El anillo de Salom³n

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Annotation

ISBN: 978-84-8441-757-6¿Qué hace un genio como yo

convertido en un vulgar esclavo? Antesera poderosísimo, y miradme ahora: enpleno siglo X antes de Cristo y a lasórdenes del cretino de Khaba. Me pasolos días recolectando alcachofas (perosolo las más bonitas) o picando hielo delas montañas para que los sorbetes delrey estén bien fresquitos. Y todo porquemi amo tiene miedo de un arito de oro.Bueno, en realidad es el anillo mágicode Salomón, rey de Jerusalén. Con élpuesto es capaz de invocar ejércitos

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enteros de espíritus malvados y deamenazar a los hechiceros, reyes yguerreros para que le ofrezcan susservicios y riquezas. Parecen todosperritos falderos...

Por suerte, he conocido a Asmira,una niñita muy espabilada (¡utiliza lasdagas como un demonio!) a quien lamismísima reina de Saba haencomendado una misión secreta.Cuando me la camele, seguro quepodremos conseguir muchas cosas.

PREÁMBULO: APUNTE SOBREMAGIA

HECHICEROSESPÍRITUS

Capítulo 1

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Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Capítulo 11Capítulo 12Capítulo 13Capítulo 14Capítulo 15Capítulo 16Capítulo 17Capítulo 18Capítulo 19

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Capítulo 20Capítulo 21Capítulo 22Capítulo 23Capítulo 24Capítulo 25Capítulo 26Capítulo 27Capítulo 28Capítulo 29Capítulo 30Capítulo 31Capítulo 32Capítulo 33Capítulo 34Capítulo 35Capítulo 36Capítulo 37

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Capítulo 38notes

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PREÁMBULO:APUNTE SOBREMAGIA

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HECHICEROS

Desde los albores de lacivilización hace más de cinco mil añosen las ciudades de adobe deMesopotamia, los gobernantes de losgrandes imperios siempre han utilizadoa los hechiceros para mantenerse en elpoder. Los faraones de Egipto y losreyes de Sumeria, Asiria y Babiloniadependieron de la magia para protegersus ciudades, fortalecer sus ejércitos ysometer a sus enemigos. Los gobiernosde la era moderna, aunque pretendandisfrazar la realidad mediante unapropaganda muy cuidada, perpetúan lamisma política.

Los hechiceros no poseen atributos

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mágicos de por sí; su poder se derivadel control que ejercen sobre losespíritus, que sí los tienen. A lo largo delos incontables años que dedican a sussolitarios estudios, perfeccionan lastécnicas que les permiten invocar a estosseres temibles sin morir en el intento y,por tanto, solo lo consiguen aquellos quedisfrutan de gran fortaleza física ymental. Debido a los peligros de suoficio, también acostumbran a serdespiadados, reservados y egoístas.

En la mayoría de las invocaciones,el hechicero permanece en el interior deun círculo de protección dibujado consumo cuidado, dentro del cual hay unpentáculo o estrella de cinco puntas.Tras la formulación de ciertos

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sortilegios de gran complejidad, elespíritu se ve arrancado de la lejanadimensión que habita. Acto seguido, elhechicero recita un conjuro deencadenamiento especial. Si lo hacecorrectamente, el espíritu se convierteen el esclavo del hechicero. Si cometeun error, el poder protector del círculose diluye y el desdichado hechiceroqueda a merced del espíritu.

Una vez que el esclavo estáencadenado, este debe obedecer lasórdenes de su amo hasta que hayacompletado su misión. Cuando esto seproduce (puede llevarle horas, días oaños), el espíritu recibe, exultante, laorden de partida. Por lo general, losespíritus suelen aborrecer su cautiverio,

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independientemente de su duración, yaprovechan cualquier oportunidad paraatacar a sus amos. Por consiguiente, loshechiceros más sensatos retienen a susesclavos a su lado el menor tiempoposible, por temor a que se vuelvan lastornas.

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ESPÍRITUS

Los espíritus están formados deesencia, una sustancia fluida y enpermanente transformación. En sudimensión, conocida como el Otro Lado,no poseen una forma sólida, pero en laTierra se ven obligados a adoptar unaapariencia definida. Sin embargo, losespíritus superiores pueden cambiar avoluntad, lo que alivia en parte el dolorque la densidad terrenal provoca en suesencia.

Existen cinco grandes categorías deespíritus. A saber:

1. Diablillos: la clase más elemental.Los diablillos son seres groseros eimpertinentes con poderes mágicos

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más que modestos. La mayoría nisiquiera sabe transformarse. Sinembargo, son muy obedientes y nosuponen un gran peligro para loshechiceros, razón por la cual sueleinvocárseles con frecuencia paradestinarlos a tareas de pocaimportancia como fregar los suelos,limpiar los estercoleros, hacer demensajero y montar guardia.2. Trasgos: más poderosos que losdiablillos, aunque no tan peligrososcomo los genios, los trasgos secuentan entre los preferidos de loshechiceros por su sigilo y astucia.Gracias a su dominio del arte de latransformación, son unos espíasexcelentes.

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3. Genios: categoría en la cual seengloba el mayor número de espíritusy la más compleja de resumir. Noexisten dos genios iguales. Carecendel poder ilimitado de los espíritussupremos, pero a menudo los superanen sagacidad y audacia. Son maestrosdel transformismo y cuentan con unvasto arsenal de sortilegios a sudisposición. Los genios son losesclavos predilectos de la mayoría delos hechiceros que realmente conocensu oficio.4. Efrits: fuertes como robles, detamaño imponente y con la arroganciade un rey, los efrits son muy directos yde temperamento irascible. Menossutiles que otros espíritus, su fuerza

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suele superar su inteligencia. A lolargo de la historia, los monarcas loshan empleado en la vanguardia de susejércitos y en la custodia de su oro.5. Marids: la más peligrosa y menoshabitual de las cinco categorías. Conuna confianza absoluta en sus poderesmágicos, los marids a veces asumenformas discretas o delicadas para, derepente, adoptar otras horrendas, dedimensiones desproporcionadas. Soloosan invocarlos los grandeshechiceros.

Todos los hechiceros temen a susespíritus esclavos y se aseguran suobediencia mediante imaginativoscastigos. Es por esta razón que lamayoría de los espíritus acceden a lo

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inevitable. Sirven a sus amos coneficiencia y, a pesar de su instintonatural, se muestran entusiastas y seconducen con educación por temor a lasrepresalias.

Al menos eso es lo que suele hacerla mayoría de los espíritus. Siempre hayexcepciones.

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Capítulo 1 El sol se ponía tras los olivares.

Una luz de tono rosa melocotónruborizaba el cielo, como un joventímido al que besan por primera vez. Lasuave y delicada brisa que se coló porlas ventanas abiertas, cargada de lasfragancias del atardecer, revolvió elpelo de la joven pensativa y solitariaque esperaba en medio de la estancia desuelos de mármol e hizo que su vestidose agitara con ligeras ondulacionescontra el contorno de sus gráciles ymorenas extremidades.

La joven alzó una mano; unos finosdedos juguetearon con el tirabuzón que

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se le descolgaba junto al cuello.—¿A qué viene tanta timidez, mi

señor? —susurró—. Acércate y déjatever.

En el pentáculo de enfrente, elanciano bajó el cilindro de cera quetenía en las manos y me fulminó con suúnico ojo.

—¡Por Jehová, Bartimeo! ¿Deverdad crees que eso va a funcionarconmigo?

Parpadeé varias veces, de maneraseductora.

—También puedo bailar, si teacercas un poquito más. Vamos, date uncaprichito. Interpretaré la Danza de losSiete Velos solo para ti.

—No, gracias —contestó el

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hechicero irritado—. Y ya puedes dejarde hacer eso.

—¿Hacer el qué?—Eso... Esos meneítos. De vez en

cuando, te... ¿Lo ves? ¡Ya has vuelto ahacerlo!

—Oh, vamos, cariño, que la vidason dos días. ¿Qué te lo impide?

Mi amo lanzó un juramento.—Puede que la zarpa de la mano

izquierda. O quizá la cola de escamas.Aunque también podría deberse al hechode que hasta un niño recién nacido sabeque nunca hay que abandonar el círculoprotector cuando se lo pide un espíritutan retorcido y malintencionado como tú.Y ahora, silencio, abominable criaturade aire, ¡y acaba de una vez con tus

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patéticas tentaciones o te despacharécon una pestilencia que no ha conocidoni el gran Egipto!

El anciano estaba muy nervioso, ledaban sofocos y llevaba el cabelloblanco tan despeinado que este leformaba una especie de halo alrededorde la cabeza. Tomó el estilo que sehabía puesto en la oreja y, muy serio yconcentrado, escribió algo en elcilindro.

—Acabas de ganarte un puntonegativo, Bartimeo —dijo—. Uno más.Cuando llenes la línea, olvídate parasiempre de las concesiones especiales,ya lo sabes. Nada de diablillos a labrasa, ni de tiempo libre, ni nada denada. Vamos, tengo un trabajito para ti.

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La doncella del pentáculo se cruzóde brazos y arrugó la delicada naricita.

—Pero si vengo de terminar uno.—Bueno, pues ahora tienes otro.—Lo haré cuando haya descansado.—Lo harás esta misma noche.—¿Por qué yo? Envía a Tufec o a

Rizim.Un rayo centelleante de color

escarlata salió despedido del dedoíndice del anciano, superó la distanciaque nos separaba dibujando una espiraly, cuando mi pentáculo estalló en llamas,me puse a lanzar alaridos y a bailarcomo un poseso.

Los chisporroteos cesaron y eldolor de los pies chamuscados fuemitigándose hasta que me paré en una

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postura muy poco elegante.—Tenías razón, Bartimeo —dijo el

anciano ahogando una risita—, laverdad es que bailas bien. Veamos, ¿vasa continuar con tus insolencias? Si esasí, añadiré una nueva muesca alcilindro.

—No, no, no es necesario. —Parami gran alivio, el hombre volvió acolocarse el estilo detrás de la arrugadaoreja, despacio, y di varias palmadas,con entusiasmo—. Vaya, ¿un nuevotrabajo, dices? ¡Qué alegría! Me halagaprofundamente haber sido el elegidoentre tantos otros genios de gran valía.¿Qué es lo que te ha hecho fijarte en míesta noche, magnánimo amo? ¿Lafacilidad con que liquidé al gigante del

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monte Líbano? ¿El fervor con que hicehuir a los rebeldes cananeos? ¿Osimplemente mi reputación en general?

El anciano se rascó la nariz.—Nada de todo eso. En realidad se

debe al comportamiento de la otranoche, cuando los diablillos vigía tevieron transformado en mandril,pavoneándote entre la maleza de laPuerta de las Ovejas, entonandocanciones obscenas sobre el reySalomón y ensalzando tu magnificencia alos cuatro vientos.

La doncella se encogió de hombroscon insolencia.

—Puede que no fuera yo.—Las palabras «Bartimeo es el

mejor» repetidas hasta la saciedad

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sugieren lo contrario.—Vale, vale, de acuerdo. Tomé

demasiados parásitos para cenar, ¿cuáles el problema?

—¿Que cuál es el problema? Losguardias informaron a su superior, quiena su vez me informó a mí. Yo informé algran hechicero Hiram y sé que el asuntoya ha llegado a oídos del propio rey. —Su rostro adoptó una expresión altiva ymelindrosa—. No está contento.

Di un resoplido.—¿Y no puede decírmelo en

persona?El ojo estuvo a punto de salírsele

de la órbita; parecía una gallinaponiendo un huevo —Rizim le habíasacado el otro en una de esas raras

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ocasiones en que nuestro amo habíacometido un pequeño error en laformulación de la invocación. Además,habíamos conseguido chamuscarle eltrasero un par de veces y llevaba unacicatriz en el cuello, recuerdo delimpacto de uno de mis rayos, que lohabía alcanzado de rebote. Sin embargo,a pesar de una larga carrera al mando demás de una decena de temibles genios,el hechicero seguía conservando lasenergías y la vitalidad. Era un huesoduro de roer.

—¿Acaso te atreves a insinuar queel gran Salomón, rey de Israel, señor detodas las tierras que se extienden desdeel golfo de Aqaba hasta el anchoEufrates, debería rebajarse a hablar con

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un esclavo sulfurado como tú? ¡Habrasevisto! ¡Nunca en la vida había oído algotan ultrajante...!

—Venga, venga. ¿Tú te has mirado?Seguro que te han dicho cosas peores.

—Dos amonestaciones más,Bartimeo, por tu descaro y por tudesfachatez. —Y allá que sacó elcilindro y garabateó furiosamente susuperficie con el estilo—. Vamos a ver,se acabaron las tonterías. Escúchamebien: Salomón desea aumentar sucolección con nuevas maravillas, y paraello ha ordenado a sus hechiceros quebusquen objetos bellos y poderososhasta en el último confín de la Tierra. Eneste preciso instante, en todas y cada unade las torres de las murallas de

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Jerusalén, mis rivales invocan ademonios no menos espantosos que tú yles encomiendan el saqueo de antiguasciudades a lo largo y ancho del mundo,misión a la que se dirigen cualllameantes cometas. Todos esperanasombrar al rey con los tesoros quelogren encontrar. Sin embargo, sellevarán una gran decepción, Bartimeo,como no podría ser de otro modo, puesnosotros obsequiaremos a Salomón conel objeto más preciado de todos.¿Entendido?

La bella doncella torció el gestocon desprecio; mis largos y afiladosdientes lanzaron un destello salivoso.

—¿Otra vez a desvalijar tumbas?Salomón debería hacer el trabajo sucio

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él mismo. Pero no, por supuesto, comosiempre, no le da la real gana de moverun dedo y usar el anillo. Es que no sepuede ser más vago.

El anciano sonrió con malicia. Lacuenca vacía y oscura del ojo perdidoparecía succionar la luz.

—Qué opiniones tan interesantes.Tanto es así que ahora mismo me pongoen camino y se las transmito al rey.¿Quién sabe?, tal vez se decida a moverun dedo y usar el anillo... contigo.

Se hizo un breve silencio, duranteel cual las sombras de la estancia secerraron visiblemente a nuestroalrededor y un escalofrío me recorrió laespalda.

—No es necesario —rezongué—.

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Le encontraré su preciado tesoro.¿Adónde quieres que vaya?

Mi amo señaló las ventanas, al otrolado de las cuales parpadeaban lasalegres luces al sur de la ciudad.

—Vuela al este, a Babilonia —contestó—. A treinta leguas al sudestede tan formidable ciudad y a nueveleguas al sur del curso actual delEufrates se ubican ciertos túmulos yexcavaciones antiguas rodeados defragmentos de muros derribados por elviento. Los lugareños evitan las ruinaspor temor a los fantasmas y los nómadasmantienen sus rebaños alejados de laselevaciones más apartadas. Los únicoshabitantes de la zona son zelotes y otrostantos chalados por el estilo, pero el

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lugar no siempre estuvo tan desolado.Hubo un tiempo en que tuvo un nombre.

—Eridu —dije en voz baja—. Losé. —La Eridu de los Siete Templos, laciudad de marfil, rutilante en medio deverdes prados. Una de las primerasciudades habitadas por los hombres. Ensu día, los zigurats se elevaban hasta loscielos como el vuelo del halcón y losvientos transportaban la fragancia de susmercados de especias hasta Uruk y elmar... Luego, el curso del río cambió yla tierra se agostó. Los hombres seconsumieron y se volvieron crueles, sustemplos se desmoronaron y seconvirtieron en polvo, y tanto elloscomo su pasado quedaron relegados almás absoluto de los olvidos. Salvo para

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espíritus como yo. Y, naturalmente —enaquellos casos en que su sed de orosuperaba sus temores—, tampoco paralos hechiceros.

—Extraños deben de ser losrecuerdos de una criatura como tú, queha visto surgir y desaparecer esoslugares... —El anciano se estremeció—.No quiero que pierdas el tiemporememorando el pasado, pero sirecuerdas su ubicación, muchísimomejor. Busca entre las ruinas, encuentralos templos. Si los manuscritos nomienten, existe un sinfín de cámarassagradas que ¡quién sabe qué antiguasmaravillas contendrán! Con suerte,algunos de sus tesoros todavíapermanecerán intactos.

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—No lo dudo —dije—, teniendoen cuenta a sus guardianes.

—Ah, sí, ¡los antiguos los habránprotegido bien! —dijo el ancianoalzando la voz de manera teatral yagitando las manos con elocuentesgestos de espanto—. ¿Quién sabe lo quetodavía acecha entre las sombras?¿Quién sabe qué merodea entre lasruinas? ¿Quién sabe qué seresabominables, que monstruos podrían...?¿Quieres dejar de hacer eso con la cola?Es antihigiénico.

Enderecé la espalda.—Está bien, ya me hago una idea.

Iré a Eridu a ver qué encuentro. Pero,cuando vuelva, quiero que me hagaspartir de inmediato. Sin discusiones ni

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titubeos. Llevo demasiado tiempo en laTierra y la esencia me duele como unamuela picada.

Mi amo esbozó una sonrisadesdentada, alzó la barbilla en midirección y meneó un dedo arrugado.

—Eso dependerá de lo que metraigas, ¿no crees, Bartimeo? Si meimpresionas, tal vez te deje partir.¡Procura no decepcionarme! Venga,prepárate. Voy a imponerte tu misión.

A mitad del conjuro, el bramido delcuerno que anunciaba el cierre de laPuerta del Cedrón sonó con fuerza a lospies de la ventana. De algo más lejosllegó la respuesta de los centinelas de laPuerta de las Ovejas, la Puerta de laCárcel, las Puertas de los Caballos y de

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las Aguas y todas las demásdiseminadas a lo largo de las murallasde la ciudad, hasta que se oyó el grancuerno en la azotea del palacio y todaJerusalén quedó a resguardo, cerrada acal y canto para pasar la noche. Uno odos años antes todavía albergaba laesperanza de que aquellas distraccionesconsiguieran que mi amo cometiera undesliz para poder abalanzarme sobre élde un salto y devorarlo. Ahora, aquellasesperanzas se habían esfumado. Elhombre tenía una edad y estabademasiado escarmentado. Iba a necesitaralgo mejor que una sencilla distracciónsi pretendía acabar con él.

El hechicero pronunció las últimaspalabras y terminó. El cuerpo de la bella

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doncella perdió consistencia y se volviótransparente. Por un breve instante,permanecí suspendido en el aire comouna estatua de humo de textura sedosa yfui volatilizándome en silencio, hastadesaparecer.

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Capítulo 2 Tanto da las veces que hayas visto

caminar a los muertos: siempre se teolvidan sus torpes andares hasta queempiezan a moverse. Sí, de acuerdo, enun primer momento no está mal, justocuando acaban de atravesar la pared —en eso son los reyes del efectismo, delas cuencas de ojos vacías, delrechinamiento de dientes y, a veces (siel conjuro de reanimación valeverdaderamente la pena), de los alaridosde ultratumba—, lástima que luego sepongan a perseguirte por el templo conpasos desgarbados, sacudiendo lapelvis, lanzando patadas al aire y con

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los brazos huesudos estirados de unmodo que pretende ser siniestro, aunqueen realidad parezca que estén a punto desentarse delante de un piano paraempezar a aporrear un ragtime en ungarito de mala muerte. Y cuanto másrápido caminan, más les castañetean losdientes y más les rebotan los collares,hasta que estos acaban metiéndoseles enlas cuencas de los ojos, y entoncesempiezan a pisarse las mortajas,tropiezan, se dan de morros contra elsuelo y, por lo general, no hacen másque estorbar al pobre genio de piesligeros que pueda estar de paso por allí.Además, como ya es habitual en losesqueletos, ni una sola vez te salen conalgo ingenioso, lo que al menos le daría

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un poco de vidilla a la situación tanseria en la que te encuentras.

—Venga ya, hombre —protestécolgado de la pared—, por aquí tieneque haber alguien con quien valga lapena charlar un rato.

Con la mano libre, lancé un plasmaa la otra punta de la estancia y esteacabó abriendo un vacío en el camino deuno de los muertos que intentabaescabullirse. Dio un paso, el vacío losuccionó y nunca más se supo de él. Medi impulso para saltar, reboté en el techoabovedado y me posé limpiamente sobreuna estatua del dios Enki, en el otroextremo de la cámara.

A mi izquierda, un cuerpomomificado salió de su nicho

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arrastrando los pies. Vestía una túnicade esclavo y llevaba un collarín y unascadenas oxidadas alrededor del cuellodescarnado. Se oyó un crujido cuandodio un salto y se abalanzó sobre mí paraintentar echarme el guante. Le di un tiróna la cadena y la cabeza salió volando.La atrapé en el aire al tiempo que elcuerpo se desplomaba y la lancérodando contra el estómago de uno desus polvorientos compañeros con tancertera puntería que le partió en dos lacolumna vertebral.

Me alejé de la estatua de un salto yaterricé en medio de la sala del templo.Los muertos convergían hacia mí portodos lados. Sus túnicas eran tanquebradizas como telarañas y unos

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brazaletes de bronce giraban en susmuñecas. Seres que una vez habían sidohombres y mujeres —esclavos, hombreslibres, cortesanos y ayudantes desacerdotes, miembros de todos losestamentos sociales de Eridu— seagolpaban en torno a mí con la bocaabierta y las uñas amarillas yresquebrajadas en alto para desgarrarmela esencia.

Soy un tipo educado y los recibí atodos como era debido. Una detonaciónpor aquí, una convulsión por allá ypedacitos de momias ancestralessalpicaron alegremente el relievevidriado de los antiguos reyes sumerios.

Eso me procuró un breve respiroque aproveché para echar un vistazo a

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mi alrededor.En los veintiocho segundos que

habían transcurrido desde que habíaentrado en la estancia después de haberabierto un túnel en el techo, no habíatenido tiempo de hacerme una ideaexacta de lo que tenía ante mí, pero ajuzgar por la decoración y ladisposición general de la sala, un par decosas estaban claras. Primero, se tratabade un templo dedicado a Enki, el diosdel agua (eso me lo dijo la estatua,además de que ocupaba un lugarpreeminente en los relieves de lasparedes, rodeado de sus asistentes:peces y serpientes dragón) y llevabaabandonado los últimos mil quinientosaños como mínimo —Según mi ojo

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experto, el estilo parecía sumerio tardío(circa 2500 a. de C.) con algún recuerdoa la época decadente de la antiguaBabilonia, aunque, sinceramente, habíademasiados miembros volando portodas partes para realizar una críticacomo era debido—. Segundo, en todoslos siglos que habían pasado desde quelos sacerdotes sellaron las puertas ydejaron que las arenas del desiertoengulleran la ciudad, nadie habíaentrado antes que yo. Se adivinaba porlas capas de polvo que se acumulabanen el suelo, la piedra intacta de laentrada, el celo de los guardianescadáveres y, por último, aunque no porello menos importante, por la estatuillaque esperaba en el altar al final de la

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estancia.Se trataba de una serpiente de agua,

una representación de Enki, labrada congran maestría en oro trenzado. Laestatuilla proyectaba tenues destellos ala luz de las bengalas que yo habíalanzado para iluminar la sala y sus ojosde rubí parecían dos ascuas quedesprendían un brillo maligno. Comoobra de arte seguramente no tendríaprecio, pero ahí no acababa todo.También era mágica, la rodeaba unaextraña aura palpitante, visible en losplanos superiores1.

Bien. No había nada más quehablar. Cogería la serpiente y de vueltaa casa.

—Permiso, permiso... —iba

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pidiendo educadamente mientrasapartaba a los muertos de mi camino o,en la mayoría de los casos, lanzándolesavernos para enviarlos a la otra punta dela estancia envueltos en llamas.

No dejaban de llegar, muchosseguían saliendo con esfuerzo de nichosdiminutos abiertos en las paredes; teníala impresión de que no se acababannunca. Sin embargo, había adoptado laforma de un joven y mis movimientoseran ágiles y seguros, por lo que a basede conjuros, patadas y contragolpes meabrí paso hasta el altar...

Y vi la siguiente trampa que meaguardaba.

Un entramado de filamentos decuarto plano que lanzaba destellos de

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color verde esmeralda envolvía laserpiente dorada. Los hilos eran muyfinos y tenues incluso para la vista de ungenio —El ojo humano es incapaz dedetectar un detonador de llamada comoeste, por descontado, pero, con eltiempo, las pequeñas motas de polvoque se acumulan en los hilos también leconfieren una apariencia fantasmagóricaen el primer plano. Es la única pista dela que puede fiarse un ladrón humano unpoco observador antes de accionar latrampa. El viejo ladrón de tumbasegipcio Sendji el Violento, por ejemplo,utilizaba una pequeña bandada demurciélagos amaestrados para queaguantaran unas velitas diminutas sobretramos de suelo que le daban mala

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espina, lo que le permitía localizar lasdelicadas sombras que proyectaban loshilos de polvo y así sortear las trampasy salir indemne. O al menos eso es loque me contó poco antes de suejecución. Parecía sincero, claro que, enfin... Murciélagos amaestrados... No séyo—. Sin embargo, por frágiles queparecieran, no tenía ninguna intención detocarlos. Por norma general, siempre esmejor evitar las trampas de los altaressumerios.

Me detuve ante la red, pensativo.Existían varias formas de desentramarlos filamentos y no habría tenido ningúnreparo en emplearlos siempre quehubiera dispuesto de un poco más detiempo y espacio.

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En ese momento, un dolor agudome distrajo. Bajé la mirada y descubríque un cadáver con peor aspecto que elresto (estaba claro que en vida habíapadecido bastantes enfermedadescutáneas y, sin duda, había consideradola momificación como una gran mejorade su suerte) se había arrastradosigilosamente hasta mí y había hundidosus dientes en la esencia de miantebrazo.

¡Qué desvergüenza! Se merecía untrato especial. Encajé una manoamistosa en su caja torácica y lancé unapequeña detonación hacia lo alto. Erauna táctica que no había probado desdehacía décadas y resultó tan divertidacomo siempre. La cabeza salió volando

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por los aires limpiamente, como si setratara del tapón de corcho de unabotella, se estampó contra el techo,rebotó un par de veces contra lasparedes laterales y (aquí fue donde ladiversión se acabó de golpe) se estrellócontra el suelo justo al lado del altar,con lo que desgarró el entramado dehilos relucientes.

Lo que viene a demostrar loinsensato que es andar divirtiéndose enmedio de una misión.

Una fuerte sacudida se expandiópor todos los planos. Yo apenas capté undébil rumor, pero seguro que no pasóinadvertida en el Otro Lado.

Durante unos instantes, ni pestañeé.El joven esbelto, de piel morena y

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taparrabos escaso, no se atrevía aapartar la mirada de fastidio de losfilamentos de hilo roto que no dejabande retorcerse. Sin pensármelo dos vecesy maldiciendo en arameo, hebreo yvarias otras lenguas, di un salto alfrente, me apoderé de la serpiente yretrocedí a toda prisa.

Unos cadáveres testarudosaparecieron gritando detrás de mí. Sinmirar, descargué sobre ellos una efusióny salieron volando por todas partes,hechos pedacitos.

Junto al altar, en la parte superior,los filamentos rotos dejaron de agitarsey empezaron a derretirse a granvelocidad y a formar un charco o unportal en el suelo. El charco se extendió

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bajo la cabeza del cadáver, que habíaquedado boca abajo. La cabeza empezóa hundirse poco a poco en el portal yacabó por desaparecer por completo deeste mundo. Se hizo un silencio. Elcharco proyectaba una miríada dedestellos irisados procedentes del OtroMundo, distantes, apagados, como si sereflejaran a través de un cristal.

La superficie se rizó. Algo seacercaba.

Di media vuelta sin perder tiempoy calculé la distancia que me separabadel agujero de aquel techo en ruinas porel que había irrumpido en la sala y porel que varios regueros de arena suelta seprecipitaban en la cámara. Era probableque el peso de la arena hubiera hundido

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el túnel, por lo que me llevaría untiempo abrirme camino hasta el exterior,tiempo del que en esos instantes nodisponía. Los espíritus que invocabanlos detonadores de llamada nunca sehacían esperar.

De mala gana, giré en redondohacia el portal del charco, cuyasuperficie se ondulaba y deformaba y através de la cual se abrieron paso dosimponentes brazos surcados de venas,que desprendían una luz verdosa. Unasgarras se aferraron a las piedras deambos lados. Lo que fuera aquelloflexionó los músculos y un cuerpo entróen este mundo, como surgido de unapesadilla. La cabeza, de aspecto humano—¿Os dais cuenta? ¿Se puede ser más

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grotesco? ¡Por favor!—, estabacoronada de largos tirabuzones negros.En el acto le siguió un torso esculpido,de la misma materia verde; sin embargo,tuve la impresión de que los miembrosde la mitad inferior que aparecieron acontinuación habían sido escogidos alazar. Las piernas, cruzadas de músculos,pertenecían a un animal —tal vez a unleón o a otro tipo de gran depredador—,pero acababan de manera siniestra enunas garras de águila de dedos muyseparados. Por fortuna, la criatura secubría la parte posterior con una faldasuperpuesta, por cuya raja asomaba unaespeluznante y larga cola de escorpión.

