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Eduardo Casar El presente texto es una versión resumida de la charla ¿Para qué sirve la literatura?, impartida por el autor durante la Feria Regional del Libro “Veracruz 2012” el pasado 21 de septiembre en el Recinto Sede del Instituto Veracruzano de la Cultura.

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Eduardo Casar

El presente texto es una versión resumida de la charla ¿Para qué sirve la literatura?, impartida por el autor durante la Feria Regional del Libro “Veracruz 2012” el pasado 21 de septiembre en el Recinto Sede del Instituto Veracruzano de la Cultura.

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Cuando hablamos

de literatura

Yo empecé a leer gracias a mi tío Alfredo, que era un gran lector de las novelas de Alejandro Dumas; comencé leyendo esos libros y desde el principio la lectura tuvo en mí el efecto de hacerme imitar a los personajes que aparecían en las obras literarias; después de Los tres mosqueteros anduve con una capa de Atos durante varios meses; con El conde de Montecristo me encerwré en un clóset como por cuatro horas, lo más que aguanté, me hice el muerto y luego tomé venganza de mí mismo. Pero mi gran experiencia de lector se remonta a Rayuela. Lo que pasó cuando me prestaron esa novela fue un efecto curioso que tiene que ver con la índole del lenguaje. El protagonista de Rayuela, Horacio Oliveira, anda por todos lados y va redactando lo que ve, va

pensando todo el tiempo en un monólogo incesante. Yo lo leía de manera compulsiva hasta que me dio por hablar solo. Fue así como me di cuenta de algo que parecía una obviedad, pero que para mí fue una sorpresa: el hecho de que yo pensaba con palabras y que éstas producían en mí descubrimientos, sensaciones y emotividades. Comencé a explorar ese hallazgo y fue por eso que me cambié a estudiar Letras: porque me di cuenta de que ésa había sido la experiencia más impresionante, más intensa, que había tenido, y quise dedicarme a este tipo de experiencias. La primera vez que leí Rayuela, me la había prestado una amiga de la que yo estaba enamorado. Yo leía y no entendía nada, pero ni modo que le

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devolviera el libro así sin más; no iba a salir con mi batea de babas y decirle que no entendí, por la sencilla razón de que hubiera perdido puntos en mis desarrollos emotivos. Entonces me esforcé; me empeñé en entender. Me apoyé en el Pequeño Larousse Ilustrado, que para mí es el Gran Larousse Ilustrado, donde buscaba la información que hubiera sobre los autores que aparecían citados en Rayuela, que así se convirtió también en una guía de lectura y sobre todo en una muestra de que el lenguaje operaba algo en mí.

Y esto último es lo que quiero enfatizar con la charla de hoy: cuando hablamos de literatura, no se trata de que los escritores capten ideas novedosas o verdades impresionantes, se trata de que hacen un uso distinto del lenguaje, un uso en el que éste se vuelve un instrumento de indagación, exploración y deslumbramiento.

Quiero referirme entonces a tres elementos del lenguaje: su sonoridad, su capacidad de convocar “imágenes” o de invitarnos a imaginar y sus sentidos figurados.

Primero, el lenguaje suena. Pensemos en un poema como “La marcha triunfal” de Rubén Darío, que dice en algún fragmento:

Oigan que algo pasó ahí. No solamente nos informa que viene el cortejo, sino que nos forma también la sensación de la aproximación de ese cortejo imaginario. ¿Cómo lo consigue Darío? Lo que hace es aprovechar los acentos fuertes que tienen todas nuestras palabras en español, y ponerlos con una determinada regularidad en el verso. Va

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acomodándolos de tal manera que se crea una especie de ritmo o línea melódica. Casi podemos tararearlo, casi podríamos (y es un ejercicio que yo hago en talleres de creación literaria) cambiar las palabras y conservar la urdimbre melódica.

Este tema de la sonoridad es muy interesante, porque nos revela que el lenguaje no es solamente una especie de esfera hueca que nos transmite mensajes, sino que también nos toca. Nos toca en sentido estricto. Es decir, mediante un mecanismo vibratorio aunque invisible, las palabras que escuchamos pronunciadas en voz alta nos rozan el oído, nos impactan nuestros instrumentos de herrería auditiva: el martillo y el yunque. Ese poder de la musicalidad lo tenemos impregnado en tanto seres vivos desde el principio. Lo primero que oímos, aun cuando

estemos nadando en el cosmos amniótico en el que nadamos durante nueve meses, es el ritmo de los latidos de la circulación sanguínea que nos está envolviendo… Entonces el lenguaje ya no solamente está convocando a nuestra dimensión intelectual, sino también a nuestra dimensión sensible y, por esa vía, a las dimensiones emotivas y sentimentales. Busquemos ejemplos:

El maíz tiernecito de raíz, va estrenando su narizque parece flor de lis. ¡Qué maíz tan feliz!

