Discurso y Cognicion

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12 Cognición social y discurso Susan Condor y Charles Antaki ¿Qué se entiende por ‘cognición social’? El interés de los psicólogos sociales por el lenguaje viene de antiguo, y cualquier observador de la escena psicosocial actual se percataría de que, en la actualidad, la tendencia predominante es la conocida como cognición social. Sin embargo, como señalan dos reputados comentaristas, apenas si se ha explorado la relación entre lenguaje y cognición social (Semin y Fiedler, 1991). Ese va a ser el objetivo del presente capítulo. Sobre el trasfondo del estudio del discurso planteado por el presente volumen, nuestro objetivo es brindar al lector una perspectiva de lo que el estudio de la cognición social puede aportar a la comprensión del lenguaje en uso. No obstante, queremos ir más allá de una simple narración descriptiva; deseamos, asimismo, proponer un diagnóstico y un argumento (concretamente, la existencia de dos formas de entender la “cognición social” en el ámbito de las ciencias sociales, que ofrecen posibilidades muy distintas a los analistas del discurso). Muchos psicólogos sociales utilizan la expresión “cognición social” para referirse al procesado mental de información acerca del mundo social. En este caso, el término “social” hace referencia a los objetos de cognición (es decir, a las personas frente a los animales, los objetos inanimados o los conceptos abstractos) y se centra en los mecanismos psicológicos que permiten a individuos aislados percibirse a sí mismos y a quienes los rodean de formas concretas en circunstancias determinadas. Por otra parte, algunos teóricos emplean el término “cognición social” como indicativo de un interés por la naturaleza social de los perceptores, así como por la construcción social de nuestro conocimiento del mundo (véase Forgas, 1981, para una visión de conjunto de las diferencias entre

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Cognición social y discurso

Susan Condor y Charles Antaki

¿Qué se entiende por ‘cognición social’?

El interés de los psicólogos sociales por el lenguaje viene de antiguo, y cualquier observador de la escena psicosocial actual se percataría de que, en la actualidad, la tendencia predominante es la conocida como cognición social. Sin embargo, como señalan dos reputados comentaristas, apenas si se ha explorado la relación entre lenguaje y cognición social (Semin y Fiedler, 1991). Ese va a ser el objetivo del presente capítulo. Sobre el trasfondo del estudio del discurso planteado por el presente volumen, nuestro objetivo es brindar al lector una perspectiva de lo que el estudio de la cognición social puede aportar a la comprensión del lenguaje en uso. No obstante, queremos ir más allá de una simple narración descriptiva; deseamos, asimismo, proponer un diagnóstico y un argumento (concretamente, la existencia de dos formas de entender la “cognición social” en el ámbito de las ciencias sociales, que ofrecen posibilidades muy distintas a los analistas del discurso).

Muchos psicólogos sociales utilizan la expresión “cognición social” para referirse al procesado mental de información acerca del mundo social. En este caso, el término “social” hace referencia a los objetos de cognición (es decir, a las personas frente a los animales, los objetos inanimados o los conceptos abstractos) y se centra en los mecanismos psicológicos que permiten a individuos aislados percibirse a sí mismos y a quienes los rodean de formas concretas en circunstancias determinadas. Por otra parte, algunos teóricos emplean el término “cognición social” como indicativo de un interés por la naturaleza social de los perceptores, así como por la construcción social de nuestro conocimiento del mundo (véase Forgas, 1981, para una visión de conjunto de las diferencias entre ambos enfoques). En este caso, lo fundamental es la forma en que las personas, como miembros de culturas o grupos determinados, perciben y describen el mundo social, así como la forma en que se concibe o describe el mundo social en el curso de la interacción social.

Estas utilizaciones dispares del término “cognición social” plantean diversas consecuencias a la hora del estudio del discurso. En primer lugar, los teóricos de ambas perspectivas suelen diferir a la hora de interpretar como datos aquello que decimos. Los enfoques mentalistas de la cognición social suelen estar asociados con investigaciones de laboratorio y mediante cuestionarios, tratando las respuestas verbales de los sujetos a las preguntas de los investigadores como transmisiones de procesos mentales internos (bien ”conscientes”, bien más automáticos). Por otra parte, algunos investigadores (si bien, en modo alguno todos) interesados en la construcción social de la cognición tratan lo relatado por las personas (sus descripciones de ellas

mismas, sus estereotipos de las categorías sociales, su articulación de “posiciones” actitudinales) como acciones públicas, que pueden servir a un buen número de funciones sociales.

En segundo lugar, los investigadores que adoptan estas dos perspectivas acerca de la cognición social suelen diferir a la hora de enfocar el “discurso” como materia académica. Quienes están interesados en la cognición social como procesado individual de información suelen centrar su atención en desvelar los sesgos mentales que se producen durante la comprensión o producción de discursos, los cuales, una vez identificados, pueden ser afianzados o esquivados. [Un comentarista (Widdicombe, 1992; 488) apunta que un libro de texto de esta tradición depara la oportunidad de “acabar con los sesgos” de las personas.] Los investigadores interesados en enfatizar la naturaleza inherentemente social de la cognición humana suelen inclinarse más por tratar el discurso como un recurso cultural. Buscan desvelar la forma en que las personas desarrollan discursos para conseguir sus planes y proyectos, así como las formas en que el discurso puede construirse colectivamente. A lo largo del presente capítulo nos ocuparemos de ambas literaturas y sus correspondientes conjuntos de aplicaciones, examinándolas sucesivamente. Quizás seamos algo más breves en nuestro estudio del enfoque mentalista, dada la naturaleza del presente libro; y, casi al final, incluiremos una redescripción de uno de sus fenómenos en términos más discursivos. Para una mayor profundización en el ámbito de la cognición social mentalista desde dentro, cabe recomendar la lectura del excelente estudio de Fiske y Taylor (1991). A lo largo de nuestro recorrido utilizaremos a veces la terminología de un campo que podría no resultarle familiar a los lectores de otros ámbitos, pero confiamos en que los términos sean comprensibles en función del contexto en el que se sacan a colación.

Iniciativa privada: la cognición social mentalista

A lo largo del presente apartado examinaremos la cognición social tal y como viene siendo concebida hoy en día en la psicología social de orientación cognitiva. Aquí la expresión “cognición social” hace referencia a intentos de aplicar las reglas básicas de la psicología cognitiva a la “cognición” (la percepción y comprensión) de los seres humanos. Los investigadores que estudian la “cognición social” desde esta perspectiva suelen plantear preguntas del tipo: ¿la memoria le juega malas pasadas al recordar las acciones de la gente? ¿Qué facultades mentales son las responsables de la forma en que explica la conducta social? ¿Su utilización de estereotipos sociales depende de su foco de atención?

Denominar esta concepción de la cognición social “iniciativa privada” resulta caricaturesco, pero también extremadamente útil. Según esta perspectiva, los seres humanos operan como máquinas aisladas de procesado de información o (una metáfora usada con mucha frecuencia) como “científicos” desapasionados que buscan hacer acopio de información acerca del mundo a través del uso de procesos racionales (si bien acaso falibles). Los procesos involucrados en la percepción, evaluación, explicación y memoria de

los seres humanos son considerados similares a los envueltos en la percepción del mundo físico. Estos procesos cognitivos se piensa que son relativamente automáticos (aunque, en determinadas circunstancias, cabe lugar para que los procesos sean, de algún modo, “conscientes”) y suelen considerarse involuntarios y, con frecuencia, no comprendidos del todo por parte de los individuos que los utilizan. Todo esto se corresponde indudablemente con la cognición en general (para lo cual véase el Capítulo 11 del presente volumen, a cargo de Graesser, Gernsbacher y Goldman), y la cognición social lo aplica al ámbito social. Lo aplica a la información acerca de las personas, al conocimiento y valoración de los individuos acerca de ellos mismos y de los demás, y a la orientación de su conducta social.

De hecho, ofrece incluso más. Examinemos por un momento la siguiente afirmación extraída de lo que se ha convertido en un clásico de la literatura relativa a la cognición social, el profusamente citado libro de Susan Fiske y Shelley Taylor:

las causas de la interacción social radican primordialmente en el mundo percibido, y las consecuencias de la interacción social son los pensamientos, así como los sentimientos y la conducta. (1991: 17)

Esta alusión evidencia la importancia que concede la cognición social cognitiva a los mecanismos internos. Éstos constituyen los escalones entre los estímulos exteriores y las respuestas observables; o, en otras palabras, son las fichas de dominó que caen en inequívoca (pero inevitable) sucesión cuando se ven impulsadas por una fuerza externa. Y, a su vez, estas fichas de dominó internas impulsan a la persona a pensar, sentir y actuar.

La relación entre la cognición social mentalista y el discurso

Un valedor de la posición mentalista aseguraría que, puesto que el discurso humano (la producción y comprensión del lenguaje por encima del nivel oracional) es una cuestión de construcción de significados, viene mediado por procesos mentales. Por consiguiente, los procesos discursivos pueden verse elucidados por una descripción de aquellos procesos que subyacen a cualquier construcción de significados: selección, manejo y evaluación de información, y el proceso de decisión que orienta la subsiguiente acción. Si la actividad mental es diferente de, precede a y produce el discurso, cabe estudiar cómo los imperativos de los procesos cognitivos individuales constriñen el discurso que encauzan.

El discurso como “lenguaje por encima del nivel oracional” Esta forma de pensar se manifiesta en aquella rama del “análisis del discurso” que gira alrededor de la producción y comprensión del lenguaje por encima del nivel oracional, pero liberada del contexto que enmarca su intercambio. Tal sentido del discurso queda evidenciado por procesos cognitivos mentalistas como el lapso de atención, la capacidad de generar inferencias, la capacidad de identificar anáforas y la capacidad de percibir la cohesión textual. Garman

(1990) y Stevenson (1993) constituyen dos buenos ejemplos de este tipo de labor cognitiva, pero, como veremos más adelante, no se trata de la única, ni siquiera de la más frecuente, acepción del “análisis del discurso”.

