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VANINA VANINI STENDHAL Ediciones elaleph.com

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VANINA VANINIO PARTICULARIDADES SOBRE LA

ULTIMA «VENDITA» DE CARBONARIOSDESCUBIERTA EN LOS ESTADOS DEL

PAPA

Era una noche de primavera de 182... TodaRoma estaba en movimiento: el duque de B., el fa-moso banquero, daba un baile en su nuevo palaciode la plaza de Venecia. Para embellecimiento delmismo, se había reunido en él todo lo más esplén-dido que el lujo de París y de Londres puede produ-cir. La concurrencia era inmensa. Las rubias ycircunspectas beldades de la noble Inglaterra habíanrecabado el honor de asistir a aquel baile; llegabanen gran número. Las mujeres más hermosas deRoma les disputaban el trofeo de la belleza. Acom-pañada por su padre, llegó una joven a la que el fue-

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go de sus ojos bellísimos y su cabello de ébano pro-clamaban romana. En toda su apostura, en todossus gestos, trascendía un singular orgullo.

Los extranjeros que iban llegando se quedabanasombrados ante la magnificencia de aquel baile.«Ni las fiestas de ningún rey de Europa se puedencomparar con esto», decían.

Los reyes no tienen un palacio de arquitecturaromana y se ven obligados a invitar a las grandesdamas de su corte, mientras que el duque de B. noinvita más que a las mujeres bonitas.

Aquel día tuvo suerte en su convite; los hom-bres estaban deslumbrados. Entre tantas mujeresdestacadas, hubo que decidir cuál era la más bella: laelección no fue rápida, pero al fin quedó proclama-da reina del baile la princesa Vanina, aquella jovende pelo negro y ojos de fuego. Inmediatamente losextranjeros y los jóvenes romanos abandonaron to-dos los demás salones y se aglomeraron en el queataba ella.

El príncipe, don Asdrúbal Vanini, quiso que suhija bailara en primer lugar con dos o tres reyes so-beranos de Alemania.

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Después, Vanina aceptó las invitaciones de al-gunos ingleses muy buenos mozos y muy nobles,pero su porte tan estirado la fastidió.

Al parecer, la divertía más mortificar al jovenLivio Savelli, que parecía muy enamorado. Era eljoven más brillante de Roma y; además, también élera príncipe; pero, si le dieran a leer una novela, alas veinte páginas la tiraría diciendo que le daba do-lor de cabeza. Esto era para Vanina una desventaja.

A medianoche se difundió por el baile una noti-cia que suscitó bastante interés. Un joven carbo-narlo que estaba detenido en el fuerte deSant'Angelo acababa de fugarse, disfrazado, aquellanoche y, con un alarde de audacia romancesca, alllegar al último cuerpo de guardia de la prisión, ha-bía atacado a los soldados con un puñal; pero re-sultó herido, los esbirros le seguían por las callessiguiendo el rastro de su sangre y se esperaba que lecogerían.

Mientras contaban esta anécdota, don Livio Sa-velli, deslumbrado por las gracias y los triunfos deVanina, con la que acababa de bailar, le decía, alacompañarla a su sitio y casi loco de amor:

-Pero, por Dios, ¿quién puede conquistar suagrado?

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-Ese joven carbonarlo que acaba de fugarse -lecontestó Vanína-. Por lo menos, ése ha hecho algomás que tomarse el trabajo de nacer.

El príncipe don Asdrúbal se acercó a su hija. Esun hombre rico que lleva veinte arios sin hacercuentas con su administrador, el cual le presta suspropias rentas a un interés muy alto. Cualquiera quele encuentre en la calle le tomará por un viejo actor,sin observar que lleva en las manos cinco o seissortijas enormes con unos diamantes gordísimos.Sus dos hijos se hicieron jesuitas y luego murieronlocos. El padre los ha olvidado, pero le contraríamucho que su hija única, Vanina, no quiera casarse.Tiene ya diecinueve años y rechaza partidos brillan-tísimos. ¿Por qué razón? Por la misma que tuvo Silapara abdicar: su desprecio por los romanos.

Al día siguiente del baile, Vanina observó que supadre, el más negligente de los hombres y que jamásse había tomado el trabajo de coger una llave, cerra-ba con mucho cuidado la puerta de una pequeñaescalera que subía a unas habitaciones situadas en eltercer piso del palacio. Estas habitaciones teníanunas ventanas que daban a una terraza con naranjos.Vanina fue a hacer unas visitas en Roma; al volver acasa se encontró con que la puerta principal estaba

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interceptada por los preparativos de una ilumina-ción, y el coche entró por los patios de atrás. Vaninamiró hacia arriba y le extrañó que estuviera abiertauna de las ventanas del piso que con tanto cuidadohabía cerrado su padre. Se desprendió de su señorade compañía, subió a los desvanes del palacio y afuerza de buscar dio con una ventanita enrejada quedaba a la terraza de los naranjos. La ventana abiertaque le había llamado la atención estaba a dos pasos.No cabía duda: en aquella habitación había alguien,pero ¿quién? Al día siguiente, Vanina consiguió lallave de una pequeña puerta que daba a la terraza delos naranjos.

Se acercó callandito a la ventana, que seguíaabierta. Una persiana impedía que la vieran desdedentro. A1 fondo de la habitación había una cama yen la cama una persona. Su primera reacción fueretirarse, pero vio en una silla un vestido de mujer.Mirando mejor a la persona que estaba en la cama,observó que era rubia y parecía muy joven. Ya no lecabía duda de que era una mujer. El vestido queestaba en la silla tenía manchas de sangre, lo mismoque los zapatos de mujer que se veían sobre la mesa.La desconocida hizo un movimiento y Vanina sedio cuenta de que estaba herida. Le cubría el pecho

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una gran franja de tela manchada de sangre, y aque-lla franja estaba sólo atada con dos cintas; no era uncirujano quien así se la puso.

Vanina observó que todos los días, a eso de lascuatro, su padre se encerraba en sus habitaciones yen seguida subía a ver a la desconocida; luego baja-ba y se iba a casa de la condesa Vitteleschi. Nadamás salir él, Vanina subía a la pequeña terraza desdedonde podía ver a la desconocida. Su sensibilidadestaba muy interesada por aquella joven tan desgra-ciada; intentaba adivinar su aventura. El vestido en-sangrentado que estaba sobre la silla había sidoapuñalado varias veces. Vanina podía contar losdesgarrones. Un día vio mejor a la desconocida: te-nía los ojos, azules, fijos en el cielo: La joven prin-cesa tuvo que esforzarse mucho por no hablarle. Aldía siguiente, Vanina se atrevió a esconderse en lapequeña terraza antes de que llegara su padre. Vio adon Asdrúbal entrar en la habitación de la descono-cida. Llevaba una cestita con provisiones. El prínci-pe parecía preocupado y no dijo gran cosa. Además,hablaba tan bajo que, aunque la puertaventana esta-ba abierta, Vanina no pudo oír sus palabras. Elpríncipe se marchó en seguida.

