo encontramos el punto de partida para el hecho singular de que unos libros sean llamados "evangelios". Los predicadores cristianos o proclamadores del Evangelio son llamados a veces "evangelistas" (Hch 21, 8; Ef 4, 11; 2 Tim 4, 5). En 1 Cor 15, 1, como prólogo a una extensa exposición sobre la resurrección de los muertos, San Pablo cita un resumen de su predicación y lo introduce con estas palabras: "Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié." Remite, por tanto, a sus lectores a su predi­cación oral. Pero al hacerlo está consignando por escri­to ese mismo Evangelio oral.

Los misioneros de la Iglesia primitiva ponen la pala­bra escrita al servicio de la predicación oral. Del que más palabra escrita poseemos es, naturalmente, San Pablo; pero otros pudieron hacer el mismo uso de ella en el marco de su actividad misionera. El pasaje de 1 Cor 15, al mismo tiempo que cita del Evangelio predi-

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cado, es un "evangelio escrito" en miniatura. De igual manera, toda clase de escritos que presentasen las pa­labras y los hechos de Jesús, que constituyen la sustan­cia del Evangelio-predicación, era natural que recibie­ran el nombre de "evangelios". Y este paso era más fá­cil de dar si los predicadores del Evangelio —o al me­nos un grupo de ellos— eran llamados ya desde fecha muy temprana "evangelistas". Por otra parte, estos es­critos no estaban destinados a la lectura individual, sino al recitado ante un auditorio, como la predicación. El lector o recitador realizaba una tarea de "evangelista". De ahí que predicar el Evangelio o leer un "evangelio" eran una misma cosa. Cuando estos escritos fueron va­rios, se pudo hablar de "evangelios".

La Didaché —el primer manual de vida cristiana, compuesto a finales del siglo I— utiliza ya el término euangélion para designar los escritos que contienen las palabras del Señor. Así, al presentar el Padrenuestro, dice: "Y no oréis como los hipócritas, sino como el Señor ordenó en su Evangelio" (8, 2). Y más adelante: "Repréndeos mutuamente no con ira, sino con paz, como tenéis en el Evangelio" (15,3; cf. también 11, 3; 15, 4).

A mediados del siglo II, el apologista Justino emplea ya el plural. "Los apóstoles —escribe—, en los Recuer­dos compuestos por ellos que se llaman 'evangelios', nos transmitieron que así les fue ordenado a ellos cuando Jesús, tomando el pan y dando gracias, dijo: 'Haced esto en memoria mía '" {Apol. I, 66, 3). Pero Justino nos informa también sobre el uso que se hacía ya en su tiempo de estos escritos. He aquí sus palabras: "El día que se llama del Sol (=nuestro Domingo) se cele­bra una reunión de todos los que moran en las ciuda­des o en los campos. En ella se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de los apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termi­na, el presidente, de palabra, hace una exhortación e

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invitación a que imitemos ' estos hermosos ejemplos (Apol. I, 67, 3).

Como se ve, en tiempo de Justino los evangelios son ya Escrituras Sagradas, en igualdad de rango con los li­bros del Antiguo Testamento. Pero las palabras de Jus­tino nos permiten ver también la estrecha vinculación de la predicación leída a la predicación hablada; en rea­lidad, las dos constituyen una sola cosa: la predicación viva de la Iglesia. Los evangelios están al servicio del Evangelio, son Palabra de Dios escrita, como la predi­cación viva de la Iglesia, el Evangelio que veíamos en San Pablo, es Palabra viva de Dios.

Durante el siglo II aparecen otros escritos semejan­tes a los evangelios, pero la Iglesia sólo reconoció como canónicos los cuatro que nos son familiares. Los otros, llamados apócrifos, en gran parte fueron compuestos dentro de grupos cristianos sectarios. En los cuatro evangelios canónicos, la Iglesia nunca vio cuatro Bue­nas Nuevas distintas, sino la única Buena Nueva, el único Evangelio de Jesucristo. Así a veces los Santos Padres, al citar unas palabras que sólo se hallan en un evangelio, utilizan la fórmula: "como está escrito en los evangelios"; y al mismo tiempo dicen que los após­toles predicaron y transmitieron por escrito el Evan­gelio de Dios, Esta unidad de contenido en variedad de presentaciones está maravillosamente expresada en es­tas palabras de San Ireneo (finales del siglo II): "nos ha dado el Evangelio cuatriforme, cuyas partes forman un todo debido a un solo Espíritu" (Adv. Haer. III, 11, 8).

FRANCISCO DE FRUTOS

(1) G. DALMAN: Arbeit und Sute in Palastina, VII Bande, Hildesheim, 1964 (reimpresión).

(2) E. PAX : Palástinensische Volkskunde im Spiegel der Kindheitsgeschichten, en "Bibel und Leben", 9 (1968), 287-299.

(3) A. D. NOCK: Christianisme et Hellénisme (Leetio Divi­na, 77), trad. A. Belkind, París, 1973, p. 17.

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NUEVAS CARTAS DE SAN JERÓNIMO

MISERIA Y ESPLENDOR DE LA CRITICA BÍBLICA (I)

Muy estimado señor Arcipreste: No es usted el úni­co que me ha confesado en alguna ocasión que, cuando en libros o revistas que tratan de la Biblia se tropieza con la palabra "crítica", siente una especie de instintivo malestar e incluso se pone en guardia. Dice usted que a veces tiene la impresión de que esos críticos o exege-tas modernos están animados por la malévola intención de hacer oscuras cosas que estaban muy claras, o de echar por tierra un modo de entender la Biblia que pa­recía esencial a la fe de la Iglesia. Es imposible leer un estudio de exégesis actual sin tener ideas claras en este punto. Por eso, imitando el título de un artículo de Or­tega y Gasset sobre la traducción, en el que expone lo que incluso una buena traducción tiene de malo y de bueno, quiero hacerle unas aclaraciones en torno a la miseria y el esplendor de la crítica bíblica.

