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Dar(se) Cuenta: La Lógica del Secreto David E. Johnson MLN, Volume 127, Number 2, March 2012 (Hispanic Issue), pp. 208-226 (Article) Published by The Johns Hopkins University Press DOI: 10.1353/mln.2012.0069 For additional information about this article Access provided by Fordham University Library (18 May 2013 15:32 GMT) http://muse.jhu.edu/journals/mln/summary/v127/127.2.johnson01.html

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David E. Johnson

MLN, Volume 127, Number 2, March 2012 (Hispanic Issue), pp. 208-226(Article)

Published by The Johns Hopkins University PressDOI: 10.1353/mln.2012.0069

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http://muse.jhu.edu/journals/mln/summary/v127/127.2.johnson01.html

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MLN 127 (2012): 208–226 © 2012 by The Johns Hopkins University Press

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David E. Johnson

En La invención de América Edmundo O’Gorman intenta establecer las condiciones para el descubrimiento de América. El acto de descubrir depende de la conciencia del descubridor y del ser (o sentido) del ente descubierto. O’Gorman propone el siguiente ejemplo, el cual es análogo a lo que le sucedió a Colón: “Supongamos que el velador de un archivo encuentra un viejo papiro en una bodega. Al día siguiente le da la noticia a un profesor universitario de letras clásicas y éste reconoce que se trata de un texto perdido de Aristóteles. La pregunta es ésta: ¿quién es el descubridor de ese documento, el velador que lo halló o el profesor que lo identificó?” (22). O’Gorman arguye que en este caso hay dos descubrimientos. Si uno habla del descubrimiento del papiro mismo—como objeto físico carente de cualquier signifi-cado—, entonces el descubridor es el velador del archivo; pero si uno habla del descubrimiento del documento perdido de Aristóteles, pues entonces el descubridor es el profesor universitario, porque sólo él se dio cuenta—“tuvo conciencia” (22)—del significado de lo que había encontrado. O’Gorman concluye: “si alguien enterado del suceso quisiera mantener que el verdadero descubridor del texto de Aristóteles había sido el velador del archivo y que a él le correspondía la fama científica del hallazgo, nadie estaría de acuerdo a no ser que mostrara que tuvo conciencia de lo que había encontrado en aquella bodega. Ése es, precisamente, el caso en que se coloca Oviedo y todos los que, después de él, van a sostener que Colón fue el descubridor de América” (22).

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Lo que está en juego aquí es la posibilidad de descubrir algo sin descubrirlo, de toparse con una masa de tierra sin reconocerla, simplemente por no saber lo que era. Sin duda Colón llegó a una masa de tierra pero en cuanto pensaba que había llegado a los litorales de Asia, nunca se encontró en América como tal o en sí. Según O’Gorman, el descubrimiento de América depende de la diferencia entre la existencia y el ser. Tal distinción pone en tela de juicio la interpretación que predominó durante la mayor parte del siglo veinte, una interpretación que promulgó Samuel Morison en su Admiral of the Ocean Sea, esto es, que Colón había descubierto América por accidente. O sea, Colón descubrió América sin haber intentado hacerlo, sin darse cuenta de haberlo hecho y sin tener conciencia del significado, del ser, de tal masa de tierra. En el argumento de O’Gorman, Colón sólo podría haber descubierto América si América fuese algo en sí, si estuviese dotado “desde siempre, para cualquier sujeto . . . un ser fijo, predeterminado e inalterable” (48). Es decir que “El ser—no la existencia, nótese bien—de las cosas sería, pues, algo substancial, algo misterioso y entrañablemente alojado en las cosas; su naturaleza misma, es decir aquello que hace que las cosas sean lo que son” (48). O’Gorman arguye que según el pensamiento que defiende la substancialidad del ser de las cosas, el sentido de éstas sería inmutable. Tal pensamiento afirmaría que el sentido de la cosa no es una atribución de una conciencia que la encuentra o la inventa. Por esta razón O’Gorman destaca que el descubrimiento depende de un “tener conciencia” que atribuye sentido y por ende ser a lo que es hallado. En esta revolución científica y filosófica se pierde el secreto, el misterio. En el momento en que O’Gorman identifica el ser como la existencia significante, y determina que el sentido resulta de una intencionalidad, excluye la posibilidad del secreto. Una cosa—sea lo que sea: el sol, la luna, América, una cuenta de vidrio—no puede guardar misterio, no puede alojar dentro de sí un secreto, dado que la cosa no excede la intencionalidad del sujeto. Las cosas ni se nos resisten ni se nos revelan. Ambas posibilidades (la resistencia y la revelación) dependen de la intencionalidad atribuida a las cosas y, como O’Gorman declara, “el continente americano no es, obviamente, algo capaz de tener intenciones” (46). El continente americano, como cualquier otra cosa, es una cifra, y en cuanto cifra, sólo corresponde a “su” ser, lo cual significa que no corresponde a “su” ser: el ser de una cosa no es suyo. Siempre hay una distancia, una diferencia entre la existencia y el ser de una cosa, una diferencia entre, entonces, la cosa y sí misma. Tal diferencia se cifra en la cosa, en cuanto cosa.

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Cuando Colón se encontró entre las islas del Caribe pensando que había llegado al archipiélago asiático no descubrió nada, nada se le reveló: el continente americano no le reveló su secreto simplemente porque no tenía secreto. La convicción de Colón de que las islas en que se hallaban correspondían al litoral de Asia estableció el ser del continente sólo por un plazo corto, hasta que otros se dieron cuenta de que tal masa de tierra representaba un continente desconocido por Europa. Es decir, por un tiempo, el ser de la masa terrenal con que Colón topó correspondía al ser del continente asiático, simplemente porque, por un lado, ningún europeo sabía la diferencia entre los dos y, por otro lado, como O’Gorman ha señalado, el continente mismo es incapaz de intencionalidad y por lo tanto no tiene ser propio. El ser se le otorga: “el mal que está en la raíz de todo el proceso his-tórico de la idea del descubrimiento de América, consiste en que se ha supuesto que ese trozo de materia cósmica que ahora conocemos como el continente americano ha sido eso desde siempre, cuando en realidad no lo ha sido sino a partir del momento en que se le concedió esa significación, y dejará serlo el día en que, por algún cambio en la actual concepción del mundo, ya no se le conceda” (49).