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«Muy terrible tiene que ser lo que le pasa a estapobre mujer se -dijo Vanina-, para que mi padre,con su carácter tan despreocupado, no se fíe de na-die y se tome la molestia de subir todos los díasveinte escalones.»

Un día, Vanina acercó un poco la cabeza a laventana de la . desconocida, se encontraron sus mi-radas y se descubrió todo. Vanina cayó de rodillas yexclamó:

-La quiero; cuente conmigo.La desconocida le hizo seña de que entrara.-Le pido mil perdones -se disculpó Vanina-.

¡Qué ofensiva debe de parecerle mi curiosidad! Lejuro que guardaré el secreto y que, si me lo exige, novolveré más.

-¿Quién no se sentiría feliz por verla? -dijo ladesconocida-. ¿Vive usted en este palacio?

-¡Claro que sí! Pero veo que no me conoce: soyVanina, hija de don Asdrúbal.

La desconocida la miró con gesto de sorpresa,se sonrojó vivamente y añadió:

-Dígnese permitirme esperar que vendrá a ver-me todos los días; ahora bien, desearía que el prín-cipe no se enterase de sus visitas.

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A Vanina le palpitaba fuertemente el corazón.Las maneras de la desconocida le parecían suma-mente distinguidas. Sin duda aquella pobre mucha-cha había ofendido a algún hombre poderoso. ¿Nohabría matado a su amante en un arrebato de celos?Vanina no podía atribuir su desgracia a una causavulgar. La desconocida le dijo que había recibido enla espalda una herida que le había?,? llegado al pe-cho y le dolía mucho. A veces se le llenaba la bocade sangre.

-¡Y no tiene un cirujano!-Ya sabe usted que en Roma -dijo la desconoci-

da- los cirujanos tienen que dar parte a la policía detodas las heridas a que atienden. El príncipe se dig-nó vendarme las mías con este lienzo.

La desconocida evitaba con una naturalidad per-fecta compadecerse de su accidente; Vanina la que-ría ya con locura. Pero a la joven princesa le chocómucho una cosa: que en una conversación eviden-temente tan seria, a la desconocida le costara muchotrabajo contener unas ganas repentinas de reír.

-Me gustaría mucho -le dijo Vanina- saber sunombre.

-Me llamo Clementina.

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-Bueno, querida Clementina, mañana a las cincovendré a verla.

A1 día siguiente, Vanina encontró muy mal a sunueva amiga.

-Le voy a traer un cirujano -le dijo, besándola.-Prefiero morir -rechazó la desconocida-. ¿Có-

mo voy a comprometer a mis bienhechores?-El cirujano de monseñor Savelli Catanzara, go-

bernador de Roma, es hijo de un criado nuestro -replicó vivamente Vanina-. Nos es muy adicto y,por su posición, no teme a nadie. Mi padre no hacejusticia a su fidelidad. Voy a llamarle.

-No quiero ningún cirujano -exclamó la desco-nocida con una energía que sorprendió a Vanina-.Venga a verme, y si Dios ha de llamarse a él, morirédichosa en brazos de usted.

A1 día siguiente, la desconocida estaba peor.-Si me quiere -le dijo Vanina-, al marcharse, la

verá un cirujano.-Si viene, se acabó mi felicidad.-Voy a mandar a buscarle -insistió Vanina.La desconocida, sin decir nada, la detuvo, le co-

gió la mano y se la besó una y otra vez. Por fin lasoltó y, como quien va a la muerte, le dijo:

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-Tengo que hacerle una confesión. Anteayermentí diciéndole que me llamaba Clementina : soyun desventurado carbonario...

Vanina, estupefacta, retiró su silla y se levantó.-Bien me doy cuenta -prosiguió el carbonarlo-

de que esta confesión me va a hacer perder el únicobien que me une a la vida; pero engañarla es indignode mí. Me llamo Pedro Missirilli y tengo diecinueveaños. Mi padre es un pobre cirujano de Sant'Angeloin Vado y yo soy carbonarlo. Sorprendieron anuestra vendita y a mí me llevaron, encadenado, dela Romaña a Roma. Allí pasé trece meses en un ca-labozo alumbrado noche y día con una lamparilla. Aun alma caritativa se le ocurrió la idea de facilitarmela fuga. Me vistieron de mujer. Cuando salía de laprisión, al pasar por delante de los guardianes de laúltima puerta, uno de ellos se pino a echar pestes delos carbonarlos. Le di un bofetón. Le aseguro queno fue una fanfarronada tonta, sino simplemente undescuido. Después de esta imprudencia fue perse-guido de noche por las calles de Roma y herido abayonetazos. Perdiendo ya mucha sangre y casi sinfuerzas, subo a una casa que tenía la puerta abierta,oigo a los soldados subir detrás de mí, salto a un

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jardín y caigo a unos pasos de una mujer que estabapaseando...

-La condesa Vitteleschi, la amiga de mi padre -interrumpió Vanina.

-¡Cómo! ¿se lo ha dicho ella? -exclamó Missirilli.El caso es que esa señora, cuyo nombre no se debepronunciar jamás, me salvó la vida. Cuando los sol-dados entraban en su casa para cogerme, su padrede usted me hacía subir a su coche. Me siento muymal: desde hace días, este bayonetazo en la espaldano me. deja respirar. Voy a morir, y desesperadoporque ya no la veré más.

Vanina había escuchado con impaciencia. Saliórígidamente. Missirilli no encontró ninguna piedaden aquellos ojos, tan bellos: sólo la expresión de uncarácter altivo al que acababan de ofender.

Aquella noche apareció, solo, un cirujano.Missirilli estaba, en efecto, desesperado: tenía miedode no ver nunca más a Vanina. Hizo preguntas alcirujano, el cual se limitó a curarle sin contestar. Losdías siguientes, el mismo silencio. Pedro no aparta-ba los ojos de la ventana de la terraza por la queantes entraba Vanina. Se sentía muy desgraciado.Una vez, a medianoche, creyó divisar a alguien en lasombra de la terraza. ¿Sería Vanina?

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Vanina iba todas las noches a pegar la mejilla alos cristales ¡lela ventana del joven carbonarlo.

«Si le hablo -se decía-, estoy perdida. ¡No, nodebo verle nunca más!»

Tomada esta resolución, Vanina recordaba a supesar el afecto que le había tomado a aquel jovencuando, tan tontamente, les creía mujer. ¡De modoque después de una intimidad tan dulce tenía queolvidarle! En los momentos más razonables, seasustaba del cambio producido en sus ideas. Desdeque Missirilli había dicho su nombre, todas las cosasen las que Vanina estaba acostumbrada a pensarparecía que se habían cubierto de un velo y resulta-ban muy lejanas.

