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ISBN: 978-84-939737-1-1Depósito Legal: M-00000-2011Editado por Gráficas Alberdi. Todos los derechos reservados.Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medioimpreso o electrónico.Primera edición: diciembre 2011.

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PRESENTACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 07

EL HAZ DE LUZ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 09de D. Fran Álvarez CharnecoRelato ganador

ETAPAS DE FE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21de D. Félix Amador GálvezPrimer accésit

TIC TAC . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37de D. Ignacio Cisternas TirapeguiSegundo accésit

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RUPO HOSPITALARIO QUIRÓN ha organizado por ter-cer año consecutivo una iniciativa que nació en2009 y que desde su creación ha despertado un gran

interés entre los participantes. Con esta tercera edición delPREMIO QUIRÓN DE RELATO CORTO continuamos apos-tando por un galardón con el que proponemos la escritu-ra y la lectura como actividades beneficiosas para el man-tenimiento y la recuperación de la salud.

El objetivo de este proyecto ha sido una vez más esti-mular y dar a conocer la obra de nuevos creadores quepretenden abrirse camino en el campo de las Letras y, porotro lado, ofrecer un servicio adicional y promover la lec-tura entre los pacientes de Grupo Hospitalario Quirón.

Este libro recoge los trabajos literarios del ganador ylos dos accésit, que han sido, en primer lugar, El Haz deLuz, de D. Fran Álvarez Charneco; en segundo Etapas de Fe, de D. Félix Amador Gálvez; y en tercero Tic Tac, deD. Ignacio Cisternas Tirapegui.

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El Premio está dotado con 1.000 euros para el gana-dor, dos accésit de 500 euros para cada uno de los dosfinalistas, así como con la publicación de los tres relatosfinalistas en un libro que se repartirá en las habitacionesde todos los hospitales Quirón.

Nuestro más sincero agradecimiento a todos los parti-cipantes así como a los componentes del jurado del IIIPremio de Relato Corto del Grupo Quirón, presidido porDoña Pilar Muro, presidenta de Grupo HospitalarioQuirón, y compuesto el Dr. D. Alberto de CeciliaGómez, médico de Hospital Quirón San Sebastián; DoñaAlicia Ibares Carrillo, delegada en Aragón de la AgenciaEuropa Press; Doña Carmen Cordón, periodista y escrito-ra; D. Francisco Martín Martín, filólogo y primer accésitdel Primer Premio Quirón, y la Dra. Doña Elena Gazapo,decana de la Facultad de Ciencias Biomédicas de laUniversidad Europea de Madrid.

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EL HAZ DE LUZD. Fran Álvarez Chaneco

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N ENORME SETO central dividía los dos patios, losdos edificios, las dos vidas. A un lado, la parte de lasniñas. Al otro, la nuestra, la de los niños. El colegio

no era muy grande pero, por lo visto, y a pesar de la difi-cultad del tamaño, parecía que sí, que aún se podía divi-dir en dos mitades prohibidas y absolutamente locas.Prohibida porque era impensable que se pudiera profanarel lugar contrario al que tú estabas. Y loca porque andába-mos todos como locos intentando profanarlo. Los de unlado y los del otro. No había ni un solo pensamiento a lolargo de toda la jornada escolar que no fuera el de ver, oíro sentir, a hurtadillas, por encima del seto, entre los rama-jes del seto o sobre las raíces del seto, lo que aquellas niñasnos arrojaban desde sus ojos, desde sus manos o desde susvoces. Es decir, toda su artillería pesada. Todas sus luces ytodas sus sombras. Y eso sin contar con las diminutas eincipientes curvas que ya empezaban a ceñirse en sus blu-

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sas apretadas y en medio de nuestros estrechos pantalonescortos. ¡Dios!, hubiera jurado delante de una Biblia quemis doce años me estaban matando sin piedad, que meestrangulaban cuerpo y alma sin darme apenas cuenta,como una mecha prendida en busca de su propia bombade carne. Allí estaba yo, ¡sí señor!, sentado en mi pupitre verde ran-cio, viendo por el rabillo de un ojo a don Eulogio, regla demadera en mano, señalando en un viejo mapa de Españalos afluentes del Tajo y del Duero y, por el otro ojo, inten-tando con la imaginación saltar la espesura del tupido setoa través de los ventanales de la clase. Pero eso era, por lla-marlo de algún modo, una misión casi imposible. La de unojo y la del otro. No llegué a quedarme bizco porque creoque siempre fui un niño con suerte. Sin embargo, LuisRobledo, mi compañero de mesa, y el más atrevido sinlugar a dudas, daba siempre un paso más que nadie.Aprovechaba los segundos en los que don Eulogio girabasu cabeza hacia la pizarra, explicando algo, para levantarsecomo un rayo y mirar al edificio de enfrente donde veíacómo las niñas cuchicheaban entre ellas y cargaban losrifles de sus miradas con asesinas balas azules que siempredaban en el blanco de nuestras lujuriosas inocencias.Aunque eso no era lo peor. A la hora del recreo, los profe-sores y profesoras, cada uno en su correspondiente lado

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del seto, ¡claro!, montaban una rigurosa guardia imagina-ria, a lo largo de toda aquella frontera verde, como si fue-ran auténticos soldados de élite defendiendo la posiciónmarcada por el alto mando. Siempre iban por parejas.Escudriñando horizontes, fumando, con las gafas caídassobre la punta de la nariz como radares de última genera-ción y apuntando en sus cuadernillos de guerra cualquierinsolencia, arrojo o fuga extraña de sentimientos ajenos.¡Ah!, y no se admitían ni pases de favor, ni documentos,aunque estuvieran firmados por el mismo Jesucristo baja-do de la cruz, ni palabras dadas, aunque hubieran sidoprometidas ante la tumba abierta de nuestros padres.Aquel límite de la discordia se mantenía cerrado a cal ycanto de once a once y media de la mañana. Y por allí nopodía pasar nadie. ¡Qué digo pasar!, ni siquiera detenerse,ni mirar siquiera, ni lanzar desde una parte a la otra algúnpapel estrujado en forma de bola para que, al otro lado delmundo, alguien supiera de nosotros, que estábamos allí,prisioneros desahuciados en una auténtica e irreparablepesadilla. Y que, además, no podía haber ni indulto ni res-cate posible. Bolas de papel como si fueran botellas llenasde mensajes vitales, de testamentos de sangre, lanzadasinútilmente sobre una mar gruesa y enfurecida: “Carlos está por Laura”… “¡Cristina, nos vemos después declase en el quiosco de las flores! ¿Vale?”… “Lucía, soy Dani,

