CUADERNOS TTF!
E\^NGELIO
De Jesús a los Evangelios
El Evangelio y los evangelios
" por mí y por el evangelio "
EB Son las tres primeras letras del nombre de Jesús, en griego. Así se lee con frecuencia, abreviado, en algunos códices unciales de los Evangelios; y, posteriormente, en la inscripción sobre la Cruz de Cristo en ciertos crucifijos medievales.
CUADERNOS DE EVANGELIO
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Ministerio de Información y Turismo, núm. 2384. - 29-IX-73
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GRATITUD A P. Y M. FDZ. DE NAVARRETE Y RADA.
CUADERNOS DE
E m N G E L I O
De Jesús a los Evangelios
El nvange lio y los evangelios
Año 1 Marzo 1974 n.° 3
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JESÚS Y LOS EVANGELK
DE IESUS A LOS EVANGELIOS. HISTORIA DE LA TRADICIÓN
1. Las tres etapas de la tradición.
El 22 de abril de 1964 publicaba la Pontificia Comisión Bíblica una Instrucción sobre la verdad histórica de los Evangelios. Como habían hecho otros documentos anteriores de la misma Comisión respecto al estudio de la Sagrada Escritura, en éste se reconoce la licitud del estudio científico de los evangelios, para el cual el exegeta católico debe servirse de las técnicas creadas en los dos últimos siglos y los instrumentos de trabajo que le proporcionan unas ciencias nuevas, como son la filología, la lingüística, la ciencia de la literatura en su sentido más amplio, la crítica histórica, etc. Pero es oportuno recordar que esta postura de la Comisión Bíblica, que reaparece en otros documentos pontificios relacionados con el mismo tema, no es una novedad: la encontramos ya en dos grandes exegetas de la antigüedad cristiana, Orígenes y San Agustín. La única diferencia consiste en que éstos no podían aludir a unas ciencias auxiliares profanas que nacerían muchos siglos más tarde.
Dentro de esta línea, la Instrucción sobre ¡a verdad histórica de los Evangelios valora positivamente las aportaciones que han hecho al mejor entendimiento de los evangelios la crítica literaria —que llenó todo el siglo pa-
sado y siguen practicando los estudiosos actuales—, la historia o crítica de las formas —cuyos comienzos se remontan a 1920— y la historia de la redacción, cuyos primeros trabajos aparecieron en 1950. Al mismo tiempo —y en esto' se une a muchos estudiosos, tanto católicos como protestantes—, el documento pone en guardia contra el escepticismo extremo que sobre la historicidad de los evangelios adoptan algunos críticos. En este punto será necesario distinguir siempre entre el método de investigación y las conclusiones que determinados autores se creen autorizados a formular a partir de él; se pueden rechazar éstas y reconocer la legitimidad y utilidad del método.
Resumiendo el fruto de muchos años de trabajo de los exegetas, el documento describe las etapas que recorrió la tradición sobre Jesús hasta asumir la forma en que ha llegado a nosotros: los evangelios escritos. En cierto modo, esta descripción viene a ser como una "breve historia de la tradición evangélica". El contenido de nuestros evangelios, las palabras de Jesús y los relatos sobre Jesús, no nace propiamente de la pluma de los evangelistas. Antes que ellos lo recojan y ordenen en sus libros —etapa final—, el material evangélico había sido transmitido durante varios decenios dentro de la Iglesia. La redacción de los evangelios es, en realidad, un proceso en el que se deben distinguir tres etapas.
En primer lugar, el punto de partida es la vida del Jesús terreno, con sus palabras y sus hechos. Entre estos últimos merece una mención especial la elección de un grupo de discípulos que lo acompañaron más de cerca, escucharon su predicación y fueron testigos de lo que hizo, e incluso fueron objeto sin duda de una preparación especial para su misión futura. Estos hombres son los que garantizan la continuidad entre la primera etapa y la segunda.
En segundo lugar, después de la resurrección de Jesús, este grupo de discípulos y la comunidad creyente que nace en torno a ellos da forma a una tradición de las palabras y hechos de Jesús. Pero a este respecto hay un punto que conviene aclarar: cuando decimos que la comunidad cristiana primitiva configura y transmite la tradición sobre Jesús no nos referimos a la masa de los primeros cristianos, sino al grupo reducido de "tradentes" oficiales y reconocidos, los "ministros de la palabra" (Le 1, 2). Que éstos eran objeto de una preparación especial podemos leerlo en los Hechos de los Apóstoles: "No está bien —dicen los Doce— que nosotros, dejando a un lado la palabra de Dios, nos dediquemos a servir a las mesas (es decir, a la administración material de la comunidad)... Nosotros nos consagraremos a la oración (es decir, a los actos cultuales de la comunidad) y al ministerio de la palabra" (6,2-4). Naturalmente, esta dedicación de los apóstoles al ministerio de la palabra no se reduce a su actividad personal de misioneros y predicadores; comprende también la tarea de preparar nuevos ministros de la palabra. •
En un primer momento, la transmisión de la tradición muy probablemente sólo es oral. Con el tiempo, sin que podamos dar fechas seguras, aparecen escritos con colecciones de dichos o hechos de Jesús, pero siempre al servicio de la predicación viva, oral: instrucción a los que con el tiempo se llamarán catecúmenos, exhortación homilética en las celebraciones litúrgicas a los ya bautizados, preparación de catequistas y predicadores, etc. La comunidad en que esta tradición se forma, recita y transmite está formada por los que creen en Jesús resucitado y glorioso, Señor de la Iglesia; es decir, para ella Jesús no es simplemente un maestro venerable o un profeta como los maestros o profetas del pasado judío. Es natural, por tanto, que las palabras y los hechos del Jesús terreno se vean ahora a una luz nueva: la luz de Pascua. De este
modo, el Jesús que predicó en Galilea pudo ser presentado a veces con rasgos que correspondían al Jesús resucitado y glorioso, que era la razón de ser de la Iglesia.
Por otra parte, en esta etapa tiene lugar un hecho de carácter lite'rario muy rico en consecuencias: la tradición es traducida del arameo al griego por exigencias de la misión fuera de Palestina, que comenzó muy pronto. No sabemos bien cómo se efectuó este paso del arameo al griego, dónde y por quiénes fue realizado. ¿En la misma Palestina, por hombres que conocían el griego, pero cuya lengua nativa era el arameo? ¿O fuera de Palestina, por hombres que conocían el arameo, pero cuya lengua nativa era el griego? No obstante, el hecho de que el actual texto griego de los evangelios contenga un fuerte colorido arameo-hebreo nos obliga a reconocer que los evangelios griegos se remontan a una tradición original aramea.
Asimismo, en todo este proceso de transmisión y traducción, y en el siguiente de redacción de los evangelios, la tradición sobre Jesús es sometida a una compleja manipulación literaria, de la que tenemos paralelos en la literatura judía de la época (Apócrifos, Tar-gumes, Midrashim, Talmud, etc.). Dentro de esta elaboración, motivada a veces por preocupaciones teológicas o catequéticas y a veces por preferencias literarias, merecen destacarse sobre todo la selección y actualización del material tradicional; esta última, que es una adaptación a la situación concreta del "tradente" y de la comunidad en que vive, es hecha a veces con retoques mínimos.
Finalmente, esta tradición, que, en gran parte al menos, ha sido ya fijada por escrito, es recogida por los evangelistas en los escritos que pronto se llamarán "evangelios". Cada evangelista escribió en una situación concreta y con una intención teológica o catequética particular; de ahí sus diferencias, dentro de la identi-
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dad esencial que les impone el hecho de presentar el mismo Evangelio de Jesús. Pero la diferencia de situación y de intención teológica no explica todas las diferencias que encontramos en los evangelios (y ahora nos referimos especialmente a los que tanto se parecen entre sí, los tres primeros); hay otras que más bien deben explicarse por la diversidad de preferencias literarias en los evangelistas. Cada evangelista, dentro de una tradición literaria heredada en gran parte del judaismo, presenta a su modo una tradición que no crea, sino simplemente transmite. Ambas cosas, intención teológica y preferencias literarias, condicionan también en ellos la selección, ordenación y actualización del material, que muchas veces una rápida comparación entre los sinópticos nos permite ver con claridad.
Cerramos esta descripción de las tres etapas en que puede dividirse la historia de la tradición sobre Jesús con unas palabras que, cuando se pronunciaron por primera vez, levantaron muchas protestas porque en ellas se expresaba una actitud escéptica ante la historicidad de esta tradición: los evangelistas, incluso los tres más antiguos —los sinópticos—, no son fuentes directas de la predicación y revelación de Jesús, sino de la fe y la predicación de la Iglesia sobre Jesús. Si con estas palabras se quiere decir que los evangelios no contienen palabras y hechos auténticos de Jesús, o sólo los contienen en muy escasa medida, debemos rechazarlas rotundamente; ésa es la postura de los críticos más escépticos, como R. Bultmann. Pero si con ellas se quiere decir que nosotros hoy, para llegar al Jesús terreno, a lo que realmente hizo y predicó, debemos pasar por lo que la Iglesia primitiva predica sobre él —que es lo que tenemos en los escritos del Nuevo Testamento—, entonces dicen una verdad fundamental: Jesús nos llega a través de la Iglesia, y no podía ser de otro modo. Desde el comienzo, la Iglesia reflexionó sobre la tradición de Jesús, explícito lo que en ella estaba implícito y, sirviéndose de ella, pro-
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clamó la Revelación de Cristo acomodándose a las situaciones nuevas.
Pero de nada servirían estas afirmaciones genéricas si no se ilustran con ejemplos concretos. Es lo que pasamos a hacer a continuación. Unos ejemplos tomados de fuera y de dentro de los evangelios harán ver qué quieren decir los exegetas cuando hablan de historia de la tradición o de la redacción, de elementos arcaicos o tardíos, primarios o secundarios en la tradición evangélica. Asimismo se verá cómo, mientras es cierto que la etapa primera en la historia de la tradición es la vida del Jesús terreno, el exegeta debe partir de lo que le ofrece la etapa tercera, los evangelios escritos, para llegar, a través de la segunda, al Jesús de Nazaret que predicó en Galilea en tiempo de Poncio Pilato.
2, Retoques a la tradición: ejemplos extra-evangélicos.
Hemos dicho que la manipulación a que es sometida la tradición sobre Jesús en las etapas segunda y tercera tiene paralelos en la literatura judía de la época. En realidad los tiene ya dentro de la literatura bíblica: en los libros tardíos del Antiguo Testamento, que utilizan materiales de libros sagrados anteriores. Pero los tiene también en la literatura cristiana no canónica. Veamos ahora qué clase de retoques puede recibir una tradición en este ambiente.
a) Actualización del texto blíblico hebreo en el Targum.—El Targum es la traducción aramea de la Biblia hebrea ("targum" es una palabra aramea que significa "traducción"). En Palestina, y ya antes de nuestra era, el hebreo había dejado de ser la lengua hablada; desde la época persa había sido desplazado progresivamente por el arameo. Por eso en el culto sinagogal, cuyo elemento principal era la lectura de las Escrituras Sagradas, se introdujo
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la costumbre de traducir a la lengua hablada, el arameo, los pasajes del texto hebreo que se leían. Este origen del Targum explica el hecho de que a veces éste no sea propiamente una traducción, sino una explicación o glosa del texto sagrado. La finalidad de la lectura de las Escrituras en la sinagoga era la edificación de los asistentes; por eso a la lectura seguía la homilía. De ahí que los targumistas, haciendo de predicadores y catequistas, se preocupasen de que su traducción acercase el texto sagrado a los oyentes.
En Ex 4, 24-26 se narra un episodio un tanto enigmático. El texto hebreo debió causar engorro desde el comienzo a los targumistas de las sinagogas. Como suelen hacer casi siempre que el original hebreo es ininteligible o confuso, los targumistas dieron aquí una traducción "clara", inteligible, pero que en realidad no responde al original. He aquí la traducción castellana del original hebreo y del Targum:
Tfxto hebreo
(24) Por el camino, en el lugar donde pasaba la noche, le salió el Señor al encuentro y quería matarlo (a Moisés).
(25) Pero Séfora, cogiendo en seguida un cuchillo de piedra, circuncidó a su hijo y arrojó el prepucio a sus pies diciendo: "Esposo de sangre eres para mí."
Targum Yerushalmi II
(24) Y en el camino, en el lugar de alojamiento, el ángel del Señor lo encontró (a Moisés) y quería matarlo, porque Gerson, su hijo, no había sido circuncidado; pues fetró, su suegro, no le había permitido circuncidarlo; pero Eliezer había sido circuncidado por un acuerdo entre los dos.
(25) Pero Séfora cogió un cuchillo de piedra y circuncidó el prepucio de su hijo, y lo llevó a los pies del Exter-minador y dijo: "El esposo quería haberlo circuncidado, pero el suegro no lo permitió. Ahora, que la sangre de esta circuncisión expíe la falta de este esposo."
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(26) Y lo dejó, diciendo lo (26) Y cuando el Extermi-de esposo de sangre por la nador lo dejó, Séfora dio gra-circuncisión de su hijo. cias y dijo: "¡Qué hermosa es
la sangre de esta circuncisión, que ha salvado a mi esposo de la mano del ángel de la muerte!"
Las manipulaciones que el targumista se ha permitido en este caso ante el original hebreo son varias; así lo hace ver el simple hecho de que su versión es bastante más larga que el texto hebreo traducido. Aquí nos limitaremos a destacar una. En el original, la frase "esposo de sangre eres para mí" es oscura. En cambio, lo que corresponde a ella en el Targum es perfectamente claro: "Que la sangre de esta circuncisión expíe la falta de este esposo", es decir, la falta cometida por Moisés al retrasar la circuncisión de su hijo. Pero en el versículo siguiente (26) el targumista pone en boca de Séfora unas palabras que no tienen correspondiente en el hebreo, con las cuales aclara más la idea expresada antes: " ¡ Qué hermosa es la sangre de esta circuncisión, que ha salvado a mi esposo de la mano del ángel de la muerte!"
El targumista, por tanto, "tradujo" la oscura frase leyendo en ella la idea de que la sangre derramada en la circuncisión tiene valor expiatorio; por eso libra a Moisés de la muerte. Ahora bien, esta idea sobre la circuncisión no aparece en todo el Antiguo Testamento; este pasaje del Éxodo no la expresaba, ni en su forma primitiva ni en su redacción final (siglo V a. C). Sí aparece, en cambio, en pasajes de la literatura rabínica de la primera mital del siglo II d. C. Esto tiene una explicación. Hacia el año 130, el emperador Adriano prohibió bajo pena de muerte la práctica de la circuncisión. El decreto imperial no se dio pensando sólo en los judíos, pero éstos quedaban comprendidos en él. Con este motivo, los guardianes de la fe judía, los rabinos, pudieron fundadamente temer que los más débiles abandonasen por
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miedo una práctica tan sagrada para el judaismo. Y para alentarlos a mantenerse fieles intensificaron su catcquesis sobre la circuncisión exaltando su valor.