No había transcurrido una semana cuando Va-nina, pálida y trémula, entró con el cirujano en lahabitación del joven carbovario. Venía a decirle quehabía que convencer al príncipe de que se hiciesesustituir por un criado. No se quedó ni diez segun-dos; pero a los pocos días volvió otra vez con elcirujano, por humanidad. Una noche, aunque Missi-rilli estaba mucho mejor y Vanina no tenía ya elpretexto de temer por su vida, se atrevió a presen-tarse sola. A1 verla, Missirilli se sintió felicísimo,pero decidió ocultar su amor; ante codo, no quería

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apartarse de la dignidad que convenía a un hombre.A Vanina, que había entrado en la habitación muysonrojada y temiendo oír palabras de amor, la des-concertó la amistad noble y leal, pero muy pocotierna, con que la recibió Missirilli. Se marchó sinque él intentara retenerla.

Volvió a los pocos días. La misma conducta, lasmismas promesas de adhesión respetuosa y de agra-decimiento eterno. Vanina, muy lejos de tener queponer freno a las efusiones del joven carbonarlo, sepreguntó si era ella sola la enamorada. Aquella mu-chacha hasta entonces tan orgullosa se dio cuentaamargamente de toda la magnitud de su locura. Si-muló jovialidad y hasta frialdad, espació las visitas,pero no tuvo la fuerza de voluntad de dejar de ver aljoven enfermo.

Missirilli, abrasado de amor, pero pensando ensu origen oscuro y en su deber, se había prometidono descender a hablar de amor sino en el caso deque Vanina dejara pasar ocho días sin ir a verle. Elorgullo de la joven princesa combatió paso a paso.«Pues bien -acabó por decirse-, si le veo es por mí,porque me gusta hacerlo, y jamás le confesaré elamor que me inspira.» Hacía largas visitas a Missiri-lli, que le hablaba como hubiera podido hacerlo en

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presencia de veinte personas. Una noche, despuésde pasar el día odiándole y prometiéndose solem-nemente estar con él aún más fría y más severa quede costumbre, le dijo que le amaba. Al poco tiempoya no le quedó nada que negarle.

Gran locura la suya, pero hay que reconocer queVanina fue perfectamente feliz. Missirilli ya no pen-só en lo que él creía deber a su dignidad de hombre;amó como se ama por primera vez a los diecinueveaíro, y en Italia. Sintió todos los escrúpulos del amorpasión. Hasta el punto de confesar a aquella jovenprincesa tan orgullosa la política que había puestoen práctica para conquistar su amor. Estaba asom-brado de tanta felicidad. Pasaron volando cuatromeses. Un día el cirujano dio de alta a su paciente.«¿Qué voy a hacer ahora? -pensó Missirilli-, ¿per-manecer escondido en casa de una de las mujeresmás bellas de Romas? ¡Los infames tiranos, que metuvieron trece meses encarcelado sin dejarme ver laluz del día, creerán que me han desanimado! ¡Italia,muy desdichada eres, si tus hijos te abandonan portan poco!»

Vanina no pensaba ni por un momento que pa-ra Pietro hubiera en el mundo mayor felicidad quela de permanecer toda la vida unido a ella, Missirilli

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parecía muy dichoso, pero en su alma resonabaamargamente una frase del general Bonaparte queinfluía en toda su conducta ante las mujeres. En1796, cuando el general Bonaparte se fue de Bres-cia, las autoridades municipales que le acompañabanhasta la puerta de la ciudad le dijeron que los bres-cianos amaban la libertad más que todos los demásitalianos. «Sí -contestó Bonaparte-, aman1 hablar dela libertada sus amantes.»

Missirilli dijo a Vanina, con un aire bastantecortado:

-En cuanto anochezca, tengo que salir.-Ten mucho cuidado de volver al palacio antes

del amanecer; te esperaré.-A1 amanecer estaré a varias millas de Roma.-Muy bien -dijo Vanina fríamente-, y ¿adonde

irás?-A la Romaña, a vengarme.-Como yo soy rica -dijo Vanina en un tono muy

tranquilo-, espero que aceptarás de mí armas y dine-ro.

1 Para que esta frase no pierda su agudeza de réplica, hay quetraducirla al español con este galicismo de «amar» por «gus-tar». (N. De la T.)

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Missirilli la miró unos instantes sin pestañear;después, atrojándose en sus brazos:

-Alma de mi vida, me haces olvidarlo todo -ledijo-, hasta mi deber. Pero precisamente por :a no-bleza de tu corazón debes comprenderme mejorque nadie.

Vanina lloró mucho, y quedaron en que Missiri-lli tardaría dos días más en marcharse de Roma.

-Pedro -le dijo ella al día siguiente-, me has di-cho muchas veces que si alguna vez se comprometeAustria, lejos de nosotros, en alguna gran guerra, unhombre conocido, un príncipe romano, por ejem-plo, que dispusiera de mucho dinero, podría ayudarmuchísimo a la causa de la libertad.

-Desde luego -dijo Pedro, extrañado.-Pues bien, tú tienes valor; no te falta más que

una elevada posición: te ofrezco mi mano y dos-cientas mil libra de renta. Yo me encargo de obtenerel consentimiento de mi padre.

Pedro se arrojó a sus pies ; Vanina estaba ra-diante: de. gozo.

-Te amo con pasión -le dijo el carbonario- , pe-ro soy un pobre servidor de la patria, y cuanto másdesgraciada es Italia, más obligado estoy a serle fiel.Para obtener el consentimiento de don Asdrúbal,

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habría que desempeñar durante varios años un tristepapel. No te acepto, Vanina.

Missirilli se apresuró a comprometerse con estaspalabras. Ibaa faltarle el valor.

-Por mi desgracia –exclamó-, te amo más que ala vida, y dejar Roma es para mí el peor de los supli-cios. ¡Ah, si Italia se viera liberada de los bárbaros!¡Con qué alegría me embarcaría contigo para ir avivir en América!

Vanina estaba muy fría. Que Missirilli rechazarasu mano, fue sorprendente para su orgullo; pero enseguida se echó en brazos de Missirilli.

-Nunca me has parecido tan digno de amarte –exclamó-, sí, mi cirujanito de campaña: soy tuyapara siempre. Eres un gran hombre, como nuestrosantiguos romanos.

Todas las ideas sobre el futuro, todos los tristesconsejos de la cordura, desaparecieron, fue un mo-mento de amor perfecto.

Cuando pudieron volver a la razón, Vanina dijo:-Yo erraré en la Romaña casi tan pronto como

tú. Voy a hacer que me receten los baños de «LaPoretta». Pararé en el palacio que tenemos en SanNicolo, cerca de Forli...

-¡Pasaré allí mi vida contigo! -exclamó Missirilli.

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-Desde ahora mi destino es atreverme a todo -repuso Vanina, suspirando-. Me perderé por ti, perono importa... ¿Podrás amar tú a una muchachadeshonrada?

-¿No eres mi mujer -repuso Missirilli- , y unamujer adorada para siempre? Sabré amarte y prote-gerte.

