Cuentos Absurdos E Historias Sin Sentido-Jef Volkjten

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Compilación de cuentos del escritor colombiano Jef Volkjten.Contacto; www.facebook.com/volkjtenSinopsis: Hombre dementes rastreando vestigios de pintores olvidados, despedidas trágicas segundos antes del arribo de la muerte, desafíos heroicos a autoridades implacables, corazones rotos por mujeres de otro mundo, damas de ensueño surgiendo de de entre páginas misteriosas...todo eso y más relatan los Cuentos absurdos e historias sin sentido. Esta obra es una compilación de historias que nos enseñan siniestros personajes marcados por la desgracia. Desde prostitutas desalmadas, pasando por escritores malditos o niños que tientan al destino, cada escrito se inmiscuye en los pensamientos más íntimos de seres absurdos y vivencias sin sentido.

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Contents

Copyright

Nota del autor

La chimenea del señor Hickell

Condena eterna

El contenido del cofre negro

Tras los pasos del pintor olvidado

La pieza restante del rompecabezas

Zapatos Rojos

Safe & sound

Juego de piedras

La belleza de Alepo

Isolated system

La dama de París

La prostituta de Ámsterdam

Hopppípolla

La sombra de los caídos

Historia liberada

Violet hill

La maldición de un escritor bueno

Murmullo en el bus

Lux Aeterna

El conjuro del escritor

Canciones relacionadas con los relatos

Agradecimientos

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Copyright

Autor

[Jef Volkjten]

Editora

[Erika G. López]

Portada[Delmy Rodas]

Copyright © 2013

[Jef Volkjten]

Contactowww.facebook.com/[email protected]

Primera edición

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Papyrus, 2013

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Nota del autor

Varios de los relatos a continuación nacieron de melodías que lesotorgan su título, tales como Isolated system, Violet hill, Safe &sound, etc. Sin embargo, otros relatos que también se vieroninspirados en diversas canciones aparecen con títulos diferentes,como por ejemplo El conjuro del escritor, que le debe gran crédito a lamelodía La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón. Dado que dichas historias se ven altamente influenciadas por el ritmoy estilo de los diferentes acordes, sugiero acompañar las lecturas conla música de fondo que ayudó a darles vida. Por otra parte les recuerdo que este libro está disponible paradescarga totalmente gratuita. Estaré encantado de recibir susopiniones sobre los cuentos en www.facebook.com/volkjten. Y noolviden que estaré eternamente agradecido por cualquier tipo dedifusión que le hagan a este proyecto que, en gran medida, surgiógracias a todos ustedes. Jef Volkjten

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La chimenea del señor Hickell

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Cuando su abuelo murió, el entonces pequeño Arthur Hickellasumió total responsabilidad de la tarea que por siglos veníadesempeñando su familia. Sólo en una ocasión llegó a preguntar porqué lo hacían, y tras recibir un ostentoso silencio como respuesta,sencillamente comprendió que era el deber que el destino les habíaimpuesto. Como a las mujeres, dar a luz. Como a Dios, ignorarllanamente. Y fue así como el pequeño Arthur se hizo cargo deorganizar los miles de libros desperdigados en el sótano de su hogar.Cuando la noche llegaba, arrancaba un puñado de páginas de algunode los ejemplares, subía a la sala que el tiempo convirtió en suhabitación y allí, en una esquina, encendía el fuego de una enormechimenea que segundos después consumía voraz el papel y la tinta.Una vez quemadas las hojas, por el conducto de la chimenea escapabaun torrente de letras, una oleada de ideas, pensamientos ysentimientos que volaban y calaban hondo en el corazón de loshabitantes del pueblo en el que Arthur vivía. Citas de Voltaire,Shakespeare o Goethe deambulaban por ahí hasta encontrar unapersona en la que posarse.

Mientras los inviernos llegaban y se marchaban, el pequeño Arthurpasó a ser joven y después un hombre. En un abrir y cerrar de ojos, seconvirtió en señor. El señor Hickell. El viejo encorvado de calvamíseramente decorada con un par de blancos cabellos. El abuelo detodos y padre de nadie que nunca vio necesidad de hablar a susvecinos. Encerrado en su casa, su única misión fue siempre la de leersus libros antes de echarlos a la hoguera para alimentar al pueblo.

Pero una noche cuando bajó cojeando hacia el sótano tan sólo hallócientos de cajas vacías y el aroma a partida de lo único que siempreamó. Se percató por vez primera de que había agotado sus tomosempolvados. Abatido, volvió junto a la chimenea y se desplomó en unsillón, contemplando el fuego ansioso por una historia que ya no iba allegar. El señor Hickell apenas acertó a descubrir que su vida se habíaescapado como las páginas que solían dormir entre sus manos. Yahora que habían dado un último adiós, su existencia quedabasentenciada.

A la mañana siguiente, poco antes de que el alba despuntara en el7

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A la mañana siguiente, poco antes de que el alba despuntara en elhorizonte, la ausencia de conocimiento pululando en el pueblo sehizo notar. Gestos ásperos reemplazaron la habitual camaraderíaentre unos y otros. Toscas contestaciones y reclamos airadostomaron el puesto de lo que apenas un día antes eran elegantesformulaciones o debates agradables. En el transcurso del día la ruinase fue imponiendo en hombres y mujeres que desconocían qué vitalcomponente de sus vidas se había extinguido para siempre. Cuando lanoche cayó, ríos de gente ignorante peleaban, robaban y destrozabantodo lo que se cruzaba en su camino. Con sus espíritus desprovistosde la magia y la razón que las letras insuflaban, los habitantes delpueblo quedaron reducidos a seres ordinarios llevados por laineptitud y los impulsos más burdos.

Entretanto, el señor Hickell repartía miradas desoladas a lachimenea que prendió por costumbre y al panorama hostil quedivisaba por una ventanita sucia. Se hundió en el sillón y,agarrándose la cabeza con las manos, lloró amargamente. Pero fue enlas lágrimas que descendían por sus mejillas en donde halló lo quequiso creer era una suerte de solución, aunque una voz interna nocesó de gritar que era la salida cobarde de un anciano rendido incapazde descubrir razón alguna para seguir en este mundo.

El amanecer usualmente vestido de negro impenetrable se veíailuminado por pequeños fuegos y llamaradas producto de reyertasextremas. En cuestión de horas el pueblo supo lo que era undelincuente, cuán violento podía ser un niño y qué vulgar era unapersona buena. El señor Hickell, harto de ver tanta miseria, no logróaguantar un segundo más y salió de su hogar con gesto cansado paraplantarse en medio de la calle. Si creía que la gente tardaría en fijarseen él, estaba muy equivocado. Su plan surtió efecto al instante, puesojos rabiosos y desorbitados lo observaron desde diversos rincones,casi asesinándolo sólo con la mirada por mostrar tal parsimoniacuando la ley reinante era la del caos. Poco a poco una muchedumbreexpectante de semblante siniestro se agolpó a contados metros delpobre señor Hickell. De entre todos ellos se erigió una turbaespecialmente iracunda y demente que se encaminó hacia el hombrecuando éste decidió regresar a su hogar. No sabían por qué, pero

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aquellas personas coincidían en que Hickell el imbécil" era culpablede todo, ya fuese por su inexorable pasividad, su mutismoinquebrantable o esa insoportable sabiduría. Lo hallaron en la sala,su mirada perdida en un fuego casi extinto. Tras un breve silencio enel aire como el que precede a la tormenta, se abalanzaron sobre él. Loapalearon brutalmente. Tiñeron sus pocos cabellos blancos de unrojo asesino. Después lo arrojaron a la chimenea y avivaron eldiminuto fuego que agonizaba. Y así murió el honorable señorHickell, obrando un sacrificio propio de las aventuras que por tantasnoches leyó y quemó apesadumbrado en esa misma chimenea.

No sólo el cuerpo de Arthur Hickell ardió. También lo hicieron sualma y espíritu, de modo que sobre la población arrasada flotó unhumo teñido de soledad, culpa y amargura. Pero también letrasborrosas. Con ese heroico acto final, el señor Hickell se aseguró deque su ser marcado por la magia de la literatura sirviese de alimentopara humanos faltos de cordura y eternamente necesitados depalabras.

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Condena eterna

Toda mi vida creí que cuando se recibe un golpe que destruye elcorazón, sólo queda aguardar por el impacto que aniquile la cordura.Siempre creí eso, excepto una noche. La noche en que mi alma seríarobada y condenada por la eternidad.

Tras la muerte de mamá a causa de una enfermedad que jamásllegué a entender, todos mis sentimientos se marcharon con ella a latumba, dejándome tan frío y vacío como la casa en la que solíamosvivir. Vagué sin saber muy bien por dónde durante varios días, hastaterminar en un banco de madera en la plaza principal de la ciudad. Latarde otoñal conservaba ciertos vestigios del verano, bañando con luzdorada a peatones que apenas reparaban en mi sombría presencia.Fue mientras veía el ir y venir de esas personas cuando alguien sesentó en el otro extremo del banquillo.

Era una mujer de piel blanca y cabello oscuro recogido en unelegante moño. Llevaba un vestido rojo con tacones del mismo color ygafas negras ocultando una mirada que sentía examinando cadadetalle de mi rostro. Sus movimientos finos y sutiles sugerían unadama de poder a la que el destino acostumbraba cumplirle sus másdelirantes caprichos. Con gran esfuerzo logré apartar la vista de sufigura, pero el perfume que la envolvía me alcanzó y pequéinocentemente al caer en su aroma maldito. Intenté desecharlo de mimente, pero entonces habló y su majestuosa voz atrapó mi atención,mis sentidos y mi ser.

Confesó con tono emotivo que ella comprendía bien misufrimiento. Atónito, alcé la vista hacia ella y noté que ya no habíangafas oscuras. Sus ojos de color azul eléctrico causaron un cortocircuito en mi alma, me obsequiaron una descarga poderosa queencendió mi piel y quemó mi mente. Dijo que mi tristeza ydesesperación eran abismales, pero que desde el cielo doña Carmen

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Villareal oraba para que su hijo, yo, no la llorara más. Me quedé comode piedra, incapaz de mover un músculo por temor a romperme enmil pedazos y descubrir el río de preguntas que me embargaban. Seaproximó ligeramente a la vez que susurraba cadenciosas palabrascargadas de misterio que doblegaron la espesa melancolía que meembargaba. Así, con una suerte de melodía seductora proveniente desu exquisita boca, me enredó en una maraña de éxtasis y placeroscuro que ocultó dudas y espantó amarguras.

Cada sílaba lanzada penetraba en mi cuerpo dejando a su paso uncalor gustoso y embriagante. En los minutos que siguieron soltó unsermón entusiasta sobre la oportunidad de mi vida; una arenga casisacra que habría animado hasta a las almas perdidas del averno.Embrujado como estaba, me vi perdido en sus ojos que eran comoventanas a través de las cuales observaba un regalo divino, una vía deesperanza. Por primera vez en mi vida di rienda suelta a vagasilusiones de un destino próspero tras la tragedia. Cuando concluyóme indicó dónde verla esa misma noche. Se acercó peligrosamente ami oído y me susurró que tenía yo un alma buena. Rozó mi mejilla y sealejó por la plaza mientras mis ojos fantasiosos divisaban la chancede un futuro, la promesa de mi salvación y el voluptuoso cuerpo bajoese atuendo rojo. Rojo como la sangre.

Hora y media más tarde me detuve frente a una casucha con la queel tiempo parecía haberse ensañado; me acerqué haciendo caso omisode su fachada decadente. En el umbral se hallaba acurrucada unaanciana decrépita con la cabeza agachada, cubierta por ropajes tansucios y maltrechos como la casa misma. Gemidos y lamentacionesescapaban de su boca, una suerte de canción desoladora y terrorífica.Mi presencia, o bien no la advirtió, o le importó tanto como suhigiene. Esquivando su figura mas no su milenario hedor, avancéhasta la puerta, hecha de un cristal ennegrecido por el mugre. Trascomprobar que no tenía seguro, caminé por un largo pasillo hastallegar a unas escaleras en espiral que conducían a la primera planta.Subí por ellas en medio de una oscuridad absoluta que finalmente sevio aplacada al culminar mi ascenso. De una estancia enorme surgíala tenue luz parpadeante de unas velas. Fui hacia allí y lo que mis ojosavistaron heló mi sangre. En el centro del salón, encima de una

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pulcra mesa de ébano, se hallaba tendida una mujer mortalmentepálida con una fotografía mía sobre el pecho y con un vestido rojo.Rojo como la sangre.

Aterrado, emprendí el camino de vuelta por las escaleras,anhelando locamente la mugrienta puerta de cristal que veía tancerca. Ya fuese por la impresión que me dejó la escena, o por laoscuridad reinante, lo cierto es que no me percaté del bulto de traposque se movían en el suelo. Estuve a medio metro de chocarlo y a unsegundo de chillar violentamente cuando reconocí a la vieja que antesestaba en el umbral. Supuse que habría entrado para resguardarse delfrío. Estaba tendida en el piso, con medio rostro oculto. Me dispuse acontinuar, pero entonces la oí. De nuevo parecía cantar, sólo que estavez su melodía se componía de risas macabras y burlasespeluznantes. Un miedo atroz me invadió al tiempo que la ancianase ponía en pie. Luego, alzó su grotesca cara hacia mí.

Esta vez no hubo ventanas. En vez de eso, sus ojos azul eléctricofueron un espejo demoníaco que reflejaron al pobre imbécilengañado que abría la boca para dejar escapar un aullido de terror,sus ilusiones destrozadas y su alma corrupta. Yo, viéndome en esosojos maquiavélicos que brillaban y electrocutaban sin piedad, advertídesconsolado cómo el remedo de vida que aún tenía se me escapabade las manos y pasaba a ser el alimento de un engendro vil,demoníaco. Su risa bestial quebró mi cordura y me persiguió en elcallejón, en la vida y en los sueños.

Sólo el peso de mi ingenuidad me acompañó en la búsqueda de unamuerte que nunca llegó porque ignoró al monstruo carente deexistencia en que me convertí aquella noche en que perdí mi alma.

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El contenido del cofre negro

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Don Francisco Vidal era uno de los hombres más astutos que laciudad había visto jamás, aunque tal astucia parecía una nimiedadcuando se le comparaba con el amor que profesaba hacia su tienda deantigüedades. Algunos comentaban medio en broma que de habersecasado, lo habría hecho con la historia, con todos sus objetosmilenarios como cortejo nupcial abarrotando su tiendita en la calleRiverti. Dado que incontables veces prefirió abstenerse de vender losartículos que más añoraba, a nadie le sorprendió cuando empezaronlos rumores sobre su inminente bancarrota. Lo que muchos no sabíanera que gran parte del creciente apuro de don Vidal era obra del señorAntonio Sochaux, un rico arrogante y mezquino que observaba a losciudadanos como escoria desde la comodidad de su mansión en lamontaña Trelliers. Sochaux, fiel amante de cualquier banalidad queensalzara su riqueza, vio frustrados diversos intentos de hacerse conlos bienes más valiosos del viejo anticuario, y por ello había haladocuerdas aquí y allá con el fin de conducirlo a una precaria situaciónpara después lograr adueñarse hasta de las ratas del establecimiento.

Don Francisco Vidal, consciente del gran lío que lo acechaba,decidió entonces emplear a fondo su sagacidad y jugarse un As bajo lamanga para conservar las razones de su existir. Una mañana plantóen la vitrina del almacén un pequeño cofre negro de intrincadosdiseños que se congregaban alrededor del cerrojo. Allí, una llavedorada y desgastada aguardaba paciente a ser accionada. Sobre ladiminuta pieza de madera, que casi cabía en la palma de la mano,colgaba un cartel que rezaba:

“El Contenido Del Cofre Negro.Precio: El más caro que se pueda pagar.”

Los cotilleos y conjeturas sobre el misterioso objeto no se hicieronesperar, y para el mediodía Antonio Sochaux ya enviaba a su criado ala calle Riverti con una carta y un puñado de dinero bajo el brazo.Teñido de amenaza, el mensaje le informó a don Vidal que ya no teníaforma de mantener su negocio y que ni con todo el oro del mundolograría estar tranquilo en la ciudad. Así que le ofrecía una miseria

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lograría estar tranquilo en la ciudad. Así que le ofrecía una miseriapor el cofre y el resto de artículos, lo suficiente como para que semarchara a vivir lejos de allí con relativa comodidad.Sorpresivamente, don Vidal aceptó la oferta y con un suspiro deabatimiento le aseguró al criado que en unas horas enviaría el baúlminiatura a la mansión con un hombre de confianza. Lasantigüedades serían entregadas en el momento oportuno.

Ya bien entrada la noche, a manos del señor Sochaux llegó lo quetanto estaba esperando. Encerrado en su estudio se dispuso a girar lallave de oro y encontrar un enigmático tesoro de valorinconmensurable. Pero una vez abierta la tapa, un escalofrío lorecorrió y dejó helado. No había nada. Furibundo, arrojó el diminutobaúl contra un muro y llamó a su criado, a quien le entregó un papelcon indicaciones específicas. Minutos más tarde un par de matonesse dirigían a la calle Riverti. Pero cuando localizaron su objetivo, nopudieron ocultar un gesto de sorpresa. Don Francisco Vidal yacíamuerto y en un estado de altísima descomposición. Junto a él, unasencilla nota indicaba que todas sus posesiones ya guardadas en uncentenar de cajas debían ser llevadas a la mansión Sochaux.Decidieron que aquello sería lo más oportuno y lo cargaron todo,también el cuerpo del anticuario, en el carruaje que tenían. Tras tirarlos restos de Vidal en el río, enfilaron hacia la montaña Trelliers.

