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Dirección editorial: Natalia HattCorrección: Nadín VelázquezDiseño de cubierta: H. KramerDiseño interior: Carla Angelo© 2019 Julieta Carrizo© 2019 Editorial Vanadis
Carrizo, JulietaMorpheus : el legado / Julieta Carrizo. - 1a ed . - Crespo : Vanadis, 2019.Libro digital, EPUBArchivo Digital: descarga y onlineISBN 978-987-47277-9-41. Narrativa Juvenil Argentina. 2. Novelas de Misterio. 3. Literatura JuvenilArgentina. I. Título.
CDD A863.9283 www.editorialvanadis.comTodos los derechos reservados. Prohibidos, dentro de los límites establecidos por la ley, lareproducción total o parcial de esta obra, el almacenamiento o transmisión por cualquiermedio las fotocopias o cualquier otra forma de cesión de la obra sin previa autorizaciónescrita de la editorial.
ISBN 978-987-47277-9-4Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723.Vieytes 1254, Crespo, Entre Ríos. Julio de 2019.
Contenido IntroducciónUna oportunidad imperdibleConociéndoteSueño nuevo, muerte nuevaConfusiónDiario I¿Confías en mí?Noticia inesperadaVuelta a casaViaje al pasado IDiario IILa leyenda de CopahueReencuentrosFantasmasViaje al pasado IIAño Nuevo, vida nuevaCuando la felicidad toca tu puertaSepulcroDiario IIIViaje al pasado IIIRecuerdosLa verdadMalcom XEPÍLOGOAGRADECIMIENTOS
A mi padre, cuyo espíritu vive conmigo.
A mi abuela, porque siempre creyó en mí.
A mi madre: mi amiga, mi musa, mi compañera.
L
Introducción
o primero que recuerdo son las montañas. El aroma de la tierra
mojada, el color cobrizo de la cordillera y los tonos verdes del
valle; el rugir del agua cristalina al caer por la pendiente hasta
estrellarse contra las rocas; la calidez del sol al entrar por mi ventana cada
mañana y el sonido del relinchar de los caballos, de mi yegua Caramelo a la
espera de que la lleve a pasear. Mi lugar, mis montañas, mi vida y mi hogar
en aquel pequeño valle natural enclavado en la cordillera de Los Andes.
Mi nombre es Chantal Silver. Chantal viene del occitano cantal y
significa «piedra», y silver es «plata» en inglés, así que podría decirse que me
llamo Piedra de Plata.
Pero para hablar de mí, primero tengo que hablar de mi antigua estirpe.
Desde que tengo uso de razón, Carmen, mi madre, se sentaba a la orilla
de la cama cada noche y me contaba la leyenda de nuestros antepasados. Uno
de ellos, llamado Nahuel Chrerri, fue el chamán de una tribu picunche. Su
nombre significaba «Tigre Anciano» porque se decía que tenía el alma de ese
animal en su interior y por eso conocía los secretos de la tierra. Pero el
verdadero poder de Nahuel era el de leer los sueños, un don extraordinario
que atravesó varias generaciones hasta llegar a mí.
Mi madre solía decir que esa era la herencia que su familia me dejaba,
un regalo valioso que también iba acompañado de una gran responsabilidad.
Con mi hermana a veces conjeturábamos sobre los significados de nuestros
sueños, pero pronto se vislumbró que ella no había sido la afortunada
heredera de aquella habilidad.
Por el simple hecho de tener ascendencia mapuche fui conminada a
aprender algunas palabras del idioma de mis antepasados. Por una parte, para
que no se perdiera la tradición, y por otra, porque mi bisabuelo no hablaba
otro idioma.
Pero volvamos a la historia de Nahuel. Él vivió en estas tierras en épocas
remotas, antes de que los colonos vinieran a civilizar e imponer sus
costumbres y evangelizar con la palabra de Dios. Desde muy joven se
vislumbró en él aquella capacidad especial; el sabio de la tribu se dio cuenta
de inmediato del destino de ese muchacho y lo adoptó como a un hijo,
enseñándole todas las cosas que sabía y preparándolo para ser su sucesor. Por
sus conocimientos y sabiduría, Nahuel tenía el rango más importante dentro
de la tribu, incluso más que el cacique, y presidía las reuniones del consejo de
ancianos. Muchos hombres cultos que lo conocieron escribieron sobre él en
sus libros y alabaron su don incomparable, a pesar de ser su cultura un
desecho de supersticiones.
