cuentos certamen 18 · 2020. 11. 9. · 2 40 Certmen acional de Cuento Municipalidad de General...

23
CULTURA C

Transcript of cuentos certamen 18 · 2020. 11. 9. · 2 40 Certmen acional de Cuento Municipalidad de General...

  • CULTURAC

  • 40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    1

    Palabras Preliminares •

    El Certamen Nacional de Cuento, organizado por el Área de Cultura de la Municipalidad de General Cabrera, se realiza en forma ininterrumpida desde 1979.

    El concurso se pensó en adhesión a los festejos por el 86º Aniversario de la fundación de la ciudad y desde ese momento se sostuvo a pesar de los devenires históricos y los cambios de gestión.

    Este año se cumple la 40º Edición del Certamen, se reci-bieron 173 cuentos de 128 autores.

    Agradecemos a todos los participantes e involucra-dos en la organización del Certamen.

  • 2

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    Federico FalcoLilia Lardone Luciano Lamberti

    Jurado •

  • 4

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    Índice •

    Los grillosprimer premio

    Alma matersegundo premio

    Anastasiatercer premio

    Por qué tomomención

    6101417

  • 6

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    Tocamos fondo. En algún momento iba a pasar. Habían sido muchos años de tires y aflojes pero ahora era definitivo, y todo por esa mancha de humedad en el baño.

    Cuando la vi por primera vez era imperceptible, apenas unos lunares mohosos, como salpicados, hasta graciosos, en una esquina del techo del baño. Le pedí a Marcos que le avisara al administrador. Dijo que sí, que se iba a ocupar, como decía con todo. Ahora la man-cha era grande, de unos veinte centímetros de diámetro, de color verde oscuro e iba avanzando milímetro a milímetro, cubriendo como una fina alfombra aterciopelada ese rincón del baño, perpendicular a la ducha.

    Me senté en el sillón de nuestra casa. Los grillos cantaban de una forma inusitada y perturbadora. Cantaban tan fuerte que el ruido en-mudecía todo lo demás. Alguien me había dicho que los grillos esta-ban confundidos, que se supone que en abril ya hace frío y entonces empiezan a hibernar. Pero era abril y hacía calor y entonces los grillos se amontonaban, se encendían, comenzaban a reproducirse frené-ticamente y ahora eran millones cantando sin parar a cualquier hora, de mañana, de tarde, de noche.Era abril y Marcos y yo nos estábamos separando.

    Miré el departamento en el que seguiría viviendo sin él. Los mue-bles que se iba a llevar hacían cola frente a la puerta. El vajillero to-davía estaba en su lugar. Tenía un portarretratos de madera arriba, con una foto nuestra en Brasil. De fondo el Pan de Azúcar y nosotros mostrándole nuestros dientes al sol y escondiendo los ojos tras las ga-fas. Su abuela Rita me había prometido el vajillero, me había dicho que iba a poder guardar mis copas de colores. Lo quiero, y aunque me lo regaló a mí, a nosotros, Rita era su abuela.

    Lo miro y ahora me doy cuenta que está levemente corrido, en di-agonal a la pared y haciendo fila con el resto de los muebles. Al menos

    Los grillosFernanda Beatriz Sabbatini

    Seudónimo: Vico Villeneuve

    Ciudad Autónoma de Buenos Aires

    • primer premio •

  • 7

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    la cómoda se queda. La compramos en una subasta y pagué mucho más de lo que podía. Es de roble con un mármol de carrara de color rosado. El espejo tiene algunos rayones pero está bien. Ahí me siento a la mañana y me miro la cara ojerosa de recién despierta.

    Entró Marcos con algunas cajas vacías, me saludó con la mano, sin mirarme, y se puso a embalar los libros que tenía apilados sobre la mesa de luz, al lado de la puerta. Su biblioteca y la mía estuvieron separadas desde el comienzo. No hubo que poner nombres, los dos sabíamos perfectamente quién era el dueño de cada libro, aunque es-tuvieran repetidos.

    Lo vi cansado, y más viejo. Entonces empecé a mirarlo, sin pudor, quería ver si podía reconocer algo en él que me conectara con ese in-stante en el que supe que quería que nos mudáramos juntos. Infló los cachetes y resopló de costado y ahí mismo volví a esa escena, todavía nítida, de cuando llegamos con nuestras cosas a esta casa, a este alegre departamento de dos ambientes, como decía el aviso en el diario.

    Jugamos a que cada uno abriera cualquier caja que traía el otro, así, sin reparos, como un acto de fe ciega, como una ceremonia, que para nosotros, había sido más comprometida que casarnos. Ese día nos reímos sin parar.

