Demasiado Rojo e-book.pdf

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  • Demasiado rojo

    Narrativas El Nadir, 58

  • Diseo de cubierta: La editorial Ilustracin de cubierta: Michel Koven

    Ttulo: Demasiado rojoAutor: Gustavo Dessal

    de la edicin: El Nadir Ediciones, S.L. 2012 Guillem de Castro, 77, 11 46008 Valencia. Espaa [email protected] www.elnadir.es

    Cualquier forma de reproduccin, distribucin, comunicacin pblica o transformacin de esta obra slo puede ser realizada con la autorizacin de sus titulares, salvo excepcin prevista por la ley. Dirjase a CEDRO (Centro Espaol de Derechos Reprogrficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algn fragmento de esta obra.

    Preimpresin: Grficas Mar Montaana, s.l.

    IBIC: FYBI.S.B.N.: 978-84-92890-55-2

  • Demasiado rojo

    Gustavo Dessal

    El Nadir EdicionesVALENCIA

  • INDICE

    Demasiado rojo ................................................. 5

    Nos hemos quedado solos ................................. 16

    Da de gracia ...................................................... 43

    Adelina .............................................................. 65

    Dime que me quieres ......................................... 78

    Desvelo .............................................................. 87

    El refugio ........................................................... 100

    Flores para Solomon Ryan................................. 120

    Los nombres del padre ...................................... 132

    La guerra contina ............................................ 148

    La visitacin ...................................................... 160

    Que vienen los indios ........................................ 165

    El alma de las bicicletas ..................................... 178

  • DEMASIADO ROJO

    Le decan la Gardela, pero se llamaba Hayde y era la reina de la milonga de Villa Luro. De todas partes venan a verla bailar, con sus nalgas de roca y sus zapatos de taco fino, que reflejaban las pobres luces de aquel santuario donde las parejas estrechaban sus mejillas y se deslizaban al comps de un tango.

    Tena una mariposa colorada tatuada en la gru-pa, que solo algunos elegidos lograban ver volar en la penumbra sudorosa de un cuarto, cuando la msica se haba apagado y los ltimos bailarines se fundan con las sombras del alba. Recin entonces, despojada ya de todas las miradas que aclamaban el contoneo de sus muslos, dejaba abrir las alas de su mariposa para que el afortunado de turno la persiguiese en el efmero cielo de los cuerpos.

    Cuando chica se haba hecho novia del tan-go para escapar de los ojos turbios del padrastro y refugiarse en las milongas y los bailes de carnaval que se organizaban en el club del barrio. Todos se

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    enamoraba n de ella, pero un cajetilla de Belgrano que usaba camisas entalladas y fumaba en boquilla le clav la primera flecha en un hotelito junto a la va del tren. Un convoy de medianoche ahog el grito del triunfo y los espasmos del dolor, mientras a lo lejos la orquesta del club atacaba con vehemencia los primeros acordes de una cancin vieja que se perdi en el aire caliente de esa noche. Por eso, cada vez que haca bailar sus caderas para deleite de algn aman-te, los versos de un tango se mezclaban en sus odos con el silbido de un tren misterioso que corra hacia ninguna parte.

    Conforme pasaron los aos y los pisos de los bailongos vieron desfilar sus orgullosos pasos de milonguera, se fue haciendo habitual de un boliche que conoci su consagracin definitiva. All, entre las mesas vestidas de raso barato, se abra una pis-ta donde giraban las parejas, ellas luciendo los res-tos ajados de sus vestidos de noche, ellos el antiguo saco de su primera juventud. El violn y el bando-nen hablaban en su jerga, mientras el humo y el alcohol espesaban el ambiente, que solo as se volva propicio para gozar del baile y velar los cansancios que el tiempo haba depositado en los rostros. En el

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    centro, reina segura de la madrugada, la Gardela iba abriendo cancha en los brazos de algn galn que se animaba a sacarla, mientras otros, respetuosos y pacientes, hacan fila esperando su turno. Los nicos agraciados eran aquellos que pasaban la prueba de no temblar al sentir el meneo de su talle sedoso. Los dems, si acaso resultaban flojos de hombra, tenan que contentarse mirando y a pesar de eso volvan al sbado siguiente, confiados en que esta vez tendran mejor fortuna. Ella los quera as, machos y fuertes, porque opinaba que una mujer de verdad solo re-lumbra a la luz de un hombre capaz de matarla. Los que la adoraban, los que aguantaban la respiracin cuando la apretaban en la pista, esos no tenan espe-ranza. El tango pone las cosas claras, filosofaba en-tre tragos y pitadas de cigarrillo, y las otras mujeres asentan, cada una recelando del hombre que el des-tino le haba dado. Qu otra cosa podan hacer ellas, pobres aprendices de hembra, aparte de envidiarla? Ni siquiera se atrevan a imitar su cadencia, y en la pista se quedaban humildemente rezagadas. A ella le dejaban el trono y el cetro, y a ellos procuraban distraerlos un poco para que la provisin de baba no se les agotara demasiado pronto.

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    Eran las doce de un sbado de invierno cuan-do las puertas de la milonga se abrieron dando paso a un hombre que vena de andar bajo la lluvia. Se quit el piloto dejando ver un traje a rayas, lustroso de tantas planchadas, con el chaleco haciendo juego. Flaco y pintn, a pesar de la pelada, oje la tropilla y enseguida supo dnde estaba la flor del boliche, la Gardela, que en medio de la pista revoleaba nalga y gamba en los brazos de un veterano del lugar, cur-tido en firuletes. Compadre un momento entre las mesas, hasta que por fin eligi una con buena vista al bailongo y al grupito de mujeres que, arracimadas en una punta, cuchicheaban sobre el recin llegado.

    Beltrn era pintor de botiquines de bao. Tra-bajaba en una fbrica de Temperley y viva en Avella-neda, por lo cual ni Dios supo lo que aquella noche lo trajo de tan lejos a Villa Luro, si acaso la leyenda de esa hembra que llevaba una mariposa roja pintada en el anca, o la buena fama del lugar, apartado de los turistas curiosos que acudan a los locales en maln para poner a prueba sus clases de baile.

    Esmerado en su oficio, manejaba el soplete como un artista y blanqueaba los botiquines de chapa con tres manos de esmalte satinado. Solo pintaba de

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    blanco, porque lo consideraba perfecto, puro como la luz o el agua, y los colores se los dejaba a un pen que haba aprendido a su lado pero que manchaba mucho. Beltrn, en cambio, era prolijo y exacto, no salpicaba nunca y ni una sola gota de pintura desluca el nveo blanco de su uniforme de pintor.

    Viva solo, en una pieza de alquiler que man-tena pulcra y ordenada, y a la que todos los aos pintaba de riguroso blanco. A medida que se iba ha-ciendo mayor, ms limpio se volva y ms blancas le gustaba tener las paredes de su pieza, por eso de vez en cuando les pasaba un trapo mojado en agua jabonosa. Los sbados por la tarde, acabada la siesta, se daba un bao, se frotaba el cuerpo con agua de colonia para ahuyentar cualquier aroma de pintura y se pona el traje que haba heredado del viejo, no sin antes repasarlo con la plancha hasta conseguir que la raya del pantaln cortase el aire como un cu-chillo. Por suerte, la franela no era muy gruesa, de modo que vala para cualquier estacin, algo fres-ca en invierno y un poco calentita en verano, pero siempre elegante y distinguida. Adems de la opcin del chaleco, la variedad corra por cuenta de la cor-bata, una para los meses clidos, otra para los fros y

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    una tercer a para los medios tiempos. Con el equipo completo, se miraba al espejo para dar los ltimos toques de gomina al pelo que an no se haba batido en retirada, y se largaba a una milonga de Barracas donde todos lo conocan desde haca veinte aos.

    Pero algo impreciso le alter el rumbo esa noche, arrastrndolo lejos de las fronteras a las que siempre se confiaba. Impenetrable oscuridad la que reina en el fondo de un corazn humano, al que un buen da se le da por latir al revs y pretender una cosa nueva.

    Y quiso el azar, si no la muerte,que fuese a encontrarla en el camino,No faltar quien lo llame suertey otro, ms prudente, solo destino.

    Palabras ms, palabras menos, fueron estos lo versos que su pensamiento recitaba, mientras el co-lectivo se abra paso entre las embravecidas aguas que inundaban las calles y las veredas, como si el diluvio final se abatiera sobre la ciudad entregada a la pasin de ser noche de sbado. Aunque a lo largo de esos aos alguna que otra mujer traspuso b revemente el

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    altar de su pieza blanca, no era Beltrn demasiado versado en materias donjuanescas, porque a l lo de bailar el tango se le daba ms bien como prctica de una religin personal que como estrategia de caza y pesca.

    Alguien la llam Gardela, y eso se le qued ms pegado a la piel que su propio nombre, porque a veces, cuando la inspiracin se le filtraba en las copas, agarraba el micrfono y se mandaba un tan-go, apenas cantado y ms bien dicho, arrastrando los versos con el rumor de su voz gastada por el humo. En la ventura de aquella noche acudieron las musas y se sumaron al calor de los aplausos que la reclama-ban en el modesto escenario donde los msicos ya estaban preparados. Solt el fuelle su quejido amar-go, hablaron las cuerdas graves de un piano y, ce-rrando los ojos, la Gardela dej asomar a sus labios la exacta proporcin de letra y canto. Ni era rubia ni cantaba como la pulpera del valsecito, pero su voz saba llegar a los corazones del respetable, y esa no-che tambin al de Beltrn que, extasiado, la miraba con la pera apoyada sobre el puo. En la mesa, casi a oscuras, un mozo deposit un vaso de Criadores

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    y un platito de man, mientras la voz de la Gardela segua contando la historia de un amor mal acabado.

    Entonces, como impulsado por un deseo irre-frenable, Beltrn se puso de pie, se acerc al escena-rio, y desafi la concentracin de todos los all reuni-dos invitando a la mujer con un viril movimiento de cabeza a descender hacia la pista. Ella, cautivada por el gesto audaz, culmin la estrofa y acept el reto, amparada por la sonrisa del director, que al instante instruy con un gesto a los muchachos para que si-guieran tocando.

    Si acaso un murmullo se dej or en alguna parte de la sala, fue raudamente acallado por el fa-bardn del piano persiguiendo al bandonen en su lamento. Todas las miradas enfocaron el contraluz de la pista, sola y abierta, donde las siluetas se enlaza-ron en un do de figuras que se deslizaban, giraban, se arrastraban y se detenan de sbito, como suspen-didas al borde de un abismo, y tras un segundo de vacilacin se incorporaban de nuevo al movimiento, dejando en el aire un sutil temblor que se contagia-ba en la audiencia. Beltrn y la Gardela bailaron con los ojos cerrados, la mano de l apenas apoyada en la espalda de ella, lo suficiente como para animarle

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    los escondidos fuegos del cuerpo. Por fin, cuando el ltimo comps hubo sonado, el pblico dio rienda suelta al arrebato contenido y un fragor de vtores y aplausos homenajearon a la espontnea pareja. Beltrn comprendi lo que haba venido a buscar en aquella lejana y la Gardela cerr la noche con un valsesito que hizo delirar a la tribuna. Salieron jun-tos, sorteando los charcos de la vereda y las basuras, deambulando en silencio por amigables calles de ca-sas bajas. La luz de una confitera que iniciaba su jornada los atrajo hasta una mesa junto al ventanal, donde el caf restaur la sangre fatigada. Agarrados de la mano vieron nacer la maana del domingo y soaron con los ojos abiertos hasta que Beltrn, con la intencin de acercarse a sus pagos, propuso un pa-seo por el parque Lezama.