Cuando arribaron, el propio Antonio Sochaux los aguardaba a laentrada de su vivienda. Luego de darles un pago más que generoso,acomodó unos bultos cargados de monedas en el carruaje y sinmediar palabra se marchó lejos.

Los ciudadanos jamás volvieron a ver ni a Sochaux ni a Vidal, yaunque las teorías abundaron, ninguna se acercó siquiera a larealidad. Nadie llegó a saber que en la fatídica noche de lasdesapariciones, cuando el reloj marcó la medianoche en el estudio delavaro señor Sochaux, el cofre negro que él había adquirido empezó atemblar y de allí salió una figura blanca como de bruma que seinternó en su cuerpo. Era el alma de Francisco Vidal, quien horasantes se había suicidado. Resguardada en el poderoso cofre capaz decontener los misterios de lo intangible, la presencia mística del

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anticuario se aferró al mundo terrenal y tras salir de su escondite seprecipitó hacia su víctima. En cuestión de segundos desterró su almacorrupta y manchada por un pasado vil y la encerró en el baúl.Entonces se asentó en su nuevo cuerpo y huyó a una nueva vida consu antigua pasión, pensando en que Antonio Sochaux jamás imaginóel precio tan alto que terminó pagando por su codicia. Y todo por uncofre negro.

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Tras los pasos del pintor olvidado

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Es que la vida cobra sentido cuando nuestro Padre allá en el cielo,en su infinita sabiduría, decide enviarnos la razón del existir para quechoquemos con ella y entendamos por qué tanta paridera ilógica acáen la tierra. Justo eso pensaba don Beltrán Santamaría cuando unacálida mañana terminó en un museo de poca monta y se encontróante una pieza de arte que le conmovió el corazón y le robó el alma. Elviejo Beltrán, localmente famoso por sus andrajos hediondos yactuar estrafalario, recién acababa de celebrar el exitoso hurto de unmendrugo de pan que en realidad el panadero le había invitado atomar con gusto. Dando saltos como de chimpancé se alejó pues dellugar del supuesto crimen y se internó en callejones abandonadosque siempre recorría y nunca memorizaba. Cuando ya se aproximabaa un parque solitario en el cual podría degustar el amasijo de trigobien tostado escondido entre las manos, uno de esos policías que nove satisfecha su jornada hasta no apalear al menos un bribón a puntoestuvo de pillarlo y don Beltrán no pudo más que retorcerse alarmadoy cambiar de rumbo hasta internarse por la puerta más cercana.

Fue así como terminó metido en el dizque museo del pueblo: unacasucha horriblemente pintada con colores “de esos que usan losintelectuales de París en cada una de sus mansiones”, decía el alcaldemanirroto y charlatán. Sólo 45 segundos le duró a don Beltrán el tourpor la galería barata abarrotada de copias, falsificaciones y sacrilegiosartísticos. El mocoso que se creía vigilante de la exposición lo echósin chistar mientras lo llamaba asqueroso, loco y unas cuantas cosasmás. Don Beltrán, no obstante, tuvo más que suficiente con esospocos segundos porque se había topado con una pintura de tansoberana belleza que por primera vez en su existencia sintióenamorarse sin reparo. El ser glorioso responsable de tan soberbiaobra, un tal Míquel Bartolomé, parecía haber trazado una exquisitezque don Beltrán no pudo ni quiso abandonar en esa pared solitaria dela que colgaba. Y es que esa pintura poseía un misterio tan particularque casi podía contemplarse el magnetismo que ejercía sobre el viejoextasiado.

Fue por ello que Beltrán Santamaría, una vez expulsado del museopor el majadero ése, fue corriendo hasta su escondite en una fábricainoperante y cogiendo su macuto compuesto de rarezas varias se

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inoperante y cogiendo su macuto compuesto de rarezas varias seencaminó a la salida del pueblo para dirigirse a la gran ciudad yadmirar allá en una galería de verdad los grandes frescos del pintorque le había coloreado el espíritu.

No había entrado don Beltrán a la ciudad cuando ya sus habitantesescogían bando entre la ignorancia absoluta o el desprecio vil por tanembarazoso visitante. Sin embargo, el viejo peculiar apenas reparóen ello porque sus pasos ya lo conducían a un verdadero palacioerigido en nombre de todos los dioses del arte. Entrando con cautelapara no ser descubierto, don Beltrán se movió aprisa entre pasillos yamplias salas hasta dar con lo que creyó era la zona principal delmuseo. Pero qué profunda fue su decepción cuando al revisar todoslos óleos no dio con una sola pintura del pintor causante de su delirio.Fue tan evidente su pena que un ayudante de buenos modales se leacercó y, obviando harapos y hedores, le preguntó qué sucedía. Unavez Beltrán contó su historia, el buen hombre lo guió a un salón casiabandonado en el que las figuras más notorias eran incontablestelarañas. Allí, colgando con desgana de paredes mugrientas, unpuñado de cuadros parecían escapar de su letargo para atar alvisitante jubiloso que los contemplaba hipnotizado.

Cuando el museo cerró sus puertas, obligando a don BeltránSantamaría a dar por culminada su cita íntima con las piezasmajestuosas que le robaban el aliento, éste preguntó cómo hallar mástrabajos del genio Bartolomé. El alma le cayó a los pies cuando lecontaron como si nada que el responsable de esos paisajes y retratosllevaba una eternidad tan perdido como su popularidad. Nadie sabíade su paradero, ninguno se interesaba por sus creaciones.Consternado, don Beltrán optó por reunir información donde fuesenecesario con tal de rastrear el pasado del ser al que sentía debersepor completo. De paso, por supuesto, le seguiría la pista a lasrestantes maravillas que le faltase por apreciar.

Salió de la ciudad al amanecer dejando tras de sí aromas pocoagradables, damas asustadas y a un ayudante bondadoso queocasionalmente se preguntaría por qué don Beltrán se le antojaba tanparticularmente especial. Con andares firmes y asombrosamente

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rápidos, el bueno de Santamaría ascendió colinas, atravesó bosques,cruzó ríos y superó barrancos. Entrevistó a eruditos, interrogó acomerciantes, averiguó con viajeros y hasta incordió a pueblerinosque por arte entendían dos tetas bien puestas y el maíz esplendorosocultivado en temporada.

Y mientras experimentaba todo esto, don Beltrán Santamaría tuvola extraordinaria chance de observar más lienzos sublimes que lehacían llorar hasta navegar en el charco de sus propias lágrimas.Cada nueva imagen le tocaba más fibras profundas; con la siguienterevelación ascendía un escalón más en lo sublime. Hombresimponentes, mujeres celestiales, escenarios tétricos, objetosinvaluables… poco a poco don Beltrán se sintió viviendo una vidaajena contada con pinceladas gloriosas y colores portentosos. Lainagotable búsqueda de otras obras se hizo más ardua yeventualmente el pertinaz fanático arribó a la raíz misma de toda suaventura.

Entro en una aldea que parecía estancada en un tiempo tosco,indiferente. Sus residentes se refugiaban de realidades ysupersticiones en chozas tan confiables como el juicio de don Beltrán.Caminó procurando esconder la emoción ardiente que lo carcomía.Algo le decía que allí iba a encontrar al talentoso pintor con el quesoñaba noche y día. Halló la cabaña que le habían indicado en suparada anterior y golpeó con manos temblorosas. Una mujerdecrépita que parecía desafiar e intimidar a la muerte con cada arrugaacomodada en su rostro abrió y automáticamente el gesto rudo quetenía fue reemplazado por uno de dolor profundo. Don Beltrán, quepasó por alto tan elocuente detalle, se limitó a formular la preguntaque tanto quemaba su boca: ¿dónde estaba Míquel Bartolomé?

La anciana no articuló palabra alguna, simplemente abrió aún másla puerta y dejó pasar al recién llegado. Un ambiente a tragedia yépocas difíciles reinaba en el ambiente. Trastos inútiles, mantassucias y cajas por doquier formaban en conjunto un caos silenciosoque olía a recuerdos marchitos. La mujer tomó asiento en una mesadescolorida e invitó a don Beltrán a hacer lo mismo. —Verá usted, señora. He estado investigando los pasos de Míquel

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Bartolomé al tiempo que contemplo su excelso trabajo y aquí hevenido a parar. ¿Dónde está él, ah? ¿Dónde?— cuestionó don Beltráncon ahínco. —Ay, Míquel, pensé que llegaba usted con la solución a esemisterio pero me doy cuenta que otra vez me trae malas nuevas —replicó la señora con voz quebrada.

Don Beltrán no entendió ni una palabra y acabó por suponer que lamujer estaba loca. Frustrado, inspeccionó mejor el lugar en que sehallaba y sus ojos se abrieron desmesuradamente cuando divisó aunos metros detrás de la anciana un cuadro que no podía ser de otrosino de Míquel Bartolomé. Y qué enorme fue su asombro cuando alacercarse descubrió que la protagonista de la imagen era ni más nimenos que la señora junto a él. Se plantó a escasos centímetros dellienzo y vio con atención unas facciones de sutil belleza que en nadaasemejaban el vejestorio sentado a escasos centímetros de él. Tal erala diferencia que estuvo seguro nadie podría reconocer a la anciana enese retrato. Nadie excepto él.

Un temor se fue regando en su interior, como si su corazón perdidohubiese derramado un bote de pintura negra que, maligno, traíahorrores pasados y alimentaba miedos apagados. Entonces donBeltrán avistó en un rincón oculto de la choza lo que parecía ser otraobra. Caminando con dificultad por los estremecimientos de suspiernas, avanzó en un santiamén y se topó con un velo oscuro y raídoque todo su ser le pedía no corriese. Pero tenía que hacerlo. Alretirarlo dejó al descubierto un nuevo retrato tan divino y aterradorque cayó al suelo víctima de una verdad que otra vez volvía atorturarlo. En el lienzo estaba capturado él, Míquel Bartolomé, en untiempo plácido de éxitos deslumbrantes. Él mismo, Míquel y noBeltrán, plasmado para la eternidad con un semblante encantadorotrora digno de admiración y cotilleos halagadores. —¿Por qué, Míquel? —preguntó la anciana entre sollozos—. ¿Porqué se me extravió entre tantos colores y pinceles malditos? ¡Regrese!¡Amarre bien esos recuerdos y deme compañía que me estoymuriendo por no tenerlo aquí conmigo!Míquel escuchaba cómo cada palabra soltada por su mamá salía

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volando y acribillaba su alma herida. —Es que ya no puedo, madre. Pinté en los lienzos hasta mi corduray ya no sé cómo recuperarla —murmuró —. Mi pasado se lo vendí alarte y sólo quedó esto, un cuerpo hueco falto de color. —No, Míquel, no diga eso. ¡Quédese, no me deje otra vez! —Lo siento mucho, mamá, lo siento mucho.

Míquel Bartolomé salió corriendo, dejando sumergida en latragedia a una pobre señora con el corazón roto. Huyó hasta que dejóbien atrás la memoria y los horrores de una existencia que no sabíacómo se le había salido de las manos.

Es que la vida cobra sentido cuando nuestro Señor allá en el cielo,en su perenne sapiencia, decide enviarnos la razón del existir paraque tropecemos con ella y comprendamos por qué tanta parideraabsurda acá en la tierra. Justo eso pensaba don Ismael Figueroacuando una tormentosa mañana terminó en un museo de poca montay se encontró ante una pieza de arte que le conmovió el corazón y lerobó el alma.

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La pieza restante del rompecabezas

Al cumplir los 20 años, el tímido y extraño Emile se permitióadquirir un majestuoso rompecabezas. Uno más para añadir a suvasta colección.

Excéntrico y solitario, Emile vivía en una casucha maltrecha que niel diablo se atrevía a visitar. Y encerrado en sus cuatro paredes, eljoven de rostro pálido y ojos saltones dedicaba su tiempo a armar ydesarmar los miles de rompecabezas que copaban cajas, estantes,mesas y pasillos. Su obsesión por este pasatiempo se antojaba unadroga sin la cual le era imposible subsistir. Por ello era de esperarseque en su vigésimo cumpleaños se hiciera a un sinfín de figuras queregó en su habitación y manoseó con excitación incontenible,ajustándolas unas con otras a ritmo vertiginoso en cuestión de horas.Sin embargo, cuando llegó a la última pieza que le restaba por situar,algo sucedió. En el trozo de cartón que tenía entre manos se veíaparte de un rostro femenino sonriente y encantador que estremeciósu alma. Una revelación tomó forma en su mente y supo entonces cómollenar el hueco que siempre percibió en su existencia. Él, que habíapasado su niñez y juventud sanando imágenes rotas, devolviéndolesla forma y el sentido que nunca hubo en su vivir, se encontró derepente contemplando su vida misma como un puzzle incompleto alque le faltaba una pieza para cobrar significado. Así que apurado yfrenético, deshizo el trabajo hecho ese día, formó pequeñosmontoncitos con las partes del rompecabezas, y los guardó endistintas bolsas junto con indicaciones propias que escribiócuidadosamente. Luego se internó en la noche otoñal y al amparo desu peculiar lógica depositó los paquetes bajo puentes, árboles yedificios desolados. Emile creyó que una mujer a su lado era lo que lehacía falta para curar y suplir el vacío que no combinaba con su vida

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fracturada. Por ello escondió en la ciudad pistas y figuras que sólouna dama, la indicada para él, podría descifrar y seguir hasta alcanzarsu corazón. Después volvió a casa, se sentó junto a la ventana yesperó la llegada del fragmento que complementara su vivir.Esperó… Y esperó. Pero nunca llegó nadie. Dos días atrás Emile murió de un infarto a los 62 años. Hace seishoras fue enterrado en presencia de un cura, un sepulturero y yo. Minombre es Valérie. Me encuentro en su hogar ahora mismo,repasando sus memorias, leyendo y divisando las acciones de unhombre perturbado, un ser que jamás pudo entender que el destino lehabía designado el papel de ficha solitaria en un tablero cruel. Yohallé las piezas del rompecabezas poco después de que lasescondiera. Descifré las pistas y llegué a escasos metros de su hogar.Lo vi a través de la ventana, anhelando, aguardando, confiando. Tomépor costumbre observarlo desde un rincón, sin atreverme a dar unpaso más. Nunca tuve valor suficiente para decirle que ya estabacasada, que encajaba con alguien más, que en mi vida no tenía cabida.Sin embargo, me enamoré de él. Y sólo ahora que consigo confesarlonuestro puzzle de tragedia está completo.

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Zapatos Rojos

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A Marguerite Lafayette la vida me la puso en el camino por un parde zapatos que habrían de convertirse en lo más preciado que jamásposeí. A la señorita Lafayette terminaría amándola aún sin conocerlacuando una noche de calor opresivo vislumbré entre el río de almasandantes sus piernas de grácil movimiento rematadas en los pies conun rojo hechizante; un rojo que despertó mi atención y le dio sentidoa mi presencia en una calle que terminó haciendo las veces de tumbade mi corazón resquebrajado.

El verano se insinuaba con sorna cuando al caer la noche latemperatura incrementó en lugar de descender pausadamente. Lasfaldas finas y los pantalones cortos ya inundaban unas calles queolían a sudor y aspiraciones gigantes de revolución. El pueblo de clasemedia enseñaba con orgullo centenares de panfletos con citasrobadas y toda una variedad de ollas recién lavadas que se alistabanpara producir lo que era un buen cacerolazo. Los espacios entre unaacera y otra empezaban a estrecharse, y como en la televisión lospartidos de la Primera invitaban a bostezos interminables, no tuvemás remedio que apurarme para tomar puesto en unas marchas quepocos recordarían y ninguno extrañaría.

Más que interesarme en alegatos contra gobiernos corruptos odemandas ridículas de beneficios que jamás iban a llegar, mipresencia allí obedecía a cierta atracción por un pueblo que ya casitenía olvidado lo que era actuar unido por una noble causa. Los quehoy marchaban juntos lanzando arengas contra políticos mafiosos,ayer discutían por un puesto en el transporte y mañana seguramentepelearían por la atención de la vecina más caliente. Curiosidadescomo esas me impulsaban a asistir a un espectáculo circensedisfrazado con palabrerías revolucionarias. Y aunque misexpectativas puestas en el show de turno no eran altas ni muchomenos, quince minutos de recorrido me hicieron entrever el graveerror de mezclarme con una muchedumbre ignorante que ni siquieraconseguía enlazar tres argumentos coherentes contra el dirigente delmomento. A punto estaba de dar media vuelta y escabullirme haciami hogar cuando una mirada aparentemente perdida hacia el suelome dio la chance de atisbar cierto resplandor rojizo de unos zapatos.Adornando piernas de exquisito caminar, se escondían aquí y allá tras

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Adornando piernas de exquisito caminar, se escondían aquí y allá trascuerpos fastidiosos que bloqueaban todo el panorama.