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¿por qué estás tan triste hoy?, ¿es que te he hecho algo?”…“Tengo un regalo para ti, Anabel. Es una cajita con un beso.¿La quieres?”…Yo qué sé, miles y miles de frases que podrían confundir-se con los más hermosos poemas de la LiteraturaUniversal, escritas a escondidas con el carboncillo negrode las clases de dibujo, y temblando de miedo por si nospillaban, entre polinomios y listas de reyes godos, entretablas de elementos químicos y asquerosas disecciones desapos resecos y desamparadas lagartijas. ¡Malditos años!¡Y malditos aquellos setos que nos cortaban en dos elcorazón y el aliento como si fueran afilados cuchillos decarnicero! Y después, a las dos de la tarde, cuando sonaba el timbredesde el despacho de don Antonio, el director, de vuelta acasa, a la rutina, a la vieja y destartalada casa de vecinos, ami vieja y humilde casa construida a principios de siglo,con aseos comunes en cada planta y sentimientos disparesdetrás de cada puerta. Y lo hacía cabizbajo y cansado detantas batallas perdidas y tantos millones de sonrisas des-perdiciadas. Con mis derrotados doce años al hombro ymis aplastadas ganas de vida oprimiéndome el pechocomo una olla a presión. Perdido. Como un malditobufón sin rey. Y apagado. Como un imponente silencioque no es capaz de encontrar su noche. Con la mochila

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llenita de sueños absurdos y unos cuantos libros de textogarabateados en todos los márgenes de todas sus páginascon un Bic Naranja de punta fina con el que a todas horasintentaba componer historias imposibles.Después de comer, ¡bueno!, después de comer ya me olvi-daba de todo, sacaba la libreta roja en donde apuntaba misdelirios y… sonreía de nuevo. Trataba de saltar, como lohacía mi compañero Luis en clase, por entre mis propiospensamientos, para construir una frase lógica, o irracional,la verdad es que aún no lo sé muy bien, que me pudierallevar con sus palabras a otros universos. A uno de esosmundos donde los setos estuvieran prohibidos y la risa,por ley, era obligatorio que fuese contagiosa, donde eltecho del cielo fuera del mismo color celeste para todos ydonde los afluentes del Tajo y del Duero pudieran llegar aser hasta maravillosos. Un mundo loco y divertido que nonos apretara la garganta tanto como este.Un día, a primeros de junio, llegaron nuevos vecinos a lacasa. Día de mudanzas, de alboroto y de susurro de mue-bles en busca de nuevos rincones. Fue la primera vez quela vi. Estaba sentada en el bordillo de la acera, junto alcamión que la trajo de lejos. A ella, a sus dos hermanospequeños y a sus padres. Quizás tuviese un par de añosmás que yo. Canturreaba alguna canción entre dientes.Pasé a su lado para verla de cerca. Silbando bajito.

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Disimulando. Coqueteando. Creo que ni me vio. Susojos eran tan negros como el carboncillo que usaba en elcolegio. Sólo me faltó pedírselos prestados para escribirmi nombre en un papel con forma de bola y decirle queyo existía, que vivía al otro lado del seto donde lloran losniños que jugamos a ser hombres, en el primer pasillo deviviendas del ojo de patio, justo tres puertas más abajoque la de ella. Pero no hizo falta, me miró, dibujó unasonrisa en sus labios, me dijo que se llamaba Marina yechó a correr hacia su casa. Todos mis sueños, los delpasado y los que aún no había tenido, se fueron corrien-do detrás de ella.En verano, por las noches, tenía la gran suerte de que laterraza del edificio daba a la parte trasera de la enormepantalla de tela del cine Avenida. Se veían las imágenes alrevés. Pero me daba igual. Creo que hasta me gustaba más.Me sentía un privilegiado. Tenía la sensación de que yo erala única persona en el mundo que podía contemplar lapelícula de esa forma tan sorprendente y maravillosa. Talvez, una película nueva, distinta a la que todos conocían.Filmada para mí solo. Me sentaba en el suelo, a pocosmetros de las empinadas calles de San Francisco o de lasocres praderas del salvaje Oeste, en el centro de un ringpeleando a brazo partido con el malvado Fu-Manchú odormido en una cama junto a la mismísima Lauren Bacall.

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Llegaba incluso a comer hasta cuatro o cinco bolsas depipas, sin pestañear siquiera, hasta que el The End me des-pertaba de todas mis fantasías. En hora y media había llo-rado, reído, maldecido, o incluso suspirado. Y después,con lentitud extrema, como cuando sonaba el timbre delcolegio, descendía hacia mi casa, cabizbajo y cansado, otravez, de tantas batallas perdidas y tantos caminos extraños.Con los ojos llenitos de lunas y charcos y los bolsillos delpantalón repletos de besos, aventuras, olvido y memoria.Aquel día bajé un poco antes de lo habitual. En uno delos cortes se quemaron varios fotogramas de la cinta y tar-daban en arreglarla. De todas maneras ya la había vistocuatro veces. Yo siempre he visto todas las películas tres ocuatro veces. Así que, esa noche, preferí descansar. Bajédespacio. Sin encender las luces de la escalera. Conocíacada uno de los escalones, de las esquinas, de los pasama-nos caídos y las baldosas desprendidas. Todo formabaparte de mí, de mi vida, de mi mundo, de mi locura deniño. Al llegar al último pasillo, en la última ventana dela casa de Marina, la de su habitación, me detuve. Estabacerrada, pero la luz amarillenta del interior intentabahacerse hueco a través de una pequeña rendija en lamadera del marco. Pegué el oído para tratar de escucharsu respiración, o su voz, o algo. Nada. Un silencio noc-turno fue la única respuesta. Lo único que pude llegar a

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percibir fue el eco desbocado de mi propio corazón.Tragué saliva. Una leve sombra se movió ligeramente através de los impenetrables visillos. Temblaron mismanos por el atrevimiento. Y mis piernas. Y mi todo. Mesentía como un flan de gelatina a punto de desmoronar-se sobre un delicado plato de porcelana. Pero di un pasomás, yo que nunca me atreví a dar pasos de más. Y lo hiceigual que lo hacía mi amigo Luis en su descascarilladopupitre verde rancio cuando don Eulogio giraba la cabe-za. Como un zorro al acecho en una estrecha madrigue-ra. Oculto entre esquinas dobladas y sombras perfectas yfugaces. Cuando acerqué mis ojos al haz de luz de lamadera quebrada, no sabía que detrás de ella estaba eldestino llamándome a gritos y dispuesto a cambiar parasiempre el resto de mi vida...¿Cómo contarle a Marina que la imagen que vi se megrabó a fuego en los acantilados más profundos del alma?¿Cómo expresarle que su cuerpo, erguido y desnudo, en elcentro geométrico de aquel barreño de zinc, abrió, a que-marropa, todas las botellas llenas de mensajes que habíaestado arrojando al océano azul de mis sueños? ¿Cómodescribirle la belleza de su mano recogiendo el agua tem-plada del fondo con una esponja rosa para, después, derra-marla con delicadeza sobre la intimidad de sus pechos y suvientre? ¿Cómo definirle con palabras exactas que su baño