    El ruido de él empujando el vajillero me sacó del recuerdo. Lo separó de la pared y el portarretratos se cayó y quedó boca abajo. Me acer-qué, lo levanté y lo puse sobre la mesa ratona. Marcos desenchufó el equipo de música, ese mismo que había comprado con tanta ilusión y esfuerzo y que fue testigo de nuestros bailes descalzos.

    Me parecía morboso estar ahí para verlo irse, pero más morboso me parecía no estar.

    Era de noche ya y salí al balcón. Hacía calor y los grillos seguían cantando. Una tenue llovizna empezó a caer rociando tímidamente nuestras plantas. De pronto el balcón se convirtió en un precipicio que lindaba con el abismo que anticipaba la soledad perenne. Lo sentí al instante, profundo y definitivo. La vida sin él. El vértigo me sacó el aire y lo miré.

    —No te vayas— dije sabiendo que detrás del vidrio no podía es-cucharme. ¿Pero si justo miraba y me leía los labios? ¿Si justo en ese instante dejaba lo que estaba haciendo y me miraba, ahí parada, hab-lándole?

    Ahora cerraba cajas con una cinta de embalar, transpiraba. Su frente estaba llena de pequeñas gotitas, como si a él también lo hubi-era alcanzado la llovizna.

    Entré, me senté en el sillón y prendí un cigarrillo. Él odiaba que fu-mara en la casa y lo hice casi como una provocación porque sabía que esta vez, esta única vez, no iba a decirme nada.

  • 8

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    —Ya casi terminás— le dije. Y asintió con la cabeza.El flete llegaba temprano a la mañana siguiente. Ya era tarde y nos

    pareció bien que él durmiera en el sillón. Terminó de apilar las cajas de libros y se sirvió un vaso de whisky.

    Cerró la botella y la metió en otra caja. Lo saludé con la mano y me fui al cuarto. Me senté sobre la cama. El cuarto parecía más grande, sin una mesa de luz había más espacio. Pensé en que una planta podía quedar muy bien para llenar el vacío.

    Me saqué la ropa, mirándome en el espejo. Vi mi vientre flácido y mi piel mucho menos tersa que cuando nos habíamos conocido. Vi las arrugas en la frente, como cicatrices de tantos años de ceño frun-cido, de preocupación por esos sueños que no se concretaban, por tantas manchas de humedad acumuladas.

    Me metí en la cama boca abajo y me estiré todo lo que pude. Estiré mis brazos y piernas hacia los cuatro puntos cardinales. Las sábanas estaban frescas y suaves y tenía las dos almohadas para mí. Abracé una almohada y me metí la otra entre las piernas. Sentí los latidos de mi corazón acelerarse. Era la primera vez que dormía sola en diez años.

    Escuché sus pasos acercarse al cuarto, se paró en la puerta, in-móvil. Cerré los ojos. Se quedó ahí unos instantes, en silencio. Con-tuve la respiración de forma forzada. Luego escuché sus pasos que se alejaban y el ruido de los resortes del sillón. Abrí los ojos, exhalé y me saqué la almohada de la entrepierna.

    Marcos empezó a roncar, y pensé cuánto mejor iba a poder dormir sin esos ronquidos. Me puse boca arriba, acomodé los brazos atrás de mi cabeza. No podía cerrar los ojos aunque quisiera. Me di vuelta para mi costado.Pensé en una pradera verde con araucarias esparcidas por doquier.

    —Pensá en algo que te produzca placer— me decía cuando no podía dormir.Y me abrazaba, y me daba la mano y yo se la apretaba fuerte y así me dormía.

    Ahora él estaba en el sillón y yo en la cama. Y yo pensaba en la pradera y él no sé qué estaría soñando. Ya no roncaba. Ahora podía escuchar su respiración, intensa, profunda, aspirándolo todo.

    La luz entró por las hendijas de la persiana. Me desperté en posición fetal, abrazada a la almohada. Lo escuché revolviendo cosas. La pava para el mate silbaba y miré la hora en el despertador. Eran las siete y media.

    De golpe sonó el timbre del portero eléctrico como una bomba de estruendo y sentí que se me paraba el corazón. Sonó otra vez. Fuerte y sostenido. Luego paró y volvió a sonar con ansiedad, varias veces, cortitas, en diferentes ritmos y compases, con impaciencia. Luego

  • 9

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    paró. Y otra vez empezó a sonar sostenido, escandaloso, como si lo hubieran dejado ahí, pegado con cinta. Así, durante varios segundos.

    Abracé más fuerte a la almohada y me tapé la cabeza con la frazada. El timbre dejó de sonar.