En este contexto, o como dicen los críticos de las formas, en este Sitz im Leben (=situación en la vida), es perfectamente comprensible la "versión" actualizada que el targumista ofrece de este pasaje del Éxodo que habla de la circuncisión. Como hemos dicho, esta versión aramea estaba destinada al signo sinagogal y formaba parte de la instrucción y exhortación que en él recibían los judíos piadosos. Al pesar sobre ellos la amenaza del decreto de Adriano, los padres que esperaban o acababan de tener un hijo necesitaban ser exhortados a circuncidarlo, aunque con ello pusiesen en peligro su vida. La versión retocada del episodio de Séfora que circuncida al hijo que Moisés había dejado de circuncidar es una muestra de esta catequesis alentadora.
b) Acomodación de un texto bíblico en el Evangelio de Tomás.—En 1946 fueron hallados en Nag Hammadi, alto Egipto, un lote de manuscritos que pertenecieron a un grupo gnóstico cristiano; una pequeña biblioteca que pondría en manos de los estudiosos materiales de primera mano para conocer el complejo mundo de las sectas gnósticas, que nos eran conocidas ya por los escritos de los Santos Padres que las combaten. Pero dentro de esta biblioteca la obra que más interés suscitó fue un evangelio apócrifo en lengua copta, llamado Evangelio de Tomás porque se presenta como una colección de "dichos secretos pronunciados por Jesús, el que está vivo, y que escribió Dídimo Judas Tomás". El logion (=dicho) 79 de este evangelio dice:
Una mujer dijo en la multitud a Jesús: "Bienaventurado el cuerpo que te llevó y los pechos que te amamantaron." El le dijo: "Bienaventurados los que han oído la palabra del Padre y la han guardado de verdad. Pues vendrán días en que diréis: Dichoso el cuerpo que no ha concebido y los pechos que no han amamantado."
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Basta una ligera familiaridad con los evangelios canónicos para darse cuenta de que en este logion han sido combinados dos pasajes: la respuesta de Jesús a la mujer que alaba a su madre (Le 11, 27s) y parte de las palabras de Jesús a las mujeres de Jerusalén que lloraban al verle caminar con la cruz hacia el Calvario (Le 23, 29). En el original de San Lucas, con estas últimas palabras Jesús alude a la precipitada huida ante el enemigo que se avecina (cf. Me 13,17; Le 21,23: un tema muy frecuente en la literatura apocalíptica): la angustia del momento será tal, que se considerarán dichosas las mujeres que entonces no se hallen encintas o criando, pues así podrán huir mejor.
El autor del Evangelio de Tomás hizo algo muy simple: trasladó estas palabras a un contexto distinto, presentándolas como continuación de otras palabras de Jesús que proclaman dichosos a quienes oyen la palabra de Dios y la guardan. Pero esta leve manipulación hizo que las palabras de Jesús adquirieran un sentido completamente nuevo: así Jesús aparece exhortando a la continencia total, a la renuncia al matrimonio. Como sabemos que algunas antiguas sectas cristianas propugnaban esta continencia, es claro que este pasaje del Evangelio de Tomás constituye una adaptación de unas palabras de Jesús, contenidas en los evangelios canónicos, a las doctrinas de la secta.
c) Un logion no auténtico puesto en labios de Jesús. Gran parte del material reunido en el Evangelio de Tomás tiene paralelo en los sinópticos, Pero abunda también el material totalmente apócrifo, es decir, puesto en labios de Jesús sin que haya la menor probabilidad de que Jesús pronunciase tales palabras. He aquí un ejemplo (logion 53):
Los discípulos le dijeron: "¿Es necesaria la circuncisión o no?" El les dijo: "Si la circuncisión fuera necesaria, su padre los hubiera engendrado (a los hijos) de su madre circuncidados. Pero la verdadera circuncisión en espíritu sí es necesaria."
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En ningún pasaje de nuestros evangelios leemos esta pregunta de los discípulos ni esta respuesta de Jesús. Por otra parte, es evidente que el problema discutido en este logion del Evangelio de Tomás no existió en tiempo de Jesús. San Lucas narra la circuncisión de Juan Bautista (1, 37) y de Jesús (2, 21). El problema se plantea más tarde, cuando se inicia la misión de la Iglesia entre los paganos, es decir, los no circuncidados. Por las cartas de San Pablo y el libro de los Hechos de los Apóstoles sabemos que hubo una dura lucha sobre si se debía exigir la circuncisión a los paganos que recibían el bautismo y entraban en la Iglesia. Bajo la suprema autoridad de San Pedro y los apóstoles, el concilio de Jerusalén proclamó definitivamente que los paganos no necesitaban ser circuncidados para ser admitidos en la Iglesia.
San Pablo, que tanto luchó por esta libertad de los paganos frente a la Ley mosaica, se sirve de una imagen que emplearon ya los profetas del Antiguo Testamento (cf. Jr 4,4, etc.) y dice que la verdadera circuncisión es la del corazón (Rom 2,29), y llama al bautismo "circuncisión de Cristo, no hecha por mano de hombre" (Col 2, l is) . No hace falta demostrar que éstas son precisamente las ideas que expresan las dos partes del logion de Pseudo-Tomás que estamos comentando: no necesidad de la circuncisión carnal, visible, pero necesidad de la circuncisión interior, la del espíritu. De ahí que podamos afirmar con toda certeza: la situación que supone este logion apócrifo no es la de Jesús, sino la de la Iglesia primitiva. Si Jesús hubiera pronunciado realmente estas palabras, no se hubiera producido después una polémica tan viva.
Pero en este caso tenemos la ventaja de poder saber más sobre la historia de estas palabras apócrifas de Jesús. Según un relato rabínico, Tineo Rufo, gobernador de Judea en 132 d. C , preguntó al célebre Rabí Akiba: "Si Dios da tanta importancia a la circuncisión, ¿por
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qué el niño no sale ya circuncidado del vientre de su madre?" Rabí Akiba respondió: "¿Por qué sale también con él su cordón umbilical? ¿No tiene que cortarlo también la madre? Dios ha dado a Israel los mandamientos para purificar al pueblo".
La historicidad de esta controversia no es improbable, pues responde a la situación en que se hallaba el pueblo judío a consecuencia del edicto de Adriano prohibiendo la circuncisión, situación que desembocó en la segunda insurrección contra Roma (132 d. C. Rabí Akiba fue en cierto modo el alma de esta insurrección, pues aclamó al cabecilla de la misma, Bar Kokba, como Mesías; por eso fue ajusticiado por los romanos cuando sofocaron la insurrección). El argumento empleado por Tineo Rufo puede ser más antiguo, y es fácil ver que se prestaba a ser utilizado para atacar la necesidad de la circuncisión en los paganos convertidos al Evangelio.
Lo que a nosotros nos extraña hoy es que este logion fuera puesto en boca de Jesús. El Evangelio de Tomás es un escrito sectario, y en esta clase de libros en cierto modo nos explicamos que se quisiera dar más autoridad a una doctrina presentándola como venida del mismo Jesús, Pero el recurso literario que esto supone no es invención de grupos sectarios, judíos o cristianos. Ya los Targumes ponen en boca de personajes bíblicos pequeños sermones en que con frecuencia se cometen anacronismos semejantes al que encontramos en este logion del Evangelio de Tomás.
Pero los Targumes, repetimos, estaban destinados a la predicación y la catequesis judía; lo que sus autores pretenden es enseñar a la comunidad que los escucha y avivar su fe, no ofrecerle una exposición científica de una historia. Esta era también la finalidad de Jos evangelios en la comunidad cristiana: predicar y enseñar narrando una historia. En esta clase de escritos tenemos una fusión de relato recibido de la tradición, y que por tanto narra hechos pasados, y predicación en un hoy
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concreto. Y como el predicador y el oyente, el autor del escrito y el lector, conocen toda la historia y revelación bíblicas, ninguno de los dos ve dificultad en que un personaje del relato exprese ideas que en la realidad histórica no aparecieron hasta más tarde.
3. Adaptación y actualización del material tradicional en los sinópticos.
A fenómenos literarios de este tipo obedece la distinción que hacen los 'exegetas en los evangelios entre elementos, o materiales primarios y secundarios, arcaicos y tardíos. Se dice, por ejemplo, que el marco en que un evangelista presenta una parábola o una sentencia de Jesús es secundario cuando hay motivos para pensar que ese marco no corresponde bien a la ocasión en que parece que Jesús las pronunció realmente, o cuando el sentido de las mismas que se indica o sugiere en el marco actual no es el original que quiso darles Jesús. Se habla también de elementos secundarios, no primitivos, dentro de un logion o una parábola cuando hay razones para pensar que tales elementos fueron añadidos por el evangelista, o por un tradente anterior a él, a un material que ciertamente se remonta a Jesús.
Gracias a la existencia de tres evangelios distintos en que muchas veces tenemos el mismo material —el mismo relato o las mismas palabras de Jesús— en dos o tres versiones distintas, en muchas ocasiones podemos controlar las adiciones o los cambios que ha sufrido la forma primitiva y así reconstruir ésta. En esta reconstruc-ción no siempre se logran resultados seguros; sobre todo no siempre es unánime el parecer de los exegetas. Así ocurre especialmente en los casos extremos, los de adición a la tradición recibida: los casos de dichos o he. chos de Jesús secundarios, en que, como ocurre en el
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logion del Pseudo-Tomás sobre la circuncisión, hay motivos para afirmar que no se trata de dichos o hechos auténticos de Jesús, sino atribuidos a él en la historia de la tradición, aunque interpreten fielmente su enseñanza.
En este punto es imposible dar reglas generales; cada caso debe estudiarse por separado, y con la resignación suficiente para no exigir a los métodos empleados por el exégeta más certeza de la que pueden dar. Por lo que se refiere a las parábolas, uno de los mejores estudios modernos sobre ellas, el de J. Jeremías, Las parábolas de Jesús, dedica la primera parte a distinguir en ellas lo que procede del Jesús terreno y lo que es retoque de los responsables de la tradición. Veamos unos ejemplos claros, que servirán para introducir en esta clase de estudios.
a) Parábola de la oveja perdida (Mt 18,12-14; Le 15, 4-7).—La parábola propiamente dicha es casi idéntica en los dos evangelistas. La diferencia reside en el marco y la conclusión. Según San Lucas, Jesús pronuncia esta parábola como réplica al escándalo de los fariseos porque recibe en su casa a pecadores y come con ellos. Está presentada, por tanto, como una parábola que podríamos llamar apologética: con ella Jesús defiende la buena nueva que él trae, la buena nueva del perdón a pecadores que, según el criterio de la ortodoxia farisea, se habían hecho incapaces de perdón. Por si nos quedaba alguna duda, la conclusión nos saca de ella: "Así Dios (en el juicio final) se alegrará más por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia". Por tanto, en la versión de San Lucas, el elemento central de la parábola es la alegría del pastor por el hallazgo de la oveja perdida. Así es, dice Jesús, la alegría de Dios por el retorno de un pecador. La misma verdad proclaman las otras dos parábolas que San Lucas ofrece a continuación: las de la dracma perdida y el hijo pródigo.
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En San Mateo, la parábola está dirigida al grupo íntimo de los discípulos y forma parte de lo que suele llamarse "discurso eclesiástico", es decir, un discurso compuesto de enseñanzas de Jesús destinadas a los jefes de la comunidad. Este nuevo contexto —y nuevos destinatarios— da a la parábola un sentido nuevo, como aparece claramente en la conclusión, que, aunque parecida, es muy distinta de la que leemos en San Lucas: "Así es voluntad de Dios que no se pierda ni uno sólo de estos pequeñuelos". En San Mateo, por tanto, el elemento principal de la parábola, el que contiene la enseñanza del conjunto, es la búsqueda afanosa del pastor, no su alegría por el hallazgo de la perdida. Al presentarla en un contexto distinto y cerrarla con una conclusión distinta, aunque a primera vista semejante, San Mateo hace que esta parábola de Jesús diga a los dirigentes de la comunidad: Dios quiere que no dejéis abandonado al hermano caído, que busquéis al extraviado como el pastor a la oveja perdida y lo traigáis al redil.
Tenemos, pues, una misma parábola de Jesús con dos sentidos distintos. ¿Cuál fue el original, el que tenía cuando la pronunció Jesús? Aquí no podemos detenernos a exponer todos los argumentos que nos llevan a concluir que de los dos evangelistas el que nos ha conservado el sentido y la situación original de la parábola es, con gran probabilidad, San Lucas; el contexto y el sentido que tiene en San Mateo es secundario, es decir, surgido más tarde en el proceso de transmisión de la tradición evangélica. Este sentido nuevo se logró de un modo muy simple: fijando la atención en un elemento de la parábola que no era el principal, la búsqueda de la oveja por parte del pastor en lugar de la alegría por el hallazgo, y uniéndola a otras palabras de Jesús que no iban dirigidas a sus adversarios, sino al grupo de sus escogidos. La versión de San Mateo se explica muy bien desde la situación de la Iglesia en que escribe el evangelista, y menos bien desde la situación del Jesús terreno,
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en que no se puede hablar propiamente aún de una Iglesia en marcha; la de San Lucas, en cambio, armoniza perfectamente con la situación histórica de Jesús, de la que forma parte muy saliente el escándalo que su buena nueva del perdón provocó en los escribas y fariseos. Con esto no decimos que Jesús no instruyó a los suyos sobre el futuro gobierno de la Iglesia; queremos decir simplemente que la parábola de la oveja perdida no perteneció originariamente a este grupo de instrucciones. De lo contrario no se explicaría el marco en que la presenta San Lucas y el sentido que en él tiene.
b) Parábola de los enviados a la viña (Mt 20,1-16). En las traducciones castellanas de los evangelios, esta parábola se cierra con la conclusión siguiente: "Así serán los últimos primeros, y los primeros últimos; porque muchos son llamados, mas pocos elegidos" (v. 16). Es fácil ver que aquí no tenemos una conclusión unitaria, sino dos conclusiones yuxtapuestas: en realidad, el que los llamados sean muchos y los elegidos pocos no explica o justifica que los últimos sean primeros y los primeros últimos. En otras palabras: la segunda parte de la conclusión no da el motivo de la primera.
Pero leyendo el texto con atención se observa otra anomalía: los enviados a la viña reciben todos el mismo jornal, un denario; no hay distinción entre los de la hora primera y los de la última, ni se habla de llamados y elegidos. El v. 16 b, por tanto, no tiene nada que ver con la parábola que precede. Ahora bien, la misma sentencia, "muchos son llamados y pocos elegidos", cierra la parábola del que entró en el banquete sin traje de boda (Mt 22,14), y aquí ciertamente está en su sitio: la parábola habla de uno que fue llamado, pero no elegido; en ella se plasma la verdad de que no basta la invitación, la llamada, para pertenecer al grupo de los elegidos.
Tenemos, pues, en el mismo evangelio una misma sentencia de Jesús repetida dos veces; en un caso la sen-
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tencia armoniza muy bien con el contexto; en otro, al final de la parábola de los enviados a la viña, no. ¿No será que una mano torpe la añadió aquí tomándola de donde estaba perfectamente en su sitio? Afortunadamente, en este caso podemos dar una respuesta segura. Hemos dicho que la conclusión doble aparece en las traducciones castellanas corrientes. Pero no ocurre así en los manuscritos en que nos ha llegado el original griego: la mayoría de ellos, los más recientes, sí la traen; y por eso aparece en las traducciones modernas. Pero los mejores y más antiguos manuscritos, los unciales del texto alejandrino o neutral (códices Vaticano, Sinaítico y algunos más), no la traen. Se trata, por tanto, de una adición de los copistas posteriores, no del autor mismo del evangelio.