Reinó un silencio absoluto mientrasla visita acababa de salir del portal

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dándose un último impulso y se ponía enpie. A nuestras espaldas, incluso losúltimos muertos que todavíadeambulaban por allí se volvieronmudos.

El rostro de la criatura pertenecíaal de un noble sumerio: un hombreatractivo de tez aceitunada y cabellonegro moldeado en lustrosostirabuzones. Tenía labios gruesos yllevaba la poblada barba bien aceitada.Sin embargo, los ojos eran dos agujerosvacíos abiertos en la carne. Y memiraban.

—Hum... Bartimeo, ¿no es así? Nohabrás sido tú quien ha hecho saltar latrampa, ¿verdad?

—Hola, Naabash. Me temo que sí.

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El ser abrió los poderosos brazos yle crujieron los músculos.

—Hay que ver, ¿se puede saberpara qué lo has hecho? Ya sabes quédicen los sacerdotes sobre los intrusos ylos ladrones. Se harán ligueros con tusentrañas. O, mejor dicho, me los haréyo.

—Ahora mismo, a los sacerdotestanto les da el tesoro, Naabash.

—Ah, ¿sí? —Las cuencas vacíaspasearon la mirada por el templo—. Locierto es que sí parece un pocopolvoriento. ¿Ha pasado mucho tiempo?

—Más de lo que crees.—Aun así, las órdenes que me

dieron siguen estando vigentes,Bartimeo. Tengo las manos atadas.

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«Mientras las piedras perduren ynuestra ciudad se mantenga en pie...»Ya sabes cómo acaba. —La cola delescorpión se alzó con una bruscasacudida que produjo un desagradablecascabeleo y el negro y relucienteaguijón asomó repentinamente porencima del hombro—. ¿Qué es eso quellevas ahí? No será la serpiente sagrada,¿verdad?

—Pues no lo sé, pero ya le echaréun vistazo luego, cuando me hayaencargado de ti.

—Ah, muy bien, muy bien. Siemprefuiste un tipo alegre, Bartimeo, con tusconstantes delirios de grandeza. Nuncahe visto a nadie al que castigaran con elmangual tan a menudo. Hay que ver lo

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que hacías enfadar a los humanos con tuinsolencia...

El noble sumerio sonrió y dejó a lavista dos perfectas hileras de dientesafilados. La patas traseras se movieronligeramente, las garras se hundieron enla piedra. Vi cómo se tensaban lostendones, preparándose para saltar a lamínima de cambio. No les saqué losojos de encima.

—¿A qué patrón en concreto estásamargándole la existencia en estosmomentos? —prosiguió Naabash—.Supongo que serán los babilonios.Estaban en auge la última vez que echéun vistazo. Siempre codiciaron el oro deEridu.

El joven de ojos oscuros se pasó

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una mano por el pelo rizado. Esbocé unasonrisa taimada.

—Como ya te he dicho, ha pasadomás tiempo de lo que crees.

—Lo mucho o lo poco que hayatranscurrido no es asunto mío —contestóNaabash con toda tranquilidad—. Tengoun cometido. La serpiente sagrada sequeda aquí, en las entrañas del templo, ylos humanos jamás se harán con suspoderes.

Vamos a aclarar algo: nunca habíaoído hablar de aquella serpiente. A mísolo me parecía la típica bagatela por laque las ciudades de la antigüedad solíanentrar en guerra, una baratija envuelta enoro. Sin embargo, nunca viene mal saberexactamente qué anda uno robando.

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—¿Poderes? —dije—. ¿Qué hace?Naabash ahogó una risita y la

nostalgia tiñó su voz.—Ah, nada importante. Contiene un

elemental que lanza chorros de agua porla boca cuando le pellizcas la cola. Lossacerdotes solían sacarlo en épocas desequía para animar a la gente. Si norecuerdo mal, también está provisto dedos o tres pequeñas trampas mecánicasideadas para ahuyentar a los ladronesque quisieran llevarse las esmeraldas delas garras. Si te fijas en las bisagrasocultas debajo de cada una de ellas...

Cometí un error. Confiado por eltono amable de Naabash, se me fueronlos ojos a la serpiente que tenía en lasmanos para ver si conseguía encontrar

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las dichosas bisagritas.Que era exactamente lo que él

quería, claro está.Al tiempo que volvía la vista hacia

la figura, la bestia flexionó sus patas y,en un abrir y cerrar de ojos, Naabashhabía desaparecido.

Me arrojé a un lado en el precisoinstante en que un golpe de colaaguijonada partía en dos la losa quesegundos antes yo ocupaba. Ahí estuverápido, pero no lo suficiente para evitarel impacto brutal contra su brazoestirado: un enorme puño verde megolpeó la pierna mientras yo salíavolando por los aires. Aquelencontronazo, junto con el preciadoobjeto que llevaba, impidieron que

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utilizara la típica y elegante maniobraque emplearía en circunstanciassimilares2, de modo que acabé rodandocomo pude sobre un colchónprovidencial de cadáveres esparcidos yvolví a ponerme en pie de un salto.

Mientras tanto, Naabash se habíaenderezado con majestuosidad. Sevolvió hacia mí, inclinó el torso,empezó a rascar el suelo con las garrasy, sin pensárselo dos veces, se lanzócontra mí. ¿Qué hice yo? Disparé unaconvulsión al techo, justo por encima demi cabeza. Una vez más escapé de unsalto, una vez más la cola del escorpiónpartió las losas; una vez más, aunque enesta ocasión Naabash no tuvooportunidad de volver a alcanzarme con

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la cola pues el techo se le habíadesplomado encima.

Quince siglos de acumulación dearenas desérticas descansaban sobre eltemplo enterrado, por lo que la caída delas piedras del techo vino acompañadade una agradable sorpresa: un aluviónocre plateado que se precipitó en untorrente sobre Naabash, quien quedóaplastado bajo varias toneladas degranos compactos.

En otra ocasión, me habría quedadoun rato cerca de la montaña que ibaderramándose por los lados para reírmede él hasta quedarme ronco, pero, con locorpulento que era Naabash, sabía quela arena no lo retendría demasiadotiempo. Había llegado el momento de

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partir.Unas alas me nacieron en los

hombros. Disparé una nueva detonacióny, sin mayor dilación, atravesé el techo yla lluvia torrencial de arena con unsalto, abriéndome camino hacia la nocheque me aguardaba en el exterior.

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Capítulo 3 El alba despuntaba a mi espalda

cuando regresé a Israel. Las azoteas delas torres de los hechiceros empezaban aribetearse de rosa y la cúpula delpalacio de paredes blancas de Salomónresplandecía como el sol naciente.

Hacia el pie de la colina, cerca dela Puerta del Cedrón, la mayor parte dela torre del anciano seguía envuelta ensombras. Volé hacia la ventana más alta,en cuyo exterior había colgada unacampana que hice sonar una sola vez, talcomo se me había ordenado. Mi amoprohibía a sus esclavos que sepresentaran sin anunciarse.

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El eco se extinguió. Mis ampliasalas se sacudieron de encima el frío dela mañana y seguí batiéndolassuavemente junto a la ventana, sinalejarme, a la espera, contemplando lavida que insuflaba la luz que sederramaba sobre el paisaje. Unaclaridad tenue seguía iluminando elsilencioso valle, una depresión brumosaen la que el camino serpenteaba ydesaparecía. Los primeros trabajadoresasomaron por la puerta y encaminaronsus pasos hacia los campos. Avanzabandespacio, tropezando con las toscaspiedras. Echando un vistazo a los planossuperiores, vi que los acompañaban unoo dos espías de Salomón: varios trasgosconducían los bueyes tirando de los

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cabestros y el viento transportabaparásitos y diablillos de vivastonalidades.

Los minutos pasaban hasta que, porfin, la agradable sensación de unadocena de puntas de arpónarrancándome las entrañas anunció lainvocación del hechicero. Cerré losojos, me dejé llevar... y segundosdespués sentí el calor y el olor agrio queinundaba la cámara del hechicerooprimiéndome la esencia.

Para mi gran alivio, y a pesar deser tan temprano, el anciano llevabapuesta la túnica. Un templo lleno decadáveres es una cosa y un amoarrugado como una pasa y en cueros otramuy distinta. El hombre estaba

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preparado en medio de su círculo y,como siempre, los sellos y los malditossímbolos rúnicos seguían en su sitio.Entre el hedor dulzón y repelente de lagrasa de cabra que desprendían lasvelas encendidas y los pequeñoscuencos de romero e incienso, me quedéen el centro de mi pentáculo y lo miréfijamente, sujetando la serpiente entremis manos delicadas. (Por cuestiones decontinuidad, había vuelto a escoger laapariencia de la joven, y también porquesabía que irritaba a mi amo. Según miexperiencia, la mayoría de loshechiceros se desconcentran si das conel aspecto adecuado. Salvo lossupremos sacerdotes de Ishtar, enBabilonia, claro. Ishtar era la diosa del

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amor y la guerra, por lo que sushechiceros ni se inmutaban ante jóvenesguapas y monstruos salpicados desangre. Algo que, por desgracia, secargaba la mayor parte de mirepertorio).

En cuanto me materialicécomprendí lo mucho que mi amodeseaba la estatuilla, aunque no paraSalomón, sino para él mismo. Abrió elojo de par en par y la codicia refulgió enla superficie como una película deaceite.

Al principio no dijo nada, se limitóa mirar. Moví la serpiente ligeramentepara que la luz de las velas se derramarade manera seductora sobre su contorno yla incliné para mostrarle los ojos de rubí

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y las esmeraldas encajadas en las garrasabiertas.

Cuando al fin se decidió a hablar,tenía una voz ronca cargada de deseo.

—¿Has ido a Eridu?—Tal como se me ordenó, fui allí.

Encontré un templo. Esto estaba dentro.El ojo lanzó un destello.—Entrégamelo.Vacilé un momento.—¿Me dejarás partir tal como

solicité? Te he servido fielmente.Al oír aquello, una pasión violenta

encendió el rostro del anciano.—¿Cómo te atreves a negociar

conmigo? ¡Entrégame ese objeto,demonio, o te juro por mi nombresecreto que te someteré a la llama

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funesta3 en menos que canta un gallo!Estaba que echaba chispas: el ojo

desorbitado, la mandíbula desencajada ehilillos de saliva reseca en la comisurade los labios.

—Muy bien —dije—. Ten cuidado,que no se te caiga.

Se lo lancé a su círculo y elhechicero estiró las manos agarrotadas.Y ya fuera a causa de su único ojo, quele impedía calcular bien las distancias,o del temblor ansioso que lo recorría, elcaso es que la serpiente se le escurrióde las manos. La estatuilla danzó unosinstantes entre los dedos y cayó haciaatrás, hacia el borde del círculo. Con unalarido, el anciano la recuperó deinmediato y la estrechó con fuerza contra

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su pecho arrugado.Aquel movimiento en falso, el

primero que le había visto cometer,estuvo a punto de ser el último. Si tansiquiera hubiera asomado la punta de losdedos fuera del círculo, habría perdidola protección que este le proporcionabay yo me habría abalanzado sobre él. Sinembargo, no lo sobrepasaron (por unpelo) y la bella doncella, quienmomentáneamente podría haber dado laimpresión de ser un poco más alta ycuyos dientes podrían haber parecidomás largos y afilados que apenas unosinstantes antes, volvió a ocupar el centrode su círculo, decepcionada.

El anciano no se había percatadode nada. Solo tenía ojo para su tesoro.

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Se pasó largo rato dándole vueltas enlas manos, como un gato viejo y sádicojugueteando con un ratón, alabando lafactura de la talla con arrullos;prácticamente se le caía la baba. Alcabo de un rato acabó resultándomedemasiado repugnante para poder seguirsoportándolo. Me aclaré la garganta.

El hechicero alzó la vista.—¿Sí?—Ya tienes lo que querías.

Salomón te colmará de riquezas graciasa eso. Déjame ir.

El anciano sofocó una risita.—Ay, Bartimeo, ¡es evidente que

tienes un don para este tipo de trabajos!No sé si deseo dejar escapar a un ladróntan habilidoso... Quédate calladito

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donde estás. Tengo que estudiar esteartilugio tan sumamente interesante. Veoque tiene unas pequeñas piedras conbisagras sobre los dedos de los pies...Me pregunto para qué servirán.

—¿Qué más da? —dije—. Se lovas a entregar a Salomón, ¿no? Que loaverigüe él.

El ceño fruncido de mi amo fue delo más elocuente. Me sonreí y volví lavista hacia la ventana, hacia el cielo, enel que apenas se veían las patrullas delalba, volando en círculos a gran altura ydejando débiles estelas rosadas de humoy azufre en el aire. Impresionaba, aunquetodo aquello no era más que un puroalarde de ostentación ya que ¿quién ibaa plantearse seriamente atacar Jerusalén

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mientras Salomón tuviera el anillo?Dejé que el hechicero estudiara la

serpiente un rato y luego me dirigí a élsin apartar la vista de la ventana.

—Además, se sentiríaprofundamente contrariado si uno de sushechiceros le ocultara un objeto contanto poder. No sabes lo que teagradecería que me dejaras partir.

Me miró entrecerrando el ojo.—¿Sabes lo que es?—No.—Pero sabes que es poderoso.—Hasta un diablillo lo sabría. Ah,

claro, se me olvidaba, que tú no eresmás que un humano y no ves el aura quelo envuelve en el séptimo plano... Aunasí, ¿quién podría asegurarlo?

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Seguramente se esculpieron muchasestatuillas de serpiente por el estilo enEridu. Es probable que no sea laverdadera.

El anciano se pasó la lengua porlos labios. Se debatía entre la prudenciay la curiosidad, y perdió la primera.

—La ¿qué?—No es asunto mío, y tuyo

tampoco. Yo me limito a quedarme aquícalladito, como se me ordenó.

Mi amo escupió una maldición.—¡Revoco la orden! ¡Habla!—¡No! —grité levantando las

manos—. ¡Sé muy bien cómo sois loshechiceros y no quiero tener nada quever en este asunto! Salomón por un ladocon ese maldito anillo y tú por el otro

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con... con... —La doncella seestremeció, como si le hubiera entradofrío de repente—. No, estaría atrapadoen medio y eso no me convendría enabsoluto.

Unas llamas azules danzaron en elcentro de la mano abierta del hechicero.

—No pienso perder el tiempocontigo ni un segundo más de lonecesario, Bartimeo. Dime qué es esteobjeto o te sacudiré con el puño deesencia.

—¿Pegarías a una mujer?—¡Habla!—Vale, vale, pero es una mala

idea. Tiene un ligero aire a la GranSerpiente con que los antiguos reyes deEridu conquistaron las ciudades del

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llano. Aquella maravilla contenía unespíritu poderoso obligado a obedecerla voluntad de su amo.

—Y su amo era...—Quien lo poseyera en ese

momento, supongo. Para ponerse encontacto con el espíritu había queaccionar un resorte oculto.

El hechicero me escudriñó ensilencio.

—Es la primera vez que oigo esahistoria. Mientes —dijo al fin.

—Eh, pues claro que miento. Soyun demonio, ¿no? Olvida lo que acabode contarte y dale esa cosa a Salomón.

—No —contestó el anciano condecisión repentina—. Tómala.

—¿Qué?

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Demasiado tarde. El hombre habíaarrojado la serpiente al círculo de ladoncella, quien la atrapó con recelo.

—¿Me tomas por idiota, Bartimeo?—se indignó mi amo estampando un piearrugado contra el mármol—. ¡Salta a lavista que pretendías tenderme unatrampa! ¡Querías empujarme a abrir estechisme con la esperanza de que con ellosentenciara mi suerte! Pues muy bien, nopienso apretar ninguna de esas piedras.Pero tú, sí.

La doncella parpadeó incrédula,sin apartar sus grandes ojos castaños delhechicero.

—Mira, en realidad, no hace falta...—¡Haz lo que te digo!Levanté la serpiente que tenía en la

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mano a regañadientes y estudié laspiedras engastadas en las garras. Erantres uñas, cada una de ellas decoradacon una esmeralda. Escogí la primera yla apreté con suma cautela. Se oyó unchirrido. De pronto, la serpiente lanzóuna breve descarga eléctrica que meatravesó la esencia y erizó el largo ylustroso cabello de la doncella, como sifuera una escobilla de váter.

El viejo hechicero soltó unacarcajada.

—Eso era lo que me teníasreservado, ¿verdad? —dijo riéndosecon satisfacción—. Que te sirva delección. En fin, ¡continúa!

Apreté la siguiente piedra y se pusoen funcionamiento un engranaje de

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ruedas dentadas y ejes. Varias escamasdoradas de la serpiente se elevaron ydespidieron rachas de humoalquitranado. Al igual que habíaocurrido con la primera trampa, el pasode los siglos había deteriorado elmecanismo y mi rostro apenas quedóligeramente tiznado de negro.

Mi amo se balanceaba sobre lostalones con regocijo.

—Esto mejora por momentos —cacareó—. ¡Mira qué pinta tienes!Vamos, la tercera.

Era evidente que la terceraesmeralda había sido diseñada para queexpulsara una ráfaga de gas venenoso,pero lo único que quedaba después detanto tiempo era una ligera nube verdosa

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y un olorcillo a huevos podridos.—Ya te has divertido —dije con un

suspiro, tendiéndole la serpiente denuevo—. Ahora, dame la orden departida, vuelve a enviarme a otra misióno lo que sea que te apetezca, perodéjame tranquilo. Estoy harto de todoesto.

Sin embargo, el ojo bueno delhechicero lanzó un destello.

—¡No tan rápido, Bartimeo! —protestó muy serio—. Olvidas la cola.

—No sé que...—¿Estás ciego? ¡En la cola

también hay un resorte! Apriétalo, si note importa.

Vacilé.—Por favor, ya es suficiente.

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—No, Bartimeo. Tal vez se tratedel «resorte oculto» que antesmencionaste. Puede que incluso lleguesa conocer a ese «espíritu poderoso» delque hablan las leyendas antiguas. —Elanciano sonrió de oreja a oreja,disfrutando con crueldad. Cruzó loslargos y delgaduchos brazos—. ¡Aunquees más probable que, por enésima vez,averigües qué ocurre cuando alguien osadesafiarme! ¡Venga, sin perder eltiempo! ¡Aprieta la cola!

—Pero...—¡Te ordeno que la aprietes!—Vale.Aquello era justamente lo que

estaba esperando. Los términos de todainvocación siempre incluyen cláusulas

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muy estrictas concebidas para evitar quepuedas causarle ningún mal al hechiceroque te arrastra hasta este mundo: es laprimera regla de la magia, la más básicade todas, desde Asiria a Abisinia. Otracosa distinta es utilizar el ingenio o laspalabras lisonjeras para engatusar a tuamo y abocarlo a su perdición, claroestá, al igual que abalanzarse sobre él sitraspasa el círculo o mete la pata en lainvocación. Sin embargo, un ataquedirecto queda completamentedescartado. No puedes tocar a tu amosalvo que este te lo ordene de maneraexplícita, tal como era el caso, para migran satisfacción.

Levanté la serpiente dorada y le diun pellizco a la cola. Como había

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supuesto, ni Naabash había mentido —por falsos que podamos llegar a sercuando conversamos con humanos, losespíritus superiores casi nunca semienten entre ellos. Las categoríasinferiores, por desgracia, son menoscivilizadas. Los trasgos son volubles,temperamentales y dados a dejar volarla imaginación, mientras que losdiablillos simplemente se diviertencontando cuentos chinos— ni el serelemental4 de agua atrapado en suinterior había sufrido los deterioros quehabían afectado al mecanismo derelojería. Un brillante chorro de aguasalió en tromba de la boca abierta de laserpiente, lanzando destellos bajo laalegre luz del amanecer. Puesto que, por

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pura casualidad, sostenía la serpientecon la boca dirigida hacia el hechicero,el chorro cubrió la distancia que nosseparaba y alcanzó al viejales en plenopecho. La fuerza del agua lo levantó delsuelo, lo sacó del círculo y lo empujóhasta el medio de la sala. Elmamporrazo que se llevó me resultógratificante, pero que hubieraabandonado el círculo era lo queverdaderamente importaba. Antesincluso de que se estampara de espaldascontra el suelo, calado hasta los huesos,las ataduras que me retenían se aflojarony se desvanecieron, y por fin pudemoverme con libertad.

La preciosa doncella arrojó laserpiente al suelo y dio un paso al frente

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para salir del pentáculo que la retenía.En la otra punta de la estancia, elhechicero se había quedado sinrespiración y esperaba tendido en elsuelo, indefenso, dando palmotadas alos lados, como un pez.

Las llamas de las velas de grasa decabra iban extinguiéndose una a una altiempo que la doncella pasaba por sulado. El pie de la joven rozó uno de loscuencos de hierbas protectoras y unpoco de romero se volcó sobre su piel,que lanzó un siseo y humeó. La doncellani siquiera se inmutó. Tenía los enormesojos castaños clavados en el hechicero,quien, al tratar de erguir la cabeza,reparó en mi lento avance.

El hombre, aun empapado y sin

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resuello, hizo un último y desesperadointento. Alzó una mano temblorosa,dirigida hacia mí. Sus labios semovieron; balbució una palabra. Unalanza de esencia salió despedida deldedo índice con un chisporroteo. Ladoncella hizo un gesto y las saetascentelleantes estallaron a medio caminoy salieron disparadas en todasdirecciones para acabar estrellándosecontra las paredes, el suelo y el techo.Una chispa escapó por la ventana máscercana y dibujó un arco en el cielo porencima del valle, que sobresaltó a loscampesinos.

La doncella atravesó la habitación,se detuvo junto al hechicero y extendiólas manos. Las uñas de los dedos, y

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hasta los dedos, eran mucho más largosque antes.

El anciano alzó la vista hacia mí.—Bartimeo...—Así me llamo —dije—. Bueno,

¿vas a levantarte o voy a tener que ir yo?La respuesta fue ininteligible. La

preciosa doncella se encogió dehombros. A continuación, la joven leenseñó sus preciosos dientes y seabalanzó sobre él. Cualquier otro sonidoque el hombre pretendiera emitir quedórápidamente acallado para siempre.

• • • • •

Tres pequeños diablillos vigía, talvez atraídos por una alteración en los

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planos, llegaron cuando estabaterminando. Con los ojos abiertos comoplatos y mudos de asombro, se apiñaronen el alféizar de la ventana mientras laesbelta muchacha se ponía en pie conmovimientos vacilantes. No había nadiemás en la estancia. Sus ojos brillaronentre las sombras cuando se volvióhacia ellos.

Los diablillos dieron la alarma,aunque demasiado tarde. Mientras alas ygarras apresuradas desgarraban el aireque envolvía a la bella doncella, estasonrió y se despidió con la mano —delos diablillos, de Jerusalén, de mi últimaconfrontación con la esclavitud en laTierra— y desapareció sin decirpalabra.

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Capítulo 4 Salomón el Grande, rey de Israel,

hechicero supremo y protector de supueblo, adelantó el cuerpo sentado en eltrono y adoptó una elegante expresiónceñuda.

—¿Muerto? —dijo, y luego, másalto, tras el silencio inquietante queguardaban cuatrocientas treinta y sietepersonas esperando el desenlace con elcorazón en un puño, repitió:— ¿Muerto?

Los dos efrits transformados enleones que descansaban ante el tronoalzaron sus ojos dorados hacia él. Lostres genios alados suspendidos en el airedetrás de la silla, cargados de frutas,

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vinos y dulces con que agasajar al rey,temblaban tanto que las bandejas y losvasos traqueteaban en sus manos. En loalto de las vigas, las palomas y lasgolondrinas abandonaron sus perchas yse alejaron entre las columnas, endirección a los jardines bañados por elsol. Los cuatrocientos treinta y sietehumanos —hechiceros, cortesanos,esposas y peticionarios— reunidos en elsalón esa mañana inclinaron la cabeza yremovieron los pies sin atreverse alevantar la mirada del suelo.

En contadas ocasiones, ni siquieracuando se discutían asuntos de guerra oesposas, el gran rey alzaba la voz. Ycuando lo hacía, siempre era una malaseñal.

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Al pie de los escalones, el visir deSalomón hizo una profunda reverencia.

—Muerto. Sí, mi señor. Aunque,por otro lado, os dejó una magníficaantigüedad.

Sin enderezarse, extendió la manopara señalar el pedestal que tenía allado y sobre el que descansaba laestatuilla de una serpiente de orotrenzado.

El rey Salomón la estudió unosinstantes. El salón estaba sumido en unprofundo silencio. Los efrits leonesparpadearon tranquilamente sin dejar deobservar a la gente con sus ojosdorados, con las aterciopeladas patasdelanteras estiradas, mano sobre mano,y azotando de vez en cuando las losas

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del suelo con suaves coletazos. Porencima del trono, los genios levitaban ala espera, inmóviles salvo por el lentobatir de sus alas de águila. En losjardines, las mariposas revoloteabancomo motas de luz entre el esplendor delos árboles.

Por fin habló el rey, acomodándoseen el trono de cedro.

—No puede negarse que es bello.El pobre Ezequiel me sirvió bien en suúltimo acto.

Levantó una mano para indicar auno de los genios que le sirviera vino y,al ver que utilizaba la derecha, un rumoraliviado recorrió la sala. Los hechicerosse relajaron, las esposas empezaron adiscutir entre ellas y, uno tras otro, los

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peticionarios llegados de un sinfín detierras alzaron la cabeza parareverenciar al temido y admirado rey.

En todos los aspectos, podíaconsiderársele un monarca bienparecido. Había esquivado la viruela ensu juventud y, aunque ya era un hombremaduro, conservaba una piel tan tersa ydelicada como la de un niño. De hecho,en los quince años que llevabaocupando el trono, apenas habíacambiado y todavía lucía la piel morena,los ojos negros, el rostro alargado y elcabello oscuro y suelto sobre loshombros que lo caracterizaban. Teníauna nariz larga y recta, labios gruesos yse perfilaba los ojos con kohl verde, alestilo egipcio. Sobre las espléndidas

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túnicas de seda —un regalo de lossacerdotes magos de la India—, exhibíafabulosas alhajas de oro y jade,pendientes de zafiro, collares de marfilnubio y cuentas de ámbar de la lejanaCimeria. Brazaletes de plata adornabansus muñecas mientras que un fino aro deoro envolvía uno de los tobillos. Inclusolas sandalias de piel de cabrito, parte dela dote del rey de Tiro, estabantachonadas de oro y piedrassemipreciosas. Sin embargo, sus largasy finas manos estaban desprovistas dejoyas y adornos, salvo el meñique de laizquierda, con un anillo ensartado.

El rey esperó mientras el genioescanciaba vino en su copa de oro.Esperó mientras, con pinzas doradas,

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añadían a su bebida bayas de los montesde Anatolia azotados por el viento, yhielo de la cima del monte Líbano. Y lagente no apartó la mirada de él mientrasél esperaba, deleitándose en el hechizoque producía su poder, espléndido en supropia luz, como un nuevo sol.

El hielo estaba mezclado, el vinoestaba listo. Los genios querevoloteaban sobre el trono se retiraroncon aleteos silenciosos. Salomónexaminó su copa, pero no bebió.Devolvió su atención al salón.

—Mis hechiceros —dijodirigiéndose al círculo de hombres ymujeres que encabezaba su séquito—, lohabéis hecho bien. Habéis reunidoincontables y fascinantes artefactos

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procedentes de todo el mundo en unasola noche. —Con un gesto amplio de lamano con que sostenía la copa, abarcóla hilera de diecisiete pedestales quetenía ante sí, cada uno de ellos coronadocon su pequeño tesoro—. Todos son sinduda extraordinarios y arrojarán luzsobre las antiguas culturas que nospreceden. Los estudiaré con interés.Hiram, haz que los retiren.

El visir, un pequeño hechicero depiel oscura, nacido en la lejana Kush, sepuso manos a la obra de inmediato. Diouna orden. Diecisiete esclavos —humanos o de apariencia humana— seadelantaron presurosos y se llevaron laserpiente dorada y los demás tesoros delsalón.

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Cuando todo volvió a estar ensilencio, el visir hinchó el pecho, asiósu bastón por el pomo de rubí y loestampó tres veces contra el suelo.

—¡Atención! ¡El consejo deSalomón da inicio en estos momentos!—anunció—. Existen varias cuestionesde suma importancia que han de llevarseante el rey, quien, como siempre, nosiluminará a todos con su sabiduríainfinita. Primero...

Sin embargo, Salomón había alzadouna mano lánguida y, teniendo en cuentaque se trataba de la izquierda, el visir seinterrumpió al instante, atragantándosecon sus propias palabras, y palideció.

