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J. Carlos Mougan Rivero. México. Mayo 2012. Democracia y educación. La filosofía moral y política de John Dewey. Objetivos: - Conocer las características generales del pensamiento de J. Dewey. - Profundizar en los aspectos éticos y políticos del pensamiento de Dewey. - Contrastar su teoría con las principales líneas de pensamiento ética y políticas actuales. - Debatir la actualidad ética y política de la obra de Dewey y desarrollar una perspectiva crítica hacia nuestra sociedad tomándola como referencia. - Analizar la relación entre filosofía, democracia y educación desde la perspectiva de J. Dewey. Contenidos: (El siguiente índice de contenidos es orientativo y se ajustará en función de la dinámica de las distintas sesiones) Sesión 1: Situando a Dewey. - Contextualización del significado del pragmatismo. - Aclaración de posibles malentendidos. - El sentido de la obra de Dewey. Sesión 2: Experiencia y lógica de la acción. - Análisis del concepto de experiencia. - La estructura de la lógica. Sesión 3: Una antropología para la democracia. - Naturaleza humana y conducta. - El significado político de una antropología de la cooperación social. Sesión 4: Dewey y las teorías éticas. - Principales rasgos de las teorías éticas y la posición de Dewey. - El significado práctico de las virtudes. Sesión 5: Características de la filosofía moral de Dewey. - Ética y ciencia - El objetivismo de los valores. - La relevancia del agente en teoría moral. Sesión 6: Dewey y las teorías de la democracia. - Distintas teorías sobre la democracia. - La democracia como modo de vida.

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J. Carlos Mougan Rivero. México. Mayo 2012.

Democracia y educación. La filosofía moral y política de John Dewey.

Objetivos:

- Conocer las características generales del pensamiento de J. Dewey.

- Profundizar en los aspectos éticos y políticos del pensamiento de Dewey.

- Contrastar su teoría con las principales líneas de pensamiento ética y políticas actuales.

- Debatir la actualidad ética y política de la obra de Dewey y desarrollar una perspectiva

crítica hacia nuestra sociedad tomándola como referencia.

- Analizar la relación entre filosofía, democracia y educación desde la perspectiva de J.

Dewey.

Contenidos:

(El siguiente índice de contenidos es orientativo y se ajustará en función de la dinámica de las distintas sesiones)

Sesión 1: Situando a Dewey.

- Contextualización del significado del pragmatismo. - Aclaración  de  posibles  malentendidos.  - El  sentido  de  la  obra  de  Dewey.  

Sesión 2: Experiencia y lógica de la acción.

- Análisis del concepto de experiencia. - La estructura de la lógica.

Sesión  3:  Una  antropología  para  la  democracia.  

- Naturaleza  humana  y  conducta.  - El  significado  político  de  una  antropología  de  la  cooperación  social.  

Sesión  4:  Dewey  y  las  teorías  éticas.    

- Principales  rasgos  de  las  teorías  éticas  y  la  posición  de  Dewey.  - El  significado  práctico  de  las  virtudes.  

Sesión 5: Características de la filosofía moral de Dewey.

- Ética  y  ciencia  - El  objetivismo  de  los  valores.  - La  relevancia  del  agente  en  teoría  moral.  

Sesión 6: Dewey y las teorías de la democracia.

- Distintas teorías sobre la democracia. - La democracia como modo de vida.

Sesión 7: El significado moral de la democracia.

- Democracia como proceso y cooperación. - Lo público y lo privado, lo individual y lo social. - La relevancia de la educación para la ciudadanía y su significado político.

Sesión 8: Liberalismo, democracia y educación ciudadana.

- La recuperación del liberalismo. - Democracia, crecimiento y educación.

Sesión 9: Dewey y la filosofía de la educación.

- El sentido de la educación en las democracias liberales. - Democracia y educación para la ciudadanía.

Sesión 10: Algunos aspectos relevantes de la actualidad filosófica de la obra de Dewey.

- Perfeccionismo, pluralismo, ..

Observaciones metodológicas

Los textos que se incluyen a continuación servirán como referencia de los contenidos a

abordar en cada una de las sesiones y tienen, además, la pretensión de ser un elemento de debate

sobre el significado de las propuestas filosóficas de Dewey. Con independencia de que en las

clases se intentará profundizar en el significado de los distintos textos de cara a lograr que las

sesiones sean más dinámicas e interactivas sería conveniente que los alumnos hubieran leído los

textos correspondientes a cada sesión.

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J. Dewey. La evolución del pragmatismo norteamericano (1925) . En La miseria de la epistemología. Ed. Angel Faerna. Biblioteca Nueva. 2000 Págs. 62 – 64.

El término «pragmático», contrariamente a lo que opinan quienes consideran el pragmatismo como una idea exclusivamente norteamericana, le vino sugerido a Peirce por el estudio de Kant. En la Metaf{sica de las costumbres, Kant establecía una distinción entre pragmático y práctico. Esta última expresión se aplica a las leyes morales que Kant consideraba a priori, en tanto que la primera se aplica a las reglas del arte y la técnica que están basadas en la experiencia y son aplicables a ella. Peirce, que era un empirista dotado, como él decía, de los hábitos mentales del laboratorio, rehusó consecuentemente denominar a su sistema «practicalismo», como le sugerían algunos de sus amigos. En tanto que lógico, le interesaba el arte y la técnica del pensamiento real, y en especial, por lo que hace al método pragmático, el arte de volver claros los conceptos, o de construir definiciones adecuadas y eficaces de acuerdo con el espíritu del método científico.

Siguiendo sus propias palabras, para alguien «que aún piensa de manera espontánea en términos kantianos, "praktisch" y "pragmatisch" distan tanto entre sí como puedan hacerlo los dos polos; el primero pertenece a una región del pensamiento en la que ninguna mente de índole experimental jamás puede estar segura de pisar terreno firme, el segundo expresa relación con algún propósito humano definido. Ahora bien, el rasgo más sorprendente de la nueva teoría era que reconocía la existencia de una conexión inseparable entre cognición racional y propósito racional».

La alusión a la mente de índole experimental nos acerca al significado exacto que Peirce daba a la palabra «pragmático». Hablando del experimentalista como alguien cuya inteligencia se ha formado en el laboratorio, escribía: «Ante cualquier afirmación que le hagas, o bien entenderá que significa que, si en absoluto pudiera llevarse a efecto determinada prescripción para ejecutar un experimento, el resultado sería la experiencia de una descripción dada, o bien no encontrará sentido alguno a lo que le dices.» y así es como Peirce desarrolló la teoría de que «el contenido racional de una palabra u otra expresión reside exclusivamente en sus implicaciones concebibles sobre la conducta en la vida; de modo que, siendo obvio que nada que no pudiera ser resultado de un experimento puede tener implicación alguna directa sobre la conducta, si uno es capaz de definir con precisión todos los fenómenos experimentales concebibles que pudiera implicar la afirmación o la negación de un concepto, tendrá con ello una definición completa del concepto».

El ensayo en el que Peirce desarrolló su teoría lleva el título de «Cómo esclarecer nuestras ideas». Hay aquí una notable similitud con la doctrina kantiana. Los esfuerzos de Peirce iban encaminados a interpretar la universalidad de los conceptos en el dominio de la experiencia, de la misma forma que Kant estableció la ley de la razón práctica en el dominio de lo a priori. «El significado racional de toda proposición reside en el futuro ... Pero, de entre las miríadas de formas en que puede traducirse una proposición, ¿cuál es la que debe denominarse su significado mismo? Según el pragmatismo, será aquella forma bajo la cual la proposición se vuelva aplicable a la conducta humana, no en estas o aquellas circunstancias particulares, ni cuando uno atiende a este o aquel propósito especial, sino la forma que resulte la más directamente aplicable para el autocontrol en cualquier situación y para cualquier propósito». Así también, «para el pragmatista el summum bonum no es la acción, sino aquel proceso de evolución por el que lo existente

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encarna cada vez más y más generales ... »: en otras palabras, el proceso por el que lo existente deviene, con la ayuda de la acción, un cuerpo de tendencias racionales o de hábitos lo más generalizados posible. Estas afirmaciones de Peirce resultan sobradamente concluyentes respecto de dos errores que suelen cometerse en relación con las ideas del fundador del pragmatismo. A menudo se dice que el pragmatismo hace de la acción el fin de la vida. También se dice que subordina el pensamiento y la actividad racional a los fines del interés y el beneficio particular. Es verdad que la teoría que emana de la concepción de Peirce implica esencialmente una cierta relación con la acción, con la conducta humana. Mas el papel de la acción es el de un intermediario. Para poder atribuir un significado a los conceptos, uno debe ser capaz de aplicarlos a lo existente. Ahora bien, es por medio de la acción como se hace posible esa aplicación. Y la modificación de lo existente que resulta de ella constituye el verdadero significado de los conceptos. Por consiguiente, el pragmatismo está lejos de ser esa glorificación de la acción por la acción que se tiene por característica distintiva de la vida norteamericana.

Debe notarse también que hay toda una escala de posibles aplicaciones de los conceptos a lo existente, y en consecuencia una diversidad de significados. Cuanto mayor es la extensión de los conceptos, cuanto menos atados están a las restricciones que los limitan a casos particulares, tanto más posible nos es atribuirle a un término la máxima generalidad de significado. De manera que la teoría de Peirce se opone a toda restricción en el significado de un concepto con vistas a alcanzar un fin particular, más aún si se trata de un fin personal. y se opone con más fuerza todavía a la idea de que la razón o el pensamiento deban reducirse a servir a intereses estrechos, pecuniarios o de otro tipo. Esta teoría era en origen norteamericana en cuanto que insistía en que la conducta humana y el cumplimiento de algún fin son necesarios para clarificar el pensamiento. Pero a la vez desaprueba aquellos aspectos de la vida norteamericana que hacen de la acción un fin en sí misma y que conciben los fines de una forma demasiado estrecha y demasiado «práctica». Al considerar la relación de un sistema filosófico con factores nacionales es necesario tener presentes, no sólo aquellos aspectos de la vida que están incorporados en el sistema, sino también los aspectos contra los que el sistema constituye una protesta. No ha existido nunca un filósofo que se hiciera acreedor a ese nombre simplemente por glorificar las tendencias y características de su medio social; como también es verdad que jamás ha habido un filósofo que no sacara partido de determinados aspectos de la vida de su tiempo y los idealizara.

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En sus conferencias sobre pragmatismo, y en el volumen de ensayos aparecido en 1909 con el título de El significado de la verdad, James extendió el uso del método pragmático al problema de la naturaleza de la verdad. Hasta aquí hemos considerado el método pragmático como un instrumento para determinar el significado de las palabras y la relevancia vital de los problemas filosóficos. Hemos aludido alguna que otra vez a las consecuencias futuras implicadas. James mostró, entre otras cosas, que en ciertas concepciones filosóficas la afirmación de determinadas creencias podría justificarse mediante la naturaleza de sus consecuencias, o por la diferencia que dichas creencias suponen para lo existente. Mas, entonces, ¿por qué no prolongar el argumento hasta el punto de afirmar que el significado de la verdad en general viene determinado por sus consecuencias? No debemos olvidar aquí que James era un empirista ya antes de ser pragmatista, y que declaró repetidamente que el pragmatismo no era sino un empirismo llevado a sus legítimas conclusiones. Desde un punto de vista general, la actitud pragmática consiste en «apartar la vista de las cosas primeras, los principios, las

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"categorías", las pretendidas necesidades, y mirar hacia las últimas cosas, los frutos, las consecuencias, los hechos». De aquí a aplicar el método pragmático al problema de la verdad sólo media un paso. En las ciencias naturales existe la tendencia a identificar la verdad en cualquier caso particular con una verificación. La verificación de una teoría o de un concepto se lleva a cabo mediante la observación de hechos particulares. Incluso la teoría física más científica y armoniosa es meramente una hipótesis hasta que sus implicaciones, deducidas por medio de un razonamiento matemático o por cualquier otro tipo de inferencia, son verificadas por hechos observados. En consecuencia, ¿qué camino debe tomar un filósofo empírico que desee llegar a una definición de la verdad a través de un método empírico? Lo primero que tiene que hacer si quiere aplicar este método, y sin introducir por el momento la fórmula pragmática, es encontrar casos particulares desde los cuales generalizar. Luego es al someter los conceptos al control de la experiencia, o en el proceso de su verificación, cuando uno halla ejemplos de eso que llamamos verdad. En consecuencia, cualquier filósofo que aplique este método empírico, y sin tener el menor prejuicio en favor de la doctrina pragmática, puede arribar a la conclusión de que verdad «significa» verificación o, si se prefiere, que la verificación, sea actual o posible, es la definición de la verdad.

Al combinar esta concepción del método empírico con la teoría del pragmatismo nos encontramos con otros resultados filosóficos importantes. Las teorías clásicas de la verdad como coherencia o compatibilidad de términos y como correspondencia de una idea con una cosa reciben por esta vía una interpretación nueva. La mera coherencia mental sin verificación experimental no nos permite ir más allá del ámbito de la hipótesis. Por otro lado, si una idea o una teoría pretende estar en correspondencia con la realidad o con los hechos, tal pretensión no puede ser puesta a prueba y confirmada, o refutada, a no ser haciéndola pasar al plano de la acción y tomando nota de los resultados que produce en términos de los hechos observables concretos a que esa idea o teoría conduce. Si al actuar conforme a la idea en cuestión nos vemos conducidos al hecho que ella implica o exige, entonces tal idea es verdadera. Una teoría se corresponde con los hechos cuando conduce a los hechos que son su consecuencia por intermediación de la experiencia. Y es a partir de esta consideración desde donde se extrae la generalización pragmática de que todo conocimiento es prospectivo en sus resultados, salvo en el caso de ideas y teorías que, tras haber sido primero prospectivas en su aplicación, han sido ya puestas a prueba y verificadas. No obstante, teóricamente incluso tales verificaciones o verdades nunca podrían ser absolutas. Se basarían en una certeza moral o práctica, pero siempre estarían sujetas a corrección en virtud de consecuencias futuras inesperadas o de hechos observados que no habían sido tenidos en cuenta. En realidad, toda proposición relacionada con verdades es en último análisis hipotética y provisional, si bien un gran número de ellas han sido tan a menudo verificadas sin ningún fallo que tenemos justificación para usarlas como si fueran absolutamente verdaderas. Ahora bien, desde el punto de vista lógico la verdad absoluta es un ideal que no se puede realizar, al menos en tanto la totalidad de los hechos no haya sido registrada o, como dice James, «cobrada» [«cashed»], y en tanto siga siendo posible hacer otras observaciones y otras experiencias.

El pragmatismo, por tanto, se presenta a sí mismo como una ampliación del empirismo histórico, pero con esta diferencia fundamental: que no insiste en los fenómenos antecedentes, sino en los fenómenos consecuentes; no en los precedentes de la acción, sino en sus posibilidades. Y este cambio en el punto de vista resulta casi revolucionario en sus consecuencias. Un empirismo que se conforme con repetir hechos ya pasados no deja sitio a la posibilidad y a la libertad. En él no tienen cabida las concepciones o ideas generales, o, al menos, sólo la tienen si se las considera como

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resúmenes o recolecciones. Sin embargo, cuando adoptamos el punto de vista del pragmatismo, vemos que las ideas generales desempeñan una función muy distinta a la de informar de las experiencias pasadas y guardar su registro. Constituyen la base para organizar observaciones y experiencias futuras. Así como para el empirismo la razón o el pensamiento general, en un mundo ya construido y determinado, no significa otra cosa que compendiar casos particulares, en un mundo en el que el futuro no es una mera palabra, en donde las teorías, las nociones generales, las ideas racionales tienen consecuencias para la acción, la razón necesariamente desempeña una función constructiva. Con todo, los conceptos del razonamiento tienen sólo un interés secundario comparados con la realidad de los hechos, ya que aquéllos deben ser confrontados con las observaciones concretas.

Así pues, el pragmatismo tiene una implicación metafísica. La doctrina del valor de las consecuencias nos lleva a tomar en consideración el futuro. y este tomar el futuro en consideración nos conduce a la concepción de un universo cuya evolución no está acabada, de un universo que aún está, en expresión de James, «en construcción», «en proceso de llegar a ser», de un universo hasta cierto punto todavía plástico.

Por consiguiente, la razón, o el pensamiento, en su sentido más general, tiene una función real aunque limitada, una función constructiva, creativa. Si nos formamos ideas generales y las ponemos en acción se producen consecuencias que, en caso contrario, no se habrían producido. En estas condiciones, el mundo será diferente a como habría sido si el pensamiento no hubiera intervenido. Semejante consideración confirma la importancia humana y moral del pensamiento y de su actuación reflexiva dentro de la experiencia. De modo que se falta a la verdad cuando se dice que James trató despectivamente a la razón, el pensamiento y el conocimiento, o que los consideró como meros medios para obtener beneficios personales o incluso sociales. La razón tenía para él una función creativa, limitada en tanto que es específica, que ayuda a hacer que el mundo sea distinto a como habría sido sin ella. Hace que el mundo sea verdaderamente más razonable; introduce en él un valor intrínseco. La filosofía de James se entiende mejor si se la considera en su conjunto como una revisión del empirismo inglés, una revisión que sustituye el valor de la experiencia pasada, de lo que ya está dado, por el futuro, por aquello que de momento es mera posibilidad.

Todas estas consideraciones nos conducen de manera natural al movimiento denominado instrumentalismo. El panorama de la filosofía de James que acabamos de trazar muestra que para él los conceptos y las teorías no eran más que instrumentos que pueden servir para instituir hechos futuros de una manera concreta. Pero James se consagró principalmente a los aspectos morales de esta teoría, a respaldar el «meliorismo» y el idealismo moral, y a las consecuencias relativas al valor sentimental y las implicaciones de diversos sistemas filosóficos que de ella se seguían, en particular sus consecuencias destructivas para el racionalismo monista y el absolutismo en todas sus formas. Nunca trató de desarrollar una teoría integral de las formas o «estructuras» y de las operaciones lógicas que tienen su fundamento en esta concepción. El instrumentalismo es un intento de establecer una teoría lógica precisa de los conceptos, los juicios y las inferencias en sus diversas formas, por el procedimiento de considerar principalmente cómo funciona el pensamiento en la determinación experimental de consecuencias futuras. Es decir, intenta establecer distinciones y reglas lógicas universalmente reconocidas derivándolas a partir de la función reconstructiva o mediadora atribuida a la razón. Su objetivo es constituir una teoría de las formas generales de concebir y razonar, y no de este o aquel juicio o concepto concreto en relación con su propio contenido o con sus particulares implicaciones.

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Es natural que los pensadores continentales se interesen por la filosofía de Norteamérica en tanto que refleja, en un cierto sentido, la vida norteamericana. Tras este rápido recorrido por la historia del pragmatismo, debería quedar claro que el pensamiento norteamericano es continuación del europeo. Hemos importado de Europa nuestro idioma, nuestras. leyes, nuestras instituciones, nuestra moral y nuestra religión, adaptándolos a nuestras nuevas condiciones de vida. Lo mismo reza para las ideas. Durante muchos años, nuestro pensamiento filosófico fue un mero eco del pensamiento europeo. El movimiento pragmático cuyo rastro hemos seguido en este ensayo, así como el neorrealismo, el conductismo, el idealismo absoluto de Royce, el idealismo naturalista de Santayana, son todos ellos intentos de readaptación, mas no creaciones de novo. Sus raíces están en el pensamiento británico y europeo. Dado que se trata de readaptaciones, dichos sistemas toman en consideración los rasgos característicos del entorno de la vida norteamericana. Pero, como ya se ha dicho, no se limitan a reproducir lo que en él resulta gastado e imperfecto. No tienen por objetivo glorificar la energía y el amor a la acción que las nuevas condiciones de vida en Norteamérica han exagerado. No reflejan el excesivo mercantilismo que la caracteriza. Sin duda, todos estos rasgos ambientales han ejercido alguna influencia en el pensamiento filosófico; nuestra filosofía no sena espontánea ni tendría un carácter nacional si no estuviera sujeta a dicha influencia. Pero la idea fundamental que han intentado expresar los movimientos de los que he estado hablando es la de que la acción y las oportunidades se justifican sólo en la medida en que vuelven la vida más razonable e incrementan su valor. El instrumentalismo sostiene, en contra de muchas tendencias opuestas dentro del medio estadounidense, que la acción debe ser inteligente y reflexiva, y que el pensamiento debe ocupar un puesto central en la vida. Por ello es por lo que insistimos en una formulación teleológica del pensamiento y del conocimiento. Si debe ser teleológico en particular, y no meramente verdadero en abstracto, probablemente ello se deba a ese elemento práctico que se halla en todas las facetas de la vida de nuestro país. Sea como fuere, lo que por encima de todo queremos enfatizar es que se considere a la inteligencia como la única fuente y la sola garantía de un futuro deseable y feliz. No cabe duda alguna de que el carácter progresista e inestable de la vida y la civilización norteamericana ha favorecido el nacimiento de una filosofía que ve el mundo como algo en permanente formación y donde aún hay lugar para el indeterminismo, para lo nuevo y para un futuro auténtico. Mas no es ésta una idea exclusivamente norteamericana, por más que las condiciones de vida en Norteamérica la hayan ayudado a hacerse autoconsciente. También es verdad que los estadounidenses tienden a subestimar el valor que posee la tradición de la racionalidad en tanto que logro del pasado. Pero el mundo también ha dado en el pasado muestras de irracionalidad, y esa irracionalidad se ha incorporado a nuestras creencias e instituciones. Hay malas tradiciones, del mismo modo que las hay buenas: siempre es importante distinguir. Que obviemos las tradiciones pasadas, con todas las implicaciones que tal negligencia nos pueda acarrear en la forma de un empobrecimiento espiritual de la vida, tiene también su compensación en la idea de que el mundo está empezando de nuevo y se está volviendo a hacer ante nuestra vista. El futuro , no menos que el pasado, puede ser una fuente de interés y de consuelo y darle un significado al presente. El pragmatismo y el experimentalismo instrumental traen al primer plano la importancia del individuo. Él es el portador del pensamiento creativo, el autor de la acción y de sus aplicaciones. El

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subjetivismo es una vieja historia dentro de la filosofía; una historia que comenzó en Europa, no en América. Pero la filosofía norteamericana, a través de los sistemas que hemos expuesto, le ha dado al sujeto, a la mente individual, una función práctica más que epistemológica. La mente individual es importante porque únicamente una mente individual puede ser el órgano que modifique tradiciones e instituciones, sólo ella es el vehículo de la creación experimental. El individualismo egoísta y unilateral de la vida estadounidense ha dejado su sello en nuestras prácticas. Para bien o para mal, según el punto de vista que se adopte, ha transformado el individualismo cerrado y estético de la vieja cultura europea en un individualismo activo. Pero la idea de una sociedad de los individuos no es ajena a nuestro pensamiento; permea incluso el individualismo hoy vigente, que es irreflexivo y brutal. y ese que el pensamiento norteamericano idealiza no es un individuo per se, determinado aisladamente y volcado sobre sí mismo, sino un individuo que evoluciona y se desarrolla en un medio natural y humano, un individuo que puede ser educado.

Si se me pidiera que propusiera un paralelo histórico para este movimiento del pensamiento en Norteamérica, traería a la memoria mi manual de filosofía francesa de la ilustración. Todo el mundo sabe que los pensadores que hicieron ilustre aquella época se inspiraron en Bacon, Locke y Newton; querían aplicar el método científico y las conclusiones de una teoría experimental del conocimiento a los asuntos humanos, les interesaba la crítica y reconstrucción de las creencias y las instituciones. Como escribe Hóffding*, les animaba «una ferviente fe en la inteligencia, el progreso y la humanidad». y seguro que nadie les acusa hoy de haber buscado subordinar la inteligencia y la ciencia a fines utilitarios corrientes sólo porque tuvieran esa impronta pedagógica y social. Simplemente quisieron librar a la inteligencia de sus impurezas y convertirla en soberana. Difícilmente podrá decirse que aquellos que glorifican la inteligencia y la razón en abstracto, a causa del valor que atesoran para quienes hallan satisfacción personal en poseerlas, las tienen en más auténtica estima que los que desean convertirlas en guía indispensable de la vida intelectual y social. Cuando un crítico norteamericano dice del instrumentalismo que toma a las ideas por meras sirvientes que promueven el éxito en la vida, no hace más que reaccionar irreflexivamente a las asociaciones verbales comunes que induce la palabra «instrumental», igual que otros muchos han reaccionado parecidamente ante el uso de la palabra «práctico». De manera similar, un escritor italiano reciente, tras decir que el pragmatismo y el instrumentalismo son productos característicos del pensamiento norteamericano, añade que estos sistemas «consideran la inteligencia un mero mecanismo de la creencia, y tratan por tanto de restablecer la dignidad de la razón haciendo de ella una máquina para producir creencias útiles a la moral y a la sociedad». Semejante crítica no se sostiene. De ninguna manera es la producción de creencias útiles a la moral y a la sociedad lo que tales sistemas persiguen. Es la formación de una fe en la inteligencia como la única e indispensable creencia necesaria para la moral y la vida social. Cuanto más aprecia uno el intrínseco valor estético e inmediato del pensamiento y de la ciencia, cuanto más en cuenta tiene lo que la propia inteligencia aporta al goce y la dignidad de la vida, tanto más ha de sublevarle una situación en la que el ejercicio y disfrute de la razón está limitado a un grupo social reducido, cerrado y especializado, y tanto más deberá preguntarse por el modo de hacer partícipes a todos los hombres de esa inestimable riqueza.

