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«LA REGENTA»: CONTRAPUNTO DEL ENSUEÑO Y LA NECESIDAD

Luis Ricardo Alonso

Es La Regenta esencialmente la novela de una ciudad -Vetusta- como se ha ase­gurado, o es en primer término, la no­vela de dos individualidades excepcio-

nales, Ana Ozores y el Magistral? Satírico certero, Clarín hace a Vetusta objeto de

sus blancos, pero con este telón de fondo, nos presenta una novela de las que él mismo, en uno de sus trabajos críticos, ha llamado «novela de análisis excepcional». En un estudio con ocasión de la publicación de Realidad, nos dice Clarín sobre Galdós que éste «casi siempre ha escrito la novela social» y de costumbres ... «no sólo nos ha hecho ver la novela de análisis excepcional, como legítima esfera del estudio de la realidad, sino que nos ha demostrado que esa novela puede existir ... debajo de la otra; que muchas veces donde se ha presentado un estudio de medio social vulgar, puede encontrarse, cavando más, lo singular y escogido, lo raro y precioso» (1).

Los conflictos existenciales, psicológicos y me­tafísicos de La Regenta y la técnica utilizada por Clarín para desarrollarlos constituyen lo «singular y escogido» de esta novela, que puede ser consi­derada como una de las dos mejores del siglo XIX en España.

Fermín De Pas, el Magistral, y Ana Ozores, la Regenta, dispares en muchos aspectos, tienen una cualidad en común: el ensueño. Y el ensueño apa­sionado.

Fermín centra sus ensueños en la ambición de poder sin límites. Ana Ozores los centra en amar y ser amada. Fermín y Ana están en conflicto con un obstáculo necesario: la realidad externa.

Para ambos protagonistas sus ensueños poseen un valor absoluto, que no reconoce otros límites que su propia pasión, de ahí su grandeza y su tragedia. Hay una huella de la individualidad apa­sionada de Leopoldo Alas en sus protagonistas.

Los ensueños de Ana dominan su personalidad desde muy niña. La muerte de la madre y la au­sencia del padre, conspirador político, no permi­ten a Ana satisfacer su necesidad de amor, en la realidad externa. Para satisfacerla, Ana recurre a la imaginación: «Como nadie la consolaba al dor­mirse llorando, acababa por buscar consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias» (Cap. III, pág. 51). «Y así se dormía ella también, figurándose que era la almohada el seno

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de su madre soñada» (pág. 52). Esta costumbre de acariciar la sábana y la almohada con la mejilla y -acariciarla a sus sueños la conserva Ana durantela edad adulta, en los momentos en que su sensibi­lidad apasionada se rebela contra la realidad.

Las aventuras a los diez años, con Germán,también participan del carácter de ensueño. Quie­ren marchar a tierra de moros, el uno a combatir,Ana a convertir moros (Cap. IV, pág. 69) en fan­tasía reminiscente de la Vida de Santa Teresa quetanta parte juega en la novela.

El ensueño es lo que permite a Ana, desde niña,resistir la opresión, a la que no puede vencer en elterreno de la realidad. Cuando doña Camila, elaya, la castiga injustamente, algo que ocurre undía sí y el otro también, Ana «nunca pedía perdón;no lo necesitaba. Salía del encierro pensativa, al­tanera, callada; seguía soñando» (pág. 68).

El refugio del ensueño va a recibir un refuerzocon la literatura. «La idea del libro, como manan­tial de mentiras hermosas, fue la revelación másgrande de toda su infancia» (pág. 68). Y, más aún,a los seis años la niña compone un poema, que lamujer de veintisiete años aún puede repetir dememoria, y que será la primera de las poesías quecompondrá a lo largo de su vida. Ya mujer, laactividad literaria contribuirá a aislar a Ana de lagente bien de Vetusta, ya que como dice el barónchulo que ha vivido en Madrid, «en una mujerhermosa es imperdonable el vicio de escribir»(Cap. V, pág. 96) y como asegura el marqués deVegallana, cabeza de uno de los dos partidos polí­ticos que se reparten el gobierno, «No he cono­cido ninguna literata que fuese mujer de bien»(pág. 95).