Si las cosas son incapaces de revelarse por falta de intencionalidad, son también incapaces de rechazar nuestra intención. No obstante, en cuanto el ser de la cosa proviene de una intencionalidad extraña a la cosa, es imposible adueñarse de la cosa de una manera definitiva, de una vez por todas. Es decir, a causa de que es imposible apropiarse de la cosa, la apropiación sólo se hace posible en la elaboración de un mito, una ficción, atribuyéndole un secreto a la cosa que no revela nada de la cosa. El secreto del ser de la cosa es, precisamente, que el secreto viene del otro, desde afuera de la cosa, que sólo existe en anticipación de la donación del ser—es decir, del significado—que no es suyo sino por correspondencia. O sea, apropiar la cosa es siempre un acto de apropiación de sí, de intencionalidad. Dar cuenta de la cosa—decir qué es y así que es—implica y corresponde a darse cuenta de sí mismo. Es el cálculo de la conciencia, la conciencia como cál-culo. El secreto se inscribe en esta correspondencia, en este cálculo, en cuanto el secreto abre la posibilidad de la correspondencia.

El siguiente ensayo intenta leer lo que se podría llamar la lógica del secreto en el encuentro del “otro mundo” o del “nuevo mundo” pero también en el encuentro entre la pluralidad de los mundos, no sólo entre los mundos europeo e indígena, sino también entre la multiplicidad al interior de cada uno de ellos. El secreto inscribe pero también borra una frontera que, en su infinita divisibilidad se

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multiplica y problematiza los lados, el interior y el exterior, el otro y el mismo, el europeo y el indio, el hombre y la mujer.

1. La lógica del secreto

Antes de dar cuenta del secreto en unos de los múltiples encuentros inaugurados en 1492, es imprescindible elaborar la lógica del secreto. En los años 30, el poeta surrealista francés, Antonin Artaud vino a México, según Roger Bartra, “con la seguridad de que los indios le revelarían” el secreto del alma mexicana, el cual—creía Artaud—“es capaz de desencadenar antiguas fuerzas naturales que pueden regene-rar al hombre moderno” (90). En “La Cultura Eterna de México,” una de las conferencias que aparecen publicadas en 1936 en El Nacional, Artaud mismo escribe, “México posee un secreto de cultura legado por los antiguos mexicanos” (176). Tal secreto gobernaría la mani-festación de las distintas civilizaciones. Artaud afirma que existiría “una diferencia de fondo entre la civilización y la cultura”1 y que “Las formas exteriores del arte pueden diferenciar entre sí a una multitud de civilizaciones, pero su variedad deja intacto el espíritu profundo de una cultura. Bajo diversos aspectos exteriores que sólo el arte dife-rencia, existe en México una aspiración cultural única” (179–80). Es decir, según Artaud, el aparecer de civilizaciones distintas—las cuales se distinguen en las formas de su arte—sugiere una cultura única que las organiza y unifica. Las civilizaciones son modificaciones empíricas de la cultura subyacente y fundamental que sólo deviene conocible por medio de tales civilizaciones.

En “Secretos eternos de la cultura,” un texto que no hace distinción entre la cultura única y las civilizaciones múltiples, Artaud sostiene, “Toda cultura auténtica tiene sus secretos” (192). ¿Cuál es el secreto de la auténtica cultura mexicana? Artaud contesta que la cultura mexi-cana es “la cultura cobriza del sol” (180). Para él no es una cuestión de elaborar las múltiples figuras o metáforas del sol. A diferencia de lo que pasa en Europa, donde “un estado de decadencia” se revela en “la confusión de las palabras” en cuanto “las palabras ya no quieren decir nada” (135), en México, en “la parte del alma mexicana que ha permanecido limpia de toda influencia del espíritu europeo” (181), el secreto quiere decir una sola cosa. Tiene un solo significado y por eso Artaud afirma que no puede ser equívoco. El secreto de la cul-

1Sobre la distinción entre cultura y civilización en Nietzsche, de donde deriva la distinción en Artaud, véase Vanessa Lemm 10–29.

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tura mexicana “no es un secreto de charlatán” (180). Además, “en el fondo de la verdadera cultura solar” yace “un sentido secreto” (183), “el verdadero secreto” (184). A pesar de que el sol es “el mantenedor de la vida,” “el elemento fecundante, el soberano provocador de la germinación”; a pesar de que el sol “madura lo que existe,” “El sol,” escribe Artaud, “es un principio de muerte y no un principio de vida. El fondo mismo de la antigua cultura solar consiste en haber señalado la supremacía de la muerte” (184).2

El secreto eterno de México es la muerte, la cual “es transformadora” (184). El sol “Quema, consume, calcina, elimina, pero no destruye todo lo que suprime. Mantiene la eternidad de las fuerzas por medio de las cuales la vida se conserva bajo el amontonamiento de la destrucción y merced a la destrucción misma” (184). La vida se nutre de la finitud de la muerte y las transformaciones que tal finitud implica: “La vida mantiene su continuidad,” arguye Artaud, “por la transformación de las apariencias del ser” (184). La cultura nace de la universalidad y singularidad de la muerte. La vida es la muerte en cuanto la vida se manifiesta en el aparecer de la vida, siempre condicionado, donde el aparecer de la vida nunca llega a ser. De esta manera la vida es el devenir de la vida. No hay vida en sí; más bien hay el devenir-vida de la muerte y el devenir-muerte de la vida. Al final de cuentas, el secreto de la vida es la muerte; o, mejor dicho, el secreto no nombra ni la vida ni la muerte sino la vida/muerte.