    El taxi cruz como un rayo la ciudad desierta, que despertaba sin apuro. Amodorrada, ella apoy la cabeza sobre el hombro del desconocido, mientras en sus odos segua sonando la orquesta. So, en la brevedad de un instante, que viajaba en un tren de medianoche, hasta que el silbato la despert de nue-vo a la luz del domingo que corra por la ventanilla del taxi.

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    Dieron vueltas entre los rboles cargados de lluvia y admiraron las estatuas y los pensativos leo-nes de bronce. En silencio, porque cada uno de ellos era en el fondo un ser callado y solitario, se tomaron de la mano y siguieron andando durante horas, tal vez das enteros, sin percibir ni el tiempo ni la dis-tancia que recorran. Llegaron sedientos a la pieza de Beltrn, donde ella admir el albor de las paredes y los muebles. Todo pintado de blanco?, pregunt, porque hasta el televisor luca el toque personal de su dueo. Blancas las cortinas y la persiana, blancos el cabecero de la cama y la lmpara que colgaba del techo blanco, blanco el ropero y blanca la silla de doble oficio, asiento de da y perchero de noche.

    Era de da y se hizo de noche, pero la blancura de la pieza retena la luz en un crepsculo lechoso. Comenz la ceremonia de besos y caricias y esta vez fue Beltrn el que admir la piel blanca de la Garde-la, que casi se confunda con el color de las sbanas. Ella entreabri su roja boca, dejando escapar un bre-ve resplandor y l sinti un escalofro que le recorri la espalda, quitndole el a liento. Quiso pronunciar su nombre, pero lo haba olvidado. No poda apar-tar los ojos de esos labios que de tan rojos parecan

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    desprenderse de la cara, y fue entonces cuando la vio volar en pequeos crculos. Indecisa, la mariposa alete un instante, hasta que al fin se pos sobre la cortina blanca.

    Demasiado rojo, declar Beltrn cuando lo sa-caron del cuarto a rastras y esposado. Afuera, en la cerrada oscuridad de la noche, la baliza del patrulle-ro parpadeaba en silencio.

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    NOS HEMOS quEDADO SOLOS

    pues lo que ya pas de nuestra vida es no pequea parte de la muerte.

    Lope de Vega

    I

    Leo pareca no escuchar, porque hurgaba distrado con un palo entre las cenizas del fuego, formando pequeas montaas que luego deshaca, pero estaba atento y al cabo de un rato, durante el cual ensa-y mentalmente distintas respuestas, se decidi a soltar un gruido sordo que Alicia interpret mal, como un asentimiento, cuando en verdad se trata-ba de un desacuerdo y con razn, dado que Ramn le haba explicado a Leo que hubiera preferido no volver all, y se lo haba repetido varias veces, en especial el ltimo da, pero si Alicia quera sacar otra conclusin, all ella, por su parte l no tena ganas de discutir, en primer lugar para no hacerle dao, y en segundo lugar porque l mismo abrigaba

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    demasiada s dudas y no saba qu era ms conve-niente pensar o creer.

    Si me permite una opinin, dijo ms tarde, mientras la mujer recoga los platos de la mesa y los depositaba en la pila, yo creo que a Ramn lo trastor-n la luz. No le c omprendo, a qu se refiere?, pre-gunt Alicia, acomodndose el pelo detrs de las ore-jas, porque el movimiento y los recuerdos la haban acalorado un poco, qu es eso de la luz. Se lo voy a explicar enseguida, continu Leo y con la mano que sujetaba el vaso de vino seal al cielo, como si brin-dara con el aire. Es la maldita luz de ese lugar, esa claridad deslumbrante y nica, esos crepsculos que se desangran en el mar, lentos, como un agona que no acaba. No todo el mundo lo resiste.

    La luz, repiti la mujer mecnicamente, los ojos perdidos en algn punto de la memoria, miran-do hacia adentro, inmvil.

    S, Alicia, la luz. Acaso no se acuerda de cmo es all, tan excesiva que por momentos uno se vuelve ciego. Hay personas a las que deprime la penumbra. Otras, en cambio, se entristecen con la luz. Supongo que existen diversas formas de imaginarse la muerte y el resplandor puede ser una de ellas. Recuerdo muy

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    bien cmo lo contaba Ramn, la manera en que des-criba el sendero, el contraste entre el claroscuro que formaban las casas y los pinos, y de repente salir as, sin ms, en carne viva, deca l, a la embriaguez de la luz, al cielo blanco, a un mar centelleante de espuma y sal. Todo eso solo se puede soportar si uno lo mira sin ver, que es como mira la mayora de las personas. Pero Ramn miraba y vea.

    Puede ser, murmur Alicia, haciendo un es-fuerzo por hablar, pero se notaba la desgana en la voz. Mientras lo escuchaba me vino a la memoria un ensa-yo de Tanizaki sobre la sombra, donde dice algo pa-recido. Los occidentales identificamos la muerte a la oscuridad, en cambio en Japn se la puede asociar a la luz y a la blancura. De todas maneras, hoy no quiero seguir hablando de eso. Tengo la impresin de que to-dos nos hemos asfixiado en esa red de conjeturas que entretejimos, yo la primera, por supuesto, y necesito respirar, cerrar los ojos y sentir por unos minutos que el pensamiento se detiene, se vaca. S, no me mire de esa manera, Leo, ya s que eso no sucede nunca, pero de todos modos no quiero seguir hablando.

    Termin de fregar los vasos y los platos, y mientras se secaba las manos se volvi hacia l.

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    Disclpem e, Leo, disculparla por qu, porque no digo ms que tonteras, no me haba dado cuenta de que fui yo quien inici esta conversacin. Leo se en-cogi de hombros, mir el vaso al trasluz y se entre-g de nuevo al silencio.

    II

    Es una carretera estrecha, pero muy transitada, es-pecialmente por la maana, cuando los camiones reparten la mercanca para los supermercados y res-taurantes de la costa, tambin los coches que van y vienen a las playas, reparto de gente. Motos, bi-cicletas, a veces hay que esperar un buen rato para poder cruzar al otro lado, donde empieza la playa. Alicia lleva a las nenas, una de cada mano. A su vez, las nenas van cargadas con cubos, palitas, rastrillos, molinetes, moldes para la arena, las sigue el viejo con una sombrilla al hombro como si desfilara en un regimiento, y yo voy a la retaguardia, cerrando la expedicin y encargado del transporte pesado, la sombrilla nmero dos, toallas, bolsos con comi-da y nevera para las bebidas, una silla plegable para

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    Alici a, otra ms grande para el viejo, porque le gusta leer el peridico recostado en esa silla despus de remojarse los pies al borde del agua, y todava me quedan fuerzas para arrastrar el bote de goma hin-chable, el que cada ao hay que parchear por todas partes porque las nenas no quieren que lo tiremos, le tienen cario, qu pena, pap, cmo lo vamos a tirar, seguro que lo puedes arreglar, y aunque parezca mentira lo arreglo y consigo hacerlo durar una tem-porada ms, posiblemente yo tampoco quiero jubilar el bote, y avanzamos casi a la carrera, aprovechan-do un sbito remanso de la corriente de vehculos, son apenas diez pasos pero hay que mirar con cuatro ojos, nunca falta un loco que aparece de golpe, a la atropellada, ya est, ya hemos pasado todos, esto ga-nara mucho si pusieran un semforo, ahora estamos en otro mundo, como quien dice, vamos en fila india por el sendero entre las casas viejas, es un sende-ro umbro y fresco, porque los pinos que estiran sus largos cuellos en los jardines forman una enramada all en lo alto que le cierra el paso a la luz del sol y es una maravilla caminar esos pocos metros, hemos dejado atrs el trnsito de la carretera, el rugido de los camiones y las motos en estampida, estamos en

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    el sender o de los piones, como lo bautiz Alicia, porque entre la arena, minsculos y atigrados, los piones se mezclan con los guijarros y los trozos de concha, y las nias se demoran un rato, hundiendo sus manos en la arena como los buscadores de oro, y van soltando grititos de alegra cada vez que cobran una pieza, mientras Alicia y yo seguimos avanzando, sintiendo la arena fra y hmeda en los pies, los pies se nutren de la sombra y todo el cuerpo aprovecha esos pasos para sorber la penumbra, para aprovisio-narse durante unos segundos del frescor que nos prepara ante la inminencia de la playa, porque uno se la encuentra as, de repente, como si descorrieran un teln de sombra y nos arrojaran al paisaje abierto y sin lmites del estrecho desfiladero que forman las casonas viejas al mar infinito, deslumbrante, pegado al cielo y a la arena que hay que cruzar deprisa, pi-sando fuerte para no quemarse, hasta llegar a la zona donde el agua la vuelve blanda y lodosa, perfecta para que el viejo desenvaine el pincho de la sombri-lla y con ceremoniosos movimientos lo clave como un conquistador que acabase de desembarcar en tie-rra ignota y los cinco nos cobijemos bajo esa flor de lona que resopla con el viento.

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    III

    Ustedes iban casi todos los veranos, no es cierto, pre-gunt Leo mientras miraba el partido en la televi-sin con el volumen quitado, me acord porque el otro da, hojeando una revista, vi un artculo donde decan que la zona haba cambiado mucho, ya sabe, hormign por todas partes, se imagina, una lstima.