    Ahora el que sonaba era su celular, muy fuerte, a todo volumen. Paraba y entonces sonaba el pitido del mensaje de texto. Y empezaba a sonar el celular otra vez, hasta que paraba y otra vez el mensaje de texto. Después sonaba el ring—tone del mensaje de voz. Y otra vez ar-rancaba el celular y así en una secuencia a repetición durante un rato que me pareció eterno. Y entonces tocaron a la puerta, era José, el en-cargado. Preguntaba por Marcos, decía que abajo había un flete. Que el flete decía que en cinco minutos se iba si nadie atendía, que iban a tener que pagar igual. Que eran tres tipos grandotes y que estaban muy nerviosos. Hablaba a los gritos y desde el cuarto selo escuchaba con claridad. El teléfono de casa empezó a sonar también.

    Marcos hacía ruido en la cocina, como si estuviera preparando el mate.

    Por fin José dejó de golpear la puerta y los teléfonos dejaron de sonar. Me metí en la cama otra vez, me tapé la cabeza y pensé en la pradera.

    De pronto todo fue silencio, y empezó el canto de los grillos, otra vez.

  • 10

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    El hombre que lo cuida va adelante y nos guía como si no conociéra-mos la casa. El jarrón persa sigue en su lugar, y también los discos de platino, al pie de la escalera, sucios de polvo. Subimos a la planta alta. Roy está en el dormitorio, en medio de un silencio que asusta. Desde la silla de ruedas, mira por la ventana hacia la costa. El sol le alumbra los pies, pero a Carla y a mí no nos llega ni una gota de esa luz. Pese a la cercanía de la playa, no se escucha el ir y venir de las olas.

    —¡Sorpresa! —dice Carla.Roy tuerce la cabeza hasta donde puede y habla con la voz entre-

    cortada:—¿Son quienes creo que son? A ver, Julio, por favor.El tipo que lo cuida da unos pasos y gira la silla para que Roy pueda

    mirarnos de frente. Cuando nos tiene frente a él, sonríe y es como si le costara sonreír.

    —Mis chicas... ¡Tanto tiempo!Tiene puesto un short que deja al descubierto unas piernas huesu-

    das. La remera dice Harley—Davidson y más bajo: Live to Ride. Hace nueve años que llevo una cicatriz en el abdomen y que Roy

    está postrado en esa silla. Para mí es como si hubiera pasado una eter-nidad. Varias veces estuve a punto de llamarlo. Nunca lo hice. Una parte de mí esperaba que llamase él. “No puedo caminar, pero tengo la cabeza intacta y no hago más que componer”. Esa fantasía no se concretó. Podría haberse dedicado a la “música de laboratorio”, como los Beatles cuando se hartaron de las giras, pero parece que se tomó en serio su papel de inválido.

    Más allá de la silla de ruedas, la enfermedad que lo consume ahora, desde hace meses, está haciendo en su cuerpo un trabajo implacable. Me cuesta ajustar la imagen de este hombre disecado por la quimio al recuerdo que tengo de Roy.

    Alma materDaniel De Leo

    Seudónimo: Pichón

    El Palomar, Prov. de Buenos Aires

    • segundo premio •

  • 11

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    Carla le habla del viaje, del estado de las rutas. No sé qué clase de sorpresa le dimos al aparecernos así de repente. Debería preguntarle algo, pero no quiero soltar un disparate. ¿Cómo envejeciste tanto? ¿Qué hiciste en todo este tiempo? ¿No hay una mujer al lado tuyo? Lo primero que digo es:

    —¿Cómo estás?Vuelve a sonreír.—Bien. Y ustedes, hermosas.No, no es verdad que yo esté hermosa. Tengo treinta y ocho años,

    igual que Carla, pero ella sigue delgada incluso después de casarse y tener dos hijos.

    Algunas mañanas me siento a la mesa de la cocina y pienso: “A esta altura es muy poco lo que puedo cambiar”. Una vez mi madre me oyó pronunciar esa misma frase y me dijo: “Sonia, tenés tanto por vivir”. Esas palabras suyas me levantaron el ánimo a tal punto que, por un momento, sentí que dejaba atrás una cueva oscura.

    —No estamos lindas como antes—dice Carla y le apoya una mano en el hombro. Le enseña fotos de los hijos. Roy las mira sin interés.

    —Hace días que no salgo— dice tosiendo un poco.La semana pasada, Carla me llamó para decirme que Roy estaba en

    las últimas: le habían descubierto un tumor. Un tumor de los malos. Lo sometieron a quimioterapia. Le dieron el alta para que estuviera fuera de la clínica el tiempo que le queda.