Cuando Nahuel hablaba, todos callaban y escuchaban sus palabras con
respeto porque él siempre decía la verdad. No en vano vio en sueños la
venida de hombres del otro lado del mar y predijo tormentas que arruinaron
cosechas y guerras que duraron años.
Sin embargo, de la leyenda de este chamán, lo que más llamó mi
atención desde pequeña fue la historia de amor que protagonizó. Se dice que
una tarde en que acababa de tener el sueño de una blanca paloma que volaba
en un cielo limpio y azul, salió a caminar por los alrededores y allí la vio por
primera vez; parada al costado del río, con una luz blanquecina que la
envolvía, la mujer más bella que había visto en su vida. De inmediato supo
que ella era la conulaf, la paloma que había visto en su sueño, y también que
no se iría de aquel río sin llevársela con él. Se acercó con cautela a la joven
pálida y de pelo negro, que sin hablar, se volteó y lo miró con dulzura. Vestía
un largo manto de seda, del mismo color de su piel, que Nahuel observó con
intriga porque no había visto en su vida tela tan hermosa ni mujer más
perfecta.
—¿Vienes a buscarme? —preguntó ella con una voz que era como el
canto de los pájaros.
—Sí —respondió Nahuel a sabiendas de que esa dama podía leer lo que
él pensaba.
—Pues, entonces, qué esperas. Preséntame ante los tuyos.
La tomó de la mano y juntos caminaron entre los árboles hasta arribar a
la tribu. La llegada de aquella muchacha con la piel blanca como la porcelana
y el cabello negro como el azabache conmocionó a todos, en especial porque
nadie supo nunca su procedencia. Ante el miedo que Nahuel vio en sus
congéneres a causa de la extranjera, decidió decirles que él la tomaría por
esposa porque había visto su alma y sabía que era voluntad de la madre
naturaleza, que los había unido. De más está decir que todos los presentes
aceptaron a la extraña solo por respeto al hombre más sabio de la tribu. El
cacique y los ancianos aprobaron aquella unión y así se llevó a cabo la
ceremonia. En medio de un solemne ritual Nahuel dijo a su amada que, sin
importar de dónde viniera ni quién era, ahora su nombre era Paloma Blanca y
pertenecía a la tribu igual que sus hermanos.
Paloma Blanca pronto fue aceptada sin recelos porque trabajó y aprendió
todos los quehaceres sin quejas, y adquirió como suya la cultura mapuche
hasta convertirse en la mujer más importante junto a su marido. No era de
extrañar que aquella dama consiguiera el estatus de Nahuel, ya que al poco
tiempo se hizo patente que ella también tenía un poder especial con el cual
podía saber lo que uno iba a decir antes de hablar.
Nunca existió pareja más rara ni más especial; ambos eran seres de luz
que parecían pertenecer a una dimensión espiritual desconocida para el resto.
Con una sola mirada se entendían, sin palabras hablaban y la sonrisa de uno
podía iluminar el rostro del otro en un segundo.
Cuando los hombres del otro lado del mar arribaron y pisaron por
primera vez esta tierra, había una delegación esperándolos para darles la
bienvenida. Ninguno de ellos se reveló contra Nahuel y su hermosa esposa,
que parecía una aparición celestial, porque se percataron de lo inteligente y
especial que era aquel hombre, y si ellos querían enseñar a los demás su
propia cultura, necesitaban el apoyo del brujo.
Al poco tiempo de la llegada de los misioneros Nahuel tuvo un sueño en
el que un nido de víboras se infiltraba en cada familia de la tribu mientras
todos dormían y le comía las tripas. Despertó sobresaltado y ordenó a todos
que se escondieran en lugares lejanos y no se dejaran ver por los extranjeros.