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J. Dewey: “The Need for A Recovery of Philosophy”. The Middle Works. Vol. 10. Pgs 5,6.

Una de las críticas del filosofar actual desde el punto de vista de la tradicional calidad de sus problemas tiene que empezar en alguna parte, y la elección de un principio es arbitraria. Me ha parecido a mi que la noción de experiencia implicada en las cuestiones más activamente discutidas proporciona un punto de partida natural. Porque, si no me equivoco, es sólo el punto de vista heredado de la experiencia común a la escuela empírica y a sus oponentes la que mantiene viva muchas discusiones, incluso de los asuntos que en su apariencia están muy alejados, mientras que es también este punto de vista el que es más insostenible a la luz de la ciencia existente y de la práctica social. En consecuencia propongo una breve exposición de algunos de los principales contrastes entre la descripción ortodoxa de la experiencia y aquella que es afín a las condiciones actuales.

i) desde el punto de vista ortodoxo, la experiencia es considerado en primer lugar como un asunto de conocimiento. Pero para los ojos que no miran a través de viejas lentes, aparece como un asunto de intercambio de un ser vivo con su entorno físico y social. ii) De acuerdo con la tradición la experiencia es (al menos primariamente) una cosa psíquica, infectada a través de la subjetividad. Lo que la experiencia sugiere acerca de ella misma es que es un mundo indiscutiblemente objetivo el que se introduce en las acciones y sufrimientos de los hombres y sufre modificaciones a través de sus respuestas. iii) hasta ahora en tanto un cosa más allá del presente es reconocido por la doctrina establecida lo que cuenta exclusivamente es el pasado. El registro de lo que ha ocurrido, la referencia a lo precedente se cree que es la esencia de la experiencia. El empirismo está pensado como vinculado a lo que ha sido, o es “dado”. Pero la experiencia en su forma vital es experimental, un esfuerzo para cambiar lo dado; está caracterizado por la proyección, por extenderse hacia lo desconocido; la conexión con el futuro es su rasgo más característico. iv) La tradición empírica está comprometida con el particularismo. Conexiones y continuidades se suponen que son extrañas a la experiencia, ser un subproducto de dudosa validez. Una experiencia que está padeciendo el entorno y que se esfuerza por su control en nuevas direcciones está preñada de conexiones. v) En la noción tradicional experiencia y pensamiento son términos antitéticos. La inferencia en tanto que es un renacimiento de lo que ha sido dado en el pasado, va más allá de la experiencia, por lo que es o bien inválido o una medida de desesperación por el que usar la experiencia como un trampolín, saltamos a un mundo de cosas estables y otros yoes. Pero la experiencia, liberada de las restricciones impuestas por los viejos conceptos está llena de inferencias. No hay aparentemente ninguna experiencia consciente sin inferencia; la reflexión es originaria y constante

J. Dewey. La reconstrucción de la filosofía. Ed. Planeta. Cap. “Los nuevos conceptos de la Experiencia y la Razón”

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Dos cosas parecen haber posibilitado un concepto nuevo de la experiencia y un

concepto nuevo de la relación entre la razón y la experiencia, o más exactamente, del lugar que ocupa la razón dentro de la experiencia. El primero de esos factores viene a ser el cambio que se ha realizado en la naturaleza real de la experiencia, en su contenido y en sus métodos, tal como se la vive en la realidad. El otro es el desarrollo de una psicología basada en la biología y que permite una nueva formulación científica de la naturaleza de la experiencia.

Empecemos por el aspecto técnico, el del cambio que ha tenido lugar en la psicología. Ahora es cuando estamos empezando a apreciar cuán completamente gastada está la psicología que imperó en la filosofía durante los siglos dieciocho y diecinueve. Según esta psicología, la vida mental tiene su origen en sensaciones que se reciben separada y pasivamente, y que, gracias a las leyes de la retentiva y de la asociación, se acondicionan formando un mosaico de imágenes, percepciones y conceptos. Se consideraba a los sentidos como puertas de entrada o avenidas del conocimiento. La mente tenía un papel totalmente pasivo y conformista en el conocimiento, salvo en la combinación de las sensaciones atómicas. La volición, la acción, la emoción y el deseo son la estela de las sensaciones y de las imágenes. El factor intelectual o cognoscitivo aparece el primero y la vida emotiva y volitiva es sólo una conjunción posterior de ideas con sensaciones de placer y de dolor.

Los progresos realizados en la biología han vuelto el cuadro del revés. En todo lo que se manifiesta la vida hay una actividad, hay un obrar. La persistencia de la vida estriba en que esta actividad sea continua y en que se amolde al medio. Incluso una almeja actúa sobre el medio que la rodea y lo modifica hasta cierto punto. Este ajuste al medio no es por completo pasivo; no se trata, de un simple moldeo del organismo por el medio que lo rodea. La almeja selecciona materiales para su nutrición y para formar la concha que la protege. Ella obra, de una manera u otra, sobre el medio circundante, y sufre a su vez una acción. En el ser viviente no se da una simple conformidad con las circunstancias, aunque existan formas parásitas que se aproximan a ese límite. Se produce una transformación de algunos elementos del medio circundante, en interés de la vida. Cuanto más elevada es la forma de vida, más importancia tiene la reconstrucción activa del medio. Puede servirnos de ejemplo a este respecto una comparación entre el hombre salvaje y el hombre civilizado. Supongamos que ambos están viviendo en pleno desierto. Existe en el salvaje la máxima plasticidad de amoldamiento a las condiciones dadas; el mínimo de choque y retroceso. El salvaje toma las cosas “tal como son”, y sirviéndose de cuevas, raíces y algunos charcos de agua; lleva una existencia pobre y miserable. El hombre marcha hasta las montañas lejanas y represa los arroyos; construye depósitos, excava canales, y lleva las aguas basta regiones que antes eran desiertas. Busca por todo el mundo ciertas plantas y animales capaces de prosperar. Echa mano de las plantas indígenas y las mejora mediante la selección y el cruzamiento. Aplica maquinaria al laboreo del suelo y a los menesteres de la recolección. Gracias a todo ello, puede lograr que el desierto florezca como la rosa.

Estas escenas de transformación son tan familiares, que ni siquiera nos fijamos en su significado. Nos olvidamos de que constituyen una ilustración de la fuerza intrínseca de la vida. Fijémonos ahora en el cambio que este punto de vista introduce en las ideas tradicionales sobre la experiencia. Esta se convierte en algo que, antes que

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nada, es acción. El organismo no está como Micawber, el personaje de Dickens, esperando que le salga algo. No espera, pasivo e inerte, a que algo exterior a él lo presione y moldee. El organismo actúa sobre las cosas que lo rodean, valiéndose de su propia estructura, simple o compleja. En su consecuencia, los cambios que produce en ese medio circundante reaccionan a su vez sobre el organismo y sobre sus actividades. El ser viviente padece, sufre, las consecuencias de su propio obrar. Esta intima conexión entre el obrar y el sufrir y el padecer es lo que llamamos experiencia.

El obrar y el sufrir, desconectados el uno del otro, no constituyen ninguno de los dos experiencia. Supongamos que mientras un hombre está durmiendo sufre una quemadura. Ésta no ha sido la consecuencia perceptible de ningún acto suyo; no hay, pues, nada que pueda llamarse experiencia en un sentido instructivo. Otro ejemplo, el de una serie de contracciones por efecto de un espasmo. Esos movimientos son como si no existiesen, porque no tienen consecuencias para la vida. O, si las tienen, estas consecuencias no están unidas a un obrar nuestro anterior. No hay experiencia, no se aprende nada, no existe un proceso cumulativo. Pero supongamos, en cambio, que un niño inquieto arrima el dedo al fuego; la acción ha sido casual, sin propósito, sin intención ni reflexión. Pero algo ocurre como consecuencia de ella. El niño es alcanzado por el calor, sufre un dolor. Existe conexión entre el obrar y el sufrir una consecuencia, entre el contacto y la quemadura. Una cosa viene a sugerir y a significar la otra. Tenemos, pues, una experiencia en un sentido vital y significativo.

De todo ello se siguen ciertas consecuencias importantes para la filosofía. En primer lugar, el hecho primario, la categoría básica, es la mutua acción entre el organismo y el medio, de la que resulta alguna adaptación que permite la utilización de este último. El hecho de conocer queda relegado a una posición subalterna, secundaria originalmente, incluso cuando su importancia, una vez establecida ésta, resulta preponderante. El conocimiento no es un algo aislado y cerrado dentro de sí mismo, sino que es algo e forma parte del proceso mediante el cual se sostiene y se desenvuelve la vida. Los sentidos pierden el lugar que ocupaban como puertas de entrada del conocimiento y toman el lugar que les corresponde como estímulos para la acción. Lo que afecta a la vista o al oído no constituye para el animal un detalle ocioso de información acerca de algo que ocurre en el mundo y que le es indiferente. Es una invitación y un estímulo para obrar de la manera debida. Es una clave en el obrar, un factor directivo en la adaptación de la vida al medio circundante. Cualitativamente es apremiante y no cognoscitivo. Todas las polémicas entre el empirismo y el racionalismo relativas al valor intelectual de las sensaciones resultan ya extraordinariamente anticuadas. La discusión acerca de las sensaciones debe colocarse en el capítulo del estímulo inmediato y de la respuesta al estímulo, y no en el capítulo del conocimiento.

Como elemento consciente la sensación señala una interrupción en un curso de actividades anteriormente iniciadas. Desde la época de Hobbes, muchos psicólogos han tratado de lo que llaman ellos la relatividad de las sensaciones. Sentimos o experimentamos frío en relación con el calor que antes teníamos, y no de una manera absoluta; la dureza se percibe sobre un fondo de menor resistencia; un color, en contraste con la plena luz o la plena oscuridad, o en contraste con otro color. Un tono o un color que fuesen continuamente los mismos no podrían ser percibidos o sentidos. Las sensaciones que a nosotros nos parecen monótonamente prolongadas encuéntranse en realidad interrumpidas constantemente por incursiones en vaivén. Sin embargo, sobre la base de este hecho se construyó erróneamente una doctrina relativa a la naturaleza del conocimiento. Los racionalistas se sirvieron de ella para quitar crédito a los sentidos como manera válida o elevada de conocer las cosas, puesto que, según esa doctrina, jamás asimos ninguna cosa en sí misma o intrínsecamente. En cambio, los sensorialistas

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se valieron del hecho en cuestión para menospreciar toda pretensión relativa al conocimiento absoluto.

Sin embargo, este hecho del relativismo de las sensaciones no corresponde, hablando con propiedad, en modo alguno a la esfera del conocimiento. Esta clase de sensaciones son emotivas y prácticas, más bien que cognoscitivas e intelectuales. Son choques e cambio, debidos a la interrupción de un amoldamiento anterior. Son señales para volver a dirigir la acción. Veamos un ejemplo trivial. La persona que está tomando notas no siente la presión del lápiz suyo sobre el papel o sobre su mano, mientras funciona debidamente. Actúa simplemente de estimulo para el amoldamiento fácil y eficaz. La actividad sensorial provoca de una manera automática e inconsciente su propia respuesta actuante. Existe una conexión fisiológica previamente formada, adquirida por el hábito, pero que se remonta en última instancia hasta una conexión primitiva dentro del sistema nervioso. Si la punta del lápiz se rompe o se embota demasiado y el hábito de escribir no funciona con suavidad, se experimenta un choque consciente, es decir, la sensación de que algo ocurre, de que algo no marcha bien. Este cambio emotivo actúa de estimulo para provocar un cambio necesario en la operación. Miramos al lápiz, lo afilamos o sacamos otro lápiz del bolsillo. La sensación actúa como gozne del reajuste de la acción. Señala una ruptura en la anterior rutina del escribir y el comienzo de algún otro modo de obrar. Las sensaciones son “relativas” en el sentido de que señalan transiciones en los hábitos del obrar, cambiando el curso de la acción.

Tenían, pues, razón los racionalistas cuando negaban que las sensaciones, como tales sensaciones, fuesen verdaderos elementos de conocimiento; pero las razones que daban para llegar a esa conclusión y las consecuencias que extraían de la misma eran completamente equivocadas. Las sensaciones no son partes de ningún conocimiento, bueno o malo, superior o inferior, imperfecto o completo. Son provocaciones, estimulas, apremios para un acto de investigación que habrá de acabar en conocimiento. No son maneras de conocer las cosas, inferiores en valor a las maneras reflexivas, ni a las maneras que requieren el pensamiento y la deducción, porque no son en modo alguno maneras de conocimiento. Son estímulos para la reflexión y la deducción. En su condici6n de interrupciones plantean las siguientes preguntas: ¿Qué significa este choque? ¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué pasa? ¿ Por qué se ha perturbado mi relación con el medio circundante? ¿Qué debo hacer a este respecto? ¿De qué manera debo alterar el curso de mi acción para responder al cambio que ha tenido lugar en lo que me rodea? ¿Cómo debo reajustar mi acción para responder a ese choque? De esta manera, tal como sostenía el sensorialista, la sensación es el principio del conocimiento pero únicamente en el sentido de que el choque experimentado constituye el estímulo necesario para investigar y para comparar, que producirá eventualmente el conocimiento.

El supuesto atomismo, de las sensaciones desaparece por completo en cuanto se sitúa la experiencia dentro del proceso de vivir, y se considera a las sensaciones como puntos de reajuste. Al desaparecer el atomismo se anula la necesidad de una facultad sintética de la razón superempírica destinada a establecer la conexión entre las sensaciones. Ya no se encuentra la filosofía enfrentada con el problema insoluble de buscar la manera de que los granos de arena aislados puedan formar una cuerda fuerte y coherentemente tejida, o que lo parezca; o que nosotros nos hagamos la ilusión de que lo es. En cuanto descubrimos que las existencias aisladas y simples de Locke y de Hume no son verdaderamente y en modo alguno empíricas, sino que responden a determinadas exigencias de su teoría de la mente, ya no hay necesidad alguna de la complicada maquinaria kantiana o postkantiana de los conceptos a priori y de las categorías destinadas a sintetizar los pretendidos materiales de la experiencia. Venimos

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entonces a reconocer que los verdaderos «materiales» de la experiencia consisten en maneras adaptables de acción, en hábitos, funciones activas, conexiones entre el obrar y el sobrellevar; es decir, coordinaciones de sensaciones para el obrar. La experiencia encierra dentro de sí misma los principios de conexión y de organización. Nada pierden estos principios con que sean vitales y prácticos en lugar de ser epistemológicos. Incluso en el grado más rudimentario del vivir se requiere cierto grado de organización. Hasta una amiba precisa tener cierta continuidad de tiempo en su actividad y cierta adaptación al medio que la rodea en el espacio. Ni su vida ni su experiencia pueden consistir en sensaciones momentáneas, atómicas, y aisladas. Su actividad guarda referencia a lo que le rodea y con lo que ha ocurrido antes y ocurre después. Esta clase de organización inherente a la vida hace innecesaria una síntesis sobrenatural y sobreempírica. Ella proporciona el fundamento y la materia para una evolución positiva de la inteligencia como factor organizador dentro de la experiencia.

No es salirse por completo del tema el señalar hasta qué punto la organización social y también la biológica entran en la formación de la experiencia humana. Quizá fue la observación del desamparo del niño lo que fortaleció la idea de que la mente es un factor pasivo y receptivo en el conocimiento. Ahora bien, esa observación apunta en un sentido completamente distinto. Los contactos del niño pequeño con la Naturaleza se realizan por mediación de otras personas, debido a la dependencia y a la impotencia físicas en que se encuentra. La madre y la niñera, el padre y los otros hijos mayores, determinan las experiencias que tendrá el niño; ellos lo aleccionan constantemente acerca del significado de lo que hace. y sobrelleva. Los conceptos corrientes y que tienen importancia social llegan de esa manera a convertirse en principios de interpretación y de graduación del niño mucho antes de que éste se halle en condiciones de dirigir personal y deliberadamente su propia manera de obrar. Las cosas le llegan vestidas del lenguaje, no en su desnudez física, y este pergeño de la comunicación le hace que comparta las creencias de quienes, lo rodean. Estas creencias que le llegan como otras tantas realidades son las que forman su mente; ellas le proporcionan los centros en torno de los cuales se ordenan sus expediciones y percepciones personales. Aquí nos encontrarnos con categorías de conexión y de unificación que tienen tanta importancia como las de Kant, pero que son empíricas y no mitológicas

“El patrón de la investigación” (1938). En Dewey. La miseria de la epistemología. Ed. Ángel Faerna. Biblioteca Nueva. 2000.

Págs 113 – 132 (Fragmentos)

Que existen investigaciones no es cosa de la que quepa dudar. Están presentes en todas las áreas de la vida y en todos los aspectos de cada una de esas áreas. En la vida cotidiana, los hombres examinan: le dan vueltas intelectualmente a las cosas; infieren y juzgan con la misma “naturalidad” con que siembran y cosechan o producen e intercambian mercancías. En tanto que modo de conducta, la investigación es tan accesible a un estudio objetivo como lo son esas otras formas de comportamiento y dado que la investigación y sus conclusiones intervienen de un modo tan íntimo y decisivo en la gestión de todos los asuntos de la vida, ningún estudio del segundo tipo

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de conductas será adecuado a menos que se tenga en cuenta cómo se ven afectadas por los métodos e instrumentos de investigación que en ellas se emplean. Así pues, y totalmente al margen de la hipótesis concreta sobre las formas lógicas que aquí se está planteando, el estudio de los hechos objetivos de la investigación es un asunto de enorme importancia, tanto en términos prácticos como intelectuales. Ese material dota a la teoría de las formas lógicas de un contenido que no sólo es objetivo, sino que lo es de un modo que permite a la lógica evitar los tres errores más característicos en que ha incurrido a lo largo de su historia.

1. Al ocuparse de un contenido objetivamente observable respecto del cual cabe ensayar y probar las conclusiones de la reflexión, se elimina toda dependencia de estados y procesos subjetivos y «mentalistas».

2. Se les reconoce a las formas una existencia y naturaleza distintivas. La lógica no está obligada a reducir las formas lógicas a meras transcripciones de un material empírico que las precede en existencia, como se sentía obligada a hacer la lógica «empírica» histórica. Del mismo modo que las formas artísticas y legales son susceptibles de discusión y desarrollo independiente, así también lo son las formas lógicas, aun cuando la “independencia” en cuestión sea de carácter intermedio, no final ni completa. Como sucede con las otras formas, éstas se originan a partir del material de la experiencia, y una vez constituidas introducen nuevos modos de operar con los materiales preexistentes, modos de operar que modifican el material a partir del cual se desarrollaron.

3. La teoría lógica se libera de lo inobservable, lo trascendental y lo “intuitivo”.

Cuando los métodos y resultados de la investigación se estudian como datos objetivos, la distinción que a menudo se ha trazado entre percibir y dar fe del modo en que los hombres de hecho piensan, y prescribir el modo en que deberían pensar, adquiere una interpretación muy diferente a la habitual. La interpretación habitual se hace en términos de la diferencia entre lo psicológico y lo lógico, donde lo segundo consiste en «normas» suministradas por alguna fuente totalmente externa a la «experiencia» e independiente de ella.

Según lo interpretamos aquí, el modo en que los hombres de hecho «piensan» denota simplemente el modo en que conducen sus investigaciones en un momento dado. En la medida en que la expresión se use para denotar una diferencia con el modo en que deberían pensar, la diferencia será como la que hay entre buenas y malas prácticas agrícolas o buena y mala práctica médica. Los hombres piensan en formas que no deberían cuando siguen métodos de investigación que la experiencia de pasadas investigaciones demuestra que no son competentes para alcanzar el fin pretendido por ellas.

Todo el mundo sabe que actualmente están en boga métodos de explotación agrícola que en el pasado se usaron de manera generalizada y cuyos resultados no resisten la comparación con los de otras prácticas ya introducidas y puestas a prueba. Cuando un perito le dice a un agricultor que debería hacer esto y aquello, no está confrontando al mal agricultor con un ideal caído del cielo. Le está instruyendo en métodos que han sido ensayados y que han probado su éxito a la hora de producir resultados. De modo similar, tenemos la capacidad de comparar distintos tipos de

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investigación que están en uso, o lo han estado, en términos de su economía y eficacia a la hora de alcanzar conclusiones garantizadas. Sabemos que algunos métodos de investigación son mejores que otros exactamente del mismo modo que sabemos que algunos métodos quirúrgicos, agrícolas, de construcción de carreteras, de navegación o de lo que fuere son mejores que otros. En ninguno de estos casos se sigue que los métodos «mejores» sean idealmente perfectos, o que sean regulativos o «normativos» merced a su conformidad con alguna forma absoluta. Son los métodos que hasta la fecha la experiencia demuestra que resultan los mejores disponibles para alcanzar determinados resultados, y la abstracción de tales métodos proporciona una norma o un estándar (relativo) para ulteriores empresas.

Por consiguiente, la búsqueda del patrón de la investigación no es algo que pueda realizarse en la oscuridad o en abstracto. Es una búsqueda supervisada y controlada por el conocimiento de los tipos de investigación que han funcionado y los que no; unos métodos que, como se ha indicado antes, pueden compararse de forma que se extraigan conclusiones razonadas o racionales. Pues, mediante la comparación y el contraste, establecemos cómo y por qué ciertos medios y ciertas actuaciones han arrojado conclusiones asertables de un modo garantizado en tanto que otros no lo han hecho y no pueden hacerlo, en el sentido en el que ese «no pueden» expresa una incompatibilidad intrínseca entre los medios usados y las consecuencias alcanzadas.

Ahora debemos preguntar: ¿cuál es la definición de “Investigación”? Es decir, ¿cuál es el concepto de investigación más generalizado que se puede formular justificablemente? La definición que desarrollaremos directamente en este capítulo, e indirectamente en los siguientes, reza así: la investigación es la transformación controlada o dirigida de una situación indeterminada en otra tal que las distinciones y relaciones que la integran resultan lo bastante determinadas como para convertir los elementos de la situación original en un todo unificado.

La situación indeterminada original no sólo está «abierta» a la investigación, sino que también está abierta en el sentido de que sus ingredientes no cuadran entre sí. Por su parte, la situación determinada, qua resultado de la investigación, está cerrada y, por así decir, terminada, es un «universo de experiencia ». En la fórmula anterior, «controlada o dirigida» se refiere a que la investigación es competente en un caso dado cualquiera en la medida en que las operaciones involucradas en ella desemboquen de hecho en el establecimiento de una situación existencial objetivamente unificada. En el curso intermedio de transición y transformación de la situación indeterminada, se emplea como medio el discurso a través del uso de símbolos. 0 dicho con la terminología lógica consagrada, hay involucradas de manera intrínseca proposiciones, es decir, términos más las relaciones entre ellos.

I. Condiciones antecedentes de la investigación: la situación indeterminada. Hasta cierto punto, «investigación» e «interrogación» son términos sinónimos. Investigamos cuando preguntamos; e investigamos cuando buscamos cualquier cosa que pueda ofrecer una respuesta a la pregunta formulada. Por tanto, está en la naturaleza misma de la situación indeterminada que suscita la investigación el ser cuestionable; o, en términos efectivos y no potenciales, el ser incierta, inestable, el estar perturbada...

II. Institución de un problema. A la situación inestable o indeterminada podríamos haberla llamado una situación problemática. Tal nombre, empero, habría

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resultado proléptico y anticipatorio. La situación indeterminada deviene problemática en el proceso mismo de ser sometida a investigación. La situación indeterminada viene a la existencia a partir de causas existenciales, igual que, por ejemplo, el desequilibrio orgánico del hambre. Nada hay de intelectual ni de cognitivo en la existencia de tales situaciones, si bien ellas son la condición necesaria de las operaciones cognitivas o investigación. En sí mismas son precognitivas. El primer resultado de poner en marcha la investigación es que la situación pasa a tomarse, a juzgarse, como problemática. Ver que la situación requiere investigación constituye el paso inicial de la investigación..

