Di Meglio Las Palabras de Manul Pr. 7

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Las palabras de Manul. La plebe porteña y la política en los años revolucionarios Gabriel Di Meglio Los changadores se habían detenido hacía rato delante de la tienda y conversaban animadamente. No era una tarde común y seguramente el tendero sospechó que el tema de la charla no era el calor que castigaba a Buenos Aires en ese febrero de 1819; quizás por eso salió a ver qué ocurría. En seguida confirmó que hablaban de lo sucedido unos días antes, y que tenía bastante convulsionada a la ciudad, en particular a los barrios de Monserrat y Concepción, zona en al cual residía la mayoría de los negros libres de Buenos Aires. Los sargentos, cabos y soldados del tercer tercio cívico, es decir del cuerpo de pardos y morenos de la milicia de la ciudad, habían desobedecido la orden del Gobierno y del Cabildo de abandonar sus casas para acuartelarse y habían tomado las armas para resistir la medida. Las autoridades y varios miembros de la elite porteña mostraron preocupación ante la agitación de los pobladores negros. Y negros eran, precisamente, los changadores reunidos frente a la tienda. De pronto, uno entre el grupo subió la voz y exhortó al resto: Aquí no tenemos padre ni madre, vamos a morir en defensa de nuestros derechos. El gobierno es un ingrato, no atiende a nuestros servicios, nos quiere hacer esclavos, yo fui con seis cartuchos al cuartel y por el momento conseguí quien me diese muchos. Esas fueron las palabras que más tarde le atribuyó el tendero frente a un tribunal, añadiendo que las acompañó con “mil expresiones que la decencia no me permite estampar”. El discurso también impresionó a un oficial del ejército que pasaba por la tienda, quien arrestó al arengador porque “en mi presencia exhortaba a los negros a que murieran en defensa de su causa, hablando mil iniquidades del gobierno y demás autoridades”. 1 El autor de la informal proclama se llamaba Santiago Manul, de quien sólo he 1 Archivo General de la Nación [en adelante AGN], sala X, legajo 30-3-4, Sumarios Militares, 957; informe al Gobernador Intendente y declaración de Manuel de Irigoyen. El testimonio del tendero dice: habiendo visto reunidos en la puerta de mi tienda varios negros changadores hablando del suceso acaecido el 4, fijé mi atención y presencié, que el negro Santiago Manul, con mucha energía, y bastante insolencia, mientras los otros estaban callados les decía…” lo expuesto arriba. Las citas textuales acá y en el resto del capítulo tienen la ortografía modernizada. Es cierto que nada garantiza que Manul haya efectivamente enunciado esas palabras; podrían haber sido inventadas por el tendero para acusarlo, aunque no hay ningún rastro que indique algo así ni un porqué. Por otro lado, los dichos fueron corroboradas por el oficial. Y además, el discurso suena perfectamente lógico en el contexto en el que fue producido; aun si Manul no hubiese sido su verdadero autor, indica claramente que esas ideas estaban presentes, que circulaban.

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Las palabras de Manul. La plebe porteña y la política en los años revolucionarios

Gabriel Di Meglio

Los changadores se habían detenido hacía rato delante de la tienda y

conversaban animadamente. No era una tarde común y seguramente el tendero sospechó

que el tema de la charla no era el calor que castigaba a Buenos Aires en ese febrero de

1819; quizás por eso salió a ver qué ocurría. En seguida confirmó que hablaban de lo

sucedido unos días antes, y que tenía bastante convulsionada a la ciudad, en particular a

los barrios de Monserrat y Concepción, zona en al cual residía la mayoría de los negros

libres de Buenos Aires. Los sargentos, cabos y soldados del tercer tercio cívico, es decir

del cuerpo de pardos y morenos de la milicia de la ciudad, habían desobedecido la orden

del Gobierno y del Cabildo de abandonar sus casas para acuartelarse y habían tomado

las armas para resistir la medida. Las autoridades y varios miembros de la elite porteña

mostraron preocupación ante la agitación de los pobladores negros. Y negros eran,

precisamente, los changadores reunidos frente a la tienda. De pronto, uno entre el grupo

subió la voz y exhortó al resto:

Aquí no tenemos padre ni madre, vamos a morir en defensa de nuestros derechos. El gobierno es un ingrato, no atiende a nuestros servicios, nos quiere hacer esclavos, yo fui con seis cartuchos al cuartel y por el momento conseguí quien me diese muchos.

Esas fueron las palabras que más tarde le atribuyó el tendero frente a un tribunal,

añadiendo que las acompañó con “mil expresiones que la decencia no me permite

estampar”. El discurso también impresionó a un oficial del ejército que pasaba por la

tienda, quien arrestó al arengador porque “en mi presencia exhortaba a los negros a que

murieran en defensa de su causa, hablando mil iniquidades del gobierno y demás

autoridades”.1

El autor de la informal proclama se llamaba Santiago Manul, de quien sólo he

1 Archivo General de la Nación [en adelante AGN], sala X, legajo 30-3-4, Sumarios Militares, 957; informe al Gobernador Intendente y declaración de Manuel de Irigoyen. El testimonio del tendero dice: “habiendo visto reunidos en la puerta de mi tienda varios negros changadores hablando del suceso acaecido el 4, fijé mi atención y presencié, que el negro Santiago Manul, con mucha energía, y bastante insolencia, mientras los otros estaban callados les decía…” lo expuesto arriba. Las citas textuales acá y en el resto del capítulo tienen la ortografía modernizada. Es cierto que nada garantiza que Manul haya efectivamente enunciado esas palabras; podrían haber sido inventadas por el tendero para acusarlo, aunque no hay ningún rastro que indique algo así ni un porqué. Por otro lado, los dichos fueron corroboradas por el oficial. Y además, el discurso suena perfectamente lógico en el contexto en el que fue producido; aun si Manul no hubiese sido su verdadero autor, indica claramente que esas ideas estaban presentes, que circulaban.

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podido constatar que era soldado del tercer tercio cívico. Hallar ese tipo de discurso en

boca de un miembro de la plebe de una ciudad preindustrial –en realidad, de cualquier

integrante de las clases populares– es altamente inusual. Podemos entonces aprovechar

que conocemos esta situación para descomponer la escena y el discurso, e intentar –a

partir de ahí– una reconstrucción no sólo del levantamiento miliciano del verano de

1819 sino también de las características de la participación plebeya en la política

porteña en los años revolucionarios. Porque para entender lo ocurrido en ellos es

fundamental atender a cómo fue la participación política de la plebe porteña.

¿La plebe? Los que participaban en la conversación delante de la tienda eran

miembros de ese conjunto, también llamado bajo pueblo, que ocupaba el estrato inferior

de la pirámide social porteña. Dos elementos lo indican: eran negros y eran

changadores. La totalidad de los habitantes de Buenos Aires que no eran considerados

de color blanco –los negros, los pardos, los trigueños– era parte de la plebe –salvo

mínimas excepciones– pero también había una gran cantidad de plebeyos blancos, que a

diferencia del resto de la población blanca no recibían antes de sus nombres el título

don/doña. Aquellos que tenían ocupaciones sin calificación eran generalmente

plebeyos, al igual que la mayoría de quienes realizaban tareas manuales, incluyendo a

muchísimos artesanos pobres y casi todos los oficiales y aprendices de las artesanías.

Además, claro está, quienes se ganaban la vida como podían, los mendigos y los pobres

que vivían de la caridad y la limosna eran miembros de la plebe.

En resumidas cuentas, la plebe porteña incluía en sus filas a todos los que

compartían una posición subalterna en la sociedad por su color, su ocupación, su falta

de “respetabilidad” –el título don/doña–, su pobreza material, su lejanía de las áreas de

decisión política, sus lugares de sociabilidad, su inestabilidad laboral, su movilidad

espacial frecuente, sus dificultades para formar un hogar propio, y su situación de

dependencia de otros (como ocurría con la mayoría de los que vivían en casas ajenas, o

en el caso de las mujeres, con su subordinación a padres y maridos). Esta amplia franja

de población de la ciudad de Buenos Aires era un grupo altamente heterogéneo,

multiétnico y multiocupacional, internamente jerarquizado (un artesano pobre y un

mendigo sin duda no se pensaban como parte de un mismo conjunto). Se trataba de una

suerte de proletariado urbano –salvo por los artesanos– en el que también estaban

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incluidos los esclavos, que más allá de la crucial diferencia de no ser libres compartían

muchos de los rasgos marcados con el resto.2

Fui con seis cartuchos al cuartel

Comencemos con esa afirmación, que remite a la función militar de Santiago

Manul. Era soldado del tercer tercio cívico, que tenía su cuartel en el corazón de Buenos

Aires. Estaba exactamente en la esquina de las actuales calles Perú y Alsina, donde

décadas antes los jesuitas habían ubicado la dirección de sus misiones en el norte. A la

vuelta se encontraba el cuartel del primer y el segundo tercio cívico. Era entonces la

manzana de la milicia (años más tarde se convertiría, por otras razones, en la “manzana

de las luces”).

La milicia era una organización fundamental en la sociedad colonial,

proveniente de una tradición española de largo aliento, que fue reformada por los

Borbones. De acuerdo a un reglamento llegado al Río del Plata al comenzar el siglo

XIX, todos los hombres de entre 16 y 45 años eran milicianos, y se agrupaban por arma,

color de piel y lugar de procedencia de sus miembros. Solamente los pobladores con un

domicilio fijo entraban en la milicia, para lo cual estaban inscriptos en un padrón.

Durante ocho años, un miliciano debía hacer un servicio activo, en el cual estaba

obligado a hacer periódicas prácticas de manejo de armas (algunos integrantes de la

elite evitaban esa carga mediante el envío en su reemplazo de personeros). Si era

movilizado recibía un estipendio, pero fuera de esos momentos no se le pagaba nada.

Cumplido el período activo, el miliciano se convertía en pasivo, es decir que sólo era

convocado en caso de emergencia. Formar parte de la milicia era entonces un deber,

pero también otorgaba derechos: un miliciano no era un militar, era un vecino en armas

y por lo tanto había que respetarlo como tal; por ejemplo, estaba exento de ser enviado a

integrar las tropas que marchaban a una campaña, su única función era la defensa del

propio territorio (Marchena Fernández, 1992; González, 1995; Cansanello, 2003).

Con anterioridad a 1806, la milicia porteña era muy endeble: congregaba a unos

mil seiscientos hombres que casi no tenían instrucción y cuyo equipamiento era

prácticamente inexistente; de hecho casi no pudo actuar frente a la invasión británica

que ese año se apoderó de Buenos Aires con facilidad. Tras la reconquista, el

2 Varias de las afirmaciones que hago en este artículo las he desarrollado más extensamente en un libro (Di Meglio, 2007); por ejemplo, las características de la plebe y las razones del uso de esa categoría.

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entusiasmo que ésta generó y el temor a un regreso de los invasores dieron lugar a un

súbito florecimiento miliciano. Más de siete mil quinientos hombres –una parte

significativa de la población masculina en una ciudad que contaba en total con poco más

de cuarenta mil habitantes- se alistaron voluntariamente en los cuerpos milicianos

entonces formados. La nueva milicia tomó el ordenamiento del reglamento borbónico:

los batallones se organizaron de acuerdo al lugar de origen y al color de piel. Nacieron

por eso tres batallones de Patricios (nacidos en la patria, Buenos Aires), uno de

Arribeños (originarios de las provincias “de arriba”, del norte), uno de Naturales y

Castas (separados internamente en indios, pardos y morenos libres), una compañía de

Granaderos de Liniers (el héroe de la Reconquista), cinco tercios de españoles nacidos

en la Península: Gallegos, Catalanes (o Miñones), Vizcaínos, Andaluces, y Montañeses

(o Cántabros), y también surgió un cuerpo de esclavos armados con lanzas y cuchillos.

En la zona de quintas que rodeaba a la ciudad, y en la campaña, se formaron cuerpos

milicianos de caballería (Beverina, 1992).

Los cuerpos milicianos participaron de la defensa de 1807 contra la segunda

invasión británica, y después de ese nuevo triunfo se mantuvieron en alerta a la espera

de un tercer ataque. Cuando en 1808, la agresión francesa contra España cambió el

juego de alianzas y convirtió a Gran Bretaña en un aliado, la milicia porteña no se

desmovilizó y de hecho se convirtió en el principal poder en Buenos Aires, dado que no

había un ejército profesional, denominado regular o de línea, que tuviera fuerza como

para oponérsele. Pero si un ejército de este tipo dependía firmemente de la autoridad

metropolitana –y solía estar integrado por soldados peninsulares– la milicia era localista

por definición. En la nueva estructura miliciana se tendieron lazos por fuera de la

administración imperial entre la elite porteña, que formó el grueso de la oficialidad, y la

plebe, que integró el grueso de la tropa; ello se puso de manifiesto cuando el Cabildo

decidió financiar los uniformes de los patricios, puesto que se trataba “en su mayor

parte de jornaleros, artesanos y menestrales pobres” (Beverina, 1992: 336; González

Bernaldo, 1990). Esa relación fue estrecha; en primer lugar, porque al principio los

oficiales eran elegidos por sus propios soldados. La democracia militar duró poco y en

seguida fue reemplazada por formas más tradicionales, pero dio un gran arraigo inicial a

la milicia. Además, la movilización significó el traslado de recursos hacia la plebe

urbana, a través de la paga (el prest) que recibía la tropa. En una ciudad en la cual la

fragilidad laboral era un rasgo predominante entre los grupos socialmente inferiores, el

servicio devino un modo de subsistencia estable para muchos milicianos (Halperin

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Donghi, 1978).