Él había previsto la llegada de nuevos hombres tan ambiciosos que arrasarían
con todo a su paso, sin importar los esfuerzos de aquellos que habían
entablado amistad con las tribus y las habían adoptado como suyas.
Así fue como la oscuridad descendió sobre los hombres y la avaricia y
ambición se extendieron entre los colonizadores, que destruyeron las capillas
y enseñanzas de los misioneros en busca de tesoros inexistentes, y la
desolación cayó sobre estas tierras y sus habitantes.
Paloma Blanca pereció en una tarde primaveral cuando un grupo de
varones la encontró al costado del río donde por primera vez la había visto su
amado, y donde luego la encontró horas más tarde, con una hermosura
sobrenatural que se fue haciendo más intensa a medida que pasaban las horas,
y con un exquisito aroma floral que emanó de su cuerpo hasta que la
enterraron, a pesar de haber sido mancillada por esos bárbaros. Su funeral fue
digno de una reina y todos lloraron su pérdida. Sin embargo, el golpe fatal lo
recibió Nahuel, que no entendió por qué sus sueños, que habían servido para
predecir tantas otras cosas, no le habían avisado de la muerte de su amor.
Después de eso dejó de leer los sueños, descuidó a su pequeño hijo y, al
poco tiempo, murió consumido por la tristeza. Dijo que aquella mañana había
visto una paloma blanca volar sobre él y que era su amada que venía a
buscarlo.
«Ahora me convertiré en águila y volaré a su lado», pronunció antes de
morir.
Su funeral duró más de una semana y varios hombres del otro lado del
mar que lo habían conocido fueron a darle el último saludo. Lo enterraron
con grandes honores junto a su esposa y su tumba se preservó por varias
décadas hasta que llegaron mercenarios y la profanaron al destruir el
cementerio. Se dice que cuando abrieron la última morada de los amantes, no
encontraron ningún cadáver, ni huesos, ni cenizas, sino una gran pluma de
águila y otra blanca de paloma.
Esa fue la historia que marcó gran parte de mi infancia, cuando soñaba
encontrar un amor tan puro y sobrenatural como el de Nahuel y su bella
esposa. Mi deseo aumentó al conocer la vida de mis bisabuelos y mis
abuelos, porque recuerdo que en aquella época pensé: «La historia de mis
antepasados está marcada por hermosas historias románticas».
Desde pequeño, Lautaro, mi bisabuelo, fiel a su tradición mapuche, vivió
aferrado a las fuertes raíces de las creencias nativas y la cultura de los suyos.
Pero la vida da muchas vueltas y cuando era un joven muchacho, trabajador y
honrado, se enamoró de la hija del dueño de la hacienda en la que era
jornalero. La confusión se apoderó de él porque sintió que, al fijarse en una
mujer extranjera, traicionaba a los suyos, pero no pudo evitar posar sus ojos
en ella y caer rendido a sus pies.
Liliana, que venía de España y era hermosa como la flor que le daba su
nombre, supo al verlo que ya nunca podría dejar esa tierra ni alejarse de ese
hombre.
Fue amor a primera vista, como el de Nahuel y Paloma Blanca.
Sin embargo, el padre de Liliana era un hombre rudo y estricto,
convencido de que su niña debía ser desposada por un caballero con su
mismo estatus social. Repudió esa relación y prohibió a su hija que volviera a
ver a aquel hombre que tenía sangre india en sus venas. Una noche de
invierno, en un arrebato de furia, echó a Lautaro a escopetazos de sus tierras
para que los amantes nunca más volvieran a encontrarse.
Pero el amor ya había nacido y florecido en el corazón de los jóvenes, y
mi bisabuelo, haciendo honor a su nombre como hombre osado y
emprendedor, fue en busca de Liliana y le pidió que escapase con él. Sabía
que solo podía ofrecerle una vida humilde sin las comodidades a las que ella
estaba acostumbrada, pero estarían juntos y podrían vivir su amor sin
restricciones. Antes de que él terminara de hablar, ella ya había tomado la
decisión de dejar todo atrás e irse con el hombre que la había cautivado desde
el primer momento.
