Democracia y constitución

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DEMOCRACIA Y CONSTITUCIÓN. España se encuentra entre los países que en la actualidad se encuadran dentro de las llamadas “democracias liberales”, en las que las relaciones entre los poderes públicos, el individuo y la sociedad civil están regidas un ordenamiento jurídico que se erige -entre otros- sobre dos principios fundamentales: el principio de legalidad, según el cual la acción del Estado encuentra su límite en el texto de la norma jurídica, y en segundo lugar, el principio de jerarquía, por el cuál la norma de rango inferior debe ser compatible con el dictado de las normas que en disponen de mayor rango o jerarquía. Así, el reglamento no puede contradecir el dictado de las leyes, y éstas a su vez, en ningún caso deberían contemplar supuestos contrarios a su superior, en este caso la Constitución. Esta es una de las razones por las que adquiere tanta trascendencia cualquier tipo de reforma o polémica en torno al texto constitucional. Si las administraciones, entes y organismos públicos de toda índole han someterse al dictado de la norma, y la Constitución se nos presenta como la primera de todas ellas, cualquier modificación en el contenido y la lógica que preside el texto de nuestra Norma Fundamental supone una operación de alto riesgo que puede tener todo tipo de consecuencias y reacciones. Ahora bien, el hecho de que la Constitución sea parte del ordenamiento jurídico, no significa que pueda equiparse al resto de las normas que forman parte de dicho ordenamiento. La singularidad del texto constitucional, no es producto únicamente del lugar que ocupa en lo más alto de la pirámide normativa, como norma “suprema”, sino que dicha especialidad se deduce otros aspectos no de grado, sino de calidad. La constitución no es sólo un texto jurídico de obligado cumplimiento; es mucho más. A través de ella se definen los principios y valores que inspiran e informan al conjunto del cuerpo normativo, se regulan los derechos y las libertades de todos los ciudadanos, sus libertades públicas y derechos colectivos e individuales inherentes a la persona, define la organización y funcionamiento de las principales instituciones del Estado, concreta los mecanismos de producción y reproducción del ordenamiento, y en definitiva, contempla las reglas generales sobre las que se sostiene el juego político, sus protagonistas , y entre éstos, la sociedad y los ciudadanos. Cómo no puede ser de otra manera, la primera pretensión que deber perseguir el legislador a la hora de aprobar una norma es que en su seno se contemplen todas y cada una de las posibles contingencias que puedan darse en el ámbito de aplicación de dicha norma, y así debe ser con respecto al código de circulación, la ley de caza o la normativa reguladora de la propiedad horizontal. En la medida posible el texto legal debe prever cualquier situación que pueda darse en cada una de las circunstancias, para así evitar el fiasco del vacío legal. Con la Constitución no puede ocurrir nada como eso. El ánimo de exhaustividad que se convierte en mérito del legislador ordinario, deviene en negación del carácter democrático del sistema político si tal lógica se reproduce en los textos constitucionales. Una Constitución debe señalar cuales son las claves y las normas comunes que rigen las relaciones entre los diferentes agentes que protagonizan la vida institucional , sin que en ningún caso su regulación deba condicionar el resultado final. Del mismo modo que un árbitro puede señalar las faltas en las que incurre un jugador, pero en ningún caso determinar por voluntad propia quién es el ganador del partido, o quién debe o puede marcar un tanto.

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Artículo de opinión sobre la reforma constitucional de 2011

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DEMOCRACIA Y CONSTITUCIÓN.

