Cuento mi querida Sarita
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Tema: Convivencia Inclusiva
MI QUERIDA SARITA
Noviembre 2014
Escuché mi nombre a lo lejos como si sólo fuera un eco. Voltee, y a medida
que aquel bulto avanzaba lentamente hacia mi, descubría la silueta de una
muchachita de torpe andar y rostro descompuesto que balbuceaba mi nombre con
bastante dificultad. Yo me alejaba caminando por el corredor de la Universidad
tratando de alcanzar a pasos agigantados la reja de la salida; ¡Qué largo era el
corredor!, o, ¿Sólo me lo parecía cada vez que lo recorría con Sarita? Desperté
sintiendo el mismo remordimiento de aquella vez en la que disimulé no percatarme
de su presencia para que mis compañeros no me vieran junto a ella.
Hoy soñé con Sarita, aquella niña de cuerpo delgadito y caminar convulso
que conocí hace muchos, pero muchos años. La soñé igualita, llena de valor a su
corta edad para enfrentar las burlas de todos aquellos que la veían como una niña
anormal.
Su imagen me persiguió durante todo el día. Empecé a recordar las tardes
de química, los trabalenguas, las sesiones con el “adivino” y su franca, sonora y
hermosa carcajada.
Cuando la conocí, ella sólo tenía 13 años, muchas ganas de vivir, dos
padres maravillosos, la química de segundo grado reprobada, y un joven corazón
destrozado por el desamor.
Recordé nuestro primer día en la biblioteca universitaria y el desconcierto
causado a nuestra llegada; cien pares de ojos encima, la expectación y los
continuos ¡¡¡Shhhhhtt¡¡¡¡ para obligarnos a bajar la voz; ¿Cómo explicarles que no
queríamos gritar?, ¿Cómo hacerles ver lo obvio?, simple y sencillamente Sarita no
gritaba, se esforzaba en deletrear lo más claro y rápido posible cada una de las
palabras que pronunciaba para no impacientarme. Me mortificaba su esfuerzo, no
sabía si ponía más atención en darse a entender o en evitar salpicar saliva sobre
el libro, la libreta o mi propia cara.
La habían recomendado conmigo; le habían dicho a su mamá que yo haría
lo imposible, que aprobara, aunque sea con seis el examen extraordinario de
Ciencias III. Cuando la vi, pensé que la vida me había jugado una broma muy
pesada, ¿Qué iba a hacer yo con tamaño paquete, con tamaña responsabilidad?;
¿Acaso se creían que yo era la gran pedagoga?; ¿Qué culpa tenía yo de que la
química fuera mi gran pasión y para ella su perdición?; ¿Acaso creían que además
tenía conocimientos de educación especial?; ¡Quería morirme!, yo tan sólo era
una estudiante del sexto semestre de Ciencias Químicas haciendo favores como
samaritana. Tardes sufridas con un montón de niños y niñas de mi colonia
tratando de enseñar las reacciones químicas y su balanceo, la utilidad de los
elementos que aparecían en la tabla periódica, el modelo atómico de Bohr, y una
serie de contenidos que además de robarles el sueño les ocasionaban una
especie de pánico escolar.
A pesar de la sorpresa y mi aturdimiento, recuerdo que lo que me
impresionó de Sarita, además de su aspecto físico, fue su audacia; no salía de mi
admiración al enterarme, cuestionando a Sarita de manera inquisidora, la forma en
la que había llegado hasta Ciudad Universitaria: ¡¿Cómo que era la primera vez
que salía sola?!, ¡¿Cómo que no conocía las rutas de los autobuses urbanos?!,
¡¿Cómo que su mamá la dejo salir sola?!; ¿Pues que clase de padres tiene, -
pensé- , que no la apoyan a pesar de ver sus limitaciones?
Mis primeras impresiones cambiaron radicalmente, ya que ni Sarita era una
niña limitada, ni sus padres eran unos desobligados.
Después de la penosa primera experiencia en la biblioteca, acordamos
estudiar en su casa.