Se casaron en una pequeña iglesia y construyeron una casita con una
huerta en la que cosechaban lo que comían. Tenían lo justo y necesario para
vivir, pero eran felices porque se tenían el uno al otro y nada más importaba.
Sin embargo, la vida les trajo otra sorpresa; una tarde de otoño un hombre
cruzó el umbral de la casa y se presentó ante ellos como el Dr. Gutiérrez,
abogado de la familia Álzaga y albaceas del padre de Liliana. A pesar de
todas las amenazas que él había proferido en contra de ella cuando escapó,
nunca llegó a desheredarla. El amor que tenía por su única hija había
permitido que aquel anciano hiciera algo bueno en su vida y permitiera que
mi bisabuela disfrutara de lo que era suyo por derecho. Así fue como
volvieron a la propiedad que había visto su amor nacer y tomaron posesión de
lo que les pertenecía. Lautaro ya había visto en sueños que sus hijos nacerían
y se criarían en aquella hacienda en la que una vez él fue un simple
trabajador.
Mi abuelo y sus hermanos tuvieron la mejor educación sin perder las
tradiciones que mi bisabuelo les había enseñado desde pequeños. Su hijo
mayor se llamó Lautaro igual que su padre y fue el que heredó el don de
Nahuel. Cuando cumplió los dieciocho años, viajó a Europa y allí estudió
literatura y recorrió diversas ciudades; fue un hombre con cultura tanto
europea como latinoamericana. Volvió casado con una joven francesa
llamada Ninette y se ocupó de la hacienda de sus padres, que había sido
destruida por un terremoto. Con su trabajo y esfuerzo volvió a levantarla, y
entre esas paredes nacieron sus hijos: una niña y dos varones.
Desde la primera infancia se vislumbró que la pequeña Carmen había
heredado el don de Nahuel, y que era la única que se interesaba por las
tradiciones y leyendas mapuches. Cuando era joven viajó a Loire, la ciudad
de Francia donde Lautaro había conocido a Ninette, y allí conoció a mi padre,
un joven inglés que llevaba a cabo sus estudios en una renombrada
universidad. Se casaron al año y al poco tiempo nací yo, de allí que mi
nombre tenga origen francés. Cuatro meses luego de mi nacimiento, la recién
constituida familia viajó a Argentina para hacerse cargo de la estancia. Así
que puede decirse que soy francesa, pero por mis venas corre sangre mapuche
e inglesa.
En cuanto al don que heredé de Nahuel, siempre tuve mis dudas de que
fuera cierto, pero sí sé que toda mi vida soñé. Sueños tan reales que podía
sentir la tristeza, la alegría, el dolor; cada uno de los sentimientos se
traspasaban a mi cuerpo como si todo en verdad sucediera y al despertar no
sabía si aquello había pasado o era producto de mi mundo onírico.
Cuando contaba con la edad de doce años tuve un sueño que marcaría mi
destino, a pesar de que no sería hasta muchos años después cuando
descubriría su verdadero significado.
Me encontraba de pie en un enorme escenario ante cientos de personas,
podía sentir el calor de las luces en mi rostro, el incesante cuchicheo de la
gente, las miradas y sonrisas, incluso mi propio miedo y ansiedad ante la
inminente actuación. De pronto, una extraña y desfigurada sombra
comenzaba a tapar los rostros y las luces. Se trataba de la imagen de un
enorme lobo hambriento que abría sus fauces y con estridente voz decía:
«cushe», que significa «víbora» en araucano. El miedo se apoderaba de mí y
me paralizaba por completo, hasta que un haz luminoso se interponía entre la
sombra y todo lo oscuro se desvanecía. La pesadilla se volvía alegría y me
veía a mí misma actuar sin miedo frente a toda aquella gente que al final me
aplaudía y ovacionaba. Cuando desperté a la mañana, corrí emocionada hacia
mi madre y le dije: «¡Ya sé lo que voy a ser cuando crezca, voy a ser actriz y
a tener mucho éxito! ¡Lo vi en mi sueño!». Claro que en ese momento vi lo
que quería ver, pero supe desde entonces que la actuación sería mi vida.