Pero en este caso no sólo podemos estar seguros de que nos hallamos ante una adición de copistas, también podemos adivinar qué fue lo que movió a éstos a hacerla. Desde muy antiguo se leían juntos en la liturgia de la misa esta parábola y el pasaje de 1 Cor que dice: "¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren, pero uno solo recibe el premio? Corred de modo que lo alcancéis" (9,24-27). Aunque con otra imagen, este pasaje de San Pablo habla también de llamados y elegidos: todos corren en el estadio, pero no basta participar en la competición; los descalificados no alcanzan el premio. La idea que el apóstol quiere expresar es la misma que dramatiza la parábola del invitado al banquete y arrojado fuera por no llevar el traje requerido. Por seguir a la lectura de esta epístola, la parábola de los enviados a la viña se leyó a la luz de la idea central del pasaje de San Pablo, y para hacerle expresar el mismo pensamiento se le añadió al final la conclusión de la parábola del expulsado del banquete. Al añadirla, los escribas dieron sin duda por supuesto que los enviados de primera hora, por murmurar contra el amo, se quedaron sin jornal; cosa que no dice la parábola.
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Pero ya la primera parte de la conclusión, "los últimos serán primeros, y los primeros los últimos" (v. 16a), es claramente una adición que no armoniza bien con la parábola, que en realidad no constituye la moraleja de ésta. Y esta vez la adición sí es del evangelista, pues la contienen todos los manuscritos. Para entender lo que ha ocurrido es preciso recordar que esta parábola sólo nos ha llegado en San Mateo; luego, comparando su evangelio con el de San Marcos, observamos que la parábola está insertada en la trama del segundo evangelio entre Me 10,31 y 10,32; antes y después de la parábola, el primer evangelista ofrece la misma materia y en el mismo orden que el segundo. Pero Me 10, 31, el versículo al que San Mateo hace seguir su parábola de los enviados a la viña, dice: "Y muchos primeros serán últimos, y muchos últimos serán primeros". Se ve, por tanto, que el primer evangelista entendió la parábola como una ilustración de este dicho de Jesús, que en San Marcos se halla suelto. Así lo confirma el hecho de que lo repitió al final de la parábola, como conclusión de la misma. Para esto el primer evangelista debió pensar que el elemento central de la parábola, el que contenía la "enseñanza", eran las palabras del amo al administrador: "Llama a los obreros y págales su jornal, empezando por los últimos hasta llegar a los primeros". Entendido así, la parábola expresaba la enorme distancia que media entre el juicio de los hombres y el de Dios, como aparecerá cuando venga como juez.
Así llegó la parábola al evangelista San Mateo o así la leyó él; no siempre podemos distinguir en los evangelios entre lo que es obra del evangelista y lo que él recibió ya de la tradición. Pero, ¿por qué no decimos que éste era el sentido de la parábola en boca de Jesús? Decíamos que la sentencia "los últimos serán primeros, y los primeros últimos" no armoniza bien con la parábola, que no puede considerarse como la moraleja de la misma. La parábola, en efecto, no distingue
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entre primeros y últimos: todos los trabajadores reciben el mismo jornal. Precisamente lo extraño de la conducta del amo es que paga a todos igual, que no hace distinción entre el que trabajó una hora y el que soportó todo el peso del día. La único que en la parábola alude a últimos y primeros es la orden del amo al administrador: "Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últimos hasta llegar a los primeros". Pero si el jornal es el mismo, el orden en que se recibe no constituye ningún favor o perjuicio especial. En el relato parabólico, la razón de ser de esta orden es dar ocasión a que los de primera hora, al ver que los de la hora undécima recibían un denario, se creyesen con derecho a recibir más y protestasen.
A esta protesta, el amo replica con una pregunta incisiva: "Amigo, no te hago agravio. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? Toma lo tuyo y vete. Y si quiero a este último darle lo mismo que a ti, ¿no me es permitido hacer de lo mío lo que quiero? ¿O ha de ser malo tu ojo porque yo soy bueno?" (vv. 13s). Estas palabras del amo constituyen un excelente y expresivo final de la parábola; en ellas reside la intención o moraleja del relato: la desconcertante bondad del amo con los de la hora undécima choca con el quisquilloso sentido de "justicia" de los primeros. Se trata quizá de la más vigorosa defensa de la buena nueva del perdón de Dios a los pecadores que el sentido fariseo de la justicia divina considera incapaces de perdón. El perdón de Dios a los pecadores entraña necesariamente un igualar a éstos con los justos; por eso es perdón. Con la parábola, Jesús viene a decir: así es de inmensa la misericordia de Dios, así es el perdón de Dios; tan desconcertante, que a los ojos de los hombres puede parecer una injusticia.
Cuando San Mateo escribe su evangelio, los oyentes o lectores de la parábola ya no están en la situación de Jesús; el escándalo que su buena nueva del perdón de
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Dios provocó entre los fariseos y la réplica de Jesús en defensa de la misma pertenecen al pasado. Era natural, por tanto, leer la parábola desde la perspectiva presente; y así se leyó en ella una apremiante advertencia ante un peligro siempre actual, incluso dentro de la Iglesia: el de que los justos no entendieran el proceder de Dios con los pecadores, representados en la parábola por los obreros de la hora undécima; el peligro de que, mientras ellos se eren los primeros, Dios los considere últimos. Como se ve, la actualización de la parábola se logró con muy poco retoque: siemplemente su colocación tras unas palabras de Jesús que advertían cómo ante Dios "muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros", y la repetición de la misma sentencia al final; y esto se hizo considerando elemento principal del relato parabólico algo que no lo era originariamente: la orden del amo de pagar primero a los últimos.
c) La respuesta de Jesús sobre el divorcio (Mt 5, 32; 19, 9).—La versión de este episodio en San Mateo contiene una cláusula que falta en el paralelo de San Marcos. Esta cláusula ha causado muchos quebraderos de cabeza a los exegetas. Lo esencial de la respuesta de Jesús a la pregunta de si le es lícito al hombre repudiar a su mujer dice así: "Pero yo os digo que todo el que repudia a su mujer —exceptuando el caso de porneia— la hace cometer adulterio; y quien se casa con la repudiada comete adulterio".
El paralelo de San Marcos dice rotundamente: "El que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio" (10,11). En teoría se podía pensar que San Marcos ha suprimido el paréntesis de San Mateo; pero son muchas las razones en favor de la hipótesis contraria: que el paréntesis es una adición del primer evangelista a un texto que no lo tenía. Pero entonces se plantea un problema: según San Marcos, Jesús no admite posibilidad de repudio; ¿la admite según San Mateo?
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A primera vista parece que sí: en el caso indicado por el paréntesis. Con esto, sin embargo, no se ha resuelto la dificultad, pues el sentido del paréntesis no es fácil de captar en una lectura no preparada.
Para entenderlo se han de tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, la forma en que está formulada la pregunta: "¿Es lícito al hombre repudiar a su mujer?" Propiamente, por tanto, no se plantea la cuestión de la licitud del divorcio, sino, según la mentalidad judía de la época, la cuestión de si el marido puede repudiar a su mujer. En segundo lugar —y aquí está la clave del problema—, ¿cuál es aquí el significado de la palabra griega porneia? Sin conocer éste, no podremos saber en qué caso será lícito al hombre repudiar a su mujer. Ciertamente, porneia no significa aquí "adulterio", pues en el mismo pasaje se emplea el verbo moi-chásthai para decir que el que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio. Pudiera designar la "fornicación" en general, o la "prostitución"; pero la palabra tiene otro significado más concreto que armoniza mucho mejor aquí: el de "matrimonio entre parientes muy cercanos" (hermano y hermana, hijastro y madrastra, etc.).
En la primera carta a los Corintios San Pablo ordena con energía a la comunidad que expulse de ella a un escandaloso, del que dice que ha cometido un grave delito de porneia; y a continuación explica que esa porneia consiste en que ha tomado por mujer a la mujer de su padre, es decir, a su madastra (1 Cor 5,1). La palabra griega, por tanto, designa aquí una unión incestuosa de hombre y mujer. El mismo sentido tiene en el decreto del concilio de Jerusalén. Como se sabe, este decreto puntualiza qué prescripciones de la Ley mosaica deben cumplir los paganos que entran en la Iglesia: no comer carne sacrificada a los ídolos, no comer sangre ni animales sofocados (es decir, no debidamente desangrados) y abstenerse de la porneia (Hch 15, 29),
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Si porneia designase aquí la fornicación en general o la prostitución, resultaría extrañísimo que se la equipare a preceptos de pureza legal judía y sobre todo que se la considere como un pecado especial del que deben abstenerse los paganos convertidos. Las cláusulas del decreto no contienen prescripciones morales, sino preceptos rituales muy arraigados en el judaismo; y están destinados a lograr una armoniosa convivencia entre judeo-cristianos y pagano-cristianos dentro de la única Iglesia. A causa de la categórica prohibición de Lv 18,6-18, la práctica de matrimonios incestuosos no existía en el judaismo; en los ambientes paganos, este tipo de uniones parece que no era raro.
Tras estas consideraciones volvamos a la respuesta de Jesús en el Evangelio de San Mateo. Especificando el sentido de la palabra porneia, la respuesta dice: "Pero yo os digo que todo el que repudia a su mujer —exceptuado el caso de unión incestuosa— y se casa con otra comete adulterio". Para lectores judíos, la cláusula entre paréntesis, con la aparente excepción, era innecesaria: sabían muy bien que tal matrimonio no era matrimonio, y probablemente no conocían casos de él. Pero en ambiente pagano, o en ambientes judíos de la Diás-pora muy expuestos a contaminación de paganismo, podía darse el caso de un hombre casado con una pariente muy próxima que deseaba entrar en la Iglesia. ¿Qué debía hacer entonces? Sencillamente, repudiar a tal mujer; pero no porque para tales casos Jesús hubiese autorizado el divorcio, sino porque entonces lo que había era únicamente concubinato incestuoso, no verdadero matrimonio.
En realidad, por tanto, la versión de San Mateo habla de la indisolubilidad del matrimonio con la misma rotundidad que la de San Marcos. Su versión es una ex-plicitación o actualización de un dicho de Jesús, provocada por una situación nueva en la comunidad primitiva (aparte la preocupación catequética del evangelista). El
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que San Mateo dé aquí la norma a seguir en un caso concreto armoniza con el carácter especial de su evangelio, que ha sido llamado un "manual de halakah (palabra hebrea que significa "norma de conducta") cristiana".
CONCLUSIÓN
Estos ejemplos no son más que una pequeña ilustración de lo que afirmábamos al comienzo sobre el proceso a que se ve sometida la tradición sobre Jesús desde los comienzos hasta su fijación final en los evangelios que han llegado a nosotros. Con ellos no hemos ilustrado todos los fenómenos que tuvieron lugar en este proceso. Para un estudio más completo, cada relato evangélico, cada dicho de Jesús debe analizarse por separado. Este análisis no siempre es fácil, y las conclusiones a que llegan los estudiosos no siempre concuerdan. No obstante, este esfuerzo por reconstruir la historia de la tradición, distinguiendo —si es posible— entre la forma primitiva y los retoques que los materiales sufrieron en la etapa pre-literaria y en la redacción final, puede darnos mucha luz.
Pero no se crea que todo esto es un hallazgo recentísimo de la última exégesis alemana. En 1904 escribía ya el P. Lagrange: "Es ley de la historia que las palabras no pueden ordinariamente ser transmitidas con una fidelidad total y que los hechos cambian de fisonomía con el tiempo. Hay sentencias tan bien acuñadas que atraviesan los siglos, y hechos absolutamente ciertos; pero aquí se trata del conjunto de la materia histórica. Ahora bien, la comparación de los evangelios entre sí, todos los cuales son igualmente inspirados y canónicos, demuestra que la inspiración no los preservó de esta condición de la humanidad, e incluso que obedecieron a esa otra ley que hace que el historiador más penetrado
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de su papel de historiador introduzca en su relato algo de sus ideas y de las ideas de su grupo; de ahí sus divergencias".
La Instrucción de la Comisión Bíblica sobre la verdad histórica de los Evangelios reconoce la utilidad de los trabajos que los exegetas realizan en este campo. Al mismo tiempo pone en guardia contra un peligro: el escepticismo extremo que denuncian algunos autores al valorar lo que en los evangelios hay de dichos auténticos de Jesús y hechos históricos. Semejante escepticismo es inconciliable con una actitud de crítica seria, científicamente exigente y a la vez humilde, es decir, que sabe reconocer la incertidumbre de ciertos resultados que a veces se presentan como dogmas.
MARIANO HERRANZ
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EL MUNDO DE LOS EVANGELIOS
EL EVANGELIO Y LOS EVANGELIOS
1. Una costumbre beduina y un pasaje de S. Lucas.
Entre la multitud de autores que en los tiempos modernos se han dedicado al estudio de los evangelios hay un grupo que se asignó una tarea humilde y poco deslumbrante, pero de gran utilidad: reunir los materiales que puedan servir a otros para arrojar luz sobre pasajes oscuros, o simplemente para hacer que las páginas de los evangelios hablen un lenguaje más vivo. Con este fin se han reunido datos arqueológicos, documentos oficiales y privados del mundo contemporáneo, textos de la antigüedad judía y griega. Junto a estos materiales que pudiéramos llamar muertos, otros autores han recogido materiales que pudiéramos llamar vivos: las costumbres de todo tipo que llenan la vida de las poblaciones rurales de la Palestina árabe, sobre todo antes de que éstas perdieran su pureza arcaica al contacto de la civilización occidental.
En este campo merece destacarse la obra del alemán G. Dalman, que entre 1927 y 1941 publicaba ocho respetables volúmenes con una descripción minuciosa de las técnicas de trabajo agrícola, ganadero, etc., y de las costumbres de las poblaciones campesinas de Palesti-
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na (1). No siempre podemos tener certeza de que una práctica o costumbre actual existía ya en forma idéntica en tiempo de Jesús, pero en muchos casos sí; y siempre lo que los estudiosos modernos han logrado controlar y describir en sus escritos puede ayudarnos mucho en nuestra lectura de los evangelios. A la luz de estos documentos vivos, los occidentales de hoy podemos sentirnos más cerca del escenario geográfico y humano en que predicó Jesús. Se trata, por tanto, de materiales nada despreciables.
Pues bien, para entender por qué los libros que hablan de Jesús se llaman "evangelios" nos puede ser útil una costumbre que existe entre los beduinos de Palestina, hombres que viven con sus ganados en las zonas desérticas, no lejos, por ejemplo, de Belén. Cuando a una mujer le llega la hora de dar a luz, los muchachos esperan fuera de la tienda. Apenas saben la noticia, la pequeña tropa sale corriendo, en una afanosa competición, porque cada uno de los minúsculos mensajeros quiere ser el primero en comunicar al padre la nueva. Y la fórmula de ritual para ello es: "El-bishara, el-bishara (¡Buena nueva, buena nueva!), te ha nacido un hijo". Naturalmente esta fórmula gozosa es la utilizada en el caso del nacimiento de un hijo varón, sobre todo si se trata del primogénito. Entre las familias orientales, el nacimiento de una hija ya no es noticia tan gozosa; por eso el mensajero que la lleva al padre se limita a decir con voz entrecortada y vacilante: "Bendita sea la esposa". Palabras que aluden al futuro matrimonio de la recién nacida, con ocasión del cuál el padre recibirá la correspondiente dote.