Este importante aparato militar local, que acaparó los fondos de la Real Caja de

Buenos Aires para su sostenimiento, cobró más importancia aún cuando se desencadenó

la crisis de la monarquía española en 1808. Con la prisión del rey Fernando VII en

manos de Napoleón Bonaparte y el levantamiento de las ciudades peninsulares contra la

invasión francesa, América, aunque se declaró casi unánimemente fiel a la causa

española, obtuvo de hecho mayor autonomía. Ello implicó la imposibilidad de dirimir

los acostumbrados conflictos entre grupos e instituciones de manera clásica, apelando al

referato del Consejo de Indias. Por eso, cuando en 1809 estalló en Buenos Aires uno de

esos enfrentamientos, un movimiento del Cabildo en contra del virrey Santiago de

Liniers, la manera de solucionarlo fue novedosa. El ayuntamiento quiso convocar a la

población para pedir la destitución del virrey y formar una junta, contando con el apoyo

de algunos de los cuerpos milicianos peninsulares, los catalanes, los vizcaínos y los

gallegos. El virrey obtuvo la adhesión de cuerpos más poderosos: los patricios, los

arribeños, el batallón de castas y los granaderos que respondían a su nombre. La

presencia de todos ellos en la plaza mayor –llamada “Plaza de la Victoria” desde el

triunfo sobre los ingleses– definió la situación a favor de Liniers (Levene, 1941a). La

puja de poder se había resuelto por la amenaza del uso de fuerza, y el sostén de la

milicia fue crucial. Así, sus miembros comenzaron su experiencia en movilizaciones

que excedían su teórica función militar para definir situaciones de poder local.

El siguiente virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, logró debilitar un poco a la

milicia porteña: sus reducciones llevaron a los cuerpos milicianos a contar con tres mil

trescientos hombres al final de la década (Abásolo, 1998: 287). Sin embargo, esa fuerza

seguía siendo incontrastable en la ciudad y cuando en mayo de 1810 llegaron las

noticias de la caída de todo el territorio español en manos francesas, con el consiguiente

vacío de poder, el apoyo miliciano al pequeño grupo de agitadores que propugnaba

reasumir la soberanía hasta que el monarca retornara al trono fue decisivo para que

obtuvieran la victoria. Cisneros fue desplazado y se erigió una Junta de Gobierno, cuyo

presidente –Cornelio Saavedra– era el comandante del regimiento más poderoso: los

patricios. Apenas establecida, la Junta definió una serie de cuerpos de ejército regular

en base a la milicia y los envió a sendas expediciones para hacerse obedecer en el Alto

Perú y el Paraguay, lo que iba en contra de la tradición por la cual el miliciano no podía

ser convertido en veterano, es decir en un soldado “profesional”. Pero el entusiasmo del

momento revolucionario logró que esa operación no generara resistencias.

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A partir de entonces, los miembros de la plebe porteña participaron en dos

experiencias militares paralelas a lo largo de la década de 1810. Muchos integraron

durante períodos más o menos largos las fuerzas revolucionarias que marcharon a las

campañas de la que pronto devino en guerra de independencia. De acuerdo a una

medición de las filiaciones presentes en sumarios militares celebrados durante la guerra

entre las tropas formadas en la ciudad de Buenos Aires, sobre 218 casos disponibles un

20% de los integrantes de las tropas del ejército regular había nacido en esa urbe, el 7%

era africano, el 9% provenía de la campaña bonaerense, el 31% era oriundo de otras

regiones del ex Virreinato del Río de la Plata y el 25% de otros territorios americanos

(Di Meglio, 2007: 331). Claramente, el grueso del reclutamiento para el ejército regular

recayó sobre los habitantes de Buenos Aires de origen inmigrante, que eran los primeros

en ser presas de las levas, por tener pocos vínculos locales que los protegieran. También

los esclavos fueron un importante proveedor de soldados para el ejército de línea a lo

largo de los años: los hubo que fueron donados por sus amos, mientras que algunos

fueron expropiados por el Estado y otros bregaron fuertemente para poder alistarse,

dado que suponían al final del servicio que iban a volverse libres. Una buena porción de

plebeyos se alistó voluntariamente, presumiblemente por el atractivo de contar con un

sueldo fijo y recibir un uniforme, es decir, vestimenta.

Muchos otros miembros de la plebe siguieron vinculados a la milicia. La

diferencia entre unos y otros no era social o racial sino de relaciones; quienes contaban

con una larga residencia y un domicilio reconocido gozaban de cierta protección contra

el alistamiento por parte de las “pequeñas” autoridades urbanas: los alcaldes de barrio y

los tenientes alcaldes, vecinos destacados que cumplían funciones para el Cabildo en los

distintos barrios porteños.

Durante los primeros dos años revolucionarios, la situación de la milicia fue muy

confusa, puesto que fue transformada en ejército regular. Sin embargo, en marzo de

1812, el gobierno impulsó su reorganización para la defensa de la ciudad. El criterio fue

diferente al previo: se formó una estructura espacial, dividiendo a la ciudad en dos

cuerpos milicianos, uno del norte y uno del sur, usando de límite a la calle de las Torres

(la actual Rivadavia). Sin embargo, el ordenamiento fue difícil porque había “infinitos

que se han alistado donde les ha dictado su espontánea voluntad”. Los oficiales fueron

elegidos siguiendo la costumbre posterior a las Invasiones Inglesas, por los

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“ciudadanos”, que eran a su vez voluntarios.3 El intento no llegó a buen término y en

septiembre del mismo año, el gobierno dispuso otro sistema, creando “tres Regimientos

de Milicias Cívicas que cubran los interesantes objetos de nuestra defensa en las

actuales circunstancias” (Acuerdos del Extinguido Cabildo [en adelante AEC], 1927:

tomo V, 330). Surgieron así los tercios cívicos, organizados de acuerdo a la espacialidad

urbana y a la diferencia racial: el primer tercio agrupaba a la gente del centro de la

ciudad, el segundo en los barrios más alejados del centro –como San Nicolás, Retiro, el

Socorro, La Piedad– y el tercero a pardos y morenos libres de toda la ciudad –que

residían sobre todo en Monserrat, Concepción y también en el Alto de San Pedro

Telmo. El primero era más pequeño y alistaba a muchos miembros de la elite, dado que

ésta residía en las manzanas cercanas a la Plaza de la Victoria. El segundo, por su parte,

incluía a muchos plebeyos en sus filas, al igual, claro está, que el tercero. En éste hubo

un cambio con respecto a los milicianos pardos y negros del período colonial: entre

ellos los oficiales habían sido blancos y ahora, desde mayo de 1815, se nombraron

varios oficiales “de su clase”, es decir negros (AEC, 1927: VI, 500).4

Los orígenes del nuevo sistema no fueron muy auspiciosos: los cuerpos tenían

una capacidad operativa muy limitada y estaban muy pobremente armados. Recién en

1815 la milicia urbana volvió a cobrar importancia dentro de Buenos Aires, durante el

alzamiento liderado por el Cabildo en abril de 1815 contra el Director Supremo Carlos

de Alvear (del cual hablaré luego). Adquirieron armas a los buques británicos y así

obtuvieron por primera vez una verdadera capacidad de fuego (López, 1913). Al poco

tiempo fue sancionado un Estatuto Provisional, en el que se decidió que los tercios

cívicos quedaban bajo el mando del Cabildo de Buenos Aires, que designaba a los jefes

y a los oficiales, quienes después tenían que recibir la aprobación gubernamental. Era

también el Cabildo el encargado de pagarle a la oficialidad y a los cabos y sargentos; en

teoría, lo hacía con fondos del gobierno, pero en la práctica terminó él mismo cubriendo

los gastos. El Estatuto establecía que eran soldados cívicos todos los pobladores

americanos y extranjeros con cuatro años de residencia, entre los 15 y los 60 años

(AEC, 1927: V, 508 y VIII, 219). Si el Cabildo consideraba que “la patria está en

peligro” hacía repicar sus campanas y enarbolaba una bandera en su torre; ante ese

llamado, los milicianos activos debían dirigirse a sus respectivos cuarteles, mientras que

3 AGN, X, 3-3-7, Guardia Cívica, nota de don Martín Galán. 4 Los suboficiales, cabos y sargentos, también eran negros, pero generalmente eran veteranos y no milicianos.

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los pasivos tenían que congregarse en la Plaza de la Victoria. Aunque los cuerpos

debían obediencia al gobierno, si el Cabildo sostenía que aquel no había cumplido con

el Estatuto Provisional, la milicia quedaba exenta de esa subordinación (Sáenz Valiente,

1950: 194). El Cabildo creó una comisión para ocuparse del funcionamiento de los

tercios y priorizó el empleo de sus fondos para el “arreglo de estos cuerpos cívicos aun

en el caso de exigirse por el excelentísimo Director, para su inversión en las tropas

veteranas, por ser de primera deducción el apresto de las cívicas” (AEC, 1927: V,

503). En junio de 1815, había 3079 hombres alistados en la milicia de infantería (AEC,

1927: V, 518), y en septiembre de 1817 se contabilizaron 2851 –en este caso, sin contar

a los oficiales. En esta segunda fecha, el segundo tercio era por lejos el más numeroso,

con 1361 milicianos.5 Con el Reglamento Provisorio sancionado en 1817, el gobierno

recuperó cierta autoridad sobre los cívicos al empezar a elegir él a sus oficiales, pero los

tercios siguieron fuertemente ligados al Cabildo; de hecho, se volvieron una suerte de

brazo armado de esta institución. Su peso militar fue aumentado por el hecho de que la

duración de la guerra hizo que el ejército regular en Buenos Aires tuviera una presencia

cada vez menor; y también se incrementó su peso político, dado que en la segunda

mitad de la década de 1810 quien quisiera realizar cualquier acción política en la ciudad

no podía dejar de tener en cuenta la fuerza de la milicia.

Revistar en distintos cuerpos militares creó lazos horizontales inexistentes

previamente entre los plebeyos. Eso ocurrió en particular en el ejército, porque allí se

agrupaba gente con menos en común que los milicianos, que podían ser vecinos en un

barrio. Antes de la guerra, la plebe porteña y el resto de las clases populares del ex

virreinato distaban de tener una identidad en cuanto tales; un efecto de la militarización

urbana fue que los soldados, cabos y sargentos comenzaron a identificarse como

miembros de un mismo cuerpo militar: granaderos, cazadores, dragones, húsares,

cívicos, etc. De esa identificación interior a los cuerpos militares devinieron rivalidades

entre los diferentes regimientos que muy a menudo originaron peleas. Pero también fue

la base para el surgimiento de acciones colectivas.

Vamos a morir en defensa de nuestros derechos

5 “Demostración de la fuerza de infantería así de línea como cívica con que se hallan las Provincias Unidas de Sud-América en la fecha”, AGN, X, 27-7-11. No había caballería en la ciudad, aunque sí en los suburbios

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La sociedad colonial era legalmente desigual: los esclavos no tenían libertad, se

buscaba que los indígenas vivieran separados de la sociedad hispano-criolla, y los

miembros de las castas (negros, mestizos, pardos, zambos) no podían ocupar cargos

civiles o eclesiásticos, salir a la calle a la noche, portar armas, comprar o vender alcohol

ni utilizar ciertas vestimentas (Andrews, 1989; Morse, 1990). El clero, los militares y

algunas corporaciones tenían fueros que los protegían. Todos los habitantes eran

sumamente celosos de sus derechos e incluso los más explotados de la sociedad

intentaban que ellos fueran respetados; así, los indígenas y los esclavos solían acudir a

la justicia cuando consideraban que los funcionarios con los que debían lidiar o sus

amos no respetaban algún derecho. Con la Revolución hubo un cambio muy importante

en esta cuestión: si numerosos plebeyos –entre ellos muchas mujeres– siguieron

acudiendo a la justicia y reclamando a las autoridades cuando creían que sus derechos

habían sido vulnerados, los hombres movilizados militarmente tuvieron la posibilidad

de reclamar de modo menos ordenado, con las armas en la mano. La cuestión de los

derechos fue una de las que más generó acciones populares entre 1810 y 1820, en forma

de motines militares.