Intrigado, agilicé el ritmo y me encorvé un poco a fin de divisarmejor la ubicación del personaje dueño de ese calzado. Cuando estuvea cinco personas de distancia de mi objetivo, me di por satisfecho ydistinguí mejor una figura que aceleró mi respiración y me hizo sentirlo que era un verdadero infierno veraniego. Cabellos castaños lisos yechados para atrás intentaban lanzarse hacia delante para acariciaruna frente tímidamente perlada por gotas de sudor. A pesar de sólotener visibilidad de su perfil izquierdo, pude imaginar cómo ese ruborque maquillaba su mejilla hacía delicias artísticas en todo un rostroangelical. Llevaba puesta una blusa oscura sin mangas y shortsajustados del mismo color. Las medias, negras como el barniz quepintaba sus uñas, permitían con su curiosa transparencia imaginarun color de piel cautivador y un ascenso sublime a terrenosprohibidos. El atuendo sobrio lo completaba el par de zapatos rojosque no me cupo duda costaban casi más que mi dignidad deadolescente quisquilloso.

Avancé más aprisa hacia mi izquierda para conseguir mejor visiónde su perfil perfecto, como de diosa romana. Logré entoncesenfocarme en su mirada y hallé en ella una férrea convicción, unespíritu plenamente vivo y una llamarada de indignidad que por pocome calcina hasta los huesos. Verla reclamar un mejor futuro concanticos firmes y ademanes desafiantes me hizo caer en una hipnosiscapaz de convencerme de que tanta parafernalia sí tenía sentido, quehabía en el ambiente una voluntad de hierro persiguiendo inexorablelos derechos que hacía tanto nos habían arrebatado.

Aunque hoy deba admitir que mi furor de aquella noche fueexclusivamente producido por la visión divina de MargueriteLafayette, en esos instantes de marcha agitada mi alma me impulsó aun frenesí compuesto de insultos y acusaciones al gobierno queatrajeron la veneración total de quienes iban a mi alrededor. Como side un héroe libertador se tratase, animé a jóvenes y viejos con talfiereza que a punto estaban de preguntar si acaso íbamos ya al campode batalla. Solté proclamas con devoción inusitada, caminé erguido

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con la frente del ciudadano olvidado, levanté pancartas y agitébanderas. Hice un sinfín de actos fervorosos pero ninguno de ellosnació del corazón. Todo lo que dije y realicé provino directamente delo que fuese que Marguerite estuviese causando en mí. Tal era suvigor, tal era su influencia.

Decidí pues ir a su encuentro para tener la fortuna indescriptible demirarla cara a cara, de cruzar una palabra y, dada la euforia presente,soltar una que otra confesión improvisada. Me coloqué detrás de ellaaguardando el momento adecuado. Como no soporté mucho mástiempo, alargué la mano para tomarle el hombro. Lo hice en elinstante mismo en que ella alzaba el brazo lista para lanzar un objetoque tenía entre sus dedos. Sobresaltada por mi roce, se giróabruptamente. Y fue ahí cuando sucedió.

Una granada lanzada por comandos especiales de la policíaimpactó a escasos metros de nosotros y soltó un gas asesino queprodujo arcadas, cortó la respiración e incluso hizo desear arrancarselos ojos. Quizá alcancé a fijarme pero nunca logré recordar habervisto a los manifestantes adoptar una actitud violenta. Sin embargo,los hechos registrados por medios oficiales así lo afirmaban. Piedrasy patéticos explosivos caseros habían iniciado vuelos peligrosos haciauna fuerza pública que terminó por hartase e iniciar la represalia.Gases lacrimógenos nos tomaron como objetivo. Las ollas dejaron deoírse, los panfletos fueron pisoteados en el suelo, los sueños de unmejor porvenir se vieron aniquilados. Pero yo ignoraba todo elloporque aferraba con todo mi ser a una joven de cabello castaño quetosía sin parar y clamaba por algo de aire entre tanta contaminación.Con mi corazón martillando en el pecho y los nervios destrozadosvolviéndome loco, tan sólo conseguí acariciarle el rostro, decirle quetodo iba a estar bien. A día de hoy todavía me duele que la única fraseque le dije fuese una vil mentira.

Dicho eso cruzamos una mirada, la primera y última que jamástuvimos, y luego cayeron más granadas que liberaron humo blancoasfixiante. Entonces dos encapuchados de la policía surgieron de labruma y con gestos bruscos tomaron a Marguerite por los brazos y laarrastraron como a títere despreciable. Grité algo ininteligible, recibí

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un porrazo en las costillas, vociferé una vez más, me asestaron unapatada en el estómago, agarré sin fuerzas la pierna derecha de miseñorita Lafayette y, cuando los policías consiguieron llevársela conellos, sólo fui capaz de robarles un zapato rojo que marcaría el iniciode mi vida desgraciada.

A Marguerite Lafayette la vida me la puso en el camino por un parde zapatos que habrían de convertirse en lo más preciado que jamásposeí.

En los días siguientes a su desaparición me enteré de que por cosasde una suerte mil veces maldita, Marguerite Lafayette dejó su amadaMontpellier por unos días para pasar vacaciones aquí, en la ciudadque la vería por última vez. Sus padres vinieron y aunque hablamosmuchas veces sobre los sucesos de esa fatídica noche, jamás lescomenté que me había quedado con una pieza de la indumentaria desu hija.

El siguiente ocho de noviembre me pilló desprevenido, vagandoentre vías calladas y recuerdos traicioneros. Como era de esperar, mispasos me llevaron al punto exacto en que conocí el amor por vezprimera para verlo partir sin siquiera decir adiós. Por un instante creíver alzarse sobre mí nubes de gas que venían a llevarse lo poco queaún quedase en mi alma moribunda. Cuando la desgarradora ilusiónhubo pasado, tan sólo quedó una figura de bruma que se asemejaba ala señorita Marguerite Lafayette. Desvaneciéndose tan rápido comonuestra unión, alcanzó a perderse en el aire junto a un bote de basura.Seguí su recorrido con la esperanza idiota de recoger su aroma.Afligido por el fracaso, anhelé tirar los vestigios de existencia que aúntenía sobre tanto basurero. Pero algo me detuvo. Ahí metido y mediooculto por periódicos amarillentos con olor a malas nuevas, unzapato mugriento de color rojo descansaba desdichado por cumplir yaun año sin su pareja.

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Safe & sound

—¿Tocarías para mí una vez más?

Era imposible negarle su deseo en esas circunstancias. Asentíbrevemente, me puse en pie y le dirigí una profunda mirada cargadade angustia, temiendo que al volver él ya no estuviese allí. Me di lavuelta y comencé a caminar entre los escombros. Cuadros y mueblesyacían por doquier, formando un laberinto de destrozos que parecíano tener salida. Adiviné en la penumbra la posición del armario, untrasto medio roto que formaba con pedazos de madera astillada unasfauces salvajes ocultas en sombras. Mientras estiraba la mano paraabrir la puerta del armario, otra leve réplica se sintió bajo mis pies.Duró tan poco como la lágrima que surcó mi rostro hasta caer al sueloresquebrajado. El ritmo cardíaco martilleó mis sienes y a puntoestuve de girarme y correr de vuelta, pero me contuve y esperé ensilencio. Cuando el movimiento telúrico cesó, alargué mi manonuevamente y rebusqué en el interior del mueble destrozado hastadar con el mástil de la guitarra. Me giré hacia donde estaba él y alalzar la vista un estremecimiento me recorrió con cruel intensidad.Aunque había visto la misma escena los últimos minutos, no pudeevitar una oleada de dolor y desespero que hundió con furia letalcualquier rastro de recuerdo feliz.

Frente a mí ya no se alzaban los muros ni la ventana inmensa queotorgaba vista a una ciudad de sutil belleza. En su lugar estaba unhueco gigantesco por el que se veía una capital sumida en pena,desgracia y oscuridad. Las pocas luces que adornaban Santiago eranlas de fuegos voraces continuando la destrucción iniciada por unterremoto cobarde que decidió atacar a medianoche. Podía percibir lasilueta de casas e iglesias sosteniéndose débilmente, elevándose alcielo como suplicando una clemencia que tardaba en aparecer. Ya nohabía muro que completara mi pequeño apartamento, sólo un orificionegro y siniestro, la herida de un edificio derrumbándose con cada

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segundo que pasaba. Regresé hasta mi Matías con guitarra en mano yme senté junto a él, observando una vez más su rostro y pecho, loúnico que los restos del techo no alcanzaron a ocultar. Cerré los ojos,aspiré hondamente, y empecé a tocar.

Las notas que se elevaron crearon una barrera entre el mundocaótico que se extendía más allá de nuestro piso y nosotros. Sirenas ylamentos se vieron acallados por una melodía que se alzaba en mediode la tragedia. Cuando empecé a cantar, dejé fluir los sentimientosque Matías había causado en mí desde que nos conocimos. En cadapalabra susurrada deposité recuerdos y sonrisas, caricias y abrazos,confesiones y silencios. La letra nada tenía que ver con nuestra vida,pero en mi tono de voz y en la intimidad del momento mi corazón seabrió como nunca había hecho para enseñarle a mi Matías que él erami todo. Lo que nunca pude describirle se lo canté con la pasión dequien sabe jamás entonará otra melodía. Le enseñé con la cancióncómo su ser creó este instrumento que ahora producía para él sutrabajo más sublime y doloroso. Entonces su voz se alzó también,fusionándose con la mía. Fue en esa unión en la que nuestras almasse saludaron y despidieron a la vez, no sin antes danzar una últimapieza bajo el nubloso, compungido cielo santiaguino. Mis oídoscaptaron en su tono el amor curioso y caprichoso que me habíalanzado como hechizo para nunca más dejarme ir. Atrapado bajo losescombros, me sonrió al tiempo que sacaba una mano ensangrentadade entre las rocas y la acercaba a mi pierna flexionada. Sin dejar decantar, me entregó con ese roce el último gesto de amor que lequedaba. La armonía tejida con nuestros susurros se erigió y nosenvolvió en un manto de fantasía que ni Dios pudo romper. Y fue asícomo le robamos a la providencia una pizca más de amor sincero yalegría pura en medio de la devastación. La melodía terminó. Elrasgar de las cuerdas se detuvo justo cuando mi Matías cerraba susojos y mi existencia.

Afuera, en la calle colmada de escombros, un grupo de personaselevaba la vista al edificio parcialmente derrumbado. Habían oído uncanto solemne que se impuso sobre el llanto, la pérdida, el desespero.Policías que atendían infinidad de emergencias se detuvieron aescuchar, olvidando sus labores. Niños y adultos que corrían por los

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vecindarios intentando encontrar vida entre montañas de ladrillo sehallaron de repente absortos en una melodía que gustaba y hería a unmismo tiempo. Anhelaron permanecer allí eternamente tanto comohuir de ese melancólico sonido. Entonces creyeron ver alzarse entrelos escombros del edificio un haz de luz roja, un rayo minúsculo quese imponía al manto fúnebre extendiéndose en la ciudad. No fue unaluz de valentía, ni tampoco de fortaleza. Ni siquiera de esperanza. Fueuna chispa de amor. Un retazo de roja luminosidad que como uncanto de fénix sobrevoló sobre Santiago, internándose por algunossegundos en el corazón de un pueblo derrotado antes dedesvanecerse. Luego, silencio total.

Dejé la guitarra a un lado y me acurruqué junto a él sosegadamente.Creí oír el sonido de un tambor proviniendo de no sé dónde yacercándose con rapidez. Supe entonces que ella se acercaba. El fríosobrenatural que me sacudió lo confirmó. Estaba allí con su hoz parallevarse la esencia de él y dejarme con su cuerpo vacío. Pero inclusoella, La Muerte, se sorprendió, dudó y se conmovió. Porque nomaldije, no lloré. No me aferré al cuerpo de Matías ni grité sunombre. Tan sólo le acaricié la mejilla, intentando recoger el últimovestigio de su calidez.

Cuando La Muerte se hubo ido, cerré los ojos y me junté contra supecho y rostro. Ambos caímos dormidos. Él en un eterno sueño enotro mundo, aguardando mi visita. Yo en una corta siesta queprecedería el inicio de una nueva vida que no iba a vivir. El comienzode una etapa en la que no estuve presente. El principio de un destinosin destino porque mi destino eras tú, mi Matías.

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Juego de piedras

Un patio de colegio condenado a la miseria es buen escenario parapresenciar una bella partida cuya existencia y consecuencias sólo eldestino bufón conoce. Para tan importante ocasión, son dosinsolentes niños los que se internan en maquiavélicos pasatiemposde los que no tienen idea. Tras el canto metálico de la campana y laposterior algarabía de los estudiantes, los dos jugadores en cuestiónse dirigen a las gradas deplorables ubicadas junto a un patio quealberga cuatro o cinco partidos de fútbol en simultáneo. Se sientan enel escalón superior, rematado con un tronco cubierto de tierra yvestigios de citas tímidas y besos robados. Sí, se antoja todo un tronopara dos competidores ignorantes de los vitales sucesos que están apunto de apostar. Uno devorando su refrigerio, el otro simulando notener hambre, ambos se alistan para lo que creen es un juegoestúpido capaz de hacerles perder un tiempo que no poseen yprefieren liquidar. Pobres ingenuos. No saben que el destino cruelobserva atento y con pluma en mano, dispuesto a escribir en el librodel futuro un suceso diferente por cada punto conseguido omalogrado.

La previa del encuentro culmina; la hora cero ha llegado. Loscontrincantes toman posiciones y con sonrisas inocentes se miran eluno al otro, retándose dócilmente a ver quién es el descarado quelanza primero. Ya han rebuscado entre el tierrero bajo sus pies laspiedras polvorosas que le traerán al destino un mar de carcajadas yburlas. La cuestión es simple: la grada inferior está tan desgastadaque hasta la mugre ha huido para dejar al descubierto pequeñasporciones de los ladrillos que componen tan horrenda tribuna. Dos deesos ladrillos cuentan con unos hoyos pequeños entre los cuales losjóvenes pretenden meter las rocas diminutas que lancen. Cadaacierto representa un punto que cae como bendición celestial para elafortunado y como puñetazo rastrero al rival. Allá arriba, desde eltronco glorioso en que se sientan, toman aire de dioses jugándose la

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vida. Gracioso que piensen así, pues en efecto la vida misma quedasobre la mesa cuando la contienda inicia.

El muchacho que comió tira primero. Conoce más mundo, se haforjado su personalidad oscura, impone respeto por donde pasa; laconfianza adquirida le dice que tire en primer lugar. Haciendo unaparábola divina que parece visualizarse en cámara lenta, la piedradesciende hasta golpear un borde rocoso y perderse en el suelo. Eljoven se lamenta, su adversario sonríe, y el destino se parte de risa.En su escritorio se inclina sobre el libro y anota que por tal fallo, elniñito sombrío llorará la muerte de sus seres queridos antes dealcanzar la adultez. Lanza ahora el segundo joven, conocido por suquietud y timidez, su sombra más famosa que él mismo. Avienta lapiedra con inseguridad pero risueño, y el tiro nefasto que se pierde enla cancha de casi cien futbolistas proporciona al destino otromomento de júbilo. Por tan mala puntería, que el amor le sea esquivotoda la vida. Así es como los dos ignorantes se juegan sin saberlo elresto de su futuro. Falla uno y consigue que a los cuarenta y siete levayan a detectar el cáncer. Erra el otro y se hace con un paquete desoledad inacabable. Desacierto, locura. Equivocación, amargura. A lolejos docenas de balones son golpeados, y en las gradas los dosinfelices determinan sus rumbos en un mundo de mentiras.Desgracias y tragedias se asignan a diestra y siniestra en las páginasde un porvenir que más valdría nunca contemplar.

Alguien logra lo que se antojaba imposible: introducir una piedraen uno de los huecos. El gozo estalla, los improperios resuenan, lasbanalidades se acentúan. Y por ahí, en algún lugar o en ninguno, eldestino calla. Escribe en silencio que el afortunado vivirá para serescritor, tal como lo desea. Escritor fracasado, ahogado por ilusionesde un éxito que nunca se avecina, condenado a descubrir por medio desu pluma y su alma los actos macabros que la providencia impone alos hombres.

Termina el descanso. El patio se libra de un fútbol grosero einfantil. La campana resuena a lo lejos. En las gradas, dos muchachosse limpian con el pantalón la tierra que tenían en las manos, signovisible de la disputa que recién termina. Se marchan en silencio

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pensando sobre tiros fallados, piedras malparidas, clases tediosas, yel futuro que les espere más allá de los muros del colegio. Al final deldía, antes de despedirse, acuerdan con solemne mirada silenciosa laanhelada revancha en el juego de piedras.

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La belleza de Alepo

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Son las 11:30 am de otro día de mi vida; no sé qué fecha. Creo queestamos en agosto, pero es difícil saberlo. Es un día caluroso. La vistadesde mi pequeña habitación permite admirar un cielo esplendoroso,ignorante de nuestras vidas. El sol brilla con sorna, las nubes nosrestriegan en la cara su pacífica libertad. Me gustaría decir quetambién yo tengo ahora esa pasmosa calma de las nubes y el aire,pero no, no es eso. Es algo más. O algo menos. Porque he perdidosensaciones y emociones. Veo, respiro, pestañeo, bostezo. Hagovarias cosas, excepto sentir. Las bombas me arrebataron lossentimientos.