III. Determinación de la solución de un problema. La formulación de una situación problemática en términos de un problema sólo tiene significado en la medida en que el problema instituido haga referencia, en los propios términos de su enunciado, a una posible solución. Precisamente porque un problema bien planteado está ya en camino de su solución, el determinar un genuino problema constituye una investigación progresiva; en aquellos casos en los que al investigador se le aparecen súbitamente el problema y su probable solución, previamente ha tenido lugar un largo período de ingestión y de digestión. Si damos por sentado de un modo prematuro que el problema implicado es definido y claro, la investigación subsiguiente avanzará por el camino equivocado. De aquí surge la pregunta: ¿cómo se controla la formación de un problema genuino de forma que las investigaciones ulteriores caminen hacia una solución?..

La determinación de condiciones fácticas garantizadas por la observación sugiere entonces una posible solución relevante. La posible solución se presenta, por tanto, como una idea, del mismo modo que los términos del problema (que son hechos) son instituidos mediante observación. Las ideas son consecuencias anticipadas (pronósticos) de lo que sucederá cuando determinadas operaciones se ejecuten bajo, y con respecto a, las condiciones observadas. La observación de hechos y los significados o ideas sugeridos nacen y se desarrollan en mutua correspondencia. Cuanto más de manifiesto quedan los hechos del caso a resultas de la observación, más claras y pertinentes se hacen las concepciones en torno a cómo tratar el problema que esos hechos constituyen. Por el otro lado, cuanto más clara es la idea, más definidas se hacen, obviamente, las operaciones de observación y ejecución que hay que realizar para resolver la situación.

Una idea es por encima de todo una anticipación de algo que puede suceder; señala una posibilidad. Cuando, como a veces ocurre, se dice que la ciencia es predicción, la anticipación que hace de toda idea una idea se apoya en un conjunto de observaciones controladas y de formas conceptuales reguladas de interpretarlas. Puesto que una investigación es una determinación progresiva de un problema y su posible solución, las ideas difieren en grado en función del estadio de investigación alcanzado. Al principio, y salvo en cuestiones sumamente familiares, son vagas. En un primer momento aparecen simplemente como sugerencias; las sugerencias sencillamente saltan, se nos ocurren, surgen como un fogonazo. Puede que entonces se conviertan en estímulos para una actividad directa y manifiesta, pero no tienen todavía estatus lógico. Toda idea nace como una sugerencia, pero no toda sugerencia es una idea. La sugerencia deviene idea cuando se la examina con referencia a su aptitud funcional, a su capacidad en tanto que medio para resolver la situación dada.

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Ese examen toma la forma de un razonamiento, como resultado del cual estamos en disposición de apreciar mejor que al principio la pertinencia y el peso del significado en cuestión, considerado ahora respecto de su capacidad funcional. Pero el test final de si en efecto posee esas propiedades aparece cuando se le hace funcionar, esto es, cuando se pone en práctica para instituir mediante observación hechos no observados previamente y se usa luego para organizarlos junto con otros hechos en un todo coherente...

IV. Razonamiento. Acabamos de señalar de pasada la necesidad de desarrollar el contenido de significado que poseen las ideas en sus mutuas relaciones. Este proceso, que opera con símbolos (los cuales forman proposiciones), es el razonamiento en el sentido de raciocinio o discurso racional...

V. Carácter operacional del significado de los hechos. Ha quedado dicho que los hechos del caso observados y el contenido ideacional expresado en las ideas se relacionan entre sí respectivamente como clarificación del problema implicado y propuesta de alguna posible solución; y que, por consiguiente, constituyen divisiones funcionales del trabajo de investigación. Los hechos observados, en su cometido de localizar y describir el problema, son existenciales; la materia ideacional es no-existencial. ¿Cómo cooperan entonces en la resolución de una situación existencial? El problema resulta insoluble a menos que se reconozca que tanto los hechos observados como las ideas consideradas son operacionales. Las ideas son operacionales en cuanto que instigan y dirigen ulteriores operaciones de observación; son propuestas y planes para actuar sobre las condiciones existentes para sacar a la luz nuevos hechos y para organizar el conjunto de los hechos seleccionados en un todo coherente.

¿Qué se quiere decir al llamar «operacionales» a los hechos? Por el lado negativo, lo que quiere decirse es que no son autosuficientes ni completos en sí mismos. Como hemos visto, se seleccionan y describen con un propósito, a saber, formular el problema implicado de modo tal que su material indique, por un lado, un significado relevante para la resolución de la dificultad, y, por otro, sirva para poner a prueba su valor y su validez. En una investigación regulada, los hechos se seleccionan y disponen con la intención expresa de cumplir este cometido. No son meramente resultados de operaciones de observación realizadas con la ayuda de los órganos corporales y de instrumentos artificiales auxiliares, sino que son los hechos y los tipos de hecho concretos que enlazarán unos con otros en la forma definida que se requiere para producir un fin determinado. Aquellos que resulten no conectar con otros en la prosecución de ese fin serán dados de lado y se buscarán otros. Al ser funcionales, necesariamente son operacionales. Su función es servir de evidencia, y su cualidad como tal evidencia es juzgada sobre la base de su capacidad para formar un todo ordenado en respuesta a las operaciones prescritas por las ideas que ellos ocasionan y respaldan. Si «los hechos del caso» fueran finales y completos en sí mismos, si no poseyeran una fuerza operativa especial para resolver la situación problemática, no podrían servir de evidencia…

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VI. Sentido común e investigación científica. Hasta aquí la discusión se ha movido en unos términos generales que no hacen distinción entre sentido común e investigación científica. Ahora hemos llegado a un punto en el que el patrón común a esos dos diferentes modos de investigación debe recibir una atención explícita. En anteriores capítulos se dijo que la diferencia entre ellos reside en sus respectivas materias, no en sus formas y relaciones lógicas básicas; que la diferencia de materias se debe a los distintos problemas involucrados en uno y otro; y, finalmente, que esta última diferencia impone una diferencia también en los fines o consecuencias objetivas que cada uno de ellos se encarga de alcanzar.

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J. Dewey. Democracia y educación. Ed. Morata. Cap. IV. “La educación como crecimiento”. Págs. 50 – 52.

Ya hemos observado que la plasticidad es la capacidad para conservar y transportar de la experiencia anterior factores que modifican las actividades subsiguientes. Esto significa la capacidad para adquirir hábitos o desarrollar disposiciones definidas. Nosotros tenemos que considerar ahora los rasgos salientes de los hábitos. En primer lugar, un hábito es una forma de destreza ejecutiva, de eficacia en la acción. Un hábito significa una habilidad para utilizar las condiciones naturales como medios para fines. Es un control activo sobre el ambiente mediante el control sobre los órganos de acción. Somos quizá propicios a acentuar el control del cuerpo a expensas del control del ambiente. Pensamos en el pasear, el hablar o el tocar el piano y las habilidades características del grabador, el cirujano o el constructor de puentes, como si fueran simple destreza, facilidad o exactitud por parte del organismo. Son esto, desde luego, pero la medida del valor de estas cualidades estriba en el control económico y efectivo sobre el ambiente que proporcionan. Ser capaz de andar es tener ciertas propiedades de la naturaleza a nuestra disposición y lo mismo ocurre con los demás hábitos. La educación se define con frecuencia como la adquisición de aquellos hábitos que efectúan un ajuste del individuo y su ambiente. La definición expresa una fase esencial del crecimiento. Pero es esencial que el ajuste se comprenda en su sentido activo de control de medios para la consecución de fines. Si concebimos un hábito simplemente como un cambio producido en el organismo, ignorando el hecho de que este cambio consiste en la capacidad para efectuar cambios ulteriores en el ambiente, podremos ser llevados a pensar el "ajuste" como una conformidad al ambiente, semejante a la conformación de la cera al sello que se imprime sobre ella. Se piensa también en el ambiente como algo fijo, que proporciona en su fijeza el fin y la norma de los cambios que tienen lugar en el organismo y que el ajuste consiste sencillamente en adaptarlos a esta fijeza de las condiciones. El hábito como habituación es, en efecto, algo relativamente pasivo; nos acostumbramos a nuestro ambiente, a nuestros vestidos, nuestros zapatos y nuestros guantes; a la atmósfera que nos envuelve mientras mantiene cierta igualdad; a nuestros asociados diarios, etc. La conformidad al ambiente, un cambio producido en nuestro organismo sin referencia a la capacidad para modificar lo que nos rodea, es un rasgo saliente de tales hábitos. Aparte del hecho de que no estamos autorizados a transformar los rasgos de tales ajustes (que podemos llamar bien acomodaciones, para distinguirlos de los ajustes activos) en hábitos de uso activo de nuestro ambiente, son dignos de notarse dos caracteres de la habituación. En primer lugar, nos acostumbramos a las cosas primeramente usándolas.

Consideremos el acostumbrarnos a una ciudad extraña. Al principio, hay una serie excesiva de estímulos y de respuestas mal adaptadas. Gradualmente, se seleccionan ciertos estímulos por su importancia y otros se pierden. Podemos decir que no respondemos ya a ellos o, más exactamente, que hemos respondido a ellos de un modo persistente; un equilibrio de ajuste. Esto significa, en segundo lugar, que ese ajuste duradero proporciona el fondo sobre el cual se hacen ajustes específicos cuando llega la ocasión. Nunca nos interesa cambiar todo el medio ambiente; hay en él una gran parte que tomamos como dada y que aceptamos justamente tal como se halla. Sobre este fondo nuestras actividades se enfocan hacia ciertos puntos con una tendencia a introducir los cambios necesarios. La habituación es así, nuestro ajuste a un ambiente

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que por el momento nos interesa modificar y que proporciona una palanca para nuestros hábitos activos.

La adaptación, en suma, es tanto la adaptación del ambiente a nuestras actividades, como de nuestras actividades al ambiente. Una tribu salvaje se acomoda para vivir en una llanura desierta. Se adapta a ella. Pero su adaptación envuelve un máximum de aceptar, de tolerar, de dejar las cosas como están; un máximum de aquiescencia pasiva y un mínimum de control activo, de someterse al uso. Un pueblo civilizado entra en escena. También se adapta. Introduce un sistema de irrigación; busca el mundo de plantas y animales que se desarrollan bajo tales condiciones, y mejora las que allí se dan, mediante una cuidadosa selección. Como consecuencia, el yermo florece como una rosa. El salvaje se habitúa meramente; el hombre civilizado tiene hábitos que transforman el ambiente.

La significación del hábito no queda agotada, sin embargo, en su fase ejecutiva y motora. Significa formación de disposiciones intelectuales y emotivas así como un aumento de facilidad, economía y eficacia de la acción. Todo hábito marca una inclinación, una preferencia y elección activas de las condiciones comprendidas en su ejercicio. Un hábito no aguarda a que un estímulo provoque en él una reacción para estar ocupado; busca activamente ocasiones para ponerse en plena operación. Si su expresión es indebidamente bloqueada la inclinación se muestra como un anhelo inquieto e intenso. Un hábito indica también una disposición intelectual. Donde se da un hábito, se ofrece también conocimiento de los materiales a que se aplica la acción. Hay un modo definido de comprender las situaciones en que opera el hábito. Modos de pensamiento, de observación y de reflexión intervienen como formas de habilidad y deseo en los hábitos que caracterizan a un ingeniero, a un arquitecto, a un médico o a un comerciante. En las formas de trabajo que no exigen habilidad, los factores intelectuales intervienen al mínimo precisamente porque los hábitos implicados no son de un grado superior. Pero hay hábitos de juzgar y razonar tan reales como los de manejar una herramienta, pintar un cuadro o realizar un experimento.

Tales afirmaciones, sin embargo, son relativas. Los hábitos mentales comprendidos en los hábitos del ojo y de la mano proporcionan a éstos su significación. Sobre todo, el elemento intelectual en un hábito fija la relación del hábito con el uso variable elástico y, por tanto, con el crecimiento continuado. Nosotros hablamos de hábitos fijados. Ahora bien, la frase puede significar poderes tan bien establecidos, que sus poseedores pueden recurrir a ellos siempre que lo necesiten. Pero la frase se usa también para significar carriles, caminos rutinarios, con pérdida de frescura, amplitud de espíritu y originalidad. La fijeza de hábitos puede significar que algo tiene un dominio fijo sobre nosotros, en vez de nuestro libre dominio sobre las cosas. Este hecho explica dos puntos de una noción común sobre los hábitos: su identificación con los modos mecánicos y externos de acción, con descuido de las actitudes mentales y morales, y la tendencia a darles una mala significación, a identificarlos con los "malos hábitos". Muchas personas se sorprenderían de que se llame hábito a su aptitud en la profesión escogida y considerarían, por el contrario, como hábitos típicos su uso del tabaco, de los licores o de las malas palabras. Un hábito es para ellos algo que tiene un dominio sobre ellos, algo que no se suprime fácilmente aun cuando el juicio reflexivo lo condene.

Los hábitos se reducen a modos rutinarios de acción, o degeneran en modos de acción que nos esclavizan, justamente en el grado en que la inteligencia se ha desconectado de ellos. Los hábitos rutinarios son hábitos sin pensamientos; los "malos" hábitos son hábitos tan apartados de la razón, que se oponen a las conclusiones de la deliberación y de la decisión conscientes. Como ya hemos visto, la adquisición de

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hábitos es debida a una plasticidad originaria de nuestras naturalezas, a nuestra capacidad para variar las respuestas hasta que encontramos un modo de actuación eficaz y apropiado. Los hábitos rutinarios y los que nos poseen a nosotros en vez de poseerlos a ellos, son hábitos que ponen un fin a la plasticidad. Ellos marcan el término de nuestro poder de variar. No puede haber duda de la tendencia de la plasticidad orgánica, de las bases fisiológicas, a disminuir con los años. Las acciones de la infancia, instintivamente móviles y ávidamente variadas, el amor por nuevos estímulos y nuevos desarrollos, pasan demasiado fácilmente a una "estabilización" que significa aversión al cambio y tendencia a descansar en los resultados adquiridos. Solamente un ambiente que asegure el pleno uso de la inteligencia en el proceso de formación de los hábitos puede contrarrestar esta tendencia. Desde luego, el mismo endurecimiento de la condición orgánica afecta a las estructuras fisiológicas que están implicadas en el pensar. Pero este hecho indica solamente la necesidad de un cuidado persistente para lograr que la función de la inteligencia sea invocada en su máxima posibilidad. El método miope que recurre a la rutina y a la repetición mecánica para asegurar la eficacia externa del hábito, de la destreza motriz sin el acompañamiento del pensamiento señala una deliberada clausura del ambiente para el crecimiento.

J. Dewey. Naturaleza humana y conducta. Fondo de Cultura Económica. 1964 Primera parte. “El lugar del hábito en la conducta”. II. “Los hábitos y la voluntad”. Págs 48 – 49

Puede parecer que, al emplear la palabra hábito en la forma en que lo hemos venido haciendo, nos apartamos ligeramente de aquella en que habitualmente se la usa; pero necesitamos una palabra para expresar esa clase de actividad humana que es influida por actividades previas y, en ese sentido, adquirida; que contiene en sí misma un cierto ordenamiento o sistematización de elementos menores de acción; que puede proyectarse, que es de calidad dinámica, que está pronta a manifestarse de manera abierta y que se mantiene activa en forma subordinada, aun en los casos en que no es obviamente la actividad dominante. La palabra hábito, hasta en la forma usual, se acerca más a la denotación de estos hechos que cualquiera otra. Si reconocemos con precisión los hechos a los que se ha dado el nombre de hábito, podemos usar también las palabras actitud y disposición, pero éstas son más susceptibles de desorientar que la palabra hábito, a menos que nos hayamos formado previamente una idea clara de tales hechos. La palabra hábito trae consigo explícitamente el sentido de actividad, de realidad. Actitud y disposición, en su uso ordinario, son palabras que sugieren algo latente, potencial, algo que requiere un estímulo positivo externo para entrar en actividad. Si consideramos que denotan formas positivas de acción, que se liberan con la simple remoción de alguna tendencia "inhibitoria" que las contrarreste, haciéndose patentes, podemos usarlas en vez de la palabra hábito para indicar formas no patentes de este último.

En este caso debemos tener presente que la palabra disposición significa predisposición, aptitud para actuar abiertamente de una manera específica en el momento en que la oportunidad se presente; y dicha oportunidad consiste en la remoción de la presión ejercida por el predominio de algún hábito manifiesto; en tanto que actitud significa una forma especial de predisposición, o sea la disposición que está,

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por así decirlo, a la espera de saltar a través de una puerta abierta. Aun cuando aceptamos haber usado la palabra hábito en un sentido algo más amplio que el acostumbrado, debemos protestar contra la tendencia de la literatura psicológica a limitar su significado al de repetición. Este uso está mucho menos de acuerdo con el popular que la forma más amplia en que la hemos empleado, pues implica desde un principio la identidad del hábito y la rutina. La repetición no es, en ninguna forma, la esencia del hábito; la tendencia a repetir actos es inherente a muchos de ellos pero no a todos. Un hombre que tenga el hábito de dar rienda suelta a la ira puede mostrarlo por medio de una agresión homicida en contra de alguien que lo haya ofendido; pero, no porque este hecho ocurra una sola vez en su vida, deja de deberse al hábito. La esencia del hábito es una predisposición adquirida hacia formas o modos de reacción y no hacia actos en particular, a menos que en condiciones especiales, éstos sean la expresión de una forma de comportamiento. Hábito quiere decir sensibilidad o accesibilidad especial a ciertas clases ele estímulos, de predilecciones y aversiones permanentes; no simple repetición de actos específicos. Significa voluntad. Segunda parte. “El lugar del impulso en la conducta”. III. “La cambiante naturaleza humana”. Págs 106 – 108.

Es curioso que ambas partes apoyen sus argumentos precisamente en el factor que, al ser analizado, debilita sus respectivas conclusiones. Es decir, el reformador radical funda su aseveración en el concepto de que las instituciones pueden efectuar un cambio fácil y rápido en la psicología de los hábitos de las instituciones, al conformar la naturaleza en bruto, en tanto que el conservador basa su réplica en la psicología de los instintos. De hecho, es precisamente la costumbre la que tiene la mayor inercia, la que es menos susceptible de alteración; en tanto que los instintos son más fácilmente modificables por el uso y están más sujetos a la dirección educativa. El conservador que solicita el apoyo científico de la psicología de los instintos, es víctima de una psicología atrasada que derivaba su noción del instinto de una exageración de la constancia y certeza del funcionamiento de los instintos entre los animales inferiores; se deja llevar por el popular concepto zoológico de la forma en que obran en las aves, las abejas y los castores, concepto que, en su mayor parte, se formó para mayor gloria de Dios. Ignora que en los animales los instintos son menos infalibles y definidos de lo que se supone y también que el ser humano difiere de los animales inferiores justo en el hecho de que sus actividades innatas carecen de la compleja organización ya establecida que tienen las capacidades originales de aquellos.

Pero el partidario de una revolución rápida y expedita no llega a comprender la fuerza cabal de aquellas cosas de las que más habla, o sea, de las instituciones como hábitos encarnados. Cualquier persona que tenga conocimiento de la estabilidad y fuerza del hábito dudaría antes de proponer o profetizar cambios sociales rápidos y generales. Una revolución social puede efectuar alteraciones bruscas y profundas en las costumbres externas, en las instituciones jurídicas y políticas, pero los hábitos que están detrás de esas instituciones y que forzosamente han sido conformados por condiciones objetivas, los hábitos de pensar y sentir, no se modifican tan fácilmente. Persisten e insensiblemente absorben las innovaciones externas de manera muy semejante a aquella en que los jueces norteamericanos anulan las enmiendas propuestas a las leyes

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estatutarias, interpretando la legislación a la luz de la ley común. La fuerza de retención en la vida humana es enorme.

El cambio social real nunca es tan grande como el cambio aparente. Las maneras de creer, de esperar, de juzgar y las consecuentes disposiciones emocionales de agrado y desagrado, no se modifican con facilidad una vez que han tomado forma. Las instituciones políticas y legales pueden ser alteradas y aun abolidas, pero el grueso del pensamiento popular que ha sido moldeado por ellas persiste. Por esto las deslumbrantes predicciones de la inmediata llegada del milenio social terminan, de manera tan uniforme, en decepciones, lo que da pie a la constante desconfianza del conservador cínico en los cambios radicales. Los hábitos mentales sobreviven a las modificaciones efectuadas en los hábitos de acción manifiesta. Los primeros son vitales, y los segundos, sin el sustento que les da la existencia de aquellas, serían meras habilidades musculares. En consecuencia, es regla general que los efectos morales, aun los de las grandes revoluciones políticas, después de un corto tiempo de alteraciones externas sostenibles, no se hagan notar sino hasta después de transcurridos algunos años. Para ello se requiere que entre en escena una nueva generación cuyos hábitos mentales hayan sido formados en las nuevas condiciones. Esta es la razón del dicho de que las reformas importantes no pueden alcanzar su efectividad real sino hasta después de la muerte de cierto número de personas influyentes. Cuando a una revolución externa la acompañan cambios morales generales y duraderos, se debe a que previamente habían madurado de manera insensible los hábitos mentales adecuados; el cambio externo simplemente registra la remoción de una barrera superficial exterior puesta al funcionamiento de las tendencias intelectuales existentes Tercera parte. “El lugar de la inteligencia en la investigación”. III. “La naturaleza de la deliberación”. Págs. 178 – 179

Nuestro primer problema es, por tanto, investigar la naturaleza de los juicios ordinarios acerca de lo que es mejor o más acertado; o, hablando en lenguaje común, la naturaleza de la deliberación. Comenzamos con la afirmación sumaria de que la deliberación es como un ensayo teatral (imaginario) de diversas líneas posibles de acción que están en competencia. Principia dicho ensayo con la obstrucción de la acción eficiente y manifiesta, causada por aquel conflicto entre el hábito adquirido y el impulso recién liberado a que hemos hecho referencia. Entonces cada hábito, cada impulso afectado por la suspensión temporal de la acción manifiesta, toma su turno para ser probado. La deliberación es un experimento para averiguar cómo son en realidad las diversas líneas de acción posibles, y también para hacer diversas combinaciones entre elementos seleccionados de los hábitos e impulsos, con objeto de ver cómo sería la acción resultante si se la emprendiera. Pero la prueba se hace en la imaginación, no en el hecho real. Se continúa el experimento con ensayos tentativos mentales que no afectan a las realidades físicas externas al cuerpo. El pensamiento se anticipa y prevé los resultados, evitando con esto tener que esperar la enseñanza del error y del fracaso reales. Un acto ejecutado en la realidad es irrevocable, y sus consecuencias no pueden borrarse; un acto ensayado en la imaginación no es definitivo ni irremediable; es recuperable.

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Cada hábito e impulso en conflicto toma su turno para proyectarse en la pantalla de la imaginación; exhibe como una película cinematográfica su historia futura y el curso que tomaría si se le permitiera actuar. Aun cuando la exhibición patente esté limitada por la presión de tendencias que se contraponen, esta misma inhibición da oportunidad al hábito de manifestarse en el pensamiento. La deliberación estriba precisamente en que la actividad se desintegra y sus diversos elementos se estorban unos a otros; aunque ninguno tiene la fuerza suficiente para convertirse en el centro de la actividad que ha tomado una nueva dirección, cada uno de ellos puede impedir a los demás que ejerzan el dominio. La actividad no cesa para dar paso a la reflexión, sino que, en vez de ejecutarse, se vuelve hacia canales intraorgánicos produciendo algo semejante al ensayo teatral.

Si la actividad fuera exhibida directamente, ocurrirían ciertas cosas, ciertos contactos con el medio ambiente; lograría desarrollarse haciendo a los objetos que la rodean, tanto cosas como personas, participantes en su movimiento progresivo; o, de no hacerlo así, tropezaría con obstáculos y se vería perturbada, posiblemente frustrada. Estas ocasiones de contacto con los objetos y sus cualidades, dan significado y carácter a una actividad que, de otra manera, sería fluida e inconsciente. Sabemos lo que significa ver por medio de los objetos que son vistos. Éstos constituyen la significación de la actividad visual, que sin ellos permanecería en blanco. La actividad "pura" es para la conciencia un mero vacío. Sólo adquiere un contenido o significación en términos estáticos, en los que descansa, o en los obstáculos que frenan y desvían su movimiento progresivo. Como se ha observado, objeto es aquello que objeta.

No hay diferencia, a este respecto, entre un curso visible de conducta y otro propuesto en deliberación. No tenemos conciencia directa de aquello que nos proponemos hacer; sólo podemos juzgar su naturaleza y precisar su significado, siguiéndolo en las diversas situaciones a que conduce, observando los objetos con que se encuentra y viendo la forma en que éstos lo rechazan o inesperadamente lo alientan. En la imaginación, como en la realidad, sólo conocemos un camino gracias a lo que vemos a medida que lo vamos recorriendo. Además, los objetos que marcan el curso de un acto propuesto hasta permitirnos ver su finalidad, sirven también para dirigir la actividad manifiesta. Todo objeto encontrado a medida que el hábito recorre su camino imaginario, tiene un efecto directo sobre las actividades existentes, refuerza, inhibe y da nueva dirección a los hábitos que ya funcionan, o despierta otros que no estaban previamente en actividad. Tanto en el pensamiento como en la acción manifiesta, los objetos experimentados al seguir un curso de acción atraen, repelen, satisfacen, molestan, activan y retardan. Así procede la deliberación; decir que por fin cesó equivale a asegurar que se ha llegado a la elección y a la decisión.