—Te ruego que me disculpes,Hiram —dijo el rey con suma

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tranquilidad—, ya tenemos ante nos laprimera cuestión: mi hechicero Ezequielha sido asesinado esta mañana. Elespíritu que acabó con él... ¿Sabemos dequién se trata?

El visir se aclaró la garganta.—Mi señor, lo sabemos. Hemos

deducido la identidad del culpable apartir de los restos del cilindro deEzequiel. Bartimeo de Uruk es comosuele darse a conocer.

Salomón frunció el ceño.—¿No he tenido antes noticias de

alguien con ese nombre?—Sí, mi señor. Ayer mismo. Se lo

oyó entonando una canción de insolenciainusitada dedicada a...

—Gracias, ya lo recuerdo. —El

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rey se frotó la agraciada barbilla—.Bartimeo... de Uruk, una ciudaddesaparecida hace dos mil años. Demodo que se trata de un demonio muyantiguo. Un marid, supongo.

El visir inclinó la cabeza.—No, mi señor. Creo que no.—Un efrit, entonces.El visir la bajó todavía más; casi

rozaba el suelo de mármol con labarbilla.

—Mi señor, en realidad se trata deun genio de fuerza y poder moderados.De cuarto nivel, si hemos de fiarnos delas tablillas sumerias.

—¿De cuarto nivel? —Unos dedosalargados tamborilearon sobre elreposabrazos del trono. El meñique

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lanzó un destello dorado—. ¿Un geniode cuarto nivel ha dado muerte a uno demis hechiceros? Con el debido respetohacia el espíritu atormentado deEzequiel, esto trae la deshonra aJerusalén y, lo que es más importante, amí. No podemos permitirnos dejartamaño atentado sin castigo. Y seráejemplar. Hiram, que se acerque el restode mis Diecisiete.

En armonía con la excelencia queexigía el rey Salomón, estaban sushechiceros mayores, procedentes dereinos muy alejados de las fronteras deIsrael. Aquellos hombres y mujeresprovenían de las remotas Nubia y Punt,de Asiria y Babilonia. A todos ellos lesbastaba con una breve palabra para

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invocar demonios en el aire, levantartorbellinos y sembrar la muerte entre susenemigos a la fuga. Eran maestros deartes milenarias y se los habríaconsiderado todopoderosos en suspaíses de origen. Sin embargo, todoshabían preferido viajar hasta Jerusalénpara servir a aquel que poseía el anillo.

El visir hizo girar el bastón y, conuna seña, indicó al círculo que seadelantara. Cada uno de los hechiceros,por turno, hizo una profunda reverenciaante el trono.

Salomón los observó condetenimiento antes de hablar.

—Khaba.Lento, majestuoso, de andares

sigilosos como los de un gato, un

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hombre dio un paso al frente y se separódel corro.

—Mi señor.—Disfrutas de una reputación

sombría.—Cierto es, mi señor.—Tratas a tus esclavos con la

severidad que les corresponde.—Mi señor, me enorgullezco de mi

dureza, y hago bien, pues los demoniosaúnan crueldad con una sagacidadinfinita y son seres malvados yvengativos por naturaleza.

Salomón se frotó la barbilla.—Dices bien... Khaba, creo que ya

tienes a tu servicio unos cuantosespíritus incorregibles que en losúltimos tiempos habían estado dando

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algún que otro quebradero de cabeza.—Mi señor, así es. Todos ellos se

arrepienten profundamente de susatrevimientos pasados.

—¿Estarías dispuesto a añadir alinfame Bartimeo a tu lista?

Khaba era egipcio, un hombre deaspecto llamativo, alto, ancho dehombros y de gran fortaleza física.Llevaba la cabeza afeitada y enceradahasta dejarla lustrosa, igual que todoslos sacerdotes hechiceros de Tebas. Sunariz era aguileña, su frente prominente,sus labios finos, pálidos, tensos comocuerdas de arco. Los ojos pendían comotersas lunas negras sobre el desierto desu rostro y brillaban constantemente,como si estuvieran al borde de las

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lágrimas. El hombre asintió.—Mi señor, como en todas las

cosas, acato vuestra petición y vuestravoluntad.

—Que así sea. —Salomón bebió untrago de vino—. Procura que Bartimeoacabe entrando en vereda y aprenda quées el respeto. Hiram te llevará loscilindros y las tabletas relevantescuando hayan limpiado la torre deEzequiel. Eso es todo.

Khaba hizo una reverencia y volvióa ocupar su lugar entre los demás,arrastrando a su sombra tras sí como sise tratara de una capa.

—Una vez eso solucionado —prosiguió Salomón—, ya podemosconcentrarnos en otros asuntos. ¿Hiram?

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El visir chascó los dedos. Unpequeño ratoncito blanco apareció de lanada dando una voltereta en el aire yaterrizó en su mano. Llevaba un rollo depapiro, que desplegó y sostuvo en altopara que pudiera ser inspeccionado.Hiram repasó la lista brevemente.

—Tenemos treinta y dos casosjudiciales, mi señor, que vuestroshechiceros elevan a consulta —anunció—. Los demandantes esperan vuestrodictamen. Entre los temas que se tratan,tenemos un asesinato, tres agresiones, unmatrimonio que atraviesa malosmomentos y una disputa vecinal sobreuna cabra desaparecida.

El rey permaneció inmutable.—Muy bien. ¿Qué más?

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—Como siempre, muchospeticionarios venidos de lugares lejanoshan acudido a palacio a solicitar vuestraayuda. Hoy he escogido a veinte paraque os presenten sus peticionesformales.

—Oigámoslos. ¿Eso es todo?—No, mi señor. Han llegado

noticias de las patrullas de geniosenviadas a los desiertos meridionales.Según informan, los asaltantes decaminos han incurrido en nuevosataques. Varias alquerías apartadas hanquedado reducidas a cenizas y sushabitantes han sido asesinados. Las rutascomerciales también han sufridoexpolios: varias caravanas han sidoatacadas y algunos viajeros han sido

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asaltados.Salomón se removió en el trono.—¿Quién se encarga de las

patrullas del sur?Contestó una hechicera, una mujer

de Nubia ataviada con una túnicaamarilla muy ajustada.

—Yo, mi señor.—¡Invoca más demonios, Elbesh!

¡Sígueles la pista a esos «asaltantes decaminos»! Descubre qué ocurre: ¿sonsimples forajidos o mercenarios asueldo de reyes extranjeros? Mañanaquiero noticias.

La mujer torció el gesto en señal decontrariedad.

—Sí, mi señor... Solo que...El rey frunció el ceño.

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—Solo que ¿qué?—Mi señor, os ruego que me

disculpéis, pero ya controlo a nuevegenios de gran fortaleza y muy rebeldesque consumen todas mis energías. Serádifícil invocar más esclavos.

—Ya veo. —El rey paseó lamirada con impaciencia por el resto delcírculo—. Entonces, Reuben y Nisrochte asistirán en este pequeño cometido. Yahora...

Un hechicero de barba desgreñadalevantó la mano.

—¡Gran rey, perdonadme! En estosmomentos yo también voy un pocoahogado.

El hombre que tenía al lado asintió.—¡Y yo!

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El visir, Hiram, se aventuró aintervenir.

—Mi señor, los desiertos soninfinitos y los recursos de los quedisponemos nosotros, vuestros siervos,limitados. ¿No sería esta una buenaocasión en que podríais considerar elprestarnos ayuda? Tal vez, podríais... —Se detuvo.

Los ojos perfilados de kohl deSalomón parpadearon lentamente, comolos de un gato.

—Prosigue.Hiram tragó saliva. Ya había dicho

demasiado.—Tal vez, podríais contemplar la

idea de usar —apenas le quedaba unhilo de voz— el anillo.

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La expresión del rey seensombreció. Los nudillos de la manoizquierda se volvieron completamenteblancos, anclados al reposabrazos deltrono.

—Cuestionas mis órdenes, Hiram—dijo Salomón, con absolutatranquilidad.

—¡Gran Señor, por favor! ¡Nopretendía ofenderos!

—Osas especular sobre cómodebería usar mi poder.

—¡No! ¡Lo he dicho sin pensar!—¿No podría ser que, en realidad,

codiciaras esto?Movió la mano izquierda. En el

meñique, la luz se reflejó sobre unapequeña sortija de oro y obsidiana

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negra. Al pie del trono, los efrits leonesenseñaron los dientes y lanzaron variosrugidos cortos y guturales.

—¡No, mi señor! ¡Por favor!El visir se encogió hasta tocar el

suelo mientras su ratón buscaba refugioentre sus ropas. En el otro extremo de lacámara, un rumor recorrió la sala y losasistentes al consejo retrocedieronacongojados.

El rey extendió la mano e hizo girarel anillo sobre el dedo. Se oyó un ruidosordo y una bocanada de aire losabofeteó en la cara, tras lo cual el salónse sumió en la oscuridad. En medio deaquellas penumbras, una presencia sealzó cuan alta era junto al trono, encompleto silencio. Cuatrocientas treinta

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y siete personas cayeron de bruces,como si los hubieran golpeado.

Entre las sombras que envolvían eltrono, el rostro contraído de Salomónera sobrecogedor. Su voz resonó comosi hablara desde una profunda caverna.

—Atended a lo que os digo: llevadcuidado con lo que deseáis.

Volvió a hacer girar el anillo en eldedo. La aparición se desvaneció alinstante, el salón se inundórepentinamente de luz y los pájarossiguieron cantando en los jardines.

Poco a poco, con movimientosvacilantes, hechiceros, cortesanos,esposas y peticionarios se pusieron enpie.

El rostro de Salomón había

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recuperado la calma.—Envía tus demonios al desierto

—ordenó—. Apresa a los asaltantes decaravanas como te he pedido.

Bebió un nuevo trago de vino yvolvió la vista hacia los jardines, donde,como solía ser habitual, se oía unamúsica débil, aunque nadie había vistojamás a los músicos.

»Una cosa más, Hiram —dijo al fin—. Todavía no me has informado sobreSaba. ¿Ha regresado ya el mensajero?¿Sabemos ya cuál es la respuesta de lareina?

El visir se había levantado y estabaenjugándose un hilillo de sangre que lecaía de la nariz con unos golpecitos.Tragó saliva. Ese día se había levantado

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con mal pie.—Mi señor, la sabemos.—¿Y bien?Se aclaró la garganta.—Una vez más, sorprendentemente,

la reina rechaza vuestra propuesta dematrimonio y se niega a contarse entrevuestras incomparables consortes. —Elvisir hizo una pausa para dar cabida alesperado revuelo y a los gritos ahogadosque se alzarían entre las esposas allíreunidas—. Su explicación, si se lepuede llamar así, es la siguiente: comoverdadera gobernante de su país, y nocomo la mera hija del rey de aquellastierras —en ese momento se oyeronnuevos gritos ahogados y algún que otroresoplido—, le resulta imposible

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abandonarlo a cambio de una vida deocio, ni aun cuando eso signifique tenerque renunciar a gozar de vuestroglorioso esplendor en Jerusalén.Lamenta profundamente la imposibilidadde complaceros y os ofrece su eternaamistad, y la de Saba, tanto a vos comoa vuestro pueblo hasta, y cito —volvió aecharle un vistazo al rollo:—«quecaigan las torres de Marib y se extingael sol eterno». En resumen, mi señor, unnuevo «No».

El visir finalizó y, sin atreverse alevantar la vista hacia el rey, recogió elrollo y lo devolvió a los pliegues de latúnica con gran pomposidad. Losasistentes al consejo aguardaban a laexpectativa, sin apartar la mirada de la

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figura silenciosa que ocupaba el trono.De súbito, Salomón se echó a reír y

bebió un largo trago de vino.—De modo que esa es la última

palabra de Saba, ¿eh? —dijo—. Puesmuy bien. Tendremos que considerarcuál será la respuesta de Jerusalén.

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Capítulo 5 La noche había caído sobre Marib

y la ciudad descansaba en silencio. Lareina de Saba se encontraba a solas ensus aposentos, leyendo textos sagrados.Al tender la mano hacia la copa de vino,oyó un revoloteo junto a la ventana. Enel alféizar había posada un ave, unáguila que se sacudía esquirlas de hielode las plumas y la observaba fijamentecon sus fríos ojos negros. La reina se laquedó mirando unos instantes y luego,conocedora de los espejismos de losespíritus del aire, se dirigió a ella.

—Si acudes en son de paz, entra.Bienvenida seas.

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Al oír aquello, el águila abandonóel alféizar de un salto y se convirtió enun esbelto y atractivo joven de cabellodorado y ojos negros de mirada tangélida como la del águila. Llevaba eltorso desnudo salpicado de esquirlas dehielo.

—Traigo un mensaje para la reinade estas tierras —anunció el joven.

La reina sonrió.—Soy yo a quien buscas. Has

venido de muy lejos y has volado agrandes alturas. Eres un invitado en micasa y te ofrezco todo lo que tengo. Sideseas refrescarte, descansar ocualquier otra cosa, solo has de pedirloy te será concedido.

—Sois muy amable, reina Balkis,

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pero no preciso de nada de ello. Deboentregaros el mensaje y oír vuestrarespuesta, aunque primero habéis desaber que soy un marid de séptimo nively esclavo de Salomón, hijo de David,rey de Israel y el hechicero máspoderoso sobre la faz de la Tierra.

—¿Otra vez? —dijo la reinasonriendo—. En tres ocasiones herecibido una pregunta de tu rey y en lastres ocasiones le he dado la mismarespuesta. De la última no hace ni unasemana. Espero que ya haya aceptado midecisión y que no vuelva a pedirme lomismo una cuarta.

—En cuanto a eso —dijo el joven—, enseguida lo averiguaréis. Salomónos envía sus saludos y os desea salud y

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prosperidad. Os agradece queconsiderarais su última proposición, lacual retira de manera formal. Sinembargo, exige que lo reconozcáis comovuestro señor y soberano y que aceptéispagarle un tributo anual, el cual será decuarenta sacos de incienso de dulcearoma de los bosques de la bella Saba.Si accedéis a ello, el sol seguirábrillando sobre vuestros dominios yvuestros descendientes y vos disfrutaréispor siempre jamás de una granprosperidad. Negaos y..., sinceramente,el panorama es bastante más desolador.

Balkis había dejado de sonreír. Selevantó de la silla.

—¡Habrase visto petición másinsolente! ¡Salomón no tiene ningún

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derecho sobre las riquezas de Saba, delmismo modo que tampoco lo tiene sobremí!

—Tal vez hayáis oído decir queSalomón posee un anillo mágico —repuso el joven— con el cual puedealzar un ejército de espíritus en un abriry cerrar de ojos. Es por dicha razón quelos reyes de Fenicia, Líbano, Aram, Tiroy Edom, entre muchos otros, ya le hanjurado fidelidad y amistad. Le paganvastos tributos anuales en oro, madera,pieles y sal, y se consideran afortunadosde no ser destinatarios de su ira.

—Saba es un reino antiguo ysoberano —contestó Balkis fríamente—,y su reina no se postrará de rodillas anteningún extranjero infiel. Puedes volver y

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decírselo a tu amo.El joven no se movió, sino que

prosiguió en un tono más coloquial.—En realidad, oh, reina, ¿de

verdad consideráis que el tributopropuesto es abusivo? ¿Cuarenta sacosde los cientos que recogéis cada año?¡No vais a arruinaros! —Unos dientesblancos lanzaron un destello a través dela sonrisa que dibujaban sus labios—.Además, desde luego, es mucho mejorque acabar sacada a rastras y cubiertade harapos de una tierra arrasadamientras vuestras ciudades arden yvuestro pueblo perece.

Balkis ahogó un grito y dio un pasohacia la criatura insolente, pero sedetuvo cuando vio el brillo en los

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oscuros ojos vacíos.—Demonio, has excedido en

demasía tus funciones —replicó la reinatragando saliva—. Te exijo queabandones estos aposentos al instante oharé venir a mis sacerdotisas para que teden caza con sus redes de plata.

—Las redes de plata no mepreocupan —replicó el espírituacercándose a ella.

Balkis retrocedió. La reinaguardaba un globo de cristal en elarmario que había junto a la silla, elcual, al romperse, hacía saltar unaalarma y llamaba a su guardia personal.Sin embargo, cada paso que daba laalejaba del armario y de la puerta. Sumano buscó a tientas el puñal engastado

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de joyas que llevaba en el cinto.—Oh, yo no haría eso —le avisó el

demonio—. ¿Acaso no recordáis quesoy un marid, un ser capaz de conjurartormentas y hacer surgir nuevas islas enel mar susurrando una palabra? Y aunasí, a pesar de mi poder, soy el último ymás humilde de los esclavos deSalomón, cuya gloria y orgullo no hallarival entre los hombres.

El demonio se detuvo. Balkistodavía no había llegado a la pared,pero ya notaba la piedra muy cerca de laespalda. La reina se irguió sin apartar lamano de la empuñadura de la daga, conexpresión impasible, como una vez lehabían enseñado.

»Hace mucho tiempo serví a los

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primeros reyes de Egipto —prosiguió eldemonio—. Les ayudé a erigir sustumbas, hoy todavía consideradasmaravillas del mundo. Sin embargo, lagrandeza de esos reyes se asienta comoel polvo ante el poder que ostentaSalomón.

Dio media vuelta y atravesó laestancia con pasos despreocupados endirección al hogar. El hielo de lohombros que todavía no se habíaderretido se fundió rápidamente y gotasde agua rodaron por sus largas ymorenas extremidades, formandopequeños reguerillos.

»¿Habéis oído lo que ocurrecuando no se acata su voluntad, oh,reina? —dijo en voz baja—. Yo lo he

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visto de lejos. Lleva el anillo en eldedo. Lo gira una vez. Aparece elespíritu del anillo. Y luego, ¿qué?Ejércitos enteros cruzan el cielo, lasmurallas de las ciudades se desmoronan,la tierra se abre y el fuego devora a susenemigos. Hace comparecer incontablesespíritus en un abrir y cerrar de ojos, acuyo paso el mediodía se convierte enmedianoche. El suelo se estremece conel batir de sus alas. ¿Deseáis presenciaresa imagen aterradora? Oponeos a él, ysin duda seréis testigo de ella.

Pese a todo, Balkis habíarecuperado la seguridad en sí misma. Seacercó al armario con paso resuelto y sequedó junto a este, tensa de ira, con unamano en el cajón donde guardaba el

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globo de cristal.—Ya te he dado mi respuesta —

contestó con sequedad—. Regresa juntoa tu amo. Dile que lo rechazo por cuartavez y que no deseo recibir másmensajeros. Además, dile también que siinsiste en su cruel avaricia, haré que searrepienta de haber oído mi nombre.

—Oh, permitidme que lo dude —replicó el joven—. Apenas huelo lamagia a vuestro alrededor y Marib no esconocido por sus logros ni con labrujería ni con las armas. Una últimaadvertencia antes de que inicie el largovuelo de vuelta a casa: mi amo es unapersona razonable y sabe que es unadecisión difícil para vos. Tenéis dossemanas para cambiar de opinión. ¿Veis

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eso? —El demonio señaló la ventana, alotro lado de la cual una luna amarillentarelucía tras las espigadas torres deadobe de la ciudad—. Esta noche hayluna llena. ¡Cuando haya menguado hastaextinguirse, tened preparados loscuarenta sacos en una pila en el patio dearmas! Si no lo hacéis, el ejército deSalomón alzará el vuelo. ¡Dos semanas!Mientras tanto, os agradezco vuestrahospitalidad y el calor de vuestro hogar.Aquí os dejo un caluroso presente de miparte. Consideradlo un pequeño fuellecon que ayudaros a avivar las ideas.

El demonio levantó una mano sobrela que una bola de fuego anaranjadoempezó a hincharse hasta que saliódespedida como un rayo. El último piso

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de la torre más cercana estalló enllamas. Ladrillos incandescentes seprecipitaron hacia la oscuridad y seoyeron chillidos al fondo del abismo.

Balkis lanzó un grito y arremetiócontra el joven, quien sonrió con desdény se encaminó hacia la ventana. Unmovimiento desdibujado por lo veloz,una ráfaga de aire y un águila salióvolando por la ventana, rodeó las densascolumnas de humo escorándoseligeramente y desapareció entre lasestrellas.

• • • • •

Al alba, delgados hilillos de humogris seguían alzándose de la torre en

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ruinas, pero el fuego estaba extinguido.Las sacerdotisas habían tardado variashoras en decidir qué demonio debíaninvocar para combatir las llamas y,cuando por fin habían alcanzado unacuerdo, el agua traída a mano desde loscanales ya las había sofocado. La reinaBalkis había supervisado el proceso yse había asegurado de que trasladaran alos muertos y a los heridos al lugar queles correspondía. Ahora, con la ciudaden calma, sumida en el aturdimiento, lareina volvió a sentarse junto a la ventanade su alcoba y contempló la luz verdeazulada de la mañana avanzandolentamente sobre los campos.

Balkis tenía veintinueve años yocupaba el trono de Saba desde hacía

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algo menos de siete. Igual que su madre,la anterior reina, satisfacía losrequisitos para ostentar tan sagradocargo y gozaba de gran aceptación entresu pueblo. Era expeditiva y eficiente a lahora de impartir justicia, lo quecomplacía a sus consejeros, y seria ydevota en cuestiones religiosas, lo queagradaba a las sacerdotisas del dios Sol.Cuando los montañeses del Hadramautbajaban a la ciudad con sus túnicascargadas de espadas y amuletos de platapara protegerse de los espíritus y conlos sacos de incienso colgando de lagrupa de los camellos, los recibía en elpatio de armas del palacio, les ofrecíahojas de té de Arabia para masticar ycharlaba con ellos como una más sobre

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el tiempo y sobre las dificultades desangrar la resina de los árboles. Y ellostambién quedaban complacidos yregresaban a sus aldeas hablandomaravillas de la sin par reina de Saba.

Su belleza también ayudaba. Adiferencia de su madre, quien, con unaclara predisposición a engordar, en losúltimos años había necesitado de laayuda de cuatro jóvenes esclavos paralevantarse de su inmenso y mullidolecho, Balkis era esbelta y atlética, y nole gustaba que la asistieran. No contabacon confidentes ni entre sus consejerosni entre las sacerdotisas y no precisabaconsultar con nadie para tomar susdecisiones.

Tal como mandaba la tradición en

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Saba, todos los esclavos personales deBalkis eran mujeres, quienes se dividíanen dos categorías: las doncellas decámara, las cuales se ocupaban delcabello, las joyas y la higiene personal,y la pequeña casta de guardianas concargo hereditario, cuyo cometido erasalvaguardar a la reina de cualquierpeligro. Soberanas anteriores a ellahabían acabado entablando amistad conalguna de aquellas sirvientas, peroBalkis desaprobaba aquel tipo derelaciones y se mantenía distante.

La luz del alba alcanzó los canales.El agua se encendió y lanzó destellos.Balkis se levantó, se estiró y bebió untrago de vino para desentumecer larigidez de las piernas y los brazos.

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Segundos después del ataque habíaresuelto qué política seguiría, perohabía necesitado toda la noche paraanalizar su decisión y, ahora que yaestaba tomada, pasó del pensamiento ala acción sin vacilar un solo segundo.Cruzó la habitación hasta el pequeñoarmario que había junto a la silla,extrajo el globo que daba la alarma ehizo añicos el frágil cristal entre susdedos.

Aguardó con la mirada perdida enel hogar. No habían transcurrido nitreinta segundos cuando oyó pisadasapresuradas en el pasillo y la puerta seabrió de golpe.

—Aparta tu espada, mujer. Elpeligro ha pasado —dijo Balkis, sin

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volverse.Esperó, atenta. Oyó el sonido del

metal deslizándose en la vaina de cuero.»¿Cuál de mis guardianas acude a

mi llamada? —preguntó.—Asmira, mi señora.—Asmira... —La reina no apartó la

mirada de las llamas danzarinas—.Bien. Siempre fuiste la más rápida. Ytambién la de mayor iniciativa, si norecuerdo mal... ¿Me sirves en todo,Asmira?

—Así es, mi señora.—¿Darías tu vida por mí?—Lo haría gustosa.—No cabe duda de que eres digna

hija de tu madre —dijo Balkis—. Notardará en llegar el día en que Saba te

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haya de estar agradecida. —En esemomento se volvió y premió a la jovencon la más radiante de sus sonrisas—.Asmira, querida, llama a las sirvientas ydiles que nos traigan vino y dulces.Tengo que hablar contigo.

• • • • •

Cuando poco después, Asmira, lacapitana de la guardia, abandonó losaposentos reales y regresó a su pequeñacelda, respiraba con dificultad y unaexpresión solemne acompañaba unasmejillas encendidas. Se sentó en elborde del catre de tijera, al principiocon la mirada perdida, hasta que empezóa fijarse en las viejas y familiares

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grietas que recorrían la pared deladrillos de adobe del techo al suelo. Alcabo de un rato, el corazón y larespiración recuperaron un compás máspausado, pero continuaba sintiéndose tanhenchida de orgullo que el pechoamenazaba con estallarle. Tenía los ojosarrasados de lágrimas de felicidad.

Al fin se puso en pie y alargó lamano hacia el alto estante de la paredpara bajar una arqueta de madera, lacual llevaba el símbolo del sol en sucénit como único adorno. Colocó lapesada arqueta sobre el catre, searrodilló junto a ella, levantó la tapa yretiró los cinco puñales de plata quehabía en su interior. Al cogerlos, unopor uno, estos reflejaron la luz del farol

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mientras estudiaba los bordes y lossopesaba en la mano. Fue dejándolosordenadamente sobre el lecho.

Se agachó y, apoyando el pesosobre la parte anterior de la planta delos pies, buscó algo bajo la cama y sacóuna capa de viaje, su calzado de piel y—tras unos instantes durante los quetuvo que rebuscar con muy pocaelegancia en los rincones más remotos—una enorme bolsa de cuero, polvorientaa causa del desuso, y cuya boca quedabafruncida por un cordón.

Asmira vació el contenido de labolsa en el suelo: dos prendas de ropade gran tamaño dobladas sin demasiadoesmero, chamuscadas y llenas demanchas; varias velas; dos piedras de

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chispa y candelillas; una lámpara deaceite; tres tarros sellados con cera yocho pequeños pesos tallados en jade.Miró los objetos unos instantes, como sidudara, pero acabó encogiéndose dehombros, los devolvió a la bolsa, metiólos puñales de plata detrás, frunció loscordones para cerrarla y se levantó.

El tiempo volaba. Las sacerdotisasestaban a punto de reunirse en el patiode armas para llevar a cabo lasinvocaciones y ella todavía tenía quevisitar el templo para recibir labendición del dios Sol.

Sin embargo, estaba lista. Habíaacabado todos los preparativos y notenía de quién despedirse. Se descolgóla espada y la dejó sobre el catre. A

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continuación, se calzó, cogió la capa yse echó la bolsa al hombro. Sin volverla vista atrás, abandonó la habitación.

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Capítulo 6 En las alturas, el fénix sobrevolaba

la Tierra, una noble ave semejante aláguila, salvo por el tinte rojizo de lasplumas doradas y las salpicadurasirisadas que coronaban las alasextendidas. La cresta imitaba el colordel cobre, las garras parecían anzuelosde oro y los ojos, negros como elcarbón, miraban hacia el futuro y elpasado a través del tiempo.

También parecía bastantemosqueado y arrastraba doscientoscincuenta kilos de alcachofas en unamalla descomunal.

Sin embargo, el peso no era lo

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único que me molestaba de estetrabajito. El madrugón también habíasido una tocada de plumas. Había tenidoque ahuecar el ala de Israel pocodespués de medianoche con destino a lacosta septentrional de África, dondecrecían las mejores alcachofassilvestres, solo para poder recolectar (yaquí cito literalmente los términosespecíficos de mi misión) «losejemplares más frescos en el rocíocristalino del alba». No te digo... Comosi fuera a notar la diferencia.

Arrancar las condenadasalcachofas ya había sido muy cansado—iba a tener tierra metida bajo lasgarras durante semanas— pero llevarlasmas de dos mil kilómetros de vuelta con

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un suave viento de cara tampoco habíasido moco de pavo. Sin embargo, todoeso podía soportarlo. Lo que realmenteme sacaba de quicio eran las risitasahogadas y las miradas irónicas de miscolegas espíritus a medida que meacercaba a Jerusalén.

Pasaban fugazmente por mi ladocon una sonrisa de oreja a oreja, en todosu esplendor guerrero, con sus lanzas ysus espadas relucientes, dirigiéndose ala caza de forajidos en los desiertos,algo decente a lo que podía llamárselemisión. ¿Yo? Yo avanzaba a trompiconeshacia el norte con mi bolsa de hortalizasy una sonrisa forzada mientras no dejabade mascullar insultos mordaces entredientes. —Los cuales, desde luego, no

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voy a repetir aquí. A diferencia dealgunos genios poco recomendables delos que podría dar nombres, quienes serefocilan en vulgaridades y analogíasinapropiadas, yo insisto mucho en eldecoro y las buenas maneras. Desiempre. Tengo fama de ello. De hecho,se podría tatuar lo que no sé sobre elbuen gusto en el trasero de un enano,siempre que alguien lo sujetara conbastante fuerza para que dejara deretorcerse.