Una vía reciente de investigación que, no obstante, aplica este enfoque de la investigación científico-social es aquél que se pregunta cómo los procesos cognitivos envueltos en la interpretación de preguntas y la selección de respuestas idóneas dan origen a sesgos en las respuestas a entrevistas, sondeos o cuestionarios. Este tipo de cuestiones puede quedar ilustrado con referencia a la obra de Norbert Schwarz y sus colaboradores. Strack et al. (1988), por ejemplo, estudiaron la forma en que las respuestas a una pregunta pueden verse influidas por la accesibilidad a la memoria de tipos concretos de información en el momento de la respuesta. A lo largo del citado estudio, Strack y sus colaboradores examinaron la forma en que diversos estudiantes respondieron a una pregunta que les solicitaba que evaluasen su felicidad en “el conjunto de su vida”. Estos autores descubrieron que cuando esta pregunta se formulaba justo detrás de una consulta más específica, que pedía a los estudiantes que evaluasen su “felicidad amorosa”, los entrevistados solían utilizar información de su vida amorosa (que se encontraba ya accesible en la memoria) a la hora de evaluar su felicidad global.

Otra cuestión que ha interesado a Schwarz y a otros investigadores es la de los procesos cognitivos que actúan al responder preguntas autobiográficas cuantitativas (“¿con qué frecuencia come fuera de casa?”, “¿cuánto tiempo dedica cada día a ver la televisión?”). Según Schwarz (1990), las respuestas a tales preguntas suelen depender de las estrategias cognitivas utilizadas al recordar la información. Así, por ejemplo, los sujetos pueden emplear estrategias de descomposición (que determinen el grado de frecuencia en un período limitado y sirvan de base para calcular el grado de frecuencia total), o recurrir a diversas formas de disponibilidad heurística (recordar ejemplos específicos de la conducta y usarlos como base para calcular la frecuencia de la actuación). Estudios como éste suelen ayudar a los investigadores a formular “mejores” preguntas. Por ejemplo, la labor relativa a los procesos de memoria (en particular, el estudio de la memoria autobiográfica) ha servido para aconsejar a los investigadores que descompongan las preguntas acerca de la experiencia personal en “fragmentos” relacionados con la forma en que esta información era cifrada, o quizás recuperada, de la memoria (por ejemplo, Loftus et al., 1990).

El discurso como lenguaje vinculado a las circunstancias globales de su producción No obstante, la acepción de “discurso” a la que se refiere la labor cognitiva que hemos descrito anteriormente no es, en nuestra opinión, del tipo que concierne fundamentalmente al presente volumen. Aquí, el interés se centra en el discurso (como nombre común, nombre contable y verbo, en palabras de Potter et al., 1990) que extrae su significado de algún tipo de vínculo identificable con las circunstancias sociales, culturales o políticas de su producción. ¿Se beneficia el “discurso”, tal y como lo entienden la mayor parte de los autores del presente volumen, de su vinculación de algún tipo con procesos mentales automáticos y universales? Van Dijk ciertamente está convencido de ello y enumera una serie de fenómenos psicosociales clásicos que parecen depender del discurso:

Al fin y al cabo, existen pocos conceptos psicosociales fundamentales que no presenten vínculos obvios con el uso del lenguaje en contextos comunicativos, es decir, con diferentes formas de texto o habla. La percepción social, el manejo de impresiones, el cambio de actitudes y la persuasión, la atribución, la categorización, las relaciones intergrupales, los estereotipos, las representaciones sociales y la interacción son sólo algunas de... las principales áreas de la psicología social actual en las que el discurso juega un importante papel. (1990: 164)

La cuestión es, precisamente, cuáles son esos “vínculos obvios” entre el discurso y los fenómenos psicosociales enumerados por van Dijk, y concretamente qué papel se supone que juegan. La respuesta a estas preguntas dependerá del extremo del vínculo en el que nos situemos. A lo largo de la presente sección del capítulo examinaremos enfoques que dan primacía a los fenómenos psicológicos cognitivos como variables explicativas. Así pues, veamos lo que nos depara la cognición social mentalista en dos ámbitos: la forma en que clasificamos el mundo que nos rodea (el estudio de la categorización y de los esquemas y modelos) y el modo en que combinamos y calculamos la información que proveen tales categorías (atribución de causa, actitudes e inferencia social). Hemos escogido estos dos ámbitos porque, por una parte, constituyen uno de los focos de la iniciativa mentalista; y, por otra parte, volveremos a ellos desde una reformulación más discursiva cuando lleguemos a la orientación más social en la segunda mitad del capítulo.

Aplicaciones de la cognición social mentalista

Categorización Los enfoques mentalistas de la cognición social consideran la categorización como una de las características básicas de los procesos mentales humanos (y, quizás incluso, no humanos). Se parte del supuesto de que el mundo engloba un desconcertante y complejo abanico de estímulos a los que cada todo individuo debe responder. Para simplificar la labor de percibir los estímulos con los que nos topamos, y de reaccionar ante éstos, solemos recurrir a categorías genéricas. Por lo tanto, contamos siempre con una especie de catálogo organizado del tipo de cosas que existen en el mundo (perros; muebles; personas que nos agradan; pilotos; naturales de Argentina; etc.), y amoldamos los nuevos ejemplos a las categorías existentes. Las categorías constituyen estructuras mentales, ajenas a su manejo consciente, y

cuyo funcionamiento automático nos brinda inferencias que guían nuestra acción. Según esta argumentación, tales categorías necesariamente simplifican la información extraída del abanico perceptual. Además, el proceso de identificar casos individuales como integrantes de categorías más genéricas, y los procesos implicados e la deducción de las características de los integrantes de las categorías, pueden suponer la existencia de componentes de inexactitud o, cuando menos, de generalización excesiva (esos perros son salvajes, esos pilotos son hombres, etc.).

Este tipo de pensamiento se remonta a la prehistoria de la psicología, pero en épocas más recientes ha alcanzado su consolidación; un ejemplo notable serían las demostraciones empíricas de Rosch de la robustez y centralidad de los “prototipos” en nuestras comprensiones de categorías cotidianas (un programa que se inició con Rosch, 1973). Así, “lámpara” es un mejor prototipo de “un objeto que ilumina” que “sol”, etc., y existe una gradación en cada categoría desde el prototipo central hasta elementos marginales o cuestionables (“luciérnaga”, tal vez, en el caso de “de “un objeto que ilumina”). La propia Rosch se ha mostrado extremadamente cauta a la hora de valorar las implicaciones de tales hallazgos, pero otros teóricos como Lakoff (1987) impulsan la historia cognitiva hacia el ámbito universalista. Según Lakoff, las categorías estarían formadas por un pequeño abanico de modelos cognitivos idealizados. Se trataría de modelos universalistas, el “aparato cognitivo general utilizado por la mente” (1987: 113). No obstante, Lakoff se muestra mucho más dispuesto que la mayoría de los cognitivistas sociales a especificar la relación tripartita entre tales modelos, las personas que los detentan y el mundo en que viven. Para Lakoff, se trata de un avance evolutivo: “Las categorías conceptuales humanas tienen propiedades que vienen determinadas, al menos en parte, por la naturaleza corporal de quienes realizan la categorización” (1987: 371). Por consiguiente, desmontamos el mundo en fragmentos que son preferentemente de dimensiones humanas: es por esta razón por la que el “objeto que ilumina” prototípico sería una (manejable, manipulable, “objetual”) lámpara y no el (distante, incontrolable, “inobjetual”) sol.

La relevancia de todo lo dicho para el discurso es que podría explicar por qué desmembramos el mundo en determinadas categorías discursivas (gatos, pilotos, países) y no otras (animales cuyo nombre comienza con la letra “n”; personas delgadas que han acudido hace poco al dentista; etc.), y cómo esta limitación afecta a nuestras prácticas discursivas consiguientes. El objetivo último de este tipo de categorización es hallar razones evolutivas que expliquen por qué pensamos de la forma en que lo hacemos, razones que guardan relación con nuestra conciliación humana con el entorno.

Existen, no obstante, enfoques de la categorización que no la consideran una realidad del sistema mental humano. Los enfoques discursivos, especialmente aquéllos con algún tipo de vinculación con la retórica o la sociología, consideran la categorización como una actividad positiva y las categorías como conceptos variables al servicio de cualquier conjunto de actividades en el que aparezca la categorización. Más adelante

volveremos sobre este tema cuando nos refiramos a la obra de Billig et al. (1988) y Edwards (1991; 1994).

Inferencia social ¿Cómo llegamos a efectuar juicios acerca de personas y acontecimientos sobre la base de aquello que ya conocemos? ¿La forma en que una persona es descrita condiciona las inferencias que pueden realizarse respecto a ella? Los enfoques mentalistas de la cognición social se asientan sobre el concepto de que las facultades de inferencia actúan sobre la información que llega al sistema cognitivo de cara a extraer conclusiones de personas y acontecimientos. Se trata, lógicamente, de un fenómeno muy similar a la categorización, pero aquí el interés puede radicar en fragmentos de información tan pequeños y aparentemente insignificantes como pudieran ser palabras sueltas, y cuenta con un enorme arsenal de procesos de razonamiento a los que recurrir. Las dos principales líneas de trabajo en este campo son las teorías de errores y sesgos en el juicio, por una parte, y, más centradas en el lenguaje, las teorías de los efectos predisponentes de palabras y oraciones, por otra.

En la primera esfera se sitúan quienes describen los errores (o presuntos errores) de las personas a la hora de manejar cualquier información (incluyendo información sobre las personas y el mundo social) que tenga alguna base estadística. Estos sesgos incluyen la infrautilización de información básica, la incapacidad de corregir la tendencia de un buen número de observaciones de regresar al medio, el fracaso a la hora de juzgar las probabilidades previas de que algo ocurra, y el uso deficiente de información covariable. Pasemos a examinar un ejemplo de este tipo de estudio. La gente muestra una tendencia reconocida a recibir una impresión errónea en función de ejemplos extremos o singulares, y a efectuar inferencias equivocadas sobre esa base. Hamilton (1981) incorpora esta tendencia a una teoría del estereotipado, sosteniendo que diversos tipos de estereotipos son el resultado de la percepción (falsa) de una asociación entre dos grupos singulares de cosas: por una parte, el subgrupo “singular” y, por otra, cualquier conducta “singular” (o mala) que puedan realizar. Supongamos que los habitantes de la ciudad X creen que sus vecinos del pueblo Y son unos ladrones (aunque, de hecho, un cómputo imparcial revela que existe idéntica proporción de ladrones en ambas localidades). Según la teoría de Hamilton, lo que sucede es que el aparato mental de los habitantes de X es víctima de dos fenómenos que conspiran para hacer que los habitantes deshonestos de Y perduren en sus memorias. Por una parte, cualquier robo es, lógicamente, recordado por su naturaleza antisocial. Por otra, el número de habitantes de Y es inferior al de X y, como sabemos, lo insólito es siempre más recordado. Estas dos fuentes de ruido se amplifican mutuamente y el resultado es que los habitantes de X se ven abocados a construir una correlación (ilusoria) entre el hecho de ser un ladrón y el hecho de ser natural de Y.