Un exégeta católico alemán, franciscano que ha vivido muchos años en Palestina, señalaba recientemente cómo varios pasajes de los relatos de la infancia en los evangelios canónicos y algunos apócrifos reflejan en su redacción costumbres que se han mantenido vivas hasta hoy (2). Así ocurre con la segunda parte del relato del
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nacimiento de Jesús en San Lucas. Los pastores velan sus rebaños durante la noche en los campos de Belén. De repente, el ángel del Señor se les aparece y les dice: "No temáis. Os anuncio (euangelízomai) una gran alegría: os ha nacido hoy un Salvador, que es el Cristo Señor" (Le 2, lOs). El nacimiento de Jesús, Señor y Salvador esperado, era la mejor de las buenas nuevas que podía recibir tanto un israelita piadoso como todo hombre creyente. Sin embargo, la fórmula con que San Lucas hace que el ángel la comunique a los pastores —-y a través de ellos a sus lectores— es muy semejante a la fórmula familiar con que los muchachos beduinos de hoy y sus antepasados de hace dos mil años llevan al padre la buena nueva de que le ha nacido un hijo.
Dentro de la fórmula beduina, la palabra clave es bishara, "buena nueva". En San Lucas, a esta palabra corresponde el verbo griego euangelízesthai, "dar una buena nueva". Pero eso, forzando la etimología, la fórmula de San Lucas podía traducirse: "Os traigo una buena nueva, una gran alegría". Si hubiese empleado el sustantivo, "buena nueva", en lugar del verbo correspondiente, San Lucas habría escrito: enangclion. En la Biblia árabe, la palabra que traduce el término griego euangélion es bishara.
Pero los contactos del relato de San Lucas con esta costumbre beduina no terminan aquí. Con la repetición de la palabra clave, el-bishara, el-bishara, se acentúa la emoción y la novedad que supone el acontecimiento familiar que se anuncia. Algo semejante, aunque expresado en una forma más literaria que la espontánea del lenguaje vivo y familiar, encontramos en las palabras del ángel a Zacarías cuando le anuncia el nacimiento del Precursor, que a su vez será el heraldo del Mesías: "Será para ti gozo y regocijo, y todos se alegrarán en su nacimiento" (Le 1,14). En la expresión "gozo y regocijo"
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nos llega un eco del doble "¡buena nueva, buena nueva!" que lleva hoy todavía la noticia gozosa al padre que espera.
Es habitual también, y muy comprensible cuando se trata de una noticia gozosa, que el que la recibe exprese al portador su agradecimiento mediante alguna recompensa. Lo mismo hicieron los pastores de Belén después de encontrar a María y a José, y al Niño acostado en un pesebre: el evangelista dice que "se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según se les había dicho" (Le 2, 20). El mensajero que lleva a los pastores la buena nueva es el ángel del Señor; no se puede pensar, por tanto, que agradecieran la buena nueva con una recompensa material. El único modo de agradecer a Dios, que es quien aquí comunica el gozoso acontecimiento, es glorificar y alabar a Dios; y eso hacen los pastores.
2. Una familia de palabras griegas.
La palabra "evangelio" puede considerarse propiamente como castellana, pues pertenecía ya al léxico latino antes que la lengua del Imperio Romano se fragmentara en las lenguas romances. Pero en latín no era una palabra nativa: se trataba de una palabra griega que, como otras del vocabulario cristiano primitivo, fue admitida sin traducir. Los más antiguos escritos cristianos, que son los que componen el Nuevo Testamento, están redactados en griego; cuando se escribieron, las comunidades que formaban la Iglesia eran en su casi totalidad de habla* griega. De ahí que para entender bien estos libros sea necesario conocer el griego.
En el griego profano tenemos una pequeña familia de palabras compuesta por el sustantivo euángelos, el ver-
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bo euangelízesthai y el adjetivo sustantivo euangélion. El euángelos es el mensajero portador de una buena noticia. El euángelos más famoso es el que viene del campo de batalla, en barco, a caballo, o sencillamente corriendo, y anuncia a la ciudad, que espera impaciente, la buena nueva de la victoria sobre el enemigo. Pero la buena nueva no es siempre una victoria; su contenido puede ser de carácter político o privado, y a veces es comunicada también mediante una carta. En su Vida de Mario, por ejemplo, Plutarco narra cómo llegan dos hombres a caballo y "anunciándole (euangelizómerioi) que ha sido elegido cónsul por quinta vez, le hacen entrega de una carta en que se le informa del acontecimiento".
La acción de "comunicar una buena nueva" se expresa en griego mediante un verbo derivado de euángelos: euangelízesthai, el que utiliza San Lucas en las palabras del ángel a los pastores. De la misma palabra, el griego formó un adjetivo sustantivado, que es el que más nos interesa aquí: euangélion. Este puede designar dos cosas distintas, aunque estrechamente relacionadas entre sí: la noticia gozosa recibida y la recompensa que se da al euángelos portador. En gran medida, euangélion se hizo término técnico para designar la buena nueva de la victoria. En este contexto se utiliza la expresión euangélia thyein, "celebrar con sacrificios la buena nueva". Cuando ésta llega, la ciudad se llena de alegría, se organizan festejos y se ofrecen sacrificios, reconociendo que, en última instancia, el acontecimiento favorable es un don otorgado por los dioses.
Pero en el mundo helenístico la palabra euangélion había adquirido también un sentido religioso o, mejor dicho, se empleaba también en un marco religioso con una carga especial. Este marco podemos llamarlo el del culto al Emperador. Recuérdese que el título de "Augusto" significa "venerable, digno de reverencia"; al otorgárselo al Emperador, se colocaba su persona en el áni-
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bito de la divinidad. Espigando entre los textos de la época que glorifican al Emperador, podemos recomponer una especie de teología imperial. El soberano es de esencia divina; su influencia y su poder alcanzan a hombres y animales, abarcan mar y tierra. La naturaleza misma le obedece, vientos y tempestades le están sometidos. Puede incluso realizar milagros y curaciones —por ejemplo, las que Tácito cuenta de Vespasiano—, pues es el salvador del mundo, el que libera al hombre de su condición menesterosa. Por eso su llegada a la tierra es la de una divinidad que ha tomado forma humana, y su nacimiento es causa de inmensa alegría para todo el reino. Señales prodigiosas marcan el curso de su vida. Un cometa aparece para anunciar el comienzo de su reinado; después de su muerte, portentos en el cielo proclaman su entrada en la esfera de los dioses. Por otra parte, puesto que el Emperador está por encima de los demás mortales, sus disposiciones son noticias gozosas y sus decretos son tenidos por escritos sagrados. También sus palabras son divinas y contienen felicidad y bien para los hombres.
En este marco del culto imperial, el primer enangéüon, la primera buena nueva, es la del nacimiento del Emperador. Mejor que con explicaciones genéricas, el lector podrá familiarizarse con la terminología griega de este ambiente leyendo un documento de la época. Se trata de una inscripción hallada en Priene, Jonia (actual Turquía), que contiene un edicto del Concejo de la ciudad, promulgado el año 9 a. C , introduciendo el calendario juliano: en adelante, el año comenzará en la fecha del aniversario de César Augusto. La inscripción dice:
Puesto que la providencia, que ha dispuesto de modo divino nuestra vida, usando celo y magnanimidad ha adornado nuestra vida con el bien más perfecto concediéndonos a Augusto, al cual, para bien de los hombres, llenó de virtud, de modo que a nosotros y a los que vengan después de nosotros nos ha concedido la gracia
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de un salvador que ha puesto fin a la guerra y ha creado la paz, y el César, apareciendo, ha desbordado las esperanzas, en cuanto a buenas nuevas (euangeliá), de todos los tiempos anteriores, no sólo superando a los bienhechores que han existido antes de él, sino también no dejando esperanza de superación a los que existirán, el día natalicio del dios (=Augusto) ha significado para el mundo el comienzo de las buenas nuevas (euangélion) traídas por él...
A la buena nueva del nacimiento del soberano seguirán otras, como la de la llegada del príncipe heredero a la mayoría de edad, y sobre todo la de su subida al trono como emperador. Así lo vemos en un papiro de mediados del siglo III d. C , que contiene una carta de un alto funcionario egipcio a otro, en la que se ordena festejar la buena nueva de la proclamación de G. Julio Vero Máximo como emperador. El fragmento de la carta que se ha conservado dice:
Puesto que he tenido conocimiento de la buena nueva (euangelíoü) de la proclamación como emperador de Gayo Julio Vero Máximo Augusto, hijo de nuestro señor, el amadísimo de los dioses emperador César Gayo Julio Vero Máximo, piadoso, bienhadado y augusto, es necesario, oh ilustrísimo, que se celebren los espectáculos. Así, para que lo sepas y te halles presente...
Dentro del Nuevo Testamento son las cartas de San Pablo los escritos que más emplean la palabra euangélion, y siempre en un sentido religioso: de una u otra manera, siempre se habla de "Evangelio de Dios" o "Evangelio de Jesucristo". No hace falta demostrar que los autores sagrados, que escriben en griego y para lectores de habla griega, suponen el significado básico de "buena nueva" cuando emplean la palabra euangélion. Se ha discutido, en cambio, si los primeros cristianos de habla griega acuñaron la expresión "Evangelio de Jesucristo" por influjo de la carga especial que la palabra euangélion tenía en la
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literatura religiosa helenística relacionada con el emperador.
En el primer cuarto de este siglo, en que existió cierta fiebre por explicar expresiones, ideas y ceremonias cristianas a partir del mundo religioso helenístico, algunos autores creyeron que el contenido especial y el uso de la palabra euangélion en los escritos de la Iglesia primitiva fueron provocados por el sentido religioso de la misma en el ambiente pagano. Tendríamos así una adaptación cristiana de una concepción y una terminología paganas. Frente a los "salvadores" terrenos que el mundo pagano veía en los emperadores, los cristianos veían en Jesús el único verdadero Salvador; frente a la prosperidad o salvación que los paganos creían recibir de sus "salvadores" imperiales, los cristianos proclamaban la única verdadera salvación, otorgada por Dios por medio de Jesús; frente a la "buena nueva", el euangélion, del nacimiento, la subida al trono o la obra del venerado emperador, los cristianos proclamaban el euangélion de Dios, o de Cristo, es decir, la aparición y la obra de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado, único Señor y Salvador.
En teoría, esta adaptación es posible y, rectamente entendida, no menoscabaría en nada la ortodoxia o la originalidad cristianas. Pero, a pesar de que la Iglesia inicia su expansión muy pronto en el mundo cultural griego, y para la expresión de su fe no tuvo reparo en recurrir a concepciones griegas para adaptarse a hombres de mentalidad helenística, no se debe olvidar que el origen primero de la Iglesia es judío, que los misioneros de los primeros veinticinco años en el mundo pagano son cristianos de origen judío —recuérdese sobre todo a San Pablo— y que estos misioneros tienen tras sí toda una tradición judía, alimentada principalmente por los Libros Sagrados del Antiguo Testamento. En la palabra euangélion, tan importante en la primera predicación apostólica, tenemos un caso más de lo que se ha llamado "concepciones hebreas en ropaje griego", es decir, palabras griegas
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con un contenido determinado por la Biblia hebrea. Un especialista en el marco helenístico de la Iglesia primitiva, el americano A. D. Nock, escribía recientemente a este respecto: "Existe un abismo entre el empleo de euangélion en el Nuevo Testamento y el uso accidental que del término se hacía para expresar la lealtad al emperador; dudo incluso que un cristiano del siglo t tuviera noticia de que el término fuese empleado en ese contexto" (3).
3. El anuncio de la "buena nueva" en el Antiguo Testamento.
Los autores sagrados del Nuevo Testamento, y los primeros predicadores de habla griega de los que no conservamos escritos, estaban familiarizados con el significado profano, común, de la palabra euangélion por el simple hecho de conocer la lengua. Quizá conocían también el sentido religioso de la palabra en el marco del culto al emperador. Pero lo que podemos afirmar con certeza es que estaban familiarizados con otro sentido religioso de la misma, que les venía de otra fuente: la traducción griega del Antiguo Testamento llamada de los LXX. En esta versión de la Biblia hebrea, que estaba terminada antes de la era cristiana, los primeros predicadores y escritores cristianos tenían, como es natural, conceptos hebreos en ropaje griego. Los judíos de la Diás-pora, para los cuales se había hecho esta traducción, estaban acostumbrados ya a pensar y exponer su fe— tan distinta de la que caracteriza a la religiosidad helenística pagana— en lengua griega.
Hemos visto cómo la palabra árabe que significa "buena nueva" es bishara. El árabe es una lengua hermana del hebreo; por eso no es de extrañar que al grupo de palabras griegas con que se designan la buena nueva y su
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anuncio correspondan en la Biblia hebrea palabras de la misma raíz que bishara. Así tenemos el verbo bissar, "anunciar una buena nueva"; el participio mebasser, "el que anuncia una buena nueva"; y el sustantivo besorah, "buena nueva". Cuando los LXX hicieron la versión de los Libros Sagrados hebreos, para traducir estas tres palabras utilizaron los términos griegos que ya conocemos: el verbo euangelízesthay, el participio euangelizómenos y el sustantivo euangélion.
En el grupo de palabras hebreas que designan la buena nueva y su anuncio hay que distinguir también un uso profano y otro religioso. Como ilustración del uso ordinario tenemos un ejemplo curioso: un pasaje de Jeremías que supone la costumbre beduina de que hablábamos al comienzo. En una dolorida queja ante Dios, que recuerda mucho la angustia y desesperación de Job, el profeta clama:
¡Maldito sea el día ¿n que nací! ¡El día en que me dio a luz mi madre no sea bendito! Maldito el hombre que anunció a mi padre la buena nueva (hebreo, bissar; griego de los LXX, eunngelisámcnos): "Te ha nacido un hijo varón", llenándolo de gozo. Sea ese hombre como las ciudades que destruye el Señor sin compasión (Jr 20, 14-16).
La buena nueva cuyo anuncio se expresa con el verbo bissar es con frecuencia la buena nueva de la victoria (cf. 1 Sam 31,9; 2 Sam 1,20; 18,19s. 31); en 2 Sam 18, 31, por ejemplo, el cushita que viene del campo de batalla donde ha sido derrotado y muerto el rebelde Absalón dice a David: "Reciba la buena nueva (hebreo, yitbasser; griego de los LXX, euangelisthétó) mi señor, el rey, de que Dios ha defendido hoy su causa contra todos los que se alzaron contra él." La continuación del relato nos hace ver cómo la noticia de esta victoria no fue para David
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una buena nueva, pues entrañaba la muerte de su hijo. Por eso las palabras del mensajero, que quieren dar al mensaje un sentido religioso, suenan a falsas.
En 1 Sam 31,9, donde se narra la derrota y muerte de Saúl en los montes de Guélboe, podemos ver cómo la palabra adquiere un sentido religioso. "Al día siguiente —dice—, los filisteos vinieron a despojar a los muertos y hallaron a Saúl y sus tres hijos. Cortaron la cabeza a Saúl y se apoderaron de sus armas, y enviaron por toda la tierra de los filisteos para proclamar la buena nueva (hebreo, basser; griego de los LXX, euangelizontes) en los templos de sus ídolos y entre el pueblo". Se trata, por tanto, de una proclamación solemne de la victoria, realizada en un acto cultual. En el bellísimo canto triunfal que es el Sal 68 encontramos la misma idea, aplicada a la victoria de Israel sobre sus enemigos, para tomar posesión del monte Sión, donde se alzará el santuario de Yahvé:
Da su voz de mando el Señor. vienen en tropel los proclamadores de buenas nuevas (hebreo, hammebasserot; griego de los LXX: enangelizomé-nois): "Huyen los reyes de los ejércitos, huyen. Hasta la mujer que está en casa participa en el botín" (Sal 68, 12s).
