Cuentos para el andén Nº42 - Especial 4 Añazos
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brevemente [40]
Relatos en cadena
andéndos [13]
Conejos de ojos sabios, Ota Pavel
elmuro [3]
entrecocheyandén [42]
Bonsái, Roberto Rochas
cuentoscomochurros [32]
microconcurso4añazos [30]
lapuertadelanevera [36]
noviembre2015nº42
andénuno [5]
Las dos islas, Javier Sagarna
Publicamos el relato de cuatro lectores, ganadores de la convocatoria abierta de
textos Microconcurso '4 añazos', con preselección de jurado y votación final de
ganadores en abierto a través de Facebook.
diccionariodesaturno [37]
sinopsis [39]
Edita: Grupo Andén C/ Feijoo, 6 - 4ºA - 28010 Madrid | [email protected] | www.grupoanden.com
Comité editorial: Alejandro Moreno, Víctor García Antón, Leticia Esteban | Editora: Natalia Muñoz.
Asesores de contenidos: Sergi Bellver, Juan Carlos Márquez, Kike Cherta, Juan Martini (Buenos Aires, Argentina)
y Mónica Pano (Argentina)
Publicidad: [email protected] | Diseño: www.jastenfrojen.com
Ilustración: Coordinación: www.leticiaestebanilustracion.com
Diseño portada e interior: © Ignacio G. Martín-Laborda
nove
dade
s
Con la colaboración de:
andéntres [20]
El pie de Kafka, Bibiana Candia
andéncuatro [23]
Magdalenas, Julita Nicolás Zabala
3
Este número de Cuentos para el andén no sólo
cumple 42 ediciones, sino que con él cumplimos
4 años de cuentos repartidos por los andenes a golpe
de tinta y píxel. Lo celebramos con esta Edición Especial
donde nos despojamos de vestiduras aledañas al relato
y nos quedamos en cueros: cuento, mucho cuento y
sólo cuento, con un Andén 4 locutado; los ganadores
del Microconcurso '4 añazos'; autores noveles y autores
con canas; españoles, argentinos, mexicanos, checos,
que traen historias hiperbreves y otras, esta vez, tam-
bién un poquito más extensas. No te quitamos más
tiempo, esperamos que lo disfrutes.
Cuentos para el andén
@cuentosanden
www.grupoanden.com
Te escuchamos:
elmuro
Finalistas:
Burbujas - Saturnino Gálvez
Madrid (España)
Sin título - Daniel Tordera
Norrköping (Suecia)
Suelo 2 - Debbie Iglesias
Santiago (Chile)
Tema: Por los suelos Ganadora: Blanco sobre Negro - Ana García - Zaragoza (España)
Concurso de fotografía Participa enviando tus fotos a [email protected] las bases y mira las fotos en Facebook y grupoanden.comTema del próximo concurso: Por las ramas
andénuno
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DURANTE muchos meses, ninguno de los dos le dice nada al
otro. Desde el naufragio, ambos se turnan las guardias en el
acantilado, junto a la gran hoguera que encenderán si avistan
las velas de algún ballenero o uno de los clippers que hacen la
ruta de Oriente. Vigilan mientras haya luz, a todas horas, sin tre-
gua, conscientes de lo lejos que la tormenta los arrastró de las
rutas comerciales antes de hundirlos: un vigía rubio y fornido
por las mañanas, siempre tieso como una vela, un guardián
menos marcial por las tardes, bajito, moreno, a menudo inquie-
to y que a veces, solo de vez en cuando, tiene la debilidad de
esconder la cabeza entre las piernas y deshacerse en lágrimas.
A mediodía, cuando el sol del Trópico abrasa desde lo alto,
ambos se reúnen en un chamizo de hojas de palma que el
rubio construyó en lo alto del acantilado durante esos primeros
días en que el otro se limitaba a vagar y lamentarse. «Nuestro
cuerpo de guardia», le dijo entonces, apenas lo terminó. Pero el
otro solo acertó a mesarse los cabellos. Ahora charlan mientras
comen (sobre todo el bajito que parece que a diario comiera
lengua), comentan las incidencias de la caza que, por fortuna,
abunda en pequeños cerdos salvajes y unos pájaros gordos
como avutardas que no saben volar; discuten los arreglos que
necesita la cabaña y las novedades, siempre escasas, del turno
de guardia. Ballenas, eso es lo que avistan a menudo, pero
nunca los palos de un ballenero que las persiga. Hablan, con-
versan, a ratos hasta se ríen, pero ninguno de los dos menciona
la otra isla.
Tampoco dicen nada por las noches, cuando abandonan las
guardias al declinar la luz —el atardecer del Pacífico, sublime en
rosas sobre azules, turbador si un grupo de ballenas lanza sus
Las dos islasJavier Sagarna
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andénuno
chorros en el horizonte—, y se reúnen en la cabaña grande, la
que construyeron junto a la laguna y que han ido, poco a poco,
haciendo cada vez más confortable. Tienen un cuarto para cada
uno, cascada interior que les sirve de ducha y un gran salón
central en torno al fuego en el que asan hoy cerdo y mañana
pajarón, que acompañan con fruta del huerto. Se dejan llevar
por la nostalgia mientras cenan, y fuman el tabaco que ellos
mismos cultivan y se beben, muy poco a poco, el brandy que
encontraron entre los restos del camarote del capitán tras el
naufragio. Pero ni siquiera en esas noches de franca camarade-
ría se cuentan lo de la otra isla. Ninguno la menciona siquiera y,
desde luego, ninguno la menciona a ella.
Así pasan los meses.
Meses en que ella aprende a llamarlos Mañana y Tarde, por
la hora en que acuden a visitarla.
Y es que, apenas terminan su guardia y resuelven las tareas
que les corresponden —por suerte, esos condenados cerdos y
pájaros son absurdamente fáciles de cazar, el tabaco crece solo
y la limpieza se ventila en media hora—, cada uno de ellos com-
prueba desde lejos que el otro está bien firme en su puesto, la
mirada fija en el mar, y cruza la isla a buen paso, hasta la caleta
que se abre en la otra punta, se lanza al agua y nada hasta el
islote cercano. Desde la cala, el islote parece yermo y escarpa-
do, pero apenas uno trepa por la pared de rocas, se encuentra
con una fértil llanura de campos cultivados en cuyo centro,
junto a la poza que les da vida, se halla la cabaña desde cuya
puerta ella los saluda apenas los ve recortarse contra el cielo. El
pequeño belga llega por las mañanas, con la respiración entre-
cortada, el sueco rubio y fornido acude cada tarde, tan fresco,
impecablemente peinada la melena. Nunca juntos, siempre a
hurtadillas, aprovechando el turno de guardia del otro. Sin
haberse puesto de acuerdo, ambos guardan un celoso secreto
en torno a esa isla y a esa mujer.
Ella los recibe en la puerta de la cabaña y permite que
ambos la estrechen entre sus brazos. ¿Quién es? Ninguno de los
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andénuno
dos ha llegado a saberlo. Tiene la piel tostada de los polinesios,
un bello rostro de formas suaves y unos ojos oscuros que bri-
llan, literalmente brillan, cuando los recibe. Sin embargo, y pese
a que no habla una palabra en ninguna lengua conocida, algu-
nos indicios: un hermoso vestido blanco de corte victoriano
que guarda en un rincón de la choza, la fotografía de un hom-
bre con barba y levita junto a su cama, incluso el gusto exquisi-
to de los arreglos florales han llevado a ambos a la certeza de
que ella también procede de un naufragio. Una leve cojera, que
más que afearla se percibe enseguida como esencial para su
atractivo, habla en silencio de dolores que parecen del todo
ausentes de su rostro feliz cuando ellos la abrazan.
En su lengua incomprensible, ella los llama Mañana y Tarde y
sabe que Tarde, el gran rubio silencioso, la tomará en brazos y, sin
más preludios, la llevará hasta el lecho donde el tiempo se les irá
entre besos y embestidas, en éxtasis, en furiosas cabalgadas piel
contra piel, labio sobre labio, carne, deseo, pasión, hidromurias.