¡Su casa!, espacio florido y cálido tapizado de fotografías de Sarita con sus
orgullosos padres, unos viejos maravillosos que me enseñaron que la vida es para
vivirla plenamente. Cuadros y cuadros con fotografías de Sarita; Sarita nadando,
partiendo pastel de 3 años, llegando triunfal a la meta del maratón para personas
con capacidades especiales, graduada de primaria, etc. Sarita aceptada,
sonriente; Sarita querida. Viviendo su propia realidad en un mundo en el que su
parcial parálisis cerebroespinal no era sinónimo de incapacidad. ¡Su realidad!, ella
estaba perfectamente ubicada en un mundo preparado “para gente normal”, es
decir para personas diestras, sin defectos y de buena - y discreta- presencia.
Recuerdo que gracias a Sarita, pude replantear lo que para mí significaba lo
normal y lo anormal; logré, después de un tiempo, comprometerme a no usar esas
palabras para señalar a las personas que, por ser diferentes a la mayoría de la
población, se les ve como incapaces o incompetentes.
A pesar de su dificultad para hablar de manera fluida, no me costó trabajo
entenderla, el esfuerzo radicó en mantener la paciencia para no interrumpirla
tratando de adivinar la siguiente palabra, dejarla hablar hasta que concluyera su
mensaje y, ¡Oh, grata sorpresa! sólo tres días después, reíamos a carcajadas
repitiendo como trabalenguas las características de “los añididos”, los beneficios
de los “illocacarburos” y los estragos de los “compestos oganofofollados”; Sarita
no sólo entendía los complejos conceptos de la química, sino los recreaba para
hacer bromas.
Fue un placer enseñarle química y lograr no sólo un seis, sino un grandioso
ocho con el que coronó todos nuestros esfuerzos.
¡Cuánto aprendí de Sarita!; la seguridad en sí misma, su destreza para
arreglárselas cargando su mochila; su fortaleza para subir y bajar de combis y
camiones arrastrando sus muletas; su entereza para tratar de mantener erguida la
cabeza sin perder la serenidad ni su gentil sonrisa. Su indulgencia para la gente
que la miraba con desagrado, su comprensión para aquellos que lo hacían
desconcertados. Su generosidad para justificar los murmullos apenas perceptibles
a su paso.
¡Cuánta dignidad en aquella niña, cuántas ganas de luchar!
Irremediablemente la nostalgia y la tristeza hicieron acto de presencia.
No he querido llorar, en realidad he deseado romper este silencio con una
de esas estruendosas carcajadas que al unísono solíamos entonar; he deseado
que aparezca por este mismo corredor, para que se enganche de mi brazo y
caminemos orgullosas presumiendo nuestra amistad.
Hace ya 10 años de su ausencia; como duele recordar.
Fue difícil terminar la amistad después de haber cumplido mi cometido;
Sarita y sus padres llenaron mi soledad, prodigaban en abundancia el cariño filial
que la distancia me había negado. Además, pronto tuve más compromisos, Sarita
se convirtió en la principal promotora de mis servicios; de manera inusitada me
rodee de niñas y niños de secundaria que detestaban la química y acudían a mí
con la misma devoción y fervor con la que irían a Chalma a solicitar el milagrito.
Gracias a Sarita, el temor de abandonar la Universidad por falta de recursos
desapareció, las clases particulares aportaban el dinero necesario para pagar la
renta de mi cuarto y mi alimentación. Empecé a pensar seriamente que “Dar
clases era lo mío”, me agradaba; ¡Me encantaba acompañar la transición de la
química odiada a la química aceptada! Para mi sorpresa, fue tal el éxito logrado,
que pude conseguir unas horas-clase de Ciencias en la secundaria de Sarita.
Pude entonces constatar la adversidad en la cual Sarita estudiaba.
La escuela carecía de las condiciones mínimas para que ella se movilizara
con independencia; su salón estaba en el segundo piso, y eso la obligaba a llegar
hasta media hora antes que el resto de sus compañeros. Por supuesto, no gozaba
del receso, porque hacerlo implicaba que tres de sus compañeros cargaran
literalmente con ella. Una vez me confesó que moría por bajar a la cafetería,
sentarse como cualquier otra alumna y platicar con aquel jovencito del grupo “D”
que, sin embargo la miraba con cierto disgusto. Aunque Sarita estaba
perfectamente integrada a su grupo, no podía establecer más relaciones de
amistad; muchos de sus compañeros de otros grupos le huían debido a la pena
que les causaba su situación. ¡Cuánto prejuicio a su alrededor!