El primero fue “el motín de las trenzas”. Cuando en 1811 la guerra contra los

enemigos de la Revolución empezó a alargarse y a complicarse, el gobierno –ahora el

Triunvirato, que había reemplazado a la Junta– buscó profesionalizar y mejorar la

disciplina de las tropas. Los ajustes en ese sentido crearon tensiones en el regimiento de

patricios, que desembocaron en un levantamiento armado. Se inició cuando, ante la

ausencia de varios soldados en la lista realizada en el cuartel del cuerpo la noche del 6

de diciembre, un teniente anunció que cortaría la trenza de aquel que faltase en otra

ocasión. La trenza era un símbolo exclusivo del cuerpo y las palabras del teniente

fueron contestadas por los soldados: uno dijo que “eso era quererlos afrentar”, otro que

“primero iría al Presidio” y varios gritaron que “más fácil les sería cargarse de

cadenas que dejarse pelar” (Fitte, 1960: 86 y 87). El comandante del regimiento,

Manuel Belgrano, fue informado del evento y ordenó a los oficiales que “si se movían

los acabasen a balazos”, pero no pudo evitar que a poco de su partida estallara la

sublevación (en el cuartel había unos 380 integrantes del cuerpo). Belgrano regresó pero

fue rechazado con gritos de “muera”, y tras su retirada los soldados se armaron, tocaron

el tambor para congregarse en el patio y liberaron a los presos del cuartel, al tiempo que

obligaron a los oficiales a abandonar el recinto. Un testigo sostuvo que “se levantaron

los sargentos, cabos y soldados, desobedecen a sus oficiales, los arrojan del cuartel,

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insultan a sus jefes, y entre ellos mismos se nombran comandantes y oficiales, y se

disponen a sostener con las armas” sus reclamos, “imposibles de ser admitidos, siendo

entre ellos la mudanza de sus jefes, y nombrando a su arbitrio otros” (Beruti, 2001:

191).

Efectivamente, un rasgo fundamental del motín fue que sus dirigentes eran

sargentos, cabos y soldados. Es decir, eran plebeyos: la plebe proporcionaba a la gran

mayoría de los integrantes de la tropa, y la elite, a los oficiales; los últimos recibían el

don antes de sus nombres, los primeros nunca. Fueron algunos cabos los que redactaron

el petitorio que fue alcanzado al gobierno. En el primer punto se definía el eje del

reclamo: “quiere este cuerpo que se nos trate como a fieles ciudadanos libres y no como

a tropa de línea” (Fitte, 1962: 92). La protesta se originó en que la tropa del cuerpo

quería ser considerada miliciana: eran ciudadanos y no soldados veteranos. Los oficiales

no se habían visto afectados por la creciente profesionalización militar, que les

garantizaba una posición encumbrada en la nueva estructura, pero la tropa se sentía

perjudicada. Los patricios sentían que sus derechos no habían sido respetados, lo que

permite explicar la intransigencia que mantuvieron en las negociaciones, a pesar de que

en seguida fueron rodeados por tropas de línea significativamente más numerosas.

Además, los rebeldes solicitaron un cambio en la oficialidad, principalmente

proponiendo al capitán Juan Pereyra, quien había integrado el cuerpo, como

comandante en lugar de Belgrano. Más que señalar que aquel organizara el movimiento

–no fue siquiera sospechado por el gobierno– la demanda indica la misma situación:

recuperar a un oficial antiguo, que “tenía en el cuerpo de Patricios más prestigio que

Saavedra” (Fitte, 1960: 99), era una manera de volver a un pasado cercano. Estaban

exigiendo volver a elegir los oficiales (Halperin Donghi, 1972: 205).

Junto a las protestas centrales se percibe un aspecto social: cuando el teniente

que lanzó la amenaza de cortar las trenzas recibió las réplicas indignadas de los

soldados, retrucó a su vez que si cortarles el pelo era una afrenta “él también estaría

afrentado pues se hallaba con el pelo cortado”. Pero otro soldado, “en tono altanero”,

le gritó “que él tenía trajes y levitas para disimularlo” (Fitte, 1960: 72). La ropa era

muy cara y eso la convertía en un símbolo de prestigio. Por eso, la vestimenta era una

marca muy clara de diferencia social: sólo la elite porteña usaba levitas, casacas y trajes.

Los sectores medios y la plebe se vestían con chaquetas o ponchos. En los últimos años

coloniales, un jornalero hubiera necesitado más de un mes de su sueldo para poder

adquirir un pobre vestuario completo (Johnson, 1992). Los esclavos solían usar viejas

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prendas de sus amos, que con el tiempo se iban deteriorando. Muchos plebeyos tenían

las ropas hechas jirones y en los juicios se ven frecuentes quejas de quienes decían no

tener con que tapar su “desnudez”. Así, la referencia a la levita del teniente marcaba con

resentimiento la distancia social entre oficiales y tropa.

El Triunvirato exigió que para considerar el petitorio los rebeldes debían

abandonar las armas, y lo mismo sostuvo el obispo de la ciudad cuando fue enviado a

mediar. No hubo caso: los amotinados se negaron a abandonar su posición. Un soldado,

Juan Herrera, sostuvo “que no se dejaban engañar” y que si no les aceptaban el

petitorio era mejor “morir como chinches”. La tensión fue en aumento y en un momento

dado se empezaron a intercambiar disparos, a partir de lo cual las tropas leales que

sitiaban el cuartel comenzaron un muy violento ataque. En un cuarto de hora los

patricios se rindieron; algunos saltaron por los techos al vecino cuartel de pardos y

morenos, donde fueron apresados (Fitte, 1960: 91, 100-108). Al menos ocho de los

rebeldes murieron en el combate y cuatro sargentos, tres cabos y cuatro soldados fueron

“degradados, pasados por las armas, puestos á la expectación pública” (Gaceta de

Buenos Aires, 1910: III, 49). Otros diecisiete integrantes de la tropa fueron penados a

diez años de presidio (hubo un solo oficial, un alférez, a quien se encontró implicado

indirectamente con la insurrección, por lo cual recibió dos años de prisión). Los mismos

miembros del Triunvirato fueron los jueces. Dos compañías de granaderos y una de

artilleros del cuerpo fueron disueltas por haber iniciado la “sedición”. El regimiento,

que hasta entonces había sido el más prestigioso de Buenos Aires, perdió su posición de

número uno del ejército y fue relegado al quinto lugar; el nombre patricios fue

extendido a todos los cuerpos militares.

Unos años después, en febrero de 1819, y por motivos cercanos a los de 1811,

hubo otro gran motín miliciano; en él tuvo lugar el discurso de Santiago Manul. La

situación era diferente: la guerra no estaba empezando sino que era ya larga y el

entusiasmo revolucionario inicial había sido reemplazado por cierto hastío, al tiempo

que algunos sucesos habían ido cargando de tensión el ambiente: una gran sequía había

elevado el precio del pan, las noticias de la consolidación de la ocupación portuguesa de

la Banda Oriental –iniciada en 1816– generaba profundo malestar, la prensa informaba

acerca de los avances de los preparativos de una gran expedición española para invadir

el Río de la Plata y corrían rumores acerca de distintas conspiraciones que se preparaban

en contra del gobierno central ubicado en Buenos Aires. En ese contexto, el Director

Supremo decidió enviar a la mayoría de las tropas porteñas regulares a doblegar a los

Page 12: Di Meglio Las Palabras de Manul Pr. 7

12

santafecinos y entrerrianos, que no obedecían al gobierno central y que habían sido

atacados varias veces sin resultado. El Director pidió al Cabildo, jefe de las milicias,

que convocara al tercer tercio cívico a una revista en la Plaza de la Victoria.

Inmediatamente aparecieron pegados en la puerta del cuartel dos pasquines denunciando

que “los querían acuartelar y hacer veteranos”, rumor que empezó a circular con fuerza

entre la tropa. Según un oficial, “en el cuartel fueron aconsejados todos los soldados

por los sargentos y cabos para que no permitiesen ser acuartelados, porque después les

harían veteranos”. Una medida de ese tipo contradecía el derecho miliciano de servir

sin abandonar su residencia.6

Los suboficiales y los soldados se resistieron a marchar a la Plaza de la Victoria

y forzaron al Cabildo a realizar la reunión en la Plaza de Monserrat, es decir, en el

corazón del área de residencia de la población negra libre de la ciudad. Y a pesar de que

la convocatoria fue sin armas, los milicianos concurrieron a la revista portando sus

fusiles. Una vez en Monserrat, el alcalde de primer voto –principal autoridad del

Cabildo– les comunicó que efectivamente la compleja situación de la hora hacía

necesario que se acuartelaran. De acuerdo a un oficial del cuerpo, a esa demanda “todos

contestaron tumultuosamente que no querían siguiéndose a esto una descompasada

gritería la que obligo a hacer tocar un redoble imponiendo silencio”. Un soldado contó

más tarde “mientras hablaba el Cabildo, los cabos y sargentos, por que eran pagados,

no les dijeron nada, pero los miraban y hacían señas con los ojos, para que cuando

acabasen de hablar gritasen todos no queremos”.7 Los miembros del Cabildo pidieron a

los sargentos y cabos que presentaran ordenadamente su reclamos, y “a esto salieron

varios cabos y sargentos e hicieron presente que de ningún modo querían los

ciudadanos consentir en ser acuartelados, que estaban haciendo un Servicio bastante

activo”. El Cabildo aceptó “y entonces el Sargento Mayor, después de tomar la venia

correspondiente, mando desfilar la compañía de Granaderos y a los demás sobre ésta

para que se retirasen pero que aunque así lo verificaron al poco rato se sintió un tiro a

este se siguieron varios unos con bala y otros sin ella como dando a saber que ya

habían sido prevenidos”.8

En un sumario que se levantó a los pocos días para juzgar a los responsables,

éstos defendieron su actuación apelando a que se habían violado sus derechos

6 AGN, X, 30-3-4, Sumarios Militares, 957. Declaraciones de los granaderos José Vélez y Hermenegildo Andujar. 7 Ibid Declaraciones del teniente coronel don Nicolás Cabrera y de Igarrabal. 8 Ibid, declaración de Cabrera.

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13

milicianos. Uno soldado aseveró que nadie le aconsejó gritar, sino que “gritó y

desobedeció por su propio motivo y por seguir a los demás siguió con la grita y

oposición”.9 Testimonios de este tipo no abundan en la documentación judicial, en la

cual los implicados suelen intentar despegarse de los hechos; la afirmación muestra el

peso que los derechos tenían en esa sociedad y la legitimidad que los implicados veían

en su defensa; un cabo de destacado papel en la protesta insistió con que “la compañía

de Granaderos quería seguir haciendo el Servicio como antes, y que aun les recargasen

el Servicio si esto era necesario pero que no convenían en ser acuartelados”.10 Quizás

nadie hubiera discutido lo legítimo de defender un derecho, pero la forma de llevar

adelante esa defensa era lo que estaba en cuestión: la Revolución había abierto la

posibilidad de hacerlo con las armas en la mano y eso preocupaba fuertemente a las

autoridades y a la elite porteña; lo temible tras el “escándalo tumultuoso”, decía un

cronista, era que “sus miras se adelantaban a más altos fines” (Beruti, 2001: 297). La

preocupación hacía que se condenase a un movimiento de este tipo como un tumulto:

una reunión clandestina, ilegal y por ende ilegítima. Por eso los participantes de la

protesta rechazaron esa clasificación: “no es tumulto”, le dijo un soldado a su capitán,

“queremos pedir lo que es de derecho”.11

Esa convicción mantuvo viva la movilización después de la revista del Cabildo.

Un grupo comenzó a organizar un encuentro para esa misma noche, con al argumento

de que las autoridades querían “desarmarlos y que era preciso, y se iban a reunir a las

10 de la noche en el hueco de la Concepción al oír un tiro, en donde debían morir si

iban veteranos”, y que para la ocasión “habían comprado cartuchos a los soldados

veteranos”. Un soldado recibió municiones de un colega del segundo tercio, y varios

creían que “los del segundo están con nosotros”. Algunos propusieron “resistir el que

los desarmasen y para irse hacia las quintas” de los alrededores de la ciudad.12

Los rumores permitieron a lo oficiales enterarse del encuentro nocturno, cuya

realización procuraron en vano impedir. La reunión tuvo lugar en el hueco de la

Concepción, pero los asistentes fueron desarmados y presos por cívicos de caballería y

vecinos armados que los sorprendieron. Enseguida “se echó un bando imponiendo pena

de la vida al negro que se encontrase armado” y se capturó a algunos implicados,

9 Ibid, declaración de un granadero (no hay nombre) que era carpintero. 10 Ibid, declaración del cabo Pedro Duarte. 11 Ibid, declaración del capitán Sosa. Para una definición de “tumulto” en la época, véase La Gaceta del 18 de octubre de 1820 (Gaceta de Buenos Aires, 1910: VI, 278).

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14

aunque otros huyeron.13 Finalmente, el Director Rondeau decidió indultar a todos para

que volvieran a sus casas y a su tercio.

En los años comprendidos entre ambos episodios hubo varios del mismo tenor

pero de menor alcance. Los cívicos manifestaron un malestar importante en junio de

1815, cuando al Cabildo le costó reunir los fondos para pagar el prest de los milicianos;

en agosto eran “diarios los reclamos que se le hacen por él”, hasta que pudieron

abonarlo; de todos modos, no pasó de una serie de reclamos pacíficos (AEC, 1927: V,

518 y 562). Simultáneamente, en el ejército regular estacionado en Buenos Aires o en

sus cercanías hubo diversos intentos de motines, siempre dirigidos por suboficiales y

soldados.

