De Qué Hablamos Cuando Hablamos de Juego

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¿De qué hablamos cuando hablamos de juego? Por Luciano Lutereau “… el verdadero secreto de lo lúdico, a saber, la diversidad más radical que constituye la repetición en sí misma.” Jacques Lacan (1964), “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”. He aquí otro artículo sobre el juego. Aunque, puede preguntar el lector, ¿no se trata de un tema sobre el cual ya se ha dicho todo lo que podía decirse? Entonces, vale comenzar con una aclaración: no me propongo escribir un artículo redundante. Tampoco buscaré la exhaustividad en estas páginas. Mi objetivo es más bien modesto, incluso poco ambicioso y, quizá, en esta brevedad radique el principal interés. No es este un artículo teórico ni apropiado para un manual, sino un breve ensayo metodológico y clínico. La pregunta que quisiera plantear como hilo conductor podría ser formulada del modo siguiente: ¿cómo escribir acerca del juego? O, en otros términos, ¿cómo poder decir algo sobre una noción que tiene las más diversas acepciones y nombra prácticas de diversa índole –algunas de las cuales no deja de asombrarnos sean reunidas bajo una misma palabra–? Para dar cuenta de este particular aspecto problemático del concepto de juego podría pedir al lector que realice el mismo ejercicio que L. Wittgenstein propone en el § 3 de sus Investigaciones filosóficas (1953): 1 intente enunciar una definición de la palabra “juego”. El efecto que se desprende de este experimento –cuyo propósito es demostrar que para cada nota considerada puede ofrecerse un contraejemplo (por ejemplo, no puede delimitarse el juego por la “diversión” ni por la “competencia” ni por el uso de “reglas”, etc.)– redunda en la imposibilidad de circunscribir condiciones necesarias y suficientes de la noción de juego como concepto. Por lo tanto, si el término juego no puede ser aprehendido conceptualmente, ¿cómo decir algo sobre una “experiencia” que se presenta de modo esquivo? No dudo en utilizar la palabra “experiencia” para referir al juego, ya que el hecho de no disponer de un concepto no implica que no existan instancias concretas que sólo podríamos nombrar con el término “juego”; y, por cierto, que no podamos definir el juego no quiere decir que no podamos utilizar correctamente la palabra “juego” –San Agustín sostenía lo mismo respecto del tiempo en el libro XI de las Confesiones–. 2 Por el contrario, todos podemos reconocer juegos y hasta podríamos identificar usos de la palabra que serían inadecuados (por ejemplo, si alguien quisiera llamar “juego” a una catástrofe natural). Por lo tanto, estas consideraciones nos conducen a un resultado inmediato: podemos prescindir del concepto de juego para hablar acerca del juego; no necesitamos saber qué es el juego para escribir sobre su experiencia; o, más concretamente, debemos prescindir de la intención de aprehender conceptualmente la noción de juego para poder decir algo sobre el juego, dado que la definición sería siempre parcial – porque estaría basada en un rasgo que admitiría un contraejemplo–. De este modo, una pregunta interesante sobre la cuestión no puede nunca ser planteada en términos esencialistas (¿qué es el juego?). De acuerdo con lo anterior, no puede ser mi interés responder a esta pregunta inconducente. De hecho, por esta vía se desprende una de las dificultades habituales que encontramos en muchos libros sobre el juego: sus postulados teóricos sólo pueden aplicarse a unos pocos juegos específicos. Así, muchas teorías “generales” sobre el juego no son más que el reflejo “empírico” de unos pocos juegos (aquellos en los que autor piensa irreflexivamente cuando escribe sobre el tema). Mi pregunta, mucho menos ávida de resultados teóricos o, quizá, más proclive a la capacidad de asombro del lector, podría ser enunciada del modo siguiente: ¿cómo es posible la experiencia del juego? O, dicho de otro modo, ¿cómo se accede al juego? De acuerdo con esta formulación, este planteo no sólo renuncia a la presunción de una supuesta esencia del juego, sino que también apuesta a mostrar que muchas de las posiciones o debates atávicos (y todavía actuales) sobre el juego tienen el estatuto de

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¿De qué hablamos cuando hablamos de juego?

Por Luciano Lutereau

“… el verdadero secreto de lo lúdico, a saber, la diversidad más radical que constituye la repetición en sí misma.”Jacques Lacan (1964), “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”. 

He aquí otro artículo sobre el juego. Aunque, puede preguntar el lector, ¿no se trata de un tema sobre el cual ya se ha dicho todo lo que podía decirse? Entonces, vale comenzar con una aclaración: no me propongo escribir un artículo redundante. Tampoco buscaré la exhaustividad en estas páginas. Mi objetivo es más bien modesto, incluso poco ambicioso y, quizá, en esta brevedad radique el principal interés. No es este un artículo teórico ni apropiado para un manual, sino un breve ensayo metodológico y clínico. La pregunta que quisiera plantear como hilo conductor podría ser formulada del modo siguiente: ¿cómo escribir acerca del juego? O, en otros términos, ¿cómo poder decir algo sobre una noción que tiene las más diversas acepciones y nombra prácticas de diversa índole –algunas de las cuales no deja de asombrarnos sean reunidas bajo una misma palabra–?

Para dar cuenta de este particular aspecto problemático del concepto de juego podría pedir al lector que realice el mismo ejercicio que L. Wittgenstein propone en el § 3 de sus Investigaciones filosóficas (1953):1 intente enunciar una definición de la palabra “juego”. El efecto que se desprende de este experimento –cuyo propósito es demostrar que para cada nota considerada puede ofrecerse un contraejemplo (por ejemplo, no puede delimitarse el juego por la “diversión” ni por la “competencia” ni por el uso de “reglas”, etc.)– redunda en la imposibilidad de circunscribir condiciones necesarias y suficientes de la noción de juego como concepto. Por lo tanto, si el término juego no puede ser aprehendido conceptualmente, ¿cómo decir algo sobre una “experiencia” que se presenta de modo esquivo? 

No dudo en utilizar la palabra “experiencia” para referir al juego, ya que el hecho de no disponer de un concepto no implica que no existan instancias concretas que sólo podríamos nombrar con el término “juego”; y, por cierto, que no podamos definir el juego no quiere decir que no podamos utilizar correctamente la palabra “juego” –San Agustín sostenía lo mismo respecto del tiempo en el libro XI de las Confesiones–.2 Por el contrario, todos podemos reconocer juegos y hasta podríamos identificar usos de la palabra que serían inadecuados (por ejemplo, si alguien quisiera llamar “juego” a una catástrofe natural). 

Por lo tanto, estas consideraciones nos conducen a un resultado inmediato: podemos prescindir del concepto de juego para hablar acerca del juego; no necesitamos saber qué es el juego para escribir sobre su experiencia; o, más concretamente, debemos prescindir de la intención de aprehender conceptualmente la noción de juego para poder decir algo sobre el juego, dado que la definición sería siempre parcial –porque estaría basada en un rasgo que admitiría un contraejemplo–. 

De este modo, una pregunta interesante sobre la cuestión no puede nunca ser planteada en términos esencialistas (¿qué es el juego?). De acuerdo con lo anterior, no puede ser mi interés responder a esta pregunta inconducente. De hecho, por esta vía se desprende una de las dificultades habituales que encontramos en muchos libros sobre el juego: sus postulados teóricos sólo pueden aplicarse a unos pocos juegos específicos. Así, muchas teorías “generales” sobre el juego no son más que el reflejo “empírico” de unos pocos juegos (aquellos en los que autor piensa irreflexivamente cuando escribe sobre el tema). 

Mi pregunta, mucho menos ávida de resultados teóricos o, quizá, más proclive a la capacidad de asombro del lector, podría ser enunciada del modo siguiente: ¿cómo es posible la experiencia del juego? O, dicho de otro modo, ¿cómo se accede al juego? De acuerdo con esta formulación, este planteo no sólo renuncia a la presunción de una supuesta esencia del juego, sino que también apuesta a mostrar que muchas de las posiciones o debates atávicos (y todavía actuales) sobre el juego tienen el estatuto de “pseudoproblemas”. Por ejemplo, la cuestión de si el juego requiere siempre del uso de juguetes; la pregunta relativa a si puede haber juego en soledad; o bien, acerca de las relaciones entre juego y representación, etc., todas estas inquietudes, cuando se las resuelve en función de una alternativa (entre cuyos términos habría que elegir), expresan complicaciones accesorias que sólo toman un valor perentorio si se las piensa de acuerdo con el interés implícito de una definición. En última instancia, cuando las preguntas se plantean en estos términos, no deja de buscarse una esencia del juego; y, por eso, la capacidad de responderlas sólo puede ponerse en acto siempre que se piense en determinados juegos en particular. De este modo, estas inquietudes no son verdaderos problemas, sino formas indirectas de responder a la pregunta más básica sobre qué es el juego. 

Ahora bien, antes de retomar la pregunta que he propuesto plantear, también cabría tener presente otro tipo de planteos; por ejemplo, aquellos que, en lugar de interrogar la esencia o definición del juego, buscan elucidar una inquietud respecto de sus funciones: ¿por qué se juega? O bien, ¿para qué sirve el juego? Este tipo de interrogantes me parecen más acertados, y son convergentes con mi perspectiva, en la medida en que apuntan mucho más a los usos que pueden hacerse del jugar que a determinar su naturaleza. En sentido amplio, propongo la idea de que el juego tiene una función constituyente para el sujeto. Esto no es una novedad. No obstante, este planteo debe diferenciarse una vez más de ciertos planteos empíricos habituales, que conciben un despliegue progresivo del juego en términos de estadios y etapas del desarrollo. Esta orientación no sólo se encuentra en estudios psicológicos –como el clásico La formación del símbolo en el niño (1945), de J. Piaget, o bien Psicología de los juegos infantiles (1958), de J. Chateau–, sino en trabajos de inspiración psicoanalítica –por citar sólo el más representativo de la tradición en nuestro país, mencionemos El niño y sus juegos (1968), de A. Aberastury–.

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Sin embargo, no es un esbozo con intención evolutiva lo que aquí propongo y que, por ejemplo, plantearía una correlación entre edades y tipos de juegos. Mucho menos me interesa una interpretación del juego que, por ejemplo, conduzca a formas del carácter (y, por ejemplo, plantee correlaciones entre modos de ser del sujeto y el interés por determinados juegos). Si el juego tiene una función constituyente para el sujeto, entiendo esta constitución en términos de operaciones que delimitan una “posición subjetiva”. Asimismo, como precedente a cualquier consideración sobre las operaciones del juego, es preciso plantear algunas indicaciones respecto de las concepciones que algunos psicoanalistas han tenido del juego y que, con el tiempo, han decantado en formulaciones teóricas y técnicas.

El texto en que quizá se encuentra una primera vía sistemática de interpretación psicoanalítica del juego es “El creador literario y el fantaseo” (1908), en el que Freud establece una correlación entre juego y fantasía. Si bien esta indicación es suficiente para promover un interés que interrogue el trasfondo pulsional del juego, esta referencia ha sido utilizada, por lo general, para dotar al juego de un contenido propio: el juego puede ser interpretado, posee un sentido e, incluso, podría realizarse su comparación con el sueño y los mecanismos de figuración (y desfiguración) onírica. En esta dirección es que ha avanzado la corriente inglesa; por ejemplo, en artículos como “La personificación en el juego de los niños” (1929), o bien en el célebre “La importancia de la formación de símbolos en el desarrollo del yo” (1930), ambos de M. Klein, en los que se introduce el estatuto simbólico del juego y sus representaciones. No obstante, en el seno de esta misma tradición puede encontrarse una crítica al principio de la interpretación, a partir de la obra de D. W. Winnicott, quien en Realidad y juego (1971) destacara que éste siempre importó mucho más como acto antes que en su realización objetiva.Luego de esta breve recensión pueden advertirse dos grandes orientaciones en la consideración psicoanalítica del juego: por un lado, podría ser utilizado como una forma de expresión –de significaciones inconscientes, de experiencias traumáticas (repetir de modo activo lo vivido pasivamente), etc.–; por otro lado, serviría como un medio de simbolización (de la ausencia de la madre, de ciertas pérdidas, etc.). En este punto, no discutiré ambas concepciones ni su potencial clínico. Hay toda una tradición y una práctica que demuestran que no se trata de versiones ingenuas acerca del uso del juego. Sin embargo, importa destacar dos cuestiones epistemológicas que no pueden ser dejadas de lado: en primer lugar, el concepto de expresión dista de ser unívoco y requeriría una elaboración que, en los estudios que lo asumen, no se encuentra explicitada; en segundo lugar, lo mismo podría decirse del concepto del símbolo, que, con seguridad, es uno de los más extendidos en la historia del pensamiento. De este modo, antes que solucionar la cuestión de las funciones del juego, en estas dos orientaciones se puede notar una especie de cambio de título del problema (llamándolo “expresión” o “simbolización”) en lugar de una aproximación esclarecedora.