Vanina no tenia más remedio que presentarseen sociedad. Apenas se separó de Missirilli, ésteempezó a pensar que su conducta era bárbara.

«¿Qué es la patria? -se dijo-. No es una personaa la que debemos gratitud por un bien que nos hahecho y que sea desgraciada y pueda maldecirnos sifaltamos a ese deber de gratitud. La patria y la li-bertad son como mi gabán, una cosa que me es útil,que tengo que comprar, verdad es, cuando no la heheredado de mi padre; después de todo, yo amo a lapatria y a la libertad porque estas dos cosas me sonútiles. Si no sé qué hacer con ellas, si son para mícomo un gabán en el mes de agosto, ¿por qué com-prarla, y a un precio enorme? ¡Vanina es tan bella!¡Tiene un talento tan singular! Procurarán conquis-tarla; me olvidará. ¿Qué mujer no ha tenido nuncamás que un amante? ¡Esos príncipes romanos a losque yo desprecio como ciudadanos tienen tantas

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ventajas sobre mí! ¡Deben de ser muy atractivos!¡Ah, si me voy, me olvida y la pierdo para siempre! »

A medianoche subió Vanina a verle. Pedro lecontó la incertidumbre en que había estado sumidoy la discusión a que había sometido, porque la ama-ba, a la gran palabra patria. Vanina era muy feliz.

«Si Pedro no tuviera más remedio que elegirentre la patria!"' y yo –pensaba-, tendría yo la prefe-rencia»

Dieron las tres en el reloj de la iglesia vecina;llegaba el momento de los íntimos adioses. Pedro sedesprendió con gran es? fuerzo de los brazos de suamiga. Estaba ya bajando la pequeña escalera, cuan-do Vanina, conteniendo las lágrimas, le dijo con unasonrisa

-Si te hubiera cuidado una pobre campesina,¿no harías nada por agradecimiento? ¿No procura-rías pagarla? El porvenir es inseguro vas a viajar enmedio de tus enemigos: dame tres días de agradeci-miento, como si yo fuera una pobre mujer y en pa-go del mis cuidados.

Missirilli se quedó. Por fin se fue de Roma.Gracias a un pasaporte comprado de una embajadaextranjera, llegó a casa de su familia. Fue una granalegría: le creían muerto. Sus amigos quisieron cele-

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brar la bienvenida matando a uno o dos carabineros(así se llaman los guardias en los estados del papa).

-No debemos matar sin necesidad a un italianoque sabe manejar las armas -dijo Missirilli-; nuestrapatria no es una isla, como la venturosa Inglaterra:nosotros carecemos de soldados para resistir la in-tervención de los reyes de Europa.

A1 poco tiempo, Missirilli, seguido de cerca porlos carabineros, mató a dos con las pistolas que lehabía dado Vanina. Pusieron su cabeza a precio.

Vanina no aparecía en la Romaña y Missirilli secreyó olvidado. Su vanidad se sintió ofendida; em-pezó a pensar mucho en la diferencia de rango quele separaba de su amante. En un momento de debi-lidad amorosa y de añoranza de la felicidad pasada,le pasó por la mente la idea de volver a Roma a verqué hacía Vanina. Esta insensata ocurrencia iba ya aimponerse a lo que él creía su deber, cuando unanoche la campana de una iglesia de la montaña tocóel Angelus de una manera especial, como si el cam-panero se hubiera distraído. Era una señal de reu-nión para la vendita de carbonarios a la que se habíaafiliado Missirilli al llegar a la Romaña. Aquellamisma noche se encontraron todos en cierta ermitade los bosques. Los dos ermitaños, adormilados por

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el opio, no se dieron cuenta en absoluto del uso quese hacía de su pequeño edificio. Missirilli, que llegómuy triste, se enteró de que habían detenido al jefede la vendita y a él, un joven de apenas veinte años,le iban a elegir jefe de una vendita en la que habíahombres de más de cincuenta y que estaban en lasconspiraciones desde la expedición de Murat en1815. A1 recibir este honor inesperado, a Pedro lepalpitó con fuerza el corazón. Cuando se quedósolo, decidió no pensar más en la joven romana quele había olvidado y consagrar todos sus pensa-mientos al deber de «liberar a palia de los bárba-ros»2.

Dos días después Missirilli vio, en el informe delas llegadas y las salidas que, como jefe de vendita, leenviaban, que la princesa Vanina acababa de llegar asu palacio de San Nicolo. La lectura de este nombrele produjo más perturbación que alegría. En vanocreyó asegurar su fidelidad a la patria imponiéndosela resolución de no volar aquella misma noche alpalacio de San Nicolo. Pero la imagen de Vanina,que él desdeñaba, le impidió cumplir sus deberes de

2 Liberar l'Itulia de' barbari, frase de Petrarca en 1350, repe-tida después por Julio II, por Maquiavelo y por el condeAlfieri. (N. del A.)

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una manera razonable. La vio al día siguiente; Vani-na le amaba como en Roma. Su padre, que queríacasarla, había retrasado su marcha. Traía dos milcequíes. Esta ayuda imprevista sirvió maravillosa-mente para acreditara Missirilli en su nueva digni-dad. Hicieron fabricar puñales en Corfú; compraronal secretario del legado, encargado de perseguir a loscarbonarlos. Con esto consiguieron la lista de loscuras que servían de espías al gobierno.

En esa época acabó de organizarse una de lasconspiraciones menos insensatas que se habían in-tentado en la infortunada Italia. No voy a entraraquí en detalles fuera de lugar. Me limitaré a decirque, si la empresa hubiera sido coronada por eléxito, a Missirilli le habría correspondido buenaparte de la gloria. Por él se habrían levantado milesde insurrectos a una señal dada y habrían esperadoen arma; la llegada de los jefes superiores. Se acer-caba el momento decisivo, cuando, como siempreocurre, la conspiración quedó paralizada por elarresto de los jefes.

Vanina, apena:, llegada a Romaña, creyó ver queel amor a la pauta haría olvidar a su amante todootro amor. El orgullo de la joven romana se soli-viantó. Intentó inútilmente entrar en razón; se apo-

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deró de ella una honda pena: se sorprendió maldi-ciendo la libertad. Un día en que había ido a Forlipara vera Missirilli, no pudo dominar su dolor, alque hasta entonces había sabido imponerse su or-gullo.

-En realidad -le dijo-, me amas como un mari-do; eso no me satisface.

Y lloró, pero de vergüenza por haberse rebajadohasta los reproches. Missirilli respondió a sus lágri-mas como un hombre preocupado. De pronto Va-nina pensó dejarle y volverse a Roma. Sintió unaalegría feroz en castigarse por la debilidad que aca-baba de obligarla a hablar. A1 cabo de unos mo-mentos de silencio, estaba tomada su resolución: secreería indigna de Missirilli sino le dejaba. Gozabaya de la dolorosa sorpresa de Pedro cuando la bus-cara en vano cerca de él. En seguida, la idea de nohaber podido lograr el amor del hombre por el quetantas locuras había hecho la enterneció profunda-mente. Entonces rompió el silencio e hizo lo impo-sible por arrancarle una palabra de amor. Missirilli ledijo, con aire distraído, cosas muy tiernas, pero, conun acento mucho más profundo, exclamó con do-lor, hablando de sus empresas políticas:

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-¡Ah!, si esto fracasa, si el gobierno lo descubretambién, abandono la partida.