Éste es un poema anónimo incluido en la antología Ómnibus de poesía mexicana; es un poema que tiene su temperatura, su gracia. Esas acentuaciones, esas consonancias en í, nos hacen pensar en un

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poema delgadito que tendría que ser leído de abajo hacia arriba, como crece una planta de maíz. Ahora cambiemos la temperatura:

Amado dueño mío,escucha un rato mis cansadas quejas,pues del viento las fío,que leve las conduzca a tus orejas.

Esas líneas de Sor Juana están puestas en un tono de adagio que nos da una sensación de otro tipo de intensidad o de recogimiento. A la música que está en los sonidos verbales, la estamos oyendo aun cuando no la escuchemos físicamente, porque al leerla nos toca de una manera sensible. Ése es el rango de la sonoridad. Otro elemento presente en nuestro lenguaje cotidiano, pero que el escritor intensifica con la

intención de producir un efecto, es la imaginación. Las imágenes literarias son extraordinariamente poderosas porque vienen de adentro hacia afuera; aunque estén al interior del texto, quienes las construimos somos nosotros los lectores. Una cosa es la imagen real o directa o visual; y otra, esa que se llama imagen en términos de enunciado. Dice Dostoievski en una novela “Era un hombre que parecía estar siempre a punto de estornudar”; leemos eso y nos imaginamos el gesto, y cuando vuelva a aparecer ese personaje de inmediato volvemos a imaginarlo. Hay otro ejemplo genial de Ramón Gómez de la Serna: “Aquella mujer me miró como se mira a un taxi ocupado”. Vean qué sutileza. Nosotros tenemos clarísimo qué significa, pero yo desafío a alguien que lo ponga en cine, por muy cineasta que sea. Va a ser una complicación

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impresionante, porque nuestra imagen verbal es una imagen conjetural que depende de la semántica y de ciertas proporciones que nosotros les atribuimos a los objetos de referencia. Si se trata de imaginar un elefante, por ejemplo, la mayoría imaginará a un elefante visto de lado, uno que quepa en la boa de El principito. Casi nadie hace una toma aérea del elefante, porque tenemos ciertos esquemas y a la hora de escribir se está apelando a ese tipo de esquemas de proporciones a la vez geométricas y culturales. La imagen viene de adentro hacia afuera y tiene un carácter explicativo a veces muy fuerte, ahí están los principios metafóricos que generan a la literatura. Ése es el gran poder de las imágenes literarias: que pueden comunicar ciertas zonas de

nuestra vida y de nuestra experiencia constante que no alcanzamos a expresar de otra manera. E igualmente hay sentidos figurados –o me-táforas– que se inventan para explicar algo que resultaría inexplicable de otra manera; dice José Gorostiza en algún poema:

Tiene el amor feroces galgos morados;pero también sus mieses,también sus pájaros.

Yo pregunto ¿tiene el amor feroces galgos mora-dos? Claro que los tiene. Ahora, ¿qué son los galgos morados del amor? Eso cada quien lo dice según su propia experiencia; pueden ser los celos o la beli-cosidad del encuentro amoroso, pueden ser infini-

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tas cosas. Pero esos feroces galgos morados del amor sirven para explicar lo inexplicable. Recuerdo otro ejemplo: en Yerma de García Lorca, Yerma le pregunta a María qué se siente estar embarazada y ésta le responde: “¿No has tenido nunca un pájaro vivo apretado en la mano? Pues, lo mismo... pero por dentro de la sangre”. Todos los que no hemos estado embarazados, ya con eso lo podemos expe-rimentar, en términos de experiencia, no de cono-cimiento. Esos elementos a los que me he referido, se ponen en acción en un texto de carácter literario: se dirige la sonoridad, se dirige el lenguaje figu-rado, se crean imágenes y uno va pudiendo decir cosas que no sabía que podía decir. Así fue con un poema que le escribí a otra compañera de la que

estaba enamorado, cuando yo tenía dieciocho años y ella diecinueve:

Has soportado durante diecinueve añosuna presión atmosférica de 20 toneladas…

¿Qué pueden hacerte57 kilogramos más durante quince minutos?