Asimismo, estas dos funciones del juego se encuentran formuladas en la enseñanza de un psicoanalista que no he mencionado en la enumeración anterior: J. Lacan.3 No obstante, hay una tercera consideración lacaniana sobre el juego, que es absolutamente original, ya que se encuentra articulada a su único invento: la noción de objeto a. En el “Seminario 11”, Lacan presenta este uso del juego –a propósito del fort da– en los siguientes términos: “El carrete no es la madre reducida a una pequeña bola por algún juego digno de jíbaros […]. Si el significante es en verdad la primera marca del sujeto, cómo no reconocer en este caso […] que en el objeto al que esta oposición se aplica en acto, el carrete, en él hemos de designar al sujeto.”4

Articulado a una suerte de “auto-mutilación”,5 el juego cumpliría una función propia: la extracción del objeto a. Asimismo, cabe enfatizarlo, esta operación requiere una estructura temporal específica, la repetición:“El conjunto de la actividad simboliza la repetición, pero de ningún modo la de una necesidad que clama porque la madre vuelva, lo cual se manifestaría simplemente mediante el grito. Es la repetición de la partida de la madre como causa de una Spaltung en el sujeto…”6

Ahora bien, ¿de qué modo se produce la separación del objeto en cada juego? ¿Cuáles son las formas de esta función de corte? En principio, podría decirse que cada modalidad del objeto a requiere una vía distinta de constitución. La utilización de algunos juegos concretos podría servir para dar cuenta de este aspecto que articula juego, repetición y pulsión;7 sin embargo, no me detendré sobre este tópico en este breve artículo, dedicado a un esclarecimiento metodológico preliminar a toda elaboración clínica sobre el juego: sólo a través de la forma temporal que implica la repetición es que se propone una concepción no ingenua del juego en psicoanálisis. Asimismo, el juego es la vía privilegiada para esclarecer la noción de repetición en psicoanálisis. __________________1. Wittgenstein, L. (1953) Investigaciones filosóficas, Barcelona, Crítica, 2008. 2. “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé, pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé”. San Agustín, Confesiones, Madrid, Gredos, 2010. 3. A propósito de la cuestión de la simbolización, podrían recordarse los desarrollos del “Seminario 4” en función de una lectura elaborada del fort da según el par presencia/ausencia. Cf. Lacan, J. (1956-57) “El seminario 4: La relación de objeto”, Buenos Aires, Paidós, 2005, pp. 66-71. Respecto de la segunda interpretación, Lacan destaca su carácter derivado en el “Seminario 11” con los siguientes términos: “Freud, cuando capta la repetición en el juego de su nieto, en el fort da reiterado, puede muy bien destacar que el niño tapona el efecto de la desaparición de su madre haciéndose su agente, pero el fenómeno es secundario”. Lacan, J. (1964) “El seminario 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, Buenos Aires, Paidós, 1995, p. 70.4. Ibid., p. 70.5. Ibid. 6. Ibid. 7. Me ocupo de esta cuestión en mi libro surgido de un seminario en el Foro Analítico del Río de La Plata: Cf. Lutereau, L., Los usos del juego. Estética y clínica, Buenos Aires, Letra Viva-Farp, 2012.

Juego y responsabilidad subjetiva

Por Edmundo Mordoh

A los que nos hemos interesado en el tema del juego, nos resulta muy familiar la tierna escena que describe Johan Huizinga en su Homo ludens: para demostrar cómo en el juego no se trata de la vida “corriente” o de la vida “propiamente dicha”, y que consiste en “escaparse de ella” a una esfera 

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temporaria de actividad que posee “su tendencia propia”, brinda el ejemplo de un padre que encuentra a su hijo de cuatro años sentado en la primera silla de una fila jugando al “tren”. Cuando acaricia al niño, éste le contesta “papá, no debes besar a la locomotora, porque, si lo haces, piensan los coches que no es de verdad”.1 

Lacan también da el ejemplo de un juego, que él mismo encuentra particularmente sorprendente, para demostrar cómo en todo juego lo que encontramos es la relación de un sujeto con el saber inconsciente. Se trata de una niñita de tres años de edad que había encontrado un juego, “que no era en absoluto por azar”, el de ir a besar a su padre, mientras iba al extremo de su cuarto y se aproximaba a paso lento. A medida que se acercaba, se precipitaba hacia el padre, escondiendo estas palabras: “Eso va a llegar”.2

En ambos ejemplos nos encontramos con besos, y padres, tensando el campo desplegado en el juego. La ternura e ingenuidad de la escena que propone Huizinga quedan disipadas al ser confrontadas al, un poco más, inquietante ejemplo que Lacan propone, sobre todo si tenemos en cuenta que, en francés, el término que se utiliza para “beso”, “baiser”, es el mismo que se utiliza para “coger”. “Eso va a llegar”, claro que, en los tiempos lógicos constitutivos de la infancia, es deseable que “eso”… no llegue nunca. En el lugar de “eso”, nos encontramos con un juego. Y es que si bien no podemos en la infancia conceptualizar el acto en tanto acto sexual, encontramos en el juego un equivalente estructural al acto. El juego nos anticipa que es impensable la estructura psíquica sin acto. 

En “Inhibición, síntoma y angustia”, Freud dice que la angustia, que originariamente es la reacción frente al desvalimiento del trauma, es más tarde reproducida como señal de socorro en la situación de peligro y que, en ella, “el yo, que ha vivenciado pasivamente el trauma, repite (wiederholen) ahora de manera activa una reproducción (Reproduktion) morigerada de éste, con la esperanza de poder guiar de manera autónoma su decurso”.3 

En ese punto, y con mucha precisión, Freud ubica una fuerte equivalencia entre la angustia y el juego de los niños: “Sabemos que el niño adopta igual comportamiento frente a todas la vivencias penosas para él, reproduciéndolas en el juego; con esta modalidad de tránsito de la pasividad a la actividad procura dominar psíquicamente sus impresiones vitales”.4

Esta relación que Freud establece entre angustia y juego es altamente fructífera, en tanto deja al juego alineado con el acto. Freud afirma que lo decisivo en relación a la angustia es el primer desplazamiento de la situación de desvalimiento en la que la angustia se origina, hasta su expectativa, la situación de peligro. Sin duda, se trata de la relación de la angustia al acto. Sirviéndonos de la equivalencia entre angustia y juego, sostenemos que el juego también puede ser conceptualizado como un antecedente lógico del acto: “Uno se prepara a lo inesperado”, afirma Lacan. Lo inesperado “atraviesa el campo de lo esperado alrededor de ese juego de la espera” y esto será, solamente, “haciendo frente a la angustia”.El juego, entonces, exige no solamente ser pensado como una operación abreactiva en la que se tramitarían ciertas marcas traumáticas, de una forma intrínseca al principio del placer, sino que da cuenta del modo en el que ser hablante se posiciona frente a “lo inesperado”, en el horizonte mismo del acto. 

Sabemos que Lacan ubica como secundaria la interpretación que hace Freud del juego. Así, cuando Freud capta la repetición de juego de su nieto en el fort da reiterado, “el niño tapona el efecto de desaparición de su madre haciéndose su agente, pero el fenómeno es secundario”.5 Lacan destaca, en su lugar, los efectos constitutivos del sujeto, implícitos en el juego: “El juego del carrete es la respuesta del sujeto a lo que la ausencia de la madre vino a crear en el lindero de su dominio, en el borde de la cuna, a saber, un foso, a cuyo alrededor sólo tienen que ponerse a jugar al juego del salto”. El juego es, ante todo, una respuesta del ser hablante. Lo que interesa destacar es que esta respuesta del ser hablante no tiene nada de automático. Lo que el juego viene precisamente a demostrar es que hay un real más allá del automaton, del retorno, de la insistencia de los signos tal como la rige el principio del placer. Nos encontramos, acá, en el territorio de la tyche.

De lo que se trata, entonces, es de que la compulsión a la repetición, en tanto da cuenta de la tyche, confronta al ser hablante con lo electivo de la estructura: ese punto en el que nos vemos conminados, de entrada, a tener que responder. El juego, entonces, supone una toma de posición. Un pasaje, para el niño, de la pasividad a la actividad.Si el juego es constitutivo de la subjetividad, lo es en tanto supone una elaboración, una respuesta, a partir del disruptivo encuentro con lo real. Cuando Lacan dice que el juego del carretel es la respuesta del sujeto a la ausencia de la madre, sitúa, en esa ausencia, una “hiancia causal”. Es decir que, a nivel de la causa, no nos encontramos con una determinación significante sino justamente con la hiancia, con la ausencia misma del significante. Es allí donde nos vemos conminados a responder.

Etimológicamente, “responsabilidad” y “responder” comparten la misma raíz. Responsum, dice Benveniste en suVocabulario de las instituciones indoeuropeas, es el decir de los intérpretes de los dioses, particularmente los arúspices, que antes del acto arriesgado dan la seguridad en retorno de la ofrenda. Para Gabriel Lombardi, el oráculo es la verdadera respuesta, porque en ella los signos del azar reemplazan al saber que no hay en el momento de la elección.6 El oráculo no recurre a un saber ya constituido, sino que recurre al azar (¿un juego de azar?). 

Para Huizinga si bien a primera vista la esfera de la ley, el derecho, la justicia y las decisiones que en ese marco se toman –es decir decisiones que pueden tomar valor de acto– parecen alejadas de la esfera lúdica, podemos establecer una fuerte afinidad entre derecho y juego. Así, sumergiéndonos en el universo griego, muestra cómo en la Ilíada, Zeus pesa la suerte en una balanza sagrada, antes de que empiece la batalla.7 Para Huizinga, esta acción de pesar es el juicio mismo. Así, las ideas de la voluntad de Dios y de la fatalidad de la suerte se hallan íntimamente relacionadas.

La palabra griega para justicia, según Huizinga, tiene una escala de significaciones que va de lo puramente abstracto a lo más concreto. Señala que existe 

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una estrecha relación entre “administración de justicia” y “suerte” que puede derivar hacia la palabra “arrojo”. También en el hebreo la palabra para “ley” y “derecho”, thora, deriva de un tronco verbal que significa “echar a suertes”, “disparar”, “probar la sentencia del oráculo”.

No podemos dejar de entusiasmarnos al encontrar estas vías que nos conducen del juego al acto. ¿Podemos acaso dar cuenta de la relación entre el arrojar intrínseco del juego de los niños –pensemos de nuevo en el fort da– y el arrojo que todo acto supone? Creemos que esta posibilidad es más que interesante. También nosotros, analistas, podemos dar cuenta de esa relación por nuestras propias vías. Un psicoanálisis podría constituirse como el ejemplo perfecto de esto: invitamos al ser hablante, a través de la regla fundamental, a participar de un juego, proponiéndole dejar a un lado, en el espacio y tiempo del análisis, su responsabilidad. Puede hablar “libremente”. Lo hacemos, sin embargo, porque sabemos que este dispositivo no puede conducirlo a otro lugar que el del acto, es decir el lugar del pleno reencuentro con su responsabilidad, claro que ahora bajo coordenadas menos sacrificiales, menos terribles. 

Si Winnicott sostenía que al psicoanalista “tiene que resultarle valioso que se le recuerde, a cada instante, no sólo lo que se le debe a Freud sino a esa cosa natural y universal que llamamos juego”,8 pensamos que es justamente porque la posición del analista no puede ser la del sujeto supuesto saber. Sin embargo, sostenemos que la afirmación winnicottiana es en parte discutible, en tanto conceptualiza al juego como “una cosa natural y universal”. Esta afirmación podría confundirnos por su cariz casi instintivo, que nos haría extraviar y olvidar la verdadera “naturaleza” del juego, en tanto da cuenta de lo electivo de la estructura y de la necesaria respuesta que convoca en el ser hablante.El analista debe recordar efectivamente, además de lo que le debe a Freud, lo que le debe al juego (aunque es gracias a Freud que comprendemos mejor lo que el juego es), pero ya no en tanto algo “natural”, sino en tanto ubicamos en él la respuesta de un ser capaz de elección ante lo real de la estructura. 

La meta última de un análisis no puede ser entonces suponer un encuentro engañoso y aplastante entre sujeto y sujeto supuesto saber. No puede ser esa tampoco la responsabilidad última que esperamos para el ser hablante. Para Lacan, el análisis tiene que culminar “en otra cosa que en la identificación de un sujeto indeterminado, en el sujeto supuesto saber, es decir en el sujeto del engaño”. Si supusiéramos que hay un encuentro posible entre sujeto y sujeto supuesto saber, no estaríamos entendiendo verdaderamente el juego: hay un “tercer jugador” nos dice Lacan, la realidad de la diferencia sexual ante la que el ser hablante ha tomado posición activamente. Es por eso que Lacan se puede referir al objeto a como el “suplemento lúdico” del sujeto. Es precisamente ese objeto a lúdico, irreductible a cualquier saber, el que hay que poner a jugar en la transferencia, y que da cuenta del juego del ser hablante ante lo real. El deseo del analista, como sostiene Lacan, opera en esa dirección, tan opuesta a la de la consolidación (engañosa) del sujeto supuesto saber: “lleva al paciente a su fantasma original, eso no es enseñarle nada, es aprender de él como hacerlo”.9

Si, como podemos leer en “El creador literario y el fantaseo”, el juego es un antecedente del fantasma, sostenemos que la operación sobre la transferencia, en análisis, tiene que generar un movimiento del fantasma al juego. Hay un real que podemos extraer del fantasma, el a lúdico. 

Por último, una aclaración. Si para los adultos el juego sobre la transferencia no conduce a otro lugar que el del acto, en la infancia, un análisis, se detiene antes: debe permitir que un niño pase del jugar en la transferencia a… jugar. Somos los adultos los que nos debemos hacer cargo del riesgo, permitiendo que el niño vaya produciendo sus propias respuestas. Si un acto no es solamente cruzar el Rubicón sino, por ejemplo, hablar, ya que en tanto que hablamos nos debemos hacer responsables de aquello que hemos dicho –es lo que el psicoanálisis nos enseña–, es entendible que un niño en análisis no hable a través de la asociación libre sino que juegue o, quizás, que hable a través de sus juegos. Recordamos, sin embargo, la muy pertinente apreciación de Melanie Klein cuando sostiene que ella no consideraría terminado ningún análisis de niños, ni siquiera el de niños muy pequeños, “a menos de lograr finalmente que –el niño– se exprese con palabras, hasta el grado de que es capaz”.10 Lo que entendemos es que el horizonte en el que opera el juego, si las cosas salen bien, no es otro que el del acto: “Eso va a llegar”. 

