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PUBlICACION QUINCENAL

DIRECTOR: A. FERNANDEZ ESCOBES

COLABORADORES: Los Autores clásicQs, los grandes Maestros de la no­vela corta y los siguientes

contemporáneoo :

Mario AGUILAR Víctor ALBA

Domenec do BELLMUNT Juan B. BERGUA

Alfonso CA M I N Lui. CAPDEVI LA

Alejandro CASONA Mercedes COMAPOSADA F. CONTRERAS PAZO

Ezequiel ENDERIZ Antonio ESPI NA Angel FERRAN

J. GARCIA PRADAS Ramon J. SENDER

Roberto MADRID Dr. Félix MARTI I BAñEZ

Alvaro do ORRIOLS Josó María PUYOL

Mateo SANTO¡; Arturo SERRANO PLAJA

Eduardo ZAMACOIS

DIBUJANTE: Antonio ARGüELLO

PROXIMO NUMERO :

,

LA CELEBRE NOVELA CORTA

EUGENIO N O EL

EL ALLEGRETTO

DE LA SINFO VII L_ .. __ ..... _ ... _~_ •• ___ • .., ___ .... _ .. , • ________ , ...... _-_ •• _~

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V I e T o R A LB A

• NOVELA CORTA IN EDITA

~ . LA NOVELA ESPANOLA "7:J HUI!: DIEU - TOULOUSE

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N UM EROS .

Tous droits de traduction, de reproduction et d'adaptation réservés pour tOllS les paya, y compris la Russie.

Copyright by LA NOVELA ESPAñOL A, 1948.

Dépót ' légal, premier trimes­tre 1948.

PUBLICADOS:

1. A. FERNANDEZ ESCOBES: ¿Para quién te pintas los labios, Marl~ lena!. - 2. EDUARDO ZAMACOIS: El hotel vacío; - 3. ANTONIO -MA0HADO:Campos.y Hombres c!-e España.- 4. MATEO SANTOS:

Conqnistadores de arella. - 5. LOPE DE VEGA: j<'UENTEO-VEJUNA.

1 m p • r 1 m é e n France

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I

MARTIN A L

R E GR E S .A A L B A

L posadero, orondo y cochambroso, -la única figura ro# lliza. del pueblo.

aunque no la úni· C2. mugrient2. -sale, cambia. el manojo de sar­mientos que cuel­g /? de una. alca­

yata en el centro del batiente de la puerta que nunca se abre, ni siquiera hoy.

El sol, frío y brillante, da de Heno sobre las gUijas de la calle y reverbera en las fachadas enjal­begadas. A lo lejos se oye un vago eco de Irritas y cantos.

. - Pronto vendrán para acá -

piense el posadero. Se restriega las manos con el

mandil gris, no porque las lleve más sucias de lo acostumbrado, sino porque el delantal está más limpio que de sólito.

Hace" c,uarenta años que parti­cipa en" la fiesta de San Martín, pero siempre, sin fallar ni una vez, la espera con gozo y con impacien­cia. No es porque haya de ganar más, aunque esto no sea motivo despreciable. N o es tampoco por­que baile o ronde o espere sacar tajada de carne fresca. Es algo inconcreto y acaso turbio; esa de­sazón especial que se apodera de los pueblos cuando tocan a diver-

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VICTOR

tirse después de una larga tem~ rada de afanarse. Es. en el fondJl. la esperanza de pasar un día dife­rente de los restantes. el deseo de ganar un recuerdo. Y el posadero, Martín. tiene hoy. además, motivos personales para estar contento hasta el nerviosismo. La limpieza de su delantal lo paga.

La voces van acercándose. La primera figura se alza ya al final de la calle, sobre el fondo cobrizo del campo en pendiente.

~ la ron.d;a¡, ronda, ronda, el la ronda del rondador. ¡. Mañana ronde quien qui.era, que. esta noche rondo yo !

Desde hace cuarenta años escucha la misma canción. a la misma hora, y siempre le hace gra­cia que en pleno sol canten « e~ta noche rondo yo ~. Por la noche no estarán los mozos para rondar. Habrán bailado todo el día y. me­dio curdas ya, se retirarán a lo alto del campanario, para pasar la noche en vela, tañendo las campa­nas y cantando alrededor de un cabrito que asarán allí mismo.

Cuar~nta años lleva viendo cómo el cura viene a busca:r; el cabrito a su casa. Ya lo hacía cuando Mar­tín se arrastraba en pañales. Antes se lo daba su padre. Ahora se lo .da él. La ~ostería, como el reino, pasa de padres a hijos . .

Una voz fuerte, desgarrada, en la cual suenan la risa y los tragos,

ALBA

canta ya cerca de la hostería, co-­reada por todo el grupo:

l Madre; la molinera usa zapato87

m4enPras el mol-mero anda descalzo !

y una marea ascendente de vo­ces anuncia a los cuatro vientos que el molinero anda descalzo.

l Madre) La molin.e1~a 'USa pendientes7

mientras el molinero no tiene dientes!

Hasta los robles d·e detrás del r .... pecho del cementerio pueden ente­rarse .del estado de la dentadura del molinero... o del posadero, que no se entiende bien la palabra, con el calor de la canción.

Los mozos se meten en tropel en la tasca de la posada. Sobre ' una mesa están' ya preparados los per­trechos. En el suelo se ve un par de pellejos lIeno~. a punto de re­ventar. Cargan los mozos con tré­bedes, morrillos y pellejos. Ahora ya no .cantan. Zumban entre dien­tes coplas procaces, y se apresuran a ir a la iglesia. Luego, cuando vayan por la leña, ya quedará tiempo de cantar. Y en el bosque no estarán solos. San Martín, a fin de cuentas, es la gran fiesta del año, y las cuatro enaguas de las mozas, .debajo de las sayas multi­colores, son cuatro lnurallas que caen al compás de las hachas infa-

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L A M U E R T ' E F A L S 1 F 1 e A D A 5

tigables y de los resuellos podero-sos,

**. El camino del carrascal pasa por

un erial color de ladrillo, y luego se refuonta entre tallares, conver­tido ya en un portillo, hasta llegar al monte. Tras la fatiga de la fiesta, el camino parece intermi­nable. A lo lejos Martín divisa a los mozos cortando leña y de vez en cuando llega el crujido de un tronco al desgarrarse. Todo el jadeo de hombres y árboles, ' todo el crujir de la madera y de los dientes queda sofocado por el ra­maje oscuro. ceniciento. Y unas avutardas solemnes como ministros ' atraviesan en grupo el erial, bus­cando cobijo ante el turbión que se acerca. Parece que vayan a un entierro. Martín se apresura. Den­tro de unas horas tiene que estar , de regreso en el pueblo. Dentro de unas horas sabrá algo, algo que ha ignorado hasta ahora... será como ~i aprendiera todas las cosas de un sólo trago.

El camino corre ahocinatlo entre robles. Hace poco que ha acabado de llover y en los regoyos muge todavía el agua, que haCe tocar los palillos a cantos y piedras.

El posadero, con la blusa negra hasta las rodillas, avanza trabajo­samente. El alto bajo un roble, para esperar el fin de la tolvanera, le ha puesto nervioso. Lleva horas andando y el peso de un costal repleto no le ayuda a aligerar el

paso. Va poniendo Un pie delante del otro, cad~ vez un poco más alto, cuidando de no hacer resbalar nin­guna pi~dra, incluso de no pisar ningupa ramita o aplastar ningún terrón ' de debajo del cual pudiera salir, furiosa, una alimaña.

El aire tiene esa transparencia de cristal recién frotado que en las alturas sigue a una lluvia. El ver.de es más verde, hasta el cielo es verdoso, sin ni una chispa de sol, y las hojas tiemblan de frío y para sacudir~e las gotas de agua.

El posad~ro se detiene un mo­mento, deja el costal en un rellano, sobre una peña amarillenta y re­zumante, y se quita por la cabeza la larga blusa, según hacen los curas con la casulla. La retuerce, y contempla cómo van cayendo al suel9 las gotas sucias que el tur­bión ha dejado en la tela. Se sa­cude los anchos pantalones, se seca el pescuezo y la frente, y luego, con la blusa, al hombro, carga el costal y prosigue el ca~

mino. Nunca se ha sentido tan poco se­

guro de sí mismo, tan inquieto y desconcertado como hoy ... Sí, acaso la primera vez que tuvo que ven­der la cosecha y temía que le esta­faran. Ni siquiera el día que fué por vez primera a esa choza blanca y verde que hay en el calvero -ahí a la revuelta del camino - en lo .alto del robledal. :fIace de eso doce meses ,sobrados y cada vez que pasa ... y ahora cada paso que da, le trae a la memoria un gesto,

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un dicho, un rasgo de la dueña de la casa. Recordando, su historia le parece absurda, imposible. Pero es verdad. Anteayer se cumplían los nueve meses justos. ¿ Llegara a tiempo? La fiesta le ha retrasado, pero los partos no son nunca exac­tos. Debió venir ayer ... con los pre­parativos le fué imposible. Qui­siera ser más audaz, atreverse a desafiar al pueblo y a la posadera, pero ... La blusa retorcida le golpea la espalda a cada paso, como dán­dole palmaditas de aliento.

Ya llega.