¿Qué es entonces la elección? Simplemente, encontrar en la imaginación un objeto que proporcione el estímulo adecuado para la reanudación de la acción manifiesta. Se hace la elección tan pronto como un hábito o una combinación de elementos de hábitos e impulsos encuentra un camino francamente abierto; en ese momento se libera la energía, la mente se organiza y se unifica. Tercera parte. “El lugar de la inteligencia en la investigación”. IV. “Deliberación y cálculo”. Págs. 193 - 194

La deliberación no es el cálculo de futuros resultados indeterminados. El presente es nuestro, el futuro no, y no habrá sagacidad ni cúmulo de informaciones y

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conocimientos que lo haga nuestro; pero, por medio de una constante vigilancia sobre la tendencia de los actos, de una observación de las disparidades entre juicios anteriores y resultados actuales y de la localización de aquella parte de la disparidad que se debió a insuficiencia o exceso en la disposición, llegamos a conocer el sentido de los actos presentes y a guiarlos de acuerdo con él. Lo moral es desarrollar el discernimiento, la capacidad para juzgar el sentido de lo que estamos haciendo y para usar ese juicio en la orientación de lo que hacemos, no por medio del cultivo directo de algo llamado conciencia, razón o facultad de conocimiento moral, sino fomentando aquellos impulsos y hábitos que por experiencia sabemos que nos hacen sensibles, generosos, imaginativos e imparciales para percibir la tendencia de nuestras incipientes actividades. Todo intento de predecir el futuro está sujeto, en fin de cuentas, a la revisión y aprobación de los impulsos y hábitos concretos presentes. Por lo tanto, lo importante es fomentar aquellos hábitos e impulsos que no llevan a una inspección amplia, justa y armónica de las situaciones. Tercera parte. “El lugar de la inteligencia en la investigación”. VII. “La naturaleza de los principios”. Págs 219 – 221.

A la inteligencia concierne prever el futuro para que la acción pueda tener orden y dirección. Se ocupa también de los principios y criterios de juicio. El ancho y espacioso campo de aplicación ele los hábitos se refleja en el carácter general de los principios. Un principio es a b inteligencia lo que un hábito a la acción directa. Así como los hábitos encausados por carriles fijos dominan la actividad y la desvían de las condiciones reales en vez de aumentar su adaptabilidad, así los principios, considerados como reglas fijas y no como métodos auxiliares, apartan a los hombres de la experiencia. Cuanto más complicada sea una situación y menos sepamos en verdad de ella, con mayor obstinación insistirá el tipo ortodoxo de teoría moral en la existencia previa de algún principio o ley fija y universal que deberá aplicarse y seguirse directamente. Las reglas ya establecidas, de las que se puede disponer en cualquier momento para resolver toda clase de dificultades y dudas morales, han sido el principal objeto de la ambición de los moralistas. En las cuestiones mucho menos complicadas y variables de la salud corporal, se consideran tales pretensiones como charlatanerías; pero en la moral, el anhelo de certidumbre nacido de la timidez y alimentado por el amor al prestigio que da la autoridad, ha hecho nacer la idea de que la ausencia de principios inmutables y universalmente aplicables equivale al caos moral.

De hecho, las situaciones en que el cambio y lo inesperado intervienen, son un desafío a la inteligencia para que formule nuevos principios. La moral, para que pueda considerarse como ciencia, debe estar en continua evolución, no sólo porque la mente humana no ha logrado captar aún toda la verdad, sino porque la vida es un proceso en movimiento en que la antigua verdad moral deja de tener aplicación. Los principios son métodos de investigación y previsión que requieren ser comprobados por los acontecimientos; y el esfuerzo, dignificado por el tiempo, de asimilar la moral a las matemáticas, es sólo una forma de dar apoyo a una antigua autoridad dogmática o de sentar una nueva en el trono de aquella; pero el carácter experimental de los juicios morales no significa que sean completamente inciertos y efímeros. Los principios existen como hipótesis con las cuales experimentar. La historia de la humanidad es larga y hay un enorme registro de experimentación previa sobre la conducta, así como

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una acumulación de pruebas que dan a muchos principios un bien ganado prestigio; desdeñarlas a la ligera es llegar a la cúspide de la insensatez. Pero las situaciones sociales varían, y también sería insensato no observar cómo los viejos principios actúan de hecho en las nuevas condiciones, y no modificarlos de manera que sean instrumentos más eficaces para juzgar casos nuevos. Muchos hombres se dan cuenta ahora del daño causado en cuestiones legales al aceptar la existencia anterior de principios fijos, a los que puede sujetarse todo nuevo caso; reconocen que esta aceptación simplemente da un valor artificial a ideas que se desarrollaron en condiciones pretéritas, y que su perpetuación en el presente produce una falta de equidad. Sin embargo, el dilema no se plantea entre desechar reglas previamente establecidas o apegarse obstinadamente a ellas; la alternativa inteligente es revisarlas, adaptarlas, expandirlas y alternarlas. El problema es de una readaptación continua y vital Cuarta parte. “Conclusión”. I. “El bien de la actividad”. Págs. 256 – 258.

Cuando observamos que la moral se encuentra en donde quiera que intervengan consideraciones sobre lo mejor y lo peor, estamos obligados a notar que la moralidad es un proceso continuo, y no una realización fija. Moral significa desarrollo del sentido de la conducta, significa por lo menos aquella clase de ampliación del sentido que es consecuencia de la observación de las condiciones y resultado de la conducta. Es igual que crecimiento; éste y el desarrollo son el mismo hecho ampliado en la realidad o agrandado en el pensamiento. En el sentido más amplio de la palabra, moral es educación; es aprender el sentido de lo que estamos haciendo y emplearlo en la acción. El bien, la satisfacción, el "fin" del desarrollo de la acción presente, en los matices y alcance de su sentido, es el único bien dentro de nuestro control y, por tanto, el único del que somos responsables. El resto se debe a la suerte, al azar. La tragedia de las nociones morales sobre las que más insisten quienes se siente moralmente incómodos, es la relegación del único bien que puede ocupar totalmente al pensamiento, o sea, el sentido presente de la acción, al lugar de un incidente de un bien remoto, ya se conciba este bien futuro como placer, perfección, salvación o formación de un carácter virtuoso. La actividad "presente" no es una hoja afilada y aguda en el tiempo. El presente es complejo, contiene en sí una multitud de hábitos e impulsos. Es perdurable, es un curso de acción, un proceso que incluye memoria, observación y previsión, una presión hacia adelante, una mirada hacia atrás y una visión hacia el exterior. Es de importancia moral porque señala una transición en la dirección hacia la amplitud y claridad de la acción o hacia la trivialidad y confusión de la misma. El progreso es una reconstrucción presente que aporta plenitud y claridad de sentido; y el retroceso es un presente que se despoja y aleja de la significación, determinación y poder de retención. Quienes sostienen que el progreso sólo puede percibirse y medirse con referencia a una meta remota, confunden primero el sentido con el espacio, y consideran después la posición en el espacio como absoluta, como limitadora del movimiento, no como limitada al mismo y por el mismo. En la mayoría de las situaciones de la vida hay muchos elementos negativos, debidos a conflicto, confusión y oscuridad, y no necesitamos la revelación de alguna perfección suprema para saber si estamos progresando o no en la rectificación presente. Nos apartamos de lo peor no sólo para dirigirnos hacia lo mejor, sino para llegar a él, y estamos seguros de él no por comparación con lo de fuera, sino por lo que tiene de

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innato. Si el progreso no es una reconstrucción presente, no es nada; si no se le puede distinguir por las cualidades inherentes al movimiento de transición, nunca podrá ser juzgado.

Los hombres han edificado un extraño mundo fantástico al suponer que sin el ideal fijo de un bien remoto que los inspire, no tienen nada que los induzca a aliviar las dificultades presentes, ni deseos de liberación de lo que los oprime, ni de aclaración de lo que confunde la acción presente. Un mundo en que sólo pudiéramos ilustrarnos e instruirnos acerca de la dirección en que nos movemos, a través del vago concepto de una perfección inalcanzable, sería totalmente distinto del presente. Bastantes son los males causados hasta hoy por esa noción; es decir, son suficientes para estimularnos a emprender una acción que los remedie, a esforzarnos por convertir la pugna en armonía, la monotonía en variedad y la limitación en ampliación. Esta conversión es un progreso, el único progreso que el hombre puede concebir o alcanzar. Por tanto, toda situación tiene su propia medida y calidad de progreso, y la necesidad de que ésta exista es repetida y constante. Si es mejor viajar que llegar, es porque el viaje es una constante llegada; en tanto que una llegada que impida continuar viajando, es más fácil de alcanzar echándose a dormir o muriendo. Encontramos las señales para orientar nuestra dirección en los recuerdos proyectados de bienes definidos experimentados, no en un vago presentimiento, aunque demos a éste el nombre de perfección o de ideal, y procedamos a manipular su definición con una seca dialéctica lógica. Progreso quiere decir aumento de la significación presente, lo cual supone multiplicaci6n de las distinciones sentidas, así como armonía y unificación. Esta afirmación tal vez pueda generalizarse, aplicándola a la experiencia de la humanidad. Si la historia muestra algún progreso, difícilmente podrá encontrarse en otra parte que no sea en esta complicaci6n y extensión del significado que se halla dentro de la experiencia. Claro está que tal progreso no acarrea inmunidad contra la perplejidad y la molestia, ni las hace cesar. Si quisiéramos transmutar esta generalización en un imperativo categórico, diríamos: "Obra de manera que aumentes el significado de la experiencia presente". Pero, aun entonces, para instruimos acerca de la calidad concreta de dicho significado aumentado, tendríamos que apartamos de la ley y estudiar las necesidades y posibilidades que entran en una situación única y localizada. El imperativo, como todo lo absoluto, es estéril. Mientras los hombres no abandonen la búsqueda de una fórmula general de progreso, no sabrán dónde encontrarlo.

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J. Dewey. “Three Independent Factors in Morals”. The Later Works, Vol. 5: Pgs. 279 – 288.

Hay un hecho que todo pone en evidencia que es parte integral de la acción moral y que no ha recibido la atención que merece en la teoría moral: es el elemento de incertidumbre y de conflicto en cualquier situación que puede llamarse propiamente moral. La actitud convencional ve en esa situación sólo un conflicto de bien y del mal; en tal conflicto, se afirma, no debería existir ninguna incertidumbre. El agente moral conoce lo bueno como bueno y lo malo como malo y opta por uno u otro de acuerdo con el conocimiento que tiene de ella. No me voy a parar a discutir si este punto de vista tradicional se puede sostener en ciertos casos, es suficiente decir que no es correcto en un gran número de casos. Cuanto más consciente el agente es, y más cuidado emplea en el calidad moral de sus actos, más es consciente de la complejidad de este problema de averiguar que es lo bueno. Duda entre los fines, todos los cuales son buenos en alguna medida, entre deberes que le obligan por alguna razón. Sólo después del evento, y a continuación, por casualidad, una de las alternativas parece simplemente bueno o mala moralmente. Y si tomamos el caso de una persona comúnmente considerada inmoral, sabemos que él se preocupa en justificar sus actos, incluso los criminales. No hace ningún esfuerzo, usando el término de los psicoanalistas, para "racionalizarlos".

Como acabo de proponer, este carácter problemático de las situaciones morales, esta incertidumbre previa en la consideración de la cualidad moral de un acto a realizar, no se reconoce en la teoría moral actual. La razón de esto, me parece, es bastante simple. Cualesquiera que sean las diferencias que separan a las teorías morales, todas postulan un solo principio como explicación de la vida moral. Bajo tales condiciones, no es posible tener ni incertidumbre ni conflicto: moralmente hablando, el conflicto sólo es engañoso y aparente. El conflicto se encuentra, en efecto, entre el bien y el mal, la justicia y la injusticia, el deber y el capricho, la virtud y el vicio, y no es una parte inherente de lo bueno, lo obligatorio, y lo virtuoso. Intelectualmente y moralmente, las diferencias se dan por adelantado. Desde tal punto de vista, el conflicto está en la naturaleza de las cosas. Una duda acerca de la elección, una angustia de la voluntad dividida entre el bien y el mal, entre el apetito y un imperativo categórico, entre la disposición para la virtud o el gusto por el vicio. Esta es la conclusión lógica y necesaria si la acción moral tiene una sola fuente, si se varía sólo dentro de una sola categoría. Obviamente, en este caso la única fuerza que puede oponerse a lo moral es lo inmoral.

En el tiempo que tengo disponible no voy a tratar de demostrar que esta idea de la naturaleza del conflicto es una simplificación abstracta y arbitraria que va en contra de toda observación empírica de los hechos. Sólo puedo expresar de manera breve, y de paso, la idea de que el progreso moral y la agudización del carácter depende de la habilidad de distinguir matices para percibir aspectos de bien y del mal que antes no había sido percibidos, de tener en cuenta el hecho de que la duda y la necesidad de elección afectan a cada instante. La decadencia moral va pareja a la pérdida de esa capacidad de distinguir matices, con el adormecimiento y endurecimiento de la capacidad de discriminar. Habiendo presentado este punto sin la obligación de demostrarlo, me contentaré con presentar la hipótesis de que hay al menos tres variables independientes en la acción moral. Cada una de estas variables tiene una base sólida, pero debido a que cada una tiene un origen y una manera de actuar diferente, pueden entrecruzarse y desarrollar fuerzas divergentes en la formación del juicio. Desde este

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punto de vista, la incertidumbre y el conflicto son inherentes a la moral. Es característico de cualquier situación propiamente moral que uno sea ignorante de la finalidad y de las buenas consecuencias, del enfoque de lo correcto y lo justo, de la dirección de la conducta virtuosa, y que uno tiene que buscarlos. La esencia de la situación moral es un conflicto interno e intrínseco. La necesidad del juicio y de la elección proviene del hecho de que uno tiene que administrar fuerzas que no tienen nada en común.

A modo de introducción, veamos lo que está involucrado. Sabemos que hay dos sistemas opuestos de teoría moral: la moralidad de los fines y la moralidad de las leyes. El dominante, el único, y principio monista de la primera, es la de los fines que, en el análisis final, se puede reducir a un solo fin, el bien supremo y universal. La naturaleza de este fin, de este bien, ha sido discutido con frecuencia. Algunos dicen que es la felicidad (eudaemonia), otros el placer, todavía otros la auto-realización. Pero, en todos los aspectos, la idea del Bien, en el sentido de satisfacción y de logro, es central. El concepto de lo correcto, en la medida en que se distingue de lo bueno, es derivado y dependiente, es el medio o la manera de alcanzar el bien. Decir que un acto está en consonancia con lo correcto, lo legítimo u obligatorio, es decir, que su realización conduce a la posesión del bien. De otro modo, no tiene sentido. En la moral de las leyes, este concepto se invierte. En el núcleo de esta moral está la idea de la ley que prescribe lo que es legítimo u obligatorio. Los bienes naturales son la satisfacción de los deseos y el cumplimiento de los propósitos, pero los bienes naturales nada tienen en común excepto, en el nombre, con el bien moral. El bien moral es lo que está de acuerdo con el imperativo jurídico, mientras que lo contrario no es cierto.

Ahora me gustaría sugerir que lo bueno y lo correcto tienen diferentes orígenes, surgen de fuentes independientes, así que ninguno de los dos derivan uno del otro, por lo que el deseo y el deber tienen igualmente bases legítimas, y la fuerza que ejercen en diferentes direcciones es lo que hace que la decisión moral sea un problema real, lo que da al juicio ético y al tacto moral su vitalidad. Quiero hacer hincapié en que no hay presunción moral previa ni uniforme, ni en una dirección ni en la otra, ni ningún principio constante que incline la balanza hacia la ley o lo bueno, sino que la moralidad consiste más bien en la capacidad de juzgar la respectivas demandas del deseo y del deber desde el momento en que se afirman en la experiencia concreta, con la vista puesta en el descubrimiento de un punto medio que se inclina tanto a un lado como al otro sin seguir cualquier regla que pueda ser planteada de antemano.

Esto en cuanto a las consideraciones preliminares. El problema esencial que me propongo discutir es la fuente y el origen en la experiencia concreta de lo que he llamado variables independientes. ¿Qué razones hay para aceptar la existencia de estos tres factores?

En primer lugar, nadie puede negar que los impulsos, apetitos y los deseos son rasgos constantes de la acción humana y tienen un papel importante en la determinación que la conducta tomará. Cuando los impulsos o apetitos operan sin previsión, no se pueden comparar o juzgar valores. La inclinación más fuerte lleva a que uno se mantenga y siga una dirección. Pero cuando uno contempla las consecuencias que se pueden derivar de la realización del deseo, la situación cambia. Los impulsos que no se pueden medir como impulsos se convierten en medibles cuando se consideran sus resultados. Uno puede visualizar sus consecuencias externas y, por lo tanto, compararlos como se podría hacer con dos objetos. Estos actos de juicio, de comparación, de estimación, se repiten y se desarrollan en proporción al aumento de la capacidad de previsión y de reflexión. Juicios que se aplican a tal situación pueden ser examinados a fondo, corregidos, mejorados por los juicios heredados de otras

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situaciones. Los resultados de las estimaciones y acciones previas están disponibles como material de trabajo. En el curso del tiempo dos conceptos morales se han formado. Uno de ellos es la Razón como una función que modera y dirige los impulsos teniendo en cuenta las consecuencias que conllevan.

La "Razón", así concebida, no es nada sino una facultad de previsión y de comparación, pero tal facultad que ha sido elevada a un orden superior de dignidad y que se la ha elogiado por la virtud de lo que lleva a cabo, o el orden y el sistema que introduce en los actos que constituyen la conducta. El otro concepto que vemos surgir de la experiencia moral es el de los fines que forman un sistema unido y coherente y la fusión en un fin generalizado y global. Tan pronto como la previsión se utiliza para mostrar las consecuencias objetivas, la idea de un fin aparece por sí misma. Las consecuencias son el límite natural, el fin de la acción prevista. Pero es significativo que desde el momento en que los actos particulares del juicio empiezan a organizarse en la función general moral llamada razón, se establece una clasificación de fines, las estimaciones encontradas correctas sobre uno se aplican en teoría a los demás. Nuestros primeros antepasados pronto se preocuparon con objetivos tales como la salud, la riqueza, el coraje en la batalla, el éxito con el otro sexo. Un segundo nivel se alcanzó cuando los hombres más reflexivos que sus compañeros se atrevieron a tratar a aquellos diferentes fines como elementos de un plan de vida organizado, clasificándolos en una jerarquía de valores de los menos a los más globales y así se formó la idea de un único fin, o en otras palabras, de un bien al que todos los actos razonables llevan.

Cuando este proceso se completó, un modelo de teoría moral se había establecido. Para tener una visión amplia de la historia de pensamiento, se podría decir fueron los pensadores griegos quienes dieron forma a esta fase particular de la experiencia, y dejaron como su contribución permanente a la teoría de la moral el concepto de fines como el cumplimiento, la perfección, y por lo tanto el bien, de la vida humana, la concepción de una organización jerárquica de los fines y una íntima relación entre esta organización y la Razón. Más aún, la filosofía reinante en Grecia considera el universo como un cosmos en el que todos los procesos naturales tendían a desarrollarse en las formas racionales o ideales, por lo que este punto de vista de la conducta humana no era sino una extensión de la idea del universo en que vivimos. La ley se concibió simplemente como expresión de la razón, no de la voluntad o de un mandato, no siendo, de hecho, sino el orden de los cambios involucrados en la realización de un fin.

Yo no dudo de que lo que heredamos de la teoría moral griega establece una fase de la experiencia real de la conducta humana…

Probablemente sólo en tal medio social podría la ley y la obligación ser identificadas sin el ejercicio de meras habilidades dialécticas, con una adaptación racional de los medios a los fines. Más aún el fracaso de los griegos para alcanzar el éxito en la administración política práctica, su sectarismo irreparable y su inestabilidad, se pensó que fue la causa del descrédito de la noción de que la mirada sobre los fines y el cálculo de los medios proporcionan una base sólida y segura para las relaciones sociales. En todo caso, nos encontramos con que entre los romanos, el instinto de orden social, un gobierno estable y estable la administración llevó al final a otra muy distinta concepción de la razón y la ley. La razón se convirtió en una especie de fuerza cósmica que mantenía las cosas juntas, obligándolas a que se adecuaran entre sí y trabajaran juntas, y la ley fuera la manifestación de esta fuerza que obligaba al orden. Obligaciones, derechos, relaciones, no de los medios a los fines, sino de adaptación mutua, la idoneidad de reciprocidad y armonía, se convirtió en el centro de la teoría moral.

Ahora bien, esta teoría también se corresponde con un hecho en la experiencia

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normal. Los hombres que viven juntos, inevitablemente, se hacen demandas unos a otros. Cada uno intenta, sin embargo, inconscientemente, por el mero hecho de vivir y de actuar, doblegar a los otros para sus propósitos, hacer uso de los demás como medio de cooperación en su propio plan de vida. No hay persona normal que no insista en la práctica en algún tipo de conducta por parte de los demás. Los padres, los gobernantes, están en mejor posición que los demás para acciones de acuerdo con sus demandas, para asegurar la obediencia y la conformidad, pero aún niños de corta edad en su capacidad para hacer demandas, crean ciertas expectativas de sí mismos sobre el comportamiento de los demás. Desde el punto de vista de uno que hace demandas sobre los otros, la demanda es normal puesto que no es más que una parte del proceso de ejecución de su propio propósito. Desde el punto de vista de aquel sobre el que la demanda se hace, parecerá arbitraria, excepto si ocurre que coincide con un interés propio. Pero él también tiene que hacer demandas sobre los otros y finalmente, se desarrolla un determinado conjunto o sistema de demandas, más o menos recíproca, de acuerdo con las condiciones sociales que son generalmente aceptada -es decir, que no encuentra oposición. Desde el punto de vista de aquellos cuyas demandas son reconocidos, estas demandas son los derechos, desde el punto de vista de los que las padecen son deberes. Todo el sistema establecido en lo que se reconoce sin protesta manifiestas constituye el principio de autoridad, Jus, Recht, Droit, que es el habitual- esto quiere decir que lo que está socialmente autorizado es el esfuerzo y la respuesta a las demandas de los otros.

Ahora me parece casi evidente que en sus raíces, y modo natural, este ejercicio de demanda sobre el comportamiento de los otros demás es una variable independiente con respecto al principio de fines y bienes teleológicos racionales. Es un hecho que las personas particulares hacen exigencias sobre los otros para la satisfacción de los deseos propios. Pero este hecho no hace que la reclamación sea correcta, no le da ninguna autoridad moral, en y por sí ella misma expresa poder más que derecho. Para ser correcto, debe ser una reclamación reconocida, no teniendo el mero poder del reclamante detrás de él, sino el asentimiento emocional e intelectual de la comunidad. Ahora, por supuesto, a esto se le puede dar un giro de manera que el bien es el principio dominante, lo correcto un medio hacia él, sólo que ahora no es el fin de un individuo lo que se pretende, sino el bienestar de la comunidad como tal. Este giro oculta el hecho de que "bien" y "fin" han adquirido un significado nuevo e inherentemente diferente; los términos no significan que satisfagan a un individuo, sino que reconoce que es importante y válido desde el punto de vista de algún grupo social al que pertenece. Lo que es correcto le viene a la persona como una demanda, una exigencia, a la que se debe someter. En tanto que el reconoce que la reclamación posee autoridad, y no expresa una simple fuerza externa a la que es conveniente someterse, es "bueno" en el sentido de estar en lo correcto, -lo que es un truismo. Pero no es un bien como lo son las cosas a las que naturalmente tienden los deseos. De hecho, en un primer momento se presenta como una frustración de un deseo natural y no se percibe como una demanda que debe ser reconocida. Con el tiempo, el tema en cuestión puede, a través del habito, convertirse en un objeto de deseo. Pero cuando esto sucede, pierde su cualidad de ser correcto y tener autoridad, y se convierte en simplemente un bien.

Todo lo que estoy afirmando es simplemente esto. Hay una diferencia intrínseca, tanto en origen y modo de operación, entre los objetos que se presentan como satisfactorios para el deseo y, por lo tanto, como buenos, y objetos que vienen a uno presentando demandas sobre la conducta que deben ser reconocidas. Ninguna puede ser reducida a la otra.