Enumeraré algunos casos. En 1813 hubo un conato de levantamiento entre la

compañía de pardos y morenos (del ejército regular), acampada al norte de Buenos

Aires, porque el capitán había sido apresado y la tropa lo quería libre para que pudiera

llevarle dinero para sus haberes; parte del plan de los “seductores” –los que redactaron

un petitorio que fue firmado por muchos– era abandonar el ejército y pasarse a las

fuerzas disidentes que dirigía Gervasio Artigas en el Litoral.14 Otro caso fue el

frustrado intento de rebelión de los granaderos de infantería en 1814, que fue duramente

castigado con el fusilamiento de tres cabecillas a dos horas de haberse iniciado (Beruti,

1960: 3859).15 Ese mismo año se preparó un motín entre las fuerzas que habían sido

enviadas a sitiar a Montevideo. Dos cabos, enojados por una “reforma” que se había

realizado entre los sitiadores reestructurando algunos regimientos, impulsaron una

deserción de “50 o 60 individuos”, algo que “era general en la división pues hablaron

los soldados tanto en las guardias en el campamento con la mayor libertad”, de

acuerdo a lo que contaron después otros miembros de la tropa. Un sargento implicado

dijo a un soldado: “oficial no ha de ir ninguno con nosotros, y si alguno viniese lo he de

degollar yo mismo, sólo van sargentos, cabos y soldados”, explicitando el antagonismo

con la oficialidad. Éste también aparecía en un plan por el que fueron acusados dos

sargentos de artillería en Buenos Aires en 1815, que consistía en persuadir a algunos

sargentos de granaderos para que “con sus compañías estuviesen listos a reunirse con

ellos a las once de la noche de mañana con el objeto de salir a formarse a la Plaza con

12 AGN, X, 30-3-4, Sumarios Militares, 957, declaraciones de Igarrabal y de los granaderos de la Rosa y Segurola. 13 El soldado Raimundo Viana logró escapar. Ibid, informe de la partida de caballería. 14 AGN, X, 30-2-2, Sumarios Militares, 725. 15 Halperin Donghi (1972) señaló este endurecimiento como un cambio con las prácticas del período

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15

todos los cañones, a pedir que se nos pagase”; el primer punto a llevar adelante era

encerrar a los oficiales de su cuerpo en el cuartel.16 En 1816, los cuerpos de dragones y

húsares fueron enviados a Santa Fe. Al poco tiempo se acusó a varios sargentos y

soldados de impulsar una sublevación para remover a los jefes, robar los fondos del

ejército al que pertenecían “y pasarse con toda la tropa a la montonera o gente

sublevada que se hallaba en Rosario”. Un soldado delató la conspiración y en el

sumario posterior algunos interrogados reconocieron que existía un proyecto de

manifestarse “para pedir sus prest”; un sargento admitió que otros habían ido más allá y

habían propuesto reunir a los artilleros y dragones a medianoche, “quitar los jefes,

saquear el pueblo, y retirarse al Rosario, donde manteniéndose con separación de las

tropas de aquel punto, nombrarían uno de los sargentos que los gobernasen, y después

con acuerdo y en unión de aquellas fuerzas, y las de la Milicia que debían citarse,

marchar sobre Buenos Aires con el fin de atacarlo”.17

Todos los motines expuestos se desencadenaron como una acción destinada a

hacer cumplir lo que se percibía como un derecho violado, la falta de pago o el abuso en

el trato. Esta serie de reclamos puntuales fue moldeando una práctica de movilización

plebeya, extendida no solamente por las reacciones generadas en cada ocasión ante

situaciones de injusticia, sino también por la difusión que debían hacer los suboficiales

y soldados que rotaban de un cuerpo a otro. No era infrecuente que un regimiento de

disolviese o que se creara un nuevo al que se enviaban efectivos de otro; se explicita en

muchas filiaciones –fojas de servicios– que están presentes en los sumarios militares

(véase también Comando en jefe del ejército, 1971).

El gobierno es un ingrato

En las capitales dieciochescas y decimonónicas, la plebe que allí residía tenía

más posibilidades que otros integrantes de las clases populares de influir o dialogar con

el poder político, simplemente porque éste tenía su sede allí. Pero en la Buenos Aires

colonial, aunque capital de un territorio vasto, las autoridades no conocían la presión

popular que era común en Europa y otras regiones americanas. Eso cambió con la

primera invasión inglesa: después de la Reconquista de 1806, un Cabildo Abierto –

1806-1811. 16 En orden: AGN, X, 29-11-6, Sumarios Militares, 410; AGN, X, 30-1-3, Sumarios Militares, 595. 17 AGN, X, 30-1-3, Sumarios Militares, 603. Declaraciones del sargento Mariano Martínez, el soldado Vicente Pomposo, y los sargentos Bernabé Castro y Francisco Mendiburu.

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16

asamblea deliberativa que convocaba y presidía el ayuntamiento en momentos de

emergencia– se organizó con el fin de impedir el regreso a la ciudad del virrey

Sobremonte, quien la había abandonado ante el ataque británico. Entre la agitada

concurrencia, se señaló la presencia de varios miembros del “populacho”, en

consonancia con la excitación general que vivía la ciudad tras la victoria (Diario de un

Soldado, 1960: 39).

¿Estuvieron luego los plebeyos ligados a los acontecimientos que formaron un

gobierno autónomo en mayo de 1810? Los testimonios de los contemporáneos no

coinciden al respecto. En el primer movimiento que siguió a la llegada de las noticias de

España, el 21 de mayo, se juntaron delante del Cabildo menos de mil personas, muchas

de ellas reclutadas entre el bajo pueblo por algunos agitadores (Halperin Donghi, 1972:

163). El virrey “franqueó tropas para que tomaran las avenidas de la plaza, a fin de

estorbar que entrase a ella el populacho y que hubiese tranquilidad” (Diario de un

Testigo, 1960: 3204). La multitud fue dispersada sin violencia por el cuerpo de

patricios, pero la petición que elevó solicitando un Cabildo Abierto fue aceptada. La

reunión fue pautada para el día siguiente, 22 de mayo, y fueron invitadas 450

pertenecientes a la parte “principal y más sana” de la sociedad (Levene, 1941b: 23). Se

evitaba así la repetición de una agitación similar a la de 1806. Se hicieron presentes 251,

de los cuales 180 votaron a favor de destituir al virrey. Uno de los invitados que no fue

a la asamblea dijo luego que allí “se discutió y votó al gusto de la chusma”. El virrey y

otros observadores sostendrían poco más tarde que la razón de que 200 personas no

hubiesen concurrido fue que las tropas no los dejaron pasar. A la vez, denunciaron que

habían estado presentes algunos pulperos y “muchos hijos de familias inhabilitados de

votar en estas circunstancias” por su edad (Pazos, 1960: 4299; Romero, 1960: 4250).

Tres días más tarde, el 25 de mayo, una pequeña multitud conducida por

agitadores como Domingo French, Antonio Beruti y “un Arzac que no es nada” se

reunió frente al Cabildo para exigir la formación de una junta de gobierno sin la

intervención del virrey; los apoyaba, a prudente distancia, el regimiento de patricios

(Pazos, 1960: 4300). Es muy difícil poder determinar la composición de esa

convocatoria, pero es claro que no fue muy numerosa: uno de los integrantes del

Cabildo, Leiva, salió al balcón principal para anunciar la formación de la junta que se

había hecho en nombre del pueblo y vio una plaza casi vacía; “¿dónde está el pueblo?”,

ironizó entonces (Levene, 1941b: 51).

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17

La amenaza del uso de violencia ejercida por los revolucionarios fue decisiva

para su triunfo. El petitorio que presentaron al Cabildo, “fue firmado por los jefes y

varios oficiales urbanos, todos naturales de acá y por otros individuos de baja esfera,

armados todos, pidiendo a la voz y con amenazas la deposición del presidente y vocales

de la Junta, y que se reemplazasen con los que ellos nombraban”. Un opositor a la

revolución sostuvo que la llevaron adelante unos “tupamaros” que hicieron todo “por la

fuerza y con amenazas públicas ante el mismo Cabildo”, otro se quejó de que el ascenso

de la Junta se logró “con el apoyo de lo ínfimo de la plebe alucinada” y que “la mayor y

mejor parte del pueblo nada tuvo en el asunto”, un tercero denunció que la noche del 24

hubo revolucionarios “escapados por la plaza cargados de pistolas, y cometiendo

varios insultos en las casas de los capitulares. Al día siguiente se entraron a Cabildo, y

obligaron al cuerpo a que apartase al virrey con el nombre del pueblo” (de Orduña,

1960: 3228; anónimo, 1960: 4287; de Orduña, 1960: p. 4326; anónimo [2], 1960: 3238).

Por supuesto, los vencedores negaron haber sido violentos y que hubiera habido

plebeyos: “no hubo más pueblo que los convocados para el caso ... no habiendo corrido

nada de sangre, extraño en toda conmoción popular” (Beruti, 1960: 3763). Entre los

revolucionarios actuaron evidentemente algunos personajes que no pertenecían a lo más

granado de la elite, pero no es claro exactamente quiénes; la participación de algunos

plebeyos parece cierta, aunque es claro que el cambio fue fundamentalmente

protagonizado por integrantes de la elite porteña.

Uno de los efectos de la Revolución fue que acercó mucho el gobierno a toda la

población porteña.18 Se hizo más presente que antes tanto por su presión para ganar

adhesiones populares y recursos, como por la que ejerció para perseguir a los enemigos

de la nueva situación. La relación con esa autoridad política sería diferente a la que

había tenido lugar durante el período colonial; pronto, el bajo pueblo porteño empezaría

a cumplir el posible papel de una plebe capitalina, participando en eventos que

provocaron cambios en un gobierno cuyas decisiones afectaban a buena parte del que

fue hasta 1810 el Virreinato del Río de la Plata.

La primera intervención popular en ese sentido tuvo lugar en las jornadas del 5 y

6 de abril de 1811. Su causa radicó en un conflicto desencadenado dentro de la Junta

entre dos facciones, los seguidores del moderado presidente Saavedra y los que se

18 En la sociedad colonial, la noción de gobierno no se refería concretamente a las autoridades sino a la dirección de una ciudad, un convento o una cofradía; gobernar era más un oficio que un poder. Una de las acepciones posibles era la de “Superior gobierno” en referencia a las autoridades (Lempérière: 1999, 37).

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18

consideraban herederos de las posturas radicales impulsadas por el fallecido secretario

Mariano Moreno. El nuevo problema era que cuando se cortaron los vínculos con la

metrópoli, se terminó también la posibilidad de lograr la habitual decisión a los

conflictos entre grupos en Buenos Aires. Así, como en enero de 1809, en 1811 la

solución no estuvo en un lejano palacio sino en las calles porteñas. En aquella

oportunidad se habían movilizado tropas para dirimir la lucha entre un virrey y un

Cabildo ante la ausencia de un árbitro superior, pero no se impugnó la legitimidad del

origen del poder de uno y otro. En cambio, ahora que el gobierno se había erigido en

nombre de la soberanía del pueblo, ninguna regla era indiscutible. Como forma de

resolver el conflicto a su favor, los saavedristas organizaron una movilización: una

multitud se presentó ante el Cabildo y le entregó en nombre del pueblo un petitorio para

ser dirigido a la Junta. La solicitud fue rápidamente aprobada y desembocó en la

expulsión de los vocales morenistas, que fueron desterrados de la ciudad.

La Revolución se había originado en la reasunción de la soberanía por parte del

pueblo ante el vacío del poder por la prisión del rey español y la caída de la Península

en manos francesas. Ese pueblo refería, de acuerdo a la tradición pactista española, a la

ciudad como una comunidad política. ¿Quiénes lo integraban? En el período colonial

los vecinos, hombres con casa poblada en la ciudad (Chiaramonte, 1995; Guerra, 1993).

Pero el límite de la vecindad había ido variando y era en buena medida situacional, es

decir que dependía de quién lo juzgara; por lo tanto, no era tan claro el conjunto

integrado al pueblo y el que no lo estaba. Los organizadores de la movilización

encontraron al pueblo, a una parte de él, en la plebe suburbana: un testigo los definió

como una “multitud de gente campestre”, que compareció en la plaza acompañada por

el grueso de las tropas de la capital (Beruti, 1960: 3785).

Un morenista que asistió al acontecimiento denunció que los saavedristas

buscaron apoyo en “los arrabales”, congregando gente en los mataderos de Miserere, al

oeste de la ciudad. “Se apeló a los hombres de poncho y chiripá contra los hombres de

capa y de casaca”, afirmó, “entre esta población cándida e incauta, tan pura en

materia de agitaciones políticas, y todavía tan subordinada aun a las más simples

autoridades del régimen arbitrario, se encontró cuanto había faltado en la población de

la ciudad, esto es, hombres que se prestasen a dar la cara sin embozo, y que creyesen

enteramente fácil arrastrar aquella clase de población a ejercer en masa el derecho de

petición que por primera vez iba a resonar en sus oídos”. Entre los presentes, “casi

todos no sabían escribir y necesitaban buscar quienes firmasen a su ruego”, al tiempo

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19

que, “los que sabían escribir no eran tan expertos en el manejo de la pluma como lo

eran en el de los instrumentos de labranza” (Núñez, 1960: 452, 453 y 457). Otro testigo

se quejó de que el Cabildo accedió a las exigencias, “suponiendo pueblo a la ínfima

plebe del campo, en desmedro del verdadero vecindario ilustre que ha quedado burlado

... bien sabían los facciosos que si hubieran llamado al verdadero pueblo, no habría

logrado sus planes el presidente”; pero el verdadero pueblo, es decir la elite, “ha tenido

que callar, por temor a la fuerza” (Beruti, 1960: 3786).