**, En cuclillas junto a la cabecera

de la cama, el posadero hace es­fuerzos para no morderse los ·puños. Frente a sus ojos tiene una mano . ancha, de uñas cortas y venas tinas bajo la piel. Parece mentira lo qUe en tres días ha perdido aquella mano, incansable en el trabajo y en las ca!'icias .euave como unos labios y fuerte como unas tenazas. Ahora se com­pone sólo de piel, venas y hueso. Si no fuera por las venas, de un azul amoratado, la vista de aquella mano no resultaría tan dolorosa, tan insoportable a la luz amarilla del candil de aceite. j Y todo el cuerpo está igual! Con el fin de aplicar sobre el vientre de la en_ o ferma los trapos empapados en el agua helada de la fuente, ha dé ver a menudo aquel cuerpo que desde

"un año a esta parte resume para él todo el mundo. Ahora aparece

fiácido, macilento. Coge la mano de la mujer. La mano arde. Se va a morir, no hay duda. Diría que más le aterra la posibilidad de que se muera la mano que no la mujer. Los medicos no podrían nada. Y de repente, Martín piensa en el niño que hace unas horas enterró allí, al lado de la casucha, sin ni una

• • cruz siquiera. Pero ella... i ella va a ir al in­

fierno! Está en pecado mortal. Todas las visiones de la fe · de Martín se concentran en aquel cuerpo martirizado. Lo ve - lo ve - arder en las llamas del in­fierno, retorcerse, chisporrotear. Ve la cabellera que tantas veces ha despeinado, convertida en una ho­guera eterna; ve las anchas cade­ras de campesina, los fuertes pe­chos, los brazos enérgicos, conver­tirse en brasa.

Si acude a un cura para que la absuelva, todo se sabrá. Hasta lo del niño enterrado, nacido muerto ... o muerto al nacel', i.d . a saber. La familia, deshecha. El, acaso en la cárcel.. Pero ella está allí, en aquel trance, ' por él, por Martín. :h1as aunque así no fuera, la quiere, y no puede imaginarla en el infierno pa­voroso de los campesinos.

Martín se l,evanta". Arropa a la mujer casi insensible, la envuelve en una gruesa manta a anchas rayas amarillas y rojas, y la coge en brazos, sin pensar apenas en lo que hace. Tambaleándose en la ma­drugada, saltando regatos. trope­zando en 108 recodos, lleva a la

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mujer al pueblo. Los médicos ya no pueden nada, pero el cura... Y le parece como si llamas invisibles le persiguieran monte abajo, en la obscuridad.

o'.

El cura acaba de rezar el « Te encomiendo a Dios omnipotente ». La recien parida se agita en el lecho, mascullando palabras de delirio, El po~adero, su mujer, sus mozos, todos con velas encendidas, rodean el lecho y contestan con voz fosca a las exhortaciones del sacerdote, que v·an desgranándose en lenta letanía ronca y gangosa.

- ¡Libra, .señor, el alma de tu sirva como libraste a Noé del Dilu­vio!

- A Amén! - i Libra, señor, el alma de tu

sierva como libraste a Susana de una acusación falsa!

- i Amén! - Y así como libraste a la bien-

aventurada Tecla, tu virgen y már­tir, de los tres atrocisimos tormen­tos, dígnate librar igualmente el alma de esta sierva tuya, y haz que goce contigo de los bienes celestia­les!

- ¡Amén! El úl timo « amén » se arrastra

por la atmósfera espesa y flota entre el humo como un dejo lleno de cosas sobreentendidas. La mano del sacerdote tra za en el aire la cruz. El posadero se seca la frente con el dorso de la mano izquierda.

Sale en silencio del dormitorio,. y . baja a la taberna, donde los clien­tes esperan en silencio. Nadie le pregunta por la enfel"lna, y a Mar­tín no le extraña. Está en paz con la mujer de la casita blanca y verde, con SU año de plenitud. Hizo cuanto pudo. Luego se las enten­derá con los hombres.

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MARTIN V IV E OE OlA

E las entendió sin aguardar mucho.

- i Tiene pleito con todo el mundó! - decía la gente del pueblo.

Pero los pleitos de Martín no eran ante los jueces. El no necesi­taba rábulas para resolver sus co­sas. Se bastaba" por sí mismo. Ha­cía de juez y de fiscal, de jurado y muchas veces hasta de acusado. Por lo demás, lo que solucionaba no eran sus cosas, sino las de los demás.

-i Cómo ha .cambiado! Parece que le hayan mudado el alma de almario decía aún la gente.

y era verdad, Tímido, o m·ejar dicho, apacible, hasta aquella ma­drugada en que llegó al pueblo transportando a la recién parida agonizante, temeroso ante su mu~ jer, comedido en el beber y el blas­femar · - lo indispensable para mantenerse a la altura de los de­más -, ahora Martín era otro.

No gritaba, es cierto - acasO menos que antes -, Pero exigía. El cacique del pueblo callaba ante él, que así se convirtió en un sup~r­cacique. Todo el valLe le pertene- · cía. O en los papeles, en blanco ·sobre negro y con un hermoso sello de notario que parecía una tela­raña, o bien de hecho, porque los . dueños le obedecían y temían.

Poseía el molino, pos~ía los me­jores pastizales, poseía .el robledal. Poseía la casona blanca y verde, tocada de nubes y calzada de bru­ma, allá en lo alto: Poseía un ter­cio de las casas del pueblo; y hasta se decía que compró, al cabo de unos años, la mayoría de las acciones de la compañía del ferro­carril que se proyectaba, con el único objeto .de impedir la cons­trucción dé las vías. Quería a su pueblo aislado, cerrado, hosco y extraño a todo lo que no fuera el recuerdo de aquella madrugada.

El mismo vivía cerrado, hosco, extraño a todos, aislado. Esto cons-

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tituía acaso la fuente de su fuerza, de su poder. .

Porque Martín, el posadero, era poderoso.

Su mujer callaba, y al día si· guiente del entierro en sagrado d e la recién parida - nadie sabía su nombre ni de dónde vino - , la po­sadera no se atrevió a chillarle ni recriminarle. Pasó por todo, con los labios prietos, lívidos, la mirada calada y las manos atareadas. Sin­tió que el menor contacto haría estallar a Martín. Esperó su hora. Las mujeres del campo saben espe­rar. Y su hora no llegó.

Acabó tesignándose. . No era difícil, pues todo el pue­blo tenía que resignarse.

Los pastizales los adquirió ha­ciendo, de un puñetazo sobre la mesa. .del secretario, que el mozo que los poseía tuviera que sen·ir . al Rey, - todavía allí se empleaba esta expresión anacrónica para in­dicar que se iba a convertir en asesino de uniforme. Abandona­dos, los pastizales cayeron en ma­nos de Martín. Las tierras del co­mún le fueron otorgadas a cam­bio de dos bancos de mala madera en la plaza, bajo los álamos. Y cuando el vicario murió de viejo, consiguió que el obispo - el Señor Obispo - ~o enviara substituto, a cambio de una dote a cierto altar de la catedral.

- ¡No tiene creencias! - :cnurnlU­raba la gente, cuando los domingos veían pasar a un rector venido de la aldea próxima, y al cual siem-

pre acompañaba Martín, prote-giéndolo de las solicitudes de las beatas deseosas de confesarle que se hablan meado en la cama o que 108 maullidos del gato las provoca­ban recuerdos pecaminosos de su juventud estéril.

La tasca de la posada se había convertido en un despacho de usu­rero. Nadie iba a beber por gusto, para solazarse un domnigo al atar­decer o para pasar la velada un día de nieve. Quien entraba en la tasca, no ' encontraba ya los br:azo3 sonrosados - y hasta enrojecidos por el contacto con el agua - ·de la posadera, sino simplemente la mirada ceñuda de Martín.

- ¿ Qué hay? ¿ Qué quieres, gañan? - decía Martín a guisa de saludo.

Para él, salvo los viejos, todos . eran gañanes. Y posiblemente su aspiración consistiese en convertir a todos en tales, a sus órdenes y sin chistar, i eh!

Cuando el otro había expuesto sus miserias - la mala cosecha, el trigo quemado, la vaca enferma, el pequeño que tenía que operar o loS impuestos atrasados -, Mar­tín resumía la situación con una simple cifra :

- Necesitas veinte duros - ... o diez, o cien... poco Importaba la cantidad.

y añadía sin pestañear, sin de­jar de mirar al otro a los ojos, ' se­rena, calmosa, ftrrnem~nte, como si su mirada fuera la de la conclen-

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cia hecha carne de posadero. Aña­día, digo: ~ Me darás un recibo de treinta.

El cincuenta por ciento era su interés. Todo el mundo lo sabía, y sin embargo, con esa testarudez con que los míseros se aferran a la esperanza más absurda, _ todos intentaban ablandarle, hacer que de aquel cincuenta cayera, como gotas de sangre de un corazón compasivo, un cinco, un diez, un quince por ciento de rebaja. En vano.

- Cincuenta o nada. Yo no te he dicho que vinieras ...

El hombre firmaba, y de tres veces dos, al cabo de un año . su tierra, su vaca, su casa, pertene­Cían a. Martín.