Sabe que solo cuando el sol decline, Tarde aflojará su abrazo
incansable, se lavará un poco en la poza como si temiera llevarse
algo, un olor, un tacto, y se lanzará al mar desde una peña, como
un dios poderoso y fértil de larga cabellera rubia.
Mañana, por el contrario, tardó semanas en tocarla, meses
en quitarle la ropa y hacerle el amor. Incluso ahora, son muchos
los días en que solo la toma de la mano y se la lleva a la orilla, a
contemplar el batir de las olas del Pacífico contra las rocas y la
intrincada vida de los peces entre los corales. Se sientan junto al
mar y charlan, habla él, sin tregua, en una lengua que ella no
comprende pero transparente en sus tonos, miradas y silencios,
una lengua que la arrulla y la cautiva con su música extraña y
sus acentos en u. Pequeño, con su pelo muy negro siempre
alborotado y un bigote cuyas puntas se obstina en mantener
rizadas, Mañana habla sin parar y ella le escucha. Solo cuando él
se agita, cuando ella advierte la crispación en sus dedos y el
nacer de las lágrimas en sus ojos, ella le pone una mano sobre
la boca. A veces, él acaba por callarse y ambos se quedan allí,
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andénuno
abrazados, contemplando los sifones que lanzan las ballenas en
altamar, un poco antes del horizonte. Las mañanas son tiempo
de pasear por el huerto y recoger los frutos en sazón, de tortu-
gas que nacen por miles en las arenas de la playa diminuta del
islote, de un baño en la poza justo antes de la hora de marchar,
como si él también temiera llevarse algo —un olor, un tacto—,
que lo fuera a delatar.
Cuando lo ve llegar a la orilla de la isla grande —a él le gusta
que ella lo acompañe hasta las rocas—, y despedirse con la
mano antes de internarse en la espesura, sabe que Tarde ya no
se demorará.
Por eso se extraña tanto cuando, una de esas tardes, en lugar
del gigante rubio aparece él, Mañana, moreno, bajito y muy,
muy agitado.
A despecho de tanta guardia en solitario, la goleta aparece
un viernes a mediodía, cuando los dos comen juntos en el cha-
mizo de hojas de palma, en la cumbre del acantilado. Aparece
casi de golpe, mucho más cerca de lo que hubieran supuesto,
sus cuatro palos recortándose entre los sifones de un gran
grupo de ballenas. La ven y se levantan de un salto y el sueco
corre a prender la gran hoguera. Brinca, salta, hace señales, dis-
para al aire su revólver, agita los brazos sobre su cabeza y lanza
un alarido de triunfo cuando desde la nave contestan con una
salva y cambian el rumbo para dirigirse a la isla.
—¡Salvados! —exclama.
Y cuando se vuelve se extraña de no ver al otro a su lado, ni
en la cabaña, ni por ninguna parte. Lo busca por la selva, en la
laguna y por la garganta del arroyo que termina en la catarata;
se asoma al pedregal, a la llanura donde pastan los cerdos sal-
vajes y se arrullan los grandes pájaros, a la huerta y a los cultivos
de tabaco, cruza la isla buscándole y solo cuando llega al otro
lado, a la cala, y ve sus huellas en la arena, mira hacia el islote y
comprende, ¡vaya si comprende!
Aun así, le llama, grita su nombre dos, tres veces con voz tro-
nante y aguarda con la vista fija en el mar, en esa otra isla que,
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andénuno
ahora lo sabe, no ha sido el único en pisar. Al fin se encoge de
hombros, derriba una palmera a patadas y regresa a buen paso
hacia la bahía a la que, con viento favorable, se aproxima veloz-
mente el ballenero. Por su bandera, adivina que tiene su base
en el puerto de Nantucket, muchos meses aún de travesía hasta
llegar a casa.
Los recibe a pie de playa, se abraza a los hombres que arriban
en el bote y bebe con ganas de la botella de ron que le tienden.
Luego les muestra la isla, la cabaña, los cultivos que les han ayu-
dado a seguir con vida y no protesta cuando sus salvadores
hacen una matanza de cerdos y pájaros tontos, cuya carne alivia-
rá la dieta de la tripulación. Evita, eso sí, llevarlos al otro lado de la
isla, a la cala y, una vez que recoge sus cuatro cosas, insiste en
dejarlo todo como está: la cabaña, los cultivos, incluso la cajita
que él mismo talló y en la que guardan el tabaco. El primer oficial,
un polaco sagaz y competente, acaba por preguntarle:
—Pero está usted solo, ¿no es así?
Se diría que un destello de dolor, algo mínimo, apenas per-
ceptible, atraviesa por un instante el rostro hierático del gigan-
tón rubio, pero un trago de ron urgente lo hace desaparecer.
—Ahora sí —responde.
Y no hay manera de sacarle nada más, aunque aprovecha un
despiste para esconder la botella de ron mediada bajo uno de
los lechos. Luego los sigue hasta la playa, atiende como puede
a la charla del polaco —al parecer, le cuenta, han tenido mucha
suerte de ir a parar allí, pues casi en cualquier otra isla de aque-
lla zona hubieran sido pasto de los caníbales— y, tras un instan-
te de duda, termina por subir al bote.
—¿Nos vamos? —pregunta el polaco.
—Adelante —responde, aunque permanece de pie en la
popa del bote, con la vista fija en la playa, en la isla que se aleja
al ritmo del batir de los remos sobre la superficie del mar. En
silencio, se despide sin pena de cada árbol, de cada grano de
arena, de las rocas del acantilado sobre las que aún humea la
hoguera. Se despide de ellos.
andénuno
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Y es en el momento en que se gira, mientras se vuelve para
sentarse y enfrentar el perfil de la goleta que los espera en el
centro de la bahía, sus altos palos recortados sobre el cielo del
Trópico, cuando lo ve. En la playa, dando brincos y agitando los
brazos como un loco.
—¡Alto! —chilla, y los remos se detienen en el aire.
En unos minutos vuelven y lo recogen. El sueco salta a tierra
el primero, pero se queda clavado a un par de metros del otro.
Es raro que este no se lance a sus brazos, que no gesticule ni
hable sin parar. Se miran, solo se miran.
—¿Entonces? —acaba por preguntar el rubio.
—Voy —es todo lo que responde el otro.
Y sube al bote y no levanta la vista más que para responder
con monosílabos a las preguntas del primer oficial. Estaba en la
isla cuando llegaron, sí, pensaba quedarse, ha cambiado de opi-
nión. No añade una palabra más. Solo permanece así, silencio-
so y abatido, hasta que llegan a la goleta. En cuanto puede
—tras saludar al capitán y agradecer los vítores de la tripula-
ción—, se acomoda en una esquina del barco, a popa. El rubio
se sienta a su lado, pero él guarda un silencio abrupto y obsti-
nado. No le mira, no dice una palabra. Simplemente, apenas
levan anclas, mete la cabeza entre las rodillas y se deshace en
lágrimas.
tw Del libro: Nuevas aventuras de Olsson y Laplace. Ed. Menoscuarto, 2015.Javier Sagarna (Madrid, 1964), dirige la Escuela de Escritores, donde también da clases. Preside laAsociación Europea de Programas de Escritura Creativa y ha impartido numerosos talleres enEuropa y América. Ha escrito el libro de relatos Ahora tan lejos (Menoscuarto, 2012)
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andéndos
MIS padres vendieron la cabaña y se compraron una pequeña casa
en Radotín, con un manzano que florecía sobre el tejado. Fue su
última parada aquí en la tierra, y fue una parada feliz. Trabajaban y
vivían en el ingenuo sueño de un Mesías con el que levantarían
cabeza. Pero trabajaban más que soñaban, así que no les iba tan
mal. Mi padre ya no iba detrás de las mujeres, la tormenta pasó y
llegó la calma. Eso sí, había poco dinero.