La relevancia de cara al discurso de la correlación ilusoria y de otros ejemplos de errores y sesgos acaecidos durante el procesado mental es que pudieran, por sí solos, explicar determinados fenómenos que, de otro modo, atribuiríamos a aspectos de motivación, personalidad o capricho, o a factores

ideológicos y políticos ajenos al propio individuo. Así, por ejemplo, los discursos racistas pudieran ser simplemente la consecuencia de la inculcación de meros errores de juicio de la covariación entre la pertenencia a un grupo y un atributo dado (la criminalidad, como en el ejemplo anterior).

La otra corriente principal de la inferencia social es el estudio de los efectos lingüísticos automáticos sobre la producción y comprensión de mensajes. Así, por ejemplo, Semin y Fiedler (1988: 1991) se basan en estudios previos sobre la causalidad implícita (por ejemplo, Brown y Fish, 1983) derivados del análisis semántico de Fillmore (1971). Semin y Fiedler nos recuerdan que fragmentos tan pequeños como pudieran ser las palabras sueltas (en su modelo concreto, verbos y adjetivos) pueden jugar un papel determinante en la disposición de un discurso. Cualquier acontecimiento puede ser descrito a lo largo de una línea continua que iría de lo concreto a lo abstracto mediante el uso, en el extremo concreto, de verbos como “patear” y “golpear” y, en el extremo abstracto, de verbos más genéricos como “defender” y adjetivos como “patriótico”. Un acontecimiento determinado puede ser descrito de las siguientes formas alternativas: “A golpeó a B”, “A hizo daño a B”, “A odia a B” o “A es patriótico”. Cuanto más concreta sea la descripción, tanto mayor será la responsabilidad que se asigne al actor que aparezca en ella, tanto menos duradero se percibirá el acontecimiento, tanto más fácil será de verificar y desconfirmar, etc. (Semin y Fiedler, 1991). El compromiso es que tales implicaciones cognitivas de palabras y oraciones pueden servir para explicar efectos bastante significativos en el discurso, y estudiar la base cognitiva significa desvelar mecanismos automáticos e internos de procesado de información que el estudio de la retórica simplemente pasa por alto.

Esquemas y modelos Según esta perspectiva, en nuestras mentes tenemos planes bien articulados de situaciones rutinarias y sus conductas correspondientes. Estos planes no sólo se ponen en funcionamiento para hacer que la vida transcurra apaciblemente, sino que constituyen formas siempre disponibles (si bien, quizás, intrusistas) de construir el mundo social, inclinándonos a concebir la realidad como moldeada precisamente de tales formas. Por tanto, el consabido “guión” de lo que ocurre en un restaurante (que entramos, nos acompañan a una mesa, leemos un menú, somos servidos, comemos, pagamos y nos vamos) no sólo guía nuestras acciones, sino que también canaliza (y limita) nuestra apreciación de precisamente aquello que puede o podría acontecer en un restaurante (y, como es lógico, otro tanto puede decirse de otros esquemas de situaciones y actividades distintas). Todos estos esquemas son representados mentalmente en algún tipo de sistema organizado, tal vez como un escalafón de hechos que van desde el prototipo abstracto hasta el ejemplo concreto (Rumelhart y Ortony, 1977) o, quizá (como en el ejemplo del restaurante), como una secuencia lineal prototípica (Schank y Abelson, 1977), o acaso como un “modelo mental” (van Dijk y Kintsch, 1983; Johnson-Laird, 1983) que sirve de base a nuestra representación no lingüística de cualquier situación del mundo real. En cualquier caso, no obstante, todos ellos guardan relación con lo que nos topamos en el mundo, cómo lo asumimos y qué recordamos de ello con posterioridad.

Con relación al discurso, este hecho explicaría por qué determinados aspectos de nuestro discurso son como son. Un principio general como “bueno y acorde con el esquema; malo y no acorde con el esquema” abarca mucho terreno. Nos servirá para entender por qué las historias son narradas y recordadas de ciertas formas, por qué un chiste puede hacernos reír o no, por qué este o aquel ejemplo de una categoría es considerado idóneo o cuestionable (véase, asimismo, el apartado previo relativo a la categorización), etc. Estas facultades clasificadoras y filtrantes de los esquemas cognitivos podrían contribuir, asimismo, a explicar prácticas discursivas como el estereotipado y la discriminación: así, las personas con un “esquema cognitivo de roles sexuales” bien desarrollado serían receptivas en diversa medida a información acerca de hombres y mujeres, y ser más o menos propensas al estereotipado y la discriminación (véase, por ejemplo, McKenzie-Mohr y Zanna, 1990). No obstante, hay que señalar que incluso en el seno de la comunidad cognitiva existe cierto malestar por el potencial tautológico al que está sujeta la teorización sobre la base de esquemas y, como veremos más adelante, la relación entre los esquemas y el discurso puede ser concebida de forma muy diferente (Edwards, 1994).

Atribución de causa Según la cognición social mentalista, la mente cuenta con un proceso que busca la explicación a aquellos fenómenos con los que nos topamos en nuestras vidas. Recogemos información acerca del acontecimiento y decidimos cuál es, desde un punto de vista racional, la causa más probable (por qué una amiga declinó una invitación, por qué dimitió el político, por qué un viejo amigo nos ha enviado un ramo de rosas, etc.). El mecanismo puede consistir simplemente en cribar la información disponible para determinar cuál es la mejor candidata, como una especie de labor científico-detectivesca (¿Suele la amiga en cuestión declinar nuestras invitaciones? ¿Declina las invitaciones de terceras personas? ¿Han declinado otras personas nuestra invitación?). O quizás el mecanismo consista realmente en buscar la respuesta entre la información de la que ya dispone el interpelante y encontrar la pieza perdida del puzzle (para descubrir, por ejemplo, el hecho inusitado de que recientemente ha habido un óbito en la familia). De una forma u otra, tales procesos mentales, al igual que los de la categorización, están siempre en funcionamiento para ayudarnos a comprender nuestro mundo y a dar respuestas adecuadas; por ejemplo, a que nos mostremos comprensivos (y no ofendidos) ante un desaire. Al igual que los procesos involucrados en la categorización, estos procesos mentales se enfrentan a un mundo rudimentario y lo canalizan en algo que sí podemos manejar. Los errores y fallos ocasionales hacen que no sean completamente racionales, pero son perfectibles, y la cognición social se compromete a localizar los errores a los que nos conducen y a sugerir formas de eludirlos.

Con relación al discurso, esta perspectiva brinda un mecanismo determinista que explica por qué llegamos a determinadas explicaciones simplemente en función de las idiosincrasias del aparato mental con el que se corresponden. Así, (podría decirse que) existe una tendencia generalizada a contemplar el agente individual, y no la sociedad o el entorno local, como la

causa de las conductas (el denominado “error fundamental de atribución”; Ross, 1977). Por tanto (podría continuar la argumentación), a la hora de referirnos a otras personas, lo que pudiera parecer una preferencia “política” al atribuir la causalidad de una forma concreta (por ejemplo, atribuir la pobreza de alguien a su falta de esfuerzo en lugar de a deficiencias en la provisión de empleos por parte de la sociedad) puede reducirse a la operación de mecanismos ciegos de procesado de información que escapan a nuestro control consciente.

Actitudes La actitud cognitiva relativa a las actitudes es que constituyen un animal mental sapiente, evaluativo, pero notablemente impredecible. Conoce algunos hechos y siente algo respecto a ellos, pero no siempre resulta de fiar a la hora de transformar tales creencias y sentimientos en acciones consecuentes. Esta imagen mentalista que combina tres componentes (creencias y sentimientos que causan una acción) apenas ha sufrido modificaciones en el ámbito de la psicología durante el último medio siglo; lo que sí han cambiado han sido los términos empleados para describir los fenómenos “internos” (creencias y sentimientos) y la tecnología utilizada para medir la conducta visible a la que éstos han de dar origen. Los términos “internos” se dividen actualmente en diversos subcomponentes. Por ejemplo, la influyente teoría de Fishbein y Ajzen (véanse, por ejemplo, Fishbein y Ajzen, 1975; Ajzen, 1988) descompone el componente “creencias” en creencias acerca de la propia actitud-objeto (por ejemplo, conducción prudente); creencias acerca de lo que otras personas (amigos, la policía) pensarían de ella; y, cuál es la importancia de sus opiniones para la persona que detenta la actitud en cuestión. Este enfoque ilustra, asimismo, el cambio que se ha venido produciendo en la evaluación de la conducta causada por estos fenómenos “internos”: mientras que antes los investigadores se habrían contentado con formular a los entrevistados una pregunta genérica referida a su conducta (¿es usted un conductor prudente?), en la actualidad insistirán en ser muy específicos acerca de lo que puede significar “conducción prudente” (en nuestro caso) y, si no pudieran realizar una observación directa, cuando menos presentarían a los entrevistados todo un abanico completo de cosas que, en su opinión, servirían de ejemplos específicos (comprobar el espejo antes de arrancar, etc.).

La psicología social presenta un largo historial de interés por la cuestión del cambio de actitudes. Este hecho ha supuesto el estudio de los efectos de mensajes sobre las creencias y sentimientos internos de la gente, así como la constatación de posibles cambios subsiguientes de conducta (incluidos los efectos de mensajes sobre los propios hablantes, o “las formas en que las verbalizaciones del comunicador pueden afectar al propio comunicador”, en palabras de McCann y Higgins, 1990). El ejemplo más conocido tuvo lugar durante la II Guerra Mundial, cuando el estado precisó urgentemente que la población se sumase a sus esfuerzos bélicos, pero se trata de un fenómeno que ha perdurado hasta nuestros días.