    Alicia apoy el libro en su regazo y mir por la ventana la lluvia que ensuciaba la calle, los coches salpicando rfagas de agua y los peatones buscando refugio en los portales. Nosotros no hemos vuelto a ir, aunque unos amigos estuvieron el ao pasado y me contaron que no era para tanto, que se nota el cambio, pero que las playas siguen siendo inmen-sas y se conservan bastante bien. Usted tampoco volvi ms. No. Nunca le dieron ganas. Me dieron, pero Ramn me las quit, bueno, no fue culpa de l, pero yo tampoco lo habra podido soportar, en-tonces usted le crey, me lo pregunta o lo afirma, que le pregunte o lo afirme da igual, lo que impor-ta es que por una vez me responda. Y volvemos a

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    lo mismo, Alicia, llevamo s aos dndole vueltas a esta historia, usted me hace la misma pregunta y yo le repito por ensima vez que s y que no. sa no es una respuesta, Leo. S seora, es una respuesta, mejor dicho, es la nica respuesta que puede dar-se a la historia de Ramn, acaso hubiera podido no creerle cuando me lo cont, recuerdo cada detalle de esa noche, l estaba casi sin aliento, se agarraba el pecho con los puos y balbuceaba, la voz era un gemido, es que no iba a creerle a un hombre as, en ese estado, de acuerdo, s, claro que no crea lo que me contaba, pero le crea a l, por eso le digo que s y que no, le crea a l, al tipo que estaba tratando de explicarme que haba visto el pasado, yo no s qu le cont a usted, Alicia, o cmo se lo cont, con qu palabras, en qu tono, pero yo no tuve ms remedio que creerle, aunque no le creyera, porque no es fcil darle la razn a alguien que asegura haber visto el pasado, fjese bien lo que le digo, Alicia, el pasado, hay gente que presume de ver el futuro, pero ver el pasado no tiene ningn mrito, todos hemos visto el pasado, porque todos lo hemos tenido, o sea, cada uno de nosotros ha visto su pasado, contado as sue-na a estupidez, usted ha visto el pasado, no me diga,

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    yo tambin, qu le parece, pero no era eso, Alicia, no era eso lo que quiso contarme Ramn aquella noche, incluso me llev a la playa, literalmente me arras-tr a la playa por el sendero de las casonas, aunque yo a duras penas poda seguir su carrera, era una noche cerrada y no se distingua nada, tan solo la respiracin del mar, que depende cmo se considere puede ser la respiracin de una sirena o de un ser monstruoso, y Ramn insista, con la voz rota por el dolor, insista en haber visto el pasado tal-como-alguna-vez-haba-sido, entonces comprend de qu me estaba hablando, es que el aadido lo cambia todo, el pasado tal-como-alguna-vez-haba sido, esa frase se me qued grabada, me parece verla escrita en mrmol. Ver el pasado tal como alguna vez fue, simplemente significa recordar, pero Ramn intenta-ba decir otra cosa. No necesitaba cruzar la carretera, avanzar por el sendero de la sombra y penetrar en la playa para poder recordar, de hecho poda recor-dar todo eso sin tener que hacerlo, para qu sirve la memoria si no es para disponer de la imagen de una cosa aunque no se tenga la cosa, eso lo sabe cual-quiera, es psicologa barata, la que se ensea en los colegios. Usted tambin lo vio, interrumpi Alicia, y

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    haba en su voz un tono de hasto, porque ella mis-ma estaba agotada y no obstante no poda dejar de escuchar el monlogo de Leo, alguna vez he llegado a pensar que usted tambin lo vio, pero que por al-gn motivo decidi no contarlo. Usted no lo entien-de, replic Leo una vez superada la minscula pausa que emple para resistir la tentacin de ofenderse, acaso se puede ver el tiempo, acaso se puede ver la muerte, son cosas invisibles, Alicia, que nos rodean por todas partes, que nos envuelven, pero uno no lo nota, no lo percibe, al menos en la mayora de los casos, pero tambin existe eso que se llama la nostalgia, una forma de captar el tiempo y la muerte, explqueme si no qu es la nostalgia y no me refie-ro a ese sentimiento tibio y ligero de echar de me-nos algo, la pequea tristeza, no, estoy hablando de que, por ejemplo, uno est viviendo una situacin cualquiera, una situacin podramos incluso decir intrascendente, como caminar por un sendero entre casas viejas y llegar a la playa, plantar la sombrilla, abrir las sillas plegables y sentarse a leer un libro mientras los nios corretean, una mujer se extiende el bronceador por el cuerpo y la gente chapotea feliz en el agua, juega a la paleta, camina por la orilla,

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    todo es normal, banal si se quiere, pero de pronto uno siente algo, al principio no sabe interpretarlo, es una opresin en el alma, un desasosiego, un dolor en la garganta, entonces se da cuenta de que el dolor se debe a que eso que acontece est pasando, est trans-curriendo y es suficiente que por alguna misteriosa razn que desconocemos uno se adelante un segun-do, qu digo, una milsima fraccin de segundo a lo que sucede, para que eso se convierta en pasado, esta imagen, la nia hurgando en la arena, la mujer que est a nuestro lado, el hombre leyendo, la gente que camina, los jugadores de paleta, se vuelven pasado, son el tiempo, el tiempo que corre, despiadado, y la nostalgia es esa fraccin de segundo, ese accidente de la vivencia, ese corrimiento del presente que nos deja ver la vida en su desnuda extraeza, sentir el latido del tiempo, el tiempo descontndose, nueve, ocho, siete, seis, cinco, siglos, aos, meses, minutos, arrastrndolo todo, barrindolo todo, arrebatndolo todo. Tal vez Ramn, en algn momento del pasado, se adelant esa milsima fraccin de segundo.

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    IV

    Al atardecer, nos hemos quedado solos. El cielo no ha concluido an su lenta metamorfosis, los bais-tas se han ido retirando despacio, cansados, llevando consigo el equipaje playero y sus cuerpos enarena-dos, y nosotros nos demoramos, porque se sabe que sta es la mejor hora, la hora en que la luz se dulcifi-ca y la brisa de fin de agosto trae el frescor anticipado del otoo.

    Las bicicletas estn recostadas sobre un lecho de piedras, entibindose al sol despus de habernos llevados a Alicia, a las nias y a m como flechas en-tre los naranjales y los huertos del interior, y aho-ra holgazanean y brillan azules y rojas y verdes, y nosotros tambin nos desperezamos como lagartos y hasta el mar parece haberse vuelto remoln, casi quieto, lame distrado y en silencio la franja de arena encharcada, yo tengo los ojos entrecerrados, filtran-do la visin y la realidad, es un truco que aprend de nio, poner los ojos como ranuras y hacer que el mundo se vuelva borroso y ondulante, igual que en las ensoaciones, entonces percibo una silueta que se aproxima lenta y torpe a las bicicletas, se agacha

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    y haciendo un esfuerzo consigue levantar una y po-nerla sobre sus dos ruedas, ahora abro los ojos bien grandes y veo que es el viejo, el viejo que ha abando-nado su silla y su peridico y est sosteniendo una de las bicicletas, la mira fijamente, como si viese por primera vez ese objeto familiar y mgico, la mira desde la cercana y la distancia de quien ha dejado la niez en una estacin remota y nunca jams ha vuel-to a montar en bicicleta, la mira fijamente como si en su memoria asomase el contorno vacilante de un recuerdo, mientras su mano izquierda sujeta el ma-nillar para mantener la bicicleta erguida, la mano de-recha la acaricia despacio, casi sin rozarla, como se acaricia a un ser amado, una bicicleta puede ser un ser amado, yo sigo tumbado en la arena, Alicia est entregada boca abajo a los ltimos reflejos del sol de la tarde, las nenas escarban en la arena buscando tesoros, y entonces observo que el viejo trata de le-vantar una pierna, apenas consigue llegar al pedal, vuelve a apoyar la pierna en el suelo, se tambalea levemente y otra vez lo intenta, yo me siento palide-cer, se me detiene el pulso y en ese momento Alicia, como si hubiese recibido una seal teleptica, aban-dona su letargo, se incorpora, ve al viejo tr atando de

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    subirse a la bicicleta, luego me busca con la mirada, Ramn, exclama con la voz ahogada por el susto, las nenas dejan de remover la arena y reparan ellas tam-bin en lo que est haciendo el abuelo, boquiabier-tas, la imagen irradia una tristeza tan fuerte que nos enmudece, yo le ordeno a mi cuerpo levantarse y co-rrer hacia l, mi cuerpo que se ha vuelto un saco de piedras, paralizado por la incredulidad y el descon-cierto, pero regreso a la vida un segundo despus, me levanto y salgo disparado en el instante en que por fin el viejo lo ha conseguido, ha conseguido re-volear la pierna por encima de la bicicleta y se man-tiene sentado, en un tembloroso equilibrio que dura la millonsima parte de un segundo, antes de caer desparramado en la arena, el viejo cado y despata-rrado entre los caos de la bicicleta, no le ha pasado nada, tan solo un chichn y el golpe que retumba en mi cerebro, el ruido atronador del glaciar al estallar y desmoronarse en pedazos y luego el silencio, otra vez el silencio.

  • 30

    V

    No fue una buena idea, pero claro, cmo bamos a imaginarlo, coment Alicia mientras le quitaba a Leo una de las fotografas para verla de nuevo, fjese qu jvenes ramos, y las nias, las llevbamos en una sillita en las bicicletas, les encantaba, lo ve, ah, en esa que tiene en la mano est Andrea sentada de-trs de su padre, la foto sali un poco movida pero se puede ver la sillita. Leo inclin la cabeza y crey distinguir en la Polaroid amarillenta la sonrisa en el rostro de Andrea y los ojos un poco fruncidos porque le daba el sol en plena cara. Despus estuvimos casi diez aos sin volver. Las nias ya se aburran en la playa, el abuelo muri, y empezamos a hacer otra clase de viajes. Viajar con Ramn era divertido, pero nos someta a un rgimen militar, bamos de visita a Londres, a Viena, a Roma, y haba que levantarse a las seis de la maana y conocerlo todo mejor que los habitantes locales, un manitico del tiempo, el tiempo era una cosa que lo obsesionaba, aunque casi nunca hablaba de eso, pero se comportaba como al-guien que le disputaba una carrera mental a la vida. Por otra parte, estbamos locos, los dos, porque yo

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    tambin trataba por todos los medios de conservar nuestro pequeo mundo, de prolongar cada instan-te de felicidad. Por eso nos entregbamos a las hijas con una pasin desproporcionada, y se nos abra el alma en dos queriendo verlas crecer y al mismo tiem-po deseando que no cruzasen jams el umbral de la infancia. No existe fervor ms egosta que el amor de los padres. S, interrumpi Leo, pero ese egos-mo es lo nico que nos hace amar a los hijos, de lo contrario los abandonaramos. Es cierto, pero lo nuestro era exagerado y en el caso de Ramn yo di-ra que haba algo enfermizo. Conforme pasaron los aos se protegi de la nostalgia erigiendo un muro de acero, evitaba los recuerdos, se negaba a ver fotos, se escabulla de cualquier conversacin que pudiera transportarnos a esos veranos, los veranos de la vida, como sola decir. Se volvi taciturno, como si temie-se y con razn, que las vueltas de las palabras fuesen a conducirlo a nombres dolorosos, a evocaciones que amenazaban con remover demasiado sus sentimien-tos, y por las dudas, para no ser tomado por sorpre-sa, se cuidaba de lo que poda decir o escuchar. Era consciente de que as perda mucho ms de lo que procuraba evitar, pero no poda ponerle remedio. No

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    obstante, segua siendo un hombre alegre, usted lo sabe, alguien al que le sobraban la energa y los de-seos, aunque haba decidido poner a salvo una parte de l escondindola hasta de s mismo, la parte que haba quedado irremisiblemente daada por el tiem-po. No poda comprender que si alguien ms fuerte te quiere arrebatar un anillo, es mejor entregarlo, o dejar que te lo quiten, en lugar de resistirte y que te rebanen el dedo para llevrselo, porque es as, Leo, la prdida se hace mucho ms dolorosa cuanto ms se opone uno a ella. Leo aprob el razonamiento ha-ciendo un gesto con los ojos.

    Un da lleg a casa desbordante de alegra, anuncindonos que nos tena reservada una sorpre-sa. A m la idea me gust de inmediato, las chicas al principio lo miraron un tanto desdeosas, claro que ya estaban grandes y el plan no les pareca demasiado divertido, pero al cabo de un rato acabaron unin-dose al entusiasmo del padre. El resto supongo que lo recuerda perfectamente. Por supuesto. Yo estaba todava bajo los efectos de la muerte de Marina y me sent muy reconfortado cuando me invitaron a ir con ustedes. Me acuerdo que Ramn no paraba de can-tar en el coche, hasta que en la mitad del trayecto,

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    c uando hicimos un alto para cargar gasolina y tomar-nos un caf, se disculp conmigo, lo siento, Leo, me dijo, esto de volver a nuestro pasado me ha puesto tan alegre que se me ha olvidado lo suyo, soy un im-bcil, y yo me re, le quit importancia, incluso aad que para una vez que se atreva a desafiar la nostalgia, por nada del mundo quera ser yo un obstculo, y el resto del viaje cantamos los cinco.