Pero donde, dentro del Antiguo Testamento, el anuncio o el anunciador de una buena nueva tiene un sentido religioso que carece totalmente de paralelo en el mundo griego es en la segunda parte del libro de Isaías y la literatura influida por su autor. Aquí habla un profeta anónimo de la segunda mital del siglo VI a. C, cuando se vislumbra el final del destierro en Babilonia. La ruina de Jerusalén y el destierro habían sido, como se encargaron de proclamar los grandes profetas Jeremías y Eze-
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quiel, obra de Dios que se sirvió del rey de Babilonia para castigar a su pueblo infiel. La desolación de Jerusa-lén y Judá, junto con la deportación de la élite dirigente, parecían proclamar que el Señor había abandonado a su pueblo. El retorno y la restauración inminentes, proclamados ahora como una buena nueva, pregonan el perdón de Dios. He aquí uno de los pasajes más bellos y que mejor nos introducen en esta terminología que servirá de base a la del Nuevo Testamento:
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del que anuncia buena nueva (hebreo, mebasser; griego de los LXX, euangelizoménoú), que proclama paz, que anuncia bien (hebreo, mebasser; griego de los LXX, euangelizómenos), que proclama salvación...! Cantad todas a una vuestros cantos, ruinas de Jerusalén; porque Yahvé consuela a su pueblo y rescata a Jerusalén. Yahvé alza su santo brazo a los ojos de todos los pueblos, y los extremos de la tierra ven la salvación de nuestro Dios (Is 52, 7-10).
En este bello a la vez que sencillo poema, el mensajero está presentado como el heraldo que precede al pueblo que retorna de Babilonia a Sión. Y su pregón desde el monte es el anuncio de la gran victoria de Dios, de su venida, el comienzo de su reino, la llegada de los tiempos nuevos. Pero el heraldo proclama esta buena nueva al mundo entero. Es fácil ver cómo aquí el profeta parte del sentido profano de bissar y mebasser para expresar un contenido religioso. Se anuncia una buena nueva, o mejor, se describe su anuncio con imágenes tomadas del regocijo popular con ocasión de las victorias guerreras. Pero aquí el mebasser es el mensajero de Dios, el que proclama su soberanía y mediante su palabra poderosa trae
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la salvación final, escatológica. Eso quiere decir el pregón: "Dios reina". La palabra de Dios no es como la de los hombres, viento y sonido, sino una potencia creadora que hace realidad lo que dice. Por eso la buena nueva que su heraldo proclama hace irrumpir la realidad proclamada. De ahí la insistente invitación al gozo (cf. también Sal 96, que está impregnado de las ideas del segundo Isaías).
Dentro del libro de Isaías, del que hoy sabemos que era uno de los más leídos en tiempo de Jesús, tenemos otro pasaje de suma importancia porque los evangelios lo pondrán en labios de Jesús para definir el sentido de su obra y su persona. Dice así:
El Espíritu del Señor, Yahvé, reposa sobre mí, pues Yahvé me ha ungido. Para anunciar una buena nueva (hebreo, lebasser; griego de los LXX, euangelísasthai) a los pobres me ha enviado, para sanar a los de quebrantado corazón, para anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los encarcelados, para proclamar el año de gracia de Yahvé (Is 61, ls).
No hace falta insistir en la estrecha relación que existe entre este lenguaje y estas concepciones religiosas y lo que encontramos en el Nuevo Testamento. Buena nueva, reino de Dios, tiempos salvíficos por la intervención definitiva de Dios: todo nos lleva a lo que hallamos en boca de Jesús o en las exposiciones doctrinales que contienen las cartas de San Pablo. Estamos en un mundo muy distinto del que nos revelan los textos helenísticos paganos, a pesar de que en parte utilicen el mismo vocabulario porque escriben en la misma lengua y se sirven de una mismas imágenes, tomadas de la vida diaria, individual o colectiva.
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4. El Evangelio de Jesucristo según S. Pablo.
Los escritos más antiguos del Nuevo Testamento son las cartas de San Pablo; a ellas, por tanto, debemos acudir para acercarnos al lenguaje de la Iglesia primitiva. La palabra euangélion es una de las palabras fuertes, ricas de contenido, que más emplea el apóstol (60 veces). En ella hay un primer hecho que llama la atención: San Pablo la utiliza como un término conocido; en la mitad de los pasajes dice simplemente tó euangélion, "el Evangelio". No considera necesario explicitar el significado del término; sus lectores lo conocen sin duda muy bien. Esto quiere decir que el apóstol se sirve aquí de una terminología ya existente, no creada por él.
En segundo lugar debemos señalar aquí una nueva originalidad de la predicación cristiana frente a los documentos paganos en el uso del término euangélion. En el griego pagano, la palabra designa una noticia cuyo contenido es bueno, fuente de alegría y bien. En la literatura cristiana, además de este sentido, tiene otro que es desconocido en el ambiente pagano: la acción de anunciar una nueva gozosa. Por su etimología, la palabra griega no se presta a este uso: no es un nombre de acción. El que lo admita en el lenguaje cristiano se debe al transfondo de ideas que supone: las que veíamos en la predicación profética del Antiguo Testamento, que persisten en otros escritos judíos de la época intertestamentaria.
Evocando su primera visita apostólica a Filipos, San Pablo recuerda agradecido la ayuda que le prestaron los cristianos de esta comunidad y dice: "Sabéis también, filipenses, que en los comienzos del Evangelio, cuando salí de Macedonia, ninguna Iglesia abrigó conmigo cuentas de haber y deber, sino vosotros solos; pues ya en Tesalónica una y dos veces me enviasteis con qué atender a mis necesidades" (Flp 4,15s; cf. también 2 Cor 2, 12; 8,18; Flp 4, 3). Con la expresión "los comienzos del Evangelio", San Pablo se refiere al comienzo de su acti-
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vidad como evangelista, de predicador de un mensaje cuyo contenido es una "buena nueva". Esta predicación es llamada "el Evangelio".
En algunos casos, dentro de un mismo contexto, el apóstol emplea la palabra para designar a la vez la predicación de la Iglesia y el contenido de la misma. Así ocurre en 1 Cor 9, 14: "¿No sabéis que los que ejercen funciones sagradas, del lugar sagrado sacan su sustento? ¿Que los que al altar asisten, participan del altar? Así también ordenó el Señor que los que anuncian el Evangelio vivan del Evangelio". La expresión "anunciar el Evangelio" significa proclamar la Buena Nueva cristiana; "Evangelio", por tanto, designa en ella un contenido, un mensaje que se anuncia. En la expresión "vivir del Evangelio", que el apóstol presenta en paralelismo con el servicio del altar, la misma palabra designa la predicación cristiana. En otras ocasiones no resulta fácil decir a cuál de las dos cosas se refiere el apóstol; quizá se pueda pensar que a las dos a la vez como un todo inseparable, porque sin contenido que proclamar no habría proclamación, y el contenido y la eficacia de esa predicación se hacen asequibles a los hombres por medio de la predicación.
En dos pasajes principalmente da San Pablo el contenido, un breve resumen del mensaje evangélico: 1 Cor 15, lss y Rom 1, lss. En ambos casos salta a la vista que el contenido del Evangelio es Jesucristo. Al mismo tiempo, en ellas vemos cómo el mensajero de esta Buena Nueva, el evangelista antes que se escribieran los cuatro evangelios que hoy tenemos, narra una historia, aunque una historia singular: una historia que se realiza en medio de los hombres, pero cuyo agente principal es Dios. Por eso San Pablo habla del Evangelio de Dios. He aquí las palabras del apóstol:
Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié, el que también recibisteis, en el que asimismo perseveráis, por el cual también sois salvos, si lo guardáis tal como
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os lo anuncié. Si no, habríais creído en vano. Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi ve/ recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, y que fue sepultado; y que resucitó al tercer día según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, luego a los Doce (1 Cor 15,1-5).
Este pasaje nos permite ver dos cosas de gran importancia. Por un lado aquí tenemos una referencia escrita, dentro de una carta, a la predicación viva del apóstol; la carta, como más tarde los evangelios escritos, es un instrumento de esa predicación, cuyo contenido no crea el apóstol: transmite lo que él mismo había recibido. Por otra parte, este pequeño credo que San Pablo recuerda a los cristianos de Corinto contiene dos referencias a las Escrituras, es decir, a los Libros Sagrados del Antiguo Testamento. Si éste es el mensaje que él "evangeliza", que la Iglesia anuncia, que opera la salvación en quienes lo reciben, los hechos que proclama constituyen la realización del anuncio de buena nueva que Dios efectuó por medio de los profetas, cumplimiento de la promesa. A los antiguos heraldos de la promesa corresponden los heraldos de la realización. Por eso San Pablo puede aplicar a los anunciadores del Evangelio las palabras de Isaías que hablan del mebasser, el heraldo de una buena nueva: "¿Cómo oirán sin haber quien predique? ¿Y cómo predicarán si no fueren enviados? Según está escrito: ¡Qué hermosos los pies de los que anuncian (euangelizoménon) bienes!" (Rom 10, 14s).
El otro pasaje a que nos referíamos es el comienzo de la carta a los Romanos. Si el apóstol hubiera escrito una carta ordinaria, como las muchas de la misma época que conocemos por los papiros, habría dicho sencillamente: "Pablo a los que están en Roma. Salud". Pero el que escribe es un apóstol de Jesucristo, y los destinatarios son una comunidad importante, a la que además San Pablo envía una extensa carta motivada por una situación especial. Por eso, sin salirse del esquema simple del sa-
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ludo ordinario, lo redacta en forma de pregón solemne, de compleja estructura sintáctica, en que encierra todo el contenido del Evangelio:
Pablo, siervo de lesucristo, llamado a ser apóstol, segregado para el Evangelio de Dios, que de antemano había prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Santas acerca de su Hijo, el que nació de la estirpe de David según la carne, el que fue constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad desde su resurrección de entre los muertos, Jesucristo, Señor nuestro; por quien recibimos la gracia y el apostolado para obediencia de la fe entre todas las gentes en el nombre de él, entre las cuales os contáis también vosotros, llamados de Jesucristo; a todos los que están en Roma, amados de Dios, llamados santos, gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo (Rom 1, 1-7).
El lector no debe extrañarse si se pierde al leer este saludo; aparte la complejidad recargada de su redacción, a ello contribuye la densidad de su contenido. Aquí sólo queremos destacar la habilidad con que San Pablo ha presentado en un solo párrafo —y esto justifica lo recargado de su redacción— el conjunto de etapas que componen esa realidad del Evangelio: plan de Dios consignado en las Escrituras, vida y obra de Cristo —"nacido de la estirpe de David según la carne"—, apostolado o predicación de la Iglesia, vocación de todos los hombres a la salvación por este Evangelio. Y en todas las etapas se destaca la acción de Dios. Obsérvese sobre todo cómo en este saludo solemne, que es una valiosa pieza de predicación cristiana, San Pablo se define a sí mismo como "segregado para el Evangelio de Dios"; el que lo segrega es, naturalmente, Dios, como había dicho ya explícitamente en Gal 1,15: "Pero cuando plugo a Dios, que me segregó para sí desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, revelar en mí a su Hijo..." Su trabajo, por tanto, de apóstol, de ministro del Evangelio, es obra de Dios.
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De todo esto es fácil deducir que cuando San Pablo habla de la predicación cristiana llamándola Evangelio, cuyo contenido sintetiza en los pasajes citados, no ve en ella simplemente la proclamación de unos hechos del pasado, sino una potencia creadora que hace realidad lo que dice porque tiene a Dios por autor. En ella llega a los hombres la salvación de Dios; por medio de ella, del Evangelio, penetra Dios en la vida de los hombres. Por eso "Evangelio" puede designar, además de la predicación cristiana o su contenido —en el sentido de historia salvífica—, los bienes, la salvación que esa predicación trae al creyente. Así, en 1 Cor 9,22s, el apóstol escribe: "Me hice con los débiles débil para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos, para de todos modos salvar a algunos. Y todo esto lo hago por causa del Evangelio, para tener también yo una parte en él". El día de la revelación del Señor Jesús, cuya realidad también forma parte del contenido del Evangelio, cuando venga desde el cielo con sus ángeles poderosos en fuego llameante, tomará venganza de los que no' conocen a Dios y no dan oídos al Evangelio de nuestro Señor Jesús (2 Tes 1, 7s). El temor de este juicio debe pesar sobre evangelizadores y evangelizados.
5. La Buena Nueva en la predicación de Jesús.
La predicación de San Pablo no hubiera sido posible sin la de Jesús, pero hemos examinado antes la terminología del apóstol porque sus cartas son anteriores a la fijación por escrito de la predicación de Jesús en los evangelios. Esto allana el camino para entender una distinción que se debe hacer al leer los evangelios: las palabras de Jesús que éstos nos ofrecen están presentadas en un marco literario que se debe a la pluma de los evangelistas; y cuando éstos escribieron estaba ya per-
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fectamente fijado el lenguaje que en torno a la palabra euangélion hemos visto en San Pablo.
Veamos un caso concreto. San Marcos abre su libro con una frase en forma de título: "Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios". Estas palabras son del evangelista. Es posible, por tanto, entender el título en el sentido siguiente: los hechos que se van a narrar en este libro constituyen el comienzo, el origen del Evangelio que la Iglesia predica, y en cuya predicación colabora el evangelista que escribe. Así San Marcos querría decir, dando a "Evangelio" él sentido que veíamos en San Pablo, que el punto de partida y la razón de ser del Evangelio es Jesús, su palabra y su obra. Pero el título puede entenderse también de otro modo: "Comienzo —es decir, comienza el relato— de la Buena Nueva que proclamó, o que es, Jesucristo, Hijo de Dios". En este caso, el término Evangelio, sin apartarse del modo de hablar de la Iglesia primitiva, estaría más cerca del lenguaje de Jesús.
Sólo los dos primeros evangelistas emplean el sustantivo euangélion: San Marcos ocho veces, y San Mateo cuatro; San Lucas jamás utiliza el sustantivo, pero emplea con frecuencia el verbo euangelízesthai. Dado que en hebreo-arameo es casi exclusivamente el verbo correspondiente, bissar, el que encontramos, se ha supuesto que en este aspecto es San Lucas el que mejor ha conservado el lenguaje original de Jesús. Pero esto no quiere decir que San Marcos, por ejemplo, haya desfigurado el lenguaje de Jesús. También aquí será oportuno concretar lo dicho mediante un ejemplo.