    Les propongo que salgamos al jardín antes de que se esconda el sol. Julio se inclina sobre Roy y lo carga en brazos. Bajan por la escalera. Carla y yo los seguimos. Entramos en la cocina, donde el tipo lo sienta en una silla con ruedas de bicicleta. En la mesada hay un par de tazas sucias y un cenicero con colillas. Una fila de hormigas entra y sale de la azucarera. La casa de verano convertida en un lugar para morir. Pero Roy no muere, se apaga. Pensar que cantaba, componía y tocaba cualquier instrumento. Carla era el bajo, Gonzalo la batería, yo hacía coros y percusión.

    —Vamos a la playa— dice Roy, aunque lo noto cansado.Julio empuja la silla por un camino entre los médanos hecho con

    tablas de madera. Roy está descalzo y tiene la cabeza levantada, como si buscara algo en el cielo. El camino se termina y la silla se atasca en la arena seca. A Julio le cuesta destrabarla. Carla y yo lo ayudamos. Las zapatillas se me hunden.

    ¿Para qué vinimos? ¿Quién es este moribundo que arrastramos por la playa? Quiero al otro, a ese tipo egoísta y vehemente que contag-iaba entusiasmo.

    Siempre quedaba gente afuera en los lugares donde tocábamos. Al final de cada tema, Roy cerraba los ojos como insinuando que se había

  • 12

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    hundido en sus propias profundidades. A veces se mandaba un solo de guitarra breve y tremendo, ahogado por el ruido de la multitud. Pero había noches en que las cosas salían bien y lográbamos conectar con el público. Entonces brotaba de la gente una energía que llegaba hasta nosotros y formaba una aureola cálida, como la niebla de un pantano. Para los fans, Roy era un misterio. Las mujeres se sentían atraídas por él. Podía actuar con una fuerza intensa y brutal y al mis-mo tiempo parecer frágil.

    Tironeamos de las ruedas hasta que logramos llevarlo a la arena húmeda, más firme, donde la silla corre con facilidad. Poca gente en la playa. Un par de viejos en reposeras; una chica tomando mate. Es uno de esos días engañosos de noviembre: el sol brilla sin calentar. Hay un pescado en la orilla. No, es menos que eso: la cabeza de un pescado unida simplemente a su intestino. Alguien lo cortó y dejó el desperdi-cio ahí. El aire lleva y trae la pestilencia.

    Roy mirando el mar. Se agarra una pierna con las manos, baja el pie de la silla y lo apoya sobre la arena. Después hace lo mismo con el otro pie. Las ruedas se hunden un poco. Es probable que el agua alcance la silla en cualquier momento. Carla y yo nos descalzamos. Julio se aparta con las ojotas en la mano. Se moja los pies. Está fría, dice, da media vuelta y camina hacia los médanos. Nos deja solas con Roy, como si tuviéramos mucho para contarnos.

    Nos creíamos la fantasía de que la vida no se iba a terminar nunca. El último recital fue deprimente. Las canciones sonaban flojas, desange-ladas. Me viene una imagen de esa noche. Antes de salir al escenario, Roy sostiene una jeringa; la otra mano se cierra y se abre mientras sus ojos buscan una vena. Al principio, cuando se metió con la heroína, se pinchaba donde nadie pudiera verlo. Después ya no se ocultaba. Yo intentaba salir de mi adicción y lo único que consumía era cerveza. Finalizado el concierto, Roy subió a la camioneta y sacó a Gonzalo de la butaca del conductor. “Maneja como una vieja chota”, dijo riendo. Carla y yo nos sentamos atrás.

    Las cosas siempre fluyen con aparente normalidad. Hasta que ocurre el desastre.

    Algunos fans empezaron a reunirse frente al hospital, le hacían llegar a Roy mensajes de aliento. Pero él no era el único que estaba destrozado.

    Alguien garabateó en la arena un nombre que el agua y el viento no tardarán en borrar. Estamos fuera de temporada y no hay una sola persona en el mar. Roy parece un poco triste, aunque sonríe.

    Vemos pasar un gomón más allá de donde se forman las olas. Es de color naranja fosforescente. Nos llega nítido el ruido del motor.

    —Cuéntenme algo chicas. Algo sobre ustedes.

  • 13

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    —Carla tiene un restaurante —digo para evitar hablar de mí—. Adiviná qué nombre le puso al negocio.

    Roy niega con la cabeza. Le digo: —Fuego Cruzado.—Es una melancólica —dice como si Carla no estuviera al lado

    suyo—. ¿Y Gonzalito? ¿En qué anda ese?La miro a Carla, que se muestra tan desconcertada como yo. Gon-

    zalo murió en el accidente y Roy está jugando con nosotras.La rabia me asfixia. Cierro los ojos.