Hay que ver, me habían castigado y,sinceramente, sin motivo.

• • • • •

Por lo general, cuando liquidas a

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un hechicero valiéndote de inocentesartimañas y luego regresas al Otro Lado,lo normal es que te dejen en paz duranteun tiempo. Pasan unos cuantos años, talvez una o dos décadas, y luego, al final,otro oportunista avaricioso que haaprendido dos palabras de sumerioantiguo y ha conseguido dibujar unpentáculo sin que le haya salidodemasiado torcido, da con tu nombre, teinvoca y te devuelve a la esclavitud.Con todo, cuando eso sucede, las reglasestán claras y ambas partes las conoceny las aceptan de manera tácita: elhechicero te obliga a ayudarlo a hacerserico y poderoso5 y tú haces lo quepuedes para encontrar el modo depillarlo en un renuncio

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En ocasiones te sales con la tuya,aunque la mayoría de las veces no esasí. Todo depende de la experiencia y elsentido común de ambas partes. Encualquier caso, se trata de un duelopersonal, y cuando uno consigue unarara victoria sobre su opresor, lo últimoque espera es que lo traigan de vuelta alinstante y que otra persona lo castiguepor ello.

Sin embargo, así era exactamentecómo funcionaban las cosas en laJerusalén de Salomón. No habíanpasado ni veinticuatro horas desde quehabía devorado al viejo hechicero yhabía abandonado su torre con un eructoy una sonrisa cuando volvieron ainvocarme en otra torre algo más

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alejada, pegada a la muralla de laciudad. Antes de que me diera tiempo aabrir la boca para protestar, me habíanatravesado con un espasmo,centrifugado, prensado, lanzado al aire,estirado y, finalmente, me habíanaplicado los punzones con saña por losquebraderos de cabeza que les habíacausado. —Espasmos, centrifugados,punzones, etcétera: conjuros correctivosempleados con frecuencia para mantenera raya a un genio joven y sano.Dolorosos, molestos y casi nuncamortales—. Tal vez podría pensarseque, después de todo eso, tendría laoportunidad de intercalar algún que otrocomentario mordaz. Pues no. Instantesdespués me despacharon y me enviaron

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a la primera de una larga serie demisiones degradantes, todas ellasideadas específicamente para quebrantarmi carácter despreocupado.

La lista era deprimente. Primerome enviaron al monte Líbano a picartrocitos de hielo de la cima para que lossorbetes del rey estuvieran bienfresquitos. Luego se me ordenó ir a lossilos de palacio para contar los granosde cebada y así poder realizar elinventario anual. Después de eso, estuvetrabajando en los jardines de Salomón,arrancando hojas muertas de los árbolesy las flores mustias, de modo que nadade color marrón o marchitado pudieraherir la sensible vista real. A eso lesiguieron dos días de lo más

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desagradables en las alcantarillas delpalacio, algo sobre lo que prefierocorrer un tupido velo, previos a unaexpedición agotadora en busca de unhuevo de roc fresco para el desayuno dela casa real. —Nota para gourmets: conun huevo de roc, revuelto, se alimentanaproximadamente setecientas esposas,siempre que le añadas varias cubas deleche y una o tres mantequeras. Tambiéntuve que batir la mezcla, por lo queacabé con el codo dolorido—. Y ahora,por si todo eso fuera poco, tenía quecargar con aquel festín de alcachofasque estaba convirtiéndome en elhazmerreír de todos mis compañeros.

Naturalmente, nada de todo aquelloconsiguió quebrantar mi espíritu, pero sí

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volverme muy quisquilloso. Y ¿sabéisquién tenía la culpa? Salomón.

No es que fuera él quien meinvocó, por descontado. Por favor, élera demasiado importante para andarperdiendo el tiempo con esas cosas. Dehecho, tan importante que durante lostres largos años de cautiverio que estegenio había pasado en la ciudad, apenaslo había visto. Aunque solía pasearmecon bastante asiduidad por el palacio,explorando el inmenso laberinto desalones y jardines, solo había divisadoal rey en una o dos ocasiones, y siemprea lo lejos, rodeado de un grupo deesposas chillonas. Salomón no salíademasiado. Además de los consejosdiarios, a los que yo no estaba invitado,

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el monarca pasaba la mayor parte deltiempo encerrado en sus aposentosprivados, al otro lado de los jardinesseptentrionales. Mientras tanto, él serascaba la barriga y delegaba lasinvocaciones diarias en sus diecisietegrandes hechiceros, quienes residían enlas torres diseminadas a lo largo de lamuralla de la ciudad. —Si lo que sedice por ahí es cierto, no siempre habíasido así. Genios que llevaban muchotiempo a su servicio aseguraban que, alprincipio de su reinado, Salomón solíacelebrar banquetes con regularidad yorganizaba fiestas y entretenimientos detodo tipo (aunque las competiciones demuecas graciosas y los juegos malabaressiempre ocupaban un lugar especial).

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Cada noche, guirnaldas de lucecitas-diablillo iluminaban los cipreses yesferas-espíritu errantes bañaban elpalacio con un millar de colorescambiantes. Salomón, sus esposas ycortesanos retozaban en la hierbamientras el soberano los entretenía contrucos de magia que realizaba para elloscon el anillo. Por lo visto, las cosashabían cambiado desde entonces.

Mi anterior amo había sido uno deaquellos diecisiete hechicerosprivilegiados, igual que el actual, y eso,en pocas palabras, era una prueba másdel poder de Salomón. Todos loshechiceros son rivales acérrimos pornaturaleza. Cuando uno de ellos muereasesinado, lo primero que hacen es

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alegrarse. De hecho, es más probableque invoquen al genio culpable paraestrecharle la garra calurosamente quepara escarmentarlo. Menos en laJerusalén de Salomón. El reyconsideraba el fallecimiento de uno desus siervos como una afrenta personalpor la que exigía un justo castigo. Y poreso, contra toda ley natural, estaba allíde nuevo, encadenado una vez más.

Fruncí el ceño con rabia ante misdesgracias y seguí mi camino,dejándome arrastrar por las cálidas yáridas corrientes. Muy por debajo de mí,mi sombra encendida sobrevolabaolivares y campos de cebada, y en sudescenso rozaba abruptas terrazasplantadas de higueras. Trecho a trecho,

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el pequeño reino de Salomón pasababajo mis pies, hasta que vi a lo lejos lostejados de la capital, diseminados comorelucientes escamas por toda la colina.

Unos años atrás, Jerusalén no eramás que un pueblecito insignificante eintranscendente que en nada podíaequipararse a las grandes capitales delpasado como Nimrud, Babilonia oTebas. Ahora, sin embargo, competíacon todas ellas en riquezas y esplendor...Y la razón era fácil de adivinar.

Todo se debía al anillo.El anillo. Todo giraba a su

alrededor. Por eso había florecidoJerusalén. Por eso mis amos obedecíanlas órdenes de Salomón sin rechistar.Por eso lo rodeaban tantos hechiceros,

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como las pulgas orondas del perro de unleproso, como polillas alrededor de unallama.

Gracias al anillo que el monarcalucía en su meñique, Salomón disfrutabade una vida regalada e indolente e Israelde una prosperidad sin parangón.Gracias a la siniestra reputación dedicho anillo, los grandes imperios deEgipto y Babilonia guardaban unaprecavida distancia y vigilaban susfronteras con mirada inquieta.

Todo giraba a su alrededor.

• • • • •

En cuanto a mí, nunca había vistode cerca aquel objeto envuelto en

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misterio, pero tampoco me hacía falta.Era fácil percibir su poder inclusodesde lejos. Todos los objetos mágicosposeen un aura y cuanto más poderososson, más brillante es esta. En unaocasión en que Salomón pasó a ciertadistancia de mí, eché un breve vistazo alos planos superiores. El torrente de luzme hizo gritar de dolor. Salomón llevabaalgo que desprendía tal resplandor quelo eclipsaba. Fue como mirardirectamente al sol.

Por lo que había oído, el objeto ensí no era nada del otro jueves, un aro deoro con una piedra negra de obsidiana.Sin embargo, se decía que contenía unespíritu todopoderoso que comparecíacada vez que hacía girar el anillo en el

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dedo; aunque solo necesitaba tocarlopara invocar a un séquito de marids,efrits y genios dispuestos a cumplirhasta la última voluntad de su poseedor.En resumidas cuentas, que se trataba deun portal al Otro Lado que podías llevarcontigo donde quisieras y a través delcual podías convocar a un número casiilimitado de espíritus. —Además detodo eso, se decía que el anillo protegíaa Salomón de cualquier ofensivamágica, le proporcionaba unextraordinario atractivo personal (lo queposiblemente explicaría todas esasesposas que abarrotaban el palacio) y,además, le permitía entender la lenguade los pájaros y los animales. Enresumen, no estaba mal, aunque aquello

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último no era ni de lejos tan útil comopudiera parecer. A fin de cuentas, lasconversaciones de las bestias suelengirar en torno a: a) la incansablebúsqueda de comida, b) la localizaciónde un arbusto calentito donde pasar lanoche y c) la satisfacción esporádica deciertas glándulas6. Elementos tales comola nobleza, el humor y la poesía delalma brillan notoriamente por suausencia. Para ello hay que recurrir agenios de nivel medio.

Salomón disfrutaba de un poderinfinito a su antojo y sin correr peligropersonal. Los rigores habituales deloficio del hechicero le erandesconocidos. Nada de andar convelitas o ensuciarse las rodillas con tiza.

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Sin riesgo de acabar frito, a la parrilla osencillamente devorado. Ni tampoco deacabar a manos de rivales o esclavosdescontentos.

Se decía que una pequeñaraspadura deslucía el anillo allí dondeel gran marid Azul, aprovechando unapequeña ambigüedad en la formulaciónde un conjuro, había intentado destruirlomientras transportaba a Salomón en unaalfombra de Laquis a Bet-sur. La estatuapetrificada de Azul, erosionada año trasaño por los vientos del desierto, se alzaahora solitaria junto al camino deLaquis.

Al principio de su reinado, otrosdos marids, Philocretes y Odalis,también habían intentado acabar con el

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rey y sufrieron destinos tristementesimilares: Philocretes terminóconvertido en un eco en el interior de unrecipiente de cobre y Odalis en un rostrode expresión sorprendida, grabado en unsuelo de baldosas del cuarto de bañoreal.

Corrían muchas más historias sobreel anillo, por lo que no era de extrañarque Salomón viviera una vida regalada.El poder absoluto y el terror quedestilaba aquel pedacito de oro sobre sudedo mantenía a todos sus hechiceros ya sus espíritus a raya. La amenaza deque pudiera utilizarlo pendía sobretodos nosotros.

• • • • •

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Con el mediodía mi viaje tocó a sufin. Sobrevolé la Puerta del Cedrón,sobre los mercados y bazares atestadosy por fin descendí hacia el palacio y susjardines. En aquel último tramo, la cargahabía empezado a resultarmeparticularmente pesada y, por suertepara Salomón, no se le había ocurridosalir a pasear por los caminos de gravaen aquel momento. De haberlo visto, mehabría sentido profundamente tentado adescender en picado y soltar micargamento de alcachofas maduras sobresu acicalada cabeza antes de ponerme aperseguir a sus esposas hasta hacerlascaer en las fuentes. Sin embargo, todoestaba en calma. El fénix continuósosegadamente hasta la pista de

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aterrizaje indicada: es decir, un toscoedificio en la parte trasera del palacio,hasta donde llegaba el olor hediondo delos mataderos y donde las puertas de lascocinas estaban abiertas todo el día.

Descendí a gran velocidad, dejécaer la carga al suelo y me posé,adoptando al mismo tiempo laapariencia de un joven. —Era el aspectoque había adoptado siendo lancero deGilgamesh, dos mil años antes: un jovenalto y atractivo, de piel suave y ojosalmendrados. Llevaba una falda largasuperpuesta, collares de amatista sobreel pecho, el cabello adornado con rizosy tenía un aire melancólico quecontrastaba patentemente con losapestosos desperdicios desperdigados

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por el patio de las cocinas. Solíaadoptar aquella forma en circunstanciassimilares. Hasta cierto punto, me hacíasentir mejor.

Un grupo de diablillos se acercarona toda prisa para llevarse la malla a lascocinas. Junto a ellos apareció un genioorondo con paso elegante, el encargado,que llevaba varios rollos de papirobastante largos.

—¡Llegas tarde! —exclamó—.¡Las entregas para el banquete debíanrealizarse antes del mediodía!

Eché un vistazo al cielo,entrecerrando los ojos.

—Es mediodía, Bosquo. Mira elsol.

—Hace exactamente dos minutos

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que fue mediodía —replicó el genio—.Usted, caballero, llega tarde. En fin, quepase por esta vez. ¿Tu nombre?

—Bartimeo. Traigo alcachofas delAtlas.

—Un momento, un momento...Tenemos tantos esclavos... —El genio sesacó un estilo de detrás de la oreja y seconcentró en los rollos de papiro—Alef..., Bet... ¿Dónde está el rollo...?Estas lenguas modernas... No tienen nipies ni cabeza... Ah, aquí está... —Levantó la vista—. Bien. Sí. Has dichoque te llamabas...

Repiqueteé impacientemente el piecontra el suelo.

—Bartimeo.Bosquo consultó el rollo.

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—¿Bartimeo de Gilat?—No.—¿Bartimeo de Timnat?—No.Siguió desenrollando el papiro. Un

largo silencio.—¿Bartimeo de Khirbet

Delhamiyeh?—No. Por amor de Marduk, ¿dónde

está eso? Bartimeo de Uruk, tambiénconocido como Sakhr al-Yinni, famosoconfidente de Gilgamesh y Akenatón y,durante un tiempo, genio de confianza deNefertiti.

El encargado levantó la cabeza.—Ah, ¿entonces estamos hablando

de genios? Esta es la lista de trasgos.—¿La lista de trasgos? —Lancé un

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grito indignado—. ¿Qué pretendes decircon eso?

—En fin, solo hay que mirarte... Noes para tanto, deja de berrear. Sí, yaestá, ya te tengo localizado. No serásuno de los alborotadores de Khaba,¿verdad? ¡Hazme caso, tus gloriaspasadas de nada te servirán con él!

Bosquo se interrumpió bruscamentepara repartir órdenes entre los diablillosmientras yo reprimía el impulso detragármelo, papiros incluidos. Sacudí lacabeza, malhumorado. Lo único buenode aquel intercambio tan bochornoso eraque nadie más lo había presenciado. Mevolví y...

—Hola, Bartimeo....me di de bruces con un fornido

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esclavo nubio de barriga prominente.Era calvo, tenía los ojos inyectados ensangre y vestía una falda de piel deleopardo con un machete enormeencajado en la cintura. También lucíasiete torques de marfil alrededor de sucuello de toro y una expresión deregocijo burlón que, por desgracia, meresultaba muy conocida.

Retrocedí un paso.—Hola, Faquarl.—Aquí te encuentro, mira por

dónde —dijo el genio Faquarl—.Tranquilo, al menos yo sí sé quién eres.No pierdas la esperanza, tu antiguagrandeza todavía no ha quedadorelegada al olvido. Puede que algún díatambién se entone el Cantar de las

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alcachofas al calor del hogar y tuleyenda perviva hasta el final de lostiempos.

Lo miré con cara de pocos amigos.—¿Qué quieres?El nubio señaló algo por encima de

su hombro moreno.—Nuestro encantador amo quiere

ver a la cuadrilla reunida en la colinaque hay detrás del palacio. Solo faltastú.

—El día mejora por momentos —comenté con amargura—. Muy bien,vamos.

El joven atractivo y el nubio bajitoy rechoncho cruzaron juntos el patio ytodo aquel espíritu inferior que nosencontrábamos se apresuraba a

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apartarse de nuestro camino en cuantodescubrían nuestra verdadera naturalezaen los planos superiores. En la puertatrasera, unos semiefrits vigía con ojosde mosca y alas de murciélago nosdieron el alto y comprobaron nuestraidentidad en sus propios rollos depergamino. Nos dejaron pasar y salimosa un terreno desigual en lo alto de lacolina. La ciudad refulgía a nuestrospies.

Cerca de allí, otros seis espíritusesperaban en formación.

Mis últimas misiones habían sidosolitarias, por lo que era la primera vezque veía a los demás compañeros deinfracciones juntos. Los estudié condetenimiento.

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—Nunca hasta ahora se había vistoun grupito tan repulsivo de zánganos —comentó Faquarl—, y eso antes de quetú llegaras. Todos y cada uno denosotros ha matado o malherido a suantiguo amo, o en el caso de Chosroes,la ha insultado a la cara con el lenguajemás crudo que se conozca. Menudapandilla de granujas de poco fiar.

A algunos de los espíritus, comoFaquarl, los conocía y evitaba desdehacía años, pero había otros que nohabía visto nunca. Todos habíanadoptado apariencia humana en elprimer plano y habían escogido unoscuerpos de proporciones más o menosequilibradas. La mayoría lucía torsosmusculosos y brazos y piernas

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esculpidos, aunque ninguno tanto comolos míos. Un par se habían decantadopor unas piernas arqueadas y unasbarrigas voluminosas. Todos ibanvestidos con la sencilla, tosca y típicafaldita de esclavo.

Sin embargo, a medida que nosacercábamos, empecé a percatarme deque todos y cada uno de aquellos geniosrenegados habían alterado sutilmente suaspecto humano añadiéndole un pequeñodetalle demoníaco. Algunos teníancuernos que asomaban por entre el pelomientras que otros lucían colas, orejaslargas y puntiagudas o pezuñas hendidas.Una insubordinación arriesgada, perocon estilo7.

Decidí unirme a ellos y dejé que

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dos pequeños cuernos retorcidos decarnero me asomaran en la frente. Vi queFaquarl había dotado a su nubio con unelegante juego de colmillos puntiagudos.Acicalados de aquel modo, ocupamosnuestro lugar en la fila.

Esperamos. Un viento cálidosoplaba en la cima de la colina. Lejos,al oeste, las nubes se encapotaban sobreel mar.

Empecé a cambiar el peso de pie ylancé un bostezo.

—Bueno, ¿viene o no viene? —dije—. Me aburro, estoy reventado y no mevendría mal echarme un diablillo entrepecho y espalda. De hecho, antes hevisto varios en el patio que nadieecharía de menos si ninguno de nosotros

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dijera nada. Si encontráramos unabolsa...

Mi vecino me dio un codazo.—Calla —musitó entre dientes,

muy serio.—Venga, hombre, ¿qué hay de malo

en ello? Si lo hacemos todos.—Que te calles —repitió con

sequedad—. Está aquí.Enderecé la espalda. A mi lado,

siete genios se pusieron firmes deinmediato y todos miramos al frente conla cabeza ligeramente levantada.

Una figura vestida de negro subíapor la colina arrastrando una sombraque se alargaba y adelgazaba tras sí.

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Capítulo 7 Se llamaba Khaba —Me refiero al

nombre que había adoptado y por el cualse le conocía en sus correrías por estemundo. No significaba nada, solo setrataba de una máscara tras la queprotegía y ocultaba quién era enrealidad. Como todos los hechiceros, sunombre de nacimiento —la clave de supoder y su más preciada posesión—había sido borrado de la memoria en suinfancia y relegado al olvido— y, entreotras muchas cosas, sin duda era unhechicero de talento inigualable. En susorígenes, tal vez fuera un hijo del AltoEgipto, el chiquillo avispado de un

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campesino que se dejaba la piel en losnegros cienos del Nilo. Luego (pues asíes como ha funcionado desde hacesiglos) los sacerdotes de Ra dieron conél por casualidad y se lo llevaron lejosde su familia, a la fortaleza de paredesde granito de Karnak, donde los jóvenesavispados crecían envueltos en humo yoscuridad y donde aprendían las arteshermanadas de la magia y el acopio depoder. Durante más de mil años, estossacerdotes habían compartido con losfaraones el control de Egipto, unasveces pugnando con ellos por hacersecon el poder y, otras, apoyándolos. Enlos gloriosos días del pasado, Khabahabría permanecido en su tierra y,mediante conjuras o venenos, se habría

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abierto camino hasta la cúpulagobernante de Egipto. Sin embargo, eltrono de Tebas ya no poseía el lustre y elímpetu de antaño y ahora el sol brillabacon más fuerza sobre Jerusalén. Azuzadopor la ambición, Khaba había aprendidotodo lo que sus tutores podían enseñarley se había trasladado al este en busca deempleo en la corte de Salomón.

Puede que llevara en estas tierrasmuchos años, pero todavía seguíaarrastrando tras sí el perfume de lostemplos de Karnak. Incluso entonces,mientras ascendía hasta la cima de lacolina y se detenía para estudiarnos bajoel tórrido sol del mediodía, seguíaenvolviéndolo cierto tufo a cripta.

Hasta ese momento, solo lo había

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visto en la sala de invocación de sutorre, un lugar sombrío donde habíasufrido demasiado para fijarme en éldebidamente. Sin embargo, ahora veíaque su piel tenía un ligero tonoceniciento que delataba una estanciaprolongada en santuarios subterráneosen los que nunca entraba el sol y quetenía unos ojos grandes y redondos,como los de los peces cavernícolas quenadan en círculos en medio de laoscuridad —También tenía un aspectolloroso muy poco apetecible, como siestuviera a punto de derrumbarseatormentado por la culpa o compadecidopor el sufrimiento de sus víctimas. ¿Eraeso? Ni por asomo. El corazón deKhaba desconocía aquellas emociones y

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las lágrimas nunca llegaban a brotar—.Debajo de cada ojo, un fino y profundoverdugón descendía hasta la barbilladibujando una línea casi vertical que lecruzaba la mejilla. Sobre si aquellasmarcas eran naturales o fruto de unencuentro con un esclavo desesperadosolo pueden hacerse conjeturas.

En resumidas cuentas, Khaba noera precisamente un adonis. Un cadáverhabría cruzado la calle para evitarlo.

Como solía ser habitual entre loshechiceros más poderosos, vestía consencillez. Llevaba el pecho descubiertoy se limitaba a envolver el resto delcuerpo en una falda sin adorno alguno.Un largo látigo de varias cuerdas ymango de cuero se balanceaba al cinto,

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colgado de un gancho de hueso, y en elcuello lucía un colgante, una piedranegra y pulida sujeta por una anilla deoro. El poder emanaba de ambosobjetos. Supuse que la piedra sería unespejo mágico que permitía al hechicerover cosas alejadas. ¿El látigo? En fin,sabía muy bien de qué se trataba. Solode mirarlo me entraban escalofríos bajoel sol que bañaba la colina.

La hilera de genios aguardó ensilencio mientras el hechicero pasabarevista. Los ojos grandes y húmedosparpadearon ante cada uno de nosotros,uno tras otro. Luego, frunció el ceño y,llevándose una mano a la frente parahacerse pantalla contra el sol, volvió aestudiar nuestros cuernos, colas y demás

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añadiduras que se desviabanligeramente de la norma. Bajó una manohasta el látigo, despacio, tamborileó losdedos sobre el mango unos instantes... yluego la dejó caer. El hechiceroretrocedió unos pasos y se dirigió anosotros en voz baja y neutra.

—Yo soy Khaba —dijo— yvosotros, mis esclavos e instrumentos.No tolero la desobediencia. Es loprimero que debéis saber. Lo segundo eslo siguiente: os halláis en la gran colinade Jerusalén, un lugar que nuestro señor,Salomón, considera sagrado. Aquí noquiero ni frivolidades ni cualquier otrocomportamiento que no sea modélico sopena de sufrir el castigo más espantoso.—Poco a poco, empezó a pasearse

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arriba y abajo a lo largo de la hilera,arrastrando la larga y adelgazadasombra tras él—. Durante treinta añoslos demonios han huido despavoridos demi látigo. A quienes opusieronresistencia, los aplasté. Algunos estánmuertos. Otros siguen vivos... por asídecirlo. Ninguno ha regresado al OtroLado. ¡No olvidéis lo que os digo!

Guardó silencio unos instantes. Eleco de sus palabras rebotó contra lasparedes del palacio y fue atenuándosehasta desaparecer.

»Veo que, desafiando los edictosde Salomón —prosiguió Khaba—, todosexhibís algún que otro aderezodemoníaco en vuestra aparienciahumana. Tal vez pretendéis

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escandalizarme. Si es así, os equivocáis.Quizá consideráis este patético gestocomo una especie de rebelión. Si es así,eso no hace más que confirmar lo que yasabía: que sois demasiado cobardes ytenéis demasiado miedo para atreveroscon algo que produzca mayor impresión.Conservad hoy los cuernos, si eso oshace sentir mejor, pero sabed que apartir de mañana emplearé mi azote deesencia con cualquiera que los luzca.

Tomó el látigo en la mano y lo hizorestallar en el aire. Varios dimos unrespingo y ocho pares de ojos sombríossiguieron atentamente el movimientocompulsivo de las cuerdas de un lado alotro8.

Khaba asintió satisfecho y lo

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devolvió al cinturón.—¿Dónde quedan ahora esos

genios arrogantes que causaron tantosproblemas a sus antiguos amos? —dijo—. ¡Ya no están, han desaparecido!Vosotros sois dóciles y obedientes,como debe ser. Muy bien, ahora, avuestra nueva misión. Se os ha reunidopara que empecéis a trabajar en unnuevo proyecto de construcción para elrey Salomón. Nuestro soberano deseaque aquí se levante un gran templo, unamaravilla de la arquitectura que sea laenvidia de los reyes de Babilonia. Seme ha concedido el honor de llevar acabo la fase inicial, lo que implicalimpiar toda esta parte de la colina,allanarla y abrir una cantera en el valle

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de allí abajo. Seguiréis los planos queos entregaré, daréis forma a las piedrasy las arrastraréis hasta aquí arribaantes... Sí, Bartimeo, ¿qué ocurre?

Había levantado una mano congesto elegante.

—¿Por qué hay que arrastrar laspiedras? ¿No sería más rápido subirlasvolando? Todos podemos arreglárnoslascon dos a la vez, incluso Chosroes.

Un genio con orejas de murciélagoprotestó indignado varios puestos másallá a lo largo de la fila.

—¡Eh!El hechicero sacudió la cabeza.—No. Seguís estando dentro de los

límites de la ciudad y, puesto queSalomón ha prohibido cualquier forma

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sobrenatural, debéis evitar los atajos enlos que se emplee la magia y trabajar alritmo que lo haría un humano. Será unrecinto sagrado y debe construirse conatención.

Protesté, incrédulo.—¿Sin magia? Pero ¡tardaremos

años!Los ojos vidriosos se clavaron en

mí.—¿Acaso cuestionas mis órdenes?Vacilé unos instantes y al final

desvié la mirada.—No.El hechicero se volvió hacia un

lado y pronunció una palabra. Con unaleve réplica y un ligero olor a huevospodridos, una nubecilla de color lila que

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iba inflándose poco a poco se apareciójunto a Khaba y aguardó a su lado,suspendida en el aire, con una suavepalpitación. Repantigado en la nube, conlos brazos raquíticos cruzados detrás dela cabeza, descansaba una criatura decola retorcida y piel verdosa, carrillosrechonchos y sonrojados, ojosparpadeantes y una expresión insolenteque delataba un exceso de confianza.

Nos sonrió con descaro.—Hola, muchachos.—Este es Gezeri, un trasgo —

anunció nuestro amo—. Es mis ojos ymis oídos. Cuando yo no esté presente,él me informará de cualquier negligenciao transgresión de mis órdenes.

Los labios del trasgo se

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ensancharon en una sonrisa más amplia.—No hay problema, Khaba. Estos

chicos son tan mansos como corderitos.—Asomó un pie de dedos gordinflonespor debajo de la nube, dio una pataditaal aire y se impulsó unos centímetroshacia delante—. Está claro que sabenmuy bien lo que les conviene, salta a lavista.

—Eso espero. —Khaba hizo ungesto de impaciencia—. ¡El tiempocorre! Debéis poneros manos a la obra.¡Limpiad el terreno de maleza y allanadla cima! Ya conocéis los términos devuestra invocación, así que más os valecumplirlos a rajatabla. Quierodisciplina, quiero eficiencia y quieromuda dedicación. Nada de

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impertinencias, discusiones odistracciones. Dividíos en cuatro gruposde trabajo. Enseguida os traeré losplanos del templo. Eso es todo.

Y dicho aquello, giró sobre sustalones y echó a caminar, la viva imagende la indiferencia envuelta enarrogancia. El trasgo impulsó la nubecon una patada perezosa y la guió tras suamo, volviendo la cabeza al mismotiempo para dedicarles una serie demuecas soeces.