El trato que recibía de los maestros oscilaba en los extremos; unos, eran
tan condescendientes que su actitud ofendía a Sarita quien les repetía que su
discapacidad no se relacionaba con su salud mental; otros, insistían en tratarla y
exigirle igual que a los demás, de hecho, ese fue el caso del maestro de Ciencias.
Me enteré después que la reprobación de Sarita se debió al “incumplimiento de las
prácticas de laboratorio” y, efectivamente no las realizó. Haberlo hecho le hubiera
asegurado no sólo la aprobación en Ciencias III, sino un diez en Educación Física
y la certificación como atleta de alto rendimiento ya que el laboratorio se
encontraba en otro edificio y en el tercer piso, ¡Cuánto esfuerzo físico y emocional!
Estando en la escuela de Sarita y observando la convivencia escolar,
comprendí que la equidad se confunde frecuentemente, con el concepto de
igualdad. Prodigar un trato igualitario implica en repetidas ocasiones excluir a
quienes son diferentes. Un trato igualitario evoca a la uniformidad, por ello da
cabida a las miradas repulsivas y a las actitudes de discriminación. La igualdad
entonces, no es lo mismo, ni mucho menos implica, el ejercicio de la equidad.
Reemplazar las prácticas de laboratorio, por una serie de actividades educativas
que permitieran a Sarita aprender los mismos contenidos sin tener que arriesgarse
para asistir al laboratorio, significaría un trato con equidad. La equidad implica la
justicia, por ello, otorga más a quien más lo necesita. La equidad desecha la
mirada uniforme, porque distingue las necesidades y las capacidades individuales;
la equidad se concreta y tiene como punto de partida el reconocimiento de las
diferencias. Sin embargo, Sarita era feliz en la secundaria, sus compañeros se
encargaban de integrarla; estoy segura que a su corta edad ninguno de ellos
comprendía que su presencia los enriquecía, que su amistad los haría mejores
personas.
Fueron años maravillosos, ¡Hasta que apareció el terrible mal!; las
articulaciones de Sarita empezaron a inflamarse a tal grado que dejó
paulatinamente de mover sus muñecas, sus dedos... después de medio año dejó
de caminar y a presentar mayores dificultades para hablar. Yo me empeñé en que
concluyera la preparatoria en la modalidad abierta, así es que inicié la ardua tarea
de repasar materias como el español y las matemáticas además de preparar la
tesis para mi examen profesional.
El ánimo de Sarita decaía día a día, su autosuficiencia se reducía a sorber
con popote la detestable dieta. Afanosa y con una fortaleza envidiable, su madre
se aferraba a mantener su débil aliento, mientras que su adorable padre se las
ingeniaba para inventar algún artefacto con el cual no se perdiera la comunicación
con su hija. Sin embargo, quince años después de haber iniciado la batalla,
temían ser derrotados.
Yo quise acompañar la lucha; permanecí cerca de quienes me habían dado
tanto, creía que mi presencia avivaba, aunque sea un poquito, la débil flama que
mantenía con vida aquella necia esperanza.
A mala hora cumplí lo que muchos en mi pueblo me dijeron que era
imposible: ¡Terminar mi carrera universitaria! Así es que con el titulo en la mano,
una oferta de trabajo y mi corazón angustiado, partí a mi pueblo a ofrendar a mis
padres campesinos el resultado de sus desvelos.
¡Qué bello mi pueblo, cuánta alegría ver a la gente amada y poder
reencontrarnos en la dulzura y sencillez de nuestra lengua, en la digna
sobrevivencia de nuestras costumbres!, ¡Cuánta felicidad reconocerme con los
míos después de tantos años!
Permanecí en mi pueblo el tiempo suficiente para llenarme toda de
vegetación, oxígeno puro y amor; al tiempo mismo que una flama se extinguía y
dos viejos guerreros emprendían la retirada.
Regresé a la ciudad a constatar la derrota y a probar la amargura de su
ausencia.
Retomé mis clases de Ciencias en la secundaria y un trabajo en la
Universidad.
De vez en cuando me invade la tristeza y cotidianamente la alegría, al
reconocer que gracias a Sarita, aprendí a vivir apreciando el gran valor de ser
feliz, aún cuando se sea tan diferente.
María del Coral Morales Espinosa