Papá volvió a decidir que ganaría un pastón, esta vez con ayuda
de los conejos. Primero compraba conejos, luego los repartía o los
vendía. Trabajó como nunca antes en su vida. Construyó decenas de
conejeras y las decoró con cortinas, parecían castillos para una noble-
za orejuda. Se centró en la raza especial de conejos de Champaña,
que tenían el color de los cohetes americanos que despegan hacia la
luna; unas veces eran más plateados y otras veces más grises y, para
ser conejos, tenían ojos bonitos y sabios, como si lo supieran todo. Él
charlaba con ellos durante horas enteras y les rascaba el mentón.
Tengo la impresión de que los conejos le amaban.
Por la mañana y por la noche iba a buscarles hierba, para que
siempre la tuvieran fresca. Se levantaba temprano, cuando todavía
dormía toda la región y la hierba no estaba mustia. Era todo un
ritual. Amanecía, el rocío resplandecía en los tallos verdes y alrede-
dor retozaban los conejos salvajes. En los montones de escombros
siempre había muchos, cerca gritaban los faisanes, y todos conocí-
an ya a mi padre. Se arrodillaba. Siempre llevaba la hoz bien afilada
y de esta manera no arrancaba la hierba. La colocaba, la hoz sisea-
ba, pshhh, pshhh, y la hierba se amontonaba en manojos. Un ramo
por conejo, como si fueran damas en el palco principal. Luego se
subía al carro, agarraba las riendas y silbaba. Llenaba las conejeras
de hierba, los conejos aún estaban adormilados y él los despertaba:
—Chicos, buenos días. Aquí tenéis ñam ñam.
Conejos de ojos sabiosOta Pavel
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Como cabía esperar, sobrealimentaba a los conejos y sacaba
toneladas de estiércol, casi la misma cantidad que de comida. Pero
la conejera estaba limpísima, a sus amigos les decía:
—¿Asombroso, eh? Aquí hasta podrías comer, tontaina.
Mi madre por su parte criaba con eficiencia pavos y gallinas, y ven-
día los huevos. Pronto empezó a obrarse un pequeño milagro, como
en el famoso libro de la americana Betty MacDonald, El huevo y yo.
Así estuvieron casi diez años.
Mi padre se hizo amigo de los jardineros de la cercana fábrica
Walter y traía las rosas más hermosas de entre las más hermosas.
Por el camino se olvidaba de cómo se llamaban, así que les ponía
nombres de presidentes o los nombres de sus mejores amigos,
como Béda Peroutka y Karel Prošek. Las rosas crecían derechas
hacia el cielo, tenían los tallos y las hojas fuertes y las flores parecí-
an de cera. Él nunca las cortaba, no soportaba ver una sola flor caer
al suelo, así que tenía que hacerlo mi madre. Detrás, en el jardín con
vistas al castillo de Zbraslav, tenía parterres con gladiolos. También
crecían fresas, grosellas y arganzones. Al fresco y protegida del sol,
tenía una piscina de hormigón en la que nadaban las anguilas ver-
des, de ojos que parecían malvados, que pescaba en el Berounka.
En invierno, cuando la nieve arremetía contra las ventanas, colo-
caba hierros para atrapar cuervos. Cuando un cuervo se agarraba y
agitaba las alas, salía corriendo a por él aunque fuera en zapatillas.
En esa época iban a verlo desde Praga muchas personas sabias y él
les hacía sopa de cuervos sabios. Hablaba de sus parientes ricos, los
Popper y los Abeles, campesinos de Horšovský Týn, que antes de la
guerra habían emigrado al Canadá, huyendo de Hitler. Eran tan
ricos —decía mi padre— que se habían llevado consigo no solo a
sus pastores suizos, sino incluso a sus vacas suizas. En nuestros sue-
ños eran imágenes bellísimas, como sacadas de los dibujos de
Aleš,1 y nos imaginábamos a nuestros tíos Hugo y Alois en un tren
de pasajeros, y otro tren de mercancías llevaba letreros como los
que había en el circo Busch o en el Humberto, por cuyas ventanas
1 Mikoláš Aleš (1852-1913), conocido ilustrador checo. (N. del T.)
andéndos
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se asomaban los pastores suizos con sus sombreros y las vacas sui-
zas con sus cuernos, como las que salían en las chocolatinas suizas.
La realidad resultó ser algo distinta. Se habían llevado solo al pastor
suizo del señor Schmocker, pero a ninguna vaca. Adquirieron granjas,
pero trabajaron duramente, de hecho aún lo hacen. Sus hijos se con-
virtieron en profesores y profesoras de universidad, como en el caso
de la escritora Vilma Iggers, que primero ordeñó vacas, luego trabajó
en una fábrica de bombones, estudió y finalmente dio clases en la
Universidad. Respecto a nosotros, nos aventajaban en un punto
importante: ninguno de ellos salió volando por una chimenea de gas.
Mi padre nunca supo cómo era la cosa en realidad. Y eso era her-
moso, porque los ojos se le iluminaban cada vez que hablaba de los
Abeles y los Popper del Canadá. Decía que a estas alturas ya debía
de pertenecerles medio Canadá, con lagos incluidos, y que algún
día lo invitarían a pescar salmón. Mi padre solía contar todo tipo de
historias. La más triste era de cuando durante la guerra se llevó a
nuestro perro Tamík y al gato de la vieja señora Löwy a Praga en
autobús para entregarlos, porque los judíos no podían tener anima-
les. El gato se cagó de miedo en el autobús, así que tuvo que bajar-
se y dejar marchar el autobús para limpiarlo con nieve. Los llevó por
Praga durante toda la tarde y los sacó de las cajas para enseñarles
el Castillo y el lugar, en la plaza de la Ciudad Vieja, donde fueron eje-
cutados veintisiete aristócratas checos.2 También les dio a Tamík y al
gato su merienda y luego pasó hambre.
Esos diez años pasaron tan deprisa como se disipan las ondas al
tirar una piedrecita a su amado estanque de Buštehrad.
Luego alguien de una asociación de cunicultores le convenció
de que si dejaba que marcasen a sus conejos de Champaña podría
ganar un montón de premios y dinero. Eso le estimuló.
Invitó a un experto en marcado de conejos. Con cien conejos
había muchísimo trabajo, había que marcarles unos números en la
oreja. Solo así los conejos se convirtieron en purasangres, como
cuando un aristócrata elabora por fin su árbol genealógico. Luego
2 Se refiere a los veintisiete líderes de la revuelta protestante contra los Habsburgo, ejecutados en
1621. El suceso es recordado con una placa y veintisiete cruces en el suelo de la plaza, junto al
Ayuntamiento. (N. del T.)
andéndos
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mi padre se pasó días enteros mirándolos, soñando con que en la
próxima exposición los vendería todos y los cunicultores de toda la
región los criarían y dirían que eran del viejo Popper.
Los Novák, unos amigos de la Cooperativa Agraria, le prestaron
las cajas y con el último dinero que nos quedaba alquiló un camión.
Cargó a los conejos con tiempo y, antes de partir, cogió a mi madre
de la mano y la llevó a la despensa. Estos últimos años no tenían
mucho, solo un poco de harina, arroz, grano, una botella de aceite,
velas y cerillas, eso era todo. Le dolía, porque antes de la guerra
siempre había presumido de que nuestra despensa se curvaba por
el peso de la comida. Abrió la puerta de la despensa y ordenó:
—Herma, ¡dáselo a las aves! Llenaré la despensa. ¡Límpialo y pon
papel nuevo!
Luego le dio un beso de celebración, como si se fuera a una gue-
rra que con seguridad iba a ganar.
Después partió con el camión a Karlštejn, o creo que era
Karlštejn. Envió el camión de vuelta a casa, pretendía vender los
conejos, traería a casa solo un par para seguir criando, especialmen-
te al bonito macho Michael.
Cuando los jueces pasaron revista a sus conejos, se le puso el
corazón en un puño, como si estuvieran juzgando a sus propios
hijos. Los pesaron, les soplaron el pelo, los examinaron.