Aun así, a pesar de lasprovocaciones, ninguno de nosotrosabrió la boca. Oí que Faquarl ahogabaun gruñido entre dientes junto a mí,como si deseara decir algo, pero eltemor a ser castigados parecía haber

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atado la lengua al resto de miscompañeros esclavos.

Pero bueno, en fin, ya me conocéis.Soy Bartimeo, a mí nadie me ata lalengua. —Salvo de manera literal en unpar de ocasiones en que ciertossacerdotes asirios acabaron tan hartosde mi descaro que me atravesaron lalengua con espinas y me ataron con ellaa un poste en la plaza central de Nínive.No obstante, no habían contado con laelasticidad de mi esencia. Conseguíestirar la lengua lo suficiente parallegarme hasta una taberna que había allíal lado a echar un tranquilo trago devino de cebada mientras le ponía lazancadilla disimuladamente a variosdignatarios que pasaban por allí

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dándose aires—. Carraspeé conexageración y levanté la mano.

Gezeri se volvió en redondo.Khaba, el hechicero, lo hizo con máscalma.

—¿Sí?—Bartimeo de Uruk de nuevo,

amo. Tengo una queja.El hechicero me miró incrédulo con

sus enormes ojos acuosos tras un par deparpadeos.

—¿Una queja?—Eso es. Veo que no estás sordo,

todo un alivio teniendo en cuenta elresto de taras. Me temo que se trata demis compañeros de trabajo. No dan latalla.

—No dan... ¿la talla?

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—Sí. Y a ver si estamos un pocomás atentos. No todos, claro. No tengonada en contra de... —Me volví hacia elgenio de mi izquierda, un joven deaspecto lozano con un solo cuernopequeño y grueso en medio de la frente—. Disculpa, ¿cómo te llamabas?

—Menes.—Del joven Menes. Estoy seguro

de que es un buen tipo. Y el gordinflónde las pezuñas puede que también sea unbuen trabajador, al menos, esencia no lefalta. Pero alguno de los otros... Si novamos a poder salir de aquí durantemeses, con esa cantidad de trabajo...Bueno, en resumidas cuentas, que novamos a hacer buenas migas. Nospelearemos, discutiremos, reñiremos...

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Tomemos a Faquarl, por ejemplo. ¡No sepuede trabajar con él! Siempre acaballorando.

Faquarl soltó una risita desganadaque dejó a la vista sus relucientescolmillos.

—Sí, en fin... Amo, debería señalarque Bartimeo es un fantasioso sinremedio. No hay que creer ni unapalabra de lo que diga.

—Exacto —intervino el esclavo delas pezuñas—. Me ha llamadogordinflón.

Al genio de las orejas demurciélago se le escapó un bufidoburlón.

—Es que eres un gordinflón.—Tú te callas, Chosroes.

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—Cállate tú, Beyzer.—¿Lo ves? —Sacudí la cabeza con

pesar—. Ya estamos riñendo. Antes deque te des cuenta estaremosdespellejándonos. Lo mejor sería quenos hicieras partir a todos, con lanotable excepción de Faquarl, quien, apesar de su falta de personalidad, es unmago del cincel. Será un siervomagnífico y fiel, y trabajará como ochode nosotros juntos.

El hechicero abrió la boca paradecir algo, pero lo interrumpió la risa untanto forzada del nubio barrigón, quiense adelantó de manera casiimperceptible.

—Al contrario —se apresuró aintervenir Faquarl—, es Bartimeo con

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quien deberías quedarte. Como puedesver, es tan vigoroso como un marid.También es famoso por sus muchasconquistas en arquitectura, algunas delas cuales han llegado a nuestros días através de las fábulas.

Lo fulminé con la mirada.—Pero ¿qué dices? Si soy un inútil.—Esa modestia es típica de él. —

Faquarl sonrió—. Solo tiene un defecto,que es incapaz de trabajar con otrosgenios, a quienes suelen darles la ordende partida en cuanto lo invocan a él,pero ¿y de lo que es capaz? Seguro queincluso aquí, en el culo del mundo, se haoído hablar de la gran inundación delEufrates. Bueno, ¡pues tienes a suartífice delante de ti!

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—Qué propio de ti sacar eso arelucir, Faquarl. Ese incidente semagnificó por completo. Tampoco fuepara tanto...

Chosroes, el de las orejas demurciélago, protestó indignado.

—¡Que no fue para tanto! ¡Unainundación desde Ur hasta Shurupak, enla que solo las azoteas blancasasomaban por encima de las aguas! ¡Fuecomo si el mundo hubiera quedadosumergido! ¡Y todo porque tú, Bartimeo,construiste un dique en medio del ríopor una apuesta!

—Vale, pero gané la apuesta, ¿no?Hay que ver las cosas de maneraobjetiva.

—Al menos él sabe construir algo,

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Chosroes.—¿Qué? ¡Mis proyectos

arquitectónicos en Babilonia eran lacomidilla de la ciudad!

—¿Como la torre que nuncaacabaste?

—Oh, vamos, Nimshik, losproblemas con los trabajadoresextranjeros paralizaron la obra.

Yo ya había hecho mi trabajo. Ladiscusión se animaba por momentos;cualquier atisbo de disciplina yconcentración había desaparecido y elhechicero tenía un precioso colormorado de piel. Tampoco quedabasombra de complacencia en el rostro deltrasgo Gezeri, quien boqueaba como unatrucha.

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Khaba lanzó un grito iracundo.—¡Todos vosotros! Silencio.Sin embargo, era demasiado tarde.

Habíamos roto filas y formábamos unamelé enfurecida de puños agitados ydedos acusadores. Las colas seretorcían, los cuernos destellaban al sol;una o dos garras inexistentes hasta esosmomentos se materializaron con astuciapara reforzar un punto de vista.

En fin, he conocido algunos amosque se dan por vencidos llegados a estepunto, se llevan las manos a la cabeza yhacen partir a sus esclavos —aunquesolo sea de manera temporal— paraconseguir un poco de paz. Sin embargo,el egipcio estaba hecho de otra pasta.Retrocedió un paso, lentamente, con el

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rostro contraído, y descolgó el azote deesencia del cinturón. Asiéndolo confuerza por el mango y lanzando unconjuro, lo hizo restallar una, dos, hastatres veces por encima de la cabeza.

De cada una de las cuerdas quegiraba en el aire emanó una saetadentada cargada de energía. Las lanzasalcanzaron su objetivo, nos atravesaron,nos arrancaron del suelo y nos enviaronal cielo envueltos en llamas.

En lo alto, bajo un sol de justicia,nos balanceábamos colgados de espinasamarillas de luz abrasadora, muy porencima de los muros del palacio. Anuestros pies, el hechicero movía losbrazos en círculos, arriba y abajo, cadavez más rápido, mientras Gezeri daba

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brincos de alegría. Nosotros dábamosvueltas y más vueltas, desmadejados eindefensos, colisionando unas vecesentre nosotros y otras contra el suelo. Anuestras espaldas dejábamos reguerosde esencia maltrecha que quedabasuspendida en el aire del desierto,lanzando destellos irisados comopompas de jabón aceitosas.

Cesó la rueda giratoria y losespetones de esencia se retiraron. Elhechicero por fin bajó el brazo. Ochopiltrafas descendieron en picadomientras se desprendía esencia denuestros contornos, como porciones demantequilla derretida. Aterrizamos decabeza.

Las nubes de polvo se fueron

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posando poco a poco. Allí estábamos,unos junto a otros, clavados en la tierracomo dientes rotos o estatuas inclinadas.Algunos humeábamos ligeramente.Teníamos la cabeza medio enterrada ylas piernas se nos combaban como tallosmustios.

No lejos de allí, la calima seestremeció, se fracturó, volvió aagruparse y, a través de los jirones,apareció el hechicero dando grandeszancadas, con la sombra negra yalargada deslizándose tras él. Briznas deenergía amarilla todavía emanaban delazote y emitían unos débileschisporroteos que poco a poco ibanapagándose. Era lo único que se oía entoda la colina.

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Escupí una piedra.—Faquarl, mira, creo que nos

perdona —dije con voz ronca—. Estásonriendo.

—Bartimeo, recuerda: estamosboca abajo.

—Ah. Ya.Khaba se detuvo en seco y nos

lanzó una mirada asesina.—Esto es lo que hago con los

esclavos que me desobedecen porprimera vez —dijo sin levantar la voz.

Se hizo el silencio. Ni siquiera amí se me ocurría qué decir.

—Dejad que os muestre lo quehago con los esclavos que medesobedecen por segunda vez.

Estiró una mano y pronunció una

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palabra. Un punto de luz trémula, másbrillante que el sol, apareció de prontoen el aire, suspendido sobre la palmaextendida. Poco a poco y en silencio, fueexpandiéndose hasta convertirse en unaesfera luminosa que el hechicero acunóen la mano, aunque sin llegar a tocarla,una esfera que empezó a oscurecerse,como el agua tintada de sangre.

Algo comenzó a moverse en suinterior. Una criatura, lenta, ciega yagonizante, perdida en medio de laoscuridad.

Callados, boca abajo y con laspiernas combadas, contemplamos aaquella pobre criatura marchita ydesamparada. La contemplamos largorato.

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—¿Lo adivináis? —preguntó elhechicero—. Es un espíritu comovosotros, o al menos lo fue una vez. Éltambién conoció la libertad. Tal vez,como vosotros, disfrutaba haciéndomeperder el tiempo, desatendiendo loscometidos que le encargaba. No lorecuerdo, hace ya muchos años que loconfiné a los sótanos de mi torre y esprobable que incluso él mismo hayaolvidado esos detalles. De vez encuando lo someto a ciertos y delicadosestímulos para recordarle que siguevivo, pero el resto del tiempo dejo quese pudra en su miseria. —Paseó lamirada entre sus esclavos, parpadeandolentamente, y prosiguió en el mismo tonode voz desapasionado que había

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conservado hasta entonces—. Si algunode vosotros desea acabar así, solo tieneque contrariarme una vez más. Si ese noes vuestro deseo, os pondréis a trabajary empezaréis a extraer y a tallar lapiedra tal como ordena Salomón. Yrezad, si es que vuestra naturaleza os lopermite, para que algún día os concedaabandonar la Tierra.

La imagen del interior fuemenguando al tiempo que la esfera sereducía, hasta desaparecer con un siseo.El hechicero dio media vuelta yencaminó sus pasos hacia el palacio. Susombra negra y alargada le pisaba lostalones, deslizándose, danzando sobrelas piedras.

Nadie dijo nada. Uno tras otro

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fuimos inclinándonos hacia un lado ynos derrumbamos sobre la arena.

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Capítulo 8 Al norte de Saba, los desiertos de

Arabia se extendían sin fin durante milesde kilómetros, un territorio vasto yestéril habitado de dunas y áridascolinas pedregosas, que limitaba aloeste con el sereno mar Rojo. Alnoroeste, donde la península entraba encontacto con Egipto y el mar Rojofondeaba en el golfo de Aqaba, se erigíael puerto comercial de Eilat, un lugar deencuentro de rutas, mercancías yhombres desde tiempos inmemoriales.Para poder vender sus especias en losviejos bazares de Eilat, donde obteníangrandes beneficios, los comerciantes

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sábeos de incienso debían seguir unaruta tortuosa y serpenteante quediscurría entre el desierto y el mar, y alo largo de la cual tenían que atravesarnumerosos e insignificantes reinos,pagar aduanas y defenderse de losataques de las tribus de las montañas ysus genios. Si la suerte les acompañaba,siempre que sus camellos no enfermarany lograran evitar expolios importantes,los comerciantes solían llegar a Eilattras seis o siete semanas de viaje,arrastrando un cansancio considerable.

La capitana de la guardia, Asmira,hizo el trayecto en una sola noche,transportada en un remolino de arena.

Al otro lado del manto protector, enla aullante oscuridad, la tormenta de

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arena acribillaba el aire. Asmira no veíanada. Estaba agachada en cuclillas, conlos brazos alrededor de las rodillas ylos ojos cerrados con fuerza, tratando deignorar las voces que, desde el interiordel remolino, gritaban su nombre sincesar. Era una provocación del espírituque la transportaba, pero, por lo demás,las restricciones de las sacerdotisasaguantaban. No la soltó, ni la aplastó, nila desmembró, sino que se limitó atrasladarla sana y salva y a dejarla en elsuelo, con delicadeza, en el momento enque rayaba el alba.

Entumecida, fue enderezándosemuy poco a poco hasta que se atrevió aabrir los ojos. Estaba en la cima de unacolina, en el centro de tres círculos

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perfectos de arena. La tierra estabasalpicada de matojos, de juncias y derocas que brillaban bajo el sol delamanecer. En la cresta de la cima habíaun niño desnudo que la observaba conojos oscuros y brillantes.

—Eso de ahí es Eilat —dijo elgenio—. Llegarás hacia el mediodía.

Asmira se volvió hacia el lugarindicado y vio un conglomerado deluces amarillentas que se suspendíanborrosas y distantes en el crepúsculomatutino, y muy cerca de aquello, unalínea blanca, delgada como la hoja de uncuchillo, que separaba el cielo y latierra.

»Y eso —añadió el niño señalandola línea— es el mar. El golfo de Aqaba.

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Te encuentras en el punto másmeridional del reino de Salomón. EnEilat podrás alquilar camellos que tellevarán a la ciudad de Jerusalén, hastala que todavía quedan varias decenas deleguas. Yo no puedo llevarte más allásin poner en peligro tu seguridad.Salomón ha hecho construir astilleros enEilat para controlar las rutascomerciales a lo largo de la costa.Algunos de sus hechiceros están aquí, ymuchos espíritus, vigilando la apariciónde intrusos como yo. No puedo entrar enla ciudad.

Asmira seguía poniéndose en pie,sorprendida de la rigidez de susmiembros.

—Entonces te agradezco lo que has

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hecho por mí —dijo—. Cuando regresesa Marib, por favor exprésales migratitud a las sacerdotisas y a mi amadareina. Diles que les agradezco su ayuda,que pondré mi alma en el cumplimientode la misión y que...

—No me des las gracias —lainterrumpió el niño—. Yo solo hago loque me obligan a hacer. En realidad, sino fuera porque me han amenazado conusar la llama funesta, te devoraría en unabrir y cerrar de ojos, porque tienes unapinta suculenta. En cuanto a la reina ysus lacayas, en mi opinión, siguesdándoles las gracias a quienes no lasmerecen, pues te han enviado a unamuerte segura mientras sus traserossiguen expandiéndoseles a sus anchas en

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los mullidos sillones de los patios depalacio. Aun así, les daré recuerdos detu parte.

—¡Maldito demonio! —mascullóAsmira entre dientes—. ¡Si muero, serápor mi reina! Han atacado mi país y elpropio dios Sol ha bendecido mi misión.¡Qué sabrás tú de lealtad, de amor o depatria! ¡Desaparece de aquí!

Asmira asió con fuerza algo quecolgaba de su cuello y pronunció unasílaba con rabia. Un disco centelleanteenvuelto en luz amarilla alcanzó al genioy lo envió hacia atrás dando volteretascon un grito.

—Bonito número de magia —comentó el niño, poniéndose en pie—,pero tu poder es escaso y aún escasean

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más tus motivos. Dioses y países... ¿quéson sino palabras?

El genio cerró los ojos ydesapareció. Una brisa suave se dirigióhacia el sur y dispersó los círculosperfectos de arena. Asmira seestremeció.

Se arrodilló junto a la bolsa de piely extrajo su odre de agua, un pastelitoenvuelto en hojas de parra, un puñal deplata y la capa de viaje, que se echósobre los hombros para entrar en calor.Lo primero que hizo fue beberávidamente del odre, pues estabasedienta. Luego se comió el pastelito apequeños y enérgicos bocados, con lamirada fija en la ladera de la colinamientras estudiaba el camino que

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seguiría para llegar a la ciudad. Acontinuación se volvió hacia el este,donde el disco del dios Sol acababa deliberarse del abrazo de la tierra. Enalgún lugar muy lejano, también sealzaba sobre la bella Saba. Su gloriacegó a Asmira, su calor le bañó elrostro. Los movimientos de la joven seralentizaron y dejó la mente en blanco.De pronto, la urgencia de la misión dejóde atenazarle el estómago. Se demoróunos instantes en la cima de la colina,una joven esbelta y menuda de largocabello oscuro bañado por la dorada luzdel sol.

~ ~ ~Siendo todavía muy pequeña, la

madre de Asmira la había llevado a la

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azotea del palacio y habían caminado asu alrededor, para que Asmira pudieracontemplar todo lo que las rodeaba.

—La ciudad de Marib se erigesobre una colina —dijo su madre— yesa colina es el centro de Saba, de igualmodo que el corazón es el centro delcuerpo. Hace mucho tiempo, el dios Soldecretó la extensión y la forma denuestra ciudad y no se nos estápermitido construir más allá de suslímites. ¡Por eso construimos haciaarriba! ¿Ves las torres que se alzan acada lado? Nuestro pueblo vive en ellas,una familia en cada planta, y cuandosurge la necesidad, construimos unnuevo piso con ladrillos de barro fresco.Ahora, hija, mira al otro lado de la

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colina. ¿Ves que todo lo que nos rodeaes verde mientras que más allá solo seextiende un desierto amarillo? Esos sonnuestros huertos, los que nos dan decomer. Cada año, las nieves que sederriten en las montañas, se precipitanen torrentes por los uadis secos ypolvorientos para regar nuestras tierras.Las anteriores reinas abrieron esoscanales para regar con agua los camposy es el mantenimiento de dichos canalessu mayor responsabilidad, ya que sinellos moriríamos. Ahora mira hacia eleste, ¿ves esa cordillera de montañasblanquiazules? Eso es Hadramaut, dondecrecen nuestros bosques. Esos árbolesson el otro bien más preciado queposeemos. Recogemos la resina, la

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secamos y... ¿en qué se convierte luego?Asmira había dado saltitos de

excitación, pues sabía la respuesta.—¡Incienso, madre! ¡Esa cosa a la

que apestan los montañeses!Su madre había descansado una

mano férrea sobre la cabeza de su hija.—Deja ya de triscar como las

cabras, jovencita. Una guardiana depalacio no va brincando como underviche, aunque solo tenga cinco años.Sin embargo, tienes razón. Ese inciensoes nuestro oro y lo que hace próspero anuestro pueblo. Comerciamos conimperios muy lejanos, allende desiertosy mares. Pagan precios altos por él,pero, si pudieran, nos lo robarían. Sololas infinitas arenas de Arabia,

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infranqueables para un ejército, nos hanprotegido de su codicia.

Asmira había dejado de darvueltas. Frunció el ceño.

—Si vienen los enemigos, la reinalos matará —dijo—. ¿Verdad, madre?Ella nos protege.

—Sí, hija. Nuestra reina protegeSaba. Y nosotras, a su vez, laprotegemos a ella, las guardianas y yo.Es para lo que hemos nacido. Cuandoseas mayor, querida Asmira, tú tambiéndeberás proteger a nuestra señora con tuvida... Igual que he hecho yo y nuestrasabuelas antes que nosotras. ¿Lo juras?

Asmira la miró muy seria ysolemne.

—Lo juro, madre.

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—Buena chica. Ahora bajemos yreunámonos con nuestras hermanas.

En aquellos días, la vieja reina deSaba todavía no había engordado tantocomo para no poder abandonar elpalacio, y allí donde iba siempre laacompañaba una escolta compuesta porsu guardia personal. En calidad decapitana general, la madre de Asmiracaminaba detrás de la reina, pegada asus pies como si fuera su sombra, con laespada de hoja curvada colgandorelajadamente del cinto. Asmira (quiensobre todo admiraba el cabello largo ybrillante de su madre) la creía muchomás bella y majestuosa que la propiareina, aunque se guardaba mucho decompartir aquella opinión con nadie.

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Era probable que estuviera cometiendoalta traición con solo pensarlo, y en lacolina desnuda que se extendía más alláde las vegas había un lugar destinado alos traidores, donde los pajarillospicoteaban sus restos. En vez decomentarlo con nadie, se contentabaimaginando el día en que ella misma seconvirtiera en primera guardiana ycaminara detrás de la reina. Salía a losjardines que había detrás del palacio y,con un tallo de junco cortado, seentrenaba con ahínco en el manejo de laespada y hacía huir despavoridos aejércitos enteros de demoniosimaginarios.

Desde muy temprana edad,acompañaba a su madre a la sala de

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práctica, donde, bajo el ojo atento de lasarrugadas madres guardianas,demasiado ancianas para el servicioactivo, las mujeres de la guardiaperfeccionaban su oficio a diario. Antesde almorzar, escalaban cuerdas, corríanpor los prados y nadaban en los canalesque se extendían bajo las murallas. Unavez que habían calentado los músculos,se ejercitaban seis horas al día en lassalas resonantes y bañadas por el sol,practicando con espadas y bastones,batiéndose en duelos con cuchillos ymolinetes o lanzando discos y puñales ablancos rellenos de paja repartidos porel suelo. Asmira observaba atentamentedesde los banquillos, donde las madresguardianas vendaban heridas y

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magulladuras con jirones de telaempapados en hierbas balsámicas. Amenudo, ella y otras niñas cogían laspequeñas armas de madera destinadas asu edad y entablaban luchas falsas consus madres. Así comenzaba suentrenamiento.

La madre de Asmira era, de todas,la más diestra, razón por la cual se lahabía designado primera guardiana.Corría más rápido, luchaba con másfiereza y, sobre todo, lanzaba lospequeños y relucientes puñales con mástino que las demás. Podía hacerloquieta, en movimiento e incluso a mediogiro, pero en cualquier caso siemprehundía la hoja hasta la empuñadura en elblanco escogido en el otro extremo de la

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sala.Aquello era algo que fascinaba a

Asmira, quien a menudo se acercabacorriendo y alargaba la mano.

—Quiero probar.—Todavía eres muy pequeña —

decía su madre, sonriendo—. Haypuñales de madera que tienen el pesoadecuado para que no puedas hacertedaño. No, así no —pues Asmira sehabía hecho con el arma que empuñabasu madre—, tienes que sujetar la puntaentre el pulgar y el índice consuavidad... así. Ahora, concéntrate.Cierra los ojos, inspira hondo, poco apoco...

—¡No hace falta! ¡Mira qué bienlanzo! Vaya.

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Su madre reía.—No está mal, Asmira. Si la diana

hubiera estado seis pasos a la derecha yotros veinte más cerca, habrías dado enel blanco. Por el momento, me alegro deno tener los pies más largos. —Seagachaba y recogía el cuchillo—.Inténtalo otra vez.

Pasaron los años mientras el diosSol continuaba realizando su travesíadiaria a través del cielo. Asmira habíacumplido los diecisiete, tenía piesligeros, mirada grave y era una de lascuatro capitanas de la guardia depalacio recientemente ascendidas. Habíadestacado durante la última rebelión delas tribus de las montañas, en la quehabía capturado personalmente al

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cabecilla sublevado y a sus hechiceros.Había desempeñado las funciones de laprimera guardiana en varias ocasiones yhabía cubierto las espaldas de la reinadurante las ceremonias de los templos.Sin embargo, la reina de Saba jamás sehabía dirigido a ella y ni una sola vezhabía dado muestras de conocer suexistencia... hasta la noche del incendiode la torre...

• • • • •

Al otro lado de la ventana, el humoseguía disperso en el aire mientras en laSala de los Muertos resonaban lostambores en señal de luto. Asmiraestaba en los aposentos reales, sujetando

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con torpeza una copa de vino, con lamirada fija en el suelo.

—Asmira, querida —dijo la reina—. ¿Sabes quién ha cometido este actoatroz?

Asmira alzó la vista. La reinaestaba sentada tan cerca de ella que susrodillas casi se tocaban. Unaproximidad inaudita. El corazón le latíacon fuerza. Volvió a desviar los ojoshacia el suelo.

—Dicen, mi señora —tartamudeó—, dicen que es obra del rey Salomón.

—Y ¿dicen por qué?—No, mi señora.—Asmira, puedes mirarme cuando

hables. Soy tu reina, sí, pero ambassomos hijas del Sol.

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Cuando Asmira volvió a alzar lamirada, la reina sonreía, y aquello hizoque se sintiera algo más animada. Tomóun sorbo de vino.

—La primera guardiana me hahablado mucho de tus cualidades —prosiguió la reina—. Dice que eresrápida, fuerte e inteligente. Que no letemes al peligro. Avispada, casitemeraria... Y también hermosa, esosalta a la vista. Dime, ¿qué sabes deSalomón, Asmira? ¿Qué has oído contarsobre él?

A la joven le ardía el rostro y teníaun nudo en la garganta. Tal vez se trataradel humo. Había estado al pie de latorre, organizando la cadena humana quetraía y llevaba el agua.

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—Lo mismo de siempre, mi señora.Que posee un palacio de jade y oro,erigido en una sola noche con su anillomágico. Que tiene bajo su mando aveinte mil espíritus, a cuál más temible.Que ha desposado a setecientas mujeresy, por tanto, es un hombre de unaperversidad incomparable. Que...

La reina levantó una mano.—Yo también lo he oído. —Su

sonrisa se desvaneció—. Asmira,Salomón desea las riquezas de Saba.Uno de sus demonios es el responsabledel ataque de esta noche, y cuando hayaluna nueva, lo que sucederá de aquí atrece días, las huestes del anillomarcharán sobre Saba para destruirnos atodos.

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Asmira la miró con ojosdesorbitados por el horror, pero no dijonada.

—Salvo, claro está, que pague unrescate —prosiguió la reina—. Huelgadecir que no deseo hacerlo. Sería unaafrenta tanto al honor de Saba como almío propio. Sin embargo, ¿quéalternativa nos queda? No podemoshacer frente al poder del anillo. La únicamanera de eludir el peligro es acabandocon la vida de Salomón, y eso esprácticamente imposible dado que jamásabandona Jerusalén, una ciudad tan biendefendida por ejércitos y hechiceros quehacen de ella un bastión inaccesible.Aun así... —La reina lanzó un profundosuspiro y volvió la vista hacia la

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ventana—. Aun así me pregunto... Mepregunto si alguien que viajara solo,alguien con suficiente inteligencia ydestreza, alguien que parecierainofensivo aunque en realidad no lofuera... Me pregunto si ese alguien seríacapaz de encontrar el modo de llegarhasta el rey... Y cuando estuviera a solascon él, si esa persona... No, olvídalo,sería un trabajo demasiado duro.

—Mi señora... —La voz de Asmiratembló de emoción, y también de miedo,ante lo que estaba a punto de decir—.Mi señora, si existe algún modo en quepudiera ayudar.

La reina de Saba sonrió conbenevolencia.

—Querida, no es necesario que

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digas nada más. Sé que me eres fiel.Conozco el amor que me profesas. Sí,querida Asmira, gracias por prestarte.Creo firmemente que tú puedes hacerlo.

~ ~ ~El sol naciente acababa de asomar

sobre el horizonte del desierto. CuandoAsmira se volvió de nuevo hacia eloeste, descubrió que el puerto de Eilatse había convertido en una largaextensión sembrada de edificios de unblanco cegador y, el mar, en una franjaazul a la que se aferraban diminutospuntos blancos.

Aguzó la vista. Las naves delmalvado Salomón. A partir de esemomento, tendría que ir con muchocuidado.

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Recogió el puñal de plata delsuelo, donde lo había dejado junto a labolsa, y se lo ciñó al cinturón. Lodeslizó hacia la espalda para quequedara oculto bajo la capa al tiempoque volvía la vista hacia el cielo ydescubría el suave y fantasmal contornode la luna menguante que todavía seperfilaba contra el firmamento azul. Lavisión de la luna le provocó de nuevo elnudo en el estómago. ¡Quedaban docedías! Y Salomón estaba muy lejos.Recogió la bolsa y bajó la colina a pasoligero.

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Capítulo 9 —Mira dónde tiras esos cascajos

—se quejó Faquarl—. La últimacarretada se me metió por el cuello.

—Lo siento.—Y tendrías que llevar una falda

más larga cuando trabajes, que no meatrevo a levantar la vista.

Dejé el cincel.—¿Qué quieres que le haga, si es

lo que se lleva ahora?—Me tapas el sol. Al menos ponte

un poco más allá.Nos miramos con cara de pocos

amigos. De mala gana, me corrí unpalmo a la izquierda. Refunfuñando,

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Faquarl se corrió un palmo a la derecha.Continuamos picando.

»No me fastidiaría tanto si nosdejaran trabajar como es debido —protestó Faquarl, con amargura—. Una odos detonaciones rapiditas haríanmaravillas en esta roca.

—Díselo a Salomón —repliqué—.Por su culpa no podemos... ¡Ay!

El martillo había golpeado mipulgar en vez del cincel. Empecé a darbrincos de dolor; el eco de mismaldiciones rebotó en la pared de roca ysobresaltó a un buitre que había por allí.

Llevábamos toda la mañana, desdelas primeras horas del alba,deslomándonos en la cantera que había alos pies de la obra, tallando los

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primeros sillares del templo. La terrazade Faquarl se encontraba debajo de lamía, por lo que el pobre no disfrutaba delas mejores vistas.