    S, pero yo me di cuenta de que apenas llega-mos el humor le cambi de repente. Un lienzo de sombra le envolvi el semblante y su mirada dej de posarse en las cosas que todos veamos, para aden-trarse en una zona a la que solo l poda llegar.

    Yo tambin lo percib, no tan pronto como us-ted, pero tuve la primera impresin cuando una vez instalados los acompa en el paseo histrico, como lo llam l empleando una renovada dosis de humor que seguramente extrajo de donde pudo, visitamos la casa que alquilaban todos los veranos, el sitio de los ponis donde llevaban a las chicas, el restaurante, me acuerdo que usted y Ramn repetan todo est igual, todo est igual, ya sabemos que esa frase no es ms que un deseo, pero que a fuerza de recitarla suponemos que se va a cumplir, pero incluso yo, que

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    vea todo eso por primera vez, me daba cuenta de que nada estaba igual, que en los ojos del poni se haba depositado una tristeza legaosa, que la casita no poda disimular las grietas ni el jardn su descui-do y que el restaurante haba cambiado de dueos y los nuevos, a pesar de su cordialidad, como es lgico no contribuan con eficacia a revivir el delicioso ri-tual de los almuerzos. A usted tambin se le notaba la nostalgia en el tono de la voz, incluso las chicas parecan emocionarse, cuando alborozadas reencon-traban alguna huella de aquellos veranos, pero en Ramn se adverta un aturdimiento que le transfigu-raba el gesto, a pesar de los esfuerzos que haca por sobreponerse a los sentimientos que convulsiona-ban en su interior. Al atardecer, tras esperar el pun-to crepuscular de la luz ms propicio para reanimar las imgenes que cada uno atesoraba, usted sugiri la pequea excursin a la playa, la que obligaba a cruzar por el sendero de los piones perdidos, como dijo una de las chicas con mucha gracia, porque has-ta entonces y a pesar del desasosiego que Ramn lo-graba a medias disimular, seguamos disfrutando del da, de la vida que pona delante de nuestros ojos la belleza del paisaje, del exacto olor del mar y de los

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    risueos naranjales que alegraban los huertos. A esa hora la carretera estaba despejada y la atravesamos sin prisa, como si las autoridades del ayuntamiento hubiesen hecho el favor de cortar el trfico en ho-nor a nuestra visita. Entonces, entre dos casas cuyo seoro se adverta en la envidiable virtud de saber envejecer, apareci el sendero manchado de sombra y en su arena fra y salpicada de agujas de pino hun-dimos agradecidos nuestros pies descalzos. Tanto me haban hablado ustedes de ese pasadizo mgico, que acab por rendirme gustoso a la sugestin de sentir que yo tambin retornaba a mi mejor pasado, y me contagi de la alegra simple de caminar esos pasos frescos, coronados por la abovedada curva de los pi-nos que en lo alto abrazaban sus copas, y por fin, como saliendo de un estrecho tnel, nos vimos arro-jados a la plenitud de la playa ya solitaria y entregada a las ltimas gracias de la luz.

    VI

    La pelcula se ha quedado detenida en un fotogra-ma porque el mecanismo est atrancado y la cinta se

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    estira, tensa y ligeramente vibrante, pero no avanza. El tiempo, ese fluido inexplicable, est encerrado en esa escena y soy el nico espectador al que le han concedido el privilegio de entrar. Me acerco temero-so, vacilante, porque comprendo que estoy a punto de atravesar una lnea y que no debera hacerlo, no deberas, dice la voz, esa voz que nos habla cada vez que estamos a punto de atravesar una lnea, pero no puedo obedecerla, o no quiero y doy un paso ade-lante, salgo de la sombra y percibo el cono de luz que me baa y me deslumbra, casi no me deja ver la escena, hasta que mis ojos se acomodan y se so-breponen al resplandor, entonces los veo, a ellos, a nosotros, no s como expresarlo, somos nosotros, nosotros en el pasado, yo puedo vernos, pero ellos, ellos que somos nosotros, no pueden verme a m. Yo tambin estoy entre ellos, de pie, junto a la orilla del mar, t ests a mi lado, res de algo que te he dicho, pero no puedo orlo, no puedo or lo que te ha dicho ese que soy yo, algo que ha conseguido hacerte rer y aunque tampoco puedo or tu risa, se adivina en tu gesto, en la vibracin del aire, tu risa suspendida en el aire, desprendida de tu boca, atomizada como la espuma que el viento de la tarde persigue, y unos

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    pasos ms all, bajo la sombrilla gastada de tantos soles y sales, el viejo sigue leyendo su peridico, im-perturbable al aire que le revolotea las pginas y a las nias que dan vueltas a su alrededor, cubiertas de arena mojada, y no hay nadie ms, solo nosotros, nos hemos quedado solos, detenidos en un instan-te que bien podra confundirse con la eternidad, y entonces me doy cuenta de lo que sucede, me doy cuenta de que estoy en aquel momento del pasado, aquel momento que habra podido ser otro pero que fue este, el momento en que sent que todo eso era lo mejor que poda suceder, y que algn da iba a recor-dar que un da hubo un momento en el que me dije, acurdate de este momento, grbalo en tu memoria, en lo ms profundo de tu carne, grbalo en el fondo de tus ojos, porque ya no existe y sin embargo se ha producido un error, un accidente del tiempo que me ha trado hasta aqu, hasta este instante que haba dado por perdido.

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    VII

    A m tambin me ocurri algunas veces. Una noche cre verlo entre la multitud que sala de un teatro y en otra ocasin estuve a punto de correr detrs de un taxi, porque habra jurado que el hombre que acaba-ba de subir era Ramn. Tenga en cuenta que fui el l-timo que habl con l y esa es una impresin que no se me olvida. Ustedes estaban durmiendo y yo, como siempre, me haba desvelado. Me encontraba en el jardn, leyendo junto a un farol que apenas ilumina-ba el libro y l me dio un susto de muerte, porque apareci de golpe en la oscuridad, con la respiracin entrecortada y la cara desencajada por la angustia. No saba que estaba levantado, pens que se encon-traba en la cama con usted, pero por lo visto se haba despertado en mitad de la noche y haba cruzado la carretera hasta la playa. Cuntas veces no me habr preguntado qu fue lo que lo atrajo hasta la playa, qu extrao influjo lo arranc del sueo y lo condu-jo hacia all. Su voz era casi inaudible y hablaba de forma atropellada, al punto de que tuve que pedirle que se calmara, porque no lograba entender lo que pretenda explicarme. Ms tarde, al repasar todos los

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    detalles de aquella noche, llegu a la conclusin de que, en verdad, le haba entendido a la primera, pero me negaba a reconocerlo.

    Sin embargo, acept acompaarlo, intervino Alicia. Por supuesto, qu otra cosa hubiera podido hacer. Me pidi que lo hiciera y lo hice, corr tras l y durante el trayecto trat de relatarme lo que haba pasado, pero yo no poda ir a su ritmo, me fui que-dando rezagado y aunque le rogu que me esperara, estaba tan fuera de s que no se percataba de nada y cuando por fin llegu a la playa, jadeando, despus de atravesar el sendero, lo haba perdido. Lo llam a voces y mis gritos despertaron a algunos vecinos de las casas, imagnese lo que pensaran cuando les dije que Ramn haba desaparecido, dnde, cundo, pre-guntaban incrdulos, no puede habrselo tragado el mar, si estaba con usted, estaba, pero se me adelant unos metros y ya no he vuelto a verlo, es noche ce-rrada, debe de haber regresado por otro camino, hay uno un poco ms arriba, pero Ramn no apareci por ninguna parte, ni entonces ni nunca.

    Aunque la polica quiso convencerme de que la nica explicacin posible era que se haba ahoga-do, jams pude creerlo. Yo tampoco, coincidi Leo.

  • 40

    VIII

    Anoche comet la locura de darme un paseo por la playa. No poda dormirme, estaba nervioso y me le-vant de la cama, sal al jardn a fumar un cigarrillo y, sin pensarlo, resolv cruzar la carretera e internarme por el sendero de las casonas, el que siempre utili-zbamos para ir al mar. No haba vuelto a pisar esta arena en la que los pinos dejan caer sus agujas, esta arena siempre oscura y hmeda que no conoce el sol. Me quito los zapatos, porque quiero sentir ese fro con el que nos regocijbamos, el contacto de las plantas de los pies sobre nuestras huellas de antao y esa sensacin me reconforta, me aproxima al pasado, al pasado tal como alguna vez haba sido, y al llegar a la playa la luz es intensa a pesar de la noche, y al principio no puedo comprenderlo bien, hasta que vislumbro que ya no es de noche, sino de da, un da cargado de sol, tan lleno de sol que hiere los ojos y blanquea el mar y entonces distingo la veterana som-brilla clavada cerca del agua, la lona descolorida agi-tada por el viento y a un lado las toallas extendidas pisoteadas por las nias, unos metros ms all la silla del viejo y las hojas del peridico desparramadas,

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    voland o, alejndose sin que pueda darles alcance. Doy vueltas y no veo a nadie. La playa es inmensa y est vaca, de tan inmvil el mar me parece hoy expectante, como un animal agazapado. Pero poco a poco vamos apareciendo, surgidos de la nada, como actores que ocupan sus puestos en la escena, la de aquel da en que me dije, acurdate de este momen-to, grbalo en tu memoria, en lo ms profundo de tu carne, grbalo en el fondo de tus ojos, porque ya no existe. Porque no somos de verdad, somos espectros, seres de papel como el del peridico a la deriva del viento, siluetas recortadas en el aire, que sirven para ocultar lo que el tiempo se ha llevado consigo.

    Las banderitas que adornan el restaurante fla-mean locas con la brisa del medioda, es lo nico que se escucha sobre este fondo de silencio, el repiqueteo de las banderitas multicolores agitndose en el aire caliente, en este da tan alegre, bajo este cielo que de puro azul debera garantizarnos la felicidad, yo la he visto, Leo, le juro que la he visto, he visto la felici-dad, venga a verla usted tambin, se llega a ella atra-vesando un sendero de penumbra entre casas viejas, un sendero que da a la playa y en la playa estn Alicia y las nias y unos pasos ms all el viejo, con los pies

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    en el agua, y estamos todos, Leo, porque la felicidad no es ms que eso.

    Que estbamos todos y casi parecamos de ver-dad.

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    DA DE GRACIA

    El hombre estaba sentado en un banco de la e stacin de metro. Tena el cuerpo inclinado hacia adelante, los codos apoyados sobre las rodillas y el rostro escondido entre las manos. Estaba vestido con ropa sencilla y junto a l, apoyado en el suelo, esta-ba el bolso con la ropa de trabajo, un bolso viejo de plstico manchado con las huellas del oficio.