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de espuma clara se vació vertiginosamente sobre la heridaabierta de mi corazón loco?... ¿Cómo?...Fueron apenas veinte segundos, pero juraría que estuveallí, petrificado y boquiabierto, detrás de aquella claridadsonora de la noche, más de veinte siglos. Pero, sobre todo,cómo hacerle saber que estos sesenta y dos años que llevocon ella no los hubiera cambiado por nada. Hoy vuelvo amirar sus ojos negros, esos que son del color del carbonci-llo, para descubrir con asombro que ya no existen fronte-ras ni patios prohibidos. Ahora, por fin, ya me he dadocuenta. Ahora, que la vuelvo a ver desnuda, de nuevo, ysentada en una silla de plástico bajo el chorro suave denuestra ducha. Ahora, cuando es mi mano consumida porla vejez la que lava con delicadeza su pelo blanco y sucuerpo arrugado e inerte con esponjas de olvido. Ahora,cuando mis dedos desvían sin querer la atención de sumirada perdida durante un instante mágico. Ahora, cuan-do su voz sólo puedo ser capaz de medirla en gemidos ysilencios y cuando ella ya no recuerda ni quién soy, nicómo me llamo. ¿Cómo?... ¿Cómo?... Ahora, que ya he saltado al otro ladodel seto, de los miedos, del futuro, que ya no hay soldadosde élite escudriñando horizontes perdidos ni sentimientosajenos, que he visto con ella, a través del espejo retrovisorde nuestra vida, todas las calles de San Francisco y las

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ocres praderas del salvaje Oeste, igual que las veía en miviejo cine Avenida de verano. Y que he besado sus labiosun atardecer, a orillas del Duero, con un poema deMachado grabado a fuego en la memoria. Fue allí, detrás del haz de luz. Sí. Allí ocurrió. En apenasveinte segundos, pero los suficientes como para descu-brir que hay un millón de mundos nuevos donde el cieloes de un celeste radiante y la risa es, por ley, obligatoriapara todos.

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ETAPAS DE FED. Félix Amador Gálvez

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I HIJO TIENE cinco años y es más listo que yo.Supongo que todos tenemos esa sensación en algúnmomento de nuestra vida como padres, del mismo

modo que todos atravesamos en algún momento una etapaque no hubiéramos podido superar sin la ayuda de losdemás. Más tarde o más temprano, al volver una página, esecapítulo aparece y se nos pone ante los ojos como una mura-lla infranqueable. La fortuna de pasar al otro lado depende,en gran medida, de la calidad de quien tengamos al lado yde la fe en una vía de salida que no podemos vislumbrar. Esta mañana he salido a dar una vuelta por el centro. Enrealidad, sólo salí para comprar el periódico, o eso fue loque le dije a Sara, pero lo cierto es que necesitaba pensar,sentir el aire de la mañana y pasear sin rumbo para poneren orden ciertas ideas. Los compañeros decían que todo estaba pactado y que noteníamos nada que hacer, ni los sindicatos ni los emplea-

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dos. El destino. El status quo. Eso decían. Deberíamoshaber imaginado algo cuando nos rebajaron el sueldo;nadie se la juega así a los que movemos la máquina, perolo hicieron. Después, vino lo de la paga. Nos rebajaron lapaga extra a la mitad, más o menos, un cuarenta por cien-to de reducción por el bien de todos. Para paliar la crisis,dijeron. Con esto, ni siquiera tenían para tapar los aguje-ros que ellos, los de Arriba, habían provocado. Los deAbajo pataleamos, como siempre, y, como siempre, noconseguimos nada, ni siquiera alterar su experimentadaindiferencia. Ahora estoy en el paro.Esta mañana el cielo estaba plomizo, como siempre penséque estaría el cielo gris del París de Cortázar. Toda lamañana deslucía un color apesadumbrado. La calle estabasucia, gris. Había tiendas cerradas por donde quiera quepasaba: relojerías, tiendas de regalos, cafés, panaderías...Todas me ofrecían el mudo y abatido gris metalizado desus rejas cerradas. Quizás un día todo este sistema eche elcerrojo y tengamos que vivir como lo hacían nuestrosabuelos, de la subsistencia o de la tierra o de la fe. Los car-teles que venden pisos que son hogares ocultan los queanunciaban una huelga general que nadie pudo permitir-se. De la misma manera, unos recuerdos tristes tapanotros que pretendemos más tristes. Mi vida se balancea enla incertidumbre. Dice una estadística que hay tanto para-

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do que sólo quedan en activo los funcionarios, los enchu-fados y los que trabajan de tapadillo, a cambio de dineronegro.Mirando el escaparate vacío, como campo de batallareciente, de una relojería muy popular, pensé en lo felizque era de niño, cuando lo quería todo y no tenía nada.Quizás la suerte es que a esa edad se olvidan las carenciascomo se olvidan las cosas que no es bueno recordar. Hoyen día los niños ya no son así. Vienen maliciados de latelevisión y razonan, esto es, razonan como niños, pero noolvidan.Mi hijo tiene una memoria prodigiosa, para mi felicidady para mi vergüenza. Digo esto porque hace una semaname devolvió los efectos de una noche de Reyes de cuandoél contaba sólo tres años. Ahora tiene cinco y parecemayor, aunque yo lo sigo viendo como un renacuajo.Hace dos años estaba allí de pie, frente a todos los regalosque los Reyes Magos, sus abuelos, sus tíos y mi tarjeta decrédito le habían dejado encima de la cama aprovechandoun descuido.– No me han traído el Scalextric –dijo con su vocecita derecién levantado. En realidad, no dijo “Scalextric” sinoalgo mucho más complicado y difícil de transcribir, peroel mensaje nos llegó. Todas sus ilusiones del año anteriorhabían consistido en recibir un Scalextric para Reyes.

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Cada vez que consideraba que se había portado bien noslo recordaba.Por eso aquella noche, mientras hacía un inventario de losregalos que le habían dejado, sólo se le ocurrió reclamar elScalextric. Su madre y yo nos miramos. Los abuelos, quehabían oído toda clase de comentarios a lo largo de suvida, sonrieron con condescendencia. Sara y yo habíamosolvidado que el chico había pedido un Scalextric, o quizáslo habíamos obviado pensando que era demasiado jugue-te para un niño tan pequeño. El Día de Reyes no huboScalextric. Mi hijo no dijo nada, sólo examinó los regalos,los contó y buscó afanosamente el regalo esperado. – ¿Te gustan los regalos? –preguntó su madre, demasiadoapresuradamente.Entonces todo cambió. La expresión de sus ojos dejó deser la de un niño en el Día de Reyes. Su sonrisa indecisase transformó en una mueca de decepción al principio yde desesperación después. Algo en su mente en formaciónle indicó que sus esperanzas habían sido en vano. Por des-contado, el resto de los que allí estábamos ignorábamos supreocupación y no supimos explicarnos el motivo de sullantina cuando por fin rompió a llorar.Sara corrió a abrazarlo, envolviéndolo en palabras deánimo y promesas de futuros Días de Reyes más propicios.El abuelo, sin embargo, reaccionó riñendo al niño, remar-

