Cuentos · 2011. 6. 23. · Voltaire, Jorge Luis Borges, Antón Chéjov, Howard Fast, entre otros,...

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Cuentos VARIOS AUTORES Ediciones del Sindicato Nacional de Trabajadores del Infonavit México, D.F., mayo de 2010 cuentos2.indd 1 6/30/10 2:50:47 PM

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CuentosVarios autores

Ediciones del Sindicato Nacional de Trabajadores del InfonavitMéxico, D.F., mayo de 2010

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Rafael Riva Palacio PontonesSecretario General del C.E.N.

José Enrique Ríos LugoSecretario de Prensa

Luis Everardo Piedras ArzaluzSecretario de Prensa Adjunto

Miguel Ángel Chávez PueblaSecretario de Prensa Adjunto

Selección del Material Literario:Espartaco Ríos Hernández

Diseño:D.G. Andrea Saskia Méndez Sánchez

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Presentación

El cuento resume un universo, comprime en unamasa apretada, densa, contenida que, como la

fuerza del átomo, debe estallar ante los ojos del lector y revelar amplios espacios.

(Marco Tulio Aguilera)

El cuento es una forma literaria definida como una forma bre-ve de narración, ya sea expresada en forma oral o escrita. Posee ciertas características que permiten definirlo a grandes rasgos. Dentro de estas características nos encontramos con que se trata siempre de una narración, del acto de contar algo en forma bre-ve, en un corto espacio de tiempo. Un cuento es una narración ficticia que puede ser completamente creación del autor, o bien, puede basarse en hechos de la vida real, que podrían, incluso, ser parte de la vida del autor.

Un cuento, un buen cuento, en el lenguaje de los escritores, es mostrar algo; es partir de una motivación personal que con-mueva a imprimir un estilo al hecho cotidiano tomado como base; es tensionar al lector y despertar su curiosidad para que la mirada recorra toda la secuencia narrativa, acercándole una ficción que lo conecte con su propia vida, con sus experiencias personales; es crearle un mundo que llene las expectativas que el lector necesi-tará para seguir leyendo, para recomendar su lectura, para vivirla mientras lee, y finalmente, para que se sobresalte y choque, de nuevo, con el mundo real en el que vive. Haber logrado que el lector siga pensando en el cuento, más allá de la última puntua-ción, será señal de que se ha cumplido el objetivo del escritor; y el cuento será eso, un cuento: breve, profundo, significativo, perdurable…

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Como en la mayoría de las narraciones, los personajes son un elemento fundamental en los cuentos. Ellos pueden estar cons-tituidos por animales, personas o cosas que participan e interac-túan entre sí en la historia que se está narrando. Existen ciertos personajes que son más importantes que otros, pudiendo así rea-lizarse la división entre protagonistas y personajes secundarios. Muchas veces quien cuenta la historia, también participa en ella, de modo que el narrador forma parte de los personajes.

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. “La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incóg-nita, sino en el corazón mismo de lo inmediato”, decía Rimbaud.

El Comité Ejecutivo Nacional, a través de su Secretaría de Prensa, pone en tus manos esta bella selección de cuentos de tre-ce autores formidables, como Horacio Quiroga, José Revueltas, Juan José Arreola, Edgar Allan Poe, Oscar Wilde, Ray Bradbury, Voltaire, Jorge Luis Borges, Antón Chéjov, Howard Fast, entre otros, con la firme idea de que los trabajadores de nuestro querido Instituto disfruten de la lectura y aumenten su acervo cultural.

Nos daremos por satisfechos y con el objetivo cumplido, si la lectura de Cuentos hace despertar en los lectores el ferviente de-seo de continuar con otras obras literarias, cualesquiera que éstas sean, ya que como afirmaba Oscar Wilde: “Es absurdo tener una regla rigurosa sobre lo que debe o no leerse. Más de la mitad de la cultura intelectual moderna depende de lo que no debía leerse.”

J. E. R. L.

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Índice

Pág.

Elhombremuerto,Horacio Quiroga 9Diosenlatierra,José Revueltas 13Elguardagujas,Juan José Arreola 21Lacartarobada,Edgar Allan Poe 29Elruiseñorylarosa,Oscar Wilde 49Lapañoletadeseda,Ret Marut (B. Traven) 57Loshombresdelatierra,Ray Bradbury 63Elblancoyelnegro,Voltaire 81Eljardíndesenderosquesebifurcan,J. Luis Borges 95LaTristeza,Antón Chéjov 107Biriuk,Iván S. Turgénev 113Elcorredorveloz,A. N. Afanasiev 121Losbuquessuicidantes,Horacio Quiroga 129Losprimeroshombres,Howard Fast 133

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EL HOMBRE MUERTOHoracio Quiroga

El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados, y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.

Más al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, al tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.

Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete; pero el resto no se veía.

El hombre intentó mover la cabeza, en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió, fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.

La muerte. En el transcurso de la vida, se piensa muchas veces, en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.

Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra

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vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano!

Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte y tan imprevisto lo que debemos de vivir aún!

¿Aún?... No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo.

Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura. Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado?

¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?

Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.El hombre resiste – ¡Es tan imprevisto ese horror! – Y piensa: es una

pesadilla; ¡Esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿no es acaso ese bananal su bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven… Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce.

Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda, entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y a que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar…

¡Muerto! Pero ¿es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?

¡Pero sí! Alguien silba… No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo…

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Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando… Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.

¿Qué pasa, entonces? ¿Es ese o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin duda! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo…

Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos; ni con el bananal, obra de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: se muere.

El hombre, muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a emitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media… El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.

¡Pero no es posible que haya resbalado!... El mango de su machete (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.

¿La prueba?... ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo, en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Y ese es su bananal; y ese es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como éste, ha visto las mismas cosas.

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…Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos… Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡Piapiá!

¿No es eso?... ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo…

¡Qué pesadilla!... ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.

…Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a me-diodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.

Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja; el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla, descansando, porque está muy cansado…

Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal, como desearía. Ante las voces que ya están próximas – ¡Piapiá! – vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y, tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.

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DIOS EN LA TIERRAJosé Revueltas

La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada com-pletamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios. Jamás un empecinamiento semejante, hecho de entidades incomprensibles, inabarcables, que venía… ¿de dónde? De la Biblia, del Génesis, de las Tinieblas, antes de la luz. Las rocas se mueven, las inmensas piedras del mundo cambian de sitio, avanzan un milímetro por siglo. Pero esto no se alteraba, este odio venía de lo más lejano y lo más bárbaro. Era el odio de Dios. Dios mismo estaba ahí apretando con su puño la vida, agarrando la tierra entre sus dedos gruesos, entre sus descomunales dedos de encina y de rabia. Hasta un descreído no puede dejar de pensar en Dios. Porque ¿quién si no Él? ¿Quién si no una cosa sin forma, sin principio ni fin, sin medida, puede cerrar las puertas de tal manera? Todas las puertas cerradas en nombre de Dios. Toda la locura y la terquedad del mundo en nombre de Dios. Dios de los ejércitos; Dios de los dientes apretados; Dios fuerte y terrible, hostil y sordo, de piedra ardiendo, de sangre helada. Y eso era ahí y en todo lugar porque Él, según una vieja y enloquecedora maldición, está en todo lugar: en el siniestro silencio de la calle; en el colérico trabajo; en la sorprendida alcoba matrimonial; en los odios nupciales y en las iglesias, subiendo en anatemas por encima del pavor y de la consternación. Dios se había acumulado en las entrañas de los hombres como sólo puede acumularse la sangre, y salía en gritos, en despaciosa, cuidadosa, ordenada crueldad. En el Norte y en el Sur, inventando puntos cardinales para estar ahí, para impedir algo ahí, para negar alguna cosa con todas las fuerzas que al hombre le llegan desde los más oscuros siglos, desde la ceguedad más ciega de su historia.

¿De dónde venía esa pesadilla? ¿Cómo había nacido? Parece que los hombres habían aprendido algo inaprensible y ese algo les había

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tornado el cerebro cual una monstruosa bola de fuego, donde el empecinamiento estaba fijo y central, como una cuchillada. Negarse. Negarse siempre, por encima de todas las cosas, aunque se cayera el mundo, aunque de pronto en Universo se paralizase y los planetas y las estrellas se clavaran en el aire.

Los hombres entraban en sus casas con un delirio de eternidad, para no salir ya nunca, y tras de las puertas aglomeraban impenetrables cantidades de odio seco, sin saliva, donde no cabían ni un alfiler ni un gemido.

Era difícil para los soldados combatir en contra de Dios, porque Él era invisible, invisible y presente, como una espesa capa de aire sólido o de hielo transparente o de sed líquida. ¡Y cómo son los soldados! Tienen unos rostros morenos, de tierra labrantía, tiernos, y unos gestos de niños inconscientemente crueles. Su autoridad no les viene de nada. La tomaron en préstamo quién sabe dónde y prefieren morir, como si fueran de paso por todos los lugares y les diera un poco de vergüenza todo. Llegaban a los pueblos sólo con cierto asombro, como si se hubieran echado encima todos los caminos y los trajeran ahí, en sus polainas de lona o en sus paliacates rojos, donde, mudas, aún quedaban las tortillas crujientes, como matas secas.

Los oficiales rabiaban ante el silencio; los desenfrenaba el mutismo hostil, la piedra enfrente, y tenían que ordenar, entonces, el saqueo, pues los pueblos estaban cerrados con odio, con láminas de odio, con mares petrificados. Odio y sólo odio, como montañas.

–¡Los federales! ¡Los federales! Y a esta voz era cuando las calles de los pueblos se ordenaban

de indiferencia, de obstinada frialdad y los hombres se morían provisionalmente, aguardando dentro de las casas herméticas o disparando sus carabinas desde ignorados rincones.

El oficial descendía con el rostro rojo y golpeaba con el cañón de su pistola la puerta inmóvil, bárbara.

–¡Queremos comer!–¡Pagaremos todo!

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La respuesta era un silencio duradero, donde se paseaban los años, donde las manos no alcanzaban a levantarse, después un grito como un aullido de lobo perseguido, de fiera rabiosamente triste:

–¡Viva Cristo Rey!Era un Rey. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Por qué caminos

espantosos? La tropa podía caminar leguas y más leguas sin detenerse. Los soldados podían comerse los unos a los otros. Dios había tapiado las casas y había quemado los campos para que no hubiese ni descanso ni abrigo, ni aliento ni semilla.

La voz era una, unánime, sin límites: “Ni agua”. El agua es tierna y llena de gracia. El agua es joven y antigua. Parece una mujer lejana y primera, eternamente leal. El mundo se hizo de agua y de tierra y ambas están unidas, como si dos opuestos cielos hubiesen realizado nupcias imponderables. “Ni agua”. Y del agua nace todo. Las lágrimas y el cuerpo armonioso del hombre, su corazón, su sudor. “Ni agua”. Caminar sin descanso por toda la tierra, en persecución terrible y no encontrarla, no verla, no oírla, no sentir su rumor acariciante. Ver cómo el sol se despeña, cómo calienta el polvo, blando y enemigo, cómo aspira toda el agua por mandato de Dios y de ese Rey sin espinas, de ese Rey furioso, de ese inspector de odio que camina por el mundo cerrando los postigos…

¿Cuándo llegarían?Eran aguardados con ansiedad y al mismo tiempo con un temor

lleno de cólera. ¡Que vinieran! Que entraran por el pueblo con sus zapatones claveteados y con su miserable color olivo, con las cantimploras vacías y hambrientos. ¡Que entraran! Nadie haría una señal, un gesto. Para eso eran las puertas, para cerrarse. Y el pueblo, repleto de habitantes, aparecería deshabitado, como un pueblo de muertos, profundamente solo.

¿Cuándo y de qué punto aparecerían aquellos hombres de uni-forme, aquellos desamparados a quienes Dios había maldecido?

Todavía lejos, allá, el teniente Medina, sobre su cabalgadura, meditaba. Sus soldados eran grises, parecían cactus crecidos en una tierra sin más vegetación. Cactus que podían estarse ahí, sin que lloviera, bajo los rayos del sol. Debían tener sed, sin embargo,

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porque escupían pastoso, aunque preferían tragarse la saliva, como un consuelo. Se trataba de una saliva gruesa, y noble, que ya sabía mal, que ya sabía a lengua calcinada, a trapo, a dientes sucios. ¡La sed! Es un anhelo, como de sexo. Se siente un deseo inexpresable, un coraje y los labios echan lumbre en el estómago y en las orejas para que todo el cuerpo arda, se consuma, reviente. El agua se convierte, entonces, en algo más grande que la mujer o los hijos, más grande que el mundo, y nos dejaríamos cortar una mano o un pie o los testículos, por hundirnos en su claridad y respirar su frescura, aunque después muriésemos.

De pronto aquellos hombres como que detenían su marcha, ya sin deseos. Pero siempre hay algo inhumano e ilusorio que llama con quién sabe qué voces, eternamente, y no deja interrumpir nada. ¡Adelante! Y entonces la pequeña tropa aceleraba su caminar, locamente, en contra de Dios. Del Dios que había tomado la forma de la sed. Dios ¡en todo lugar! Allí, entre los cactus, caliente, de fuego infernal en las entrañas, para que no olvidasen nunca, nunca, para siempre jamás.

Unos tambores golpeaban en la frente de Medina y bajaban a ambos lados, por las sienes, hasta los brazos y la punta de los dedos: “a…gua, a…gua, a…gua. ¿Por qué repetir esa palabra absurda? ¿Por qué también los caballos, en sus pisadas…?” tornaba a mirar los rostros de aquellos hombres, y sólo advertía los labios cenizos y las frentes imposibles donde latía un pensamiento en forma de río, de lago, de cántaro, de pozo: agua, agua, agua. “¡Si el profesor cumple su palabra…!”

–Mi teniente… - se aproximó un sargento.Pero no quiso continuar y nadie, en efecto, le pidió que terminara,

pues era evidente la inutilidad de hacerlo.–¡Bueno! ¿Para qué, realmente…? – confesó, soltando la

risa, como si hubiera tenido gracia.“Mi teniente” ¿Para qué? Ni modo que hiciera un hoyo en la

tierra para que brotara el agua. Ni modo. “¡Oh! ¡Si ese maldito profesor cumple su palabra…!”

–¡Romero! – gritó el teniente.

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El sargento movióse apresuradamente y con alegría en los ojos, pues siempre se cree que los superiores pueden hacer cosas inauditas, milagros imposibles en los momentos difíciles.

–¿…crees que el profesor…?Toda la pequeña tropa sintió un alivio, como si viera el agua ahí

enfrente, porque no podía discurrir ya, no podía pensar, no tenía en el cerebro otra cosa que la sed.

–Sí, mi teniente, él nos mandó a avisar que con seguro ai’staba…“¡Con seguro!” ¡Maldito profesor! Aunque maldito era todo:

maldita el agua, la sed, la distancia, la tropa, maldito Dios y el Universo entero.

El profesor estaría ni cerca ni lejos del pueblo para llevarlos al agua, al agua buena, a la que bebían los hijos de Dios.

¿Cuándo llegarían? ¿Cuándo y cómo? Dos entidades opuestas, enemigas, diversamente constituidas aguardaban allá: una masa nacida de la furia, horrorosamente falta de ojos, sin labios, sólo con un rostro inmutable, imperecedero, donde no había más que un golpe, un trueno, una palabra oscura, “Cristo Rey”, y un hombre febril y anhelante, cuyo corazón latía sin cesar, sobresaltado, para darles agua, para darles un líquido puro, extraordinario, que bajaría por las gargantas y llegaría a las venas, alegre, estremecido y cantando.

El teniente balanceaba la cabeza mirando cómo las orejas del caballo ponían una especie de signos de admiración al paisaje seco, hostil. Signos de admiración. Sí, de admiración y de asombro, de profunda alegría, de sonoro y vital entusiasmo. Porque ¿no era aquel punto… aquél… un hombre, el profesor…? ¿No?

–¡Romero! ¡Romero! Junto al huizache… ¿distingues algo?Entonces el grito de la tropa se dejó oír, ensordecedor,

impetuoso:–¡Jajajajay…! – y retumbó por el monte, porque aquello era

el agua.Una masa que de lejos parecía blanca, estaba ahí compacta, de

cerca fea, brutal, porfiada como una maldición. “¡Cristo Rey!” Era otra vez Dios, cuyos brazos apretaban la tierra como dos tenazas de cólera. Dios vivo y enojado, iracundo, ciego como Él mismo, como

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no puede ser más que Dios, que cuando baja tiene un solo ojo en mitad de la frente, no para ver sino para arrojar rayos e incendiar, castigar, vencer.

En la periferia de la masa, entre los hombres que estaban en las casas fronteras, todavía se ignoraba qué era aquello. Voces sólo, dispares:

–¡Sí, sí, sí!–¡No, no, no!

¡Ay de los vecinos! Aquí no había nadie ya, sino el castigo. La Ley Terrible que no perdona ni a la vigésima generación, ni a la centésima, ni al género humano. Que no perdona. Que juró vengarse. Que juró no dar punto de reposo. Que juró cerrar todas las puertas, tapiar las ventanas, oscurecer el cielo y sobre su azul de lago superior, de agua aérea, colocar un manto púrpura e impenetrable. Dios está aquí de nuevo, para que tiemblen los pecadores. Dios está defendiendo su iglesia, su gran iglesia sin agua, su iglesia de piedra, su iglesia de siglos.

En medio de la masa blanca apareció, de pronto el punto negro de un cuerpo desmadejado, triste, perseguido. Era el profesor. Estaba ciego de angustia, loco de terror, pálido y verde en medio de la masa. De todos lados se le golpeaba, sin el menor orden o sistema, conforme el odio, espontáneo, salía.

–¡Grita viva Cristo Rey…!Los ojos del maestro se perdían en el aire al tiempo que repetía,

exhausto, la consigna: –¡Viva Cristo Rey!

Los hombres de la periferia ya estaban enterados también. Ahora se les veía el rostro negro, de animales duros.

–¡Les dio agua a los federales, el desgraciado!¡Agua! Aquel líquido transparente de donde se formó el mundo.

¡Agua! Nada menos que la vida.–¡Traidor! ¡Traidor!

Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda, completamente puntiaguda. Debe escogerse un

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palo resistente, que no se quiebre con el peso de un hombre, de “un cristiano”, dice el pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo de las piernas, hacia abajo, con vigor, para que encaje bien.

De lejos el maestro parecía un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera el viento, el viento, que ya corría, llevando la voz profunda, ciclópea, de Dios, que había pasado por la tierra.

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EL GUARDAGUJASJuan José Arreola

El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.

Alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse, el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña que parecía de juguete.

Miró sonriendo al viajero, y éste le dijo ansioso su pregunta: –Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?–¿Lleva usted poco tiempo en este país?–Necesito salir inmediatamente, debo hallarme en T. mañana

mismo.–Se ve que usted ignora por completo lo que ocurre. Lo que

debe hacer ahora mismo es buscar alojamiento en la fonda para viajeros–. Y señaló un extraño edificio ceniciento que más bien parecía un presidio.

–Pero yo no quiero alojarme, sino salir en el tren.–Alquile usted un cuarto inmediatamente, si es que lo hay. En

caso de que pueda conseguirlo, contrátelo por mes, le resultará más barato y recibirá mejor atención.

–¿Está usted loco? Yo debo llegar a T. mañana mismo.–Francamente, debería abandonarlo a su suerte. Sin embargo

le daré unos informes.–Por favor… –Este país es famoso por sus ferrocarriles, como usted sabe.

Hasta ahora no ha sido posible organizarlos debidamente, pero se han hecho ya grandes cosas en lo que se refiere a la publicación de itinerarios y a la expedición de boletos. Las guías ferroviarias

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comprenden y enlazan todas las poblaciones de la nación; se expen-den boletos hasta para las aldeas más pequeñas y remotas. Falta sola-mente que los convoyes cumplan las indicaciones contenidas en las guías y que pasen efectivamente por las estaciones. Los habitantes del país así lo esperan; mientras tanto, aceptan las irregularidades del servicio y su patriotismo les impide cualquier manifestación de desagrado.

–Pero ¿hay un tren que pase por esta ciudad?–Afirmarlo equivaldría a cometer una inexactitud. Como

usted puede darse cuenta, los rieles existen, aunque un tanto ave-riados. En algunas poblaciones están sencillamente indicados en el suelo mediante dos rayas de gis. Dadas las condiciones actuales, ningún tren tiene la obligación de pasar por aquí, pero nada impide que eso pueda suceder. Yo he visto pasar muchos trenes en mi vida y conocí algunos viajeros que pudieron abordarlos. Si usted espera convenientemente, tal vez yo mismo tenga el honor de ayudarle a subir a un hermoso y confortable vagón.

–¿Me llevará ese tren a T.?–¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente

a T.? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente algún rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T.?

–Es que yo tengo un boleto en regla para ir a T. Lógicamente, debo ser conducido a ese lugar, ¿no es así?

–Cualquiera diría que usted tiene razón. En la fonda para viajeros podrá usted hablar con personas que han tomado sus precauciones, adquiriendo grandes cantidades de boletos. Por regla general, las gentes previsoras compran pasajes para todos los puntos del país. Hay quien ha gastado en boletos una verdadera fortuna…

–Yo creí que para ir a T. me bastaba un boleto. Mírelo usted…–El próximo tramo de ferrocarriles nacionales va a ser cons-

truido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su in-menso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa.

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–Pero el tren que pasa por T. ¿ya se encuentra en servicio?–Y no sólo ese. En realidad hay muchísimos trenes en la

nación, y los viajeros pueden utilizarlos con relativa frecuencia, pero tomando en cuenta que no se trata de un servicio formal y definitivo. En otras palabras, al subir a un tren, nadie espera ser conducido al sitio que desea.

–¿Cómo es eso?–En su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe

recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Estos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero – lujosamente embalsamado – en los andenes de la estación que prescribe su boleto. En ocasiones, estos trenes forzados recorren trayectos en que falta uno de los rieles. Todo un lado de los vagones se estremece lamentablemente con los golpes que dan las ruedas sobre los durmientes. Los viajeros de primera – es otra de las previsiones de la empresa – se colocan del lado en que hay riel. Los de segunda padecen los golpes con resignación. Pero hay otros tramos en los que faltan ambos rieles; allí los viajeros sufren por igual, hasta que el tren queda totalmente destruido.

–¡Santo Dios!–Mire usted: la aldea de F. surgió a causa de uno de esos

accidentes. El tren fue a dar en un terreno impracticable. Lijadas por la arena, las ruedas se gastaron hasta los ejes. Los viajeros pasaron tanto tiempo juntos, que de las obligadas conversaciones triviales surgieron amistades estrechas. Algunas de esas amistades se trans-formaron pronto en idilios, y el resultado ha sido F., una aldea progresista llena de niños traviesos que juegan con los vestigios enmohecidos del tren.

–¡Dios mío, yo no estoy hecho para tales aventuras!–Necesita usted ir templando su ánimo; tal vez llegue usted

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a convertirse en héroe. No crea que faltan ocasiones para que los viajeros demuestren su valor y sus capacidades de sacrificio. Recientemente, doscientos pasajeros anónimos escribieron una de las páginas más gloriosas en nuestros anales ferroviarios. Sucede que en un viaje de prueba, el maquinista advirtió a tiempo una grave omisión de los constructores de la línea. En la ruta faltaba un puente que debía salvar un abismo. Pues bien, el maquinista en vez de poner marcha hacia atrás, arengó a los pasajeros y obtuvo de ellos el esfuerzo necesario para seguir adelante. Bajo su enérgica dirección, el tren fue desarmado pieza por pieza y conducido a hombros al otro lado de abismo, que todavía reservaba la sorpresa de contener en su fondo un río caudaloso. El resultado de la hazaña fue tan satisfactorio que la empresa renunció definitivamente a la construcción del puente, conformándose con hacer un atractivo descuento en las tarifas de los pasajeros que se atreven a afrontar esa molestia suplementaria.

–¡Pero yo debo llegar a T. mañana mismo!–¡Muy bien! Me gusta que no abandone usted su proyecto. Se

ve que es usted un hombre de convicciones. Alójese por de pronto en la fonda y tome el primer tren que pase. Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje, y el tren se va dejándolos amotinados en los andenes de la estación. Los viajeros, agotados y furiosos, maldicen su falta de educación, y pasan mucho tiempo insultándose y dándose de golpes.

–¿Y la policía no interviene?–Se ha intentado organizar un cuerpo de policía en cada

estación, pero la imprevisible llegada de los trenes hacía tal servicio inútil y sumamente costoso. Además, los miembros de ese cuerpo demostraron muy pronto su venalidad, dedicándose a proteger la salida exclusiva de pasajeros adinerados que les daban a cambio de

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ese servicio todo lo que llevaban encima. Se resolvió entonces el establecimiento de un tipo especial de escuelas, donde los futuros viajeros reciben lecciones de urbanidad y un entrenamiento adecuado, que los capacita para que puedan pasar su vida en los trenes. Allí se les enseña la manera correcta de abordar un convoy, aunque esté en movimiento y a gran velocidad. También se les proporciona una especie de armadura para evitar que los demás pasajeros les rompan las costillas.

–Pero, una vez en el tren, ¿está uno a cubierto de nuevas difi-cultades?

–Relativamente. Sólo le recomiendo que se fije muy bien en las estaciones. Podría darse el caso de que usted creyera haber llegado a T., y sólo fuese una ilusión. Para regular la vida a bordo de los vagones demasiado repletos, la empresa se ve obligada a echar mano de ciertos expedientes. Hay estaciones que son pura apariencia: han sidos construidas en plena selva y llevan el nombre de alguna ciudad importante. Pero basta poner un poco de atención para descubrir el engaño. Son como las decoraciones del teatro, y las personas que figuran en ellas están rellenas de aserrín. Esos muñecos revelan fácilmente los estragos de la intemperie, pero son a veces una perfecta imagen de la realidad: llevan en el rostro las señales de un cansancio infinito.

–Por fortuna, T. no se halla muy lejos de aquí. –Pero carecemos por el momento de trenes directos. Sin

embargo, no debe excluirse la posibilidad de que usted llegue mañana mismo, tal como lo desea. La organización de los ferrocarriles, aunque deficiente, no excluye la posibilidad de un viaje sin escalas. Vea usted, hay personas que ni siquiera se han dado cuenta de lo que pasa. Compran un boleto para ir a T. Llega un tren, suben, y al día siguiente oyen que el conductor anuncia: “Hemos llegado a T.” Sin tomar precaución alguna, los viajeros descienden y se hallan efectivamente en T.

–¿Podría yo hacer alguna cosa para facilitar ese resultado?–Claro que puede usted. Lo que no se sabe es si le servirá de

algo. Inténtelo de todas maneras. Suba usted al tren con la idea fija

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de que va a llegar a T. No trate a ninguno de los pasajeros. Podrían desilusionarlo con sus historias de viaje, y hasta denunciarlo a las autoridades.

–¿Qué está usted diciendo?–En virtud del estado actual de las cosas, los trenes viajan

llenos de espías. Estos espías, voluntarios en su mayor parte, dedican su vida a fomentar el espíritu constructivo de la empresa. A veces uno no sabe lo que dice y habla sólo por hablar. Pero ellos se dan cuenta en seguida de todos los sentidos que puede tener una frase, por sencilla que sea. Del comentario más inocente saben sacar una opinión culpable. Si usted llegara a cometer la menor imprudencia, sería aprehendido sin más; pasaría el resto de su vida en un vagón cárcel, o le obligarían a descender en una falsa estación, perdida en la selva. Viaje usted lleno de fe, consuma la menor cantidad posible de alimentos y no ponga los pies en el andén antes de que vea en T. alguna cara conocida.

–Pero yo no conozco en T. a ninguna persona.–En ese caso redoble usted sus precauciones. Tendrá, se

lo aseguro, muchas tentaciones en el camino. Si mira usted por las ventanillas, está expuesto a caer en la trampa de un espejismo. Las ventanillas están provistas de ingeniosos dispositivos que crean toda una clase de ilusiones en el ánimo de los pasajeros. No hace falta ser débil para caer en ellas. Ciertos aparatos, operados desde la locomotora, hacen creer, por el ruido y los movimientos, que el tren está en marcha. Sin embargo, el tren permanece detenido semanas enteras, mientras los viajeros ven pasar cautivadores paisajes a través de los cristales.

–¿Y eso qué objeto tiene?–Todo eso lo hace la empresa con el sano propósito de

disminuir la ansiedad de los viajeros y de anular en todo lo posible las sensaciones de traslado. Se aspira a que un día se entreguen plenamente al azar, en manos de una empresa omnipotente, y que ya no les importe saber a dónde van ni de dónde vienen.

–Y usted ¿ha viajado mucho en los trenes?–Yo, señor, sólo soy guardagujas. A decir verdad, soy un

guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para

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recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: “Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual”, dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.

–¿Y los viajeros?–Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún

tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lotes selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?

El viejecillo hizo un guiño y se quedó mirando al viajero con picardía, sonriente y lleno de bondad. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, lleno de inquietud, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.

–¿Es el tren?– preguntó el forastero.El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando

estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar: –¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación.

¿Cómo dice usted que se llama?–¡X!– contestó el viajero.

En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudentemente, al encuentro del tren.

Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento.

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LA CARTA ROBADAEdgar Allan Poe

Me encontraba en París en 18… después de una tormentosa y som-bría noche de otoño, disfrutaba de la doble voluptuosidad de la meditación y de una pipa de espuma de mar en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin en su pequeña biblioteca o gabinete de estudio, ubicado en la troisiéme de la calle de Dunot número 33, en el faubourg Saint-Germain. Habíamos guardado silencio durante una hora; para cualquier casual observador, cada uno de nosotros hubiese parecido intensa y exclusivamente atento a las volutas de humo que adensaban la atmósfera de la habitación. Por lo que a mi toca, discutía conmigo ciertos puntos que habían sido, durante la primera parte de la velada, objeto de nuestra conversación. Me refiero al asunto de la rue Morgue y al misterio relativo al asesinato de Marie Roget. Pensaba, pues, en aquella especie de analogía que unía a aquellos dos asuntos, cuando se abrió la puerta de nuestra habitación y dio paso a nuestro antiguo conocido el señor G…, prefecto de la policía parisiense.

Le dimos una cordial bienvenida, ya que el hombre tenía su lado divertido así como su lado despreciable y no lo habíamos visto desde hacía algunos años. Como estábamos sentados en la oscuridad, Dupin se levantó entonces para encender una lámpara; pero tornó a sentarse sin hacer nada cuando oyó decir a G… que había venido para consultarnos, o más bien, para pedir la opinión de mi amigo tocante a un asunto oficial que le había ocasionado muchos trastornos.

–Si es algo que requiera reflexión– observó Dupin, abs-teniéndose de encender la mecha de la lámpara–, la examinaremos más convenientemente en la oscuridad.

–Otra de sus extrañas ideas– dijo el prefecto, que tenía la manía de llamar extraño o raro todas aquellas cosas situadas más allá de su comprensión, y que, por tanto, vivía en medio de una enorme legión de cosas raras.

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–Cierto, a fe mía– respondió Dupin, ofreciéndole una pipa a nuestro visitante y acercándole a él un cómodo sillón.

–Y ahora, ¿cuál es la dificultad?– pregunté -. Espero que no sea nada relacionado con el género asesinato.

–¡Oh, no! ¡Nada de eso! La cosa es que el asunto es demasiado simple, y no dudo que podamos resolverlo muy bien nosotros mismos; pero he pensado que a Dupin le agradará oír los detalles de esto, porque es sumamente extraño.

–Sencillo y extraño– dijo Dupin.–Pues, sí; y, no obstante, esta expresión no es exacta; es lo

uno o lo otro, si le parece a usted mejor. El hecho es que nos hemos visto allá muy embarazados por este asunto, pues, por más simple que sea, nos tiene absolutamente desconcertados.

–Quizás la simplicidad misma de la cosa es la que los induce al error– dijo mi amigo.

–¡Qué insensatez está usted diciendo!– respondió el prefecto, riendo de buena gana.