Vanina ,e quedó petrificada. Desde hacía unahora, sentía que veía a su amante por última vez.Las palabras que Missirilli pronunció proyectaronen su mente una luz fatal. Se dijo: «Los carbonarioshan recibido de mí varios miles de cequíes; no sepuede dudar de mi fidelidad a la conspiración.»

Vanina sólo salió de su abstracción para decir aPedro:

-¿Quieres venir a pasar veinticuatro horas con-migo en el palacio de San Nicolo? Vuestra reuniónde esta noche no necesita tu presencia. Mañana porla mañana podremos pasear en San Nicolo ; estocalmará tu excitación y te devolverá la serenidad quenecesitas en estas grandes circunstancias.

Pedro accedió. Vanina le dejó para los prepara-tivos del viaje, cerrando con llave como de costum-bre, la pequeña habitación donde le habíaescondido.

Fue a cana de una doncella saya que la habíadejado para casarse y tomar un pequeño comercioen Forli. A1 llegar a casa de esta mujer, escribióapresuradamente, en el margen de un devocionarioque encontró en su cuarto, la indicación exacta del

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lugar donde iba a reunirse aquella misma noche lavendita de los carbonarlos. Terminó su denunciacon estas palabras: «Esta vendita está formada pordiecinueve miembros; he aquí sus nombres y susdirecciones.» Después de escribir esta lista, muyexacta, aparte de omitir el nombre de Missirilli, dijoa la mujer, de la que estaba segura:

-Lleva este libro al cardenal legado; que lea loque está escrito y te devuelva el libro. Aquí tienesdiez cequíes ; si el legado llega un día a pronunciartu nombre, tu muerte es segura; pero si haces leer allegado la página que acabo de escribir, me salvas lavida.

Todo salió como una seda. El miedo del legadohizo que no se condijera como un gran señor. Per-mitió a la mujer del pueblo que solicitaba hablarlepresentarse ante él con un antifaz, pero a condiciónde que tuviera las manos atadas. Así fue introducidala tendera ante el gran personaje, al que encontróatrincherado detrás de una inmensa mesa cubiertacon un tapete verde.

El legado leyó la página del libro de horas sos-teniéndolo muy lejos de él, por miedo a un venenosutil. Se lo devolvió a la tendera y no mandó que lasiguieran. Menos de cuarenta minutos después de

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separarse de su amante, Vanina, que había vistovolver a su antigua doncella, estaba de nuevo conMissirilli, creyendo que ya sería siempre suyo. Ledijo que había un movimiento extraordinario en laciudad; se veían patrullas de carabineros en callesadonde no iban jamás.

-Si quieres hacerme caso añadió-, nos iremosahora mismo a San Nicolo.

Missirilli accedió. Fueron a pie hasta el coche dela joven princesa, que esperaba a media legua de laciudad con la señora de compañía.

A1 llegar al palacio de San Nicolo, Vanina,preocupada por lo que había hecho, estuvo más ca-riñosa que nunca con su amante. Pero le parecíaque, al hablarle de amor, estaba representando unacomedia. La víspera, cuando le estaba traicionando,había olvidado los remordimientos. Ahora, mientrasle estrechaba entre sus brazos, se decía: «Le puedendecir cierta palabra, y una vez pronunciada esa pala-bra sentirá por mí un horror instantáneo y eterno.»

A medianoche entró bruscamente en la habita-ción de Vanina uno de sus criados. Este hombre eracarbonario, pero ella no lo sabía. De modo queMissirilli tenía secretos para ella, hasta en estos de-talles. Vanina se estremeció. Aquel hombre venía a

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avisar a Missirilli de que aquella noche habían sidocopados en Forli y detenidos diecinueve carbonar-los que volvían de la vendita. Aunque los cogieronde improviso, escaparon nueve. Los carabineroslograron llevar diez a la prisión de la ciudadela. A1entrar, uno de ellos se arrojó a un pozo muy pro-fundo y se mató. Vanina perdió el dominio de símisma; afortunadamente, Pedro no lo notó: habríapodido leer la infamia en sus ojos.

-En este momento -añadió el criado-, la guarni-ción de Forlì forma una fila en todas las calles. Lossoldados están tan cerca uno de otro, que puedenhablarse. Los habitantes sólo pueden atravesar lacalle por el lugar en que está un oficial.

Cuando salió este hombre, sólo un instantepermaneció Pedro pensativo.

-Por el momento, no hay nada que hacer -dijopor fin.

Vanina estaba moribunda; temblaba bajo la mi-rada de su amante.

-Pero ¿qué te pasa? -le preguntó él.En seguida pensó en otra cosa y dejó de mirarla:

A la mitad del día, Vanina se arriesgó a decirle:-Otra vendita descubierta; creo que ahora esta-

rás tranquilo por algún tiempo.

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-Muy tranquilo -contestó Missirilli, con una son-risa que lahizo estremecerse.

Vanina fue a hacer una visita indispensable alcura del pueblo San Nicolo, acaso espía de los je-suitas. A1 volver a comer, a las siete, encontró de-sierta la pequeña habitación donde se escondía suamante. Fuera de sí, corrió a buscarle por toda lacasa. No estaba. Desesperada, volvió a la pequeñahabitación y sólo entonces pudo ver una esquela, enla que leyó:

Me voy a entregar preso al legado; desespero de nuestracauta; el cielo está contra nosotros ¿Quién nos ha traiciona-do? Al parecer, el miserable que re arrojó al pozo. Puesto quemi vida es inútil a la pobre Italia, no quiero que mis compa-ñeros, al ver que .soy el único al que no han detenido, puedanfigurarse que los he vendido. ¡Adiós! Si me amar, piensa envengarme. Busca, aniquila al infame que nos ha traicionado,aunque fuera mi padre.

Vanina, medio desvanecida y sumida en el másespantoso dolor, se dejó caer en una silla. No podíadecir palabra; tenía los ojos secos y le ardían.

Por fin cayó de rodillas exclamando:

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-¡Santo Dios!, recibe mi promesa; sí, castigaré alinfame que ha traicionado, pero antes hay que po-ner en libertad a Pedro.