Lo que suele llamarse "crítica bíblica" no es más que el estudio científico de la Biblia, según técnicas y métodos total o casi totalmente desconocidos hasta la época mo­derna. Los comienzos de este estudio científico de la Sa­grada Escritura se remontan a finales del siglo XVIII, a la época de la Ilustración. Hoy, el carácter "científico" de estos primeros trabajos nos parece un tanto pretencio­so, pero sin ellos no se habría llegado a lo que tenemos hoy. En el estudio de la Biblia ocurrió lo que en otras ciencias. Los primeros "arqueólogos" del antiguo Orien­te, por ejemplo, quizá destruyeron durante el siglo pa-

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sado más antigüedades de las que salvaron, pero sólo así pudo nacer la arqueología. Es cierto que los Libros Sagrados no se escribieron para que siglos más tarde los desmenuzasen los críticos; es cierto también que los autores inspirados no pretendieron comunicar en ellos un saber profano, sino una enseñanza religiosa. Se­gún la frase famosa del cardenal Baronio, en la Sagrada Escritura, Dios no nos quiso enseñar "cómo va el cielo, sino cómo se va al cielo". No obstante, esta enseñanza religiosa nos llega en el ropaje de una colección de es­critos cuya lengua y procedimientos de composición li­teraria distan mucho de los que nos son familiares. De ahí las dificultades que ofrece su lectura, señaladas ya muchas veces por los Santos Padres. Es evidente que cuanto pueda acercarnos a la lengua y los procedimien­tos de redacción de los Libros Sagrados nos hará cap­tar mejor, o al menos con más diafanidad, su contenido religioso. Si la crítica moderna nos presta este servicio, no hay motivos para negarle la bienvenida.

Pero la crítica bíblica es una creación de los hom­bres; de ahi su limitación, su miseria, como se aprecia repasando su historia de casi dos siglos. En ella encon­tramos afirmaciones o teorías que con el tiempo se abandonaron para no volver a resurgir, intuiciones acer­tadas que necesitaron mucho trabajo posterior para se­parar el oro de la ganga, hipótesis que no encontraron eco cuando fueron formuladas y años más tarde fueron desenterradas por otros estudiosos. En cierto modo era natural que los creyentes no iniciados en este misterio­so juego de la crítica se encerrasen en su fe tradicio­nal y se burlasen incluso de lo que se presentaba a ve­ces como logros de la ciencia moderna. Pero nada me­jor para ilustrar la limitación de esta ciencia humana, que es la crítica bíblica, que recordar unos ejemplos de su vacilante y trabajoso caminar. Los ejemplos están to­mados en parte de campos que sólo marginalmente to­can la Biblia, es decir, que no pertenecen al contenido

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religioso de la misma. Así será más fácil controlar las afirmaciones de los críticos y ver lo que tuvieron de perecederas.

En su Dictionaire Phüosophique, comentando el re­lato' del Génesis sobre Abrahán, Voltaire hace unas glo­sas burlonas, en un tono de la más absoluta seguridad. El patriarca —dice— "marchó de un país idólatra (Ha­rán, en Mesopotamia) a otro país idólatra, llamado Si-quem, en Palestina. ¿Por qué marchó allí? ¿Por qué dejó las fértiles orillas del Eufrates para ir a una re­gión tan alejada, tan estéril y pedregosa como la de Siquem? La lengua caldea debía ser muy distinta de la de Siquem, y éste no era un lugar de comercio. Siquem dista de Caldea más de cien leguas; es preciso atrave­sar desiertos para llegar allí. Pero Dios quería que hi­ciese este viaje; le quería mostrar la tierra que sus des­cendientes debían ocupar varios siglos después de él. Al espíritu humano le cuesta trabajo comprender las ra­zones de semejante viaje".

Al leer hoy estas palabras de Voltaire lo que resulta incomprensible al espíritu humano es la audacia que suponen a finales del siglo XVIII, cuando el conoci­miento de la historia del Oriente próximo en tiempo de Abrahán era prácticamente nulo por falta de fuen­tes. Hoy, en cada una de las frases del pasaje citado podemos señalar un despropósito, afirmado con una seguridad rotunda. Para escribir la historia de Meso­potamia y Palestina a comienzos del segundo mile­nio a. C , los historiadores actuales disponen de una gran cantidad de documentos escritos y datos arqueo­lógicos. A la luz de estos materiales, los relatos del Gé­nesis sobre los patriarcas merecen mucho más respeto.

Voltaire, por ejemplo, considera absurdo dejar las fér­tiles riberas del Eufrates para ir a la estéril y pedre­gosa Palestina. Esta objeción, aparentemente tan razo­nable, resulta hoy cómicamente ingenua: la alta Meso­potamia había recibido a comienzos del segundo mile-

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nio a. C. una oleada de invasores o emigrantes semitas, de la que tenemos huellas también en Palestina. Los nombres de los patriarcas pertenecen a un tipo de nom­bres propios que aparecen también en documentos con­temporáneos hallados en Mesopotamia; la lengua, por tanto, era idéntica o muy semejante. Por otra parte, no toda la población de Mesopotamia se componía de campesinos sedentarios, que se beneficiaban de las férti­les tierras regadas por el Eufrates; había también pas­tores seminómadas, cuyo régimen de vida era muy se­mejante al de los patriarcas en los relatos bíblicos. A hombres de esta clase no les resultaba tan difícil emigrar, sobre todo en el marco de un más amplio movimiento de gentes. Por eso, ningún estudioso actual, incluso no creyente, se permitiría el tono altanero y burlón de Voltaire al hablar de Abrahán.