La oposición del ambiente contribuye a queAna, en vez de canalizar su imaginación creativa­mente, se pierda en ensueños que van a intensifi­car su pesimismo ya que «se había convencido deque estaba condenada a vivir entre necios» (pág.95).

Así Ana pasa a ser la señorita hermosa perorara, y por añadidura, pobre, en medio de unasociedad que repudia el trabajo de la mujer y nisiquiera tolera la creación artística. A A�a Ozo­res, la apodan, de soltera, Jorge Sandio. 9ejar deser Jorge Sandio para ser la Regenta, es fruto de lanecesidad más cruda. Las tías, preocupadas por loque va a ser de una señorita con aficiones litera­rias y sin pesetas, le dan el piadoso ultimátum: Ose casa con el indiano Frutos Redondo, millonariode Matanzas, o no come. Ana Ozores, entre quela vendan los demás, o se venda ella, prefiere losegundo. Y así acepta casarse con Víctor Quinta­nar, el magistrado. De naturaleza honrada, peropropicia al auto-engaño, se dice a sí misma, queno amaba a su marido, «pero procuraría amarle»(Cap. V, pág. 104). El culto Leopoldo Alas, esta­blece así los presupuestos de la tragedia caldero­niana, y por si el lector no se percata, nos pre­senta al infeliz don Víctor, en la noche de bodas,calada hasta las orejas una abrigadora gorra de

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seda, leyendo tranquilamente, algo arrugado el en­trecejo, El Mayor Monstruo los Celos, de Calde­rón de la Barca.

Intentos de acercarse al misticismo, ocurren, repetidas veces, en la vida de Ana Ozores. De jovencita, descubre en la biblioteca de su padre, librepensador, las Confesiones de San Agustín. Su lectura provoca una conmoción en su alma. Pero Clarín subraya los límites de este sentimiento: «Era, como en la infancia, un delicioso imaginar»

(pág. 76). Más adelante, Ana cree tener una expe­riencia mística en que su orfandad, su devoción a la Madre Celestial y sus lecturas de San Agustín se aúnan para producir el momento más intenso de su juventud (lv., 79, 80). Sin embargo, y des­pués de pasar una seria enfermedad nerviosa c�msigna Clarín, que «aquellos accesos de religio� sidad que ella había creído revelación providencial de una vocación verdadera habían desaparecido»

(87). En este particular, el naturalista Clarín, pa­rece haberle ganado la partida a Clarín el metafí­sico. Se trata de un modelo que se va a repetir en el res!o de la vida de La Re_genta. Sin embargo, hay cierta ambigüedad como si Clarín presentara las dos versiones posibles: misticismo o mera ex­citación nerviosa. En cualquier caso, los amagos místicos de Ana, que se presentan cíclicamente, son otros tantos intentos de expresar «a lo divino»

su ansia insatisfecha de amar. En el futuro actua­rán �n contrapunto con la atracción física que despierta Mesía en La Regenta. A más Mesía, menos devoción, extremo que parece indicar que la devoción de Ana está más cercana al ensueño que a una determinación seria. Aunque, otra vez, la habilidad estética de Clarín, proyecta diferentes matices en el interés místico de Ana a lo largo de momentos distintos de su vida. Lo que sí no hay duda es que Ana es un alma atormentada que busca redención de un mundo que repudia pero al cual está sujeta por necesidad. Y es esta tensión física, emocional, intelectual, anímica, existencial' �etafísica -que rodea a Ana por todas partes, un�isla de angustia es Ana Ozores- es esta tensión total en Ana y en Fermín lo que pone en movi­miento la acción de la novela y le da grandezamucho más allá de· una visión satírica de las cos­tumbres, malas costumbres, de Vetusta.