Entonces le explicaron a mi padre que no les había hecho la
manicura ni la pedicura de rigor, no les había cortado las uñas ni les
había limpiado el pajarito, lo cual era una falta tan grave que no
podían concederle premio alguno. Dada la situación, también esta-
ba claro que nadie compraría los conejos.
Mi padre palideció y empezó a gritar:
—¡Sinvergüenzas!
Estaba claro. Odiaban a los judíos. Tras gritar esto, la feria se
quedó en silencio, el murmullo cesó, hasta los conejos pareció que
hubieran bajado las orejas. Los cunicultores fueron a reconfortar a
mi padre, uno de ellos se dirigió a él al modo de los criadores:
—¡Amigo Pavel!
Ya hacía mucho que nos apellidábamos Pavel. Pensamos que si
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vivíamos en tierra checa debíamos tener un nombre verdadera-
mente checo en lugar de nuestro Popper; quizá estuviéramos un
poco más acojonados de lo necesario.
Mi padre le gritó al cunicultor:
—¡Una mierda, amigo tuyo!
Se quedó sentado, esperando la salvación. Quizá acudiera su hijo
Jirka, que tan a menudo le ayudaba con su Fiat, o su otro hijo, Hugo,
que sabía trabajar fenomenalmente bien con las manos. O los tíos
Hugo y Alois, que vendrían en aeroplano desde el Canadá con los
mejores conejos canadienses para ganarles a todos estos. O quizá
apareciera el tío Ota, que después de la guerra trabajó en el norte de
Bohemia y al que queríamos tanto como a la tía Helenka de Praga.
Pero no pasó nada. Anocheció. Los cunicultores se marcharon y
se quedó allí solo. Pasó las cajas por la valla al campo cercano y
abrió todas las puertas. Sorprendidos, los conejos salieron despacio,
nunca habían visto el cielo sobre ellos ni habían tenido alfalfa bajo
sus barrigas. Les dijo:
—Chicos, a correr.
Pero no corrieron, estaban acostumbrados a él, se le subían a los
pies y se frotaban en ellos como gatos. Los ahuyentó, pero volvían,
porque sabían que nunca estarían tan bien como habían estado con
él, nunca la hierba sería tan crujiente como en aquellas bonitas cone-
jeras, donde vivían como en un palacio. Querían ir con él, aunque por
ignorancia no hubiera conquistado para ellos los primeros puestos.
Al final corrió para dejarlos atrás; el que más tiempo se aferró a
él fue su preferido, el bonito Michael. También de él huyó. Cuando
vio la estación, se llevó las manos a los bolsillos, pero solo encontró
un puñado de cigarrillos arrugados.
Vio el río. El río para él lo era todo en la vida. Así que fue hacia él,
pensando en bordearlo hasta llegar a su casa, con su mujer. Iba bajo
la luz de la luna, que convirtió el río en una carretera de plata. De
vez en cuando se estiraba en la hierba, le dolía todo. Parecía que le
iba a reventar el corazón y que sus piernas iban a dejar de obede-
cerlo. Por primera vez en su vida, hizo todo el trayecto sin silbar ni
cantar; ni siquiera canturreó la de la legión sobre los elefantes, ni la
andéndos
andéndos
19
del pañuelito rojo. Como si hubiera saltado el muelle del gramófo-
no, como si la representación del alegre peregrino y el pescador
hubiera terminado. Caminaba y parecía que de vez en cuando viera
en el cielo una despensa tapizada con papeles limpios, exactamen-
te tal como había mandado. Luego por lo visto vio un pez en el río.
Era un pez largo, con los ojos grandes y saltones. El pez lo miró, él
miró al pez. Era un pez tan listo que en su larga vida ningún otro pez
lo había matado y ningún pescador lo había pescado. Más tarde mi
padre contó que el pez había ido a verlo morir, por los miles de
peces que había matado durante su vida. El pez agitó las aletas y se
marchó nadando. Mi padre volvió a ponerse en camino. Por la
mañana, cojo, llegó por fin al portal de casa. Se le doblaban las pier-
nas y se cogía del corazón. Mi madre se asustó y le llevó a su cuar-
to. Al pasar por delante de la despensa, mi padre volvió la cabeza,
temiendo que ella hubiera puesto el papel limpio. Pero por si acaso
echó un vistazo. La despensa tenía el papel sucio y evidentemente
la puerta estaba entreabierta a propósito. Había un poco de harina,
arroz, grano y una botella de aceite. Se sentó en una silla y sonrió a
mi madre.
—Eres mi mejor amigo.
Mi madre llamó a una ambulancia. Vinieron y lo sacaron para lle-
varlo al hospital. Él los maldijo y en el portal se deshizo de ellos
diciendo que había olvidado algo. No volvió a por el pequeño tran-
sistor que la gente suele coger. Una vez había hecho pintar un
bonito cartel del que estaba orgulloso. Lo colgó en el portal para
que todos lo pudieran leer. Ponía:
ENSEGUIDA VUELVO
Pero nunca volvió.
tw Del libro: Carpas para la Wehrmacht, Sajalín Editores, 2015Ota Pavel (Praga, 1930-1973): Popular escritor y periodista checo. Su padre y sus dos hermanosmayores fueron encerrados en campos de concentración nazis. Trabajó en periodismo deportivohasta que, en 1964, mostró los primeros síntomas de la enfermedad mental que lo apartaría dela profesión. Entonces escribió sus obras más destacadas, entre ellas, Carpas para la Wehrmacht.
20
andéntres
IBA a estudiar a la gran ciudad. Mi tía me esperaba en
la estación. La había visto una vez, estando de visita
en la ciudad con mi padre. Ahora apenas la reconocía.
Fue ella la que me salió al paso y se colgó de mi cuello, con
la retórica habitual de un adulto familiar que encuentra a
un joven preguntó atropelladamente por mi familia, me
encontró altísimo, ¡hecho un hombre! y con los mismos
ojos de mi madre. Nunca sé qué decir en estos casos, las
palabras suenan tan vacías que no estimo que haya res-
puesta que se ajuste más que una fórmula sin significado,
así que sólo sonreí y besé su mano.
La acompañaba su criado Emil, un chico que no tendría
más de catorce años, le ordenó que cogiese mi baúl y lo lle-
vase al coche, se lo dijo en un tono radicalmente distinto al
que acababa de utilizar para dirigirse a mí.
Salimos de la estación y el coche estaba estacionado justo
en frente, el chófer sujetaba la puerta para ayudar a mi tía,
y Emil ya estaba cerrando el portaequipajes. Durante el
trayecto fue todo el tiempo repitiendo las preguntas de
antes, sin dejarme espacio para colocar la respuesta, se
contestaba ella misma o simplemente se reía como una
soprano y me cogía por la barbilla.
Mi tía era ese tipo de mujer que vive su vida como un tea-
tro o una opereta. En el asiento delantero el chófer y Emil,
eran como dos partes más del automóvil, dos nucas inmó-
viles mirando al frente.
Cuando llegamos mi tía me llevó a mi habitación, un cuar-
to sencillo que daba al jardín de invierno, un escritorio, una
El pie de KafkaBibiana Candia
21
andéntres
cama, una cómoda y un armario. Decepcionante para un
chico que venía a la gran ciudad con expectativas puestas
en la hermana de su padre, viuda de un terrateniente.
Quedamos en que desharía mi equipaje, me daría un
baño y luego los dos tomaríamos el té. Aún faltaba una
semana para empezar las clases y ella quería presentarme
a algunas familias que tenían hijos de mi edad, para que
fuera haciendo mis primeras amistades.
Me quedé solo con mi baúl, me senté en la cama mirando
alrededor, es verdad que el cuarto no era gran cosa, parecía
más bien la habitación de una vieja difunta, pero era para
mí sólo. Una cama grande con un cuadro de la última cena
en la cabecera y encima de la cómoda una estampa del
martirio de San Esteban.