Mi felicidad era completa en mi valle, rodeada de montañas, verde y un
pequeño río; montando a caballo a la luz del sol, y con el cantar de los
pájaros cada mañana. Pero dicen que lo bueno no es para siempre, y en medio
de aquel mágico sueño que fue mi infancia, sucedió algo que cambió nuestras
vidas por completo.
Era una tormentosa noche de noviembre. Debido a un problema en los
establos tres de nuestros caballos escaparon con un potrillo y se
desvanecieron en la oscuridad. Yo lloraba desconsolada porque uno de los
prófugos era mi yegua Caramelo, por lo que mi padre decidió salir a
buscarlos junto a mi hermano Jorge. Mi madre se quedó conmigo y mi
hermana y se dedicó a contarnos un cuento para calmar nuestra ansiedad y
disipar el miedo que la tormenta nos producía.
Ni siquiera recuerdo qué hora era cuando un grito me despertó
sobresaltada. Miré hacia todos lados hasta percatarme de que mi madre se
había incorporado en la cama y miraba aterrorizada por la ventana con las
manos aferradas a la garganta. Me acerqué hacia ella con rapidez y sus ojos
me devolvieron una mirada de horror que no olvidaría jamás. Entonces, antes
de que pudiera hablar, lo supe.
—Está muerto —dijo sin aliento—. Está muerto y yo lo vi —agregó
antes de comenzar a llorar de forma desconsolada. Esas fueron sus últimas
palabras, porque después de aquella noche, mi madre nunca volvió a hablar.
Horas más tarde llegó la policía para darnos la noticia de que mi padre
había sido asesinado por unos ladrones que rodeaban la zona. Mi hermano
Jorge se había separado de él para buscar en otra dirección y eso lo salvó de
correr la misma suerte, aunque él nunca se perdonó no haber estado con allí
para defenderlo en sus últimos momentos.
Luego de esa tragedia todo cambió, mi madre se encerró en su mundo y
yo no volví a creer en los sueños que me habían arrebatado la alegría, la
magia de mi hogar y de mi familia. Ellos me habían robado a mi padre en una
noche de lluvia y no quería saber más nada del don heredado por mis
antepasados.
Pero ¿puede el ser humano vivir sin sueños?
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Pedro Calderón de la Barca, 1636-1673
SCAPÍTULO 1
Una oportunidad imperdible
altó la cerca con sorprendente agilidad. Las amarillentas
hojas secas crujieron bajo sus pies, como quejándose de
que alguien se atreviera a romper el silencio que flotaba
en el aire. Sin prestar atención al colchón que se hundía bajo su peso,
comenzó a correr por el camino. A sus costados, los árboles, a pesar de
haber perdido gran parte de su follaje, aún conservaban el color que
coronaba las copas y daban a entender que aquel otoño llegaría un
poco atrasado.
Ella ni se fijó en el deslumbrante paisaje que se extendía
alrededor, ya lo conocía de memoria y podía nombrar cada roca y
cada senda que allí había.
La frondosidad de los árboles comenzó a hacerse cada vez mayor
hasta llegar al punto en que las ramas de unos y otros se
entrecruzaban para formar un techo amarillo- rojizo sobre el camino.
Continuó su carrera hasta que logró vislumbrar, al final, una
deforme figura de troncos que revelaba un establo. Cuando llegó,
abrió la puerta con cuidado, sin lograr por ello que la madera dejara
de crujir ante el hecho de que, después de tantos años, alguien la
moviera. Un haz de luz rompió la oscuridad que segundos antes
reinaba dentro para dejar al descubierto montones de tablas colgando
y una gran cantidad de motas de polvo suspendidas en el aire.
Entró con cuidado de no tropezar con las cajas que estaban
desparramadas por el suelo y, de forma inmediata, un exceso de tos la
sacudió durante varios segundos. Se tapó la boca con las manos para
no volver a ahogarse con la cantidad de serrín que se extendía por el
ambiente. Caminó despacio sin dejar de mirar todo a su alrededor,
cada caja, cada madeja de heno destrozada, cada tablón salido, cada
abertura tapiada, y casi sin notarlo, tropezó con una cincha que
descansaba en el piso tapada por un montón de heno ennegrecido por
el tiempo. Con una mano evitó la caída y se incorporó con agilidad
para llegar por fin a unas destartaladas escaleras de madera que se
mantenían alzadas casi como por arte de magia.