En el segundo ejemplo que vamos a recordar no ve­mos enfrentados estudiosos contra creyentes, sino estu­diosos contra estudiosos. A mediados del siglo pasado, los primeros excavadores de las antiguas ciudades de Asiría y Babilonia hicieron llegar a Europa gran canti­dad de inscripciones en escritura cuneiforme. Trabajan­do con este material, un reducido grupo de estudiosos logró descifrar la enigmática escritura. En 1851, el in­glés H. Rawlinson publicaba el texto babilónico de la gran inscripción de Darío en Behistun; la edición iba acompañada de una lista de 246 signos con sus valores, lista que sigue siendo la base de las actuales. Pero los profanos en una ciencia tan nueva quedaron desconcer­tados ante una afirmación categórica de H. Rawlinson: "No cabe la menor duda —decía-— de que una gran parte de los signos asirios con polifónicos", es decir, se pueden leer de varias maneras.

Esta afirmación fue acogida por muchos estudiosos con un escepticismo burlón. ¿Cómo se pudo inventar una escritura en que los signos se podían leer de seis o más maneras distintas? Semejante escritura resultaría

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ilegible o poco menos. La misma Sociedad Asiática de Londres se resistía a admitir la realidad del desciframien­to y, para disipar las dudas, recurrió a una estratagema poco científica. En 1857, aprovechando la coyuntura de que se hallaban en Londres cuatro famosos descifradores, entregó a cada uno una copia de una extensa inscripción, recientemente encontrada, pidiéndole que enviase una traducción y un estudio de la misma a la sede de la So­ciedad Asiática. Los cuatro cumplieron el encargo separa­damente, sin tener conocimiento de que los otros rea­lizaban a la vez el mismo trabajo. En sesión solemne, la Sociedad abrió los sobres con las respuestas y compro­bó que las cuatro traducciones coincidían en todos los puntos esenciales. Las discrepancias indicaban simple­mente que se estaba aún en los comienzos, pero aquellos comienzos eran seguros.

La Sociedad Asiática se dio por satisfecha; no así muchos estudiosos, sobre todo del continente europeo. Para vencer la resistencia de éstos, el profesor E. Schra-der debía publicar en 1872 un extenso libro que lleva­ba por título: Las inscripciones cuneiformes asirio-babi-lónicas. Estudio crítico de las bases de su desciframien­to. Poco a poco la resistencia fue cediendo, y los crí­ticos escépticos debieron admitir la realidad de una es­critura en que los signos podían tener varios valores. Más tarde vendría la explicación —al menos parcial— de este fenómeno: aquel sistema de escritura tenía una larga y complicada historia; antes de ser utilizado para escribir la lengua semita asirio-babilónica había servido para escribir sumerio, una lengua totalmente distinta, y antes quizá para otra que desconocemos. En los co­mienzos de la asiriología, los estudiosos no podían sos­pechar una historia y un proceso de formación tan com­plejos. Hasta ver claro se necesitó tiempo.

Con el tercer ejemplo pasamos al ámbito del Nuevo Testamento, y en él veremos enfrentados también estu­diosos contra estudiosos. Hasta finales del siglo pasa-

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do, las gramáticas de griego bíblico describían la len­gua del Nuevo Testamento como un griego sensitizan­te, es decir, cargado de construcciones que no eran propiamente griegas, sino reproducción literal —y, por tanto, violenta— de construcciones hebreas o arameas. Pero a finales del siglo pasado y comienzos del actual llegaron a manos de los estudiosos grandes cantidades de papiros más o menos contemporáneos de los libros del Nuevo Testamento, procedentes de Egipto. El va­lor de estos papiros residía precisamente en su escasa calidad literaria: la mayoría de ellos contenía cartas y documentos privados, escritos por gentes iletradas, con abundantes faltas de ortografía a veces y con una gra­mática que chocaba con la elegante de los literatos de la misma época (Plutarco, Luciano, etc.). Los estudio­sos comprendieron en seguida que los autores de estos humildes documentos utilizaron en ellos la lengua vul­gar, la hablada en casa y en la calle, no la aprendida en escuelas de retórica leyendo a los grandes escritores.

En 1906, el inglés J. H. Moulton publicaba el primer volumen de una extensa gramática del griego del Nue­vo Testamento, al que debían seguir otros dos más. Para su estudio de la lengua de los evangelios, Moulton había utilizado los textos vulgares aportados por los papiros. Entusiasmado ante el hecho de que no pocas peculiaridades del griego bíblico aparecían también en los papiros, ataca con energía a los gramáticos que expli­caban estas peculiaridades por influjo del hebreo o arameo. En el Nuevo Testamento —decía— no tene­mos un griego cargado de hebraísmos o aramaísmos, sino simplemente el griego común de la época helenís­tica, difundido por todo el Oriente a raíz de las con­quistas de Alejandro (siglo IV a. C) , en su forma vul­gar. Muchos autores siguieron en esto a Moulton, pero no faltaron quienes continuaron insistiendo en el subs­trato semita que revela el griego de los evangelios.