Este tipo de investigación, y la conceptualización mentalista de las actitudes de la que se deriva, procura exteriorizar la relación entre los

discursos de creencia y evaluación, por una parte (lo que la gente afirma respecta a los grupos minoritarios y cuáles son sus sentimientos respecto a ellos), y lo que acontece realmente, por otra (lo que hacen o dejan de hacer respecto a ellos). Si los investigadores pueden concretar la estructura interna de las creencias y los sentimientos, podrán predecir la conducta que originarán éstos. Sin embargo, al igual que las restantes tendencias de este tipo de cognición social, la verosimilitud misma de la empresa dependerá de la coherencia de la imagen de entrada de información-procesado-producción que es básica para el proyecto mentalista.

Titularidad compartida: la raíz social de la cognición

A lo largo del presente apartado centraremos nuestra atención en la segunda forma de entender la “cognición social”, aquélla que considera que el conocimiento humano constituye un producto social en régimen de titularidad compartida. Todos los autores que citaremos disienten del “individualismo” de los enfoques mentalistas de la cognición social, pero lo hacen desde diversas perspectivas (véanse Hewstone y Jaspars, 1984; Condor, 1990; para reseñas). Para simplificar las cosas, analizaremos estos enfoques en función de tres perspectivas amplias (y, a menudo, coincidentes):

1 quienes consideran a los individuos como poseedores de una cultura particular o de un conjunto de ideologías compartidas

2 quienes consideran a los perceptores sociales como miembros de grupos diferenciados, con intereses compartidos particulares, y

3 quienes centran su atención en los procesos de intercambio interpersonal, que pueden suponer tener en cuenta la forma en que se construye conjuntamente la realidad social.

Este sistema de clasificación constituye únicamente una tipología preliminar, y no puede ser un perfecto reflejo de las complejidades, y contradicciones, de los distintos enfoques que conciben la cognición social como un producto social o como un fenómeno socialmente compartido. Como veremos más adelante, una de las cosas que comparten buena parte de estos enfoques es la tendencia a utilizar una analogía del individuo como “actor” social y no como “observador” desinteresado. Este hecho suele influir en la forma en que interpretan la conducta de los sujetos en estudio. Bastantes teóricos prefieren interpretar el uso que hacen las personas de estereotipos concretos para describir a los demás, sus explicaciones de las acciones humanas, sus opiniones establecidas sobre cuestiones determinadas, no tanto como explicaciones de procesos cognitivos privados, sino más bien como actos comunicativos públicos: como fenómenos discursivos, y no cognitivos.

El perceptor como conducto cultural

Incluso los enfoques marcadamente mentalistas de la percepción social suelen admitir que nuestras percepciones del mundo social y nuestras creencias acerca de éste no pueden ser explicadas totalmente teniendo únicamente en cuenta el procesado individual de información. Aceptan que algunos aspectos de la percepción social (por ejemplo, nuestros estereotipos acerca de categorías determinadas) pueden ser un reflejo de la “sociedad” o “cultura” en cuyo seno se ha producido la “socialización” del individuo. No obstante, los investigadores que adoptan lo que hemos venido denominando un enfoque mentalista de la cognición social suelen manejar tales consideraciones “sociológicas” (dejadas a los descendientes de Émile Durkheim o Talcott Parsons, activos en otros parajes del bosque de las ciencias sociales) como trasfondo de su principal preocupación: en la medida de lo posible, explicar la percepción social en función de procesos cognitivos individuales. Por el contrario, otras perspectivas prefieren explicar la percepción social ante todo desde el punto de vista de la “cultura” o “sociedad” a la que pertenece el individuo. Existe, en la actualidad, toda una serie de enfoques psicológicos que convienen en que los individuos son miembros, o ejemplares, de una cultura común (una de tales perspectivas puede encontrarse en el análisis que hace en 1984 Moscovici de “la sociedad pensante” y, de hecho, en su concepto de “representaciones sociales”, para cuyo estudio desde un punto de vista discursivo véase van Dijk, 1990).

En vez de intentar pormenorizar la enorme cantidad de enfoques que tratan a los perceptores como conductos sociales, nos centraremos en sólo una de estas perspectivas claramente relacionada con el discurso: el estudio de Billig (por ejemplo, 1991) de la relación entre pensamiento, retórica e “ideología”, entre los que establece un buen número de destacadas conexiones. En primer lugar, considera que las creencias y percepciones de los individuos constituyen fenómenos “ideológicos” y no meramente cognitivos. Con esto, Billig quiere decir que pensamiento y habla son un reflejo del patrimonio social de los actores involucrados. Este hecho se pone claramente de manifiesto en su análisis de los “dilemas ideológicos” (Billig et al., 1988), en el cual fenómenos que suelen considerarse “meramente” cognitivos (como los prejuicios) son tratados como una manifestación de la sociedad contemporánea (es decir, postindustrial). Esto queda ilustrado, por ejemplo, por la forma en que Billig y sus colaboradores tratan la categorización y el estereotipado de género. Existen cuestiones que los cognitivistas sociales “mentalistas” explican en función de los mecanismos automáticos e inconscientes de procesado de información utilizados por los perceptores individuales. A lo sumo, se consideran que vienen parcialmente determinados por la naturaleza de la “realidad social” percibida. Billig et al. (1988), por su parte, prefieren considerar la categorización y el estereotipado de género como posiciones retóricas, adaptadas por el individuo en el curso del debate, y significativas en función de su relación con conceptos de justicia marcadamente ideológicos (incluyendo el concepto de “derechos” humanos y ciudadanía) en las democracias liberales avanzadas.

Billig diferencia entre los contenidos del pensamiento social (que considera histórica y culturalmente específicos) y los mecanismos del pensamiento, que prefiere considerar universales. No obstante, las ideas de

Billig acerca de los mecanismos cognitivos difieren de las de quienes apoyan enfoques mentalistas de la cognición social. Lo importante para Billig no son tanto los procesos cognitivos automáticos, y posiblemente inconscientes, sino el “pensamiento”: la resolución consciente e intencionada del rompecabezas (pero resolución del rompecabezas en el sentido del establecimiento, y posible resolución, de argumentos). Del mismo modo que Turnbull y Slugoski, Billig considera que el perceptor social está ocupado en un diálogo interno, en el que se afana por encontrar sentido al mundo que le rodea, utilizando las presunciones y “sentidos comunes” proporcionados por su cultura. Este modelo del perceptor social como actor consciente en nada se parece al modelo habitualmente manejado por las perspectivas “mentalistas”, según el cual diversos aspectos de la cognición social (como los estereotipos) se derivarían de procesos inconscientes y automáticos que entran en juego cuando el individuo no dispone de la capacidad cognitiva de “pensar” (por ejemplo, Gilbert y Hixon, 1991).

Un aspecto interesante del enfoque de Billig es la forma en que concibe la relación entre “cognición” y “discurso”. Mientras, como veíamos con anterioridad, muchos psicólogos sociales opinan que un conocimiento de la cognición humana puede ponernos al corriente de procesos discursivos, Billig apuesta por todo lo contrario. En su opinión, un conocimiento del discurso humano y, en concreto, de las técnicas de la retórica, puede servirnos para conocer mejor la naturaleza del pensamiento humano:

El pensamiento humano no consiste simplemente en procesar información o seguir reglas cognitivas. El pensamiento debe observarse en acción en discusiones, en el toma y daca retórico de la argumentación. Deliberar acerca de una cuestión significa discutir con uno mismo, incluso persuadirse a uno mismo (1991: 17)

A lo largo de su estudio, Billig emplea ejemplos de utilización del lenguaje y transcripciones de conversaciones para poner de manifiesto la complejidad del pensamiento que suele verse oscurecida en estudios experimentales o apoyados en cuestionarios. En particular, recalca como una apreciación e las “reglas” de la retórica nos llevaría a apreciar la naturaleza “bipolar” del pensamiento humano que suele ser pasada por alto por los enfoques “mentalistas” de la cognición humana. Un ámbito concreto al que Billig ha aplicado este enfoque es el proceso de categorización social. Como hemos visto, los enfoques mentalistas de la cognición social conciben la categorización social como una herramienta universal, automática e inconsciente para simplificar el entorno percibido. Según Billig, una consecuencia de este tipo de razonamiento es que la categorización social y los prejuicios suelen ser presentados como consecuencias inevitables de mecanismos de adaptación de la cognición humana. Billig, por su parte, sostiene que aunque, lógicamente, los seres humanos utilizan categorías sociales, también son capaces del fenómeno complementario: la “particularización”. En una línea similar, frente a los principales teóricos de la atribución, Billig sostiene que las personas no “detentan” una explicación de un fenómeno dado, sino que, más bien, conocen y manejan explicaciones enfrentadas. Por citar el ejemplo anterior, las personas pueden creer ambas

explicaciones lógicas de la pobreza del individuo: su falta de esfuerzo y el fracaso de la sociedad a la hora de proporcionarle un puesto de trabajo.

El perceptor como integrante de un grupo

Hemos visto que la obra de Billig (al igual que la de muchos otros teóricos sociales) considera que el discurso y los contenidos de nuestro conocimiento social dependen de un trasfondo cultural (“ideológico”) compartido. Otras perspectivas, si bien aceptan la idea de una “cultura común”, subrayan asimismo la importancia de la pertenencia a un grupo específico de cara a la cognición individual y la acción, incluyendo los actos discursivos. Retrocedamos, pues, unos pasos y veamos como una lente europea de mayor alcance incorpora la comunidad del individuo a la imagen. (Sin embargo, no conviene olvidar que esto no significa renunciar al concepto de que el individuo se sigue viendo impulsado por el procesado mental que se agita en su interior.) La definición que veíamos antes de Fiske y Taylor resulta marcadamente individualista. Comparémosla con la siguiente versión, formulada por un par de autores asociados con la perspectiva europea:

Lo menos que puede decirse es que el estudio de la cognición social concierne a la percepción de nosotros mismos y de los demás, así como a las “ingenuas” teorías que manejamos para estudiar tales percepciones. (Leyens y Codol, 1988: 94)

Leyens y Codol proceden seguidamente a reiterar que la cognición social

tiene un origen social... un propósito social... [y] es socialmente compartida. (1988: 94)

Estos sentimientos significan la máxima aproximación de la psicología a la acepción “cultural” de cognición social que podemos encontrar en la obra de teóricos de la sociología como Talcott Parsons o Durkheim. Leyens y Codol ubican a los individuos en los grupos e instituciones con los que deben relacionarse, pero siguen sustentando la base individual de la cognición social. Incluso aunque no parecen demasiado dispuestos a escudriñar qué se esconde bajo la chistera, los psicólogos adscritos a esta tradición prestan enorme atención a las fuerzas impulsoras de la memoria, la categorización y otros fenómenos similares.