    El gomón anaranjado está en la orilla. Atamos a Roy a su silla con la cadena que nos pasa el tripulante. Lo subimos al bote y después tre-pamos nosotras. Navegamos mar adentro. Cuando la playa es apenas una línea amarillenta, lo tiramos al agua.

    Abro los ojos. Roy sigue en su silla frente al mar. Carla y yo estamos a su lado. Ella se aleja unos pasos y mira atrás, hacia la casa, por donde se oculta el sol.

    —Tengo frío —digo—. Volvamos.Me doy vuelta y le hago señas a Julio para que baje de los médanos.

    El cielo empieza a hacerse más profundo y a llenarse de color.—Esperen, chicas —dice Roy—. Por favor, vuelvan a pararse una

    de cada lado. Carla le agarra una mano, yo le sostengo la otra. Una mano seca y

    huesuda.La voz de Roy me llega aflautada por la brisa:—Me siento tan bien con ustedes. Insisto con volver, pero me aprieta la mano como si yo fuera su

    tabla de salvación. También aprieta la de Carla. Nos implora con la cabeza en alto.

    —Por favor, un minuto más.El agua avanza y nos moja los pies. Está helada, pero no nos move-

    mos. La silla de Roy se hunde unos centímetros. Incluso la cabeza del

    pescado sigue en la orilla, atascada, las tripas rodeadas de espuma. —Así, chicas, solo un minuto —dice—. Así, gracias.

  • 14

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    Apenas el ruido de las hojas que crujen cuando alguien pasa, una moto que se acerca y se aleja. Debería salir más, murmura. Caminar, ver gente. Han sido siglos de encierro.

    Se mira las manos. La piel sigue intacta. Qué extraña es la piel hu-mana, se comporta como las plantas del balcón; sin agua se secan, se vuelven rígidas. Quizá todo se trate de proporciones, proporciones y relaciones de agua, sol, luz, y tiempo. Estas plantas vienen sobre-viviendo a todo. Las suculentas son así, inteligentes. Saben lo que hacen: pueden pasar meses sin agua porque en las hojas carnosas se reservan agua. A veces, sin que mamá se dé cuenta, le corto un ped-acito a una y me quedo mirando cómo gotea el agua, savia espesa y verde. Por eso no las riego muy seguido. ¿Para qué? Mamá dice que hay que regarlas dos veces por día. Ella tendría que saber que hay co-sas más importantes.

    Regar las plantas, se repite. Otra moto. Más apurada que la ante-rior. El ruido queda en el aire por unos segundos, siente que le retum-ba adentro, en el cuerpo, en el pecho y en el estómago. Todo es una cuestión de proporciones, si pienso mucho en las plantas, no puedo ocuparme de mamá. Se mira las manos. Blancas. Dicen que las líneas encierran el destino. Por eso no son todas iguales. Venas del otro lado. Son canales, conductores de agua. El planeta tiene 70 por ciento de agua, el cuerpo humano tiene 70 por ciento de líquido. El agua es el conductor de todo. El agua impera. Las suculentas son plantas de agua. Todas carnosas, las suculentas.

    Ah, ese ruido. Ronco. Llega de a poco. En capas. Lo ocupa todo. Me crispa las manos. Mamá llama. Anaaastasssiaaa. ¿Y ahora qué? ¿Qué le pasa? ¿Qué quiere?

    Anastasia camina por el pasillo. La diferencia de luz es notable. Afuera, el balcón era una hueco donde se veía el mundo, la luz blanca, caliente, fuerte, poderosa. Adentro, el pasillo es finito, largo, oscuro.

    AnastasiaFlorencia Gutman Grinbank

    Seudónimo: Cookie

    Ciudad Autónoma de Buenos Aires

    • tercer premio •

    “El hombre no puede vivir donde las flores degeneran.”Napoleón

  • 15

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    Las paredes están empapeladas de Toile de Jouy, la escasa luz que logra filtrarse, deja entrever la estampa de niños alegres corriendo alrede-dor de una casa francesa. La bombita de luz se rompió. Todavía no encontró el momento de arreglarla. Son muchas ocupaciones; las plantas, el agua, la luz, mamá. Todo es cuestión de proporciones y esto es mucho. Es mucho para mí.

    Es mucho para ella.Avanza por el pasillo oscuro hasta asomarse a la habitación. Se

    detiene por un momento y luego camina en puntas de pie. Mira la cama. Está en silencio y parece dormida. No importa. Es hora de darla vuelta. Se acerca a la cama y empuja el cuerpo como si fuera un tron-co. El viento y la sal lo secaron. Los brazos son frágiles, se van a partir. Los brazos de mamá. Pobre mamá, ¿cuánto habrá tenido que cargar?