_____________1. Huizinga, J (1938) Homo ludens, Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 21.2. Lacan, J. (1964-1965) “El seminario 12: Problemas cruciales para el psicoanálisis”. Inédito, Clase del 19/05/1965.3. Freud, S. (1925) “Inhibición, síntoma y angustia” en Obras completas, op. cit., Vol. XX, p. 156.4. Ibid.5. Lacan, J. (1964) El Seminario 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 1990, p. 70.6. Lombardi, G (2011) “Comunicación preliminar al VII Encuentro de la IF-EPFCL”. Disponible en Internet: http://www.champlacanien.net/public/3/evRDV.php?language=3.7. Ibid., p. 107.8. Winnicott, D. W. (1971) “El juego. Exposición teórica” en Realidad y Juego, Barcelona, Gedisa, 1992, p. 65.9. Lacan, J. (1964-65) El seminario 12: Problemas cruciales para el psicoanálisis. Inédito, clase del 19/05/65.10. Klein, M. (1927) “Simposium sobre análisis infantil” en Obras completas, T. I, Buenos Aires, Paidós, 1987, p. 158.

Jugar el cuerpo

Por Luján  Iuale

Si hay algo que signa la clínica con niños es la relevancia que cobra en ella el cuerpo no solo del niño sino también del analista. Es en ese “encuentro de cuerpos”,1 donde el juego hará de eslabón, o tal vez debamos decir: el jugar para darle al verbo todo su valor, como un significante no tan necio.2

Entendemos que el jugar difiere de la escena de juego en sí, en la medida en que es lo que la posibilita, y es en los confines de esa escena donde asoma la angustia, interrumpiendo el juego. Otras veces la escena no puede montarse porque lo que se presenta es un cuerpo que irrumpe desregulado. Tal 

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desregulación no es propia de una patología en sí, sino una respuesta a la imposibilidad de enlazar lo imaginario, lo simbólico y lo real: algo se suelta y las consecuencias se evidencian en un discurrir donde parecieran perderse los bordes que harían de tope o límite.

Por otro lado, la constitución del cuerpo como tal no sería viable si algo del jugar no se produjera. Ya es sabido que un bebé, en el cuerpo a cuerpo con el otro de los primeros cuidados, en el encuentro con la voz y la mirada de ese otro, empieza a jugar; siendo la sonrisa y la exploración del mundo indicios de subjetividad. No podemos dejar de resaltar el valor conferido al laleo como un modo primero de jugar con lalengua, fundamental en la apropiación del lenguaje y en la posibilidad del ser hablante de hacerse sujeto de discurso.

Entonces, para que el cuerpo se constituya es necesario que el niño pueda jugar, y no es menos importante que el otro que preste cuerpo, voz y mirada también pueda hacerlo. De allí devendrán las primeras trazas con las cuales se constituirán el psiquismo, el cuerpo y el mundo. 

Ahora bien, en la época actual los niños que habitan en las grandes ciudades han ido sufriendo una modificación cada vez mayor en los modos de jugar. No es que los niños de hoy no jueguen, sino que muchas veces no se les ofertan espacios en los cuales se privilegie el jugar en sí. Tenemos por un lado el avance de los medios electrónicos, donde el juego es en soledad: el niño y la máquina. Incluso cuando son dos los que juegan al mismo tiempo, la referencia pareciera no ser el otro, sino la máquina en sí. Pero además una de las afecciones que más insisten en los niños de hoy es el aburrimiento. Ante una oferta desmesurada de juguetes costosos, el aburrimiento irrumpe, acompañado de la desvitalización del cuerpo y la pérdida de disfrute. Poder imaginar, construir escenarios diferentes, simbolizar y realizar un “como si”, conlleva no solo placer sino que permite muchas veces poner en escena algo del propio acontecer. Cuando esto no sucede es mucho lo que queda sin tramitación. Hoy en día nos encontramos con una gran cantidad de consultas donde lo que prima es una demora significativa en la adquisición del lenguaje, cuerpos que se presentan desregulados y donde el lazo al otro está claramente perturbado. Son niños que suelen ser mal diagnosticados, se tiende a incluirlos bajo los llamados trastornos generales del desarrollo, incluso muchos reciben el diagnóstico de autismo. Sin embargo puestos al trabajo en el dispositivo analítico comienzan rápidamente a ampliar los recursos: tanto en el uso del lenguaje como en el tratamiento del cuerpo. Entonces nos sorprendemos por los efectos, cuando en realidad lo que estos niños denuncian, al volverse síntomas de lo social, es la necesariedad de devolverles el carácter de niños, para que algo allí empiece a desplegarse.

Jugar es hacer con lo real. Tomaré dos pequeños recortes: se trata de niños en los cuales el cuerpo ha sido afectado de un modo específico: uno por la vía del maltrato y otro por la enfermedad orgánica que signó la imagen del cuerpo.Lucila ingresa a la sala de internación pediátrica con dos años. Presenta lesiones en ambos parietales, las cuales según la madre fueron consecuencia de “un golpe con una hamaca en la plaza”. Los médicos solicitan interconsulta con psicopatología por dos razones: las lesiones no se corresponden con el relato de la madre y además “la nena no se deja tocar”. Si alguien se acerca empieza a dar manotazos y patadas haciendo dificultosas las curaciones. Las lesiones que tenía requerían ser tratadas mediante cirugía plástica, con la aplicación de injertos que reiteradamente eran rechazados.En la sala decían que parecía un “monstruito”. Cuando la veo por primera vez estaba en uno de sus tantos berrinches, arrancándose las vendas que le cubrían la cabeza y los cuatro miembros, ya que de estos últimos obtenían la piel para los injertos.

El problema mayor era cómo aproximarme a la niña, ya que cualquier acortamiento de la distancia era repelido con los berrinches y los juguetes que llevaba (volaban literalmente por la sala). Supervisión de por medio, recuerdo que situamos al “rechazo” como un significante que parecía estar mordiendo directamente el cuerpo y que seguramente era solidario al lugar conferido por el Otro a esta niña. 

La primera maniobra fue acercarme sin mirarla, velando mi presencia, al tiempo que acerqué mi mano a su cuerpo para hacerle cosquillas. Lucila pareció sorprendida, se dejó tocar. Yo la miré de reojo y sancioné su sonrisa como una aceptación. Las cosquillas no son posibles sin el encuentro con el cuerpo del otro, son de hecho indicio de la afectación producida por dicho encuentro.3 También las palabras cosquillean el cuerpo, libidinizándolo. En las sesiones siguientes le hablé de las heridas que tenía en la cabeza y en las extremidades, nombré el dolor e incorporé una muñeca a la cual le puse un vendaje como el suyo. Lucila empieza a señalar los brazos y las piernas de la muñeca para que yo le ponga las vendas. Acompaña el gesto con un “acá” que repite pero que es acotado a la representación de lo que ocurre en su propio cuerpo y cuando uno de los muñecos fue “curado”, el juego se desplazó a otro. 

Las sesiones transcurrieron curando muñecos, mientras los berrinches desaparecieron. Surgió la sonrisa, el despliegue del juego y un explorar el mundo circundante que marcó una apropiación cada vez mayor del cuerpo y del espacio. Hubo tolerancia con la cercanía del cuerpo del otro y pasó a ser la princesa mimada de la sala. Los injertos no sufrieron nuevos rechazos y el turbante de vendas fue reemplazado por gorros de colores. Surgieron las palabras y en unos meses comenzó a armar frases simples que denotaron una inmersión diferente en lo simbólico. 

Los padres consultan por Matías de 4 años: “se le escapa el pis”, “desobedece, ignora las órdenes” y “se opone a todo lo que le que le piden”. Nació con labio leporino y paladar fisurado; y atravesó ya dos cirugías. La mamá dirá: “Cuando me dijeron que tenía labio leporino, yo lo miré directamente a la boca”. Esta frase produce una juntura entre “lo miré a los ojos” y “le miré la boca”. Al mes y medio de nacido Matías tuvo un episodio de apnea que requirió internación en terapia intensiva y luego estuvo diez meses con oxímetro de pulso para controlar la oxigenación al dormir. “Tuvo muerte de cuna”. A partir de esto: “Había que mirarlo permanentemente”.

Esa mirada que primeramente estuvo al servicio del cuidado, se fue transformando en una mirada localizada en lo que agujerea: el pis que se escapa. Matías “buscando problemas”, “la desobediencia”, el aislamiento respecto de sus pares “porque se da cuenta que es diferente”.Matías se presenta con una preeminencia de la mirada por sobre la voz. De hecho pareciera hablar con los ojos, mientras mantiene la boca cerrada. 

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Descarta todos los juguetes que tienen alguna falla, dice “éste, no”. Se pone de espaldas cuando no quiere conectarse con el otro, como si bastara retirar su propia mirada para que el otro no esté. Dado que tenía que hacer un tratamiento odontológico, incorporé masas para jugar. Empieza a usar algunos juguetes que “muerden”. Ante el retiro de mi mirada, dice algunas palabras. Arma un cerco donde coloca algunos animales: el encierro empieza a modularse en un afuera. Encerrará muñecos y fichas y, él también, se encerrará en el baño, bajo el pretexto de “tengo que hacer caca”, situación que generaba una espera posterior porque quería que el adulto lo limpiara. 

Abstenerme de requerirle que hable, que juegue, que mire; sustraerme como voz y mirada que convocan y asisten, habilitaron un primer pedido: “quiero jugar con vos”. A partir de allí aparecerá un dragón que “está enojado con todos, porque lo querían matar”.Cuando la mirada empieza a tacharse, la falla deja de ser aquello que se ofrece a ser mirado (el labio, el pis que se escapa, el hacer lío). Surge la voz y la direccionalidad al Otro, un convocar que abre la escena de juego para que algo nuevo pueda producirse. Matías puede llevar el juego de las mordidas al consultorio odontológico, donde tomarán las muestras para los aparatos, sin que esto tenga que ser intrusivo para él. Primer movimiento que introduce lo lúdico, habilitando una diferencia.

La falla se hace presente otra vez, toma un dibujo y lo empieza a cortar. Dice: “Corto a tu bebé”, “Es feo”, “Tiene fea la cara”; “lo cortó en pedacitos y se murió”. Luego recorta una revista y se da cuenta que hay dibujos de personas del otro lado, grita y aclara: “Gritan porque los cortan, están asustados”. Le hablo de las cirugías y del dolor en el cuerpo. Responde: “A mí me operaron porque nací con el labio abierto”. El temor a que lo muerdan figuras femeninas se jugará en la transferencia: ve un cazador y dice “es una bruja”; y agrega: “callate tonta, ¿no ves que me querés asustar?”. 

Una boca fallada, un agujero que hay que suturar, una mirada que tapona la voz; y las primeras discontinuidades. Se ubica este punto del decir materno, señalando la importancia del callar para que otro pueda decir. Matías elige jugar con las fichas de las damas y del ajedrez. Las ubica de modo tal que nadie pueda comer a nadie, apareciendo el “me aburro”. Arma familias con las piezas e incluye a las que les falta alguna parte, o que su forma pareciera que tuviesen alguna falla. Señala las torres y dice: “Son hijos”; “tienen la cabeza agujereada”. Señalo: “Todos tenemos agujeritos en la cabeza: la nariz, la boca, las orejas”. Se ríe y agrega: el pito y la cola. En otra sesión elige un juego de letras y tomando la letra “O” pregunta: “¿Esto es un cero?”. Le pregunto que es “un cero” y dice: “Es para poder contar, es el primer número”.

Comienza a desplegar muchas palabras, cuenta cosas del jardín, programas que vio con su papá, cosas que le interesan. Lo que falta puede contar, hace referencia a que cuando él sea grande sus padres serán muy viejos; como la abuela, que se murió de “tan vieja”. Durante el último tiempo hablará de su boca y dirá: “esto no se me cura”. Cuando surge la necesidad de una nueva cirugía reparadora, hablamos sobre eso. Dirá: “no me va a doler, porque me van a poner una mascarita para dormir”. Posteriormente los padres comentarán que “entró solo al quirófano, de mano del cirujano”, con quien había establecido un buen vínculo.Retoma luego del verano, y ya iniciada la escolaridad primaria: está interesado por las letras, arma palabras sin dificultad. Ya no quiere estar solo. En una de las últimas sesiones tiene que ir al baño y va rápido diciendo: “No quiero desperdiciar tiempo, para jugar con vos”. ________________1. Lacan, J. El seminario 19: Ou pire... Paidós, Buenos Aires, 2012, p. 224. 2. Lacan, J. El seminario 20: Aun, Paidós, Buenos Aires, 2001, p. 34.3. Cf. Lutereau, L., La caricia perdida. Cinco meditaciones sobre la experiencia sensible, Buenos Aires, Letra Viva.