En Mt 16, 25 y Le 9, 24 leemos esta sentencia de Jesús: "Quien quisiere salvar su vida, la perderá; más quien perdiere su vida por mi causa, la hallará". El paralelo de San Marcos, dice: "Quien quisiere salvar su vida la perderá; más quien perdiere su vida por el Evangelio, la salvará" (8,35); véase también Me 10,29; Mt 19,29; Le 18, 29). Propiamente hablando, durante el ministerio
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público de Jesús no existía el Evangelio (—la predicación cristiana). Cuando San Marcos escribe, sí. El hecho de que sólo él hable de perder la vida por el Evangelio se explica fácilmente: su versión del dicho de Jesús es un retoque a una versión anterior, conservada en los otros dos sinópticos, que hablaba de perder la vida por Jesús. Con esto, repetimos, el evangelista no ha desfigurado las palabras de Jesús: perder la vida por la predicación del Evangelio es en realidad perderla por Jesús. En San Pablo, decíamos, la predicación y su contenido forman una unidad, y el contenido del Evangelio es Jesucristo.
Pero esta misma unidad de predicación y mensaje o buena nueva proclamada se da ya en el Jesús terreno. Jesús se presenta como heraldo de una buena nueva, y esa buena nueva es inseparable de su persona. En dos ocasiones lo vemos hablar de sí con el lenguaje del Antiguo Testamento. En el episodio de la sinagoga de Naza-ret según San Lucas (4,16-21), tras leer el pasaje de Isaías en que el profeta se declara enviado por Dios para llevar una buena nueva a los pobres (Is 61,1-2), dice: "Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros". El mismo texto profético utiliza en su respuesta a los enviados del Bautista: con Jesús, los pobres reciben una buena nueva (euangelízontai) (Mt 11,5; 7,22). En Jesús, por tanto, llega a los hombres la Buena Nueva de Dios.
Aunque no aparezca en ellos el verbo euangelízesthai ni el sustantivo euangélion, hay otros pasajes en que es bien visible la presencia del lenguaje profético. Veíamos, en efecto, cómo el anuncio de la Buena Nueva iba acompañado de otra expresión que es esencialísima en la predicación de Jesús: el reino de Dios. La frase con que San Marcos compendia la predicación de Jesús dice: "Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios" (1,15). Esto es verdaderamente Evangelio, Buena Nueva. Los pasajes proféticos que hablan del heraldo que trae una buena nueva (el mebasser) están llenos de invitaciones a la alegría; en la predicación de Jesús, la invi-
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tación a la alegría es a veces incluso desconcertante. Recuérdese su respuesta a las murmuraciones de los fariseos porque sus discípulos no ayunan: "¿Cómo pueden ayunar los invitados a la boda mientras está con ellos el esposo", es decir, mientras se celebra el banquete? (Me 2, 19). Estar con Jesús, escuchar la Buena Nueva de Jesús es hallarse en el regocijo del banquete; y como un banquete desbordante describía la tradición profética el reino de Dios.
6. El Evangelio y los evangelios.
Con lo expuesto hasta aquí no resultará difícil comprender por qué los escritos del Nuevo Testamento que nos presentan la persona y la palabra de Jesús fueron llamados "evangelios". En el Nuevo Testamento, la palabra euangélion no designa nunca un escrito, sino la predicación de la Iglesia o su contenido. No obstante podemos decir que ya en San Pablo encontramos el punto de partida para el hecho singular de que unos libros sean llamados "evangelios". Los predicadores cristianos o proclamadores del Evangelio son llamados a veces "evangelistas" (Hch 21, 8; Ef 4, 11; 2 Tim 4, 5). En 1 Cor 15, 1, como prólogo a una extensa exposición sobre la resurrección de los muertos, San Pablo cita un resumen de su predicación y lo introduce con estas palabras: "Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os anuncié." Remite, por tanto, a sus lectores a su predicación oral. Pero al hacerlo está consignando por escrito ese mismo Evangelio oral.
Los misioneros de la Iglesia primitiva ponen la palabra escrita al servicio de la predicación oral. Del que más palabra escrita poseemos es, naturalmente, San Pablo; pero otros pudieron hacer el mismo uso de ella en el marco de su actividad misionera. El pasaje de 1 Cor 15, al mismo tiempo que cita del Evangelio predi-
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cado, es un "evangelio escrito" en miniatura. De igual manera, toda clase de escritos que presentasen las palabras y los hechos de Jesús, que constituyen la sustancia del Evangelio-predicación, era natural que recibieran el nombre de "evangelios". Y este paso era más fácil de dar si los predicadores del Evangelio —o al menos un grupo de ellos— eran llamados ya desde fecha muy temprana "evangelistas". Por otra parte, estos escritos no estaban destinados a la lectura individual, sino al recitado ante un auditorio, como la predicación. El lector o recitador realizaba una tarea de "evangelista". De ahí que predicar el Evangelio o leer un "evangelio" eran una misma cosa. Cuando estos escritos fueron varios, se pudo hablar de "evangelios".
La Didaché —el primer manual de vida cristiana, compuesto a finales del siglo I— utiliza ya el término euangélion para designar los escritos que contienen las palabras del Señor. Así, al presentar el Padrenuestro, dice: "Y no oréis como los hipócritas, sino como el Señor ordenó en su Evangelio" (8, 2). Y más adelante: "Repréndeos mutuamente no con ira, sino con paz, como tenéis en el Evangelio" (15,3; cf. también 11, 3; 15, 4).
A mediados del siglo II, el apologista Justino emplea ya el plural. "Los apóstoles —escribe—, en los Recuerdos compuestos por ellos que se llaman 'evangelios', nos transmitieron que así les fue ordenado a ellos cuando Jesús, tomando el pan y dando gracias, dijo: 'Haced esto en memoria mía '" {Apol. I, 66, 3). Pero Justino nos informa también sobre el uso que se hacía ya en su tiempo de estos escritos. He aquí sus palabras: "El día que se llama del Sol (=nuestro Domingo) se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades o en los campos. En ella se leen, en cuanto el tiempo lo permite, los Recuerdos de los apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando el lector termina, el presidente, de palabra, hace una exhortación e
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invitación a que imitemos ' estos hermosos ejemplos (Apol. I, 67, 3).
Como se ve, en tiempo de Justino los evangelios son ya Escrituras Sagradas, en igualdad de rango con los libros del Antiguo Testamento. Pero las palabras de Justino nos permiten ver también la estrecha vinculación de la predicación leída a la predicación hablada; en realidad, las dos constituyen una sola cosa: la predicación viva de la Iglesia. Los evangelios están al servicio del Evangelio, son Palabra de Dios escrita, como la predicación viva de la Iglesia, el Evangelio que veíamos en San Pablo, es Palabra viva de Dios.
Durante el siglo II aparecen otros escritos semejantes a los evangelios, pero la Iglesia sólo reconoció como canónicos los cuatro que nos son familiares. Los otros, llamados apócrifos, en gran parte fueron compuestos dentro de grupos cristianos sectarios. En los cuatro evangelios canónicos, la Iglesia nunca vio cuatro Buenas Nuevas distintas, sino la única Buena Nueva, el único Evangelio de Jesucristo. Así a veces los Santos Padres, al citar unas palabras que sólo se hallan en un evangelio, utilizan la fórmula: "como está escrito en los evangelios"; y al mismo tiempo dicen que los apóstoles predicaron y transmitieron por escrito el Evangelio de Dios, Esta unidad de contenido en variedad de presentaciones está maravillosamente expresada en estas palabras de San Ireneo (finales del siglo II): "nos ha dado el Evangelio cuatriforme, cuyas partes forman un todo debido a un solo Espíritu" (Adv. Haer. III, 11, 8).
FRANCISCO DE FRUTOS
(1) G. DALMAN: Arbeit und Sute in Palastina, VII Bande, Hildesheim, 1964 (reimpresión).
(2) E. PAX : Palástinensische Volkskunde im Spiegel der Kindheitsgeschichten, en "Bibel und Leben", 9 (1968), 287-299.
(3) A. D. NOCK: Christianisme et Hellénisme (Leetio Divina, 77), trad. A. Belkind, París, 1973, p. 17.
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NUEVAS CARTAS DE SAN JERÓNIMO
MISERIA Y ESPLENDOR DE LA CRITICA BÍBLICA (I)
Muy estimado señor Arcipreste: No es usted el único que me ha confesado en alguna ocasión que, cuando en libros o revistas que tratan de la Biblia se tropieza con la palabra "crítica", siente una especie de instintivo malestar e incluso se pone en guardia. Dice usted que a veces tiene la impresión de que esos críticos o exege-tas modernos están animados por la malévola intención de hacer oscuras cosas que estaban muy claras, o de echar por tierra un modo de entender la Biblia que parecía esencial a la fe de la Iglesia. Es imposible leer un estudio de exégesis actual sin tener ideas claras en este punto. Por eso, imitando el título de un artículo de Ortega y Gasset sobre la traducción, en el que expone lo que incluso una buena traducción tiene de malo y de bueno, quiero hacerle unas aclaraciones en torno a la miseria y el esplendor de la crítica bíblica.
Lo que suele llamarse "crítica bíblica" no es más que el estudio científico de la Biblia, según técnicas y métodos total o casi totalmente desconocidos hasta la época moderna. Los comienzos de este estudio científico de la Sagrada Escritura se remontan a finales del siglo XVIII, a la época de la Ilustración. Hoy, el carácter "científico" de estos primeros trabajos nos parece un tanto pretencioso, pero sin ellos no se habría llegado a lo que tenemos hoy. En el estudio de la Biblia ocurrió lo que en otras ciencias. Los primeros "arqueólogos" del antiguo Oriente, por ejemplo, quizá destruyeron durante el siglo pa-
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sado más antigüedades de las que salvaron, pero sólo así pudo nacer la arqueología. Es cierto que los Libros Sagrados no se escribieron para que siglos más tarde los desmenuzasen los críticos; es cierto también que los autores inspirados no pretendieron comunicar en ellos un saber profano, sino una enseñanza religiosa. Según la frase famosa del cardenal Baronio, en la Sagrada Escritura, Dios no nos quiso enseñar "cómo va el cielo, sino cómo se va al cielo". No obstante, esta enseñanza religiosa nos llega en el ropaje de una colección de escritos cuya lengua y procedimientos de composición literaria distan mucho de los que nos son familiares. De ahí las dificultades que ofrece su lectura, señaladas ya muchas veces por los Santos Padres. Es evidente que cuanto pueda acercarnos a la lengua y los procedimientos de redacción de los Libros Sagrados nos hará captar mejor, o al menos con más diafanidad, su contenido religioso. Si la crítica moderna nos presta este servicio, no hay motivos para negarle la bienvenida.
Pero la crítica bíblica es una creación de los hombres; de ahi su limitación, su miseria, como se aprecia repasando su historia de casi dos siglos. En ella encontramos afirmaciones o teorías que con el tiempo se abandonaron para no volver a resurgir, intuiciones acertadas que necesitaron mucho trabajo posterior para separar el oro de la ganga, hipótesis que no encontraron eco cuando fueron formuladas y años más tarde fueron desenterradas por otros estudiosos. En cierto modo era natural que los creyentes no iniciados en este misterioso juego de la crítica se encerrasen en su fe tradicional y se burlasen incluso de lo que se presentaba a veces como logros de la ciencia moderna. Pero nada mejor para ilustrar la limitación de esta ciencia humana, que es la crítica bíblica, que recordar unos ejemplos de su vacilante y trabajoso caminar. Los ejemplos están tomados en parte de campos que sólo marginalmente tocan la Biblia, es decir, que no pertenecen al contenido
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religioso de la misma. Así será más fácil controlar las afirmaciones de los críticos y ver lo que tuvieron de perecederas.
En su Dictionaire Phüosophique, comentando el relato' del Génesis sobre Abrahán, Voltaire hace unas glosas burlonas, en un tono de la más absoluta seguridad. El patriarca —dice— "marchó de un país idólatra (Harán, en Mesopotamia) a otro país idólatra, llamado Si-quem, en Palestina. ¿Por qué marchó allí? ¿Por qué dejó las fértiles orillas del Eufrates para ir a una región tan alejada, tan estéril y pedregosa como la de Siquem? La lengua caldea debía ser muy distinta de la de Siquem, y éste no era un lugar de comercio. Siquem dista de Caldea más de cien leguas; es preciso atravesar desiertos para llegar allí. Pero Dios quería que hiciese este viaje; le quería mostrar la tierra que sus descendientes debían ocupar varios siglos después de él. Al espíritu humano le cuesta trabajo comprender las razones de semejante viaje".
Al leer hoy estas palabras de Voltaire lo que resulta incomprensible al espíritu humano es la audacia que suponen a finales del siglo XVIII, cuando el conocimiento de la historia del Oriente próximo en tiempo de Abrahán era prácticamente nulo por falta de fuentes. Hoy, en cada una de las frases del pasaje citado podemos señalar un despropósito, afirmado con una seguridad rotunda. Para escribir la historia de Mesopotamia y Palestina a comienzos del segundo milenio a. C , los historiadores actuales disponen de una gran cantidad de documentos escritos y datos arqueológicos. A la luz de estos materiales, los relatos del Génesis sobre los patriarcas merecen mucho más respeto.
Voltaire, por ejemplo, considera absurdo dejar las fértiles riberas del Eufrates para ir a la estéril y pedregosa Palestina. Esta objeción, aparentemente tan razonable, resulta hoy cómicamente ingenua: la alta Mesopotamia había recibido a comienzos del segundo mile-
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nio a. C. una oleada de invasores o emigrantes semitas, de la que tenemos huellas también en Palestina. Los nombres de los patriarcas pertenecen a un tipo de nombres propios que aparecen también en documentos contemporáneos hallados en Mesopotamia; la lengua, por tanto, era idéntica o muy semejante. Por otra parte, no toda la población de Mesopotamia se componía de campesinos sedentarios, que se beneficiaban de las fértiles tierras regadas por el Eufrates; había también pastores seminómadas, cuyo régimen de vida era muy semejante al de los patriarcas en los relatos bíblicos. A hombres de esta clase no les resultaba tan difícil emigrar, sobre todo en el marco de un más amplio movimiento de gentes. Por eso, ningún estudioso actual, incluso no creyente, se permitiría el tono altanero y burlón de Voltaire al hablar de Abrahán.
En el segundo ejemplo que vamos a recordar no vemos enfrentados estudiosos contra creyentes, sino estudiosos contra estudiosos. A mediados del siglo pasado, los primeros excavadores de las antiguas ciudades de Asiría y Babilonia hicieron llegar a Europa gran cantidad de inscripciones en escritura cuneiforme. Trabajando con este material, un reducido grupo de estudiosos logró descifrar la enigmática escritura. En 1851, el inglés H. Rawlinson publicaba el texto babilónico de la gran inscripción de Darío en Behistun; la edición iba acompañada de una lista de 246 signos con sus valores, lista que sigue siendo la base de las actuales. Pero los profanos en una ciencia tan nueva quedaron desconcertados ante una afirmación categórica de H. Rawlinson: "No cabe la menor duda —decía-— de que una gran parte de los signos asirios con polifónicos", es decir, se pueden leer de varias maneras.
Esta afirmación fue acogida por muchos estudiosos con un escepticismo burlón. ¿Cómo se pudo inventar una escritura en que los signos se podían leer de seis o más maneras distintas? Semejante escritura resultaría
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ilegible o poco menos. La misma Sociedad Asiática de Londres se resistía a admitir la realidad del desciframiento y, para disipar las dudas, recurrió a una estratagema poco científica. En 1857, aprovechando la coyuntura de que se hallaban en Londres cuatro famosos descifradores, entregó a cada uno una copia de una extensa inscripción, recientemente encontrada, pidiéndole que enviase una traducción y un estudio de la misma a la sede de la Sociedad Asiática. Los cuatro cumplieron el encargo separadamente, sin tener conocimiento de que los otros realizaban a la vez el mismo trabajo. En sesión solemne, la Sociedad abrió los sobres con las respuestas y comprobó que las cuatro traducciones coincidían en todos los puntos esenciales. Las discrepancias indicaban simplemente que se estaba aún en los comienzos, pero aquellos comienzos eran seguros.