La mía quedaba expuesta a un solde justicia, por lo que estaba sudoroso eirritable. Y ahora, encima, el pulgar medolía horrores.

Eché un vistazo a mi alrededor:rocas, calima, ni un alma en ninguno delos planos.

—Estoy harto —dije—. Khaba noanda por aquí cerca y ese repugnantetrasguillo suyo tampoco. Voy a tomarmeun descanso.

Dicho y hecho, el atractivo joventiró el cincel a un lado y se dejóresbalar por la escalera de madera hasta

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el suelo de la cantera.Faquarl volvía a ser el nubio

orondo de siempre: barrigón, cubiertode polvo y con muy malas pulgas. Trasunos instantes de vacilación, él tambiéntiró sus herramientas al suelo. Nosresguardamos a la sombra del sillar quetenía a medio terminar, en cuclillas,igual que hacen los esclavos ociosos detodo el mundo.

—Nos ha vuelto a tocar el peortrabajo —dije—. ¿Por qué no podemosestar cavando los cimientos con losdemás?

El nubio se rascó la barriga, eligióun cascajo de entre los escombros queteníamos a los pies y se hurgó losdientes ligeramente puntiagudos.

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—Tal vez sea porque nuestro amono puede ni vernos. Lo que en tu caso nome sorprende, teniendo en cuenta laslindezas que le soltaste ayer.

Sonreí con satisfacción.—Cierto.—Hablando del hechicero —

prosiguió Faquarl—, ¿qué te parece eseKhaba?

—Malo. ¿Y a ti?—Uno de los peores.—Yo diría que está entre los diez

peores de todos los tiempos, casi queentre los cinco primeros.

—No solo es cruel —añadióFaquarl—, sino también arbitrario. Lacrueldad la respeto; en muchos aspectosla considero una cualidad positiva, pero

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tiene la mano demasiado suelta con elazote de esencia. Porque trabajas muydespacio, porque trabajas muy deprisa,porque resulta que pasas por allí cuandole entran ganas, lo saca a la mínima decambio.

Asentí.—No lo sabes tú bien. Anoche

volvió a darme otro varapalo y todo poruna desgraciada casualidad.

—¿Qué ocurrió?—Sin venir a cuento, hice un efecto

sonoro muy cómico justo cuando seagachaba para volverse a atar lassandalias. —Lancé un suspiro y sacudíla cabeza con tristeza—. Cierto, retumbóentre las paredes del valle como si setratara de un trueno. Cierto, varios

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gerifaltes de la corte de Salomónestaban presentes y se apresuraron acambiarse de lado para colocarse contrael viento. ¡Pero, aun así...! Ese tipo notiene el menor sentido del humor, de ahívienen todos los problemas.

—Me alegra saber que sigues tanrefinado como siempre, Bartimeo —dijoFaquarl, sin demasiado entusiasmo.

—Se hace lo que se puede.—Pasatiempos aparte, debemos

andarnos con cuidado con Khaba.¿Recuerdas lo que había en la esfera quenos enseñó? Podría ser cualquiera denosotros.

—Lo sé.El nubio dejó de hurgarse los

dientes y arrojó lejos la esquirla. Nos

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quedamos mirando la blancura hirientede la cantera, con la vista perdida.

• • • • •

Veamos, el diálogo anterior podríaparecer una conversación normal ycorriente, carente de interés, para quienno suela detenerse demasiado en estascosas; sin embargo, en realidad posee ungran valor en cuanto a originalidad yaque los interlocutores somos Faquarl yyo y charlamos sin recurrir a a) insultostriviales, b) indirectas poco disimuladaso c) tentativas de asesinato. Unacontecimiento bastante inusual a lolargo de la historia. De hecho, habíahabido civilizaciones enteras que se

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habían arrastrado fuera del barro, habíandominado el arte de la escritura y laastronomía y habían entrado en lentadecadencia en el tiempo que habíatranscurrido entre una conversacióncivilizada y otra.

Nuestros caminos se habíancruzado por primera vez enMesopotamia, durante las interminablesguerras entre las ciudades estado. Aveces luchábamos en el mismo bandomientras que en otras debíamosenfrentarnos en el campo de batalla.Algo que, de por sí, tampoco era tanextraño —sino lo habitual de cualquierespíritu y una situación sobre la que noteníamos ningún control, ya que erannuestros amos quienes nos obligaban a

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actuar—, pero parecía que Faquarl y yono acabábamos de llevarnos bien.

La razón era difícil de explicar. Enmuchos aspectos, teníamos bastante encomún.

Para empezar, ambos éramosgenios de gran reputación y orígenesancestrales, aunque (muy típico de él)Faquarl insistía en que los suyos eran unpoco más ancestrales que los míos. —Según él, lo invocaron por primera vezen Jericó, en el año 3015 a. de C,aproximadamente cinco antes de midebut en Ur. Eso lo convertía, segúndecía, en el genio más antiguo de lacuadrilla. Sin embargo, teniendo encuenta que Faquarl también juraba yperjuraba que había inventado los

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jeroglíficos mientras «jugueteaba agarabatear monigotes en el barro del ríoNilo con un palo» y, además, asegurabahaber concebido el ábaco después deempalar dos decenas de diablillos en lasramas de un cedro asiático, recibíatodas sus historias con ciertoescepticismo.

En segundo lugar, ambos éramostipos entusiastas, pendencieros, perrosviejos cuando había bronca y temiblesadversarios para nuestros amoshumanos. Entre los dos habíamos dadocuenta de un número considerable dehechiceros que no habían sabido cerrarsus pentáculos como era debido, ohabían pronunciado mal una palabradurante la invocación, o habían pasado

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por alto una laguna en los términos ycondiciones de nuestro contrato o habíanenviado al traste de cualquier otro modoel delicado proceso de traernos a laTierra. Sin embargo, lo único malo detanta desenvoltura era que loshechiceros que sí sabían lo que sehacían, los que apreciaban nuestrascualidades en su verdadera valía ydeseaban utilizarlas en su propioprovecho, nos invocaban cada vez conmayor frecuencia. En resumidas cuentas,que Faquarl y yo acabamos siendo losdos espíritus con más trabajo de aquelmilenio, al menos, según nosotros.

Y por si eso fuera poco, tambiéncompartíamos muchas aficiones, entrelas que destacaban la arquitectura, la

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política y la cocina regional. —Desdemi punto de vista, los babilonios eranlos más suculentos, gracias a la cremosaleche de cabra que formaba su dietabase. Faquarl prefería un buen indio—.Así que, de uno u otro modo, lo máslógico hubiera sido que Faquarl y yo noshubiéramos llevado bien.

Sin embargo, no sé por qué, perono había ocasión en que no acabaranhinchándosenos las narices —O loshocicos. O las trompas. O los tentáculos,filamentos, palpos o antenas,dependiendo de la apariencia quetuviéramos en esos momentos—, ysiempre había sido así.

Aun así, por lo general, estábamosdispuestos a aparcar nuestras

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diferencias cuando nos enfrentábamos aun enemigo mutuo, y nuestro amo actualencajaba en esa categoría a laperfección. Cualquier hechicero capazde invocar a ocho genios a la vez, porfuerza tenía que ser un adversariotemible, y el azote de esencia nomejoraba las cosas. No obstante, tenía lasensación de que había algo más quetodavía no sabíamos acerca de él.

—Hay algo raro en Khaba —dijede pronto—. ¿Te has fijado en...?

Faquarl me dio un codazo e inclinóla cabeza ligeramente. Dos de nuestroscompañeros, Xoxen y Tivoc, habíanaparecido en el camino de la cantera.Ambos avanzaban arrastrando los pies,con las palas echadas al hombro.

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—¡Faquarl! ¡Bartimeo! —Xoxen nodaba crédito a lo que veían sus ojos—.¿Qué estáis haciendo?

—Están tomándose un descanso —dijo Tivoc, con un brillo maligno en lamirada.

—Venid y sentaos con nosotros, siqueréis —los invité.

Xoxen se apoyó en su pala y sesecó el sudor de la cara con una manosucia.

—¡Necios! —siseó entre dientes—. ¿Acaso no recordáis cómo se lasgasta nuestro amo? ¡No lo llaman Khabael Cruel por la afectuosa generosidadque muestra con los esclavosholgazanes! Nos ordenó trabajar sindescanso durante las horas de luz. ¡De

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día se trabaja, de noche se descansa!¿Qué parte del concepto no habéisentendido?

—Vais a conseguir que todosacabemos en las jaulas de esencia —gruñó Tivoc.

Faquarl le quitó importancia con unademán.

—El egipcio es solo un humanoenvuelto en tristes carnes mientras quenosotros somos espíritus nobles. Utilizoel término «noble» en el sentido másamplio de la palabra, por descontado,para poder incluir a Bartimeo. ¿Por quéninguno de nosotros tiene que dejarse lapiel por Khaba? ¡Deberíamos unirnuestras fuerzas para acabar con él!

—Eso no es más que palabrería —

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masculló Tivoc—, ahora que elhechicero no anda por aquí.

Xoxen asintió.—Exacto. Cuando aparezca, los

dos os pondréis a tallar piedra comoposesos, ya lo veréis. Mientras tanto,¿queréis que informe de que vuestrosprimeros sillares no están acabados?Avisadnos cuando estén listos paraarrastrarlos hasta allí arriba.

Dieron media vuelta y se alejaronde la cantera con paso afectado. Faquarly yo nos los quedamos mirando.

—Nuestros compañeros de trabajodejan mucho que desear —protesté conun gruñido—. Les faltan agallas. —Adecir verdad, algunos no estaban tanmal. Nimshik había pasado bastante

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tiempo en Canaán y tenía opiniones muyinteresantes sobre la política tribal de laregión; Menes, un genio más bien joven,escuchaba con atención mis sabioscomentarios; incluso Chosroes habíaasado a la parrilla a un diablillogrosero. Sin embargo, los demás soloeran un despilfarro de esencia. Beyzerera vanidoso; Tivoc, sarcástico y Xoxenpecaba de falsa modestia. En mi humildeopinión, tres rasgos personalesinsoportables

Faquarl recogió sus herramientas yse puso en pie, no sin esfuerzo.

—En fin, ahora mismo estamostodos en el mismo saco —contestó—.Nosotros también hemos dejado queKhaba nos mangonee a su voluntad. El

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problema es que no sé cómo vamos aenfrentarnos a él. Es poderoso, cruel,tiene ese maldito azote y...

Su voz fue apagándose lentamente.Intercambiamos una mirada. Acontinuación, Faquarl lanzó un pequeñopulso que se expandió a nuestroalrededor y creó una verde y brillanteburbuja silenciosa en cuyo interiorquedamos encerrados. Los sonidosapagados y aislados que procedían de loalto de la colina, donde se oía conclaridad el trabajo de las palas denuestros compañeros genios, quedaroninmediatamente amortiguados.Estábamos solos, con nuestras vocesseparadas del mundo.

A pesar de todo, me incliné hacia

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delante para acercarme a él.—¿Te has fijado en su sombra?—¿En que es un poco más oscura

de lo habitual? —musitó Faquarl—. ¿Ytambién un poco más alargada? ¿En quetarda en responder un poco más de loque sería normal cuando Khaba semueve?

—La misma.Faquarl hizo una mueca de

contrariedad.—No se ve nada en ninguno de los

planos, lo que significa que se ocultatras un velo de gran nivel. Pero lo queestá claro es que hay algo y que ese algoprotege a Khaba. Si queremos acabarcon él, lo primero que debemos hacer esaveriguar de qué se trata.

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—No le quitaremos el ojo deencima —dije—. Tarde o temprano, sedelatará.

Faquarl asintió. Hizo una florituracon el cincel y la burbuja silenciosaestalló y roció los alrededores con unalluvia de gotitas de color esmeralda. Sinmediar más palabra, volvimos altrabajo.

• • • • •

La construcción del templo siguióadelante con toda tranquilidad duranteun par de días. La cima de la colinaquedó allanada, se desbrozó de matojosy maleza y se cavaron los cimientos deledificio. Abajo, en la cantera, Faquarl y

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yo tallamos un buen número de sillaresde caliza de primera calidad,geométricos, simétricos y tan lisos quehasta el rey podría haber comido enellos. Aun así, no obtuvieron el vistobueno del pequeño y odioso supervisorde Khaba, Gezeri, quien se materializósobre el afloramiento rocoso quesobresalía por encima de nuestrascabezas y chasqueó la lengua en señalde desaprobación, mientrasinspeccionaba nuestro trabajo.

—Menuda chapuza, chicos —dijo,sacudiendo el cabezón verde—. Loslados están llenos de bultos quenecesitan un buen pulido. El jefe losechará para atrás tal como están, madremía, ya lo creo que sí.

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—Acércate y dime dónde los ves—lo animé, con amabilidad—. Mi vistaya no es lo que era.

El trasgo bajó del saliente de unsalto y se acercó con paso tranquilo.

—Vosotros, los genios, sois todosiguales. Sacos de patatas henchidos devanidad, eso es lo que sois, unosinútiles. Si yo fuera vuestro amo, osarrearía una pestilencia a diario solopor princip... ¡Ay!

Perlas de sabiduría como aquellasescasearon durante unos minutos, en losque me dediqué a limar a conciencia loscantos de las piedras con la cabeza deGezeri. Cuando hube terminado, lossillares estaban suaves como el culito deun bebé, y la cara de Gezeri, más plana

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que un yunque.—Tenías razón —admití—. Ahora

tienen mucho mejor aspecto. Por cierto,tú también.

El trasgo daba saltitos furiososapoyándose ahora en un pie, ahora en elotro.

—¡Cómo te atreves! ¡Me voy achivar, te lo prometo! ¡Khaba ya te teníaechado el ojo! ¡Solo estaba esperandoque le dieras una excusa para infligirtela llama funesta! Cuando suba y lediga...

—Espera, deja que te eche unamano.

Con espíritu filantrópico, lo cogípor el pescuezo, hice un complicadonudo marinero con brazos y piernas y

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salió volando por encima de las paredesde la cantera de una buena patada, endirección a la obra. Ya aterrizaría enalguna parte. Se oyó un chillido distante.

Faquarl contempló la escena contranquilo regocijo.

—Un pelín imprudente, Bartimeo.—De todas maneras acaban

azotándome a diario —protesté con ungruñido—. Por una más...

Sin embargo, a decir verdad,últimamente el hechicero parecía tanabstraído en sus asuntos que ni siquierale prestaba atención a los castigos.Pasaba la mayor parte del tiempo en sutienda, al borde de la obra, repasandolos planos del edificio y recibiendo alos diablillos mensajeros que procedían

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de palacio. Todos los días aquellosmensajes traían nuevas e interminablesinstrucciones que modificaban ladistribución del templo —columnas debronce aquí, suelos de cedro allá— lascuales Khaba debía incorporar a losplanos de inmediato. A menudo salíapara contrastar los cambios con eltrabajo que se había realizado hasta elmomento, de modo que, siempre que yoarrastraba un bloque hasta la obra,aprovechaba para estudiar al hechicerocon detenimiento.

Y lo que veía no me dejaba muchomás tranquilo.

Lo primero en lo que me fijé fue enla sombra de Khaba: siempre pegada asus talones, arrastrándose por el suelo

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tras él. Jamás se movía de allí,independientemente de la posición delsol: nunca delante, nunca a un lado,siempre detrás. Lo segundo era aún másextraño. El hechicero casi nunca salíacuando el sol estaba en su cénit —prefería retirarse a su tienda y dejabaque trasgos con apariencia de esclavosescitas le abanicaran la coronilla conhojas de palmera y lo agasajaran condulces y sorbetes de frutas. Lo quesupongo que no debe de estar nada mal—, pero, cuando lo hacía, era curiosocomprobar que, mientras las demássombras se reducían casi hasta lainexistencia, la suya se manteníaalargada, la típica sombra del atardecero el amanecer.

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A pesar de que más o menos secorrespondía con la forma de su dueño,la alargaba ligeramente, y acabéaborreciendo aquellos brazos y dedostan finos que parecían estrecharse hastael infinito. Por lo general solían imitarlos movimientos del hechicero, pero nosiempre. En una ocasión, mientrasayudaba a subir uno de los sillares hastael templo y Khaba nos observabaapartado a un lado, creí ver por elrabillo del ojo que los brazos de lasombra se arqueaban como los de unamantis religiosa al acecho de su víctima,a pesar de que el hechicero tenía lossuyos cruzados. Volví la cabezarápidamente, pero la sombra tambiénestaba de brazos cruzados, como

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correspondía.Tal como Faquarl había comentado,

mantenía la misma forma en cada uno delos siete planos, y eso de por sí nopresagiaba nada bueno. No soy ni undiablillo ni un trasgo, sino un geniohecho y derecho con dominio absolutode todos los planos, y suelo confiar enmi capacidad para descubrir la mayoríade los hechizos que puedan estarobrándose a mi alrededor. Espejismos,camuflajes, encantos, velos, lo que sea,en cuanto pasas al séptimo plano todosse revelan ante mis ojos como unentramado de hebras brillantes que mepermiten descubrir lo que realmente seoculta tras ellas. Lo mismo ocurre conlas apariencias que adoptan los

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espíritus: enséñame a un inocente niñode coro o a una madre sonriente y yo teenseñaré al horrendo strigoi9 decolmillos que se esconde detrás —nosiempre. Solo a veces. Vuestra madre,por ejemplo, seguro que es de fiar.Vamos, digo yo—. Hay muy pocas cosasque escapen a mi vista de lince.

Como esa sombra. No conseguíaver nada a través del velo.

Faquarl no había tenido mejorsuerte que yo, tal como me confió unanoche junto a la hoguera.

—Tiene que ser de alto nivel —musitó entre dientes—. ¿Cómo va a serun genio algo que es capaz deengañarnos en el séptimo plano? Creoque Khaba se lo ha traído de Egipto.

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¿Alguna idea acerca de qué puedetratarse, Bartimeo? Últimamente tú haspasado más tiempo allí que yo.

Me encogí de hombros.—Las catacumbas de Karnak son

muy profundas y nunca me adentrédemasiado. Debemos andarnos conmucho cuidado.

Al día siguiente comprobé hastaqué punto debíamos vigilar nuestrospasos. Había un problema con laalineación del pórtico del templo y yome había subido a una escalera paraevaluar el asunto desde arriba. Meocultaba en la estrecha hendidura quequedaba entre dos sillares y estabaenredando con la plomada y la vara deun codo cuando vi que el hechicero

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pasaba por debajo de mí, pisando fuertesobre la tierra compactada. Un pequeñodiablillo mensajero procedente depalacio se acercó a él con una misiva enla mano y le cortó el paso. El hechicerose detuvo, aceptó la tablilla de ceradonde habían escrito el mensaje y loleyó rápidamente. Mientras tanto, susombra, como solía acostumbrar, sealargaba hasta el infinito por detrás deél, a pesar de que el sol casi habíaalcanzando su punto más alto. Elhechicero asintió, guardó la tablilla enun saquito que llevaba colgado delcinturón y prosiguió su camino. Eldiablillo, con la anodina estupidez quecaracteriza a los de su especie, semarchó en la dirección opuesta mientras

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se hurgaba la nariz, de modo que pasójunto a la sombra. De pronto, se oyó elchasquido seco de una dentellada y, enun abrir y cerrar de ojos, el diablillohabía desaparecido. La sombra se alejótras el hechicero. Sin embargo, justoantes de desaparecer de mi campo devisión, la cabeza reptante se volvió paramirarme y, en ese momento, no teníanada de humana.

Con las manos asaltadas por unligero temblor, acabé las mediciones ydescendí rápidamente del pórtico. Vistolo visto, puede que lo más sensato fueramantenerse alejado del hechicero.Procuraría pasar inadvertido, haría mitrabajo con diligencia y, sobre todo, nollamaría la atención. Aquella era la

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mejor manera de no meterse en líos.Lo conseguí durante cuatro días. Al

quinto, ocurrió una catástrofe.

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Capítulo 10 El puerto de Eilat impresionó

profundamente a Asmira, cuyoconocimiento de las ciudades se reducíaa Marib y a Sirwah, su gemela, acincuenta kilómetros campo traviesa.Por mucho que bulleran de actividad,sobre todo los días festivos, siempreconservaban cierto orden. Lassacerdotisas vestían mantos dorados ylos habitantes unas sencillas túnicasblancas y azules. Si los hombres de lastribus de las montañas visitaban laciudad, sus túnicas, más largas y decolor rojo o marrón, los hacíanfácilmente identificables desde los

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puestos de vigilancia. Con solo echaruna ojeada, un vigía era capaz deevaluar y valorar los peligros quepudieran ocultarse entre lamuchedumbre.

En Eilat no era tan sencillo.Las calles eran amplias y ningún

edificio superaba los dos pisos. ParaAsmira, acostumbrada a las tranquilas yfrescas sombras que proyectaban lastorres de Saba, aquello hacía que laciudad se le antojara extrañamenteinforme, una masa caliente e indomablede muros bajos y encalados que semimetizaba de manera desconcertantecon la incesante marea de gente querecorría sus calles. Egipcios devestimentas ostentosas avanzaban con

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andares decididos, luciendo unosamuletos relucientes sobre el pecho yseguidos de sus esclavos, quienesarrastraban cajas, arcones y diablillosmalhumorados atrapados en jaulas quese balanceaban al paso. Hombresenjutos y fuertes de Punt, de ojos vivos,minúsculos, con sacos de resinatambaleándose a sus espaldas, se abríancamino serpenteando entre lostenderetes de los mercaderes kushitas,que ofrecían encantadores de espíritus ytalismanes de plata para protegerse delos genios al viajero precavido.Babilonios de ojos oscuros discutíancon hombres de piel clara sobre carrosde pieles y cueros de dibujos extraños.Asmira incluso reconoció a un grupo de

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paisanos sábeos que había viajado hastael norte siguiendo la dura y extenuanteruta del incienso.

En las azoteas, seres silenciososcon apariencia de gatos y avesobservaban la actividad que sedesplegada a sus pies.

Asmira, quien todavía no habíacruzado las puertas, torció el gesto,incomodada ante la falta de regulaciónde la magia en el territorio del reyhechicero. Compró lentejas especiadasen un tenderete pegado a la muralla de laciudad y se decidió a zambullirse entrela muchedumbre. La corriente turbia laarrastró y se sintió engullida por elgentío.

Aun así, no había avanzado ni una

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treintena de pasos cuando se dio cuentade que la seguían.

Echó un vistazo atrás como porcasualidad y se fijó en el hombredelgado de túnica larga y de color claroque se separaba de la pared contra laque había estado apoyado y que tomabasu mismo camino. Poco después, trasdos cambios de dirección hechos alazar, echó un nuevo vistazo y volvió averlo, caminando tan tranquilo con lavista en el suelo, supuestamenteensimismado en las nubéculas de polvoque levantaban sus pasosdespreocupados.

¿Ya la habría descubierto uno delos espías de Salomón? Era pocoprobable; no había hecho nada para

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llamar la atención. Sin prisa, Asmiracruzó la calle bajo el sol abrasador y serefugió bajo el toldo de un vendedor depan. Se quedó junto a los cestos, a lacálida sombra, inhalando el aroma delas hogazas apiladas. Por el rabillo delojo alcanzó a ver algo de color claroque se movía con gran rapidez entre losclientes del puesto de pescado de allado.

Un anciano arrugado se sentabaencorvado entre los cestos de pan,masticando su hoja de té de Arabia conlas encías desdentadas. Asmira lecompró una fina hogaza de pan de trigo,mientras le pedía información.

—Señor, debo viajar a Jerusalénpor asunto de urgencia. ¿Cuál es el

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modo más rápido?El anciano frunció el ceño. El

acento de la joven le era extraño y lecostaba entenderla.

—En una caravana de camellos.—¿De dónde salen los camellos?—De la plaza del mercado, junto a

las fuentes.—Ya veo. Y ¿dónde está la plaza?El hombre lo meditó largo rato

mientras su mandíbula dibujaba lentosmovimientos circulares. Por fin sedecidió a hablar.

—Junto a las fuentes.Asmira lo miró contrariada, con un

mohín. Volvió la vista atrás para echarun vistazo al puesto de pescado.

—Soy del sur y no conozco la

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ciudad —insistió—. ¿De verdad creeque la caravana de camellos es lo másrápido? Pensaba que, tal vez...

—¿Viajas sola? —preguntó elanciano.

—Sí.—Ya.El hombre abrió la boca

desdentada y se rió por lo bajo. Asmirase lo quedó mirando.

—¿Qué pasa?El anciano encogió los hombros

esqueléticos.—Eres joven y, si entre las

sombras de tu mantón no se ocultansorpresas desagradables, también eresguapa. Además, viajas sola. Porexperiencia, las posibilidades que tienes

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de salir sana y salva de Eilat, y ya nodigamos de llegar a Jerusalén, sonescasas. Cuando se tiene salud y dinero,hay que gastar ambos con esmero, esa esmi filosofía. ¿No te apetecería otrahogaza?

—No, gracias. Le había preguntadopor Jerusalén.

El anciano la miró fijamente, conojo experto.

—A los mercaderes de esclavosles va bastante bien por aquí —musitó—. A veces desearía haberme dedicadoa ese oficio... —Se chupó un dedo,extendió un brazo peludo y reordenó lashogazas de pan del cesto que tenía allado—. Otras maneras de llegar aJerusalén... Si fueras hechicera, podrías

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volar hasta allí en una alfombra... Eso esmás rápido que los camellos.

—No soy hechicera —aseguróAsmira, recolocándose el tirante de labolsa de cuero sobre el hombro.

El anciano gruñó.—Pues mejor para ti, porque si

volaras a Jerusalén en una alfombra, élte vería gracias al anillo. Un demonio teecharía las garras, te llevaría con él y tesometerían a todo tipo de torturas.¿Estás segura de que no te apetecería unpretzel?

Asmira se aclaró la garganta.—Estaba pensando que tal vez un

carro...—Los carros son para las reinas —

contestó el vendedor de pan. Se echó a

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reír. La boca desdentada era un huecoabierto al vacío—. Y para loshechiceros.

—No soy ninguna de las dos cosas—dijo Asmira.

La joven cogió su hogaza y semarchó. Segundos después, un hombredelgado vestido con una túnica de colorclaro se abrió camino entre los clientesdel puesto de pescado y abandonó lassombras entre las que se ocultaba.

• • • • •

El mendigo había estado trabajandosu zona por los alrededores del bazardesde el amanecer, cuando la mareatraía nuevas embarcaciones a los

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muelles de Eilat. Como siempre, losmercaderes llevaban los pesadossaquitos cargados de monedas atados alcinturón, de los cuales el mendigointentaba aligerarlos de dos maneras quese complementaban. Los bramidos,súplicas y exhortaciones lastimeras,junto con la exhibición impúdica de sumuñón arrugado siempre conseguíanprovocar la repulsión suficiente paraarrancar unos cuantos siclos a lostranseúntes. Mientras tanto, su diablillose paseaba tranquilamente entre elgentío y aprovechaba para echar mano acuantos saquitos le fuera posible. El solcalentaba de firme y el negocio ibaviento en popa, por lo que el mendigoestaba pensando en dirigirse a la bodega

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cuando se le acercó un hombre delgadoque vestía una larga túnica de colorclaro. El recién llegado levantó unapequeña polvareda al detenerse en secoy se quedó mirándose los pies.

—He encontrado un candidato —anunció.

El mendigo frunció el ceño.—Primero tírame una moneda y

después habla. Hay que guardar lasapariencias, ¿recuerdas? —Esperó a queel recién llegado hiciera lo que acababade pedirle—. Venga, escúpelo, ¿a qué sededica el pobre hombre?

—No, no es un hombre, es unamujer —contestó el otro con sequedad—. La joven llegó esta mañana del sur.Viaja sola y quiere ir a Jerusalén. Ahora

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está regateando con los comerciantes decamellos.

—¿Crees que vale la pena? —preguntó el mendigo, entrecerrando losojos al levantar la vista. Agitó elcayado, malhumorado, sin levantarse dela esquina que custodiaba—. ¡Apártatedel sol, maldito seas! Estoy tullido, nociego.

—Y tampoco tan tullido, por lo quehe oído —contestó el hombre delgado,haciéndose a un lado—. Sus ropasparecen buenas y lleva una bolsa a laque merecería la pena echarle unvistazo. Aunque no necesita la asistenciade nadie, ella se lo guisa y ella se locome, no sé si me entiendes.

—¿Y dices que está sola? —El

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mendigo volvió la vista hacia el final dela calle y se rascó la barbilla, adornadapor una barba de varios días—. En fin,las caravanas no saldrán hasta mañana,eso seguro, de modo que pasará la nocheen la ciudad lo quiera o no. No hayprisa, ¿verdad? Ve a buscar a Intef. Siestá borracho, haz que se serene. Voy ala plaza a ver qué pasa. —El mendigo sebalanceó hacia delante y atrás un par deveces y, apoyándose en el cayado, selevantó con una agilidad inusitada—.Venga, largo —lo despidió sinmiramientos—. Estaré en la plaza. O, sia esa jovencita le da por moverse,donde oigas mi reclamo.