Juego en la clínica winnicottiana: existencia, autenticidad y vivir creador

Por Julieta Bareiro

Winnicott considera al análisis como dos zonas de juego superpuestas: la del analista y la del paciente. Es el jugar, y no el juego, a lo que describe como una zona de experiencias que involucran tiempo y espacio. Pero por sobre todo, la aceptación de una zona que no es interna, ni tampoco verdaderamente externa, sino que se encuentra en un espacio intermedio que se constituye a partir de la creatividad. Por eso ubica al jugar no sólo con el desear o pensar, sino también con el hacer. De este modo, el análisis es un acto en donde dos juegan. 

Aquí la noción de juego aparece como característica propia de los fenómenos transicionales. Winnicott pone el acento en la capacidad de jugar (playing) más que en el juego mismo (play). Esta es una manera de comprender que el libro Realidad y Juego (Reality and Playing) podría ser traducido como El jugar y la realidad ya que playing es el infinitivo y como sustantivo verbal designa la acción misma de jugar. Sobre este concepto ubica al ambiente como contenedor y al sujeto que transita de una no experiencia del juego a la capacidad de jugar solo y con otros. Corresponde a una actividad creativa y creadora que se despliega desde el juego del niño con la madre hasta las experiencias culturales como arte y religión. El mismo psicoanálisis es planteado como “un juego sofisticado del siglo XX”.

El concepto de juego atraviesa el corpus winnicottiano en relación con la capacidad creadora, la alteridad y las posibilidades del ser. Todo análisis remite, en última instancia, a un juego superpuesto de dos personas que juegan juntas. No se trata tanto de dos juegos diferentes, sino de que el analista juega al juego del paciente. La intención de Winnicott es dar cuenta de la maleabilidad del analista respecto de las condiciones de la clínica. Jugar, alude –en primer término– a una capacidad. Aquí da por sentado que el trabajo analítico es arduo, que exige preparación y disponibilidad. Pero también capacidad para 

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desplegar posibilidades de crear un marco contenedor lo suficientemente bueno como para que el paciente sienta confianza de ser dentro de ese ámbito confiable. Esta condición del encuadre permite que “el paciente se muestre creador”.

Se puede entender que la capacidad de jugar alude a la de jugar con y de (genitivo subjetivo) tanto del analista como del paciente. Ello involucra un estado de flexibilidad analítica donde el horizonte de la cura no tiene el rasgo de ninguna enseñanza. Winnicott siempre advierte no ser demasiado listo. Lo que intenta decir es que el juego analítico es contrario a cualquier imposición del saber, cuyo límite aparece incluso como una condición ética del mismo analista. En todo caso, jugar resulta saber hacer. Saber qué lugar ocupar y cómo jugar en cada análisis muestra también la capacidad de inventar a partir de lo que hace falta. Ya que no es igual la posición del analista frente a la neurosis que frente a la psicosis. Cada una involucra sus propias reglas y sus propios modos de juego. Cuando Winnicott insiste en que en el análisis se hace el juego del paciente, puede considerarse que no se trata tanto del saber del analista, sino de que el paciente encuentre el espacio para desplegar su propia singularidad. Remite a poder experimentar la realidad de ser sí-mismo, sin amenaza de acatamiento u obediencia. Lo que debe surgir es lo nuevo del paciente, en ese “espacio entre dos”. Este es el sentido que adquiere la función del juego en el análisis y que se constituye como anterior a la interpretación y a la transferencia, en la medida que el análisis winnicottiano apunta a la continuidad de la existencia. La función del analista es acompañar y sostener el descubrimiento de dicha capacidad. 

El jugar tiene rasgo de universalidad y que, en tanto potencialidad, es una manifestación de la experiencia de ser y hacer, que alcanza la problemática de la alteridad. Esto alude a la posibilidad de presencia y ausencia del otro. Jugar es aquello que se ubica entre la madre y el bebé, permitiendo separar a uno y otro, y juntarlos, paradójicamente, en el juego. El niño, que al comienzo juega con la madre en este ir y venir entre lo propio y lo ajeno, agregaría como logro poder jugar a solas en presencia de alguien. Esta es una nueva forma de relación entre lo transicional del juego y lo ambiental: el otro del cuidado como garante de confiabilidad, se encuentra presente en el juego como ausencia. Pero sobre todo, indica una vivencia vital de soledad. Jugar a solas en presencia de, pauta esa sutileza subjetiva de inventar mundos que se superponen tras telón del mundo compartido, sin que tenga algún rasgo de negación. Lo que muestra la diferencia entre una soledad propia del verdadero self y el aislamiento impropio del falso.

El análisis como “juego de a dos”. Winnicott entiende el análisis como aquel ámbito que debe estar ubicado en tiempo y espacios precisos para que el paciente pueda tener “la experiencia de sorprenderse a sí mismo”. Para ello es condición necesaria que el análisis se constituya como una superposición de espacios en donde dos juegan. Eso permite ubicarlo más allá de la condición técnica postulada por M. Klein: el juego es un fin en sí mismo que remite a la capacidad creadora que no se distingue entre etapas vitales en la medida que consigna a la propia existencia. Por eso establece una cuestión diferencial: jugar ya es terapéutico, porque se relaciona con el propio-ser en tanto creador. Justamente, en quienes no están en condiciones de jugar, se infiere una ocultación y detención del sí mismo. El trabajo analítico se orienta hacia la experiencia del jugar como manifestación de autenticidad. 

Ahora bien, es condición del análisis que el paciente sea capaz de usar al analista. Los silencios y la capacidad de juego del analista tienen que ver con ello. El analista debe saber callar porque la interpretación marca sus propios límites e ignorancia. Se trata de que el mismo paciente construya ese saber que en palabras de Winnicott, como modo de “percibir la condición de estar vivo”. De este forma vincula saber con existir en la medida que la expresión “Yo soy, estoy vivo, soy yo mismo” es la condición de posibilidad del vivir creador. Esta frase debe tenerse en cuenta en la medida en que –para el autor– el diagnóstico no hace referencia a “Normal versus Patológico”, sino a “Salud vs. Enfermedad”. Aquí, la salud hace a la posibilidad misma de la creatividad; pero no supone inexistencia de conflictos, sino “la sensación de continuidad en la experiencia de ser”. La enfermedad hará alusión a la futilidad de la existencia y el acatamiento. Ello no refiere a la ausencia de síntomas, sino que remite tanto a la pérdida de contacto con el mundo compartido como a la sumisión a la objetividad: “la ausencia de enfermedad puede ser salud, pero no es vida”.

Si el análisis se escenifica como un juego de a dos; el modelo ambiental originario será la guía para la construcción de ese espacio potencial entre analista y paciente. En este contexto, el setting analítico se pone al servicio de la cura, entendida como sinónimo de cuidado. Este término se orienta hacia la confiabilidad en condiciones de dependencia transferencial tal como sucede en las primeras etapas de la vida. Un entorno terapéutico confiable es aquel que se adapta a la impredicibilidad de cada paciente. No se trata de estandarizar los pacientes a los modos del análisis, sino de que el análisis se pueda adaptar a la emergencia del propio ser del paciente. Holding y handling se presentan como los elementos ineludibles de este setting winnicottiano. Que el ambiente analítico se constituya como contenedor, no quiere decir que sea condescendiente. Por el contrario, lejos de todo sentimentalismo, la clínica winnicottiana se orienta a la experiencia de ser sí mismo; clínica que no admite modelos ni referentes. Ser sí mismo implica novedad y vulnerabilidad. Aquí adquiere fuerza la idea de singularidad y resulta imposible estandarizar o anticipar los requerimientos de cada paciente en particular. Hacer el juego del paciente no es desestimar la interpretación, sino habilitarla luego de que el paciente pueda servirse de un ambiente en el cual no corre riesgos su subjetividad. Esto es el estado de dependencia al cual remite la noción de transferencia analítica. A partir de allí, el análisis se convierte en ambiente de confiabilidad que se puede usar. 

Análisis, creatividad y existencia. Winnicott refiere que el psicoanálisis tendía en otro tiempo a considerar la salud como ausencia de síntomas neuróticos, y que en la actualidad son necesarios criterios más sutiles, ya que para él: “Muy pobres somos, si sólo somos sanos”. La creatividad es el horizonte de toda clínica que hace del jugar su manifestación, contraria a cualquier imposición o sumisión. Por ello el análisis winnicottiano se orienta hacia una experiencia de libertad. Es bajo este sustrato que la continuidad del siendo puede desplegarse como el horizonte de sentido que posibilita la expresión del sí mismo.

Como se ha mencionado, su propuesta de análisis incluye todos aquellos fenómenos que remiten a la problemática incertidumbre entre ser y existir. No se trata de que rechace el factor del síntoma freudiano, la rivalidad edípica, el problema del deseo y su satisfacción. Al igual que Freud, hace hincapié en la idea ficticia de una vida normal, pero esta concepción se encuentra más ligada a problemáticas tales como la inautenticidad, el sentimiento fútil de la existencia y la incapacidad de sentirse “vivo, verdadero y real”. Esta es la manera en que cuestiona los parámetros formales de salud y enfermedad. 

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Winnicott pone el acento en donde estos factores se sostienen: la problemática de la facticidad del siendo. En todo caso, la clínica freudiana podría leerse como un derivado del existenciario winnicottiano. Para Winnicott lo radical es la continuidad de la existencia, a partir de donde un sujeto comienza a ser. La diferencia que Winnicott menciona es que, en los primerísimos estadios, el problema no está frente al deseo, sino ante la necesidad de existir. Aquí, resulta indispensable la existencia de otro que cobije y sostenga. Aunque no se tenga conciencia alguna de ello. Experiencia que retorna en el encuadre analítico.

La posibilidad de los fenómenos transicionales y la creatividad que se desprende de ella no surgen de entrada, sino que son un objetivo a realizar en el análisis y en presencia del analista. La cuestión del entre propio de la transicionalidad alude, justamente, a que el análisis no es en solitario. En la medida en que en ese espacio se posibilita por, al menos, dos. Pero no de cualquier manera. Winnicott le da una importancia radical a la soledad, no como sinónimo de aislamiento, sino como experiencia de la más genuina autenticidad, inefable y, por ello mismo, sagrada. Es lo que aparece en el jugar a solas del niño en presencia de alguien. Al mundo compartido se superpone lo más propio. Figura-fondo que no niega la alteridad, sino que la complejiza en distintos relieves. Jugar a solas en presencia del analista es la muestra de la experiencia de creación por parte del paciente. Que éste pueda “sorprenderse a sí mismo” muestra una posición inédita que señala, también, la posibilidad del fin del análisis. 

Referencias bibliográficas:Abadi, S. “La idea de la cura en Winnicott” en Revista de la Asociación Psicoanalítica Colombiana, Bogotá, 2005, Vol. 14, pp. 41-47.Bareiro, J. Clínica del uso de objeto: la posición del analista en Winnicott. Bs As. Letra Viva, 2012.Levin de Said, A El sostén del ser: las contribuciones de Winnicott y Aulagnier, Bs As, Paidós, 2009.Pelento, M. “Teoría de los objetos y proceso de curación en el pensamiento de Donald Winnicott” en Anuario de la Asociación Escuela de Psicoterapia para Graduados, Buenos Aires, 1985, Vol. 11, Rodulfo, R. Trabajos de la lectura, lecturas de la violencia, Buenos Aires, Paidós, 2009.Winnicott, D.W. Escritos de pediatría y psicoanálisis, Barcelona, Laia, 1979.— — Exploraciones Psicoanalíticas I, Buenos Aires, Paidós, 1993.— — Realidad y Juego, Buenos Aires, Gedisa, 2007.— — Los procesos de maduración y el ambiente facilitador, Buenos Aires, Paidós, 2007.

Jugar… De un Otro a los otros

Por Liliana Donzis

Un día descubrí que estaban jugando conmigo, era el muñeco de goma, el saltimbanqui que corría de un lado al otro… Como lo describe Paul Auster, era simplemente una mercancía estropeada”. 

Con estas palabras M comienza el análisis, con ellas intenta transmitir su historia de infancia.Que el sujeto juegue o se juegue no es equivalente a que el Otro o los otros jueguen con él. Aunque parezca una verdad de perogrullo esta diferencia es de enorme importancia porque nos informa sobre la emergencia del sujeto, o por el contrario sobre la posición de objeto a la que puede concurrir.

Si el sujeto en un análisis se instituye en el acto del decir, es posible indicar que jugar es en acto un acto del decir, esta hecho con la tela de la lengua y se entrama en las tres dimensiones del lenguaje RSI, real, simbólico e imaginario. Lacan al comienzo de su enseñanza nos propone una estructura mínima cuyos elementos están articulados, el sujeto, el objeto y el Otro. El falo será el significante de la diferencia. Cada elemento puede permutar su lugar con alguno de los otros y como corolario de estas operaciones se producen diferentes posiciones subjetivas. A su vez estas letras constituyen el axioma del fantasma. El juego transferencial destaca la vertiente fantasmática en la que el sujeto goza de su identificación al objeto y aunque se manifieste contrariado por ese goce, es en el análisis donde advierte su íntima relación con el goce en tanto está estagnado como objeto del Otro. Estar advertido de su posición le permite, no sin costos, suspender o transformar su lugar.

El paciente del epígrafe descubre que no desea estar como el muñeco de goma con el que jugaban sus hermanos. Un pequeño detalle de un sueño le abre un camino diferente, un grito a tiempo en medio de una pesadilla será un despertar a lo real. El grito lo despega de algo ominoso. Pasando de ser jugado por el Otro a jugar sus cartas y sus letras. Lacan refiere el juego a la apuesta de Blas Pascal. Le sirve para demostrar que lo lúdico porta una verdad pero que ésta es azarosa. Aun cuando se puedan conocer las reglas no hay saber anticipado. La solución es contingente.Infringir las reglas es también un modo de aceptarlas siempre y cuando se sostenga la condición que el azar propone, sin embargo en el extremo cuando se altera la contingencia por medio de maniobras –por cierto no siempre lúdicas–, el juego puede conducir a lo peor. Ocasión en que lo lúdico se rompe. En la cúspide de esta modalidad podemos ubicar la canallada.