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cándole el valor de todo lo que había recibido, de los tiem-pos que tenía la suerte de vivir, y haciendo una compara-ción no muy oportuna con los años que a él le tocaron. Yoestaba anonadado. Era un padre primerizo. Aquél era mitercer Día de Reyes como padre y todo estaba saliendomal. No sabía qué pieza mover. Sara me miró con una peti-ción angustiosa en los ojos. Me agaché junto al niño.– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? –le pregunté, tratando de que mivoz no mostrase la inseguridad que zarandeaba mis cuer-das vocales–. ¿Es que no te gustan los regalos? Mira quelos Reyes Magos han viajado un millón de kilómetros paratraértelos...La llantina no acababa. Amenazaba con convertirse enalgo peor. Sara cogió un peluche de Pepe Planeta, el per-sonaje favorito de los gustos televisivos del niño. Se lopuso ante los ojos.– Mira quién está aquí. ¡Pero si es Pepe Planeta!Mi hijo apretó los labios y sacudió la cabeza enérgicamen-te, como si negara todo lo que estaba ocurriendo. Saracogió una de sus manitas e intentó que abrazara al muñe-co, pero sólo obtuvo una esperable reacción de rechazo.Cruzó los brazos y giró la cabeza hacia donde no podíavernos.– ¿Es que hay algún juguete que no te hayan traído? –pre-gunté en un atisbo de inusitada lucidez. Por primera vez,

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lo de ser padre se me estaba dando mal. ¿O es que antesno había tomado conciencia de mi propia ineptitud?–¿Falta algo de tu carta a los Reyes? Asintió sin volverse a mirarnos.– Y... ¿podemos saber qué es?Volvió la cabeza el tiempo justo para gritar: ¡El Scalextric!Supongo que todos los niños hemos pedido alguna vez unScalextric a los Reyes y creo que a los Magos les falló lamemoria con la mayoría de nosotros. Mi hijo nos gritóaquello con la superioridad del maestro ante el ignorante.¿Cómo no habíamos caído? ¿Es que no habían quedadoclaros sus deseos?– Lo había pedido. ¡Lo había pedido en la carta!Sara y yo nos miramos. Al observar la expresión del otro,ambos comprendimos que ninguno de los dos recordabaque el chico hubiera pedido un Scalextric. Traté de ser conciliador.– Recuerdo todas las cosas que pediste en la carta. Laescribí yo, ¿recuerdas? –Sara asintió, pero del chico noobtuve respuesta alguna–. No recuerdo que nombraras elScalextric. Se volvió. Estaba claramente enojado.– Claro que sí. ¡Lo escribiste! ¡Escribiste el Scalextric! –gritó, y se zafó de los brazos de su madre para ir a refugiar-se en el cuarto de juegos.

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Apenas oí la discusión que mantuvimos Sara y yo en losminutos que siguieron, ni presté atención a los comenta-rios que los abuelos trataban de intercalar para paliarnuestra inexperiencia; me sentía un padre nefasto, undescuidado sin sentido de la responsabilidad, un padreculpable.Como un sonámbulo, dejé de prestar atención a Sara y diun paso atrás, y otro, y otro, y me alejé de la conversacióncon la vista perdida en la puerta de la habitación de jue-gos. Me giré en aquella dirección y, al hacerlo, tropecé conlos juguetes. Me incliné para reparar el destrozo y uno delos paquetes me dio una idea. Abrí el regalo con urgenciaen las manos. Rompí el papel. Forcé la caja para abrirla,desafiando el celo recalcitrante de los fabricantes, quehabían sellado aquella caja como si estuvieran vendiendouna bomba de neutrones y no un teléfono musical aptopara menores de tres años.Toqué a la puerta del cuarto de juegos. No vi a mi hijopor ningún lado, por lo que supuse que se había refugia-do dentro de una pequeña tienda de campaña que leregalamos por su cumpleaños. Es una tienda de juguete,con personajes de dibujos animados serigrafiados en loslaterales. Me puse a gatas y entré a duras penas. Sonrió al verme,aunque un segundo después apartó la mirada. Sin embar-

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go, se le notaba con claridad que los derroteros por los quecirculaban sus pensamientos lo habían alejado de ladecepción del Scalextric. Me puse el teléfono en el oído ypresioné al azar uno de sus botones. Una musiquilla chi-llona tarareó una canción infantil. Mi hijo fingió indife-rencia. Era el momento.– Es para ti –susurré, alargándole el auricular de un plás-tico rojo insultante.Volvió la cabeza con precaución. No miró el teléfono. Memiró a mí.– ¿Quién es? –preguntó con la inocencia de sus tres añitos.– Es Pepe Planeta –improvisé.Dudó, cogió el auricular y volvió a dudar. Por fin, se lopuso en el oído y le oí decir:– ¿Diga?Sonreí. Tenía el mismo deje de su madre al contestar alteléfono.– ¿Es él? ¿Es Pepe Planeta? –pregunté, jugándome el éxitode la operación.Para mi consuelo, mi hijo asintió.Pepe Planeta es su personaje favorito de la televisión. Llevaun traje colorido, al estilo de Superman, y se pasa la vidasolucionando problemas a los niños e intentando que losmalos no destruyan el medio ambiente. Mi hijo podría

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pasarse las veinticuatro horas del día viendo esos dibujosanimados. Otra cosa, no, pero cuando está viendo losdibujos de Pepe Planeta se olvida de comer, de jugar eincluso de que el resto del mundo existe. Un día le pre-gunté por qué le gustaba tanto. Me respondió como unapersona adulta. – ¿A ti te gusta la tele, papá? –Yo asentí–. ¿Qué te gusta? Reí.– Me gusta ver el telediario.– ¿Por qué? –preguntó.Yo me encogí de hombros.– No sé. Porque me gusta cómo el hombre del telediarioda las noticias. Me gusta su punto de vista y su visión de... Asintió, severo, como aprobando la calidad de mis amistades.– ¿Te gusta el hombre del telediario?– Sí...– Pues a mí me gusta Pepe Planeta.Y ahora allí estaba él, charlando de sus cosas con un PepePlaneta invisible al otro lado del teléfono, como charlaríacon un amigo si tuviera edad para hilar una conversacióncoherente; pero, aunque sus frases fueran saltando de unasunto a otro desordenadamente, su tono se apaciguó y notocó en ningún momento el tema de los regalos de Reyesni la frustración de no haber recibido el Scalextric espera-

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do. No puedo describir con palabras la conversación quemi hijo tuvo con aquel teléfono de plástico rojo en laoreja. Mi hijo tiene una imaginación inquieta y sorpren-dente. Supongo que la televisión tiene mucho que ver conello. Lo más fascinante, lo maravilloso, fue que en ningúnmomento sacó el tema del padre irresponsable que sehabía olvidado de escribir la carta según sus deseos.Se lo he agradecido durante los dos años que han pasado,a pesar de que todos olvidamos enseguida aquella noche.La prueba es que al año siguiente ni él incluyó el Scalextricen la carta a los Reyes ni nosotros dos nos acordamos...Ahora las cosas se han torcido y pensamos en otras cues-tiones. Este año, después de Reyes el mundo se nos vinoencima. A Sara la despidieron, como a la mitad de la plan-tilla, aduciendo cuestiones de productividad, aunque loúnico probable es que el negocio hubiera dejado de serrentable para los propietarios. La reforma laboral les per-mitió una jugada de ajedrez en la que resultó sencillosacrificar los peones y además estaba subvencionado. Porsuerte, había cotizado los años suficientes para tener dere-cho a un subsidio. Podríamos superarlo, pensamos, perolo malo de tener un problema es que, cuando tienes otro,ya son dos problemas juntos.Un mes después, comenzó la zozobra. Nos habían bajadoel sueldo, nos continuaban exigiendo productividad y