Colocó un pie sobre el primer escalón, que crujió más fuerte aún
que la puerta. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, pero,
decidida, colocó el otro pie y comenzó a subir con cautela. Cuando
llegó arriba respiró aliviada y se volteó a observar el cementerio de
recuerdos que había dejado atrás. Tantas historias, tantas imágenes
que pronto cobraron vida en su cabeza para traerle el pasado. Con un
brusco movimiento alejó los fantasmas que se empecinaban por
volver.
No quería recordar.
Se volvió y comenzó a caminar por el piso que chillaba a sus pies,
dirigiéndose hacia un rincón que años atrás había servido para
almacenar el pienso para los caballos. Su mente viajó unos segundos a
su infancia, haciéndole oír el relinchar de los equinos que alguna vez
habían habitado aquel lugar, la risa de los peones, las pisadas de ella y
su hermana escondiéndose entre los recovecos de madera.
Llegó al final y tanteó con una mano la pared cubierta de polvo y
renegrida por el fuego hasta encontrar un pequeño relieve. Lo empujó
con fuerza y una puerta se hizo visible.
Entró en la pequeña habitación y lo vio parado frente a ella. Una
figura que se erguía con seguridad, alta, esbelta e imponente. Caminó
hacia él casi con temor, y cuando lo tuvo enfrente, notó asombrada lo
joven que se veía.
―¿Abuelo? ―preguntó en un susurro.
La sombra que se desplegaba ante ella asintió sin levantar la vista.
Emocionada, hizo ademán de lanzarse a sus brazos, pero él levantó
una mano y señaló hacia la esquina opuesta. Ella se volteó confundida
y una fuerte luz la cegó.
De pronto se encontró en un gran escenario. La gente sentada en
las butacas esperaba con impaciencia que ella comenzara actuar. La
inseguridad y el miedo empezaron a invadirla, y una sombra se
extendió desde el fondo del teatro en su dirección, tapó los rostros de
los presentes y la hizo temblar de frío. La voz sonó gélida, metálica,
ronca, como si proviniera desde el fondo de una cueva y fuera dicha
por algún tipo de animal: «cushe».
Un destello níveo apareció desde algún lugar y volvió a
encontrarse en el establo, tirada boca arriba. Se levantó con esfuerzo y
unos pasos la hicieron darse vuelta con brusquedad. Esta vez se
trataba de la figura de una mujer vestida de blanco, con la piel como la
porcelana y el contrastante negro de la larga cabellera cubriéndole la
espalda como una capa. Sonrió con dulzura y estiró un brazo,
entonces una enorme águila entró volando hasta posarse en él. La
miró y una voz suave, como la de un ángel, salió de sus labios:
―Siempre estaremos aquí. Búscanos ―dijo en una lengua
desconocida para muchos, pero muy conocida para ella.
La luz volvió a brillar y en lugar de la mujer apareció una paloma
blanca que se alejó al vuelo junto con el águila. Un rayo de sol la
encandiló cuando miró hacia arriba y sintió otra voz que provenía de
muy lejos y la llamaba con insistencia. De pronto el boquete del techo
se convirtió en una pequeña ventana redonda y el ruido de un motor
llegó a sus oídos.
Cerró los ojos, confundida, y al volver a abrirlos, vio la hilera de
asientos que se extendía frente a ella. Miró a su alrededor y se
encontró con una mujer vestida de azafata que le hablaba.
―¿Se encuentra bien? ―preguntaba—. Comenzó a hablar dormida
y no podíamos despertarla. Estaba a punto de preguntar si había
algún médico a bordo.
―Estoy bien, gracias ―respondió Chantal e intentó sonreír.
Fracasó estrepitosamente. Su rostro estaba bañado en sudor y sabía
que debía de tener un aspecto deplorable.