La Sociedad Asiática se dio por satisfecha; no así muchos estudiosos, sobre todo del continente europeo. Para vencer la resistencia de éstos, el profesor E. Schra-der debía publicar en 1872 un extenso libro que llevaba por título: Las inscripciones cuneiformes asirio-babi-lónicas. Estudio crítico de las bases de su desciframiento. Poco a poco la resistencia fue cediendo, y los críticos escépticos debieron admitir la realidad de una escritura en que los signos podían tener varios valores. Más tarde vendría la explicación —al menos parcial— de este fenómeno: aquel sistema de escritura tenía una larga y complicada historia; antes de ser utilizado para escribir la lengua semita asirio-babilónica había servido para escribir sumerio, una lengua totalmente distinta, y antes quizá para otra que desconocemos. En los comienzos de la asiriología, los estudiosos no podían sospechar una historia y un proceso de formación tan complejos. Hasta ver claro se necesitó tiempo.
Con el tercer ejemplo pasamos al ámbito del Nuevo Testamento, y en él veremos enfrentados también estudiosos contra estudiosos. Hasta finales del siglo pasa-
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do, las gramáticas de griego bíblico describían la lengua del Nuevo Testamento como un griego sensitizante, es decir, cargado de construcciones que no eran propiamente griegas, sino reproducción literal —y, por tanto, violenta— de construcciones hebreas o arameas. Pero a finales del siglo pasado y comienzos del actual llegaron a manos de los estudiosos grandes cantidades de papiros más o menos contemporáneos de los libros del Nuevo Testamento, procedentes de Egipto. El valor de estos papiros residía precisamente en su escasa calidad literaria: la mayoría de ellos contenía cartas y documentos privados, escritos por gentes iletradas, con abundantes faltas de ortografía a veces y con una gramática que chocaba con la elegante de los literatos de la misma época (Plutarco, Luciano, etc.). Los estudiosos comprendieron en seguida que los autores de estos humildes documentos utilizaron en ellos la lengua vulgar, la hablada en casa y en la calle, no la aprendida en escuelas de retórica leyendo a los grandes escritores.
En 1906, el inglés J. H. Moulton publicaba el primer volumen de una extensa gramática del griego del Nuevo Testamento, al que debían seguir otros dos más. Para su estudio de la lengua de los evangelios, Moulton había utilizado los textos vulgares aportados por los papiros. Entusiasmado ante el hecho de que no pocas peculiaridades del griego bíblico aparecían también en los papiros, ataca con energía a los gramáticos que explicaban estas peculiaridades por influjo del hebreo o arameo. En el Nuevo Testamento —decía— no tenemos un griego cargado de hebraísmos o aramaísmos, sino simplemente el griego común de la época helenística, difundido por todo el Oriente a raíz de las conquistas de Alejandro (siglo IV a. C) , en su forma vulgar. Muchos autores siguieron en esto a Moulton, pero no faltaron quienes continuaron insistiendo en el substrato semita que revela el griego de los evangelios.
Moulton murió antes de publicar el segundo voiu-
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men de su obra. De ello se encargó, entre 1919 y 1929, W. F. Howard. Al material que había dejado escrito su predecesor, Howard añadía un extenso capítulo dedicado a los semitismos en el Nuevo Testamento. Al mismo tiempo, en la introducción, afirmaba que el griego de San Marcos nos autoriza a pensar que la catequesis recogida en su libro por el evangelista y colaborador de San Pedro fue impartida antes en arameo; en muchos casos lo que tenemos es una traducción demasiado literal de esta catequesis aramea. Howard, por tanto, venía a suavizar un tanto las afirmaciones tajantes de Moulton: para explicar el griego del Nuevo Testamento era preciso tener en cuenta el substrato hebreo o arameo que se esconde tras él.
Pero no terminó aquí la historia de la gramática iniciada por J. H. Moulton. El tercer volumen del proyecto, que debía contener la sintaxis, no apareció hasta 1963, y era obra de un tercer autor, N. Turner; W. F. Howard había muerto sin comenzarlo. La introducción a este tercer volumen es una especie de balance de cincuenta años de estudio de la lengua del Nuevo Testamento, con mucho de vuelta a la apreciación que Moulton combatía con ardor en el primer volumen. En ella, N. Turner afirma: es innegable el fuerte carácter semítico del griego del Nuevo Testamento; las peculiaridades de este griego no se explican únicamente a partir del griego vulgar de la época helenística; debemos reconocer que no sólo la materia de que tratan estos libros es única, también lo es la lengua en que fueron escritos. Naturalmente, la obra de Moulton, y de otros que trabajaron en el mismo campo, no fue inútil. En muchos puntos sus aportaciones siguen teniendo valor; pero su apreciación global del griego bíblico ha cedido el paso a otra más equilibrada.
Con estos tres ejemplos no hemos dado una visión completa de lo que han sido los estudios modernos de la Biblia; pero no son los únicos que podemos aducir
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para poner de relieve lo que en ellos, como en toda obra humana, hay de limitado. Si en materias que no rozan directamente las verdades de fe constatamos estas vacilaciones o apresuradas seguridades de los doctos, ¿no habrá ocurrido lo mismo en teorías o afirmaciones sobre puntos que pertenecen al ámbito de la Revelación? En este caso la cautela del creyente está más que justificada. A este respecto conservan todo su valor las recomendaciones que a comienzos del siglo hacía el P. La-grange, que supo armonizar maravillosamente su rigor de exegeta y su fe en la Escritura y en el Magisterio de la Iglesia.
"De una crítica racional —escribía el sabio dominico— no hay nada que temer. Por tanto, si podéis garantizar que vuestra crítica será siempre conforme a la recta razón, tomaos la libertad y usad de autonomía. ¿Qué cristiano podrá temer que una crítica racional resulte un peligro para la fe? Pero recordad las aberraciones sin número de una crítica que se consideraba tan segura de sí misma, los sistemas derrocados por los sistemas. Es preciso precaverse contra este peligro, pues aquí bordeamos sin cesar lo que no es accesible a la sola razón, y evitar las divagaciones subjetivas en materia divina".
Por hoy, señor Arcipreste, no quiero cansarle más. En una próxima ocasión completaré esta breve presentación de la crítica bíblica o, como usted la llama, exége-sis moderna. De momento, para ayudarle a no sentir ante ella un recelo injustificado, le recuerdo que gracias a los trabajos de esta crítica hemos podido entender pasajes difíciles de los evangelios, como los que comentábamos en cartas anteriores. Siguiendo el consejo del P. Lagrange, de esa crítica no debe temer nada.
Que Dios le conserve el amor a las Sagradas Escrituras y le ayude a penetrar en toda su riqueza.
Suyo afectísimo en Jesucristo: HIERONYMUS
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MEDITACIÓN - HOMILÍA
"TAMPOCO YO TE CONDENO. VETE EN PAZ"
Domingo 5.° de Cuaresma, ciclo C: San Juan 8, 1-11.
Ojos que saben mirar y mente que juzga con equilibrio. Ese es Jesús. Ojos turbios que no ven en el fondo y juicio zarandeado por distintos móviles. Esos somos nosotros. Ojos que de mirar a Dios y de mirarse a sí mismos en su luz alcanzan limpidez inusitada y juicio cercano al equilibrio deseable. Estos son los verdaderos seguidores de Jesús.
Hay dureza en nuestros ojos. Hay dureza en nuestros juicios. "Maestro, la Ley ordena..." Y con ese celo por la Ley pretendemos olvidar o encubrir nuestra realidad. Jesús callaba. Contra la tentación de poner orden en los demás y no en nosotros suena con serena fuerza la Palabra: "El que esté libre de pecado, tire la primera piedra contra ella." Todo el afán de renovación que acumulamos en nosotros queda enderezado hacia su justa meta. No se trata de arreglar a los demás. Se trata de que te endereces tú. Sólo los limpios —y sólo Dios es limpio— pueden juzgar. A ti, a mí nos debiera inspirar temor emitir el veredicto. Cuando se tiene conciencia de estar comprendido o de haber estado en lo mismo
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que se ve condenable en los demás, no puede haber acritud en la mirada ni dureza en el juicio. Sólo cuando nuestros ojos o nuestra mente están bañados en la luz de Dios, en quien nos vemos en nuestra auténtica realidad, hay posibilidad de mirar justamente a los demás y de acercarnos al equilibrio de nuestras apreciaciones.
"Maestro, la Ley ordena." Pero para exigir a Dios, que es la Verdad, hay que tener montada la vida en la Verdad. Cuando la vida está edificada sobre la mentira, ante la mirada del Juez, que es la Verdad, son frágiles nuestros argumentos.
Y el hombre no edifica naturalmente su vida sobre la Verdad. Son muchas las cosas que esconde y muchos los rincones secretos de su ser. Tal vez esta opacidad de su ser frente a la luz —Dios es luz, dice San Juan— sea su mayor pecado. Su equilibrio nacería juntamente de su situarse en el lugar adecuado ante Dios y verse después en parangón con aquel al que acusa. Sus ojos, transidos de la ternura con que Dios ve su pobre vida propia, reverberarían con ternura sobre el que va a condenar. No diría en voz alta o desabrida: "Maestro, la Ley ordena." Callaría o de su boca brotaría comprensivamente: "Tampoco yo te condeno."
Somos por naturaleza más dados a condenar que a comprender. Nuestros ojos se clavan con fuerza en lo condenable, y a nuestros ojos los sigue nuestro juicio y sentencia condenatoria. Al cristiano que mira a Dios y se mira a sí mismo, con su carga de miseria y con sus rincones no confesables, se le hace insoportable lo hueco y vacío de esa pretendida justa indignación.
Y esta indignación esgrime sus últimas armas: "¿No pierde así su fuerza la vida cristiana y viene a dar así en un fácil dejar hacer? ¿No es caridad la corrección fraterna?" Por eso hemos hablado de equilibrio. La ac-
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titud justa —actitud difícil— engloba ambos extremos. Actitud difícil, que sólo el Espíritu puede hacer que consigamos. Es una de las misiones que Jesús, al hablar de El, le señala como propias: "El os hará llegar a la Verdad completa". El os dará la luz suficiente para situaros vosotros mismos en la Verdad, situar a los otros y situar las cosas en la Verdad y así juzgar conforme a la Verdad.
Abundan en torno nuestro las voces acusatorias. Se han multiplicado los profetas. La sociedad, las estructuras, la Iglesia son flageladas sin misericordia. Pero esperamos profetas que empiecen por sí mismos. Profetas que busquen a la persona y no las abstracciones. Profetas que caminen de manera nueva y distinta de aquellos a quienes condenan. Profetas que no se detengan en la denuncia: "Maestro, la Ley ordena..." Profetas que, como Jesús, levanten y encaminen.
La actitud de Jesús, en efecto, marca la pauta. No condena, pero señala caminos nuevos. "Vete en paz, pero no vuelvas a pecar". Levanta y pone en marcha por la senda nueva. ¿Por qué nosotros, en cambio, condenamos y no ofrecemos caminos nuevos? ¿Por qué destruimos y no edificamos?
Tal vez porque, en última instancia, nuestra actitud no está marcada por la verdad. Es más fácil acusar a los demás que acusarse a sí mismo. Es más fácil quejarse de las estructuras que reformar las propias deficiencias. Es más fácil escudarse en las circunstancias que afrontar honradamente el papel que nos corresponde.
El hombre movido por el Espíritu empieza por sí mismo. El hombre bañado en la luz de Dios irradia de su propio resplandor para señalar caminos nuevos y denunciar con su vida calladamente el mal. Nosotros esperamos que cambie a base de nuestras condenaciones
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nuestro entorno ambiental —eclesiástico o civil— para echar a andar por los nuevos caminos.
Y la Palabra suena de nuevo sugeridora: "Yo soy el camino". En lugar de esperar a que los demás lo hagan, empieza tú a caminar por él.
Recuerda estas hermosas palabras: "No son los mejores profetas o testigos los que hablan más alto, sino aquellos que se identifican más plenamente con la Verdad que pregonan". O si quieres, la hermosa idea budista, cuya luz puede despertar en ti los ecos dormidos de tus exigencias cristianas: "Vale más encender una pequeña antorcha y caminar a su luz que miles de palabras condenando la oscuridad en que nos movemos".
ÁNGEL R. GARRIDO
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EL ORO DE LOS VIEJOS COMENTARIC
LA TRISTEZA QUE POSEEMOS Y LA ALEGRÍA QUE ESPERAMOS
San Agustín: Homilía pronunciada durante la semana de Pascua.
Por la miseria de nuestra condición, hermanos míos, y la misericordia de Dios, el tiempo de la tristeza precede al de la alegría; es decir, primero es el tiempo de la tristeza y luego el de la alegría, primero el tiempo del trabajo y luego el del descanso, primero el tiempo de la calamidad y luego el de la felicidad. Tal es, como hemos dicho, la miseria de nuestra condición, y así lo dispone la divina misericordia. Porque nuestro tiempo de tristeza, de trabajo, de miseria es hijo de nuestros pecados; el tiempo de alegría, de descanso, de felicidad no viene de nuestros méritos, sino de la gracia del Salvador. Merecemos el uno, esperamos el otro; merecemos los males, esperamos los bienes. Así lo dispone la misericordia del que nos creó.
Pero en el tiempo de nuestro sufrir y, como dice la Escritura, en los días de nuestro nacimiento debemos saber de dónde nos debe venir la tristeza. Porque la tristeza es semejante al estiércol. Puesto fuera de su lugar, el estiércol hace sucia la casa; puesto en su lugar, hace fértil el campo. Estar triste según Dios es afligirse de los pecados por la penitencia. La tristeza por la mal-
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dad engendra en nosotros justificación. Primero debes entristecerte por lo que eres, para que puedas ser lo que no eres. "La tristeza según Dios —dice el apóstol— engendra penitencia para salvación sin arrepentimiento." ¿Qué significa una salvación sin arrepentimiento? Una.vida de la que no será necesario arrepentirse. Hemos llevado una vida de la que nos fue preciso arrepentimos, una vida que exigía arrepentimiento; pero no podemos llegar a una vida que no exija arrepentimiento más que por el arrepentimiento de la mala vida. ¿Acaso, hermanos, siguiendo la comparación que iniciábamos, encontramos estiércol en un montón de trigo ]\npio? No. Pero a esa pureza, a esa hermosura de trigo se llega por medio del estiércol; la fealdad fue el camino que llevó a una hermosura tan grande.