El analizante antes mencionado advierte en transferencia que el significante impone condiciones a su juego. y también advierte la letra que en la vía de la pulsión entra a tallar en su vida erótica. A pasos de transformar una fijación de goce le resulta aun difícil renunciar a la posición en la cual, como en el tango, dice oír a su madre: “la oigo engañándome”.Freud compara los tiempos de un análisis con el noble juego del ajedrez, nos invita a reflexionar sobre el juego que la transferencia comporta cada vez, en cada análisis y en cada una de sus vueltas. No es un juego de niños con juguetes y otras pequeñas cositas sino que se trata de movimientos y 

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articulaciones. De goces y síntomas, de significantes y letras jugadas en el tablero transferencial de la cura.

El jugar de los niños en transferencia: El infans depende del Otro primordial al que Lacan definió como un lugar que puede encarnarse en los padres y en particular la madre. La función de los padres es transmitir la lengua siendo la madre quien da sentido y significación tanto al llanto como a los gorjeos del hijo, nombrando como juegos los ejercicios motores, sonoros y semánticos del niño.Freud hace una comparación muy interesante entre el sueño y el jugar, en el texto “El poeta y la fantasía” de 1908. En él nos propone una diferencia entre el jugar con las pequeñas cositas, die dingue que en lengua alemana es una declinación de Das Ding, “la cosa”. Las cositas participan de la realidad operatoria wirkclichkeit que difiere de la realidad del fantaseo. Freud sitúa que en la realidad operatoria se soporta la posibilidad del juego, en la medida que es una escenificación en y de lo real. En el juego inicial es la realidad operatoria la que requiere de las investiduras simbólico-imaginarias para encarnarse con un argumento. Por este carril tienen valor de escenas que también pueden ser relatadas o tan solo murmuradas, así como las escenas pueden operar en silencio.

En el niño los pequeños objetos soportan ciertas palabras que podríamos llamar significantes.1 

El objeto viene a ocupar el lugar de un vacío. El carretel del nieto de Freud, el osito de la pacientita de Winnicott, o el tren de Dick para Melanie Klein soportan algunas palabras que pueden jugarse en relación con un analista –y no solo jugarse en la vida doméstica–, porque también un niño puede jugar en la plaza, con los amigos o con los primos. ¿Por qué será necesario un analista? Porque en ese jugar algo cambia. Hay un lugar que puede tener para el niño, no es que lo sepamos previamente, más bien sabemos que no sabemos y que en todo caso el niño a partir de la intervención del analista puede ubicar en cierto momento un saber jugar, una suposición de saber2. La suposición de saber en la que se enraíza la transferencia es para un niño un saber en y de lo lúdico. La dimensión lúdica es real, simbólica e imaginaria, y es basal en la transferencia instituyendo el sujeto y el analista en amplio espectro del campo lúdico.

El nietito de Freud no tenía idea acerca del sentido de su juego. Él tenía un carretel y algo le pasaba al tirar el carretel de ida y de vuelta, pero es Freud el que le dió sentido a esa oposición fonemática, el “o-o-o” “a-a-a”, oposición sonorizada en la que la voz y el sonido operan sobre un pedacito de algo, del cual Freud dijo que concierne a la partida y al regreso de la mamá. Efectivamente su nieto jugaba cuando la mamá no estaba, y Freud tuvo la oportunidad de visualizarlo, pero también de oírlo.

¿De dónde surge el juego? ¿De dónde extrae su fuerza? Según mi criterio, el juego surge de la fuente pulsional. Se alimenta del circuito de la pulsión.Jean Piaget conceptualiza el juego en términos de acomodación y asimilación, por ende de adaptación en el que las cositas van a implicar algún tipo de ejercitación motriz logrando en algún momento el surgimiento de un juego mejor o más elaborado que el anterior. El psicoanálisis por el contrario no apunta a la conciencia motriz como fuente de la experiencia lúdica.Lacan en el seminario “La angustia”, nos dice que cuando Piaget hace los experimentos a partir de un juego para verificar la noción de conservación del volumen, de conservación del peso y de conservación de la sustancia, cuando comienza a jugar con el agua que sale de la canilla y la pone en un vaso y el vaso lo pasa a otro vaso… –y los nenes además se divierten–, hay un plus de placer en el juego. Piaget no está en lo cierto. Lacan retoma este juegoadaptativo y reflexivo para decirnos que el gran epistemólogo suizo se equivoca. Que él no toma en cuenta que el agua sale del grifo, sale del robinet, que en lengua francesa es lo que en nuestra jerga llamamos “pito”. El agua sale del pito, es decir que hay algo del orden de la sexualidad que Piaget y otros psicólogos no han tenido en cuenta. Es el falo el que da cuerpo al juego y al interés que despierta la salida del agua y su trasvasamiento. El falo presentifica en el juego la distancia radical que hay entre una función meramente intelectual y adaptativa y un interés en la investigación sexual, y el goce que le es inherente.

Para concluir: Jugar concierne a una función de encaje e inmixión entre el sujeto y el Otro instalando al mismo tiempo ese borde que va haciendo una diferencia entre el sujeto y el Otro. Acota el goce agujereando con el significante lo real contorneando la imagen del cuerpo y enlazándolos.Será función del analista aislar algún un hilo para seguir el juego antes que otorgar una comprensión demasiado rápida, se trata de una suposición lúdica que puede darse sobre un dibujo, un relato, una teatralización. Cualquiera de estas instancias participan del amplio espectro del juego brindando el sitio transferencial para que ese juego, ese dibujo o ese hacer con permita soportar algunas palabras que conlleven efectos en relación a la emergencia del sujeto. Hay algo que en la posición del analista requiere de ese espacio, de ese pequeño recoveco en el que hay lugar para ositos, trenes, dibujos animados que invitan al analista a estar presto a lecturas y a jugar con el equívoco.El analista puede contar con un saber sobre la función del jugar, pero no sabe qué juego puede surgir en cada niño y en cada sesión. Lo lúdico desde esta dimensión es una apuesta que convoca a la contingencia, asimismo sitúa una intermediación constituyendo un borde. 

Jorge Fukelman nos transmitió, en un tiempo en el que el psicoanálisis con niños de raigambre lacaniana recién comenzaba a practicarse en nuestro país, que no hay un sujeto productor del juego sino que es a partir del juego que surge el sujeto.El analista no se encuentra en posición de enseñar a dibujar y escribir sino que se interesa por el niño que padece de algo y que asiste al consultorio para situar el efecto sujeto. Aun en un niño de muy corta edad, si los padres acuden con su hijo al analista es para que un sujeto pueda surgir por vía del acto analítico. De objeto correlativo al fantasma materno a que se juegue en el discurso como uno entre otros. De ser o estar jugado a jugar. De un Otro al otro como semejante y prójimo3. En este preciso punto en el análisis de hombres, de mujeres y de niños es menester que el analista sepa abrir la puerta para ir a jugar. 

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__________________1. Interlocución con Jorge Fukelman a partir de una presentación clínica en Reuniones de Psicoanálisis Zona Sur. Año 2002.2. Liliana Donzis. Jugar, Dibujar, Escribir: Psicoanálisis con niños Extractado del texto “Reality Games, Tiempo de transferencia”. Edit. Homo Sapiens. 1998.3. Véase Isidoro Vegh en su libro El prójimo, plantea una diferencia crucial entre el semejante y el prójimo. Edit. Paidos. 2002.

Juego y melancolía

Acerca de los “juegos de duelo” en la infancia

Me disponía a escribir este artículo cuando recibí el llamado de los padres de una niña de 4 años, que iba a ser intervenida quirúrgicamente en unas pocas semanas. Se trataba de una operación de corazón “a cielo abierto”: su hija nació con “un agujero en el tabique interventricular” (tabique que une y comunica ambos ventrículos del corazón). Han esperado que “cierre” de manera natural, dicen ellos, pero de seguir esperando pueden aparecer secuelas y cardiopatías asociadas, por lo cual han decidido, luego de un largo camino de idas y vueltas, dudas, consultas a diferentes equipos y especialistas durante este tiempo, realizar finalmente la intervención y “darle un cierre”.Se me pide un trabajo de “psicoprofilaxis” ya que los médicos han dicho que los factores emocionales influyen decididamente en estos casos. Aún resuenan en mí las palabras con las que nombran y presentan la enfermedad en nuestro primer encuentro: 

M: Nos nació así, fallada, sin terminar, con un agujero.P: Nosotros le decimos a ella que nació con un agujerito, “El agujerito sin fin”. M: Cargamos con una doble angustia, por un lado al tener que tomar la decisión de la operación y por otro por tener una hija así.Se inaugura de esta manera la posibilidad de un espacio y tiempo de trabajo conjunto, con los padres, con la niña y con el equipo médico, para la intervención temprana psicoanalítica e interdisciplinaria, la que es simbólica, real e imaginaria. ¿Cómo formalizar el campo de las intervenciones tempranas psicoanalíticas e interdisciplinarias en la clínica con bebés y niños con problemas en el desarrollo? Vino a mi auxilio, en su oportunidad, una propuesta de Lacan: “Esto se vuelve mucho mas claro, y mucho mas fácil de connotar a partir del momento en que planteamos el problema en términos de duelo”.1

He intentado, desde entonces, plantear en términos de “trabajo de duelo”, un duelo de estructura y clínico, varios de los problemas y desafíos a los que nos vemos confrontados los psicoanalistas y profesionales de los equipos interdisciplinarios que desde hace ya varias décadas venimos pensando este complejo campo clínico.

El trabajo de duelo y el del juego llaman y convocan a poner en marcha y funcionamiento al conjunto del universo de lo simbólico, apelan a la función y funcionamiento de los significantes de los nombres del padre para intentar responder “al agujero”; un agujero reduplicado, en el caso de esta niña, por lo real orgánico y lo real en la falta del saber, cuyos bordes simbólicos se presentan como imprecisos y son aquellos a que se intenta “precisar y dar medida” en el trabajo de dar lugar al rito simbólico para conformar un velo imaginario posible para lo real del cuerpo.Mis investigaciones y práctica clínica me han llevado a publicar una hipótesis sobre la que he denominado “posición melancólica” en la infancia.2 Se trata de una posición del niño y su cuerpo con relación al Otro que, además de múltiples presentaciones clínicas en caso de perpetuarse, puede constituir una de las puertas de entrada o bien al autismo o bien a las psicosis. Es en múltiples formas clínicas, cuya unidad no puede certificarse, donde podemos reconocer aquellas formaciones clínicas tempranas que son frecuentes en bebés y niños pequeños con deficiencias mentales, sensoriales y motrices, u otras, congénitas o adquiridas, pero que también, y esto es lo importante, pueden presentarse en bebés y niños que no presentan problemas de desarrollo de base orgánica, lo que nos lleva a pensarlas como una misma posición subjetiva del niño y su cuerpo en el Otro.

El trabajo del juego y el trabajo del duelo: En la melancolía en la infancia, la devoración de que se trata es la del yo mismo, es la imposibilidad de que “yo advenga donde ello era”. Aquellos que propuse como “juegos de duelo” tienen valor constitutivo y constituyente, son el lugar y tiempo donde se libran las batallas del yo en la infancia. Los “juegos de duelo” son el escenario donde la operatoria del duelo por el falo (de estructura) se efectúa en la infancia. En la posición melancólica, el niño y su cuerpo, como objeto a, no ha sido enlazado fálicamente al campo del Otro, y al no inscribirse el significante que da cuenta simbólicamente de la pérdida originaria y primordial ésta ha sido inscripta como rechazada de lo simbólico y retorna en lo real. Lo propio de esta posición, a diferencia de otras, es la identificación absoluta y masiva del niño y su cuerpo “al objeto rechazado”, que por no ser inscripto y afirmado como perdido simbólicamente, por obra del significante falo y su operatoria, hace su ingreso y retorno, como objeto de rechazo desde lo real.

Nuestra clínica nos ha llevado a plantear a esta posición como una de las puertas de entrada o a la psicosis melancólica o bien al autismo para el niño. La melancolía y la verdad se entrelazan si el agente materno, por la combinación de diversas vías facilitadas, no puede dar entrada al cuerpo del niño requerido a la subjetividad, sino sólo ver lo que es; no puede simbolizar lo real como algo diferente a lo que es, entonces, no puede recubrir, vestir e investir fálicamente, libidinalmente, amorosamente, imaginariamente, el cuerpo de su hijo. No advienen los juegos de engaño en los que resultan tomados y deciden dejarse tomar los personajes de la comedia del falo en su dimensión tragicómica, la del equívoco y la imagen del cuerpo, quedando obstaculizado el investimento libidinal y la falicización del a como i(a). 