    Ya está. No se va ahogar, porque la cuido. Corre el camisón traslúci-do para descubrirle un poco la espalda. De cerca es como si observara con una lupa, como si pudiera ver cada poro de la piel. Ah, la piel. Ya no es la piel de mamá. Los animales cambian la piel, la piel se agrieta, se aja. Sus manos blancas contrastan sobre la espalda desnuda de su madre. Busca la crema. Ese olor tan suave a rosas. El cuarto se im-pregna del perfume fresco de la crema, le gana terreno al olor de la humedad, nota como de a poco desaparece el olor a estancamiento, encierro, silencio de muchos años.

    Anastasia decide tirarse en el sillón del living. Desde ahí puede ver aún el balcón, percibir algo del sol que va cayendo y espiar las sucu-lentas. Mamá duerme y ahora puedo descansar. Acostada, juega en el sillón. Levanta una pierna. Levanta la otra pierna. Las piernas estira-das forman una V. Abre y cierra las piernas como una tijera que corta el aire. Las cierra, no ve por el balcón, las abre, el mundo —que ahora tiene menos luz porque el sol se está yendo como todas las cosas que alguna vez estuvieron— aparece a través del balcón. Abre y cierra con más velocidad. Abierta, cerrada, abierta, cerrada, mundo, no mundo, mundo, no mundo. De pronto, se cansa. Es agotador. A-go-ta-dor. Agotada.

    Se queda dormida sin darse cuenta, sueña con peces de colores que nadan en la parte más honda del mar, peces como arcoíris, tornasola-dos, multicolores, ella cree que son mariposas pero también sabe que son peces, bichos que pueden respirar bajo el agua, no se ahogan, vuelan entre arrecifes y corales, comen lo que dejan caer los peces más grandes, duermen de día y brillan de noche. Acostada a lo largo del sillón, con el camisón blanco bordado en rosa, parece un animal dormido, brillante. Afuera la noche avanza. Anastasia no come mu-cho y esta vez no ha comido en todo el día. A veces se olvida, no tiene hambre, no le duele el estómago, es un agujero, no lo siente, no sabe

  • 16

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    si tiene un estómago. El pelo en la cara se mueve como una serpiente sigilosa, el viento le hace mover el pelo, el pelo la despierta de un so-bresalto. Está asustada, se quedó dormida, no sabe qué día es, ni qué mes, ni qué año. Mamá, dónde está mamá.

    Hubo un tiempo en que veraneaban en la costa con trajes de baño enterizos, tomaban cocacolas en botellas de vidrio grueso, la arena no les secaba la piel, ni el aire les daba miedo, ni la luz les quemaba los ojos e incluso las risas de otros veraneantes les hacía cierta gracia. Pero eso había ocurrido hacía tanto tiempo que apenas podía record-arlo. Anastasia pensaba en el pasado como una postal olvidada en el bolsillo de una valija.

    Estaba toda húmeda, mojada, casi empapada del sueño. Se levantó con frío y corrió a ver su madre. Le tocó la cabeza, metió sus dedos en-tre el pelo, trató de peinarla, la madre tenía la boca abierta. Le tocó los labios. Parece un pez, una brótola, mejor se la cierro. La boca. Cerra-da. No duerme. No abre los ojos. La muevo. Anastasia la empuja otra vez como un tronco, rueda y cae al piso rígida. Se acuesta contra ella. Se pega a su cuerpo, estómago contra estómago, boca contra boca, la abraza. Sus manos se mueven como lagartijas por el cuerpo de la madre. Es el cuerpo que la protegió y que también le pertenece. Ahora siente mucha sed. Se le seca la boca, le duele. Es una sequía adentro de su boca. Se siente cansada. Hace un esfuerzo por levantarse y camina hasta la cocina donde busca un vaso limpio. Hay pilas de ollas oxi-dadas, ceniza, hollín y tierra en el piso. No encuentra el vaso. Tomo de la canilla. Abre la boca y toma agua como un animal desesperado a punto de ser cazado. Tiene que tomar agua rápido, antes de que el arma de un cazador la alcance.

    La sed no puede ser saciada, Anastasia se empapa otra vez, esta vez del chorro de la canilla, se arrastra por el piso hasta llegar al sillón. En la otra habitación su madre en el piso es una roca, una estalactita. Ella tirita de frío, cierra los ojos y piensa en su madre. En enterrarla en el jardín, junto a las lilas, en regarla cada dos días, en explotar las hojas de las suculentas y beber la savia como si fuera el sexo, en renovar la tierra que entierra a su madre, poner tierra fresca cada dos meses, re-gar, piensa en el entierro, silencioso como todos estos años, siglos, y vuelve a quedarse dormida, muy quieta, sin movimientos.