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amenazaban con recortarnos un cuarenta por ciento lapaga de Navidad. Nadie se movió. Todos pensábamos queera ilegal un recorte de este tamaño. Veíamos las pensionesde los jubilados congeladas y, aún así, creíamos que estamaldita crisis no iba con nosotros. Las compras de Reyesse vieron recortadas un cuarenta por ciento. Muchas tien-das cerraron antes de terminar la campaña navideña. Saray yo hicimos ajustes y previsiones, recortamos el menú deNochebuena y cumplimos fielmente con la carta a losReyes Magos. Todo marchó a la perfección porque ni elchico ni nosotros nos acordamos del Scalextric.Enero fue peor, con el sueldo más bajo y la promesa de unrecorte mayor. No hubo recorte. Febrero vino con unacarta de despido y, como un mal compañero, me fui a llo-rar a mi casa sin preguntar si habían caído más como yo.Supongo que la naturaleza humana es así.Estaba en el sofá una tarde de hace dos semanas, apesa-dumbrado, con la vista perdida delante de un café frío,cuando noté una presencia.Mi hijo me observaba.Supongo que sentí un escalofrío de inseguridad. Lo únicoque he hecho en las últimas semanas es levantarme con eltiempo justo para llevarle al colegio y desayunar despacio,consumiendo el máximo número de minutos posiblespara no comenzar el día. Después, salgo a comprar el

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periódico y suelo deambular por las calles con él bajo elbrazo, doblado, dilatando ese momento de comprobarque no contiene ofertas de empleo para mí. Cualquieresperanza, por vana que parezca, merece la pena disfrutar-la unos minutos más. Atravieso una etapa de fe, porqueno vivo, sólo miro a un futuro que quiero que exista.Camino por calles grises como el destino, doblando esqui-nas como quien se adentra en una nube. Todo suele estarborroso a esa hora. La noche cae a las tres de la tarde, des-pués de almorzar, cuando el chico se acuesta para la siestay Sara sale a algún curso.Uno de esos días, hace una semana, me estaba ahogandoen este estado de embriagada angustia cuando vi a mi hijoallí de pie, observándome. Supongo que parte de lo de serun buen padre consiste en ocultar cualquier tipo de senti-miento que pueda confundir o preocupar a nuestros hijos.Yo no fui capaz. No tenía nada positivo que decirle, eintentar hablar fue la peor idea del mundo. Se me hizo unnudo en la garganta. Rompí a llorar.Cuando conseguí calmarme un poco, me topé con sumirada. Seguía observándome. Yo lo miré. No fui capazde decirle nada. Sólo pude asistir al espectáculo de su con-fusión contenida y a la forma en que se giró y desaparecióen dirección a la habitación de los juegos.Tomé aire. Necesitaba disimular y conseguir que el chico

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se acostase de nuevo. En ese momento, regresó al salón.Traía en su mano un juguete. Me lo tendió y yo lo cogí.Quise decirle que no tenía ganas de jugar, pero no encon-tré fuerzas. Estuvimos observándonos un rato sin que nin-guna frase saltara al aire. Mi hijo me miraba con obstina-ción a los ojos. Supongo que vigilaba que ninguna lágri-ma asomara a ellos. Hice una mueca que quería ser unasonrisa. Él la malinterpretó. – Tienes una llamada –dijo en voz baja.No supe qué contestar. No imaginaba a quién se refería.En realidad, mi mente estaba en otra cosa.– ¿No quieres hablar con tu amigo? –insistió.– ¿Qué amigo? –respondí de forma automática.– Tu amigo, el hombre del telediario –respondió connaturalidad.– Fue en ese momento cuando me percaté de lo que teníaen la mano. Era un teléfono musical que le habían traídolos Reyes algunos años atrás. Él volvió a insistir. Yo levanté la mano y me puse el telé-fono de juguete en la oreja. Mi hijo me observó, expectan-te, con una sonrisa enorme y esperanzada.– ¿Diga? –murmuré. Y, al hablar, noté cómo se me hacía unnudo en la garganta. Sin saber por qué, me eché a llorar.Mi hijo se acercó lentamente y me quitó el teléfono de lasmanos. Observaba mis lágrimas.– ¿Qué pasa, papá? ¿Se ha cortado?

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TIC TACD. Ignacio Cisternas Tirapegui

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¿DÓNDE ESTOY? – pregunto sorprendido al hombrede barba blanca.

– ¿Dónde crees que estás? – me pregunta él de inmediato.– No lo sé. No lo recuerdo.– Entonces cuéntame lo que recuerdas.

En el año mil novecientos diez [1910], Hans RoleixWilsdorf era reconocido como el mejor relojero en todaSuiza. Los señores principales de los diferentes cantones locontactaban con frecuencia para solicitar sus servicios.Nobles y aristócratas de todo el mundo lo llamaban paracomprar sus obras. Su reputación era tan grande como labelleza y perfección de sus relojes.En el transcurso de su vida creó todo tipo de cronómetros:de péndulo, para ajedrez, de bolsillo, de pulsera, paradama y varón, incluso fabricó un reloj de arena que con elpeso de los granos giraba los engranajes que hacían rotarel indicador horario.

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La búsqueda por la medición perfecta del tiempo era unaobsesión que Hans arrastraba desde su niñez. Por eso,cuando observó por primera vez el reloj que construyópara el cumpleaños cincuenta [50] de su padre, lo hizocon reverencia, incluso algo intimidado ante la perfecciónde su obra. Es un reloj de pared con forma octogonal, elcuerpo está hecho con madera de jacarandá y piezas deoro labrado sellan las junturas. Dentro de su carcasa bar-nizada y brillante, avanza una maquinaria precisa, o mejordicho, circula, porque los cincuenta y dos [52] engranesrotan con exactitud mesiánica. Lo único que Hans noconsiguió hacer fue que sus campanas tañeran cada hora,pero eso ya lo sabía, Hunhau se lo dijo mucho antes quepusiera la primera pieza.