Observo por la ventana la calle maltrecha y desolada. Casi sepueden contar más charcos rojos que escombros. Una que otra vezpercibo movimientos furtivos en otras viviendas o en esquinas medioocultas entre sombras. Son los pasos fugaces de ratas con formahumana que recorren presurosas el laberinto de roca y muerte en quese ha convertido nuestra ciudad. Un nuevo movimiento capta miatención en el cruce más próximo a nuestro edificio; un niño casidesnudo se dispone a cruzar la calle. Se inclina para tomar impulsocual atleta de olimpiada… el pobre iluso. Entonces sale disparado yen lo que se antoja una eternidad logra salvar la distancia requerida.Descansa unos segundos, eleva la vista hacia mí y levanta su pulgar.Ahí está Khaled, mi hijo.

Tenía un esposo, tres niños y una bebé. A mi marido se lo llevaronpara combatir. Mi hijo mayor y la pequeña perdieron la vida por unabomba hace pocas semanas. Yo quedé entre escombros y quien merescató dice que tuve suerte al perder sólo una pierna. Dudo muchoque la buena suerte entre a ciudades sitiadas. Khaled fue a buscaragua a uno de los pocos puntos que sigue suministrándola en elvecindario; tiene 13 años y es el hombre de la casa. Mi otro hijo,Ahmad, cuida de mí, aunque sabe que no debe molestarme cuandoestoy junto a la ventana. Cada uno se ocupa de sus pensamientoscuando los tiroteos y las explosiones lo permiten. Hasta el tiempopara pensar y meditar es un privilegio que escasea.

Cuando ha pasado casi una hora desde su marcha, Khaledreaparece en el cruce, el único obstáculo que lo separa del hogar y la

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reaparece en el cruce, el único obstáculo que lo separa del hogar y lasalvación momentánea. Quiere alzar los ojos y encontrarmevigilándolo, lo sé, pero se abstiene. Se inclina como antes, esta vezcargando dos botellones de agua. Reúne fuerzas y se lanza a correr.

A mis oídos llega un pequeño zumbido, un silencio nervioso y elsonido del agua que se derrama. A lo lejos se inicia un tiroteo, sirenasde ambulancias suenan y los motores de aviones enemigos retumbancomo risas demoníacas. Todo parece un coro fúnebre cantando susiniestra melodía de despedida para el cuerpo tendido en la calle máspróxima a mi hogar. Con una bala incrustada en su cabeza y el sueñode agua para la familia extinto en sus ojos, Khaled nos abandonadejando como recuerdo un cuerpo ensangrentado que el mundoignora sin pena. Muy lejos de allí, un francotirador sonríe y suma untrofeo más a su cuenta personal. Y yo… yo observo el agua que Khaledtraía, me fijo en sus manos mugrientas y su corazón que ha dejado delatir. Alzo la vista y diviso la belleza de Alepo.

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Isolated system

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Caminas apresuradamente entre vehículos incinerados y postescaídos. Miras a ambos lados con inquietud, procuras calmarte,convencerte que ya se ha ido, que ya no está. Pero es mentira. Losientes tras de ti, persiguiéndote inexorable, expandiéndose por todala ciudad como el vaho maldito de un capitán cuyo barco hanaufragado. Los nervios carcomen tu esperanza y aceleras el paso,aunque no tenga sentido. Continúa rastreándote, arrasando cadapizca de vigor que se interpone. Persigue tus ganas de vivir, sealimenta de tu miedo. Sientes que tu corazón bombea vestigiosoxidados de valentía y echas a correr.

Te precipitas a una amplia avenida rodeada de edificios sinventanales, estructuras malheridas que se alzan precariamente en lanoche. Entrecerrando los ojos, intentas distinguir los escombros deuna ciudad apagada que pereció con sus habitantes. Esquivas rocas ymetales al tiempo que aumentas la velocidad. Atrás, tu verdugoavanza implacable, portentoso, letal como un maremoto de sombrasengullendo los despojos de un mundo aniquilado. En el cielo brilla laúnica fuente de luz que aún existe, una aurora boreal de verdefantasmagórico, la marca funesta de un planeta condenado. Subelleza lóbrega te estremece hasta los huesos. Pero es la voráginedesatada en tu cabeza la encargada de encender el pánico.

Mientras huyes con desespero tu mente activa el sinfín derecuerdos que almacena en su interior. Escenas familiares se sucedenaparatosamente, deteriorándose en forma y consistencia. Las vocesde tu pasado se distorsionan cuando tu enemigo alcanza contentáculos invisibles los momentos más preciados de tu existencia.Estruja sin piedad, registra imperiosamente en busca de unaidentidad exánime. Luchas por zafarte sin saber muy bien por qué. Teadentras en el misterioso laberinto de tu mente, extraviándote en susvastos senderos caóticos, recorriendo a trompicones los turbiosrecovecos de un cerebro que se sume en el letargo. Pero miras arriba,contemplas el divino serpentear de la aurora boreal y consiguesfuerza necesaria para cortar los lazos que exprimen tus recuerdos,consiguiendo escapar por poco. Sin embargo, muy lentamente, vasperdiendo el ritmo de carrera.

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Te detienes débilmente frente a una pila enorme de desechos. Tefalta el aire y el cansancio acusa hasta el más pequeño de tusmúsculos. En medio del silencio sepulcral, tus manos se posan sobreunas rodillas a punto de quebrarse. Una súbita calma antinatural teembriaga, inspirándote a bajar la guardia, ceder, caer, perder. Detrás,la corriente de sombras planea sobre materia y espíritus abatidos,saboreando anticipadamente tu derrota. Y tú, incapaz de moverte,anhelando tumbarte en la miseria. Tus piernas ceden, cierras losojos, contienes el aliento y te derrumbas. Pero justo ahí, incluso enese instante de desolación, una chispa de rebeldía prende abrasadoraen ti y un rayo asoma sobre el manto desprovisto de estrellas. Es lavena abierta del mundo que se desangra impotente, clamando conrugido estruendoso y relámpago cegador una última batalla. Y luegolo escuchas. Un martilleo débil, como un tambor resonando tenue enla lejanía. Es el latido moribundo de la Tierra, un corazón agonizanteque se desata vehemente e impetuoso para insuflarte un trozo deresistencia final. Tu cuerpo exhausto se activa, las pulsaciones seagudizan, el mal atroz te acorrala y entonces…

¡¡¡CORRES!!!

Corres con terror, corres enloquecido, corres dejándote la piel enello. Corres consciente de que el fin clama tu nombre. Escalas lamontaña de escombros para luego zambullirte en un río de cadáveresnauseabundos, cuerpos destrozados bajo una manta hecha con restosde incredulidad e ilusión incinerada. Enfilas por la macabra carreteraimpulsándote desquiciadamente, pateando cráneos y pisandoextremidades. Adviertes la proximidad de tu verdugo y empujasadelante con fiereza inusitada. Y entonces sobre ti, en el firmamento,ISON sobrevuela fugaz la superficie de un pueblo masacrado,vanagloriándose de su luz cegadora sobre el velo negro, exhibiéndosecomo símbolo profético dictando sentencia a la humanidad.

De todos los rincones surge un coro demoniaco que quiebraabruptamente el silencio artificial. Una cacofonía repulsiva yamenazadora. Es la siniestra sinfonía compuesta por cuerpos deacero cayendo, puentes colapsando, montañas fracturándose,

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océanos devorando, vidas extinguiéndose. Los gemidos estridentesde quienes asisten al banquete de su propia muerte se combinan enun canto apocalíptico. El horror inunda tus sentidos, las lágrimasabren sendas de fuego en tus mejillas. A lo lejos, en la misma calle ymarchando hacia ti, un jinete con ropajes opacos cabalga victorioso.Se encamina veloz, casi flotando con su corcel maldito en un halomaléfico. Y justo cuando queda frente a frente contigo, Cronosdetiene el tiempo lo suficiente como para que detalles con absurdaprecisión la sonrisa bestial de ese engendro inhumano. Una sonrisade bienvenida al caos máximum. Un segundo después se pierde trasde ti y penetra eufórico en la muralla brumosa del Sistema Aisladocorrosivo. Avanzas unos metros más. Gritas aterrorizado. Aúllascomo nunca antes lo hiciste, desgarrando los cimientos mismos de tualma. Pero ya no es suficiente. Ya no lo es.

Infalible, te ha atrapado entre su penumbra y se adueña de tumente, la cual advierte devastada cómo tus memorias se desintegranmientras desciendes en el pozo de la más absoluta negrura.

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La dama de París

Vagaba entre calles y vías desoladas evitando encaminarse tanpronto al destino escogido para esa noche. Las característicascorrientes de aires invernales parecían ensañarse con ella al advertirel atuendo sin mangas que exhibía jactanciosa. No obstante, la brisacasi asesina no hacía más que realzar la pulcra belleza que esa mujerportaba con naturalidad. Llevaba un vestido negro a juego con mediasdel mismo color que se ajustaban perfectamente a sus piernas. Loszapatos de aspecto juvenil contrastaban de maravilla con la eleganteindumentaria. En sus antebrazos desnudos colgaban varias joyasdoradas que brillaban reflejando las ocasionales luces de unautomóvil y un bolso se balanceaba al ritmo de su caminata pausada.Una pareja que cruzaba por su lado no pudo evitar observarla contotal indiscreción. Como respuesta, le lanzó una muy coqueta miradaal chico que, sorprendido, entreabrió levemente los labios. Sucompañera frunció el ceño, sus ojos resplandeciendo como llamas deodio y envidia. Cuando siguieron de largo, la hermosa y solitariamujer casi no pudo contener la risa. Debía ser sincera: mejor pintatenía una gárgola que ese tipo, pero el breve flirteo valió la pena porla reacción invaluable de la idiota que lo acompañaba. Más tardequizá le quedaran agradecidos si llegaban al sexo de reconciliación.Prefería soñar con una ruptura o separación, pero el destino no eratan benévolo con sus apuestas.

Ensimismada como estaba en sus reflexiones, casi no se percató deque ya había arribado a Pont Neuf. Cuando tomó plena conciencia deello, soltó un suspiro de resignación y enfiló hacia la rue Henri-Robert al tiempo que veía de reojo el Sena, preguntándose qué tanentretenido sería sumergirse en sus aguas ahora mismo. Desechó laidea y entró en el estrecho callejón que conducía a la plaza. Sólo lebastaron un par de pasos para notar que unos ojos se clavaban enella. Más exactamente, en sus piernas, brazaletes y anillos, en ese

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orden. Continuó caminando, dejando atrás al curioso que laexaminaba detenidamente desde la sombra de un portal. Un segundoantes de que éste saliera de su escondite, la dama se detuvo, diomedia vuelta y soltó un susurro vibrante que voló como un puñal aoídos del sujeto. —Tal parece que entre más audaces, más idiotas los hacen hoy endía, ¿cierto?Silencio. — ¿En verdad crees que soy estúpida como para salir vestida asísabiendo la clase de ratas que como tú aguardan su botín de lajornada? ¿Piensas que andaría tan campante si no tuviese la certezade que no pueden ni mirarme a los ojos? No voy a llenarte losbolsillos ni mucho menos aplacar tu hambre carnal, querida escoria.Así que mejor te guardas el juguetico de fuego y te evaporas. Mientrastú apenas empiezas, yo ya hice y deshice en los bajos mundos. No meprovoques.

El delincuente principiante, porque sólo eso era, a punto estuvo deechar a correr. Su cuerpo despedía un hedor de alcohol mezclado conaltas dosis de temor. —Tienes de ladrón lo que yo de monja santa. Agradécele a tu diosque el barniz negro de mis uñas es reciente o de lo contrarioestamparía mis dedos en tu cuello y lo desgarraría con citas dehombres podridos en la tumba e inmortales en los libros. ¿Te gustaríaver el rojo maligno en mi nívea piel inocente?Horrorizado, el pobre diablo huyó dejando tras de sí un aromacorrupto y a la dama enigmática. —Eso pensé—susurró ella. Había exigido agradecimiento a unadeidad por el simple hecho de llevar esmalte negro. Pero así eran lascosas. Dios está en los detalles, recordó. De hecho, ella era su propiadiosa. Su cuerpo el templo, las joyas y anillos como adornos deadoración y su mente un ser supremo destrozando bastardos queosaran empañar su paseo por París.

Se giró y un par de pasos después estuvo de frente ante una PlaceDauphine parcialmente engullida por la niebla que empezaba a surgirsigilosamente. Se internó en la plaza triangular rodeada de árbolesaltos carentes de follaje, pisoteando las escasas hojas que ni el viento

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ni la nieve de otros días se habían cargado. Escogió una banca ubicadacasi en el centro del lugar, refugiada bajo una docena de ramasescuálidas que se mecían sin parar. Se sentó y acto seguido extrajo desu bolso el amante habitual que viajaba con ella. F. Scott Fitzgerald sematerializó en forma de libro, dispuesto a contarle un sinnúmero decosas que ningún otro hombre era capaz. La abrazó y atrajo hacía sícon firmeza, hechizándola sutilmente con letras sublimes y citasabrasadoras. Ahí estaba ella, Marcel, entregada por completo a unacto de amor literario que París presenciaba solemne.

No supo con exactitud cuánto tiempo llevaba leyendo, pero síestuvo segura de que la mirada posada en su figura apenas acababa deencontrarla. No tuvo que esforzarse mucho para adivinar quién lavigilaba con tanta cautela. Podía sentirlo en uno de los edificios juntoa la Place Dauphine, probablemente de pie en un balcón de segunda otercera planta, creyéndose invisible y perspicaz. Qué iluso, qué bello;qué tonto, qué tierno. Optó por no moverse, siguiéndole el juego yterminando los últimos párrafos de una página. Cuando percibió lacreciente impaciencia de su espía no tuvo más remedio que guardarcon devoción a su amor eterno. Se puso en pie e hizo un gesto fugazhacia el punto donde creía él estaba. No le iba a conceder el honor dedirigirle una mirada. No todavía. En cuestión de segundos ya lo teníade frente, con su típico gesto de hombre serio y mirada como hielo.

No cruzaron palabras, ni siquiera un mudo saludo. Tan sólo selimitaron a observarse detenidamente. Él sabía que Marcel estaba apunto de marcharse de nuevo, tirando a la basura sus esfuerzos porlocalizarla. Pero no importaba. Le estaba dejando el claro mensaje deque no era tan ágil como pensaba. Le podía seguir el rastro y tarde otemprano ella tendría que ceder, que bajar de su nube de gloria paraenfrentarse a ese humano molesto. Y entonces… ¿entonces, qué? Eralo que siempre se preguntaba. Bueno, algún día descubriría larespuesta. Por lo pronto se contentó con mantener la silenciosaguerra que ella proponía con los ojos.

Marcel finalmente se hartó y sacó una tarjeta que le tendió condisplicencia.

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—“En 24 horas. Aquí. Ni una palabra. Marcelle”—leyó el joven—.¿Ahora le agregas una ‘l’ y una ‘e’? —Un toque parisino no cae mal. Te regalo el par de letras para queal pronunciar mi nombre el encanto dure un milisegundo más.Dicho esto, le dio la espalda y emprendió la retirada. —Aquí estaré —le oyó decir con sequedad.Pero yo no, pensó llanamente. Sí, el papel de antagonista me va tanbien como a él ese abrigo negro.

Cuando volvió a internarse en las más laberínticas avenidas de lacapital francesa, dejó escapar una carcajada divertida levementeteñida con amargura. Casi le pesaba engañar al pobre escritorinvitándolo a una cita de uno. Pero no tenía más opción. Su paso poresa ciudad era de una sola noche. Además, no estaba dispuesta aponerle las cosas tan fáciles para que la encontrase otra vez. Si queríaverla de nuevo, que sufriera en el intento. Después de todo no era unacualquiera con la que iba a reunirse. Lo sacó de su mente y se dedicó arecibir la infinidad de halagos que la vida le mandaba. Sonriósatisfecha, vanagloriándose en toda su belleza. La luna crecientetrataba de ignorarla olímpicamente, pero su propia luz traicioneracedía ante el embrujo de una Marcel que la saludaba con malicia. Y allícontinuaba ella, despertando la magia adormecida de unas calles quede a poco iban integrándose a un mundo de trivialidades. Caminabagrácilmente, con una férrea seguridad propia de quien domina todo asu alrededor. Era la Dama De París, la mujer de encanto majestuosoque flotaba sobre la tierra mundana envuelta en su aura de grandeza.

Bailó con París, acarició a Fitzgerald, humilló a la luna y se bebió lanoche. Cuando los ciudadanos despertaron, un lluvioso 17 dediciembre les esperaba con parsimonia. Y aunque todo parecía igual,algunos lograron advertir en el ambiente un aroma dulce y oscuro,adictivo y perverso, mágico y vil. Era la fragancia de una villanaaguardando el momento de entrar en acción con el caos como traje degala. Era el aliento de Marcel, tentando y seduciendo al destinomismo.

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La prostituta de Ámsterdam

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Para Nicola Rigamonti el ansiado verano llegó con la súbitapromesa de huir a cualquier rincón de Europa que se le antojase.Harto de ver una Italia que siempre le parecía jodida e infestada deturistas, escogió convertirse en viajero él también e irse a incordiarsuecos, mofarse de franceses y follar algunas alemanas. Una idiotadel instituto que no dejaba de hablar ni en sueños había mencionadonoches atrás cuán emocionada estaba por irse a Escocia con sufamilia. Alardeó por tantas horas del dichoso viaje que en un ataquede ira Nicola la envió a la mierda en tres idiomas diferentes mientrasjuraba pasearse como rey por algo más que montañas desoladas ycastillos anticuados. Pero sumado a la mezcla de hastío y envidia, undeseo irrefrenable de buscar alguna causa de alegría lo empujabainexorablemente a embarcarse en esa travesía.