Moulton murió antes de publicar el segundo voiu-

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men de su obra. De ello se encargó, entre 1919 y 1929, W. F. Howard. Al material que había dejado escrito su predecesor, Howard añadía un extenso capítulo de­dicado a los semitismos en el Nuevo Testamento. Al mismo tiempo, en la introducción, afirmaba que el grie­go de San Marcos nos autoriza a pensar que la cate­quesis recogida en su libro por el evangelista y cola­borador de San Pedro fue impartida antes en arameo; en muchos casos lo que tenemos es una traducción de­masiado literal de esta catequesis aramea. Howard, por tanto, venía a suavizar un tanto las afirmaciones tajan­tes de Moulton: para explicar el griego del Nuevo Tes­tamento era preciso tener en cuenta el substrato hebreo o arameo que se esconde tras él.

Pero no terminó aquí la historia de la gramática ini­ciada por J. H. Moulton. El tercer volumen del proyec­to, que debía contener la sintaxis, no apareció hasta 1963, y era obra de un tercer autor, N. Turner; W. F. Howard había muerto sin comenzarlo. La intro­ducción a este tercer volumen es una especie de balan­ce de cincuenta años de estudio de la lengua del Nuevo Testamento, con mucho de vuelta a la apreciación que Moulton combatía con ardor en el primer volumen. En ella, N. Turner afirma: es innegable el fuerte carácter semítico del griego del Nuevo Testamento; las peculia­ridades de este griego no se explican únicamente a par­tir del griego vulgar de la época helenística; debemos reconocer que no sólo la materia de que tratan estos libros es única, también lo es la lengua en que fueron escritos. Naturalmente, la obra de Moulton, y de otros que trabajaron en el mismo campo, no fue inútil. En muchos puntos sus aportaciones siguen teniendo valor; pero su apreciación global del griego bíblico ha cedido el paso a otra más equilibrada.

Con estos tres ejemplos no hemos dado una visión completa de lo que han sido los estudios modernos de la Biblia; pero no son los únicos que podemos aducir

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para poner de relieve lo que en ellos, como en toda obra humana, hay de limitado. Si en materias que no rozan directamente las verdades de fe constatamos estas vaci­laciones o apresuradas seguridades de los doctos, ¿no habrá ocurrido lo mismo en teorías o afirmaciones so­bre puntos que pertenecen al ámbito de la Revelación? En este caso la cautela del creyente está más que justi­ficada. A este respecto conservan todo su valor las re­comendaciones que a comienzos del siglo hacía el P. La-grange, que supo armonizar maravillosamente su rigor de exegeta y su fe en la Escritura y en el Magisterio de la Iglesia.

"De una crítica racional —escribía el sabio domini­co— no hay nada que temer. Por tanto, si podéis garan­tizar que vuestra crítica será siempre conforme a la recta razón, tomaos la libertad y usad de autonomía. ¿Qué cristiano podrá temer que una crítica racional re­sulte un peligro para la fe? Pero recordad las aberra­ciones sin número de una crítica que se consideraba tan segura de sí misma, los sistemas derrocados por los sis­temas. Es preciso precaverse contra este peligro, pues aquí bordeamos sin cesar lo que no es accesible a la sola razón, y evitar las divagaciones subjetivas en mate­ria divina".

Por hoy, señor Arcipreste, no quiero cansarle más. En una próxima ocasión completaré esta breve presenta­ción de la crítica bíblica o, como usted la llama, exége-sis moderna. De momento, para ayudarle a no sentir ante ella un recelo injustificado, le recuerdo que gra­cias a los trabajos de esta crítica hemos podido enten­der pasajes difíciles de los evangelios, como los que co­mentábamos en cartas anteriores. Siguiendo el consejo del P. Lagrange, de esa crítica no debe temer nada.

Que Dios le conserve el amor a las Sagradas Escritu­ras y le ayude a penetrar en toda su riqueza.

Suyo afectísimo en Jesucristo: HIERONYMUS

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MEDITACIÓN - HOMILÍA

"TAMPOCO YO TE CONDENO. VETE EN PAZ"

Domingo 5.° de Cuaresma, ciclo C: San Juan 8, 1-11.

Ojos que saben mirar y mente que juzga con equili­brio. Ese es Jesús. Ojos turbios que no ven en el fon­do y juicio zarandeado por distintos móviles. Esos so­mos nosotros. Ojos que de mirar a Dios y de mirarse a sí mismos en su luz alcanzan limpidez inusitada y juicio cercano al equilibrio deseable. Estos son los ver­daderos seguidores de Jesús.

Hay dureza en nuestros ojos. Hay dureza en nuestros juicios. "Maestro, la Ley ordena..." Y con ese celo por la Ley pretendemos olvidar o encubrir nuestra realidad. Jesús callaba. Contra la tentación de poner orden en los demás y no en nosotros suena con serena fuerza la Pa­labra: "El que esté libre de pecado, tire la primera pie­dra contra ella." Todo el afán de renovación que acu­mulamos en nosotros queda enderezado hacia su justa meta. No se trata de arreglar a los demás. Se trata de que te endereces tú. Sólo los limpios —y sólo Dios es limpio— pueden juzgar. A ti, a mí nos debiera inspirar temor emitir el veredicto. Cuando se tiene conciencia de estar comprendido o de haber estado en lo mismo

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que se ve condenable en los demás, no puede haber acritud en la mirada ni dureza en el juicio. Sólo cuan­do nuestros ojos o nuestra mente están bañados en la luz de Dios, en quien nos vemos en nuestra auténtica realidad, hay posibilidad de mirar justamente a los de­más y de acercarnos al equilibrio de nuestras aprecia­ciones.

"Maestro, la Ley ordena." Pero para exigir a Dios, que es la Verdad, hay que tener montada la vida en la Verdad. Cuando la vida está edificada sobre la menti­ra, ante la mirada del Juez, que es la Verdad, son frá­giles nuestros argumentos.