Una parte de los asistentes provenía de las quintas que rodeaban a la ciudad. El

principal referente del movimiento fue Tomás Grigera, “sólo conocido hasta ese día

entre la pobre clase agricultora” (Núñez, 1960: 453), un alcalde con más poder que el

habitual puesto que se había dedicado por encargo de la Junta a demarcar cuarteles –

jurisdicciones– “en las quintas de esta capital”; ello le había hecho recorrer

profusamente los alrededores de Buenos Aires “desde Barracas hasta el bajo de la

Recoleta”. Terminó la tarea en marzo de 1811 y es evidente que tejió buenas relaciones

mientras la efectuó.19 Es posible que otros de los presentes fueran habitantes de la

campaña propiamente dicha, de más allá del cinturón de quintas, aunque el que se

congregaran en una noche en Miserere indica que posiblemente la mayoría habitase

cerca de la ciudad. Los opositores al movimiento resaltaron que los concurrentes fueron

conducidos por autoridades, es decir por los alcaldes que dependían del Cabildo.

Efectivamente, el petitorio fue firmado por algunos alcaldes de hermandad, que ejercían

sus funciones en la campaña, y por una serie de alcaldes de barrio de la ciudad,

concretamente los de los cuarteles 6, 8, 15, 17 y 19 (menos el segundo, todos de la

periferia urbana). Puesto que los alcaldes lideraron la convocatoria, se hace evidente que

también hubo varios plebeyos que residían en la ciudad en la multitud.20 Los ponchos y

los chiripás eran prendas corrientes en la campaña pero también en la ciudad –de hecho,

la gran movilidad laboral y residencial hacía que muchos de los plebeyos fueron

urbanos y rurales a la vez, pasando períodos en ambos espacios. El énfasis puesto por

los observadores en un movimiento de los de poncho se debe a su sorpresa al verlos

actuar políticamente.

19 AGN, IX, Cabildo de Buenos Aires - Archivo, 1811, 19-6-3, 110. 20 En el petitorio, que se reprodujo entero en la Gazeta Extraordinaria del 15 de abril de 1811 (Gaceta de Buenos Aires, 1910: II, 281-293), consta quienes fueron los adherentes, aunque en muchos casos no se consignó su cargo y en ninguno el número de cuartel. Cotejé la información con los AEC de 1810 y 1811 para obtener los nombres de los alcaldes de barrio. Así se determinó que los firmantes Martín Grandoli, Juan Pedro Aguirre, Miguel Arellano, Rafael Ricardes y Fermín de Tocornal eran respectivamente los alcaldes de los cuarteles 6, 8, 15, 17 y 20.

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20

¿Por qué los plebeyos participaron en el movimiento? Es indudable que muchos

fueron siguiendo a los alcaldes. Pero éstos no apelaron sólo a su influencia –siempre

eran elegidos entre vecinos prestigiosos de los barrios– sino que utilizaron un

argumento que dada su importancia figuró primero en el petitorio: el pueblo declaraba

que “es su voluntad, que se expulsen de Buenos Aires a todos los europeos de cualquier

clase ó condición” (Gaceta de Buenos Aires, 1910: II, 282). Este era un motivo

evidentemente más incisivo que el rechazo a ciertos miembros de la Junta, y aunque

desplazar a éstos era el objetivo de los saavedristas, el otro parece haber sido el

elemento que movilizó a los plebeyos. Como en marzo los morenistas habían defendido

la permanencia de los peninsulares en la ciudad, la identificación entre unos y otros fue

fácil. No en vano la exigencia de expulsión de los europeos fue el primer punto del

petitorio y el desplazamiento de los diputados recién figuró en el quinto: los

organizadores explotaron hábilmente una propuesta que verdaderamente interesaba a los

concurrentes. La antinomia americano-peninsular no era nueva, pero se fue tornando

violenta desde mayo de 1810. La plebe, principalmente integrada por americanos y

africanos soportaba en el período virreinal la superioridad que en todos los espacios

tenía un peninsular por su origen, sus ventajas para obtener trabajos y crédito en las

redes creadas por personas de su misma región, sus facilidades en el mercado

matrimonial, y su destacada posición en el comercio minorista.21 La Revolución abrió la

posibilidad de expresar esos resentimientos, al politizarlos.

El hecho de que los saavedristas decidieran impulsar una movilización popular

obedeció a que fue la única manera que hallaron de legitimar su acción. Contaban con el

apoyo de casi toda la guarnición militar, con lo cual nadie hubiera podido oponérseles;

pero desplazar por la fuerza a vocales que ocupaban sus cargos legalmente, era algo

difícil de presentar como legítimo. Por eso se apeló a la plebe, discreta pero

efectivamente apoyada por las tropas, para dotar de legitimidad a la acción: el pueblo

exigía la modificación. Él era el poseedor de la soberanía y era a quién el gobierno

representaba, su razón de existencia. El evento significó así un cambio en Buenos Aires:

al hacer uso del derecho de petición ante el Cabildo, la plebe empleó un derecho antes

no utilizado colectivamente por sus miembros. Era una novedad: la jornada del 5 y 6 de

abril, entonces, amplió al pueblo de Buenos Aires. Y también permitió que una

movilización popular lograra cambios en el gobierno. Nada volvería a ser igual.

21 Agradezco a Mariana Pérez el haberme explicado esos aspectos.

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21

En septiembre del mismo 1811, los problemas en el desarrollo de la guerra

generaron un gran descontento en Buenos Aires. Se organizó un Cabildo Abierto cuyo

resultado fue el desplazamiento de los saavedristas del poder y el reemplazo de la Junta

por un Triunvirato. Los protagonistas intentaron evitar que se repitiera la concurrencia

de abril apostando tropas para que “no entrasen negros, muchachos ni otra gente común

... a fin de que no hubieren desórdenes”; según un testigo, se permitía la entrada “a toda

persona decente, y la estorban a las mujeres de todas clases, y gente de medio pelo”

(Beruti, 1960: 3800; Echavarría, 1960: 3624). El hecho de que se pensara en impedir la

participación popular en la designación del gobierno muestra que ésta era ya parte del

juego político.

La potencial importancia política de la plebe volvió a hacerse patente en julio de

1812, cuando se conoció en la ciudad la intención de un grupo de españoles de

organizar un movimiento contrarrevolucionario; los lideraba el héroe de la defensa de la

ciudad contra los ingleses en 1807, Martín de Álzaga. La población se agitó de manera

inédita ante la noticia y no la calmó el hecho de que treinta y tres de los implicados

fueran condenados a muerte y ejecutados. El gobierno se preocupó por la conmoción

plebeya y le ordenó al Cabildo “que por ningún título se permitan reuniones del

populacho, ni en los Cuarteles, ni en los Cuerpos de Guardia, ni en algún otro punto”

(AEC, 1927: V, 272). De todos modos, un grupo de milicianos y gente no alistada, que

hacía días venía solicitando se les otorgaran armas para evitar una posible invasión

realista, acusó al gobierno de cobardía y atacó a algunos de sus integrantes. Bernardino

Rivadavia fue rodeado en la calle por un grupo del cual le costó escapar, la vivienda de

Feliciano Chiclana “fue insultada por una multitud, sus vidrios fueron rotos, y ante ella

se cantaron y vocearon improperios”, al tiempo que en la casa de Juan Martín de

Pueyrredón se dejaron pasquines con amenazas (cit. en Canter, 1941: 489 y 490).

La agitación pasó sólo coyunturalmente, porque el 8 de octubre, “hubo otra

revolución o sacudimiento volcánico también hijo legítimo del 5 y 6 de abril de 1811”,

que provocó la caída de los triunviros, “y se nombraron en pueblada otros tres”

(Posadas, 1960: 1420). En esta oportunidad se reunieron en la plaza de la Victoria los

cuerpos militares, grupos de plebeyos y varios miembros de la elite que respondían a la

Logia Lautaro. Se presentó, en nombre del pueblo, un petitorio al Cabildo solicitándole

que reasumiera el mando y que el gobierno renunciara. Con el objeto de intimidar,

algunos grupos habían apedreado la casa de Pueyrredón y la de uno de sus hermanos

antes de la llegada de las tropas a la plaza. Ahora bien, los plebeyos no habían acudido

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22

siguiendo a la Logia Lautaro, club político secreto que sólo congregaba a hombres de la

elite y que pese a sus posiciones radicales en cuanto a declarar la independencia,

establecer una república e incluso a propugnar cierto igualitarismo, nunca estimuló la

participación del bajo pueblo (González Bernardo, 1991). La presencia plebeya en esta

oportunidad se debió entonces a la acción de uno de los ex integrantes del Triunvirato,

Juan José Paso, quien se sumó a la movilización promoviendo sus propios intereses. Su

hermano Francisco tenía vínculos estrechos con dos abastecedores de forraje de algunos

cuarteles militares, Antonio e Hilario Sosa, a quienes su actividad les había dado

influencia en las quintas (Canter, 1941; Halperin Donghi, 1985). Los dos estamparon

sus firmas en el petitorio y parecen haber conducido una “peonada” a la plaza. También

había alcaldes con sus seguidores, como en abril de 1811; junto a una firma del petitorio

se aclaraba “que ande muera mi Alcalde muero yo José Martínez” (AEC, 1927: V, 352).

Al ser la concurrencia tan variada, la deliberación acerca de quiénes iban a integrar el

nuevo gobierno se dilató. La reelección de Paso como triunviro fue indudablemente

asegurada por la presencia de su numeroso grupo de adherentes. Los nuevos

gobernantes fueron aprobados por el Cabildo y de ese modo la Logia Lautaro –dos de

cuyos integrantes formaron ese Segundo Triunvirato– se apoderó de la dirección de la

Revolución. Su victoria demostró que la combinación de parte de la elite, las tropas y

apoyo plebeyo se había transformado en una forma eficaz para el cambio político en

Buenos Aires. “La deposición de todos los gobernantes el 8 de octubre de 812”,

argumentó un indignado Saavedra al ser juzgado por su responsabilidad en las jornadas

de 1811, “¿no fue idénticamente lo mismo que el 5 y 6 de abril? Plebe en la plaza y

tropas sosteniéndola causaron aquella novedad ... el decantado 5 y 6 de abril al que

después se llama sucio y despreciable, como si los del 23 de septiembre [de 1811] y 8

de octubre hubiesen sido muy limpios, y decentes” (Saavedra, 1960: 1122).

Con excepción de la influencia personal de los Sosa, hay escasos indicios sobre

las razones de la presencia de plebeyos el 8 de octubre de 1812. En una conversación

pública, el pardo Santiago Mercado, alias Chapa, dijo que en esa fecha se habían usado

veintiséis mil pesos para sobornar a militares y a otros a fin de que participaran del

movimiento. El mismo Mercado –que se ocupaba de “trajinar en el comercio y andar

comprando y vendiendo”– fue denunciado en enero de 1813 por estar supuestamente

involucrado en una conspiración contra el Triunvirato (lo acusaron de haber afirmado

que “había de ver destruido al actual Gobierno”), dirigida por Francisco Paso y con

intervención de los Sosa. Se probó que Santiago Mercado tenía una relación con Juan

Page 23: Di Meglio Las Palabras de Manul Pr. 7

23

José Paso y que había habido gente de distinta condición social vinculada a un posible

movimiento que no se produjo.22 Las facciones no eran ya únicamente divisiones del

grupo dirigente, sino que había miembros de los sectores medios, como los Sosa, y

plebeyos, como Mercado, integrados a ellas.

El período de predominio de la Logia implicó un gran esfuerzo para ganar la

guerra, lo cual incrementó notablemente la presión gubernamental para obtener

soldados. Las levas en la ciudad se hicieron muy intensas, afectando principalmente a la

plebe, y las quejas por las arbitrariedades cometidas en ellas se volvieron frecuentes; en

particular, el reclutamiento forzoso de hombres alistados en la milicia. Los esclavos

empezaron a ser “rescatados” por el Estado para servir en el ejército y los presos fueron

enviados a combatir. En marzo de 1815 se movilizó a muchos peones de panaderías,

perjudicando la producción de ese alimento básico en la dieta de los porteños.23

Simultáneamente se aplicó un impuesto sobre el pan para financiar la guerra, todo lo

cual provocó un aumento en su precio (AEC, 1927: VI, 405). La medida afectó,

obviamente, a la plebe urbana, y contribuyó al odio popular contra el segundo Director

Supremo –cargo creado en 1814 en lugar del Triunvirato– Carlos de Alvear, líder de la

Logia. La crisis general del sistema revolucionario a la que se llegó en 1815 jugó

también su parte, así como el estilo altivo de Alvear, quien según un comerciante inglés

“había introducido una costumbre desconocida incluso en la época de los virreyes, la

de aparecer en público seguido de una importante escolta formada por granaderos a

caballo” (Robertson, 2000: 220). Todavía en 1820, un observador comentó que Alvear

“era odiado por la multitud, las clases inferiores del pueblo” (Iriarte, 1944: 253).