Pasada una hora, estaba en camino hacia Roma.Hacía tiempo que su padre la instaba a que volviera.En su ausencia había arreglado su boda con el prín-cipe Livio Savelli. Nada más llegar, don Asdrúbal lehabló, temblando, de esta boda. Con gran asombrosuyo, Vanina consintió desde las primeras palabras.Aquella misma noche, en casa de la condesa Vitte-leschi, su padre le presentó casi oficialmente a donLivio. Vanina habló mucho con él. Era el joven máselegante y el que tenía los mejores caballos; pero, sibien pasaba por ser muy inteligente, su carácter te-nía tal fama de ligereza, que no era en absoluto sos-pechoso para el gobierno. Vanina pensó que,empezando por enamorarle, podría hacer de él unagente cómodo. Como era sobrino de monseñorSavelli-Catanzara, gobernador de Roma y ministrode la policía, suponía que los espías no se atreveríana seguirle.

Después de tratar muy bien al gentil don Liviodurante unos días, Vanina le dijo que no sería nuncasu esposo: a su entender, tenía la cabeza demasiadoligera.

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-Si no fuera usted un niño -le dijo-, los emplea-dos de su tío no tendrían secretos para usted. Porejemplo, ¿qué van a hacer con los carbonarios des-cubiertos hace poco en Forli?

A los dos días, don Livio fue a decirle que todoslos carbonarlos detenidos en Forli se habían esca-pado. Vanina clavó en él sus grandes ojos negroscon la amarga sonrisa del más profundo desprecio yno se dignó hablarle en toda la noche. A los dosdías, don Livio fue a confesarle, sonrojándose, quele habían engañado:

-Pero -le dijo- me hice con una llave del despa-cho de mi tío, por los papeles que encontré allí, mehe enterado de que una congregación (o comisión),compuesta por los cardenales y los prelados másimportantes, se reúnen en el mayor secreto para de-liberar sobre la cuestión de saber si conviene juzgara esos carbonarios en Ravena o en Roma. Los nue-ve carbonarlos cogidos en Forli, y su jefe, un talMissirilli, que cometió la tontería de entregarse, es-tán en este momento detenidos en el castillo de SanLeo3.

3 Cerca de Rimini, en la Romaña. En este castillo pereció elfamoso Cagliostro; en el país se dice que fue estrangulado.(N. del A.)

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A esta .palabra «tontería», respondió Vanina pe-llizcando contodas sus fuerzas al príncipe.

-Quiero ver yo misma los papeles oficiales -ledijo- y entrar con usted en el gabinete de su tío; ha-brá leído mal.

Al oír estas palabras, don Livio se estremeció:Vanina le pedía una cosa casi imposible; pero el ge-nio singularísimo de aquella muchacha encendía suamor. A los pocos días, Vanina, disfrazada de hom-bre y con un pequeño uniforme que llevaba la libreade la casa Savelli, pudo pasar media hora en mediode los papeles más secretos del ministró de la poli-cía. Sintió una viva alegría cuando descubrió el in-forme diario del «detenido Pedro Missirilli». Letemblaban las manos sosteniendo este papel. Estu-vo a punto de desmayarse al releer aquel nombre.A1 salir del palacio del gobernador de Roma, Vani-na permitió a don Livio que la besara.

-Se desempeña usted bien -le dijo- en las prue-bas a que quiero someterle.

Después de palabras tales, el joven príncipe hu-biera sido capaz de prender fuego al Vaticano pordar gusto a Vanina. Aquella noche había un baile enla embajada de Francia. Vanina bailó mucho y casi

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todo el tiempo con él. Don Livio estaba loco dealegría;había que impedirle reflexionar.

-A veces mi padre hace cosas raras -le dijo undía Vanina-. Esta mañana ha despedido a dos em-pleados suyos, que vinieron luego a llorarme. Unode ellos me pidió que le colocara en casa de su tíode usted, el gobernador de Roma, y el otro, que hasido soldado de artillería con los franceses, quisieraentrar de empleado en el castillo de Sant'Angelo.

-Los tomo a ambos a mi servicio -dijo viva-mente el joven príncipe.

-¿Es eso lo que le pido? -replicó altanera Vani-na-. Le repito textualmente el ruego de esos pobreshombres; tienen que conseguir lo que han pedido yno otra cosa.

Era dificilísimo. Monseñor Catanzara no teníanada de ligero y sólo admitía en su casa a personasque él conociera bien. Vanina, reconcomida de re-mordimientos en medio de una vida colmada, enapariencia, de todos los placeres, era muy desgracia-da. La lentitud de los acontecimientos la mataba. Eladministrador de su padre le había procurado dine-ro. ¿Debía escapar de la casa paterna e ira la Roma-ña para procurar la evasión de su amante? Por muydisparatada que fuera esta idea, Vanina estaba a

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punto de ponerla en práctica, cuando el azar seapiadó de ella.

Don Livio le dijo:-Los diez carbonarios de la vendita Missirilli van

a ser trasladados a Roma, a no ser que los ejecutenen la Romaña después de la condena. Esto es lo quemi tío acaba de conseguir del papa esta misma no-che. Es un secreto que sólo usted y yo conocemosen toda Roma. ¿Está contenta?

-Se est usted haciendo un hombre -contestóVanina-; regáleme su retrato.

La víspera del día en que Missírilli tenía que lle-gar a Roma, Vanina inventó un pretexto para iraCittá-Castellana. En la cárcel de esta ciudad pasan lanoche los carbonarlos que trasladan de la Romaña aRoma. Vio a Missirilli cuando, por la mañana, salíade la cárcel: iba encadenado solo en un carro; le pa-reció muy pálido, pero nada desalentado. Una viejale echó un ramillete de violetas, que Missirilli agra-deció con una sonrisa.

Vanina había visto a su amante. Fue como sitodos sus pensamientos se hubieran renovado; sesintió con un valor nuevo. Tiempo atrás había con-seguido un, ascenso para el señor cura Cari, capellándel castillo de Sant'Angelo, donde iban a encerrar a

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su amante; había tomado como confesor a estebuen sacerdote. No es poca cosa, en Roma, ser con-fesor de una princesa y sobrina del gobernador.

El proceso de los carbonarlos de Forli no fuelargo. El partido «ultra», para vengarse de no haberpodido impedir que llegaran a Roma, hizo que lacomisión que tenía que juzgarlos estuviera formadapor los prelados más ambiciosos. La presidió el mi-nistro de la policía.

La ley contra los carbonarlos era clara: los deForli no podían abrigar ninguna esperanza, pero nopor eso dejaron de defender su vida con todos lossubterfugios posibles. Sus jueces no sólo los conde-naron a muerte, sino que varios de ellos propusie-ron suplicios atroces: la mano cortada, etc. Elministro de la policía, que ya había hecho su cartera(pues del puesto que ocupaba se pasa al capelo), notenía ninguna necesidad de la mano cortada: al lle-var la sentencia al papa, hizo conmutar por variosaños de prisión la pena de todos los condenados.E1 único exceptuado fue Pedro Missirilli. El minis-tro veía en este joven un fanático peligroso, y ade-más había sido también condenado a muerte comoculpable de haber dado muerte a los dos carabine-ros de que hemos hablado. Vanina se enteró de la

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sentencia y de la condena a los pocos momentos devolver el ministro de ver al papa.