La inscripción de la muerte en cuanto la singularización de la vida, en cuanto su aparición, deja la huella del sin sentido de la muerte en la vida. La muerte nombra el secreto absoluto, como Derrida ha afir-mado, “puesto que cifra [signe] la singularidad irremplazable” (Apories 130, mi traducción)3 En tanto designa el secreto de la cultura secreta la muerte indicaría el límite (el “margen de vacío” según Artaud) en el que universalmente todos los seres vivos viven. Pero el límite a la vez sería aquello que nadie podría experimentar. De hecho es por eso que Derrida contiende que “la cultura misma, la cultura en general, es esencialmente . . . cultura de la muerte” (83). Y precisamente por eso pregunta: “¿Quién nos asegurará que el nombre, el poder de nombrar

2Bartra escribe, “A muchos intelectuales les ha parecido fascinante un mundo en el que los hombres no le tienen miedo a la muerte. ¿Y por qué no le tienen miedo? Detrás de esta máscara—si es que es una máscara—debe haber un antiguo secreto, una verdad ancestral perdida. La muerte, pues, sí tiene un sentido: oculta algo que es necesario descifrar. Oculta el misterio del Otro. . . . Así pues, ‘la indiferencia por la muerte’ del mexicano es una invención de la cultura moderna” (91).

3Derrida llama a la muerte “el nombre público, el común de un secreto, el nombre común de un nombre propio sin nombre” (Apories 130).

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la muerte . . . no participa tanto de la disimulación del ‘como tal’ de la muerte como de su revelación, y que el lenguaje no es, justamente, el origen de la no-verdad de la muerte?” (132–33). O sea, en cuanto la vida “es” la muerte y como nadie podrá decir nunca qué es la muerte ni que es la muerte, le conviene a Artaud decir que “nadie ha podido nunca decir lo que es la vida” (192). Es decir, tanto la vida como la muerte permanecen tan secretos al ser vivo que le son ajenos.

Basándose en estos textos breves de Artaud es posible determinar el límite y, por lo tanto, identificar lo que correspondería a la inter-pretación antropológica del secreto de la cultura: a saber, el deseo de que se pudiese revelar un secreto capaz de “regenerar el hombre moderno” (Bartra 90). Este deseo se revela en la insistencia artaudiana de que “Toda cultura auténtica tiene sus secretos (Artaud 192), y que el secreto fundador de la cultura auténtica es, a la vez, significativo e inefable: “el verdadero secreto no será revelado, porque forma parte de lo inefable. En el fondo de toda cultura verídica existen . . . secretos inefables, porque proceden de ese margen de vacío en donde nuestra eterna ignorancia nos obliga a situar los orígenes de la verdad” (193). Por una parte, el secreto debe ser significativo ya que si no lo fuese, no se podría distinguir entre culturas auténticas e inauténticas. Por otra parte, el secreto debe ser inefable ya que si fuese revelado sería repetible, imitable por todos, lo cual arruinaría la distinción entre culturas auténticas e inauténticas. Por eso, Artaud reconoce incluso que si el secreto fuese conocido por quienes pertenecen a una cultura auténtica, ya habría sido revelado a demasiados. El resultado de la teoría cultural de Artaud es que el secreto verdadero de una cultura auténtica no puede ser contado ni siquiera a uno mismo. Hay que guardar el secreto incluso de aquel que guarda el secreto.

En otras palabras, para que un secreto significativo e inefable establezca el límite entre culturas auténticas e inauténticas, y por lo tanto para que nos distingamos de los demás, tendría que ser uni-versal e inmediatamente comunicable a todos sin que se exteriorice, sin que se mediatice por ninguna tecnología de comunicación. Pero es evidente que se sigue de esto que la distinción artaudiana entre culturas auténticas e inauténticas resulta imposible de sostener ya que un secreto significante e inmediatamente comunicado a todos no puede describir ningún límite entre nosotros. Tal secreto no sería un secreto en cuanto sería compartido por todos.4

4No obstante, tal secreto no sería lo que Michael Taussig llama el “public secret.” Lo que Taussig designa el “public secret” se refiere a un secreto que “todos” ya saben pero que nadie dice o, como Taussig lo expresa, el secreto público “can be defined as

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Si bien es cierto que la muerte o más bien la vida/muerte nombra el secreto de todas las culturas, puede hacerlo sólo en cuanto la muerte no tiene significado, y en la medida en que es a la vez universal y sin-gular. A partir del momento en que una cultura (y éste es el momento de la posibilidad de la cultura) organiza su relación a la muerte e intenta darle sentido, hay un secreto determinando sus límites y así la forma de tal o tal cultura. Este secreto no es ni universal ni inefable.

Se puede decir, entonces, que la necesidad por el secreto es universal e imprescindible mientras el secreto es siempre singular. De hecho, el secreto designa la lógica o estructura aporética que abre la posibi-lidad de todo relacionarse y comunicarse; el secreto marca y a la vez borra o traspasa las fronteras de la cultura y la comunidad. El secreto se define en la demanda paradójica de que esté, a la vez, contado y guardado. Sólo contando el secreto se guarda y sólo guardándolo se cuenta. Esta lógica aporética tiene dos implicaciones. Por un lado, el secreto—y por lo tanto la cultura—está esencialmente vinculado tanto a la narrativa (con el cuento y la cuenta) como al cálculo (con el cuento y la cuenta). No hay secreto del que no se dé cuenta, en todos los sentidos que implica el “dar(se) cuenta.” Por otro lado, el hecho de que el secreto se guarda contándose y se cuenta guardándose significa que el secreto es—estructuralmente—incalculable. No hay secreto que pueda contarse, decirse y numerarse, y así delimitarse, absolutamente, sin resto, precisamente debido a que el secreto tiene una estructura abierta al otro.5 Este es el principio del secreto. No hay secreto, por definición, que no esté expuesto, abierto al otro. Así, la exposición al otro no es una condición empírica de tal o cual secreto; es el principio trascendental de la posibilidad del secreto en cuanto tal. No obstante, este principio exige que el secreto se manifieste empíricamente y esto implica su determinación histórica. El secreto no es una Idea kantiana, abstraída de las circunstancias del espacio y del tiempo; al contrario, son precisamente tales circunstancias las que hacen imprescindible el secreto. La necesidad absoluta y universal del secreto es la exigencia por el secreto singular aquí y ahora, entre nosotros, dividiéndonos, y al mismo tiempo constituyéndonos en tal

that which is generally known, but cannot be articulated” (5). Es importante reconocer que tal secreto público no es lo que se llama el secreto de la cultura (la muerte/la vida), tampoco es lo que se puede identificar como la lógica del secreto (que se guarda contándose y que se cuenta guardándose). El “public secret” de Taussig es un secreto antropológico.