Pero seguía trabajando el campo, que ya no era suyo. Seguía cobi­jándose en casa, que ya era extra- . ña. Seguía ordeñando una vaca que no le pertenecía ya. A Martín le bastaba con saber que todo aquello le correspondía, que en los pap,eles llevaba la marca de su. nombre, que el pueblo conociera que había tomado posesión, aunque sólo fuera simbólicamente, de casa, tierras y animales - por lo tanto, también, de lo~ hombres y mujeres que de ellos vivían. Le bastaba eso y la mitad de la cosecha, de la leche; a veces, la mitad de las hijas.

Porque Martín, a los diez años de aquella lnadrugada, tenía por el pueblo media docena de h!jos ... él, qUe había enterrado sin cristianar

al que le diera la muchacha de la casita blanca y verde.

Ya se sabía: cuando una mocita . quedaba encinta, Martín pagaba. Diez duros al mes hasta el parto, siete hasta el primer año, diez de nuevo hasta 108 diez años del mo­coso, y luego, ¡ que trabajara! Llamaba a un labriego, y le decía simplemente:

- El hijo de la Fulana tiene ya buenos brazos. Dale un pedazo de tu campo.

A medida · que el hijo de la Fu­lana crecía, ensanchábase el pe­dazo de campo para él. Hasta que el labriego se iba a la ciudad, a toser delante de una máquina la­minadora o a estrellarse contra la calle, al pie de un · andamio.

Martín, así, convirtióse, no sólo en rico - que esto para él era lo 'de menos, aunque para los otro5 fuera lo de más - , sino también en poderoso. Su voluntad era la de todos. N o tenía ya necesidad de pedir, de exigir, de reclamar. Sus costumbres eran bastante conoci· das para que los al.deanos se ade­lantaran a someterse a ellas.

- ¿ De qué sirve luchar? .. Tiene talegos llenos de plata ... ¿ para qué meter el cuerno en el tronco, si el árbol no ha de caer?

y cuanto más la gente repetía esto, más fuerte era Martín; más poderoso, solitario, rico, hosco.

La pósadera callaba. El cura de los domingos, callaba. El secreta­rio del Ayuntamiento, callaba. Mar­tín ... Martín callaba también.

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En el pueblo no había más que dos personas que gritaran: Mateo, el alfarero, y Román - Mano como le llamaba la gente - el de la ermita.

O, acaso, había tres voces en la aldea, además del silencio a gritos de Martín: la voz tenue, filiforme como un pulso que se va, de la muchacha de la casita verde y blanca... la voz que Martín escu­chó mientras la llevaba hacia el pueblo, pisando la hierba humeda, aplastando las alimañas, apagando las estrellas, y ensordeciendo a Martín. .

Sí: ensordeciéndolo, puesto que desde aquella alba, ya no pudo oír más los gritos de las gentes.

y las gentes callaban.

La voz de Mateo, el alfarero, era la que más se oía, de las dos del pueblo.

- Un grano para Martín, otro para Mateo; uno para Martín, otro para Mateo ...

Tal escuchaban las gentes, al pa­sar por delante de su cho~a. No era una casa; la casa la poseía Mar­tín, y Mateo no quería · vivir en ella, de modo que estaba abando­nada, con las puertas bostezando y los ojos de las ventanas abiertos, desorbitados de miedo.

- Un huevo para Martín, uno para Mateo; uno para Martín, uno para Mateo ...

Mateo había resistido nueve años.

Trabajaba la tierra al alba, y luego, dale que dale al tomo, con 108 pies ágiles y las manos de prestldigita- ' dor, hácía piezas de alfarería que para sí las hubieran · querido los griegos.

Pero cuando Martín se dió cuenta de que era casi el único que no cedía ante él; que no había po­seído ni su casa ni SUs tierras y que, siendo viudo, no tenía nada más que ofrecerle, Mateo estuvo acabado.

Esto creyó la gente. Pues no. Mateo resistió. Sus piezas de alfa~ rería, bien cocidas, con un olor­cillo agradable a arcilla reseca, quedaban rotas antes de llegar a la ciudad. Alguien, con piedras 0,

si erk preciso, volcando el carro, las hacía añicos. Si Mateo iba . en persona, a su regreso encontrá­

. base el torno roto, la paja que-mada o la cosecha destrozada por un plaga de amigos de Martín que, sin que él les diera orden ninguna, habíanse apresurado a cumplir la voluntad del posadero.

Nuev6 años duró la lucha. Ma­teo vendió sus tierras a un foras­tero, en la ciudad. Vendió su casa a una familia - de la ciudad tam­bién - que tenía un ~ijo enfermo y quería mandarlo a la. sierra, . a reponerse.

Pero Martín se enteró y, vacian­do uno de sus talegos llenos de plata, compró tierras y casa. Un buen día - un mal día para Mateo - llamó al alfarero a su tasca.

- i Qué venga él si quiere algo!

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- respondió Mateo al gañán de Martín.

Martín fué. - He comprado tu casa .. . •

SI

quieres, puedes seguir en ella .. . Mateo le miró... le miró... le

miró. No dijo liada, Tal vez a Mar­tín, en aquel momento, le pare­ciera estar oyendo los gritos de la muchacha de la casita verde y blanca, tan fuertes, tan penetran~ tes, que quedó ciego y sordo a lo que Mateo no le dijo.

Pero le miró. Y se levantó. Y len­tamente, con las manos que le tem­blaban, el altarero desmontó su torno. Pieza a pieza. Prim.ero la clavija de roble de lo alto; luego sacó el eje de madera de olivera, después, la gran rueda de piedra de esmeril sobre }a cual danzaban las masas de arcilla, ·adoptando formas de bailarina en éxtasis. Luego, la rueda del pie, enorxne como una· muell& de molino, pero i tan ligera ! ...

Ante la mirada indiferente de Martín, Mateo amontonó todas las piezas de su torno en la plaza, de­lante de la casa.

Habló por fln, cuando todo estuvo amontonado. .

... La plaza no te pertenece toda­vía, ¿ verdad, Martín? - dijo.

- Ne. y entonces, Mateo agarró leña

de su casa, la puso en medio y de­bajo de las piezas y le prendió fuego..

Soplaba viento del Norte, frío como la voz de Martín. A pesar del

viento, las piezas del torno estaban húmedas y costó mucho que ardill­rano Primero comenzó a prender la llama en la gran rueda del pie; luego pareCió que el fuego iba a apagarse y, de repente, prendió con fuerza, formó hoguera. y bajo el sol helado, las llamas llegaron a hacerse ver. Finalmente, la rueda de piedra de esmeril, que Mateo acariciaba todas las mañanas, como si fuera un flanco de mujer -y para él casi . lo era -, la piedra de esmeril, pulida por la arc,illa y el contacto cariñoso de la palma de Mateo, comenzó a dar chasquidos, se rompió con un estallido, 'par-. tióse en varios trozos.

Entonces, Mateo, sin decir nada, sin mirar a Martín, se volvió de espaldas, para que no viera que tenía los ojos húmedos ... del humo, claro está.

A la mañana siguiente, había le~ vantado una choza con troncos y techo de ·bardas, en los aledaños del pueblo.

La ge~te le veía en la puerta, o bien cultivando un pedazo de campo que no pertenecía a ' nadie. Enflaquecía. No lloraba nunca y en esto la gente conocía que no estaba cuerdo.

Hasta que un dia, oyeron cómo de su choza salía la voz de Mateo:

- Uno para Martín, uno para Mateo; uno para Martín. uno para Mateo ...

Miraron por la puerta. En la pe-nun1bra del interior - sin ventana ni chimenea -, vieron a Mateo que

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LA MUERTE FALSIFICADA 13

apisonaba tierre. Tierra del campo - que había robado por la noche. En esta tierra, dentx:o de la incu­bado.ra de su choza, sembró. Una semilla para Martí.n y una para Mateo ... Cosechó míseras espigas o eIlsaladas .sin gusto... Las comía. comía hierbas, comía bellotas. Y enflaquecía, siempre sin llorar, porque no habría podido decir:

- Una lágrima para Martín, otra para Mateo ...

Como no tenía torno, se dedicó a hacer con arcilla imágenes de Martín. Martín, riendo. Martín, gritando. Martín, bebiendo. Martín. comiendo. Martín, el día de su muerte. <Martín, niño. Martín, de-

trás de unas ovejas. Martín, en la tasca. Martín, meando. Martín, es­cupiendo. Martín, descomienq.o. Martín... Martín,... Nunca hizo a Martín triste. La realidad no le importaba. Y para él, Mateo, Mar­tín no podía estar triste.

- Un piojo para Martín, uno para Mateo; uno para Martín, uno para Mateo ...

Era la única voz que sonaba en el pueblo. Martín, desde luego, no la escuchaba. No la oía.

Porque la otra voz - la · de Ro­mán, el de la ermita, llamado Mano por .. la gente -, no empezó a oírse hasta después que hubieron llegado los soldados.

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111

MJ\RTIN DUERME e UJ\ N DO l U e E El SO L

L os s~ldados llega:on en ';In camion de saltlmbanqurs. La mujer, enjuta y sin ma-

quillarse sentlrda al ·lado del cho­fer, cargaba dos niños. Dentro del camión iban siete hombres. Lleva­ban gorros de soldado y fusiles en bandolera. Vigilaban, además. un cargamento es¡gecial: una docena de escopetas de caza. Las escopetas las habían llevado ellos hasta que se encontraron con los soldados de' verdad, que les entregaron los fusiles y los gorros. Luego, hallaron el camión ·de saltimbanquis, dieron un fusil al chofer - que era, ade­más, payaso y hércules - y le re­quisaron el vehículo.