A1 día siguiente, monseñor Catanzara volvió asu palacio a medianoche y no encontró a su ayudade cámara; el ministro, extrañado, llamó varias ve-ces; por fin apareció un viejo criado imbécil; el mi-nistro, furioso, decidió desnudarse él mismo. Cerróla puerta con llave; hacía mucho calor; cogió su há-bito, lo enrolló y lo tiró hacia una silla. El hábito,lanzado con demasiada fuerza, pasó por encima dela silla, pegó contra la cortina de muselina de laventana y dibujó la forma de un hombre. El minis-tro se precipitó hacia la cama y cogió una pistola. Alvolver a la ventana, se acercó a él, pistola en mano,un hombre muy joven que vestía la librea de la casa.El ministro apuntó; iba a disparar. El joven le dijoriendo:

-¡Vamos!, ¿no reconoce monseñor a VaninaVanini?

-¿Qué significa esta pesada broma? -replicó fu-ribundo el ministro.

-Hablemos con calma -dijo Vanina-. En primerlugar, su pistola no está cargada.

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El ministro, atónito, comprobó el hecho; des-pués sacó un puñal del bolsillo de su chaleco4.

Vanina le dijo, con un encantador airecillo deautoridad:

-Sentémonos, monseñor.Y se sentó tranquilamente en un canapé._Al menos, ¿está usted sola? - preguntó el mi-

nistro.-¡Completamente sola, se lo juro! -exclamó Va-

nina.El ministro se cuidó de comprobarlo: recorrió la

habitación y miró en todas partes, hecho lo cual sesentó en una silla a tres pasos de Vanina.

-¿Qué interés iba a tener yo -dijo Vanina en untono dulce y tranquilo- en atentar contra los días deun hombre moderado y que probablemente sería 4 Seguramente un prelado romano no podría mandar conbravura un cuerpo de ejército, como le ocurrió varias veces aun general de división que gira ministro de la policía en Paríscuando el asunto de Mallet Pero nunca se dejaría detener ensu casa así como así. Temería demasiado las burlas de suscolegas. Un romano que .e sabe odiado no deja nunca de irbien armado. No hemos creído necesario justificar otrasvarias pequeñas diferencias entre las maneras de obrar y dehablar de París y las de Roma. Lejos de atenuar estas dife-rencias, hemos creído que debíamos escribirlas resuelta-mente. Los romanos que pintamos no tienen el honor de serfranceses. (N. del A.)

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sustituido por algún otro, débil y exaltado, capaz delabrar su propia perdición y la ajena?

-Bueno, ¿qué es lo que usted quiere, señorita? -dijo el ministro, con enfado-. Esta escena no megusta nada y no se debe prolongar.

-Lo que voy a añadir -replicó Vanina, con alta-nería y olvidando de pronto su tono amable- im-porta a monseñor más que a mí. Se desea que sesalve la vida del carbonario Missirilli: si es ejecutado,monseñor no le sobrevivirá una semana. Yo no ten-go ningún interés en todo esto; la locura de que sequeja monseñor la he hecho, en primer lugar, pordivertirme y, después, por servir a una amiga mía.He querido -continuó Vanina, volviendo al tonoamable-, he querido servir a un hombre inteligenteque pronto será mi tío y que, según todas las apa-riencias, llevará muy lejos la fortuna de su casa.

El ministro se apeó de su enfado: seguramentela belleza de Vanina contribuye a este cambio súbi-to. Era conocida en Roma la inclinación de monse-ñor Catanzara a las mujeres bonitas, y Vanina, consu disfraz de lacayo de la casa Savelli, sus medias deseda bien ceñidas, su casaca roja y su pequeño uni-forme azul celeste con galones de plata, y con lapistola en la mano, estaba seductora.

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-Mi futura sobrina -dijo el ministro, casi riendo-está cometiendo una gran locura, y no será la última.

-Espero que un personaje tan sensato -respondió Vanina- me guardará el secreto, sobretodo con don Livio; y para obligarle a ello, queridotío, si me concede la vida del protegido de mi amiga,le daré un beso.

En ese tono de la conversación, medio en bro-ma, con el que las damas romanas saben tratar losmás importantes asuntos, Vanina llegó a dar, a unaentrevista iniciada pistola en mano, el cariz de unavisita hecha por la joven, princesa Savelli a su tío elgobernador de Roma.

Monseñor Catanzara, sin dejar de rechazar conaltivez la idea de dejarse dominar por el miedo, notardó en contar a su sobrina todas las dificultadesque encontraría para salvar la vida de Missirilli. Elministro se paseaba por la estancia discutiendo conVanina; cogió una botella de limonada que estabasobre la chimenea y llenó un vaso de cristal. En elmomento de llevárselo a los labios, Vanina se loquitó y, después de tenerlo un momento en la ma-no, lo dejó caer al jardín como por descuido. Pocodespués el ministro cogió una pastilla de chocolate

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de una bombonera; Vanina se la quitó y le dijo rien-do

-Cuidado, en su casa está todo envenenado,pues querían su muerte. Soy yo quien ha obtenidogracia para mi futuro tío, por no entrar en la familiaSavelli con las manos del todo vacías.

Monseñor Catanzara, muy impresionado, dio asu sobrina la, gracias y manifestó grandes esperan-zas por la vida de Missirilli.

-¡Trato hecho! -exclamó Vanina-; y la pruebaestá en esta recompensa -añadió besándole.

El ministro tomó la recompensa.-Ha de saber, mi querida Vanina, que a mí no

me gusta la sangre. Además, todavía soy joven, aun-que quizá a usted le parezca muy viejo, y puedo vi-vir en una época en que la sangre derramada hoyserá una mancha.

Daban las dos cuando monseñor Catanzaraacompañó a Vanina, hasta la puerta pequeña de sujardín.

Un par de días después, cuando el ministro sepresentó ante el papa, bastante preocupado por lagestión que tenía que hacer, su santidad le dijo:

-Ante todo, tengo que pediros una gracia. Siguecondenado a muerte uno de los carbonarios de For-

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li; esta idea no me deja dormir: hay que salvar a esehombre.

El ministro, viendo que el papa había tomadosu propio partido, hizo muchas objeciones y acabópor escribir un decreto o motu proprio; el papa,contra la costumbre, lo firmó.

Vanina había pensado que quizá consiguiera elindulto de su,, amante, pero que intentarían enve-nenarle.

Ya la víspera, Missirilli había recibido del señorcura Cari, sur confesor, unos paquetes de galletas,con el aviso de no tocar los alimentos procedentesdel Estado.

Vanina ,upo después que iban a trasladar al cas-tillo de San Leo a los carbonarlos de Forli, y decidióque intentaría ver a Missirilli cuando pasara por Ci-ttà-Castellana; llegó a esta ciudad veinticuatro horasantes que los presos y en ella encontró al clérigoCari, que la había precedido en varios días.

Había conseguido del carcelero que Missirillipudiera oír misa a medianoche en la capilla de laprisión.

