El áNgel De Bernini

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“El ángel de Bernini, mi ángel” “Más sobre ángeles” De Francisco Ayala &

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Homenaje a Fco. Ayala

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“El ángel de Bernini, mi ángel”

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De Francisco Ayala

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“El ángel de Bernini, mi ángel”

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¡El ángel de Bernini! ¡Cuántas veces no me había detenido yo a su pie, ahí en el puente del Tíber, y me había extasiado contemplando, radiante de blancura contra el azul del cielo, esa inocencia patética, esos ojos impávidos y candorosos bajo una frante oprimida por la riqueza de tantos bucles!. Al encontrármela un día de pronto, en ciudad tan lejana de Roma, reconocí inmediatamente en su mirada la del ángel que yo admiraba tanto, y enseguida pensé algo que sólo mucho más adelante habría de decirle; pensé: "Tú, criatura hermosa, eres el ángel de Bernini; tú eres mi ángel de Bernini”.

“El ángel de Bernini, mi ángel”

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Y así, cuanto más la miraba, más lo era. Las líneas un poco blandas de sus facciones, la suave redondez carnosa, todavía infantil, de su cara bajo una boquita muy tierna, y luego, el esplendor de un cuerpo que también hubiera parecido ambiguo sin la afirmación valiente de sus pechos, animaban y acercaban para mí el admirado mármol que, en lo alto de su pedestal, nunca antes habían podido alcanzar mis manos. Ahora, por fin, lo tenía ahí, vivo y cálido bajo mi vista. Me incliné a besarle la cabeza, y "tú, dulce amor", le dije, "eres el ángel de Bernini. Dime: ¿nunca has visto tú ese ángel de la Pasión?, ¿no lo has visto nunca?, ¿ni en fotografía siquiera?".

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Nunca lo había visto. Le expliqué cómo el artista, siglos ha, supo maravillosamente anticipar su encarnación humana; cómo la había adivinado y profetizado, y me la había anunciado a mí, que, en años sucesivos, jamás iría a Roma sin visitar en el puente Sant'Angelo la figura de Bernini; pero ella apenas tuvo curiosidad por conocer, siquiera fuese en fotografía, esa figuración donde yo había aprendido a amarla antes - muchísimo antes - de que ella se me apareciera en persona...

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Tenía entornados los ojos y la boquita trémula. "Qué murmuras ahí", le pregunté. "Es una oración". Yo siempre digo una oración antes de dormirme. Y tú vas a rezarla conmigo, ¿verdad? No me digas que no. Repite mis palabras, ¿quieres? Repite: Ángel de la guarda, dulce compañía: no me desampares ni de noche ni de día". Las repetí, ¡cómo no había de repetirlas! Y enseguida volví a insistir: "alguna vez he de llevarte a Roma para que te veas en el ángel de Bernini". Ella contestó que sí, que sí; pero ¿sabía ya acaso, con ese saber suyo secreto y melancólico, que este deseo no había de cumplirse? También la mirada de sus ojos mortales parecía hecha a ver pasar las aguas del eterno Tíber.

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Nunca fuimos a Roma. Y ya no está ella conmigo; ya nunca estará conmigo. Al despedirnos le colgué al cuello una cruz par amemoria de nuestra pasión, y ella prometió que la besaría cada noche después de invocar al ángel de la guarda (... ni de noche ni de día). Ya no está más conmigo. Y yo quizá me pararé alguna vez todavía sobre el puente del río, y levantaré la vista hacia aquella faz resplandeciente que no alcanzan a acariciar mis manos.

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Sin prevenirte nada, te enfrenté, con el ángel de Bernini. No con aquel que triunfa, blanquísimo, sobre el puente, a la luz de Roma, dorada y azul, sino con su recatado original, en la penumbra de la iglesia. Aguel día, distraídos y felices, te había conducido a lo largo de calles bulliciosas, hasta Sant'Andrea delle Fratte. Entramos, te hice avanzar y, ahí mismo, a la izquierda del altar mayor, te señalé: "Míra, ése es el ángel de Bernini". Estábamos parados ante su imponente hermosura. "Muy tuyo es el haberme traído así, sin advertírmelo antes", me dijiste tú tras un largo silencio. Y en sus palabras escuché yo una inflexión de queja, de dulce reproche que en seguida me hizo sentir culpable frente al cielo y la tierra. “Dime, querida mía, ¿he hecho mal?”, te supliqué lleno de ansiedad.

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Tú habías leído aquello que yo escribí sobre mi ángel de Bernini, y habías reaccionado a su lectura con esas observaciones tuyas siempre tan sensatas, siempre tan sutiles, infalibles. “Se ve que a ti lo que de veras te interesa -habías concluido entonces-, es el ángel de piedra, y no la mujer.” Ahora querías saber quién pudiera haber sido la mujer; me lo preguntabas. Pero sí, de veras, lo que me había interesado y seguía interesándome a mí no era la mujer, sino la obra de arte. Una vez más, admiraba ahora a tu lado esa belleza suya, purísima y eterna, que con pasajero reflejo había quizá bañado por un instante la realidad corporal de alguna criatura transitoria. Ahora, a solas tú y yo, la mano en la mano, contemplábamos, nosotros dos solos, al ángel hermoso en la iglesia desierta.

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Callábamos; y mientras, nuestro amor vivía, palpitaba nuestro amor, más eterno que el mármol. ¿He hecho mal en traerla?, seguía torturándome a mí mismo, por mucho que, cariñosamente, me hubieras dicho tú que no, que no. Y sintiendo en el hueco de mi mano el calor de la tuya, y en tu voz las vibraciones de tu alma delicada, supe que todas las alegrías y todas las tristezas de todos los ángeles del cielo estaban cifradas en tu nombre.Luego, cuando una vez me he atrevido a pronunciarlo en voz alta, las legiones celestiales debieron acudir juntas a mi boca.