España se encuentra entre los países que en la actualidad se encuadran dentro de las llamadas “democracias liberales”, en las que las relaciones entre los poderes públicos, el individuo y la sociedad civil están regidas un ordenamiento jurídico que se erige -entre otros- sobre dos principios fundamentales: el principio de legalidad, según el cual la acción del Estado encuentra su límite en el texto de la norma jurídica, y en segundo lugar, el principio de jerarquía, por el cuál la norma de rango inferior debe ser compatible con el dictado de las normas que en disponen de mayor rango o jerarquía. Así, el reglamento no puede contradecir el dictado de las leyes, y éstas a su vez, en ningún caso deberían contemplar supuestos contrarios a su superior, en este caso la Constitución. Esta es una de las razones por las que adquiere tanta trascendencia cualquier tipo de reforma o polémica en torno al texto constitucional. Si las administraciones, entes y organismos públicos de toda índole han someterse al dictado de la norma, y la Constitución se nos presenta como la primera de todas ellas, cualquier modificación en el contenido y la lógica que preside el texto de nuestra Norma Fundamental supone una operación de alto riesgo que puede tener todo tipo de consecuencias y reacciones. Ahora bien, el hecho de que la Constitución sea parte del ordenamiento jurídico, no significa que pueda equiparse al resto de las normas que forman parte de dicho ordenamiento. La singularidad del texto constitucional, no es producto únicamente del lugar que ocupa en lo más alto de la pirámide normativa, como norma “suprema”, sino que dicha especialidad se deduce otros aspectos no de grado, sino de calidad. La constitución no es sólo un texto jurídico de obligado cumplimiento; es mucho más. A través de ella se definen los principios y valores que inspiran e informan al conjunto del cuerpo normativo, se regulan los derechos y las libertades de todos los ciudadanos, sus libertades públicas y derechos colectivos e individuales inherentes a la persona, define la organización y funcionamiento de las principales instituciones del Estado, concreta los mecanismos de producción y reproducción del ordenamiento, y en definitiva, contempla las reglas generales sobre las que se sostiene el juego político, sus protagonistas , y entre éstos, la sociedad y los ciudadanos. Cómo no puede ser de otra manera, la primera pretensión que deber perseguir el legislador a la hora de aprobar una norma es que en su seno se contemplen todas y cada una de las posibles contingencias que puedan darse en el ámbito de aplicación de dicha norma, y así debe ser con respecto al código de circulación, la ley de caza o la normativa reguladora de la propiedad horizontal. En la medida posible el texto legal debe prever cualquier situación que pueda darse en cada una de las circunstancias, para así evitar el fiasco del vacío legal. Con la Constitución no puede ocurrir nada como eso. El ánimo de exhaustividad que se convierte en mérito del legislador ordinario, deviene en negación del carácter democrático del sistema político si tal lógica se reproduce en los textos constitucionales. Una Constitución debe señalar cuales son las claves y las normas comunes que rigen las relaciones entre los diferentes agentes que protagonizan la vida institucional , sin que en ningún caso su regulación deba condicionar el resultado final. Del mismo modo que un árbitro puede señalar las faltas en las que incurre un jugador, pero en ningún caso determinar por voluntad propia quién es el ganador del partido, o quién debe o puede marcar un tanto.

Pues bien, esto es precisamente lo que se pretende con la reforma que han aprobado el PP y el PSOE. La reforma planteada -y aprobada- por los partidos mayoritarios para evitar el recurso al déficit público como recurso de financiación, supone la constitucionalización de uno de los principios básicos del modelo económico neoliberal, convirtiendo una determinada opción ideológica dedicada a la gestión del capitalismo en una norma de obligado cumplimiento. O dicho de otro modo, a partir de este momento, cualquier gobierno elegido por los españoles tras la celebración de unas elecciones deberá asumir como propias las opciones de la ideología neoliberal que tiene ,entre otros propósitos, la protección de los intereses de las instituciones financieras y el desmantelamiento del Estado del Bienestar. Las consecuencias son obvias, el Estado no dispondrá de los recursos necesarios para hacer frente a los gastos del Estado Social, y con Estado Social o sin él, los ciudadanos seguirán necesitando sanidad, educación, y demás prestaciones que hasta ahora les prestan las administraciones públicas, y que a partir de ahora serán ofrecidas por el sector privado a precio de mercado para todos aquellos que puedan costeárselo. Ustedes me perdonarán, pero hasta donde yo sé, la democracia no es eso. El sistema constitucional vigente hasta la fecha en nuestro país se mostraba, al menos formalmente, como un espacio de contraposición racional de ideas y programas, que podrían, o no, encontrar su realización tras obtener el apoyo de los ciudadanos en proceso electoral. También es cierto que la correlación de fuerzas en el ámbito de la economía internacional deja poco espacio para la soberanía nacional, pero una cosa son las oportunidades políticas del momento y otra la imposición legal de un ideología concreta. A partir de ahora todos somos de derechas, o al menos eso es lo que dice la Constitución. Se terminó el pluralismo político y la puesta en marcha de las iniciativas propias, al margen de los intereses del gran capital, se acabó un modelo de Estado como garante social del nivel de vida de sus ciudadanos. Y todo esto porque así lo quieren “los mercados”. Y todo esto sin que nadie nos pregunte, y ni siquiera nos expliquen, cuales son los motivos concretos y por qué ahora, y no dentro de un año, o hace dos. Ya sabíamos que habíamos entregado la soberanía a los mercados, ya sabíamos que cuando el poder político no sujeta al poder económico, el poder económico termina sojuzgando a la democracia. Lo que la mayoría no acababa de dilucidar eran las consecuencias de este proceso y hasta que punto tendremos que pagar por someternos a los dictados de la derecha. Pero no importa, si no cambiamos el rumbo de todo esto, en breve seremos alumnos aventajados de los costes que tendremos que soportar para que aquellos que nos hundieron en la crisis sigan manteniendo sus beneficios. La crisis empezó hace tres años, pero los recortes con mayúsculas comienzan ahora. Fdo: Álvaro Vázquez Pinheiro. Concejal Izquierda Unida en el Ayuntamiento de Mérida.