Y el hombre no edifica naturalmente su vida sobre la Verdad. Son muchas las cosas que esconde y muchos los rincones secretos de su ser. Tal vez esta opacidad de su ser frente a la luz —Dios es luz, dice San Juan— sea su mayor pecado. Su equilibrio nacería juntamente de su situarse en el lugar adecuado ante Dios y verse des­pués en parangón con aquel al que acusa. Sus ojos, transidos de la ternura con que Dios ve su pobre vida propia, reverberarían con ternura sobre el que va a condenar. No diría en voz alta o desabrida: "Maestro, la Ley ordena." Callaría o de su boca brotaría com­prensivamente: "Tampoco yo te condeno."

Somos por naturaleza más dados a condenar que a comprender. Nuestros ojos se clavan con fuerza en lo condenable, y a nuestros ojos los sigue nuestro juicio y sentencia condenatoria. Al cristiano que mira a Dios y se mira a sí mismo, con su carga de miseria y con sus rincones no confesables, se le hace insoportable lo hueco y vacío de esa pretendida justa indignación.

Y esta indignación esgrime sus últimas armas: "¿No pierde así su fuerza la vida cristiana y viene a dar así en un fácil dejar hacer? ¿No es caridad la corrección fraterna?" Por eso hemos hablado de equilibrio. La ac-

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titud justa —actitud difícil— engloba ambos extremos. Actitud difícil, que sólo el Espíritu puede hacer que consigamos. Es una de las misiones que Jesús, al hablar de El, le señala como propias: "El os hará llegar a la Verdad completa". El os dará la luz suficiente para si­tuaros vosotros mismos en la Verdad, situar a los otros y situar las cosas en la Verdad y así juzgar conforme a la Verdad.

Abundan en torno nuestro las voces acusatorias. Se han multiplicado los profetas. La sociedad, las estruc­turas, la Iglesia son flageladas sin misericordia. Pero esperamos profetas que empiecen por sí mismos. Pro­fetas que busquen a la persona y no las abstracciones. Profetas que caminen de manera nueva y distinta de aquellos a quienes condenan. Profetas que no se deten­gan en la denuncia: "Maestro, la Ley ordena..." Profe­tas que, como Jesús, levanten y encaminen.

La actitud de Jesús, en efecto, marca la pauta. No condena, pero señala caminos nuevos. "Vete en paz, pero no vuelvas a pecar". Levanta y pone en marcha por la senda nueva. ¿Por qué nosotros, en cambio, con­denamos y no ofrecemos caminos nuevos? ¿Por qué destruimos y no edificamos?

Tal vez porque, en última instancia, nuestra actitud no está marcada por la verdad. Es más fácil acusar a los demás que acusarse a sí mismo. Es más fácil que­jarse de las estructuras que reformar las propias defi­ciencias. Es más fácil escudarse en las circunstancias que afrontar honradamente el papel que nos corres­ponde.

El hombre movido por el Espíritu empieza por sí mismo. El hombre bañado en la luz de Dios irradia de su propio resplandor para señalar caminos nuevos y de­nunciar con su vida calladamente el mal. Nosotros es­peramos que cambie a base de nuestras condenaciones

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nuestro entorno ambiental —eclesiástico o civil— para echar a andar por los nuevos caminos.

Y la Palabra suena de nuevo sugeridora: "Yo soy el camino". En lugar de esperar a que los demás lo hagan, empieza tú a caminar por él.

Recuerda estas hermosas palabras: "No son los mejo­res profetas o testigos los que hablan más alto, sino aque­llos que se identifican más plenamente con la Verdad que pregonan". O si quieres, la hermosa idea budista, cuya luz puede despertar en ti los ecos dormidos de tus exigencias cristianas: "Vale más encender una pequeña antorcha y caminar a su luz que miles de palabras con­denando la oscuridad en que nos movemos".

ÁNGEL R. GARRIDO

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EL ORO DE LOS VIEJOS COMENTARIC

LA TRISTEZA QUE POSEEMOS Y LA ALEGRÍA QUE ESPERAMOS

San Agustín: Homilía pronunciada durante la semana de Pascua.

Por la miseria de nuestra condición, hermanos míos, y la misericordia de Dios, el tiempo de la tristeza pre­cede al de la alegría; es decir, primero es el tiempo de la tristeza y luego el de la alegría, primero el tiempo del trabajo y luego el del descanso, primero el tiempo de la calamidad y luego el de la felicidad. Tal es, como hemos dicho, la miseria de nuestra condición, y así lo dispone la divina misericordia. Porque nuestro tiempo de tristeza, de trabajo, de miseria es hijo de nuestros pecados; el tiempo de alegría, de descanso, de felici­dad no viene de nuestros méritos, sino de la gracia del Salvador. Merecemos el uno, esperamos el otro; mere­cemos los males, esperamos los bienes. Así lo dispone la misericordia del que nos creó.

Pero en el tiempo de nuestro sufrir y, como dice la Escritura, en los días de nuestro nacimiento debemos saber de dónde nos debe venir la tristeza. Porque la tristeza es semejante al estiércol. Puesto fuera de su lu­gar, el estiércol hace sucia la casa; puesto en su lugar, hace fértil el campo. Estar triste según Dios es afligirse de los pecados por la penitencia. La tristeza por la mal-

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dad engendra en nosotros justificación. Primero debes entristecerte por lo que eres, para que puedas ser lo que no eres. "La tristeza según Dios —dice el apóstol— engendra penitencia para salvación sin arrepentimien­to." ¿Qué significa una salvación sin arrepentimiento? Una.vida de la que no será necesario arrepentirse. He­mos llevado una vida de la que nos fue preciso arrepen­timos, una vida que exigía arrepentimiento; pero no podemos llegar a una vida que no exija arrepentimien­to más que por el arrepentimiento de la mala vida. ¿Acaso, hermanos, siguiendo la comparación que iniciá­bamos, encontramos estiércol en un montón de trigo ]\npio? No. Pero a esa pureza, a esa hermosura de tri­go se llega por medio del estiércol; la fealdad fue el camino que llevó a una hermosura tan grande.