Hicieron más: si Missirilli accedía a que le atasenlos brazos y las piernas con una cadena, el carcelerose retiraría hacia la puerta de la capilla, de manera

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que pudiese seguir viendo al prisionero, del que eraresponsable, pero no oír lo que dijera.

Llegó por fin el día en que iba a decidirse lasuerte de Vanina. Muy de mariana se encerró en lacapilla de la prisión. ¿Quién podría decir los pensa-mientos que la agitaron durante todo aquel largodía? ¿La amaba Missirilli lo suficiente para perdo-narla? Había denunciado a su vendita, pero le habíasalvado a él la vida. Vanina esperaba que, cuando larazón se impusiera en aquella alma atormentada,Missirilli accedería a marcharse de Italia con ella: sihabía pecado, era por exceso de amor. A eso de lascuatro oyó lejos los pasos de los caballos de los ca-rabineros sobre el pavimento. Cada uno de aquellospasos parecía repercutirle en él corazón. No tardoen distinguir el rodar de los carros en que traslada-ban a los presos. Se detuvieron en la explanada quedaba acceso a la prisión. Vanina vio cómo dos cara-bineros levantaban a Missirilli, que iba solo en uncarro y tan cargado de cadenas que no podía mo-verse. «Por lo menos -se dijo, con lágrimas en losojos-, todavía no le han envenenado.» La noche fueterrible; sólo la lámpara del altar, muy alta y en laque el carcelero economizaba el aceite, alumbrabaaquella oscura capilla. Las miradas de Vanina erra-

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ban sobre las tumbas de los grandes señores de laEdad Media muertos en la prisión contigua. Sus es-tatuas tenían una traza feroz.

Hacía tiempo que había cesado todo ruido. Va-nina estaba absorta en sus negros pensamientos.Poco después de dar las doce creyó oír un ligerorumor, algo así como el vuelo de un murciélago.Echó a andar y cayó medio desvanecida sobre labalaustrada del altar. Instantáneamente surgieron asu lado dos fantasmas, sin que. ella los hubiera oídollegar. Eran el carcelero y Missirilli, cargado de ca-denas, hasta el punto de que parecía como fajado.El carcelero abrió un farol y lo puso sobre la ba-laustrada del altar, junto a Vanina, para que pudieraver bien a su preso. Luego se retiró al fondo, junto ala puerta. Apenas se hubo alejado el carcelero, Va-nina se precipitó al cuello de Missirilli. A1 estre-charle entre sus brazos, no sintió más que suscadenas frías y lacerantes. «¿Quién le ha puesto estascadenas?», pensó. No sintió ningún placer besandoa su amante. A este dolor siguió otro más terrible:hubo un momento en que creyó que Missirilli sabíasu traición, tan fríamente la recibía.

-Querida amiga -le dijo por fin-,lamento el amorque me tomó; en vano busco el mérito que pudo

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inspirárselo. Volvamos, créame, a sentimientos máscristianos; olvidemos las ilusiones que nos extravia-ron: yo no puedo ser suyo. Quizás la mala suerteque ha acompañado siempre a mis acciones se debea que siempre estuve en pecado mortal. Aun sinatender más que a los consejos de la prudencia hu-mana, ¿por qué no fui detenido con mis amigos lafatal noche de Forlì? ¿Por qué no estaba en mipuesto en el momento de peligro? ¿Por qué mi au-sencia pudo justificar las sospechas más terribles?Tenía otra pasión que no era la de la libertad de Ita-lia.

Vanina no volvía de la sorpresa que le causabael cambio de Missirilli. Sin haber enflaquecido mu-cho, parecía un hombre de treinta años. Vaninaatribuyó este cambio a los malos tratos que habíasufrido en la prisión y se echó a llorar.

-¡Ah! -le dijo-, los carceleros habían prometidotanto que te tratarían bien...

El hecho es que, al acercarse la muerte, habíanresurgido en el corazón del carbonario todos losprincipios religiosos que podían ser compatibles conla pasión por la libertad. Vanina se fue dando cuen-ca poco a poco de que el impresionante cambio queobservaba en su amante era enteramente moral, y

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en modo alguno consecuencia de malos tratos físi-cos. Su dolor, que ella creyera insuperable, aumentómás aún.

Missirilli callaba. Vanina seguía llorando amar-gamente. El preso añadió, también un poco emo-cionado:

-Si yo amara algo en el mundo, sería a usted,Vanina; pero, gracias a Dios, ya no tengo más queuna finalidad en la vida: moriré encarcelado o in-tentando dar la libertad a Italia.

Otro silencio; evidentemente, Vanina no podíahablar: en vano lo intentaba. Missirilli añadió:

-El deber es cruel, amiga mía; pero, si no costaraun poco cumplirlo, ¿dónde estaría el heroísmo?Prométame que nunca más intentará verme.

Hasta donde se lo permitía la cadena, bastanteapretada, hizo un pequeño movimiento de muñecay tendió los dedos a Vanina.

-Si permite que le dé un consejo un hombre alque quiso, cásese juiciosamente con el hombre demérito que su padre le destina. No le haga ningunaconfidencia enojosa, pero, por otra parte, no intentenunca más volver a verme; en lo sucesivo debemosser extraños el uno para el otro. Adelantó usted unacantidad importante para el servicio de la patria; si

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algún día la patria se ve libre de sus tiranos, esa can-tidad le será fielmente devuelta en bienes naciona-les.

Vanina estaba aterrada. Mientras Pedro le ha-blaba, sólo una vez le habían brillado los ojos: en elmomento de nombrar la patria.

Por fin vino el orgullo en ayuda a la joven prin-cesa. Se había provisto de diamantes y unas peque-ñas limas. Sin contestara Missirilli, se lo ofreció.

-Acepto por deber -dijo él-, pues debo intentarescaparme; pero nunca volveré a verla, lo juro antesus nuevos beneficios. ¡Adiós, Vanina! Prométameno escribirme jamás, no intentar nunca verme; dé-jeme todo entero para la patria; he muerto para us-ted. ¡Adiós!

-¡No! -replicó Vanina, furiosa-, quiero que sepaslo que he hecho llevada por el amor que te tenía.

Y le contó todos sus pasos desde el momentoen que salió del palacio de San Nicolo para ir al dellegado. Terminado este relato, añadió:

-Y esto no es nada: por amor a ti, hice más.Le contó su traición.-¡Ah, monstruo! -exclamó entonces Pedro, furi-

bundo, arrojándose sobre ella e intentando matarlacon sus cadenas.

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Lo habría conseguido a no ser porque, a losprimeros gritos, acudió el carcelero. Sujetó a Missi-rilli.

-¡Toma, monstruo, no quiero deberte nada! -clamó Missirilli a Vanina, tirándole, hasta donde selo permitían sus cadenas, las limas y los diamantes.Y se alejó rápidamente.

Vanina quedó aniquilada. Volvió a Roma. El pe-riódico publica que acaba de casarse con el príncipedon Livio Savelli.