5Para una interpretación de la amistad y el secreto en Kant, véase Derrida, Política de la amistad 289–90).

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división. Tal exigencia, sin embargo, inevitablemente nos expone, nos abre al futuro, al otro absoluto, a la muerte, como habría dicho Artaud; es decir, entonces, que cada secreto aquí y ahora nos abre a la muerte. El secreto inscribe lo otro—el futuro, la muerte—en noso-tros, dentro del yo, aquí y ahora, en cuanto la condición necesaria de la auto-afección y por eso constitutiva del yo mismo. Pero en cuanto que el secreto nos protege del otro—secreteándonos (escondiendo, ocultando)—no obstante nos expone al otro, secretándonos (supu-rándonos a nosotros mismos) absolutamente.

2. Secretos entre nosotros

El secreto articula el límite de la cultura, de la posibilidad de la cultura y por ende determina la diferencia entre culturas. En el encuentro de culturas, en la frontera entre culturas (y no hay cultura que no se constituya en la frontera), el secreto está siempre en juego. Por un lado, hay quienes quieren descubrir el secreto, extraerlo o robarlo; por otro lado, hay quienes quieren guardar el secreto, protegerlo y preservarlo. En ambos casos se trataría de la economía del secreto: hay que contar el secreto tanto para secretearlo como para secretarlo. Si secretear es secretar, entonces el secreto siempre pasa entre (por lo menos) dos.

El secreto no pasa entre enemigos, entre extranjeros. Sólo contamos el secreto entre nosotros, entre amigos, entre hermanos. Uno cuenta el secreto a alguien que es como uno mismo, como nosotros. Este límite del secreto se hace evidente en la historia de la conquista de las Américas, en el archivo que anticipa la formación de la antropo-logía moderna unos tres siglos después, en, por ejemplo, la Historia general de las cosas de Nueva España de Bernardino de Sahagún. Las primeras frases del Prólogo establecen el horizonte dentro del cual hay que leer el texto: “El médico no puede acertadamente aplicar las medicinas al enfermo (sin) que primero conozca de qué humor, o de qué causa proceda la enfermedad; de manera que el buen médico conviene sea docto en el conocimiento de las medicinas y en el de las enfermedades, para aplicar . . . a cada enfermedad la medicina contraria” (17). Para Sahagún, los predicadores y los confesores son “médicos . . . de las ánimas” y “para curar las enfermedades espiri-tuales conviene (que) tengan experiencia de las medicinas y de las enfermedades espirituales” (17). Es menester, entonces, “que sepan lo necesario para ejercitar sus oficios” (17). Pero Sahagún cuenta que por no saber el lenguaje de los indios resulta imposible para los

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confesores preguntarles a los indios acerca de sus prácticas idolátricas, así como también resultaría imposible entenderles en caso de que respondiesen. Según él, la Historia es “como una red barredera para sacar a luz todos los vocablos de esta lengua con sus propias y meta-fóricas significaciones” (18) y dice que los doce libros de la Historia serán “un tesoro para saber muchas cosas dignas de ser sabidas y para con facilidad saber esta lengua con todos sus secretos” (21). Además, Sahagún confiesa que es por amor que quiere saber los secretos de la lengua de los indios: “pues es certísimo que estas gentes todas son nuestros hermanos, procedentes del tronco de Adán como nosotros, son nuestros prójimos, a quien somos obligados a amar como a noso-tros mismos” (20). Sahagún desea salvar a sus hermanos, y para ello precisa saber sus secretos. Con este fin es que comienza por aprender su idioma, la tecnología que les permite guardar secretos entre ellos, secreteándose de los otros. El lenguaje es el mecanismo, el operador del secreto, de secretear e, ineludiblemente, de secretar. El aparecer del lenguaje inaugura el secreto. No hay secreto que no sea secreteado por el lenguaje que lo secreta y no hay secreto que no sea secretado por el lenguaje que lo secretea. La posibilidad de comunicarse—hasta con uno mismo, dentro de sí mismo—depende de la imposibilidad del secreto que es a la vez siempre necesario.

Es evidente que el secreto—la necesidad del secreto—juega un papel imprescindible en la historia del encuentro tanto en la conquista como en la resistencia. Al ocupar esta posición intermedia entre los dos lados del encuentro, precisamente para determinar la diferencia entre las culturas en contacto, el secreto implicaría traducción, entre amigos tanto como enemigos, entre “nosotros.” En la marcha de Veracruz hasta Tenochtitlán, en el camino a Cholula, se dio cuenta Cortés que a las órdenes de Moctezuma los cholultecas les preparaban una emboscada. En su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz del Castillo escribe que todos se mantenían muy alerta porque estaban seguros—por información que habían sacado de los embajadores de Moctezuma—que tanto los mexicanos como los cholultecas los iban a atacar. Aunque los españoles ya sabían de la amenaza, Bernal Díaz insiste en narrar una historia que nos revela la relación entre el secreto y la intimidad. Escribe que:

una india vieja, mujer de un cacique, como sabía el concierto y trama que tenían ordenado, vino secretamente a doña Marina, nuestra lengua, y como la vio moza y de buen parecer y rica, le dijo y aconsejó que se fuese con ella a su casa si quería escapar con vida, porque ciertamente aquella noche u otro día nos habían de matar a todos, porque ya estaba así mandado y concertado por el gran Montezuma. (219)

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Como la cita revela, se trataría de una cuestión de proximidad. La vieja veía en doña Marina una persona como ella misma. La veía como familia (porque la historia cuenta que la vieja quería casarla con uno de sus hijos), como una parte de este lado de la frontera entre nosotros y los otros. Así es, los secretos no se cuentan a los otros; se resguardan entre nosotros. Pero para resguardarlos, hay que contarlos. Y es imposible determinar si alguien es de los nuestros o de los otros. Es imposible, a final de cuentas, saber si nosotros mismos no somos de los otros. Según Bernal Díaz, doña Marina, a quien seguramente la vieja mujer identificaba como la Malinche o Malintzín, es decir, como ella misma, como una india, cumplió bien su papel, “disimuló con la vieja” (220) para después ir a contarle todo a Cortés.