Como he dicho, hermanos míos, en su lugar oportuno, el estiércol produce fruto; en lugar inoportuno, es fea suciedad. He encontrado un hombre triste; no sé quién es. Veo el estiércol, averiguo el lugar. Dime, amigo, ¿por qué estás triste? "He perdido dinero", dice. Lugar inmundo, fruto nulo. Escucha al apóstol: "La tristeza según el mundo obra la muerte" (2 Cor 7,10). No sólo fruto nulo, sino también grande daño. Y lo mismo podríamos decir de las restantes cosas que engendran placer en este mundo y que sería largo enumerar. Veo a otro hombre triste, que gime y llora; veo mucho estiércol, averiguo el lugar. Al verlo triste y lloroso, observé también que oraba. Y al verlo orar creí que ello era buena señal. Pero sigo investigando el lugar. ¿Qué ocurrirá si al orar y gemir pide con grandes lágrimas la muerte de su enemigo? Aunque llora, suplica y ruega, el lugar es inmundo; fruto nulo. Veo de nuevo a otro que gime, llora y suplica; reconozco el estiércol, averiguo el lugar. Presto oído a su oración y le oigo decir: "Señor, ten misericordia de mí, pues he pecado contra ti" (Sal 40, 5). Llora el pecado: reconozco el campo, espero el fruto. Gracias sean dadas
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a Dios: el estiércol está en buen lugar, no es inútil, produce fruto.
Este es verdaderamente el tiempo de la tristeza bienhechora; tiempo de dolemos por la condición de nuestra mortalidad, por la multitud de tentaciones, por las asechanzas de los pecados, por las hostilidades de las pasiones, por los continuos y furiosos ataques de las concupiscencias contra los buenos pensamientos. Estos han de ser los motivos de nuestra tristeza.
Este tiempo de nuestra miseria y de nuestros gemidos está significado en los cuarenta días que preceden a la Pascua; el tiempo de la alegría que viene después, del descanso, de la felicidad, de la vida eterna, del reino sin fin, que no poseemos aún, está significado en los cincuenta días en que se dicen las alabanzas de Dios. Tenemos, pues, significados dos tiempos: uno antes de la resurrección del Señor, otro después de la resurrección del Señor; uno es el tiempo en que estamos, otro el tiempo en que esperamos estar. El tiempo de la tristeza, que significan los días de Cuaresma, lo significamos y lo poseemos; el tiempo de la alegría, del descanso y el reino, que significan los días de Pascua, lo significamos mediante el Aleluya, pero todavía no lo poseemos. No obstante suspiramos por el Aleluya. ¿Qué quiere decir Aleluya? "Alabad a Dios". Pero todavía no poseemos las alabanzas. En la Iglesia se cantan con frecuencia alabanzas después de la resurrección porque nosotros, después de nuestra resurrección, poseeremos la perpetua alabanza.
La pasión del Señor significa nuestro tiempo, en el que ahora lloramos. Los azotes, las ataduras, los ultrajes, los salivazos, la corona de espinas, el vino mezclado con hiél, el vinagre en la esponja, los insultos, las burlas y, finalmente, la cruz y los sagrados miembros colgados del madero, ¿qué nos significan sino el tiempo en que nos hallamos, tiempo de tristeza, tiempo de mortalidad, tiempo de tentación? Por eso es un tiem-
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po feo. Pero esta fealdad ha de ser la del estiércol en el campo, no en casa. Que la tristeza sea por los pecados, no por los apetitos insatisfechos. Tiempo feo, pero tiempo bueno, si lo usamos bien. ¿Qué más fétido que un campo estercolado? El campo estaba más hermoso antes de recibir los cestos de estiércol, pero fue cubierto de fealdad para que llegase a la feracidad. La fealdad, por tanto, es un signo de este tiempo; pero, para nosotros, esta fealdad ha de ser el tiempo de nuestra fertilidad. Escuchemos qué dice el profeta. "Lo hemos visto". ¿Cómo era? "No tenía brillo ni hermosura" (Is 53, 2), ¿Por qué? Pregunta a otro profeta: "Han contado todos sus huesos" (Sal 21,18). Le fueron contados ios huesos cuando estaba colgado. Feo aspecto, aspecto de crucificado. Pero esta fealdad engendra hermosura. ¿Qué hermosura? La de la resurrección. Porque él es "el más hermoso de los hijos de los hombres" (Sal 44, 3).
Alabemos, pues, al Señor, hermanos, porque poseemos sus fieles promesas, aunque no su cumplimiento. ¿Consideráis poco tener la promesa de Dios, y pretendéis exigirle como a un deudor? Dios, con su promesa, se ha hecho deudor por su bondad, no porque nosotros le hayamos dado antes. ¿Qué le hemos dado para que esté en deuda con nosotros? ¿Acaso lo que habéis oído en el Salmo: "¿Qué devolveré al Señor?" Pero las palabras: "¿Qué devolveré al Señor?" son palabras de deudor, no de quien reclama una deuda. El que pregunta había recibido algo y por eso dice: "¿Qué devolveré al Señor?" ¿Qué significa "devolveré"? Pagaré. ¿Por qué cosas? "Por todas las cosas que me ha dado". Y, ¿qué cosas me ha dado? En primer lugar, yo no era, y él me hizo; me había perdido, y me buscó; buscándome, me encontró; estaba cautivo, y me redimió; vendido, y me libró; de siervo me hizo hermano. ¿Qué devolveré al Señor?
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No tienes nada con qué pagarle. Si todo lo esperas de él, ¿qué tienes para pagar? Pero espera: no sé qué quiere decir. ¿Por qué pregunta el salmista: "¿Qué devolveré al Señor por todas las cosas que me ha dado?" Buscando por todas partes algo que devolverle parece haberlo hallado. ¿Qué ha hallado? "Recibiré el cáliz de la salvación". Pensabas devolver, y quieres recibir más. Mira lo que haces, te lo suplico. Si intentas recibir más, seguirás siendo deudor. ¿Cuándo pagarás? Si siempre serás deudor, ¿cuándo devolverás? No encontrarás con qué pagarle: sólo tendrás lo que El te dé.
Alabemos, pues, al Señor, carísimos, alabemos a Dios, digamos Aleluya. Veamos significado en estos días de Pascua el día sin fin, el lugar de la inmortalidad, el tiempo que no conoce la muerte; caminemos presurosos a la casa eterna. "Bienaventurados, Señor, los que moran en tu casa; por los siglos de los siglos te alabarán" (Sal 83, 5). Lo dice la Ley, lo dice la Escritura, lo dice la Verdad. Un día iremos a la casa de Dios, que está en los cielos. Allí alabaremos a Dios no cincuenta días, sino, como está escrito, por los siglos de los siglos. Veremos, amaremos, alabaremos. Ni lo que veremos se acabará, ni lo que amaremos perecerá, ni lo que alabaremos callará. Todo será eterno, sin fin. Alabemos, alabemos; pero no sólo con la voz, sino también con las obras. Alabe la lengua, alabe la vida, pero con una caridad infinita.
Sermo 254: PL 39
Traducción de PABLO TENA
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NARRATIVA POPULAR Y EVANGELIO
EL ERMITAÑO QUE NO CAYO EN LA TENTACIÓN
"El que pone la mano en el arado y vuelve la mirada atrás no es apto para el reino de Dios" (Le 9, 62).
Había un monje que vivía en un desierto muy apartado y que durante muchos años había practicado debidamente la virtud. Pero al llegar a viejo, el demonio arreció sus asechanzas contra él. Este asceta amaba mucho el silencio, y pasaba los días en oraciones, himnos y contemplaciones numerosas. Tenía hermosas visiones divinas, tanto mientras velaba como mientras dormía. Apenas dormía. Estaba entregado totalmente a la vida espiritual, y así no sembraba la tierra, ni se preocupaba de almacenar víveres; no buscaba en las plantas lo necesario para proveer a las necesidades de su cuerpo, no capturaba aves o pájaros, no cazaba animales. Lleno de confianza en Dios, desde que había venido allí dejando un país habitado, no tenía ningún cuidado por el alimento de su cuerpo. Olvidado de todas las cosas, se sostenía por un deseo perfecto de ir con Dios y esperaba la llamada para emigrar de este mundo.
La mayor parte del tiempo su alimento era el encanto de las cosas que no se ven, pero se esperan. Su cuerpo
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no estaba gastado por el paso de los años, y su alma no había perdido su vigor: se encontraba en un estado venerable, con un buen aspecto exterior.
Es verdad que Dios lo honraba haciendo aparecer sobre la mesa, a intervalos fijos, un pan para dos o tres días, un pan reciente, puro y agradable, un verdadero pan que era su alimento. Cuando sentía la necesidad natural de comer, entraba en la cueva y encontraba el alimento. Comía, rezaba la acción de gracias y entonaba una vez más los himnos, y luego perseveraba en la oración y la contemplación, prosperando de día en día, entregándose en cuanto al presente a la virtud y en cuanto al futuro a la esperanza, avanzando siempre en santidad. Tenía confianza respecto a su suerte mejor como si la tuviera ya en las manos. Por eso faltó muy poco para que sucumbiera a la tentación que le sobrevino.
¿Por qué no contar su caída? Cuando dejó que en su alma penetrase este pensamiento, casi sin sentir se creyó más y ya en posesión de mayores méritos que los otros. Y esta presunción hizo que se fiara de sí mismo. Primero fue una pequeña relajación, tan pequeña que era imperceptible; luego una negligencia mayor, luego otra verdaderamente grave. Se levantaba más tarde para los himnos, sus oraciones eran menos fervorosas, su canto menos prolongado; su alma dijo que quería descansar, y su espíritu consistió; sus pensamientos se agitaron, y, en secreto, planeaba ya alguna locura.
Sin embargo, la costumbre hacía en cierto modo todavía como de rienda para el asceta, el impulso anterior lo sostenía y lo conservaba interiormente. Tras las oraciones habituales, al atarceder, entró en la cueva y encontró sobre la mesa el pan que Dios le suministraba; comió. Pero su espíritu no corrigió su mal; no pensó que las imprudencias corrompen el fervor; no se volvió hacia la curación; hizo poco caso de que se hallaba a punto de caer. La concupiscencia, que se había apodera-
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do de él, lo llevó en espíritu al mundo. No obstante, se contuvo hasta el día siguiente.
Al amanecer el nuevo día volvió a su ejercicio, oró y recitó sus himnos, entró en la cueva y encontró su pan, pero menos bien hecho, menos blanco, sucio y un tanto repelente. El ermitaño se extrañó, se llenó de tristeza; sin embargo, cogió el pan y reparó sus fuerzas.
Llegó la tercera noche, y con ella el mal se triplicó. El espíritu del pobre ermitaño se dejó arrastrar pronto por los pensamientos. En su imaginación se veía acompañado de una mujer, y no ahuyentó el pensamiento. No obstante, al tercer día salió también para hacer su obra, sus oraciones y sus himnos; pero por no tener ya los pensamientos puros, se volvía con frecuencia, levantaba los ojos, miraba a un lado y a otro. Su recogimiento había quedado roto: los recuerdos de sus pensamientos interrumpían la buena obra.
Cuando, al atardecer, volvió a su cueva hambriento, encontró sobre la mesa un pan como roído por los ratones o los perros, y fuera restos secos. El ermitaño gimió y lloró, pero no lo suficiente para corregir su pecado. Comió, no tanto como hubiera querido, y quiso dormir. Una multitud de pensamientos lo asaltó por todas partes, asediando su alma y haciéndolo cautivo del mundo. Se levantó y se puso en camino hacia la tierra habitada, atravesando de noche el desierto.
El nuevo día lo sorprendió lejos todavía de la ciudad. El calor era sofocante. El asceta se sentía agotado. Miró a su alrededor para ver si había cerca algún monasterio en que pudiera entrar y reponer sus fuerzas. Y efectivamente, encontró uno. Monjes piadosos y fieles lo recibieron como a su padre, le lavaron el rostro y los pies, prepararon la mesa y lo invitaron a comer por caridad lo que le habían servido. El ermitaño se rehizo. Entonces los hermanos le pidieron que les dirigiera la palabra salvadora, que les dijera cómo podrían guardarse de los lazos del diablo y desechar los pensamientos vergonzosos,
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El ermitaño los instruyó como un padre a sus hijos, exhortándoles a ser fuertes y constantes en los trabajos, pues muy pronto se verían trasladados a un espléndido reposo. Disertando con ellos sobre otros muchos puntos relativos a la ascesis, les proporcionó mucha ayuda. Terminada la monición, se recogió unos momentos y reflexionó que, mientras predicaba a los otros, no se amonestaba ni corregía a sí mismo. Y comprendiendo que había sido vencido, retornó apresuradamente a su desierto. Allí, con lágrimas amargas decía:
—Si el Señor no me hubiese prestado su ayuda, pronto mi alma hubiera terminado en el infierno. Poco me ha faltado para caer, poco ha faltado para que me derribasen.
En él se verificó lo que está escrito: "El hermano ayudado por su hermano es como una ciudad fortificada y elevada, como una muralla que no puede desplomarse". Pero a pesar de sus incesantes lágrimas, se vio privado del alimento que le era dado milagrosamente y tuvo que ganar su pan con el trabajo. Encerrado en su rústica celda, cubierto de un saco y de ceniza, no se levantó del suelo ni cesó de llorar hasta que oyó la voz de un ángel en sueños:
—El Señor ha aceptado tu penitencia, ha tenido piedad de ti. Los monjes a los que exhortaste a perseverar en la virtud vendrán a verte y te traerán eulogías (=pan bendito); acéptales, come con ellos y da gracias a Dios siempre.
Os he contado estas cosas, hijos míos, para que os ejercitéis en la humildad, tanto si os parece que estáis entre los pequeños como si creéis estar entre los grandes. El primer precepto del Señor es: "Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos". Y no os dejéis engañar por demonios que susciten visiones o fantasías en vuestras mentes; si alguien viene a vosotros, hermano o amigo, mujer, padre, ma-
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dre o hermana, extended al punto las manos para la oración, y si es una ficción del diablo, se desvanecerá. Y si los demonios o los hombres os engañan con adulaciones o alabanzas, no les prestéis oído, no os exaltéis en espíritu; porque también a mí, con frecuencia, los demonios me han engañado durante la noche.
No me dejaban orar ni reposar; me presentaban ilusiones durante toda la noche y, por la mañana, se burlaban de mí postrándose en tierra y diciendo: "Perdónanos, abad, por haberte molestado durante toda la noche". Pero yo les decía: "Alejaos de mí, todos vosotros, fabricantes de iniquidad. No tentéis al servidor de Dios."
Historia Monachorum iñ Aegypto
Traducción de MARIANO HERRANZ
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CONTENIDO
Pág.
JESÚS Y LOS EVANGELIOS De Jesús a los Evangelios. Historia de la Tradición ... 7
Las tres etapas de la tradición. • Retoques a la tradición: ejemplos extra-evangélicos. Adaptación y actualización del material tradicional
en los sinópticos.
EL MUNDO DE LOS EVANGELIOS
El Evangelio y los evangelios 31 Una costumbre beduino y un pasaje de S. Lucas. Una familia de palabras griegas. El anuncio de la "buena nueva" en el Antiguo Tes
tamento. El Evangelio de Jesucristo según S. Pablo. La Buena Nueva en la predicación de Jesús. El Evangelio y los evangelios.
NUEVAS CARTAS DE SAN JERÓNIMO Miseria y esplendor de la crítica bíblica (I) 55
MEDITACION-HOMILIA
"Tampoco Yo te condeno. Vete en paz" 63
EL ORO DE LOS VIEJOS COMENTARIOS
La tristeza que poseemos y la alegría que esperamos ... 67
NARRATIVA POPULAR Y EVANGELIO El ermitaño que no cayó en la tentación 73
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