Asomó al cuarto una criada para decir que había un baño
preparado para mí, que cuánto había crecido, que estaba
hecho un hombre y que tenía los mismos ojos de mi
madre. Sonreí.
Desnudándome pensaba cuántas veces aún tendría que
escuchar los mismo comentarios durante los próximos días.
Por fin, mi primer baño sin compartir el agua con mis dos
hermanos, sin prisas y en privado. Es verdad que mi tía pare-
cía un poco extravagante en sus formas, pero seguramente
en cuanto empezasen las clases y todo se asentase encon-
traríamos un modo de adaptar nuestras propias rutinas.
Supuse que era normal este entusiasmo los primero días.
Me di cuenta mientras me secaba de que la ventana del
cuarto de baño daba también al jardín de invierno, justo
encima de la puerta por donde los criados entraban a la
casa.
Sentados en el suelo, Emil y otro chico compartían un
cigarrillo.
—Parece un tonto, le hablan y sólo sonríe. Fuimos a bus-
carlo a la estación, la señora le preguntaba por su familia,
por sus cosas y él sólo sonreía, parecía un alelado.
22
andéntres
—¿Y dónde va a dormir?
—En el viejo cuarto de las criadas, la señora ya lo dijo, si
lo pusiéramos en uno de los buenos en dos días olvida-
rá de dónde viene y se pondrá insoportable.
Seguí espiando las conversaciones de los criados desde
la ventana del cuarto de baño, hasta el día, seis años
más tarde, en que me marché de aquella casa.
El desprecio, un insecto parásito que infectaba todo mi
alrededor por aquellos días, me clavó su aguijón en el
pecho de tal modo, que la cicatriz aún supura algunas
veces.
tw Del libro: El pie de Kafka. Ed. Torremozas, 2015(Todos los relatos de este libro comienzan con una frase que se ha tomado de los diarios de Franz Kafka)Bibiana Candia (A Coruña, 1977): Estudió Filología Hispánica y trabajó como funcionaria en laUniversidad de A Coruña. En 2011 se mudó a Berlín para dedicarse profesionalmente a la litera-tura y en 2013 publicó su primer libro de poesía La rueda del hámster. Escribe habitualmente enhttp://www.bibianacandia.com/
23
andéncuatro
CUANDO llegué a casa, mi madre tenía ya preparada la
comida: una sopa aguada y boquerones rebozados. La sopa
me la tragué deprisa para poder llegar cuanto antes a lo que
me gustaba. La pena es que solo eran cuatro los que me
correspondían. Cuatro cada una. Los comería despacio para
saborearlos bien. En la mesa nunca hablábamos. Por eso me
sorprendió que mi madre empezara a contarme que en la
pescadería le habían dicho que una señora bien necesitaba
una jovencita para que le leyese.
—Y he pensado en ti. Ya tienes doce años y sabes leer
muy bien y, sobre todo, nos pagarán algo de dinero.
—Pero mamá, tengo el colegio y estoy en plenos exáme-
nes. Yo no puedo leer a nadie, y además no quiero hacerlo.
—Está todo arreglado. Mañana, después del colegio, te
acercas a casa de esa senñora, le lees durante una hora o
dos, luego vuelves y te pones a estudiar. No se hable más
del asunto.
Se me quitaron las ganas de seguir comiendo. Me levan-
té con rabia y antes de dar un paso mi madre continuó
diciendo:
—Y sobre todo, me he enterado por el mismo pescade-
ro, que en esa casa corre el dinero y la señora tiene muchas
joyas. Ese va a ser tu cometido. ¿Te enteras, mocosa? Lo de
leer es el medio para llegar a lo que nos interesa.
—Yo no soy una ladrona.
—Claro que no. Hay personas a las que les sobran
muchas cosas y en cambio otras necesitamos sobrevivir. Eso
no es un robo.
MagdalenasJulita Nicolás Zabala
24
Esa noche dormí mal. Puede que mi madre tuviera razón.
Pero la odié por eso. Por eso y por la botella de vino que
tiene escondida detrás de la fresquera.
Acabo de salir del colegio. En una hoja de papel llevo las
señas. Por lo visto se llama doña Enriqueta. Menos mal que
no tengo que coger ni el metro ni el autobús.
Me tropiezo con una lata vacía y gris en el suelo y le pego
una patada con todas mis fuerzas, cruza la acera y se queda
enfrente quieta y esparciendo un líquido asqueroso. Odio a
mi madre, la odio con todas mis fuerzas. Siempre mandán-
dome lo que tengo que hacer, que si haz la cama, que si
estudia mucho para que no te quiten la beca, que si recoge
el desayuno. La odio también por mi nombre. Gertrudis,
como se llamaba mi abuela que ni siquiera llegué a conocer.
Gertru, me llaman, en lugar de Gabriela que también
empieza por ge pero es un nombre precioso. Gabriela. Lo
digo en voz alta y las letras se escurren por la garganta
como si fueran natillas.
Voy despacio y arrastrando los pies, así tardaré más.
Como tengo las piernas largas y muy delgadas todas las
medias se me caen. Hoy se me han escurrido como dos
acordeones cansados de tocar la misma pieza, no pienso
subírmelas.
Vivir en una casa gris que huele a coliflor, sin un padre que
te pase la mano por el pelo y que te diga que estás guapa
aunque sea mentira y encima sin dinero es como vivir sola-
mente lo malo. Estoy segura de que habría conseguido que
él me quisiera. También le odio a él, a él más que a nadie, y
me gustaría que sintiese ese odio en su cuerpo como un cán-
cer, esté donde esté.
En la esquina con Santa María de la Cabeza hay un hom-
bre que toca la guitarra, junto a un perro callejero que le
escucha muy quieto y al que ha puesto una gorra roja y
unas diminutas gafas de sol. Me hace sonreír.
andéncuatro
25
Voy mirando los números, debe de ser la casa de enfrente.
Cruzo y me paro delante del portal. Es una casa de ricos, pero
de ricos de verdad. ¿Y si doña Enriqueta es una medio bruja y
me hace la vida aún más imposible? Estoy a punto de darme
media vuelta, cuando sale el portero que estaba al acecho en
su garita.
—¡Eh! niña, ¿eres tú la que viene a casa de doña
Enriqueta?
—Sí... —apenas me sale la voz.
—Venga, pasa, tienes que subir al tercero derecha. Y date
prisa que te están esperando. ¿Qué edad tienes?
—Doce años.
—Si quieres puedes subir en el ascensor, pero con cuida-
do.
Las entradas de los palacios deben de ser así, llenas de
cristales relucientes, lámparas con chupones y espejos
dorados. El ascensor está en medio y es de color de miel y
brilla de tan liso que es. La primera puerta pesa bastante,
claro, es de hierro, como las verjas de los jardines. En cam-
bio, las de madera son leves, bien engrasadas, no chirrían ni
un poco. A mi derecha están los botones, todos negros bri-
llantes y rodeados de oro. Aprieto el tercero. El ascensor
empieza a moverse y yo me siento en la banqueta de tercio-
pelo verde. Sube despacio, como deben ser las cosas bue-
nas. Por los cristales veo pasar el primer piso, luego el
segundo y por fin se para en el tercero. Estoy a punto de
salir cuando se me ocurre que puedo bajar y subir otra vez
y sin pensarlo dos veces doy al botón de bajar y acaricio el
terciopelo verde. Así debe de ser volar en un avión, solo que
lo que ves por las ventanillas son pueblos, ciudades, monta-
ñas. Cuando llego al portal vuelvo a darle al tercero. Desde
la ventana de mi avión vuelvo a divisar el paisaje del prime-
ro, luego el del segundo y llego a mi destino sin novedad.
Al bajar del ascensor me encuentro con dos puertas
andéncuatro
26
enormes. La de la derecha tiene un timbre negro rodeado
de una chapa de oro. Me limpio el dedo índice en la falda
del uniforme, me subo las medias y aprieto el botón.