―Acá está su almuerzo. —La mujer le extendió una bandeja que
ella tomó con manos temblorosas y apoyó sobre su regazo―.
Aterrizaremos en una hora, pero si necesita algo, llámeme.
―Gra... gracias ―masculló en un susurro.
Al bajar del avión todavía continuaba aturdida por el sueño. Su
mente quería buscar explicaciones a las imágenes, pero no tenía
tiempo para eso. Se encontraba en un país extraño y debía
concentrarse en lo importante: su trabajo. Por suerte le habían dicho
que alguien iría a recogerla al aeropuerto. A lo lejos vislumbró a un
hombre alto y moreno que sostenía un cartel con su nombre. Le hizo
señas y se dirigió hacia él abriéndose paso entre la multitud.
―¿Es usted la señorita Chantal Silver?
Ella asintió y se pusieron en camino hacia la salida, donde un taxi
alquilado los esperaba para llevarlos a través de las calles de Dublín.
Chantal miraba fascinada a través de la ventanilla los
maravillosos lugares por donde pasaban. Aquella ciudad era hermosa,
perfecta, como un cuadro a la espera de ser pintado o una poesía lista
para ser recitada. Todo desfilaba ante sus ojos como una película, y en
ese momento se sintió la mujer más afortunada del mundo.
El auto se detuvo frente a un majestuoso hotel en el centro de la
ciudad. En la recepción le dieron las llaves de su habitación y le
dijeron que Peter la esperaba en la cafetería, así que dejó que un
botones subiera sus cosas mientras ella se dirigía hacia el salón de
conjunto.
―¡Chantal! ―Un hombre regordete con cara bondadosa y cabello
negro mal cortado la saludó con efusividad―. Pensé que te habías
arrepentido.
―Lo siento, Peter, se atrasó el vuelo. ―Se sentó en la mesa y
suspiró aliviada―. Pero aquí estoy.
―¿A gusto con tu personaje? ―preguntó el director—. Apenas
tuve el guion entre mis manos, pensé en ti. El papel que hiciste en el
film de Wachowsky fue excelente, todos hablan de la «nueva estrella».
―No es para tanto. Fue mi primer protagónico importante, y si no
hubiera sido por ti, no hubiera llegado a ningún lado. ―Se relajó un
poco. Estar frente a aquel hombre que le había abierto las puertas al
mundo de la actuación la tranquilizaba.
Peter Wolhm era considerado uno de los mejores directores del
momento. Había comenzado como director independiente haciendo
algunos cortometrajes, cuando se le presentó la oportunidad de
mostrar su talento al dirigir una película escrita por él mismo llamada
En el ocaso. La sorpresa fue enorme cuando el film llenó las salas de los
cines y se mantuvo en cartelera como número uno durante varias
semanas. Después de eso no podía negarse que obtendría alguna
nominación al Oscar, y así fue: cinco nominaciones y tres estatuillas
ganadas hicieron ascender la fama del director, que de pronto tenía
abiertas las puertas de Hollywood.
Hacía unos años, Peter había filmado una película en las
montañas de Mendoza, y Chantal, que conocía su trabajo, se presentó
como extra. Para aquel entonces, ella contaba con veinte años y
estudiaba teatro en la universidad y en una de las academias más
importantes de Buenos Aires. Al terminar sus estudios secundarios,
había viajado para tratar de abrirse paso en el mundo de la actuación.
En aquel casting tan importante, la suerte jugó a su favor: quedó
elegida para un papel menor en un baile. Pero el destino quería más
para ella, y la actriz que bailaba el papel principal se lesionó en una
escena, así que, antes de que pudiera darse cuenta, Chantal ocupaba
su lugar. Por supuesto, fue solo un papel secundario, pero Peter notó
de inmediato su talento innato y más tarde la llamó para otro
personaje importante.