    Lo haba intentado. A pesar de no encontrarse muy bien esa maana, trat de llegar a su trabajo, pero no pudo conseguirlo. Cuando todava se halla-ba de pie en el vagn del metro, que a esa hora corra bajo la ciudad llevando su resignada carga de seres somnolientos, haba vuelto a sentirse mareado y no tuvo ms remedio que bajarse antes de llegar a su estacin. Ahora estaba sentado en el banco, quieto y asustado, le dola mucho la cabeza y no saba qu hacer. A su lado, dos tumultuosas corrientes contra-rias porfiaban la una por salir del andn, la otra por entrar y acceder a los trenes, y ambas se mezclaban,

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    se entrechocaban, resignndose a la suerte incierta del lunes. El hombre, al que nadie pareca advertir, segua sentado y, mientras rogaba que el malestar se disipase solo, pensaba en la imprudencia de no ha-ber ido al hospital el sbado, cuando por la tarde, despus de la comida, haba sentido que algo sonaba en el interior de su cabeza, como un crac y luego un dolor muy fuerte en la parte posterior del crneo. No quiso alarmar a su familia y se excus de ir al cine di-ciendo que no le haba sentado bien el almuerzo, que prefera quedarse descansando en el sof. Su mujer y los hijos se marcharon al cine sin sospechar nada y l se trag dos aspirinas y se tumb en la cama, mojado en un sudor que le haca temblar de fro y de miedo. Cerr los ojos, implorando para sus adentros que aquello pasase pronto, pero aquello no pasaba. El dolor iba en aumento, la habitacin daba vueltas, giraba despacio alrededor de su cama, y los muebles, los cuadros, el jarrn con las flores artificiales, el te-levisor y el aparato de radio, parecan tener ganas de echar a andar y remontar vuelo.

    Por fin se qued dormido y al despertarse comprob que se encontraba un poco mejor, que el mundo haba recobrado de nuevo su reposo, pero

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    tambin not que si intentaba incorporarse de la cama todo volva a ponerse en movimiento. Mir el reloj, eran las ocho de la tarde y calcul que an fal-taba una media hora para que su mujer y los hijos regresaran. Si lo encontraban en la cama le haran preguntas y de inmediato lo arrastraran al hospital. l no quera ir al hospital. Quera volver a sentirse bien, como si nada hubiese pasado y recibirlos senta-do tranquilamente frente al televisor, y cuando ellos le preguntaran hola, pap, qu tal te encuentras, res-ponder sonriente ya estoy bien, mucho mejor, va-mos, como si nada.

    Tena que levantarse, tena que intentarlo, des-pacio, muy despacio, para no alterar a esa cosa en su cabeza que pona en marcha la noria. Primero se vol-te de lado, cerrando los ojos, y luego los abri para comprobar el efecto. La cmoda, blanca y panzuda, segua firme en su sitio, el mismo que le haban desti-nado cuando compraron el piso. De pronto se acord del da de la mudanza, casi veinte aos atrs, cuando l mismo, con ayuda de su cuado, haba subido los muebles, y los dos hombres dieron varias vueltas por el dormitorio, con la cmoda a cuestas, para dejar contenta a la mujer que no acertab a a saber dnde

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    quedaba mejor. En esa poca era muy fuerte, hubiera podido mover un piano con un solo brazo, pero aho-ra era diferente. Ahora eran sus hijos los que tenan la energa de un toro y ayudaban a subir la compra por las escaleras, porque la finca no tena ascensor. l procuraba cargar con las bolsas, pero los muchachos no lo dejaban, saban que en la espalda de su padre se haban escrito las historias de muchos esfuerzos y no iban a permitir que se siguieran sumando. Eran muy buenos hijos.

    Con sumo cuidado se desliz hacia el borde de la cama y cerrando los ojos de nuevo hizo acopio de fuerzas para desafiar al abismo que lo aguardaba. Estir primero una pierna hacia afuera, que qued colgando sobre el precipicio, y luego la otra. Se sin-ti aliviado al notar que todo iba bien, que quizs conseguira incorporarse y olvidar lo sucedido, un mal recuerdo que maana se disolvera en la ilusin sencilla del domingo. Inici la maniobra de aproxi-mar las dos piernas al suelo, al tiempo que con los brazos se impulsaba con suavidad para levantar el torso. Tena el cabello revuelto y la palidez del rostro haca que se destacase ms la sombra de la barba y la medialuna violcea de las ojeras, aunque por fortuna

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    no poda verse, evitndose as la penuria de percibir la descompostura del rostro, el fantasma de los aos, la torva mueca del dolor.

    Todava era un hombre joven, de complexin delgada y fibrosa. Los msculos, forjados en la du-reza del diario trabajo, se dibujaban en sus brazos. Conservaba la mata fuerte de pelo, apenas encane-cido en los lados, aunque aqu y all se asomaban algunas arrugas y otras pequeas decadencias que anunciaban el ineluctable porvenir del cuerpo. No estaba acostumbrado a las indisposiciones y nunca hasta ahora haba contemplado la idea de que la en-fermedad pudiera estar emboscada en algn lugar del camino, dispuesta a asaltarlo.

    Por fin logr sentarse en el borde de la cama, y antes de iniciar la siguiente parte del proceso repas de nuevo la habitacin con la mirada para cerciorar-se de que las piezas de su cerebro volvan a funcio-nar normalmente. Haca mucho que no observaba su dormitorio con detenimiento, la lmpara de bronce y cristal que colgaba en el medio del techo, las paredes de color crema, la cama de nogal con sus mesillas de luz que haban comprado cuando eran novios. En esa cama haban dormido juntos y mezclado sus

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    cuerpos para gozar y hacer los hijos. En esa cama se haban abrazado para calentarse de los fros y los miedos de la vida.

    Sobre una de las paredes colgaba el cuadro de una calle estrecha en un pueblo andaluz, flanqueada por casas de adobe blanqueadas de cal y de sol que se tuercen hacia adelante, como vencidas por el peso de los faroles de hierro que cuelgan de las fachadas, y dos figuras borrosas de mujeres, gitanas tal vez, se han detenido para conversar. Muchas veces, en las noches en las que alguna preocupacin le cortaba el paso del sueo, se imaginaba andando por esa calle, subiendo la cuesta hasta perderse por completo en el cuadro, transportado a una vida nuev a, en un lugar extrao y desconocido, en otro tiempo. Esa imagina-cin sola consolarlo y trat de apelar a ella de nuevo, hizo el esfuerzo de emplazarse en esa calle empedra-da y solitaria, de sbado a la tarde a la hora trrida de la siesta, y caminar entre los geranios derramados sobre los balcones, oyendo sus propios pasos reso-nando en el silencio caliente de la tarde, y continuar hacia el fondo y adivinar que ms all, dando la vuel-ta a la esquina, todo vuelve a empezar y una nueva oportunidad lo espera en una plaza alegre y soleada.

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    Dentro de la habitacin se ha hecho ya la os-curidad y casi no se ha dado cuenta, porque sus ojos se han ido acostumbrando a la penumbra. Sigue sen-tado en la cama, los pies juntos y firmes apoyados sobre el suelo, y ahora s, sin ms demora, tiene que emprender la puesta en pie. Estira el brazo con cui-dado y tanteando consigue alcanzar el interruptor de la mesilla de luz y encender la lmpara. Va izn-dose poco a poco, animndose a medida que nota que todo permanece tranquilo y, ms seguro de s mismo, culmina el movimiento y se incorpora hasta quedar de pie. Tiene que apoyarse un momento en la cmoda porque otra vez siente que su equilibrio no merece demasiada confianza, pero la impresin pasa rpido y se atreve a caminar hacia el saln, donde procura llegar unos minutos antes de que ella y los muchachos abran la puerta. Una estela de luz, como la cola de un cometa, relumbra un instante en un costado de la visin y se extingue.

    Una vez en el saln, se sienta frente al televi-sor. El mareo parece ms o menos controlado, pero el dolor de cabeza persiste, es incluso mayor que cuan-do se despert de la siesta y parece ir en aumento. Es una tenaza que le oprime la nuca, retumba en sus

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    odos como el martilleo sordo de una forja. Cuando lleguen, tal vez lo mejor sea decirles lo que le ocurre, porque se teme que no va a poder disimular, pero no quiere, no quiere ir al hospital y que los mdi-cos le hagan preguntas y sobre todo no quiere que lo sometan a ninguna prueba, que le saquen radiogra-fas de la cabeza, o que pretendan dejarlo ingresado unos das en observacin. No, nada de eso, no va a decir ni una palabra, va a aguantar como pueda, va a tratar de poner su mejor cara para que no se den cuenta, porque esto tiene que pasar, seguro que tiene que pasar, es solo un mareo, algo que le puede dar a cualquiera. Acaso no se escuchan historias as, todos los das, que al final acaban en nada. Adems, no hay alternativa, porque el lunes tiene que ir a trabajar, como todos los lunes, de qu van a vivir si l no va a trabajar, cmo van a pagar la hipoteca del piso, la cuota del coche y todas las facturas que todos los meses de todos los aos asoman con la frialdad de los nmeros y la indiferencia del banco. Todava que-dan cinco aos, tiene que durar por lo menos cinco aos, no pide ms que eso, porque ellos, la mujer, los hijos, dependen de l. Siempre se ha sentido or-gulloso de que sea as, nunca se ha quejado, porque

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    no e ntraba en su razonamiento la posibilidad de que algo le pudiese ocurrir, algo que torciese la rutina de la vida y lo arrancase del nico deber que le da sentido al despertar cada maana. Ahora, con la san-gre apretada en algn lugar de la cabeza y el sudor mojndole la ropa y la nariz ya no est tan seguro, y echa de nuevo una mirada alrededor tratando de re-conocer las paredes, los muebles, la historia de cada uno de los objetos que ve, como para reasegurarse de que todo sigue en su lugar, aunque l no lo est, aunque l est en un lugar distinto, distinto al que estaba ayer, o incluso esta misma maana, cuando se levant contento de haber llegado a la orilla del sba-do, como todos los sbados despus de nadar cinco das contra la corriente.

    Escucha el sonido de las voces y los pasos en la escalera, luego el de la llave en la cerradura, la puer-ta se abre y ella y los muchachos entran contentos, riendo y comentando la pelcula, al parecer se han divertido mucho y enseguida lo rodean, le dan un beso, estn alborozados, le preguntan cmo se en-cuentra, su mujer lo interroga, le agarra el mentn y le obliga a levantar la cabeza para verle mejor el ros-tro, frunce el ceo, escudria en sus ojos, se asoma

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    al interior de su mirada porque ha notado algo, l se estremece porque sabe que a ella no podr engaarla, pero an as lo intenta, sonre, carraspea y sonre, exclama que todo est bien, que no hay nada de qu preocuparse y mientras lo dice, empleando el tono ms convincente que puede extraer de su escaso re-pertorio de imposturas, contrae los dedos de los pies para frenar el suelo que ha empezado a deslizarse con suaves movimientos rotatorios.

    Tal vez sea posible sacar algn provecho ms de la excusa de la indigestin, y para no preocupar-los avisa que en la cena solo tomar un caldo ligero. Si se dejara llevar por lo que de verdad querra hacer, se metera de vuelta en la cama a dormir, a ver si de una buena vez la suerte lo ayuda y el sueo pone los alborotados mecanismos en su sitio.