Empíricamente, hay una tercera variable independiente en la moral. Las personas alaban y culpan la conducta de los demás, aprueban y no lo desaprueban,

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alientan y condenan, premian y castigan. Tales respuestas se producen después de la otra persona que haya actuado o, en la anticipación de un determinado modo de conducta por su parte. Westermarck ha afirmado que el resentimiento empático es la raíz principal de la moral de todo el mundo. Aunque dudo, por las razones ya indicadas, que sea la única raíz, no puede haber ninguna duda de que tales resentimientos, junto con la aprobación correspondiente, son fenómenos empíricos espontáneos e influyentes de la conducta. Los actos y disposiciones generalmente aprobados forman las virtudes originales; los condenados, los vicios originales.

La alabanza y la culpa son manifestaciones espontáneas de la naturaleza humana cuando se confrontan con los actos de los demás. Son especialmente notorios cuando el acto en cuestión encierra tal peligro para el que lo está realizando como para ser heroico o infame cuando va en contra de las costumbres de la comunidad. Sin embargo, la alabanza y la culpa son tan espontáneas, tan natural y, como decimos, "instintiva" que no depende ni de consideraciones de los objetos que serán satisfechos cuando sean conseguidos ni de realizar ciertas exigencias a los demás. A ellos les falta el carácter racional y calculado de los fines, y la característica de inmediata presión social de la correcto. Funcionan como las imputaciones reflejas de la virtud y viceversa -con las recompensas y las sanciones que se acompañan- como sanciones de lo correcto, y como un individuo llega a premiar la actitud de aprobación de los otros como consideraciones que deben tenerse en cuenta al deliberar sobre el final, en algún caso especial. Pero como categoría, como principios, lo virtuoso difiere radicalmente de lo bueno y lo correcto. Los bienes, repito, tienen que ver con la deliberación sobre deseos y propósitos; lo correcto y obligatorio con demandas que están socialmente autorizadas y respaldadas; las virtudes con la generalizada aprobación.

Nadie puede seguir el desarrollo general de la teoría moral inglesa sin ver que está tan influenciada por la existencia de las aprobaciones y desaprobaciones como la teoría griega lo fue por la existencia de propósitos generalizados y Roma por el ejercicio de la autoridad social. Muchas de las peculiaridades de la teoría inglesa empiezan a ser explicables sólo cuando se ve que este problema es el que realmente importa incluso cuando el escritor parece estar discutiendo alguna otra cuestión. Consideremos por ejemplo el papel desempeñado por la idea de simpatía: la tendencia a considerar la benevolencia como la fuente de todo bien y obligación –porque eso es lo que es aprobado (como la simpatía es el órgano de aprobación), la ilógica combinación en el utilitarismo británico del placer como el fin o bien, y la tendencia a buscar la felicidad general como aquello para que sea aprobado. El elemento destacado en la teoría moral inglesa por tales concepciones apunta, sin duda, a una gran propensión a considerar en la sociedad inglesa las reacciones de los particulares a la propia conducta como distinta de la tendencia a racionalizar la conducta a través de la consideración de propósitos, y a dar gran importancia al sistema público de demandas reconocidas que forman la ley.

Al llamar a estas tres variables elementos independientes, no quiero afirmar que no estén entrelazadas en todas las situaciones morales reales. Más bien lo contrario es el caso. Problemas morales existen porque tenemos que adaptar unos a otros lo mejor que podamos elementos que tienen distinta procedencia. Si cada principio fuera separado y supremo, no veo cómo las dificultades morales y las incertidumbres podrían surgir. Lo bueno estaría fuertemente en oposición a lo malo, lo correcto a lo equivocado, lo virtuoso a lo vicioso. Esto es, debemos fuertemente discriminar entre lo que satisface el deseo de aquello que lo frustra -podríamos cometer un error de juicio en determinado casos, pero eso no afectaría a la distinción de categorías. Así debemos distinguir lo que se exige y está permitido, lo lícito, de lo que está prohibido, lo ilícito; lo que se aprueba y se promueve de lo que está mal visto y penalizado.

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En realidad, sin embargo, las diferentes líneas de distinción atraviesan unas a otras. Lo que es bueno desde el punto de vista del deseo está equivocado desde el punto de vista de las demandas sociales, lo que es malo desde el primer punto de vista puede ser de todo corazón aprobado por la opinión pública. Cada conflicto es singular y agudo, y hay que encontrar algún camino para reconciliar los factores opuestos o, de nuevo, lo que está prohibido oficial y legalmente sin embargo está socialmente permitido o incluso se fomenta. El testimonio de la prohibición de bebidas alcohólicas en mi propio país, o bien, o en una escala más amplia, las dificultades a las que se enfrentan los niños debido a la disparidad entre lo que está públicamente mandado y lo que está privadamente permitido, o incluso es en la práctica alabado como evidencia de la astucia o como demostrando una ambición digna de elogio. Así, el esquema de bienes racionales y de los deberes reconocidos de manera publica y oficial en los países anglosajones se encuentra en marcado contraste con todo el esquema de las virtudes impuestas por la estructura económica de la sociedad -un hecho que explica, en cierta medida, nuestra reputación de hipocresía.

A la vista del papel desempeñado por el conflicto real de fuerzas en las situaciones morales y la genuina incertidumbre real que se traduce en cuanto a lo que se debe hacer, me inclino a pensar que una de las causas de la ineficacia de las filosofías morales ha sido que en su celo por una visión unitaria han simplificado la vida moral. El resultado es una brecha entre las realidades tangibles de la práctica y las formas abstractas de la teoría. Una filosofía moral que debe francamente reconocer la imposibilidad de reducir todos los elementos de situaciones morales a un único principio conmensurable, que debe reconocer que cada ser humano tiene que hacer el mejor ajuste que puede entre fuerzas que son realmente dispares, arrojaría luz sobre los actuales dificultades de la conducta y ayudaría a los individuos a una más justa estimación de la fuerza de cada factor en competencia. Todo lo que se perdería sería la idea de que teóricamente existe de antemano en la teoría una única solución correcta para todas las dificultades con las que todos y cada uno de los individuos se enfrentan. Personalmente creo que la eliminación de esta idea sería una ganancia en lugar de una pérdida. Llevar la atención lejos de las rígidas reglas y normas conduciría a los hombres a atender más completamente los elementos concretos que se introducen en las situaciones en las que tienen que actuar.

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Dewey, J. La busca de la certeza. FCE. 1952. Cap X. “La construcción del bien”. Págs. 226 - 231

Se produjo la revolución científica cuando se consideró como problemático el material de la experiencia directa y no controlada, material que había de ser transformado, en virtud de operaciones reflexivas, en objetos conocidos. Se encontró que el contraste entre la experiencia y los objetos conocidos no era sino temporal, a saber, la diferencia que existe entre los objetos empíricos dados con anterioridad a los actos de variación y redisposición experimental y los objetos que vienen después de estos actos como su resultado. Se desacreditó la idea de un acto, sea sensible o intelectual, que suministra un criterio válido para el pensamiento gracias al conocimiento inmediato. Lo importante eran las consecuencias de las operaciones. En forma paralela, se impone casi la conclusión de que no es posible sustraerse a los defectos del absolutismo trascendental estableciendo como valores los goces que ocurren de cualquier manera, sino definiendo el valor por los goces que son las consecuencias de una acción inteligente. Sin la intervención del pensamiento, los goces no son valores, sino bienes problemáticos, convirtiéndose en valores cuando los reedita, en una forma distinta, la conducta inteligente. La dificultad fundamental de la teoría empírica corriente sobre los valores es que no hace más que formular y justificar el hábito social prevalente que considera los goces, tal como son experimentados realmente, como valores en sí y por sí. Coloca completamente al margen la cuestión de la regulación de estos goces. Este punto implica nada menos que el problema de la reconstrucción dirigida de las instituciones económicas, políticas y religiosas.

La idea de que volviendo la espalda a las cualidades de las cosas inmediatamente percibidas seríamos capaces de formar conceptos válidos de los objetos y que tales conceptos se podrían emplear para obtener una experiencia más segura y más significativa de los mismos, ofrece cierto aspecto paradójico. Pero este método desemboca en descubrir las conexiones o interacciones de que dependen los objetos percibidos, considerados como acaeceres. La analogía formal sugiere que consideremos nuestras experiencias directas y originales de las cosas que nos gustan y de que disfrutamos, únicamente como posibilidades de valores a lograr; que el goce se convierte en un valor cuando descubrimos las relaciones de que depende su presencia. Semejante definición causal y operacional nos proporciona únicamente el concepto de un valor, no un valor. Pero la utilización del concepto en la acción desemboca en un objeto que posee un valor seguro y significativo.

Podemos dar un contenido concreto al enunciado formal, señalando la diferencia existente entre lo gozado y lo gozable, lo deseado y lo deseable, lo satisfaciente y lo satisfactorio. Decir que se goza de algo es enunciar un hecho, algo ya existente; pero no equivale a juzgar el valor de tal hecho. No existe diferencia entre una proposición semejante Y otra que dice que algo es dulce o amargo, rojo o negro. Se trata de una proposición verdadera o falsa, y ahí queda todo. Pero calificar un objeto de valor significa afirmar que satisface o cumple con ciertas condiciones. La función y el rango propio de algo que cumple con condiciones es diferente de la mera existencia. El hecho de que algo es deseado plantea la cuestión de su deseabilidad, pero no la resuelve. Sólo un niño, con la inmadurez que le corresponde, piensa que arregla la cuestión de la deseabilidad proclamando reiteradamente: ¡Lo quiero, lo quiero, lo quiero! Lo que se objeta a la teoría empírica corriente acerca del valor no es el hecho de ponerlo en relación con el deseo y goce, sino el que no distinga entre tipos de goce radicalmente diferentes. Existen muchas expresiones comunes en las que podemos reconocer

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claramente la diferencia entre dos tipos muy distintos. Veamos, por ejemplo, la diferencia entre las ideas de "algo que satisface" y "algo satisfactorio". Decir que algo satisface es atribuirle una finalidad aislada. Decir que es satisfactorio equivale a definirlo en sus conexiones e interacciones. El hecho de que plazca o que nos sea inmediatamente congenial, plantea un problema al juicio. ¿Cómo ponderaremos la satisfacción? ¿Es un valor o no lo es? ¿Es algo que debe ser deseado y buscado, algo que debe ser gozado? No sólo los moralistas adustos, sino la experiencia de todos los días nos informa que encontrar satisfacción en una cosa puede ser muy bien una advertencia para que tengamos precaución con sus posibles consecuencias. Declarar que algo es satisfactorio equivale a afirmar que cumple con condiciones especificables. En efecto, equivale a un juicio acerca de que la cosa marcha. Implica una predicción; se contempla un futuro en el que la cosa continuará siendo útil; la cosa marcha. Afirma una consecuencia que la cosa establecerá activamente. El que satisfaga es contenido de una proposición de hecho. El ser satisfactoria es un juicio, una ponderación. Denota una actitud a tomar, la actitud de empeñarse en perpetuarla y asegurarla.

Vale la pena recordar otros casos de esa distinción que el lenguaje nos ofrece. Podemos acumular ejemplos que, si no añaden nada a la fuerza de la distinción, ayudan por lo menos a que nos demos cuenta de su carácter fundamental. Notado y notable, digno de nota; admirado y admirable; agradable y bello; amado y amable; condenado y condenable, digno de condenación; honrado y honorable; aprobado y aprobable, digno de aprobación, etc. Señalan la diferencia entre la mera información sobre un hecho ya existente y el juicio sobre la importancia y la necesidad de provocar un hecho; o, si el hecho existe ya, de mantenerlo en existencia. Este último es un juicio genuinamente práctico y señala el único tipo de juicio que tiene que ver con la dirección de la acción. No tiene importancia mayor que reservemos (como yo lo hago) o no el término "valor" para este tipo de juicio; lo que importa es que se reconozca la distinción como clave para comprender la relación que guardan los valores con la dirección de la conducta…

La palabra "gusto" acaso se halla vinculada a la idea de apreciación arbitraria para que pueda expresar la naturaleza de los juicios de valor. Pero si empleamos esa palabra en el sentido de una apreciación a la vez culta y activa, podríamos decir que la "formación del gusto" es lo que más importa cuando se trata de valores, sean intelectuales, estéticos o morales. Esos juicios relativamente inmediatos que solemos calificar de "tacto" o a los que damos el nombre de "intuición", no suelen preceder a la investigación reflexiva, sino que son los productos cuajados de mucha experiencia inteligente. La pericia en el gusto es, a la vez, resultado y recompensa del ejercicio constante del pensamiento. En lugar de atenernos al dicho de que sobre gustos no cabe discutir, tenemos que afirmar que éstos son la única cosa por la que vale la pena discutir, si entendemos por "discusión" el examen que implica investigación reflexiva. El "gusto", tomada la palabra en su mejor sentido, es el resultado de una experiencia que, en forma cumulativa, nos lleva a poder apreciar inteligentemente el valor real de nuestros gustos y goces. Nada revela mejor a una persona que las cosas que juzga deseables y disfrutables. Semejantes juicios representan la única alternativa a la dominación de la creencia por el impulso, el azar, el hábito ciego y el egoísmo. La tarea suprema que al hombre le plantean los incidentes de la experiencia no es otra que la formación de un buen juicio o gusto cultivado y efectivamente operante respecto a lo estéticamente admirable, intelectualmente aceptable y moralmente aprobable.

Las proposiciones acerca de lo que nos gusta o nos ha gustado no tienen sino un valor instrumental para llegar a juicios de valor en la medida en que se piensa en las condiciones y consecuencias de la cosa que nos gusta. En sí mismas, esas proposiciones no pretenden nada; no plantean exigencias acerca de actitudes y actos ulteriores; no se

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presentan con autoridad para dirigir. Si a uno le gusta una cosa, es que le gusta; he aquí un punto sobre el que no cabe discutir, aunque no sea tan fácil como se cree generalmente enunciar con precisión qué es lo que a uno le gusta. Por otra parte, un juicio acerca de lo que debe ser deseado y gozado se proyecta sobre la acción futura; posee una cualidad de jure y no sólo de facto. Es asunto de trivial experiencia que los gustos y los goces son de todo género y que muchos de ellos son tales que el juicio reflexivo los condena. Por vía de autojustificación y "racionalización", un goce crea la tendencia a afirmar que la cosa gozada es un valor. Esta afirmación de validez añade autoridad al hecho. Se decide que el objeto tiene derecho a existir y así se pretende que la acción fomente su existencia.

Podemos prolongar todavía la analogía entre la situación de la teoría de los valores y la de la teoría de las ideas de los objetos naturales antes de que surgiera la investigación experimental. La teoría sensualista acerca del origen y la prueba de nuestras ideas suscitó como réplica la teoría trascendental de las ideas a priori. Porque ni de lejos podía explicar la conexión objetiva, el orden y la regularidad de los objetos de la experiencia. De igual modo, no importa qué teoría que identifique el mero hecho de que algo nos guste con el valor de su objeto, está muy lejos de poder dirigir la conducta y, como hay necesidad de dirección, automáticamente surge la afirmación de que en el Ser se dan eternamente valores que constituyen los criterios de todos los juicios y los fines obligados de todas las acciones. Si prescindimos del pensamiento operacional, nos veremos oscilantes entre una teoría que, para salvar la objetividad de los juicios de valor, los aísla de la experiencia y de la naturaleza, y una teoría que, para salvar su significado concreto y humano, los reduce a meras enunciaciones de nuestros propios sentimientos.

Ni siquiera los partidarios más acérrimos de la idea de que los goces y los valores son hechos equivalentes se atreverían a afirmar que, en razón de que una vez nos ha gustado algo, tiene que seguir gustándonos; no tienen más remedio que introducir la idea de que algunos gustos deben ser cultivados. Lógicamente, no hay razón para introducir tal idea; el gusto es gusto, y un gusto es tan bueno como cualquier otro. Si los goces son valores, el juicio de valor no puede regular la forma que adopta el gusto; no puede regular sus propias condiciones. El deseo y los fines y, por lo tanto, la acción, quedan sin guía alguna, siendo así que la cuestión de regular su formación constituye el problema supremo de la vida práctica. En resumen: los valores pueden estar intrínsecamente relacionados con los gustos y, sin embargo, no con cualquier gusto, sino con aquellos que el juicio ha aprobado después de examinar la relación de que depende el objeto que gusta. Un gustar casual es aquél que ocurre sin conocimiento de cómo ocurre ni a qué efectos. La diferencia existente entre un gusto así y otro que se busca después de juzgar que vale la pena tenerlo y empeñarse por él es, precisamente, la diferencia que existe entre goces que son accidentales y goces que poseen un valor y, por lo mismo, pretensiones legítimas sobre nuestra actitud y conducta.

De todos modos, la teoría racionalista contraria tampoco ofrece la guía que se busca cuando se apela a normas eternas e inmutables. El científico que trata de determinar la verdad probable de alguna teoría propuesta no encuentra ayuda alguna comparándola con un criterio de verdad absoluta y de ser inmutable. Tiene que apoyarse en operaciones definidas ejecutadas en condiciones definidas, esto es, tiene que apoyarse en el método. Resulta difícil imaginarse un arquitecto que trate de ayudarse en la construcción de un edificio basándose en un ideal, aunque comprendemos muy bien que se fabrique un ideal a base del conocimiento de las condiciones y necesidades reales. Tampoco el ideal de la belleza perfecta del Ser antecedente le proporciona dirección alguna al pintor en la creación de una determinada obra de arte. En moral la

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perfección absoluta no parece otra cosa que una hipóstasis generalizada del reconocimiento de que hay que buscar un bien, de que hay que cumplir con una obligación, cosas ambas muy concretas. Tampoco a este respecto el defecto es meramente negativo. Estoy seguro de que un examen de la historia revelaría que estos esquemas de valor generales y remotos revisten realmente un contenido lo bastante definido y próximo a las situaciones concretas como para ofrecer una guía para la acción por el solo hecho de consagrar alguna institución o algún dogma ya incorporados a la vida social. Se logra la concreción, pero es a costa de sustraer a la investigación algún criterio aceptado que quizá es ya anticuado y digno de crítica.

Cuando las teorías acerca de los valores no ofrecen el apoyo intelectual necesario para elaborar ideas y creencias sobre valores que sean adecuados para dirigir la acción, el hueco tiene que ser llenado por otros medios. Cuando falta el método inteligente no suelen faltar los prejuicios, la presión de las circunstancias, el interés personal y los intereses de clase, las costumbres tradicionales, las instituciones de origen histórico accidental, cosas todas que tienden a ocupar el lugar de la inteligencia. Volvemos, pues, a nuestra proposición principal: los juicios sobre valores son juicios acerca de las condiciones y los resultados de los objetos experimentados, juicios acerca de lo que ha de regular la formación de nuestros deseos, sentimientos y goces. Porque lo decisivo en su formación determinará el curso principal de nuestra conducta personal y social.

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Dewey. "Democracia creativa" en Liberalismo y acción social y otros ensayos. Ed. Alfons el Magnanim. - Págs 201 y ssgs.

Si hago hincapié en que dicho cometido (recrear la democracia) sólo puede

cumplirse con invención y creatividad, es en parte porque la intensidad de la crisis actual se debe en gran medida al hecho de que durante mucho tiempo hemos actuado como si nuestra democracia fuera algo que se perpetuara automáticamente; como si nuestros antecesores hubieran logrado montar una máquina que resolviera el problema del movimiento perpetuo en la política. Actuamos como si la democracia fuera algo que tuvo principalmente lugar entre Washington y Albany -o cualquier otra capital de estado- gracias al empuje de lo que ocurría cuando hombres y mujeres iban a votar una vez al año -manera ésta un tanto extrema de decir que nos hemos habituado a concebir la democracia como una especie de mecanismo político que funciona siempre y cuando los ciudadanos sean razonablemente leales en el cumplimiento de sus obligaciones políticas.

En los últimos años venimos oyendo con insistente frecuencia que ello no basta, que

la democracia es una forma de vida. Pero no estoy seguro de que esta nueva y mejorada formulación no retenga algo de la exterioridad de la vieja idea. Sea como fuere, sólo podemos evitar este modo externo de pensar si somos conscientes de que la democracia es una forma personal de vida individual, que significa la posesión y el continuo uso de ciertas actitudes que forjan el carácter y determinan los deseos y los propósitos en todas las relaciones de vida. En lugar de pensar que nuestros propios hábitos y disposiciones se acomodan a ciertas instituciones, hemos de aprender a concebir estas últimas a modo de expresiones, proyecciones y extensiones de actitudes personales por lo general preponderantes.

La democracia como forma de vida personal, individual, no supone nada

fundamentalmente nuevo. Pero su aplicación confiere un nuevo significado práctico a las antiguas ideas. Su puesta en práctica significa que la democracia sólo puede enfrentarse a los poderosos enemigos que hoy la acechan creando nuevas actitudes personales en los seres humanos individualmente considerados. Significa también que debemos dejar de pensar que puede defenderse con medios de naturaleza externa, sean militares o civiles, si estos medios son ajenos a esas actitudes individuales, profunda-mente asentadas, que constituyen el carácter personal.

La democracia es un modo de vida orientada por una fe práctica en las posibilidades

de la naturaleza humana. La creencia en el hombre común es uno de los puntos familiares del credo democrático. Esta creencia carece de fundamento y de sentido salvo cuando significa una fe en las posibilidades de la naturaleza humana tal como ésta se revela en cualquier ser humano, no importa cuál sea su raza, color, sexo, nacimiento u origen familiar, ni su riqueza material o cultural. Esta fe puede promulgarse en estatutos, pero quedará sólo sobre el papel a menos que se refuerce en las actitudes que los seres humanos revelan en sus mutuas relaciones, en todos los acontecimientos de la vida cotidiana. Denunciar al nazismo por su intolerancia, su crueldad y su incitación al odio no es más que propagar una doble moral, si en nuestras relaciones personales, en

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nuestro obrar y conversar cotidianos, actuamos movidos por prejuicios raciales u otros prejuicios de clase, si no abrazamos una creencia generosa en las potencialidades de los demás en cuanto seres humanos. Esta creencia implica la necesidad de crear las condiciones que posibiliten el pleno desarrollo de estas capacidades. Abrazar la fe democrática significa creer que todo ser humano, independientemente de la cantidad o del nivel de sus dotes personales, tiene derecho a gozar de las mismas oportunidades que cualquier otra persona para desarrollar cualesquiera aptitudes que posea. La creencia democrática en el principio de iniciativa revela generosidad. Es universal. Es la creencia en la capacidad de todas las personas para dirigir su propia vida, libre de toda coerción e imposición por parte de los demás, siempre que se den las debidas condiciones. (…)

Cuando pienso en las condiciones bajo las que hoy viven los hombre y mujeres en muchos países extranjeros, bajo el terror del espionaje, corriendo peligro por reunirse para conversar en privado con sus amigos, me inclino a creer que la base y la garantía última de la democracia se halla en las reuniones de vecinos en las esquinas de las calles, discutiendo y rediscutiendo las noticias del día leídas en publicaciones sin censura, y en las reuniones de amigos en los salones de sus casas, conversando lubremente. La intolerancia, los abusos, las nombres apuntados en listas negras por diferencias de opinión en temas religiosos, políticos o económicos, y también por diferencias de raza, color, riqueza o nivel cultural, son una traición al modo de vida democrático. Pues todo aquello que obstaculiza la libertad y la plena comunicación levanta barreras que separan a los seres humanos en grupos y camarillas, en facciones y clanes antagónicos, con lo cual trunca el modo de vida democrático. Las garantías puramente legales de las libertades civiles, la libertad de credo, expresión y reunión son un pobre aval si en la vida cotidiana la libertad de comunicación, el intercambio de ideas, hechos y experiencias, se anula con la sospecha mutua, los ultrajes, el miedo y el odio. Todo ello quiebra las condiciones básicas del modo de vida democrático con mayor efectividad incluso que la coerción abierta, la cual sólo es operativa cuando logra alimentar el odio, la sospecha y la intolerancia en el espíritu de seres humanos. Valga como ejemplo lo que ocurre en los estados totalitarios.