–Quizás el misterio sea un poco demasiado claro– dijo Dupin.–¡Oh, Dios misericordioso! ¿Quién oyó jamás semejante idea?–Un poco demasiado evidente.–¡Ja, ja, ja! ¡Oh, oh! – exclamó nuestro huésped, quien parecía

divertirse mucho -. ¡Ah, Dupin! ¡Me hará usted morir de risa!–¿De qué se trata, a fin de cuentas? – pregunté.–Pues voy a decírselo – respondió el prefecto, lanzando una

larga, densa y contemplativa bocanada de humo y arrellanándose en su sillón -. Lo diré en pocas palabras. Pero, antes de empezar, permítanme advertirles que es un asunto que exige el mayor secreto, y que probablemente perdería yo el puesto que desempeño si se supiera que se lo he confiado a alguien.

–Empiece usted – dije.–O no empiece – dijo Dupin.–Bueno; empezaré. Fui informado personalmente por alguien

situado en un alto puesto, que ha sido robado de las habitaciones reales un cierto documento de la mayor importancia. Se sabe quién es el individuo que lo ha robado; esto está fuera de toda duda, ya que

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lo vieron apoderarse de él. Asimismo se sabe que este documento sigue en su poder.

–¿Cómo se sabe eso? – preguntó Dupin.–Eso se deduce claramente de la naturaleza del documento y

de la no aparición de ciertos resultados que de inmediato surgirían si el mencionado documento saliera de las manos del ladrón; en otros términos si fuera empleado para el fin que debe él proponerse.

–Sea usted un poco más explícito – dije.–Pues bien: me atrevo a decir que ese papel le confiere a su

poseedor un cierto poder en cierto lugar, donde ese poder es de un valor inapreciable.

El prefecto estaba encantado con la jerga diplomática. –Sigo sin comprender absolutamente nada – dijo Dupin.–¿Nada, de veras? ¡Bueno! Si se revela el contenido de ese

documento a una tercera persona, cuyo nombre callaré, pondría en entredicho el honor de una persona del más alto rango. He aquí lo que le confiere al poseedor de ese documento un ascendiente sobre la ilustre persona, cuyo honor y seguridad son puestos así en peligro.

–Pero ese ascendiente – interrumpí – depende de esto: ¿Sabe el ladrón que la persona robada conoce al ladrón? ¿Quién osaría?...

–El ladrón – dijo G… - es el ministro D… que se atreve a todo, tanto a lo que es indigno de un hombre, cuanto a lo que es digno de él. El procedimiento del robo ha sido tan ingenioso como audaz. El documento en cuestión, una carta, para ser franco, fue recibida por la persona robada mientras ésta se encontraba en el boudoir real. En tanto que aquella persona la leía, fue de pronto interrumpida por la entrada del otro ilustre personaje a quien deseaba particularmente ocultársela. Después de haber intentado en vano arrojarla rápidamente en un cajón, se vio obligada a dejarla abierta sobre el escritorio. Sin embargo, la carta estaba vuela hacia abajo, y el contenido, por tanto, era ilegible; sólo el sobre escrito quedó hacia arriba; la carta así, paso inadvertida. En esos momentos entra el ministro D… Su ojo de lince descubre de inmediato el papel, reconoce la letra del sobrescrito, nota el embarazo de la persona a quien estaba dirigida y capta su secreto. Después de despachar

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algunos asuntos con la rapidez en él acostumbrada, saca de su bol-sillo una carta un tanto parecida a la misiva en cuestión, la abre, hace como que la lee y la coloca exactamente al lado de la otra. Sigue charlando durante un cuarto de hora aproximadamente sobre los asuntos públicos. Por fin, se despide y coge de la mesa la carta a la que no tiene ningún derecho. La persona robada se da cuenta de esto, pero naturalmente, no se atreve a llamarle la atención sobre aquel acto en presencia del tercer personaje que estaba a su lado. El ministro se marcha, dejando sobre el escritorio su propia carta, una carta sin importancia.

–Ahí tiene usted– dijo Dupin, volviéndose a medias hacia mí– : lo que se requería precisamente para que el ascendiente fuese completo: el ladrón sabe que la persona robada conoce a su ladrón.

–Sí– replicó el prefecto, y desde hace algunos meses ha usado con amplitud el poder alcanzado de esta manera, para sus fines políticos, hasta un punto muy peligroso. Cada día se convence más la persona robada de la necesidad de recuperar su carta. Pero, por su puesto, esto no puede hacerse abiertamente. Por último, impulsada por la desesperación, me ha encargado el asunto.

–No era posible, supongo– dijo Dupin envuelto en una aureola de humo –escoger o incluso imaginar a un agente más sagaz.

–Usted me adula – replicó el prefecto -; pero es posible que se haya tenido en cuenta esa opinión.

–Está claro – dije – como usted lo ha hecho notar que la carta sigue aún en manos del ministro, puesto que es el hecho de la posesión y no el uso de la carta lo que crea el ascendiente. Con su uso, el ascendiente se desvanecería.

–Es cierto - dijo G… - y partiendo de esa convicción he procedido. Mi primer cuidado ha sido efectuar una pesquisa minuciosa en el hotel del ministro; allí, mi primer apuro consistió en la necesidad de buscar sin que él lo supiese. Por encima de todo, se me había prevenido del peligro que existía si se le daba motivo para que sospechara de nuestro propósito.

–Pero – dije – tiene toda clase de facilidades para tal tipo de investigaciones. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.

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–¡Oh, sin duda! Y por esa razón abrigaba yo muchas esperanzas. Las costumbres del ministro me proporcionaban además una gran ventaja. Con frecuencia se ausenta de su casa durante toda la noche. No tiene muchos criados y éstos duermen a cierta distancia del departamento de su amo, y, como son napolitanos, están siempre dispuestos a emborracharse. Poseo, como usted sabe, llaves con las cuales puedo abrir todas las habitaciones o gabinetes de París. Durante tres meses no ha pasado una sola noche cuya mayor parte no haya yo dedicado en persona a registrar el hotel de D… Mi honor está en juego, y, para confiarle un gran secreto, la recompensa es enorme. Por tanto no abandoné la búsqueda sino hasta estar por completo convencido de que el ladrón es más astuto que yo. Creo que he registrado cada escondrijo y cada rincón de la casa en los que era posible esconder un papel.

–¿Pero no sería posible- insinúe – que, aunque la carta estuviera en poder del ministro – y lo está indudablemente – la hubiera él escondido en otra parte que no fuera su propia casa?

–No es posible eso en absoluto – dijo Dupin -. La situación peculiar actual de los asuntos de la corte, particularmente la naturaleza de la intriga en la que D… está envuelto, como se sabe, hacen de la eficacia inmediata del documento – de la posibilidad de presentarlo al momento – un punto de una importancia casi igual a su posesión.

–¿La posibilidad de ser presentado? – dije. –O, si lo prefiere, de ser destruido – dijo Dupin.–Es verdad – observé -. El papel está, pues, evidentemente

en el hotel. Que lo lleve consigo el ministro, tal hipótesis la consi-deramos como absolutamente fuera de cuestión.

–De todo punto – dijo el prefecto -. Le he hecho atacar dos veces por falsos ladrones y su persona ha sido escrupulosamente registrada ante mis propios ojos.

–Pudiera usted haberse ahorrado esa molestia – dijo Dupin–. D… a lo que presumo, no está loco rematado; por tanto, ha debido prever esos atracos, como cosa natural.

–No está loco rematado, es cierto – dijo G… -; sin embargo, es un poeta, lo cual, creo, no está muy lejos de la locura.

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–Es cierto – dijo Dupin, después de haber lanzado una boca-nada de humo de su pipa de espuma, larga y pensativamente -, aunque, por mi parte, me confieso culpable de ciertas malas rimas.

–Denos usted – dije – detalles precisos de su búsqueda. –Bueno: el hecho es que nos tomamos nuestro tiempo y

buscamos por todas partes. Tengo larga experiencia en estos asuntos. Hemos recorrido la casa entera, cuarto por cuarto, y le dedicamos las noches de toda una semana a cada uno. Primero, examinamos el mobiliario de cada habitación. Abrimos todos los cajones posi-bles, y supongo que sabrá usted, que para un agente policiaco con-venientemente adiestrado, un cajón secreto es algo que no existe. Es un tonto el hombre que en una pesquisa de esa naturaleza permite que se le escape un cajón secreto. ¡La cosa es tan sencilla! Hay en cada mueble una cierta cantidad de volúmenes y de superficies del que puede uno darse cuenta. Tenemos para eso reglas exactas. Ni la quincuagésima parte de una línea podría escapársenos. Después de las habitaciones nos dedicamos a las sillas. Los cojines han sido sondeados con esas largas y finas agujas que usted me ha visto emplear. Hemos quitado los tableros de las mesas.

–¿Por qué?–A las veces, el tablero de una mesa o de cualquier otra pieza

semejante del mobiliario, es levantado por la persona que desea ocultar cualquier cosa; ahueca entonces la pata de la mesa, deposita el objeto dentro de la cavidad y vuelve a colocar el tablero. Las cabeceras y postes de las camas son utilizados para el mismo fin.

–Pero, ¿no puede descubrirse ese hueco por el sonido? pre-gunté.

–De ninguna manera si se depositó el objeto envuelto en un relleno de algodón suficiente. Además, en nuestro caso, nos veíamos obligados a proceder sin hacer ruido.

–Pero ustedes no han podido quitar, desmontar todas las piezas del moblaje en las que se hubiera podido esconder un objeto de la manera en que usted indicó. Una carta puede ser enrollada en una espiral muy fina, muy parecida en su forma y su volumen a una aguja de hacer punto, y ser así introducida dentro del palo de una

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silla, por ejemplo. ¿Han desmontado ustedes las piezas de todas las sillas?

–Ciertamente no, pero hicimos algo mejor: examinamos los palos de cada silla del hotel, incluso las junturas de toda clase de muebles, con ayuda de un potente microscopio. Si hubiera algún indicio de alguna alteración reciente, infaliblemente la hubiéramos descubierto al momento. Un solo grano de polvo causado por el berbiquí, por ejemplo, hubiera aparecido ante nuestros ojos como una manzana. La menor alteración del pegamento – una simple grieta en las junturas – hubiese bastado para revelarnos el escondite.

–Supongo que habrán examinado los espejos, entre la luna y la chapa, y que habrán escudriñado las camas y las cortinas de los lechos, así como las cortinas y los tapices.

–¡Por supuesto! Y una vez que examinamos todos los artículos de este género, examinamos también la casa misma. Dividimos la totalidad de su superficie en compartimientos, los cuales enumeramos para estar seguros de que no pasábamos por alto ninguno; así, cada pulgada cuadrada fue sometida a un nuevo examen con el microscopio, e hicimos lo mismo con las dos casas contiguas.

–¡Las dos casas contiguas! – exclamé –. Seguramente tuvieron ustedes toda suerte de dificultades.

–¡Sí, a fe mía! Pero la recompensa ofrecida es enorme.–En las casas, ¿incluyó usted los suelos?–Todos los suelos son de ladrillo. Comparativamente, eso

nos dio poco trabajo. Examinamos el musgo entre los ladrillos y lo encontramos intacto.

–Sin duda alguna examinaron cuidadosamente los papeles de D… y los libros de su biblioteca.

–Ciertamente; abrimos cada paquete y cada bulto. No sólo abrimos todos los libros, sino que pasamos hoja por hoja de cada volumen, sin contentarnos simplemente con sacudirlos como lo hacen muchos de nuestros oficiales de policía. Medimos así el espesor de cada encuadernación con la más exacta minuciosidad, y aplicamos a cada una el más minucioso escudriñamiento con el microscopio. Si se hubiera insertado recientemente cualquier cosa en una de las

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pastas, hubiera sido absolutamente imposible que tal cosa escapara a nuestra observación. Cinco y seis volúmenes recién empastados fueron cuidadosamente sondeados longitudinalmente con las agujas.

–¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?–Sin duda alguna. Quitamos cada una de las alfombras y

examinamos las planchas con el microscopio.–¿Y los papeles de las paredes?–También.–¿Registraron los sótanos?–Los registramos.–Entonces – dije – incurrieron ustedes en un error y la carta

no está en la casa, como habían creído ustedes.–Me temo que tenga usted razón en eso – dijo el prefecto–. Y

ahora, Dupin, ¿qué me aconseja usted que haga?–Una investigación concienzuda en toda la casa, nuevamente.–Eso es completamente inútil – replicó G…–No tengo mejor consejo que darle – dijo Dupin –. Tiene

usted, sin duda, una descripción exacta de la carta.–¡Oh, sí!

Y al decir esto, el prefecto, sacando una libretilla de apuntes, se puso a leernos en voz alta una descripción minuciosa del documento perdido, de su aspecto interior, y principalmente de su aspecto exte-rior. Poco después de haber terminado la lectura de esta descripción, este hombre excelente se despidió de nosotros con el ánimo más decaído que nunca, hasta entonces, le había visto.

Aproximadamente un mes después nos hizo una segunda visita y nos encontró ocupados poco más o menos del mismo modo que en la ocasión anterior. Tomó una pipa y una silla y habló de cosas sin importancia. Por último, le dije:

–Y bien, G…, ¿qué hay de la carta robada? Supongo que por último se habrá usted resignado a comprender que no es cosa sencilla ganarle en listeza al ministro.

–¡Que se vaya al diablo! Realicé, a pesar de todo, un nuevo examen, el que sugería Dupin; pero como yo preveía, todo fue de nuevo inútil.

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–¿A cuánto asciende la recompensa ofrecida de que usted habló? – preguntó Dupin.

–Pues… a una gran cantidad; es una recompensa enorme. No quiero deciros a cuánto asciende exactamente. Pero si os diré esto: yo me comprometería a entregar por mi cuenta un cheque de cincuenta mil francos a quien pudiera encontrarme esa carta. El hecho es que el asunto se torna día a día más urgente, y la recompensa ha sido doblada recientemente. Con todo, aunque la triplicaran, no podría yo hacer más de lo que ya he hecho.

–Pues… sí… – dijo Dupin, arrastrando las palabras entre las bocanadas de su pipa -, creo realmente… G…, que no ha hecho usted todo lo posible… que no ha ido al fondo de la cuestión… Yo creo que podría hacer usted un poquito más, ¿eh?

–¿Cómo? ¿En qué sentido?–Pues… (una bocanada de humo), podría usted… (dos boca-

nadas) pedir consejo en este asunto, ¿eh? (tres bocanadas). ¿Se acuerda usted de la historieta que cuenta D. Abernethy?

–¡No! ¡al diablo con Abernethy!–De acuerdo. ¡Al diablo si eso le divierte! Ahora bien, en

una ocasión, un rico muy avaro concibió el propósito de obtener gratis una consulta médica de Abernethy. Con este fin, enhebró con él una conversación corriente en una reunión; en la conversación le insinuó al médico su propio caso como si fuese el de un individuo imaginario. “Supongamos – dijo el avaro – que los síntomas son tales y cuales. ¿Qué le aconsejaría usted, doctor al paciente?” “Lo que le aconsejaría – respondió Abernethy – es que viera a un médico.”

–Pero – dijo el prefecto un tanto desconcertado – yo estoy completamente dispuesto a pedir consejo y a pagarlo. Daría realmen-te cincuenta mil francos a cualquiera que me ayudara en este asunto.

–El tal caso – replicó Dupin abriendo un cajón y sacando un talonario de cheques – puede usted llenarme un cheque por la suma que ha mencionado. Cuando lo haya firmado, le entregaré la carta.

Yo estaba estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía totalmente fulminado. Durante algunos minutos permaneció mudo e inmóvil mirando a mi amigo, con la boca abierta y con un aire incrédulo en los

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ojos que parecían saltársele de las órbitas; por último pareció volver en sí, tomó un pluma, y, después de algunas dudas y miradas vagas, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos y se lo tendió por encima de la mesa. Este último lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó de él una carta y se la dio al prefecto. El funcionario la asió con un perfecto espasmo de alegría; la abrió con mano temblorosa, echó una ojeada sobre su contenido, y luego, tomando precipitadamente la puerta, se lanzó sin más ceremonias fuera de la habitación y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde que Dupin le rogó que llenara el cheque.

Cuando hubo salido, mi amigo se enfrascó en explicaciones. –La policía parisiense – dijo – es excesivamente hábil en su

oficio. Sus agentes son perseverantes, ingeniosos, listos, y están versados a fondo en los conocimientos que son obligatorios en sus funciones. Y así, cuando G… nos detalló su manera de registrar el hotel de D…, tenía yo una entera confianza en sus talentos, y estuve seguro de que había realizado una investigación totalmente cabal, en el círculo de su especialidad.

–¿En el círculo de su especialidad? – pregunté.–Sí - dijo Dupin -. Las medidas adoptadas no eran sólo las mejores

en su especie, sino que fueron llevadas hasta una absoluta perfección. Si la carta hubiera estado escondida en el radio de sus investigaciones, esos mozos la hubieran encontrado sin la menor duda.

Me eché a reír, pero Dupin parecía haber dicho aquello muy seriamente.

–Así pues – prosiguió -, las medidas eran buenas en su género y habían sido bien ejecutadas; su defecto consistía en ser inaplicables al caso de ese hombre. Hay una serie de recursos singularmente ingeniosos que son para el prefecto como un lecho de Procusto, al cual adapta por último todos sus planes. Pero yerra sin cesar por demasiada profundidad o por demasiada superficialidad en el caso en cuestión, y muchos escolares razonarían mejor que él. Conocí a uno que tenía ocho años de edad, cuyos éxitos en el juego de pares o nones le atraían la admiración universal. Este juego es

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sencillo y se juega con canicas. Uno de los jugadores tiene en su mano cierto numero de canicas y le pregunta al otro: ¿pares o nones? Si éste adivina correctamente, gana una canica; si se equivoca, pierde una. El niño del que le hablo ganaba todas las canicas de la escuela. Naturalmente tenía un sistema de adivinación que consistía en la simple observación y en la apreciación de la astucia de sus adversarios. Supongamos que unos de éstos es un perfecto tonto, y que, levantando la mano cerrada le pregunte: ¿pares o nones? Nuestro colegial le responde: “nones” y pierde. Pero, a la segunda vez, gana, porque se hizo esta reflexión: “el tonto tenía pares la primera vez, y toda su astucia consistirá ahora en preparar nones; diré, pues, “nones”. Dice “nones” y gana. Ahora, con un adversario un poco menos tonto, hubiera razonado así: “este niño ha visto que, en el primer caso, dije nones, y en el segundo se propondrá – pues es la primera idea que se le ocurrirá – efectuar una leve variante de pares a nones como lo hizo el tonto; pero, pensándolo mejor, se dará cuenta de que es un cambio demasiado sencillo, y por último decidirá poner canicas pares, como la primera vez. Por tanto, “diré pares”. Dice “pares”, y gana. Ahora bien, ese sistema de razonamiento de nuestro colegial, que sus compañeros llaman suerte, ¿qué es, en último análisis?

–Es simplemente – dije – una identificación del intelecto de nuestro razonador con el de su adversario.

–Exactamente – dijo Dupin. Y cuando le pregunté al muchacho de qué manera efectuaba él esa perfecta identificación en que consistía todo su éxito, me respondió: “Cuando quiero saber hasta qué punto es alguien sagaz o tonto, hasta qué punto es bueno o malo, o cuáles son sus pensamientos en ese momento, modelo la expresión de mi rostro de acuerdo con la expresión del suyo, lo más exactamente que puedo, y espero entonces para saber qué pensamientos y qué sentimientos nacerán en mi espíritu o en mi corazón, como para emparejarse o responder con la expresión de mi fisonomía.” Esta respuesta del colegial está en la base de toda la profundidad sofística atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyére, Maquiavelo y Campanella.

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–Y la identificación del intelecto del razonador con el de su adversario depende, si le comprendo bien, de la exactitud con la cual el intelecto de su adversario es estimado.

–Es, en efecto, la condición para los resultados prácticos – respondió Dupin -; y si el prefecto y sus ayudantes se equivocaron con tanta frecuencia, fue, primero, por carencia de esa identificación; y segundo, por una apreciación inexacta, o mejor dicho, por la no apreciación de la inteligencia con la que se medían. No ven sino sus propias ideas ingeniosas, y, cuando buscan algo oculto, no piensan sino en los medios de que se hubieran servido ellos para ocultarlo. Tienen mucha razón en lo de que su propio ingenio es una fiel representación del de la multitud; pero, cuando se encuentran con un malhechor particular cuya astucia difiere, en especie, de la de ellos, ese malhechor, naturalmente los embauca. Esto sucede siempre cuando su astucia está por encima de la de ellos, lo cual ocurre con mucha frecuencia, inclusive cuando está por debajo. No varían su sistema de investigación; a lo más, cuando se encuentran incitados por algún caso insólito o por alguna recompensa extraordinaria, exageran y llevan hasta sus últimos límites sus viejas rutinas, pero no modifican en nada sus principios. En el caso de D…, por ejemplo, ¿qué se hizo para cambiar el sistema de actuar? ¿Qué son todas esas perforaciones, esas búsquedas, esos sondeos, esos exámenes al microscopio, esa división de superficies en pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué es todo eso sino exageración, en su aplicación, de uno de los principios, o de muchos principios de investigación que están basados en un orden de ideas relativo al ingenio humano, y al que el prefecto se ha habituado en la larga rutina de sus funciones? ¿No ve usted que él considera como cosa demostrada que todos los hombres que quieren esconder una carta se sirven, si no es precisamente de un agujero abierto con berbiquí en el pie de una silla, a lo menos de algún agujero, de algún rincón muy extraño cuya inspiración han tomado del mismo registro de ideas que el agujero hecho con el berbiquí? ¿Y no ve usted también que escondites tan rebuscados se emplean sólo en ocasiones ordinarias y no son adoptados sino por inteligencias ordinarias? Porque, en todos los casos de objetos

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escondidos, esa manera ambiciosa y torturada de ocultar el objeto es, en principio, presumible y presumida; así, su descubrimiento de ninguna manera depende de la perspicacia, sino simplemente del cuidado, de la paciencia y de la resolución de los buscadores. Pero, cuando el caso es importante, o, lo que parece ser igual a los ojos de la policía, cuando la recompensa es considerable, se ve cómo todas esas cualidades fracasan indefectiblemente. Comprende usted ahora lo que yo quise decir al afirmar que, si la carta robada hubiese sido ocultada en el radio de la pesquisa de nuestro prefecto – en otros términos, si el principio inspirador hubiera estado comprendido en los principios del prefecto – hubiera sido infaliblemente descubierta. Sin embargo, ese funcionario ha sido engañado por completo, y la causa primera, original, de su derrota, está en la suposición de que el ministro es un tonto porque se ha hecho de una reputación de poeta. Todos los locos son poetas – este es el modo de pensar del prefecto –, y tan sólo es el culpable de una falsa distribución del término medio cuando infiere de eso que todos los poetas están locos.

–Pero, ¿se trata realmente del poeta? – pregunté-. Sé que son dos hermanos y ambos se han hecho de una reputación en la literatura. El ministro, me parece, ha escrito un libro muy notable sobre cálculo diferencial e integral. Es un matemático y no un poeta.

–Se equivoca usted; lo conozco muy bien. Es poeta y ma-temático. Como poeta y matemático ha debido de razonar con exac-titud; como simple matemático no hubiera razonado en lo absoluto y hubiera quedado así a merced del prefecto.

–Semejante opinión – dije – tiene que asombrarme; es desmen-tida por el consenso universal. No intentará usted aniquilar una idea madurada por varios siglos. La razón matemática es considerada desde hace mucho tiempo como la razón par excellence.

–“Ily a á parier – respondió Dupin, citando a Chamfort – que toute idée publique, toute convention recue, est une sottise, car elle a convenue au plus grand nombre.” (Puede apostarse que toda idea pública, todo convencionalismo admitido, es una necedad, porque ha convenido a la mayoría) Los matemáticos – le concedo esto – han hecho todo lo posible por propagar el error al que usted alude, y que,

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aún cuando haya sido propagado como verdad, no por eso deja de ser un error. Por ejemplo, nos han acostumbrado con un arte digno de mejor causa, a aplicar el término “análisis” a las operaciones algebraicas. Los franceses son los primeros culpables de ese engaño en particular; pero si se reconoce que los términos de la lengua tienen una importancia real – si las palabras cobran su valor de aplicación -, ¡oh!, entonces concedo que “análisis” significa “álgebra”, más o menos como el latín “ambitus” significa ambición; “religio”, religión; u “homines honesti”, la clase de hombres honorables.

–Veo – respondí – que tendrá usted algunos choques con buen número de los algebristas de París. Pero, continúe.

–Impugno la validez, y por ende los resultados de una razón cultivada por cualquier procedimiento especial que no sea la lógica abstracta. Impugno particularmente el razonamiento sacado del es-tudio de las matemáticas. Las matemáticas son la ciencia de las formas y de las cantidades; el razonamiento matemático no es sino la simple lógica aplicada a la forma y a la cantidad. El gran error consiste en suponer que las verdades que se llaman puramente algebraicas son verdades abstractas o generales. Y este error es tan enorme, que me maravilla la unanimidad con que es acogida. Los axiomas matemáticos no son axiomas de una verdad general. Lo que es cierto de una relación de forma o de cantidad, es con frecuencia un grosero error relativamente a la moral, por ejemplo. En esta última ciencia, es muy comúnmente falso que la suma de las fracciones sea igual al todo. Asimismo en química el axioma yerra. En la apreciación de una fuera motriz, yerra igualmente; porque dos motores, cada uno de ellos de una potencia dada, no son necesariamente, cuando están asociados, una potencia igual a la suma de sus potencias tomadas por separado. Hay otra gran cantidad de verdades matemáticas que no son verdades sino en los límites de relación. Pero los matemáticos argumentan incorregiblemente conforme a sus verdades finitas, como si éstas fueran de una aplicación general y absoluta, valor que, por lo demás, el mundo les atribuye. Bryant, en su muy notable Mitología, menciona una fuente análoga de errores, cuando dice que, aunque nadie crea en las fábulas del paganismo, no obstante

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solemos olvidarnos de ellas hasta el punto de sacar deducciones co-mo si fueran realidades existentes. Hay, por otra parte, en nuestros algebristas, que son también paganos, ciertas fórmulas paganas a las que se presta fe y de las que se han sacado consecuencias, no tanto por falta de memoria, cuanto por una incomprensible perturbación del cerebro. En resumen: Jamás he encontrado a un matemático en quien pudiera tenerse confianza fuera de sus raíces y de sus ecuaciones; no he conocido a ninguno que no tenga por artículo de fe que x² + px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Diga a uno de esos señores, en materia de experiencia, y si esto le divierte, que usted cree en la posibilidad de que x² + px no sea absolutamente igual a q, y, cuando le haya hecho usted comprender lo que quiere usted decir, póngase fuera de su alcance con la mayor rapidez posible, porque, sin duda alguna, intentará darle una paliza.

“Quiero decir – continuó Dupin, en tanto que yo me contentaba con reírme por sus últimas observaciones – que si el ministro no hubiera sido un matemático, el prefecto no se hubiera visto en la necesidad de firmarme el cheque. Lo conozco como matemático y como poeta, y por tanto tomé mis medidas en razón de su capacidad y teniendo en cuenta las circunstancias en que se encuentra colocado. Sabía yo que era un cortesano y un intrigante osado. Pensé que un hombre así debía indudablemente estar al corriente de las prácticas policíacas. Sin duda alguna debió haber previsto – y lo sucedido así lo probó – las asechanzas a que iba a ser sujeto. Me dije que había previsto las investigaciones secretas en su hotel. Esas frecuentes ausencias nocturnas que nuestro buen prefecto tomó como ayudas positivas de su futuro éxito, las consideré yo simplemente como tretas para facilitar la libre búsqueda de la policía y para persuadirla más fácilmente de que la carta no estaba en el hotel. Sentía yo también que toda esa serie de ideas relativas a los principios invariables de la acción policíaca en los casos de búsqueda de objetos escondidos –ideas que le expliqué hace un momento no sin cierta dificultad–, sentía, repito, que toda esa serie de ideas tuvo que desarrollarse necesariamente en la mente del ministro. Esto debía imperativamente conducirlo a desdeñar todos los escondites vulgares. Ese hombre no

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podía ser tan cándido como para no adivinar que el escondite más intrincado y remoto de su hotel estaría tan patente como un armario para los ojos, las sondas, los berbiquíes y los microscopios del prefecto. Por último, veía yo que él debía haber tendido por instinto a la simplicidad, si es que no le inducía a ello su gusto natural. Recordará usted sin duda las risotadas con que el prefecto acogió la idea que le expresé de nuestra primera entrevista, a saber, que si el ministro lo perturbaba tanto, ello se debía quizás a causa de su absoluta simplicidad.

–Sí – respondí -, recuerdo muy bien su hilaridad. Creí real-mente que iba a ser presa de un ataque de nervios.

–El mundo material – continuó Dupin – está lleno de analogías exactas con el inmaterial y es esto lo que le da un tinte de verdad a ese dogma retórico que una metáfora o una comparación pueden fortalecer un argumento tanto como embellecer una descripción. El principio de la vis inertiae o fuerza de la inercia, por ejemplo, parece idéntico en las dos naturalezas, la física y la metafísica. Un cuerpo voluminoso es puesto en movimiento más difícilmente que uno pequeño, y su cantidad de movimiento está en proporción con esta dificultad; lo que es tan positivo como esta proposición análoga: los insectos de vasta capacidad, que al mismo tiempo son más im-petuosos, más constantes o más accidentados en su movimiento que los de un grado inferior, son aquellos que se mueven con menos facilidad y son los más vacilantes cuando se ponen en marcha. Otro ejemplo: ¿ha observado usted alguna vez cuáles son las muestras de tiendas de negocio que llaman más la atención?

–Nunca me he fijado en eso – respondí.–Hay un juego de acertijos – replicó Dupin – que se juega

con un mapa. Uno de los jugadores le pide al otro que encuentre una palabra dada – el nombre de una ciudad, de un río, de un estado o de un imperio -; esto es, una palabra cualquiera que se encuentre en el conjunto abigarrado e intrincado del mapa. Una persona novata en el juego trata de embrollar a sus adversarios indicándoles, para que lo adivinen, nombres escritos en caracteres imperceptibles. Pero los acostumbrados al juego escogen palabras impresas en gruesos

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caracteres que se extienden a todo lo largo del mapa. Esas palabras, como las muestras y las pancartas de letras enormes, escapan al observador por el hecho mismo de su excesiva evidencia; y aquí, el olvido material es precisamente análogo a la inatención moral de una inteligencia que deja escapar las consideraciones demasiado evidentes, y patentes hasta la banalidad, hasta la importunidad. Pero es éste un punto, según parece, que supera un poco la comprensión del prefecto. Nunca creyó probable o posible que el ministro hubiera puesto su carta precisamente ante los ojos de todo el mundo, como para impedir mejor que un individuo cualquiera la viese.

“Cuanto más reflexionaba yo en la audaz, en la distintiva y brillante inteligencia de D…, en que el documento siempre debía tenerlo al alcance de la mano, para usar de él de inmediato, llegado el caso; y en que, según la demostración decisiva proporcionada por el prefecto, este documento no había sido ocultado en los límites de una búsqueda ordinaria y en regla, más convencido me sentía de que el ministro, para ocultar su carta, había recurrido al expediente más ingenioso del mundo, al más amplio y sagaz, que era precisamente no tratar de ocultarla.

“Penetrado en estas ideas, me calé unas gafas verdes, y me pre-senté una mañana como por casualidad, en el hotel del ministro. Encontré a D… bostezando, holgazaneando, perdiendo el tiempo y pretendiendo estar aquejado del más profundo fastidio. Él es quizás el hombre realmente más enérgico que existe hoy en día, pero sólo cuando está seguro de que nadie lo observa.

“Para ponerme a tono con él me lamenté de la debilidad de mis ojos y de la necesidad de usar gafas pero, tras las gafas, examiné cuidadosa y minuciosamente la habitación entera, aunque dando la impresión de estar atento tan sólo a la conversación del dueño de la casa.

“Puse especial atención a un gran escritorio junto al cual se sen-taba D… y en el que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles juntamente con uno o dos instrumentos de música y algunos libros. Después de un cauto y largo examen, no vi allí nada que pudiera excitar una especial sospecha.