El duelo es un proceso inconsciente, sólo es conciente su desenlace. En la melancolía el desenlace no es el triunfo de lo perdido, sino que lo que queda de 

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saldo es el yo como perdido: identificación del niño y su cuerpo en el Otro primordial a la pérdida de la pérdida, a la herida mortal, resto y saldo de una batalla perdida antes de ser librada y que, paradojalmente, por no haberse jugado (juego de duelo no jugado) “no se sabe qué se perdió”. A causa de la ausencia de duelo de estructura y su operatoria, en la melancolía encontramos la presencia de un dolor impreciso o la ausencia de dolor.El trabajo de duelo y “el trabajo del juego” se relacionan y articulan, aun en sus diferencias, al complejo de castración y a la significación fálica, es decir a la represión. El trabajo del juego encarna la estructura y su operatoria en el niño, anudando y articulando su desarrollo y lo real orgánico. Los juegos de duelo y los duelos en juego tendrían la función de operar el traspaso de la función de a en i(a), para el nacimiento del sujeto y los objetos en el deseo (los objetos transicionales o los juguetes).

Juegos de duelo: “El trabajo del juego”, significante que he propuesto en mi trabajo de investigación, supone el traspaso, la transferencia, de la función de a en i (a), así he ubicado también la dimensión tragicómica del juego en la experiencia analítica con niños. El juego “encarna” la estructura y la articula con el desarrollo en la infancia, en este caso, los “juegos de duelo”: los “duelos por el falo”, encarnan la estructura de la operatoria de privación y castración.En la clínica trabajamos con aquello que en estas operatorias está viéndose dificultado o ausente. Habilita a conjeturar acerca de un supuesto jugador y de un juego que no ha podido ser reconocido como tal. Los niños en posición melancólica ocuparían el lugar a, no caído simbólicamente, es decir, no producido como ausente, no velado, ni ocultado, enterrado, como producto de un corte, surco, división del significante en el cuerpo que separa y excluye el goce.En la melancolía se encuentra el niño y su cuerpo como presencia real y como presencia de ausencia de corte, como presencia de un rechazo y exclusión primordial del campo del Otro. Paradojalmente, no ha caído por división como resto, no se ha perdido ni podido ocultar, ausentar, ni hacer el velatorio del a, tras el velo de la imagen especular, no ha podido jugar los juegos de ocultación. 

En la posición melancólica en la infancia, al no jugarse los “juegos de duelo”, no se realiza el trabajo de simbolización de lo real, en sus alternancias y discontinuidades. Al niño “el juego de la sortija no le tocó” porque la sortija del significante fálico no lo marcó para incluirlo en su dialéctica sino que lo rechazó, lo desconectó, no lo enlazó, no lo vinculó. La presencia real del niño y su cuerpo en el Otro (presencia sin velo, sin imagen) es la presencia del a, no en posición de i (a). El traspaso de a al i(a) en la imagen especular es el traspaso del objeto transicional (el juguete), objeto imaginario que es tomado como significante de la falta en el Otro. El juguete es “representante del a”; es lo que siendo la sombra de un objeto ausente, no lo es. Si el cuerpo del niño es rechazado, destituido, de su lugar en el fantasma parental (rechazo facilitado por la patología orgánica, por impermeabilidad biológica al significante e incapacidad de registro de la demanda del Otro por parte del bebé y/ o niños en algunos casos) como objeto en el deseo, impide que el a sea transportado y pase al i(a) para el niño. 

El niño, por esta vía, no entra a la relación especular, su cuerpo es lo que es, sin verlo, sin vestimenta, sin imaginario que lo envuelva. Es rechazado de la identificación primordial con el padre y la identificación especular formadora de la matriz del yo ideal, tronco de las futuras identificaciones. La desconexión entre representación-cosa y representación-palabra hace su entrada por efecto de no quedar enlazado el a al i(a). El agujero en lo simbólico (por no inscripción del falo en el cuerpo) retorna en lo real y el niño se convierte en causa de angustia en el otro y queda referido a un lugar “sin lugar”. En la melancolía, el niño y su cuerpo es la sortija rechazada (no perdida) primordialmente en el Otro. El niño como objeto y como significante es esa sortija rechazada y no perdida que quedó desconectada. 

El trabajo del juego, como el trabajo del duelo, llama y convoca la respuesta de lo simbólico ante la falta en lo real. Lo simbólico responde en el juego y en el duelo, con la puesta en funcionamiento de la ley y la significación fálica. La respuesta en el juego, al igual que el duelo, es la posición inversa a la de la melancolía que llama y convoca a lo real a responder por el agujero en lo simbólico.En el duelo se apela a lo simbólico e imaginario por ese agujero en lo real, y el fin del duelo es el paso del sujeto a una posición “deseante”, “perdiendo una parte de sí” (valor fálico de la libra de carne). Si la carne no ha sido valorada fálicamente, no hay nada que perder ni duelar, ni jugar, ni desear. 

El niño en sus juegos “anima” al objeto, le da “ánimo”, “alma”, lo viste e inviste. Los recubre de una imagen de vida y los personifica. El niño “anima” el objeto inanimado y lo convierte en su objeto, su juguete, su representante. Lo hace su doble imaginario, que es otro, al mismo tiempo que ya no es él. Conceptualizaciones éstas que sostengo y desarrollo en Duelos en Juego.En la posición melancólica en la infancia, se sostiene activamente la presencia de lo inerte, de la repetición lograda, del doble real, real duplicación, los mismos rasgos, caracteres y destinos. Por esto “prefiere los objetos antes que las personas”. Su relación al objeto es una relación a la mecánica de funcionamiento y lógica de la cosa. Una relación a lo real sostenida activamente para excluir a todo lo que del significante se introduzca, produzca diferencias y construya imagen velando.El niño en la posición melancólica no ha podido jugar su juego de duelo, el que le permite velar y realizar el velatorio del objeto y su perdida (duelo de estructura) “tragicómicamente”. _____________1. Lacan, J, “El seminario 6: El deseo y su interpretación”. Inédito. Clase. 29/4/1959.2. Bruner, N. (2008) Duelos en Juego, Letra Viva, Buenos Aires, 2009.

El juego como dispositivo

Por Marcela Altschul

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Cuando pensamos en la clínica con niños, rápidamente se hace presente la imagen del juego como recurso central. Raramente un profesional que trabaje con niños, desde las más diversas áreas y especialidades, negaría que piense el juego como herramienta fundamental para el abordaje. A pesar de este acuerdo inicial, son escasas las ocasiones en que se abre el debate acerca de qué comprende cada profesional por “juego” y, a partir de ello, el modo en que piensa su despliegue. 

Al partir del supuesto de que todos significamos lo mismo al referirnos al juego, se generan profundos malentendidos y hasta contradicciones. En este punto cabe señalar que al pensar el jugar en contexto transferencial, por su especificidad, se impone la necesidad de incluir el análisis del lugar y la función del adulto facilitador. Resulta habitual que cuando hablamos de dispositivos lúdicos en el abordaje terapéutico, nos lleve a pensar en ámbitos analíticos destinados a niños, centrando la atención en el jugar del paciente. Sin dudas son ejes interesantes que ofrecen aristas muy diversas de análisis, gracias a lo cual mucho se ha pensado, debatido y escrito acerca de esta temática. Encuentro que una mirada menos frecuente se ha posado sobre el jugar del analista en situación transferencial y el dispositivo lúdico centrado en su función, abarcando todos los ámbitos clínicos y grupos etáreos de intervención, motivo por el cual invito a pensar el dispositivo lúdico como recurso compartido en el contexto terapéutico. 

El juego resulta difícil de definir y encuadrar, en gran medida porque implica un proceso complejo del cual devienen resultados y efectos tan diversos como heterogéneos. Al llevar esta conceptualización al terreno terapéutico, el panorama adquiere nuevas particularidades y una complejidad creciente, debido a que en él se entrelazan los procesos de simbolización propios del sujeto en tratamiento con aquellos que toman lugar en el analista. El movimiento no se produce exclusivamente del lado del paciente, mientras el analista ofrece recursos y contempla con distancia óptima, sino que en la medida en que el terapeuta se involucra en el proceso creativo, recorrerá su propio camino de simbolización que se vinculará de un modo particular con el del paciente.

Centrándonos en la clínica con niños, en parte, la especificidad del trabajo consiste en “el arte” de traducir el pensamiento interpretativo, en tanto resultado del proceso terciario del analista, a otros lenguajes, predominantemente a través de acciones lúdicas y lenguajes creativos diversos. Entiendo que tal como lo planteara André Green, resulta un requerimiento indispensable para todo analista ser un verdadero políglota, apto para escuchar los distintos dialectos que conforman la heterogeneidad psíquica. Este abanico de posibilidades incluye el juego, en tanto lenguaje de un valor inconmensurable. De este modo se abre un interrogante clave acerca de cómo desplegar la interpretación en la escena lúdica, desde un lugar diferente al de la palabra. 

En relación a ello Winnicott planteaba que si se producía “fuera de la madurez del material, es adoctrinamiento, produce acatamiento”.* Decía que cuando se producía fuera de la zona de superposición entre el paciente y el analista que juegan juntos, resultaba inútil o podría provocar confusión. Entiendo que el hecho de que el lenguaje lúdico sea una vía regia de acceso, no implica que el juego se desarrolle espontáneamente en todo niño, por el sólo hecho de transitar la niñez, ni que este recurso se limite a la clínica con niños. Así como en algunos pacientes podemos observar matices que van desde la descarga pulsional directa hasta el mutismo, por medio de la expresión oral, resulta frecuente presenciar su equivalente en la situación lúdica, donde es fundamental estar atentos a no confundir todo despliegue motriz o de fantasías con juego, ni la más absoluta quietud con su ausencia. La diferencia fundamental radica en que el juego propiamente dicho, a mayor o menor plazo, dará lugar al pasaje a la transcripción simbólica, al operar como puente para cruzar aquella frontera, de modos muy diversos. Pero, para que este proceso resulte posible, el analista deberá estar formado para escuchar los diversos lenguajes y para “hablarlos”, para entrar en juego desde el mismo código. 

En este contexto, el juego se presenta como el equivalente de la asociación libre en el tratamiento de pacientes adultos en el cual no se produce una detención del discurso para dar lugar a la simbolización, sino que éste surge como efecto del entrelazamiento de procesos primarios y secundarios. Del mismo modo, en el abordaje con niños, estas instancias de ligazón, características de los procesos terciarios, surgen como parte del proceso lúdico.Durante la infancia, la herramienta predominante para formular hipótesis, ponerlas a prueba, sacar conclusiones, deshacerlas, dar lugar a otras nuevas, no será el lenguaje oral sino el lúdico. De ahí la importancia en la formación específica en el jugar por parte del analista. Con ello no me refiero a los aspectos teóricos, a estar “informados”, tener conocimiento acerca del juego, sino “formados”, habiendo construido saber a través de la propia experiencia, del transitar un proceso creativo. Para estar lúdicamente disponible será necesario despojarse de toda investidura, estando dispuesto a ofrecerse como recurso lúdico al servicio de lo que se genere en cada encuentro. Para ello, se impone dejar a un lado títulos, guardapolvos, diplomas, lo cual no implica que el analista se posicione como par del niño con el que interactúa. La diferenciación estará marcada por el encuadre sostenido, en tanto dispositivo que contendrá la escena, brindando las fronteras necesarias para entregarse a un espacio y tiempo en el que la creatividad es bienvenida sin temor a perder la compostura. Si encarnamos al personaje más despiadado o al extremadamente vulnerable, lo haremos dentro de un contexto particular, en el que juntos construimos una realidad a la medida de lo que precisa ser jugado en ese momento particular. 

Retomando lo antes planteado acerca del juego como generador de procesos simbólicos, se escucha con cierta frecuencia el relato de situaciones terapéuticas en que se produce un quiebre entre la escena lúdica y la instancia de intervención; relatos en que, a partir de un juego dado, el analista detiene la escena lúdica para irrumpir desde la palabra. En algunas ocasiones parecería que este tipo de intervenciones tuvieran raíz en la convicción de que el proceso terciario de ligazón sólo puede tomar lugar desde el lenguaje “hablado”, aunque en otras se podría aventurar que aconteció por la escasez de recursos para intervenir de otro modo. No niego la importancia de la palabra en el juego, como un recurso válido, irreemplazable en muchas ocasiones; pero como una herramienta a ser incluida en el juego, que lejos de detener el jugar para “conversar” acerca de la escena, se entrelaza como una variable lúdica más. 

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Cuando pensamos en las instancias de intervención, no podemos perder de vista que serán desplegadas en un escenario de por sí complejo como para introducir otra variable que dificultaría la comunicación, como podría ser el producir un “cambio de lenguaje” del analista en relación a los recursos empleados por el niño. Mientras el juego acontece entre ambos y el analista despliega sus propios artilugios, en el paciente tiene lugar una relación de tensión entre el yo, en tanto representante de la realidad, y las demandas pulsionales, representantes del placer. Ambas coexisten en un mismo espacio psíquico, constituyéndose a veces en factor de estancamiento en el proceso analítico. Desde mi experiencia me atrevo a afirmar que al intervenir en un proceso lúdico, exclusivamente desde la palabra, se corre el riesgo de perder gran parte de la riqueza, a la vez que se produce cierta sensación de extravío, por parte del niño, ante el desconcierto por el repentino cambio de lenguaje. Surge un escenario en el que incluso se podría correr el riesgo de facilitar procesos de escisión. 

Comprendo que es parte del desafío del adulto el poder colarse en el juego planteado, ingresando desde el despliegue del mismo código. No es el niño quien debe esforzarse por intentar comprender al adulto en el lenguaje que emplea, antojadizamente a los ojos del paciente, sino que debe ser el profesional quien se esmere por comprender y expresarse de un modo no disruptivo, en relación a lo planteado. Más aún considerando que en una gran proporción de los niños con los que trabajamos, el pensamiento simbólico aún está en ciernes y será necesario “prestarles” recursos propios para sostener el proceso, hasta que estén en condiciones de asumir este trabajo por sí solos. Ante estas situaciones, la importancia de “hablar un mismo idioma” adquiere mayor relevancia aún.