Llegaron un atardecer. En la plaza, bajo un roble enOl'lne, cuatro viejos. En la fuente, media docena de mozas. Entre las patas de Vacas y mulas, los chiquillos y

los perros, las gallinas y dos cer­dos:

Cuando el motor del camión se paró, hubo un silencio aplastante, un silencio hecho de, ojos. Las mo­zas callaron súbitamente y dejaron que se oyera el glu-glu del agua derramándose de los cántaros. Los viejos callaron y dejaron que se oyera el borborigIllo -de sus entra­ñas temerosas de la muerte. Los chiquillos, los mulos y los perros, callaron, dejando que se oyera la savia de sus cuerpos curioSl8J de novedades. Hasta los dos cerdos ce­saron . de rastrear, hocicando el suelo.

o Los hombres del camión se que­daron un momento en silencio. Uno de ellos -el jefe del grupo -, dió

• • con el codo a su vecino y ninguno de los dos dijo nada.

Cuando el primero de los solda-

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LA MUERTE FALSIFICADA 15

d08 saltó a tierra, con un ruido sordo del entrechocar de las balas en su bolsillo, tOOos los ojos se dirigieron hacia la puerta de la po­sada de Martín. Los ojos, sonrien­tes a pesar suyo, de las mozas, los ojos aterCiopelados de los viejos le­gañosos, los ojos chillones de la chiqUillería ... no vieron, en el vano de la puerta, más que la mancha negra del interior a oscuras.

Los dos soldados se dirigieron hacia el grupo de viejos, En esto, uno de los rapaces salió de entre las patas de un asno que bebía con las orejas enhiestas, y acudió CO~

rriendo hacia los dos forasteros. - i Dame el fusil! - gritó el . - . nlno. El jefe sonrió; sacó del bolsillo

de BU chaqueta de pana una pis­tola descargada ---..:.. no tenía muni­ciones del 6,35 -, Y en seguida se vió rodeado de la muchachada que le pidió « otra para mí ».

- i Yo no tengo ! ... i Yo sé disparar el fusil !

- i En casa hay una igual! ... El jefe, sin escuchar esos requie­

bros bélicos, se adelantó hacia los ancia~o9.

- ¿ Quién es el que manda aquí..., el alcalde o el secretario? -. .. , lllqulrlO.

Ningún viejo !;ontestó. Una de las mozas, más curiosa - acaso porque se sabía linda - acercóse al grupo y preguntó a su vez:

- ¿ Quién quiere usted, el que manda o el alcalde?

El jefe sonrió de nuevo; sus

dientes sucios de campesino pare-­cían brillar de alegria.

- i Eso es hablar en plata, pre­ciosa ! QuIero el que manda ...

- Pues ahí enfre"nte, en la pa­sada. Pida por Martín.

y la mano encendida por el agua, la tierra y la cocina, señalaba hacia el hueco negro, inhóspito, de una posada sin huéspedes.

- Vamos allá - dijo el jefe. - ¿ Qué queréis, gañanes? -

saludó M" .. tín al verlos. y al fijarse en las armas, sintió

algo que hasta entonces no había conocido nunca: miedo a morir. No pensó que había sido brutal y exigente, rapaz y tiránico. Estas palabras no tenían sentido para él; en su fuero interno no lo era. Era, simplemente, el hombre que con portarse como se portaba en el pueblo demostrábase a sí mismo que si la mujer de la casa blanca y verde murió, que si tuvo que en­terrar al recién nacido sin ponerle cruz ni nombre, no fué por cobar­día suya - puesto que bien de­mostraba ahora que podía ser y que era valiente - sino porque las circunstancias lo quisieron así.

Mas, ante las armas, tuvo miedo. Pensó que había enemigos suyos en el pueblo. Pensó que ...

- Pues queremos hablar contigo, -companero. ¿ Qué era aquello de compa,­

ñero? Pero llevaban fusiles. Y pis­tolas. Y acaso malas idenclones.

Hablaron, pues. A la salida de la entrevista - una buena media ho-

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ra - 108 hombres del camión se alojaron en distintas casas (el jefe en la posada), Y. Martín no poseía ya ningún campo, ninguna casa.

A! día siguiente, reunión en la sala desvencijada del Ayuntamiento. Nombramiento de un comité. Dis­tribución de tierras, Reparto de las doce escopetas entre los nuevos prop'¡'etano~a

Porque eran propietario8 y no propietarios, sin comillas y sentido figurado. De los diez jornaleros qu~ recibieron campos de Martín (pues éste era el único, en el pueblo, que poseía más tierra de la que podía traIYajar) siete fueron a ver al po­sadero, por la noche, y le dijeron que, a escondidas seguirían dán­dole la mitad de la cosecha. Los otros tres no fueron, pero pensaron que lo harían. Y Martín calló. No protestó ante los hombres con fu­sil ni hizo aspavientos. Se limitó a vivir. A recomerse. Porque lo que había comenzado por ser una de­mostración íntima de que no fué por causa de su miedo el que la parid'a muriese acabó siendo una costumbre indispensable, un vicio del cual le costaba desprenderse: : el vicio de sentirse fuerte, pode­roso, dueño.

Mateo recibió un fusil y cada vez que lo cargaba o que disparaba al aire o contra una de SUs piezas de alfarería, los martinitos, como las llamába, seguía repitiendo su can­tinela :

- Una bala para Martín, una

para Mateo... una para Martín, una para Mateo ...

En las casas, los SOldad08, -

campesinos de los aledaños de la ciudad - se asombraban tanto como asombraban. Comer sin tene­dor, mascar los cocidos que hervían de picante, ver, cuando las mozas se agachaban, que bajo las faldas tenían cuatro enaguas ... Habían de­cidido permanecer en el pueblo una semana, para habituarlo al nuevo modo de vida, o simplemnte, en re­sumen, a la vida, sin adjetivos. A! tercer día se aburrían y resolviera. organizar un baile. Los sal~imban­quis lo abrirían con un espectáculo, pues de todos modos se ayuda al -.. proJlmo a ser persona.

El pregonero del puebl~ recorrió las cuatro calles, anunciando el baile. Las mozas quedan ir; los pa.dres no, pero las impulsaron, por miedo a que las llevaran a la fuerza. A las cinco de la tarde del domingo, sobre la caja del camión despojada de sus costados, la mu­jer del circo - ahora maquillada -comenzó a redoblar el tambor Uno •

de los niños inició unas .cuantas piruetas sobre el respalda de una silla, y el hércules, vestido de arle­quín, volatineó en el aire límpide del 'atardecer, ante los ojos de los hombres, que no' sabían si reir o hace~ el entendido, y las miradas 'de las mozas, que buscaban sin sa­berlo el imán masculino, bien visi­ble bajo la .funda de malla rosada que transformaba al equilibrista en

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LA MUERTE FALSIFICADA 17

'una especie de paje de la Edad Me­dia, mandolina incluí da.

Martín salió a la puerta, a oh­selVar la fiesta. Era , el único que tenía gramófono - un enorme alta~ voz verde y seis discos sagrados, sin ni una rayadura - . Cuando hum terminado la ' troupe de paya-,

SOS,' la mujer se dedicó a disparar múoica sobre la plaza, desde lo alto del "lehículo.

,

Pero nadie bailó, ni : mozas ni -gananes. Al&'Jlien lo había prohibido. Alguien que no era Martín.

.'. El jefe ha invitado a una mocita

a zafranada, llena de pecas. « Si la 'más feueha sale, saldrán las otras ) , se había dicho, dispues to a sacrificarse por la causa.

- ¡ Ujuy! no, gracias, no bailo­contestó la mocita.

- ¿ Por qué? ¿ No te gusta aventar el aire con tus faldas y trillar las estrellas en el suelo?

El jeJe se sentía poeta, La luna . <comenzaba á clarear sobre el cam­panario- « mañana tendremos que ocuparnos de la iglesia », pensó -, Uno de esOs silencios cplectivos que dominan todos los ruídos se había :establecido en la plaza, sin previo aviso. Y el agua de la fuente se escondía para no turbarlo.

- ¿ Por qué? - insistió el jefe, apagando la voz.

- Mano no quiere. - ¿ Mano? ¿ Quién es? ¿ Tu

novio? LA. rnut":M.t":hA. hi'7.n llnJ'l. mnpt":,:a.

con todo el cuerpo y las anchas faldas se arremolinaron alrededor de sus caderas de eBpigador~.

- i Ujuy! no tengo novio. Pero Mano no quiere... y si él dice que no, ¿ quién va a decir que sí ?

- Yo; por ejemplO, Esta sugestión pareció abrir las

compuertas de la risa de la mu­chacha azafranada.

,

- ¿ Usted ? ... Ni usted ni naide ... i A Mano naide le puede!

El jefe desistió. Sin embargo, era necesario hacer bailar a las ehi. caso Sería como una batalla perdi­da, si no lo conseguía. En los pue­blos - el jefe era de pueblo "' esas cosas cuentan muchu.. ¿ Cómo imponerles, haciéndoles creer que

'las aceptaban de propio grado, tan­tas cosas enormes, fantásticas, des· mesuradas, si no lograban hacer desaparecer de los ojos curiosos de las muchachas la sombra de aquel Mano?