Uno de los enfoques más importantes en el ámbito de la psicología social ha sido el estudio de la identidad social con relación a la militancia grupal y las relaciones intergrupales (Tajfel, por ejemplo, 1978). Este enfoque, que más recientemente ha sido modificado y complementado por los estudios realizados por Turner de la autocategorización con relación a la militancia grupal (por ejemplo, Turner et al., 1987), subraya la importancia de la categorización social de cara a la acción humana. No obstante, este enfoque centra su atención en los mecanismos que explicarían por qué nos posicionamos como miembros de una categoría social determinada, así como las consecuencias que de ello se derivan.

La concepción que presenta este enfoque del sujeto humano es notablemente diferente de la manejada, bien por la cognición social mentalista, bien por los enfoques (como el de Billig) que consideran a los individuos como portadores y manipuladores de ideologías comunes. En este caso, lo importante es la forma en que el actor social habla y piensa como parte de una identidad colectiva y en nombre de ésta. La percepción social y la acción humanas vienen, en ocasiones, configuradas por la tendencia de los individuos a interiorizar las necesidades y los intereses de los grupos específicos con los que se identifican. A menudo, este hecho es analizado en función de una necesidad de percibir y presentar los grupos a los que pertenecemos bajo una luz positiva en comparación con otros grupos externos relevantes (véase Abrams, 1990), un proceso éste que suele conducir a un sesgo sistemático en la cognición social, según el cual los individuos tienden a percibir las características y conducta de su grupo más favorablemente que las características y conducta de otros grupos. No obstante, tal y como apunta Tajfel (1981), algunos teóricos de la identidad social contemplan las descripciones del mundo social desde otras perspectivas más complejas. Concretamente, contemplan las descripciones de categorías sociales como aspectos de una retórica estratégica, formulada con el objetivo de justificar las acciones de los integrantes del grupo en el contexto de ideologías más extensivas relativas a la justicia y legitimidad sociales.

Este tipo de perspectiva queda perfectamente ilustrado por el estudio de van Knippenberg (por ejemplo, 1984) sobre el estereotipado social. Según este autor, en la medida en que los individuos actúan como miembros de grupos sociales definidos, detentan imágenes del mundo social que son específicas de su propio grupo. Estas imágenes no contribuyen simplemente a que su grupo parezca “mejor que” los demás grupos. Más bien constituyen estrategias “políticas”, cuya significación se inscribe en el contexto de un sistema ideológico (compartido) más amplio:

A menudo, las representaciones grupales recurren a complejas estrategias de presentación. Una estrategia... es describir los grupos de tal forma que uno implícitamente aboga por la legitimidad o ilegitimidad de la relación de estatus existente. Otra estrategia es incluir en las representaciones del grupo propio una identidad social claramente positiva, si bien no amenazadora, para el otro grupo con el fin de garantizar la posición del grupo propio. (1984: 560)

También se detecta en estos enfoques un interés similar por la producción de imaginería estratégica. Así, por ejemplo, en un estudio frecuentemente citado, Hewstone et al. (1982) examinaron las atribuciones de logros realizadas por alumnos británicos de centros públicos y privados. Los alumnos de centros privados achacaron su propio fracaso escolar a la falta de esfuerzo, y la de los alumnos de centros públicos a falta de capacidad. Los alumnos de centros públicos, por su parte, mostraron cierta tendencia a atribuir el éxito de los alumnos de centros privados a la suerte. Los investigadores interpretan estos resultados como ilustrativos de intentos por parte de los alumnos de centros privados de negar la posibilidad de que los privilegios “ilegítimos” tuviesen algo que ver con su éxito académico.

En estos momentos apenas si existen análisis directos de los posibles puntos de intersección entre los enfoques de identidad social respecto a la cognición y las perspectivas analíticas del discurso y la acción social. A pesar del interés por parte de los teóricos de la identidad social hacia la autopresentación estratégica (colectiva) y la función de los estereotipos sociales y la atribución en los contextos de argumentos referentes a la justicia y legitimidad sociales, lo cierto es que, hasta hace muy poco, los estudiosos de la identidad social habían conducido sus investigaciones únicamente en el marco de sus laboratorios. En los últimos años, algunos teóricos de la identidad social han intentado explorar sus tesis teóricas utilizando el lenguaje natural como referencia. Así, por ejemplo, Reicher (1991) analizó la forma en que la prensa británica construyó categorías sociales durante la Guerra del Golfo. Entre otras cosas, Reicher analiza el modo en que Sadam Hussein fue utilizado como referente metonímico de Irak, y las formas en que se hizo referencia metafórica a Irak como si de una persona se tratase, con motivaciones y atributos individuales.

La cognición en el intercambio interpersonal

A pesar de su insistencia en el carácter compartido de la cognición social, ninguno de los dos enfoques que hemos examinado hasta este momento concede un papel central al proceso de interacción humana per se. Las perspectivas de identidad social suelen girar alrededor del actor social individual como alguien relativamente (y, en ocasiones, completamente) aislado de otros seres humanos reales (aunque véase Abrams, 1990). El enfoque retórico que plantea Billig de la psicología social, por otra parte, parece conceder a la interacción un papel central, Sin embargo, a menudo se ocupa en tanta medida de la “conversación” que tiene lugar dentro de un individuo como del proceso de interacción entre diversos individuos.

La tercera modalidad de perspectiva que examinaremos a continuación concede un papel central a los procesos de interacción entre dos o más individuos (y, de hecho, tampoco el concepto analítico de “individuo” es santo de su devoción). Estos enfoques suelen conceder prioridad teórica al “discurso”, y prestan menos atención (y, en ocasiones, incluso se oponen) a todo intento por teorizar la “cognición” como un aspecto individual y privado. Como es lógico, larga y respetable es la historia de la aplicación de ideas dialécticas al ámbito psicológico (aunque quizás algunos de los intentos más radicales podrían ser calificados de “poco respetables”, por ejemplo, Armistead, 1974; Brown, 1973; Parker, 1989), pero nosotros centraremos nuestra atención en estudios discursivos más recientes, y más orientados hacia el lenguaje, pues son los que más se amoldan a los objetivos y propósitos del presente volumen. El tipo de estudio al que nos referimos aquí prefiere considerar la cognición como parte esencial de la acción, y, además, acción conjunta (como parte de las relaciones que entablamos con nuestros vecinos). Según esta lectura, lo que acontece “interiormente” es inseparable de su manifestación externa, y los distintos pasos individuales sólo pueden ser entendidos en función de los restantes participantes en el baile. La “cognición”

se junta con el lenguaje, y esta es la razón por la cual esta concepción de la cognición social tiene tanto que ofrecer al discurso.

El lenguaje siempre ha constituido uno de los elementos claves en la comprensión de las relaciones sociales por parte de la psicología social (de hecho, tal y como nos recuerda Farr, 1990, el lenguaje fue uno de los temas centrales de los diez volúmenes de la obra Folk Psychology de Wundt), pero, en las tradiciones cognitivas de la segunda mitad de este siglo, este elemento quedó oscurecido por los modelos predominantes de procesado de información y evaluación mental. No obstante, tradiciones tan diversas como el interaccionismo simbólico de G.H. Mead (1934) y la filosofía lingüística anglófona (desde el último Wittgenstein en adelante) han insistido siempre en la primacía del lenguaje y en su papel fundamental a la hora de construir el mundo social (de hecho, físico) y actuar en su seno. Naturalmente, esto puede construirse de una forma “cognitiva”, con los teóricos sosteniendo que lo importante del lenguaje es que equipan la mente con categorías que, a su vez, equipan el mundo de objetos: esto sería el legado de la hipótesis de Sapir-Whorf en sus diversas variantes y encajaría perfectamente con los modeladores de esquemas y demás que vimos anteriormente. Sin embargo, aquí la diferencia radica en que no es necesario ahondar en busca de representaciones internas; el lenguaje también tiene una cara pública y constituye, de diversos modos, una herramienta mediante la cual se configura finalmente la identidad social, o, en líneas más generales, el principal medio de constitución de la realidad social. En cada uno de los casos, la “cognición” (si algún sentido tiene seguir utilizando este término) está estrechamente vinculada con la acción: configurar finalmente la identidad y constituir la realidad social.

La relación entre este tipo de cognición social y el discurso (a diferencia de lo que ocurría con la cognición social mentalista y, quizás más claramente, con las dos variantes de cognición social de “titularidad compartida” que hasta ahora hemos visto) no puede ser el mismo tipo de relación existente entre la cadena de montaje y el producto terminado, pues no existe tal separación. Por el contrario, desde esta perspectiva el discurso es, inevitablemente, una iniciativa pública en la que intervienen muchas manos, cuya “causa“ no depende del procesado mental de los individuos y cuyos efectos trascienden a los individuos en cuestión.

Esta orientación de la “cognición social” se compromete a identificar la formulación conjunta del discurso y a sacar a la luz los fines locales e institucionales a los que sirve. En los próximos apartados examinaremos sus virtudes a la hora de identificar la construcción cooperativa de afirmaciones, y cómo este hecho nos ayuda a entender fenómenos como la formulación de actividad social en el habla, el mantenimiento de la identidad social a través de su negociación pública e, incluso, cuestiones aparentemente psicológicas como “actitudes”, “pensamiento” y “memoria”.