El trabajo analítico deviene de una suerte de baile acompasado entre terapeuta y paciente, gracias al cual se va trazando un camino. Cuando uno de los dos cambia de paso, inevitablemente se produce un desencuentro, la escena deja de fluir y quien continúa esforzándose por bailar, queda a su aire, descolocado. Cuando es el niño quien abandona la danza, estará del lado del terapeuta desplegar los recursos necesarios para volver a convocarlo. Pero cuando quien abandona repentinamente el baile es el terapeuta, debemos estar atentos a otros factores relacionados con la capacidad y plasticidad del mismo. Si el terapeuta teme perder su lugar, desdibujarse en tanto profesional o incluso a nivel subjetivo, inevitablemente esta dificultad obstaculizará la instalación de la escena lúdica. 

Por otra parte, el lenguaje lúdico no es un dialecto pasible de ser traducido al lenguaje verbal; tiene su propia lógica y estructura, si intentamos traducirla corremos el riesgo de que se nos deslice entre los dedos gran parte de la riqueza de lo producido. Una vez más, en el afán por controlar la situación desde un lenguaje que sentimos dominar más plenamente, podríamos estar aventurándonos a perder ese plus que nos aporta el animarnos a navegar aguas menos conocidas, confrontar con nuestra propia inseguridad y temor a corrernos del lugar del supuesto-saber. El “saber” acerca del jugar difiere fuertemente de otros “saberes” conocidos y reconocidos en la formación profesional y académica. Una de sus características radica en que genera incertidumbre, ya que resultaría improbable (así como contraproducente) lograr anticipar en qué devendrá cada juego que comienza, cómo se desplegará una escena propuesta. La riqueza y contra cara de esta incertidumbre se manifiesta en la riqueza que puede aportar a la clínica.

Cuando desplegamos el juego como dispositivo, la oportunidad de introducir recursos creativos, que aportan nuevos aires y abren la comunicación desde una perspectiva alternativa a los canales que muchas veces están obturados u obstaculizados, resulta de gran “alivio” tanto para el niño como para el analista. Desde allí es que se habilitará la posibilidad de desplegar la capacidad en todas sus facetas, algunas de ellas conocidas, otras insospechadas, habitando los espacios transicionales.

Desde el momento del diagnóstico solemos tener un panorama bastante abarcativo de las limitaciones y/o dificultades, de los aspectos más conflictivos. Desde el juego, justamente por escapar en gran medida a nuestro propio “control” y al del niño, en esta creación intermedia es que surgen las potencialidades, los aspectos más fuertes y “sanos” que serán aquellos que nos permitirán construir juntos algo diverso.Rescato el espacio y la experiencia analítica como proceso de aprendizaje, formación y desarrollo permanente, tanto para el niño en cuestión como para el analista. Cuando me refiero a la construcción de recursos simbólicos a través del juego, no estoy haciendo foco en el paciente sino en la asociación analítica en que se entrelazan las experiencias de ambos, y el único modo de que trascienda, es en la generación de un nuevo saber por parte de los dos. El analista que logra “jugarse” experimenta un modo particular de jugar el psicoanálisis desde los aspectos teóricos y técnicos, en tanto artilugio terapéutico en articulación con nuestros pacientes, en el espacio transicional, pero también en las instancias de conceptualización, reflexión, en el encuentro con nosotros mismos. Cuando lo logramos no sólo estamos jugando el juego que surge del encuentro con el otro, como una oferta de espacio creativo, sino habilitando nuevos recursos en el interior de nosotros mismos. __________________* Winnicott, D. W. (1970) Realidad y Juego, Buenos Aires, Gedisa, 1997, p. 76.

El acto de jugar: la representación en escena

Por Esteban  Levin

Mario (4 años): “…¿Dale que nos morimos? Jugamos a luchar, nos matamos y seguimos peleando…”

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Juan Manuel (4 años) juega mucho tiempo con un barco a matar piratas, tiburones y dinosaurios que lo amenazan en el medio del mar.

Alejandro (5 años): “…Somos este poder: Vos me matás y yo te mato. Tenemos cinco vidas, así que podemos seguir viviendo…” 

Clara (6 años): “…Nos hacemos los dormidos como si estuviéramos muertos y cuando viene mi mamá la asustamos…”

Nos llama la atención la repetición de una escena que en diferentes momentos de la infancia realizan los niños cuando se lanzan a jugar. La misma consiste en jugar a la muerte, ya sea a hacer de cuenta que está muerto, a matar a otro, a hacerse los dormidos como si estuvieran muertos, a jugar con muñecos a una lucha mortal o simplemente a matar y ser matado por otro, lo que siempre implica revivir para seguir jugando. ¿Por qué a muchos niños se les ocurre jugar con la temática de la muerte?

¿Cuáles son las implicancias que tienen estos juegos? ¿Qué ocurre cuando el dramatismo de la escena hace que el niño no pueda seguir jugando o ni siquiera intente hacerlo?Cuando un niño juega a la muerte hay un enigma en juego y se desdobla para encontrarlo: “yo me muero”, “me mataste”, “estoy muerto”, “ahora te mato”… En estas escenas se juega siempre a ser otro. La muerte es lo otro que no se sabe ni se entiende, lo informe e irrepresentable. El niño inteligentemente juega a no ser él para “estar muerto” por primera vez, y así intentar saber algo de ella.Morir jugando, de “mentira”, lo introduce al niño drásticamente en el límite mismo de su propio-impropio cuerpo, en la diferencia entre lo que siente y lo que actúa. El niño ejerce la libertad de morir de mentira para encontrar en ese juego alguna versión “verdadera” de lo imposible. 

Jugar la muerte es proyectarla hacia afuera, simbolizarla como acto singular donde lo imposible se posibilita como ficción y representación. Al hacerlo el niño experimenta lo que podríamos denominar una “doble muerte”: por un lado la de la vida (hace de cuenta que muere) y por el otro la de la muerte, (hace de cuenta que revive). Indudablemente, en estos juegos el niño transita en una dialéctica en suspenso, suspendido entre la vida y lo mortal. Entre el movimiento y lo inmóvil los niños juegan en el intersticio de uno y otro. Jugar a la muerte es romper la certeza que ella conlleva e introducir la duda de su fecunda veracidad. Es pensarla, perder el miedo y reaccionar frente a ella resignificándola con imágenes, fantasías que se dirigen a poder representarla en la ficción sensible de la irrealidad y la abstracción.

También el hecho de jugar a experimentar la muerte establece una pausa, un silencio para vivenciarla, y al revivir, huir de ella y disimular el horror, el peligro inasible de ese acontecimiento. Ser sensible a lo mortal en el horizonte humano no es lo que está dado, es lo que hay que conquistar e imaginariamente anudar a lo real para soportarlo y simbolizarlo. Cuando un niño no puede jugar a su propia muerte, ya sea porque no puede hacer de cuenta que está muerto, o por su propia problemática, porque se inhibe e inmoviliza por el espanto, el temor y el tono dramático o trágico de la escena, no solo no puede pensar en ella sino que se encuentra impedido de tomar distancia y separarse de lo mortal, es decir, lejos de representar la muerte, ella se presentifica en la inhibición, el bloqueo corporal, la inestabilidad psicomotriz o la organicidad. 

Hacer de cuenta que “está muerto” implica jugar la propia ausencia. Jugar a no estar, a saber qué pasa cuando él no está presente. De esta manera, la muerte pierde el sentido pleno e imposible para tornarse posible simbólicamente, lo que sin duda abre la brecha a la vida. El niño no planifica jugar a estar muerto, es un juego que se va dando en la intimidad azarosa del “como si”, del “dale que yo era”, o del “hacer de cuenta que”, donde la inefable muerte pierde el espanto del anonimato para significarse en la experiencia infantil originaria, de este modo enfrenta valientemente lo que le resulta terrible, no por lo que ello significa, sino por no poder ponerle un límite. Al jugarla, la muerte se metamorfosea en un personaje que el pequeño juega despreocupado, desapareciendo de sí y del otro. No nos olvidemos que jugar a esconderse es desaparecer por algunos instantes mientras lo permita la escena. Cuando un niño está muy angustiado o triste –sin siquiera hablar, dibujar o colocar palabras a lo que le pasa– le cuesta jugar a desaparecer, sigue estando donde está sin poder ocultarse, ni esconderse de esa verdad encarnada que le impide muchas veces jugar, o sea, representar. 

Un breve ejemplo clínico: Alejandro es un niño con una enfermedad neurometabólica muy severa. Durante muchos años tuvo diferentes diagnósticos como por ejemplo autismo y TGD no especificado. Cuando el cuadro neurometabólico se estabilizó, luego de estar varios períodos al borde la muerte, su evolución fue muy buena. Actualmente, con sus 11 años, cursa los primeros años de una escuela especial.Después de un largo período de tratamiento, Alejandro propone jugar a las escondidas. Intenta hacerlo pero no se esconde, al contar hasta quince, salgo a buscarlo y está en la sala, a lo sumo en la cocina o en el balcón sin esconderse. Me mira, sonríe y dice: “Otra vez, juguemos”. Vuelvo a contar y al salir a buscarlo, está ahí, otra vez sin escondite. No puede esconderse y esperar, soportar la ausencia del otro. Intenta jugar pero no lo consigue, no logra esconderse, generar el intrépido secreto de estar y no estar al mismo tiempo.

A Alejandro le resulta imposible estar oculto, él no puede soportar la ausencia, la propia y la del otro. Entonces, le cuesta lanzarse a jugar, desocultarse para aparecer y gritar: “¡Piedra libre!” La escena se repite, cuando le toca contar a él, se da vuelta, espía, no puede esperar a que busque un escondite, por lo cual el juego indefectiblemente se detiene. Vuelvo a comenzar y otra vez se frena. No puede dejar de mirar, no termina de esconderse ni dejar que el otro se esconda. ¿Cómo salir de este atolladero, de esta situación que se reproduce siempre igual? Se trata de generar otra escena, pero ¿cómo?...

Volvemos a intentarlo, cuento hasta quince, Alejandro no se esconde pero intervengo, hago de cuenta que no lo veo, como si fuera invisible o transparente. Empiezo a correr de un salón a otro, buscándolo. Exclamo: “¿Dónde estás Ale? No te veo, Ale, no te encuentro”. Ante esta actitud, Alejandro 

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comienza a seguirme atrás. Como estoy corriendo, él corre detrás de mí, y de estar buscándolo él pasa a querer atraparme. De buscarlo paso a ser buscado por él. En un momento al pasar por un pasillo me escondo detrás de una puerta. Alejandro no me ve y empieza: “Esteban, ¿dónde estás? Esteban, Esteban. No te veo, Esteban, ¿estás escondido?” Tras la puerta realizo un pequeño sonido que lo va orientando hasta que finalmente me encuentra: “Uy me encontraste”, exclamo, “te diste cuenta del escondite, lo descubriste” Ale me mira, sonríe y dice: “Si”. Expectante realizo un gesto y afirmo: “ahora me toca contar a mi”. Instantáneamente Ale sale corriendo y se esconde tras la puerta del baño, y espera escondido que lo encuentren, al hacerlo pasa él a contar y cuando me ve empieza a perseguirme, vuelvo a correr y en un instante que se distrae me escondo. Me llama y me busca. Lo oriento con un silbido hasta que vuelve a encontrarme en la escena, en la intensidad sensible del espacio transferencial.

En las siguientes sesiones el tiempo de espera se ensancha, se torna más soportable y la dialéctica ausencia-presencia juega su juego. Al cabo de un cierto tiempo, podemos jugar a la escondida, jugar a escondernos uno del otro, jugamos a tener un secreto. ¿Qué es sino jugar a las escondidas? Construir una experiencia donde el secreto vive en relación a los otros, pues sino ¿cuál sería el sentido de esconderse?No hay infancia sin secretos, ellos no se pueden escanear ni están prefijados en un gen ni en una sinapsis ni en una neurona. Al mismo tiempo hacen falta los genes, las neuronas y la sinapsis para que una experiencia sea plástica y produzca huellas, plasticidad tanto a nivel neurológico como simbólico.

Al jugar, al vivir esa experiencia escénica, el niño produce afectos que lo afectan tanto a nivel corporal, neuronal como psíquico y simbólico. Los chicos, sin darse cuenta, construyen el sueño de los alquimistas del siglo XIV y XV, cuya consigna fundamental era “fijar lo errante y desatar lo fijo”. Es decir, los niños juegan y al hacerlo fijan la incertidumbre de la errante experiencia infantil y desbloquean, desanudan la fijeza de lo que no alcanzan a comprender, de aquello que les resulta displacentero e irrepresentable del mundo de los grandes. En ese interjuego constituyen lo singular, lo más propio de su imagen corporal sin la cual no podrían jugar.

La experiencia infantil de jugar a estar muertos no implica necesariamente violencia, sino una cierta agresividad necesaria para salir de sí y encontrarse del otro lado. Acceder al otro lado irreal, ficcional, sería entonces entrar en la libertad condicionada que el escenario simbólico le permite. Pero, ¿cuál es esa condición? Sostenemos que se trata del límite, los niños son seres (como todos) limitados, si están en un lugar es a condición de no estar en otro, si miran delante de ellos no pueden ver lo que está detrás, si juegan de mentira es como si fuera de verdad. Esa es la condición, para jugar hay legalidades, límites y prohibiciones que determinan pérdidas y renuncias, por ejemplo, jugar a volar, a conducir un automóvil, a ser mamá, papá o un superhéroe, implica darse cuenta de que no puede hacer o ser eso, es porque no puede volar, ni ser madre que juega a volar o a ser de mamá, y lo mismo con cada uno de los ejemplos. 