De nuevo el ensoñar desvía a Ana, al comienzo de su amistad con Fermín, y la lleva a ver en el Magistral, al mensajero de Dios que ha de salvarla de la mediocridad habitual. Ana rechaza como calumnias, los hechos que prueban las actividades de usura y simonía de Fermín. Y es también su facultad de ensueño, unida a su poder de dramati­zación, la que la lleva a recorrer las calles de Vetusta, los pies descalzos, disfrazada de peni­tente, un Viernes Santo. Excitación dramática, propia de una representación teatral, pues en cuanto decae la excitación nerviosa, durante la misma procesión, ya la propia Ana se siente aver­gonzada de su exhibición penitente. Escena que

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Clarín cubre de tonalidades sexuales, anticipán­dose a algunos psicólogos modernos.

En sus intentos de aproximarse al misticismo, Ana parece necesitar, las más de las veces, aque­lla excitación de la sensibilidad de la que San Juan de la Cruz aconsejaba huir.

Y para excitar la sensibilidad, nada mejor que la presencia de Mesía en su asedio de años a la Regenta. Las necesidades físicas de ésta, insatis­fechas hasta lo ridículo por el marido devoto de la caza matutina, van a unirse a sus ensueños de amor y a producir la ilusión de que Mesía el tenorio de casino, es el esperado Mesías. No' sa­bemos si Clarín pensó en el juego de palabras cuando bautizó al don Juan de tercera clase de Vetusta, pero es posible que el nombre sea una ironía más de Alas.

En la cristalización de sus relaciones con Mesía, el ensoñar de la Regenta juega un papel central. Un aspecto de ello es la distinción que hace Ana entre aceptar la «tentación» sin aceptar a Mesía. Imagina Ana: «no podía querer; pero ser querida, ¿por qué no?» , «¡Mas renunciar a la tentación misma! Esto era demasiado. La tentación era suya, su único placer» (IX, pág. 180). De esta manera, a través del ensueño, Mesía va pose­yendo la imaginación de la Regenta, y el resultado es psicológicamente inevitable. En su ilusión, Ana atribuye a Mesía y también a Fermín, caracteriza­ciones metafísicas de las que ambos no pueden estar más lejos, De Pas y Mesía son, respectiva­mente, «San Miguel y el Diablo, pero el Diablo cuando era Luzbel todavía» (XIII, pág. 277). Las raíces no muy firmes del misticismo de Ana, y el poder central de su capacidad de ensueño, se re­velan, una vez más, cuando asiste a la representa­ción del Don Juan Tenorio de Zorrilla: ¡Ay! Sí, el amor era aquello, un filtro, una atmósfera de fuego, una locura mística ... » (XVI, pág. 346) (su­brayado nuestro).

Y continúa el monólogo interior de Ana, identi­ficándose con doña Inés: «¡Don Juan aquel Mesía que también se filtraba por las paredes, aparecía por milagro y llenaba el aire con su presencia.»

«Entre el acto tercero y el cuarto don Alvaro vino al palco de los marqueses.» (pág. 347).

Don Alvaro, en su típica vulgaridad, está pen­sando que «Ella estaba aquella noche ... en punto de caramelo» (pág. 348). Mientras, la imaginación de Ana la lleva a una amalgama sentimental, lite­raria, erótica y pseudomística, frente a la escena de la seducción en la quinta de don Juan, cabe el Guadalquivir, Ana «había llegado a pensar en Dios, en el amor ideal, puro, universal, que abarca al Creador y a la criatura» (pág. 349).

Después de estos ensueños de Ana, Mesía se ha convertido en Luzbel antes del pecado, don Juan Mesía y poco menos que el representante de Dios en Vetusta, posición que hasta ahora parecía co­rresponder a Fermín De Pas. El tenorio de Ve­tusta ha ganado ya la partida. El Guadalquivir se ha vaciado en el N alón.

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También un personaje menor, el marido de Ana, es descarriado por el ensueño. Mientras el dramá conyugal se va desarrollando en su casa, Víctor Quintanar sólo puede vivir en la caza e, irónica­mente, en la lectura de las tragedias de honor calderonianas. Los ensueños del Regente, no sólo participan de los personajes de Calderón, también, una escena, al menos, recuerda a Don Quijote, paralelo que debe haber sido consciente en Clarín: El día de Navidad, Ana escucha a su marido ha­blando sólo en su alcoba. Se acerca y por los intersticios de la puerta lo sorprende declamando a Calderón, cubierta la testa con gorro de dormir, la tizona en ' la mano y repartiendo mandobles desde la cama, a derecha e izquierda. Desafortuna­damente el contraste entre el ensueño y la realidad no puede ser mayor. El héroe de Calderón y exce­lente tirador de pistola, tiene escrúpulos en matar al seductor real y desvía su disparo para no matar a Mesía. Este que no lee a Calderón pero tampoco tiene escrúpulos, le pega el balazo mortal al ma­rido.