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“Por último, mis ojos al inspeccionar en torno del aposento, cayeron sobre un tarjetero colgado de una cinta azul sucia a una anilla, encima precisamente de la chimenea. Aquel tarjetero de tres o cuatro compartimentos contenía cinco o seis tarjetas de visita y una carta solitaria. Esta última estaba muy sucia y arrugada y casi partida en dos, como si hubieran tenido un primer impulso de romperla completamente, como se hace con un papel inútil; pero presumiblemente habían cambiado de idea. Tenía un gran sello negro con la inicial D… muy a la vista y estaba dirigida al ministro mismo. El sobrescrito era de una escritura muy fina de mujer. La habían arrojado negligentemente, e inclusive, a lo que parecía, muy desdeñosamente en uno de los compartimientos superiores del portacartas.

“Apenas eché una mirada sobre esta carta, llegué a la conclusión de que era la que yo buscaba. Evidentemente era, por su aspecto, totalmente distinta de aquella cuya descripción nos había dado el prefecto. En ésta, el sello del acre era grande y negro con la inicial D…; en la otra era pequeño y rojo con las armas ducales de la familia S… En ésta, el sobrescrito era de una escritura menuda y femenina; en la otra, la dirección, que llevaba el nombre de una persona real, estaba escrita con una letra decidida y caracterizada; ambas cartas no se parecían sino en un detalle: su dimensión. Pero el carácter excesivo de las diferencias, fundamentales es suma, la suciedad, el estado deplorable del papel, arrugado y roto, que contradecían las verdaderas costumbres de D… tan metódicas, y que denunciaban la intención de burlar a un indiscreto ofreciéndole todas las apariencias de un documento sin valor – todo esto, añadido a la colocación descarada del documento, puesto de lleno ante los ojos de todos los visitantes, y ajustándose así exactamente a todas mis conclusiones anteriores -, todo esto, repito, corroboraba con ahínco las sospechas de alguien que acudiese con intención de sospechar.

“Prolongué mi visita tanto como me fue posible, y, en tanto que mantenía una discusión muy viva con el ministro acerca de un tema que yo sabía que era para él de interés siempre renovado, mantuve mi atención clavada en la carta. Al hacer esto, confiaba a mi memoria los

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detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero, y por último hice un descubrimiento que nulificó cualquier duda que todavía pudiera yo abrigar. Al examinar los bordes del papel, observé que estaban más deteriorados de lo necesario. Presentaban el aspecto roto de un papel duro que, habiendo sido doblado y aplastado por la plegadera, es doblado en sentido contrario, aunque por los mismos pliegues que constituían su forma primera. Este descubrimiento me bastó. Era evidente para mí que la carta había sido vuelta como un guante, plegada de nuevo y vuelta a sellar. Di los buenos días al ministro y me despedí inmediatamente de él, olvidando una tabaquera de oro sobre la mesa.

“A la mañana siguiente regresé por mi tabaquera y reanudamos muy vivamente la conversación de la víspera. Pero, mientras sosteníamos la conversación, una fuerte detonación, como un pisto-letazo, se escuchó bajo las ventanas del hotel, a la que siguieron gritos y vociferaciones de una multitud espantada. D… se precipitó hacia la ventana, la abrió y miró hacia la calle. Al mismo tiempo, fui hacia el tarjetero, cogí la carta, la puse en mi bolsillo y la sustituí por una especie de facsímile (en cuanto al aspecto exterior) que había preparado cuidadosamente en mi casa, imitando la inicial de D… por medio de un sello de miga de pan.

“La causa del alboroto callejero había sido el capricho insensato de un hombre armado de una escopeta. Había disparado el arma en medio de una multitud de mujeres y niños. Pero, como no estaba cargada con balas, el individuo fue tomado por loco o borracho y le permitieron seguir su camino. Cuando se marchó, D… se retiró de la ventana en donde yo me le había reunido inmediatamente después de haberme apoderado de la preciosa carta. Pocos momentos después, me despedí de él. El pretendido loco era un hombre pagado por mí”.

–¿Pero qué se proponía usted – le pregunté a mi amigo – al sustituir la carta por un facsímile? ¿no hubiera sido más sencillo haberse apoderado de ella desde su primera visita, simplemente, y haberse ido?

–D… - respondió Dupin – es un hombre decidido a todo y de gran temple. Además, en su hotel no le faltan servidores devotos. Si

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hubiese yo efectuado la tentativa que usted dice, no hubiera yo salido con vida de su casa. El buen pueblo parisiense no hubiera ya oído hablar de mí. Pero, aparte de esas consideraciones, tenía yo un fin particular. Conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto actué como partidario de la dama en cuestión. Hacía ya dieciocho meses que el ministro la tenía en su poder. Ahora ella lo tiene en poder suyo, ya que él ignora que ella tiene la carta y querrá seguir efectuando su chantaje habitual. Se buscará él mismo, y en breve, su ruina política. Su caída será tan precipitada como embarazosa. Se habla sin más ni más del facilis descensus averni; pero, en materia de ascensiones, cabe decir lo que Catalani decía del canto: “Es más fácil subir que bajar.” En el caso presente, no le tengo ninguna simpatía ni siento piedad alguna por el que va a descender… D… es un verdadero monstrum horrendum, un hombre de genio sin principios. Le confieso, con todo, que me gustaría mucho conocer el carácter exacto de sus pensamientos, cuando, retado por aquella a quien el prefecto llama “cierta persona”, se vea obligado a abrir la carta que le dejé en el tarjetero.

–¡Cómo! ¿Acaso puso usted algo especial en ella?–¡Por supuesto! No me pareció muy conveniente dejar

el interior en blanco; eso parecería un insulto. En una ocasión, en Viena, D… me jugó una mala pasada, y le dije en tono alegre que me acordaría de ello. Asimismo, como estoy seguro que experimentará cierta curiosidad por identificar a la persona que le ganó en astucia, pensé que sería en verdad una lástima no dejarle un indicio cualquiera. Conoce muy bien mi letra, de manera que escribí en mitad de la página en blanco estas palabras:

“…Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste” (Tan funesto designio, si no es digno de Atrea, digno es, en cambio de Thyeste).

Las encontrará usted en la Atrea de Crébillon.

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EL RUISEÑOR Y LA ROSAOscar Wilde

Dijo que bailaría conmigo si le traía una rosa roja – se lamentaba el estudiante -, pero en todo mi jardín no hay una sola rosa roja.

Desde su nido en el roble le oyó el ruiseñor y miró asombrado por entre las hojas.

–No hay una sola rosa roja en todo mi jardín – repetía, y sus bellos ojos se llenaban de lágrimas.

–¡Ah, de qué trivialidades está hecha la felicidad! He leído todo lo que los sabios han escrito, y todos los secretos de la filosofía son míos; no obstante, mi vida se destroza por faltarme una rosa roja.

–He aquí por fin un verdadero enamorado – dijo el ruiseñor -. Noche tras noche he cantado para él sin conocerle; noche tras noche he contado su vida a las estrellas, y he aquí que ahora le veo. Su cabello es oscuro como la flor del jacinto, y sus labios, rojos como la flor de su deseo; pero la pasión ha dejado su rostro pálido como el marfil y el dolor ha dejado su huella en su frente.

–El príncipe da un baile mañana por la noche – murmuró el joven estudiante -, y mi amor asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja la estrecharé en mis brazos y apoyará su cabeza en mi hombro y su mano descansará entre las mías. Pero no hay una sola rosa roja en mi jardín; por lo tanto, tendré que estar solo y ella no me hará caso. Pasará ante mí sin verme y se me partirá el corazón.

–He aquí el verdadero enamorado – repitió el ruiseñor -. Yo canto y él sufre; lo que para mí es alegría, es dolor para él. En verdad el amor es una cosa maravillosa. Es más precioso que las esmeraldas y más caro que los ópalos. No puede comprarse a los mercaderes, ni conseguirse a peso de oro.

–Los músicos estarán en su estrado – prosiguió el estudiante – y tocarán sus instrumentos de cuerda, y mi amor bailará al son de las arpas y violines. Bailará con tanta ligereza que sus pies no

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tocarán el suelo, y los cortesanos, con sus bellos trajes, la rodearán. Pero conmigo no bailará, porque no tengo una rosa roja para darle.

Y, dejándose caer sobre el césped, hundió la cabeza en sus manos y rompió a llorar.

–¿Por qué llora? – preguntó una lagartija verde, pasando ve-loz a su lado con la colita levantada.

–Sí, ¿Por qué? – dijo una mariposa que corría en pos de un rayo de sol.

–Di, ¿Por qué? – murmuró una margarita a su vecina en voz baja y dulce.

–Llora por una rosa roja – contestó el ruiseñor. –¿Por una rosa roja? – exclamaron -. Pero ¡qué ridículo!

Y la lagartija, que era algo cínica, lanzó una carcajada.Pero el ruiseñor comprendió el dolor secreto del estudiante y

permaneció silencioso en su roble, reflexionando en el misterio del amor.

De pronto desplegó para el vuelo sus oscuras alas y se remontó en el aire. Pasó por entre los árboles como una sombra, y como una sombra atravesó el jardín.

En el centro de una extensión de césped se erguía un precioso rosal, y al descubrirlo voló hacia él y se posó en un brote.

–Dame una rosa roja – le pidió -, y te cantaré mi más dulce canción.

Pero el rosal sacudió la cabeza. –Mis rosas son blancas – contestó -; tan blancas como la

espuma del mar y más blancas que la nieve en la montaña. Pero ve junto a mi hermano que crece enroscado en el reloj de sol y quizás él te dé lo que quieres.

Y el ruiseñor voló hacia el rosal que crecía enroscado en el reloj de sol.

–Dame una rosa roja – gritó -, y te cantaré mi más dulce can-ción.

Pero el rosal sacudió la cabeza. –Mis rosas son amarillas – respondió - ; tan amarillas como

la cabellera de la sirena que se sienta en un trono de ámbar y más

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amarillas que el narciso que florece en el prado antes de que llegue el segador con su hoz. Pero ve junto a mi hermano que crece al pie de la ventana del estudiante, y quizás él te dará lo que quieres.

Y el ruiseñor voló hacia el rosal que crecía al pie de la ventana del estudiante.

–Dame una rosa roja – le rogó -, y te cantaré mi más dulce canción.

Pero el rosal sacudió su cabeza. –Mis rosas son rojas – contestó -; tan rojas como las patitas

de la paloma y más rojas que los grandes abanicos de coral que se mecen en las cavernas del océano. Pero el invierno ha helado mis venas y el frío ha secado mis brotes y la tormenta ha desgarrado mis ramas, y no voy a tener rosas en todo este año.

–Yo sólo quiero una rosa roja – insistió el ruiseñor -, ¡sólo una rosa roja! ¿No hay algún medio para conseguirla?

–Hay un medio – respondió el rosal -, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo.

–Dímelo – rogó el ruiseñor -. No tengo miedo. –Si quieres una rosa roja – dijo el rosal -, tienes que hacértela

con música a la luz de la luna y teñirla con la propia sangre de tu corazón. Debes cantar para mí, y la espina debe atravesar tu corazón, y tu sangre vivificadora debe correr por mis venas y ser mi sangre.

–La muerte es un precio muy alto por una rosa roja – exclamó el ruiseñor -, y todos amamos la vida. Es agradable posarse en la verdura del bosque y contemplar el sol en su carro de oro y la luna en el suyo de perlas. Dulce es el perfume del espino en flor y dulces las campanillas azules que se esconden en el valle y los brezos que ondulan en la colina. No obstante, el amor es mejor que la vida, y ¿qué es el corazón de un pájaro comparado al corazón de un hombre?

Entonces desplegó para el vuelo sus oscuras alas y se remontó en el aire. Paso sobre el jardín como una sombra, y como una sombra voló por entre los árboles.

El joven estudiante yacía todavía sobre la hierba, donde el rui-

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señor le había dejado, y aún no se habían secado las lágrimas en sus bellos ojos.

–¡Sé feliz – gritó el ruiseñor -, sé feliz! Tendrás tu rosa roja. Te la haré con música a la luz de la luna y la teñiré con la sangre de mi corazón. Lo único que te pido en pago es que seas un sincero enamorado, porque el amor es más sabio que la filosofía, por más que ésta lo sea, y más fuerte que el poder, por poderoso que éste sea. Sus alas son de color de fuego, y del color del fuego es su cuerpo. Sus labios son dulces como la miel, y su aliento es como incienso.

El estudiante levantó la cabeza del césped y escuchó, pero no pudo comprender lo que el ruiseñor le decía, porque él sólo sabía las cosas que están escritas en los libros.

Pero el roble si comprendió, y se entristeció, porque sentía gran cariño por el pequeño ruiseñor que había construido su nido en sus ramas.

–Cántame una última canción – le pidió en un murmullo -. ¡Te echaré en falta cuando te vayas!

Y el ruiseñor cantó para el roble, y su voz era como el agua clara al caer en una jarra de plata.

Cuando hubo terminado su canción, el estudiante se puso en pie y sacó del bolsillo un cuaderno y un lápiz.

–Tiene una belleza – murmuró para sí refiriéndose al pajarillo y alejándose por entre los árboles – que no se le puede negar; pero ¿tiene acaso sentimiento? Me temo que no. En verdad, es como la mayoría de los artistas: todo estilo y ninguna sinceridad. Sería incapaz de sacrificarse por otros. Sólo piensa en la música, y todo el mundo sabe que el Arte es egoísta. Sin embargo. Hay que confesar que su voz guarda notas magníficas. ¡Qué lástima que no signifique nada o que con ellas no persiga un buen fin!

Y se encerró en su habitación, echándose sobre su camastro y pensando en su amor; al poco rato se quedó dormido.

Y cuando la luna brilló en los cielos, el ruiseñor voló hacia el rosal y apoyó su pecho sobre la espina. Y cantó toda la noche, con el pecho clavado en la espina, y la fría luna de cristal se inclinó para escucharle. Y cantó toda la noche, y la espina fue hundiéndose más

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y más en su pecho, y su sangre vivificadora escapó de sus venas.Cantó primero el nacimiento del amor en el corazón de un joven

y una niña…, y sobre la rama más alta del rosal floreció una rosa maravillosa, pétalo tras pétalo, a medida que la canción sucedía a la canción.

Al principio era un flor pálida como la niebla que flota en el río…, pálida como los pies de la mañana y plateada como las alas de la aurora. Pálida como la sombra de una rosa en un espejo de plata, como la sombra de una rosa en la laguna. Así fue la rosa que floreció en el brote más alto del rosal.

Pero éste gritó al ruiseñor que se apretase más contra la espina. –Apriétate más, ruiseñorcito – rogó el rosal -, o despuntará

el día antes de que la rosa esté terminada.Entonces el ruiseñor se apretó más contra la espina y su canción

se hizo más y más fuerte, porque cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y una mujer.

Y un delicado tinte rosa se extendió por los pétalos de la flor, como el rubor en el rostro del novio al besar los labios de la novia. Pero la espina no había llegado aún a su corazón, por lo que el corazón de la rosa seguía siendo blanco, ya que sólo la sangre del corazón de un ruiseñor puede teñir de rojo el corazón de una rosa.

Y el rosal suplicó al ruiseñor que se apretara más a la espina.–Apriétate más, pequeño ruiseñor – le decía -, o llegará el día

antes de que la rosa esté terminada.Entonces el ruiseñor se apretó más contra la espina, y ésta llegó a

su corazón, y una desgarradora punzada de dolor le hizo estremecerse. Agudo y amargo era su dolor, y su canción se hizo más y más salvaje, porque cantó sobre el amor sublimado por la muerte, sobre el amor que no muere en la tumba.

Y la maravillosa rosa se hizo roja como la rosa del cielo de levante, roja su corola de pétalos, y rojo como un rubí su corazón.

Pero la voz del ruiseñor se debilitó, y sus menudas alas palpitaron, y un velo cubrió sus ojos. Más y más débil se hizo su canción, y sintió que algo anudaba su garganta.

Entonces exhaló su último canto. La luna lo oyó y se olvidó de la

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aurora y permaneció en el cielo. La rosa roja lo oyó, y se estremeció de placer, y abrió sus pétalos al frío aire de la mañana. El eco lo llevó hasta la caverna purpúrea de las colinas y arrancó de sus sueños a los pastores dormidos. Flotó por entre los juncos del río, que llevaron su mensaje hasta el mar.

–¡Mira, mira – gritó el rosal -, ya está terminada la rosa!Pero el ruiseñor no contestó, porque estaba muerto sobre la

hierba, con la espina clavada en su corazón.Y a mediodía el estudiante abrió su ventana y miró.

–¡Vaya, qué suerte la mía! – exclamó -. ¡Hay una rosa roja! Jamás he visto una rosa como ésta en toda mi vida. Es tan hermosa que de seguro llevará un largo nombre en latín.

Él, inclinándose, la cortó.Luego se puso el sombrero y corrió a casa del profesor con la rosa

en la mano.La hija del profesor estaba sentada en la puerta devanando seda

azul en un carrete, y su perrito estaba echado a sus pies. –Dijisteis que bailaríais conmigo si os traía una rosa roja

– dijo el estudiante -. He aquí la rosa más roja del mundo. Prendedla esta noche sobre vuestro corazón, y cuando bailemos juntos, ella os dirá lo mucho que os amo.

Pero la joven frunció el ceño.–Me parece que esta rosa no entonará con mi traje - le con-

testó-; y, por lo demás, el sobrino del chambelán me ha mandado unas joyas, y nadie ignora que las joyas son mucho más costosas que las flores.

–A fe mía que sois ingrata – dijo el estudiante, furioso, y tiró la rosa a la calle, cayendo en el arroyo, y una carreta la aplastó.

–¿Ingrata? – repitió la joven -. Voy a deciros algo, y es que sois muy grosero. Al fin y al cabo, ¿quién sois? Sólo un estudiante. Por Dios, si no creo que tengáis siquiera hebillas de plata en los zapatos, como el sobrino del chambelán.

Y, levantándose de su silla, se metió en la casa.–¡Qué cosa más tonta es el amor! – se decía el estudiante,

alejándose -. Ni es la mitad de útil que la lógica, porque no puede

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probar nada y habla siempre de cosas que no van a ocurrir y haciéndonos creer cosas que no son ciertas. En verdad, no es nada práctico, y como en esta época la cuestión es ser práctico, voy a volver a la filosofía y estudiaré metafísica.

Así que volvió a su habitación y sacó un gran libro polvoriento y empezó a leer.

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LA PAÑOLETA DE SEDARet Marut (B. Traven)

Karl Heppner y Klara Egeleit hicieron varios montones de paja. Estaban al servicio de amos diferentes, cuyos grandes prados colindaban. El sol veraniego resplandecía sin compasión sobre ellos. Cuando llegó la hora de desempacar la comida, los jóvenes se sentaron juntos bajo la encina solitaria, alta y umbrosa que crecía en el lindero de los prados.

–Dame un pedazo de tocino – dijo Karl – y yo te daré un poco de cerdo salado, que está muy bueno.

Ella cortó una gruesa lonja de tocino y dijo, al tiempo que se lo daba: - Espera. Te daré también un pedazo de pan para acompañarlo. Ustedes los hombres siempre tienen mucho apetito.

–Tu patrón tampoco te trata mal – contestó él, una vez que hubo examinado el tocino y probado la ligera salsa de achicoria con que iba aderezado.

Después de eso, no encontraron nada más qué decirse. Recostados contra el vigoroso tronco del árbol, permanecieron masticando y contemplando indiferentemente la brillante extensión formada por los prados y los campos. Una vez que terminaron de comer, él encendió una colilla de puro. Ella se quitó la pañoleta de la cabeza y se arregló el pelo. Luego extendió la pañoleta en su regazo y la alisó cuidadosamente. Él aprovecho para estudiarla, aparentando indiferencia. Pero al observar cómo se arreglaba el cabello, cómo alisaba y doblaba la pañoleta con sus delicados movimientos, inclinando la cabeza en atento escrutinio, primero hacia un lado y luego hacia el otro, una extraña sensación lo invadió… como si una suave pulsación de luz solar penetrase suavemente en su torrente sanguíneo.

Y con una voz más amable que la que solía emplear, dijo: - Klara, se me ha ocurrido pensar qué pasaría si tú y yo nos casáramos. ¿No crees que podríamos llevarnos muy bien?

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Ella se ruborizó, inclinó la cabeza aún más hacia la pañoleta que tenía sobre las rodillas, y se dedicó a marcar los dobleces con deliberada lentitud. Una sonrisa cruzó sus labios.

Él seguía sentado en el mismo lugar, completamente inmóvil; solamente había vuelto la cabeza ligeramente hacia ella. Al cabo de un momento dijo: - ¿Eh? ¿Qué te parece? ¿Lo intentamos?

–Oh, si. Yo también te estimo mucho – contestó ella, sin levantar la cabeza.

–Pues no se hable más. Asunto arreglado.Ella le tendió la mano y asintió. Luego, él dijo: yo cuidaré que

nada te falte, Klara. Soy un buen trabajador, no bebo ni tiro mi dinero. Lo que tú y yo nos propongamos tiene que salir bien, ¿no te parece?

Era tiempo de volver al trabajo, así que eso fue todo. Nada de lá-grimas, ni gritos de alegría, ni besos, ni expresiones sentimentales.

El domingo siguiente fueron al pueblo.–Tengo que buscarte un buen regalo de bodas – dijo él, ale-

gremente.Ella se rió, pero no dijo nada.Un rato después se hallaban frente al escaparate de una tienda,

en la cual exhibían una magnífica pañoleta de seda de bellos y brillantes colores. Sin poderlo evitar, Karl recordó la forma en que ella doblara su tosca pañoleta, y cómo este gesto despertara su deseo de tenerla siempre consigo.

–¿Qué te parece esa pañoleta de seda? ¿Te gustaría tenerla?– preguntó, deseando que asintiera.

–¡Cielos, no! Es demasiado cara para nosotros; y demasiado fina también.

–¿No me vas a permitir que te la compre?Klara no apartaba los ojos de la pañoleta, imaginando ya lo bien

que luciría envolviendo su cabeza. Karl insistió una vez más: –¿Te gustaría tenerla? –Claro que sí –contestó ella – Me encantaría; pero no porque

sea tan hermosa ni tan fina sino porque me la das tú, porque es un regalo tuyo.

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Así que entraron a la tienda. El tendero tomó la pañoleta del escaparate y les mostró el juego incesante de sus colores. Ellos no se atrevieron a tomarla en las manos; y cuando por fin se animaron a tocarla con infinitas precauciones, quedaron asombrados por la fragilidad y delicadeza del material.

Entonces, el tendero dijo: - Es suya por treinta marcos. Y ambos se sintieron avergonzados, porque Karl sólo tenía cin-

co marcos, que era una suma bastante considerable en vista de lo es-caso de sus ingresos. Pero al ver el deseo que encendía el rostro de su chica, hizo un trato con el tendero: éste le apartaría la pañoleta, y se comprometería a entregarle seis marcos un domingo sí y otro no, hasta pagarla completamente.

La felicidad los embargaba los domingos que les tocaba ir al pueblo a entregar la pequeña suma al tendero, y admirar la pañoleta en el escaparate. Porque, como era la prenda más costosa que tenía, el tendero la había vuelto a exhibir.

Cuando volvían del trabajo por las tardes, juntos, gustaban de imaginar mentalmente, sin necesidad de palabras, el placer que les proporcionaría poseer la espléndida pañoleta durante el resto de sus vidas. Paulatinamente, sus sencillos corazones enfocaron toda su atención en la pañoleta. Inconscientemente, la convirtieron en un símbolo de todos sus anhelos. La prenda se convirtió en un lazo tan firme, que los intereses espirituales comunes a naturalezas más complicadas no los hubiesen podido unir con más fuerza.

Por fin, llegó el domingo en que el tendero la envolvió en un fino papel china color azul y la colocó en una elegante caja de cartón que parecía más cara que la propia pañoleta. Esa tarde fueron al baile, aunque sólo un rato; luego pasearon por el pueblo, para que todo el mundo pudiera ver su tesoro. Klara se sentía feliz al advertir las miradas apreciativas y los murmullos de asombro que causaba. Al caer la tarde dejaron el pueblo y caminaron por los campos, por las riberas y los portillos. Esa noche, la pañoleta se transformó en dulce tálamo nupcial. Y se sumergieron en las profundidades del más puro placer.

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Y como no regresaron a casa sino hasta muy tarde, no escucharon el más leve rumor de lo que había acontecido. Karl tuvo que ausentarse dos días después. No se lamentaron, porque siempre creyeron que lo que debía suceder, sucedería, y que nada podría impedirlo. Karl trabajó medio día, y luego dijo a su amo: - Es suficiente. Quiero que me dé el resto del día.

Fue a ver a su chica, y le dijo: - Klara, te voy a hacer una caja de madera con una cerradura fuerte; en ella podrás guardar tu hermosa pañoleta, y las cartas que yo te escribiré. Aunque no creo estar fuera mucho tiempo. Hoy en día, las guerras duran tres o cuatro meses cuando mucho.

Ella se limitó a asentir; y permaneció sentada, mirándolo cons-truir la caja y decorarla bellamente con rosas y nomeolvides. Cuando el pequeño cofre quedó terminado, ella repetía una y otra vez: - ¡Es maravilloso!

Luego puso la pañoleta dentro con mucho cuidado, como si se tratara de un gran ornamento.

–Es el cofre del tesoro- dijo él, sonriendo.Ella intentó devolver la sonrisa; pero las lágrimas empezaron

a escurrir de sus ojos, y se inclinó rápidamente sobre la pañoleta, como para alisarla y doblarla mejor.

Karl le escribió con frecuencia. Pero Klara se sentía incapaz de responder a sus cartas con esa calidez personal que la gente más educada expresa tan fácilmente. Sin embargo todos los domingos, una vez terminado su trabajo, se encerraba en su cuarto, abría la cajita de madera y desdoblaba la pañoleta. La llevaba a los labios antes de extenderla, y la volvía a besar antes de guardarla. La pañoleta era lo único que la hacía sentirse próxima a él. Le gustaba imaginar que percibía su respiración en los finísimos hilos de seda y que veía sus ojos alegres y siempre de buen humor en el brillo de la tela. Una vez que Karl se fue, no la volvió a usar fuera de su habitación.

Hacia finales de otoño oyó decir que Karl había muerto. Y en su mente se instaló la terca idea de que todo cuanto Karl fue como persona había sido absorbido por la pañoleta. Por esas fechas, la esposa de su amo perdió uno de sus anillos; eso le hizo recordar

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que últimamente habían desaparecido muchas cosas más. Sin duda, los objetos perdidos estarían en la caja de madera que la sirvienta veneraba como un sacramento. Cuando nació esta sospecha, Klara se hallaba camino del pueblo con un encargo de su amo.

–¿Qué esperamos? – dijo la mujer a su esposo – ¿Por qué tenemos que esperar a que ella vuelva? ¿Para que lo esconda todo? No hay nadie en todo el mundo que pueda impedirme examinar las cajas y bolsas que encuentre en mi propia casa.

Así que el amo fue a la habitación de la sirvienta y forzó la caja. Y como era una caja verdaderamente fuerte y bien construida, las hermosas rosas y nomeolvides y las bien pulidas aristas quedaron destrozadas sin remedio. Pero no encontró ninguno de los objetos perdidos.

Cuando la chica regresó esa tarde, encontró la caja despedazada; allí estaba la pañoleta de seda, arrugada y desgarrada por las botas lodosas del amo. Con una ternura incapaz de describir tomó la pañoleta y la oprimió contra el rostro; luego la dobló y la colocó en el regazo, contempló los rotos tallos de las rosas y lloró lágrimas apasionadas, las lágrimas que no pudo derramar cuando él se fue, las que no derramó al saber que nunca volvería.

El seguro que amparaba el granero repleto de paja del amo empezaba a surtir efecto a partir del día siguiente; pero el granero ardió esa noche hasta los cimientos. La chica no hizo nada para evitar que las sospechas recayesen sobre ella.

Un tiempo después, el fiscal proclamaba: – pero lo que evidencia mejor que nada la maldad excepcional de la cruzada, lo que corta de raíz cualquier atenuante que pudiera encontrarse a su conducta, es el hecho de que perpetuó su malvado acto, acto que en las presentes circunstancias puede calificarse de antipatriótico, a causa de un mez-quino pedazo de seda y una caja de madera común y corriente.

Los miembros de la corte y el público que asistía al juicio aplau-dieron sus sensatos y lúcidos argumentos.

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LOS HOMBRES DE LA TIERRARay Bradbury

Quienquiera que fuese el que golpeaba la puerta, no se cansaba de hacerlo.

La señora Ttt abrió la puerta de par en par.–¿Y bien?–¡Habla usted inglés! – El hombre de pie en el umbral, estaba

asombrado.–Hablo lo que hablo – dijo ella.–¡Un inglés admirable!

El hombre vestía uniforme. Había otros tres con él, excitados, muy sonrientes y muy sucios.

–¿Qué desean? – preguntó la señora Ttt.–Usted es marciana. – El hombre sonrió. – esta palabra no

le es familiar, ciertamente. Es una expresión terrestre. – Con un movimiento de cabeza señaló a sus compañeros. – Venimos de la Tierra. Yo soy el capitán William. Hemos llegado a Marte no hace más de una hora, y aquí estamos, ¡la Segunda Expedición! Hubo una Primera Expedición, pero ignoramos qué les pasó. En fin, ¡henos aquí! Y el primer habitante de Marte que encontramos ¡es usted!

–¿Marte? – preguntó la mujer arqueando las cejas.–Quiero decir que usted vive en el cuarto planeta a partir del

Sol. ¿No es verdad?–Elemental – replicó ella secamente, examinándolos de arriba

abajo.–Y nosotros – dijo el capitán señalándose a sí mismo con un

pulgar sonrosado – somos de la Tierra. ¿No es así, muchachos?–¡Así es, capitán! – exclamaron los otros a coro.–Este es el planeta Tyrr – dijo la mujer -, si quieren llamarlo

por su verdadero nombre.–Tyrr, Tyrr. – El capitán rió a carcajadas. - ¡qué nombre tan

lindo! pero, oiga buena mujer, ¿cómo habla usted un inglés tan per-fecto?

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–No estoy hablando, estoy pensando – dijo ella -. ¡Telepatía! ¡Buenos días! – y dio un portazo.

Casi enseguida volvieron a llamar. Ese hombre espantoso, pensó la señora Ttt.

Abrió la puerta bruscamente.–¿Y ahora qué? – preguntó.

El hombre estaba todavía en el umbral, desconcertado, tratando de sonreír. Extendió las manos.

–Creo que usted no comprende… –¿Qué?

El hombre la miró sorprendido:–¡Venimos de la Tierra!–No tengo tiempo – dijo la mujer -. Hay mucho que cocinar y

cocer, y limpiar… Ustedes, probablemente, querrán ver al señor Ttt. Está arriba, en su despacho.

–Sí – dijo el terrestre, parpadeando confuso -. Permítame ver al señor Ttt, por favor.

–Está ocupado.La señora Ttt cerró nuevamente la puerta.Esta vez los golpes fueron de una ruidosa impertinencia.

–¡Oiga! – gritó el hombre cuando la puerta volvió a abrirse–. ¡Este no es modo de tratar a las visitas! – Y entró de un salto a la casa, como si quisiera sorprender a la mujer.

–¡Mis pisos limpios! – gritó ella -. ¡Barro! ¡Fuera! ¡Antes de entrar, límpiese las botas!

El hombre se miró apesadumbrado las botas embarradas.–No es hora de preocuparse por tonterías – dijo luego–. Creo

que ante todo deberíamos celebrar el acontecimiento. – Y miró fijamente a la mujer, como si esa mirada pudiera aclarar la situación.

–¡Si se me han quemado las tortas de cristal – gritó ella–, lo echaré de aquí a bastonazos!

La mujer atisbó unos instantes el interior de un horno encendido y regresó con la cara roja y transpirada. Era delgada y ágil, como un insecto. Tenía ojos amarillos y penetrantes, tez morena, y una voz metálica y aguda.

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–Espere un momento. Trataré de que el señor Ttt lo reciba. ¿Qué asunto los trae?

El hombre lanzó un terrible juramento, como si la mujer le hubiese martillado una mano.

–¡Dígale que venimos de la Tierra! ¡Que nadie vino antes de allá!

–¿Que nadie vino de dónde? Bueno, no importa – dijo la mujer alzando una mano-. En seguida vuelvo–. El ruido de los pasos tembló ligeramente en la casa de piedra.

