Deus ex machinæ
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Deus ex machinæ LUIS A. GÓMEZ.
para A.A.T. Hay un pasaje de la novela La máscara de Apolo, escrita por Mary Reanult, en el que un actor
de la Grecia clásica se pasea por los aires, merced a un mecanismo de poleas, para desde las
alturas del escenario desempeñar el papel de dios e inflamar los pechos de los espectadores.
Más allá de la cuestión anecdótica, inserta en el siglo IV a.c., en esa parte de la obra se
destacan, por su particularidad, la conmoción causada en los asistentes por la brillante
actuación, y la descripción que Renault hace del ingenioso mecanismo montado hace más de
dos mil años para reforzar la efímera ilusión. Quizá ya influenciada por siglos de sofisticación
de la tecnología, la autora tiñe la escena de forma que el lector recuerde, sobre todo si gusta
del teatro y lo frecuenta, algún espectacular momento estilo Broadway.
Pero Reanult no miente ni fantasea; en época de Sófocles, los griegos comenzaron a
utilizar artificios escenográficos de muy diversas especies. La grúa primitiva era el más
importante. La técnica auxiliaba entonces al poeta para conmover a los hombres y ese
aparato en que los dioses bajaban del Olimpo para instalarse entre mortales se llamaba Deus
ex machinæ. El vigoroso y múltiple discurso cultural de la tragedia se sustentó así de la
mecánica. Es entonces que nació, en plenitud, la escenografía —al menos los efectos
espectaculares. Los griegos "veían" al dios.
Centurias hubieron de pasar para que el teatro volviera a vivir épocas de florecimiento.
Para entonces, digamos a fines del siglo XVI, la vida de los hombres se había ido enajenando
trozos de sustancia y los largos festivales de Atenas, los seis días de las Grandes Dionisíacas,
en los que la sociedad ateniense prácticamente no salía del teatro, se volvieron imposibles en
sus horarios e intensidades.
El hecho teatral se tornó un fenómeno nocturno, de tintes políticos y seglares
perfectamente barnizados de estética, necesitado de otra luz que la diurna. Las nuevas
formas de socialización (y de concepción del mundo) exigieron nuevas arquitecturas y
efectos. En las representaciones de obras de Shakespeare se "oían" los truenos; las escenas
podían mostrar acciones simultáneas en distintos sitios (en un jardín y un balcón, por
ejemplo). Cerca de trescientos años correrían iluminando con velas hermosos telones de
fondo, que con sus paisajes ilustraban a cabalidad la imaginación del público.
La escena italiana, un teatro con características muy similares a las de un edificio
convencional de hoy, terminó predominando con su único frente, de cara a palcos y patio de
butacas, como el teatro por antonomasia. Casi imperceptiblemente se añadieron los pisos
con trampas, los andamios preñados de grúas y la colorida familia de los decorados. Todo un
mundo escondido detrás de pesados cortinajes que lo mismo subían que se corrían hacia los
lados. El reino de la ilusión sensorial pertenecía, hasta hace cien años, en exclusiva al teatro y
sus artefactos "mágicos".
La llegada de la energía eléctrica no hizo más que potenciar brevemente el desarrollo
del teatro. Motores y reflectores fueron básicos para obtener mejores y más precisas
imágenes. Pero llegó el cinematógrafo con su dinámica; las cualidades espectaculares del
teatro fueron así trastocadas, para siempre.
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En los albores del siglo del vértigo, producto de un decantación histórica, surgieron los
directores de escena. Especialistas, propositivos, los nuevos artistas llegaron para cimentar
un lenguaje, de esencia efímera, en el que son necesarios casi todos nuestros sentidos; al
tener quien fungiese como constructor, habría de concretarse una nueva poética, la del
espacio. Nuevos artificios y más impactantes montajes eran necesarios para golpear la
conciencia sensible de la gente, lejos ya de aceptar buenos versos o edificantes anécdotas.
Aparecieron entonces Max Reinhardt con sus multitudinarias puestas en escena,
presentadas en circos e iglesias; Adolphe Appia con sus sutiles haces de luz, plagados de
simbolismo; y Gordon Craig, creador de volumétricas y neutras escenografías. Era evidente
que donde la imagen de lo "real" era expuesta por el cine, el teatro poco podía hacer y sin
embargo, la sencillez, la abstracción o la explosión vital del escenario tuvieron un papel
relevante en el juego de ir desarrollando conflictos humanos; en su revolución dentro del
teatro, perdiendo al tiempo la vanguardia espectacular, los directores redescubrieron al
instrumento fundamental: el actor.
Dos corrientes fundamentales afluyen desde los años veinte en la creación teatral: una,
plena de colorido y sensaciones vibrantes; austera, llena de intensidad, la segunda. Muchas
veces los planos se mezclan, como en un encuentro de ríos, y algunos sorprendentes
híbridos estallan en la historia. Tal es el caso de Vsevolod Meyerhold o, más recientemente,
Peter Brook; para estos creadores nada puede ser desdeñado y todo, es decir, lo que surge,
nutre un discurso totalizante, concresión histórica.
Cuando la espectacularidad navega sin el timón que impone el trabajo actoral, el teatro
deviene en eso que hoy conocemos como comedias musicales, productos mayoritariamente
concebidos para consumo, vía la más variada expoliación de las sensaciones, de grandes
grupos de personas. De tal forma, los actores pueden terminar como meros accidentes
(paradójicamente necesarios) del conjunto técnico montado en un escenario.
Como en muchas otras actividades de los hombres, en el teatro está latente siempre la
necesidad de que la técnica refuerze el hacer. Asímismo, cabe la posibilidad de perderse en
los laberintos de máquinas o artefactos que por naturaleza, por esencia, invaden
avasalladoras el interior humano. Poco queda a la fantasía, menos al fervor, en la sensibilidad
de un asistente a la representación dramática. En algún lado subyace el riesgo impersonal de
que el switch para encender la luz no requiera más de la mano que lo accione pero, sobre
todo, le dé sentido.
Dos mil años, en el decurso universal casi nada, han pasado desde que el Deus ex
machinæ, como elemento orgánico de la puesta en escena, trajera a los dioses para resolver
conflictos y dudas. Desde entonces el teatro ha ido mudando radicalmente de instalaciones.
La ingeniosa acústica de un teatro griego o isabelino, los brillantes decorados del siglo XVII
o las lujosas escenografías de estos tiempos, todo cabe a ser recordado como parte del
accionar dramático, pero sin olvidar jamás el punto en el que Ortega y Gasset entendía la
focalización última del desarrollo de la tragedia griega: el espíritu humano.
Febrero de 1996.