Los ensueños de don Víctor no se limitan al Siglo de Oro. En una oportunidad, tratando de convencer al simpático seductor de su mujer de que debe ir a Madrid de diputado, y al recibir como respuesta un pretexto de don Alvaro, más interesado en su mujer que en el acta, comenta el Regente: -«Efectivamente, en los Estados Unidos sólo son políticos los perdidos... pero en Es­paña ... es otra cosa.» (XVIII, pág. 382).

En Fermín De Pas, pese a ser canónigo de presa, el contraste entre el ensueño y la realidad juega un papel esencial. Desde el primer capítulo son patentes sus características de soñador: tiene por hábito subir a la torre de la Catedral para desde allí regocijarse en su poder sobre Vetusta: «Don Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le disputaban, pero que acabaría de devorar él sólo ... También al Magistral se le subía la altura a la cabeza; también él veía a los vetus­tenses como escarabajos.» (pág. 15). Y en el mismo primer capítulo, Alas nos presenta me­diante el monólogo indirecto y directo, los sueños de grandeza de Fermín: « Y bastante resignación era contentarse, por ahora, con Vetusta. De Pas había soñado con más altos destinos ... Ni la tiara le pareciera demasiado ancha ... » Fermín De Pas ha sido un soñador desde la niñez, como lo ha sido la Regenta. Siendo hombre, teniendo el apoyo sin límites de una madre ambiciosa y do- . tado de mayor control y voluntad de poder, ha conseguido el cumplimiento de algunos de sus sueños de pastorcito pobre, pero está profunda­mente insatisfecho porque a unos sueños cumpli­dos suceden otros sin cumplir. Si los sueños de la Regenta tienen como norte el amor y la belleza, los sueños del Magistral se centran en el poder. Hasta que conoce a la Regenta. Entonces co­mienza a vivir otro ensueño que termina apode­rándose de todas sus facultades. Y a desde el co­mienzo de la relación, el ensueño del Magistral no

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reconoce límites. Se dice a sí mismo: «¿No val­drá más la conquista del espíritu de esa señora que el asalto de una mitra, del capelo, de la misma tiara?

El Magistral se sorprendió dibujando la tiara en el margen del papel.» (XI, pág. 206).

Hasta que su imaginación comienza a soñar con la Regenta el Magistral ha sufrido de lascivia del poder. No puede calificarse de otra manera, la forma en que se presenta en el púlpito, donde el rostro de los fieles a sus pies lo «ahogaba• de placer y le cortaba la voz en la garganta» (algo así como un orgasmo de demagogo) ... «él oía como en éxtasis de autolatría el chisporroteo de los cirios y de las lámparas.» (I, pág. 16).

Los sermones del Magistral han volado a ras del suelo para halagar al auditorio en una demagogia de altar: «La salvación era un negocio, el gran negocio de la vida». «El interés y la caridad son una misma cosa. Ser bueno es entenderla.» (XII, pág. 239).

Pero atraído por Ana, el Magistral comienza a soñar con enmendarse, con ser realmente reli­gioso. Se trata de ensueños y no de intentos serios de enmienda, pues De Pas sigue practicando la simonía, y vendiendo casullas a los sacerdotes, y cirios a los fieles, en agencia exclusiva de las mercancías de Cristo en Vetusta. Pero Fermín es lo bastante complejo y bien dibujado por Alas para soñar en su interior con una redención a través de Ana, lo que da un fondo de ironía triste a su situación.