Afuera, brillaba el inmenso cielo azul de Marte, caluroso y tranquilo como las aguas cálidas y profundas de un océano. El desierto marciano se tostaba como una prehistórica vasija de barro. El calor crecía en temblorosas oleadas. Un cohete pequeño yacía en la cima de una colina próxima y las huellas de unas pisadas unían la puerta del cohete con la casa de piedra.

De pronto se oyeron unas voces que discutían en el piso su-perior de la casa. Los hombres se miraron, se movieron inquietos, apoyándose ya en un pie, ya en otro, y con los pulgares en el cinturón tamborilearon nerviosamente sobre el cuero.

Arriba gritaba un hombre. Una voz de mujer le replicaba en el mismo tono. Pasó un cuarto de hora. Los hombres se pasearon de un lado a otro, sin saber qué hacer.

–¿Alguien tiene cigarrillos? – preguntó uno. Otro sacó un paquete y todos encendieron un cigarrillo y exha-

laron lentas cintas de pálido humo blanco. Los hombres se tironearon los faldones de las chaquetas; se arreglaron los cuellos.

El murmullo y el canto de las voces continuaban. El capitán consultó su reloj.

–Veinticinco minutos – dijo -. Me pregunto qué estarán tra-mando ahí arriba. – Se paró ante una ventana y miró hacia afuera.

–Qué día sofocante – dijo un hombre.–Sí – dijo otro.

Era el tiempo lento y caluroso de las primeras horas de la tarde. El murmullo de las voces se apagó. En la silenciosa habitación sólo se oía la respiración de los hombres. Pasó una hora.

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–Espero que no hayamos provocado un incidente – dijo el capitán. Se volvió y espió el interior del vestíbulo.

Allí estaba la señota Ttt, regando las plantas que crecían en el centro de la habitación.

–Ya me parecía que había olvidado algo – dijo la mujer avanzando hacia el capitán -. Lo siento – añadió, y le entregó un trozo de papel -. El señor Ttt está muy ocupado. – se volvió hacia la cocina–. por otra parte, no es el señor Ttt a quien usted desea ver, sino al señor Aaa. Lleve este papel a la granja próxima, al lado del canal azul, y el señor Aaa les dirá lo que ustedes quieren saber.

–No queremos saber nada – objetó el capitán frunciendo los gruesos labios -. Ya lo sabemos.

–Tienen el papel, ¿qué más quieren? – dijo la mujer con brusquedad, decidida a no añadir una palabra.

–Bueno – dijo el capitán sin moverse, como esperando algo. Parecía un niño con los ojos clavados en un desnudo árbol de Na-vidad-. Bueno – repitió -. Vamos, muchachos.

Los cuatro hombres salieron al silencio y al calor de la tarde.Una media hora después, sentado en su biblioteca el señor Aaa

bebía unos sorbos de fuego eléctrico de una copa de metal, cuando oyó unas voces que venían por el camino de piedra. Se inclinó sobre el alféizar de la ventana y vio a cuatro hombres uniformados que lo miraban entornando los ojos.

–¿El señor Aaa? – le preguntaron. –El mismo. –¡Nos envía el señor Ttt! – grito el capitán. –¿Y por qué ha hecho eso? –¡Estaba ocupado! –¡Qué lástima! – dijo el señor Aaa, con tono sarcástico -.

¿Creerá que estoy aquí para atender a las gentes que lo molestan? –No es eso lo importante, señor – replicó el capitán. –Para mí, sí. Tengo mucho que leer. El señor Ttt es un

desconsiderado. No es la primera vez que se comporta de este modo. No mueva usted las manos, señor. Espere a que termine. Y preste atención. La gente suele escucharme cuando hablo. Y usted me escuchará cortésmente o no diré una palabra.

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Los cuatro hombres de la calle abrieron la boca, se movieron incómodos, y por un momento las lágrimas asomaron a los ojos del capitán.

–¿Le parece a usted bien – sermoneó el señor Aaa – que el señor Ttt haga estas cosas?

Los cuatro hombres alzaron los ojos en el calor. –¡Venimos de la Tierra! – dijo el capitán. –A mi me parece que es un mal educado – continuó el señor

Aaa. –En un cohete. Venimos en un cohete. –No es la primera vez que Ttt comete estas torpezas. –Directamente desde la Tierra. –Me gustaría llamarlo y decirle lo que pienso. –Nosotros cuatro, yo y estos tres hombres, mi tripulación. –¡Lo llamaré, sí, voy a llamarlo! –Tierra. Cohete. Hombres. Viaje. Espacio. –¡Lo llamaré y tendrá que oírme! – gritó el señor Aaa, y

desapareció como un títere de un escenario.Durante unos instantes se oyeron unas voces coléricas que iban

y venían por un extraño aparato. Abajo, el capitán y su tripulación miraban tristemente por encima del hombro el hermoso cohete que yacía en la colina, tan atractivo y delicado y brillante.

El señor Aaa reapareció de pronto en la ventana, con un salvaje aire de triunfo.

–¡Lo he retado a duelo, por todos los dioses! ¡A duelo! –Señor Aaa… - comenzó otra vez el capitán con voz suave. –¡Lo voy a matar! ¿Me oye? –Señor Aaa, quisiera decirle que hemos viajado noventa

millones de kilómetros. El señor Aaa miró al capitán por primera vez. –¿De dónde dicen que vienen?El capitán emitió una blanca sonrisa. –Al fin nos entendemos – les murmuró en un aparte a sus

hombres, y le dijo al señor Aaa -: recorrimos noventa millones de kilómetros. ¡Desde la Tierra!

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El señor Aaa bostezó: –En esta época del año la distancia es sólo de setenta y cinco millones de kilómetros. – Blandió un arma de aspecto terrible.- Bueno, tengo que irme. Lleven esa estúpida nota, aunque no sé de qué les servirá, a la aldea de Iopr, sobre la colina, y hablen con el señor Iii. Ese es el hombre a quien quieren ver. No al señor Ttt. Ttt es un idiota, y voy a matarlo. Ustedes, además, no son de mi especialidad.

– Especialidad, especialidad – baló el capitán -. ¿Pero es necesario ser un especialista para dar la bienvenida a hombres de la Tierra?

–No sea tonto, todo el mundo lo sabe. El señor Aaa desapareció. Apareció unos instantes después en la

puerta y se alejó velozmente calle abajo. –¡Adiós! – gritó. Los cuatro viajeros no se movieron, desconcertados. Finalmente

dijo el capitán: –Ya encontraremos quién nos escuche. –Quizá deberíamos irnos y volver – sugirió un hombre

con voz melancólica -. Quizá deberíamos elevarnos y descender de nuevo. Darles tiempo de organizar una fiesta.

–Puede ser una buena idea – murmuró fatigado el capitán.En la aldea la gente salía de las casas y entraba en ellas, salu-

dándose, y llevaban máscaras doradas, azules y rojas, máscaras de labios de plata y cejas de bronce, máscaras serias o sonrientes según el humor de sus dueños.

Los cuatro hombres, sudorosos luego de la larga caminata, se detuvieron y le preguntaron a una niñita dónde estaba la casa del señor Iii.

–Ahí – dijo la niña con un movimiento de cabeza.El capitán puso una rodilla en la tierra, solemnemente, cuida-

dosamente, y miró el rostro joven y dulce. –Oye, niña, quiero decirte algo. –La sentó en su rodilla y

tomó entre sus manazas las manos diminutas y morenas, como si fuera a contarle un cuento de hadas preciso y minucioso.

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–Bien, te voy a contar lo que pasa. Hace seis meses otro cohete vino a Marte. Traía a un hombre llamado York y a su ayudante. No sabemos qué les pasó. Quizás se destrozaron al descender. Vinieron en un cohete, como nosotros, debes de haberlo visto. ¡Un gran cohete! Por lo tanto nosotros somos la Segunda Expedición. Y venimos directamente de la Tierra…

La niña soltó distraídamente una mano y se ajustó a la cara una inexpresiva máscara dorada. Luego sacó de un bolsillo una araña de oro y la dejó caer. El capitán seguía hablando. La araña subió dócilmente a la rodilla de la niña, que la miraba sin expresión por las hendiduras de la máscara. El capitán zarandeó suavemente a la niña y habló con una voz más firme:

–Somos de la Tierra, ¿me crees? –Sí – respondió la niña mientras observaba cómo los dedos

de los pies se le hundían en la arena. –Muy bien. – El capitán le pellizcó un brazo, un poco porque

estaba contento y un poco porque quería que ella lo mirase. – Nosotros mismos hemos construido este cohete. ¿Lo crees, no es cierto?

La niña se metió un dedo en la nariz. –Sí – dijo. –Y… sácate el dedo de la nariz, niñita… yo soy el capitán y… –Nadie hasta hoy cruzó el espacio en un cohete – recitó la

criatura con los ojos cerrados. –¡Maravilloso! ¿Cómo lo sabes? –Oh, telepatía… - respondió la niña limpiándose el dedo

distraídamente en una pierna. –Y bien, ¿eso no te asombra? – gritó el capitán -. ¿No estás

contenta? –Será mejor que vayan a ver en seguida al señor Iii – dijo

la niña, y dejó caer su juguete -. Al señor Iii le gustará mucho hablar con ustedes. La niña se alejó. La araña echó a correr obedientemente detrás de ella.

El capitán, en cuclillas, se quedó mirándola, con las manos exten-didas, la boca abierta y los ojos húmedos. Los otros tres hombres, de pie sobre sus sombras, escupieron en la calle de piedra.

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El señor Iii abrió la puerta. Salía en ese momento para una conferencia, pero podía concederle unos instantes si se decidía a entrar y le informaba brevemente del objeto de la visita.

–Un minuto de atención – dijo el capitán, cansado, con los ojos enrojecidos -. Venimos de la Tierra, en un cohete; somos cuatro: tripulación y capitán; estamos exhaustos, hambrientos, y quisiéramos encontrar un sitio para dormir. Nos gustaría que nos dieran la llave de la ciudad o algo parecido. Y que alguien nos estrechara la mano y nos dijera: “¡Bravo!” “¡Enhorabuena, amigos!” Eso es todo.

El señor Iii era alto, vaporoso, delgado, y llevaba unas gafas de gruesos cristales azules sobre los ojos amarillos. Se inclinó sobre el escritorio y se puso a estudiar unos papeles. De cuando en cuando alzaba la vista y observaba con atención a sus visitantes.

–No creo tener aquí los formularios – dijo revolviendo los cajones del escritorio -. ¿Dónde los habré puesto? Deben de estar en alguna parte… ¡Ah, si, aquí! –. Le alcanzó al capitán unos papeles. – Tendrá usted que firmar, por supuesto.

–¿Tenemos que pasar por tantas complicaciones? – preguntó el capitán.

El señor Iii le lanzó una mirada vidriosa. –¿No dice que viene de la Tierra? Pues tiene que firmar.El capitán escribió su nombre. –¿Es necesario que firmen también los tripulantes?El señor Iii miró al capitán, luego a los otros tres y estalló en una

carcajada burlona. –¡Que ellos firmen! ¡Ah, admirable! ¡Que ellos, oh, que ellos

firmen! – Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se palmeó una rodilla y se dobló en dos sofocado por la risa. Se apoyó en el escritorio.- ¡Que ellos firmen!

Los cuatro hombres fruncieron el ceño. –¿Es tan gracioso? –¡Que ellos firmen! – suspiró el señor Iii, debilitado por su

hilaridad -. Tiene gracia. Debo contárselo al señor Xxx.Examinó el formulario, riéndose aún a ratos.

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–Parece que todo está bien. – Movió afirmativamente la ca-beza. – Hasta su conformidad para una posible eutanasia – cloqueó.

–¿Conformidad para qué? –Cállese. Tengo algo para usted. Aquí está. La llave. –El capitán se sonrojó. –Es un gran honor… –¡No es la llave de la ciudad, imbécil! – ladró el señor Iii -.

Es la de la casa. Vaya por aquel pasillo, abra la puerta grande, entre y cierre bien. Puede pasar allí la noche. Por la mañana le mandaré al señor Xxx.

El capitán titubeó, tomó la llave y se quedó mirando fijamente las tablas del piso. Sus hombres tampoco se movieron. Parecían secos, vacíos, como si hubiesen perdido toda la pasión y la fiebre del viaje.

–¿Qué le pasa? – preguntó el señor Iii -. ¿Qué espera? ¿Qué quiere? – Se adelantó y estudió de cerca el rostro del capitán.- ¡Váyase!

–Me figuro que no podría usted… - sugirió el capitán -, quiero decir… En fin… Hemos trabajado mucho, hemos hecho un largo viaje y quizá pudiera usted estrecharnos la mano y darnos la enhorabuena – añadió con voz apagada -. ¿No le parece?

El señor Iii le tendió rígidamente la mano y le sonrió con frialdad. –¡Enhorabuena! – y apartándose dijo -: Ahora tengo que

irme. Utilice esa llave.Sin fijarse más en ellos, como si se hubieran filtrado a través

del piso, el señor Iii anduvo de un lado a otro por la habitación, llenando con papeles una cartera. Se entretuvo en la oficina otros cinco minutos, pero sin dirigir una sola vez la palabra al solemne cuarteto inmóvil, cabizbajo, de piernas de plomo, brazos colgantes y mirada apagada.

Al fin cruzó la puerta, absorto en la contemplación de sus uñas…Avanzaron pesadamente por el pasillo, en la penumbra silenciosa

de la tarde, hasta llegar a una pulida puerta de plata. La abrieron con la llave, también de plata, entraron, cerraron, y se volvieron.

Estaban en un vasto aposento soleado. Sentados o de pie, en gru-

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pos, varios hombres y mujeres conversaban junto a las mesas. Al oír el ruido de la puerta miraron a los cuatro hombres de uniforme.

Un marciano se adelantó y los saludó con una reverencia. –Yo soy el señor Uuu. –Y yo soy el capitán Jonathan Williams, de la ciudad de

Nueva York, de la Tierra – dijo el capitán sin mucho entusiasmo.Inmediatamente hubo una explosión en la sala.Los muros temblaron con los gritos y exclamaciones. Hombres y

mujeres gritando de alegría, derribando las mesas, tropezando unos con otros, corrieron hacia los terrestres y, levantándolos en hombros, dieron seis vueltas completas a la sala, saltando, gesticulando y cantando.

Los terrestres estaban tan sorprendidos que durante un minuto se dejaron llevar por aquella marea de hombros antes de estallar en risas y gritos.

–¡Esto se parece más a lo que esperábamos! –¡Esto es vida! ¡Bravo! ¡Bravo!Se guiñaban alegremente los ojos, alzaban los brazos, golpeaban

el aire. –¡Hip! ¡Hip! – gritaban. –¡Hurra! – respondía la muchedumbre.Al fin los pusieron sobre una mesa. Los gritos cesaron. El capitán

estaba a punto de llorar: –Gracias. Gracias. Esto nos ha hecho mucho bien. –Cuéntenos su historia – sugirió el señor Uuu.El capitán carraspeó y habló, interrumpido por los ¡oh! y ¡ah!

del auditorio. Presentó a sus compañeros y todos pronunciaron un discursito, azorados por el estruendo de los aplausos.

El señor Uuu palmeó al capitán. –Es agradable ver a otros de la Tierra. Yo también soy de allí. –¿Qué ha dicho usted? –Aquí somos muchos los terrestres.El capitán lo miró fijamente. –¿Usted? ¿Terrestre? ¿Es posible? ¿Vino en un cohete?

¿Desde cuándo se viaja por el espacio? – Parecía decepcionado. - ¿De qué… de qué país es usted?

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–De Tuiereol. Vine hace años en el espíritu de mi cuerpo. –Tuiereol. – El capitán articuló dificultosamente la palabra. – No conozco ese país. ¿Qué es eso del espíritu del cuerpo? –También la señorita Rrr es terrestre. ¿No es cierto, señorita

Rrr?La señorita Rrr asintió con una risa extraña. –También el señor Www, el señor Qqq y el señor Vvv. –Yo soy de Júpiter – dijo uno pavoneándose. –Yo de Saturno – dijo otro. Los ojos le brillaban malicio-

samente. –Júpiter, Saturno – murmuró el capitán, parpadeando.Todos callaron; los marcianos, ojerosos, de pupilas amarillas y

brillantes volvieron a agruparse alrededor de las mesas de banquete, extrañamente vacías. El capitán observó, por primera vez, que la habitación no tenía ventanas. La luz parecía filtrarse por las paredes. No había más que una puerta.

–Todo esto es confuso. ¿Dónde diablos está Tuiereol? ¿Cerca de América? – dijo el capitán.

–¿Qué es América? –¿No ha oído hablar del continente americano y dice que es

terrestre?El señor Uuu se irguió enojado. –La Tierra está cubierta de mares, es sólo mar. No hay

continentes. Yo soy de allí y lo sé.El capitán se echó hacia atrás en se silla. –Un momento, un momento. Usted tiene cara de marciano,

ojos amarillos, tez morena. –La Tierra es sólo selvas – dijo orgullosamente la señorita

Rrr -. Yo soy de Orri, en la Tierra; una civilización donde todo es de plata.

El capitán miró sucesivamente al señor Uuu, al señor Www, al señor Zzz, al señor Nnn, al señor Hhh y al señor Bbb, y vio que los ojos amarillos se fundían y apagaban a la luz, y se contraían y dilataban. Se estremeció, se volvió hacia sus hombres y los miró sombríamente.

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–¿Comprenden qué es esto? –¿Qué, señor? –No es una celebración – contestó agotado el capitán -. No

es un banquete. Estas gentes no son representantes del gobierno. Esta no es una fiesta de sorpresa. Mírenles los ojos. Escúchenlos.

Retuvieron el aliento. En la sala cerrada sólo había un suave movimiento de ojos blancos.

–Ahora entiendo – dijo el capitán con voz muy lejana – por qué todos nos daban papelitos y nos pasaban de uno a otro, y por qué el señor Iii nos mostró un pasillo y nos dio una llave para abrir una puerta y cerrar una puerta. Y aquí estamos…

–¿Dónde, capitán? –En un manicomio.Era de noche. En la vasta sala silenciosa, tenuemente alumbra-

da por unas luces ocultas en los muros transparentes, los cuatro terrestres, sentados alrededor de una mesa de madera, conversaban en voz baja, con los rostros juntos y pálidos. Hombres y mujeres yacían desordenadamente por el suelo. En los rincones oscuros había leves estremecimientos: hombres o mujeres solitarios que movían las manos. Cada media hora uno de los terrestres intentaba abrir la puerta de plata.

–No hay nada que hacer. Estamos encerrados. –¿Creen realmente que somos locos, capitán? –No hay duda. Por eso no se entusiasmaron al vernos. Se

limitaron a tolerar lo que entre ellos debe de ser un estado de psicosis. – Señaló las formas oscuras que yacían alrededor. – Paranoicos todos. ¡Qué bienvenida! – Una llamita se alzó y murió en los ojos del capitán. – Por un momento creí que nos recibían como merecíamos. Gritos, cantos y discursos. Todo estuvo muy bien, ¿no es cierto? Mientras duró.

–¿Cuánto tiempo nos van a tener aquí? –Hasta que demostremos que no somos psicópatas. –Eso será fácil. –Espero que sí. –No parece estar muy seguro. –No los estoy. Mire aquel rincón.

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De la boca de un hombre en cuclillas brotó una llama azul. La llama se transformó en un mujercita desnuda, y susurrando y suspirando se abrió como una flor en vapores de color cobalto.

El capitán señaló otro rincón. Una mujer, de pie, se encerró en una columna de cristal; luego fue una estatua dorada, después una vara de cedro pulido, y al fin otra vez mujer.

En la sala oscurecida todos exhalaban pequeñas llamas violáceas móviles y cambiantes, pues la noche era tiempo de transformaciones y aflicción.

–Magos, brujos – susurró un terrestre. –No, alucinados. Nos comunican su demencia y vemos así

sus alucinaciones. Telepatía. Autosugestión y telepatía. –¿Y eso le preocupa, capitán? –Sí, si esas alucinaciones pueden ser tan reales, tan con-

tagiosas, tanto para nosotros como para cualquier otra persona, no es raro que nos hayan tomado por psicópatas. Si aquel hombre es capaz de crear mujercitas de color azul, y aquella mujer puede transformarse en una columna, es muy natural que los marcianos normales piensen que también nosotros hemos creado nuestro cohete.

–Oh – exclamaron sus hombres en la oscuridad. Las llamas azules brotaban alrededor de los terrestres, brillaban un

momento, y se desvanecían. Unos diablillos de arena roja corrían entre los dientes de los hombres dormidos. Las mujeres se transformaban en serpientes aceitosas. Había un olor de reptiles y bestias.

Por la mañana todos estaban de pie, frescos, contentos y normales. No había llamas ni demonios. El capitán y sus hombres se habían acercado a la puerta de plata, con la esperanza de que se abriera.

El señor Xxx llegó unas cuatro horas después. Los terrestres sospecharon que había estado esperando del otro lado de la puerta, espiándolos por lo menos durante tres horas. Con un gesto les pidió que lo acompañaran a una oficina pequeña.

Era un hombre jovial, sonriente, si se lo juzgaba por su máscara. En ella estaban pintadas no una sonrisa, sino tres.

Detrás de la máscara, su voz era la de un psiquiatra no tan son-riente.

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–Y bien, ¿qué pasa? –Usted cree que estamos locos, y no lo estamos – dijo el

capitán. –Yo no creo que todos estén locos – replicó el psiquiatra

señalando con una varita al capitán -. El único loco es usted. Los otros son alucinaciones secundarias.

El capitán se palmeó una rodilla. –¡Ah, es eso! ¡Ahora comprendo por qué se rió el señor Iii

cuando sugerí que mis hombres firmaran los papeles!El psiquiatra rió a través de una sonrisa tallada. –Sí, ya me lo contó el señor Iii. Fue una broma excelente.

¿Qué estaba diciendo? Ah, sí. Alucinaciones secundarias. A veces vienen a verme mujeres con culebras en las orejas. Cuando las curo, las culebras se disipan.

–Nosotros nos alegraremos de que nos cure. Siga.El señor Xxx pareció sorprenderse. –Es raro. No son muchos los que quieren curarse. Le

advierto a usted que el tratamiento es muy severo. –¡Siga curándonos! Pronto sabrá que estamos cuerdos. –Permítame que examine sus papeles. Quiero saber si están

en orden antes de iniciar el tratamiento. – Y el señor Xxx examinó el contenido de una carpeta. – Sí. Los casos como el suyo necesitan un tratamiento especial. Las personas de aquella sala son casos muy simples. Pero cuando se llega como usted, debo advertírselo, a alucinaciones primarias, secundarias, auditivas, olfativas y labiales, y a fantasías táctiles y ópticas, el asunto es grave. Es necesario recurrir a la eutanasia.

El capitán se puso en pie de un salto y rugió: –Mire, ¡ya hemos aguantado bastante! ¡Sométamos a sus prue-

bas, verifique los reflejos, auscúltenos, exorcícenos, pregúntenos! –Hable libremente.El capitán habló, furioso, durante una hora. El psiquiatra escuchó. –Increíble. Nunca oí fantasía onírica más detallada. –¡No diga estupideces! ¡Le enseñaremos nuestro cohete!–

gritó el capitán.

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–Me gustaría verlo. ¿Puede usted manifestarlo en esa habi-tación?

–Por supuesto. Está en ese fichero, en la letra C.El señor Xxx examinó atentamente el fichero, emitió un sonido

de desaprobación, y lo cerró solemnemente. –¿Por qué me ha engañado usted? El cohete no está aquí. –Claro que no, idiota. Ha sido una broma. ¿Bromea un loco? –Tiene usted unas bromas muy raras. Bueno, salgamos.

Quiero ver su cohete.Era mediodía. Cuando llegaron al cohete hacía mucho calor. –Ajá.El psiquiatra se acercó a la nave y la golpeó. El metal resonó

suavemente. –¿Puedo entrar? – preguntó con picardía. –Entre.El señor Xxx desapareció en el interior del cohete. –Esto es exasperante – dijo el capitán, mordisqueando un

cigarro -. Volvería gustoso a la Tierra y les aconsejaría no ocuparse más de Marte. ¡Qué gentes más desconfiadas!

–Me parece que aquí hay muchos locos, capitán. Por eso dudan tanto quizá.

–Sí, pero es muy irritante.El psiquiatra salió de la nave después de hurgar, golpear,

escuchar, oler y gustar durante media hora. –Y bien, ¿está usted convencido? – gritó el capitán como si

el señor Xxx fuera sordo.El psiquiatra cerró los ojos y se rascó la nariz. –Nunca conocí ejemplo más increíble de alucinación

sensorial y sugestión hipnótica. He examinado el “cohete”, como lo llama usted. – Golpeó la coraza. – Lo oigo. Fantasía auditiva. – Inspiró. – Lo huelo. Alucinación olfativa inducida por la telepatía sensorial. – acercó sus labios al cohete. – Lo gusto. Fantasía labial.

El psiquiatra estrechó la mano del capitán: –¿Me permite que lo felicite? ¡Es usted un genio psicópata!

Ha hecho usted un trabajo completo. La tarea de proyectar una

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imaginaria vida psicópata en la mente de otra persona por medio de la telepatía, y evitar que las alucinaciones se vayan debilitando sensorialmente, es casi imposible. Las gentes de mi pabellón se concentran habitualmente en fantasías visuales, o cuando más en fantasías visuales y auditivas combinadas. ¡Usted ha logrado una síntesis total! ¡Su demencia es hermosísimamente completa!

El capitán palideció: –¿Mi demencia? –Sí. Qué demencia más hermosa. Metal, caucho, gravitado-

res, comida, ropa, combustible, armas, escaleras, tuercas, cucharas. He comprobado que en su nave hay diez mil artículos distintos. Nunca había visto tal complejidad. Hay hasta sombras debajo de las literas y debajo de todo. ¡Qué poder de concentración! Y todo, no importa cuándo o cómo se pruebe, tiene olor, solidez, gusto, sonido. Permítame que lo abrace. – El psiquiatra abrazó al capitán. – Consignaré todo esto en lo que será mi mejor monografía. El mes que viene hablaré en la Academia Marciana. Mírese. Ha cambiado usted hasta el color de sus ojos, del amarillo al azul, y la tez de morena a sonrosada. ¡Y su ropa, y sus manos de cinco dedos en vez de seis! ¡Metamorfosis biológica a través del desequilibrio psicológico! Y sus tres amigos…

El señor Xxx sacó un arma pequeña: –Es usted incurable, por supuesto. ¡Pobre hombre admirable!

Muerto será más feliz. ¿Quiere usted confiarme su última voluntad? –¡Quieto, por Dios! ¡No haga fuego! –Pobre criatura. Lo sacaré de esa miseria que lo llevó a

imaginar este cohete y estos tres hombres. Será interesantísimo ver cómo sus amigos y su cohete se disipan en cuanto yo lo mate. Con lo que observe hoy escribiré un excelente informe sobre la disolución de las imágenes neuróticas.

–¡Soy de la Tierra! Me llamo Jonathan Williams y estos… –Sí, ya lo sé – dijo suavemente el señor Xxx, y disparó su

arma. El capitán cayó con una bala en el corazón. Los otros tres se

pusieron a gritar. El señor Xxx los miró sorprendido.

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–¿Siguen ustedes existiendo? ¡Soberbio! Alucinaciones que persisten en el tiempo y en el espacio. – Apuntó hacia ellos. – Bien, los disolveré con el miedo.

–¡No! - gritaron los tres hombres. –Petición auditiva, aún muerto el paciente – observó el

señor Xxx mientras los hacía caer con sus disparos.Quedaron tendidos en la arena, intactos, inmóviles. El señor Xxx

los tocó con la punta del pie y luego golpeó la coraza del cohete. –¡Persiste! ¡Persisten! – exclamó y disparó de nuevo su

arma, varias veces, contra los cadáveres. Dio un paso atrás. La máscara sonriente se le cayó de la cara.

–Alucinaciones – murmuró aturdidamente -. Gusto. Vista. Olor. Tacto. Sonido.

El rostro del menudo psiquiatra cambió lentamente. Se le aflojaron las mandíbulas. Soltó el arma. Miró alrededor con ojos apagados y ausentes. Extendió las manos como un ciego, y palpó los cadáveres, sintiendo que la saliva le llenaba la boca.

Movió débilmente las manos, desorbitado, babeando. –¡Váyanse! – les gritó a los cadáveres -. ¡Váyase! – le gritó

al cohete.Se examinó las manos temblorosas. –Contaminado – susurró -. Víctima de una transferencia.

Telepatía. Hipnosis. Ahora soy yo el loco. Contaminado. Alucinaciones en todas sus formas. – Se detuvo y con manos entumecidas buscó a su alrededor el arma. – Hay sólo una cura, sólo una manera de que se vayan, de que desaparezcan.

Se oyó un disparo. Los cuatro cadáveres yacían al sol; el señor Xxx cayó junto a ellos.El cohete, reclinado en la colina soleada, no desapareció. Cuando en el ocaso del día la gente del pueblo encontró el cohete,

se preguntó qué sería aquello. Nadie lo sabía; por lo tanto fue vendido a un chatarrero, que se lo llevó para desmontarlo y venderlo como hierro viejo.

Aquella noche llovió continuamente. El día siguiente fue bueno y caluroso.

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EL BLANCO Y EL NEGROVoltaire

En la provincia de Candahar todo el mundo sabe la aventura del joven Rustán, que era hijo único de un mirza del país, que es como si dijéramos marqués en Francia o barón en Alemania. Su padre el mirza tenía bastante dinero, y el joven Rustán se iba a casar con una señorita o mirzesa de su misma posición; ambas familias lo deseaban; Rustán debía ser el consuelo de sus padres, hacer feliz a su mujer y serlo en su compañía.

Quiso, sin embargo, la desgracia, que viera a la princesa de Cachemira en la feria de Kabul, que es la feria más famosa del mundo, más concurrida sin comparación que las de Basora y Astracán.

El motivo de acudir a la feria el viejo príncipe de Cachemira con su hija, fue haber perdido las dos alhajas más preciosas de su tesoro; un diamante del tamaño del dedo pulgar, en el que por un procedimiento que empleaban entonces los hindúes y que después se ha perdido, estaba grabado el retrato de su hija; y un venablo que por sí mismo iba a donde quería, cosa no muy rara en nuestro país, pero que lo era en Cachemira.

Un faquir de Su Alteza robó ambos objetos y se los llevó a la princesa.

–Guardadlos con cuidado – le dijo -, porque vuestra suerte depende de ellos.

Fuese, dicho esto, y no se le volvió a ver. En tanto, desesperado el príncipe de Cachemira, se resolvió a

ir para ver si entre todos los mercaderes, que de las cinco partes del mundo acuden a la feria de Kabul, habría alguno que tuviera su arma y su diamante. En todos sus viajes le acompañaba su hija. Ésta llevaba el diamante bien escondido en su cinto, y el venablo, que no había podido ocultar tan bien, lo dejó en Cachemira, guardado en un arcón de la China. Viéronse Rustán y ella en Kabul, y se enamoraron uno de otro, con todo el candor de su edad y las delicadezas del país.

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La princesa dio su diamante a Rustán en prenda de su amor, y éste le prometió, al despedirse, que iría a verla en secreto a Cachemira.

Tenía el joven mirza dos secretarios que le servían también de escuderos, mayordomos y ayudas de cámara. Llamábase el uno Topacio, y era apuesto, bien plantado, blanco como una circasiana, afable y servicial como un armenio, y modesto como un güebro. El nombre del otro era Ébano, un negro también bien parecido, más activo y más hábil que Topacio, para quien nada era difícil. Rustán comunicóles el objeto de su viaje; Topacio procuró disuadirlo con el celo respetuoso de un servidor que no quiere desagradar a su se-ñor; le hizo ver todo cuanto aventuraba: iba a hacer a dos familias desgraciadas y a dar una puñalada en el corazón a sus padres. Este consejo hizo vacilar a Rustán; pero Ébano le alentó en su pensamiento y desvaneció sus escrúpulos.

No tenía dinero el mozo para un viaje tan largo, y el prudente Topacio nunca hubiese buscado quién se lo prestara; pero Ébano se encargó de salvar este obstáculo. Tomó, sin que nadie lo advirtiese, el diamante de su amo, hizo fabricar otro falso que se le pareciera y lo puso en el lugar del primero, empeñando el legítimo a un armenio por algunos millares de rupias.