Como he dicho, hermanos míos, en su lugar opor­tuno, el estiércol produce fruto; en lugar inoportuno, es fea suciedad. He encontrado un hombre triste; no sé quién es. Veo el estiércol, averiguo el lugar. Dime, amigo, ¿por qué estás triste? "He perdido dinero", dice. Lugar inmundo, fruto nulo. Escucha al apóstol: "La tristeza según el mundo obra la muerte" (2 Cor 7,10). No sólo fruto nulo, sino también grande daño. Y lo mismo podríamos decir de las restantes cosas que en­gendran placer en este mundo y que sería largo enu­merar. Veo a otro hombre triste, que gime y llora; veo mucho estiércol, averiguo el lugar. Al verlo triste y lloroso, observé también que oraba. Y al verlo orar creí que ello era buena señal. Pero sigo investigando el lu­gar. ¿Qué ocurrirá si al orar y gemir pide con grandes lágrimas la muerte de su enemigo? Aunque llora, supli­ca y ruega, el lugar es inmundo; fruto nulo. Veo de nuevo a otro que gime, llora y suplica; reconozco el estiércol, averiguo el lugar. Presto oído a su oración y le oigo decir: "Señor, ten misericordia de mí, pues he pecado contra ti" (Sal 40, 5). Llora el pecado: reconoz­co el campo, espero el fruto. Gracias sean dadas

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a Dios: el estiércol está en buen lugar, no es inútil, produce fruto.

Este es verdaderamente el tiempo de la tristeza bien­hechora; tiempo de dolemos por la condición de nues­tra mortalidad, por la multitud de tentaciones, por las asechanzas de los pecados, por las hostilidades de las pasiones, por los continuos y furiosos ataques de las concupiscencias contra los buenos pensamientos. Estos han de ser los motivos de nuestra tristeza.

Este tiempo de nuestra miseria y de nuestros gemi­dos está significado en los cuarenta días que preceden a la Pascua; el tiempo de la alegría que viene después, del descanso, de la felicidad, de la vida eterna, del rei­no sin fin, que no poseemos aún, está significado en los cincuenta días en que se dicen las alabanzas de Dios. Tenemos, pues, significados dos tiempos: uno antes de la resurrección del Señor, otro después de la resurrec­ción del Señor; uno es el tiempo en que estamos, otro el tiempo en que esperamos estar. El tiempo de la tris­teza, que significan los días de Cuaresma, lo significa­mos y lo poseemos; el tiempo de la alegría, del descan­so y el reino, que significan los días de Pascua, lo sig­nificamos mediante el Aleluya, pero todavía no lo po­seemos. No obstante suspiramos por el Aleluya. ¿Qué quiere decir Aleluya? "Alabad a Dios". Pero todavía no poseemos las alabanzas. En la Iglesia se cantan con frecuencia alabanzas después de la resurrección porque nosotros, después de nuestra resurrección, poseeremos la perpetua alabanza.

La pasión del Señor significa nuestro tiempo, en el que ahora lloramos. Los azotes, las ataduras, los ultra­jes, los salivazos, la corona de espinas, el vino mez­clado con hiél, el vinagre en la esponja, los insultos, las burlas y, finalmente, la cruz y los sagrados miem­bros colgados del madero, ¿qué nos significan sino el tiempo en que nos hallamos, tiempo de tristeza, tiempo de mortalidad, tiempo de tentación? Por eso es un tiem-

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po feo. Pero esta fealdad ha de ser la del estiércol en el campo, no en casa. Que la tristeza sea por los pecados, no por los apetitos insatisfechos. Tiempo feo, pero tiem­po bueno, si lo usamos bien. ¿Qué más fétido que un campo estercolado? El campo estaba más hermoso an­tes de recibir los cestos de estiércol, pero fue cubierto de fealdad para que llegase a la feracidad. La fealdad, por tanto, es un signo de este tiempo; pero, para nos­otros, esta fealdad ha de ser el tiempo de nuestra fer­tilidad. Escuchemos qué dice el profeta. "Lo hemos vis­to". ¿Cómo era? "No tenía brillo ni hermosura" (Is 53, 2), ¿Por qué? Pregunta a otro profeta: "Han contado todos sus huesos" (Sal 21,18). Le fueron contados ios huesos cuando estaba colgado. Feo aspecto, aspecto de crucificado. Pero esta fealdad engendra hermosura. ¿Qué hermosura? La de la resurrección. Porque él es "el más hermoso de los hijos de los hombres" (Sal 44, 3).

Alabemos, pues, al Señor, hermanos, porque posee­mos sus fieles promesas, aunque no su cumplimiento. ¿Consideráis poco tener la promesa de Dios, y preten­déis exigirle como a un deudor? Dios, con su promesa, se ha hecho deudor por su bondad, no porque noso­tros le hayamos dado antes. ¿Qué le hemos dado para que esté en deuda con nosotros? ¿Acaso lo que habéis oído en el Salmo: "¿Qué devolveré al Señor?" Pero las palabras: "¿Qué devolveré al Señor?" son palabras de deudor, no de quien reclama una deuda. El que pregun­ta había recibido algo y por eso dice: "¿Qué devolveré al Señor?" ¿Qué significa "devolveré"? Pagaré. ¿Por qué cosas? "Por todas las cosas que me ha dado". Y, ¿qué cosas me ha dado? En primer lugar, yo no era, y él me hizo; me había perdido, y me buscó; bus­cándome, me encontró; estaba cautivo, y me redimió; vendido, y me libró; de siervo me hizo hermano. ¿Qué devolveré al Señor?