Cuando en abril de 1815 una parte del ejército se levantó en la campaña de

Buenos Aires contra el gobierno, el Cabildo decidió dar un golpe de mano: “llamó al

pueblo a toque de campana” y reasumió el mando. Buena parte de la población porteña

lo apoyó activamente, armándose y acantonándose en la Plaza de la Victoria y sus

alrededores (Beruti, 1960: 3872).24 “El despotismo de la multitud” estaba de regreso,

sostuvo un alvearista que fue agredido: “en lo alto de la noche del 15 al 16 de abril

estropean mi casa a golpes, y continuó un tumulto popular todo el día 16” (Posadas,

1960: 1461). Uno de los impulsores de la asonada lamentó “las irregularidades”, que se

22 AGN, X, 29-9-8, Sumarios Militares, 83a. 23 AGN, X, 30-10-1, Policía - Ordenes, 188. Las quejas por la presión reclutadora pueden verse en los legajos de Solicitudes Civiles y Solicitudes Militares de 1814 y 1815 (AGN, X). Para los rescates de esclavos véase Goldberg y Jany (1966); para la importancia del pan, Garavaglia (1991). 24 Beruti, op. cit., 1960, p. 3872.

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24

debían a “a la intervención en ella de hombres exaltados que las circunstancias

impedían reprimir” (Álvarez Thomas, 1960: 1728). Los milicianos se mostraron

“ resueltos a sepultarse antes que entregarse a Alvear” y buena parte de la población

parecía decidida, “si Alvear entraba en la ciudad, a defenderla hasta el último

extremo”.25 Ante tamaña decisión, el Director se vio forzado a renunciar y tuvo que

marchar al exilio.

Desde ese momento y hasta 1810, si bien la agitación política se mantuvo en

Buenos Aires, no se registraron movilizaciones de importancia con participación

plebeya. Pero esa experiencia de intervención en disputas de poder hace que la frase de

Manul de alusión directa a la autoridad sea comprensible: la Revolución trajo una

intervención activa, subordinada pero decisiva, de los plebeyos en asuntos ligados con

el gobierno.

No atiende a nuestros servicios

El no reconocimiento de sus servicios era la causa por la cual Manul acusaba al

gobierno de ingrato. ¿A qué servicios se refería? En primer lugar pareciera que a los

que habían cumplido como milicianos, a los cuales ya me he referido; servicios

prestados en años de guerra que habían implicado esfuerzos. Al mismo tiempo, podría

estar aludiendo a los servicios que el grupo al cual dirigió sus palabras, plebeyos,

cumplieron por la patria.

En el período colonial la patria era por un lado al lugar específico en el que se

había nacido, y también formaba parte de una trinidad identitaria clave: Dios, Patria y

Rey. El respeto por la religión y la fidelidad al rey constituían las bases del orden social

junto al patriotismo, el amor a una “tierra padre”; pero en esta fórmula no se establecía

bien cuál era ella y podía implicar al espacio virreinal, a la América española o a la

monarquía toda. Patria era un concepto que tenía una directa referencia sentimental: era

la comunidad amplia en la que se vivía y la devoción por ella era el compromiso con el

bienestar general. Ese uso del término continuó en los años revolucionarios, politizado y

con varios sentidos simultáneos: podía denominar alternativamente a un lugar de origen

(como Buenos Aires), a un principio superior casi sagrado, a una comunidad, y en

general reunía a todos en una misma enunciación.

25 La primera cita en la “Carta de Fray Cayetano Rodríguez a Agustín de Molina” (26 de abril de 1815) y la segunda es una afirmación del cónsul estadounidense Halsey, ambos cit. en Canter (1944: 391 y 397).

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25

El haber prestado servicios a la patria se convirtió en un elemento fundamental

para legitimar las acciones de una persona. Por ejemplo, en 1818 se desató una pelea en

una pulpería porque uno de los presentes que discutía con otro le reprochó “anda tú con

toda tu alma que jamás has hecho un servicio a la Patria”. Quienes pedían dinero o

favores del gobierno mencionaban ese servicio como justificación. Un ejemplo de

tantos: en 1815, el soldado Pascual Albarat solicitó que se le pagaran sueldos atrasados

apelando a que “sirvió a la Patria 2 años 9 meses impulsado del deseo de sacrificarse

como buen americano en su obsequio” y durante años hubo decenas de solicitudes a las

autoridades en las cuales quien pedía lo hacía en nombre de “los constantes servicios

que ha prestado á la causa de la Patria”. Incluso las mujeres, que no podían servir en la

forma más habitual, la participación militar, acudían al motivo en sus solicitudes: en

1812, Paula Besón explicó que pedía una gracia “impulsada del amor y fidelidad hacia

su Patrio suelo”.26 Aquellos que sostenían que habían servido a la patria creían que esa

acción les había brindado derechos en el sistema a cuya conformación habían

contribuido.

Apenas llegada al poder, la Primera Junta había impulsado la identificación de la

causa revolucionaria con la causa de la patria, y fue realmente exitosa en obtener apoyo

popular (cuidándose muy bien de conseguirlo sin alterar el orden social). Las

celebraciones por las victorias obtenidas u otras noticias felices, así como los

aniversarios de la Revolución, se transformaron en grandes reuniones en espacios

públicos en las cuales buena parte del bajo pueblo mostraba junto al resto de la sociedad

su adhesión a la nueva situación. En estas manifestaciones públicas participaban las

mujeres, que no lo hacían en las prácticas políticas que he analizado hasta aquí,

concentradas en manos masculinas. Distintos testimonios de viajeros y porteños de la

elite marcan la importante presencia popular en las fiestas.27 Generalmente fueron

pacíficas y estuvieron cuidadosamente organizadas por las autoridades; devinieron una

vía de expresión política armoniosa. Sólo en ciertas ocasiones, la impronta plebeya en

algunas –no preparadas con tiempo sino improvisadas ante la llegada de una noticia

agradable– generó malestar entre la elite. Ese fue el caso en noviembre de 1811, cuando

las campanas repicaron en toda la ciudad por una victoria menor en el Alto Perú. Un

26 En orden: “Sumario formado contra Aniceto Martínez”, AGN, X, 27-4-2a, Causas Criminales; AGN, X, 8-7-4, Solicitudes Militares; AGN, X, 12-4-4, Solicitudes militares (1821); AGN, X, 6-6-11, Solicitudes Civiles y Militares. 27 Hay excelentes descripciones en Beruti (2001), Núñez (1960) y Robertson (2000). Para análisis de los festejos revolucionarios véanse Halperin Donghi (1972), Munilla (1995 y 1998), Garavaglia (2000) y Di

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26

cronista anónimo escribió en el periódico oficial que salió a la calle a festejar pero no

pudo llegar a la Plaza de la Victoria porque se topó con mucha gente que caminaba en

sentido contrario: “el primer trozo se componía de una multitud de soldados, chusma y

gente de color, unos y otros con visajes y demostraciones groseras, en vez de gritar viva

la patria, llenaban el aire de expresiones groseras que ni el papel puede sufrir”. Había

soldados (mayoritariamente plebeyos), chusma (despectiva forma de llamar a la plebe) y

gente de color (acá diferenciada de la chusma blanca) celebrando de una manera

desagradable para el escritor. “Todos los mozos de tienda (europeos los más) y las

señoras que aun estaban en sus casas”, continúa su relato, “salieron a sus puertas,

ventanas y balcones, pero insultados aquellos con el funesto epíteto de sarraceno y

avergonzadas éstas al oír las palabras indecentes de la vanguardia, se encerraron

repentinamente, por no ser espectadores de una escena tan desagradable; quise

hacerles una reconvención amistosa, y el tono agrio con que me contestaron me obligó

a desistir de la empresa y volverme a casa, a llorar en secreto esta desgracia” (Gaceta

de Buenos Aires, 1910: III, 37). El caso muestra no sólo la importante participación

popular en el evento sino también su fuerte animadversión contra los peninsulares, con

los cuales la dirigencia revolucionaria tenía una actitud ambigua. El epíteto sarraceno

se usó muchísimo en esa década para nombrar e insular a los españoles: remitía a los

moros, combinando la situación de extranjero con la de hereje (Flores Galindo, 1993:

252).

Ese odio plebeyo hacia los peninsulares –que como ya vimos había sido decisivo

para la movilización de abril de 1811– volvió a expresarse abiertamente al descubrirse

la Conspiración de Álzaga. Cuando él fue ejecutado, “fue su muerte tan aplaudida que

cuando murió se gritó por el público espectador viva la Patria varias veces”, y a

continuación “aún en la horca lo apedrearon, y le proferían a su cadáver mil insultos,

en términos que parecía un Judas de sábado santo” (Beruti, 1960: 3830). Tirar piedras

y quemar a un muñeco que representaba a Judas era lo que un viajero llamó una de las

“diversiones de la plebe”: se colgaban en las calles “muñecos de trapo rellenos de

cohetes y combustibles. En la noche del sábado se les prende fuego y don Judas estalla

entre los gritos de la multitud” (Un inglés, 1986: 129).28 La agitación plebeya era

importante: el 8 de julio se esparció el rumor de que habían desembarcado los marinos

Meglio (2007). 28 Para análisis de la quema del Judas, y uso político en otros momentos, véanse Fradkin (2000) y Salvatore (1996).

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27

de Montevideo –supuestamente vinculados a los conspiradores porteños– y mucha

gente se reunió en la plaza y en los cuarteles militares, lista para la defensa.29 Rumores

de todo tipo recorrían la ciudad y su origen era muchas veces expresamente falso: un

oficial llamado Atanasio Duarte, que había sido expulsado de la ciudad en diciembre de

1810 tras haber “coronado” a Saavedra en un brindis y por eso vivía en la campaña, le

escribió al gobierno contando que había lanzado noticias apócrifas con el objeto de

soliviantar a los paisanos, “diciéndoles que los Europeos intentaban ... pasar a cuchillo

a todo Patricio de siete años para arriba”. Una mirada escatológica similar estaba

presente en una canción anónima denominada “La conjuración española abortada”,

cuya letra decía, “los Faraones crueles / Tuvieron previsto / No dejar con vida / al Viejo

ni al niño” (las reminiscencias bíblicas eran evidentes). Una ola de delaciones se

esparció por la ciudad, acompañada de acciones violentas; en ambas la plebe tuvo un

papel principal. Después de una denuncia, se encontraron armas enterradas en la casa

del gallego Santiago Martínez, por lo cual fue ejecutado; también se condenó a muerte a

algunos “piratas de Montevideo” capturados en la ciudad; la casa de la mujer de un

peninsular que cayó preso fue saqueada; el moreno Francisco Moris descubrió a un

pulpero peninsular de guardar armas en su corral; varios españoles fueron enjuiciados

por testimonios que los acusaban de verter frases como “que ha de llenar la bocacalle

de su casa de patricios ahorcados” o “que los Europeos vencerían a los Patricios”.30

Ese mismo mes, dos miembros “rebajados” del cuerpo de patricios (¿habrían

dejado de pertenecer a él por el motín de las trenzas?), Antonio Leytes –alias Garito– y

Leonardo Herrador, asaltaron una pulpería. Entraron en la esquina y le preguntaron al

dueño “si era Americano o Sarraceno”; el pulpero confesó que “era Español europeo, a

que le dijeron dese Ud. preso”, dado que los ladrones sostenían, pistola en mano, que

“venimos de orden de Gobierno por denuncia por las Armas que Ud. tiene y tres mil

pesos que están aquí pues de lo contrario le va a Ud. la vida”.31 El robo a los

peninsulares tiene dos caras: brindaba por un lado una excusa válida para engañar a los

damnificados y era a la vez una cuidadosa elección del blanco en la que seguramente

jugó la animadversión ya comentada, estimulada por la convulsión de esos días.

El 24 de julio el gobierno publicó otra proclama que anunciaba el fin de las

ejecuciones, dado que ya habían sido castigados los líderes. Pero no se frenó la

29 “Carta de Olleros a José Lino de Echevarría” (10 de julio de 1812), cit. en Canter (1941: 487). 30 Todos las citas y casos descriptos en AGN, X, 6-7-4, Conspiración de Álzaga, excepto la canción, en Cancionero popular (1905: 159). 31 Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, 34-2-34, Juzgado del Crimen, 19.

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28

conmoción: esa noche una multitud marchó hasta la iglesia de San Nicolás y colgó

paños azules y blancos de las ventanas. En seguida el gobierno proclamó por bando que

se prohibía a los peninsulares tener pulperías y que en todos los oficios debía

contratarse a “hijos del país” (Canter, 1941: 489); también se dispuso una nueva requisa

de armas entre los europeos. Muchos de ellos fueron asimismo confinados en Luján,

como medida precautoria.32 Las primeras medidas no se cumplieron a largo plazo, pero

es claro que si se tomaron fue para desarmar la agitación popular.

La disyuntiva del momento era americano o sarraceno, polarización que

contribuyó a integrar del lado americano a todos los que no eran peninsulares (incluso

los africanos). Un letrado escribió que el plan de los europeos era asesinar a los

integrantes del gobierno, “desterrar todos los hijos del país los indios, las castas y los

negros, porque el proyecto era que no hubiese en esta capital un solo individuo que no

fuese español europeo”, y remataba que el fin era “volver a los americanos a una

situación más servil que la pasada” (Beruti, 1960: 3830). La separación de la sociedad

en dos partes, que no respondían a la división colonial, era muy clara. Dentro de la

porción americana la jerarquía social no se modificó –incluso los españoles europeos de

la elite que adhirieron a la nueva causa continuaron gozando de su posición

privilegiada– pero se fue quebrando su contenido formal.