    Durante la cena consigue mantener la calma, y aunque no escucha nada porque el oleaje en los odos es muy fuerte, sonre cuando ve que su mujer y sus hijos sonren y finge prestar atencin a lo que se habla. Cenan en la cocina que l mismo alicat, recin mudados, con azulejos blancos y una greca de flores azules, y donde cabe una mesa para los cuatro. No hay mucho espacio, pero siempre han sido felices

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    comiendo todos juntos y apretados. l quisiera estar feliz tambin esta noche, contagiarse de la alegra de ellos, que todava siguen sacndole chispas al recuer-do de la pelcula, pero de repente no puede aguan-tar una punzada en la nuca que le crispa el rostro y le hace soltar un quejido que a todos los sobresalta. Disimulando, se frota el cuello con la palma de la mano y comenta que debe de haber dormido en una mala postura, porque se ha levantado con una con-tractura en el cuello que le est arruinando el da. Prueba a beber un vaso de vino para ver si as se relaja un poco, pero el vino cae en el estmago con la misma gracia que lo hara un puado de vidrio molido. De todas formas logra fingir bastante bien, porque al rato vuelven a estar alegres y se restablece la conversacin y el sonido de vasos y cubiertos. Por la ventana llegan los sonidos vecinos, los gritos del tercero, la tele del quinto, y los olores de las cocinas van dejando muestras en su ascenso por el aire cau-tivo del patio.

    No tienes buen aspecto, le dice ella cuando los muchachos se han retirado al saln para ver el partido de ftbol, me ests engaando, te pasa algo y no quieres contarlo. Est de pie junto a la pila,

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    colocando los platos en el escurridor, mientras ob-serva que l pasa un trapo sobre la superficie de la mesa para retirar las migas de pan y los restos de comida, moviendo el brazo despacio, con movi-mientos cortos y desajustados. l levanta la cabeza, lo cual provoca una violenta oscilacin ssmica de la cocina, y una gota helada corre presurosa hacia la punta de la nariz, no es nada, mujer ya te he dicho que me ha dado una tortcolis. Pero ella no se con-vence ni se conforma, vamo s, Marcial, que te co-nozco, djate de coas y dime qu te pasa, y al orla decir su nombre no puede evitar que los ojos se le llenen de lgrimas, porque ella lo conoce como na-die, ella es todo para l, su compaera, su hembra y su madre, pero no va a dar su brazo a torcer, no va a dejar que lo lleven al mdico, todava no, todava tiene mucha guerra que dar, y a fuerza de mentiras logra convencerla de que se vaya a la cama, que ya se acostar l dentro de un rato cuando acabe el partido.

    El partido ha terminado, los muchachos se largan a beberse la noche y la casa est otra vez en silencio. l se ha quedado sentado en la cocina, no est para ms experimentos, aunque comprende que

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    tarde o temprano tendr que reptar al dormitorio, porque no va a pasarse toda la noche all despierto, vigilando al demonio que no cesa de darle patadas a la cabeza. Dentro de la cocina se siente cobijado, le gustara prepararse un t, pero tiene la impresin de que si lo intenta va a perder el equilibrio, por eso prefiere resignarse y permanecer quieto. Siempre le ha gustado la cocina, su lugar preferido en la casa, all lee el peridico los domingos por la maana, o se queda escuchando la radio algunas noches, cuando no tiene sueo y quiere apurar hasta el ltimo trago del tiempo. Ah, cmo le gusta la vida, esta vida que no le ha regalado nada, pero as y todo la quiere y est orgulloso de su casa, de esta cocina pequea que lo arropa, y ama todo lo que hay en ella, el fogn, la cafetera elctrica, la tabla de cortar el pan, la ban-deja de hojalata esmaltada, el horno de microondas, los platos pintados que decoran las paredes, el frigo-rfico con la puerta tachonada de imanes que apri-sionan notas escritas a lpiz, fotografas, nmeros de telfono, recetas de cocina. Tal vez si se quedase para siempre quieto en este rincn, en esta esquina de la mesa donde no molesta el paso, entonces ya nunca volvera a sucederle nada y all podra seguir

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    viviend o, contemplando el mundo desde su refugio guarnecido de recuerdos, hablando con la mujer y los chicos, enterado de todos los problemas y diri-giendo el barco sentado en esa silla que al cabo de veinte aos se ha hecho a la forma de su cuerpo.

    Despierta con fastidio de este ensueo estpi-do y se dice a s mismo que ms le vale no seguir perdiendo el tiempo con bobadas y marcharse a la cama. Ha decidido adoptar una estrategia diferente y emplear el ataque por sorpresa. Se pone de pie de un salto y avanza con paso firme hacia la puerta de la cocina, pero un metro antes de llegar las piernas se niegan a seguir colaborando, trastabilla, se des-equilibra hacia un lado, entonces hace un ademn brusco para tratar de agarrarse a una silla pero la silla se le revuelve, se amotina, resbala con gran estrpito y lo hace caer al suelo. Por fortuna no se ha golpeado la cabeza, ha cado casi sentado, pero le aterra pen-sar que ella pueda haber odo el ruido y se levante corriendo a ver qu sucede y lo encuentre as, des-patarrado como un pobre viejo enfermo, solo falta que se mee encima, y la rabia lo hace sollozar con un gemido corto y seco que reprime de inmediato. Por suerte ella debe de haberse dormido, porque no

  • 57

    viene. Menos mal que tiene el sueo profundo y que los chicos al despedirse de l han cerrado la puerta de la cocina, por lo cual el bochinche no logr llegar al dormitorio. Trata de relajarse, y sin moverse del suelo ensaya unas respiraciones hondas que apren-di cuando practicaba yoga y parece que as se calma un poco, aunque cada vez que hace pasar el aire por su boca tiene la impresin de que es el crneo el que se hincha, en lugar de los pulmone s y que a travs de la nuca, le estn extrayendo la mdula con un sa-cacorchos.

    Entre la cocina y el dormitorio hay diez me-tros, pero en su estado equivalen a una jornada de marcha por el monte. Tal vez ha sido un error no haber ido al mdico desde un principio, a lo mejor le habra dado una pastilla fuerte y a esta hora esta-ra durmiendo en su cama tranquilo y sin molestias. Pero l sabe que los mdicos nunca actan as, que siempre complican las cosas, las alargan con frases y rdenes de estudio, habr que hacerle un, vuelva con este anlisis de, hoy lo tendremos en observa-cin para saber si, y otros sermones por el estilo, algunos dichos con mecnica indiferencia, otros con una familiaridad impostada que en el fondo resulta

  • 58

    no menos lejana. Lo nico que necesita es llegar a la cama, ya se las ingeniar l solo para hacerlo, como siempre, puesto que siempre supo arreglrselas solo en la vida y, al contrario, fue a otros a los que brind ayuda y consuelo, a los que fue a visitar al hospital cuando enfermaron, y a ms de uno lo acompa hasta la despedida final. De qu va a asustarse ahora, si nunca tuvo miedo a nada, de este dolor de ca-beza y este mareo, de esta punzada en la nuca, de esta nusea tibia, de este hormigueo en las piernas, vamos, Marcial, no estars pensando que te vas a morir.

    No, no haba pensado que se iba a morir. No lo haba pensado hasta ahora mismo que lo acaba de decir casi con la voz, y despus de un breve instante en que todo parece haberse quedado sbitamente en suspenso, su respiracin, el ronroneo del frigorfico, los latidos salvajes en su cabeza, el sonido lejano del televisor de un vecino, un segundo en el que una gigantesca y monstruosa bomba aspirante succiona y vaca el universo entero de su sentido y su miseria, sobreviene la catstrofe y la bomba invierte el movi-miento y le regurgita de golpe todo su contenido en el corazn.

  • 59

    Marcial se ahoga, se lleva las manos al cuello, manotea en el aire, pero por nada del mundo va a gri-tar, apenas permite que un sonido sordo y sibilante escape de su garganta. Va arrastrndose como puede hacia la puerta de la cocina y al pasar junto al carro de las bebidas tiene una idea iluminadora. Primero se pone de rodillas, boqueando como un pez fuera del agua y, con gran esfuerzo, consigue levantarse apoyndose en el carro y as, con pasitos cortos, de-tenindose cada medio metro para recobrar el equi-librio, se vale del improvisado andador para llegar al dormitorio y en el ltimo acto de este negro da se desploma en la cama.

    Se despert temprano. Al abrir los ojos, de in-mediato conect el radar e inici las primeras com-probaciones. El dolor de cabeza haba desaparecido, pero no quera confiarse demasiado. Mir la hora del reloj en la mesilla, eran casi las nueve y su mujer an dorma como a ella le gusta, hundida en un nido de almohadas, tapada con doble vuelta de edredn y un pie desnudo fuera de las cobijas. Ella dice que ese pie es el termostato corporal, cuando quiere ms calor lo guarda dentro de las mantas y cuando le apetece

  • 60

    baja r la temperatura, lo asoma como si fuese la cabe-za de un caracol. Sinti una ternura infinita por ese pie, casi tan pequeo como el de un nio, y se acerc a ella para abrazarla, pero en ese momento vio el ca-rro de las bebidas a un lado de la cama y se alegr de haberse despertado primero, porque si ella lo hubiera visto le habra llamado la atencin y preguntara qu hace ese carro en el dormitorio, es que ahora se te da por beber en la cama, mira que ests raro desde ayer. Prob a incorporarse y el corazn le lati muy fuerte, pero esta vez de alegra, porque no se marea-ba y todos los indicadores sensibles le devolvan una seal positiva. Sin hacer ruido sali de la cama y em-puj despacio el carro hasta la cocina, dejndolo en su sitio. Estir los brazos y las piernas para verificar que respondan a los mandos superiores y lleno de felicidad se dispuso a preparar el desayuno. Puso el caf y para celebrar su renacimiento sali disparado hacia la calle, baj las escaleras en dos trancos y en un santiamn regres con una bolsa de churros recin hechos, justo cuando la cafetera comenzaba a reso-plar. No iba a perder tiempo tratando de despertar a los muchachos, sos dorman a pata suelta y por lo tanto se limit a entreabrir la puerta del dormitorio

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    de ellos, cerrndola de inmediato para no dejar que escapase al resto de la casa el tufo que se coca dentro y, con una sonrisa en la boca, se volvi a la cocina, dispuso las tazas, la cafetera, la leche, el plato de chu-rros, el azucarero y la sacarina, un par de servilletas, cucharillas, los vasos con zumo de manzana para ella y de naranja para l, todo en la bandeja de hojalata pintada y se encamin hacia su dormitorio. La mujer ya estaba medio despierta, pero an remoloneaba en las orillas del sueo y al oler el caf y los churros se incorpor como una sonmbula y lo atrajo con tal mpetu que por poco hizo saltar la bandeja por el aire.

    El domingo ms hermoso de mi vida, pens Marcial cuando a la noche, metido en la cama, apag la luz de su mesilla y cerr los ojos. Nunca antes la probabilidad de un lunes le haba parecido lo mejor que poda sucederle, un lunes de invierno cuando todava est oscuro, a pretujado como un esprrago en el metro, dirigindose al trabajo, sintiendo el ca-lor y el olor de miles de seres, el calor y el olor de la vida, y esa imagen le result a tal punto recon-fortante que se qued dormido casi de inmediato y as sigui toda la noche, tan relajado que ni siquiera cambi de postura.