El límite es lo que posibilita la representación de uno, de otro y de los otros. Sin él no se puede jugar, por eso nos preocupa tanto en el ámbito clínico y educativo cuando un niño no puede o tiene muchas dificultades en construir su experiencia infantil jugando. Poder jugar excluye al niño de lo ilimitado del universo imaginario y de lo siniestro de lo real, solo se juega en el borde de un límite simbólico, pues jugar es siempre representar y entrar en la dialéctica de lo presente y lo ausente. Para un niño, jugar a morir será metamorfosear el hecho de la muerte como tal y transformarlo en otra cosa, en otra escena donde lo mortal pierde su arrollador peso. La muerte se torna simbólica e invisible al jugar con ella y de este modo el sujeto-niño construye una versión posible de aquello que le preocupa, lo aqueja o no encuentra respuesta. 

La niñez se instituye en la experiencia que lo acontece. Hace de ella un espejo que le permite: por un lado, reconocerse y, al mismo tiempo, por el otro, se desconoce en aquello que juega. Inquientante paradoja que nos permite comprender la infancia en las mismas escenas que la estructuran. Finalmente: el jugar no es nunca un hecho trivial, es creíble aunque sea disparatado. No es un juego inocente, más bien es la caída de la inocencia, ya que el niño juega lo irrepresentable, el placer, el dolor, la tragedia, el sufrimiento, haciéndolo posible en la ficción. En nuestros consultorios ¿estaremos dispuestos a través de la palabra, el cuerpo, los gestos, los dibujos, los garabatos, a dar lugar para que una nueva escena aparezca?

La felicidad es cuando juego

Por Alicia Hartmann

Un niño de cinco años dialoga con su barco pirata, diciendo mientras juega “es la felicidad”. El padre que está allí contemplando la escena le pregunta sorprendido “¿Y para vos, qué es la felicidad?”. El niño responde con naturalidad “… y… felicidad es cuando juego”.

Preguntarnos acerca de la felicidad parece ser un lugar común, pero sin embargo esa pregunta ha interrogado distintos momentos de la historia de la subjetividad, especialmente desde la filosofía. En el viaje que implica un análisis, la promesa de felicidad puede entramarse ilusoriamente en la demanda analítica. Bien sabemos que lejos está la concepción del psicoanálisis de alcanzarla. Lacan hace un recorrido sobre el tema en el Seminario de la Ética, y es relevante su pasaje por Kant que la vincula a lo bello, barrera con la que se topa el camino analítico más allá de los bienes, más acá del pudor. En Aristóteles se la eleva a una virtud, y se la vincula con el amor en términos de “ser digno de”. 

En psicoanálisis la única dignidad del sujeto es la del objeto, y entre esas dos posiciones subjetivas, la del sujeto y la del objeto, podemos ubicar la dignidad 

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de la estructura, que en la infancia se manifiesta por excelencia en el juego del niño.Lo que se juega allí, con el barco pirata, es la felicidad de volver una y otra vez con los mismos personajes, a repetir las escenas, y esa repetición del una y otra vez –como lo enfatizó Walter Benjamin– de las escenas del juego hace trama discursiva en las historias de piratas, en las carreras de coches, en los castillos de princesas, en los superhéroes o en las superniñas. No hay identidad en la repetición de la escena lúdica, las imágenes que se dan a ver cambian rápidamente, como en el cine. En algunos casos tienen la envergadura de una representación teatral. El texto, si se pone en palabras, se restringe o se amplia, aparece el silencio, entonces sólo queda el movimiento, o sonidos que se tornan pura onomatopeya que no dejan de hacer marca si hay alguien que escuche diferenciando los personajes, el autor y lo imposible de decir.El niño escribe la estructura con el juego, con el dibujo, con la chanza. El analista se puede producir allí si puede leer y hay eficacia en la operación. ¿Se escribe el significante o la letra desde el despliegue imaginario orientándose hacia ese borde entre simbólico y real?

El juego es la estructura del análisis, y así Lacan en el seminario “Problemas cruciales” dice que esta tyché entre analista y analizante se genera a partir de una pregunta: “¿a qué jugamos?” Esta tyché es la fortuna que no siempre se produce fácilmente, vale decir que el analista entre en la cadena del paciente siguiendo el juego, vía la creación o apuntando al objeto, vía la invención.Winnicott y Lacan estaban atravesados por textos freudianos tempranos. “El Creador literario” y “Personajes psicopáticos en el escenario” (ambos de 1908), textos anteriores a los desarrollos de Klein. Ambos, Winnicott y Lacan, supieron darle a la verdad un estatuto de ficción en la escena analítica.

Es en esa ficción del campo escópico donde la pulsión se juega dándose a ver, y la voz se modula en sonidos que arrullan o vociferan con la fuerza del imperativo. Los objetos voz y mirada se juegan en la transferencia. ¿A qué jugamos? conduce a la apuesta de dos jugadores en relación a un tercer lugar: lo imposible de saber sobre el sexo. El juego se inicia con la entrevista con los padres, abierta a todas las intervenciones, ya que el síntoma del niño responde a lo sintomático de la estructura, y allí la verdad es hermana del goce, la producción del sujeto del inconsciente compete también a la presencia de los padres.

Dijimos hace tiempo que “al niño no se lo puede curar de la presencia de los padres”. Esta frase condensa el límite del análisis con niños y la responsabilidad del goce de Les grandes persones (Malraux, Antimemorias, citado por E. Laurent).Si el niño juega, las ficciones del “como si” de Vahinger se instalan. La teoría de Klein dio pie a que el juego fuera un dispositivo de la cura con reglas en la escuela kleiniana argentina. Pero hemos dicho que es mucho más que eso, ya que allí se construyen las ficciones fantasmáticas: la imagen del cuerpo y los fantasmas imaginarios. El juego es un fantasma que pacifica (seminario “Problemas cruciales”). ¿Qué es lo que pacifica? Esencialmente la tensión suicida del narcisismo que genera la pura especularidad. En el juego la producción de la falta en el combate de la dialéctica especular es la vía princeps de la dirección de la cura. Allí la significación como -ϕ tramita el goce pulsional de la sexualidad perversa polimorfa. 

Iván tiene tres años y cinco meses y no habla. Se logra que inicie un recorrido sosteniendo dos cochecitos y chocando a un tercero. El analista toma el tercer coche y se lo acerca. Iván se empieza a golpear la cabeza contra el piso gritando con odio. La madre, presente en la sesión, dice que así se ponía cuando era más chico y la mamá estuvo en el hospital cuidando a su hermanita enferma. Iván la mira sorprendido y deja de golpearse. Toma una plancha y empieza a planchar niños, aplastando pequeños muñecos, para luego “quemarlos” con gran satisfacción. Así comienzan sus primeros relatos.

La presencia de los padres en el discurso de un niño aparece en el sueño de Anna Freud en la prohibición elidida de la policía casera: “Anna, no comas, fresas, frambuesas, papilla”. En los sueños, en los juegos, en los dibujos de los niños no se separan en muchos casos las dos cadenas, hay superposición entre enunciado y enunciación. No es sólo jugando que se trabaja la “avalancha” (así denominaba un niño un juego donde se le caía todo encima) del goce del Otro, sino escuchando esos trozos de verdad histórica del discurso del Otro que se producen allí, entramados en la ficción que se juega.

La pregunta “Qué objeto soy para el Otro?”, se puede responder en el caso de Iván y tantos otros donde la cesión de goce será posible si se sale de la especularidad. Allí es crucial la intervención, pero es importante situar cómo la pensamos, no al estilo kleiniano. Muchos de los niños analizados por Klein se adaptaban al texto interpretativo para sortear la agresividad que podía producirles (caso Richard). Tampoco el silencio del analista es eficaz, ya que el juego no es solo terapéutico, como pudo entenderse cierta aseveración de Winnicott que pudo gestar en nuestro tiempo laplay therapy o la floor therapy, armas del cognitivismo. Seguir analíticamente el texto del juego implica también corte y sutura, y allí cabe diferenciar la repetición de la reiteración. Hay personajes que “buscan autor”, y no siempre es fácil encontrarlo. Se trata para nosotros de intervenciones precisas para producir la falta, para hacer diferencia entre escena y escena, ya que el otro jugador, actor con máscara –el analista– tiene que tener presente ese tercer lugar, el de lo imposible.

Cuando Ezequiel grita “Bruja, teta de culo, brazo de monstruo, nariz de bruja” se le responde “Zanahoria de ají, apio de calabaza”. Ezequiel se ríe, dice “Calabaza de Halloween” y empieza a construir una máscara con forma de calabaza. Vaciar de goce, distribuirlo, es cesión, vía la invención o vía la lectura del significante en la trama de la escena. Allí el inconsciente no es a cielo abierto, entraña una minuciosa lectura significante que merece destacarse en esta viñeta de un análisis conducido por Valeria Tobar. 

Recortaré tres momentos del tratamiento de un niño, a quien llamaré Ulises por sus viajes heroicos. La consulta se realizó a la edad de siete años, su madre había muerto en el parto y era su abuela materna quien se ocupaba del niño. Esta decisión se había tomado luego de algunas idas y venidas con el padre, en las que el niño fue abandonado y rechazado, tomado y cedido varias veces. Al momento de la consulta Ulises llevaba cinco años viviendo con su abuela y un tío materno de 28 años, aunque bastante pueril, que lo celaba y hostigaba, dando como resultante un alojamiento deseante en el otro bastante precario. Dará cuenta el pequeño de esto en su primera sesión, al mostrarme una figurita que se ofrecía al doble sentido, en la cual había una pelota destrozada y la leyenda “ME HICIERON PELOTA”.

Page 17: De Qué Hablamos Cuando Hablamos de Juego

La consulta la realizaron porque el pequeño estaba aquejado de varios padecimientos: trastornos somáticos variados (problemas respiratorios, dermatológicos, oftalmológicos, lo llevaban a recorrer semanalmente varios servicios del hospital); padecía también una importante alteración del lazo social, no tenía amigos y casi no jugaba en los recreos; su rendimiento escolar era bajo, pasaba varios días seguidos sin escribir nada en su cuaderno, y sus dificultades en matemáticas eran importantes especialmente en lo que se refería a las cuentas de dividir.

Luego de algunos meses de tratamiento se produjo un juego que duró varias sesiones. Juego a un tiempo que no fue, el tiempo tal vez de aquella pregunta que su abuela evitó dejar en suspenso contestándola con toda crudeza, cuando el niño le preguntó mirando fotos “¿cómo jugaba mi mamá conmigo cuando era chico?” Pregunta que ubica claramente una versión de las cuentas mal hechas, el cálculo de un juego con su madre que la abuela negó brutalmente: “Tu mamá nunca jugó con vos, se murió cuando naciste”.

El juego en el que quiero detenerme comenzó con la construcción de un objeto que llevó varias sesiones, uno para cada uno, que sería nuestro transportador, con él seríamos viajeros del tiempo, como en la serie “El túnel del tiempo” y viajaríamos a diferentes épocas mirando lo que allí sucediera. Se repetía varias veces en la misma sesión y duró varias sesiones, meses incluso. Los años a los que acudíamos no tenían en principio ninguna lógica de sucesión que yo pudiera establecer, estos viajes coincidían con algún suceso histórico conocido por él (las guerras mundiales, el viaje a la luna, los dinosaurios), entonces preguntaba “¿en qué año pasó?”, poníamos las fechas en nuestros aparatos nos subíamos a un escritorio y desde allí saltábamos al año elegido, esta secuencia era invariable y se repetía invariablemente cada vez, varias veces en una sesión. En algún momento algo difiere: ya no iríamos a ver un suceso sino a un año determinado, esta pequeña variación coincidía con cierta insistencia de la década de su nacimiento y con su pedido de que fuera yo quien eligiera los años, luego de algunas sesiones propuse el año de su nacimiento y él me dijo “¡Ese año nací yo!, ¡Vamos!” Luego de arrojarnos desde el escritorio y dar algunas vueltas por el piso, como debíamos hacer cada vez que llegábamos a una época dada, dijo “Estamos en el hospital, vamos a ver si está mi mamá”, lo seguí y atónita lo escuché decir: “Sí, ahí está. ¡Está muerta! ¡Rajemos!”, y nos fuimos. El sentimiento ominoso en esta escena quedó de mi lado, Ulises siguió viajando. La repetición permitió aquí el armado de la trama en la que un recorrido es posible, trama que hace posible acudir al horror y rajar, y seguir jugando.

Hasta aquí el caso. Quedan a criterio de los lectores los comentarios. Para concluir, los niños fuera de juego (hors de jeu) pueden entrar en juego, la apuesta tiene que ser más fuerte y jugarnos hasta la empuñadura. Los casos de Ezequiel y de Iván lo muestran. Los niños tecnológicos de nuestro tiempo también juegan. El objeto de la realidad: celulares, play station, tablets, puede transformarse en juguete, pueden hacer causa si el analista logra ponerlos en ese lugar. Nuevamente aquí, del deseo del analista y del encuentro (tyché), depende que se produzca la felicidad de la repetición.Agradecemos a Valeria Tobar por proporcionarnos el material clínico.