Sería un error, sin embargo, deducir en base a esta anécdota que el secreto pasa sólo entre mujeres o que las mujeres traicionan a la patria. La cultura se abre al otro no simplemente a causa de la mujer, pues doña Marina le preguntó a la vieja: “¿cómo[,] siendo tan secreto ese negocio, lo alcanzastes vos a saber?” Y, según Bernal Díaz, ella “Dijo que su marido se lo había dicho, que es capitán de una parcialidad de aquella ciudad” (219). Para que haya un secreto tal secreto debe ser traicionado, revelado, por el o los que lo resguarda(n). El secreto pasa entre nosotros para identificarnos, para establecer la línea entre nosotros (que resguardamos el secreto) y los otros (que no lo saben). Pero, como ya hemos dicho, para que haya secreto, ha de pasar entre dos y para que pase entre dos ha de estar abierto, expuesto a oídos de todos. Legible en esta escena, sin duda, es el cálculo imposible del secreto, es decir, la estructura del “N + uno” de todo secreto.6

Ahora bien, a pesar de que el secreto no sólo pasa entre mujeres—es decir, a pesar de que estructuralmente el secreto está abierto a todos—históricamente, los hombres han sentido que sus secretos son amenazados por las mujeres, es decir, que las mujeres no son capaces de no contar sus secretos. Por ejemplo, en el Secreto de los secretos, una versión castellana de un texto árabe atribuido a Aristóteles y en que el supuesto Aristóteles aconseja a Alejandro Magno, se puede leer en el párrafo introductorio que anticipa el tratado mismo: “A la mujer nin al moço nunca los tus secretos rreuelaras, porque las mujeres

6Véase Scott Michaelsen y Scott Cutler Shershow sobre la estructura ambigua del plus un del secreto. Plus un, en francés, tiene dos sentidos: por un lado significa no más, por otro lado significa más uno. Ésta es la lógica del secreto, a pesar de que Michaelsen y Shershow sólo destacan el primer significado, el que insiste en el límite del secreto: el secreto pasa entre nosotros y nadie más. Pero en cuanto que el secreto pasa—para que sea secreto—ya se abre al más uno. Michaelsen y Shershow ligan el segundo significado, el más uno, a la lógica de la democracia.

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et los moços encubren lo que non saben” (Philip B. Jones 69). Las mujeres y los niños sólo pueden encubrir o guardar los secretos que no saben; al contrario de los hombres, las mujeres y los niños están estructuralmente, esencialmente abiertos a los demás. Así, entonces, para guardar secreto un secreto no se debe contarlo a una mujer. Es evidente que los hombres (y su filosofía) no entienden la lógica del secreto, la que demanda que se cuente el secreto, hasta a una mujer, para guardárselo. Para que haya secretos entre hombres tales secretos tienen que estar abiertos a las mujeres. La traición está inscrita no en la mujer sino en la estructura o la lógica del secreto mismo.

Esto no obstante, en la obra más importante y más influyente de la crítica cultural de México y del discurso sobre lo mexicano, en El laberinto de la soledad, Octavio Paz le dio un lugar clave y negativo a la Malinche (y, por extensión, a la mujer en general) tanto en la conquista como en el desarrollo de la cultura mexicana cuando la designó “la Chingada” y la describió así: “La Chingada es . . . pasiva. Su pasividad es abyecta: no ofrece resistencia a la violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y polvo. Su mancha es constitucional y reside . . . en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad. . . . Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la condición feme-nina” (Paz 94). Pero no es que la Chingada—o la que Paz llama “la Madre violada” encarnada por la Malinche—sencillamente no resiste la violencia. Su apertura a los otros resulta ser voluntaria y así consti-tuye una traición. Paz escribe: “Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es la Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al conquistador, pero éste, apenas deja de ser útil, la olvida” (94, énfasis añadido). En decir que ella se dio voluntariamente a Cortés, Paz mismo viola a la Malinche. Si la Malinche es definida como una pasividad abyecta, como la Chingada misma, es imposible o al menos insensato culparla por su “relación” con cualquier otro, por la violación de la que es víctima. Esto no quiere decir que la Malinche no es culpable o responsable; al contrario, quiere decir que para culparla o hacerla responsable, hay que atribuirle una agencia, una actividad y por eso, según la historia de la filosofía, una presencia. Una pasividad abyecta, absoluta, no tiene tal presencia. En todo caso, parece legítimo pre-guntar, en el contexto de la conquista pero también en el contexto de una economía en que la mujer pasa entre hombres, ¿qué significa darse voluntariamente? ¿Qué significa ser “amante” de Cortés?

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Dada la importancia que Paz le da a la Malinche, vale la pena demorarse un poco en ella, cuya historia ya es bien conocida. En la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Bernal Díaz dedicó un capítulo al encuentro oportuno que tuvo lugar en marzo de 1519 en que, con otras veinte mujeres, la Malinche le fue regalada a Cor-tés. En el momento en que recibió a la Malinche, Cortés ya tenía un intérprete, Gerónimo de Aguilar, un español que había pasado varios años viviendo con los indios de Yucatán después de un naufragio y a quien los españoles no podían distinguir de un indio cuando primero lo vieron. Aguilar fue el primer intérprete en que Cortés o los demás españoles podían confiar. No obstante, según Bernal Díaz, el “presente” de la Malinche “fue gran principio para nuestra conquista” (87, 93). Según la historia, sin duda una historia “cristiana,” la Malinche era hija de “señores y caciques de un pueblo que se dice Painala” (91). En su infancia, se murió su padre y su madre “se casó con otro cacique mancebo y hubieron un hijo” (91). Como la madre de la Malinche y su nuevo esposo querían que su hijo fuese el heredero, “dieron de noche la niña [la Malinche] a unos indios de Xicalango, porque no fuese vista, y echaron fama que se había muerto, y en aquella sazón murió una hija de una india esclava suya, y publicaron que era la heredera” (91). Al deshacerse de la Malinche, sus padres al mismo tiempo le privaron a la recién muerta el derecho de ser enlutada.7 Dado que esa niña se murió en nombre de la Malinche se hace pal-pable aquí el hecho de que la muerte, la cosa que le es más propia, le es ajena a la difunta niña. Siempre es posible que la muerte sea apropiada en nombre de otro. En nombre del secreto del otro, esta niña sin nombre se murió en secreto.