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No tienes nada con qué pagarle. Si todo lo esperas de él, ¿qué tienes para pagar? Pero espera: no sé qué quiere decir. ¿Por qué pregunta el salmista: "¿Qué de­volveré al Señor por todas las cosas que me ha dado?" Buscando por todas partes algo que devolverle parece haberlo hallado. ¿Qué ha hallado? "Recibiré el cáliz de la salvación". Pensabas devolver, y quieres recibir más. Mira lo que haces, te lo suplico. Si intentas recibir más, seguirás siendo deudor. ¿Cuándo pagarás? Si siempre serás deudor, ¿cuándo devolverás? No encontrarás con qué pagarle: sólo tendrás lo que El te dé.

Alabemos, pues, al Señor, carísimos, alabemos a Dios, digamos Aleluya. Veamos significado en estos días de Pascua el día sin fin, el lugar de la inmortalidad, el tiempo que no conoce la muerte; caminemos presuro­sos a la casa eterna. "Bienaventurados, Señor, los que moran en tu casa; por los siglos de los siglos te alaba­rán" (Sal 83, 5). Lo dice la Ley, lo dice la Escritura, lo dice la Verdad. Un día iremos a la casa de Dios, que está en los cielos. Allí alabaremos a Dios no cincuenta días, sino, como está escrito, por los siglos de los si­glos. Veremos, amaremos, alabaremos. Ni lo que vere­mos se acabará, ni lo que amaremos perecerá, ni lo que alabaremos callará. Todo será eterno, sin fin. Alabemos, alabemos; pero no sólo con la voz, sino también con las obras. Alabe la lengua, alabe la vida, pero con una caridad infinita.

Sermo 254: PL 39

Traducción de PABLO TENA

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NARRATIVA POPULAR Y EVANGELIO

EL ERMITAÑO QUE NO CAYO EN LA TENTACIÓN

"El que pone la mano en el arado y vuelve la mirada atrás no es apto para el reino de Dios" (Le 9, 62).

Había un monje que vivía en un desierto muy apar­tado y que durante muchos años había practicado de­bidamente la virtud. Pero al llegar a viejo, el demonio arreció sus asechanzas contra él. Este asceta amaba mucho el silencio, y pasaba los días en oraciones, him­nos y contemplaciones numerosas. Tenía hermosas vi­siones divinas, tanto mientras velaba como mientras dor­mía. Apenas dormía. Estaba entregado totalmente a la vida espiritual, y así no sembraba la tierra, ni se preo­cupaba de almacenar víveres; no buscaba en las plantas lo necesario para proveer a las necesidades de su cuerpo, no capturaba aves o pájaros, no cazaba animales. Lleno de confianza en Dios, desde que había venido allí dejan­do un país habitado, no tenía ningún cuidado por el alimento de su cuerpo. Olvidado de todas las cosas, se sostenía por un deseo perfecto de ir con Dios y esperaba la llamada para emigrar de este mundo.

La mayor parte del tiempo su alimento era el encanto de las cosas que no se ven, pero se esperan. Su cuerpo

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no estaba gastado por el paso de los años, y su alma no había perdido su vigor: se encontraba en un estado ve­nerable, con un buen aspecto exterior.

Es verdad que Dios lo honraba haciendo aparecer so­bre la mesa, a intervalos fijos, un pan para dos o tres días, un pan reciente, puro y agradable, un verdadero pan que era su alimento. Cuando sentía la necesidad na­tural de comer, entraba en la cueva y encontraba el ali­mento. Comía, rezaba la acción de gracias y entonaba una vez más los himnos, y luego perseveraba en la ora­ción y la contemplación, prosperando de día en día, en­tregándose en cuanto al presente a la virtud y en cuanto al futuro a la esperanza, avanzando siempre en santidad. Tenía confianza respecto a su suerte mejor como si la tuviera ya en las manos. Por eso faltó muy poco para que sucumbiera a la tentación que le sobrevino.

¿Por qué no contar su caída? Cuando dejó que en su alma penetrase este pensamiento, casi sin sentir se cre­yó más y ya en posesión de mayores méritos que los otros. Y esta presunción hizo que se fiara de sí mismo. Primero fue una pequeña relajación, tan pequeña que era imperceptible; luego una negligencia mayor, luego otra verdaderamente grave. Se levantaba más tarde para los himnos, sus oraciones eran menos fervorosas, su can­to menos prolongado; su alma dijo que quería descansar, y su espíritu consistió; sus pensamientos se agitaron, y, en secreto, planeaba ya alguna locura.

Sin embargo, la costumbre hacía en cierto modo to­davía como de rienda para el asceta, el impulso anterior lo sostenía y lo conservaba interiormente. Tras las ora­ciones habituales, al atarceder, entró en la cueva y en­contró sobre la mesa el pan que Dios le suministraba; comió. Pero su espíritu no corrigió su mal; no pensó que las imprudencias corrompen el fervor; no se volvió hacia la curación; hizo poco caso de que se hallaba a punto de caer. La concupiscencia, que se había apodera-

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do de él, lo llevó en espíritu al mundo. No obstante, se contuvo hasta el día siguiente.

Al amanecer el nuevo día volvió a su ejercicio, oró y recitó sus himnos, entró en la cueva y encontró su pan, pero menos bien hecho, menos blanco, sucio y un tanto repelente. El ermitaño se extrañó, se llenó de tristeza; sin embargo, cogió el pan y reparó sus fuerzas.