Adelantó el cayado y echó a andarcalle adelante con una serie de pasos

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renqueantes. Mucho después de haberloperdido de vista, todavía podían oírsesus lamentaciones pidiendo limosna.

• • • • •

—Claro que podría venderte uncamello, jovencita —dijo el mercader—, pero se saldría bastante de lapráctica habitual. Envía a tu padre o a tuhermano; beberé té con ellos,mascaremos kat y llegaremos a losacuerdos a los que deben llegar loshombres. Y les reprenderé coneducación por permitirte salir sola. Lascalles de esta ciudad no son un buenlugar para las mujeres, como ellas yadeberían saber.

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Se acercaba el crepúsculo y la luzanaranjada que atravesaba la tela de latienda se derramaba perezosamentesobre la alfombra, los cojines y elmercader que se sentaba entre ellos. Unamontaña de tablillas de arcilla con eldistintivo del mercader, algunas viejas yduras, otras todavía blandas y a mediogarabatear, descansaba a un lado.Delante de él había dispuesto concuidado un estilo, una tablilla, un vaso yuna jarra de vino. Del techo colgaba unamuleto protector contra espíritus que sebalanceaba sobre la cabeza del hombre,meciéndose suavemente en lascorrientes de aire.

Asmira se volvió hacia la puertacerrada de la tienda. La actividad decaía

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en la plaza. Un par de sombras pasaronapresuradas por el lado. Ninguna leresultó familiar, ninguna parecióentretenerse por allí cerca más de lodebido, con la cabeza agachada y sinlevantar la vista de los pies. Aun así,pronto sería de noche y dejaría de pasardesapercibida si continuaba sola y en lacalle mucho más tiempo. A lo lejos, oyólos lamentos quejumbrosos de unmendigo.

—Acordará conmigo lo que tengaque acordar.

El ancho rostro del mercader noalteró su expresión. Bajó la vista haciala tablilla y alargó la mano hacia elestilo.

—Estoy ocupado, jovencita. Dile a

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tu padre que venga.Asmira inspiró hondo e intentó

conservar la calma. Era la terceraentrevista que acababa de igual modoaquella tarde y las sombras se alargabancada vez más. Quedaban doce días parala invasión de Marib y el viaje hastaJerusalén duraba diez.

—Señor, dispongo de fondossuficientes —aseguró—. Solo tiene queponer un precio.

El mercader apretó los labios. Alcabo de un rato, dejó el estilo en elsuelo.

—Enséñame esos fondos.—¿Cuánto necesita?—Jovencita, faltan pocos días para

que lleguen los comerciantes de oro de

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Egipto. Ellos también buscarán un mediode transporte hasta Jerusalén y mecomprarán todos los camellos que puedaofrecerles. De ellos obtendré saquitosde oro en polvo o tal vez pequeñaspepitas de las minas nubias. Mis bigotesse curvarán de felicidad y cerraré latienda durante un mes para ir acelebrarlo a la calle de los Suspiros.¿Qué puedes mostrarme en los siguientescinco segundos que me decida aentregarte uno de mis magníficoscamellos de ojos oscuros?

La joven rebuscó bajo su manto y,al extender la mano, en la palma brillabaalgo del tamaño de un hueso dealbaricoque.

—Es un diamante azul del

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Hadramaut —dijo—. Tallado y pulidoen cincuenta facetas. Dicen que la reinade Saba lleva uno parecido en sutocado. Déme un camello y es suyo.

El mercader no movió ni unmúsculo. La luz anaranjada se deslizósobre su rostro. El hombre volvió lavista hacia la puerta cerrada de latienda, que ayudaba a amortiguar elbullicio del mercado, y se pasó la puntade la lengua por los labios.

—Cualquiera querría saber sillevas más cosas como esas... —empezóa decir. Asmira hizo un gesto y la capase abrió. La joven descansó los dedossobre la empuñadura de la daga, quecolgaba con ligereza ceñida al cinturón— menos yo —se apresuró a añadir el

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mercader con elocuencia, acabando lafrase—, ¡el pago es más que justo! ¡Siquieres, podemos zanjarlo ahora mismo!

Asmira asintió.—Me alegro. Déme mi camello.

• • • • •

—Se dirige a la calle de lasEspecias —informó el hombre delgado—. Ha dejado el animal en la plaza. Selo están preparando para mañana. No hareparado en gastos. Con toldo y todo. Enesa bolsa hay dinero, vaya si no.

Mientras hablaba, jugueteaba conuna larga tira de tela, que retorcía entrelas manos.

—La calle de las Especias está

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demasiado concurrida —dijo elmendigo.

—¿La calle de la Tinta?—No está mal. Bastará con cuatro

de nosotros.

• • • • •

Asmira no le había mentido alvendedor de pan. No era hechicera, peroeso no significaba que no conociera lamagia...

• • • • •

A los nueve años, la madreguardiana más anciana había ido a

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buscarla al patio, donde estabapracticando.

—Asmira, ven aquí.Se trasladaron a una estancia

tranquila sobre la sala de entrenamiento,un lugar en el que Asmira nunca habíaestado. Había mesas y armarios de viejamadera de cedro y las puertas mediodesvencijadas dejaban entrever pilas derollos de papiros, tablillas de arcilla yfragmentos de vasijas rotas coninscripciones. En medio de la cámara,en el suelo, había dibujados dos círculosque encerraban sendas estrellas de cincopuntas.

Asmira frunció el ceño y se retiróun mechón de pelo de la cara.

—¿Qué es todo esto?

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La madre guardiana tenía cuarentay ocho años y en su día había sido laprimera guardiana de la reina. Habíasofocado tres insurrecciones tribales enel Hadramaut. Una delgada cicatrizblanca, recuerdo de una hoja metálica,le cruzaba el arrugado cuello, y otra másla frente. La hermandad la trataba conrespeto reverencial. Se decía queincluso la reina se dirigía a ella concierto recato.

—Me han dicho que tu preparaciónva bien —dijo con voz suave, bajandola vista hacia la niña desconcertada.

Asmira no apartaba la mirada de unrollo de papiro que había extendidosobre la mesa. Estaba cubierto por unacaligrafía apretada y ampulosa, salvo la

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parte central, donde habían dibujado conapenas unos pocos y diestros trazos lafigura de una criatura siniestra, mitadhumo, mitad esqueleto. Se estremeció.

—He visto cómo te defiendes conlos cuchillos. Ni siquiera yo a tu edadlanzaba tan bien como lo haces tú. Y tumadre tampoco.

La niña no se volvió hacia ella ymantuvo una expresión impasible, perosintió que se le tensaban los músculosde los hombros huesudos.

—¿Qué son todos estos objetosmágicos? —preguntó, como si no lahubiera oído.

—¿Tú qué crees que son?—Cosas para invocar a los

demonios del aire. Creía que estaba

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prohibido. Las madres guardianas dicenque solo se permite hacer magia a lassacerdotisas. —Sus ojos centellearon—.¿O nos mentíais?

En los últimos tres años, la madreguardiana había tenido motivos paraescarmentar a la niña en innumerablesocasiones, ya fuera por ausentarse de lasclases, por su desobediencia o por sudescaro; sin embargo, en esta ocasión selimitó a responder.

—Escucha, Asmira, tengo doscosas que ofrecerte —dijo—. Una esconocimientos y la otra es esto... —Extendió la mano. Entre los dedoscolgaba una cadena de plata de cuyoextremo pendía un dije en forma de sol.Al verlo, la niña ahogó un pequeño grito

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—. No hace falta que te diga queperteneció a tu madre —prosiguió lamadre guardiana—. No, aún no puedesquedártelo. Escúchame bien. —Esperó aque la niña hubiera levantado la cabeza,en cuyo rostro se leía la tensión, lahostilidad y el gran esfuerzo que hacíapara refrenar sus emociones—. No osmentíamos. En Saba, todos tienen vetadala práctica de la magia salvo lassacerdotisas. Solo ellas pueden invocara los demonios del modo que siempre seha hecho. ¡Y así es como debe ser! Losdemonios son seres malvados yembusteros, de los que nadie está asalvo. ¡Piensa en lo imprevisibles queson las tribus de las montañas! ¡Si todoslos caciques pudieran conjurar a un

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genio cada vez que discutieran con susvecinos, estallarían decenas de guerrascada año y la mitad de la población yahabría muerto! Sin embargo, en manosde las sacerdotisas, podemos utilizar alos genios para mejores propósitos.¿Cómo crees que se construyó elembalse de Marib o, para el caso, lasmurallas de la ciudad? Todos los añosnos ayudan a reparar las torres ytambién dragan los canales.

—Ya lo sé —contestó Asmira—.Hacen el trabajo de la reina, igual quelos campos son cosa de los hombres.

La madre guardiana se rió entredientes.

—Así es. En realidad, los geniosse parecen mucho a los hombres:

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siempre que los trates con mano dura yno les des la más mínima oportunidad deque se aprovechen de ti, son de bastanteutilidad. No obstante, la magia tambiénes útil para las guardianas, y por unabuena causa. Nuestro deber, la razón denuestra existencia, es proteger a nuestrasoberana. Confiamos en gran parte ennuestras aptitudes físicas, pero a veceseso no es suficiente. Si un demonioatacara a la reina...

—Una hoja de plata daría cuenta deél —la interrumpió la niña de maneracortante.

—A veces, pero no siempre. Unaguardiana también necesita de otrosmedios de defensa. Existen ciertaspalabras, Asmira, ciertas guardas y

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conjuros mágicos que puedencontrarrestar de manera temporal elpoder de un demonio menor. —La madreguardiana levantó la cadena y la luz sereflejó en los lentos balanceos delcolgante—. Como bien has dicho, losespíritus temen la plata y este tipo deamuletos refuerzan el conjuropronunciado. Si lo deseas, puedoenseñarte todas esas cosas, pero paraello tendremos que invocar a demonioscon los que practicar. —Hizo un gestocon el que abarcó la abarrotada estancia—. Esa es la razón por la quedisfrutamos de una dispensa especialpara aprender aquí dichas técnicas.

—No temo a los demonios —aseguró la niña.

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—Asmira, invocar demonios espeligroso y no somos hechiceras.Aprendemos los conjuros básicos parapoder poner a prueba las guardas. Si nosprecipitamos o somos descuidadas,pagaremos un precio muy alto por ello.A las guardianas de rango inferior no leshacen falta este tipo de conocimientos ytampoco seré yo quien te obligue aadquirirlos. Si ese es tu deseo, puedesabandonar esta sala ahora mismo y novolver nunca más.

La niña no apartaba los ojos delpequeño sol danzarín. Los reflejos quedesprendía eran llamas que abrasabanlos ojos de Asmira.

—¿Mi madre los tenía?—Sí.

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Asmira tendió la mano.—Entonces, enséñame. Aprenderé.

• • • • •

Mientras regresaba a la posadadonde pasaría la noche, Asmiraadmiraba el resquicio de estrellastitilantes que asomaban entre losedificios en penumbra. En ese momento,una luz cruzó el firmamento, lanzó unbreve destello y se apagó. ¿Una estrellafugaz? ¿O uno de los demonios deSalomón sembrando el terror en otrastierras?

Apretó los dientes, las uñas se leclavaron en las palmas de las manos.Todavía habrían de transcurrir diez días

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antes de pisar Jerusalén, y eso sin contarlas tormentas de arena que pudieranretrasar la caravana. ¡Diez días! ¡Y endoce, harían girar el anillo y ladestrucción llamaría a las puertas deSaba! Cerró los ojos y respiró hondo, talcomo le habían enseñado cuando lasemociones amenazaban con superarla.El entrenamiento surtió efecto,enseguida empezó a sentir que setranquilizaba.

Cuando abrió los ojos, vio a unhombre enfrente, a pocos pasos de ella.

Llevaba una larga tira de tela entrelas manos.

Asmira se detuvo, sin perderlo devista.

—No hagas ruido —dijo el hombre

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—, no te resistas.Al sonreír, la joven vio que tenía

unos dientes muy blancos.Asmira oyó unas pisadas detrás de

ella y, al echar un rápido vistazo atrás,distinguió a tres hombres que apretabanel paso en su dirección. Uno de ellos eraun tullido con una muleta encajada bajoel brazo. Se fijó en las cuerdas, en elsaco abierto y preparado, en loscuchillos ceñidos a la cintura, en elbrillo de sus ojos y sus labios sonrientesy humedecidos. Un pequeño diablillonegro, de cuclillas sobre el hombro deltullido, abría y cerraba sus sucias garrasamarillentas.

Asmira se llevó la mano al cinto.—No hagas ruido —le volvió a

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repetir el hombre del jirón de tela— o teharé daño.

Dio un paso, exhaló un suspiró ycayó de espaldas. La hoja que asomabaen la cuenca del ojo lanzó un destello ala luz de las estrellas.

Antes de que el cuerpo del hombrellegara a desplomarse, Asmira habíadado media vuelta, se había agachadopara zafarse de la mano que intentabaatraparla y se había hecho con elcuchillo que el hombre que tenía a susespaldas llevaba ceñido a la cintura. Seapartó con gracia danzarina del asaltotambaleante del tercero, quien pretendíapasarle por encima de la cabeza unalambre con que rodearle el cuello, yacabó con ambos con rápidas y certeras

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cuchilladas antes de volverse paraenfrentarse al cuarto.

El tullido se había detenido a unosmetros, sin dar crédito a lo que estabaviendo. Recuperado de la primeraimpresión, lanzó un gruñido largo ygutural y chascó los dedos. El diablillobatió las alas y se abalanzó sobreAsmira con un chillido. La joven esperóhasta tenerlo cerca para llevarse lamano al colgante de plata y pronunciaruna potente guarda. La criatura seconvirtió en una bola de fuego que saliódando vueltas y estalló en una lluvia dechispas alborotadas tras estrellarsecontra una pared.

Antes de que las brasas seextinguieran, el tullido había huido calle

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arriba, seguido por el repiqueteofrenético del cayado sobre losadoquines.

Asmira dejó caer al suelo elcuchillo ensangrentado. Dio mediavuelta, se acercó con paso tranquilo a subolsa, se agachó, aflojó las correas yextrajo un segundo puñal de plata.Lanzándolo al aire, echó un vistazoatrás.

El mendigo había recorrido un buentrecho; la cabeza inclinada, los haraposque vestía agitándose a su alrededor,avanzando con torpeza, a trompicones,adelantando mucho el cayado para darseimpulso. Unos cuantos pasos más yhabría llegado a la esquina, por dondedesaparecía para siempre.

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Asmira apuntó con mucho cuidado.

• • • • •

Al día siguiente, poco después delalba, los vecinos que abandonaron suscasas en la confluencia de las calles dela Tinta y las Especias se toparon conuna escena espeluznante: cuatro cuerpossentados en el suelo, unos junto a otros,con la espalda apoyada contra la pared ylas siete piernas estiradas, apuntandohacia la calle. Todos habían sidomercaderes de esclavos y vagabundosmuy conocidos en la barriada y todoshabían muerto de una sola cuchillada.

Más o menos en ese mismomomento, una caravana de camellos de

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treinta jinetes partía de la céntrica plazade Eilat para emprender el largo viaje aJerusalén. Asmira se contaba entre ellos.

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Capítulo 11 La culpa de todo la tuvo Beyzer. Le

tocaba vigilar a él, pero el calor delmediodía, el olor a resina y el diablillorellenito que utilizaba de cojín acabaronconsiguiendo que su puesto de vigía enel ciprés resultara un pelín demasiadocómodo. Dormía tan plácidamente queno se enteró de la llegada de Salomón.Que no es moco de pavo, en parteporque el rey era bastante alto, perosobre todo porque lo acompañaban sietehechiceros, nueve cortesanos, onceesclavos, treinta y tres guerreros y unanutrida representación de sus setecientasesposas. Solo el ruido ensordecedor que

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producían las túnicas al arrastrarlas porel suelo te hacía sentir como en mediode un bosque azotado por una tormenta,pero si a eso encima le añades los gritosque los cortesanos dirigían a losesclavos, el abaniqueo de las hojas depalmera que agitaban estos, el traqueteode las espadas de los guerreros y lasriñas continuas de las esposas en unadocena de lenguas distintas, era difícilpasar por alto a Salomón y su séquito.De modo que, incluso sin Beyzer, elresto de la cuadrilla que trabajaba en eltemplo consiguió detenerse a tiempo.

Menos yo.El caso es que yo estaba en una de

las puntas de la cadena. Era el que seencargaba de sacar los bloques de

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media tonelada de la cantera, lanzarlosal aire, recogerlos por una esquina sobreun dedo estirado, hacerlos girar congracia y luego pasárselos a Tivoc, quienesperaba junto al templo. A su vez,Tivoc tenía que pasárselos a Nimshik,Faquarl, Chosroes o a cualquiera de losdemás genios de aspecto estrafalarioque anduviera cerca de los murosinacabados —La mayoría llevaban alas.Las de Faquarl eran de piel curtida; lasde Chosroes, emplumadas, y las deNimshik, deslumbrantes gracias a lasescamas plateadas de pez volador.Xoxen, como siempre, tenía que dar lanota: iba saltando arriba y abajo junto alpórtico con un par de gigantescas patasde rana, lo que explicaba que la mayoría

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de sus piedras estuvieran completamentetorcidas—. Después, un empujoncitopara ponerla en su sitio, un conjurorapidito para dejarla bien alineada y eltemplo de Salomón estaba a una piedramenos de su inauguración. Se tardabanunos treinta y cinco segundos, desde lacantera a lo alto del muro. Precioso. Unritmo de trabajo con el que cualquierpatrón estaría encantado.

Es decir, cualquiera menosSalomón. No, señor. El hombre noquería que se hiciera de aquel modo. —A saber por qué era tan tiquismiquis conla construcción del templo. A principiosde su reinado, un ejército de espíritushabía construido la mayor parte deJerusalén a la remanguillé bajo sus

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órdenes. Habían levantado barriadasenteras de la noche a la mañana y habíanocultado sus chapuzas con espejismoscolocados de manera estratégica. Cierto,se habían esmerado un poco más en elpalacio, y las murallas de la ciudad solotemblaban si las empujabas con muchafuerza, pero Salomón deseaba quelevantáramos aquel templo sin utilizar lamagia, por lo que no alcanzo acomprender por qué empleaba a geniosen su construcción.

Os habréis fijado en que lascondiciones de trabajo al pie de obrahabían dado un giro de ciento ochentagrados respecto a los primeros días. Alprincipio, con Khaba y Gezeri por allícerca, nos esforzábamos en hacer bien

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las cosas y siempre con aspecto humano.Sin embargo, todo empezó a cambiar.Puede que confiado ante nuestradocilidad y el buen progreso de lasobras, el hechicero dejó de visitar eltemplo tan a menudo. Al poco tiempo,Gezeri también se ausentó. En un primermomento, continuamos comportándonosde manera irreprochable por miedo alazote. Al segundo día, al ver que seguíandejándonos a nuestro libre albedrío,nuestra determinación flaqueó. Hicimosuna rápida votación y, por una mayoríade seis a dos —Tivoc y Chosroesvotaron en contra. Tivoc por razonescomplejas relacionadas con ciertosmatices interpretativos de la cláusula51c de su invocación. Chosroes porque

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era un gallina—, se aprobó un cambioen las prácticas de trabajo con efectoinmediato.

Establecimos el turno de vigilanciaen un abrir y cerrar de ojos y matábamosel tiempo dedicándonos a holgazanear,los juegos de azar, el lanzamiento dediablillo y el debate filosófico.Esporádicamente, cuando necesitábamosestirar las piernas, poníamos algunaspiedras en su sitio ayudándonos de lamagia, solo para que pareciera quehabíamos estado haciendo algo. Unamejora definitiva de la tediosa rutinadiaria.

Por desgracia, fue durante uno deesos breves arranques de actividad queSalomón —quien hasta ese momento no

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se había dignado hacernos ninguna visita— decidió dejarse caer por allí. Ygracias a Beyzer, no se me avisó.

Los demás, todos bien, gracias.Mientras la comitiva real se detenía congran estrépito y barullo, mis compañerosse habían cubierto las espaldas: habíanrecuperado su aspecto humano, sehabían distribuido por el lugar y sehabían puesto a darle al cinceltranquilamente, como si no hubieran rotoun plato en toda su miserable vida.

Y ¿yo?Pues yo seguía siendo el

hipopótamo enano con falda10 queentonaba alegres canciones sobre lavida privada de Salomón mientras ibapasándome un bloque de piedra de una

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mano a otra y subía de la cantera a lospies de la obra.

Absorto en mi cancioncilla, no mepercaté de que algo iba mal. Comosiempre, flexioné un brazo verrugoso ylancé la piedra.

Como siempre, esta surcó loscielos dibujando una parábola perfectaen dirección a la esquina del templodonde estaba Tivoc.

O, mejor dicho, donde no estaba,ya que hacía un buen rato que habíahecho una reverencia, una genuflexión ymutis por el foro para que Salomónpudiera inspeccionar el pórtico. Ydetrás de Salomón habían ido sushechiceros, cortesanos, guerreros,esclavos y esposas, todos bien cerquita

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del rey para bañarse en su gloria.Me oyeron cantar. Volvieron la

cabeza y alargaron el cuello. Vieron lapiedra de media tonelada que seprecipitaba hacia ellos dibujando unaparábola perfecta. Puede que les dieratiempo a proferir una brevísimalamentación antes de que el sillar losespachurrara.

El hipopótamo de la falda se tapólos ojos con una mano de un palmetazo.

Sin embargo, Salomón tocó elanillo que llevaba en el dedo, fuente ysecreto de su poder. Los planos seestremecieron y de la tierra surgieroncuatro marids alados envueltos enllamas de color esmeralda, queinterceptaron y sujetaron la piedra, uno

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por cada esquina, a escasos centímetrosde la cabeza del gran monarca. —Unpelín teatral. Con un genio mediocretienes de sobra para una piedra de esetamaño.

Salomón volvió a tocar el anillo yde la tierra brotaron diecinueve efrits deun salto, quienes se hicieron cargo deexactamente el mismo número deesposas medio desmayadas. —Lomismo de antes, ¿de verdad hace falta unefrit para aguantar a una esposa? No,salvo, tal vez, en el caso de la moabita.

Salomón tocó el anillo por terceravez y de la tierra emergió una cuadrillade diablillos robustos y retaconesquienes detuvieron al hipopótamo de lafalda cuando este intentaba escurrir el

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bulto y se escabullía sin armar jaleopara esconderse en algún agujero de lacantera. Lo ataron de pies y manos conligaduras espinosas y lo arrastraron devuelta junto al gran rey, quien esperabarepicando el pie contra el suelo, conpinta de estar irritado.

A pesar de mis conocidos coraje yentereza —famosos desde los desiertosde Shur a las montañas del Líbano— elhipopótamo tragó saliva mientras ibadando tumbos, porque cuando algoirritaba a Salomón, todo el mundoacababa enterándose. También estaba lodel cuento ese de su sabiduría, es cierto,pero lo que realmente conseguía que lascosas se hicieran como él quería era lareputación de su ira desatada. Eso y el

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dichoso anillo. —Supongo que deberíasentirme agradecido porque se hubieralimitado a tocarlo y no llegara a girarlo.Cuando se invocaba al temible espíritudel anillo, entonces sí que las cosas seponían feas de verdad.

Los marids dejaron el bloque depiedra en el suelo, con cuidado, delantedel rey. Los diablillos me lanzaron porlos aires, de modo que aterricé demanera muy poco digna, despatarradocontra el sillar. Parpadeé, me incorporécomo pude, escupí varias piedrecitasque se me habían metido en la boca eintenté esbozar una sonrisa encantadora,que fue recibida con repulsión. Unmurmullo recorrió la explanada y variasesposas volvieron a desmayarse.

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Salomón alzó una mano y todoscallaron de golpe.

Era la primera vez que lo tenía tancerca y debo admitir que no me defraudóen absoluto. Era todo lo que podríaspedirle al típico déspota asiáticooccidental: ojos oscuros, piel morena,pelo largo y brillante, y con máschatarra encima que un puesto deabalorios de ocasión. Además, parecíahaberlo aderezado con un pequeño toqueegipcio: llevaba los ojos profusamentemaquillados con kohl, como los antiguosfaraones, e, igual que ellos, iba envueltoen una nube de aceites y perfumes que sedaban de tortas entre sí. Ese olor eraotra de las cosas que Beyzer deberíahaber detectado antes de su llegada.

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Llevaba en el dedo algo tanbrillante que casi estaba dejándomeciego.

El rey se cernió sobre mí mientrassus dedos jugueteaban con los brazaletesde un brazo. Inspiró hondo; por suexpresión, parecía realmente dolido.

—Zafio entre los zafios —dijo envoz baja—, ¿cuál de mis siervos erestú?

—Oh, amo, merecedor de lainmortalidad, mi nombre es Bartimeo.

Una pausa esperanzadora; elsemblante real no se alteró.

»No habíamos tenido el placer deconocernos hasta la fecha —proseguí—,pero estoy seguro de que ambospodríamos sacar provecho de una

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conversación amistosa. Permitidme queme presente: soy un espíritu de sabiduríay seriedad notables, he departido conGilgamesh y...

Salomón levantó un dedo conelegancia y, puesto que se trataba deladornado con el anillo, intenté atrapartodas las palabras que habían escapadode mi boca y tragármelas en un deciramén. Lo mejor era estar calladito. Mepreparé para lo peor.

—Me parece que eres uno de losalborotadores de Khaba —dijo el rey,pensativo—. ¿Dónde está?

Buena pregunta, la misma quellevábamos haciéndonos todos desdehacía unos días. Sin embargo, en esemomento se alzó un revuelo entre los

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cortesanos y mi amo apareció de pronto,con las mejillas encendidas y la calvareluciente. Era evidente que habíallegado a todo correr.

—Gran Salomón —dijo entrejadeos—. Esta visita... No sabía... —Sus ojos acuosos se abrieron de par enpar al reparar en mí y el hombre lanzóun grito desgarrado—. ¡Vil esclavo!¡Cómo te atreves a desafiarme con eseaspecto! ¡Gran rey, haceos atrás! Dejadque castigue a esta criatura...

Y sacó al azote de esencia quellevaba en el cinto.

Sin embargo, Salomón alzó la manouna vez más.

—¡Detente, hechicero! ¿Dóndeestabas mientras se desobedecían mis

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edictos? Enseguida me ocuparé de ti.Khaba retrocedió boquiabierto,

ahogando un grito. Me percaté de que susombra era ahora muy pequeña einofensiva, un pequeño arrebujoencogido junto a sus pies.

El rey se volvió hacia mí. Ah, quévoz tan melodiosa tenía entonces, suavey tersa como una piel de leopardo. Eigual que la piel de leopardo, lo mejorera no acariciarlo a contrapelo.

—¿Por qué te burlas de misórdenes, Bartimeo?

El hipopótamo enano se aclaró lagarganta.

—Esto... Sí, bien, yo diría que«burlar» es una palabra demasiadorotunda, oh, gran amo. «Olvidar» sería

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más adecuada, y menos fatídica.Uno de los hechiceros de Salomón,

un hombre anodino, corpulento, con carade higo aplastado, me lanzó un espasmo.

—¡Maldito espíritu! ¡El rey te hahecho una pregunta!

—Sí, sí, a eso iba. —Me retorcí dedolor junto a la piedra—. Una magníficapregunta, sí, señor. Muy bien hecha.Sucinta. Perspicaz... —Vacilé—. ¿Me lapodríais repetir?

No sé cómo se las arreglaba, peroSalomón nunca levantaba la voz ni seatropellaba al hablar. Evidentemente, setrataba de una sutil táctica políticagracias a la cual proyectaba un aura decontrol ante su pueblo.

Se dirigió a mí como lo haría con

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una criatura adormilada.—Bartimeo, cuando esté

finalizado, no existirá lugar más sagradoque este templo, será el centro de mireligión y mi imperio. Por esa razón, talcomo claramente se especificaba en tusinstrucciones, deseo que se construya, ycito: «con sumo esmero, sin atajosmágicos, conductas irrespetuosas niapariencia externa distinta a la humana».

El hipopótamo de la falda fruncióel ceño.

—Por favor, ¿quién haría esascosas?

—Has infringido todos y cada unode los puntos de mi edicto de todas lasmaneras posibles. ¿Por qué?

Veamos, se me ocurrieron varias

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excusas. Algunas eran plausibles. Otrasincluso ingeniosas. Aun otras seregalaban en el arte de la oratoria, apesar de ser una mentira descarada. Sinembargo, por lo visto lo de la sabiduríade Salomón era contagioso y decidídecir la verdad, aunque sin gracia y demal humor.