Apenas el joven noble tuvo sus rupias, quedó pronto todo dis-puesto para ponerse en camino. Cargaron el equipaje sobre un ele-fante y montaron a caballo.

Topacio le dijo a su amo: - Me he tomado la libertad de haceros ver los inconvenientes de vuestra empresa; ahora sólo me resta obedeceros; soy vuestro, os quiero bien, y os seguiré hasta el fin del mundo. Pero antes creo que debemos ir a consultar al oráculo que dista de aquí dos parasangas.

Hízolo así Rustán, y respondió el oráculo: –Si vas al Oriente, estarás al Occidente.Rustán no supo qué significaba esta respuesta. Topacio opinó que

no significaba cosa buena, y Ébano, siempre complaciente, manifestó que era una advertencia muy favorable.

Otro oráculo había en Kabul, que también consultaron:

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–Si posees, no poseerás; si eres vencedor, no vencerás; si eres Rustán, no lo serás.

Más inexplicable todavía pareció el segundo oráculo que el primero.

–Muchos riesgos nos amenazan – decía Topacio. –No temáis – replicaba Ébano.Y era este servidor a quien le daba la razón siempre su amo,

porque halagaba su pasión y su esperanza.Al salir de Kabul atravesaron una gran selva; sentáronse a comer

sobre la hierba y dejaron que paciesen sueltos los caballos. Cuando se disponían a descargar al elefante, que llevaba la comida y el servicio, advirtieron los miembros de la caravana que Topacio y Ébano habían desaparecido. Llámanlos, resuenan en toda la selva los nombres de Ébano y Topacio; los criados los buscan por todas partes y atruenan a gritos la selva; pero vuelven sin haberles encontrado y sin que nadie responda.

–Sólo hemos visto – dijeron a Rustán – un buitre que peleaba con un águila, y le arrancaba todas las plumas.

La narración de este combate movió a curiosidad a Rustán, que marchó al lugar de la pelea. Ya no había ni águila ni buitre, pero vio a su elefante, siempre con su carga, envestido por un enorme rinoceronte; el uno luchaba a cornadas y el otro con la trompa. El rinoceronte desapareció en cuanto vio a Rustán, que lo vio llevarse al elefante; pero los caballos no se hallaron.

–¡Qué cosas tan raras suceden en las selvas cuando uno va de camino! – exclamó Rustán.

Todos se hallaban consternados; los criados y el amo; éste por haber perdido, además de sus caballos, a su querido negro y al prudente Topacio, a quien siempre tuvo cariño, aunque nunca seguía sus consejos.

Iba Rustán acariciando la esperanza consoladora de verse en breve a los pies de la princesa de Cachemira, cuanto topó con un gigantesco y vigoroso villano que apaleaba con tremendos garrotazos a un asno rayado. No hay animal más hermoso, más raro, ni que corra más ligero que los burros de esta especie; el borrico respondía a los

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reiterados golpes del villano con tales coces, que podían arrancar un roble de raíz. El joven mirza tomó, como era justo, la defensa de asno, mientras el rústico escapaba jurándole al animal que se vengaría.

–Tú me las pagarás – dijo.El libertado dio las gracias, con su lengua de asno, a su libertador;

se arrimó a él, se dejó halagar y le halagó. Rustán montó en el borrico, después de comer, y quiso seguir con sus criados el camino de Cachemira. En la caravana unos iban a pie y otros caballeros en elefantes.

Pero, apenas montado en el asno, éste, en vez de encaminarse a Cachemira, echó a correr hacia Kabul; y fue en balde que Rustán le tirase de la rienda, apretase las rodillas, le clavase las espuelas, le aflojara o no el freno; inútiles fueron también los fustazos; el terco animal iba siempre corriendo hacia Kabul.

Rustán sudaba, se fatigaba y desesperaba. En esto encontró a un mercader de camellos que le dijo:

–Amo, mal burro montáis, que os lleva a donde él quiere; si queréis vendérmelo, yo os daré por él cuatro de mis camellos, los que os gusten más.

Rustán dio las gracias a la Providencia, que tan buen negocio le deparaba.

–No tenía razón Topacio al pronosticarme un viaje aciago – se dijo.

Y montó el mejor de los camellos con lo que, seguido de los otros tres, pudo alcanzar a su caravana y ponerse de nuevo en el camino de la felicidad.

Pero pronto, a unas cuatro parasangas, vióse detenido por un torrente ancho, rápido y profundo, que arrastraba con sus olas grandes rocas, cubiertas de espuma. Las orillas era cimas horrorosas que deslumbraban los ojos y acobardaban el ánimo; no había medio de pasar ni a la derecha ni a la izquierda.

–Empiezo a temer – dijo Rustán – que tuviese razón To-pacio en desaprobar mi viaje y que haya cometido un disparate al no entenderle; si estuviera Ébano me consolaría y encontraría algún recurso; pero todo me falta.

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La consternación de su gente aumentaba su perplejidad; la noche era muy oscura, y toda se pasó en lamentos. Al fin, el cansancio y la desazón rindieron al sueño a nuestro enamorado caminante.

Cuando despertó al amanecer vio un soberbio puente de mármol, tendido sobre el río y de una a otra orilla.

Todo fueron exclamaciones y gritos de júbilo y asombro. –¿Será posible? ¡Parece un sueño! ¡Qué prodigio! ¡Qué

maravilla! ¿Nos atreveremos a pasar? Todos los presentes de hincaban de rodillas, besaban la tierra,

miraban al cielo, tendían las manos, ponían temblando un pie en el puente, iban y venían embelesados.

–Cierto que me favorece el cielo – pensaba Rustán -. Topacio no sabía lo que hablaba; los oráculos eran propicios. Razón tenía Ébano. ¡Ah, si se hallara aquí!

No bien hubo pasado la caravana al otro lado del río, se hundió el puente en el agua con espantable estrépito.

–¡Magnífico! – exclamó Rustán -. ¡Bendito sea Dios, alabado el cielo, que no quiere que vuelva a mi país, donde no sería más que un aristócrata vulgar y me lleva a que me case con mi amada! Así seré príncipe de Cachemira, y, poseyendo mi principado, no poseeré mi mezquino señorío de Candahar; seré Rustán y no lo seré, al convertirme en gran príncipe. Ya tenemos así una parte del oráculo explicado en mi favor, y lo mismo se explicará lo demás. ¡Cuán feliz soy! Más ¿por qué no estará Ébano conmigo? Me hace mucha más falta que Topacio.

Después de caminar algunas parasangas con la mayor alegría, al ponerse el sol, la caravana quedó consternada al verse detenida por una larga hilera de montañas más inaccesibles que una contraescarpa y más alta que la torre de Babel si se hubiera concluido, que cerraban el paso.

–Dios ha dispuesto que permanezcamos aquí – exclamaron todos -; ha destruido el puente para que no podamos volver atrás y ha elevado esas montañas para impedirnos ir adelante. ¡Oh, Rustán, desventurado señor; nunca veremos Cachemira ni regresaremos a la tierra de Candahar!

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El más intenso dolor y el más lamentable abatimiento sucedieron en el ánimo de Rustán al júbilo sin tasa que antes gozó, por lo que se hallaba muy lejos de interpretar las profecías del oráculo de un modo favorable.

–¡Oh cielos! ¡Oh Dios clemente! ¿por qué has alejado de mí al amigo Topacio?

Profundos sollozos salían de su garganta y amargas lágrimas de sus ojos. Sus sirvientes estaban desesperados. En esto, de pronto vieron abrirse la base de la montaña y aparecer una espléndida galería abovedada, iluminada con cien mil antorchas. Dio Rustán un grito, sus criados se hincaron de rodillas o cayeron al suelo de espanto, gritando:

–¡Milagro! Rustán es el favorito de Visnú, el amado de Brahma, el llamado a ser dueño del mundo.

Rustán lo creía también y estaba fuera de sí viéndose más encumbrado que ningún mortal.

–¡Ah, Ébano, querido Ébano! ¿Dónde estás?- decía -. ¡Oh, si fueras testigo de todos estos portentos! ¿Por qué te he perdido? Amada princesa de Cachemira ¿cuándo veré tu rostro?

Cruzó en seguida con sus criados, su elefante y sus camellos bajo la bóveda de la montaña, la cual iba a parar a una pradera cubierta de flores, y regada por mil arroyuelos. Al final de la pradera había largas avenidas de árboles que se perdían de vista, y luego un río, en cuyas márgenes se alzaban muchas quintas con hermosos jardines. Por todas partes se oían instrumentos, bellas voces y alegres bailes. Apenas pasó Rustán uno de los puentes del río, preguntó al primer individuo que encontró qué país era aquel tan maravilloso. El hombre a quien le hizo la pregunta le respondió:

–Esta es la provincia de Cachemira; sus habitantes nos encontramos tan alegres hoy porque festejamos las bodas de nuestra hermosa princesa con el señor Barbabú, a quien se la prometió su padre. ¡Dios colme su felicidad!

Tomóle un desmayo a Rustán al oír estas palabras, y creyendo el señor cachemirano que era propenso a la epilepsia, le mandó llevar a su casa, donde permaneció largo rato sin recobrar el sentido. Fueron

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a llamar a los dos médicos más hábiles del país, que tomaron el pulso al enfermo, el cual, habiéndose repuesto un poco sollozaba, desencajados los ojos, murmurando:

–¡Topacio, Topacio, cuánta razón tenías!Uno de los médicos dijo al señor cachemirano: –Por su acento se advierte que es de Candahar. Seguramente

no le sienta bien el clima de este país. Lo mejor será enviarle a su tierra, porque en sus ojos leo que ha perdido el juicio. Si queréis, yo le llevaré a su patria y le curaré.

El otro médico dijo que no adolecía más que de pesadumbre y que convenía llevarle a la boda de la princesa y que bailara en ella.

Mientras los médicos estaban en consulta recuperó el enfermo sus fuerzas; luego se fueron los doctores y quedó Rustán solo con su huésped.

–Señor – le dijo -, os ruego que me perdonéis por haberme desmayado en vuestra presencia; bien sé que es descortesía y os suplico admitáis mi elefante en pago de los favores que os debo.

Contóle luego todas sus aventuras, pero sin hablarle del motivo de su viaje.

–Pero por Visnú y Brahma – prosiguió -, decidme quién es ese Barbabú que se casa con la princesa de Cachemira; por qué le ha escogido su padre para yerno y por qué le quiere la princesa para esposo.

–Señor – respondió el cachemirano -, la princesa no quiere a Barbabú, al contrario, no hace más que llorar mientras todo el mundo festeja su boda; se ha encerrado en su palacio y no quiere ver las fiestas que por ella se hacen.

Al oír Rustán estas palabras se recobró prontamente y el color volvió a sus mejillas.

–Suplico os me digáis – continuó -, ¿por qué está empeñado el príncipe de Cachemira en entregar su hija a ese Barbabú, que ella detesta?

–Pues veréis – respondió el cachemirano -. Nuestro augusto príncipe perdió un valiosísimo diamante y un venablo que estimaba en mucho.

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–¡Ah, bien lo sé! – dijo Rustán. –Pues bien, el príncipe desesperado al no encontrar esos

dos objetos preciosos, a pesar de sus indagaciones en todas partes, prometió la mano de su hija a quien le entregara el diamante o el venablo. El señor Barbabú le presentó el diamante y mañana se casa con la princesa.

Mudó Rustán de color, tartamudeó algunas frases, despidiese de su huésped y fue corriendo en su camello a la ciudad donde se había de celebrar la ceremonia nupcial. Una vez allí se dirige al palacio del príncipe, dice que tiene algo de mucha gravedad que comunicarle y solicita audiencia. Pero le hacen saber que el príncipe se halla muy ocupado con los preparativos de la boda.

–De eso mismo quiero hablarle. Tanto insiste, que al fin consigue ser recibido. –Serenísimo señor – dice -. ¡Corone Dios vuestra vida de

gloria y magnificencia! Vuestro yerno es un bribón. –¿Cómo un bribón? ¿Cómo osáis…? ¿Se habla así a un

príncipe de Cachemira del marido que ha elegido para su hija? –Sí, un bribón – replicó Rustán - y para probárselo a Vuestra

Alteza, aquí os entrego vuestro diamante que yo tenía en mi poder.Atónito el príncipe examinó ambos diamantes, pero como no era

experto en joyería, no podía decir cuál era el legítimo. “He aquí dos diamantes – pensaba -. Dos diamantes y una sola hija. ¡Extraña confusión la mía!”

Llamó a Barbabú y le preguntó si le había engañado; Barbabú juró que había comprado el diamante a un armenio. Rustán, que no manifestaba de dónde procedía el suyo, propuso como solución que Su Alteza consintiera la celebración de un duelo entre él, Rustán, y Barbabú.

–No basta que vuestro yerno os haya entregado un diamante – decía -, también es preciso que dé pruebas de valor. ¿Os parece bien, señor, que el que matare al otro se case con la princesa?

–Muy bien – respondió el príncipe -. Será un espectáculo muy divertido para mi Corte. Combatid sin tardanza. El vencedor

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tomará las armas del vencido, como es costumbre en Cachemira, y se casará con mi hija.

Los dos pretendientes bajan al palenque de Palacio. En la escalera había una urraca y un cuervo. El cuervo gritaba:

–¡Luchad, luchad!Y la urraca: –¡No luchéis!Esto hizo reír al príncipe; pero los dos rivales apenas oyeron

aquellas palabras. Empezó el duelo. Todos los cortesanos formaban círculo alrededor de los combatientes. La princesa, siempre ence-rrada en la torre de Palacio, no quiso asistir al espectáculo, ya que ni siquiera se le había pasado por la imaginación que estuviese su amante en Cachemira, y respecto a Barbabú, le tenía tal aversión, que no quería ni dirigirle la vista. El duelo se celebró conforme en todo a las reglas establecidas; Barbabú quedó muerto en la lid, y la gente se alegró mucho, porque era feo, y Rustán muy apuesto; cosa que suele ser decisiva para obtener el favor del público.

Vistiese el vencedor la cota de malla, la banda y yelmo del vencido, y acompañado de toda la Corte, fue a presentarse a los acordes de una música militar, debajo de la ventana de su dama. Todo el mundo gritaba:

–¡Hermosa princesa, asomaos para ver a vuestro bello esposo, que acaba de matar a su feo rival!

Y sus damas repetían estas palabras. Asomóse entonces la princesa a la ventana, y viendo las armas del hombre que aborrecía, corrió desesperada a su cofre de la China, sacó de ella el fatal venablo y lo lanzó contra su amado Rustán, penetrándole por la parte débil de la coraza. Lanzó éste un horrible grito, a tiempo de que la princesa reconocía la voz de su desdichado amante.

Suelto el cabello y con la muerte en los ojos y en el corazón corre la infeliz hacia Rustán, quien bañando el sangre, había caído en los brazos del príncipe.

Miróle la princesa. ¡Oh instante! ¡Oh encuentro! ¡Oh fatalidad! ¿Quién podría expresar el dolor, la ternura y el horror de la enamorada? Lanzóse sobre Rustán y abrazándole estrechamente le dijo:

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–¡Recibe los primeros y últimos besos de tu amante y tu asesina!

Dicho esto, sacó el venablo del cuerpo de su amado y se lo clavó en el corazón para morir junto a Rustán. Espantado, enloquecido y a punto de morir, el príncipe procura en vano volverle a la vida, pero la joven ya no existía. Maldiciendo el venablo fatal, le hace mil pedazos, arroja lejos de sí los dos funestos diamantes, y mientras en vez de las bodas, preparaban los funerales de su hija, hace llevar a Palacio a Rustán, bañado en sangre, a quien todavía quedaba un soplo de vida.

Tendido en una cama, lo primero que vio a ambos lados de lo que había de ser su lecho de muerte fue a Topacio y a Ébano. La admiración que le produjo este encuentro le dio algunas fuerzas.

–¡Ah, crueles! – dijo -. ¿Por qué me abandonasteis? Acaso viviera todavía la princesa si hubierais estado cerca del desventurado Rustán.

–Ni un solo momento os he abandonado – replicó Topacio. –Sin cesar he estado junto a vos - afirmó Ébano. –¿Qué decís? ¿Por qué os burláis de mí en los postreros

instantes de mi vida? –Bien me puedes creer – insistió Topacio -. Sabes que nunca

aprobé este funesto viaje, cuyas terribles consecuencias preveía; yo era el águila que venía con el buitre, y a quien éste desplumó; yo era el elefante que se llevó el equipaje para obligarte a volver a tu patria; yo era el asno rayado que contra tu voluntad te conducía a casa de tu padre; yo quien perdí tus caballos; yo quién formé el torrente que te impedía el paso; yo quien levanté la montaña que te cerraba el fatal camino; yo el médico que te aconsejaba el clima de tu patria y la urraca que te gritaba que no combatieses.

–Y yo – dijo Ébano – era el buitre que desplumó al águila, el rinoceronte que daba cien cornadas al elefante, el villano que apa-leaba al asno rayado, el mercader que te dio los camellos para tu pérdida; yo hice el puente por donde has pasado; yo abrí la caverna que atravesaste, yo el médico que te animaba a quedarte y el cuervo que te exhortaba a pelear.

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–¡Ay! Acuérdate de los oráculos – exclamó Topacio -. Si vas al Oriente estarás al Occidente.

–Sí – manifestó Ébano -, aquí entierran a los muertos con la cara vuelta al Occidente. Bien claro estaba el oráculo, ¿por qué no le has entendido? Has poseído y no poseerás; porque el diamante que tenías era falso y tú lo ignorabas; eres vencedor y mueres; eres Rustán y dejas de serlo. Así pues, todo se ha cumplido.

De este modo conversaban, cuando cuatro alas blancas aparecieron en el cuerpo de Topacio y cuatro negras en el de Ébano.

–¿Qué es esto? – exclamó Rustán. Topacio y Ébano respondieron a la par: –Tus dos ángeles. –Pero, señores – les dijo el desdichado Rustán - ¿quién

les mezcló en mi vida y por qué necesita de dos ángeles un pobre hombre?

–Esa es la ley - respondió Topacio -. Cada hombre tiene sus dos ángeles. Platón fue el primero que lo dijo y luego lo han repetido otros; ya ves cómo es la pura verdad. Yo era tu genio bueno; estaba encargado de protegerte hasta el último instante de tu vida y he cumplido puntualmente mi encargo.

–Pero si era tu oficio servirme – continuó el moribundo – se infiere que yo soy de naturaleza superior a la tuya. Y dime ¿cómo te atreves a llamarte mi genio bueno, habiendo dejado que me alu-cinara en todo cuanto emprendí, y dejándonos morir ahora mise-rablemente a mi amada y a mí?

–Es que ese era tu destino – explicó Topacio. –Si todo lo hace el destino – arguyó el moribundo - ¿para

qué sirven los ángeles y los genios? ¿y tú, Ébano, con tus cuatro alas negras, sin duda eres mi ángel malo?

–Exactamente – respondió Ébano. –¿Y eras también el ángel malo de la princesa? –No. La princesa tenía el suyo a quien yo ayudé. –¡Ah! Maldito Ébano; pues si eres tan perverso, no puedes

proceder del mismo creador que Topacio. Es decir, habéis sido creados por dos principios distintos, uno de los cuales es bueno y

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otro malo por naturaleza. Es imposible – prosiguió el agonizante – que un ser benéfico haya creado un funesto genio.

–Posible o imposible – repuso Ébano – es así como te lo estoy diciendo.

–¡Ah, pobre amigo! – intervino Topacio -. ¿No ves que toda-vía tiene ese bribón el propósito de hacerte disputar para calentarte la sangre y acelerar la hora de tu muerte?

–A fe que no estoy mucho más contento contigo que con él – dijo el triste Rustán-; por lo menos él confiesa que me ha querido hacer daño, y tú, que pretendías defenderme, no me has servido para nada.

–¡Harto lo siento! –Y yo también – dijo el moribundo - . Algo hay en la natu-

raleza que yo no entiendo. –Ni tampoco yo – declaró el pobre ángel bueno. –Dentro de un instante lo voy a conocer – dijo Rustán. –¡Quién sabe! – respondió Topacio.En esto se desvaneció todo y se encontró Rustán en casa de su

padre, de donde no había salido, y en su cama, donde estaba dormido desde hacía casi una hora.

Despierta inquieto, bañado en sudor, confuso; se palpa, llama, grita y acude con su gorro de dormir y bostezando de sueño su ayuda de cámara, Topacio.

–¿Estoy muerto? ¿Estoy vivo? – exclamó Rustán -. ¿Sanará la bella princesa de Cachemira…?

–¿Sueña Su Señoría? – respondió Topacio sin inmutarse. –¡Ah! – preguntó Rustán -. ¿Qué se ha hecho de ese inhu-

mano de Ébano con sus cuatro alas negras? Él es quien me da una muerte tan cruel…

–Señor, arriba le he dejado roncando; ¿queréis que le diga que baje?

–¡Infame! Seis meses enteros hace que me persigue; él ha sido el que me llevó a la malhadada feria de Kabul; él quien me robó el diamante que me había regalado la princesa y me arrojó el venablo del que muero en la flor de mi edad.

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–Serenaos, señor – dijo Topacio -. Vos nunca habéis estado en la feria de Kabul, ni hay tal princesa de Cachemira, puesto que su padre no tiene más que dos hijos que ahora son niños. Ni habéis tenido nunca un diamante, ni puede haberse muerto la princesa, no habiendo nacido y vos estáis perfectamente sano.

–¿Conque no es cierto que estabas asistiéndome en mi última hora en la cama del príncipe de Cachemira, y no me has confesado que por preservarme de tantas desventuras habías sido águila, elefante, asno rayado, médico y urraca?

–Todo eso lo ha soñado Su Señoría; nuestras ideas, mientras soñamos, no dependen de nosotros como cuando estamos despiertos. Dios quiso hacer desfilar todas esas ideas por vuestra cabeza, sin duda para que os aleccionen y sirvan de ejemplo.

–Te estas burlando de mí - replicó Rustán -. ¿Cuánto tiempo he dormido?

–Señor, cosa de una hora. –Pero dime maldito, ¿cómo quieres que en el espacio de

una hora haya estado yo en la feria de Kabul hace seis meses, que haya vuelto, que haya ido a Cachemira y que nos hayamos muerto la princesa, Barbabú y yo?

–No hay cosa más fácil ni más común; Su Señoría podría dar la vuelta al mundo, y llevar a cabo más aventuras en mucho menos tiempo. En una hora se puede leer la historia de los persas escrita por Zoroastro, aún cuando abarca ochocientos mil años. Todo ello en representaciones sucesivas, transcurre en una hora. Para Brahma nada es más fácil que meter todos los sucesos que quiera en ochocientos mil años. Figuraos que el tiempo gira en una rueda cuyo diámetro es infinito; debajo de esta rueda inmensa hay una multitud innumerable de ruedas, unas dentro de otras; la del centro es imperceptible y da un número infinito de vueltas, mientras que la rueda grande no da más que una. Claro es que en mucho menos tiempo que las cienmilésima parte de un segundo pueden acontecer sucesivamente todas las cosas que han sucedido y sucederán, desde el principio hasta el fin del mundo.

–No lo entiendo - dijo Rustán.

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–Si gustáis – replicó Topacio – yo tengo un papagayo que os lo hará entender fácilmente, porque nació poco tiempo antes del diluvio universal, estuvo en el arca, ha visto mucho y aún no ha cumplido más que un año y medio de edad. Mi papagayo os contará su vida que es muy interesante.

–Id en seguida – ordenó Rustán – a buscar a vuestro papagayo; al menos me ayudará a conciliar el sueño.

–Está en el convento de mi hermana la monja; voy a buscarle. Estoy seguro que os divertirá mucho. Tiene buena memoria, y cuenta su vida con naturalidad, sin rebuscados conceptos y sin frases rimbom-bantes.

–Muy bien – dijo Rustán -. Así me gustan a mí los cuentos. Trajéronle el loro; el cual habló así:

Nota: la Srita. Catalina Vadé jamás pudo encontrar la historia del loro en los papeles de su difunto hermano Antonio Vadé, autor de este cuento. Ah sido una lástima dado el tiempo en que vivió el papagayo. (Nota de Voltaire).

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EL JARDÍN DE SENDEROS QUE SE BIFURCAN

Jorge Luis Borges

En la página 22 de la Historia de la Guerra Europea del Liddel Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apo-yadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre – Montauban había sido planeada para el veinticuatro de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día veintinueve. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Liddel Hart) provocaron esa demora, nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.

“… y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y – pero eso parecía muy secundario, o debía parecérmelo – también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado, o asesinado.* Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de creación, ¿cómo no iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte, de dos agentes del imperio alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que ese día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi

*Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Raneber, alias Viktor Runeberg, agredió con una pistola automática al portador de la orden de arresto, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte.

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muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng, ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el pre-sente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí… El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El hombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que lo oyeran en Alemania… Mi voz humana era pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos… Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome.

Algo – tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos – me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, una carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo – azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía en un suburbio de Fentom, a menos de media hora en tren.

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Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no, nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra – un hombre modesto – que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe… Lo hice, porque yo sentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza – a los innumerables antepasados que confluyen en mí -. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgrove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré; el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.

De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que ya estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria total. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel o muerto. Argüí (no menos sofisticadamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a

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buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove?, les pregunté a unos chicos en el andén. Ashgrove, contestaron. Bajé.

Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert? Sin aguardar contestación, otro dijo: La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino toma a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme. Por un instante pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo del laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imagine inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos… Pensé en un laberinto de laberintos, en un

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sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproxi-maba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.

Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel que tenía las formas de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:

–Veo que el piadoso Hsi P’êng, se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?

Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:

–¿El jardín? –El jardín de los senderos que se bifurcan.Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible

inseguridad: –El jardín de mi antepasado Ts’ui Pên. –¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos

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a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encua-dernados en seda amarilla, algunos tomos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron a los alfareros de Persia…

Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.

Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.

–Asombroso destino el de Ts’ui Pên – dijo Stephen Albert -. Gobernador de su provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como usted acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego, pero su albacea – un monje taoísta o budista – insistió en la publicación.

–Los de la sangre de Ts’ui Pên – repliqué – seguimos execrando a ese monje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pên, a su laberinto…

–Aquí está el laberinto – dijo indicándome un alto escritorio laqueado.

–¡Un laberinto de marfil! – exclamé -. Un laberinto mínimo. –Un laberinto de símbolos – corrigió -. Un invisible laberinto

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de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió, nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ese era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.

Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:

–Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y ahí hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Ts’ui Pên. En esa perplejidad, me

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remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de senderos que se bifurcan era la novela caó-tica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas opta por una y elimina las otras; en las del casi inextricable Ts’ui Pên, opta – simultáneamente – por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang decide matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles; Fang puede matar al intruso; el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.

Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aún inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; en horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla les parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirable es el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla occidental.

Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir.

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Desde ese instante sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:

–No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, pero también un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama – y harto lo confirma su vida - sus aficiones metafísiscas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ese es el único problema que no figura en las páginas del Jardín. No siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?

Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:

–En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la úni-ca palabra prohibida?

Reflexioné un momento y repuse: –La palabra ajedrez. –Precisamente – dijo Albert -. El jardín de senderos que

se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perí-frasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts’ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas han introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra

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tiempo. La explicación es obvia: El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiem-pos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.

–En todos – articulé no sin un temblor -, yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts’ui Pên.

–No en todos – murmuró con una sonrisa -. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.

Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.

–El porvenir ya existe – respondí -, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?

Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.

Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben

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atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona de ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.

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LA TRISTEZAAntón P. Chéjov

La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. Cae lentamente la nieve en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanca capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.

El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud.

Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palo de sus patas, parece, aún mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se compran a los chiquillos por una copeca. Hállase sumido en sus reflexiones; un hombre y un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.

Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmó-viles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha gana-do nada.

Las sombras se han adensado. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.

–¡Cochero! – oye de pronto Yona -. ¡Llévame a Viborgskaya!Yona se estremece. Al través de las pestañas cubiertas de nieve

ve a un militar con impermeable. –¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo.

El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.

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–¡Ten cuidado! -. Grita otro cochero invisible, con cólera -. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!

Siguen oyéndose los juramentos del cochero invisible. Un transeúnte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabara de despertarse de un sueño profundo.

–¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspira-ción contra ti! – dice con tono irónico el militar -. Todos procuran fastidiarse, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!

Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.

El cliente advirte sus esfurzos y pregunta: –¿Qué hay?Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada: –Ya ve usted, señor… He perdido a mi hijo… Murió la

semana pasada… –¿De veras?... ¿Y de qué murió? –No lo sé… De una de tantas enfermedades… Ha estado

tres meses en el hospital y a la postre… Dios que lo ha querido. –¡A la derecha! – óyese de nuevo gritar furiosamente -.

¡Parece que estás ciego, imbécil! –¡A ver! – dice el militar -. Ve un poco más aprisa. A este

paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco,

y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la

conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escucharle.

Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pes-

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cante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.

Una hora, dos… ¡Nadie! ¡Ni un cliente!Más he aquí que cuando Yona torna a estremecerse, ve detenerse

ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.

–¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecas por los tres!

Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecas es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a él le importa es tener clientes.

Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.

–¡Bueno; en marcha! – le grita el jorobado a Yona, colo-cándose a su espalda -. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo…

–¡El señor está de buen humor! – dice Yona con risa forzada -. Mi gorro…

–¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.

–Me duele la cabeza – dice uno de los jóvenes -. Ayer, yo y Vaske nos bebimos en casa de Dakmasov cuatro botellas de caña.

–¡Eso no es verdad! – responde el otro -. Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.

–¡Palabra de honor! –¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo. Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza,

y, enseñando los dientes, ríe atipladamente. –¡Ji, ji, ji,! ¡Qué buen humor! –¡Vamos, vejestorio! – grita enojado el chepudo -. ¿Quieres ir

más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A

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pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice;

–Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada…

–¡Todos nos hemos de morir! – contesta el chepudo -. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable! Prefiero ir a pie.

–Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo – le aconseja uno de sus camaradas.

–¿Oyes, viejo? – grita el chepudo -. Te la vas a ganar si esto continúa.

Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda. –¡Ji, ji, ji! – ríe, sin ganas, Yona -. ¡Dios les conserve el

buen humor, señores! –Cochero, ¿eres casado? – pregunta uno de los clientes. –¿Yo? ¡Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo

a nadie… Sólo me espera la sepultura… Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.

Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en ese momento el chepudo, lanzando un suspiro de satis-facción, exclama:

- ¡Por fin, hemos llegado!Yona recibe las veinte copecas convenidas y los clientes se

apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal. Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo,

más dura, más cruel, su fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.

Su tristeza es a cada momento más intensa. Enorme, infinita, si pudiese salir de su pecho inundaría al mundo entero.

Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar conversación con él.

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–¿Qué hora es? – le pregunta, melifluo. –Van a dar las diez – contesta el otro -. Aléjese un poco; no

debe usted permanecer delante de la puerta.Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes

pensamientos. Se ha convencido de que es inútil dirigirse a la gente.Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue,

agita el látigo. –No puedo más – murmura -. Hay que ir a acostarse.El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo

amo, emprende un presuroso trote.Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia

habitación, donde, acostados en el suelo, en bancos, duermen decenas de cocheros. La atmósfera es pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.

Yona se arrepiente de haber vuelto tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso – piensa- se siente uno tan desgraciado.

En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.

–¿Quieres beber? – le pregunta Yona. –Sí. –Aquí tienes agua. He perdido a mi hijo… ¿Lo sabías?... La

semana pasada, en el hospital… ¡Qué desgracia!Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no

le ha hecho caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.

Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro… Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña, de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza,

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suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y vasta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.

Yona decide ir a ver a su caballo.Se viste y sale a la cuadra.El caballo, inmóvil, come heno. –¿Comes? –le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-.

¡Qué se le va a hacer, muchacho! Como no hemos ganado para comprar avena, hay que contentarse con heno… A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto…

Tras una corta pausa, Yona continúa: –Si, amigo… ha muerto… ¿Comprendes? Es como si tú

tuvieras un hijo y se muriera… Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala

un aliento húmedo y cálido. Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón

contándoselo todo.