Finalmente, dadas las dos condiciones ya mentadas, la democracia como modo de

vida está orientada por la fe personal en el trabajo día a día con las demás personas. La democracia es la creencia de que incluso cuando las necesidades, los fines o las conse-cuencias difieren en cada individuo, el hábito de la cooperación amistosa —hábito que no excluye la rivalidad y la competencia, como en el deporte— es de por sí una valiosa contribución a la vida. En la medida de lo posible, extraer cualquier conflicto que surja —y han de seguir surgiendo conflictos— fuera de un contexto de fuerza y de resolución por medios violentos, para situarlo en el de la discusión y la inteligencia es tratar a quienes discrepan con nosotros —por muy grave que sea la discrepancia— como perso-nas de quienes podemos aprender y, en este sentido, como amigos. La auténtica fe democrática en la paz es aquella que confía en la posibilidad de dirimir las disputas, las controversias y los conflictos como empresas cooperativas en las que cada una de las partes aprenden dando a la otra la posibilidad de expresarse, en lugar de considerarla como un enemigo a derrotar y suprimir por la fuerza, supresión ésta que no es menos es violenta cuando se logra por medios psicológicos como la ridiculización, el abuso, la intimidación, que cuando es consecuencia del ingreso en la cárcel o en campos de concentración. La libre expresión de las diferencias no es sólo un derecho de los demás, sino un modo de enriquecer nuestra propia experiencia. Cooperar, dejando que las

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diferencias puedan cobrar libre expresión, es algo inherente al modo de vida democrático.

Ante la acusación de que cuanto he dicho no es más que un conjunto de tópicos morales, sólo puedo responder que esa es precisamente la intención de mis afirmaciones. Pues desprendernos del hábito de concebir la democracia como algo institucional y externo, adquiriendo el hábito de tratarla como un modo de vida personal, es tomar conciencia de que la democracia es un ideal moral que, en la medida en que pasa a ser un hecho, es un hecho moral. La democracia sólo tiene realidad por cuanto forma parte de la vida diaria.

Mis años de madurez han estado consagrados a la filosofía, por lo que ruego disculpen que, para terminar, describa la fe democrática en los términos formales de una posición filosófica. Formulada en tales términos, la democracia es la creencia en la capacidad de la naturaleza humana para generar objetivos y métodos que acrecienten y enriquezcan el curso de la experiencia. Las restantes formas de fe moral y social nacen de la idea de que la experiencia debe estar sujeta en un punto u otro a cierta forma de control externo, a alguna "autoridad" que supuestamente existe fuera de los procesos de la experiencia. El demócrata cree que el proceso de la experiencia es más importante que cualquier resultado particular, de manera que los resultados concretos tienen verdadero valor si se emplean para enriquecer y ordenar el proceso en curso. Ya que el proceso de la experiencia puede ser un agente educativo, la fe en la democracia y la fe en la experiencia y la educación son una y la misma cosa. Cuando los fines y los valores se separan del proceso en curso, se convierten en hipóstasis, en fijaciones que paralizan los logros obtenidos, impidiendo que reviertan sobre ese curso, abriendo el camino y señalando la dirección de nuevas y mejores experiencias.

En este contexto, la experiencia significa la libre interacción de los seres humanos con el entorno y sus condiciones -en particular, con el entorno humano. Tal interacción transforma las necesidades y satisface los deseos por medio del aumento del conocimiento de las cosas. El conocimiento de las condiciones reales es la única base sólida para la comunicación y la participación; toda comunicación que no esté basada en dicho conocimiento implica el sometimiento a otras personas o a las opiniones personales de otros. La necesidad y el deseo -de donde nace el fin y la dirección de la energía- van más allá de lo que existe, y por tanto del conocimiento, de la ciencia. Abren continuamente el camino hacia un futuro inexplorado e inalcanzado. Frente a otros modos de vida, la democracia es el único inspirado y sostenido por la firme creencia en el proceso de la experiencia en cuanto fin y en cuanto medio, en la experiencia que puede generar ciencia, única autoridad fehaciente para la dirección de ulteriores experiencias, y que libera emociones y deseos hasta traer al ser cosas que no existieron en el pasado. Porque todo modo de vida carente de democracia limita los contactos, los intercambios, las comunicaciones y las interacciones que estabilizan, amplían y enriquecen la experiencia. Esa liberación y el enriquecimiento son una tarea que debe acometerse en el día a día. Puesto que esa tarea no puede tocar fin hasta que la experiencia misma finalice, el cometido de la democracia es y será siempre la creación de una experiencia más libre y más humana, en la que todos participemos y a la que todos contribuyamos.

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J. Dewey. La opinión pública y sus problemas. Ed. Morata. 2004. Págs 62 - 65

No es nuestra intención hablar de las filosofías políticas. El concepto de "El Estado", como muchos conceptos que van precedidos del artículo determinado, es a la vez demasiado rígido y demasiado susceptible de discusión como para que pueda utilizarse sin más. Es un concepto al que es más fácil aproximarse con un movimiento desde los flancos que con un ataque frontal. En el momento en que pronunciamos las palabras "El Estado", surge toda una serie de fantasmas intelectuales que nos nublan la visión. Sin quererlo y sin darnos cuenta, la idea de "El Estado" nos lleva imperceptiblemente a considerar la relación lógica mutua de diversas ideas, y nos aleja de los hechos de la actividad humana. Es mejor, de ser posible, partir de esta última y ver si ello nos conduce a una idea de algo que resulte que implica el signo distintivo de lo que caracteriza a la conducta política.

Nada hay de nuevo en este enfoque. Pero gran parte del asunto depende de aquello que tomemos como punto de partida, y gran parte de que seleccionemos nuestro punto de partida para así llegar a decir que debería ser el Estado o para decir qué es. Si nos preocupamos demasiado de lo primero, es probable que, sin ser conscientes de ello, hayamos adulterado los hechos seleccionados para llegar a un punto predeterminado. La fase de la acción humana de la que no deberíamos partir es aquella a la que se le atribuye una fuerza causal directa. No debemos buscar unas fuerzas de formación del Estado. Si lo hacemos, es probable que caigamos en la mitología. Explicar el origen del Estado diciendo que el hombre es un animal político sólo es dar un rodeo verbal. Es como atribuir la religión a un instinto religioso, la familia al afecto marital y paternal, y el lenguaje a la dotación natural que impulsa a los hombres a hablar. Estas teorías no hacen sino repetir en una llamada fuerza causal los efectos que hay que explicar. Hacen como el que atribuye la evidente potencia del opio para adormecer a los hombres a su poder adormecedor.

Esta crítica no es superflua. Lo que aquí está en juego, por el contrario, es el intento de derivar el Estado, o cualquier otra institución social, a partir de unos datos estrictamente "psicológicos". Apelar a un instinto gregario para explicar las disposiciones sociales es un ejemplo manifiesto de cómoda falacia. Los hombres no avanzan juntos ni se reúnen en grandes masas como lo hacen las gotas de mercurio, y si lo hicieran, el resultado no sería un Estado ni ningún otro modo de asociación humana. Los instintos, llámense gregarismo, o afinidad, o el sentido de dependencia mutua, o la dominación de un bando y la humillación y el sometimiento de otro, en el mejor de los casos explican todo en general y nada en particular. y en el peor, el supuesto instinto y la supuesta dotación natural a los que se apela como fuerza causal en sí mismos representan unas tendencias fisiológicas que previamente se han configurado en unos hábitos de acción y de expectativas debido a las propias condiciones sociales que se supone deben explicar. Los hombres que han vivido en clanes desarrollan un apego a la multitud a la que se han acostumbrado; los niños que forzosamente han vivido en la dependencia desarrollan hábitos de dependencia y sometimiento. El complejo de inferioridad se adquiere socialmente, y el "instinto" de ostentación y de dominio no es más que su otra cara. Hay unos órganos estructurales que se manifiestan fisiológicamente en las vocalizaciones, como los órganos del pájaro inducen al canto. Pero el ladrido de los perros y el canto de las aves bastan para demostrar que las tendencias innatas no generan el lenguaje. Para convertirse en lenguaje, la vocalización innata requiere una transformación mediante las condiciones extrínsecas, tanto

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orgánicas como extraorgánicas o medioambientales, es decir, mediante el aprendizaje y no sólo mediante estímulos. No hay duda de que el llanto del bebé se puede describir en términos puramente orgánicos, pero el llorar y el gemido se convierten en un verbo o un sustantivo sólo por sus consecuencias en el comportamiento receptivo de los demás. Esta conducta receptiva adquiere la forma de la educación y el cuidado, una y otra dependientes de la tradición, la costumbre y los patrones sociales. ¿Por qué no postular un "instinto" de infanticidio igual que se postula el de orientación e instrucción? ¿O un "instinto" de abandonar a las niñas y cuidar a los niños?

No obstante, podemos abordar el razonamiento de una forma menos mitológica que la que se encuentra en la actual apelación a un tipo u otro de instintos sociales. Las actividades de los animales, como las de los minerales y las plantas, guardan relación con su estructura. Los cuadrúpedos corren, los gusanos se arrastran, los peces nadan, los pájaros vuelan. Están hechos así; es "la naturaleza de la bestia". Nada ganamos con insertar los instintos en el correr, el arrastrarse, el nadar y el volar, entre la estructura y el acto. Pero las condiciones estrictamente orgánicas que llevan a los hombres a juntarse, reunirse, asociarse y coordinarse son las mismas que conducen a otros animales a unirse en enjambres, manadas y rebaños. Al describir lo que hay de común en las uniones y fusiones humanas y de otros animales no conseguimos llegar a lo que es distintivamente humano en las asociaciones humanas.

Estos actos y estas condiciones estructurales pueden ser un factor sine qua non de las sociedades humanas; pero también lo son las atracciones y los rechazos que se manifiestan en las cosas inanimadas. La física, la química y también la zoología nos pueden hablar de algunas de las condiciones sin las cuales los seres humanos no se asociarían. Pero no nos proporcionan las condiciones suficientes de la vida en comunidad y de las formas que ésta adopta.

En cualquier caso debemos partir de los actos que se realizan, no de las causas hipotéticas de esos actos, y considerar sus consecuencias. Además, debemos introducir la inteligencia, o la observación de las consecuencias como tales consecuencias, es decir, en conexión con los actos de los que derivan. Ya que tenemos que introducirla, es mejor que lo hagamos a sabiendas y no que intentemos colarla de forma que engañe no sólo al oficial de aduanas -el lector- sino a nosotros mismos. Así pues, situamos nuestro punto de partida en el hecho objetivo de que los actos humanos tienen consecuencias en los demás, que algunas de estas consecuencias se perciben, y que su percepción requiere un esfuerzo de control de la acción para asegurar unas consecuencias y evitar otras. Siguiendo esta pista, habrá que señalar que las consecuencias son de dos tipos: las que afectan a las personas directamente implicadas en una transacción, y las que afectan a otras distintas de las inmediatamente implicadas. En esta distinción encontramos el germen de la distinción entre lo privado y lo público. Cuando se reconocen las consecuencias indirectas y existe un esfuerzo por regularlas, surge algo que posee los rasgos de un Estado. Cuando las consecuencias de una acción se limitan, o se cree que están limitadas, ante todo a las personas directamente implicadas en ese acto, la transacción es privada. Cuando A y B mantienen una conversación juntos, la acción es una trans-acción: ambos están implicados en ella; sus resultados pasan, por así decirlo, de uno a otro. En consecuencia, uno, otro o ambos pueden verse beneficiados o perjudicados. Pero, presumiblemente, las consecuencias de beneficio o perjuicio no se extienden más allá de A y B; la actividad está entre ellos; es privada. Sin embargo, se observa que las consecuencias de la conversación se extienden más allá de los dos individuos directamente involucrados, que afectan al bienestar de muchos otros, que el acto adquiere una dimensión pública, tanto si la conversación se desarrolla entre el rey y su primer ministro, entre Catilina y quien le acompaña en la conspiración, o entre

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mercaderes que planean monopolizar un mercado. Así pues, la distinción entre privado y público en modo alguno es equivalente a

la distinción entre individual y social, aun suponiendo que esta última tenga un significado preciso. Muchos actos privados son sociales; sus consecuencias contribuyen al bienestar de la comunidad o afectan a su estatus y sus perspectivas. En un sentido amplio, cualquier transacción realizada deliberadamente entre dos o más personas es de carácter social. Es una forma de conducta asociada, y sus consecuencias pueden influir en otras asociaciones. Un hombre puede servir a otros, incluso en la comunidad en su conjunto, al llevar a cabo una empresa privada. En cierto sentido es verdad, como afirmaba Adam Smith, que nuestra mesa de desayuno está mejor abastecida como efecto resultante de las actividades de granjeros, tenderos y carniceros que realizan negocios privados con el fin de obtener un beneficio privado, de lo que lo estaría si se abasteciera partiendo de la filantropía o del espíritu público. Las comunidades han recibido obras de arte y descubrimientos científicos gracias al placer personal que personas privadas encontraron en la realización de estas actividades. Hay filántropos privados que actúan de modo que las personas necesitadas o la comunidad en su conjunto se beneficien de los recursos de bibliotecas, hospitales e instituciones sanitarias. En resumen, los actos privados pueden ser socialmente valiosos por las consecuencias indirectas y por la intención directa.

Por consiguiente, no existe una conexión necesaria entre el carácter privado de un acto y su carácter no social o antisocial. Además, lo público no se puede identificar con lo socialmente útil. Una de las actividades más regulares de la comunidad organizada políticamente ha sido la de librar guerras. Ni siquiera el más belicoso de los militaristas aceptaría que todas las guerras han sido socialmente útiles, ni negaría que algunas han sido tan destructivas de los valores sociales que hubiera sido muchísimo mejor que no se hubiesen producido. La tesis de la no equivalencia entre lo público y lo social, en cualquier sentido loable de lo social, no se basa sólo en el ejemplo de la guerra. No existe nadie, supongo, tan enamorado de la acción política como para decir que ésta nunca ha sido corta de miras, insensata o perjudicial. Existen incluso quienes dan por descontado que habrá una pérdida social allá donde los agentes públicos hagan algo que las personas podrían hacer con sus medios privados. Son muchos más los que proclaman que medidas políticas concretas, sea la Ley seca, un arancel proteccionista o una interpretación amplia de la Doctrina Monroe, resultan funestas para la sociedad. La realidad es que toda disputa política de peso gira en torno a la cuestión de si un determinado acto político es socialmente beneficioso o pernicioso.

Del mismo modo que la conducta no es antisocial o no social porque se realiee en privado, tampoco posee necesariamente un valor social porque la desarrollen unos agentes públicos en nombre de lo público. La argumentación no nos ha llevado muy lejos, pero al menos nos ha advertido de que no hay que identificar la comunidad y sus intereses con el Estado o la comunidad organizada políticamente. Y esta distinción nos puede preparar para considerar con mejor disposición la proposición ya avanzada: que la línea entre lo privado 'y lo público debe trazarse sobre la base de la amplitud y el alcance de las consecuencias de aquellos actos que son tan importantes que se deben controlar, sea a través de su constricción o de su promoción. Distinguimos entre edificios privados y públicos, escuelas privadas y públicas, caminos privados y carreteras públicas, bienes privados y fondos públicos, personas privadas y funcionarios públicos. Nuestra tesis es que en esta distinción se encuentra la clave de la naturaleza y la función del Estado. Es significativo que, etimológicamente, "privado" se defina en oposición a "funcionario", de modo que la persona privada es la que carece de un puesto público. El público lo componen todos aquellos que se ven afectados por las

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consecuencias indirectas de las transacciones, hasta el punto en el que resulta necesario ocuparse sistemáticamente de esas consecuencias. Los funcionarios son quienes vigilan y se ocupan de los intereses así afectados. Dado que quienes se ven afectados indirectamente no son partícipes directos de las transacciones en cuestión, es necesario determinar ciertas personas para que les representen y procuren que sus intereses se atiendan y se protejan. Los edificios, la propiedad, los fondos y otros recursos físicos que intervienen en el cumplimiento de este cometido son una res publica, el ámbito común. El público, en cuanto organizado mediante los funcionarios y las instituciones materiales que se ocupan de las consecuencias indirectas extensivas y duraderas de las transacciones entre personas, constituye el Populus.

Págs. 137 - 139 En la búsqueda de las condiciones en que el público latente que hoy existe pueda

operar democráticamente, podemos proceder a partir de una consideración de la naturaleza de la idea democrática en su sentido social genérico. Desde el punto de vista del individuo, consiste en tener una participación responsable según la capacidad para formar y dirigir las actividades de los grupos a los que se pertenece, y en participar según la necesidad en los valores que los grupos sostienen. Desde el punto de vista de los grupos, exige una liberación de las potencialidades de los miembros de un grupo en armonía con los intereses y los bienes que son comunes. Dado que todo individuo es miembro de muchos grupos, esta especificación no se puede cumplir, a menos que diferentes grupos interactúen de forma flexible y plena en conexión con otros grupos. Un miembro de una banda de ladrones puede expresar sus capacidades de una forma consonante con su pertenencia a ese grupo, y regirse por el interés común de sus miembros. Pero sólo puede hacer eso a costa de reprimir aquellas potencialidades suyas que sólo se podrían llevar a la práctica mediante su pertenencia a otros grupos. La banda de ladrones no puede interactuar flexiblemente con otros grupos; sólo puede actuar aislándose a sí misma. Debe impedir la acción de todos los intereses, excepto aquellos que la circunscriben en su aislamiento. Un buen ciudadano, por el contrario, encuentra su lugar como miembro de un grupo político enriquecedor y enriquecido a través de su participación en la vida familiar, en la industria y en las asociaciones científicas y artísticas. Siempre existe un espacio libre de acción recíproca y, por tanto, es posible alcanzar una plena personalidad integrada, ya que las influencias y las reacciones de los diferentes grupos los refuerzan mutuamente y sus valores tienden a coincidir.

La democracia, contemplada como una idea, no es una alternativa a otros principios de la vida asociada. Es la idea misma de vida comunitaria. Es un ideal en el único sentido inteligible de la palabra: es decir, la tendencia y el movimiento de algo que existe llevado hasta su límite, considerado en su totalidad y perfección. Dado que las cosas no cumplen esta condición sino que en realidad están sometidas a trastornos e interferencias, la democracia en este sentido no es un hecho ni nunca lo será. Pero en ese sentido, tampoco existe ni ha existido nada que sea una comunidad en su completa medida, una comunidad no distorsionada por elementos extraños. Con todo, la idea o el ideal de una comunidad se corresponde con fases reales de la vida asociada cuando se hallan libres de elementos restrictivos y perturbadores, y se considera que han alcanzado el límite de su desarrollo. Dondequiera que exista una actividad conjunta cuyas consecuencias se juzguen buenas por todas las personas particulares que intervienen en ella, y donde la consecución de ese bien produzca un deseo firme y un esfuerzo decidido por conservarlo justamente como lo que es, como un bien compartido por

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todos, dondequiera que ocurra esto -digo- habrá una comunidad. La clara conciencia de una vida comunitaria, con todas sus implicaciones, constituye la idea de democracia.

Sólo cuando partimos de una comunidad como un hecho, sólo cuando sometemos ese hecho a reflexión para esclarecer y mejorar sus elementos constituyentes, sólo entonces podemos alcanzar una idea de democracia que no sea utópica. Las concepciones y los lemas que tradicionalmente se asocian con la idea de democracia sólo adquieren un significado verídico y rector cuando se interpretan como signos y rasgos de una asociación que cumple las características definitorias de una comunidad. La fraternidad, la libertad y la igualdad, aisladas de la vida comunitaria, son irremediables abstracciones. Su afirmación por separado lleva a un sentimentalismo sensiblero o, si no, a una violencia extravagante y fanática que acaba por destruir sus propios objetivos. La igualdad se convierte entonces en un credo de la identidad mecánica que se contradice con los hechos y es imposible de realizar. El esfuerzo por alcanzarla provoca la división de los lazos vitales que unen a los hombres; yen la medida en que actúa, el resultado es una mediocridad en la que el bien es común solamente en el sentido de ser algo medio y vulgar. La libertad también se entiende entonces como la independencia de las ataduras sociales, y acaba en la disolución y la anarquía. Es tan difícil separar la idea de hermandad de la de comunidad, que o ésta acaba prácticamente ignorada por aquellos que identifican la democracia con el individualismo o, como mucho, se acaba usando como una etiqueta con valor meramente sentimental. En su justa conexión con la experiencia comunitaria, la fraternidad es otro nombre para referirse a los bienes conscientemente apreciados que se derivan de una asociación en la que todos participan y que da sentido a la conducta de cada uno. La libertad es la firme liberación y el cumplimiento de aquellas potencialidades personales que sólo tienen lugar en una asociación rica y múltiple con los demás: la facultad de ser un yo individualizado que hace una aportación distintiva y que disfruta a su manera de los frutos de la asociación. La igualdad denota la participación sin trabas que cada miembro individual de la comunidad tiene en las consecuencias de la acción asociada. Es equitativa porque se mide únicamente por la necesidad y la capacidad de ser útil, y no por unos factores extraños que privan a uno para que otro pueda tomar y tener. El hijo de una familia es igual que los otros no por alguna cualidad previa y estructural que sea igual en los demás, sino en la medida en que sus necesidades de atención y desarrollo son atendidas sin ser sacrificadas a la fuerza superior, las posesiones y las aptitudes desarrolladas de los demás. La igualdad no significa ese tipo de equivalencia matemática o física en virtud de la cual todo elemento se puede sustituir por otro. Denota una consideración efectiva por todo lo que sea distintivo y único en cada uno, con independencia de las desigualdades físicas y psicológicas. No es una posesión natural, sino el fruto de la comunidad cuando su acción está dirigida por su carácter de comunidad. Pg. 162.

Las teorías políticas han compartido el carácter absolutista que generalmente posee la filosofía. Entiendo por tal mucho más que las filosofías del Absoluto. Incluso las filosofías que se declaran empíricas han asumido una cierta idea de finalidad y perennidad en sus teorías, que puede ser expresada diciendo que han tenido un carácter no histórico. Han aislado su materia de estudio de sus conexiones, y cualquier materia aislada se convierte en algo incondicional en el mismo grado que su desconexión. En la

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teoría social que trata de la naturaleza humana, se ha postulado un cierto "individuo" definido y estandarizado, de cuyos supuestos rasgos se pueden deducir los fenómenos sociales. Así, Mill, en su exposición de la lógica de la moral y de las ciencias sociales, dice: "Las leyes de los fenómenos de la sociedad no son, ni pueden ser, más que leyes de las acciones y las pasiones de los seres humanos unidos en el estado social. Los hombres, sin embargo, en un estado de sociedad siguen siendo hombres; sus acciones y pasiones obedecen las leyes de la naturaleza humana individual”. Evidentemente, lo que se ignora en esta afirmación es que "las acciones y pasiones" de los hombres individuales de hecho consisten en aquello que los individuos son en virtud del medio social en el que viven (incluyendo sus creencias y propósitos) ; ignora el hecho de que están influidos de arriba a abajo por la cultura contemporánea y transmitida, ya la acepten o la rechacen. Lo que es genérico e idéntico en todas partes es, como mucho, la estructura orgánica del hombre, su constitución biológica. Aunque, obviamente, es importante tener esto en cuenta, también es evidente que de ello no se puede deducir ninguna de las características distintivas de la asociación humana. Así pues, pese al horror que Mill sentía ante el absoluto metafísico, sus principales ideas sociales eran, lógicamente, absolutistas. Se asumía la existencia, en todos los periodos y todas las circunstancias, de determinadas leyes sociales, normativas y reguladoras. Págs 166 – 170.

Cuando decimos que el pensamiento y las creencias deberían ser experimentales, no absolutistas, pensamos en una cierta lógica de método y no, fundamentalmente, en realizar una experimentación como la que se lleva a cabo en los laboratorios. Este tipo de lógica implica los siguientes factores: en primer lugar, que los conceptos, los principios generales, las teorías y los desarrollos dialécticos que son indispensables para cualquier conocimiento sistemático se configuren y se comprueben como herramientas de investigación. En segundo lugar, que las políticas y las propuestas de acción social se traten como hipótesis de trabajo, no como programas que deban seguirse y ejecutarse de forma rígida. Serán experimentales en el sentido de que estarán sometidas a la observación constante y nutrida de las consecuencias que conllevan cuando se aplican, y sometidas a una revisión pronta y flexible a la luz de las consecuencias observadas. Si se cumplen estas dos condiciones, las ciencias sociales serán un aparato que dirija la investigación y que registre e interprete (organice) sus resultados. Ya no se entenderá que el aparato es conocimiento en sí mismo, sino un medio intelectual para descubrir fenómenos que tienen una importancia social y para comprender su significado. Seguirán existiendo discrepancias de opinión, en el sentido de diferencias de juicio respecto al curso que deba seguirse, o la política que sea mejor ensayar. Pero la opinión en el sentido de creencias formadas y sostenidas en ausencia de pruebas se reducirá en cantidad e importancia. Las ideas generadas ante la contemplación de situaciones especiales dejarán de anquilosarse como criterios absolutos y de hacerse pasar por verdades eternas.