Alistando algunos enseres y contando dinero de dudosaprocedencia, Nicola aprovechaba para meditar sobre qué lugar visitarprimero y qué hacer una vez allí. Poco social, enemigo de la historia,temeroso de compañía constante, Nicola no tenía clara idea de quépodría esperarlo allá donde viajase. Sin embargo su vida solía ser así:un mar de confusiones donde unas ideas se entrecruzaban con otras ydejaban poca chance de hallar algo coherente. Pero sacudió la cabezay se obligó a terminar con tanta tribulación barata. Haría lo que leviniese en gana y se contentaría con los efímeros pinchazos defelicidad que experimentase. Hasta llegó a pensar, no sin ciertasorna, que quizá encontrase uno de esos amoríos veraniegos de losque tanto hablaban por esa época. Después salió de su vivienda y sólopor casualidad terminó despidiéndose de dos conocidos del orfanato.Se los cruzó en la calle y tras unas palabras rápidas se alejó del par dejóvenes que poco o nada habrían de recordarlo.

Nicola jamás hubiera imaginado seriamente que sus últimospensamientos antes de dejar el hogar se hiciesen realidad. Con lo queno contaba era que ese amor que creyó sentir fuese sólo una obsesióny no por una dama sino por la fuente de su condena.Embelesado con tanta señorita de atributos generosos y bebidasportentosas capaces de traer el paraíso a la tierra, Nicola Rigamontiperdió el poco sentido común con que había salido de Milán y seentregó a un torrente de placeres pasajeros que a cambio de

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entregó a un torrente de placeres pasajeros que a cambio deextenderse le exprimían el bolsillo de modo atroz. Pero el puntopreciso de perdición llegó cuando al ingenuo milanés se le dio porconsumir pastillas de colores que lo hicieron sentir Diostodopoderoso. En cuestión de días Nicola se convirtió en devotofervoroso de cuanta droga le enseñaban y supo entonces quesolamente la muerte conseguiría separarlo de esa tentación sublime.

Droga aquí, droga allá, Nicola visitó en meses siguientes lugarescon los que ni siquiera traficantes sudamericanos habrían llegado asoñar. Pero así como su entendimiento de ese mundo aumentabavertiginosamente, los recursos que había traído de Italiadisminuyeron hasta ser completamente nulos. Nicola jamás llegó arecordar cuándo comenzó a mendigar ni más ni menos que enBruselas. De allí pasó a ciudades cercanas que ninguna consideracióntuvieron de sus necesidades. Después, un desplazamiento fortuito lollevó de manera sorprendente a Róterdam. En ese lugar consiguióesporádicos suplementos que aplacaron el ansia y aniquilaron lo quele quedaba de vitalidad. Durante un tiempo que se le hizo eterno,Nicola experimentó padecimientos inhumanos que le robabanlágrimas de fuego y suplicaba atormentado que a la próxima que sefuese a dormir no tuviese que volver a despertar.

Aunque sus peticiones no se cumplieron al pie de la letra, unperiódico tirado en un bote de basura pareció dar la respuesta y elalivio que Nicola tanto necesitaba. Decía un artículo minúsculo queen Ámsterdam vivía un hombre mayor encargado de darle dignasepultura a inmigrantes ilegales, marginados y, ¡oh, sorpresa!,drogadictos solitarios. Cualquier persona que muriese en la capitalholandesa sin compañía alguna era de inmediato reportada al señorque desde hacía veinte años organizaba funerales provistos de flores,piezas musicales y hasta poemas de despedida. Entonces Nicola, quedesde hacía algún tiempo tenía la certeza de estar a punto de morircomo una rata, vio surgir la macabra ilusión de contar con alguien asu lado en el último adiós.

Si granjearse la llegada al cielo es difícil, hacerse paso para arribaral infierno era peor. O al menos eso pensaba Nicola Rigamonti

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mientras sufría lo indecible con tal de alcanzar una Ámsterdam que aratos se le aparecía en sueños como una ciudad de tumbas con sunombre por todas partes. Cuando finalmente salvó la distancia que lequedaba, Nicola deliraba casi todo el día y su cuerpo estaba reducido auna forma esquelética espantosamente forrada con piel amarillenta ycolgante. Como si la muerte le allanase el sendero mortuorio con unahoz invisible, en más de una ocasión el milanés perdido se libró demanera milagrosa de ser cogido por autoridades implacables. Ya eltramo final se antojó sencillo, y Nicola lo hizo con una mueca en elrostro que intentaba asemejar una sonrisa. Coronó el punto medio deun puente inmenso desde el cual se avistaban carros velocesmarchando debajo. Con sus últimas fuerzas se encaramó a labarandilla y llorando en silencio se lanzó. Antes de que el alma se leescapase por la boca, alcanzó a proferir un grito a modo de maldicióncontra su padre inútil que pereció en la guerra y contra su madrecobarde que lo abandonó cuando nació. Luego impactó el asfalto y lasllantas de un coche le abrieron las puertas del averno.

La trágica muerte de Nicola acaparó portadas de diarios quellegaron a bares, colegios, empresas y burdeles. Como no podía ser deotra manera, Ger Frits, el amigo de los muertos de nadie, oyó elsuceso y supo que ese caso le pertenecía. Dos días después del suceso,el señor Frits se encontraba en su oficina austera rellenandodocumentos mientras Frank Starik lo observaba en silencio. Frank,poeta entregado a escribir letras sombrías que engalanaban lasexequias, aguardaba indicaciones de su amigo para empezar aredactar poesía que de uno u otro modo llevase la esencia deldesconocido Rigamonti. Justo cuando se disponía a preguntar algo alrespecto, alguien llamó a la puerta con golpes toscos. Ger Frits indicóa quien estuviese fuera que siguiese. Una mujer de vestimentaordinaria que dejaba poco a la imaginación entró y pidió hablar asolas con el señor Frits. Éste le indicó a Frank que por favor saliese unmomento. Tres minutos después la dama salió con ademanesvulgares y una hoja entre las manos. Cuando el poeta regresó a laoficina vio que Ger Frits tiraba unos papeles al cubo de basura,suspiraba cansadamente y, al percatarse en él, negaba con la cabezalentamente.

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A la mañana siguiente un frío abrumador recorría Ámsterdam. Lacapital, sumergida en niebla casi tan blanca como la nieve, impedíaver poco más allá de las narices a peatones y ciclistas que iniciaban lajornada diaria. Por su parte, en un modesto cementerio sumido en elsilencio, la mujer que había visitado a Ger Frits se plantaba conojeras, terriblemente maquillada y ataviada con un vestidoestrafalario ante una sencilla tumba carente de arreglos florales.Contemplaba con facciones alargadas el eterno hogar de NicolaRigamonti. La noche anterior, entre turno y turno de trabajo, nohabía dejado de pensar en qué habría motivado a ese pobre diablo aliquidar su vida de tal manera. Incluso cuando un par de clientesconsiguieron subirle la temperatura y la penetraron con fiereza, ellacreía escuchar el llanto pasado de un bebé que recién se quedaba sinpapá por una bomba y que a punto estaba de perder a su madredestrozada. Ese lloriqueo se intercalaba con un chillido de llantas y unimpacto sordo que la habían vuelto loca en las últimas horas. Se sacócomo pudo de la mente esos recuerdos y murmuró una disculpa pococonvincente. Finalmente una lágrima, que tardó más en caer que susbragas en horas laborales, le recorrió el rostro y con ello dio porterminada su despedida.

—Ay, Nicola, y yo que creí que lo mejor para usted era quedarse sinesta mamá horrorosa que le tocó. Maldita sea la hora en que eldestino decidió reunirnos nuevamente en estas circunstancias. Yomás no puedo hacer.

Y partió. La prostituta de Ámsterdam se fue dejando tras de sí latumba de un hijo que ni en su llegada al Más Allá pudo descansar enpaz, y que en vez de flores, poemas y melodías tuvo la patéticareunión con una madre malparida que esa noche con un buen polvolo olvidó.

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Hopppípolla

Huimos sobre el mediodía. Como el par de pequeños fugitivos quesolíamos ser en los veraniegos domingos de sermón, escapamos demuros pálidos y olores químicos hasta alcanzar unas calles inmersasen la terrible cotidianidad. La bata blanca quedaba oculta bajo suchaqueta favorita. Iba descalzo y despeinado, sus ojos apagados, sushombros caídos. Pero alzó la vista al cielo nublado y sonrió. Era libre.Yo me cubría del gélido clima con un abrigo rojo abarrotado de frases,citas, risas y confesiones que había seleccionado cuidadosamentetoda la mañana. Iba preparada con el material necesario paraesconder mi suplicio, maquillarlo con una falsa alegría que ya notenía y jamás iba a volver.

Lo llevé al parque que visitábamos cada que me regalaba un libro.Allí, rodeados de árboles marchitos y lagos apacibles, escuché su vozpor primera vez en meses. Para tan especial ocasión escogió un tonodulce, juvenil, el mismo con el que leía esos relatos que se adueñaronde mis más preciados sentimientos. Habló de recuerdos que yo creíaolvidados, sueños que guardamos en estrellas, viajes tejidos connuestra imaginación y la música de nuestras vidas. Relató nuestrahistoria como recitando un hechizo sublime capaz de envolverme enla magia de su compañía. Sus palabras se alzaron como un conjuroque nos rodeó y excluyó del mundo carente de fantasía. Y luegoreímos, jugamos, saltamos, caímos al césped, dimos vueltas,corrimos, danzamos. Nos sumergimos en un delirio exquisito quebañó nuestros sentidos. Me quitó los zapatos, me hizo entrar encontacto con helados caminos empedrados y tierra húmedacubriendo mis pies. Y con ese gesto, con ese único actoaparentemente trivial, retiró las capas sombrías que me impedíanvivir la vida en su máximo esplendor. Abrió una ventana en mi almapor la que me asomé para respirar por primera vez de un aromaparadisíaco.

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Pero entonces, actuando estúpidamente, corrí alejándome de él.Aún presa de la dicha y regocijo, no me percaté de la trágica ironíapresente en el hecho de separarme de su compañía, huir de susbrazos procurando que él me diera alcance cuando los dos sabíamosque, en cuestión de horas, eso ya no iba a suceder. Como acentuandola desgracia latente, una lluvia fuerte se desató sobre nosotros. Lasgotas caían infames, mofándose de mí, pero yo no las escuchaba. Elmundo entero a mi alrededor se silenció mientras lo observaba a élcontemplándome con expresión indescifrable. Y justo cuando creíque se derrumbaría desolado allí mismo, rió. Rió con tantas ganas quequebró la quietud en mil pedazos antes de lanzarse veloz hacia mípara atraparme y besarme con pasión abrumadora, cubriéndome deuna sensación apoteósica. El cielo pareció estallar, el suelo seestremeció soberbio. Fundidos en un abrazo celestial, comprendí queacabábamos de burlar los despiadados juegos del destino. Cuando yase daba por sentado que jamás iba a alcanzarme, él salvó la distanciaque nos separaba y venció las leyes de una providencia incrédula yderrotada. Fue el momento más feliz de nuestras vidas. En ese únicobeso casi eterno me entregó la esencia misma de su ser, me obsequióhasta la última gota de su existencia.

Ya después llegaron los hombres de uniforme azul claro parallevárselo a su cita. Una vez me lo arrebataron, quedé a la deriva enun mar de soledad y angustia. Sin embargo pude divisar en miinterior sus pasos intercalándose con los míos, aproximándose alfinal. Su llegada al quirófano, mi arribo a la estación de autobuses. Suúltimo pensamiento, mi despedida de la ciudad. La negrura tras laanestesia, mis ojos cerrándose al emprender el viaje. Los inútilesintentos de doctores que querían curarlo, las miradas piadosas deviajeros intentando consolarme. Sus últimos latidos agotando restosde una mustia vitalidad, mis pasos repentinos buscando la salida deltransporte, internándome en la noche. Luego, la oscuridad total eirreversible que lo envolvió, y mi grito en medio de la nada mientrasme desplomaba sumida en un llanto abrasador. Todo acabó, todo seapagó. No existió mayor dolor que aquél trepando por mi alma,ahogándome, ni infierno tan atroz como ese que me cubría,condenándome. Sólo las suaves caricias de una tibia brisa mecalmaron. Eran los susurros de un espíritu que por segunda vez se

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burlaba del destino.

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La sombra de los caídos

19 de octubre de 2027. 11:58 pm.

Restan dos minutos. El cielo negro y nublado parece un funestopresagio de lo que se avecina. Sólo pequeños susurros del vientointentan sin éxito cortar el silencio tenso que se extiende por cadarincón de la capital. Mientras caminábamos a este punto sentía quecada paso reafirmaba nuestra convicción, pero ahora que la soledad yla calma se acentúan, un creciente temor nos embarga e incita a darmedia vuelta y escapar. Justo cuando las dudas empiezan a aflorar ennuestros ojos, oprimo con fuerza la bolsa que sostengo en una mano.La abro casi con cautela y extraigo la máscara que es nuestro símbolo,nuestro escudo, nuestra bandera. Mis cuatro amigos imitan el gesto,escondiendo su aspecto preocupado bajo el rostro plástico, sonrientey de barba puntiaguda que nos infunde el valor suficiente para unaúltima misión. Tras un suspiro y una breve mirada entre todos,abandonamos la oscura esquina protectora y enfilamos hacia elcentro de la Plaza de Bolívar.

Gigantescas estructuras cargadas de historia y poder nos rodeanpor todas partes. Silenciosas, parecen aguardar el momento exactopara descargar su fuerza sobre nosotros. Pero ningún edificio se vetan maquiavélico y tenebroso como el que tenemos en frente. Allí sealza solemne la mayor burla a un pueblo que contempló impotentecómo las leyes se volvieron en su contra. El Capitolio Nacional,regodeándose en su típico esplendor, parece sonreírle con sorna auna nación sumida en el caos y el dolor. Ahora mis cuatro amigos yyo, de pie y con un Simón Bolívar de bronce a nuestro lado,aguardamos en el centro mismo de un país que se desmorona elmomento del último desafío al sistema que todo nos lo arrebató.

Corrían tiempos de elección presidencial cuando una cadena de55

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patrañas y crímenes inconcebibles auspiciados por el candidatofavorito salió a la luz conmocionando la nación. Miles de indignadosse agolparon en las calles para exigir retiros y condenas, verdades ydisculpas. Pero en lugar de ser escuchados, todos fueron oprimidossutilmente y muchos desaparecieron. Para mediados de 2022 laconsternación fue absoluta al conocerse que el nuevo mandatariocolombiano no era otro que aquél artífice de incontables embustes ymasacres cometidas incluso semanas antes de la elección. Y aunquesus primeras acciones pretendieron imponer aires de calma,Colombia despertó de un letargo de décadas y comenzó a vislumbrarcuántas mentiras se había tragado sin más. Por ello todo empeoró.

La represión absoluta llegó sin avisar para quedarseindefinidamente. La fuerza pública volcó su incondicional apoyo aese gobierno infamemente acaudalado que se hizo el de la vista gordatan pronto sus súbditos de uniforme verde tomaron al pueblodesconcertado como enemigo. Los que aún no habíamos despertado oanhelábamos seguir soñando un mundo de mentiras y fingidanormalidad no tuvimos más remedio que abrir los ojos, dejarexpandirse en nuestras venas la rabia e impotencia ante tantainiquidad. Cada día al amanecer oraba a San José para que protegiesea mi niña de tres años, el hermoso bebé recién nacido y a mi esposafiel. Después partía a planear protestas, desafiar leyes y escondermecomo rata de cualquier mirón. Al anochecer regresaba a casa con elcorazón en un puño ansioso por abrazar una familia que seguía allípara insuflarme fuerzas que se evaporaban con rapidez. Pero la luchase tornó trágicamente implacable y un día como cualquiera declamores ignorados y desapariciones no anunciadas, regresé a mihogar para encontrarme con el eco de llantos desatendidos y unasoledad mortuoria que habría de pesarme hasta el fin de mis días.

No es el tic-tac de un reloj o las campanadas de una iglesia las quenos alertan del tiempo señalado. Son los latidos frenéticos denuestros corazones los que avisan la llegada de la medianoche. Elsilencio ya existente parece estirarse y tensarse hasta ser casitangible. Una quietud sobrenatural se derrama por la plaza y seescabulle por las calles, inundando cada centímetro del suelo

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bogotano. Nada más sucede, nada más se escucha. Entonces losentimos. Bajo nuestros pies se percibe un leve temblor que vaadquiriendo gran potencia con cada fatídico segundo que transcurre.Martín, a mi derecha, me sacude el hombro y me indica con señas quemire hacia atrás. Bajo el semblante pálido de mi máscara, unaexpresión de mudo asombro se apodera de mí.