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BIRIUKIván S. Turgénev

Cierta noche regresaba yo de una excursión cinegética en una “cha-rrete”. Distaba aún de mi casa cerca de diez kilómetros. Mi excelente trotón marchaba a buen paso por el camino polvoriento, relinchando de vez en cuando e irguiendo nerviosamente las orejas. Como pega-do a las ruedas traseras, el perro caminaba cabizbajo, extenuado por el cansancio. Amenazaba una tormenta. Ante nuestro paso se avista-ba ya una nube malva, que se extendía sobre el bosque, mientras por lo alto del cielo se esparcían nubes cenicientas. La atmósfera, cálida hasta entonces, se tornó de improviso húmeda y fresca.

La “charrete” traqueteaba fuertemente por el camino lleno de piedras y de baches. Las raíces de los viejos árboles, que obstaculi-zaban el camino, hacían tropezar al caballo con frecuencia. El viento comenzó a mugir agitando violentamente el follaje, y no tardó en olerse, acompasado y lento, el goteo inicial de la lluvia. Brilló a poco un relámpago. Luego, la tormenta se desencadenó.

No era posible continuar avanzando. El caballo se hundía en los grandes reguerotes de agua y yo casi no veía. Tuve que hacer alto, buscando abrigo bajo la espesa copa de unos árboles.

Esperaba paciente el fin de la tormenta, encorvado e inmóvil, cuando de repente, a la luz de un relámpago, me pareció ver a poca distancia la figura de un hombre de estatura elevada. Momentos después, una alta silueta humana se detuvo junto a la “charrete”.

–¿Quién va? – preguntó el recién venido. –¿Y tú quien eres? – interrogué a mi vez. –Soy el guardabosque.Entonces di mi nombre. –¡Ah, bien, bien!... ¿Volvía el señor para su casa? –Si, pero la tormenta…Un gran resplandor iluminó al guarda de pies a cabeza y casi al

mismo tiempo retumbó un trueno horrible, estruendoso y breve. La lluvia redobló su ímpetu.

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–Me parece – dijo el guardabosque – que tenemos lluvia para mucho rato.

Yo hice un gesto de contrariedad, que el hombre notó. –¿Quiere que lo lleve a mi casa? Allí puede esperar más

cómodamente. –Se lo agradecería. –No se mueva. Voy a conducirlo.El corpulento sujeto cogió las bridas del caballo y comenzó a guiar

sus pasos a través de la oscuridad. La “charrete” se balanceaba como un barco en el mar. Caminamos largo tiempo de aquella manera fan-tasmal. Por fin, mi guía se detuvo, y dijo:

–Ya hemos llegado, señor.Oí los ladridos de unos perros. A la luz de un relámpago se dibujó

en el fondo de la noche la silueta de una choza. Por un postigo salía una vaga claridad.

–Ya voy – gritó desde dentro una vocecita infantil.Salió a abrirnos una muchachita como de doce años, descalza

y en camisa, con una cuerda atada a guisa de cinturón. En la mano llevaba una linterna.

–Alumbra al caballero – ordenóle mi guía -; yo voy a llevar el coche al cobertizo.

La muchachita me miró con aire sorprendido y dirigióse al interior de la casucha. Yo la seguí.

La morada del guardabosque se componía de un solo cuarto, de techo ahumado y bajo. A la luz vacilante de una vela se veía una vieja pelliza, colgada de un clavo, una escopeta sobre un banco, al-gunos andrajos amontonados en un rincón y, en el centro del cuarto, una cuna. La pequeña, silenciosamente, se puso a mecer la cuna, en donde dormía un niño de poco más de un año.

–¿Estás solita aquí? – pregunté a la muchacha. –Si, señor, sola – balbuceó. –¿Eres hija del guardabosque? –Si, señor.Oyéronse pasos en la puerta y el guarda entró, inclinándose ante mí.

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Raras veces había visto a un hombre de tan buena estampa. Era alto, arrogante, de anchos hombros. Su camisa mojada denunciaba el relieve vigoroso de sus músculos de atleta. Su barba negra y on-dulada daba marco a un rostro grave, que transparentaba energía. Parado ante mí, con las manos en la cintura, parecía ofrecerse alti-vamente a mi contemplación.

Le agradecí la hospitalidad y le pregunté su nombre. –Me llamo Foma – respondió -. Pero me conocen por el

apodo de Biriuk.Le miré más detenidamente. Había oído hablar de él a los cam-

pesinos, que le temían más que al fuego. Según ellos, no había en el mundo quién conociese mejor su oficio. “No hay manera – decían – de robarle un haz de leña. Nos cae encima como una tormenta, aunque sea a medianoche. Y no se conquista su amistad ni su complicidad, ni con vino ni con dinero.”

–¿Con que tú eres Biriuk? – le dije -. He oído hablar de ti. Dicen que no perdonas a nadie.

–Es mi obligación. Es necesario ganar el pan que nos comemos.

Se sentó en el suelo y con un pequeño cuchillo que llevaba a la cintura comenzó a hacer astillas un pequeño trozo de madera.

–¿No tienes mujer? –No – me respondió con cierto aire de amargura. –¿Murió? –No… Es decir, si…Se calló unos instantes. Luego levantó la cabeza y me miró. –Huyó con un trotamundos – dijo sonriéndose sarcás-

ticamente.La pequeña bajó los ojos, y en aquel momento el niño se despertó

y comenzó a llorar. –Toma. Dale leche – dijo entregándole a la pequeña el sucio

biberón.Luego, cambiando de conversación, dijo, dirigiéndome una mi-

rada obsequiosa:

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–Si el señor tiene hambre puedo ofrecerle un poco de pan. Es lo único que tenemos.

–Gracias. No tengo apetito. –También puedo ofrecerle té.Me excusé de nuevo, y durante un buen rato permanecimos los

tres silenciosos. –¿Cómo te llamas? - pregunté a la pequeña. –Ulita. El guardia se levantó, abrió la puerta y estuvo un rato mirando

hacia el cielo.Volvió a cerrar y me dijo: –La tormenta amaina… Si el señor quiere, lo acompañaré

hasta su casa. Me levanté para seguirle. Biriuk cogió su escopeta. –¿Por qué esa arma? – inquirí. –Hay ladrones en el bosque… En el barranco de los pollinos

están derribando árboles. –¿Y tú lo has oído desde aquí? –Lo oí cuando fui al corral.Salimos. Ya no llovía. Aunque débilmente, relampagueaba aún.

Las nubes se iban retirando, y el cielo recobraba poco a poco un color azul, muy profundo. Biriuk se detuvo unos instantes para oír. Movió la cabeza y dijo:

–Mala noche han escogido.Yo sólo oía el ruido de las hojas al ser agitadas por el viento. –Si quieres, dejamos mi partida para después y te acompaño

ahora al barranco. –Vamos – dijo -. Les daré una lección.Dejamos el coche y lo seguí. No sé cómo conseguía andar, a tra-

vés de las densas tinieblas, tan de prisa y con tanta seguridad. A veces se detenía y prestaba oído a aquel vago rumor que sólo él percibía.

–¿Oye, oye? – me preguntaba de vez en cuando. –No, no oigo nada – replicaba yo.Avanzamos aún unos minutos. De nuevo Biriuk se detuvo y vol-

vió a preguntarme:

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–¿Y ahora?Se oyó, en efecto, un ruido sordo y prolongado. –El árbol cortado acaba de caer – me dijo el guarda. Salimos del barranco y, después de andar por su margen como

unos treinta pasos, Biriuk me advirtió: –Espere aquí.Y con la escopeta aprestada en la mano, desapareció, como un

fantasma, entre el matorral. Muy cerca se oían ahora ruidos confusos. Un caballo relinchó.

–¡Alto!Al vozarrón del guarda respondió el furioso ladrido de un perro. –No escaparás, no escaparás – gritaba Biriuk.Eché a correr, tropezando a cada paso, hacia donde debía haberse

empeñado la lucha. No tardé en llegar.Junto a un gran árbol derribado, el guardabosque forcejeaba con

un ladrón, al que ya tenía en el suelo, aprisionado bajo una de sus rodillas. En pocos instantes consiguió reducirlo a la impotencia. Lo amarró, y luego le ayudó a ponerse en pie.

El ladrón, un “mujik” barbudo, lleno de harapos y de lodo, sa-cudió la cabeza en silencio viendo a Biriuk coger de la rienda a un caballejo atado a un carro desvencijado, que era su única fortuna.

–Déjalo ir – dije al oído del guarda -; yo pagaré lo que vale ese árbol.

Sin responder, Biriuk comenzó a andar, tirando con su mano derecha de la soga con la que había atado al campesino y con la izquierda del triste caballejo.

–¿Y el cuchillo? – preguntó el preso. –Ya lo llevo yo. Sería una lástima que se perdiera, ¿verdad?

– replicó el guarda.Volvió otra vez a tronar y relampaguear. Llegamos a la choza

con no poco trabajo. Biriuk dejó el caballo en el corral y obligó al campesino a entrar en la casa. Luego le soltó las ataduras y le hizo sentar en el banco. La muchachita despertó sobresaltada.

–¡Qué manera de llover! – dijo el guarda. Y añadió en segui-da -: Ahora no es posible volver a salir. ¿Quiere recostarse, señor?

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–No, gracias. –Yo encerraría a este individuo en el depósito de leña, pero

tiene el cerrojo estropeado. –No importa. Déjalo aquí, déjalo aquí…El campesino me miraba inmóvil y en silencio. Yo lo miraba

también, y sentía por él una irreprimible compasión. Me propuse liberarlo. La luz mortecina de la vela iluminaba su rostro escuálido, arrugado, de cejas hirsutas y ojos tímidos. La muchacha tendióse en el suelo, junto a los pies del preso, y se echó a dormir. Biriuk se quedó sentado, apoyado en la mesa, con la cabeza entre las manos, silencioso.

–Foma Kousmitch – dijo de pronto el campesino, con voz trémula. Foma Kousmitch…

–¿Qué quieres? –Déjame ir…Biriuk no repondió. –Déjame ir… El hambre obliga a las personas a hacer lo

que no quisieran… –Ya te conozco – replicó áspero el guarda -. Sois un hatajo

de ladrones. –Déjame ir… Estoy arruinado y hambriento. –Arruinado. Arruinado… ¿Y robando crees arreglar tu

situación? –Déjame ir, Foma Kousmitch. Ten compasión de mí. Tu

señor me perdonaría. Estoy seguro.Biriuk púsose a mirar el techo. El campesino temblaba como en

un acceso de fiebre. –Por Dios, déjame ir. ¿Quieres que te lo pida llorando? Te

juro que fue el hambre la que me obligó… Los hijos sin pan, la miseria…

–Sí, sí; pero no se debe robar. –El caballo por lo menos. Devuélveme el caballo. Es lo

único que me queda para seguir trabajando. –No puede ser… Además, yo no soy quien… ¿Voy a dejarte

robar a tu capricho?

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–¡Ten piedad de mí!Luego, cambiando de táctica, agregó el campesino: –¿Qué dirá el señor? Pensará que eres una fiera.El guarda bostezó, cruzó los brazos sobre el pecho, y se quedó

meditativo. Continuaba lloviendo a torrentes.De pronto se oyó de nuevo la voz del campesino, pero ahora

trémula de rabia. –Maldito, asesino, ladrón… ¡Mil veces maldito!El guarda lo miró con asombro. –¡A ti, a ti te lo digo, sanguijuela! –¿Estás borracho? ¿Enloqueciste? –¿Borracho? Será del vino que tú me has dado, bandido. –Cuidado con la lengua, ¿eh? –¿Qué me puedes hacer?... Ya nada tengo que perder. Má-

tame si quieres. Morir de hambre o morir a tus manos, me da igual. Morirnos de hambre es lo que nos espera a mí, a mis hijos y a mi mujer. Pero tú tendrás que pagar estas cosas, algún día.

El guarda se levantó amenazador. La muchacha se había desper-tado y miraba con asombro al “mujik”.

–Vamos, Foma – intervine conciliador -, déjalo ya marchar.El campesino seguía gritando. –No, no me callaré. ¡Fiera, asesino! Sólo se muere una vez

y no me importa.Biriuk cogió al preso por un hombro con una de sus terribles ma-

nos que parecían de hierro. Corrí alarmado, en defensa del “mujik”. –Ruégole, señor, que no intervenga – me gritó el guarda,

mirándome también con aire de amenaza.Sin hacerle caso, sinceramente impresionado por la escena, in-

sistí en mi propósito de libertar al desgraciado de sus garras. Pero con gran asombro mío, con una sorpresa que me dejó como petrifi-cado, vi que Biriuk desamarraba al campesino y que, ásperamente, le calaba la boina hasta los ojos. Luego le abrió la puerta de la choza y le dijo:

–Vete al diablo con tu caballo. Mas, ¡ay de ti si te vuelvo a pillar!

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Cerró la puerta, se acercó a un rincón, y poniéndose a remover unos trapos, parecía buscar no se qué.

–No hablemos más de esto, señor, y, sobre todo, no diga nada a nadie. ¿Quiere que lo acompañe? Tenemos lluvia aún para algún tiempo.

Oímos chirriar las ruedas del carro del “mujik”.El guarda murmuró: –Que Dios lo guarde.Media hora después nos separamos en el lindero del bosque. Con

emoción estreché aquellas terribles manos de Biriuk, que temblaban también conmovidas.

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EL CORREDOR VELOZA. N. Afanasiev

En un reino muy lejano, lindando con una ciudad, había un pantano muy extenso; para entrar y salir de la ciudad había que seguir una carretera tan larga que yendo de prisa, se empleaban tres años en bordear el pantano, y yendo despacio se tardaba más de cinco.

A un lado de la carretera vivía un anciano muy devoto que tenía tres hijos, el primero se llamaba Iván; el segundo, Basiliv, y el ter-cero, Simeón. El buen anciano pensó hacer un camino en línea recta a través del pantano, construyendo algunos puentes necesarios, con objeto de que la gente pudiese hacer todo el trayecto tardando sola-mente tres semanas o tres días, según se fuese a pie o a caballo. De este modo harían todos gran economía de tiempo.

Se puso al trabajo con sus tres hijos, y al cabo de bastante tiempo terminó la obra; el pantano quedó atravesado por una ancha carretera en línea recta con magníficos puentes.

De vuelta a casa, el padre dijo a su hijo mayor: -Oye, Iván, ve, siéntate debajo del primer puente y escucha

lo que dicen de mí los transeúntes.Obedeció y se escondió debajo de uno de los arcos del primer

puente, por el que en aquel momento pasaban dos ancianos que de-cían:

-Al hombre que ha construido este puente y arreglado esta carretera, Dios le concederá lo que pida.

Cuando Iván oyó esto salió de su escondite y saludando a los ancianos, les dijo:

-Este puente lo he construido yo, ayudado por mi padre y mis hermanos.

-¿Y qué pides tú a Dios? – preguntaron los ancianos. -Pido tener mucho dinero durante toda mi vida. -Está bien. En medio de aquella pradera hay un roble muy

viejo; excava debajo de sus raíces y encontrarás una gran cueva lle-

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na de oro, plata y piedras preciosas. Toma tu pala, excava y que Dios te dé tanto dinero que no te falte nunca hasta que te mueras.

Iván se fue a la pradera, excavó debajo del roble y encontró una caverna llena de una inmensidad de riquezas en oro, plata y piedras preciosas, que se llevó a su casa.

Al llegar allí, su padre le preguntó: -¿Y qué, hijo, mío, qué es lo que has oído hablar de mí a la

gente?Iván le contó todo lo que había oído hablar a los dos ancianos y

cómo estos le habían colmado de riquezas para toda su vida.Al día siguiente el padre envió a su segundo hijo. Basiliv se sentó

debajo del puente y se puso a escuchar lo que la gente decía. Pasaban por el puente dos viejos, y cuando estuvieron cerca de donde Basiliv se hallaba escondido, éste les oyó hablar así:

-Al que construyó este puente, todo lo que pida a Dios le será concedido.

Salió en seguida Basiliv de su escondite, y saludando a los dos ancianos, les dijo:

-Abuelitos, este puente lo he construido yo con la ayuda de mi padre y de mis hermanos.

-¿Y qué es lo que tú desearías? - le preguntaron. -Que Dios me diese, para toda mi vida, mucho grano. -Pues vete a casa, siega trigo, siémbralo y verás cómo Dios

te dará trigo para toda tu vida.Basiliv llegó a casa, contó al padre lo que le habían dicho, segó

trigo y luego sembró la semilla. En seguida creció tantísimo trigo que no sabía dónde guardarlo.

Al tercer día, el viejo envió a su tercer hijo. Simeón se escondió debajo del puente, y al cabo de un rato oyó pasar a los dos ancianos, que decían:

-Al que hizo este puente y esta carretera, de seguro que Dios le dará todo lo que pida.

Al oír Simeón estas palabras, salió de su escondite y se presentó a los dos hombres, diciéndoles:

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-Yo he construido este puente y esta carretera con la ayuda de mi padre y de mis hermanos.

-¿Y qué es lo que pides a Dios? -Que el zar me acepte como soldado de su escolta. -Pero, muchacho ¿no sabes que esa profesión de soldado

es difícil y pesada? ¡Cuántas lágrimas vas a verter! Pídele a Dios cualquier otra cosa más agradable para ti.

Pero el joven insistió en su propósito diciéndoles: -Ustedes son viejos y, sin embargo, lloran: ¿qué tiene de

particular que llore yo, que soy más joven? El que no llore en este mundo llorará en el otro.

-Ya que te empeñas, sea; nosotros te bendeciremos.Y diciendo esto, pusieron las manos sobre su cabeza, y al instan-

te el joven se convirtió en un ciervo que corría con gran velocidad. Corrió a su casa, y su padre y hermanos, apenas lo vieron, quisieron cazarlo; pero él escapó y se volvió junto a los ancianos, quienes lo transformaron en una liebre. Volvió por segunda vez a su casa, y cuando allí se dieron cuenta de que había entrado una liebre, se echaron sobre ella para cogerla; pero se escapó y se volvió a acercar a los dos viejos, los cuales, por último, lo transformaron en un paja-rito dorado que volaba con gran rapidez. Voló a casa de su familia, y entrando por la ventana, se puso a piar y a saltar en el alféizar. Los hermanos procuraron cogerlo; pero él, con gran ligereza, escapó al campo. Esta vez, cuando el pajarito dorado se arrimó a los dos vie-jos, se transformó en el joven de antes y éstos le dijeron:

-Ahora, Simeón, ve a alistarte en el ejército del zar. Si tu-vieses que ir a algún sitio con gran rapidez, podrías transformarte en ciervo, en liebre o en pájaro, tal como nosotros te hemos enseñado.

Simeón volvió a casa y pidió al padre que le dejase ir a servir al zar como soldado.

-¿Por qué quieres ir a servir al zar, cuando todavía eres joven y aún no tienes experiencia de la vida?

-No, padre, déjame ir, porque es la voluntad de Dios.El padre le dio permiso y Simeón preparó todas sus cosas, se

despidió de su familia y tomó la carretera que iba a la capital. Ca-

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minó muchos días, y al fin llegó; entró en el palacio y se presentó al mismo zar. Se inclinó delante de él y le dijo:

-Mi zar y señor, no te ofendas por mi osadía: quiero servir en tu ejército.

-¡Pero muchacho, tú eres demasiado joven todavía! -Puede que sea demasiado joven e inexperto; pero creo que

podré servirte igual que los demás, y así lo prometo a Dios.El zar consintió y lo nombró su soldado personal.Pasado algún tiempo, un rey enemigo emprendió una guerra san-

grienta contra el zar. Éste empezó a preparar su ejército y quiso dirigirlo en persona. Simeón pidió al zar que lo dejase ir también a él para acompañarle; el zar consintió, y todo el ejército se puso en camino en busca del enemigo.

Caminaron muchos días y atravesaron muchas tierras, hasta que al fin llegaron a enfrentarse con el enemigo. La batalla había de te-ner lugar al cabo de tres días.

El zar pidió que le preparasen sus armas de combate, pero, con la prisa con que se marcharon de la capital, habían dejado olvidados en el palacio la espada y el escudo. ¡El zar, sin sus armas, no quería entrar en batalla para batir al enemigo!

Hizo leer un bando disponiendo que si había alguien que se con-siderase capaz de ir y volver de palacio en tres días para traerle la espada y el escudo, que se presentase. Al que consiguiese traerle sus armas, el zar ofrecía en recompensa darle por esposa a su hija Ma-ría, la cual llevaría como dote la mitad del imperio, y además sería declarado heredero del trono.

Se presentaron varios voluntarios; uno de ellos decía que él po-dría ir y volver en tres años, otro que en dos años, y un tercero que en uno. Entonces Simeón se presentó al zar y le dijo:

-Majestad, yo puedo ir al palacio y traerte tu espada y tu escudo en tres días.

El zar se puso contentísimo, lo abrazó dos veces y escribió en seguida una carta a su hija, en la que disponía que entregarse a su soldado Simeón la espada y el escudo que había dejado olvidados en palacio.

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Simeón cogió el mensaje del zar y se marchó. Cuando estuvo a una legua del campamento se transformó en ciervo y se puso a co-rrer con la rapidez de una flecha. Corrió, corrió y cuando se cansó, se transformó en liebre; continuó así con la misma rapidez, y cuando las patas comenzaron a cansarse se transformó en un pajarito dorado y voló con más rapidez que antes. Un día y medio después llegaba a palacio, donde la zarevna María se había quedado. Se transformó entonces en hombre, entró en palacio y entregó a la zarevna el men-saje del zar. Ésta lo tomó, y después de leerlo preguntó al joven:

-¿De qué modo has podido pasar por tantas tierras en tan poco tiempo?

-Pues así - respondió Simeón.Y transformándose en un ciervo dio, con gran velocidad, unas

carreras por el parque. Después se acercó a la zarevna y descansó la cabeza sobre las rodillas de la joven; ésta cortó con sus tijeritas un mechón de pelo de la cabeza del ciervo. Después Simeón se trans-formó en una liebre y se puso a dar saltos y brincos, cobijándose luego en las rodillas de la zarevna, quien también cortó otro mechón de pelo de la cabeza de la liebre. Por último, se transformó en un pajarito con la cabeza dorada, voló de un lado a otro y se posó sobre la mano de la zarevna María. La joven le arrancó algunas plumitas doradas de la cabeza; cogió los mechones de pelo que había cortado al ciervo y a la liebre y las plumas del pajarito y lo puso todo en un pañuelo, que ató y escondió en su bolsillo. El pajarito esta vez se transformó en el joven de antes.

La zarevna hizo que le diesen de comer y beber y le dio provisio-nes para el camino. Después de entregarle el escudo y la espada del zar, su padre, al despedirse le dio un abrazo, y el joven corredor se marchó al campamento de su zar.

Otra vez se transformó en ciervo; cuando se cansó de correr, en liebre; cuando se cansó de nuevo, en pajarito, y al tercer día vio, ya no lejos, la tienda imperial. Al llegar a la distancia de media legua se transformó en su verdadero ser y se echó en la sombra se un zarzal a la orilla del mar, para descansar un poco del viaje. Puso la espada y el escudo a su lado; pero era tanto el cansancio que tenía, que se durmió al momento.

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Uno de los generales de zar, que por casualidad paseaba por allí, descubrió al corredor dormido; aprovechándose se su sueño, lo tiró al agua, y cogiendo la espada y el escudo fue a la tienda de campaña del zar y le entregó sus armas, diciéndole:

-Señor: he aquí tu espada y tu escudo; yo mismo te los he traído.

El zar, entusiasmado, dio las gracias al general sin acordarse de Simeón. A las pocas horas se entabló la batalla con el enemigo, el resultado de la cual fue una gran victoria para el zar y su ejército.

Al pobre Simeón, cuando calló al mar, lo cogió el zar del mar y lo arrastró a las profundidades de su reino. Vivió con este zar duran-te un año y se puso muy triste.

-¿Qué tienes, Simeón, te aburres aquí? – le preguntó un día el zar del mar.

-Sí, majestad. -¿Quieres ir a la tierra rusa? -Sí quiero, si su majestad lo permite.El Zar lo subió y lo sacó a la orilla durante una noche muy

oscura.Simeón se puso a rezar, diciendo: -¡Dios mío, haz salir el sol! Cuando el cielo empezaba a teñirse de púrpura por levante con la

luz de la aurora, el zar del mar se presentó a Simeón, lo agarró y se lo llevó otra vez a su reino.

Vivió allí otro año, y de la tristeza que tenía estaba siempre llorando. Otra vez le preguntó el zar:

-¿Por qué lloras, muchacho? ¿Te aburres? -Mucho, majestad. -¿Quieres volver a la tierra rusa? -Sí, majestad.Lo cogió y lo dejó a la orilla de mar. Simeón, con lágrimas en los

ojos, rogó al Señor, diciendo: -¡Dios mío, haced que salga el sol!Apenas empezó a teñirse el horizonte, el zar del mar se presentó

como la otra vez, lo cogió y lo arrastró a las profundidades de su reino.

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Pasó el pobre Simeón el tercer año, y estaba tan afligido que no hacía más que llorar todo el día. Un día que estaba más triste que de costumbre, el zar del mar se le acercó y le dijo:

-Pero, ¿Por qué lloras? ¿Te aburres? ¿Quieres volver a la tierra rusa?

-Sí, majestad.Lo sacó por tercera vez fuera del agua y lo dejó a la orilla del

mar. Apenas se encontró Simeón fuera del agua, se puso de rodillas, y con grandísimo fervor rogó así:

-¡Dios mío, tened piedad de mí! Haced que salga el sol.No había tenido tiempo de decirlo, cuando el sol se mostró en

todo su resplandor, iluminando el mundo con sus rayos. Esta vez el zar del mar tuvo miedo a la luz del día y no se atrevió a salir a coger a Simeón, el cual se vio libre.

Se puso en camino hacia su reino, transformándose primero en ciervo, después en liebre, y finalmente en un pajarito, y en poco tiempo llegó al palacio del zar.

En los tres años que habían pasado, el zar llegó con su ejército a la capital de su reino e hizo los preparativos para la boda de su hija con el general embustero, que dijo ser quien había llevado al cam-pamento la espada y el escudo imperiales.

Simeón entró en la sala donde estaban sentados a la mesa María Zarevna, el general y los convidados, y apenas María le vio entrar, lo reconoció y dijo a su padre:

-Padre, permíteme decirte algo muy importante. -Habla, hija mía, ¿qué es lo que quieres? -El general que está sentado a mi lado en la mesa no es mi

prometido. Me verdadero prometido es el joven que acaba de entrar en la sala.

Y dirigiéndose al recién llegado, le dijo: -Simeón, haznos ver cómo fuiste tú el que consiguió llevar

tan velozmente la espada y el escudo.Simeón se transformó en ciervo, corrió por el salón y se paró

cerca de María Zarevna; ésta sacó de su pañuelo el mechón de pelo

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que había cortado al ciervo, y mostrándolo al zar le enseñó el sitio de donde lo había cortado, y le dijo:

-Mira, padre, ésta es una prueba.El ciervo se transformó en liebre, saltó por todas partes y se fue a

echar en el regazo de la zarevna. María mostró entonces el mechón de pelo que había cortado a la liebre.

Se transformó la liebre en un pajarito con la cabeza de oro, y des-pués de volar con gran rapidez por todo el salón vino a posarse en un hombro de la zarevna. Ésta desató el tercer nudo de su pañuelo y mostró al zar las plumitas doradas que había arrancado de la cabeza del pajarito.

Al ver esto, el zar comprendió toda la verdad. Después de escu-char las explicaciones de Simeón, condenó a muerte al general. A María la casó con Simeón y éste fue nombrado heredero del trono.

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LOS BUQUES SUICIDANTES

Horacio Quiroga

Resulta que hay pocas cosas más terribles que encontrar en el mar un buque abandonado. Si de día el peligro es menor, de noche el buque no se ve ni hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro.

Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a favor de las corrientes o del viento, si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo.

No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por su cuenta. Siempre hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Los buques se detienen, por fin, aquí o allá, inmóviles para siempre en ese desierto de algas. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. Pero otros llegan cada día, ocupan su lugar en silencio, de modo que el tranquilo y lúgubre puerto siempre está frecuentado.

El principal motivo de estos abandonos de buques son sin duda las tempestades y los incendios que dejan a la deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares entre las que se puede in-cluir lo acaecido al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de agosto de 1903, y que el 26 de mañana se puso al habla con una corveta, sin acusar novedad alguna. Cuatro horas más tarde, un barco, no obteniendo respuesta, desprendió una chalupa que abordó al María Margarita. En el buque no había nadie. Las camisetas de los marine-ros se secaban a proa. La cocina estaba prendida aún. Una máquina de cocer tenía la aguja suspendida sobre la costura, como si hubiera sido dejada un momento antes. No había la menor señal de lucha ni de pánico, todo en perfecto orden. Y faltaban todos. ¿Qué pasó?

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La noche que aprendí esto estábamos reunidos en el puente. Íba-mos a Europa, y el capitán nos contaba su historia marina, perfecta-mente cierta, por otro lado.

La concurrencia femenina, ganada por la sugestión del oleaje susurrante, oía estremecida. Las chicas nerviosas prestaban, sin que-rer, inquieto oído a la ronca voz de los marineros en proa. Una seño-ra muy joven y recién casada se atrevió:

-¿No serán águilas…?El capitán se sonrió bondadosamente: -¿Qué, señora? ¿Águilas que se lleven a la tripulación?Todos se rieron, y la joven hizo lo mismo, un poco avergonzada.Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosa-

mente. Durante el viaje había sido un excelente compañero, admi-rando por su cuenta y riesgo, y hablando poco.

-¡Ah! ¡Si nos contara, señor! – suplicó la joven de las águilas. -No tengo inconveniente- asintió el discreto individuo -.

En dos palabras: En los mares del Norte, como el María Margarita del capitán, encontramos una vez un barco a vela. Nuestro rumbo – viajábamos también a vela – nos llevó casi a su lado. El singular aire de abandono que no engaña en un buque llamó nuestra atención, y disminuimos la marcha observándolo. Al fin desprendimos una chalupa; a bordo no se halló a nadie, y todo estaba también en perfecto orden. Pero la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo que no sentimos mayor impresión. Aun nos reímos un poco de las famosas apariciones súbitas. Ocho de nuestros hombres quedaron a bordo para el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos en conserva. Al anochecer, aquél nos tomó un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre el puente. Desprendióse de nuevo la chalupa, los que fueron recorrieron en vano el buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de su lugar. El mar estaba absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún una olla con papas.

Como ustedes comprenderán, el terror supersticioso de nuestra gente llegó a su colmo. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas a bordo, mis nuevos compañeros

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se decidieron a beber para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda, y a la hora la mayoría cantaba ya.

Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro, la brisa cesó y las velas cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó en un cabo arrollado y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después dejó la camiseta en el rollo, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir el ruido, los otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. Pero enseguida parecieron olvidarse del incidente, volviendo a la apatía común.

Al rato, otro se desperezó, restregóse los ojos caminando, y se tiró al agua. Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban en el hombro.

-¿Qué hora es? -Las cinco – respondí. El viejo marinero que me había hecho

la pregunta me miró desconfiado, con las manos en los bolsillos. Miró largo rato mi pantalón, distraído. Al fin se tiró al agua.

Los tres que quedaban, se acercaron rápidamente y observaron el remolino. Se sentaron en la borda, silbando despacio, con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el puente, cansado. Los otros desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último de todos se levantó, se compuso la ropa, apartóse el pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua.

Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en un sonambulismo moroso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al agua, los otros se volvían momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para olvidarse enseguida. Así, habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los demás buques. Esto es todo.

Nos quedamos mirando al raro hombre con explicable curiosidad. -¿Y usted no sintió nada? – le preguntó mi vecino de camarote.

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-Sí; un gran desgano y obstinación de las mismas ideas; pero nada más. No sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo es éste: en vez de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía, como deben de haber hecho todos, y aún los marineros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy semejante ha pa-sado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre, que noche a noche se ahorcaban.

Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Poco después el narrador se retiraba a su camarote. El capitán lo siguió un rato de reojo.

-¡Farsante! – murmuró. -Al contrario – dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a

su tierra -. Si fuera farsante no habría dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado también al agua.

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LOS PRIMEROS HOMBRES

Howard Fast

Por correo aéreoCalcuta, India

4 de noviembre de 1945

Señora Jean ArbalaidWashington D. C.