Me abre una mujer de pelo negro muy rizado y una
especie de toca más pequeña que la de las monjas. Además
la lleva inclinada hacia el ojo izquierdo. Va vestida de negro
y lleva un delantal blanco y enorme.
—Así que tú eres la chica. Llegas tarde, mi señora te está
esperando. Ándate con cuidado porque si le haces alguna
perrería te encontrarás conmigo. Yo me llamo Narcisa.
Aquella casa huele a cera, a limpieza y a otra cosa que no
sé bien lo que puede ser, pero que me gusta. Se oye una
música suavecita, a lo mejor es de Mozart o alguno de esos.
Narcisa me lleva a un cuarto de estar precioso, grande y
con mucha luz. La pared de la derecha está toda cubierta de
una librería hasta el techo, llena de libros de distintos tama-
ños y colores. También hay un piano de cola, negro y brillan-
te. Y allí, al lado de uno de los balcones, esta doña Enriqueta.
Sentada en un sillón de orejas me mira sonriente. Debe de
ser muy mayor, por lo menos sesenta años o más. El pelo lo
tiene tan blanco que parece azul y la cara llena de arrugui-
tas finas, pero lo que me llama la atención son sus ojos casi
transparentes.
—Hola, pequeña. Anda, siéntate en esa butaquita
enfrente de mí. ¿Cómo te llamas y cuántos años tienes?
—Me llamo... Gabriela y tengo doce años. Y sé leer muy
bien.
—¡Qué bonito nombre! Gabriela. Pues yo me llamo
Enriqueta, tengo ochenta y tres años y también sé leer muy
bien.
—¡Ochenta y tres años! No he conocido a nadie con esa
edad.
—¿Te das cuenta de que te llevo setenta años?
Oigo como un ruidito suave que sale de su garganta y es
andéncuatro
27
que se está riendo.
—¿Quieres merendar?
Coge una campanita que tiene en una mesa a su lado y la
sacude. Ahora, pienso, aparecerá la merienda volando por los
aires, y seguro que será chocolate. Pero no, la que aparece es
Narcisa con su toca más torcida y un plato con dos magdale-
nas doradas y una onza alargada de chocolate del bueno.
Casi me desmayo. Empiezo a quitar la envoltura rizada de la
magdalena para darle un buen bocado, junto con un trocito
de chocolate que se me va derritiendo en la lengua.
—¿No te has preguntado para qué estás aquí? Verás,
para mí la lectura es de las cosas más importantes de mi
vida, es una necesidad, y resulta que estoy ciega. No siem-
pre lo he sido. Es una de las consecuencias de vivir tanto.
La miro a los ojos, esos ojos transparentes que me obser-
van con fijeza sin verme. No sé qué decir y sigo masticando
la magdalena con el trocito de chocolate.
Doña Enriqueta se quita una sortija con un brillante gor-
dísimo y con la mano busca una caja pequeña donde hay
por lo menos cinco o seis sortijas que deben de ser de oro.
Tantea un poco más hasta que consigue coger un tarro de
crema. Mi mirada va de sus manos a las sortijas. Mi madre
tiene razón. ¿Para qué quiere tanta sortija? Luego se pone
una bolita blanca en cada mano, con la derecha se extien-
de la crema desde la punta de los dedos hasta la muñeca.
Despacio se estira cada dedo como si estuviera poniéndose
un guante. Lo mismo hace con la izquierda. Se le transpa-
rentan los huesos y también las venas azules. Las sortijas
deben de valer muchísimo. Hay una joyería cerca de casa
donde compran toda clase de joyas. Y además están al lado
de la otra.
—¿Quieres darte un poco de crema, niña?
—No—respondo demasiado deprisa.
Sin respirar, me acercó a la mesa y cojo una de las sorti-
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28
jas. La que tiene una piedra verde y otras pequeñitas de
color rojo. La aprieto entre los dedos y se me clava en la
palma.
Miro mis manos rojas y con todas las uñas mordidas.
«Parecen muñones», siempre me dice mi madre.
Doña Enriqueta me manda coger un libro que está enci-
ma del piano de cola. Menos mal que es pequeño y lo
puedo sostener con una sola mano. Es de piel suave y de
color beis. Lo abro con cuidado sosteniéndolo entre el puño
y la otra mano. Tres cuentos, de un escritor que se llama
Truman Capote.
—Son unos relatos cortos sobre los recuerdos infantiles
de un hombre. El autor es americano y me gusta cómo
escribe. Creo que te va a interesar.
Empiezo a leer despacio, con el fondo de la música suave
y el olor de lavanda, ese es el olor que me gusta, lavanda.
«Imaginad una mañana de finales de noviembre, una
mañana de comienzo de invierno. Pensad en la cocina de
un viejo caserón de pueblo... »
Y veo la cocina amplia con una enorme estufa negra que
comienza su temporada de rugidos y veo a la mujer de tras-
quilado pelo blanco de pie junto a la ventana, pequeña, vivaz
como una gallina, de rostro teñido por el sol y el viento. Y los
minutos se escapan mientras estoy con Buddy, el chico de
siete años que no se despega de su prima. Se llevan más de
sesenta años y son amigos porque ella sigue siendo peque-
ña. Voy con ellos a recoger pacanas para hacer treinta tartas
de frutas. Luego les acompaño a comprar cerezas, jengibre,
vainilla. Hacemos las tartas. Treinta. Oigo la conversación de
ellos dos y siento envidia de lo que los une. Sin darme cuen-
ta, he llegado a las últimas palabras de la historia y vuelvo al
cuarto de estar de doña Enriqueta.
Me está mirando con sus ojos transparentes, yo creo que
me ve con los otros ojos, los de dentro.
andéncuatro
29
—Ya es tarde, Gabriela, no quiero que tu madre te llame
la atención. ¿Te ha gustado? Mañana leerás el segundo rela-
to y luego podemos hablar de lo que nos ha parecido a las
dos. ¿De acuerdo?
En todo este tiempo me he olvidado de la sortija que
tengo en la mano. Debe de valer un dineral y a lo mejor no
se da cuenta de que la he cogido. ¿Cómo serán los otros dos
cuentos?
—¿Puedo llevarme la otra magdalena?
Cuando me dice que sí, me inclino despacio sobre la
mesa. Allí están todas las sortijas. La del brillante parece que
tiene luz por dentro, una luz dura. Acerco la mano y dejo
caer la sortija que llevo en el puño. Las piedras rojas tam-
bién brillan. Es tan fácil. Es tan fácil... Por el rabillo del ojo veo
todos los libros que me esperan. Luego cojo con cuidado la
magdalena dorada.
Narcisa me abre la puerta y me advierte que mañana sea
puntual. Bajo los escalones de tres en tres, el ascensor es
demasiado lento. Paso por el vestíbulo, de reojo veo al por-
tero que está leyendo el Marca y ni me mira. Empiezo a
correr dando saltos hasta la esquina donde está el hombre
de la guitarra con el perro disfrazado. Delante hay una lata
gris que estaá esperando cambiar de color. Alargo la mano
y pongo la magdalena dorada. El perro da un salto y se le
caen las gafas de sol y el guitarrista me sonríe.
andéncuatro
tw Autora del relato. Julita Nicolás: Nací el 9 de agosto de 1934. Cuando me jubilé de mi trabajo en la banca, escuando pensé dedicarme a lo que toda la vida me había gustado. Leer y leer, escribir y escribir. A mis 81 añoshe publicado mi primer libro, digo mi primer libro porque soy optimista y veo el vaso medio lleno.Magdalenas surgió un poco de una niñez, donde las necesidades eran muchas. Locución. Eva Llamazares: periodista de Onda Cero con mucha inquietud por las historias. Las que ocurren ylas que experimenta el lector gracias a que alguien las imaginó. Escribo, leo y cuento cuentos. @eva10diez Realizador locución: David Peñalba
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microconcurso4añazos
¡MÁS alto! Gritabas, mientras te empujaba en el columpio.