No me hizo caso mi amiga, pero de todas maneras el poema viene a colación porque ahí se esconde algo también del sentido de la literatura: una atrac-ción hacia ver las cosas de otra manera dentro de un texto. Este poema se me ocurrió porque leí que “soportábamos” esa presión atmosférica de 20 to-

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neladas. Si no hubiera aparecido ahí el verbo “so-portar”, no hubiera intuido esa unidad de sentido que da estructura al poema. Con esto me refiero a lo siguiente: los escritores no sabemos lo que esta-mos escribiendo, sino hasta que lo vemos escrito. El mecanismo de la escritura, de la creación litera-ria, es un proceso en el cual las palabras convocan a otras palabras. Como si fuera un juego de espe-jos, donde las palabras puestas unas frente a otras –dos espejos enfrentados– nos abren caminos que de otra manera no veríamos. Así es como se va es-cribiendo, explorando, tanteando el terreno. Esto lo enfatizo porque una cosa que les gusta mucho a los escritores, es que los demás no escriban y pensar que ellos escriben porque de pronto algo los iluminó. Que la pura puntería del

dios altísimo de las musas le atinó a él. Pero no; escribir es un proceso que se va aprendiendo. Uno aprende a escribir como nadar o a bailar tango: ha-ciéndolo, equivocándose y jugando con esa resis-tencia que opone el agua en el caso de la natación, o con esa consistencia rítmica de nuestra pareja en el caso del baile. Un escritor no está solo, está con el lenguaje en el momento en que está escribiendo, y ahí aprende; nadie aprende a nadar en un curso por correspondencia. Es muy curioso, todos nosotros vamos a una fiesta y bailamos. No lo hacemos porque tengamos la secreta esperanza de que haya un productor de Broadway que nos descubra y lleve al estrellato. Bailamos por el gusto de sentir a nuestro cuerpo en movimiento, porque así uno siente un gran placer.

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Y, sin embargo, no nos concedemos el derecho de sentir en movimiento a esa parte invisible de nuestro cuerpo que es el lenguaje.

***Cuento lo anterior para llamar la atención sobre el proceso de escritura. En el momento en que uno escribe no sabe todos los atajos, todo lo que pue-de ir poblando el texto, todo lo que se va a encon-trar. Decía Juan José Arreola: “Otros piensan para hablar; yo hablo para pensar”. Hay un cierto pen-samiento literario que sea va entretejiendo en el momento que vamos escribiendo. Por eso siempre que estoy frente a un público, los invito a escribir. Escribir lo que sea y juntarse con quienes también lo hagan y platicar acerca de los textos propios: así va uno aprendiendo el oficio. Una cosa que nos da la escritura es una gran certeza de nuestro carácter insustituible. Lo que tú escribes yo no lo puedo escribir; lo que ella escribe no lo puede es-cribir él. Porque se trata de experiencias irreem-plazables. Pero la comunidad de comentarios, el reunirse con otros, eso es lo que nos va ampliando el mundo de la escritura. Yo he escrito básicamente poemas. Y los poemas tienen la característica de apelar a una parte muy física y muy sensible del lenguaje. Esto dificulta su traducción porque hay idiomas donde los elementos de sonoridad y de ritmo son más parecidos: “Puedo escribir los versos más triste esta noche/Posso escrever os versos mais tristes esta noite”. Vean cómo en portugués suena igualito. En cambio si yo digo “Si yo pudiera, mocito, este trato se cerraba/If I could, young man, this deal would be clinched” hay dificultades distintas. He escrito también una novela que se llama Amaneceres del Húsar, o más bien Amaneceres del Husar –le quité el acento para que rimara con mi apellido–. Es una novela hecha con muchos juegos verbales, no es una que tenga una trama muy novedosa ni que cuente una gran historia. El personaje era

más bien un tono o una manera de contar. Y un día el personaje, que es un militar que da clases de judo en el colegio militar, se embaraza (¿Cómo se embaraza?, me preguntan, yo siempre digo: Bueno, porque se descuidó). Y embarazado el personaje, yo tenía un hilo conductor sobre qué le iba pasando cuerpo adentro y entonces fui jugando con referentes de la Biblia, del Popol Vuh y de un libro de ésos de autoayuda para embarazadas, que me iba diciendo qué ocurre en cada mes. Yo no necesitaba saberlo bien, porque si lo supiera bien no lo escribo así. Necesitaba saberlo a medias. También podemos, para escribir, aprovechar nuestras ignorancias y limitaciones. Todos tenemos una vida muy interesante; todos tenemos unos sueños rarísimos. El asunto es poderlos expresar. Hasta en sueños narramos y contamos cosas.

Todos tenemos un secreto en la familia, una tía loca o algo por el estilo; no se trata de pensar “¿Yo qué cuento si ya Vargas Llosa contó lo de los militares y todo lo demás?”. La respuesta es: cuenta otra cosa, porque nadie sustituye nuestras experiencias.