Mi querida hermana:La encontré. La ví con mis propios ojos, y descubrí así la utilidad de mi vida: investigar allende los mares los caprichos antropológi-cos de mi hermana. Algo, en todo caso, superior al aburrimiento. No deseo volver a casa y no daré explicaciones. Soy un neurótico, un inestable, un hombre sin rumbo. Obtuve mi licencia absoluta en Karachi, como sabes, y me hace muy feliz ser un ex GI y un turista, pero me bastaron solamente unas pocas semanas para aburrirme de la distracción. Me alegró mucho, por lo tanto, que me encomendaras una misión. Y la misión ha sido cumplida.

Podía haber sido más excitante. En verdad la breve noticia de la Associated Press que me enviaste era completamente exacta. El vi-llorio de Chunga está en Assam. Fui allá en avión, en tren de trocha angosta y en carro de bueyes; un viaje bastante agradable en esta época del año en que el calor ya ha bajado la cabeza. Allí vi a la muchacha, que tiene ahora catorce años de edad.

Conoces la India, y sabes que los catorce años son una edad adul-ta para una muchacha en estas partes del mundo; la mayoría se ha casado ya a los diez. Y no hay problema acerca de la edad. Hablé extensamente con los padres, quienes identificaron a la niña por dos marcas de nacimiento muy claras. Los parientes y otros habitantes de la aldea certificaron la identificación; todos recordaron las mar-

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cas de nacimiento. Circunstancia muy poco rara y muy poco notable en estas pequeñas aldeas.

La niña se perdió a los ocho meses de edad; una historia común: los padres trabajan en el campo, dejan a la criatura en el suelo, y la criatura desaparece. No puedo decir si andaba o no a gatas a esa edad; en todo caso era una niña sana, vivaracha y curiosa, en esto están todos de acuerdo.

Nunca sabremos cómo fue la niña a vivir entre los lobos. Pro-bablemente se la llevó una hembra que había perdido a sus crías. Es la historia más probable, ¿verdad? Este no es el lupus de la variedad europea, sino el pallipes, su primo local; un animal, sin embargo, respetable por su tamaño y sus maneras, y con el que no es agradable tropezar en una noche oscura. Hace dieciocho días, cuando encontraron a la niña, los aldeanos tuvieron que matar cinco lobos para llevársela, y ella misma luchó como un demonio escapado del infierno. Había vivido como una verdadera loba durante trece años.

¿Se conocerá alguna vez la historia de esa vida lobuna? No lo sé. En la práctica la niña es una loba. No se sostiene erguida y no es posible corregirle la curvatura de la espina dorsal. Corre en cuatro patas y tiene los nudillos cubiertos de gruesos callos. Tratan de que emplee las manos para asir y tomar, pero sin éxito. Se arranca los vestidos que le ponen, cualesquiera que sean, y hasta ahora no ha podido comprender el significado del lenguaje, y mucho menos hablar. El antropólogo hindú Sumil Gojee ha estado trabajando en el caso la semana pasada, y tiene pocas esperanzas de que alguna vez sea posible comunicarse realmente con ella. De acuerdo con nuestro modo de ver y medir las cosas es una idiota total, una imbécil infantil, y es probable que siga siéndolo durante el resto de su vida.

Por otra parte, tanto el profesor Gojee como el doctor Chalmers, funcionario de sanidad del gobierno, quien vino de Calcuta para examinar a la criatura, están de acuerdo en que no existen elementos físicos o hereditarios que expliquen ese estado mental, pues no hay deformación en la zona craneana, ni antecedentes de imbecilidad en la familia. Todos los habitantes de la aldea atestiguan la normalidad, y en verdad la vivacidad y la lucidez que ella mostraba cuando era

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pequeña; y el profesor Gojee subraya que para sobrevivir a trece años de vida entre los lobos son necesarias sin duda una inteligencia y una adaptabilidad notables. La niña responde muy bien a las pruebas de acción refleja, y neurológicamente parece estar sana. Es fuerte – más de lo que corresponde a una niña de trece años de edad -, resistente, rápida de movimientos, y tiene un olfato y un oído increíblemente desarrollados.

El profesor Gojee ha examinado antecedentes de dieciocho casos análogos registrados en la India en los últimos cien años, y dice que en todos el niño recuperado era idiota, desde nuestro punto de vista, o un lobo, considerado objetivamente. Señala que sería incorrecto llamar a esta niña idiota o imbécil, como no podemos llamar idiota o imbécil a un lobo. La niña es una loba, quizá una loba muy superior, pero loba de todos modos.

Estoy preparando un informe mucho más completo sobre todo este asunto. Entretanto, esta carta resume los hechos pertinentes. En cuanto al dinero, estoy bien provisto, en verdad, con los mil cien dólares que gané a los dados. Cuídate, cuida de tu brillante marido, y cuida del Servicio de Salud Pública.

Cariños y besosHarry

Por cableHarry Felton

Hotel EmpireCalcuta, India.

10 de noviembre de 1945.

No es capricho, Harry, sino algo realmente serio. Felicitaciones. Caso análogo en Pretoria. Hospital General, doctor Félix Vanott. Todo arreglado con transporte aéreo.

Jean Arbalaid

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Por correo aéreoPretoria, Unión Sudafricana

15 de noviembre de 1945

Señora Jean ArbalaidWashington D. C.

Mi querida hermana:Sois evidentemente muy expeditivos, tú y tu marido, y desearía sa-ber si esta cualidad puede atribuirse, en parte al menos, a la edad cándida en que estáis ahora. Supongo que podréis decírmelo a su debido tiempo. Pero en todo caso vuestras prioridades son respeta-das. Me llevé por delante a todo un coronel y no tardé en dirigirme rápidamente al África del Sur, hermoso país de clima agradable, y, estoy seguro, de gran porvenir.

Vi al muchacho, al que tienen todavía en el Hospital General de esta ciudad, y pasé una noche con el doctor Vanott y una joven y bastante atractiva dama cuáquera, la señorita Gloria Oland, antropó-loga que trabaja entre los bantúes preparando su doctorado. Como ves, podré aportar cierta cantidad de material básico, que crecerá cuando desarrolle mis relaciones con la señorita Oland.

Superficialmente, el caso se parece mucho al de Assam. Allí era una niña de catorce años; aquí un bantú de once. A la niña la criaron los lobos; el niño ha sido criado por los mandriles, y lo rescató un cazador blanco llamado Archway, un tipo fuerte y silencioso, salido directamente de Hemingway. Por desgracia, Archway tiene un tem-peramento desagradable y no le gustan los niños, y cuando el mu-chacho lo mordió, lo que es comprensible, casi lo mata a latigazos. “Lo domó”, como dice él.

Pero en el hospital el niño ha recibido la mejor atención y un afecto razonable aunque científico. No hay modo de dar con la pis-ta de sus padres, pues los mandriles de Basutolandia son grandes viajeros, y quién sabe dónde lo habrán recogido. La edad que se le atribuye es una conjetura médica, pero una conjetura razonable. No hay dudas en cambio de su origen bantú. Es hermoso, de brazos y

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piernas largos, muy fuerte, y no tiene señales de lesión craneana. Pero como la muchacha de Assam, y desde nuestro punto de vista, es idiota e imbécil.

En otras palabras: es un mandril. Habla como un mandril. Se di-ferencia de la muchacha en que es capaz de utilizar las manos para tomar y examinar las cosas, y muestra una curiosidad más activa; pero esto, me asegura la señorita Oland, es lo que distingue a un lobo de un mandril.

También en él la curvatura de la espina dorsal es permanente; anda a cuatro patas como los mandriles y en el dorso de los dedos y las manos tiene gruesos callos. Se arrancó las ropas la primera vez que lo vistieron, y luego las aceptó, pero también eso es caracterís-tico del mandril. La señorita Oland tiene la esperanza de que podrá aprender a hablar, al menos de modo rudimentario, pero el doctor Vanott no está muy seguro. He de anotar, incidentalmente, que en los dieciocho casos de que habla el profesor Gojee no hubo uno solo donde se aprendiera el lenguaje humano más allá de sus elementos básicos.

Así le ocurrió al héroe de mi infancia, Tarzán de los Monos, y así les ocurre a las nobles bestias. Pero hay aquí una idea terrible. ¿Cuál es entonces la esencia del hombre? Las personas cultas del lugar han tratado de explicarme que el hombre es hechura de su pensamiento, y que su pensamiento está formado en medida muy grande por su medio ambiente; y que el proceso del pensamiento – o ideación, como ellos lo llaman – se basa en las palabras. Sin las palabras, el pensamiento es un simple proceso de imágenes, de nivel animal, que excluye todos los conceptos abstractos, incluso los más primi-tivos; o sea que el hombre no puede hacerse hombre por sí solo: es el resultado de otros hombres y de la totalidad de la sociedad y la experiencia humanas.

El hombre criado por lobos es un lobo y el criado por los man-driles un mandril. Una verdad inexorable, ¿no es así? Mi cabeza se ha convertido en un hervidero de toda clase de ideas, algunas de ningún modo agradables. Mi querida hermana, ¿qué estáis urdiendo ahora tú y tu marido? ¿No es hora de bajar los puentes y contarle

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todo al viejo Harry? ¿O queréis que vaya a reventar al Tibet? Estoy dispuesto a hacer todo lo que desees, pero con preferencia algo que sea económicamente útil.

Te quiere siempreHarry

Por correo aéreoWashington D. C.

27 de noviembre de 1945

Señor Harry FeltonPretoria, Unión Sudafricana

Querido Harry:Eres un hermano noble y amable, y además muy perspicaz. Y tam-bién muy querido. Mark y yo deseamos que nos hagas un trabajo que te permitirá correr de un lado a otro por la faz de la tierra, y en el que además se te pagará. Pero no podríamos convencerte sin divulgar los oscuros secretos de nuestra tarea; al fin nos hemos de-cidido tomando en cuenta tu carácter recto y digno de confianza. Sin embargo parecería que el correo es menos de confianza, y como trabajamos con el ejército, que tiene una tendencia constitucional al secreto máximo y otras tonterías parecidas, la información te llegará vía valija diplomática. Cuando recibas ésta considérate empleado; se te pagarán los gastos de manera razonable, y ocho mil más al año por menos trabajo que indulgencia.

No te muevas pues, por favor, de tu hotel en Pretoria hasta que llegue la valija. No tardará más de diez días. Por supuesto, te avisa-remos.

Cariño, afecto y respetoJean

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Por valija diplomáticaWashington D. C.

5 de diciembre de 1945Señor Harry FeltonPretoria, Unión Sudafricana.

Querido Harry: Considera esta carta como el esfuerzo conjunto de Mark y tu hermana. También compartimos las conclusiones. Acéptala asimismo como un documento verdaderamente muy serio.

Tu sabes que durante los últimos veinte años los dos nos hemos interesado mucho en la psicología infantil y el desarrollo de los niños. No es necesario pasar revista a nuestra carrera o a nuestra experiencia en el Servicio de Salud Pública. Nuestro trabajo durante la guerra, como parte del programa infantil, nos llevó a una teoría interesante que decidimos investigar. El jefe del servicio nos permitió que nos dedicáramos por entero al proyecto, y recientemente nos concedieron una cantidad importante de los fondos militares.

Ahora hablaremos de la teoría, que no ha dejado de ser puesta a prueba, como sabes. Brevemente, pero con dos décadas de trabajo práctico como base: Mark y yo hemos llegado a la conclusión de que en las filas del Homo Sapiens fermenta una raza nueva. Lláma-los más-que-hombres, o como gustes. No son recién venidos; han estado produciéndose durante centenares y quizá millares de años. Pero están atrapados y moldeados por el medio ambiente humano tan cierta e implacablemente como tu muchacha de Assam estaba atrapada entre lobos y tu muchacho bantú entre los mandriles.

Dicho sea de paso, tus casos no son únicos. Tenemos informes fidedignos de siete casos análogos, uno en Rusia, dos en Canadá, dos en la América del Sur, uno en el África Occidental, y sólo para disminuirnos uno en los Estados Unidos. La historia y las leyendas populares hablan además de trescientos once casos análogos en un período de catorce siglos. En la Alemania del siglo XIV, según el folio manuscrito del monje Huberco, hubo cinco casos que él dice haber observado. En todos, en los siete atestiguados por personas

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que viven actualmente, y en todos menos dieciséis de los conocidos de oídas, el resultado es, con mayor o menor precisión, el que tú mismo has visto y descrito: el niño criado por el lobo es un lobo.

Nuestro trabajo nos lleva a una conclusión paralela: el niño cria-do por el hombre es un hombre. Si el más-que-hombre existe, está atrapado y enjaulado tan seguramente como cualquier niño humano criado por animales. Nuestra proposición es que existe.

¿Por qué creemos que existe ese super-niño? Hay muchas razo-nes, pero no tiempo ni espacio para entrar en detalles. Sin embargo, dos de las razones son muy convincentes. En primer lugar sabemos de varios centenares de hombres y mujeres que cuando eran niños tenían un cociente intelectual de 150 o más. A pesar de ese enorme potencial intelectual, menos del diez por ciento ha triunfado en la carrera elegida. Otros tantos, aproximadamente fueron clasificados como enfermos mentales sin remedio. Alrededor del catorce por ciento ha necesitado o necesita auxilio médico en relación con la sa-lud mental. El seis por ciento se ha suicidado, el uno por ciento está en la cárcel, el veintisiete por ciento ha tenido uno o más divorcios, el diecinueve por ciento pertenece a la categoría de fracasados cró-nicos, y los demás poco se distinguen. Todos los cocientes intelec-tuales ha disminuido, en una suave curva, en relación con la edad.

Como la sociedad no ha dado verdaderas posibilidades a semejante mentalidad, no sabemos realmente cómo podría desarrollarse. Sin embargo, podemos permitirnos una hipótesis, y suponer que esa mentalidad ha sido reducida a una especie de idiotez, una idiotez a la que llamamos normalidad.

Hay una segunda razón. Sabemos que el hombre utiliza sólo una parte minúscula de su cerebro. ¿Qué le impide utilizar el resto? ¿Por qué le ha dado la naturaleza un equipo que no puede emplear? ¿O la sociedad no le ha permitido que eche abajo sus propias barreras?

He aquí, en resumen, dos razones. Pero créeme, Harry, que hay muchas más. Nos bastaron para que algunos funcionarios del go-bierno, tercos y sin imaginación, entiendan que merecemos tener la oportunidad de liberar al superhombre. Por supuesto, la historia ayuda, a su manera vil. Parecería que estamos iniciando otra guerra,

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con Rusia esta vez, una guerra fría, como ya la llaman algunos. Y entre otras cosas será una guerra de inteligencia, mercadería que escasea bastante, como algunos de nuestros gigantes mentales han admitido francamente. Consideran a nuestro más-que-hombre como un arma secreta, diablillos que se aparecerán con rayos mortales y bombas superatómicas cuando llegue el momento. Bueno, dejémos-lo. No se puede esperar que un proyecto semejante tenga un patroci-nio desinteresado. Lo importante es que Mark y yo hemos quedado a cargo de la aventura –millones de dólares, máxima prioridad- y de todos los trabajos. Pero, no obstante, secreto total. No te lo repetiré nunca bastantes veces.

Bien, ahora nuestro trabajo, si deseas conocerlo. Se desarrolla paso a paso. Primer paso, Berlín, 1937. Allí vivía un profesor llama-do Hans Goldbaum, medio judío, jefe del Instituto de Terapéutica Infantil. Publicó una pequeña monografía sobre las pruebas de inte-ligencia en los niños y pretendía poder determinar el cociente de in-teligencia de un niño en su primer año de vida, en el período anterior al uso de la palabra, lo que nos parece verosímil. Presentaba algunas tablas impresionantes de cálculos y estimaciones y subsiguientes re-sultados comprobados, pero no conocemos tanto su método como para poder practicarlo nosotros mismos. En otras palabras, necesita-mos la ayuda del profesor Goldbaum.

En 1937 desapareció de Berlín. En 1943 se supo que vivía en Ciudad del Cabo, y luego nada más. Te incluyo la última dirección. Ve a Ciudad del Cabo, querido Harry (hablo yo, no Mark). Si se ha ido, búscalo y encuéntralo. Si ha muerto, infórmanos inmedia-tamente.

Por supuesto, aceptarás el trabajo. Te queremos y necesitamos tu ayuda.

Jean

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Por correo aéreoCiudad del Cabo, Unión Sudafricana

20 de diciembre de 1945

Señora Jean ArbalaidWashington D. C.

Querida hermana:¡Que ideas absurdas! Si es esa nuestra arma secreta, estoy dispuesto a arrojar la toalla ahora mismo. Pero un trabajo es un trabajo.

Me costó una semana seguir la pista del profesor a través de Ciudad del Cabo, sólo para descubrir que se había ido a Londres en 1944. Evidentemente, lo necesitaban allí. Salgo en seguida para Londres.

CariñosHarry

Por valija diplomáticaWashington D. C.

26 de diciembre de 1945Señor Harry FeltonLondres, Inglaterra

Querido Harry: Esto es muy serio. Ya habrás encontrado al profesor, y creemos que a pesar de tus protestas de idiotez, tienes bastante juicio como para apreciar el valor de tus métodos. Véndele esta aventura. ¡Véndesela! Le daremos lo que pida, y queremos que trabaje con nosotros, el tiempo que desee.

En resumen, he aquí lo que vamos a hacer. Nos han asignado una zona de ocho mil acres en el norte de California, y estableceremos ahí un ambiente natural, bajo custodia y protección militares. Al comienzo el mundo exterior estará totalmente excluido. Será un ambiente vigi-lado, y cerrado.

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Dentro de ese medio ambiente nos proponemos llevar a cuarenta niños a la madurez, a una madurez que dará por resultado el más-que-hombre.

En cuanto a los detalles de ese ambiente… bueno, pueden esperar. El problema inmediato es los niños. De los cuarenta, se conseguirán diez en los Estados Unidos; los otros treinta los encontrarás tú y el profesor… en otros países.

La mitad tienen que ser varones; queremos que sea igual el nú-mero de niños y niñas. La edad oscila entre los seis y nueve meses y todos han de mostrar indicios de un cociente intelectual muy alto, es decir, si el método del profesor sirve realmente.

Necesitamos cinco grupos raciales: caucásico, hindú, chino, ma-layo y bantú. Por supuesto, estos grupos son bastante vagos, y tú tienes aquí cierta amplitud de elección. Las seis criaturas caucásicas serán europeas. Te sugerimos dos tipos nórdicos, dos de la Europa Central y dos mediterráneos. La misma selección se podría hacer en las otras zonas.

Pero entiéndelo bien: nada de embrollos policiales, nada de OSS, nada de raptos. Por desgracia, el mundo abunda en huérfanos de guerra y en padres bastante pobres y desesperados como para estar dispuestos a vender a sus hijos. Cuando necesites a un niño y se pre-sente esa situación, ¡compra! El precio no es un inconveniente. Yo no me mostraré excesivamente sentimental ni escrupulosa. A esos niños se les amará y apreciará, y si compras alguno piensa que le das vida y esperanza.

Cuando encuentres un niño infórmanos inmediatamente. Habrá transporte aéreo a tu disposición, y contaremos con amas de leche y no descuidaremos ningún problema relacionado con la atención del niño. Dispondrás además de ayuda médica inmediata. Por otra parte, queremos niños sanos, dentro de las condiciones de sanidad generales de la zona.

Que tengas suerte. Dependemos de ti y te queremos. Y feliz Navidad.

Jean

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Por valija diplomáticaCopenhague, Dinamarca

4 de febrero de 1946Señora Jean ArbelaidWashington D. C.

Querida Jean:Creo haber comprendido vuestro tonto secreto máximo y vuestras enfermedades clasificadas, y he estado esperando un día libre y una valija diplomática para resumir mis diversas aventuras. Por mis cablegramas “cautelosos” sabéis que el profesor y yo hemos hecho una excursión de Cook por el mercado mundial de bebés. Mi querida hermana, estos atracones de compras no me sientan muy bien. Sin embargo, di mi palabra y la cumplo. Terminaré el trabajo y adiós.

De paso, supongo que si no recibo otras instrucciones he de se-guir enviando mis comunicaciones a Washington, aunque ya hayáis instalado vuestro “ambiente”, como lo llamáis.

No hubo gran dificultad para encontrar al profesor. Fui al Mi-nisterio de Guerra de uniforme –he adquirido desde entonces un excelente vestuario británico- y con todas las credenciales imagina-rias que me proporcionasteis tan amablemente. Como ellos dicen, se tuvo toda clase de cortesías con el mayor Harry Felton, pero yo me siento mejor con ropas civiles. En fin, el profesor trabajaba en un proyecto a favor de la infancia, y vivía entre las ruinas del East End, que quedó muy destrozado. Es un hombrecillo asombroso y me he encariñado mucho con él. Por su parte, él aprende poco a poco a tolerarme.

Lo invité a comer. Tú eres la palanca que mueve su vida, mi querida hermana. Yo no tenía idea de lo famosa que eres en ciertos círculos. El profesor me miraba con un temor reverente, sólo porque tenemos los mismos padres.

Luego le lancé mi discurso, todo él, sin tapujos. Yo esperaba que tu reputación se desmoronara allí mismo, pero no. Goldbaum me escuchó con la boca, los oídos y todas las fibras de su ser. Sólo me interrumpió para interrogarme acerca de la muchacha assamesa

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y el muchacho bantú, y las suyas fueron preguntas muy agudas y minuciosas. Cuando terminé, se limitó a menear la cabeza, no en desacuerdo, sino excitado y complacido. Le pregunté entonces qué pensaba de todo eso.

-Necesito tiempo –contestó-. Esto es algo que hay que digerir. Pero la idea es admirable, audaz y admirable. El razonamiento bá-sico no es tan nuevo. Yo mismo lo he pensado, como otros muchos antropólogos. Pero poner en práctica esa idea, joven… ¡Ah, su her-mana es una mujer maravillosa y notable!

Así eres, hermana. Yo golpeé antes que el hierro se enfriara y le dije entonces que tú deseabas y necesitabas su ayuda, en primer lugar para encontrar a los niños, y luego para trabajar en el “ambiente”.

-El ambiente – dijo él -, como usted comprenderá, es fundamen-tal, fundamental. ¿Pero cómo cambiar el ambiente? El ambiente es algo total, el edificio entero de la sociedad humana, auto-engañada y supersticiosa y enferma e irracional, y alimentada por leyendas, fantasías y espectros. ¿Quién puede cambiar eso?

Y continuó así. Mi antropología es apenas aceptable, pero he leído todos tus libros. Y si mis respuestas no fueron muy precisas en ese terreno, él alcanzó a sonsacarme una descripción aproximadamente completa de Mark y de ti. Luego dijo que pensaría en el asunto. Nos citamos para el día siguiente; me explicaría entonces su método para determinar la inteligencia de los bebés.

Nos reunimos al otro día y el hombre explicó sus métodos. Insistió mucho en que él no comprobaba, sino que más bien de-terminaba, con un amplio margen para el error. Años antes, en Alemania, había confeccionado una lista de cincuenta características que había observado en ciertos bebés. Luego, a medida que estos niños fueron creciendo, los sometió regularmente a exámenes comunes, comparando los resultados con las observaciones originales. Sacó así ciertas conclusiones que puso a prueba una y otra vez durante los siguientes quince años. Incluyo un artículo inédito en el que da mayores detalles. Baste decir que me convenció de la validez de sus métodos. Luego observé cómo examinaba a ciento cuatro

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niños británicos, para llegar a nuestra primera elección. Jean, es un hombre notable e inteligente.

Al tercer día accedió a colaborar en el proyecto. Pero me dijo muy gravemente lo siguiente, que transcribo con la mayor exactitud:

-Usted debe decirle a su hermana que no he tomado esta decisión a la ligera. Tenemos que habérnoslas con almas humanas y quizás incluso con el destino humano. Este experimento puede fracasar, pero si tiene éxito puede ser el acontecimiento más im-portante de nuestro tiempo, todavía más importante y de mayores consecuencias que la guerra pasada. Y le dirá algo más. Yo tenía una esposa y tres hijos, y los mataron porque una nación de hom-bres se había convertido en una nación de bestias. Yo vi eso, y no hubiera sobrevivido si no hubiese creído siempre que lo que puede convertirse en un animal puede también convertirse en un hombre. No somos ni una ni otra cosa. Pero si hemos de crear al hombre, seamos humildes. Somos la herramienta, no el artífice, y si tenemos éxito seremos menos que el resultado de nuestro trabajo.

Así es tu hombre, Jean, y, como he dicho, todo un hombre. He transcrito sus palabras al pie de la letra. Habla también mucho de la cuestión del ambiente, y de la prudencia, el juicio y el amor que se necesitan para crearlo. Convendría, me parece, que me enviases al menos unas pocas palabras acerca de esta cuestión.

Te hemos mandado ya cuatro bebés. Mañana saldremos para Roma y de Roma iremos a Casablanca.

Pero estaremos en Roma por lo menos dos semanas, y podría recibir allí carta tuya.

Más seriamente, y no muy tranquiloHarry

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Por valija diplomáticaVía Washington D. C.11 de febrero de 1946

Señor Harry FeltonRoma, Italia

Querido Harry: Sólo unos pocos hechos. Nos han impresionado tremendamente tus reacciones ante el profesor Goldbaum, y esperamos ansiosamente que se una a nosotros. Entretanto, Mark y yo hemos trabajado día y noche en la organización del ambiente. En términos muy generales, he aquí lo que proyectamos.

Una cerca de alambre rodeará la zona –los ocho mil acres-, y el ejército montará guardia. Dentro de la zona crearemos un verdadero hogar. Habrá entre treinta y cuarenta maestros, o padres de grupo. Sólo aceptamos parejas casadas amantes de los niños y que deseen dedicarse por entero a esta empresa. No es necesario decir que han de tener también otras cualidades.

En la creencia de que en algún momento de la evolución del hombre civilizado algo anduvo mal, adaptaremos la forma prehistó-rica del casamiento de grupo. Esto no quiere decir que cohabitare-mos indiscriminadamente, pero a los niños se les hará entender que la paternidad es conjunta, que todos somos sus madres y padres, no por la sangre, sino por el amor.

Les enseñaremos la verdad, y cuando no conozcamos la verdad, no enseñaremos. No habrá mitos, ni leyendas, ni mentiras, ni su-persticiones, ni religiones, ni dogmas. Enseñaremos el amor y la cooperación, y daremos amor y seguridad en abundancia. También les enseñaremos el conocimiento de la humanidad.

Durante los primeros nueve años regiremos el ambiente por completo. Escribiremos los libros que ellos leerán y modelaremos la historia y las circunstancias de acuerdo con las necesidades de los niños. Luego los niños conocerán el mundo tal y como es. ¿Parece esto demasiado sencillo y demasiado presuntuoso? Es lo único que podemos hacer, Harry, y creo que el profesor Goldbaum

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lo comprenderá muy bien. Nunca se ha hecho nada parecido por los niños.

Buena suerte a los dos. Tus cartas dan la impresión de que estuvieras cambiando, Harry. Y nosotros mismos sentimos en nuestro interior un curioso proceso de cambio. Te hablo de esta tarea y de pronto todo me parece demasiado obvio. Nos limitamos a tomar un grupo de niños muy bien dotados y proporcionarles conocimientos y amor. ¿Basta esto para llegar a la parte del hombre no utilizada y desconocida? Bueno, ya lo veremos. Tráenos los niños, Harry, y ya lo veremos.

CariñosJean

A comienzos de la primavera de 1965, Harry Felton llegó a Was-hington y fue directamente a la Casa Blanca. Acababa de cumplir los cincuenta; era un hombre alto y de aspecto agradable, algo en-corvado, con el cabello entrecano. Como presidente de la Board of Shipways, Inc. – una de las casas importadoras y exportadoras más importantes de los Estados Unidos - merecía cierta deferencia y res-peto por parte de Eggerton, que era entonces secretario de Defensa. En todo caso Eggerton, nada tonto, no cometió el error de tratar de intimidar a Felton.

Al contrario, lo recibió amablemente, y los dos hombres se sentaron a solas en un cuarto de la Casa Blanca, brindaron mutuamente por su buena salud, y conversaron sobre diversos temas.

Eggerton suponía que Felton podía saber por qué lo habían llamado a Washington.

-No puedo decir que lo sé - contestó Felton. -Tiene usted una hermana notable. -Me he dado cuenta hace mucho tiempo – sonrió Felton. -Son ustedes también muy reservados, señor Felton – obser-

vó el secretario -. Parece que ni siquiera sus parientes más cercanos han oído hablar del más-que-hombre. Una cualidad recomendable.

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-Quizás sí y quizás no. Ha pasado mucho tiempo. -¿De veras? ¿Entonces, no ha tenido noticias de su hermana

últimamente? -Desde hace casi un año. -¿Y eso no lo alarma? -¿Debería alarmarme? No, no me alarma. Mi hermana y

yo somos muy íntimos, pero en su proyecto no hay mucho lugar para las relaciones sociales. Ya anteriormente hubo largos períodos en que yo no tenía noticias de ella. No somos muy aficionados a escribir cartas.

-Comprendo. -¿Debo pensar que es ella el motivo de mi venida? -Sí. -¿Está bien? -Parece que sí – dijo Eggerton tranquilamente. -Entonces, ¿qué puedo hacer por ustedes? -Ayudarnos, si lo desea – contestó Eggerton con la misma

tranquilidad -. Le contaré, señor Felton, y luego quizá pueda usted ayudarnos.

-Quizá. -En cuanto al proyecto, usted sabe tanto como cualquie-

ra de nosotros, acaso más, pues intervino en él desde un principio. Entenderá por lo tanto que a un proyecto como ese hay que tomarlo muy en serio, o tomarlo completamente a risa. Hasta ahora le ha costado al gobierno once millones de dólares, y eso no es muy gra-cioso. Ahora bien, usted sabe que la parte original del proyecto era su exclusividad. El término se empleó de modo deliberado y especí-fico. El éxito dependía, parece, de la creación de un ambiente único y exclusivo, y convenimos por lo tanto en no enviar observadores a la zona reservada en un período de quince años. Por supuesto, en esos quince años se realizaron muchas conferencias con Mark Arbalaid y su señora, y con algunos de sus compañeros, entre ellos el doctor Goldbaum. Pero fuera de esas conferencias sólo recibimos algunos informes acerca de la marcha de la empresa en general. Se nos insinuó que los resultados eran satisfactorios y excitantes, pero

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muy poco más. Nosotros hicimos honor a nuestra parte en el con-venio, y al final del período de quince años le dijimos a su hermana y su marido que era tiempo de enviar una comisión de observado-res. Pidieron una ampliación del plazo – como esencial para el buen éxito de todo el programa - y se mostraron bastante elocuentes. Les concedimos tres años más. Hace unos meses terminó ese nuevo pe-ríodo de tres años. La señora Arbalaid vino a Washington y solicitó una nueva ampliación. Nos negamos, y ella accedió entonces a que nuestros observadores entraran a la zona reservada diez días des-pués. Y regresó a California.

Eggerton hizo una pausa y miró a Felton inquisitivamente. -¿Y qué descubrieron ustedes? -¿No lo sabe? -Me temo que no. -Pues bien – dijo el secretario lentamente -, me siento un

poco tonto cuando lo pienso, y también asustado. Pero cuando lo digo, me siento principalmente tonto. Fuimos allá y no encontramos nada.

-¡Oh! -No parece usted muy sorprendido, señor Felton. -Nada de lo que hace mi hermana me ha sorprendido nunca

realmente. ¿Quiere usted decir que la zona reservada estaba vacía, sin nadie?

-No, señor Felton. Desearía poder decírselo, desearía decirle que aquello era humano y natural, desearía creer que su hermana y su marido son dos estafadores inteligentes e inescrupulosos que le sacaron al gobierno once millones de dólares. Sería algo consolador, comparado con la realidad. No sabemos si la zona reservada está o no está vacía, señor Felton, porque la zona reservada no está allí.

-¿Cómo? -Exactamente. La zona reservada no está allí. -Vamos – dijo Felton sonriendo -, mi hermana es una mujer

notable, pero no puede irse con ocho mil acres de tierra. No está de acuerdo con su carácter.

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-No me parece gracioso su humorismo, señor Felton. -No, claro que no. Lo siento. Pero la cosa no tiene sentido.