Que el gran director Peter Wolhm la hubiera elegido para actuar
en una de sus películas sirvió para que otros empezaran a notar a
aquella chica de cabello castaño claro y enormes ojos azules, y para
cuando había pasado un año de su primer casting, consiguió una beca
en una prestigiosa institución de Estados Unidos y se marchó a
estudiar. Dos años más tarde le llegaba el papel principal en una
película independiente de un director no conocido, que para sorpresa
de todos tuvo un enorme éxito. Chantal en su papel de «trastornada
mental» tuvo críticas excelentes que hicieron que su nombre
apareciera en varias revistas importantes.
Ahora, diez años después de haberse conocido, Peter la había
elegido para ser la protagonista de una película ambientada en el
medioevo, algo que la llenaba de honor y, por qué no, ansiedad. Todo
lo que deseaba desde chica se habían cumplido en un plazo muy
corto, casi como por arte de magia.
―Eres perfecta para hacer de María.
―¿Quiénes componen el resto del elenco?
―Siento no haberte enviado la lista antes, tuvimos algunos
problemas hasta último momento para ajustar agendas, pero al final
quedó así. —El director le pasó un papel.
Chantal empezó a leer y sus ojos se agrandaron, sin poder creer lo
que veía. Actores como David Hansen y Will Fovarchn iban a ser sus
compañeros de filmación.
―¡No lo puedo creer! ¡Es casi todo el reparto de En el ocaso!
―Así es, trabajar con ellos fue una gran experiencia, juntos en la
pantalla hacen magia. Agregué a David Hansen al grupo, él trabajó
para mí en Detrás de la ventana. Tiene gran talento, como tú. En cinco
años ha ascendido como estrella de manera pocas veces vista.
―¡Es fantástico, Peter! ―dijo Chantal emocionada.
―Ahora ve a descansar, querida. Mañana tenemos que viajar a la
locación y está bastante alejada.
Chantal se retiró con una sonrisa estampada en su rostro. La
dicha la embargaba al encontrarse en aquel lugar, a punto de
comenzar a filmar una superproducción con un elenco tan fantástico.
Entró a la habitación tarareando una canción pero enmudeció de
inmediato. Una ráfaga de aire gélido le golpeó el rostro y una visión
blanca le dio la bienvenida. Todo se encontraba cubierto de nieve: la
cama, la mesita, el televisor, sus maletas. Las paredes estaban
escarchadas y del techo colgaban grandes estalactitas, algunas de las
cuales casi tocaban el piso. Una luz titiló al fondo, atrapó sus ojos y la
atrajo hacia ella.
Caminó en zigzag, sorteando los obstáculos que producían las
estalactitas del techo y las estalagmitas que se elevaban del suelo. La
luz la condujo hacia el espejo del tocador. Era grande, ovalado y se
encontraba cubierto por una fina película de hielo que comenzó a
resquebrajarse.
Chantal estiró la mano y tocó el vidrio con un dedo. De inmediato
se arrepintió de haberlo hecho. El frío comenzó a extenderse hacia el
brazo, trepando como garras afiladas por su piel, rasguñando y
clavándose con fuerza. Subió por su pecho, bajó por el estómago hasta
las piernas, llegó a su garganta y endureció su rostro. Quedó allí,
inmovilizada, cubierta por el hielo, con el frío quemándole la carne.
Del espejo salió una voz suave y aguda que comenzó a cantar.
Primero en tono bajo, luego se elevó hasta llegar a notas tan agudas
que el hielo comenzó a vibrar. La película de escarcha que cubría la
superficie del cristal y se había extendido hacia ella explotó en miles
de pedazos.
Chantal se restregó los brazos con fuerza para hacer circular la
sangre por sus venas, cuando vio la figura de la mujer que le devolvía
la mirada desde el otro lado del espejo. Se trataba de una doncella
joven de largos cabellos rubios, tez pálida azulada y ojos gélidos, sus
labios curvados en un rictus imperturbable.
La aparición estiró un brazo y la señaló con un dedo largo y
delgado.
―Pirepillán. ¡Pirepillán! —Desencajó la mandíbula y un grito agudo
se desgranó desde lo profundo de su pecho.
Chantal se cubrió los oídos. Todo a su alrededor empezó a
temblar como si el piso entero fuera a derrumbarse. Las estalactitas se
desprendieron del techo y se estrellaron a su alrededor con un fuerte
estruendo.