De las calles contiguas al Palacio de Justicia surge una multitud depersonas marchando en silencio sepulcral hacia nosotros. Cientos demiles de Guy Fawkes acercándose con pasmosa parsimonia a la citacon su destino. Recuerdo la escena final de aquella vieja película en laque un pueblo se dirige por las calles londinenses al ParlamentoBritánico para ver su destrucción, pero en medio de mi estupor medigo que lo que vivo ahora sobrepasa cualquier ficción y tiene un tintede trágico heroísmo que desgarra el alma. No tienen capas nisombreros; cojean o empujan sillas de ruedas y algunos parecen estaren pijama, como si hubieran decidido asistir a última hora. Perocaminan, se aproximan, se alzan en la peligrosa oscuridad contra ungobierno mortífero que actúa invisible contra su patria. Hombresheridos, mujeres desesperanzadas, niños asustados, ancianosolvidados, todos con su máscara como defensa y arma contra un rivaloculto en tinieblas de castigo y represión. No empuñan pistolas, noelevan pancartas, no traen corazón. Lo han perdido o abandonadojunto a las tumbas urbanas que la autoridad les obsequió. El llantoacude a mí sin que pueda controlarlo, y sólo entonces me percato deque también mis amigos sollozan desconsolados ante la escena tansobrecogedora.

Cuando los primeros de la muchedumbre nos dan alcance le damosla cara nuevamente al Capitolio Nacional y avanzamos unos pasoshacia él. Una bandera tricolor manchada de masacres y corrupción seondea pesarosa en lo alto de la construcción, mientras unosfrancotiradores se resguardan unos metros bajo ella, desperdigadosen la terraza del edificio. A nuestra derecha, sobre el tejado delPalacio Liévano, una cámara transmite en directo al mundo nuestramuda rebelión, una escena escalofriante con miles de personassiendo una sola, encarando a un sistema temeroso de igualdad. Yagarrada a la torre sur de la Catedral Primada de Colombia, la muerte

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nos contempla estupefacta y conmovida por el acto de valor quemarcará nuestra partida.

El momento final ha llegado. La nación entera contiene larespiración, sabedora de lo que sigue. Caminamos unos metros más,nos detenemos a un mismo tiempo y alzamos nuestro rostro plásticode sonrisa irónica hacia el Capitolio Nacional. Levanto la manoderecha con los dedos extendidos y después los cierro formando unpuño, última señal de nuestra batalla. Caigo de rodillas, con lasmanos en la cabeza. Todos en la Plaza de Bolívar y sus alrededoreshacen lo mismo, entregando así, con dignidad, la vida que tanto hanquerido quitarnos. Temblamos y lloramos con terror, rabia,desespero. Los más pequeños se estremecen junto a sus padres,mientras éstos suplican a un Dios perdido que todo acabe de unabuena vez. En las calles de todo el país millones de colombianosrepiten el sacrificio. Jóvenes y adultos se derrumban igual que susesperanzas, ofreciendo su existencia ultrajada por la guerra.Infinidad de lágrimas se derraman en el planeta a medida que lostelevisores reproducen el momento surreal que se vive en la plaza.París, Madrid, El Cairo, Tokio, Canberra, Moscú, todas las ciudades seunen en torno a una tragedia que sólo hasta último minuto dejaron deignorar. La muerte se lanza en picado desde la torre sur y vuela sobrenosotros mientras suelta un gemido de lamento por el trabajo que sedispone a realizar. Y yo, en medio del suplicio, alcanzo a dedicar unúltimo pensamiento a la esposa e hijos que me robaron en elmomento que abrí los ojos y pedí en voz alta esa mierda inexistentellamada justicia y libertad.

Un zumbido se aproxima a mí desde el Capitolio Nacional y todo seoscurece.

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Historia liberada

Agitados por una brisa que se llevaba los últimos restos de calormatutino, un puñado de árboles medianos exhibía vanidoso sus dotesbailarines al son del viento bogotano. Decoraban impasibles losterrenos irregulares de una biblioteca que, habitualmente condenadacinco días al abandono, parecía resucitar los fines de semana en quecientos de personas sonrientes se paseaban por allí para gozarambientes sosegados, estancias cargadas de silencio sacro y lecturasprestadas que acortaban el tiempo de manera clamorosa. Pero hoy,jueves gris de pesada monotonía, parecía yo el único ser vivomerodeando entre bancos de madera y superficies de céspedalrededor de la Virgilio Barco.

Caminaba con nerviosismo, intentando aplacar la crecienteincomodidad que iba apoderándose de mí, incitándome a dar mediavuelta y abandonar el buen propósito de ese día. Maestro en retiradasde cobarde y experto consumidor de patéticas excusas, dejar a mediasla misión me tentó maliciosamente pero logré zafarme de tal idea ycontinuar la marcha con mi amante silenciosa bajo el brazo.Poseedora de un aroma paradisíaco, fuerte y esbelta a pesar de tantasarrugas, la gastada novela que llevaba conmigo nunca se vio másapetecible. La había rescatado de una detestable librería en la que nosabían de quién era Rayuela o qué había sido del coronel AurelianoBuendía, pero donde respondían veloces cuántos Benjamin Franklinverdes hacían una fortuna y qué tomo pesado generaba más ingreso.El pequeño ejemplar no tenía más de siete años pero parecía habervivido cien. El sólo imaginar qué dedos negligentes e indignos habíanmanoseado tal belleza me producía escalofríos. Sin embargo, másestremecimiento me causaba el pensar la tamaña locura que medisponía a realizar.

Decidí dirigirme a la zona arbolada que había visto nada másingresar en los terrenos de la biblioteca. Si había de soltar mi libro

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adorado para siempre, que fuese bajo un refugio decente que loprotegiese mientras un viajero cualquiera se compadeciera del futurotexto huérfano. Animado por historias de liberaciones pasadastotalmente exitosas, había decidido esa misma mañana ser partícipetambién de un evento mundial en el que amantes de la lecturasoltaban por ahí a sus amigos de papel para que fuesen encontradospor incautos humanos escasos de fantasía. Había escogido unahistoria como ninguna otra que hubiese leído antes. Al mago de lasletras Carlos Ruiz Zafón estuve por hacerle un altar y decorarlo convelones robados a mi abuela la noche que entre lloriqueos sonorosculminé su novela Marina. Esa misma narración, todavía impregnadacon la humedad de mis lágrimas, era la que parecía infundirme unenigmático valor para que la dejase sola a la espera de un nuevocliente que cautivar.

Antes de recostarme en uno de los tantos árboles que había, torcíun poco a la derecha para ir a contemplar la conocida fuente de labiblioteca. Estaba en un nivel inferior al cual se llegaba bajando bienpor una rampa o por escalones de piedra. Sin embargo, desde arribase la podía observar a la perfección, detallando sin problemas lafigura circular adornada en cierto punto por una suerte dematorrales. El agua, que en los constantes días de lluvia subía sunivel de manera ostensible, llevaba señales inequívocas de susrecientes beneficiarios, caninos varios que escapando de sus dueñosse entregaban con sumo placer a un baño al aire libre. El movimientoparsimonioso del líquido escasamente limpio me indujo a un estadode relajación que quise completar con una última lectura de miamada Marina.

Volví sobre mis pasos y seleccionando el tronco más ancho, meacomodé en él al tiempo que abría el cálido libro. Como disponía depocos minutos, pasé páginas rápidamente hasta llegar a los últimoscapítulos, esos que hacían encoger mi corazón con mayor facilidad.Las aventuras de Óscar Drai y Marina de inmediato me hechizaroncomo la primera vez y, para cuando hube acabado, sentía un vacío tangrande en el alma que añoré dormirme abrazado a esos trozos depapel sin tener que volver a despertar en un largo rato. No terminabade lamentar desenlaces y prontas despedidas cuando atisbé a un niño

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vestido con andrajos que pese a sus prendas, manos y mejillas sucias,exhibía una hermosura magnífica. Me miraba con unos ojos grisespenetrantes y se aproximaba con cautela pero seguro. Cuando estuvoa no más de dos metros de distancia, soltó un chillido agudo y empezóa llorar. Yo, que en mi infinita ingenuidad me apiadaba hasta de unpeluche roto, me alarmé al instante y quise hacer cuanto estuviese ami alcance para tranquilizar al pequeño. Me puse en pie y entonces elniño dio media vuelta y echó a correr, llorando todavía. Olvidándomedel libro, que había quedado junto al árbol, me lancé en carrera tras elvisitante misterioso mientras observaba a todos lados en busca depadres angustiados o en su defecto curiosos indiscretos.

El recién aparecido —ahora prófugo— había tomado el camino queconducía a la entrada principal de la biblioteca. Moviendo susminúsculas piernas a un ritmo impresionante, me sacó más ventajade la que quise admitir, por lo que empujé con más tesón. Alcanzóuna rampa que descendía en línea recta hasta un espacio abierto quepocos metros más allá se topaba con otra especie de fuente. A amboscostados de la misma se alzaban escaleras que llevaban a la bibliotecapropiamente dicha o a una puerta que conducía hacia el parqueadero.El niño ralentizó su paso y finalmente se detuvo ante la fuente. Giró ysin rastro ya del llanto que segundos antes enmarcaba su tez, divisómi llegada fatigada. Decir que estaba inquieto se quedaba corto, peronada se podía comparar a la zozobra que me embargó una vez me fijédetalladamente en él. Sus ojos se notaban mucho más apagados, nohabía ni pizca de inocencia en su semblante y lo que más me angustiófue una sonrisa que se iba asomando hasta ensancharse sin reparo.Fue justo cuando soltó una carcajada que un trueno retumbó en elcielo y al elevar la vista me encontré ante un revoltijo intimidante denubes grises que presagiaban diluvio universal.

Al bajar la mirada para querer encarar de nuevo al niño, éste habíadesaparecido. Mi expresión incrédula hubiese podido durareternamente de no ser porque un viento atroz me acribillódespiadadamente, haciéndome retroceder y cubrirme el rostro conlos brazos. Entonces, para completar mi dosis de terror, vino a micabeza la imagen desoladora de un librito dejado a la intemperie en

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cercanías a abismos y fuentes mugrientas.

Corrí de vuelta y en diez segundos tuve al alcance de mi vista elpobre ejemplar que intentaba resistir embestidas furiosas de unasúbita tormenta. Sin embargo, sus esfuerzos no eran suficientes ycon horror advertí que la corriente de aire lo iba acercando al puntodesde el cual había divisado la fuente minutos atrás. Mi torpeaceleración no fue suficiente. Cuando llegué al árbol en que habíadejado el libro, éste ya había sido forzado a dar el paso final que lopuso a total merced de vientos iracundos. Si la arremetida hubiesecesado en ese instante, muy probablemente el ejemplar habría caídoal duro suelo que rodeaba la fuente. Pero no. Quiso una fuerzamisteriosa que la brisa actuara con mayor agresividad y avisté con laboca abierta cómo mi tesoro se abría de par en par enseñando portaday contraportada por última vez. Sostenido un segundo miserable enmedio de la nada, me dijo adiós a la distancia antes de caer en picadoa unas aguas agitadas que —hambrientas— destrozaron susmaltratadas páginas.

Descendí en un santiamén por la rampa en curva. Cuando arribé ala orilla de la fuente para intentar rescatar lo que quedase del libro,observé extrañado que una joven de cabello algo alborotado ydescalza ya se encaminaba hacia mi ejemplar empapado. El nivel delagua apenas le llegaba a las rodillas. Una vez recuperada la novela deZafón, me vio y se aproximó con un gesto de pesar pintado en lamirada. —Lo lamento mucho —murmuró tendiéndome un manojo depáginas rotas que soltaban gotas negras. —Era un libro nuevo pero había pasado por malas manos. O quizáenamoró a tantos soñadores que todos anhelaron compartirla lomáximo posible. Como yo. Venía justo a regalarla.

Me pregunté qué pensarían los lectores de todo el mundo sisupiesen que en lugar de liberar un libro lo había conducido a lamuerte. Pero lo que en verdad me partió el alma fue recordar aMarina, Óscar, Germán y los demás personajes de la novelaencerrados en su mundo de papel, incapaces de escapar a mi fataldescuido. Si no estallé en lágrimas fue porque había una dama

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presente y, para mi fortuna o desgracia, el orgullo era un tatuajearraigado a mi piel hasta la muerte.

Ayudé a la mujer a salir de la fuente y le agradecí el gesto que tuvocon mi amante destruida. —¿No tiene frío? Mire que con esta tormenta la temperatura delagua tuvo que haber bajado varios grados. —No se preocupe —dijo sonriendo—. Ya está pasando la faenameteorológica y nunca cae mal un chapuzón repentino, aunque estascircunstancias sean tan nefastas. —De todos modos debe usted entrar en calor —repliqué—. Lainvito a un café a modo de agradecimiento y disculpa. —Muchas gracias, aunque no tendría que molestarse. A propósito,¿qué libro era? No se ve muy bien la portada. —Marina, de Carlos Ruiz Zafón.Un rubor tiñó la nívea piel de la joven. —¿Lo ha leído? —pregunté. —Lamentablemente, no. —No sabe cuánto se lo recomiendo. De no haber sucedido estatragedia estoy seguro que usted lo habría hallado arriba junto a unárbol. Ni alcanza a imaginarse la historia que narraba. Oh, por cierto,mucho gusto. Soy Manuel. ¿Usted es…? —Marina. Me llamo Marina.

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Violet hill

Tan pronto entré en la habitación corriendo y tembloroso supo queera momento de la despedida. Cruzamos una mirada, la última denuestras vidas, batallando sobre una decisión que no tenía marchaatrás. La tomé por el brazo y la llevé casi obligándola al patio trasero,aferrándome a la frialdad que la guerra nos había obsequiado para nollorar. Sin mirarla a los ojos, me acerqué a su rostro y le susurré confiereza que huyera sin mirar atrás e intentando perdonar miincumplimiento. Impotente, se dio la vuelta y echó a correr colinaabajo, dejando tras de sí unas huellas que sólo mi alma podrían seguiruna vez la libraran del cuerpo maldito que la retenía. Hice un esfuerzosobrehumano para no llamarla. Amordacé mi corazón para evitarvociferar que la guerra no era guerra cuando ella me abrazaba, que elodio era mentira cuando ella me besaba, que el amor era dolor si ellaya no estaba, que mi existencia sin su aliento era un absurdo, que mivida era vida cuando vivíamos los dos como uno solo.

Momentos después, los nazis me encontraron y empezaron sufestín. Como burdos empleados de la muerte especializados en herir,ignorando que ya no había en mí algo por destruir, dieron riendasuelta a un sinfín de atrocidades que recibí sin ser plenamenteconsciente de lo que sucedía. Mi cuerpo encajaba impactos cualinmundo saco de boxeo, pero mi mente aún en shock al rememorar lahuida de mi Dama no atinaba a comprender eso que llaman dolorfísico. Hilos de sangre salían despedidos a unos verdes uniformesacostumbrados a absorber hasta el último despojo de vida judía. Peroaunque la tortura iba en aumento y mis huesos acusaban aun el máscompasivo golpe, mi espíritu no se percataba de ello porque intentabacon frenesí ir al encuentro de una mujer que ahora solitaria escapabade un terror que se extendía por doquier. Quizá advirtiendo que mispensamientos estaban muy lejos de allí, dos de los mercenarios mesostuvieron por los brazos para ponerme frente a un tercero que conmirada malévola taladró los recuerdos íntimos más alegres que jamás

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viví. Estampó en mi cara una bofetada sorda que desencajó misdientes, haciéndome rememorar noches cálidas de inmenso cuidadopor parte de mi esposa cuando yo arribaba exhausto del trabajo. Nopude más que sonreír ante tal imagen, hecho que alteró todavía másal criminal que tenía delante. Como leyendo mi miente, inició unatorpe y agitada búsqueda por toda la estancia hasta dar con un cajónen el que estaba la única fotografía de mi amada y yo.

Victorioso, volvió a plantarse a sólo centímetros de mi rostromientras preguntaba dónde estaba tan hermosa señorita. Como no lerespondí, quiso sacarme la información con un puntapié bajo que medejó sin aire unos cuantos minutos. Una vez medio recuperado, meformuló la misma pregunta. Haciendo gala de mi máxima valentía,dije en voz alta palabras que me robaron varias lágrimas: “estámuerta”. Los tres verdugos soltaron una carcajada y el que sostenía lafotografía adoptó un vil semblante trágico para susurrar con sornaque era una lástima porque se le ocurrían mil juegos con “esa zorracomo protagonista”. Los sueños y esperanzas que habían muerto enmi interior, de repente reencarnaron en una ira violenta como jamáshabía experimentado. No obstante logré canalizar tan monumentalcólera en un llano acto de desafío que trajo paz a mi ser. Lancé unescupitajo soberbio al pálido rostro del cerdo que me encaraba; fuetambién un escupitajo a los todopoderosos nazis, amos y señores devidas que jamás les habrían de pertenecer por más que las liquidaran;escupí al mundo patético, a Dios, al diablo, a mí mismo.Especialmente a mí iba dirigida esa ofensa por no haber mantenido lapromesa que una madrugada de bombas y lamentos le hice a mimujer: el juramento eterno de nunca dejarla ir.