Las actitudes como construcciones discursivas El concepto clave de “actitud” fue el primero en atraer una lectura anti-mentalista del análisis del

discurso. El libro Discourse and Social Psychology (1987) de Potter y Wetherell constituyó todo un hito en la aplicación del pensamiento discursivo anglófono a fenómenos sociales y se ha visto reciente ampliado con la publicación de Discursive Psychology (1992) de Edwards y Potter, abarcando todo el amplio espectro de procesos cognitivos. Lo que ambos comparten es el convencimiento fundacional de la primacía del lenguaje como parte constitutiva de la vida social, y en la manifestación de la realidad social a través del intercambio entre los hablantes de una sociedad. Para estos autores, la interacción personal a través del lenguaje constituye el factor crucial de los procesos sociales.

Potter y Wetherell no centran su atención en los individuos que participan en tal intercambio, sino en aquello que distribuyen entre ellos. En línea con Gilbert y Mulkay (1984), identifican temas en la charla (“repertorios lingüísticos”) que se ensamblan para promover o confirmar determinadas visiones de la realidad. En el análisis que hacen Wetherell y Potter (1988; 1992) del discurso racista, por ejemplo, se identifican explícitamente tales repertorios y se esboza su variación. En los siguientes extractos, los hablantes (neozelandeses de raza blanca) parecen expresar actitudes afectuosas hacía los maoríes:

Creo que esa especie de renacimiento maorí, el Maoritanga, es importante por lo que estaba explicando antes que sentí en esa fiesta el sábado por la noche, de repente no sabía bien dónde estaba, había perdido mi identidad... Considero que es necesario que la recuperen (la identidad maorí) porque es algo que se encuentra profundamente arraigado en uno mismo. (Reed)

Soy claramente partidario de un poco de Maoritanga, es algo exclusivamente neozelandés. Supongo que soy de ideas algo conservadoras y del mismo modo que no me gusta ver como una especie se extingue, no me gusta ser testigo de cómo una cultura y un lenguaje y todo lo demás desaparecen poco a poco. (Shell) (Wetherell y Potter, 1988; 179)

Wetherell y Potter proponen estos dos ejemplos por su carácter contradictorio o, cuando menos, inconsistente. Por una parte, se concede gran valor a la cultura maorí porque todo el mundo debe tener unas raíces con el fin de preservar su identidad: de ahí se deduce que la generación actual de maoríes la han “perdido”, posiblemente por su propia negligencia. Por otra parte, el segundo extracto presenta la cultura maorí como algo inconfundible, tan vivo y único como una especie exótica. Esta contradicción (o inconsistencia) le indica al analista observador, como uso variable del error por parte del científico propugnado por Gilbert y Mulkay (1984), que algo importante está sucediendo.

Wetherell y Potter lo interpretan como la manifestación de lo que denominan el repertorio de “amparo cultural”: la idea de que la cultura maorí es una especie singular que sólo podrá perdurar si se le presta el cariñoso cuidado que todo espécimen exótico precisa. En otras palabras, los maoríes necesitan la protección y tutela benévola de los blancos para sobrevivir; de lo contrario, “perderán su identidad” y acabarán desapareciendo. Este sentimiento es más claramente racista que cualquiera de sus dos partes

constitutivas que, por sí solas y sin ser confrontadas entre ellas, podrían pasar por perfectamente satisfactorias. A diferencia del concepto semifallido de “declaración de actitudes”, es el ensamblaje de múltiples afirmaciones la que pone la realidad de manifiesto.

El análisis de Wetherell y Potter convierte un ejercicio lingüístico en un análisis discursivo al alimentarlo con una apreciación de significado cultural. Sin embargo, insisten claramente en prestar atención a la comprensión cultural (o quizás sería mejor decir política) que tiene el lector del tema en cuestión; Tal vez sea inevitable que, una vez los analistas trascienden el concepto de átomos con significación propia como “declaraciones de actitudes”, se vean forzados a reconocer su propia labor interpretativa en sus lecturas discursivas.

Pensamiento y memoria Para impulsar el concepto cognitivo de titularidad compartida aún más en el ámbito de la cognición “periférica”, puede resultar instructivo comprobar la visión que de uno de los fundadores de la moderna psicología cognitiva, el psicólogo inglés Frederick Bartlett, ofrecen Edwards y Middleton (1987). Estos autores sostienen que, en su obra clásica Remembering (1932), Bartlett estaba más interesado en la forma en que los símbolos se convierten en algo de propiedad pública que en su procesado individual. De hecho, Edwards y Middleton demuestran que (a diferencia de la mayoría de sus adeptos), Bartlett tenía un enorme interés por el hecho de que recordar (“remembering”) fuera una de las funciones del discurso conversacional.

Podemos ir incluso más allá y echar un vistazo a una obra posterior de Bartlett, Thinking (1958). Ciertamente no hay nada en esta cita que pueda provocar incomodo alguno de sus modernos sucesores en la cognición social mentalista:

Los objetivos claros del pensamiento son casi siempre los mismos, con independencia del campo en el que opere el pensador, y con independencia del tipo de evidencia que maneje. Siempre procurará utilizar la información de la que dispone para alcanzar un fin, basado en esa información, pero en modo alguno idéntico a ésta. (1958: 97)

Hasta ahora, todo bien cognitivo. Pero resulta instructivo proseguir con la cita y ver cómo Bartlett dispone este pensamiento en un contexto social, y socialmente explicable:

y debe así disponer, o prepararse para disponer, las etapas que cruza y confiar razonablemente en que allí donde, por ahora, para a descansar es donde todo aquél que no sufra alguna anormalidad o enfermedad mental, o tenga muchos prejuicios, acabará también por descansar. (1958: 97)

Este extracto podría haber sido redactado perfectamente por cualquier retórico e introduce una nota de relatividad intelectual que probablemente pondrá los pelos de punta a más de un psicólogo cognitivo racionalista: Bartlett se muestra dispuesto a permitir que la validez de los pensamientos de sus sujetos sea evaluada en función de criterios de procesado de información

sociales, y no abstractos. Con ello abre la puerta a una visión enteramente contextualizada del pensamiento que

pretende descubrir los “métodos” que emplean las personas en su vida cotidiana en sociedad para construir la realidad social y también para revelar la naturaleza de las realidades que han construido... Sólo examinando sus procedimientos y descubriendo en qué consisten, podremos acabar de comprender lo que entienden por exactitud, puesto que la exactitud viene determinada por quienes la construyen. (Psathas, 1972: 132)

Esta cita no es de Bartlett, sino de un viejo tratado de etnometodología. Con esto no queremos decir, como es evidente, que Bartlett fuera uno de los impulsores de la etnometodología; lo que sí demuestra es que dejo en el aire científico-social una simiente lista para florecer en generaciones venideras.

Hemos recurrido al ejemplo de Bartlett porque queríamos seguir los pasos de Edwards y Middleton en su pionera rehabilitación de la obra de alguien que había sido acaparado injustamente por la escuela mentalista, y evidenciar que incluso un cognitivista tan eminente tenía presente el lenguaje y era consciente de las dificultades racionales que presenta conformarse con un idealismo puramente individualista. Si bien cabe pensar que lenguaje y racionalidad han de ser enmarcados en un contexto, entonces que mejor que especificar lo más posible dicho contexto de cara a minimizar el lenguaje que sustenta. Si es éste el caso, habremos entonces de atender al “lenguaje” en otro sentido aparte del de palabras y oraciones que pueden ser ordenadas y parafraseadas por el analista con el objetivo de reducir el desorden y despejar la oscuridad del argumento escrito. Más bien habremos de prestar atención al uso exacto de las palabras: a todos los recursos literarios, estilísticos y persuasivos que emplean los hablantes para convencer a sus oyentes, recurriendo o no al acoplamiento fijo de premisa y conclusión formalizables.

Construcción conjunta del conocimiento Una de las objeciones que podrían plantearse al tipo de análisis del discurso que veíamos antes es que, aunque se asienta en la convicción de que el intercambio lingüístico configura la realidad, sus partidarios no suelen hacer hincapié en el propio contexto local del habla en sus estudios. Existen otras modalidades de análisis que sí lo hacen, añadiendo al concepto construccionista fundacional el ingrediente extra de que la secuencia exacta y el orden del discurso son tan cruciales como su aparente contenido superficial. Esta concepción se apoya en la idea, propugnada por el filósofo G.H. Mead y el filólogo Bakhtin, de que los envíos lingüísticos no son limitan a ir de un hablante a otro, sino que de alguna manera forman un bloque conjunto. Para Mead, se trata de una cuestión de connivencia entre el hablante y su público; y para Bakhtin, una cuestión de infiltración en las afirmaciones de un hablante de los intereses y perspectivas del otro. En ambos casos, la afirmación (y la “cognición” de la que proviene) carecería de significado si no se valorase su autoría conjunta o múltiple.

El continuador más dinámico de esta tradición de las ciencias sociales es la etnometodología y, más concretamente, el análisis conversacional, que

insiste en la observación atenta de la organización secuencial de afirmaciones como la base idónea para su comprensión. El análisis conversacional será convenientemente descrito por Pomerantz y Fehr en el capítulo 3, Volumen 2, del presente manual; baste, pues, con esbozar algunas de sus características. Garfield (1967) lanzó la etnometodología con una serie de observaciones acerca de la determinación irremisiblemente local del significado. El análisis conversacional, especialmente en manos de Harvey Sacks (1992), desarrolló el espíritu del interés por lo local de la etnometodología para demostrar en detalle como nuestras palabras proponen, y disponen, acciones diferentes en distintos momentos de una interacción. Por tomar un ejemplo banal pero omnipresente, la palabra “hola” tiene una fuerza muy distinta cuando aparece al inicio de una conversación (por ejemplo, de una conversación telefónica), donde actúa como saludo y como medio de identificar al hablante, que cuando surge en medio de la conversación, y puede servir para constatar que la comunicación no se ha interrumpido. Lo que un hablante propone será dispuesto por el siguiente hablante, y ambos hablantes aprovechan las complejas regularidades de la interacción para comunicar su significado sutil y económicamente. La etnometodología y el análisis conversacional abarcan, como es lógico, mucho más de lo que este breve esbozo parece indicar (véase Capítulo 3, Volumen 2), pero sirve de trasfondo para dos ejemplos del tipo de contribución que aporta al debate acerca de la relación entre cognición social y discurso.