– Recuerdo que estaba observando el reloj de mi abuelaen la exhibición de la subasta del día siguiente – le contes-té al hombre de barba blanca.– ¿Y qué pasó luego?– Lo revisé con detención. Lo descolgué y abrí su meca-nismo. Ese reloj es mágico. Funciona desde siempre yjamás se ha reparado ni se la ha dado cuerda. Es precio-so. Y su historia, de lo más rara. Es un Rolex originalfabricado a mano por el fundador de la marca, a princi-pios del siglo veinte [S. XX]. Es típico de la época. Un

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octágono construido en madera de jacarandá. Una made-ra muy valiosa y resistente, y que posee propiedades úni-cas de aislamiento acústico, lo que la hace la preferida porlos artesanos para hacer relojes. ¿Entiende? – El hombreasiente con una sonrisa y se sienta en una silla que jura-ría no estaba ahí antes. Lo miro extrañado, pero en lugarde preguntar, continúo –. Bueno, en realidad no impor-ta de qué está hecho el reloj. Lo importante es que a pesarde ser un reloj suizo del siglo pasado, tiene unos talladosmuy extraños. Unos jeroglíficos característicos de las cul-turas mesoamericanas, como los mayas o algo así.¿Interesante, cierto? – ¡Mucho! Por cierto. Cuénteme más – el hombre meobserva como si fuera un conejillo de indias, un bichoraro en un lugar raro. Sin embargo, algo no me permitedesconfiar de él.– Bueno, el asunto con el reloj – continúo - es que ade-más de único por los tallados mayas, por ser un Rolexfabricado a mano, porque está decorado con oro de vein-ticuatro quilates [24K] y por un sin fin de razones más…el reloj es único porque era de mi abuela. Ella me lo rega-ló la noche cuando… – siento el ardor del llanto en misojos, pero continúo como si nada sucediera – Como sea.Esa noche hablamos durante horas y antes que me pidie-ra que la dejara sola, porque estaba cansada y quería dor-

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mir, me dijo que ese reloj era mi herencia. Que sin impor-tar lo que pasara, ese reloj era mío. Era su regalo para mí.Y yo le juré que lo conservaría toda mi vida.

Desde pequeño, Hans Roleix observó a su padre fabricarrelojes. Le fascinaban los engranajes y sus pequeños dien-tes. Le encantaba verlos girar, pero lo que más le agradabaera el incesante sonido que hacían, un tic tac infinito,como una gota tras otra que cae en un lago en perfectacalma. Él sabía que la razón de ese particular sonido es laoscilación del volante y su espiral metálica. Ése es el cora-zón del reloj. La pieza que bombea la energía vital parahacer girar los engranajes.Gracias a su amor por su padre, su fascinación por losengranes y su obsesión por la medición exacta del tiempo,Hans progresó mucho más rápido que su mentor y a losdoce [12] años logró fabricar su primer cronómetro. Esosi no contaba los relojes de sol y de arena que hizo a modode experimento cuando era apenas un crío.Pero a medida que crecía, su progenitor envejecía. Muyjoven, a los treinta y cuatro [34] años, su padre sufrió unaartritis feroz, que al cabo de tres [3] años deformó susdedos de tal manera, que no pudo trabajar más con lasmanos. Por fortuna, para esa época Hans ya tenía quince

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[15] años y se hizo cargo de la empresa familiar. Prontorecibió su primer pedido, y luego su segundo y tercero, ycomprendió que el tiempo de entrega de sus relojes leimpedía lograr la perfección del mecanismo dentro deellos. No tenía tiempo para crear una máquina perfectapara medir el tiempo. No entendía la paradoja que aquellafrase planteaba, pero sí sabía que descubriría la solución.Tardó más de un año en comprender que sólo lograríahacer un reloj perfecto si usaba toda su vida en ello (oquizá la vida de otro). Entonces decidió que le regalaría asu padre el reloj perfecto el día de su cumpleaños cincuen-ta [50]. Tenía dieciséis [16] años.

– Esa noche me quedé a dormir en casa de mi abuela.Confieso que me levanté varias veces para ver el reloj. Algoen él me atraía más allá de cualquier razón lógica. Yo aca-baba de volver a Chile y lo hice exclusivamente porque miabuela fue hospitalizada. Esa bruja tenía la salud de unroble, así que si cayó en cama es porque algo grave le suce-día. De hecho, el médico me dijo que no creía que salieracon vida de la clínica, pero lo hizo. Sobrevivió hasta la casasólo para llevarle la contra al doctor – sonrío, pero el hom-bre de barba no comparte mi sentido del humor -. Comosea. El hecho es que a las cinco treinta y siete de la maña-

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na [05:37 A.M.] del diecinueve de enero de dos mil diez[19/01/2010], el reloj tañó con una letanía mortuoria. Yosabía que eso era imposible, pues una de las cosas que dijomi abuela fue que el reloj marcaba la hora con una perfec-ción inaudita, pero que el fabricante nunca arregló suscampanas, así que éstas nunca funcionaron – miré a miinterlocutor con curiosidad. Esperaba ver en su rostroalgún asomo de sorpresa o interés, pero nada – Se dacuenta – insisto - ¡Un reloj mágico! Tal como le dije antes– como la expresión del hombre de barba permanecíavacía, continué -. Entonces fui donde mi abuela a verla.Para contarle lo del reloj y sus campanadas. No pensé enla hora, sólo quería hablar con ella.

Cuando Hans empezó la titánica tarea de construir elreloj perfecto, consumió años sólo para lograr engranajesexactos, tanto en peso como medida, pero pronto se diocuenta que sin importar lo que hiciera, esos engranessiempre perderían un segundo cada trescientos sesenta ycinco [365] días. Y peor, aún cuando consiguiera com-pensar ese segundo al año, siempre tendría el problemade la cuerda. El reloj debía funcionar solo, eterno y per-fecto hasta el fin de los días. El sistema de péndulo ofre-cía una solución más perdurable, pero igual terminaba

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por detenerse. Eso sin contar que a cada movimiento, elroce lo hacía un poco más lento, lo que producía la pér-dida de dos milisegundos [0,002 s] al día. Aunque estesistema era mucho más preciso, no era perfecto. Y muchomenos eterno.Hans sabía que el secreto del movimiento del reloj radica-ba en su corazón, en el tic tac que producía el volante y suresorte en espiral. El problema es que las espirales pierdenelasticidad con el aumento de temperatura, por lo que elvolante oscila más lento. Buscó compensar esta pérdida através de la manipulación del mecanismo y para lograr unmovimiento constante, desarrolló un rotor perpetuo queda cuerda a la maquinaria al agitar el volante, pero estasolución traía consigo otra pregunta: ¿cómo mover enforma constante un reloj de pared? En uno de pulserapodría funcionar, por el movimiento del brazo, incluso enuno de bolsillo, pero en uno de pared, nunca. Sería ridí-culo descolgarlo una vez a la semana para zarandearlo ydespués ponerlo de nuevo en su lugar.Atascado en este dilema, Hans buscó durante dos [2] añosuna solución. Entonces volvió a sus inicios, cuando creósu primer reloj de sol. Si bien no tenía la exactitud de losengranajes, el sistema era incansable, mientras hubieraluz, marcaría las horas por la eternidad. Entonces comen-zó a investigar para descubrir cómo llevar esta idea a su

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maquinaria. Estudió a los egipcios y entendió que ellosconcebían el tiempo a través del dios Ra, quien da y quitala vida. Pero su tecnología era demasiado rudimentaria.Sin embargo, esta exploración lo llevó a descubrir a losmayas y la forma en que ellos entendían el funcionamien-to del universo. Al igual que los egipcios, los mayas tam-bién se guiaban por el sol para medir el tiempo, pero ellosfueron un paso más allá y crearon un calendario perfecto,mucho más exacto y complejo que el georgiano, pues esta-ba normado por el movimiento de las estrellas y no sólopor el sol y la luna. Unidades de tiempo perfectas y eter-nas, justo lo que Hans Roleix buscaba.