La identificación con la patria empezó así a incluir un aspecto social. La

Revolución se proclamó como una regeneración patriótica, y apeló a la identificación

de la población con Buenos Aires en contra de sus nuevos enemigos, los mandones, que

progresivamente fueron a su vez identificados con los europeos. En su entusiasta

adhesión a la causa, los plebeyos se apropiaron y también contribuyeron a delimitar sus

premisas, como cierto igualitarismo o la idea de independencia; sin duda influyeron

decisivamente en la radicalización de la posición contra los peninsulares. La

intransigente caracterización de éstos como enemigos de la patria implicaba una

impugnación a su posición social, generalmente superior a la de los plebeyos porteños.

La causa de la Revolución, causa patriótica, fue vivida como una empresa colectiva y en

ella se subsumieron las tensiones sociales de la época.

Las sospechas contra los sarracenos continuaron a lo largo de toda la guerra de

independencia. Por ejemplo, en 1816, el soldado Dionisio Diez denunció al español

32 Hubo una “orden general de internación de Europeos”; véase el pedido de Josefa Xil para que regresara de Luján su marido, un zapatero peninsular, que fue denegado, en AGN, X, 6-6-12, Solicitudes Civiles y Militares (26 de octubre de 1812).

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29

Ángel Villegas por “demostraciones de alegría que manifestó al saber la derrota en el

Perú de nuestro ejército comandado por el Sr Gral Don José Rondeau” (en el desastre

de Sipe-Sipe, último intento revolucionario de apoderarse del Alto Perú); un fraile

franciscano no pudo aportar pruebas contra el acusado pero sí llamó la atención sobre

“el concepto público que tiene dicho Villegas de un enemigo de la Causa y Sistema de

la América”. La comunidad condenaba a Villegas; la justicia no lo hizo por falta de

evidencia.33 En 1818 tuvo lugar un hecho similar: el soldado Pedro Castro oyó en una

pulpería a un gallego hablando “contra Nuestro sistema que decía que pronto habíamos

de sucumbir” y cantando “con eco alto una Copla de mucho obsequio a la Europa y en

las expresiones que hacían aunque con embozo poco concepto y favor a la Patria”.

Otros testigos lo corroboraron y el pulpero agregó que gritaba “yo muero por el Rey y

por la Ley”.34 Los plebeyos estaban atentos a las expresiones contrarrevolucionarias y a

finales de la década, las noticias de que en España se preparaba una gran expedición

contra el Río de la Plata aumentaron sus denuncias contra los peninsulares. Además,

algunos también podían dirimir asuntos que no fueran de índole política con ellos

acusándolos de oponerse a la patria.

Las citas textuales que se han ido consignado muestran cómo entre la población

porteña se extendía una cadena de conceptos positivos: nuestro sistema-América-la

causa-la patria; y éstos se enfrentaban con los mandones-sarracenos-la Europa-el Rey.

Esa no había sido la antinomia en el inicio de la Revolución, se había delineando con el

devenir de la guerra y se había aclarado completamente con el retorno de Fernando VII

al trono en 1814. Los peninsulares que nunca se plegaron al nuevo orden seguían

silenciosamente reconociendo al monarca, con lo cual apareció una clara oposición

entre éste y “santa causa” de la Patria. Un ejemplo: en 1819 el zapatero gallego Baltasar

Suárez fue acusado de negarse a realizar una patrulla diciendo “que él era vasallo del

Rey y no soldado de la Patria y que sólo serviría al Rey”.35 La vieja tríada se había roto:

la religión no se discutía, pero ahora el rey se oponía a lo que resultó ser más

importante: la patria. El rey rechazado pasó no sólo a ser el rey de España sino también

la monarquía. En cambio, si la patria había adoptado una forma de gobierno republicana

–así era de hecho desde que se impuso la soberanía del pueblo en 1810– una y otra se

fueron equiparando para quienes combatieron en su nombre. No hubo un monarquismo

33 AGN, IX, 32-7-8, Criminales, 62. 34 AGN, IX, 32-7-8, Criminales. El acusado era Vicente Fernández. 35 AGN, X, 27-4-2a, Causas Criminales.

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popular rioplatense ni se han registrado evidencias de nostalgias plebeyas del rey; por el

contrario la actitud parece haber sido la que expresó en sus versos el payador oriental

Bartolomé Hidalgo, muy popular en Buenos Aires: “el Rey es hombre cualquiera”,

decía, “no se necesitan reyes / para gobernar los hombres / sino benéficas leyes”

(Hidalgo, 1967, 26 y 31).

Con el fin de la guerra, el alejamiento de la amenaza de la expedición española –

que en vez de embarcarse se rebeló contra Fernando VII– y el triunfo del sistema

republicano, la tensión con los peninsulares que seguían residiendo en la ciudad perdió

intensidad. Los elementos de conflictividad social insertos en esa animadversión se

fueron trasladando al descontento popular con algunos de los resultados de la guerra, al

rencor hacia algunos beneficiados durante su desarrollo y hacia la ingratitud de las

autoridades. Bartolomé Hidalgo lo expresó muy bien en 1821 –por entonces residía en

Buenos Aires– cuando sostuvo que “desde el día memorable / de nuestra revolución”

había entrado mucha plata y mucho oro en la capital,

pero en tanto que al rigor / del hambre perece el pobre, / el soldado de valor, / el oficial de servicios, / y que la prostitución / se acerca a la infeliz viuda / que mira con cruel dolor / padecer a sus hijuelos; / entre tanto, el adulón, / y el que de nada nos sirve / y vive en toda facción, / disfruta de gran abundancia / y como no le costó / nada el andar remediao / gasta más pesos que arroz. / Y, amigo, de esta manera / en medio del pericón / el que tiene es don Julano / y el que perdió se amoló: / sin que todos los servicios / que a la Patria le emprestó / lo libren de una roncada / que le largue algún pintor (Hidalgo, 1967: 48).

Mientras los que no habían hecho nada se habían apropiado de la riqueza en los

años revolucionarios, los que arriesgaron su vida por la causa de la patria, y las viudas

de los que la perdieron, estaban inmersos en la pobreza. Percepciones como esas eran el

trasfondo de la indignada arenga de Santiago Manul. Contribuyeron a crear un clima de

descontentos sociales que estarían presentes en la fundamental participación popular en

la política porteña de las décadas de 1820 y 1830.

Nos quiere hacer esclavos

La construcción de esa noción colectiva de patria implicó un cambio simbólico

importante para la población negra de Buenos Aires y en particular para los esclavos.

Uno de ellos llamado Ventura, que pertenecía a Martín de Álzaga, fue quien denunció la

conspiración que preparaba su amo. El gobierno le otorgó en premio su libertad y llevar

una leyenda que decía “por fiel a la Patria”; otro de los esclavos de Álzaga se refirió

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31

posteriormente al amo muerto como “el traidor”.36 Para muchos la patria empezó a ser

un horizonte de libertad, en particular para los hombres, dado que varios fueron

comprados por las autoridades a sus amos o a veces donados por éstos para la guerra

(además el Estado confiscó en varias oportunidades esclavos pertenecientes a

peninsulares para usarlos en el ejército). La promesa de ser libres aguardaba al final del

servicio. En cuanto a los que ya lo eran, su lugar social subalterno se mantuvo –negro

fue en ocasiones un insulto, al igual que mulato, incluso en boca de los plebeyos– pero

simbólicamente tuvieron un ascenso al entrar en el bando americano junto a los blancos

y el resto.37 Para los que sirvieron militarmente, eso les daba derechos. En 1820 un

oficial ebrio insultó a sus soldados, que eran casi todos morenos, diciéndoles que eran

unos “negros trompetas” (una expresión de desprecio que significaba “hombre bajo y

de poca utilidad”, según el diccionario de la Real Academia Española de 1803). Luego

empujó a uno de ellos, quien le contestó “que porqué le pegaba, que reparase que era

el cabo de la guardia, y que aunque era negro no era un Trompeta sino un cabo de la

Patria”.38 Sus camaradas provocaron una gritería en contra del oficial que por poco no

terminó en un motín. ¿Era posible una respuesta así de parte de un negro antes de la

Revolución?, probablemente no. Esa identificación de los morenos con la patria tuvo

larga vida. “He sido testigo”, sostuvo un viajero francés al comenzar la década de 1830,

“de su entusiasmo y de la ardiente alegría que les brota ante la palabra Patria”

(Isabelle, 1943: 135).

La libertad de vientres sancionada en 1813 contribuyó sin duda a la adhesión de

los negros a la causa revolucionaria, y varios empezaron a apelar a esa decisión para

buscar su libertad. Una esclava africana que recibió el nombre de Juana de la Patria, dijo

que había naufragado en un barco en las playas de Montevideo con unos compañeros y,

como el gobierno había prescripto que “los que naciesen y pisasen estos puertos fuesen

libres, pide que se declare si es o no libre junto con sus compañeros”. Algo similar

ocurrió con Sebastián Tejera, quien había sido esclavo en la Banda Oriental; cuando fue

enviado al servicio de una familia en Buenos Aires se dirigió a las autoridades apelando

36 Las distinciones a Ventura en AGN, X, 6-7-4, Conspiración de Álzaga; el otro caso en AGN, X, 6-6-12, Solicitudes Civiles y Militares, petición de “El moreno Juan” (1° de agosto de 1812). Para la cuestión de la integración véase Bernand (2003) 37 Negro como insulto en “Sumaria e información contra Vizente Gomes...” (1814), AGN, X, 27-4-2, Causas Criminales; mulato en la declaración del capitán Sosa en AGN, X, 30-3-3, Sumarios Militares, 957, en la que describe que alguien usó los insultos: “Pícaro Mulato indecente”. 38 AGN, X, 29-10-2, Sumarios Militares, 146.

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32

al “Soberano Decreto de 813 por el cual debe quedar libre”.39 Las solicitudes al

gobierno para defender derechos eran muy frecuentes, a través de la intervención de

algún escriba. Por ejemplo, Jerónima Díaz y Medina protestó ante las autoridades

porque su sobrina, que era libre, recibía en una casa en la que trabajaba el trato de

esclava, debido a lo cual se fugó. Intervino el alcalde de barrio, quien “viéndonos que

somos imbéciles, que somos pobres, de una condición baja aunque honrada, no ha

hecho sino obligarnos a que la entreguemos bajo [amenaza] de penas”. Su alegato

terminaba asegurando que “la persona libre no debe conocer servidumbre, ni esclavitud

sobre su condición: el gobierno ha jurado sostener este privilegio; y si esto es cierto

¿Por que por fuerza se ha de entregar al servicio a una muchacha contra su

voluntad?”40 El proceder no era nuevo: hemos visto que durante los tiempos coloniales

los esclavos solían presentarse ante la justicia para protestar contra malos tratos de sus

amos y a veces consiguieron mejorar su situación (Perri, 1999). Lo que cambió después

de 1813 era que la misma institución de la esclavitud comenzó a ser minada por la

apropiación que hicieron los implicados de la libertad de vientres. Dos años, después el

moreno libre Hilarión Gómez, sostuvo que “todo respira el desterrar la esclavitud y en

nuestro sistema se han declarado todos los partos libres”.41

La causa de la patria mostró levemente cierta tensión racial. La criada negra de

doña Juana Arandia, llamada María, fue duramente golpeada por dos españoles

europeos en una pulpería, por haber insultado a uno de ellos tras una discusión

diciéndole “gallego, puto, judío y ladrón”.42 Los términos empleados por María fueron

usados con un fin denigratorio, por lo cual queda claro que gallego –buena parte de los

pulperos de Buenos Aires eran de ese origen– era equivalente a los otros insultos. El

judío era considerado un enemigo de la Cristiandad desde el Medioevo y ese lugar había

sido afianzado por el Concilio de Trento. La Revolución permitió a los esclavos liberar

algunos resentimientos y legitimó la animosidad contra un enemigo blanco: los

peninsulares.

En el motín de los pardos y morenos de 1819, esa tensión racial estuvo más

presente. Al acusar al gobierno de que “nos quiere hacer esclavos”, Manul acudía a la

que posiblemente fuera la mayor afrenta para un grupo de negros libres. En el curso de

39 Ambos en AGN, X, 11-1-4, Solicitudes Civiles (1819). Lamentablemente no constan las resoluciones. 40 AGN, X, 10-9-6, Solicitudes Civiles (1819). 41 AGN, X, 8-9-4, Solicitudes Civiles y Militares, 21 de junio de 1815. 42 "Demanda puesta por doña Juana Arandia contra los españoles Antonio Morán y su compañero F. Mojo sobre el castigo que dieron a una criada…"; AGN, Tribunal Criminal, M-1 (1819).

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ese levantamiento, un vecino observó preocupado “que un negro velero y cojo se

distinguió en sus gestos y amenazas a los Blancos”.43 No es posible saber si ese

vendedor de velas pertenecía al tercio o si se agregó a la agitación. Lo que es muy

probable es que la percepción de una animosidad contra los blancos debe haber ayudado

a que diversos vecinos se sumaran a los cívicos de caballería en la operación nocturna

que desarmó en el hueco de la Concepción a los amotinados.