El j efe se acercó a un grupo de viejos ........:. en el pueblO parecía no haber más que mozas y viejos - . Preguntó a unas orejas veUudal, retorcidas:

- Oiga, ¿ quién es ese MlSino que . no quiere que se baile en la plaza ?

El viejo le miró, so~arrón ¿ Ma­no? Ahora le llegaba la oportunidad de reirse un poco de aquellos solda­dos sin uniforme que v~nían a trastornar la' vida del pueblo. Sim­plemente diciéndoles quién era el Mano, bastaría.

- Pues es un zagal perezoso que vivo pn lA. Armit.J'I ..

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- i Ah! Y ¿ por qué no quiere que bailen las chicas?

- El se lo sabrá. Pero no quiere. Esta mañana 'se ha dejado caer en el camino de la fuente y les ha dicho, dice: « i Mocicas, nada de arrefregarsú con los forasteros, eh! ». No necesita decir más ... to­das quieren complacerlo ... no sé qué tendrá en la mirada .. Tal vez sien­ten miedo de Mano. no sé ...

- ¿ Miedo? ¿ Por qué? No se las comería vivas, supongo ...

El viejo volvió a sonreir. - Ni vivas ni muertas. Las mu­

jeres son indigestas. Pero ¿ quién desobedecerá a Mano, .entre nU.-es­tras muchachas? NaideJ le digo, naide ...

- ¡Bueno! A la que le desobe­d~iera, ¿ qué la ocurriría? -j Uy ! ... Vaya a saber". Mano

es capaz de todo, de todo. Hasta de degollarla en un pajar.

- y 0_' ¿ cuántos crímenes tiene en SU cuenta?

- Ninguno, que yo sepa... y si tuviera alguno lo sabríl31 - ~1 viejo al decir esto se irguió con cierto orgullo -. Pero es capaz, ya lo creo que lo es... .

Los soldados hablaban con las muchachas, apoyado el hombro contra los troncos o los quicios de las puertas.

Algunas risas apagadas borra­ban, por un instante, la imagen de Mano saltando al camino, que flo­taba como un fantasma en l'as brumas centelleantes de las pupi­las de veinte años. Los soldados

contaban cosas del circo, acaso al­guno se descubrió afición por re­cordar de memoria ciertos versos de la escuela:

Las chicas de aquí tienen preten.si<mes porque son muy ytmpas. Quieren los pwntalones y carne con papa.!.

Un cohete de risas y luego otra vez el silencio pegajoso de la. no­che que se acerca.

Algunos soldados habían . renun­ciado ya - y esto les ponía de mal humor y les inclinaba a exigir algo más de brutalidad en las medidas tomadas por el jefe. Se refugiaron en la posada y requebraban a la posadera, que los miraba desde . detrás de sus pestañas un -si es no es codiciosa de tanta juventud des­perdiciada.

Pero un rubio - acaso porque era rubio - ganó la primera parte de la batalla. Su pareja - la hija sin padre del estanco - se decidió. Tal vez tenía motivos para no te­mer a Mano, como los criados que han visto en zapatillas a los gran­des hombres tienen motivos para no venerar los.

El rubio y la morena avanzaron delante del camión. No levantaban polvo. El gramófono se puso a to­ser de nuevo sus compases ador­milados y de repente, por un ca­pricho de la amazona, pareció que las notas se persiguieran por el aire, dándose taconazos. Pero los

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LA MUERTE FALSIFICADA 19

taconazos los recibía la rapaza. El soldado - ¡ parecía mentira que fuera tan rubio bajo ~ .. luna! - no lograba seguir el ritmo desbocado . del disco girando como un molino de música.. La chica reía, saltando para esquivar los pisotones 'de su galano Las otras muchachas comen~ zaban a no reir y a sentir cosquillas en los tobillos. Una dió ya el brazo a su pa.reja presunta. Otra avanzó dos pasos hacia el camión. Otra ...

Silencio, de súbito. El gramófono continuo girando, pero parecía no romper la placa de cristal de la quietud repentina.

Una quietud hecha de sonidos . pastosos, cálidos, como rayos de luna sonoros.

No $Olgas, paloma, al campo mira que soy cazador y si te tiro y Pe mato, para mí será el dolor, para mi será el quebmnto. No saflga.s, paloma, al campo ...

La voz venía de la parte de arriba de la plaza, allí donde un repecho terminaba el pueblo en un bosquecillo de encinas.

• - i MaJ;lo está en el encinar! --

murnluró la moza del estanco. Soltó a la pareja y se fué hacia

la acera que bordeab8.1 ~as casas, al lado opuesto de los pórticos - la únic&. acera del pueblo -. Las otras muchachas siguieron poco a poco. La voz no se oía ya; el gra­mófono roncaba SUs últimas notas

y, por fin, tras unos estertores agó­nicos, calló.

Poco a poco, todas las faldas dei pueblo barrieron la acera. Treinta pasos para , arriba, treint~ para abajo ... Los viejos seguían en torno al árbol, las mujeres metiéronse en casa, a preparar la cena .

. ¿ y los soldad<Js ? Los soldados se refugiaron co~tra

aquel frío dejado por la voz 'de Mano ... , se refugiaron tras los so­portales, en el pórtico del ayunta­miento. La puerta de casa de Mar­tín seguía abierta, a oscuras.

Cuando la luna rebasó el campa­nario, empezó a llover. Los solda­dos, espontáneamente, sin decírselo, se retiraron a un extremo del pór­tico. Un espacio libre, de losas inse-

\ guras, quedaba para que las mu-•

chachas se protegieran del agua-cero.

No. Las muchachas no se mar­chaban a casa y no venían bajo el pórtico. Seguían con sus treinta pasos arriba, treinta pasos abajo, soportando las gruesas gotas visco­sas sobre sus vestidos de día de fiesta.

« No salgas, paloma, al campo », había cantado Mano .

- Ese tipo tiene temperamento de cómico - le decía el jefe al soldado rubio. - Mañana ire a verlo en su ermita. ¿ Quieres acompa­ñarme?

El rubio miró un instante el cielo. La tolvanera se alejaba.

- ¿ No sería mejor ir ahora? - sugirió.

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Le escocía aún en ] ra, mano el contacto de la piel recia, rasposa, de los dedos de la morena, y en el cuello le picaban sus trenzas que olían a manzana madura.. ~ Bueno, vamos -:- aceptó el

jefe. .Se adentraron por el encinar, si­

guiendo casi los pasos al aguacero. La tierra, calentada por el sol de doce horas, exhalaba vaho y -'se se­caba rápidamente. Los pies de ,los dos hombres iban marcando con sus huellas de zapatos herrados la retirada de la tempestad. .

« Mira que soy cazador » había cantado Mano.

Este galapaguito no tieme madre,; lo parió una piruja, lo echó a la calle.

La voz gangosa de una mujer cantando esta nana les advirtió, en la oscuridad del monte, la cerca­nía de la ermita. Sobre la luna se destacaba apenas el perfil de cigüe­ña pico .al. aire de 1.a iglesuela.

Entraron .. No. babia puerta, sino una cortina hecha c.on sacos cosi­dos unos a .otros.-·La tela arrastra­ba por el suelo y el viento la hacía oscilar con restallidos de látigo fu­rios·o. Una. luz I . ,de aceite, en el fondo - ' aHí do.nde . estuvo el altar - no · iluminaba , _ninguna esc~na,

porque la ermita estaba 'desierta, sin mueblefl . El alt~_r rnaVOT' . np. nip_

dra, era cuanto se veía. Una ven­tana, en 10 alto de la cúpula, daba golpes con regularidad enfermiza, como si la ermita tosiese y chas­cara los dientes bajo la tempestad.

No tien-e madre.! no tien-e madre.! no.! no t)i,enli madre.; lo echó 'a la calle.

La voz los guió hacia el coro. Miraron. Sobre el entarimado . de madera carcomida qUe hacía como un balcón encima mismo de la puerta, otra luz de aceite lanzaba contra .las- paredes la sombra dis­fOl'Ine, fabulosa, desmedida, de una figura que se balanceaba cual si tuviera dolor de muelas.

- i Eh! ¿ Se puede subir? -pidió el soldado rubio con lo que se proponía que fuera un grito y que no fué más que un agudo cascado, ~ Sí, suban, suban respondió la

voz de la nana, voz apagada, -cual si el pedal de 1',. oscurid .. d . y el viento le pusiera sordina.

Los crujidos de la escalera iban­marcando el ayance de los dos hombres. De repente, sin que lo es­peraran, la voz de la cañada, voz cálida y áspera como la caricia. de un perro de pastor, les _hizo dete­ner un instante su ascensión.

Est,e niño chiquito no tiene cuna.! su padre es ca:rpintero '11 IR hn,rlí. 'I1."nn ..

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LA MUERTE FALSIFICADA 2L.

Pero una vez en 10 alto, no vie­ron que el pantor tuviera en la mano sierra ni martillo ni tabla de

. madera para hacer la cuna. No de­bía:, pues, ser su padre, o la can­ci.ón, arrullando al niño, debía por sí sola h a cer funciones de cuna y de tonadilla, adormidera.

y lo conseguia, pues no se oía el llanto ni el graznido de ningún

• crlO. Pero la sombra en la pared se­

guía meciéndose contra la cal des­conchada.

y la ventana, .en la cúpula, conti­nuaba chascando, con menos fre­cuencia, con menos fuerza.