– Cuando entré a su pieza, la vi tendida de espalda. Lucíatan delgada y frágil que no me atreví a despertarla – son-reí con melancolía –. Me quedé observándola. Bajo lasmantas, su cuerpo apenas era visible, por eso tardé unosminutos en darme cuenta de que no se movía. Puse mioreja en su pecho y entonces lo supe. Había dejado derespi… – un largo sollozo me ahoga y evita que continúe. – Lo entiendo amigo. La muerte es algo que todos nosafecta. No se preocupe. Llore cuanto quiera - lo miré conhonda congoja, pero las palabras del hombre de barbaeran frescas y reconfortantes.

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– Lo siento. Éste es un tema muy delicado para mí. Améa mi abuela demasiado para expresarlo con palabras, yaunque ya han pasado semanas desde su partida, aún mecuesta contener las lágrimas.– Lo entiendo. De verdad. No se preocupe.Suspiré amargamente y luego continué.– Al verla ahí, le tomé la mano y comencé a hablarle. Teníala infantil esperanza que si me escuchaba, quizá decidieravolver. Recordé cuando era niño y me daba chocolates, ocuando me compraba libros como regalo para mi cumple-años… – sonrío con melancolía y el hombre de barbablanca me devuelve la sonrisa, pero la de él era acogedoracomo una tarde de invierno frente a la chimenea -. Comosea – continúo -. Mientras más hablaba, más evidente eraque no iba a regresar. Entonces le supliqué que volviera,aunque fuera para despedirnos – miré a mi interlocutorcon la esperanza que adivinara lo que sucedió, pero nadadijo –. Y mientras apretaba su mano helada y lloraba porsu partida, las campanas del reloj volvieron a sonar.– Interesante – comenta él.– Más que interesante. ¡Milagroso! Antes de esto, yo nocreía en la vida después de la muerte. Ahora estoy seguroque esas campanadas fueron la forma en que mi abuela sedespidió de mí. Usted pensará que estoy loco, pero no meimporta. ¡Yo sé que es verdad! Ese reloj es mágico…

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Hans se obsesionó tanto con los mayas y su calendario, quecomo un rayo de luz en medio de la tormenta, la soluciónapareció ante él en la forma de una revelación: el únicomodo de crear un reloj perfecto era ir a México y ahí estu-diar a los mayas y su increíble sistema para medir el tiempo.Apenas pisó tierras mexicanas y como si estuviera predes-tinado para ello, conoció a Hunhau, un chamán maya queprometió enseñarle los secretos del tiempo astral. Sinembargo, lo primero que Hunhau le advirtió fue que eltiempo es una virtud de los dioses y para acceder a su per-fecta sincronía debían adentrarse en los misterios de lacosmología maya.Hans Roleix era un joven impulsivo y se embarcó en estaaventura sin pensar en las consecuencias que aquella deci-sión acarrearía. Se internó con Hunhau en la selva centro-americana y vivió ahí durante tres [3] años. En ese perío-do comprendió que para ellos, el tiempo es mucho másque una forma de medir el espacio temporal transcurrido,es el modo de representar un ciclo eternamente repetido,una rutina que se reitera cincuenta y dos [52] veces cadacincuenta y dos [52] años mayas, y que representa la eter-na pugna entre la vida y la muerte. Entendió que el tiem-po, aunque parece infinito, tiene un inicio y un final.Durante su estadía, Hans estudió todo sobre el tiempo ysus características, pero no descubrió la forma de crear un

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reloj perfecto. Tras mil ciento treinta y dos [1.132] días enla selva, Hunhau le preguntó si encontró la respuesta quebuscaba, pero Hans confesó que aunque adquirió grandesconocimientos, no pudo solucionar su problema.Entonces, y por primera vez desde que conociera al cha-mán, le contó la razón de su viaje. Hans le mostró aHunhau varios bosquejos de su reloj perfecto. Era unaobra de ingeniería maravillosa. Logró evitar la pérdida deun segundo al año al hacer circular el mecanismo a travésde cincuenta y dos [52] engranajes y consiguió que la osci-lación del volante fuera perfecta y suave, exacta hasta alinfinito, pero eso de nada servía, pues aún no podía solu-cionar el problema más complejo de todos: que funciona-ra sin cuerda hasta el fin de los tiempos.

– Después de la muerte de mi abuela, mi familia decidiósubastar todos sus muebles para pagar una deuda que ellamantenía con el banco. Y sin importar cuánto supliquépara que me regalaran el reloj, la respuesta fue siempre lamisma: “ese reloj es demasiado valioso para dártelo. Si loquieres, tendrás que comprarlo en la subasta” – el hombrede barba asiente con una sonrisa comprensiva. Es la pri-mera vez que noto en él real interés por mi historia, asíque motivado por esto, continúo –. Pasé semanas expli-

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cándole a mi familia el milagro de las campanadas. Lesconté que ella me lo heredó. Que me lo dio antes de irse.Pero no pude convencerlos y el reloj se fue a la casa deremates. Así que, como ya le conté antes, fui a la casa deremates a ver el reloj para comprarlo al día siguiente –entonces me doy cuenta que no recuerdo lo que sucediódespués. Intento acordarme mientras el hombre de barbablanca me observa.– ¿Y qué pasó entonces? – pregunta.– Bueno, no lo recuerdo con exactitud. Seguramente mefui para la casa – contesto dubitativo.– Entiendo – asiente con amabilidad.

Cuando Hunhau comprendió el dilema del joven HansRoleix, se comprometió a enseñarle la forma de terminar sureloj perfecto, pero para aprehender dicho conocimientodeberían ir al templo más sagrado de los mayas, un lugarolvidado por el tiempo y oculto en la espesura de la selvacentroamericana. El joven aceptó gustoso y se mostró dis-puesto a realizar cualquier cosa que fuera necesaria.Hunhau sonrió satisfecho y le explicó que estaba muy cercade lograr su objetivo, solo faltaba un último detalle: la ener-gía que moviera el reloj. Hans, que ya sabía eso, no imagi-naba de qué forma un indio podría lograr lo que él, el relo-