Llegó la tercera noche, y con ella el mal se triplicó. El espíritu del pobre ermitaño se dejó arrastrar pronto por los pensamientos. En su imaginación se veía acom­pañado de una mujer, y no ahuyentó el pensamiento. No obstante, al tercer día salió también para hacer su obra, sus oraciones y sus himnos; pero por no tener ya los pensamientos puros, se volvía con frecuencia, levan­taba los ojos, miraba a un lado y a otro. Su recogimien­to había quedado roto: los recuerdos de sus pensamien­tos interrumpían la buena obra.

Cuando, al atardecer, volvió a su cueva hambriento, encontró sobre la mesa un pan como roído por los ra­tones o los perros, y fuera restos secos. El ermitaño gimió y lloró, pero no lo suficiente para corregir su pecado. Comió, no tanto como hubiera querido, y quiso dormir. Una multitud de pensamientos lo asaltó por todas par­tes, asediando su alma y haciéndolo cautivo del mundo. Se levantó y se puso en camino hacia la tierra habitada, atravesando de noche el desierto.

El nuevo día lo sorprendió lejos todavía de la ciudad. El calor era sofocante. El asceta se sentía agotado. Miró a su alrededor para ver si había cerca algún monasterio en que pudiera entrar y reponer sus fuerzas. Y efectiva­mente, encontró uno. Monjes piadosos y fieles lo reci­bieron como a su padre, le lavaron el rostro y los pies, prepararon la mesa y lo invitaron a comer por caridad lo que le habían servido. El ermitaño se rehizo. Enton­ces los hermanos le pidieron que les dirigiera la palabra salvadora, que les dijera cómo podrían guardarse de los lazos del diablo y desechar los pensamientos vergonzosos,

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El ermitaño los instruyó como un padre a sus hijos, exhortándoles a ser fuertes y constantes en los trabajos, pues muy pronto se verían trasladados a un espléndido reposo. Disertando con ellos sobre otros muchos puntos relativos a la ascesis, les proporcionó mucha ayuda. Ter­minada la monición, se recogió unos momentos y refle­xionó que, mientras predicaba a los otros, no se amo­nestaba ni corregía a sí mismo. Y comprendiendo que había sido vencido, retornó apresuradamente a su desier­to. Allí, con lágrimas amargas decía:

—Si el Señor no me hubiese prestado su ayuda, pronto mi alma hubiera terminado en el infierno. Poco me ha faltado para caer, poco ha faltado para que me derri­basen.

En él se verificó lo que está escrito: "El hermano ayudado por su hermano es como una ciudad fortificada y elevada, como una muralla que no puede desplomarse". Pero a pesar de sus incesantes lágrimas, se vio privado del alimento que le era dado milagrosamente y tuvo que ganar su pan con el trabajo. Encerrado en su rústica celda, cubierto de un saco y de ceniza, no se levantó del suelo ni cesó de llorar hasta que oyó la voz de un ángel en sueños:

—El Señor ha aceptado tu penitencia, ha tenido pie­dad de ti. Los monjes a los que exhortaste a perseverar en la virtud vendrán a verte y te traerán eulogías (=pan bendito); acéptales, come con ellos y da gracias a Dios siempre.

Os he contado estas cosas, hijos míos, para que os ejercitéis en la humildad, tanto si os parece que estáis entre los pequeños como si creéis estar entre los gran­des. El primer precepto del Señor es: "Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos". Y no os dejéis engañar por demonios que sus­citen visiones o fantasías en vuestras mentes; si alguien viene a vosotros, hermano o amigo, mujer, padre, ma-

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dre o hermana, extended al punto las manos para la ora­ción, y si es una ficción del diablo, se desvanecerá. Y si los demonios o los hombres os engañan con adulaciones o alabanzas, no les prestéis oído, no os exaltéis en espí­ritu; porque también a mí, con frecuencia, los demonios me han engañado durante la noche.

No me dejaban orar ni reposar; me presentaban ilu­siones durante toda la noche y, por la mañana, se bur­laban de mí postrándose en tierra y diciendo: "Perdóna­nos, abad, por haberte molestado durante toda la noche". Pero yo les decía: "Alejaos de mí, todos vosotros, fa­bricantes de iniquidad. No tentéis al servidor de Dios."

Historia Monachorum iñ Aegypto

Traducción de MARIANO HERRANZ

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Page 39: Cuadernos de Evangelio - 03 de Jesus a Los Evangelios

CONTENIDO

Pág.

JESÚS Y LOS EVANGELIOS De Jesús a los Evangelios. Historia de la Tradición ... 7

Las tres etapas de la tradición. • Retoques a la tradición: ejemplos extra-evangélicos. Adaptación y actualización del material tradicional

en los sinópticos.

EL MUNDO DE LOS EVANGELIOS

El Evangelio y los evangelios 31 Una costumbre beduino y un pasaje de S. Lucas. Una familia de palabras griegas. El anuncio de la "buena nueva" en el Antiguo Tes­

tamento. El Evangelio de Jesucristo según S. Pablo. La Buena Nueva en la predicación de Jesús. El Evangelio y los evangelios.

NUEVAS CARTAS DE SAN JERÓNIMO Miseria y esplendor de la crítica bíblica (I) 55

MEDITACION-HOMILIA

"Tampoco Yo te condeno. Vete en paz" 63

EL ORO DE LOS VIEJOS COMENTARIOS

La tristeza que poseemos y la alegría que esperamos ... 67

NARRATIVA POPULAR Y EVANGELIO El ermitaño que no cayó en la tentación 73

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