Este niño chiquito no tiene cuna ...

- Buenas noches ~ dijo el je/e, y al decirlo se dió cuenta de la in­congruencia de su frase de corte­sía. ¿ Quién podía tener allí una buena noche? .

-.. ... noches, - contestó la voz de mujer.

- ¿ Qué quieren? - preguntó la voz de hombre ... no, la voz de macho, cortando la canción.

y sin esperar respuesta, la reco­menzó:

Este galapaguito no tiene madre ...

- ¡ Bang !-hacía la ventana-o j Crack! - hacía la. madera.

El jefe tosió.

- Somos nosotros ... - Ya lo veo; lós forasteros ¿ Qué-

quieren? Los ojos de los dos soldados se·

acostumbraban a la . penumbra amarillenta del coro de la ermita. Veían a la mujer, sentada en cu­clillas sobre un jergón, y al hom­bre, la barbilla apoyada en el res­paldo de una silla, mondando una manza~a mientras sus mandíbulM, . sin casi moverse, se abrían y ce­rraban dejando pasar, en voz muy queda, la Ganción destinada al niño que la mujer del jergón tenía en brazos, envuelto en un chal de lana negra.

El jefe no supo qué contestar, d. momento. No había preparado nin­guna explicación, pensando que con la charla saldría todo impro ... · visado, espontáneo. 'Pero no había charla en perspectiva.

- ¿ Qué quieren? - repitió el hombre, Mano. ~ Pues verá... - y para darse

tLempo, el jefe pidió: - Estamos cansados ... no conocemos el camino, y es todo pendiente... ¿ podemos sentarnos? .

- Sí, por ahí, en el suelo, debe haber algún saco con paja... Y ¿ por qué han venido si no sabian el camino? ¿ No temían que loe recibiera a tiros, como a conejol! ?

- j Hombre, no ! ... no somos co­nejas. ¿ Por qué iba a disparar' contra nosotros? •

- ¿ No 'son forasteros? - fué . la explicación de Mano, como si

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este calificativo de tom.stero lo jus­tificara todo.

- No, no somos fora'steras. Mi amigo labra un campo de trigo ... y yo tengo un huerto ... Los dos tra­bajamos de sol a sol...

- Pues yo no trabajo En el pueblo acaso estén en su lugar, pero en la ermita son ustedes fo­rasteros.

¿ Habremos venido en balde? se decía el j ete. y ya iba a abandonar la partida, cuando el rubio tuvo una i!lspiración - el rubio siempre hablaba por corazonadas, a golpes, como si vomitara las ideas.

- V'enimos a pedirle sU ayuda -dijo.

Hubo un silencio. Su ayuda ¿ para . qué? preguntábase el jefe. La mujer dejó de mecer al niño y Mano ceso en su refunfuñeo de la canción, que se quedo un instante colgada en el aire espeso, con vaho de paridera. .

- ¿ Mi ayuda? - repuso Mano con aire sarcastico - ¿ Para qué? ¿ Para que les enseñe el camino de salida? .

- No, para que nos ayude a construir una carretera de salida ... y de entrada.

El jete le miró de reojo, sin ape­nas poder contener un gesto de .sorpresa. i Aquel rubiales tenía ideas: a veces!

El rubio se levantó. Con un ade-•

ruán .de la . mano, acaUó la res~

puesta de Ma.no, que probablemente le babría quitado la posibilidad .de proseguir. Y le endilgó un discurso.

El pueblo necesitaba una carre­tera. Tenía buena tierra, leña en los bosques, madera fina, rebaños ... y todo se quedaba allí, pudriéndose en las bodegas, esperando qUe los mercaderes de la ciud!ad vi­nieran cuando les diera la gana, a comprar al precio que les diera la gana. Martín, así~ podía dominar el pueblo, el valle entero. Si hubiera una carretera, las cosas cambia­rían. ¡ Una carretera! ... Camiones . pesados bajo el fardo de los sacos de harina... carretas traqueteantes con muchachas que regresaban vestidas a la moderna ...

- Sí, esO es lo que quieren las muchachas - rezongó Mano, pero sin interrumpir al rubio.

Las palabras de éste ib~n pene­trando en espiral por la atmósfera cenicienta, como tornillos que fueran apretando la voluntad del hombre. La mujer había recomen­zado su vaiven maternal, sin chis­tar empero, ahora.

- Necesitamos su ayuda. La ca~ rretera puede terminarse en un mes. No será una cosa de lujo, pero si la hacemos bien plana, bien tra­zada, más adelante, cuando se ter­minen los tiros, vendrán a asfal­tarla. Es sólo cosa de diez kilomé­tros... hasta la carretera general que pasa cerca del ferrocarril. Usted es joven, todos los mucha­chos... y las chicas del pueblo lo admiran. Si usted dice que sí, si usted los manda en el trabajo, to­dos seguirán ...

Hubo un largo silencio, largo,

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LA MUERTE FALSIFICADA 23

largo .. El jefe sentía que el sudor deslizábase por su espinazo como

. una caricia de miedo. Nunca haN bía pensado en la carretera, pero

. escuchando al r~bio, la veía ya, le parecía que si se iban del pueblo sin dejarla trazada, habría fraca­sado.

- ¿ y dicen que Martín no po­drá ya mandar? - inquirió final­mente Mano.

- No; desde luego. La ciudad estará mucho más cerca y nadie podrá hacer lo que le pase por los gávilos. Nadie ...

El rubio sentía a Mano bastante interesado para que pudiera permi­tirse el lujo de la advertencia con­tenida en aquel segundo « nadie ».

- Bueno, mañana por la ma­ñana nos veremos en la plaza -repuso Mano finalmente. - Quiero dormir sobre todo esto ...

El jefe habló ahora un rato. Habló como en una. reunión; ha­bló de principios, empleó palabras

' sonoras. henchidas de esperanza. Pero los tiros de su elocuencia no dieron en el blanco.

- De veras, ¿ Martín ya no po­drá mandar? - insistió todavía Mano al guiarlos hasta el comi.enzo del calnino, en la oscuridad pla­teada. de la luna nueva.

El jefe sentía cierta repugnancia a acept~l' aquella colaboración que adivinaba. basada en el rencor. Pero accedió... el trabajo le haría cambiar, So dije.

- ¡Claro! Con la carretera

abierta, en cinco horas se podrán plantar en la ciudad, a protestar .

Aquella noche, el jefe no dur­mió. El rubio, tampoco. Mañana, al alba, se dedicarían a recorrer el trazado de la futura carretera. Porque ~hora ya no podían aban­donar el proyecto. Ninguno de los dos tenía aficiones al suicidio. Y salir del pueblo por un camino les parecía ya co:rr..o ir directamente a la muerte por el fracaso. Para enos~ desde entonces, los principios, los ideales, la causa, tenían ya un ros­tro, una figura tangible, que podían , dibujar: un brazo con un fusil, de­lante· de una carretera ancha, recta,. bien apisonada.

Los hechos, luego, parecieron caer sobre el pueblO como un cha­parrón. Reuniones, un ingeniero semimilitar, equipos de muchachos del valle llevando' picos y palas. Jornadas agotadoras, sacando· tierra, volando rocas. Mano gritan­do, cantando, riendo, maldiciendo· a lo largo de la carretera que se iba estirando sobre el suelo rojizo. Miradas de inquietud. a las nubes. Miradas de desconfianza de los· viejos. Miradas blancas, impasibles,. de Martin, encerrado en su tasca. Miradas rientes de las mozas car-· gadas con la menestra para los tr~­bajadores.

Un buen día, sin casi saber có­mo, la carretera estuvo terminada­Mal hecha, desigual, de aficionado.

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Sin necesidad de papeleos. Y el pri­mer camión llegó al pueblo sin bai­lar la zarabanda que tuvo que so-­portar el Ford de If>S saltimban­quis. Llegó cargado con un fulano que echaba discursos. Se marcl¡ó llevándose ·a siete mozos con fusil, a los soldado"", al rubio y al jete, y ·a Mano.

Se los llevó a la guerra. Ya no hubo más aconteci·mien­

tos . De vez en cuando volaba un avión, venía un comité a reclamar trigo, o un orador descarriado a 'soltar frases hechas. Luego, un día, llegaron otros camiones con solda­dos de caqui. Soldados distintos, que pidieron por los que mandaban y se los llevaron. Martín salió de ..su cubil. Los labriegos , silenciosa.-

mente, fueron a visitarlo a la tasca, en pleno día, y le devolvieron ' las tierras. El molino comenzó a rodar. Mateo. tranquilamente, sin decir nada a nadie, se disparó un tiro en la quijada y quedó sobre su aem­bradío de la choza con el rostro hecho añicos, como una vasija es­trellada.

y todo volvió a ser como antes. Nadie se ocupó ya de la carretera. Al 'cabo de un año, estaba enlodada por las lluvias. El valle volvía a hallarse aislado. Martín mandaba.

Mientras el mediodía lució sobre el pueblo, el posadero había dormi­do. Ahora que llegaba el ocaso, con la carretera cerrada y las tierras devueltas. Martín comenzó a des-· perta,-.

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LA MUERTE FALSIFICADA 25

IV

MARTIN DESPIERTA Al CREPUSCUlO

D ESPERTO y empezó a dar puñetazos al aire.