  • 17

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    Salto en el tiempo. 3 de agosto del año 2017. Tengo treinta años.Julieta me dice que soy una borracha. Que soy una borracha y que le

    da vergüenza tener una hermana como yo. Trato de explicarle, como muchas otras veces. Le digo que mí tiempo no es el de ella, tampoco el de todos los demás; todos los tiempos se mezclan. Paso del pasado al futuro. Julieta no me escucha, no quiere. La entiendo; por lo que pasó con Azul, su nena, mi sobrina.

    15 de julio de 1997. Tengo diez años.Las manos de papá sobre la mesa del comedor, cerradas como pie-

    dras envueltas en raíces. Puños de boxeador. Entre ellas, el pastel de carne de mamá: un menjunje de gris—marrón que prepara desde an-tes de que yo naciera. Julieta y yo no comemos. A ella no le gusta la carne, yo estoy ocupada.

    —Vos querés que no salga más del baño, ¿no? —dice papá sólo mueve los ojos hacia arriba.

    —¿Qué te pasa? —pregunta mamá sin mirarlo.—Colon irritable. ¿Te parece una joda?—No sé. Sos vos el que se está cagando encima todo el tiempo.—Me cago encima porque como cagada. Esto tiene el mismo color

    que la mierda.—Es lo que hay.—Es lo que cocinás vos. Podrías probar otras cosas, como la tarta

    que hizo tu amiga el otro día. —dice papá y empuja el plato sin levan-tar los cubiertos.

    —Decile a ella que te cocine. Papá me mira. No con interés, me mira para que empiece a comer.

    No puedo, soy la única que ve la mancha sobre el mantel: humedad de vino dulce. La mancha todavía no está, pero va a estar. En cinco minutos, papá va a volcar una copa de vino sobre el mantel. Lo se

    Por qué tomoEmiliano Salto

    Seudónimo: Juan Mononoke

    Ciudad de Córdoba, Pcia. de Córdoba

    • mención •

  • 18

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    porque ya salté a ese momento. Agarro un trapo. Me da pena usarlo para limpiar: ayer alquilamos La Bella y la Bestia, y en la película todos los sirvientes del castillo se habían convertido en cosas. Uno era un reloj, otro era un candelabro. Si yo fuese un trapo no me gustaría que me llenasen de vino.

    —Basta, Mariana, dejate de joder y comé —Papá me agarra el brazo y mira a mamá—. Esto es culpa tuya.

    —¿Qué decís? —pregunta mamá mientras se sirve una porción de pastel de carne.

    —Te dije que esos estudios de mierda la iban a dejar fallada.—La hubieses llevado vos al médico.—¿Para que la dejen una semana en esa máquina llena de imanes?

    Ni en pedo.—Tiene diez años y casi no habla. Sos vos el que estaba preocu-

    pado.—Paren un poco —pide Julieta y acaricia mi espalda.—Vos callate y comé —mamá señala el plato de Julieta con el tene-

    dor.—Vamos, Mar.Julieta tira de mi manga mientras se levanta de la silla.—De acá no se va nadie. Terminen de comer.—Vamos —repite Julieta.Papá tira del mantel y voltea su copa de vino. El líquido encuentra

    su lugar sobre la tela. Respeta con exactitud los márgenes trazados por la mancha que hace instantes sólo era visible para mí.

    Julieta y yo nos acostamos en las camas cuchetas. Ella en la de ar-riba y yo en la de abajo. En la cocina, mamá y papá discuten. Me tapo la cabeza con la colcha, cierro los ojos pero no dejo de temblar. Julieta se asoma y me invita a subir a su cama. Me recuesto y ella me abraza hasta que me quedo dormida.

    20 de diciembre de 1996. Tengo nueve años.Estoy en una sala de urgencias. Tuve una convulsión. Me duele la

    cabeza. La doctora me muestra una lapicera, me pide que recuerde el color y la guarda. Salto en el tiempo. Me pregunta cuál es el color de la lapicera. Salto en el tiempo. Compro una lapicera parecida en una librería del centro, tengo veinte años. Salto en el tiempo. Mamá usa otra lapicera para anotar un número de teléfono mientras me sostiene en brazos. Salto en el tiempo. La lapicera de la doctora es muchas lapi-ceras de mi vida. Al mismo tiempo, en cada salto de tiempo.

  • 19

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    7 de febrero de 2008. Tengo 21 años.Cojo con un odontólogo. Lleva puesto un uniforme alemán de la

    segunda guerra. Me viste con un piyama a rayas, dice que eso lo cali-enta.

    3 de enero de de 2008. Tengo 21 años.Trabajo en la barra de un bar. Un tipo se acerca y me pide un trago.