Recuerdo el contraste de tu vestido carmesí contra la tarde púr-
pura cuando saliste volando. Desde el cielo, me saludabas con tu
mano de princesa destronada. Y reías. A papá le gustaba tu risa.
Subiste muy alto. Tu vestido se hinchaba con el aire, como un
globo de fuego. Al momento, eras ya un pequeño punto encar-
nado en el cielo de la tarde. Hasta que desapareciste.
Esta tarde ha venido la prima Rosita. La estoy escuchando reír
con papá en la cocina. Jugaremos en el columpio.
Se ha levantado aire.
Mi juego favoritoMaría Pilar RoyoZaragoza. España
HACE unas horas fue aprobada la ley que regula la posesión de
animales prehistóricos; su principal objetivo es luchar contra la
explotación indebida de los dinosaurios. Empresarios y escrito-
res se han mostrado inconformes ya que esto afecta directa-
mente a sus negocios. Los próximos meses serán difíciles.
Augusto Monterroso teme que cuando despierte el dinosaurio
ya no esté ahí.
No más dinosauriosDavid CruzDistrito Federal. Méxicohttps://www.facebook.com/dante.galuz
31
microconcurso4añazos
EL hombre saca una pistola y le dispara en la nuca a la mujer
que lo antecede. Sin perder tiempo, sortea el cadáver y conti-
núa con un anciano, una chica punk, un joven de traje. La gente
está horrorizada, no obstante, se resisten a abandonar la fila.
Son demasiadas las horas invertidas y todos albergan la espe-
ranza de que al impaciente, de un momento a otro, se le aca-
ben las balas.
La filaGabriel BevilaquaZárate. Argentinahttp://elefantefunambulista.blogspot.com
CADA día descarga los camiones e incinera aquellos cubos que
contengan restos anatómicos. El almacén huele como deben
de oler las cañerías del infierno. Lleva diez años haciendo lo
mismo y mañana será su último día, ni siquiera un gracias por
todo. Al menos hoy la rutina se ha visto interrumpida por algo
emocionante, el jefe lleva días ausentado y la policía está
haciendo algunas preguntas a los empleados. Su olfato lleva
tiempo atrofiado por la exposición a los químicos y el mal olor,
esperemos que los agentes no distingan el ligero aroma a
cabronazo que desprende la incineradora.
AromasManuel LucasMadrid. Españahttps://www.facebook.com/escritosdeunprimate/
tw microconcurso4añazos se convocó para conmemorar el 4º aniversario de Cuentos para el andén: se abrió una convocatoria de microrrelatos de 100 palabras máximo durante 44 horas, el las que se recibieron 118 textos. 6relatos fueron preseleccionados por jurado, publicamos aquí los 4 que fueron elegidos ganadores por votaciónabierta en Facebook.
cuentoscomochurros
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Lección de viernes
cuentoscomochurros
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YA no sabía qué hacer para que mi hijo se comiera las verduras.
Guisantes, repollo, brócoli, espinacas. Mi chiquitín con los labios prietos y yo con
el brazo recto, impasible, la cuchara a las puertas de su boca.
Mi marido se aburría y leía el periódico, a mi niño le entraba el sueño y se dormía
con la cabeza dentro del plato, y a mí se me acumulaba plancha y se me pasaba el
capítulo de Mares de Plástico. Pero es que las verduras tienen vitaminas A,B,C y D y
quizá hasta alguna letra más y son indispensables para el desarrollo infantil. Lo dicen
los pediatras, lo dicen los periódicos. Yo hago caso de todo lo que dicen los pediatras
y los periódicos.
Antes incluso de tener hijos, yo ya era una buena madre. A mis hermanos les lle-
vaba al colegio de la mano y me cuidaba de que hicieran bien sus deberes, llevasen
34
las orejas limpias, rezasen un Padrenuestro antes de dormir. No
recuerdo que entonces fuese tan complicado esto de educar.
Cierto es que en casa teníamos una bodega donde nos castiga-
ban si nos portábamos mal. Era oscura, pero más que la oscuri-
dad, recuerdo el frío. La sensación de estar a solas y de estar muy,
muy, muy abajo. Yo sólo estuve una vez en esa bodega, pero me
sirvió de sobra.
El problema de los niños de hoy es que es muy difícil asustar-
les. Están saturados de dramas y tragedias. Es poner la tele y
pumba, una bomba, un misil, un edificio que se desploma. El
Coco, en comparación, se ha quedado un poquito pobre.
—Que viene el Coco —le decía a mi chiquitín.
—Pum, pum al Coco —y me disparaba con su metralleta de
juguete.
Así pasábamos las tardes, ante los platos de espinacas que se
enfriaban y los Cocos que morían ametrallados. Desesperante.
El viernes pasado fue Viernes Santo. En mi familia somos muy
piadosos, así que nos arreglamos los tres y nos fuimos a hacer las
iglesias. Hay gente que solo se asoma a la puerta pero mi mari-
do dejó diez euros en, por lo menos, tres cepillos.
Yo llevaba a mi hijito con un pichi de pana y una camisa a
cuadros azules. Estaba para comérselo. Paseábamos de la mano
y él quería tocar todos los ángeles y todos los santos.
A las seis de la tarde fuimos a ver la procesión. Nos pusimos
bien delante para empaparnos bien de devoción. Cuando
empezaron a sonar los tambores caía un silencio que daba
gusto. Mi madre decía que los tambores eran el ángel de la con-
ciencia pisando pecados. Saludábamos con la cabeza a los cono-
cidos. Le susurré a mi marido que la señora Pilar se había puesto
muy gorda.
A medida que crecían los redobles, asomaron los primeros
cofrades, y al verles mi hijo se revolvió contra mi falda.
Los capirotes altos como gigantes borrachos, impecables en
su paso a derecha, a izquierda, a derecha, siguiendo cada toque
del tambor. Mi chiquitín lanzó un gemido.
—¿Quiénes son, mamá?¿Por qué no tienen ojos? ¿Por qué no
tienen cara?
cuentoscomochurros
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La señora de la derecha soltó una tosecilla. Mi niño tiene la
voz aguda y preguntaba muy alto. Se oyó un chsssssss.
—No vendrán hacía aquí, ¿verdad, mamá?
Mi niño intentó meterse entre mis piernas, casi me tira al
suelo.
—Estate quieto que viene el Coco —dije.
Esta vez, el Coco fue mano de santo. Mi hijo se quedó quie-
to, quietísimo. Permanecía tan callado que, después de los peni-
tentes de la Flagelación, me preocupé y le miré de reojo. Se le
veía muy formal, tapándose los ojos con las manitas. Temblaba
un poco y le abroché los botones de la chaqueta.
—Abre los ojos, hijo, que te vas a perder la Crucifixión.
La mayoría de los cofrades iban descalzos. A medida que
avanzaba la procesión, la carretera se iba tiñendo de manchas
rojas.
—Mira, nene, este es el paso que más me gusta. Es nuestro
Señor Crucificado.
—¿Por qué le hacen eso, mamá? —Mi hijo con su voz de
ratoncillo—. ¿Qué ha hecho?
Qué largo y qué difícil es explicarle las cosas a los niños. Y qué
inapropiado hacerlo en mitad de una procesión de Semana
Santa.
—Porque no se comía las verduras.
Volvimos a casa cogiditos de la mano. Paramos a tomar un
chocolate con churros porque era fiesta. Mi hijo estuvo callado
todo el tiempo. Las emociones del día le habían dejado tan
agotado que, a la hora cena, se comió las acelgas sin un mal
gesto.
tw Colaboración mensual con Cuentos como Churros: ellos eligen una de las cuatro fotografíasseleccionadas de El muro y cocinan con ella un rico churro que publicamos aquí. La fotografíaes de Ana García, ganadora de nuestro Concurso de Fotografía de este mes.
cuentoscomochurros
Valentina W
Si quieres saber lo que
es el valor, abre esta
puerta y enfréntate al
limón escondido del
fondo de la nevera
Loren BeaterTodos presumimos detener valor, hasta que
la cucaracha vuela
Juan RondónÉsta nevera tiene las
cervezas que buscas, pero,
no vas a encontrar aquí
con quién beberlas
Joaquín M.¡Echémosle valor y
desalojemos el cajón de la fruta!