Esta fase de la discusión podría concluirse con una consideración de la relación de los expertos con un público democrático. Una fase negativa de la antigua disputa en favor de la democracia política ha perdido en gran parte su fuerza. Porque se basaba en la hostilidad a las aristocracias dinásticas y oligárquicas, y a éstas se les ha retirado una gran parte de su poder. La oligarquía que hoy domina es la de una clase económica. Dice gobernar no en virtud de su estatus de nacimiento y hereditario, sino por su capacidad de gestión y por la carga de responsabilidades sociales que asume; o sea, en

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virtud de la posición que unas capacidades superiores le han conferido. De cualquier modo, es una oligarquía cambiante, inestable, cuyos componentes varían de forma rápida y se hallan más o menos a merced de contingencias que escapan a su control y de invenciones tecnológicas. En consecuencia, la batuta está hoy en otras manos. Se dice que el freno al poder opresor de esta particular oligarquía está en una aristocracia intelectual, y no en el recurso a una masa ignorante y voluble de intereses superficiales y triviales, y cuyos juicios se salvan de una terrible frivolidad sólo cuando se ven sujetos por duros prejuicios.

Podrá decirse que el movimiento democrático fue esencialmente de transición. Marcó el paso de las instituciones feudales al industrialismo, y coincidió con la transferencia de poder desde los propietarios terratenientes, aliados a las autoridades eclesiásticas, a los adalides de la industria, bajo condiciones que implicaban una emancipación por parte de las masas de las limitaciones legales por las que anteriormente se veían constreñidas. Pero, tal como se suele decir, es absurdo convertir esa liberación legal en un dogma según el cual la liberación de las viejas opresiones confiere a los emancipados las cualidades intelectuales y morales que les capacitan para participar en la regulación de los asuntos del Estado. La falacia fundamental del credo democrático, se dice, es la idea de que un movimiento histórico que produjo una liberación importante y deseable de las limitaciones constituye o la fuente o la prueba de la capacidad para gobernar de los así emancipados, cuando, de hecho, no hay un denominador común en las dos cosas. La alternativa obvia es el gobierno de los intelectualmente cualificados, de los intelectuales expertos.

Esta recuperación de la idea platónica según la cual los filósofos deben ser los reyes resulta más atractiva porque la idea de los filósofos se sustituye por la de los expertos, dado que la filosofía se ha convertido en algo parecido a una broma, mientras que la imagen del especialista, el experto en acción, se ha vuelto familiar y atractiva gracias al auge de las ciencias físicas y al desarrollo de la industria. Desde luego, un cínico podría decir que esa idea es una quimera, un ensueño alentado por la clase intelectual como compensación por una impotencia derivada del divorcio entre la teoría y la práctica, de la distancia que separa a la ciencia especializada de los asuntos de la vida: una brecha que salvan no los intelectuales, sino los inventores e ingenieros a quienes contratan los que abanderan la industria. Se está más cerca de la verdad cuando se entiende que semejante argumento pretende probar más de lo que puede. Aunque las masas sean tan intelectualmente irredimibles como su premisa implica, no obstante tienen deseos más que suficientes y demasiado poder para permitir que impere el gobierno de los expertos. La misma ignorancia, tendenciosidad, superficialidad, exacerbación e inestabilidad que se supone que les incapacita para participar en los asuntos políticos, más aún les incapacita para aceptar una sumisión pasiva al gobierno de los intelectuales. El gobierno de una clase económica puede serie disfrazado a las masas; el gobierno de los expertos no se podría ocultar. Sólo podría hacerse funcionar si los intelectuales se convirtieran en instrumentos voluntarios de los grandes intereses económicos. De lo contrario, tendrían que aliarse con las masas, yeso implica, una vez más, que éstas participen en el gobierno.

Una objeción de más peso es que donde más se consigue pericia de experto es en cuestiones técnicas especializadas, unas cuestiones de administración y ejecución que dan por supuesto que las políticas generales ya se han formulado de manera satisfactoria. Se supone que las políticas de los expertos son básicamente sabias y benévolas, es decir, se elaboran para conservar los intereses genuinos de la sociedad. El obstáculo final en el camino de cualquier gobierno aristocrático es que, en ausencia de una voz articulada por parte de las masas, los mejores no siguen ni pueden seguir siendo

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los mejores, y los sabios dejan de ser sabios. Es imposible que los eruditos ostenten un monopolio de un conocimiento como el que debe emplearse en la regulación de los asuntos comunes. En la medida en que se conviertan en una clase especializada, quedarán apartados del conocimiento de las necesidades que supuestamente deben atender.

Lo más importante a favor de esas formas políticas rudimentarias que la democracia al menos ya ha adoptado, el voto popular, el gobierno de la mayoría, etc., es que hasta cierto punto implican una consulta y un debate que ponen al descubierto las necesidades y los problemas sociales. Este hecho es el mejor activo en el libro de contabilidad política. Así lo dijo De Tocqueville hace casi un siglo en su estudio de las perspectivas de la democracia en Estados Unidos. Al acusar a la democracia de una tendencia a preferir la mediocridad en sus gobernantes electos, y al admitir que estaba expuesta a los arrebatos de la pasión y a una creciente vorágine, en realidad señalaba que el gobierno popular es educativo en un grado en que no lo son otros modos de regulación política. Obliga a reconocer que existen unos intereses comunes, aunque el reconocimiento de cuáles son sea confuso; y la necesidad de debate y publicidad que conlleva aporta cierta clarificación de cuáles son. Quien lleva calzado es quien mejor sabe que duele y dónde duele, aunque el zapatero experto sea quien mejor puede juzgar cómo remediar el problema. El gobierno popular por lo menos ha creado un espíritu público, pese a que su éxito en la formación de ese espíritu no haya sido notable.

La clase de expertos se encuentra tan inevitablemente alejada de los intereses comunes que se convierte en una clase con unos intereses privados y un conocimiento privado que en cuestiones sociales no es conocimiento en modo alguno. La urna, como se dice a menudo, es el sustituto de las balas. Pero lo verdaderamente significativo es que el recuento obliga a recurrir, previamente, a unos métodos de debate, consulta y persuasión, mientras que la esencia del recurso a la fuerza es reducir el uso de estos métodos. El gobierno de la mayoría, simplemente como gobierno de la mayoría, es algo tan estúpido como dicen sus críticos. Pero nunca es meramente el gobierno de la mayoría. Como dijo un político práctico, Samuel J. Tilden, hace tiempo: "Lo verdaderamente importante son los medios por los que una mayoría llega a ser una mayoría": los debates previos, las modificaciones de posturas para atender las opiniones de las minorías, la relativa satisfacción que da a estas últimas el hecho de haber tenido una oportunidad y de que la próxima vez podrían llegar a conseguir convertirse en una mayoría. Pensemos en el significado del "problema de las minorías" en determinados estados europeos, y comparémoslo con la situación de las minorías en los países que tienen un gobierno popular. Es verdad que toda idea valiosa y nueva empieza con las minorías, quizá hasta con una minoría de uno solo. Lo decisivo es que a esa idea se le dé la oportunidad de difundirse y convertirse en dominio público. Todo gobierno de expertos en el que las masas no tengan oportunidad de informar a éstos de cuáles son sus necesidades no puede ser otra cosa que una oligarquía gestionada en interés de unos pocos. Esa ilustración además, debe proceder de forma que obligue a los especialistas administrativos a tener en cuenta las necesidades. El mundo ha sufrido más por culpa de líderes y autoridades que por la de las masas.

La necesidad esencial, en otras palabras, es la mejora de los métodos y condiciones de debate, discusión y persuasión. Este es el problema del público. Hemos dicho que esta mejora depende esencialmente de que se liberen y perfeccionen los procesos de investigación y de divulgación de sus conclusiones. La investigación, en efecto, es una labor que incumbe a los expertos. Pero la experiencia de éstos no se demuestra en la formulación y ejecución de políticas, sino en que descubren y hacen públicos los hechos de los que éstas dependen. Son expertos técnicos en el sentido de

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que investigadores y artistas manifiestan una pericia. No es necesario que la mayoría tenga los conocimientos y la destreza para realizar las investigaciones necesarias; lo que se requiere es que tenga capacidad para juzgar la importancia de los conocimientos que otros proporcionen sobre los intereses comunes.

No es difícil exagerar la cantidad de inteligencia y de capacidad necesaria para conseguir que tales juicios se ajusten a su propósito. En primer lugar, tendemos a hacer nuestras estimaciones a partir de las condiciones actuales. Pero no hay duda de que hoy día uno de los grandes problemas es la carencia de unos datos que permitan formarse un buen juicio; y ninguna facultad innata de la mente puede reemplazar la ausencia de hechos. Mientras la investigación y la publicidad no sustituyan al secreto, al prejuicio, la parcialidad, la tergiversación y la propaganda, así como a la pura ignorancia, no habrá forma de expresar la capacidad que la inteligencia actual de las masas pueda tener para enjuiciar las políticas sociales. Evidentemente llegaría mucho más allá de lo que ahora alcanza. En segundo lugar, la inteligencia efectiva no es un atributo original e innato. Cualesquiera que sean las diferencias en la inteligencia innata (suponiendo por un momento que la inteligencia pueda ser innata), la realidad de la mente depende de la educación que las condiciones sociales aportan. Del mismo modo que el espíritu y el conocimiento del pasado están encarnados en unos instrumentos, unos utensilios, unos artilugios y unas tecnologías que pueden utilizar de forma inteligente personas con un grado de inteligencia que, sin embargo, no les habría permitido producirlos, así ocurrirá cuando los vientos del conocimiento público soplen a través de los asuntos sociales.

Lo importante es siempre el nivel de acción que fija la inteligencia encarnada. En la cultura salvaje, un hombre superior será superior para sus semejantes, pero sus conocimientos y su juicio en muchas cuestiones serán muy inferiores a los de una persona menos dotada de una civilización avanzada. Las capacidades están limitadas por los objetos y las herramientas de que se dispone. Dependen todavía más de los hábitos imperantes de atención e interés que la tradición y las costumbres institucionales imponen. Los significados corren por canales formados por unos medios instrumentales de entre los cuales, en última instancia, el lenguaje, el vehículo del pensamiento y de la comunicación, es el más importante. Un mecánico puede hablar hoy de ohmios y amperios como Sir Isaac Newton no podía hacerlo en su día. Muchos hombres que han hurgado en sus radios pueden juzgar cosas que Faraday ni siquiera podía imaginar. Huelga decir que si Newton y Faraday estuvieran hoy aquí, el mecánico y el aficionado serían como niños a su lado. Esta respuesta no hace sino incidir en la idea: la diferencia que marcan los diversos objetos a considerar y los distintos significados que están en circulación. Un estado más inteligente de los asuntos sociales, un estado más informado por el conocimiento, más dirigido por la inteligencia, no mejoraría ni un ápice los atributos originales, pero subiría el nivel en que opera la inteligencia de todos. La altura de este nivel es mucho más importante para enjuiciar los intereses públicos que cualquier diferencia en los coeficientes de inteligencia. Como dice Santayana: "Si prevaleciera en nuestras vidas un sistema mejor, se establecería un mejor orden en nuestro pensamiento. Si la humanidad ha caído repetidamente en la barbarie y la superstición, no ha sido por falta de agudos sentidos, de genio personal ni de un orden constante en el mundo exterior. Se ha debido a la falta de buen carácter, de buen ejemplo y de buen gobierno". La idea de que la inteligencia es un atributo personal o un logro personal es la gran presunción de la clase intelectual, igual que la de la clase comercial es que la riqueza es algo que ellos se han labrado y adquirido personalmente.

Un tema que nos interesa para concluir trasciende del campo del método intelectual, y se refiere a la cuestión de la reforma práctica de las condiciones sociales. En su sentido más rico y profundo, una comunidad siempre debe seguir siendo una

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cuestión de relaciones cara a cara. Por esto la familia y el vecindario, con todas sus deficiencias, siempre han sido los principales agentes educativos, los medios por los que las disposiciones se forman de manera estable y se adquieren las ideas en las que se hunden las raíces del carácter. La Gran Comunidad, en el sentido de una intercomunicación libre y plena, es concebible. Pero nunca podrá poseer todas las cualidades que distinguen a una comunidad local. Cumplirá su cometido final al ordenar las relaciones y enriquecer la experiencia de las asociaciones locales. La invasión y destrucción parcial de la vida de éstas por agentes externos y descontrolados es la causa inmediata de la inestabilidad, la desintegración y el malestar que caracterizan a la época actual. Los males que, de forma acrítica e indiscriminada, se atribuyen al industrialismo y la democracia, deberían imputarse, con mayor inteligencia, al trastorno y la desestabilización de las comunidades locales. Los vínculos vitales y plenos sólo brotan de la intimidad de un intercambio cuyo alcance es necesariamente limitado.

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J. Dewey. “El significado del liberalismo”. En Liberalismo y acción social y otros ensayos. Ed. Alfons El Magnanim. 1996. Págs. 132 – 137.

La historia de la lengua inglesa refleja un hecho significativo: el término liberal

se aplicó en el ámbito de la educación incluso antes de que se emplease para hacer referencia a cualidades como la generosidad y la munificiencia. La educación liberal era la educación propia del hombre libre. Las disciplinas liberales eran las que se ajustaban a la educación del hombre libre, a diferencia de otras disciplinas adaptadas a la formación profesional de los operarios. Esto significaba de hecho que sólo quienes ocupaban una posición social elevada tenían acceso a la educación y las artes liberales. Eran propias de caballeros, gentiles, hombres de condición opuesta a la de las "clases bajas". Sería interesante averiguar qué efecto tuvieron estas ideas sobre la educación escolar, pues ejercieron bastante influencia sobre los procesos educativos, incluso en un país como el nuestro. En efecto, los hombres de este país que se enorgullecían de ser completamente libres adoptaron como disciplinas troncales, sobre todo al cursar estudios medios y superiores, aquéllas que en la antigua metrópoli se consideraban adecuadas para preparar a los caballeros para sus altos menesteres.

Con todo, mi argumentación no tiene por objeto esta historia. La idea de una escuela libre y pública se desarrolló entre nosotros partiendo de la base de que una nación de hombres y mujeres verdaderamente libres necesitaba escuelas abiertas a todos, cuya financiación, por tanto, dependería de los gravámenes públicos. En términos generales, se han hecho grandes progresos para que toda la ciudadanía pueda acceder a la escolarización, aunque sigue siendo cierto que la posición económica limita seriamente la posibilidades de sacar fruto de algo que, en teoría, es un bien de todos. Pero, como decía, lo que me preocupa ahora es el significado del liberalismo.

Desde que el término se puso en boga, hace poco más de un siglo, el significado del liberalismo ha sufrido múltiples cambios. Inicialmente hacía referencia a un nuevo espíritu surgido y difundido con el auge de la democracia, y significaba un renovado interés en el hombre común, representante de la gran mayoría de los seres humanos. Significa despertar cierta sensibilidad hacia sus potencialidades adormecidas, potencialidades que no habían podido desarrollarse debido a las condiciones institucionales y políticas. Dicho espíritu era liberal en dos sentidos. Venía señalado por una actitud generosa, solidaria con los débiles, con quienes no tuvieron ni una sola oportunidad. Formaba parte de la emergencia y la proliferación de la filosofía de corte humanitario. También era liberal por cuanto aspiraba a ampliar el radio de actuación libre de quienes durante siglos no habían podido participar en los asuntos públicos, quedando por tanto excluidos de los beneficios que dicha participación reporta.

Sin embargo, debido a las condiciones existentes a finales del siglo dieciocho y durante todo el siglo diecinueve, la significación del liberalismo se restringió prontamente a su faceta técnica. La clase que era más consciente de sufrir restricciones, más activa y mejor organizada a la hora de combatirlas, la componían quienes se dedicaban a la industria manufacturera y al comercio. Por una parte, la aplicación del vapor estaba revolucionando la producción y la distribución de bienes, abriendo nuevas vías al poder y la ambición del hombre y suministrando artículos de consumo con mucha mayor eficiencia que la que el sistema de producción manual posibilitaba. Por otra, había un amasijo de leyes y costumbres, forjadas en su mayoría durante tiempos feudales, que entorpecían y reprimían la expresión de estas nuevas energías. Es más, el

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poder político estaba principalmente en manos de los grandes propietarios que representaban viejos hábitos, modos de creer y de actuar.

Consiguientemente, el liberalismo de la clase industrial se plasmaba en una lucha política y jurídica destinada a acabar con las restricciones impuestas sobre la libre expresión de las nuevas actividades económicas. Las fuerzas de la reacción y la represión estaban representadas en instituciones que, con suma facilidad, tendían a identificarse con el gobierno y el estado. Por consiguiente, la consigna del liberalismo organizado era: "El gobierno no ha de intervenir en la industria y el comercio. Su actuación en dichas esferas impide el desarrollo de actividades del más alto valor social. Las nuevas actividades industriales suministran productos que satisfacen las necesidades humanas a menor coste y en mayores cantidades que el viejo sistema de producción. Son un estímulo para la invención y el progreso. Animan al esfuerzo e incentivan el ahorro recompensando a todos por sus iniciativas, sus capacidades y su laboriosidad. El libre intercambio de bienes une a los hombres y a las naciones con los lazos del interés común y aproxima a toda la humanidad hacia un reino de paz y armonía". Tales eran las tesis que el liberalismo defendía.

Estas tesis estaban justificadas, si tenemos en cuenta el momento y el lugar en que fueron formuladas. Los inicios de la revolución industrial estuvieron marcados por una gran eclosión de energías hacia muchos cauces de acción creativa, no sólo en la actividad industrial. Pero en cuanto el nuevo grupo social cobró poder, sus doctrinas se petrificaron en el dogma de la libertad del empresariado industrial frente a cualquier tipo de control social organizado. Puesto que la ley y la administración, en una decisiva encrucijada histórica, habían sido fuerzas contrarias a la liberación de las energías del hombre, fueron declaradas enemigas eternas de la libertad humana. La idea de no intervención -una idea que, en la práctica y bajo determinadas circunstancias, había sido razonable- se recrudeció en el dogma del "individualismo" adepto al laissez-faire. Los nuevos intereses económicos, mucho mejor organizados que los de la antigua clase agraria, ejercieron un enorme dominio sobre las fuerzas sociales.

Los intereses de la clase económica dominante, al menos por lo que algunas de sus consecuencias respecta, cobraron un carácter anti-social, de ahí que la absoluta separación entre la esfera económica y la esfera política (ninguna intrusión del gobierno en los negocios), el individualismo atomista y el rechazo de la dirección social organizada se erigieran en verdades eternas. Mientras tanto, el espíritu magnánimo y benevolente característico de las primeras épocas del liberalismo fue apartado y confinado en los movimientos filantrópicos; en lo referente a la legislación y a la administración, este espíritu se plasmaba únicamente en medidas paliativas para las capas sociales más desfavorecidas, dejando intacto el sistema que causaba los síntomas a los que estas medidas hacían frente. En este país, hasta esas medidas paliativas toparon con la agria oposición de las clase dominante, pese a que, en última instancia, esta clase sería beneficiaria indirecta de estas medidas, por cuanto éstas harían que el sistema heredado fuese más llevadero para las masas.

Por consiguiente, lo que empezó siendo un movimiento en pro de una mayor libertad para la posible expresión de las energías del hombre, lo que se proponía como una fuerza que abría nuevas oportunidades y dotaba de nuevas potencialidades a todos los hombres, se convirtió en una fuente de represión social para la mayoría de las personas. Acabo prácticamente identificando la capacidad y la libertad del individuo con la habilidad para alcanzar el éxito económico -o, dicho brevemente, con la habilidad para hacer dinero. En lugar de ser un medio para promover la interdependencia y la armonía entre las personas, ha resultado introducir la discordia: valgan como evidencia el imperialismo y la guerra.

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La idea y el ideal de una mayor libertad para los individuos y del desarrollo de sus potencialidades, el núcleo estable del espíritu liberal, sigue siendo tan válido como siempre. Pero, de hecho, el ascenso y el predominio de la actividad mercantil ha dotado a una minoría de una libertad de cariz anti-social; ha identificado la independencia individual con una actividad comercial sin restricción, determinando así el pensamiento y la conducta de las masas. Mientras tanto, los mecanismos que hicieron posible ese impresionante aumento de la capacidad de producción y de distribución, la producción industrial en serie y la distribución masiva mediante nuevos medios de transporte, han quedado en manos de unos pocos, quienes los emplean en su propio beneficio. La causa de esta liberación de las energías productivas reside en el auge de la ciencia experimental y en su aplicación tecnológica. La maquinaria y la cualificación técnica se ha perfeccionado hasta tal punto que casi todo el mundo da por sentado que va a llegar una era de abundancia y seguridad material para todos, en la que se asentarán las bases materiales para el florecimiento cultural de los seres humanos. Por consiguiente, los fines por los que el liberalismo siempre ha luchado podrán alcanzarse siempre y cuando el control de los medios de producción y de distribución quede fuera de las manos de quienes ejercen poderes que nacen de la sociedad para satisfacer intereses estrictamente personales. Los fines siguen conservando su validez. Pero los medios para su obtención exigen un cambio radical en las instituciones económicas y en los ordenamientos políticos basados en éstas. Dichos cambios son necesarios para que el control de fuerzas y agentes sociales pueda redundar en beneficio de la liberación de todos los individuos, asociados en la gran tarea de levantar una vida que exprese y fomente la libertad humana.

“Liberalismo e igualdad”. En Liberalismo y acción social y otros ensayos. Ed. Alfons El Magnanim. 1996. Págs 139 – 142.

Una de las escuelas de pensamiento social insiste constantemente en que la libertad y la igualdad son hasta tal punto incompatibles que el liberalismo no es posible como filosofía social. El argumento reza como sigue: si la libertad es el primer objetivo social y político, la diversidad y la desigualdad de las capacidades naturales acabarán produciendo inevitablemente desigualdades sociales. No es posible dar rienda suelta a las capacidades naturales, prosigue el argumento, sin ocasionar profundas desigualdades en el orden cultural, económico y político. Por otra parte, siguiendo esta línea argumentativa, si el objetivo es la igualdad, deben imponerse cierto tipo de restricciones al ejercicio de la libertad. Según esto, la incompatibilidad entre la libertad y la igualdad es el escollo donde el liberalismo está destinado a naufragar. En consecuencia, la escuela liberal que identifica la libertad con el laissez faire pretende ser el único liberalismo lógicamente posible, mostrándose dispuesta a tolerar cualquier grado de desigualdad social siempre y cuando sea resultado del libre ejercicio de las facultades naturales.

La idea y el ideal original de democracia combina la libertad y la igualdad como ideales coordinados, añadiendo un tercer elemento a esta coordinación: la fraternidad, según la consigna de la revolución francesa. Tanto en el pasado como en el presente, la posibilidad de que se realice el ideal democrático está pues condicionada por la posibilidad de combinar igualdad y libertad en la prácticas e instituciones sociales.

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Como demuestra la situación en que hoy se halla la democracia en los países nominalmente democráticos (países que no han transformado abiertamente en dictaduras), el problema es de orden práctico. Ningún observador inteligente podrá negar que el presente eclipse de las instituciones democráticas es producto de esa concepción de la libertad que ha pugnado por la máxima libertad económica del individuo, cuya causa pretende abanderar.

La fórmula política del primer liberalismo democrático era que los hombres nacen libres e iguales. Ciertos críticos superficiales creen que la fórmula queda definitivamente refutada por el hecho de que los seres humanos no nacen iguales por la que a la fuerza, la habilidad y las capacidades naturales respecta. No obstante, la fórmula jamás aseguró que lo fueran. Su significado viene a ser el del dicho popular, según el cual, en la tumba, el millonario y el pobre, el monarca y el siervo, son iguales. Es una forma de decir que la desigualdad política es producto de las instituciones políticas, que no hay ninguna diferencia "natural" e intrínseca entre los miembros de una casta, clase o posición social y los de otra casta, clase o posición, que tales diferencias son resultado de las leyes y las costumbres sociales. El mismo principio puede aplicarse a las diferencias económicas. El que un hombre nazca siendo ya propietario y otro no se debe a las leyes sociales que rigen la herencia y la posesión de propiedades. Traducido en términos de acción concreta, la fórmula significa que las desigualdades de orden natural deberían estar sujetas a leyes e instituciones que no supongan impedimentos permanentes para quienes están menos capacitados. También significa que las desigualdades en la distribución del poder, los bienes y las conquistas sociales deberían ser estrictamente proporcionales a las desigualdades naturales. Dentro del ordenamiento social existente, las oportunidades de las que gozan los individuos vienen determinadas por su status social y familiar. La estructura institucional de las relaciones humanas brinda oportunidades a ciertas clases en detrimento de otras. El desafío de la democracia liberal y progresista puede formularse según el conocido grito de guerra: las instituciones y las leyes deben garantizar y consolidar la igualdad de todos.