Cómo logré soportar consciente el embate de furia que esebastardo dirigió contra mí fue algo que no pude comprender. Mepareció curioso que en el mismo piso donde tantas veces escuché porla radio historias de masacres inhumanas viviese en carne propia elsangriento exterminio de que eran capaces las bestias alemanas. Finalmente me arrastraron fuera de la vivienda y dichosos memostraron cómo prender fuego a un hogar. Me vendaron los ojos, meobligaron a permanecer de pie y oí el movimiento de sus armas

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alzándose contra mí. Aguardé, con el corazón desbocado, el fin de lafunción. Escuché. Escuché la burla, el conteo regresivo, las voces desorpresa. Y entonces, el impacto en mi mano. Pero no fue certero niabrasador como cabría esperar. Fue un roce trémulo, frío. Uncontacto tímido entrelazándose con mis dedos torcidos, despertandonervios juveniles y un centenar de recuerdos felices. Incrédulo, palpé,sentí y elevé la cara un poco, buscando con mis labios hinchados laprueba final para creer en su regreso. Allí, en medio de la ceguera, miboca vio su razón de ser. Hallé ante mí el motivo de la alegría enmedio del caos y la desolación. Por extraño que parezca, ése fue elmomento más feliz de mi vida. Los eventos más inesperados soncapaces de albergar la fuente del éxtasis absoluto. Mi Dama y yo nosentregamos el uno al otro, ajenos al mundo que se desmoronaba anuestro alrededor. Así, enlazados como uno solo, acogimos el abrigode la ráfaga que sacudió nuestros cuerpos. Y caímos acribillados parapor fin descansar en la nieve, nieve roja sobre una colina violeta.

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La maldición de un escritor bueno

Con la caída del crepúsculo, el aspirante a escritor Claude Boileauacudía sin falta a su solemne cita con un antro que Jacques, el dueño,procuraba llamar siempre “pub de primera clase.” Armado de uncuaderno, ideas enmarañadas y antojos bárbaros de cigarro, Claudeentraba regalando una sonrisa optimista y se marchaba sobremedianoche dejando a su paso expresiones ensoñadoras. Jacques,que tenía a Claude por el joven más afable de todo París, rogaba en sufuero interno que la ciudad de la luz atrajera más personas como él yque súbitamente ellos se fijaran en que su local tanto tiempo sumidoen penumbra, existía. El supuesto pub contaba por fieles visitantes alpropio Claude y a una familia de ratas que el barman empezaba acreer habían estado allí por generaciones y, no importaba quéestrategia emplease para desterrarlas, seguirían merodeando,mofándose de él. Jacques aprendió a lidiar con los roedores cuandoéstos dejaron de aparecer en la noche para fastidiar a los clientes; encuanto a Claude, se acostumbró a verle en la mesa del rincón, unpunto bañado en sombras del que apenas distinguía el vaivén de subrazo y un tenue rasgar de hojas.

Claude Boileau fue toda su vida un muchacho humilde y callado aquien la providencia condujo por los senderos más difíciles.Prematuramente abandonado por una familia entera que partió alCielo, Claude tuvo que apañárselas para sobrevivir en un mundo detormentos y desaires que eventualmente se convertirían en su pan decada día. A pesar de todo, consiguió ciertos logros que lo posicionaronen un modesto trabajo de vendedor de libros. Fue allá, entreestanterías colosales y perfumes milenarios, donde su corazóndictaminó que el sueño a perseguir era el de escritor. Y tras muchosgiros inesperados, golpes repentinos y aflicciones tragadas, terminópor llamar segundo hogar al bar que noche tras noche lo recibía ensilencio para permitirle trabajar en su futuro éxito literario.

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Aunque no lo dijese, el escritor amateur sentía un agradecimientosupremo por la amabilidad con que Jacques lo atendía, la tranquilidadque éste le ofrecía en el rincón y hasta los ocasionales tragos que leobsequiaba. Sin contar con un alma cercana a quien compartirle suspenas y alegrías, Claude soñaba a ratos con que, una vez famoso yentrevistado a cada instante, proclamaría con voz firme que su obrahabía sido escrita en el fenomenal pub del buen Jacques. El barmancolgaría una placa conmemorativa aseverando tal acto; en un abrir ycerrar de ojos ese aciago recinto solitario se convertiría en el temploal alcohol más reconocido de París; las ratas harían festín y quedaríantan satisfechas que se irían a un viaje sin regreso; Jacques Sumeirerecibiría los privilegios que el destino le había negado casi tanto comoa él mismo. Cuando el nombre Claude Boileau sea famoso, pensó,será este lugar el primero en festejarlo y gozar los frutos de talproeza.

Las semanas transcurrieron del mismo modo hasta que una tardeotoñal Claude recibió en su empleo la llamada que tanto habíaesperado. Un editor con ínfulas de estrella le dijo en tono displicenteque su novela sería publicada. La tirada inicial, de trescientas copias,estaría lista en pocas semanas para salir al mercado. En los días quesiguieron a esa noticia Claude fue incapaz de dormir. Prefirió nocontarle a los muy escasos conocidos que tenía, entre los que porsupuesto sobresalía Jacques. Decidió que a él iría a sorprenderlocuando ya tuviese el libro en mano.

El día en que Claude Boileau recibió la primera copia de su novela,el escritor ya graduado en su campo supo lo que era la felicidad, eléxtasis máximo. Le entregaron además unos documentos y lapromesa de su título en vitrinas de diversas librerías. Tan pronto vioen una estantería su nombre grabado en letras de oro sobre unaportada oscura, rio a carcajadas y entró inmediatamente paracomprar ese ejemplar. Después de todo, él mismo debía ser elprimero en fomentar la adquisición de su arduo trabajo. Pidió que loenvolviesen en el mejor papel de regalo que tuviesen y fue así comogastó el último céntimo que no le habían quitado ya en la editorial.

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Luego enfiló hacia el pub de Jacques, lugar sumamente extrañado enlos últimos días que no pudo asistir por cuestiones laborales. Alllegar, a punto estuvo de soltar el obsequio que llevaba entre lasmanos cuando vio anonadado que del bar ya no quedaban sino losrecuerdos lóbregos y un almacén totalmente vacío. Cuestionó avecinos y peatones que relataron cómo la noche anterior Jaques habíadesalojado por falta de recursos para mantenerse. Unos hasta seatrevieron a manifestar su asombro por la cantidad de tiempo queduró el establecimiento. Lo que nadie acertó a informar era dónde sepodía localizar al pobre Jacques. Abatido, Claude se marchó a su casadando tumbos que más adelante habría recordar como los pasosiniciales de su partida final.

Cuarenta y cinco días duró en escaparates la novela de ClaudeBoileau. De las trescientas copias realizadas, una fue a parar con suautor, otra quedó para la editorial, una tercera fue la adquirida por elpropio Claude y una cuarta la compró algún desconocido en unalibrería barata. Eso fue todo. Todas las demás permanecieronintocables, incapaces de atraer lectores. Los cuatro miserablesejemplares se convirtieron enseguida en la peor ganancia en lahistoria de la editorial. Entre gritos burdos y respiración agitada, eleditor jefe masacró a insultos al desdichado escritor fracasado.Trapeó el piso con su dignidad y dizque “dotes de autor”.Posteriormente dijo en voz baja el precio exorbitante que tenían lasrestantes copias de la obra, todas almacenadas en una bodega oscura.Finalmente lo despachó con un gesto de odio y Claude se fue con sutragedia a cuestas al tiempo que intentaba asimilar tan nefastasuerte. Dos semanas más tarde un Claude asombrosamentedemacrado avanzaba de igual manera con la primera copia que lehabían dado ese día feliz que se antojaba tan irreal. Deambulaba entremontes de nieve que en la noche evidenciaban aún más la crudeza delinvierno. Cuando su espíritu dijo no poder continuar un segundomás, el joven escritor se aproximó al Sena y se internó en él con lalúgubre esperanza de ahogar penas y a sí mismo. Con el libro aferradoa su pecho, Claude Boileau visitó el fondo de un río negro del quejamás volvió a salir.

Por el mismo instante en que Claude se lanzaba al Sena, Jacques69

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destapaba una botella de champagne en su recién inaugurado pub. Adecir verdad, más que estreno era un regreso a casa. Consiguiendoayudas prodigiosas de familiares y amigos, el barman había logradoretomar su establecimiento e incluso tuvo cómo encargar unaremodelación suntuosa que atrajo tantos consumidores que fuenecesario contratar un ayudante de inmediato. Hasta las ratasparecían celebrar el regreso de Jacques, aunque fueron losuficientemente prudentes como para no salir a dañar el festejo. Trassiete días de lleno total, el barman casi se aventuraba a imaginar queesta vez sí se las traía todas consigo e iba a conseguir el éxito añorado.Sin embargo, una sola cosa le inquietaba y empañaba el júbilo.

Una noche en que ya había cerrado las puertas del negocio, Jacquesse acercó a la barra y agachándose, extrajo una bolsa en la quedescansaba el libro escrito por Claude Boileau. Se marchó a suapartamento con la bolsa en mano, erradicando las esperanzas deque su único cliente fiel apareciese para firmarle el ejemplar. Al llegarse sumergió por enésima vez en una historia que lo dejaba sinaliento, pero cada que terminaba la lectura se disipaba el conjuro y noevitaba preguntarse dónde estaría en aquél instante el simpáticoescritor bueno.

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Murmullo en el bus

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La Bogotá que yo recuerdo es la que siempre divisé a través decristales empañados capaces de distorsionar una realidad yamoribunda para convertirla en algo extinto y falto de color. Unacapital colombiana en la que me creía actor secundario de una obrafracasada que todos interpretábamos con desgana y a sabiendas deque la muerte sería nuestro único instante de fama, nuestra razón dealbergar oscuras esperanzas. Cada día a las 4:15 de la tarde abordabaun bus que me llevara a la casucha que jamás logré llamar hogar.Entre los pocos obsequios miserables que la vida me enviaba condisplicencia se hallaba el tiquete invisible para un puesto privilegiadoen el fondo del vehículo, junto a la ventana. Nunca llegué a tomar elmismo bus, pero, como cosa curiosa, el lugar de mi asiento jamásvarió. Repantigado en una silla con olor a alcohol y mierda de unasociedad perdida, acostumbraba vislumbrar por la ventana el ir yvenir de seres apurados pero cada vez menos seguros de su destino.La inclemente lluvia de esas horas era tan habitual como lostrancones que tardaban horas en disolverse. En la ciudad parecíahaber un acuerdo inmemorial dictaminando que las mañanaspertenecían a un sol mortífero mientras las tardes se sometían anubes grises cargadas de aguaceros monumentales. Fueprecisamente cuando uno de esos diluvios empezaba a descargarseque la vi por vez primera. Corría con una cojera escandalosa,acercándose al bus en que yo me encontraba. Casi que golpeando lapuerta trasera logró auparse al transporte y un largo minuto después,alcanzando la parte delantera, tendió unas monedas al conductor yvolvió su rostro mugriento hacia los pasajeros.

Todos supusimos de inmediato que aquella era la primera demuchas otras vendedoras ambulantes listas para arruinar nuestrosvagos intentos de meditación al compás de un motor estruendoso.Yo, que además de sufrir el mal de los corazones frágiles poseía unaparanoia extrema y tortuosa, oculté los rastros de cualquier objeto devalor por si acaso nuestra compañera de viaje tenía manos codiciosas.Me dispuse pues a oír con fingido interés la que seguramente seríauna voz chillona y vulgar tratando de vendernos dulces de dudosacalidad o desgarradoras anécdotas de veracidad escasa. Sin embargo,aquella señora que debía bordear ya los 50 años no llevaba encimanada más que su cojera endemoniada y una mueca grotesca, pues a

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nada más que su cojera endemoniada y una mueca grotesca, pues afalta de casi todos sus dientes era imposible catalogar eso comosonrisa. Entonces advertí que se aproximó unos centímetros alhombre que tenía más cerca y le soltó un susurro que no alcancé aescuchar. Luego hizo lo mismo con la joven que tenía al otro lado y asísucesivamente con algunos pasajeros más. Incluso cuando se acercóal anciano que se hallaba en el puesto delante del mío me costótrabajo descifrar el murmullo que lanzó. Tan sólo atiné a agarrar laspalabras “papel”, “vuelan” y “arrugado”. Después me echó unvistazo fugaz y se bajó del bus.

Al día siguiente, a las 4:22 pm, la señora desdentada tomó elmismo colectivo que yo, uno mucho más grande que el de la tardeanterior. Aunque para ese momento ya la tomaba por una loca más decallejones olvidados, la sagrada maldición que el Divino Niño me diode observar y analizar hasta una mosca me permitió encontrar en losojos de aquella vieja excéntrica un ápice de lucidez e inteligencia deesos que sólo asoman en los libros. Había en aquellos ojos negros elindicio de una historia que rezumaba glorias y tragedias. Repitió elmismo proceso que le había visto veinticuatro horas atrás,aproximándose a viajeros sumidos en pensamientos tan nubladoscomo el cielo bogotano para susurrarles mensajes que, por lo visto,no tenían sentido para ellos. Cuando una mujer que desbordabalástima hasta por las canas le tendió un billete viejo, ofreció porrespuesta una suave pero firme negativa, un gesto de talcondescendencia que ni Isabel II habría podido imitar para suscriados.

Durante siete días, de manera que no acertaba a comprender, ellaconsiguió montarse en el mismo autobús que yo para obsequiarfrases aparentemente disparatadas a extrañados pasajeros. Lavendedora de murmullos, como empecé a llamarla pese a su serviciogratuito, no faltaba a esa cita nunca programada, y con cada día quetranscurría mi ansiedad por escuchar unas palabras para mí eramayor. Estaba convencido que bajo esa mísera portada causante derepudio, pena y disgusto, se hallaban recuerdos y citas de significadoprofundo que sólo pocos podrían comprender. Finalmente, un juevesde inusual tarde soleada la señora me miró con dulzura unos

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instantes y dijo: —Mañana llegará su turno, joven, mañana llegará.Luego regresó a las calles y me dejó con una sensación a mediocamino entre satisfacción total e intriga ardiente.

Con el viernes llegaron los pálidos colores que sólo se dignabanteñir la ciudad en los fines de semana que la gente rozaba libertadtemporal y felicidad postiza. Pero no me fijé en eso. Lo único que esedía me dejó fue el ruido ensordecedor de la ausencia de la vendedorade murmullos. Quizá tomó el vehículo equivocado, pensé.

Once días permanecí engañándome con la misma idea hasta queme enfrenté a un desencanto con aires de ridículo abandono queatizaba mis penas arrastradas durante años en la Bogotá de loslamentos.

Tuve que pasar meses enteros postrado y meditabundo en lo queparecían ya submarinos surcando calles enlagunadas paracomprender al fin que la vendedora de murmullos no vendría porquesu misión conmigo estaba hecha hacía mucho. Encerrada en esassiete palabras que me regaló aquél jueves distante se encontraba unaesperanza diferente a la de aguardar mi muerte y partida de unaciudad desdichada. En la incomodidad de un bus destartalado lleno dealmas sin propósito recibí la promesa de un mañana en el que,independientemente de si obtenía lo que esperaba o no, tendría unturno para anhelar algo más que el fin de mis días, para perseguir lossueños que una vez arrojé por la ventana del transporte.

O al menos eso intenté creer cuando una mañana de abril volví aver a la vendedora de murmullos. La reconocí al instante pese atoparme con un inusual rostro bello de sonrisa angelical. Ocupaba lapantalla de un viejo televisor en el que las noticias desgranaban lavida trágica de una dama de bien que terminó en la calle y asesinadauna noche de jueves hacía casi un año. Un jueves, estuve seguro, deinusual tarde soleada.

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Lux Aeterna

Mamá solía decir que sólo conseguimos aferrarnos a lo que essiempre una ilusión. Y fueron esas las palabras que del Más Allávolvieron para atormentarme desde el día en que mi propia ilusiónvisitó la realidad, otorgándome con ello las seis horas más intensas,mágicas y misteriosas que jamás viví. El rugido ensordecedor que resonó en la estación fue clara señal deque la imponente máquina de acero estaba a punto de iniciar surecorrido. Sorteando hombres y mujeres de aire soñador y semblantemelancólico, alcancé el tren cuando éste ya avanzaba los primerosmetros. Con el rostro bañado en sudor y la expresión de quien halogrado lo imposible, le mostré mi billete a un empleado displicente.Caminé laboriosamente por el pasillo, viendo a través de los cristalescompartimentos repletos de viajeros atormentados por la inclementeola de calor. Finalmente encontré un puesto disponible a mitad delcorredor. Entré y sin detenerme a saludar a los demás ocupantes medesplomé en el asiento, cerré los ojos y solté un suspiro de aliviocontenido por años. Era la una menos cuarto cuando abrí los ojos de nuevo. El trenllevaba 45 minutos en marcha y la temperatura parecía llegar aniveles infernales. Desperté sobresaltado, con el pulso acelerado y mimente huyendo de una pesadilla. De inmediato advertí que los demásviajeros me miraban curiosos y señalando hacia la puerta con notableindiscreción. Ladeé la cabeza y vi a través del cristal de la compuerta auna dama alta con vestido oscuro. Su piel blanca recordaba a la nieve,contrastando fuertemente con el negro de su cabello pulcramentepeinado. Sus rasgos suaves y bien definidos se asemejaban a laspinceladas prodigiosas de un maestro renacentista. Llevaba prendidoa la altura del pecho un clavel blanco. Sus ojos grises se posaban enlos míos con la impasible tranquilidad de quien ha experimentadotodos los ardides del destino.