¿Cómo es posible que ocho mil acres de tierra no estén donde estaban? ¿No dejaría eso un gran agujero?

-Si los diarios se enteraran, el agujero sería todavía más grande, señor Felton.

-¿Por qué no me explica? -Trataré, no de explicar, sino de describir. La zona está

en el bosque nacional de Fulton; una zona quebrada, con lomas y pinos gigantescos, de forma de riñón. Había una cerca de alambre, con guardias armados en todos los accesos. Fui allá con nuestros inspectores, el general Meyers, dos médicos castrenses, Gorman, el psiquiatra, el senador Totenwell de la Comisión de Servicios Armados, y Lydia Gentry, la educadora. Cruzamos la región en avión y recorrimos las sesenta millas finales hasta la zona reservada en dos coches del gobierno. Se entra en ella por un camino barroso. El guardia allí apostado nos dio el alto. La zona reservada estaba directamente ante nosotros. Mientras el guardia se acercaba al primer coche, la zona reservada desapareció.

-¿Así? – murmuró Felton -. ¿Sin ruido, sin explosión? -Sin ruido, sin explosión. Un momento antes teníamos

delante un bosque de pinos gigantescos… y luego una zona gris de nada.

-¿Nada? Nada es una palabra. ¿Trataron de entrar? -Sí, tratamos. Los mejores hombres de ciencia de los Estados

Unidos han tratado de entrar. Yo no soy un hombre muy valiente, señor Felton, pero tuve bastante coraje como para acercarme a aquel borde gris y tocarlo. Era muy frío y muy duro, tan frío que me ampolló estos tres dedos.

Y Eggerton tendió la mano para que la viera Felton. -Entonces me asusté – continuó -. Y no he dejado de estar

asustado.Eggerton suspiró. -No necesito preguntarle si probaron esto o aquello. -Probamos todo, señor Felton, incluso… me avergüenza

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decirlo… una pequeña bomba atómica. Hicimos cosas sensatas y también tonterías. Sentimos pánico, y probamos todo.

-¿Y no obstante lo han mantenido en secreto? -Hasta ahora, señor Felton. -¿Aviones? -No se ve nada desde arriba. Parece niebla sobre el valle. -¿Qué opina su gente?Eggerton sonrió, sacudió la cabeza, y dijo: -No saben qué es. Al principio algunos pensaron que era

una especie de campo magnético. Pero las matemáticas no sirven aquí y desde luego hace frío, un frío terrible. Estoy farfullando. Yo no soy hombre de ciencia ni matemático, pero también ellos farfu-llan, señor Felton. Estoy cansado de veras. Por eso le pedí que vi-niera a Washington y hablara con nosotros. Pensé que usted quizás supiera algo.

-Quizás – asintió Felton.Eggerton pareció animarse. Le sirvió a Felton otro trago, se

inclinó vivamente hacia adelante, y esperó. Felton sacó una carta del bolsillo.

-Mi hermana me mandó esta carta – dijo. -¡Pero me ha dicho que no recibía carta de ella desde hace

casi un año! -La recibí hace casi un año – replicó Felton con un tono de

tristeza en la voz -. No la he abierto. Mandó este sobre sellado en una breve carta donde sólo decía que estaba bien y era muy feliz, y que yo debía abrir y leer la otra carta cuando fuese absolutamente necesario. Mi hermana es así; pensamos del mismo modo. Ahora bien, supongo que es necesario, ¿no le parece?

El secretario hizo un lento movimiento afirmativo con la cabeza, pero no dijo una palabra. Felton abrió la carta y la leyó en alta voz.

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12 de junio de 1964Mi querido Harry:

Han pasado veintidós años desde que te vi y hablé por última vez. Mucho tiempo para dos personas que se quieren y se respetan como nosotros. Y ahora que te pareció necesario abrir esta carta y leerla, lo más probable es que nunca volvamos a vernos. He sabido que tienes una esposa y tres hijos, todos maravillosos. Pienso que es más duro aún saber que no los veré ni conoceré.

Sólo eso me entristece. Por lo demás, Mark y yo somos muy felices, y creo que nos entenderás.

En cuanto a la barrera –que está ahí ahora, pues de otro modo no hubieras abierto esta carta- díles que no es peligrosa ni hará daño a nadie. No es posible atravesarla; es una fuerza negativa más que positiva, una ausencia más que una presencia. Luego te diré algo más, aunque probablemente no lo explicaré mejor. Algunos de los niños podrían traducirlo en palabras inteligibles, pero quiero que éste sea un informe mío y no de ellos.

Es raro que todavía los llame niños y piense en ellos como niños, cuando en realidad somos nosotros los niños, y ellos los adultos. Pero conservan la cualidad infantil que conocemos mejor, esa inocencia y esa pureza extrañas que desaparecen tan rápidamente en el mundo.

Y ahora te diré qué ha sido de nuestro experimento, al menos en parte. En parte, ¿pues cómo podría narrarte la historia de las dos décadas más raras que hayan vivido los hombres? Todo es increíble, y al mismo tiempo vulgar. Nos hicimos cargo de un grupo de niños maravillosos y les dimos amor, seguridad y verdad en abundancia, pero creo que fue el amor lo más importante. Durante el primer año excluimos a todas las parejas que mostraban menos el deseo de amar a esos niños. Se los amaba fácilmente. Y a medida que pasaban los años se convertían en nuestros hijos, en todos los aspectos. Los niños que nacían de las parejas se unían sencillamente al grupo. Ninguno tenía un padre o una madre; éramos un grupo funcional viviente en el que todos los hombres eran los padres de todos los niños, y todas las mujeres sus madres.

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No, no fue fácil, Harry. Nosotros, los adultos, tuvimos que lu-char y trabajar y examinarnos y modificarnos una y otra vez, y aún desgarrarnos las entrañas y arrancarnos el corazón para mantener un ambiente que nunca había existido hasta entonces, con una cualidad de sensatez y veracidad y seguridad que no existen en ninguna otra parte de este mundo.

¿Cómo te hablaré de un niño indio de los Estados Unidos, de cin-co años de edad, que compuso una magnífica sinfonía? ¿O del niño bantú y la niña italiana que a la edad de seis años construyeron una máquina para medir la velocidad de la luz? ¿Creerás que nosotros, los adultos, escuchamos en silencio cómo esos niños de seis años nos explicaban que la velocidad de la luz es una constante, indepen-diente del movimiento de los cuerpos, y que por lo tanto la distancia entre las estrellas no puede mencionarse en función de la luz, ya que esa distancia no es tal en nuestro plano de existencia? Cree entonces también que me expreso muy torpemente. En todas estas cuestiones me siento como un inmigrante inculto cuyo hijo está expuesto a to-das las maravillas del conocimiento y de la ciencia. Comprendo un poco, pero muy poco.

Si te enumerara, un ejemplo tras otro, las maravillas que me re-velaron estos niños a la edad de seis, siete, ocho y nueve años… ¿Recuerdas esas pobres criaturas torturadas y nerviosas que tienen un cociente intelectual de 160? Los padres los exhiben y se jactan, y al mismo tiempo lamentan que la suerte no les haya dado hijos nor-males. Pues bien, los nuestros eran y son niños normales, quizá los primeros niños normales que ha visto este mundo desde hace mucho tiempo. Si los oyeras reír o cantar solamente una vez, te darías cuen-ta. Si pudieras ver qué altos y fuertes son, qué magníficos son sus cuerpos y sus movimientos. Tienen una calidad que yo nunca había visto antes en los niños.

Sí, supongo, querido Harry, que muchas cosas te chocarían. La mayor parte del tiempo andan desnudos. El sexo ha sido siempre para ellos algo bueno y hermoso, y lo disfrutan con la misma naturalidad con que nosotros comemos y bebemos. Con más naturalidad, pues no tienen glotones del sexo ni de la comida, ni úlceras en el estómago

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ni en el alma. Se besan y acarician y hacen muchas otras cosas que el mundo considera chocantes, obscenas, etcétera, pero siempre con gracia y alegría. ¿Es posible todo esto? Te digo que esa ha sido mi vida durante casi veinte años. Vivo con niños y niñas que no tienen maldad ni enfermedades, que son como paganos o dioses, como quiera que lo consideres.

Pero la historia de los niños y de su vida cotidiana será relatada adecuadamente a su tiempo y en su lugar. Todas las observaciones que he hecho aquí se refieren únicamente a sus grandes dotes y capacidades. Mark y yo nunca dudamos de los resultados. Sabíamos que si organizábamos un ambiente con vistas al futuro los niños aprenderían más que los del mundo exterior. A los siete años de edad ya abordaban fácil y naturalmente problemas científicos que se enseñan normalmente en el colegio superior o en la universidad. Hubiéramos sufrido una gran decepción si no hubiese ocurrido algo parecido. Pero lo que esperábamos y buscábamos era lo insólito: el florecimiento de la mente humana, obstruida en todos los seres humanos de afuera.

Y lo insólito llegó. Empezó con un niño chino en nuestro quinto año. Luego fue un niño americano, y luego otro de Birmania. Pero –incomprensiblemente- no se pensó que fuese algo muy extraordi-nario, ni entendimos qué ocurría hasta el séptimo año, cuando los casos ya eran cinco.

Aquel día Mark y yo dábamos un paseo –lo recuerdo tan bien, un hermoso día californiano, claro y fresco- cuando tropezamos con un grupo de niños en un prado. Eran unos doce. Cinco estaban sentados en un pequeño círculo con un sexto en el centro, y sus cabezas casi se tocaban. Había allí risas, y murmullos de alegría y satisfacción. Los otros niños, agrupados a unos tres metros de distancia, observa-ban atentamente.

Al llegar nosotros al lugar de la escena, los niños del segundo grupo se llevaron el dedo a los labios, indicándonos que guardáse-mos silencio. Nos detuvimos y observabamos sin hablar. A los diez minutos la niña que estaba en el centro del círculo se levantó de un salto y exclamó en éxtasis:

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-¡Oí! ¡Oí! ¡Oí!Había en su voz una especie de triunfo y de deleite que nosotros

nunca habíamos oído, ni siquiera a nuestros niños. Luego todos corrieron a besarla y abrazarla, y bailaron a su alrededor una especie de danza juguetona y alegre. Nosotros mirábamos sin dar muestra alguna de sorpresa ni siquiera con mucha curiosidad. Pues aunque por primera vez sucedía algo que superaba nuestras previsiones o nuestra comprensión, ya nada nos asombraba.

Cuando los niños se nos acercaron corriendo a recibir nuestras felicitaciones, aprobamos con movimientos de cabeza, sonreímos y convinimos en que todo aquello era admirable.

-Ahora me toca a mí, madre –me dijo un niño senegalés-. Casi puedo hacerlo ya. Ahora hay seis para ayudarme y será más fácil.

-¿No estáis orgullosos de nosotros? –preguntó otro.Les dijimos que estábamos muy orgullosos y eludimos las demás

preguntas. Luego, esa noche en la reunión del personal docente, Mark describió lo que habíamos visto.

-Observé eso la semana pasada –dijo Mary Hengel, nuestra maestra de semántica-. Ellos no me vieron.

-¿Cuántos eran? –preguntó el profesor Goldbaum con interés.

-Tres. Había un cuarto en el centro y tenían las cabezas unidas. Pensé que era uno de sus juegos y me fui.

-No lo ocultan –observó alguien. -Sí –dije yo-, piensan que estamos enterados. -Nadie hablaba –añadió Mark-, estoy seguro. -Sin embargo, escuchaban –dije yo-. Se reían como si ocu-

rriese algo muy divertido, o como ríen los niños en sus juegos.Fue el doctor Goldbaum quien dio en la tecla. Dijo muy grave-

mente: -Usted, Jean, ha dicho siempre que podríamos abrir una ex-

tensa zona mental, cerrada y reprimida en nosotros. Creo que ellos la han abierto ahora. Creo que están enseñando y aprendiendo a oír los pensamientos.

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Se hizo un silencio, y luego Atwater, uno de nuestros psicólogos, declaró con inquietud:

-No puedo creerlo. He investigado todas las pruebas y todos los informes sobre telepatía que se han publicado en el país, el material de Duke y todo lo demás. Sabemos qué minúsculas y débiles son las ondas cerebrales, y es fantástico imaginar que puedan ser un medio de comunicación.

-Hay también un factor estadístico –intervino Rhoda Lannon, matemática-. Si los hombres tuviesen esa facultad, aunque sólo fuese en potencia, ¿es concebible que no se haya registrado nin-gún ejemplo?

-Quizá se ha registrado –dijo Fleming, uno de nuestros historiadores-. De toda esa gente azotada, quemada y ahorcada ¿quién puede determinar quiénes fueron telépatas?

-Creo que estoy de acuerdo con el doctor Goldbaum –de-claró Mark-. Los niños se están haciendo telépatas. No me convence la prueba histórica ni la prueba estadística; lo que importa aquí es el ambiente. La historia no registra ningún caso de un grupo de niños extraordinarios criados en un ambiente semejante. Además, esta puede ser, y probablemente es, una facultad que se desarrolla en la infancia, o queda reprimida para siempre. Creo que el doctor Haeningson me apoyará si digo que las represiones mentales no son raras en la infancia.

-Más que eso –contestó el doctor Haeningson, nuestro jefe psiquiatra-. En nuestra sociedad ningún niño escapa a la necesidad de erigir barreras mentales. Zonas enteras de la mente son bloqueadas en la primera infancia.

El doctor Goldbaum nos miraba de un modo raro. Yo iba a decir algo, pero me contuve. Esperé, y el doctor dijo:

-Me pregunto si entendemos lo que hemos hecho. ¿Qué es un ser humano? Una suma de recuerdos encerrados en la mente y de una estructura que la experiencia complica cada vez más. Igno-ramos aún la amplitud o la fuerza de esta cualidad que los niños están desarrollando, pero supongamos que llegan a un punto en que puedan compartir la totalidad de la memoria. No sólo no habrá entre

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ellos mentiras, ni engaños, ni explicaciones racionales, ni secretos, ni culpas… Esto es algo más.

Goldbaum paseó la mirada por los rostros de todos nosotros. Comenzábamos a entender. Recuerdo lo que sentí en aquel momento: admiración, sorpresa, alegría, y también angustia; un sentimiento tan punzante que me llenó los ojos de lágrimas.

-Veo que comprenden ustedes - añadió Goldbaum-. No conviene, quizás, que yo calle ahora. Soy mucho más viejo que cualquiera de ustedes y he vivido los peores años de bestialidad y de horror que haya conocido la humanidad. Cuando vi lo que vi, me pregunté un millar de veces: ¿qué significa la humanidad, si tiene algún significado, si no es simplemente un accidente azaroso, una estructura molecular de insólita complejidad? Sé que todos ustedes se han hecho la misma pregunta. ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? ¿Dónde están la cordura o la razón en esta carne que lucha, desgarra y se enferma? Matamos, torturamos, dañamos y destruimos como ninguna otra especie. Ennoblecemos el asesinato, la falsedad, la hipocresía y la superstición; destruimos nuestro propio cuerpo con drogas y alimentos venenosos; nos engañamos a nosotros mismos, engañamos a los demás, y odiamos, odiamos y odiamos.

”Algo nuevo ha ocurrido. Si las mentes de estos niños pueden comunicarse realmente entre sí, tendrán una sola memoria, que será la memoria de todos. Todas las experiencias serán comunes a todos, así como todos los conocimientos, todos los sueños. Los niños serán inmortales. Pues cuando uno muera, otro niño se unirá a la totalidad, y otro y otro. La muerte no tendrá significado, perderá su siniestro horror. La humanidad comenzará, aquí, en este lugar, a realizar parte de su destino, a ser una unidad singular y maravillosa, una totalidad, de acuerdo casi con las palabras de vuestro poeta John Donne, quien sentía, como todos hemos sentido en algún momento, que ningún hombre es una isla. ¿Ha habido alguna vez un hombre reflexivo que no haya sentido esa unidad de la humanidad? No lo creo. Hemos vivido en la oscuridad, en la noche, cada hombre ha luchado sin otra herramienta que su propio pobre cerebro y luego ha muerto con todos los recuerdos de una vida. No es extraño que hayamos

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conseguido tan poco. Lo sorprendente es que hayamos conseguido tanto. Sin embargo, todo lo que sabemos, todo lo que hemos hecho no será nada en comparación con lo que estos niños sabrán, harán y crearán.

Así habló el anciano, Harry, y describió realmente el comienzo. Ese era el comienzo. Durante los doce meses que siguieron cada uno de nuestros niños se vinculó telepáticamente con todos los demás. Y en los años siguientes los niños que nacían en la zona reservada aprendían de los otros el modo de conseguir esa vinculación. Sólo los adultos quedamos excluidos para siempre. Éramos parte de lo antiguo, y ellos de lo nuevo, y el nuevo camino no era para nosotros, aunque ellos podían penetrar en nuestras mentes, y lo hacían. Pero no podíamos sentirlos allí ni verlos allí, como se sentían y veían entre ellos.

No sé cómo hablarte de esos niños, Harry. En nuestra pequeña y vigilada zona de reserva el hombre llegó a ser lo que estaba destinado a ser, pero no lo puedo explicar claramente. Apenas puedo entender, y mucho menos explicar, qué significa habitar simultáneamente en cuarenta cuerpos, o qué significa sentir en uno las personalidades de los otros, o vivir como hombre y mujer siempre y al mismo tiempo. ¿Podrían explicártelo los niños? Difícilmente porque esta es una transformación que se produce, parece, antes de la pubertad, y los niños la aceptan por lo tanto como algo normal y natural, en verdad lo más natural del mundo. Nosotros somos antinaturales, y ellos nunca han entendido cómo podemos soportar la vida en nuestra soledad, cómo podemos vivir con el conocimiento de nuestra muerte y extinción.

Nos alegró que los niños no lograran entrar en nuestras mentes en seguida. Al comienzo podían unir sus pensamientos sólo cuando sus cabezas casi se tocaban. El dominio de la distancia creció en ellos poco a poco, pero hasta los quince años de edad no fueron capaces de alcanzar con sus pensamientos cualquier parte de la tierra. Gracias a Dios. En ese entonces los niños estaban preparados para todo lo que descubrían. Antes, esos descubrimientos hubieran podido destruirlos.

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Debo mencionar que dos de los niños murieron accidentalmente en el noveno y en el undécimo año. Pero es no tuvo importancia para los otros; un pequeño pesar, pero no aflicción; no se tuvo la sensación de una gran pérdida, ni hubo sollozos, ni lágrimas. La muerte es totalmente diferente para ellos: una pérdida de la carne; la personalidad es inmortal, y vive conscientemente en los otros. Cuando hablamos de una tumba con una lápida sonrieron y dijeron que lo hiciésemos si eso nos traía algún consuelo. Pero posterior-mente, cuando falleció el doctor Goldbaum, la aflicción de los niños fue profunda y terrible, pues esa era una muerte de la vieja clase.

Exteriormente siguen siendo individuos, cada uno con su perso-nalidad, sus características y sus amaneramientos propios. Los mu-chachos y las muchachas hacen el amor de la manera sexual normal, aunque todos comparten la experiencia. ¿Puedes comprenderlo? Yo no puedo. Pero para ellos todo es distinto. Sólo la devoción de una madre por su hijo desvalido podría compararse con el amor que los une; pero este amor es distinto, todavía más profundo.

Antes de que se produjera la transformación había entre ellos bastante petulancia, ira y fastidio infantiles, pero luego no se ha vuelto a oír una voz airada o molesta. Como dicen ellos mismos, cuando aparece alguna dificultad la resuelven, y cuando se presenta alguna enfermedad, la curan. Desde el noveno año ya no hubo más enfermedades; tres o cuatro niños unían sus mentes, entraban en un cuerpo, y lo curaban.

Empleo estas palabras y expresiones porque no dispongo de otras, pero no describen exactamente la realidad. Aun después de tantos años de vivir con los niños, día y noche, apenas entiendo su modo de vida. Sé cómo son exteriormente: generosos, sanos y feli-ces, como ningún ser humano lo ha sido hasta hoy. Pero nada sé de la vida interior de estas criaturas.

En una ocasión discutí el tema con Arlene, una niña alta y her-mosa que encontramos en un orfanato de Idaho. Tenía catorce años entonces. Hablábamos de la personalidad y yo le dije que no en-tendía cómo podía vivir y trabajar individualmente cuando también formaba parte de tantos otros, y ellos eran a su vez parte de ella.

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-Pero yo sigo siendo yo, Jean, y no puedo dejar de ser yo. -¿Y los otros no son también tú? -Sí, pero yo soy también ellos. -¿Pero quién maneja tu cuerpo? -Yo, naturalmente. -¿Y si ellos quisieran manejarlo también? -¿Por qué? -Si hicieras algo que a ellos desaprobaran –dije débilmente. -¿Cómo podría hacerlo? ¿Tú puedes hacer algo que des-

apruebas? -Me temo que sí. Y lo hago. -No comprendo. ¿Entonces por qué lo haces?

Así terminaban siempre estas discusiones. Nosotros, los adultos, nos comunicamos principalmente con palabras. En su décimo año los niños habían desarrollado ya métodos de comunicación que su-peraban a las palabras como éstas superan a los movimientos mudos de los animales. Si un niño observaba algo no necesitaba describir-lo; los otros podían verlo por los ojos de él. Hasta cuando dormían soñaban juntos.

Podría seguir así, durante horas, intentando describir algo que nunca entenderé, pero eso no serviría de nada, ¿verdad, Harry? Tú tendrás tus propios problemas y yo he de hacerte entender lo que ha ocurrido, lo que tenía que ocurrir. En el décimo año los niños habían aprendido ya todo lo que sabíamos nosotros, conocían ya todo nuestro material de enseñanza. En efecto, enseñábamos a una única mente, la inteligencia sin represiones y sin trabas de cuarenta magníficos niños; una mente tan racional, pura y hábil que nosotros no podíamos recibir de ellos más que compasión afectuosa.

Tenemos entre nosotros a Axel Cromwell, cuyo nombre conoce-rás. Es uno de los mejores físicos del mundo y responsable principal de la primera bomba atómica. Después se vino a vivir con nosotros, como ingresaría uno en un monasterio, como un acto de expiación personal. Cromwell y su mujer enseñaron física a los niños, pero en el octavo año eran ellos quienes enseñaban a Cromwell. Un año

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después Cromwell ya no podía comprender las matemáticas ni el razonamiento de los niños; y su simbolismo, por supuesto, era ajeno a la estructura de las ideas del sabio.

Permíteme que te cite un ejemplo. En un extremo de nuestro campo de béisbol había una piedra que pesaba quizá diez toneladas. (Te advierto que la destreza atlética y las reacciones físicas de los niños son, a su manera, casi tan extraordinarias como sus facultades mentales. Han batido todos los récords de pista y campo, superando con frecuencia los records mundiales en un tercio. Los he visto dejar atrás a nuestros caballos. Se mueven con tanta rapidez que junto a ellos parecemos gente perezosa. Y les gusta el béisbol entre otros juegos.)

Habíamos hablado de volar la piedra o apartarla con una aplana-dora, pero nunca habíamos llegado a hacerlo. Y un día descubrimos que la piedra había desaparecido y en su lugar había un montón de espeso polvo rojo que el viento allanaba. Les preguntamos a los ni-ños qué había sucedido y nos dijeron que habían reducido la piedra a polvo; lo dijeron como si no hubiese sido más difícil que apartar un guijarro con un puntapié. Pues bien, habían aflojado la estruc-tura molecular, y la roca se había convertido en polvo. Trataron de explicarle a Cromwell cómo podían hacer eso con la mente, pero el hombre entendió tan poco como el resto de los hombres. Citaría otros ejemplos. Construyeron un motor de fusión atómica, que pro-porciona energía eléctrica ilimitada. Pusieron lo que ellos llaman campos libres en todos los camiones y coches, de modo que éstos pueden elevarse y viajar por el aire con la misma facilidad que por la tierra. Entran con el pensamiento en los átomos, reordenan los electrones, forman un elemento con otro… y todo esto es elemental para ellos, como si hicieran juegos de manos para entretenernos y asombrarnos.

Ya conoces en parte a los niños, y ahora te diré lo que debes saber. En el décimo quinto año de los niños todo nuestro personal se

reunió con ellos. Eran cincuenta y dos entonces, pues todos los que habían nacido de nosotros fueron incluidos en aquel grupo único y florecieron con él, a pesar de que sus cocientes intelectuales eran

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bajos al principio. Fue una reunión muy formal y seria, pues treinta días después iba a entrar en la zona reservada el grupo de obser-vadores. Miguel, nacido en Italia, habló en nombre de todos. No necesitaban más que una voz.

Comenzó diciéndonos lo mucho que querían y apreciaban a los adultos que habíamos sido sus maestros.

-Todo lo que tenemos y todo lo que somos nos lo habéis dado vosotros –dijo-. Sois nuestros padres y madres y maestros, y no sabríamos deciros cuánto os queremos. Admiramos desde hace años vuestra paciencia y abnegación, pues hemos penetrado en vuestras mentes y sabemos con qué dolor, duda, temor y confusión vivís todos vosotros. Hemos penetrado también en las mentes de los soldados que guardan la zona reservada, y nuestra facultad in-dagatoria ha ido aumentando, y ahora no hay en parte alguna de la tierra una mente que no podamos escudriñar y leer. Desde nuestro séptimo año conocíamos todos los detalles de este experimento, por qué estábamos aquí y qué os proponías vosotros, y desde entonces hasta ahora hemos reflexionado acerca de nuestro futuro. También hemos tratado de ayudaros, pues os queremos mucho, y quizá haya-mos sido un poco útiles al disminuir vuestros disgustos, manteneros sanos todo lo posible, y tranquilizaros por las noches cuando sois presa de esa confusión de temores y pesadillas a la que llamáis dor-mir. Hemos hecho todo lo que podíamos, pero nuestros esfuerzos para que os unierais con nosotros han fracasado. Si esa zona de la mente no se abre antes de la pubertad queda cerrada para siempre; los tejidos cambian, las células del cerebro pierden todo su potencial de desarrollo. Eso es lo que más nos entristece, pues vosotros nos habéis dado la herencia más valiosa de la humanidad, y nosotros no os hemos dado nada en cambio.

-No es así –dije-. Vosotros nos habéis dado más. -Quizás –asintió Miguel-. Sois todos muy buenos, pero los

quince años han terminado y los observadores estarán aquí dentro de treinta días.

Sacudí la cabeza. -No. Hay que impedirlo.

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-¿Y qué será de todos vosotros? –preguntó Miguel, y miró uno a uno a los adultos.

Algunos de nosotros llorábamos. Cromwell dijo: -Nosotros somos vuestros maestros y vuestros padres y ma-

dres, pero tenéis que decirnos qué debemos hacer. Sabéis que es así.Miguel movió la cabeza afirmativamente y luego nos anunció lo

que habían decidido. Había que mantener la zona de reserva. Yo de-bía ir a Washington con Mark y el doctor Goldbaum, para conseguir de algún modo una ampliación del plazo. Luego ellos, divididos en grupos, traerían a la zona nuevos niños y los educarían aquí.

-¿Pero por qué hay que traerlos aquí? –preguntó Mark-. Podéis llegar a donde quiera que estén, penetrar en sus mentes, y hacerlos parte de vosotros.

-Pero ellos no podrían llegar hasta nosotros –replicó Mi-guel-, al menos durante mucho tiempo. Estarían solos, con inteli-gencias fragmentadas. ¿Qué haría la gente de vuestro mundo exte-rior con esos niños? ¿Qué les sucedió en el pasado a los posesos, a los que oían voces? Algunos se hicieron santos, pero a la mayoría los quemaron en la hoguera.

-¿No podéis protegerlos? –preguntó alguien. -Algún día, pero no ahora. Somos pocos aún. Primero he-

mos de ayudar a más niños aquí, a centenares y centenares más. Habrá que organizar otras zonas de reserva y eso llevará mucho tiempo. El mundo es grande y hay en él muchos niños. Hay que tener cuidado. La gente está llena de miedos, y este sería el miedo mayor. Enloquecerían de miedo, y lo único que se les ocurriría sería matarnos.

-Y nuestros niños no podrían defenderse – dijo el doctor Goldbaum tranquilamente-. No pueden herir a ningún ser humano, y mucho menos matarlo. El ganado, nuestros perros y gatos son una cosa…

(Aquí el doctor Goldbaum se refería a que nosotros ya no matábamos el ganado de la manera antigua. Teníamos perros y gatos mimados, y cuando se hacían muy viejos o se enfermaban, los niños los sumían en un sueño del que no despertaban más. Luego los

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niños nos preguntaron si podían hacer lo mismo con el ganado que matábamos para alimentarnos.)

-…y los seres humanos otra –continuó el doctor Goldbaum -. Ellos no pueden lastimar ni matar a los seres humanos. Nosotros podemos hacer el mal voluntariamente, pero los niños carecen de esa facultad. No pueden matar ni hacer daño. ¿No es así, Miguel?

-Sí, así es –convino Miguel-. Tenemos que hacerlo lenta y pacientemente, y el mundo debe ignorarnos hasta que hayamos tomado ciertas medidas. Necesitamos por lo menos tres años más ¿Puedes conseguirnos esos tres años, Jean?

-Los conseguiré -dije. -Y necesitamos de todos vosotros, para que nos ayudéis.

Por supuesto, no retendremos aquí a ninguno. Pero os necesitamos, como siempre, os queremos y apreciamos, y os suplicamos que os quedéis con nosotros.

¿Te sorprende que nos quedáramos todos, Harry, que ninguno de nosotros pudiera dejar a nuestros niños? No los dejaremos hasta que nos lleve la muerte. Poco me queda por decir.

Conseguimos los tres años que necesitábamos. En cuanto a la barrera gris que nos rodea, los niños me dicen que el expediente es muy sencillo. Parece que han alterado la sucesión del tiempo de toda la zona reservada. No mucho, en menos de una diezmilésima de se-gundo, pero como resultado vuestro mundo exterior existe en el fu-turo, separado por esa minúscula fracción de segundo. El mismo sol brilla sobre nosotros, soplan los mismos vientos, y desde dentro de la barrera vemos vuestro mundo inalterado. Pero vosotros no podéis vernos. Cuando volvéis los ojos hacia nosotros, el presente de nues-tra existencia no se ha producido todavía, y en su lugar no hay nada, ni espacio, ni calor, ni luz, sino tan sólo la muralla impenetrable de la no existencia. Desde dentro podemos pasar afuera, podemos ir del pasado al futuro. Yo misma lo he hecho en los momentos en que pusimos a prueba la barrera. Se siente un estremecimiento, un instante de frío, pero nada más.

Hay también un modo de volver, pero, como comprenderás, no puedo decírtelo.

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Tal es, pues, la situación, Harry. Nunca volveremos a vernos, pero te aseguro que Mark y yo somos más felices que nunca. El hombre cambiará y llegará a ser lo que estaba destinado a ser, y alcanzará con el conocimiento y el amor a todos los universos. ¿No es esto lo que ha soñado siempre el hombre, un mundo sin guerras, sin odios, sin hambre, sin enfermedades y sin muerte? Tenemos la fortuna de vivir y verlo. No podríamos pedir más, Harry.

Con todo cariñoJean

Felton terminó de leer la carta y hubo un largo, largo silencio mien-tras los dos hombres se miraban. Al fin el secretario dijo:

-Habrá que golpear y golpear la barrera, hasta descubrir el modo de entrar.

-Sí. -Será más fácil ahora que su hermana lo ha explicado. -No creo que sea más fácil –replicó Felton, cansado-. Y no

creo que ella lo haya explicado. -No a usted ni a mí quizá. Pero haremos que los sabios tra-

bajen en el problema. Ellos lo resolverán. Lo hacen siempre. -Quizás no esta vez. -¡Oh, sí! Hay que parar eso. No podemos tolerar esa cosa

inmoral, impía, que amenaza a todos los seres humanos. Esos mu-chachos tenían razón. Tendríamos que matarlos. Es una enferme-dad. Y la única manera de curar una enfermedad es terminar con los bichos contagiosos. La única manera. Desearía que hubiera otra, pero no la hay.

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Cuentos

Se terminó de imprimir en el mes de abril de 2010 en los talleres de navegantes de la comunicación

gráfica, s.a. de c.v.México, D.F.

[email protected]

Se imprimieron 1,500 ejemplares más sobrantes de reposición.

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