Lleva días reivindicándose.
He visto pequeñas
pancartas asomando entre
las mandarinas.
Juan Carlos SantaDejaré de buscar rutasen los mapas. Debo
aprender a perdermesin ayuda.
Pintas
Otros persiguen un
sueño, yo sólo los
yogures de limón, y
nunca llego a tiempo...
Rossana Karunaratna
Te voy a perseguir,nevera tras nevera.
Perseguir
https://fotosdesdelabase.wordpress.com/
Déjale una nota al mundo en La puerta de la nevera: www.grupoanden.com
BBuussccaarr
VVaalloorr
36
lapuertadelanevera
PODER
1. Capacidad de volar, volverse
invisib
le,
leer el p
ensamiento ajeno y echar al p
erro
del sofá. Sandra
http://d
esiertosyjardines.blogspot.com.es/
2. Llámese a la enfermedad contra
ída voluntaria
y esforzadamente que en cantid
ad mesurada,
produce admiración y en exceso, causa re
pudio.
Marco Garcia
NAVIDADES
1. Periodo fe
stivo cuya acotación en el ti
empo
plantea un conflicto entre
el rigor d
el calendario y
el capricho de lo
s escaparates. M
aribel Rodríguez
2. Felicidad forzosa envuelta en papel de regalo.
Fiesta de gasta
r. Ernesto P.
SENTIDO COMÚN
1. Enfermedad a erra
dicar. Los in
dividuos
contagiados pueden se
r pelig
rosos para el
sistema y deberán se
r internados e
n régim
en
de aislamiento. Luzm
a
2. Prenda de ropa in
terior in
visible, u
nisex y
de talla única con la que puedes ll
egar
muy lejos. Jc
Una nueva civilización está empezando de cero en
Saturno, aún no tienen claros algunos conceptos,
¿les echas una mano con el diccionario?
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2
3
1
37
diccionariodesaturno
39
sinopsis
Tenemos el título del próximo éxito editorial, nos falta la
sinopsis ¿nos ayudas? Participa en www.grupoanden.com
«La canción»
El diablo quiere conquistar el mundo con un hechizo oculto en
una canción. Darío, un joven demonio tratando de probar su
valía, tendrá que engatusar a Laura, una joven cantautora para
que termine su labor ¿Conseguirá Darío su propósito antes de
que Laura lo descubra?
Perseida | http://perseida14.blogspot.co.uk/
Tras veinte poemas escritos, empezó a componer una canción.
Fue tal la desesperación mientras la creaba, que abandonó todo
y decidió dedicarse a la fontanería. Desatascadores de todo el
mundo buscan por los desagües al escritor. Las aguas fecales de
las ciudades más importantes huelen a poesía.
Rosi García | http://dibujandounpensamiento.blogspot.com.es/
Todos los días a las 10 de la noche, alguien dedica una canción,
en un conocido programa radial, a Valeria, una estudiante de 18
años. La ansiedad de Valeria por descubrir su identidad abrirá
una puerta hacia lo desconocido hasta el punto de poner en
riesgo su vida.
Rossana Karunaratna
Las madresSemana 7 de concurso: 2 de noviembre de 2015Ganadora: Asun Gárate Iguarán
Vuelven a ser invisibles y se cuelan de noche en las
habitaciones de sus hijos. Sigilosamente, para no desper-
tarlos, se acercan a sus camas, los miran con ternura, los
arropan o los desarropan -según la temperatura del cuar-
to-, les acarician la mejilla, les tocan el pelo, les besan en la
frente. Les susurran al oído que les quieren. Después, reco-
gen del suelo las zapatillas, los vaqueros, la sudadera.
Encuentran su móvil. Observan la pantalla. Quizás no haya
cambiado su antigua contraseña. Quizás sigue siendo un
niño. Su niño. Las madres suspiran, les piden perdón y
salen sigilosamente de las habitaciones de sus hijos.
A salvoSemana 8 de concurso: 9 de noviembre de 2015Ganadora: Susana Revuelta Sagastizábal
Salen sigilosamente de las habitaciones de sus hijos
con la conciencia tranquila. Gracias a los cuentos que
inventan para ellos, a Lucía y Daniel nunca se les aparece-
rán en sueños brujas que ceban con turrón a los niños
para luego zampárselos, nada de eso. En sus relatos, los
bosques son los lugares más seguros del mundo para salir
de paseo, sin lobos ni madrastras ni manzanas envenena-
das. Cuando el silencio invade la casa, Lucía despierta a su
hermano. Juntos vacían cajones y revisan armarios hasta
dar con los dos monstruos amordazados. Entonces les
liberan de sus ataduras y, consolándoles, vuelven a dejar-
los debajo de sus camas.
novi
embr
e
40
brevemente
Pasión adjetivadaSemana 9 de concurso: 16 de noviembre de 2015Ganadora: Arantza Portabales Santomé
Vuelven a dejarlos debajo de sus camas. Entonces sí.
Follan de forma lasciva y libertina, desordenada, desman-
dada, en cierta medida frenética, con hambre incontinen-
te, con furia desatada. Follan inflamados, delirando, enar-
decidos, subyugados, arrebatados, apasionados, arroba-
dos y embelesados. Follan con ardor lujurioso, lúbrico,
voluptuoso, impúdico y obsceno. Se follan de manera pro-
caz, licenciosa, casi depravada. Follan apasionada y vertigi-
nosamente. Con frenesí y con ardor exacerbado. Follan sin
medida y sin control. Y cuando terminan, exhaustos pero
satisfechos, recogen sus prejuicios de debajo de la cama,
se visten, se despiden con un correcto apretón de manos
y abandonan, primero uno y luego el otro, la habitación
del hotel.
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brevemente
tw Relatos finalistas de noviembre de 2015 del concurso Relatos en Cadena, organiza-do por la Cadena SER y Escuela de Escritores. Puedes leer todos los seleccionadosen www.escueladeescritores.com o www.cadenaser.com.
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Se desplaza en oblicuo
de ti
hacia nosotros
LAS noches que Svëntz no duerme son de barro. Noches de barro sin
forma que atraviesa los tabiques de su habitación y se agazapa des-
pués entre las sombras del viejo bonsái de su mesilla. El barro sin
forma se desplaza -siempre ha sido así- por entre los suelos de
madera, a la defensiva, o en cualquier otra dirección. Un poco en
oblicuo, tal vez. Es un barro que se arrastra hacia otros lados o ningu-
no, mientras adquiere la forma inconfundible de un collar de adies-
tramiento, un puente levadizo o una bisagra de terciopelo carmesí.
Las noches que Svëntz no duerme su cuerpo cruje, y todas las
ramas del bonsái quedan esparcidas por el suelo. Algunas de ellas
también crujen y Svëntz permanece en un rincón, de cara a la pared,
con la noche de barro desplazándose a su espalda. Cuando se gira,
sobre el puente levadizo que se ha formado tras él, puede ver una
diminuta bala de marfil.
"¡No será suficiente, Svëntz!" -dice para sí mismo- "¡Es una bala
muy pequeña!".
Aun con todo, mientras la noche de barro se disipa, Svëntz se
lanza a correr con la bala de marfil en el bolsillo, y comienza a trepar
lentamente por el tronco desnudo de ese bonsái sin ramas que tiene
en la mesilla.
Hacia lo más alto.
BonsáiRoberto RochasAlumno de Escuela de Escritores
entrecocheyandén
tw Roberto Rochas, Madrid 1973.Alumno de Ángel Zapata en Escuela de escritores (recomendación de su anterior profesora, InésMendoza). Con la ilusión y el propósito de seguir inventando cuentos y tal vez, con el tiempo,poder afrontar la publicación de un libro.