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Abrumado como estaba por la belleza de esa mujer, apenas pudepensar que seguramente me confundía con alguien. Pero tras variossegundos en los que siguió viéndome sin siquiera pestañear, decidíque lo mejor sería salir a su encuentro. No terminé de cerrar la puertacuando la enigmática dama emprendió la marcha hacia la partetrasera del tren. Dudé un instante antes de resolver seguir sus pasos yel aroma a invierno que dejaba tras de sí. Cuando alcanzó el último coche del ferrocarril, ralentizó su avancepara luego internarse en un compartimento a su izquierda. Al llegarallí la encontré sentada y con la vista fija en la ventana. Procurandono hacer ruido, entré, y fue como abandonar el mundo en que vivíapara sumergirme en una atmósfera de magia cautivadora. Laspreguntas que tenía se esfumaron, dando lugar a una calmainexplicable que pululaba en el ambiente y se adhería a mis entrañas.Casi sin darme cuenta me ubiqué junto a la dama, reposé mi vista ensu celestial figura y me dejé llevar por el encanto que ella despedía. Los paisajes que se sucedían sin parar más allá de la ventana se meantojaron las etapas de una vida sin sentido cuyo único propósito fuesuperar adversidades para llegar a ese preciso momento en el que mehallara junto a la misteriosa dama. No hubo necesidad de palabras. Susilencio inquebrantable fue una cascada de historias y secretos queme susurraron su vivir. En la intimidad de nuestro mutismo mágicole entregué mi corazón y ella su existir. No hicimos el amor, perocomo si lo hubiéramos hecho. Un hermoso vaivén de sensaciones queligó nuestras almas y las hizo una sola. Bajo el abrigo de su presenciame dejé arrastrar a un éxtasis que embargó mis sentidos, mi cuerpo ymi ser, sumiéndome finalmente en el sueño exquisito que precederíala tragedia. Al despertar, lo encontré todo envuelto en penumbra. Elcrepúsculo ya asechaba el cielo y sólo unos pocos rayos de luz secolaban por la ventana. Noté que ella no estaba a mi lado. Se hallabade pie en medio de la estancia, de espaldas a mí. Me levanté y di unospasos hasta ponerme frente a ella. Al instante deseé no haberlohecho. Sus ojos grises arrojaban una pena tan profunda que sentí mis

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rodillas temblar y mi corazón quebrarse. Se inclinó hacia mí y posósus labios en los míos, produciéndome un escalofrío que me heló lasangre. Fue tal la magia de ese beso que mientras se separaba de mirostro, observándome con dolor, divisé atrás de ella lo que supuse eraun carnaval armado por el destino para festejar tan apoteósicomomento. Piezas de hierro se separaban del techo para bailar bajo uncielo desprovisto de estrellas. Un fuego victorioso con aires de maliciasonreía abiertamente al tiempo que crecía solemne. Y una lluviainvertida de gotas rojas que saltaban en el aire adornaba nuestraromántica escena mientras de fondo clamores y lamentos intentabanpobremente componer para nosotros un coro divino. Luego, el trenestalló. Unas suaves pero insistentes bofetadas me devolvieron laconciencia. Un atisbo de alivio surcó la mirada del hombrearrodillado frente a mí que acto seguido preguntó si me sentía bien. Amodo de respuesta moví mis extremidades con algo de dificultad.Salvo varias magulladuras y un dolor lacerante en la espalda, todoparecía estar en orden. El hombre asintió y cuando se dispuso amarcharse lo tomé del brazo. Le pregunté si había visto a la mujerque iba conmigo, de atuendo oscuro engalanado con una flor blanca.Musitó una respuesta negativa semejante a un sentido pésame. Leagradecí, ocultando mi pánico creciente, me puse en pie y comencé abuscar con poca convicción y toda mi vehemencia. El terreno parecía un inmenso prado que se extendía a ambos ladosde la vía férrea. Caminé entre individuos heridos y cadáveresabandonados sin más sobre una hierba que ya parecía consumirlos.Cuando tenía 12 años mis padres me llevaron al circo dirigido por ungran amigo de ellos. Tuve el privilegio de vagar en medio de la pistacentral observando a los artistas ensayar sus números con destreza yentusiasmo. Por alguna razón, ese recuerdo acudió a mi mentemientras deambulaba en el prado. Y de repente me sentí testigo de uncirco macabro donde los malabaristas hacían piruetas con susmiembros mutilados y los acróbatas evitaban caer a un mar decuerpos calcinados. Ante mí se alzaba un espectáculo siniestro que envez de risas y alegría despertaba llanto y tortura.

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Caminé sin descanso, preguntando a cualquier persona capaz dearticular palabra, pero solo recibí el desconcierto y la ignorancia dealmas destrozadas que no recordaban ya lo que era la vida. La busquéentre vivos y muertos, pero estaba tan perdida como mis esperanzasde encontrarla. Me dejé caer clavando las rodillas en la hierba, lasmanos en los bolsillos y mi anhelo en la miseria. Entonces mis dedospalparon algo que no reconocieron. Extraje mi mano derecha que,temblorosa, sostenía un clavel blanco de infinita belleza e impecableestado que contrastaba con mi ropa hecha jirones. Hundí mi narizentre sus pétalos e intuyendo su significado lloré como nunca en mivida. No sé cuántas horas permanecí así. Cuando por fin me enderecé lohice con pasmosa calma. Le eché un vistazo a los restos delferrocarril, trozos carbonizados de una bestia extinta. Luego me alejésin rumbo fijo, con el clavel blanco entre las manos a modo de anclaen un mundo de sombría realidad al que dejé de pertenecer en elinstante mismo en que la dama misteriosa arrojó sobre mí la luxaeterna de su mortificadora presencia ilusoria.

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El conjuro del escritor

Esta historia, a diferencia de los muchos relatos cargados defantasía que narré en el pasado, sucedió en la vida real, y por tantoestá escrita con letras de sombrías ilusiones y trágicos desengañoscapaces de engullirlo todo. Hasta mi esperanza y mi vida. Y mi sueñode escritor.

En una de esas lluviosas noches bogotanas en las que el amor solíadarme la espalda, me refugié del aguacero de recuerdos en un libritocon olor a virgen que me transportó a la Barcelona de mitad de SigloXX. Cuando la magia del Cementerio De Los Libros Olvidados seempañó ante mis párpados pesados como el plomo, pospuse lalectura y me enfundé en mantas de nostalgia y añoranza, imaginandoun rostro sonriente que ya no me pertenecía, que se había marchadosin decir adiós. Fue por ello que en esa estación en mitad de larealidad y el sueño hice una parada fugaz para traer a mi memoria laimagen de un personaje antiguo que de a poco iba condenando alabandono. Pronuncié su nombre como un sortilegio para queespantara mis penas. Cuando segundos después caí dormido, esepersonaje me siguió y se aferró a mi corazón oscuro y destrozado.

A la mañana siguiente, la característica resaca de quien ha bebidomucho pasado me atacó sin piedad. No obstante, una sensación decompañía y abrigo logró aplacar el malestar. Entonces la vi. Presenteen mi memoria, se encontraba el personaje que había invocado paraapaciguar mi soledad. Se llamaba Clarisse, y tras un lúgubre relato enel que la describí a punto de suicidarse, la dejé en una estantería juntoa tantos otros seres creados con mis letras e imaginación,empolvándose en un recodo de mi cerebro olvidadizo. Pero dispuestaa recuperar un papel protagónico, Clarisse acudió en mi rescate yhallé en ella un alivio compuesto de ideas, escenas, frases y un trocitode amor verdadero, de ese que sólo se consigue en los libros.

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Durante las semanas siguientes Clarisse fue mi sol y mi sombra, miinspiración y mi alegría. De día caminaba con ella susurrándole elsinfín de cuentos en los que aparecía como heroína; de noche laabrazaba con mis citas, escribiéndola con gracia y desenvoltura. Perocuando creía que ya ha había alcanzado la cumbre de mis capacidadesliterarias, Clarisse hizo un movimiento que le dio a mi pluma unpoder insospechado y divino; el mismo poder que eventualmente mecondenaría a arder en el infierno de mi propia tinta. Una mañana de octubre apareció en mi vida una joven enigmáticaque jamás había visto. Con pequeños y esporádicos movimientos seacercó a mí lo suficiente como para captar mi presuntuosa atención.Más que hablar justo lo necesario, parecía callar casi todo lo que teníapor decirme, y fue precisamente eso lo que me incitó a seguirle lospasos y tratar de averiguar lo que quería. Lentamente conseguí ganaralgo de su tiempo, pero las conversaciones eran tan escuetas y supresencia tan escasa que mi paciencia estalló, arrojando un torrentede intriga abrasadora. Un día, incapaz de continuar aquel jueguitoexasperante, la espié con descaro y atisbé en su cara casi oculta unamedia sonrisa que eclipsó mis sentidos. Mis dedos temblaron y corrípresuroso a rebuscar un lápiz como quien mendiga pan y drogas.Minutos después, mi corazón terminaba de dictar una historia comonunca antes había contado. Dominado como estaba por el encanto de esos labios sonrientes,creé una descripción sublime que los ángeles en el Vaticano habríanrecitado fascinados. Cuando las palabras se hicieron públicas, durómás un suspiro mío por su hermosura que ella adivinándose a símisma plasmada en tales párrafos. Fue entonces cuando conquistésu total y abierto interés por mi existencia. Por espacio de sesenta días me acostaba pensando en su sonrisapara luego despertar anhelando su aroma exquisito. Nosencontrábamos cada día para descubrirle al otro un trozo de nuestrasvidas, perplejos ante las incesantes similitudes y gustos en común.Llegamos a un punto en que era inimaginable pegar el ojo sin anteshaberse alimentado con la presencia del otro. Y mientras eso sucedía,mis cuadernos y bolígrafos ardían jubilosos con mi imaginación.

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Escribía poesía gloriosa que cautivaba a humanos desdichadosansiosos de versos sublimes. Mis relatos se convirtieron enbendiciones que aclamaban con desespero, creyendo ver en mí a suSeñor cuando en verdad era mi musa la diosa responsable de tansacras escrituras que yo creaba sin parar. Pero al ser esto un hecho real, la felicidad reinante era pasajera, ysu fin se vería marcado por el horror. Una noche en la quedivagábamos sobre autores perdidos y música enterrada, ella measaltó con una petición que nunca me había hecho. Me pidió con tonosuplicante que escribiese un cuento con ella como personajeprincipal. Era consciente de que en los últimos dos meses había sidomi única fuente de inspiración, pero esta vez quería algo especial quegritase en cada página y renglón su nombre, su vida, su esencia.Sobra decir que acepté dichoso; trabajé en ello con un esmero ypasión desconocidos. Como Dalí al pintar sus cuadros excéntricos, yome rendí ante las páginas de mi cuaderno para dar pinceladas conpalabras que formasen el intrincado rompecabezas que ella suponía.La narré y conté con belleza abrumadora, desnudando hasta el másíntimo detalle de su encanto. Embriagado como estaba por superfección, tejí con soltura y sencillez todos los hilos que hilvanabanlos cimientos mismos de su alma. Todos menos uno. Mi vida cobró sentido, si no lo había hecho ya cuando la conocí, eldía en que le entregué el escrito requerido. Una expresión deembeleso puro tras leerlo y las posteriores palabras deagradecimiento se colaron hondo en mí, grabándose a fuego en mimemoria. No reparé en la pizca de agonía y decepción que asomó ensus ojos al momento de decir adiós. Cuando horas después me acostédispuesto a entregarme a un sueño placentero, me dije emocionadoque todo aquello no era más que el comienzo de una nueva vida en laque el futuro se antojaba brillante y prometedor. Qué irónico pensarasí la noche antes de la catástrofe. Al despertar, lo primero que hice fue buscarla donde siempre solíaestar. Tras no encontrarla, decidí dar un paseo y de paso revisar enotro lugar. Nada. Conforme pasaron las horas, mi inquietud fue en

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aumento y ese don maldito que tenemos para detectar cuando algomalo pasa se instaló en mi pecho y estremeció mi espíritu. Cuando yaestaba al borde de la locura, un golpe frío y brutal derrumbó mi alma acausa de lo que encontré. O mejor, lo que no encontré. Todo lo que merelacionaba con ella de uno u otro modo había desaparecido. Losindicios de nuestra relación se habían esfumado, desaparecido comosi nunca hubiesen existido. Cualquier rastro que llevase hasta ella o almenos diese cuenta de su existencia fue borrado con pulcritud de lafaz de la tierra, dejando tan sólo a un remedo de escritor desolado conun puñado de recuerdos evaporándose. Me sentí despertando de unsueño para ingresar a una pesadilla en la que la monstruosa ausenciade ella retumbaba perversa.

Aún presa de la incredulidad y el estupor, hallé en mi cuaderno loque parecía ser la única prueba de su existencia: el borrador de lahistoria que le había entregado 24 horas antes. Y entonces, conformelo fui leyendo para aferrarme a su imagen, un horror indescriptible seapoderó de mí y la súbita comprensión me azotó con furia letal. Mispropias palabras se revelaron, abriéndome los ojos para quecontemplase el verdadero rostro de la mujer dueña de mis escritos.Esa joven que había alterado mi realidad era la propia Clarisse. Ella,en su afán por no caer en el olvido de mis otros personajes, cruzó unapuerta prohibida que la alejó de su mundo de papel y la trajo junto amí, su creador de carne y hueso. Yo pronuncié el conjuro quepaulatinamente le dio la oportunidad de visitarme, sin saber que elprecio por ello era la absoluta ignorancia sobre su genuina identidad.Limitada por las reglas de un destino malvado, ella tenía un tiempolimitado y no podía revelar quién era, aunque intentó hasta el últimomomento conducirme a la verdad. Pero yo, cegado e ingenuo, no fuicapaz de atar los hilos invisibles que pendían sobre nosotros. La mirésin verla, la escribí sin reconocerla en el escrito que me había pedido.Y eso nos castigó por la eternidad. Su hora se cumplió: partió a sucárcel de tinta y páginas perdidas en mi alma mientras yo pasé deescritor a simple títere en la tragedia de un amor imposible. Su muerte o la mía habrían sido una bendición, pero en este librollamado Realidad la suerte es un tabú jamás escrito. Yo quedé sueltoen un mundo grisáceo poblado de tormentosas páginas blancas en las

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que era incapaz de plasmar una sola letra. Clarisse se vio prisionerapara siempre en el relato que una vez la vio nacer. Nunca pude volvera retratarla ni en el más pequeño de los cuentos; su figuradolorosamente presente en mis recuerdos me fue esquiva. Elborrador de la historia que le entregué el día antes de su desapariciónlo quemé tiempo después. Viento y tiempo se llevaron las cenizas delas últimas palabras que escribí en mi vida. Junto a ellas semarcharon mi sueño asesinado y el único susurro que acerté a soltar,la frase que una noche de lluvia y aflicción sentenció mi ruina: elconjuro del escritor.

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Canciones relacionadas con los relatos

El juego del ángel, de Carlos Ruiz Zafón - Condena eterna.

Safe & sound, de Taylor Swift y The Civil Wars - Safe & sound.

Isolated system, de Muse - Isolated system.

Hoppípolla, de Sigur Rós - Hoppípolla.

Abraham's daughter, de Arcade Fire - La sombra de los caídos.

Violet hill, de Coldplay -Violet Hill.

Lux aeterna, de Carlos Ruiz Zafón - Lux aeterna.

La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón - El conjuro del escritor.

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Agradecimientos

Este libro, por más que sea electrónico, me ha traído una inmensaalegría y lo considero mi primer gran proyecto como escritor. Megusta soñar que algún día, si llego a triunfar con esto, Cuentosabsurdos e historias sin sentido será catalogado como mi primer obray, sí así sucede, será solamente gracias a ustedes.Mi mayor agradecimiento va para Eri, Delmy y Elladora por trabajarde manera directa en edición y portadas del libro. El trabajogigantesco y fenomenal que han hecho no alcanzo a agradecerlo losuficiente. Ojalá este trabajo traiga muchas cosas positivas paraustedes porque lo merecen. Perdón por ser un compañero de trabajotan fastidioso. Eri, infinitas gracias por tan magníficas ediciones. Sinti todos los relatos habrían llegado con un sinfín de defectosdesastrosos. Delmy, Elladora, qué hermosas portadas crearon. Lascompartiré y admiraré hasta el cansancio a modo de pago.En segundo lugar, gracias a todas las personas que llevan leyéndomedurante tanto tiempo en Facebook. Si no fuese por ustedes, hacemucho habría abandonado este sueño. Gracias a mis amigos enMendoza, Montevideo, Sinaloa, el D.F. y tantas otras ciudades.Gracias por invertir tiempo en mis historias absurdas. Y, por supuesto, gracias a todos mis amigos acá en Colombia que conabrazos, llamadas o juegos en la Virgilio Barco, me hicieron creer quesi es posible alcanzar mi deseo de convertirme en todo un escritor.Gracias también a todos mis familiares, porque a pesar de desconocertodas estas ideas locas que amo plasmar en el papel, sé que cuandodescubran mis trabajos me apoyarán y se sentirán orgullosos de mí.Gracias a ellos porque me incentivaron desde pequeño a leer porgusto y no por obligación. Gracias, abuelito. Verlo a usted leer enestos días ha sido uno de los mejores regalos que Dios me ha dado. ¡Gracias a todos!Ah, una cosa más. No olviden que este no es mi mayor proyecto delaño. Ya corren por mi mente personajes y escenarios de la que serámi primera novela. Y, si todo va bien, nos volveremos a encontrar enese mundo de papel.

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