La historia de Bernal Díaz es la mejor conocida, pero en la Historia de las Indias, Bartolomé de las Casas cuenta una un poco diferente: “Hallóse una india [que después se llamó Marina y los indios la lla-maban Malinche],8 de las 20 que presentaron a Cortés en la provincia de Tabasco, que sabía la lengua mexicana, porque había sido, según dijo ella, hurtada de su tierra de hacia Xalisco, de esa parte de México que es al poniente, y vendida de mano en mano hasta Tabasco; ésta sabía ya la lengua de Tabasco, y aunque aquella lengua era diversa de la de Yucatán, donde Aguilar había estado, todavía entendía algunos vocablos” (III.224).

Se puede decir que las mujeres no cuentan entre los hombres o, mejor dicho, sólo cuentan entre los hombres. Pasan entre los hom-

7Sobre el derecho de los muertos, véase Shaun Irlam.8Se supone que su nombre era Malinali o Malinal; véase Sandra Messinger Cypess 2.

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bres para que cosas de más valor pasen y se queden entre hombres. Y Bernal Díaz nota que “los de Xicalango la dieron a los de Tabasco, y los de Tabasco [la dieron] a Cortés” (91). El cambio o la trasferencia no termina con su “presente” a Cortés. Él la “repartió”—como dice Bernal Díaz—a Alonso Hernández Puertocarrero (89), pero añade que “como doña Marina en todas las guerras de Nueva-España, Tlascala y México fue tan excelente mujer y buena lengua . . . la traía siempre Cortés consigo” (92). Como Las Casas dijo, “Cortés . . . dióla a Aguilar, que comunicase mucho con ella . . . para que se entendiesen y pudiese por medio Della entender los secretos de la tierra” (Las Casas 245). Es evidente que la Malinche le fue bien importante a Cortés, incluso tal vez representó “una aliada indispensable [un allié indispensable],” cuya importancia a Cortés se puede notar en “su intimidad física [leur intimité physique]” como anota Tzvetan Todorov (106). Pero tal vez es demasiado romántico—es decir, sexista (o machista)—tanto caracterizar la relación entre ellos como “íntima” como llamarle a la Malinche “amante” (como lo hace Paz) o “maîtresse” (como lo hace Todorov [106]). Sabemos, sin embargo, que ella tuvo “un hijo de su amo y señor Cortés” (Bernal Díaz 92).9 Pero después de la caída del imperio mexica y por segunda vez, Cortés la pasó a Juan Jaramillo.

Desde el principio la Marina pasa entre hombres, pero también pasa—cruza—fronteras culturales y lingüísticas.10 Tal desplazo es una de las claves de la conquista a causa de lo cual la Malinche “sabía la lengua de Guazacualco [Coatzalcoalco], que es la propia de México, y sabía la de Tabasco” (92–3). Lo que Todorov llama sus “dons pour les langues” (106) es menos un don que el efecto de ser el “pre-sente” entre hombres o, como Las Casas lo puso, de estar “hurtada de su tierra” y “vendida de mano en mano”. Por haber sido regalada de una cultura y de una lengua a otra, la Malinche resulta capaz de comunicarse con Aguilar, quien “sabía la [lengua] de Yucatán y Tabasco, que es toda una” (93), aunque según Las Casas, Aguilar las entendió “con mucha falta” (Las Casas 245), es decir, no muy bien. Así una palabra, una voz, procedente de Moctezuma, por ejemplo, o de uno de sus emisarios, llegó a la Malinche y ella la pasó a Aguilar

9Sobre este hijo Cortés confesó en una carta a Francisco Núñez que “no le quiero menos que al que Dios me ha dado en la marquesa” (Cortés, Documentos IV.40). La carta trae la fecha 20 de junio de 1533.

10La Malinche no es la única virgen que pasa entre hombres y entre culturas. En una interpretación brillante, Bartra bosqueja la simetría entre la violación española de la Malinche y la violación mexica de la virgen. Lo que Bartra describe, sin decirlo así, es precisamente lo que llamaré más adelante el devenir-español de la virgen india y el devenir-india de la virgen española. Véase Bartra 205–224.

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quien “[la] declaraba en castellano a Cortés” (93). Dentro de poco la Malinche desplazó a Gerónimo de Aguilar.11

Y también desplazó a Cortés. Y Cortés mismo lo reconoce. En la narrativa—la quinta carta de relación—de la expedición punitiva a Honduras de 1524–26, en el momento en que Cortés quiere probar su identidad e identificarse como el hombre que había pasado por Tabasco unos años antes, escribe: “Yo le respondí que el capitán que los de Tabasco le dijeron que había pasado por su tierra con quien habían peleado era yo, y para que creyese ser verdad, que se infor-mase de aquella lengua que con él hablaba—que es Marina, la que yo conmigo siempre he traído—porque allí me la habían dado con otras veinte mujeres. Y ella le habló y le certificó dello” (Cortés, Cartas 574–75). La identidad y, por lo tanto, la autoridad, la legitimidad, de Cortés dependía de la palabra y de la presencia de la Malinche. No obstante, en las cartas públicas que Cortés mandó a Carlos V, no sólo resistió mencionar a la Malinche por nombre, sino también habitual-mente no reconoció el lugar del traductor o el intérprete como una figura imprescindible en toda la comunicación entre él y los indios.12

Tan imprescindible que para los amerindios resultó imposible no hablar, no dirigirse, a “Malinche.”13 Bernal Díaz explica:

Antes que más pase adelante quiero decir cómo en todos los pueblos por donde pasamos, o en otros donde tenían noticia de nosotros, llamaban a Cortés Malinche; y así, le nombraré de aquí adelante Malinche en todas las pláticas que tuviéremos con cualesquier indios . . . y no le nombraré Cortés sino en parte que convenga; y la causa de haberle puesto aqueste nombre es que, como doña Marina, nuestra lengua, estaba siempre en su compañía, especialmente cuando venían embajadores o pláticas de caciques, y ella lo declaraba en lengua mexicana, por esta causa le llamaban a Cortés el capitán de Marina, y para más breve le llamaron Malinche; y también se le quedó este nombre a un Juan Pérez de Arteaga . . . por causa que siempre andaba con doña Marina y con Jerónimo de Aguilar deprendiendo

11En sus declaraciones contra Cortés, en el acta de tomar residencia de Cortés iniciada el 4 de julio de 1526, Gerónimo de Aguilar intentó hacer desaparecer a la Malinche; véase Cortés, Documentos II.67–68.

12Véase Johnson. En las llamadas “cartas de relación”—las que eran dirigidas a Carlos V pero eran más bien públicas ya que se diseminaron rápidamente por toda Europa—Cortés se refirió a la Malinche por su nombre, llamándola Marina, una sóla vez. Típi-camente se remitió al traductor como “lengua.” Sin embargo, en la correspondencia más privada que Cortés dirigió a Carlos V (en la “carta reservada,” por ejemplo) y también en muchos otros documentos, Cortés sí la nombró con mucha más frecuencia.

13Todorov afirma que “Malinche” es el “apodo” (le sobriquet) que los mexica le dan a Cortés y entre paréntesis comenta, “por una vez, no es la mujer que toma el nombre del hombre [pour une fois, ce n’est pas la femmae qui prend le nom de l’homme]” (107).

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la lengua, y a esta causa le llamaban Juan Pérez Malinche. . . . He querido traer esto a la memoria aunque no había para qué, porque se entienda el nombre de Cortés de aquí adelante, que se dice Malinche. (193–94)

En cierto sentido, hablando con Cortés, hablando con “Malinche,” los indios siguen hablando entre sí. No se trata simplemente de que Malinche es el apodo de Cortés: desde el principio los mexica reconocen el lugar central, principal, de la Malinche, la que Bernal Díaz y Cortés mismo siempre llaman “doña Marina” para subrayar retóricamente su afiliación cristiana. Pero si bien es cierto tuvieron éxito en inscribirla como cristiana, como uno de nosotros, también es cierto que con este gesto de afiliación amenazaron el lugar y la autoridad de Cortés: pues en el nombre de la Malinche, Cortés pasó al “otro” lado de la frontera.

Todo pasa por Malinche quien había pasado por las manos de los demás (“vendida de mano en mano”). El suyo—Malinali, Malinche, Marina—es el nombre propio del secreto. “Malinche” nombra los dos lados de la frontera, por no decir que nombra la frontera misma (no hay frontera en sí y por eso sólo hay fronteras multiplicándose infinitamente, cruzándose, traspasándose en el instante de nombrarse, de inscribirse). “Malinche”—o la o el Malinche—nombra el devenir-español del indio y el devenir-indio del español. Nombra así la con-taminación, la in-autenticidad, la ilegitimidad originarias; nombra la homonimia de cualquier identidad pura, de cualquier esencia, de cualquier cultura. Es la homonimia de la herencia de Cortés. Como todos ya saben, Cortés tuvo unos once hijos, cinco de los cuales eran de relaciones extramaritales. A dos de los varones les dio el mismo nombre, Martín Cortés, el nombre de su padre. El primogénito era hijo de la Malinche y fue legitimado en una bula papal de Clemente VII en 1529.

Tal homonimia—tal economía—determina todas las relaciones entre “nosotros.” La identidad misma pasa entre “nosotros” como un secreto absoluto, un secreto que pronunciamos sin saber en cuyo nombre y con qué sentido, con qué afiliación.

3. Heredar el secreto

El secreto pasa entre nosotros, pasa de mano a mano, como las cuen-tas, como los chalchihuites, que identifican a los españoles. El Libro XII de la Historia general de las cosas de Nueva España cuenta, desde la perspectiva de los indios, el contacto, la economía tanto de la con-quista como de la resistencia de la conquista de México. La primera

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noticia de los españoles que recibió Moctezuma da testimonio de la economía del encuentro. Vale la pena anotar qué era lo que los capitanes de Moctezuma le llevaron a él para mostrar la presencia de los españoles. Le reportaron a Moctezuma:

Tú nos pusiste en guarda de la orilla de la mar, hemos visto unos dioses dentro de la mar y fuimos a recibirlos, y dímosles varias mantas ricas, y veis aquí estas cuentas que nos dieron, y dijéronnos, si es verdad que sois mexicanos, veis aquí estas cuentas, dadlas a Mocthecuzoma para que nos conozca, y dijéronte todo lo que había pasado cuando estuvieron con ellos en la mar en los navíos.” (724–725, énfasis añadido)

Y Moctezuma les respondió: “yo he recibido esto en secreto, y os mando que no digáis nada de lo que ha pasado” (725). Además del deseo de Moctezuma de resguardar el secreto de la llegada de los otros, sean lo que sean, o dioses o españoles, lo más importante de esta instancia de intercambio es lo que dicen los capitanes sobre la función de las cuentas. Las cuentas de vidrio son para que Moctezuma conozca a los otros. Las cuentas de vidrio los representan. No son simplemente a cambio de las mantas que los capitanes de Moctezuma habían llevado para cambiar con los españoles, sino que son señas de identidad. Los europeos dan (las) cuentas para que el que las recibe se dé cuenta de quiénes son. El otro nos conocerá por la(s) cuenta(s) que damos: porque damos cuenta(s).