Nuestros ejemplos proceden de la obra de Derek Edwards, quien durante largo tiempo se ha situado a la vanguardia de una alternativa más fundamentada y no mentalista de los fenómenos “cognitivos”. Edwards sigue el precepto etnometodológico de tratar los (lo que los cognitivistas consideran) objetos mentales como cosas cuya “realidad” es su invocación de cualesquiera actividades humanas participen (tanto en las “charlas laborales”, “íntimas” o “fortuitas” como en el “habla científica”). Edwards evidencia como un buen número de fenómenos de cognición social depende de relatos coyunturales. En Edwards (1991) muestra como los mecanismos aparentemente universales de “categorización” que los seres humanos supuestamente comparten pueden ser reemplazados con éxito siempre y cuando se comprenda que las categorías constituyen descripciones eventuales y coyunturales que juegan su papel a la hora de promover ciertos proyectos a expensas de otros, y cuyas supuestas universalidades no son algo “irrefutable”, sino parte de su carga retórica. Otro ejemplo del enfoque discursivo de Edwards del fenómeno “cognitivo” es cuando sostiene (Edwards, 1994) que el concepto de “guiones” mentales (que describíamos anteriormente), que según los cognitivistas radicaría en las representaciones mentales de las personas, puede ser provechosamente reconcebido como reglas culturales prestas para ser invocadas por las personas en los momentos y lugares idóneos. Por consiguiente, en lugar de pensar que el guión para comer en un restaurante es algo de lo que “disponemos”, podemos concebirlo como algo que podemos invocar o aprovechar en situaciones idóneas. En palabras de Edwards, “El objetivo no es acabar de un plumazo con los eficaces conceptos explicativos de objetivos, planes y guionización, sino más bien investigar exactamente cómo estos conceptos pueden servir de recursos explicativos a los propios participantes, siempre y cuando lo hagan” (1994: 216, énfasis en el original).

Para nuestro segundo ejemplo, escogemos otra perspectiva que rivaliza directamente con la tendencia mentalista de la cognición social psicológica. Aquí, un candidato atractivo sería la explicación de nuestras atribuciones causales. Según la cognición social mentalista, éstas supuestamente provienen de los mecanismos internos de evaluación de un individuo, y el estudio de tales mecanismos habría de eliminar los errores de razonamiento. En el discurso real, cabe interpretar las atribuciones causales como la consecuencia de la construcción conjunta por parte de dos o más participantes que actúan al unísono. Por consiguiente, este programa tendría el compromiso menos pedagógico de identificar cómo se realiza el negocio. Como vamos a profundizar más en este ejemplo que en la labor de Edwards acerca de los guiones, le hemos creado su propia sección, que viene a continuación.

Ejemplo de un análisis de cognición social de “titularidad compartida” Puede resultar de gran utilidad que concluyamos el presente capítulo prolongando el apartado anterior con un ejemplo del tipo de análisis que intenta demostrar que el fenómeno de “cognición social” es algo compartido por varias personas, y no algo localizado en las representaciones mentales de un solo individuo.

Cabe apuntar, no obstante, que al situar este ejemplo al final del capítulo, se podría pensar que estamos sugiriendo que el citado análisis da una solución a todos los problemas que hemos venido mencionando. Nada más lejos de la realidad. Únicamente lo incluimos como elaborada ilustración de una de las formas de concebir la cognición social. Existen otras formas de concebirla y existen, además, refutaciones de esta forma concreta de concebirla. Se trata, no obstante, de un buen ejemplo de una de las perspectivas.

Nos atendremos al ámbito anteriormente descrito y repetido en el material precedente: la batalla en la literatura acerca del razonamiento común. Como hemos visto, uno de los enfoques de la cognición social partiría del concepto de que el razonamiento constituye una actividad mental privada, y buscaría hallar la maquinaria de procesado de información responsable de la selección, recuperación y producción de juicios sociales para, seguidamente, explorar las variables que afectan a su funcionamiento, así como aquéllas otras que se ven afectadas, a su vez, por su resultado. Un buen ejemplo de esto sería el enfoque cognitivo social de atribución causal que, como hemos visto, describe los procesos mentales mediante los cuales el individuo combina información actual, o recordada, acerca de la historia de un acontecimiento para llegar a su causa probable.

Una versión avanzada de este enfoque cognitivo de la atribución causal es la adoptada por Hilton (1990; 1991), quien plantea que un explicador decide lo que el interpelante considera la dificultad en cuestión para, a continuación decidir qué parte de la historia del problema constituye la “situación anómala” (lo que distingue la cuestión tal y como es ahora de aquello que pudiera haber sido). Por ejemplo, supongamos que ambos formamos parte de una cultura expuesta a los medios informativos occidentales y que en respuesta, quizás, a una mención fortuita del tema de las catástrofes espaciales, usted me

preguntase “¿por qué explotó el transbordador espacial Challenger?” (por utilizar un ejemplo citado por Hilton, 1991). Yo supondría que le interesa sólo esa cuestión. Sin embargo, si me preguntase “¿por qué explotó el transbordador espacial Challenger y no se estrelló simplemente con el suelo?”, yo supondría que le interesa una cuestión ligeramente diferente; y si me preguntase “¿por qué explotó el transbordador espacial Challenger en ese lanzamiento y no en lanzamientos anteriores?”, yo supondría que le interesa una cuestión distinta, y así sucesivamente.

Una vez concebida la representación mental de la pregunta (y suponiendo que se trata de la primera versión de la misma), la argumentación cognitiva dice que, a continuación, analizaría las condiciones presentes en el caso de explosión de la nave frente a las ocasiones en que ésta (o sus equivalentes) no explotó. Así pues, yo propondría (por ejemplo), como respuesta, la inusitada frialdad de la noche anterior al lanzamiento. No obstante, no sugeriría (por ejemplo) el hecho de que uno de los precintos de una de sus secciones era de goma fina, puesto que este hecho no constituiría una explicación, al ocurrir así tanto cuando se produjo la explosión como en los lanzamientos previos.

A primera vista, se trata de una tentativa de explicación notablemente verosímil. Al fin y al cabo, podemos reconocerla como el tipo de cosas que la gente suele hacer, al menos en determinadas ocasiones. Sin embargo, no lo hace todo el tiempo, ni siquiera buena parte del mismo. En otras palabras, cuentan con ella como una de las múltiples formas de “explicación” y recurrirán a ella en determinadas circunstancias. Hemos situado la palabra “explicación” entre comillas para evidenciar que la cuestión de dar una explicación a las cosas es lo que Wittgenstein denomina un juego lingüístico y lo que cierto tipo de analistas del discurso denominarían un discurso. En la medida en que las personas implicadas en cualquier forma de interacción participan en el juego lingüístico concreto de “clasificación de información”, el modelo de atribución constituye una descripción válida de las reglas que rigen el juego. No obstante, la interacción social va mucho más allá de este juego lingüístico concreto.

Habremos de apartarnos de idealizaciones y adentrarnos en encuentros reales para ilustrar lo que queremos transmitir. Supongamos que usted me formula esta pregunta suelta e incomprensible por si sola: “¿por qué fue eso un error desde su punto de vista?” Hemos escogido este ejemplo porque (fuera de contexto) resulta claramente chocante, y contrasta enseguida con la claridad engañosa de la pregunta anterior: “¿por qué explotó el transbordador espacial Challenger?” Calificamos su claridad de engañosa porque hubimos de apartarnos de nuestro camino para hacerla comprensible cuando la planteamos, como puede constatar si retrocede unos párrafos. La imposibilidad de interpretar “¿por qué fue eso un error desde su punto de vista?” evidencia de forma inmediata que el lenguaje es totalmente indéxico, tal y como han venido afirmando lingüistas y otros autores desde finales del siglo XIX. Una pregunta del tipo ¿por qué fue eso un error desde su punto de vista? resulta imposible de entender sin conocer cuáles son los referentes deícticos de eso y su, y sin conocer el contexto en el que tal deixis tiene sentido. Y, como es lógico, otro tanto puede decirse se la pregunta aparentemente “clara”

acerca del Challenger, donde también nos vemos obligados a movilizar un contexto que nos permita encontrar sentido a la cuestión (por qué hemos de suponer que el oyente o lector ha oído hablar del Challenger, o del “desastre del Challenger”, etc.?).

Examinemos, pues, una interacción real que da el contexto local en el caso de “error”:

A: el primer bombardeo aéreo de Belfast había hecho estremecerse a la Irlanda católica porque ((en)) no había ocurrido nunca nada incluyendo los conflictos ((que)) se saldaron con la muerte de muchos católicos apostólicos y romanos en un momento dado y el segundo bombardeo aéreo de Belfast fue el [tu e] el error que cometieron los alemanes - - -

B: por qué fue eso un error desde su ((punto de vista))A: porque nunca debieron poner nunca debieron volver a

bombardear Belfast debieron haberla [ko] dejado totalmente en paz y quizás habrían conseguido que Irlanda del Sur volviese al [t] redil

(Esta transcripción procede de una recopilación de conversaciones cotidianas entre hablantes anglófonos nativos, grabadas en Gran Bretaña durante los años 70 y publicadas como la colección Londres-Lund (Svartvik y Quirk, 1980). En este caso concreto, se trata de un extracto de la conversación 1.14, aunque la notación aparece notablemente simplificada. Aquí, la cursiva indica énfasis, las palabras poco claras figuran entre paréntesis dobles, los guiones indican pausas y el material entre corchetes es la transcripción fonética de palabras incompletas.)

Incluso esto no basta para contextualizar el texto, como veremos dentro de un momento; y, como es lógico, se movilizan clases muy concretas de conocimiento cultural que sólo puede abarcar un “contexto” mucho más amplio que unas pocas líneas insignificantes de texto. Pero lo que tenemos no basta para demostrar (tanto si el lector está familiarizado con los acontecimientos políticos a los que el extracto hace referencia como si no) que lo que está en juego aquí no es una cuestión de clasificación de información, ni en el sentido clásico de la teoría atributiva de búsqueda de covariables de un efecto, ni siquiera en el del modelo de situaciones anómalas, más avanzado desde un punto de vista lingüístico. La forma en que los participantes establecen la explicación y hacen uso de ella pone de manifiesto que el juego lingüístico es de una índole muy diferente.