Aquí no tenemos padre ni madre

La frase del enojado Manul puede haber remitido a la falta de arraigo de algunos

negros en Buenos Aires, pero también puede haberse referido a la sensación de una

ruptura de la relación con las autoridades, de las que muchas veces se esperaba un

comportamiento paternal. En la sociedad colonial el rey había sido considerado una

figura paternal, y el gobierno revolucionario heredó el atributo, como se desprende de

solicitudes que se le dirigían denominándolo “Vuestra Excelencia como padre de los

naturales de ésta” (la ciudad), “V.E. es el Padre de la República”, o apelando al

“paternal corazon de V.E.”.44 En este caso, la irritación era tanto con el gobierno como

con el Cabildo, que en general gozaba de una gran legitimidad entre la población

porteña, porque era tradicionalmente el encargado de resguardar el bien común.

El Cabildo se ocupaba del abasto de alimentos para la ciudad y por eso tomaba

recaudos para “que nunca se verifique que el publico sufra escasez de carne” ni que

hubiese problemas con el pan, los dos principales componentes de la dieta de los

porteños. Asimismo, buscaba regular los precios para evitar malestares entre la

población: en 1813, ante el “escandaloso precio a que en el día se vende la carne al

público, con el más grave perjuicio de éste”, convocó a los abastecedores para definir

cuál iba a ser el precio en cada estación, dado que en invierno subía (AEC, 1927: VI,

601 y V, 617). A la vez, el ayuntamiento se encargaba de pagarle sus pensiones a viudas

y huérfanos de víctimas de la guerra, de vestir a los presos, de auxiliar a familias que

sufrían una inundación, de ayudar con créditos a labradores en dificultades, de solicitar

la reducción de cargas fiscales sobre los artesanos cuando éstos estaban en una mala

situación, de escribir los bandos destinados a la población, de dar discursos en las

celebraciones públicas, de organizarlas, y de dirigir a los alcaldes de barrio y sus

43 Ibid, parte de don Eustoquio Díaz Vélez. 44 AGN, X, legajos 8-9-4 (1815), 11-1-4 y 10-9-6 (1819), Solicitudes Civiles. Para el rey como padre véase (Schaub, 1998).

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tenientes.45 Uno de sus integrantes, el Defensor de Pobres, intercedía entre éstos –

incluidos los esclavos– y el gobierno. La legitimidad de su poder no era discutida por

nadie: “el Cabildo era la autoridad más inmediata del pueblo, era la cabeza, el padre, y

sus hijos como a tal lo adoraban, lo respetaban, le tributaban un culto voluntario, una

devoción exaltada” (Iriarte, 1945: 31). Cuando en 1820 Buenos Aires vivió un complejo

período político, un oficial sostuvo que “el Excelentísimo Cabildo es nuestro Padre, y a

él sólo debemos obedecer”.46

No es casualidad que la participación política de la plebe porteña desde 1810

hubiera sido en buena medida articulada por el Cabildo. A él se dirigieron las peticiones

de los “movimientos del pueblo” como los de abril y septiembre de 1811 o el de octubre

de 1812, mientras que en otras ocasiones, como en abril 1815, fue el mismo cabildo el

que convocó a la población a la acción política.

Habiendo visto reunidos en la puerta de mi tienda varios negros changadores

Con esta frase comienza la denuncia contra Santiago Manul. Y es ilustrativa:

explicita el papel fundamental que cumplió la ciudad en la participación política de la

plebe. La politización de sus espacios permitió la difusión y la transmisión del

repertorio de prácticas políticas populares moldeado en 1811: la intervención en las

luchas facciosas, la presencia en fiestas y otras manifestaciones públicas, los motines

militares dirigidos por plebeyos. La permanente movilidad del bajo pueblo –residencial

por las dificultades para pagar alquileres, laboral por la fragilidad de la estructura

ocupacional, geográfica por la guerra y las migraciones (Di Meglio, 2007)– conllevó la

propagación de ideas y recuerdos, comunicados en los lugares de sociabilidad plebeya.

Las pulperías, las plazas, los mercados, los atrios de las iglesias y los cuarteles militares

se empaparon de política. Allí circulaban los rumores, se entonaban canciones

patrióticas, se leía la prensa en voz alta incluyendo a los analfabetos, se debatían las

decisiones del gobierno y se discutían los avatares de la guerra. Esa función transmisora

de los espacios urbanos se hizo clara en el sumario que se levantó después del motín del

tercer tercio cívico en 1819. Durante el proceso, un juez le preguntó a algunos de los

milicianos negros qué otros levantamientos ocurridos en la ciudad habían presenciado.

45 Los bandos están recopilados en AGN, X, legajos 44-6-7 y 44-6-8, Gobierno. Para el resto de las actividades mencionadas véase AEC (1927, V, 104, 174; VII, 87, 189, 434, 636; asistencia a inundados de Barracas en VII, 330-4, 355 y 384; asistencia a labradores en VI, 28; protección a artesanos en V, 194; un discurso de un regidor en mayo de 1812 en V, 216).

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El soldado Remigio Rodríguez respondió que “conmociones que ha oído son las de

Patricios”, es decir el motín de las trenzas, “y la que ha visto ha sido la de Álzaga en las

que la pena que se ha impuesto ha sido según ha oído y visto la de muerte y que en la

Primera según ha oído decir fueron nueve y en la Segunda vio unos cinco o seis y los

demás oyó decir que fueron muchos”.47 Rodríguez conocía bien el antecedente de un

motín miliciano y que los responsables habían sido ejecutados; se había enterado –

incluso el número era bastante correcto– por boca de otros. Él mismo había estado entre

la multitud que presenció algunos de los fusilamientos en la agitación de julio de 1812;

del resto le contaron. Las reuniones informales en espacios públicos, como la que usó

Manul para decir sus opiniones, eran una de las vías principales para la reproducción de

las prácticas políticas.

Un final y un legado

Encontrar palabras como las de Santiago Manul no es algo corriente; tampoco lo

es, por supuesto, toparse con un motín protagonizado por milicianos pardos y morenos

sin intervención de los oficiales. Lo que he intentado mostrar aquí es que unas y otro no

provinieron sólo de una situación de descontento coyuntural: se insertaban, por el

contrario, en años de experiencia de participación política plebeya. Un año después del

levantamiento del tercer tercio, el gobierno central creado por la Revolución se

desmoronó. Surgió así la provincia de Buenos Aires. Durante 1820, la situación política

en ella fue sumamente convulsionada y la inestabilidad fue la regla. La sucesión de

complejos enfrentamientos facciosos, en los cuales el papel de la milicia fue decisivo, se

cerró en octubre tras un levantamiento del segundo y el tercer tercio cívico, junto al

pequeño batallón fijo (del ejército regular).

La causa fue el rechazo de esos grupos, aliados con el Cabildo, al retorno al

poder del grupo que había dirigido el gobierno entre 1816 y 1820, al que consideraban

de regreso con la designación del general Martín Rodríguez como gobernador. Los

sublevados se hicieron fuertes en la Plaza de la Victoria y Rodríguez huyó. La tropa

estaba exaltada y los oficiales tenían que contenerla.48

46 AGN, X, 29-10-6, Sumarios Militares, Conspiración del 1° de octubre de 1820. 47 AGN, X, 30-3-4, Sumarios Militares, 957. 48 Lo declaró el capitán N. Martínez, prisionero de los alzados, en AGN, X, 29-10-6, Sumarios Militares, 279.

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El alzamiento fue liderado por el Cabildo y por algunos militares que gozaban de

popularidad en la ciudad. También intervinieron en la organización algunos pulperos

que eran a la vez capitanes del segundo tercio cívico, a quienes un contemporáneo

llamaba “tribunos de la plebe” (Iriarte, 1944: 244 y 271). Entre los participantes, unos

ochocientos en total (Herrero, 2003), no sólo estuvieron los cívicos y los soldados del

batallón fijo: se denunció que un esclavo que trabajaba en una panadería se fugó “y se

incorporó entre las gentes que se hallaban en la Plaza”.49 ¿Podemos imaginar que

Manul estuvo también con sus compañeros de tercio en la plaza? No es descabellado

pensarlo.

Rodríguez volvió a la ciudad a la cabeza de fuerzas milicianas de la campaña –

los colorados– y se dispuso a asaltar la Plaza de la Victoria. Ante el inminente ataque,

los dirigentes del levantamiento procuraron conseguir un acuerdo. Uno de ellos quiso

convencer a los de la plaza que se retiraran hacia sus cuarteles: “me dirigí a la recova, y

hablando con firmeza y resolución a los cívicos, les hice presente la necesidad que

había de evitar más derramamiento de sangre, y ellos, demostrando mucha oposición,

se resistían al abandono de sus puestos ... Don Angel Pacheco contuvo a un cívico que

me iba a tirar” (de la Quintana, 1960: 1400). Mientras negociaban, la caballería de

Rodríguez atacó sorpresivamente y los cívicos comenzaron a resistir sin esperar

órdenes. Según un oficial que combatió a favor del gobernador, los del tercer tercio no

escuchaban a sus jefes, “cargaban las armas sin su conocimiento y que parecía no le

obedecían”.50 A un suboficial se le ordenó “que todos se retirasen, y no obedeciéndolo

los demás, lo ejecutó el que confiesa”, mientras que un oficial afirmó que no logró

“contener a la gente y privar que se siguiese el fuego que ellos habían empezado sin su

orden por hallarse comiendo” (ambos testimonios eran poco creíbles, pero es

interesante que pudieran esbozarlos aprovechando que la situación fue verdaderamente

caótica).51 Después de un primer combate, los del gobierno volvieron a ofrecer la

rendición, pero “en vano algunos de su jefes y los parlamentarios … manifestaban a la

chusma despechada que serían pasados a cuchillo: ella les amenazaba fusilarlos si no

se retiraban … muchos facciosos metidos tras de los pilares de la Recoba nueva en la

vereda ancha prefirieron morir a rendirse”.52 La batalla siguió y “todos revueltos se

49 Pertenecía a Pedro Bureñigo; AGN, X, 12-4-4, Solicitudes militares, 1821. 50 AGN, X, 29-10-6, Sumarios Militares, (expediente sin número). 51 Ibid, declaraciones del tambor Felipe Gutiérrez y de Epitacio del Campo, AGN, X, 29-10-6, Sumarios Militares, 275. 52 “Carta de José María Roxas a Manuel José García”, en Saldías (1988: 255).

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mataban unos a otros sin compasión”; hubo entre trescientos y cuatrocientos muertos.53

Finalmente, la victoria fue de Rodríguez.

Los que se sublevaron fueron los tercios con mayoría plebeya, el segundo y el

tercero, mientras que los integrantes del primer tercio cívico, que agrupaba a la gente

del centro de la ciudad, “concurrieron con sus personas en favor de la conservacion del

orden”; como dijo uno de sus oficiales, lucharon “por la autoridad legítima”.54 Esa

impronta plebeya generó un gran temor social entre la elite porteña. Un testigo llamó a

los alzados “los sanculotes despiadados, los de los ojos colorados”(Iriarte, 1944: 370);

otros se lamentaba de que “la patria se ve en una verdadera anarquía, llena de partidos

y expuesta a ser víctima de la ínfima plebe, que se halla armada, insolente y deseosa de

abatir a la gente decente, arruinarlos e igualarlos a su calidad y miseria” (Beruti,

1960: 3933); un tercero sostenía que si Rodríguez hubiera sido vencido el resultado

habría sido “el saqueo de Buenos Aires, pues la chusma estaba agolpada en las

esquinas envuelta en su poncho, esperando el éxito; y si la intrepidez de los colorados

no vence en el día, esa misma noche se les une 4 ó 6 mil hombres de la canalla y es

hecho de nosotros”.55

La intransigencia de los miembros de la tropa, que quisieron resistir desoyendo a

muchos de sus oficiales es comprensible si se tienen en cuenta los diez años de

movilización política y guerrera. Frente a los vacíos de poder de 1820, muchos plebeyos

compartieron las posiciones políticas de los capitulares y ciertos militares, y luego de

una experiencia de una década de movilización, llegaron a defenderlas

intransigentemente más allá de la voluntad de sus jefes.

Como consecuencia del episodio, el Cabildo perdió la conducción de las milicias

cívicas, que quedaron bajo la jurisdicción del gobernador de Buenos Aires (AEC, 1927:

IX, 297). Al año siguiente, los tercios fueron disueltos y se reorganizó la milicia urbana,

con menos efectivos, en la denominada Legión Patricia. La elite triunfante buscaba así

eliminar las posibilidades de desorden, y también las vías de intervención plebeya en la

política. Sólo lo lograría parcialmente: las décadas siguientes volvieron a contar a la

plebe como uno de los actores de la escena política porteña, y varias tensiones sociales y

raciales iban a seguir canalizándose en ella. La política porteña no iba a poder separarse

de su impronta plebeya: ese fue el legado de gente como Santiago Manul.

53 La cita en ibid. Las cifras de muertos en (Forbes, 1936: 85; Iriarte, 1944: 368; Haigh, 1920: 146). 54 Solicitud de Hilario Martínez, AGN, X, 11-7-4, Solicitudes Civiles y Militares; y testimonio del teniente del primer tercio don Juan Arrasain, AGN, X, 30-1-3, Sumarios Militares, 586. 55 “Carta de José María Roxas...”, en Saldías (1988: 255).