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    Pero la madrugada del lunes no arranc como la haba soado. Lo not al entrar al bao, despus de orinar, cuando se preparaba para meterse en la ducha. Otra vez oy un ruido seco dentro de su ca-beza, no tan fuerte como el anterior, pero de inme-diato se desat un dolor muy agudo en la nuca y aunque el mareo que sigui a continuacin no era lo bastante grave como para impedirle andar, el retor-no de algo que haba credo por completo superado lo sumergi en una tristeza amarga. Pens que su mal no solo era injusto sino tambin cruel, porque le haba dado un da de gracia para despus volver a atraparlo en sus garras, como el felino que levanta la pata hacindole creer a su vctima que le ha devuelto la libertad.

    No se atrevi a cumplir con la acostumbrada ducha por miedo a perder el sentido y darse un golpe feo. Se moj la cara y el pelo con agua bien fra, con-fiando en que eso tal vez le ayudara a sentirse mejor, y una vez en la cocina trat de beber una taza de t a pesar de que su estmago anunciaba mar revuel-ta. Mientras luchaba con el t reflexion si acaso no debera quedarse en casa, llamar al trabajo y avisar que se senta indispuesto. Jams haba hecho algo as

  • 63

    y tuvo miedo de que esa llamada fuese a atraer la mala suerte, el preludio de un atardecer prematuro y definitivo. Entonces se visti como pudo y bes la mejilla dormida de su mujer.

    Las escaleras mecnicas del metro lo hicieron descender lentamente al centro de la tierra y se ima-gin que era una hormiga mareada y sin rumbo, entre los millones de hormigas que obedecen las rdenes invisibles de un plan supremo. Seguro que no habr asiento, se dijo, y as fue. No hubo asiento y tuvo que viajar de pie, consolndose con que al menos no tena que preocuparse por conservar el equilibrio, porque a esa hora uno se poda morir tranquilo y entre todos lo mantendran erguido, impidiendo que se desplomase. Si baj antes de llegar a su estacin fue porque al final el dolor se haba hecho insoporta-ble, y cuando los sanitarios de la Asistencia Pblica llegaron corriendo al andn ya casi no poda hablar.

    Sinti que lo tumbaban en una camilla y lo transportaban hacia la superficie, mientras una mu-jer le hablaba con ternura, posiblemente una enfer-mera o una doctora, pero no la oa muy bien. Lo introdujeron en una ambulancia y, antes de que ce-rraran la puerta, todava pudo ver por un momento,

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    a lo lejos, una calle estrecha y empedrada que suba, flanqueada por unas casitas de adobe que de puro viejas se inclinaban hacia adelante, y las siluetas bo-rrosas de dos gitanas que conversaban al sol.

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    ADELINA

    Todas las tardes del verano, cuando el suplicio del sol aflojaba un poco, sacaban a Adelina de paseo. Pri-mero asomaba la cabeza, luego parpadeaba unos ins-tantes con sus ojillos miopes de alfiler y por fin, asida a la cansada mano de su madre, se aventuraba fuera. El mdico haba dicho que Adelina tena que mover-se un poco, porque ltimamente estaba engordando demasiado y, de seguir as, sus msculos acabaran por atrofiarse.

    A Adelina nunca le gust caminar. En la niez haba tardado mucho hasta aprender a ponerse de pie, tanto que sus padres llegaron a pensar que no lograra andar, una desgracia ms para aadir a la larga lista de defectos con los que Adelina lleg al mundo. Pero al fin, cuando estaba por cumplir los cinco aos y tena ya su definitiva cara de vieja, sorprendi a todos echn-dose a caminar, terca y torpe como lo era para todo.

    Sordomuda, con los aos aprendi a hacerse entender algo a travs de unos extraos sonidos que

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    arrancaba de su garganta, y cuando no la compren-dan, o cuando se enfadaba por alguna contrarie-dad, cosa que suceda con bastante frecuencia, sol-taba unos lloros y unos alaridos que daban miedo, como si la estuvieran descuartizando viva. Sus pa-dres, aplastados por todos esos problemas que jams pudieron asumir, albergaron la atroz e inconfesable esperanza de que Adelina no vivira mucho tiempo. Pero el tiempo los defraud, porque Adelina creci fuerte y vigorosa, aunque nunca dej de hacerse caca encima, ni de caminar como un pato, ni de chillar como una posesa en mitad de la noche. Era un trozo de materia bruta, informe y puro, en el que casi nin-guna marca humana se haba escrito, sin otra ley que la primitiva y ciega naturaleza del cuerpo vivo.

    En invierno era an ms difcil convencerla para que saliese. La lluvia le infunda pavor, no se dejaba vestir, se quitaba el abrigo a cada rato y ha-ba que sacarla a rastras, lo que significaba soportar todo el camino rfagas intermitentes de aullidos que aterrorizaban a los transentes y los hacan huir es-pantados. Esto no podr durar siempre, se consola-ban sus padres en la intimidad de sus pensamientos, pero la realidad no les haca caso y el da en que

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    cumpli veinte aos, Adelina asisti al entierro de su padre, que prefiri morirse antes que soportar el martirio de seguir viviendo. Madre e hija se queda-ron solas, la madre hundida en su aneblada tristeza, la hija rabiando y persiguiendo moscas con su trote de pato.

    Adelina odiaba las moscas. Senta hacia ellas una furia implacable y a fin de evitar los estropicios que solan producirse como consecuencia de sus desaforadas caceras, todas las maanas la madre ro-ciaba el aire con insecticida. El mdico era incapaz de explicar porqu Adelina se comportaba de ese modo, aunque la razn era bastante sencilla. Para Adelina el mundo era algo totalmente incomprensi-ble, un agitado caos en el que las personas, los ob-jetos y los animales se mezclaban en un torbellino que daba vueltas sin principio ni fin. En esa terrible confusin, Adelina haba introducido un mnimo principio de orden, consistente en separar las cosas que se movan de aquellas que permanecan quietas. Las segundas eran ms soportables, las primeras le causaban una inquietud y una ferocidad que aumen-taba segn la velocidad del objeto. Las moscas eran demasiado rpidas para su gusto.

  • 68

    Del mismo modo que odiaba las moscas con toda la intensidad de su misterioso ser, su madre la odiaba a ella. Adelina representaba su dolorido fra-caso, la derrota de todos sus sueos de juventud, el naufragio de lo bello y lo bueno que la vida es capaz de ofrecer. Toda la injusticia que puede caber en la existencia se haba derramado sobre ella como un to-rrente sin pausa, un espeso alud que acab enterrn-dola viva. An as, jams dej de atender a su hija en todo lo necesario, puesto que la amargura y el resen-timiento no interferan para nada en el ejercicio de sus obligaciones maternas. Lo que no conoca, lo que nadie habra podido exigirle, era ese sentimiento in-menso y dichoso que suelen experimentar los padres hacia sus hijos, esa paradjica forma del amor que en su extremado egosmo no duda en realizar los mayo-res sacrificios. Tambin esta madre llevaba a cabo los suyos, pero con la diferencia de que el impulso mo-tor lo extraa del amargo pozo de su encono. Cuntas noches no se acost sumida en el llanto, ahogada por el odio que le revolva las entraas, cubrindose los odos con las manos para no escuchar los alaridos de Adelina y la propia voz de su conciencia remordin-dole los sesos.

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    Algn da no podr ms, se deca, y acababa por dormirse de puro asco y agotamiento, harta de limpiar tanto moco y tanta regla intil.

    Cuando Adelina cumpli los cuarenta aos, su madre resolvi matarla. No fue una decisin s-bita ni fcil, pero tampoco habra sido fcil seguir como estaban, muerta ya la una en la oscuridad de su idiotez, la otra en la tumba de su agria desesperan-za. Matarla, eso era, cumplir el silencioso deseo que haba enhebrado cada uno de sus das y sus aos en un siniestro collar, aniquilar aquella cosa que le ha-ba arrebatado la sangre, la risa, su vida. La cuestin era cmo hacerlo. Adelina era fuerte como una mula, por ende habra sido imposible estrangularla, ni si-quiera mientras dorma. Quizs fuese ms sencillo apualarla en la cerviz, cuando agachaba la cabeza de cepillo para sorber el plato, pero la madre no te-na suficiente coraje para empuar un arma. Durante varias noches dio vueltas en la cama y en la cocina, tratando de encontrar un mtodo, mientras Adelina dorma a pata suelta, la boca abierta, como siempre, soltando unos ronquidos que atronaban en el silen-cio de la casa. Por fin, despus de trazar desespera-dos planes y cbalas, dio con la solucin.

  • 70

    Si algo bueno tena Adelina era su apetito. No bien naci, de poco sirvieron los pechos de su madre y los refuerzos de biberones y sopitas. Su voracidad no tena lmites, toda ella era un inmenso agujero en el que podan echarse paletadas de comida sin lo-grar que se saciara. A nada le haca asco y cuando le salieron los dientes haba que vigilar para que no masticase trapos, papeles de peridico o la pata de una silla. Devorando, aullando como una manaca o rebuznando durante el sueo, Adelina era la viva re-presentacin de una boca desmesuradamente abier-ta, un insondable abismo en cuyo fondo se agitaba el enigma de lo que falt para hacer de ella el ser hu-mano con el que su madre haba soado alguna vez.

    El apetito de Adelina. sa era la respuesta. Le dara de comer cuanto quisiera sin parar, hasta con-seguir que reventase como un sapo y, si fuera posi-ble, que lo hiciese al menos un da antes de morir ella misma, para poder asistir al funeral y gozar aun-que ms no fuera de un nico da en toda su asque-rosa vida.

    Decidi aplicar sus escasas fuerzas a la pre-paracin diaria de ingentes cantidades de comida. Por la maana se levantaba temprano antes de que

  • 71

    Adelin a se despertase y se iba al mercado a comprar. Regresaba con el carro repleto y empleaba el resto del da en guisar con grandes peroles de hierro que haba adquirido para ese propsito. Entretanto, Adelina se despertaba, se coma los panes remojados en leche que ya estaban dispuestos para ella y daba vueltas por la casa, entraba en la cocina a olfatear los vapo-res de las cacerolas y, sin dejar de chillar, pateaba las puertas o rompa a llorar con furioso desconsuelo. Algunas veces los platos llegaban a la mesa a medio hacer, pues era preferible drselos un poco crudos que soportar sus ataques de voraz impaciencia, lo que por otra parte importaba poco ya que su paladar era insensible a cualquier diferencia entre un filete o un zapato viejo.

    Al cabo de una semana, la madre comprendi que algo en sus planes no marchaba bien. Adelina haba engordado un poco, sin duda, pero era inevita-ble que todo lo que cargaba por la boca tarde o tem-prano habra de desagotarlo por abajo, de modo que el cambio de paales, el hedor pestilente, los lavados y los baos forzosos, aumentaron de forma espanto-sa. Transcurrido un mes la situacin se agrav hasta alcanzar el lmite de lo insoportable. Adelina haba

  • 72

    aumentado quince kilos, sus deposiciones, siempre abundantes, podan competir ahora con las de una elefanta, su violento apetito creci desmesurada-mente y su madre, al borde de la extenuacin irre-versible, empezaba a experimentar de modo cada vez ms acuciante el impulso de arrojarse por la venta-na, pero no lleg a hacerlo porque en su enloquecida desesperacin ide una frmula nueva para rectificar el curso de los acontecimientos.