En primer lugar, como propugna convincentemente el modelo de acción discursiva de Edwards y Potter (1992), la solicitud de información no es desinteresada. En este caso concreto, la demanda de una explicación es expresada por alguien que interrumpe lo que podríamos entender como una historia, un episodio narrado desde el punto de vista, y en función de los

intereses, de un hablante determinado. En este contexto, la solicitud de una explicación no puede considerarse algo neutral, ni puede la respuesta pasar por alto la expectativa orientada hacia la responsabilidad que expresa el explicador. Ninguna de las dos partes configura su conversación en consonancia con el (relativamente infrecuente) juego lingüístico de “clasificación de información” que, según la psicología cognitivo-social, suele darse. Podrían haberlo hecho: podría haber estado ante una conversación entre dos personas que hablan como científicos o investigadores de accidentes y movilizan las reglas de un juego lingüístico de clasificación de información, pero lo cierto es que los participantes en este encuentro no parecen actuar en esa línea.

¿En qué nos basamos para realizar esta afirmación? Estamos ante las palabras literales de los propios hablantes o, más exactamente, ante la utilización por parte de los hablantes de las regularidades de las estructuras conversacionales, lo que los analistas conversacionales denominan el orden preferencial de conversación (véase Capítulo 3, Volumen 2). Por ejemplo, el hecho de que la solicitud de la explicación venga moderada por la expresión desde su punto de vista parece indicar que el hablante no se atreve a cuestionar directamente al propio narrador. Plantear una pregunta así por iniciativa propia significa invadir el espacio del que suele disponer alguien que ha comenzado a narrar una historia y se halla inmerso en esa actividad (Sacks, 1972). El hablante, con el fin de eludir la falta de normatividad de su intervención, lo que hace es plantear la pregunta de forma que pudiera parecer en consonancia con la propia voz del narrador, es decir, plantear la pregunta como si estuviera en consonancia con las afirmaciones del narrador. La formulación del preguntador no pone en cuestión el hecho de que “eso” (el bombardeo aéreo) fuera un error, pero plantea por qué fue un error desde el punto de vista de los alemanes (y, por el contrario, no desde el punto de vista del narrador). En otras palabras, la pregunta es entendible no como un cuestionamiento (y no digamos ya una sugerencia de clasificación de información), sino más bien como un estímulo para que se prosiga con la narración de la historia en los términos establecidos por el narrador; de hecho, se asemeja en gran medida a las (muy frecuentes) respuestas fáticas que salpican la narración de una historia e indican que los oyentes están atentos a lo que se les está diciendo (Sacks, 1972).

Llevamos ya tres párrafos y aún no hemos llegado a la supuesta “explicación”; tampoco hemos mencionado siquiera el tipo de discursos políticos e históricos que pudieran extraer analistas que estuvieran o no familiarizados con la cultura particular de los hablantes. Al menos, aunque no profundizáramos más en nuestro análisis, ha quedado evidenciado que las preguntas solicitando una explicación no se ajustan necesariamente al modelo sociocognitivo estándar que presupone únicamente un interés por la clasificación de información y la revelación de un candidato causal. Confiamos, asimismo, en haber dejado claro que el “significado” de la explicación que cubrirá el espacio dejado ahora para ella no va a venir determinado totalmente por su contenido semántico; en otras palabras, no puede entenderse como representativo de algo enraizado en la mente del hablante, como el resultado de algún proceso premeditado. Sea lo que sea, viene determinado tanto por su

posición en un diálogo construido conjuntamente como (o, quizás, como sostendrían diversos analistas conversacionales, más que) por su contenido léxico.

Algunos analistas querrían profundizar aún más y, apoyándose todavía en la forma en que interactúan lo participantes, hacer referencia al discurso del que forma parte la explicación. Recordemos que el hablante A está narrando una historia relacionada (en este punto concreto) con “Irlanda del Norte” y “la II Guerra mundial”. Cabe plantearse qué tipos de discursos (en la acepción habitual que se viene dando al término a lo largo del presente volumen) pueden estar aquí en juego, así como que opinarían de ellos analistas con distintas perspectivas y diversos grados de familiaridad con los asuntos aparentemente abordados. No podemos aspirar a dar respuesta aquí a esta cuestión. Sin embargo, resulta razonable pensar que las explicaciones sirven, al igual que las explicaciones (Gilbert y Mulkay, 1984), descripciones de hechos (Edwards y Potter, 1992) y otras herramientas retóricas (Billig et al., 1988), para promover los intereses e ideologías de hablantes o grupos. Para estos autores, al igual que para aquéllos otros que pudieran examinar la orientación de los participantes hacia las explicaciones en el curso de la interacción conversacional, resulta erróneo e inadecuado considerar el razonamiento social como una forma privada e individual de clasificar información racional. Se trata, más bien, de una cuestión relacionada con el ámbito social cuya fuerza radica en su expresión pública.

Confiamos en que el breve análisis precedente haya servido para ilustrar las diversas formas en que puede interpretarse algo (en este caso, una explicación) desde una perspectiva de titularidad compartida que pudiera, asimismo, atraer el interés de quienes propugnan la titularidad privada. Somos conscientes, no obstante, de que, como señalábamos anteriormente, incluir un ejemplo de análisis conversacional y análisis discursivo anglófono al final del capítulo resulta tendencioso, pero en modo alguno pretendemos afirmar que este tipo de análisis sea preferible a otros.

Resumen y conclusiones

La “cognición social” como ámbito intelectual (el estudio del conocimiento que tienen las personas del mundo social en el que viven, hablan y actúan) puede decantarse en dos direcciones. La tendencia que cuenta con más predicamento entre los psicólogos de orientación cognitiva se inclina por el estudio de los mecanismos psicológicos mediante los cuales los individuos representan mentalmente los objetos sociales: ellos mismos y las personas que les rodean. Por otra parte, la cognición social puede orientarse hacia la naturaleza social de los perceptores y el mundo social que construyen. En este caso, lo importante es cómo funcionan las personas como miembros de culturas o grupos determinados, y el estudio de la forma en que surge el mundo social en el curso de la interacción social.

Ambas acepciones de la cognición social presentan diversas aplicaciones al discurso. La cognición social mentalista se compromete a

informarnos acerca de la operación del procesado universal, automático e inconsciente de información durante la producción y comprensión de texto y habla. Promete identificar errores mentales en la producción y comprensión del discurso, y ayudarnos a solventarlos. Por ejemplo, evidencia la operación de esquemas configurados previamente ante la recepción de nueva información, el efecto organizativo que la estructura cognitiva impone a la narrativa, etc. Se trata, pues, de un afán racional (o, quizás, racionalista) antes que didáctico, que gira alrededor del concepto de que los eventos mentales envueltos en el discurso son, en buena medida, automáticos, causales y, de hecho, deterministas.

La tendencia alternativa de cognición social se inclina por el estudio de fenómenos ajenos al individuo y, cuando menos en algunas de sus versiones, rechaza la existencia de una escisión entre los procesos internos y externos. La cognición social se concibe como algo distribuido entre las personas, y su estudio hace caso omiso del procesado individual como tal. Según esta lectura, la cognición social forma parte del ámbito público y está estrechamente relacionado con acciones que las personas emprenden conjuntamente. Esto significa que buena parte de las preguntas relativas al discurso que se plantean los investigadores mentalistas de la cognición social carecen de importancia (y las soluciones deterministas que proponen son consideradas innecesarias y engañosas). Según esta lectura alternativa de la cognición social, el discurso se concibe no como una cuestión relativa a la comprensión y producción de proposiciones no emplazadas, sino más bien como un acontecimiento social que constituye, en cierto sentido, una acción por derecho propio, tanto en el habla como en el texto: por ejemplo, la construcción cooperativa conjunta de declaraciones en turnos adyacentes, la formulación de decisiones in charlas de grupo, el mantenimiento de estructuras de creencias a través de su negociación pública, etc. Este tipo de cognición social se compromete a identificar la forma en que el discurso se crea y formula conjuntamente, así como a desvelar a qué intereses locales e institucionales sirve tal discurso.

Lecturas recomendadas

El lector interesado quizás desee saber algo más de las dos tradiciones de cognición social, su avance y desarrollo contemporáneo. Confiamos en que las siguientes referencias (algunas de las cuales han sido citadas en el cuerpo del capítulo) constituyan provechosos puntos de partida.

Bartlett (1932): escrita con elegancia y sutileza, esta obra ha servido de estímulo y garantía para interpretaciones muy diferentes de la “memoria”.

Edwards y Potter (1992): una lectura marcadamente discursiva de un amplio abanico de fenómenos “psicológicos”, habitualmente coto de la tradición mentalista.

Fiske y Taylor (1991): la segunda edición de un libro de texto que, en sus dos ediciones, ha sido emblemático y paradigmático del proyecto mentalista.

Greenwood (1992): para ser leído junto con los comentarios que lo complementan en aquel volumen de la revista Theory and Psychology; un sugerente debate sobre la epistemología y los aspectos ontológicos de la cognición social.

Heider (1958): un ejemplo prototípico de la promesa que se formuló mediante la descripción de la acción social de acuerdo con las facultades mentales.

Mead (1934): una declaración filosóficamente irreprochable del lugar de la cognición en el mundo social.

Sacks (1992): transcripción de diversas conferencias pronunciadas por Sacks en los años 60 y 70; un fascinante y atractivo abanico de reflexiones sobre la acción humana, propugnando la idea de que debe ser entendida sin poner en riesgo la imprecisión epistemológica de los entes mentales.

Schegloff (1993): una reflexión reciente sobre el sentido analítico-conversacional de la cognición (socialmente compartida), dirigida explícitamente a un público psicológico.

Widdicombe y Wooffitt (1994): un atractivo ejemplo de un estudio discursivo de fenómenos tradicionalmente “psicológicos”; en este caso concreto, identidad y conducta.

Notas

Los autores quieren expresar su agradecimiento a Nikos Bozatzis, Derek Edwards, Steve Reicher y Teun van Dijk por sus comentarios relativos a una primera versión de este capítulo.