Si los españoles les dieron cuentas a los indios para que los recono-cieran, es cierto también que por las cuentas los españoles se recono-cieron a sí mismos en el otro mundo. Fue así desde el primer día en las Américas y desde el primer encuentro con los otros. Todos saben que al encontrarse con los amerindios, Colón les regalaba cuentas de vidrio, las cuales según él eran “de poco valor” (110). El 15 de octubre, los indios se las devolvieron. “Estando a medio golfo” entre las islas de Santa María y Fernandina, Colón se encontró con “un hombre solo en una almadía que se passava” entre las dos islas. Este hombre traía consigo un poco de pan, una calabaza de agua, tabaco y “un ramalejo de cuentezillas de vidrio” (115). Por medio de estas cuentas, Colón supo la ruta que había seguido este hombre: “por las cuales cognoscí qu’él venía de la isla de Sant Salvador, y aví[a] passado a aquella de Sancta María y se passava a la Fernandina” (115). En las cuentas que llegaron con aquel hombre, Colón pudo trazar su propio itinerario. Es decir, en el encuentro con el otro, Colón se encuentra consigo mismo. Los eventos del 13 y 14 de enero de 1493 hacen más evidente la economía del encuentro. Según el Diario del primer viaje, el 13 de enero Colón le dio a un indio “las cosillas de res[c]ate” (196), incluso

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“pedaços de paño verde y colorado y cuentezuelas de vidrio” (195). Entonces, la mañana del 14 “venía un rey, el cual avía dado al indio dicho unas cuentas que diese a los de la barca en señal de seguro y de paz” (196). A este rey que le dio a Colón las cuentas como señal de seguro y de paz, Colón mismo le dio a su vez “un bonete colorado y cuentas” (196).

Entre “nosotros” pasan cuentas, nos damos cuentas los unos a los otros para que nos demos cuenta el uno del otro. En esta economía de la cuenta es como nos reconocemos a nosotros mismos y al otro. La economía de la cuenta—o sea, la estructura de tal dar(se) cuenta, de la conciencia y del cogito—es el secreto de la cultura. Un secreto que a pesar de determinar los límites de la cultura y de la identidad cultural, tanto como de definir el límite de la conciencia en la rela-ción con el otro, a final de cuentas, tal secreto, es decir, la cuenta—y la cuenta que se da—es “de poco valor.” No sirve para mucho, no significa nada; sólo indica la relación—la economía—constitutiva y universal con el otro, con nosotros mismos. Es la cuenta y la cuenta del secreto que Colón nos deja. En la “Institución de Mayorazgo,” fechada y firmada el 22 de febrero de 1498, Colón precisó la línea de herencia y las condiciones para heredar. La primera cosa que Colón les heredó es la siguiente:

Primeramente tratará Don Diego, mi hijo, y todos los que de mí subce-dieren e descendieren, y ansí mis hermanos Don Bartolomé e Don Diego mis armas que yo dexaré después de mis días, sin reserbar más ninguna cosa d’ellas, y sellará con el sello d’ellas Don Diego, mi hijo, o cualquier otro que heredare este Mayorazgo. Y después de aver heredado y estado en posesión d’ello, firme de mi firma la cual agora acostumbro, que es una .X. con una .S. ençima y una .M. con una .A. romana encima, y encima d’ella una .S. y después una .Y. greca con una .S. encima con sus rayas y bírgulas como agora hago y se parecerá por mis firmas, de las cuales se hallarán y por esta parecerá. Y no escribirá sino ‘El Almirante,’ puesto que otros títulos el Rey le diesse o ganase, y esto se entiende en la firma y no en su ditado, que podrá escribir todos sus títulos como le plugiere, solamente en la firma escripta ‘Almirante.’ (Colón 356).

La firma parece así:

.S..S.A.S.X M Y

El Almirante

Había variaciones. Por ejemplo, Colón firmó la “Memorial a los Reyes” presentado por Colón para el alisamiento del tercer viaje, no

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con “El Almirante,” sino con “:Xpo FERENS./”.14 Pero tales variaciones no importan tanto. Lo que sí importa son los dos puntos siguientes. Primero, la firma es una cifra. Nadie sabe qué significa.15 Segundo, en un gesto poco típico, Colón quiere heredarla: insiste que su hijo Diego—o cualquier otro que herede—“firme de mi firma” y así que todos los que le suceden falsifiquen o disimulen su identidad. Colón demanda, entonces, que sus herederos firmen o se cifren en el nombre—en la cifra—de su nombre, es decir, en el nombre del otro.

Todos somos herederos de Colón. Colón descubrió la modernidad, y de esta manera nos inventó.16 La condición de nuestro ser—en tanto herederos de Colón y por lo tanto, modernos—es el disimulo constitutivo, un disimulo o falsificación que no se puede mitigar ni legitimar simplemente por dar(se) cuenta de la ficción o el artificio que nos constituye. La ficción (el simulacro, el disimulo) es el secreto del ser. El secreto de la modernidad—y no sólo de la modernidad—es la ficción (y la conciencia de tal ficción) del sentido del ser. Es un secreto y una ficción que se revelan—que se guardan y se cuentan, que se prometen—, cada vez que firmo, cada vez que cifro (en) mi nombre, como si fuese mi nombre. Mi nombre propio, el nombre singularmente figurado en mi cifra o firma, en mi letra, viene de otro. Siempre y sólo firmo en la letra de otro.

La firma—la cifra de mi nombre—pasa entre otros, pasa de mano en mano, como una cuenta, como un secreto, como una cosa de poco valor. Y ¿qué es lo que ciframos cada vez que firmamos? ¿Qué es lo que “nuestra” cifra revela? Nadie nunca sabrá el sentido de su propia cifra. Nuestra cifra queda en secreto, un secreto para nosotros mismos; nosotros mismos somos un secreto para nosotros mismos. La cifra revela nada más que somos secretos secreteados absolutamente.

SUNY at Buffalo

OBRAS CITADAS

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14Margarita Zamora dice que “Christoferens” es “el nombre con que Colón firmó sus escrituras desde 1501 en adelante” (97).

15Morison aseveró—ya hace más de sesenta años—que el significado de su cifra “era un secreto que Colón se llevó a la tumba [was a secret that Columbus took to his grave]” (357).

16En The Morals of History, Todorov afirma, con relacion al 12 de octubre de 1492, “nuestra historia moderna también comienza en aquél día [Our modern history also begins on that day]” (17, traducción mía).

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