    Hablamos. Dice que es odontólogo. Me invita a salir. Voy a decir que sí. Quisiera poder controlar los saltos temporales, pero no puedo. No predigo los momentos del futuro, no se que va a pasar antes de vivir el momento. Termina mi turno, empiezo a tomar. No paro hasta que llega el vómito y la cabeza se siente con el doble de peso. No pienso en ningún futuro, ni en ningún pasado. Estoy en el presente. El alcohol me nubla la memoria y me mantiene en el presente. Soy libre, mien-tras siga borracha.

    10 de mayo de 1999. Tengo doce años.Despierto y la habitación no está en silencio. Estoy recostada en un

    terremoto: la cama cucheta tiembla. Me paro y, entre la bruma, veo a Julieta, sobre la cama de arriba. Está boca abajo, la mano derecha dentro de la bombacha. La espalda en curva convexa, el pecho tran-spirado presiona el colchón, el culo en alto, los muslos sosteniendo toda la estructura. Julieta se mueve mínimamente, de lado a lado. Me abalanzo sobre la puerta para hacer de obstáculo, para darle tiempo a Julieta. Ni yo ni la madera resistimos. Mamá abre la puerta, me em-puja y se abalanza sobre Julieta. Le sube los pantalones a la fuerza y le explica gritando por qué lo que hace está mal. No es la primera vez que salto en este momento del tiempo. No es la primera vez que in-tento detener a mamá Aprendo que nunca puedo impedir que entre por la puerta. No sé por qué, pero mamá siempre entra. El tiempo es uno, creo, y no cambia.

    3 de junio de 2016, a las tres de la tarde. Tengo 29 años.Segundo piso de la casa de Julieta. Ella salió a la farmacia. Yo me

    quedo para cuidar a Azul. Julieta no quiere dejarme sola con a su hija, dice que tomo mucho todavía. Igual, está apurada. La nena tuvo una infección de oído y a mí no me van a vender los medicamentos. No tiene alternativa. Prendo el televisor y en el canal veinticinco una publicidad muestra fuerza, independencia, poder. Cuando termina me doy cuenta de que no habla de ninguna de esas cosas, habla de una camioneta que tiene más espacio en la caja que el modelo ante-rior. Azul corre torpemente por la habitación. Tiene cuatro años y parece una persona, o una persona muñeca. Me cae mejor ahora. An-

  • 20

    40º Certámen Nacional de Cuento· Municipalidad de General Cabrera

    tes, cuando Julieta presumía las fotos de su recién nacida, Azul era muy calva, como un economista en miniatura. En el canal veintiséis, una película japonesa. Veo diez minutos antes de confundir al pro-tagonista con el resto del elenco. Azul se acerca a la escalera que lleva a la planta baja. Entre ella y la escalera hay una pequeña cerca que debería impedir el paso de cualquier humano pequeño, un accidente, una muerte antinatural, aunque es natural que alguien se caiga por las escaleras. Intento de nuevo concentrarme en la película, pero el grito cortado de Azul me avisa que la cerca nunca estuvo trabada. Antes de que pueda levantarme del sillón, Azul llega a la planta baja y ya no se mueve. Mi sobrina no se mueve.

    3 de junio del 2016, a las dos de la tarde. Tengo 29 años.Espero en la cocina a que Julieta baje. En la puerta de la heladera,

    un dibujo infantil sostenido por un imán en forma de abeja se cae ha-cia la derecha. Sobre el papel, la familia de la casa: tres rectángulos de crayón azul, con líneas por extremidades y firuletes por cabezas; el sol en amarillo húmedo, gigante, redondo y sonriente, con rayos como barrotes; una casa de dos plantas más pequeña que la familia; el cielo lleno de círculos multicolores. Mientras miro el dibujo, empiezo a llorar. Repito perdón, por lo bajo, una y otra vez. Julieta se acerca y pregunta qué me pasa. Yo no dejo de mirar el dibujo de Azul, y escu-cho el sonido de su risita de niña cuando se acerca. La miro y me seco las lágrimas. Le digo a Julieta que estoy bien, que no me pasa nada. Ella dice que ya vuelve, que tiene que ir rápido al supermercado, que cuide a Azul.

    Cuando la nena y yo quedamos solas en la casa, la tristeza futura llega de nuevo. Me tengo que calmar. No necesito acordarme de lo que le va a pasar a Azul. Ya lo viví una vez. Abro la heladera y saco una botella de vino.

  • IntendenciaMarcos Carasso

    CulturaGabriela Fessia

    Diseñowww.ese-estudio.com.ar

    Diciembre de 2018General Cabrera, Córdobawww.generalcabrera.gob.ar