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jero más famoso de toda Suiza, era incapaz de solucionar.Hunhau le explicó que estaba bien encaminado en su tra-bajo, la idea de los cincuenta y dos [52] engranes era bri-llante y la forma de combinarlos representaba una solu-ción digna del dios maya Hunab Kú. Pero lo que él nuncadominaría es la energía vital del tiempo, que es la únicaforma de lograr un movimiento eterno y perfecto hasta elfin de los días. Ésta es una virtud que solo domina HunabKú, dador del movimiento y la medida. Sin embargo,Hunhau sabía cómo hacerlo.Hans Roleix y Hunhau se internaron aún más en la selva,hasta llegar a un templo abandonado hacía milenios. Elchamán le explicó que ahí se inició todo y en ese mismolugar, también habría de terminar.Hunhau le dijo que para lograr su objetivo debía fabricarla espiral del volante con una aleación de oro, paladio yplata. Luego dibujó un pictograma al centro de un octá-gono perfecto y cercándolo, cincuenta y un [51] símbolosmás pequeños. Esos jeroglíficos habrían de absorber laenergía vital del tiempo y la canalizarían a través delvolante y su resorte en espiral. Entonces tomó un cuchilloe hizo un corte en su mano derecha. Bañó con su sangrela hoja metálica y se la dio a Hans. Él debía usar esa nava-ja para tallar con exactitud cada grabado alrededor delcuerpo del reloj e introducir la maquinaria en el centro

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exacto del pictograma octogonal. Además, le advirtió quedebía firmar su obra con su apellido labrado en oro, sinoHunab Kú lo maldeciría hasta el fin de los días. Por últi-mo, debía sellar el cuerpo del reloj con oro, el único metalcapaz de conservar la energía divina y mantenerla encerra-da en su interior.Al despedirse, Hunhau le dijo a Hans que lo único que nopodría hacer es que las campanas repicaran cada hora,pues ése era tiempo de hombres y el reloj que él se dispo-nía a construir marcaba el tiempo del universo y para lasestrellas no existen las horas, sólo los ciclos. El inicio deuno marca el fin del anterior.Cuando Hans se embarcó de vuelta a Europa, llevaba ensus maletas todo cuanto necesitaba para lograr su sueño:la medición exacta del tiempo desde el principio hasta elfin. Durante el viaje se acordó de Hunhau y trató de ima-ginarlo, pero no lograba darle forma, no sabía si era joveno anciano, alto o bajo, delgado o gordo, sólo tenía unrecuerdo brumoso que se construía a través de palabras ysonidos, pero ninguna imagen acompañaba a Hunhau.Para cuando llegó a puerto, Hans había olvidado porcompleto al chamán y sólo pensaba en lo cerca que estabade completar su sueño. Paradójicamente, el tiempo estabaen su contra, pues apenas quedaban cuatro [4] años parael cincuentenario de su padre.

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– El día de la subasta llegué temprano y con la ansiedadde un niño que espera al viejo pascuero, aguardé que rema-taran el reloj. Cuando empezó la puja, me di cuenta deinmediato que la lucha sería difícil. De partida, la posturamínima fue de seis millones de pesos [$6.000.000] y de ahísubió como la espuma de la cerveza en una mesa de borra-chos – miré a mi interlocutor, pero mi chiste ni siquiera leprovocó una mueca. Tampoco lo hizo el valor del reloj –.Bueno, quizá usted no crea que un reloj pueda costartanto, pero ése no es un reloj cualquiera, como ya le dijeantes. Primero, es un Rolex hecho a mano por el fundadorde la marca. Además, tiene adornos de oro. Y los extrañostallados mayas que ya le mencioné e incluso, según meenteré por el martillero, la espiral que da cuerda al reloj estáhecha de oro blanco. Usted debiera haber estado ahí. Elmartillero, un Sr. Eyzaguirre si mal no recuerdo, era de lomás divertido, mientras subía el valor, él agregaba detallesanecdóticos a la historia del reloj, como que su antiguadueña fue la persona cincuenta [50] que lo tuvo en supoder. Imaginé cómo podría haber sido la vida de los otroscuarenta y nueve [49] y entendí que yo sería el dueñonúmero cincuenta y uno [Nº 51] – el hombre de barbablanca permanecía inmóvil en su silla. Su presencia erasobrecogedora de alguna extraña manera -. El martillerotambién contó que para construirlo el fabricante hizo un

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pacto con el diablo. Luego trató de engañar al diablo y poreso, ahora el reloj está maldito y es capaz de predecir lahora de la muerte de su dueño – sonreí con aire autosufi-ciente pero no encontré nada en la expresión de mi inter-locutor, ni sorpresa, ni emoción, ni deseo, ni nada. Solobarba. A esas alturas, decidí que no me interesaba lo que élpensara. Lo único que quería era recordar como lleguéhasta ahí –. Como sea. Me sorprendí al descubrir que elmartillero sabía más del reloj que yo. Luego pensé que soloestaba inventando cosas para subir el valor de la subasta,pero de inmediato recordé la muerte de mi abuela y lascampanas antes y después de su partida – siento el amargosabor de las lágrimas cuando están a punto de aflorar, perome aguanto -. Yo sabía que la maldición era verdadera,pues había sido testigo privilegiado, pero no se lo podíadecir a nadie. Por dos razones obvias. La primera, es quenadie me creería y pensarían que estoy loco. Y la segunday más importante, si por casualidad alguien confiara en mipalabra, sólo conseguiría subir el valor del reloj, que paraesas alturas ya rozaba los nueve millones y medio[9.500.000]… es curioso, pero cada vez me cuesta másrecordar lo que pasó – miro el espacio vacío que nos rodeae intento acordarme, pero nada salta a mi mente -. Comosea. Cuento corto, compré el reloj por quince millonesdoscientos cincuenta mil pesos [$15.250.000].

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El primero de junio de mil novecientos diez[01/06/1910], el día del cumpleaños cincuenta [50] desu padre, Hans envolvió con delicadeza su regalo. Lotomó en sus brazos y comenzó a bajar las escaleras, peroantes de llegar al último peldaño, escuchó tañer las cam-panas y luego el grito de su madre y hermana. Corrióhasta el comedor familiar solo para encontrar a su padrebotado sobre la torta de cumpleaños, con los ojos blan-cos y un hilillo de baba y sangre fluyendo con lentitudde su boca.Hans Roleix recordó a Hunhau y su advertencia. Abrióel paquete y puso su regalo frente al cadáver de su padre,con la esperanza que por lo menos su alma lograra verlo.Entonces las campanas repicaron con sus sones de muer-te y Hans comprendió que ese sonido era su padrediciendo adiós.Meses después, su madre le preguntó por qué firmó Rolexen el reloj en lugar de “Roleix”, a lo que Hans se limitó acontestar que se quedó sin oro para hacer la “i”. Hansguardó su pecado hasta la tumba y junto con él, muriótambién su secreto.Hans Roleix Wilsdorf falleció la madrugada del trece deseptiembre de mil novecientos veinticuatro [13/09/1924].Tenía cincuenta y dos [52] años y lucía una notable barbablanca. Su expresión era serena.

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– Y qué pasó cuando compró el reloj – preguntó el hom-bre de barba.– No lo sé. Espera… - un sonoro silencio invadió el espa-cio donde estábamos – ¡ahhh sí! Ahora lo recuerdo. Unosdías después fui a buscar el reloj y me fui con él a la casay entonces… - busqué en mi memoria para sonsacar desus recovecos lo sucedido, pero nada conseguí, aunquepor fin pude notar la ansiedad dibujada en el rostro de miinterlocutor. Eso me hizo recordar –. Entonces… escuchésonar las campanas del reloj.

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