    Una de las grandes ventajas de los supermerca-dos, en oposicin a quienes sostienen que el progreso ha matado el encanto del pequeo comercio, es que en ellos uno puede comprar lo que le d la gana sin despertar sospechas o verse asediado por preguntas indiscretas. Mientras lea la etiqueta de la caja de ra-ticida, la madre imagin el dilogo que podra haber-se desarrollado en el local de don Martn, que no se morda la lengua y querra saber, y usted para qu quiere este producto, no me dir que tiene ratas en el piso, no, ratas no, entonces, me pareci or un ratn por las noches, para ratones tengo algo menos fuerte e igual de efectivo, que esto es muy peligroso, mujer, s ya lo veo en la etiqueta, pero a lo mejor es un ratn

  • 73

    muy grande, cmo de grande, seora, que no va a ser como un cocodrilo, tendr que ser un ratoncillo de nada, no ir a matarlo con una bomba. Una bomba, pens la madre. Una bomba.

    Y volvi a su casa con el paquete metido en el fondo del carro de la compra.

    Desde ese da puso una bolita de matarratas en cada plato de comida. Adelina lo devoraba y lo re-chupaba todo sin inmutarse, abriendo grande la boca como la gruta del Averno.

    As pasaron algunos meses. La madre fue au-mentando la dosis gradualmente, a fin de que el m-dico que certificase la defuncin no frunciera el ceo y empezara a hacer preguntas molestas, como don Martn. Pero no daba la impresin de que el mdi-co fuera a preguntar nada, al menos de momento, puesto que Adelina no mostraba el menor signo de enfermedad, molestia o descomposicin. El raticida pareca abrirle an ms el apetito, la mantena ms horas despierta y sin duda intensificaba la hediondez de sus evacuaciones, que hasta la orina ola ahora a caballo muerto.

    Al cabo de un ao Adelina haba consumido cuatro cajas de raticida, que hubieran sido suficiente s

  • 74

    para envenenar a una manada de hipoptamos, pesa-ba cuarenta y cinco kilos ms, y como no se fabrica-ban tallas tan grandes su madre tuvo que improvisar los paales con sbanas, al principio viejas, luego compradas diariamente en el mismo supermercado en el que se provea del raticida. La madre no poda admitir la infructuosidad de su accin y comenz a dudar si el producto no estara defectuoso o caduca-do. Para cerciorarse decidi probar ella misma, moli una bolita con cuidado, mezcl la mitad del polvo en un vaso de leche y lo bebi de un trago. Media hora ms tarde los espasmos y los vmitos la arrojaron al suelo y tuvo que guardar cama dos das, aquejada de horribles dolores en el vientre.

    Adelina segua indiferente a todo. Ahora re-sultaba imposible sacarla a la calle y al ms mnimo intento espantaba a su madre con alaridos y flatu-lencias. Por fortuna, segua aceptando el bao. La ducha le horrorizaba, senta ahogarse, por lo que solo admita los baos de inmersin. En la baera no poda estarse quieta, agitaba los brazos y las pier-nas, chapoteaba con energa y desalojaba tanta agua que el vecino de abajo sola tener perfecta notici a del da en que Adelina se baaba, pero el hombre

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    no protestaba, sabiendo cunta desgracia se juntaba all arriba.

    Viendo que el veneno solo consegua aumen-tar la vigorosa brutalidad de Adelina, la madre in-tent un par de veces ahogarla en la baera, pero fue intil. Al sentir que le presionaban la cabeza hacia abajo, Adelina lo tom como un juego y tir de su madre con tal fuerza que la mujer termin patas arri-ba dentro del agua, a punto de partirse el crneo.

    Era preciso idear otros modos de matarla, pero la falta de prctica en el oficio de asesina no contri-buan a perfeccionar su imaginacin. Prob electrocu-tarla mientras dorma, acercndole a los pies un cable pelado, pero no obtuvo ningn resultado. Por algn motivo la electricidad no pasaba y el contacto de los hilos de cobre con la planta de los pies despertaba a Adelina, que la emprenda a manotazos y escupidas con lo primero que se le pona a tiro.

    Una noche, mientras encenda el fuego para preparar el segundo quintal de arroz en la jornada, tuvo una iluminacin. El gas. La bomba. Una gran explosin de gas y que todo vuele por los aires. La casa convertida en una bomba y Adelina dentro, re-ventando en mil pedazos.

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    El supermercado tena de todo. Encontr cin-ta adhesiva y compr una docena de rollos. En el camino de vuelta se imagin comprando la cinta en la tienda de don Martn, no me va contar para qu quiere tanta cinta, es que se va a mudar o piensa fo-rrar el techo para que quede todo de plstico, qu exageracin, se lleva toda la cinta y no me deja ni un rollo para otro cliente, para qu quiere tanta, y otros comentarios igual de estpidos.

    Al llegar la noche, cuando Adelina llevaba ms de dos horas dormida, la madre se puso a trabajar y tuvo el minucioso cuidado de no dejar ni un solo hueco ni rendija de ventanas y puertas sin cubrir con la cinta adhesiva. Solo faltaba abrir el gas, salir del piso y tapar las juntas de la puerta desde afuera con otro poco de cinta, pero Adelina se adelant, porque una mosca le cosquilleaba la nariz. Gruendo bajito se levant de la cama e intent a tientas perseguir a la mosca. Alertada por los ruidos, su madre acudi a la habitacin justo en el momento en que Adelina asa una banqueta y la estrellaba con todas sus fuerzas, pretendiendo aplastar a la mosca. La muerte fue ins-tantnea. No sabiendo qu hacer, Adelina sacudi el cadver de su madre y se sent a su lado. Permaneci

  • 77

    as un da entero, hasta que las punzadas del hambre la obligaron a incorporarse. Dio vueltas por toda la casa, pero no quedaba ya nada para comer.

    Entonces regres junto a su madre y la olis-que un poquito.

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    DIME quE ME quIERES

    La noche los vio pasar camino del alba, a lomos de un caballo de cao y lata que cortaba el viento. l sujetaba el volante con fuerza, ligeramente inclinado hacia adelante y ella lo abrazaba por detrs, pegada a su espalda como la hiedra al muro, confundiendo su cuerpo con el de l, formando un solo cuerpo que atravesaba la oscuridad vaca de la carretera.

    Ella era muy joven, poco ms que una nia, y esa noche se haba escapado de su casa para mar-charse con l, apenas algo mayor, pero que ya saba conducir una moto y besar en la boca.

    Ella quera ver el mar, que estaba lejos y que nunca haba conocido. l le prometi llevarla y tan pronto como pudo conseguir algn dinero la subi a la grupa y remont vuelo hacia el norte. Cuando llegaron, caa una lluvia ligera y mezquina, un pol-villo de agua triste que se les meta por el cuello de los abrigos y se funda con el sudor tibio que irradia-ban sus cuerpos a pesar del fro. Un mar de mercurio

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    manchado de espuma se balanceaba pesado, batien-do con desgano la rompiente.

    Esto no es el mar, gimi ella, este mar no es azul como lo he visto en las revistas y en la tele, y su delicioso piececito pate la arena con rabia, la rabia que a veces produce el desencanto. Al final se dej convencer de que el mar muda de color y que se vol-vera azul cuando el sol regresase. Entonces hazlo volver, le dijo con gracia, como si le perdonara, y lo bes en los labios mojados de lluvia.

    Armaron la tienda de campaa en la playa, junto a unas rocas, e intentaron hacer un fuego, pero la lea estaba empapada y no se dej encender. Entonces se calentaron apretndose el uno al otro, como si estuvieran imantados, desnudos dentro de un saco del que no poda escaparse ni el aliento.

    De qu vamos a vivir, pregunt ella por la ma-ana, cuando el hambre se sobrepuso al amor. l se encogi de hombros, le pregunt a su vez qu haba trado en la mochila y se mostr disgustado cuando ella volc en el suelo su contenido, pinturas, unas bragas, un cepillo para el pelo, un billete usado del metro, nada para comer. l se haba gastado el dinero en la gasolina de la moto, pero confiaba en que ella

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    llevara algo, pero ella solo llevaba pinturas y unas bragas. A ver, dime, grit encolerizado, adnde va-mos a ir con esto, acaso te creas que en la playa da-ban de comer gratis. Ella se ech a llorar como lloran ellas cuando creen haber descubierto una mentira, pero l no haba mentido. Solo quera divertirse un rato y nunca le haba dicho que se la llevara para siempre, ni que le pondra un castillo. Era ella quien lo haba credo, pero l no tena la culpa de que ella se imaginase cosas que no le haba prometido. Sentir hambre no era divertido y lo pona de mal humor, porque le recordaba a su madre, que estaba siempre tirada en la cama fumando y mirando el techo y no preparaba nada de comer. Por eso l haba robado la moto, para poder irse de esa casa y vivir donde le diera la gana.

    La dej llorando y se march a dar una vuelta, pegando patadas a la arena. No quera orla y ade-ms, era mejor que se ocupase de buscar algo para comer. Cuando ella pudo calmar el llanto, se aso-m fuera. Al no verlo crey que la haba abandona-do, entonces se qued un rato sentada dentro de la tienda, escuchando la respiracin del agua. Luego se visti deprisa y se ech a andar para encontrarlo. El

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    disgusto le haba quitado el hambre, pero no le haba borrado la memoria. De repente se acord de sus pa-dres, imagin que estaran buscndola enloquecidos, porque envalentonada de amor no les haba dejado siquiera una nota. Ahora quera llamarlos por tel-fono, pero para eso tendra que pedir una moneda y por all no se vea un alma, tan solo se senta el silbo spero del viento y la arena picoteando los ojos hin-chados de llorar.

    Vag durante una hora por la playa, con la esperanza de hallar a alguien que pudiera ayudarla. Junto a unas rocas un viejo que remendaba una red le indic el camino para llegar al pueblo. Tena que subir la ladera para alcanzar el camino, despus era cuestin de seguir andando y ya vera no muy lejos las agujas de una iglesia. Pero la subida era bastante escarpada y el roco del mar la haba vuelto resba-ladiza. Se hizo tajos en las manos, porque algunas piedras cortaban como cuchillas, pero haciendo un terrible esfuerzo consigui trepar hasta el camino. Tena las zapatillas y los pantalones manchados de barro y se detuvo un momento para reconocer el lu-gar. No se acordaba de haber pasado por all el da

  • 82

    anterior, cuando montada en la moto crea que la vida iba a empeza r de verdad, pero seguramente se deba a que el paisaje era muy poco variado y re-sultaba fcil confundirse. Con la prisa y el miedo a quedarse sola se haba olvidado el reloj en la tienda de campaa, pero calcul que no sera ms tarde del medioda. Sin embargo, el cielo estaba encrespado de foscos nubarrones que simulaban la noche y se infla-ban preparndose para la tormenta.

    Anduvo a paso ligero, mirando el suelo para proteger la cara del viento fro, pero el pueblo no se divisaba por ninguna parte, tampoco el campanario, solo monte pelado y solitario, como si el mundo se acabase y quedara el mar all abajo, dando cabezazos de loco contra la roca inerte.

    Tanta soledad y lejana le dio miedo. Se haba ido a la aventura sin pensarlo, porque crea estar ena-morada y ahora no comprenda por qu se hallaba sola