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El Magistral cree poder controlar su pasión por la Regenta, negándose a ponerle nombre y enga­ñándose, en típico ensueño, con el carácter exclu­sivamente espiritual de su afecto. Cuando ya es tarde para controlar su pasión, Fermín se dice que la Regenta es suya, no sabía para qué, pero suya ... El hombre que tenía a Vetusta en un puño, el calculador de sotana, el comerciante del tem­plo, privado de llevar el ensueño de Ana a la realidad, comienza a autodestruirse. No ha sido consciente al principio de que éste sería el camino en que necesariamente desembocaría su ensueño. Solamente, doña Paula, su madre y consejera de usura, reconoce desde el comienzo el peligro que representa la Regenta para sus planes de eternidad de ambiciones.

Los personajes principales de la novela están perdidos en sus respectivos ensueños y paralela­mente, la necesidad va tejiendo la tela de araña en que los atrapa. Esta necesidad está expuesta en muchos casos con precisión naturalista, buen ejemplo es el triángulo sexual De Pas-Regenta-Te­resina, en que las necesidades sexuales de Fer­mín, le llevan a engañar a las dos mujeres (a una en la cama y a otra en la mente). En toda esta pasión, el ensueño es el factor central. Y la nece­sidad física -el sexo- y social -la imposibilidad de enamorar a Ana como sacerdote- es el contra­punto. Entre las dos fuerzas, el ego, inicialmente poderoso, del Magistral, es pulverizado.

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Aquí descansa un clérigo ambicioso que sono con una pasión pura. Y una mujer apasionada que soñó con un Don Juan mesiánico.

Hay un momento de alta tensión, disuelta para el lector en ironía clariniana, cuando Ana le habla a Fermín de sus ensueños con respecto a un hom­bre, y este secreto de confesión es un gatillo que desata los ensueños de Fermín en medio del coro de canónigos. Clarín relata la fantasía del Magis­tral con pericia: « Una mañana ella le habló por fin de sus ensueños ... » A continuación el Magistral

«entró en el coro menos tranquilo que solía . . . . ¡ Soñaba! -se dijo-... 'En plata, que doña Ana soñaba con un hombre ... ' Don Fermín se revolvía en la silla de coro, cuyo asiento duro se le antojaba lleno de brasas y de espinas. Y en tanto que el dedo índice de la mano dere­cha frotaba dos prominencias pequeñas y re­dondas del artístico bajo relieve, que repre­sentaba a las hijas de Lot en un pasaje bí­blico, él sin pensar en esto, es claro ... » (XVI, pág. 330).

El Magistral, mientras frota (anticipación de Freud) la madera de la sillería, desboca su imagi­nación. Se pregunta: «¿con quién soñaba la Re­genta? ¿Era persona determinada? ... Y ponién­dose colorado como una amapola en la penumbra de su asiento, que estaba en un rincón del coro alto, pensaba: '¿Seré yo?'.» (pág. 330).

Irónicamente, los ensueños de la Regenta son para Mesía, a quien cree la salvación por el amor. El ensueño de Ana con respecto a Fermín es creerlo su hermano del alma y el hombre que ha de mostrarle el camino hacia Dios.

Y aún después de la evidencia, después de ha­berse percatado con horror de que «era amada por un canónigo», que la cela más que un amante, ya al final de la obra, la Regenta vuelve a caer en la ilusión con respecto a Fermín. Nos referimos a la escena final de la Catedral.

Muere Quintanar en duelo, abandona Mesía a la Regenta, pasan los meses y Ana quiere volver a la protección del «hermano mayor del alma». Iría a confesarse con el Magistral. « Volver a aquella amistad, ¿era un sueño?» -se pregunta (pág. 674). En realidad va a ser una pesadilla:

« Ya era tarde. La catedral estaba sola. Allí dentro ya empezaba la noche» (pág. 675). Ana espera minutos muy largos frente al confeso­nario de Fermín, la seña que la llame a arrodi­llarse frente a la celosía. Finalmente sale el Magistral, y Ana se percata de que va a asesi­narla. Una penitente asesinada por su confes sor en la Catedral hubiera sido demasiado me­lodramático, aunque el confesor sintiera la fuerte pasión de Fermín. Clarín deja el crimen en la intención. Pero la Regenta, desmayada, va a sufrir la degradación final del beso repul­sivo de Celedonio:

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«Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas.

Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo.»

Distinguidos críticos han censurado este final de la novela, llegando a acusar a Clarín de «cruel­dad» con la Regenta, y de crueldad gratuita. Sin embargo, dentro de la técnica de la novela, la escena está perfectamente justificada. Más aún, para Clarín es, sin duda, un sumario consciente­mente elaborado del tema de la obra. Clarín va preparando el simbolismo del sapo desde mucho antes. Recuérdese el capítulo nueve, cuando Ana a solas en el campo, mientras Petra ha marchado a refocilarse con su primo, se entrega a sus sueños de idealidad, «yo tengo espíritu y volaré con las alas invisibles del corazón, cruzando el ambiente puro, radiante de la virtud» ... «Se estremeció de frío. Volvió a la realidad» ... «Un sapo en cuclillas miraba a la Regenta encaramado en una raíz gruesa que salía de la tierra como una garra. Lo tenía a un palmo de su vestido. Ana dio un grito, tuvo miedo. Se le figuró que aquel sapo había estado oyéndola pensar y se burlaba de sus ilusio­nes» (IX, pág. 170).

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Recuérdese que en la Vida de Santa Teresa, que Ana y Clarín han leído tanto, la aparición del sapo es símbolo del demonio, el Malo. Y Clarín reitera el símbolo: Esta vez, no a través de la sensibilidad de Ana, sino en comentario del autor sobre el conocido parlamento de doña Inés a don Juan en la noche de teatro: 'Don Juan, don Juan, yo lo imploro /-de tu hidalga condición ... ' Comenta Cla­rín: «Estos versos, que ha querido hacer ridículos y vulgares, manchándolos con su baba, la necedad prosaica, pasándolos mil y mil veces por sus la­bios viscosos como vientre de sapo, sonaron en los oídos de Ana aquella noche como frase su­blime ... » ·(XVI, pág. 294) (subrayado nuestro).

El beso de Celedonio, contacto como de vientre de sapo, cierra simbólicamente el etema de la obra: El ensueño ideal ha sido vencido por la necesidad.

NOTA

(1) Alas en Leopoldo Alas: Teoría y crítica de la novelaespañola. Ed. Sergio Beser.

Las páginas citadas de La Regenta corresponden a la edi­ción de Alianza Editorial, Madrid, 1967.

BIBLIOGRAFIA

Alas, Leopoldo «Clarín». Escritos recopilados por Sergio Be­ser en: Leopoldo Alas. Teoría y crítica de la novela espa­ñola. Barcelona: Laia, 1972.

Beser, Sergio. Introducción y comentarios en la obra preci­tada.

Brent, Albert. Leopoldo Alas and «La Regenta»: A study in Nineteenth Century Spanish Prose Fiction. The University of Missouri, Vol. XXIV, University of Missouri Studies, No. 2, Columbia, MO, 1951.

Claveóa, Carlos. Cinco estudios de Literatura Española Mo­derna. Salamanca: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1945.

Los Cuadernos del Norte: Leopoldo Alas, Clarín, Año II, N.0

7, mayo-junio, 1981. Eoff, Sherman H. The Modern Spanish Novel. New York:

New York University Press, 1961. Martínez Cachero, José María, ed. Leopoldo Alas «Clarín».

Madrid: Taurus, Serie El Escritor y la Crítica, 1978. Martínez Cachero, José María. Introducción a Obras de Leo­

poldo Alas, «Clarín», Vol. 1, Ed. de Martínez Cachero. Barcelona: Planeta, 1963.

Rutherford, John. Leopoldo Alas: La Regenta. London: Grant and Cutler, 1974.

Sobejano, Gonzalo. Introducción a La Regenta, Ed. de Gon­zalo Sobejano. Madrid: Castalia, 1981.

Sobejano, Gonzalo. «La inadaptada» (Leopoldo Alas: «La Re­genta», cap. 16) en Comentario de Textos, Ed. Andrés Amo­rós. Madrid: Castalia, 3.ª ed., 1973.

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