N o se dedicó a · meter ~ente en la cárcel o a hacerla tor­turar en el ayuntamiento. Esas no eran costumbres de la aldea. No; Martín fué al grano. Quiso que to­do volviera a ser como antes de la llegada de los soldados. Exacta­mente igual. La casa de Mateo · se­guía vacía, -los labriegos seguían entregando la mitad de su cosecha. Martín seguía exigiendo el "· cin­cuenta por ciento, . y la posadera seguía con sus· brazos encendidos .etrás del mostrador.

Todo igual. Todo, menos Martín. Porque· durante el mediodía de

tres años, Martín · trabó conoci­miento con el miedo. Cada tiro de cazador le sobresaltaba. Cada grito

de los obreros de la carretera, le sobrecogía. Cada canción de Mano con SUS gorgoritos estridentes al final, poníale el corazón en un puño. Había visto cómo los hom­bres sabían odiar. Cómo sabían, tambfén, .esperar, confiar, d·esear .. Martín sabía que él era todo lo contrario, que él se oponía a toda , esperanza, a todo deseo, a toda confianza. Porque la fuerza de Martín estaba en la inmovilidad .. Si aquella muchacha de la casita verde y blanca no hubiera muerto .. si el posadero no hubiera tenido necesidad de demostrarse que no· era un cobarde, un callón calzona­zos, el valle habría sonreído in­cluso bajo el ocaso.

Pero la muchacha de la casita había muerto y Martín despertaba ahora. Todo volvía a su senda

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VICTOR ALBA

trillada. Dos mozos, acribillados a balazos bajo el sal, no regresaron. Mateo se saltó el cráneo. Mano no aparecía, Eran los únicos cambios, aparte de un nuevo crío en los bra­zos de la tullida de la ermita - la mujer qUe Mano recogiera un día, nadie sabía dónde ni por qué. .

Marti'n comenzó a ejercitarse en el manejo de la pistola - un cua­renta y dos largó que le devolvió e "anllelo al regresar de las trin­~héras. como acto de pleitesía. -Todas las mañanas, el aire era atravesado por las flechas de pIo­rno; i A Martín no lo pescarían de ~ara! l?ero, ¿ y si lo bus caban so­lapadamente ? Por la noche, incen­diando su casa... Hizo venir un electricista de la ciudad, que ins­taló una batería y timbres de alar­ma en todas las puertas y ventanas de la posada. Pero, ¿ y si seguían .otros rumbos, si lo envenenaban, por ' ejemplo?

El veneno ... el monte estaba lleno de setas malas y de ponzoñas con cara de flores inocentes. Había viejas que sabían mucho de eso ... la madre de Quintín, entre otras· ... ese Quintín al cual acababa de comprar, por cuatro doblones la carga de lana de sus ovejas del año entrante ...

Sí; le envenenarían. Alguien, no sabía quién. Alguien ... Martín, co­.menzó a plantar matas venenosas -en el patio de su casa: Hizo venir de la ciudad, del herbolario, extrañas plantas y flores locas. Sólo él entraba en el patio. La llave

de la puerta de madera carcomida no salía jamás de su pecho, ahor­cada entre dos tetillas sucias por una cuerda de la que pendía tam­bién el escapulario de la Virgen de los Desamparados.

Martín comenzó a ir a la iglesia. a solas. Sólo delante del altar. Un día subió · a la ermita. A la semana siguiente, había logrado del obis­po que enviaran un vicario para la ermita. La tullida fué trasladada a la casa de Mateo, el alfarero, y tendió su petate sobre el suelo, donde germinaban aún las últimas semillas, a trechos bajo una capa de sangre dejada por el loco al co­meter "la cordura de suicidarse.

Cuatro días después que el vica~ rio se instaló, cuando en el bosque resonaba.n los martillazos de los mozos del pueblo, que estaban re~ parando altares, coro y vicaría, se oyó en el cañaveral la voz cálida, entre socarrona y malhumorada. de Manc.

,'. Había marchado

Mano, sentado en el ta.ndo aquello de :

del pueblo, •• camlon, can-

Anda jaJ-eo, jaleo, 'IJG 86 acabó el alboroto y ahora empieza el tiroteo.

Regresó de sorpresa, cantando:

En la ermita tLe 108 Humos mataron a una paloma, yo cortaré co"" mis man.os la8 flores tLe .... coron.a.

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LA MUERTE FALSIFICADA 27

Atravesó la plaza, el fusil en bandolera. El único' fusil que an­daba suelto por la aldea y el valIe. Subió a la ermita, seguido por los . ojos de Martín. Llegó delante del vicario. Miró a sU entorno. Vió las paredes enjalbegadas. Tocó el muro y su mano quedó blanca, como la de un payaso.

- ¡ Ah! Bueno, - dijo -. i Ya comprendo! Martín me tiene hin­cha.

Se encogió de hombros y cuando ya se iba soltó como al desgaire:

- Será porque se habrá ente­rada · de mis visitas a su casita del robledal. . , ,

No dijo más. Be instaló en la éasa que fuera del alfarero, al lado de la tullida, y toda la tarde Martín le oyó cantar nanas al nuevo hijo de la mujer, Nanas nuevas con voz

, . VIeJa.

En la cabeza de Martín resona­ban aquel1as palabras: « Yo cor­taré con mis manos las flores de su corona. »Y cuando el vicario, el do­mingo, a la hora de 118.' confesión, le confesó en un susurro lo que había dicho M'ano, fusil en bando­lera, Martín tembló.

¿ Todo había sido vano, pues? N o merecía la pena de que se pa­sara los años convenciéndose de que era valiente, de que sabía do­minar, de que no había más amo qUe él. Toda SU avaricia, toda su codicia, sus afanes, sus imposicio­nes, sus alardes, la voz ronca del

cincuenta por ciento, las miradas de soslayo, los campos acumulados, el molino. el cráneo destrozado de Mateo, la ermita repintada y reIu-­ciente, todo era vano. Nada tenía sentido. ni aquella carrera febril~ sobre la hierba húmeda, con el cuerpo de la mujer a cuestas. Mano había entrado en la casita. Había estado allí, contemplando las ve­nillas azules bajo la piel clara.

N o pensaba en el chiquillo ente­rrado sin cristianar ni en la ro u­chacha agonizando bajo los rezon­gos del cura. Pensaba en él... en él~ Martín, que se había vuelto malo, duro, implacable. que mordía y ara­ñaba para demostrarse que no fué por su culpa el qUe la muchacha muriese ... Y ahora, Mano salía con su historia. Todo en vano, todo inútil. Y el primer inútil, el pri­mer cO'barde~ él, Martín.

Pero ... i No! Aquello cambilaría~

ahora. Y si hasta este momento te­mió que lo mataran, a partir de hoy... si alguien quería echarle mano. a traición, él . sabría demos­trarle que... si, que tenía gávilos. para acabar antes. Nadie tendrla ]~ satisfacción de pasarle cuentas~

l-Ias... ¿ y si en el último mo­mento desfallecía? Sí... definitiva-o , mente, hoy las cosas cambiarían. Tenia en el patio siete plantas ve­nenosas. Había probado seis en los conejos. Le quedaba una, la que el herbolario de la ciudad le dijo que era menos dolorosa.

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:28 vrCTOR ALBA

y

MARTIN A l A M A

U N mozo de la posada - el

mozo de estoques de Martín, por decir'lo así - asomó la

'cabeza a la puerta de la casa del alfarero.

La mujer levantó la cabeza. - Martín dice que Mano vaya a

verle... que le espera. La mujer siguió con la cabeza

levantada. Mano se puso en pie. Estaba en

-el fondo, tallando un garrote con ¡¡¡U faca. El crío comenzó a llora.r y , Yano le canturreó, como siempre:

Este niño chiquito, no tiene mma.' ..

• Fué para agarrar el fusil - una

marca checoeslovaca -. pero lo ·dejó. Y arrastrando los pies, salió de la casucha, sin decir ni una pa-

M U E R E N E e E R

labra. Da mujer enlazó la canción donde Mano la dejara:

.su padre e8 carpiontere y le hará "'na. ..

El niño calló. En la posada, el mozo ' hizo pa,.sar

a Mano al patio. Martín ' estaba

mesa de madera, cetas con plantas.

detrás de una cubierta de .ma-

Los dos hombres no se saluda-ron. Se miraron.

• - ¿ Qué quieres! - dijo Mar-

tín por costumbre. - E so, tú ... - Es verdad. Pues verás... - y

dándose cuenta de que la ocasión no admitía aquel tono de compa­dres, Martín cambió de voz. ~ Di­me, Mano, ¿ porqué nos odiamos, tú y yo?

Mano parpadeó. Muchas veces se

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LA MUERTE FALSIFICADA 20

lo había preguntado. Ahora, de re­pente, delante de Martín, ' gordo, flácido, con ojeras y bolsas bajo los ojos, con las manos cubiertas de pelos canosos, las uñas largas y la voz de pozo, Mano comprendió.

Lo dijo simplemente: . - Porque no me permitiste ha­

cer feliz a quien yo quería. Martín levantó los párpados ha­

cia un vencejo que pasaba ha­ciendo caligrafías de beodo en el cielo demasiado azul.

- Luego... ¿ es verdad lo que dijiste al vicario?