Esta fórmula expresaba la rebelión contra las instituciones existentes, que limitaban automáticamente las oportunidades de la mayoría de los individuos. Esta rebelión y las aspiraciones que encarnaba constituían la esencia del liberalismo democrático en sus primeras manifestaciones políticas y humanitarias. Pero el auge de la mecanización industrial, bajo el control del capitalismo financiero, marginó esta fuerza, dando libertad de acción a aquellas capacidades naturales y a aquellas personas que se ajustaban al nuevo cuadro económico. En particular, la revolución industrial abrió campo a las capacidades que tenían que ver con la acaparación de propiedad y la inversión de las ganancias en posteriores adquisiciones. El uso de estas capacidades especializadas en la acumulación ha dado como fruto el monopolio del poder en manos de una minoría que controla las oportunidades de grandes masas y que limita su libertad de actuación para desarrollar sus capacidades naturales.

En resumen, el tópico de la mutua incompatibilidad entre la igualdad y la libertad responde a un concepto de libertad sumamente formal y limitado. Ignora por completo un hecho que poníamos de relieve en Libertad y Control Social. Pasa por alto el hecho de que las libertades efectivas de un ser humano dependen de los poderes de actuación que los ordenamientos sociales existentes confieren a otros individuos. Concibe la libertad en términos puramente abstractos. Por su parte, el ideal democrático que integra la igualdad y la libertad implica reconocer que la apertura de oportunidades y la libertad de acción, entendidas en términos concretos, dependen de la igualación de las condiciones políticas y económicas bajo las cuales los individuos son libres de

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hecho, y no de una manera metafísica y abstracta. El trágico colapso de las democracias se debe a la identificación de la libertad con la total ausencia de restricciones a la actuación individual en la esfera económica bajo las instituciones del capitalismo financiero, hecho que resulta tan fatal para la consecución de la libertad de todos como para la consecución de la igualdad. Este hecho va en contra de la libertad de la mayoría precisamente porque va en contra de una auténtica igualdad de oportunidades…

He hecho alusión a este particular caso a modo de ilustración, señalando cuán lejana se halla la llamada democracia jeffersoniana de las ideas y medidas políticas de cualquier democracia existente, sea cual fuere. El tránsito hacia una democracia nominal desde una concepción de la vida verdaderamente democrática fue debido al influjo del llamado individualismo radical, el cual define la libertad de los individuos en términos de la desigualdad generada por las instituciones económicas y legales existentes. Al hacerlo, se fija casi exclusivamente en las capacidades naturales de los individuos que permiten adquirir bienes pecuniarios y materiales. Pues el materialismo de nuestros días, con el descalabro que supone para el desarrollo cultural del individuo, es el resultado necesario de la libertad económica descomedida que disfruta una minoría en detrimento de la amplia libertad de la mayoría. E insisto, esta limitación de la auténtica libertad es resultado necesario de la desigualdad generada por las actividades de un capitalismo financiero fundado y promovido por las instituciones.

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J. Dewey. Democracia y educación. Ed. Morata. 1995 Cap. 1: “La educación como necesidad de la vida”. 2. “Educación y comunicación” Págs. 15 – 17

Tan evidente es, en efecto, la necesidad de enseñar y aprender para la existencia continuada de una sociedad, que puede parecer que estamos insistiendo indebidamente sobre un lugar común. Pero esto tiene su justificación en el hecho de que tal insistencia es un medio de evitar que caigamos en una noción escolástica y formal de la educación. Las escuelas son, en efecto, un método importante de la transmisión que forma las disposiciones de los seres inmaduros: pero son sólo un medio y, comparado con otros factores, un medio relativamente superficial. Sólo cuando hemos reconocido la necesidad de modos de tutela más fundamentales y persistentes podemos tener la seguridad de colocar los métodos escolares en su verdadero lugar.

La sociedad no sólo continúa existiendo por la transmisión, por la comunicación, sino que puede decirse muy bien que existe en la transmisión y en la comunicación. Hay más que un vínculo verbal entre las palabras común, comunidad y comunicación. Los hombres viven en una comunidad por virtud de las cosas que tienen en común; y la comunicación es el modo en que llegan a poseer cosas en común. Lo que han de poseer en común con el fin de formar una comunidad o sociedad son objetivos, creencias, aspiraciones, conocimientos -una inteligencia común- una semejanza mental como dicen los sociólogos. Tales cosas no pueden pasarse físicamente de unos a otros, como ladrillos; no pueden compartirse como varias personas comparten un pastel dividiéndolo en trozos. La comunicación que asegura la participación en una inteligencia común es la que asegura disposiciones emocionales e intelectuales semejantes, como modos de responder a las expectaciones y a las exigencias.

Las personas no llegan a constituir una sociedad por vivir en una proximidad física, del mismo modo que un hombre no deja de ser influido socialmente por el hecho de estar alejado muchos metros o kilómetros de los demás. Un libro o una carta pueden establecer una asociación más íntima entre seres humanos separados por millares de kilómetros que la que existe entre seres que viven bajo el mismo techo. Los individuos no constituyen tampoco un grupo social porque trabajen todos por un mismo fin. Las partes de una máquina trabajan con un máximo de cooperación por un resultado común, pero no constituyen una comunidad. Si, no obstante, todas reconocieran el fin común y se interesaran por él todas de modo que regularan su actividad específica en vista de él, entonces formarían una comunidad. Pero esto supondría comunicación. Cada una habría de conocer lo que conocían las demás y habría de poseer algún medio de tener informadas a las demás respecto a sus propios propósitos y progresos. El consentimiento exige comunicación.

Nos vemos obligados a reconocer así que aun dentro del grupo más social existen muchas relaciones que no son aún sociales. Un gran número de relaciones humanas en todo grupo social se hallan aún en un plano semejante a la máquina. Los individuos se utilizan unos a otros para obtener los resultados apetecidos sin tener en cuenta las disposiciones emocionales e intelectuales y el consentimiento de los que son utilizados. Tales usos expresan una superioridad física o una superioridad de posición, destreza, habilidad técnica y dominio de los instrumentos, mecánicos o fiscales. En tanto que las relaciones de padres e hijos, maestros y alumnos, patronos y empleados, gobernantes y gobernados, subsistentes en este plano, no constituyen un verdadero grupo social, por muy íntimamente que sus actividades respectivas se conexionen unas

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con otras. El dar y tomar órdenes modifica la acción y los resultados, pero esto no efectúa por sí mismo una participación de propósitos ni una comunicación de intereses,

No sólo la vida social es idéntica a la comunicación, sino que toda comunicación (y por tanto toda vida social auténtica) es educativa. Ser un receptor de una comunicación es tener una experiencia ampliada y alterada. Se participa en lo que otro ha pensado y sentido, en tanto que de un modo restringido o amplio se ha modificado la actitud propia. Tampoco deja de ser afectado el que comunica. Realizad el experimento de comunicar, con plenitud y precisión, alguna experiencia a otro, especialmente si es algo complicado, y encontraréis que ha cambiado vuestra propia actitud respecto a vuestra experiencia. La experiencia debe formularse para ser comunicada. Para formularla se requiere salirse fuera de ella, verla como la vería otro, considerar los puntos de contacto que tiene con la vida de otros, para que pueda adquirir tal forma que aquél sea capaz de apreciar su sentido. Salvo cuando se trata de lugares comunes y frases hechas, tenemos que asimilarnos, imaginativamente, algo de la experiencia de otros con el fin de hablarle inteligentemente de nuestra propia experiencia. Toda comunicación es de igual género. Puede muy bien decirse, por consiguiente, que toda organización social que siga siendo vitalmente social o vitalmente compartida es educadora para aquellos que participan en ella. Sólo cuando llega a fundirse en un molde y se convierte en rutina, pierde su poder educativo.

En fin de cuentas, pues, la vida social no sólo exige señalar y aprender para su propia permanencia, sino que el mismo proceso de convivir educa. Éste amplía e ilumina la experiencia; estimula y enriquece la imaginación; crea responsabilidad respecto a la precisión y la vivacidad de expresión del pensamiento. Un hombre que viva realmente aislado (aislado tanto mental como físicamente) tendría poca o ninguna ocasión de reflexionar sobre su experiencia pasada para extraer su sentido neto. La desigualdad de actuación entre el ser maduro y el inmaduro no sólo exige la enseñanza del joven, sino que la necesidad de esta enseñanza proporciona un inmenso estímulo para reducir la experiencia a aquel orden y forma que la hará más fácilmente comunicable y por tanto más utilizable.

Cap. 2: “La educación como función social”.

Pag. 27 - 28

Como esta "influencia inconsciente del ambiente" es tan sutil y penetrante que afecta a todas las fibras del carácter y el espíritu, puede valer la pena especificar unas cuantas direcciones en las que su efecto es más marcado. En primer lugar, los hábitos del lenguaje. Los modos fundamentales del hablar, la masa del vocabulario, se forman en el intercambio ordinario de la vida y se desarrollan no como una serie de medios de instrucción, sino como una necesidad social. El niño pequeño adquiere, como decimos muy acertadamente, la lengua materna. Aun cuando los hábitos del hablar así contraídos pueden ser corregidos o hasta desplazados por la enseñanza consciente, sin embargo, en momentos de excitación, los modos de hablar intencionadamente adquiridos desaparecen con frecuencia y los individuos vuelven a su lengua realmente nativa. En segundo lugar, las maneras. El ejemplo es notoriamente más poderoso que el precepto. Las buenas maneras proceden, como se dice, de la buena crianza, o mejor son buena crianza; y ésta se adquiere por la acción habitual, en respuesta a estímulos habituales no por una información transmitida. A despecho del juego nunca acabado de la corrección e instrucción conscientes, la atmósfera y el espíritu ambientales son al fin el agente principal en .la formación de las maneras. Y las maneras no son sino una

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moralidad menor. Además, en la moralidad mayor la instrucción consciente probablemente sólo es eficaz en el grado en que coincide con "el hacer y el hablar" de los que constituyen el ambiente social del niño. En tercer lugar, está el buen gusto y la apreciación estética. Si la vista es afectada constantemente por objetos armoniosos, con elegancia de forma y color, se desarrollará naturalmente un espíritu de buen gusto. El efecto de un ambiente chabacano, desordenado y recargado destruye el buen gusto, así como una vecindad miserable y estéril devasta el deseo de belleza. Contra tales obstáculos, la enseñanza consciente difícilmente puede hacer más que suministrar una información de segunda mano respecto a lo que piensan los demás. Tal gusto no llegará a ser nunca espontánea y personalmente maduro, sino que seguirá siendo un recuerdo elaborado de lo que piensan aquellos a quienes se ha enseñado a mirar. Decir que las normas más profundas de los juicios de valor son estructuradas por las situaciones en que una persona se encuentra habitualmente no es tanto mencionar un cuarto punto como indicar una fusión de los ya mencionados. Raramente reconocemos la medida en que nuestra estimación consciente de lo que es y no es valioso se debe a normas de las que no tenemos conciencia en absoluto. Pero en general, puede decirse que las cosas que aceptamos sin indagación o reflexión son justamente las cosas que determinan nuestro pensar consciente y deciden nuestras resoluciones. Y estos hábitos que se hallan bajo el nivel de la reflexión son precisamente aquellos que se han formado en el dar y tomar constantes de las relaciones con los demás. Cap. 3: La educación como dirección. 1. El ambiente como factor directivo Pags. 32 – 34.

Pasamos ahora a una de las formas especiales que reviste la función general de la educación: a saber, la de la dirección, control o guía. De estas tres palabras, dirección, control o guía, la última implica la idea de ayudar mediante la cooperación a las capacidades naturales de los individuos guiados; el control supone más bien la noción de una energía que haya que empujar desde adentro y que ofrece alguna resistencia por parte del individuo controlado; la dirección es un término más neutral y sugiere el hecho de que las tendencias activas de los dirigidos son orientadas conforme a un cierto plan continuo en vez de ser dispersadas sin finalidad. La dirección expresa la función básica que tiende en un extremo a convertirse en una ayuda guiadora y, en el otro, en una regulación o regla. Pero, en todo caso, debemos evitar cuidadosamente un sentido que, a veces, se atribuye al vocablo "control". Se supone a veces, explícita o inconscientemente, que las tendencias de un individuo son, por naturaleza, completamente egoístas y, por tanto, antisociales. El control denota entonces el proceso por el cual se le lleva a subordinar sus impulsos naturales a fines públicos o comunes. Puesto que, por concepción, su propia naturaleza es enteramente ajena a este proceso y se opone a él más bien que la ayuda, el control tiene desde este punto de vista un aire de coacción o compulsión. Sobre esta idea se han construido sistemas de gobierno y teorías del Estado, y ha afectado profundamente a las ideas y a las prácticas educativas. Pero no hay ningún fundamento para semejante punto de vista. Los individuos están ciertamente interesados, a veces, en seguir su propio camino, y su propio camino puede ser contrario al de los demás. Pero también están interesados, y principalmente interesados en su conjunto, por intervenir en las actividades de los demás y tomar parte en el hacer

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conjunto y cooperativo. De otro modo, no sería posible nada semejante a una comunidad. Y a nadie le interesaría hacer que el policía guardase por lo menos una apariencia de armonía, si no pensara que pudiera reportarle alguna ventaja personal. El control, en verdad, significa sólo una forma acentuada de dirección de los poderes y abarca sus propios esfuerzos, tanto como lo que se realiza cuando otros toman la dirección.

En general, todo estímulo dirige la actividad. No solamente la excita o la agita, sino que la dirige hacia un objeto. Desviada de su camino, una respuesta no es precisamente una reacción, una protesta por ser molestado; que es, como lo indica la palabra, una contestación. Sale al encuentro del estímulo y la respuesta. Una luz es un estímulo a los ojos para ver algo, y la misión del ojo es ver. Si los ojos están abiertos y hay luz, ocurre la visión; el estímulo no es sino una protesta, como si dijéramos, por el hecho de ser perturbada, sino condición de la realización de la función propia del órgano, no una interrupción exterior. En cierta medida, pues, todo control o dirección es una actividad guiada hacia su propio fin; es un auxilio para hacer plenamente lo que algún órgano está tendiendo ya a hacer.

Esta afirmación general necesita, sin embargo, ser calificada en dos aspectos. En primer lugar, excepto en el caso de unos pocos instintos, los estímulos a los que un ser inmaduro está sometido no son suficientemente definidos para provocar, en los comienzos, respuestas específicas. Siempre se despierta una gran cantidad de energía superflua. Esta energía puede perderse yendo fuera de su objeto, pero también puede ir en contra de la plena ejecución de un acto. Perjudica interponiéndose en el camino. Compárese la conducta de un ciclista principiante con la de un experto. En aquél hay poco dominio de dirección en las energías suscitadas; son en gran parte dispersivas y centrífugas. La dirección supone ya enfoque de la acción para que pueda ser una verdadera respuesta, y esto requiere una eliminación de movimientos confusos e innecesarios. En segundo lugar, aunque no puede producirse ninguna actividad sin que la persona coopere en cierta medida, la respuesta, sin embargo, puede ser de un género que no se adapte a la sucesión y continuidad de la acción. Una persona boxeando puede esquivar un golpe eficazmente, pero de tal modo que se exponga a recibir poco después otro más duro. Control adecuado significa que los actos sucesivos son puestos en orden; cada acto no solamente satisface a su estímulo inmediato, sino que ayuda al acto que sigue.

En suma, la dirección es, a la vez, simultánea y sucesiva. En un momento dado requiere que, de todas las tendencias parcialmente suscitadas, se seleccionen aquellas que centran la energía en el punto necesario. Sucesivamente, requiere que cada acto se equilibre con los que le preceden y con los que le siguen, para alcanzar el orden de la actividad. El enfoque y el orden son así los dos aspectos de la dirección, el uno espacial, el otro temporal.

El primero consigue que se dé en el blanco; el segundo mantiene el equilibrio requerido para la acción ulterior. Evidentemente, no es posible separarlos en la práctica como los distinguimos en la idea. La actividad debe ser centrada en un momento dado de tal modo que prepare para lo que venga después. El problema de la respuesta inmediata se complica porque hay que tener en cuenta las ocurrencias futuras.

Dos conclusiones se derivan de estas afirmaciones generales. De un lado, la dirección puramente externa es imposible. El ambiente podrá, a lo más, proporcionar estímulos para provocar respuestas. Estas respuestas proceden de tendencias que ya posee el individuo. Aun cuando una persona se asuste de amenazas para que haga algo, en realidad, la amenaza es eficaz solamente porque la persona tiene el instinto del miedo. Si no lo tiene, o si aun

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teniéndolo, puede dominarlo, la amenaza no influirá sobre ella más de lo que pueda influir la luz para ver en una persona que no tenga ojos. Aun cuando las costumbres y reglas de los adultos proporcionan estímulos que dirigen al mismo tiempo que evocan las actividades del joven, éste, al fin y al cabo, participa en la dirección que toman finalmente sus acciones. En sentido estricto, a nada ni en nada se le puede forzar. Pasar por alto este hecho equivale a perturbar y pervertir la naturaleza humana. Tener en cuenta la contribución aportada por los instintos y los hábitos existentes en los di rígidos, equivale a dirigirlos en un modo económico y discreto. Hablando con exactitud, toda dirección no es sino re-dirección; desvía las actividades que iban ya por otro canal. Sólo conociendo las energías que operan ya podrán ser eficaces las tentativas de dirección.

Por otra parte, el control ofrecido por las costumbres y las regulaciones de los demás puede ser de corto alcance. Puede lograr su efecto inmediato, pero a expensas de desequilibrar la actividad ulterior de la persona. Una amenaza puede, por ejemplo, impedir que una persona haga algo a que se sienta naturalmente inclinada, despertando su temor ante consecuencias desagradables si persiste en ello. Pero puede dejarla en una posición que la exponga a ulteriores influencias que le lleven a hacer cosas peores. Sus instintos de astucia y disimulo pueden ser despertados de tal manera que en adelante las cosas susciten en ella la tendencia a la evasión y el engaño más de lo que habría ocurrido de otro modo. Los consagrados a dirigir la acción de los demás corren siempre el peligro de olvidar la importancia del desarrollo ulterior de los dirigidos

Cap. 4: La educación como crecimiento.

Págs 53 -54

Nos hemos ocupado de las condiciones e implicaciones del crecimiento. Si

nuestras conclusiones son justificadas, llevarán consigo consecuencias educativas definidas. Cuando se dice que la educación es desarrollo, todo depende de cómo se conciba éste. Nuestra conclusión precisa es que la vida es desarrollo y que el desarrollo, el crecimiento, es vida. Traducido a sus equivalentes educativos, esto significa: 1) que el proceso educativo no tiene un fin más allá de sí mismo; él es su propio fin; 2) que el proceso educativo es un proceso de reorganización , reconstrucción y transformación continuas.

1) El desarrollo, cuando se interpreta en forma comparativa, esto es, con respecto a los rasgos especiales de la vida del niño y del adulto, significa la dirección de energía por canales específicos: la formación de hábitos supone destreza ejecutiva, intereses definidos y objetos específicos de observación y de pensamiento. Pero el punto de vista comparativo no es final. El niño tiene poderes específicos; ignorar este hecho equivale a mutilar o alterar los órganos de los cuales depende su crecimiento. El adulto utiliza sus poderes para transformar su ambiente, ocasionando así nuevos estímulos que dan otra dirección a sus poderes y los mantienen desarrollándose. Ignorar este hecho significa un desarrollo detenido, una acomodación pasiva. En otras palabras, el niño normal y el adulto normal están consagrados por igual a crecer. La diferencia entre ellos no está en crecer o no crecer, sino en los modos de crecimiento apropiados a las diversas condiciones. Con respecto al desarrollo de las energías dedicadas a resolver

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problemas específicamente científicos y económicos, podemos decir que el niño debe crecer en virilidad. Con respecto a la curiosidad simpatizante, a las reacciones imparciales y a la amplitud de espíritu, podemos decir que el adulto debe crecer en infantilidad. Una afirmación es tan verdadera como la otra.

Tres ideas que hemos criticado hasta ahora, a saber, la naturaleza meramente primitiva de inmadurez, el ajuste estático a un ambiente fijo y la rigidez del hábito están todas relacionadas con una idea falsa del crecimiento o desarrollo, a saber, que éste es un movimiento hacia una meta fija. El crecimiento es considerado como teniendo un fin, en vez de ser un fin. Las consecuencias pedagógicas de estas tres ideas falaces son, primero, el no tener en cuenta los poderes instintivos, o congénitos de la juventud; segundo, el fracaso para desarrollar la iniciativa al encontrar situaciones nuevas; y tercero, una acentuación indebida del adiestramiento y otros expedientes que aseguren la habilidad automática a expensas de la percepción personal. En todos los casos, el ambiente del adulto se acepta como una norma para el niño. Éste debe ser educado para él.

Los instintos naturales son olvidados o tratados como perjudiciales, como rasgos peligrosos que han de ser suprimidos o por lo menos puestos de conformidad con las normas externas. Puesto que la conformidad es el objetivo, lo que sea distintamente individual en una persona joven es alejado o considerado como fuente principal de perjuicio o anarquía. La conformidad se hace equivalente a la uniformidad. Consiguientemente, se produce la falta de interés por lo nuevo, la aversión al progreso y el temor a lo incierto y a lo desconocido. Puesto que el fin del crecimiento está más allá del proceso de crecer, hay que recurrir a los agentes externos para producir el movimiento hacia aquél. Siempre que se estigmatice como mecánico un método de educación, podemos estar seguros de que se apela a la presión externa para alcanzar un fin externo.

2) Puesto que en realidad no hay nada a lo cual sea relativo el crecimiento como no sea un mayor crecimiento, tampoco hay nada a que se subordine sino a más educación. Es un lugar común decir que la educación no debe cesar cuando se abandona la escuela. La esencia de este lugar común es que el propósito de la educación escolar consiste en asegurar la continuidad de la educación organizando las condiciones que aseguran el proceso de crecimiento. La inclinación a aprender de la vida misma y a hacer que las condiciones de vida sean tales que todo se aprenda en el proceso de vivir es el producto más fino de la educación escolar.

Cuando abandonamos la tentativa de definir la inmadurez mediante comparaciones fijas con las adquisiciones de los adultos, nos vemos impelidos a dejar de considerarla como denotando la falta de rasgos deseados. Abandonando esta noción, nos vemos también forzados a renunciar a nuestro hábito de pensar la instrucción como un método de salvar esta falta, introduciendo conocimientos en un hueco mental y moral que espera llenarse. Como la vida significa crecimiento, una criatura viviente vive tan verdadera y positivamente en una etapa como en otra, con la misma plenitud intrínseca y las mismas exigencias absolutas. De aquí que la educación signifique la empresa de proporcionar las condiciones que aseguran el crecimiento, o la educación de la vida, independientemente de la primera edad. Miramos con impaciencia la inmadurez, considerándola como algo que debe pasar tan rápidamente como sea posible. Después, el adulto formado por tales métodos educativos mira hacia atrás y lamenta impacientemente la infancia y la juventud como una escena de oportunidades perdidas y energías disipadas. Esta situación irónica persiste hasta que se reconoce que el vivir tiene su propia

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cualidad intrínseca y que el tema de la educación se refiere a esta cualidad. La reconstrucción de la filosofía. Ed. Planeta. Cap. VII “La reconstrucción de los conceptos en la moral” - Págs 192 - 193

El tuétano de la sociabilidad humana está en la educación. La idea de considerarla como una preparación, ya la edad adulta como a un límite fijo del desarrollo, son dos aspectos de una misma dañina falsedad. Si la idea moral del adulto, lo mismo que del joven, consiste en un crecimiento y un desarrollo de la experiencia, entonces la instrucción que se adquiere de situaciones de dependencia y de interdependencia sociales resulta de igual importancia para el adulto que para el niño. La independencia moral equivale para el adulto a detención en el crecimiento y el aislamiento equivale a endurecimiento. Exageramos la dependencia intelectual del niño al mantener a éste excesivamente sujeto a los hilos conductores, y luego exageramos la independencia de la vida adulta apartándola de los contactos íntimos y de la comunicación con los demás. Cuando se comprenda la identidad del proceso moral con los procesos del crecimiento específico, advertiremos que una educación más consciente y formal de la niñez constituye el medio más económico y eficaz de progreso y de reorganización sociales, y se nos hará también evidente que la prueba de todas las instituciones de la vida adulta es su influencia en facilitar la continuidad de la educación. El gobierno, las actividades del negocio, el arte, la religión, todas las instituciones sociales tienen un sentido, una finalidad. Esa finalidad consiste en liberar y desarrollar las capacidades de los individuos humanos sin preocupaciones de raza, sexo, clase o situación económica. Esto equivale a decir que la prueba de su valor es el punto de desarrollo que alcanzan en la tarea de educar a cada individuo para que alcance la plenitud de sus posibilidades. La democracia tiene muchos significados, pero si tiene un significado moral, lo encontraremos en que establece que la prueba suprema de todas las instituciones políticas y de todos los dispositivos de la industria está en la contribución de cada una de ellas al desarrollo acabado de cada uno de los miembros de la sociedad.

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