Mano se encogió de hombros. - Claro 'está. ¿ Por qué lo ha­

bría dicho, si no ? ¿ N o lo sabías? '- No lo sé. Sé que no podía tra­

garte, que ,las manos me escocían cuando te veía. Tal vez :lo adivinaba sin darme cuenta. Y .. ,

Calló un momento, arrepentido • acaso de la pregunta a fior de la-

bio . o buscando la manera de lan­zarla con efecto.

Por fin se decidió: - .¿ l ella? - Ella te odiaba también. Pero

¿ qué podíamos hacer? - Es verdad. Saliendo de detrás de la mesa

y de las macetas, Martin Mano por el codo.

- Ven, vamos a tomar

• **

• agarro a

un trago.

Bebieron en silencio, en el mismo patio. De una alacena, Martín ha­bía sacado frasco y vasos. Luego,

puso otro vaso sobre la mesa, arran­có unas hojas de un", mata y las aplastó con e1 pulgar contra el cristal, que se tiñó de una especie de saliva amarilloverdosa. Mano lo observaba.

Sabía lo que iba a ocurrir. Ayer mismo oyó hablar de la manía de Martín, de los venenos y ... sí, claro,

. para esto le había llamado. No había nada a hacer. Estaba

en sus manos. Además, ¿ para qué continuar? La choza, las nanas a ·105 críos sarnosos, la mujer tullida, la pereza ante la inutilidad ... No, no valía la pena de hacer. nada.

Pero Martín no sabía leer en Mano. Al . lado del vaso puso un revólver - el cuarenta y dos largo de Carmelo. y su voz se hizo como de 'cristal raspado cuando ordenó.

- i Toma, bebe esto! • -Mientras, llenaba el vaso de agua y alcohol. Así se preparaba, según el herbolario. « Los perros sé mueren sin un gemido », habíale dicho. Ahora lo vería.

Mano alargó la mano. La colilla que pendía de su labio in~erior, apagada, tembló un instante. Mar­tín no tuvo el placer de verlo.

Los rayos de sol apuñalaban la. plantas, pasando por el encañizado que cubría el patio. Uno se clavaba, como lamiéndolo asqueado, en el fondo del vaso, donde las hojas re­torcíanse en el algua alcoholizada cual extraños animales submari­nos.

Pero Mano no se fijaba. Miraba, una tras otra, las mace-

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30 VICTOR ALBA

tas, queriendo prolongar no sabía si su propio jadeo o el de Martín. Había una con bayas rojas y ancho pámpano. Otra en farola de ánfora, alhajada con flores amarillas. Al lado, una de flores pupúreas, - que Mano sabía que eran buenas para el corazón de los viejos. Y luego las hojas en g~upOS de cinco de la genciana, cuya raíz es tan amarga y mortal. de necesidad.

Las grandes bolsas amoratadas. que colgaban de las órbitas de ~1artín temblaban. Mano lo vió con cierta satisf~cción. Apoyábanse en sus mejillas deslucidas como odres

• vaClOS.

Los dedos del posadero estruja­ban los p étalos lilas de una ané­mona.

Mano sonrió un instante y acercó a los labios el vaso. Pero antes de . tocarlo, preguntó: . - ¿ Crees que va a servir de a lgo?

Martín se encogió de hombros. - Eso es cuenta mía. i Tú, bebe! Sí. tenía. razon Martín. Era cuen-

ta suya. Quería saber si aquel último veneno serÍra doloroso ¡Nadie agarraría a Martin vivo! En los ojos de los hombres del pueblo y del valle destellaban todos los tor­mentos de la imaginación. casi los mismos que, quince años atrás, Martín quiso evitar a la mujer de la. casita verde y blanca, al sal­varla del infierno. Nadie lo agarra­ría respirando. Si llegaba el mo­mento, Martín sabría qué veneno era- menos doloroso y no tendría

miedo de tragarla de un sólo sorbo. Pero tenia que saberlo. Mano esta­ba allí para esto... preCisamente Mano. A fin de cuentas, Mano er~ el culpable. Sin él, Martín no ten­dría remordimientos.

Mano le miró aun un instante. Sí, Martín vivía ya sólo para tener miedo al dolor. No quería el in­fierno, 8'l¿ infierno, en el valle, de­lante de los hombres que había do­minado. Y sabía que este infierno él mismo se 10 estaba creando, día por día, campo a campo, y que no podía dejar de crearlo.

~artín olfateaba el peligro como el jabalí olfatea al cazador. Y Mano, lahora, olfateaba a Martín co~o el perro al jabalí. Veía a Martín que esperando que bebiera, se debatía entre las garras sin uñas del miedo.

Era inútil· discutir. Mano no tenía deseos de hablar. ¿ Para qué? Martín mandaba. La carretera estaba cerrada, y al otro extremo, además no había nadie que pu­diera ponerle bozal. N o, Mano no se sentfa ya con fuerzas para re­mover aquella masa de terrores y . miserias. Abrió los labios, pero vol­vió a cerrarlos en seguida. Real­nIente, era en vano. Lo mejor se­ría. acabar pronto.

¿ Pronto? Mano sintió el pánico al dolor. ¿ y si el ven eno fuera. d~ esos que queman y desgarran las entrañas? Martín lo vería en sus rasgos, en el parpadeo de sUs ojos desesperados - desesperados, no de morir, sino de vivir aún.

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LA MUERTE FALSIFICADA 31

Mano acercó el vaso a los labios. Otra vez. :Martín siguió el gesto con sus ojos de perdiz. El líquido, viscoso, nauseabundo, destallaba ahora reflejos de oro podrido. En los bordes, una capa aceitosa hacía el contacto del vidrio repugnante. Mano 10 apartó un instante ...

Sólo un insfante. Porque dominó en seguida el gesto de asco, Mar­tín tenía que creer que resultaba de fácil tragar. Que no dolía. Que era un veneno dulce, amable, · sim· pático ... una liberación.

- Mata para saber cómo ha de morir - ' Be dijo Mano. - Pero n la,..

die puede saltar sobre su propia . sombra. Y Martín menos que na­die ... Martín menos que nadie.

El posadero abrió los labios. El sol arrancó un reflejo de sus dien­tes cromados. El reflejo hirió la pupila de Mano, que estaba be­biendo. Y ésta fué la postrera ima­gen que se .\levó de la vida.

No vió a Martín " inclinarse sobre la. mesa; las manos temblorosas contra la madera mugrienta. No vió sus ojos muy abiertos, escru­tando los menores movimientos del rostro del hombre que bebía, que dejaba caer el vaso, que se incli­naba lentamente, que caía blanda-

México, D.F., enero de 1948.

mente, que se tendía apaciblemente en el suelo, casi con una sonrisa en los labios.

Con los ojos cerrados, Mano pen­saba; ordenaba, ¡anhelaba que el veneno fuera muy · doloroso,

y lo fué Nadie podrá saber cornó ardieron sus entrañas, l1aga~ dalil en un soplo, ni cómo tembla­ron todas las fibras de su vol untad lacerada. Nadie, y menos que nadie Martín, que le veía morir ser.eno, tranquilo, sin dolor.

Algún día, Martín recurrirá al veneno que mató a Mano. Nadie podrá evitarlo. Lo tiene preparado en su alacena .. Está dispuesto a tragárselo de un sorbo . . ~ todos verán a Martín revol­

carse como una babosa mordida, y lo oirán gruñir como un jabalí he­rido.

Todos los hombres del valle, si" saberlo, esperan este día.

Entonces, las puertas de la ca­sita verde y blanca, los ventanales de la ermita, se abrirán y cerrarán con estrépito como en un aplauso.

Pero Martín todavía no lo sabe. y nadie puede decírselo.

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escritor de prestigio univer~al, cuya 'novela

NOCES RO UGE·S está siendo uno de los más grandes éxitos editoriales en · Francia,

HA ESCRITO EXPRESAMENTE PARA

que se publicará el 15 de mayo· y -restituirá al lector espanol la origina-lidad y el alto valor literario d.1

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Acaba de ponerse a la venta el libro titulado

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José BALLESTER-GOZALVO

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Cf:'enda; auterretrato de Cervantes a los sesenta año . ; Cer~ van tes pisó todos los caminos; el Caballero de la Desgracia y de la Gloria. - Textos de Cervantes: el desterrado; Alegato de la Pastora Marcela; Retrato de ,Aionso Quijana; Discurso de las Armas y de las Letras; retrato de la Gitanilla; autosem­blanza de Preciosa; consejos de Don Quijote a Sancho Panza; evocación ante unos cab::-eros; los dichos entre gitanos; carta de Don Quijote a Dulcinea del Toboso; la casa de Monipodio; el juez de los divorcios (Entremés>. - Cervantes, poeta: Romance de Altisidora; Ovillejo; Orlando Furioso a Don Quijote de la Mancha; Epitafio de Don Quijote; el desdén; a la Virgen de Guadalupe; Firmeza; -Romance de la reina Doña M'3,rgarita; al túmulo de Fa'!ipe 11 en Sevilla; la buenaventura; España y el Duero (de la tragedia « Numancia »), - El plagiario de Cervantes; otro capítulo que se le olvi-dó a Cervantes. - Uni­versalidad del Quijote, por UNAMUNO. - El retrato de Cer­vantes, por AZORIN. - Cervantes y la invención del Quijote (fragmentos) por MANUEL AZñA. - Estudio critico sobre el Quijote (fragmentos), por M. MENENDEZ y PELAYO. -Introducción al Quijote (fragmentos), por E. REINE.

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