—Oh, gran amo, me aburría yquería terminar el trabajo cuanto antes.

El rey asintió, un gesto queimpregnó el aire de aceite de jazmín yagua de rosas.

—¿Y esa canción vulgar quecantabas?

—Esto... ¿a qué canción os referís?Canto muchas.

—A la canción en la que me

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nombras.—Ah, esa canción. —El

hipopótamo tragó saliva—. No debéisprestar atención a esas cosas, oh,admirado amo, etcétera, etcétera. Lastropas de fieles soldados siempre hanentonado canciones irreverentes sobregrandes líderes. Es una demostración derespeto. Supongo que habréis oído laque le compuse a Hammurabi. Elhombre solía participar en losestribillos.

Para mi gran alivio, la respuestapareció satisfacer a Salomón, quien sepuso derecho y miró con dureza a sualrededor.

—¿Alguno de los otros esclavostambién ha violado mis órdenes?

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Sabía que aquello ocurriría tarde otemprano. No me hizo falta mirar a miscompañeros —Faquarl, Menes,Chosroes y los demás— para sentircómo se encogían detrás de la comitivamientras me bombardeaban con mudas ysinceras súplicas. Lancé un suspiro.

—No —contesté a mi pesar.—¿Estás seguro? ¿Ninguno de ellos

ha usado la magia? ¿Ninguno de ellos hacambiado de aspecto?

—No... no. Solo yo.Asintió.—Entonces, están exentos de

castigo.Movió una de las manos en

dirección a la otra, donde llevaba eltemido anillo.

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El hipopótamo había intentadoretrasarlo todo lo que había podido,pero estaba claro que había llegado elmomento de sufrir una breve pérdida dedignidad. Con un grito de dolordesgarrador, avancé tambaleándomesobre las rodillas ásperas y arrugadas.

—¡No os precipitéis, granSalomón! —imploré—. He sido un fielservidor hasta hoy. Examinad este sillar:¡admirad la perfección de sus formas!Ahora contemplad el templo: ¡observadla entrega con que mido a pasos susdimensiones! ¡Medidlo, oh, rey!¡Sesenta codos dijeron y sesenta codostendrá, ni un negro de uña más ni unnegro de uña11 menos! —Me retorcí laspatas delanteras, balanceándome de un

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lado al otro—. El error que he cometidohoy no es más que una demostración demi exceso de celo y energía —aseguréen tono plañidero—. Si me perdonáis lavida, podría emplear estas cualidades enbeneficio de vuestra majestad...

En fin, omitiré el resto, en el que nofaltaron bastantes sollozos, cuantiosasgesticulaciones y gritos guturales. Elnumerito no estuvo mal; de hecho, variasesposas (y algún que otro guerrero)acabaron sorbiéndose la nariz y, al final,hasta Salomón parecía más pagado ysatisfecho de sí mismo que nunca. Enrealidad, eso era exactamente lo queandaba buscando. El caso era que, consolo mirarlo, era fácil adivinar queSalomón había adoptado su imagen

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inspirándose en los pesos pesados: losreyes de Asiria y Babilonia, allá por eleste, soberanos muy severos que no selevantaban de la cama sin tener a suspies el cuello vencido de un enemigopara pisotearlo de camino al baño. Deahí que mis gimoteos apelaran a suvanidad prestada. Estaba convencido deque al final me saldría con la mía.

El gran rey carraspeó. Elhipopótamo se detuvo a medio berrido ylo miró con ojos como platos,esperanzado.

—Tu ridícula y sobreactuadainterpretación ha sido entretenida —dijoSalomón—. Esta noche no voy anecesitar ni a los competidores demuecas ni a los malabaristas. Por

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consiguiente, te perdonaré la vida (aquídetuvo en seco mi torrente de gratitud) y,a cambio, le daré un uso adecuado a tu«exceso de celo y energía».

Llegados a este momento que tanpoco de bueno presagiaba, Salomón hizouna pequeña pausa para escoger unoscuantos dulces, vinos y fruta que unmiembro de su séquito le había acercadoen una bandeja de plata. Algunas de lasesposas que se hallaban más cerca sedisputaron de manera sutil, aunque sinpiedad, el honor de darle de comer. Elhipopótamo, rechinando los dientes condesasosiego, espantó varias moscas quele correteaban por las orejas y esperó.

Una granada, cinco uvas y unsorbete helado de dátiles y pistachos

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pasaron por los labios reales antes deque el rey prosiguiera con su perorata.

—Oh, insignificante e infame genioentre mis genios, y no mires a tualrededor como si la cosa no fueracontigo, te estoy hablando a ti, puestoque tan aburrido consideras el trabajoque aquí desempeñas, te asignaremosuna ocupación más estimulante.

Incliné la cabeza en una reverenciahasta que toqué el suelo con ella.

—Amo, escucho y obedezco.—Veamos, mi ruta comercial

atraviesa los desiertos de Zin y de Paránal sur de Jerusalén. Por ella transitanmercaderes de Egipto y el mar Rojo, delinterior de Arabia, incluso, aunque conmenor asiduidad de la que nos gustaría,

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de la misteriosa Saba. Estos mercaderes—siguió diciendo— transportan mirra,incienso, maderas y especias de granvalor y otros tesoros que traen laprosperidad al pueblo de Israel. Hesabido que, en las últimas semanas,muchas caravanas han sufrido diversascalamidades y no han llegado a sudestino.

—Seguramente se quedaron sinagua —mascullé con aire de suficiencia—. Es lo que tienen los desiertos. Queson secos.

—Muy cierto. Un análisisfascinante. Sin embargo, lossupervivientes que consiguieron llegar aHebrón informaron de otras causas: unosmonstruos cayeron sobre ellos en las

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áridas y baldías inmensidades deldesierto.

—¿Qué? ¿Cayeron sobre ellos enplan que los aplastaron?

—Más bien en plan que saltaronsobre ellos y les dieron fin. Eranmonstruos enormes, horrendos ytemibles.

—Ya, bueno, ¿y cuáles no? —comentó el hipopótamo—. Os aconsejoque enviéis a esos cuatro a investigar —dije señalando a los marids del anillo,que seguían en el séptimo plano sin nadaque hacer, discutiendo en voz baja losuculentas que estarían las esposas quetenían más cerca.

Salomón esbozó una sonrisataimada.

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—Espíritu engreído entre losengreídos, serás tú quien investigue. Esevidente que los ataques son obra deasaltantes de caravanas entre cuyas filasse encuentran hechiceros poderosos.Hasta la fecha, mis tropas han sidoincapaces de dar con los instigadores.Deberás peinar los desiertos,eliminarlos y descubrir quién está detrásde esta afrenta.

Vacilé.—¿Yo solo sin nadie más?El rey rectificó; había tomado una

nueva decisión.—No, no estarás solo. ¡Khaba!

¡Ven aquí!Mi amo obedeció de inmediato,

adulándolo, suplicando.

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—¡Gran rey, por favor! Puedoexplicaros mi ausencia...

—No requiero ninguna explicación.Te di instrucciones estrictas de quevigilaras de cerca a tus siervos y no hascumplido con tu cometido. Eres elresponsable de los desmanes de estegenio. Puesto que ni tú ni tu cuadrillasois dignos de seguir trabajando en estetemplo ni un segundo más, partiréismañana hacia los desiertos y noregresaréis hasta que hayáis encontradoa los asaltantes de caminos y los hayáismetido en cintura. ¿Lo has entendido,Khaba? ¿Y bien, siervo? ¡Habla de unavez!

El egipcio tenía la mirada clavadaen el suelo y un músculo de la mejilla le

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palpitaba a un ritmo constante yacompasado. Uno de los otroshechiceros ahogó una risita.

Khaba alzó la vista e inclinó lacabeza con fría formalidad.

—Amo, como siempre, acatovuestras órdenes y deseos.

Salomón hizo un gesto ambiguo. Laaudiencia había terminado. Las esposasse apresuraron a ofrecerle agua, dulces yfrascos de perfumes; los esclavosagitaron las ondulantes hojas depalmera; los cortesanos desenrollaronpapiros con los planos de las salas deltemplo. Salomón dio media vuelta y losdemás humanos partieron detrás de él,en tropel, dejando atrás a Khaba, alhipopótamo y a los otros siete

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desgraciados genios sumidos en undesolado silencio sobre la colina.

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Capítulo 12 Khaba regresó a su torre sin perder

tiempo y, a través de pasadizos secretos,descendió al estudio del sótano, en unade cuyas paredes había empotrada unapuerta de granito negro. Sin detenerse,lanzó una orden y el espíritu que morabaen el suelo la abrió un resquicio,silencioso como una tumba. Khaba seescurrió a través de la rendija sin perderel paso, pronunció una nueva palabra yla puerta se cerró de golpe detrás de él.

La oscuridad lo engulló, inmensa yabsoluta. El hechicero esperó quietounos instantes para poner a prueba sufuerza de voluntad, enfrentándose al

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silencio, la soledad y la opresiónimplacable de las tinieblas. Poco a pocoempezó a despertarse un murmullo enlas jaulas: cuchicheos, débileslloriqueos de seres atrapados en lanoche mucho tiempo atrás, el rumorangustiado de los que anticipaban la luzy temían su viveza. Khaba se regodeócon placer en los susurros quejumbrososhasta que decidió ponerse enmovimiento. Lanzó una nueva orden ylos diablillos aprisionados en los globosde fayenza distribuidos a lo largo deltecho de la cámara los iluminaron con sumagia. Un inquietante resplandor azulverdoso inundó la estancia, pulsante,profundo e insondable como el mar.

El sótano era amplio; unas

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columnas toscamente labradas, que seabrían paso a través de la bruma azulverdosa como los tallos de gigantescosjuncos submarinos, soportaban el techoabovedado. A espaldas de Khaba, lapuerta de granito era una roca más entrelas otras muchas de un inmenso murogris.

Entre las columnas se distribuíanvarios pedestales y mesas de mármol,sillas, bancos y gran cantidad deinstrumentos de uso insospechado.Aquello eran las entrañas de losdominios de Khaba, un reflejointrincado de su mente e inclinaciones.

Serpenteó entre las mesas dondellevaba a cabo sus experimentos dedisección, entre los pozos de

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conservación, cuyas manchas de natróndesprendían un olor acre, entre lasartesas de arena donde podía observarseel proceso de momificación. Bordeó lashileras de frascos, tanques y tubos demadera, los recipientes de hierbas enpolvo, las bandejas de insectos, lastenues y oscuras vitrinas donde guardabalos restos de una rana, de un gato y deotras criaturas de mayor tamaño. Rodeóel osario, donde había etiquetadoscráneos y huesos de un centenar deanimales dispuestos con cuidado junto alos restos humanos.

Khaba hizo oídos sordos a lasllamadas y las súplicas que procedíande las jaulas de esencia, ocultas en losrecovecos de la sala. El hombre se

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detuvo junto a un formidable pentáculode ónice negro y pulido, engastado en elsuelo, en una tarima circular. Avanzóhasta el centro y asió el azote quecolgaba libremente del cinto. Lo hizorestallar una sola vez en el aire.

De pronto, las jaulasenmudecieron.

El oscurecimiento de las sombras yunas dentelladas al aire anunciaron lallegada de una aparición entre lastinieblas que bordeaban las columnas,en los márgenes del resplandor azulverdoso.

—Nurgal —dijo Khaba—, ¿erestú?

—Soy yo.—El rey me insulta. Me trata con

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desdén y los demás hechiceros se ríende mí.

—¿Y qué ha de importarme a mí?Esta cámara es fría y oscura y susocupantes son una pésima compañía.Líbrame de mis ataduras.

—No te liberaré. Deseo hacer algocon mi compañero Reuben. Suscarcajadas fueron las más sonoras.

—¿Qué le deseas?—La fiebre de los pantanos.—Así se hará.—Que dure cuatro días y que cada

noche sea peor que la anterior. Haz queyazca en medio de un sufrimientoinsoportable, con los miembros enllamas y el cuerpo helado; ciégalo, peroque vea visiones e imágenes espantosas

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durante las horas de oscuridad para quegrite y se retuerza y se desgañitepidiendo una ayuda que no obtendrá.

—¿Deseas que muera?Khaba vaciló. El hechicero Reuben

era débil y no intentaría vengarse, pero,si moría, Salomón intervendría sin lugara dudas. Sacudió la cabeza.

—No. Cuatro días. Luego, que serecupere.

—Amo, obedezco.Khaba hizo restallar el látigo y,

castañeando los dientes, el horla pasó asu lado como una exhalación ydesapareció a través de una angostaabertura que había en el techo. Un aireputrefacto sacudió los márgenes delpentáculo y las criaturas enjauladas

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empezaron a aullar en la oscuridad.El hechicero permaneció en

silencio mientras golpeaba suavementeel mango del látigo contra la palma de lamano. Al cabo de un momento,pronunció un nombre.

—Ammet.—Amo —susurró una voz al oído.—He perdido el favor del rey.—Lo sé, amo. Lo he visto. Lo

siento.—¿Cómo puedo recuperarlo?—No es una cuestión sencilla.

Apresar a esos bandidos del desiertoparece ser el primer paso.

Khaba lanzó un grito airado.—¡No puedo irme! ¡Debo estar en

la corte! Los demás aprovecharán la

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oportunidad para hablar con Salomón ymancillar mi nombre. Ya los has visto enla colina. ¡Hiram apenas fue capaz decontener su alegría cuando me vio tanabochornado! —Inspiró hondo yprosiguió más tranquilo—. Además,tengo que atender el otro asunto. Deboseguir vigilando a la reina.

—Eso es algo de lo que no debespreocuparte —dijo la voz susurrante—.Gezeri puede informarte en el desiertoigual que en cualquier otra parte.Además, estos últimos días hasdedicado demasiado tiempo a... esosotros asuntos y mira dónde te ha llevado.

El hechicero rechinó los dientes.—¿Cómo iba a saber que ese idiota

presuntuoso decidiría ir a visitar el

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maldito templo justamente hoy? ¡Podríahaberme avisado de alguna manera!

—Tiene el anillo. No te debe nada,ni a ti ni a nadie.

—¡Oh! ¿Crees que no lo sé? —Khaba asió el látigo con tanta fuerza quelas uñas curvadas se hundieron en lavieja piel humana. Inclinó la cabezapara permitir que algo le acariciara lanuca—. No sabes cuánto desearía que...que...

—Conozco tus deseos, amado amo,pero no es prudente expresarlos en vozalta, ni siquiera aquí. ¡Has vistofugazmente al espíritu del anillo y sabeshasta qué punto debes temerlo! Tenemosque ser pacientes y no perder la fe ennosotros mismos. Encontraremos la

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manera de conseguir lo que deseamos.El hechicero inspiró hondo y echó

los hombros hacia atrás.—Tienes razón, querido Ammet,

toda la razón. Pero no sabes lo difícilque es estar ahí y ver cómo esepresumido, indolente...

—Echémosles un vistazo a lasjaulas —propuso la voz en tonotranquilizador—. Te relajará. Sinembargo, amo, antes de que lo hagamos,te suplico que me informes. ¿Qué hay deBartimeo?

Khaba lanzó un grito desgarrador.—Ese genio inmundo, ¡si no fuera

por él, no nos habrían expulsado deJerusalén! ¡Un hipopótamo, Ammet! ¡Unhipopótamo en el Monte del Templo! —

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Se detuvo un instante, pensativo—. Y nolo creerías nunca —añadió despacio—,pero el rostro y las formas guardabancierto parecido con...

—Por fortuna para nosotros —lointerrumpió la voz suave—, no creo queSalomón se diera cuenta.

Khaba asintió, muy serio.—En fin, Bartimeo se ha llevado

una buena zurra por sus pecados, ¡perono es suficiente! El azote es poco paraél.

—No podría estar más de acuerdo,amo. Esto es el colmo. Hace una semanainsultó a Gezeri y ha causado muchasdisensiones entre los genios. Se mereceun verdadero castigo.

—¿La piel invertida, Ammet? ¿La

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caja de Osiris?—Demasiado benévolo...

Demasiado pasajero... —De pronto, lavoz se animó—. Amo, deja que meencargue yo —suplicó—. Estoyhambriento, sediento. Hace mucho,mucho tiempo que no como nada. Puedolibrarte de esa molestia y apagar mi sedal mismo tiempo.

Se oyó una dentellada salivosadetrás de la cabeza del hechicero.

Khaba gruñó.—No. Quiero que sigas

hambriento, eso te mantiene despierto.—Amo, por favor...—Además, necesito a todos mis

genios disponibles y vivos mientraspeinamos los desiertos en busca de esos

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forajidos. Deja de quejarte, Ammet. Ledaré vueltas al asunto. Ya habrá tiempopara encargarse de Bartimeo cuandovolvamos a Jerusalén...

—Como desees... —contestó lavoz, resentida y malhumorada.

Hasta entonces, Khaba habíamantenido una postura rígida yencorvada, tenso por las humillacionesde las que había sido víctima; sinembargo, en ese momento enderezó laespalda de nuevo y su voz recuperó ladureza y la resolución habituales.

—Hemos de hacer los preparativospara el viaje sin demora, pero antes hayotro asunto del que debo encargarme.Tal vez por fin obtengamos noticiasalentadoras...

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Chascó los dedos y pronunció unacompleja sucesión de sílabas. Se oyó untintineo lejano. Los globos diablillo seestremecieron en el techo de la cámara yalgunas de las telas que cubrían lasjaulas de mayor tamaño se agitaron.

El hechicero escudriñó laoscuridad.

—¿Gezeri?Una nubécula lila se materializó en

el aire junto al pentáculo, acompañadade un penetrante olor a huevos podridos.Sentado encima iba el trasgo Gezeri,quien ese día había escogido el aspectode un diablillo verde de gran tamaño,con largas orejas puntiagudas y una narizen forma de pera. La criatura realizó unaserie de saludos complejos y un tanto

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burlones que Khaba ignoró porcompleto.

—El informe, esclavo.El trasgo fingió un tedio absoluto.—He estado en Saba tal como me

pediste con tanta, ejem, amabilidad. Mehe paseado por sus calles sin ser visto,escuchando a la gente. ¡Ten por seguroque ni un solo susurro ha escapado a misoídos, ni un solo comentario, aunmusitado entre dientes, ha quedadodesoído!

—No lo dudo, si no, ahora mismoestarías ardiendo en la llama funesta.

—Lo mismo que pensaba yo. —Eltrasgo se rascó la nariz—. Porconsiguiente, me he aburrido de oírtonterías. ¡Menuda vida que lleváis los

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humanos! ¿Sois conscientes de subrevedad y de lo pequeño que es ellugar que ocupáis en este vastouniverso? ¡Supongo que no, porque veoque seguís preocupándoos por las dotes,las caries y el precio de los camellos!

El hechicero sonrió con airesombrío.

—Ahórrame la clase de filosofía,Gezeri. Ninguna de todas esas cosas mepreocupan, lo que verdaderamente meinteresa es saber qué está haciendo lareina Balkis.

Gezeri encogió los hombroshuesudos.

—En una palabra: nada. Nada fuerade lo común, quiero decir. Por lo que hepodido averiguar, se dedica a sus

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quehaceres habituales: medita en lostemplos, recibe a los mercaderes,concede audiencias a representacionesde su pueblo, las típicas paparruchas dereina. He asomado la nariz entrebastidores y he escuchado a escondidasa todo el mundo. ¿Qué he sacado enclaro? Nada de nada. Da la impresiónde que ni se han inmutado.

—Le quedan cinco días —musitóKhaba, reflexivo—. Cinco días... ¿Estásseguro de que no ha habido ningunaconcentración de tropas? ¿No hanreforzado las defensas?

—¿Qué tropas? ¿Qué defensas? —El trasgo removió la cola con aireburlón—. Lo que tiene Saba ni siquierapuede llamarse ejército; no son más que

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un puñado de jovencitas escuchimizadasque revolotean alrededor de la reina. Ylas sacerdotisas se han limitado aenvolver el palacio en una red desegundo plano. Hasta un diablillo podríaatravesarla yendo de paseo.

El hechicero se frotó la barbilla.—Bien. Es evidente que tiene

intención de pagar. Al final, todosacaban pagando.

—Sí, bueno, ya que es así, ¿por quéno me das la orden de partida? —preguntó el trasgo, repantingándose en lanube—. Estoy harto de todas estasinvocaciones a larga distancia. Uh, meda unos dolores de cabeza de no temenees y me aparecen bultos en loslugares más insospechados. Mira, mira

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este de aquí... Cada vez me cuesta mássentarme.

—Regresarás a Saba, esclavo —contestó Khaba, repugnado, apartando lamirada— ¡y seguirás atento a todo loque ocurra! Más te vale que me informesde inmediato de cualquier cosa que sesalga de lo habitual. Entretanto, volveréa invocarte de aquí a poco, con bultos osin ellos.

El trasgo frunció el ceño.—¿De verdad tengo que ir?

Sinceramente, preferiría volver a laobra.

—Por el momento, ya no necesitannuestros servicios en el templo —contestó Khaba, con frialdad—.Salomón... nos ha enviado a otro sitio.

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—Uuuh, se ha enfadado contigo,¿eh? Parece que hemos perdido sufavorcito, ¿eh? ¡Mala suerte!

Los labios de Khaba se fruncieronen una fina línea apenas visible.

—No olvides lo que voy a decirte:pronto llegará el día en que habrán derendir cuentas.

—Bueno, de eso no tengo la menorduda —contestó el trasgo—. ¿Sabesqué? ¿Por qué no hacemos que seaahora? ¿Por qué no nos colamos estanoche en los aposentos reales y lebirlamos el anillo mientras duerme?

—Gezeri...—¿Por qué no? Eres rápido, eres

listo. Podrías matarlo antes de que lediera tiempo a girar el anillo... ¿Y bien?

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¿Qué es lo que te detiene? —El trasgose rió entre dientes, cansinamente—.Déjalo, Khaba. Tienes miedo, comotodos los demás.

El hechicero lanzó un bufidoindignado, pronunció una palabra y diouna palmada. Gezeri chilló y el trasgo ysu nube implosionaron y desaparecieron.

Khaba se quedó allí parado, con lamirada perdida en la penumbra azulverdosa de la cámara, tenso y furioso.Llegaría el día en que todos aquellosque lo habían menospreciadolamentarían profundamente su osadía...

Se oyó un susurro en la oscuridad.Algo le acarició el cuello. Con unahonda inspiración, Khaba apartóaquellas tribulaciones de su mente. Bajó

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del círculo y atravesó la estancia endirección a las jaulas de esencia.Todavía había tiempo para divertirse unrato antes de partir hacia el desierto.

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Capítulo 13 El día de la fiesta de la primavera,

las ceremonias religiosas duraban eldoble de lo habitual y la niña se aburría.Esperó a que las madres guardianas sehubieran arrodillado ante el dios Sol,con sus grandes y viejos traserosalzados hacia el cielo, para echar unvistazo a su alrededor. Las otras niñastambién estaban concentradas en susoraciones, los ojos cerrados con fuerzay las narices apretadas contra laspiedras del suelo. Cuando el rumor desus cantos rituales se elevó hastainundar la cámara, la niñita se levantó,pasó de puntillas junto a ellas y se

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encaramó a la ventana para salir de allí.Atravesó la azotea de la sala deentrenamiento a la carrera, recorrió lapared que daba a los jardines delpalacio sin apenas tocar el suelo y sedejó caer como un gato entre lassombras que se proyectaban sobre lacalle. Ya en el suelo, se alisó el vestido,se frotó la raspadura que se había hechoen la pantorrilla al rozarse con losladrillos y bajó corriendo la ladera de lacolina. Sabía que a su regreso leesperaría una azotaina, pero no leimportaba. Quería ver la procesión.

Las flores de azahar que arrojabandesde las torres caían sobre loshabitantes de Saba como si los cubrierande nieve. Las calles estaban abarrotadas

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de gente —sabeos y hombres de lastribus de las montañas por igual—, queaguardaba con paciencia la aparición desu reina. La niña no quería estar enprimera fila por miedo a acabaraplastada bajo las enormes ruedas delcarro, por lo que se encaramó comopudo a los travesaños de madera de latorre vigía más cercana, donde dosmujeres esbeltas, con espadas al cinto,observaban la multitud que llenaba lascalles.

—¿Qué haces aquí? —preguntó unade ellas, fulminándola con la mirada—.Deberías estar ejercitándote. Vuelve a lasala, rápido.

Sin embargo, la otra alborotó elpelo corto y oscuro de la niña.

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—Demasiado tarde. ¿Oyes eso?,¡ya vienen! Asmira, siéntate, estatecallada y puede que no te hayamos visto.

La niña sonrió de oreja a oreja y sesentó con las piernas cruzadas sobre lapiedra que tenía entre los pies. Apoyó labarbilla en los puños y, al estirar elcuello, vio que el carro real atravesabalas portaladas con gran estruendo, tiradopor una recua de esclavos sudorosos. Eltrono que arrastraban era dorado comoel sol y sobre este —espléndida ygrandiosa, ataviada con túnicas de unblanco inmaculado que la hacían parecerincluso más grande— iba sentada lareina. Era como una estatua pintada,erguida e inmutable, el rostromaquillado de blanco, la mirada al

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frente, completamente inexpresiva. Aambos lados desfilaban guardianas conlas espadas desenfundadas y detrásmarchaban las sacerdotisas, en unahilera solemne. En el mismo carro, justodetrás del trono, la primera guardianasonreía; su pelo oscuro y brillantelanzaba destellos bajo el sol.

La procesión entró en la ciudad. Elpueblo la vitoreó y nuevos torrentes deflores se precipitaron desde las torres.En lo alto del puesto de guardia, la niñasonreía, corriendo de aquí para allá.Saludó con ambas manos.

En el otro extremo de la angostacalle, entre las sombras de la torre máscercana, se alzó una columna de humoamarillento. Tres pequeños demonios

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alados de ojos rojos y colas restallantesde huesos afilados se materializaron enel aire. Al momento, las guardianas queacompañaban a la niña se perdieronentre la multitud. Las que custodiaban elcarro también echaron a correr con lasespadas en alto, haciendo aparecer lospuñales que ocultaban bajo las mangas.

Hubo gritos, la gente empezó acorrer en todas direcciones. Losdemonios atravesaron el aire con lavelocidad del rayo. Uno fue alcanzadosimultáneamente por siete hojas de platay se desvaneció con un alarido. Losdemás se apartaron a un lado, girandosobre sus propias alas, y arrojaronespirales de fuego sobre las guardianasque acudían a su encuentro.

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La niña no les prestaba atención.Tenía la mirada clavada en el carrodetenido, sobre el que la reinacontinuaba sentada en silencio, mirandoal frente. La primera guardiana no habíaabandonado su puesto; habíadesenfundado su espada y esperaba contoda calma junto al trono.

Fue entonces cuando se inició elverdadero ataque. Tres hombres de lasmontañas se apartaron con sigilo de lamuchedumbre entre la que habíanpasado desapercibidos hasta esosmomentos y corrieron hacia el carrodesprotegido, destapando unos finos ylargos cuchillos que llevaban ocultosbajo sus ropas.

La primera guardiana los esperó.

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Cuando el más rápido de ellos intentósubir al carro de un salto para acercarsea la reina, la guardiana lo atravesó conla espada antes de que los pies delasaltante tocaran el suelo. El peso delmuerto al caer hacia atrás arrancó laespada de la mano de la guardiana,quien no intentó recuperarla, sino que sevolvió de inmediato para hacer frente alos demás, con un puñal que habíaaparecido en su mano como por arte demagia.

Los otros dos llegaron junto alcarro y se encaramaron a este de unsalto, acercándose al trono por amboslados.

La primera guardiana giró lamuñeca y el puñal alcanzó a uno de

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ellos, quien cayó de espaldas. Sinperder tiempo, la mujer se abalanzósobre la reina y recibió la puñaladadestinada a la monarca. Se desplomóencima del regazo real. El largo cabellooscuro le cayó sobre la cara.

Las demás guardianas, tras haberacabado con los demonios, descubrieronel peligro que acechaba a sus espaldas.En cuestión de segundos, el tercerasesino había muerto, atravesado poruna decena de hojas. Las guardianasrodearon el carro y arrastraron loscuerpos lejos de allí.

Alguien dio una orden. Losesclavos tiraron de las cuerdas al ritmode los látigos y el carro continuó sucamino. Las flores se derramaban sobre

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las calles vacías. La reina seguíamirando al frente, con el rostro blanco,impasible, y el regazo manchado desangre.

El cuerpo de la primera guardianayacía a la sombra de las puertas de laciudad cuando la hilera de sacerdotisaspasó por su lado, arrastrando los pies.Después de que estas desaparecieran,las horrorizadas encargadas necesitaronunos cuantos minutos para recomponerseantes de regresar a limpiar las calles, yni siquiera entonces nadie reparó en laniñita sentada en lo alto del puesto deguardia, observando cómo se llevabanel cuerpo de su madre colina arriba.

~ ~ ~Asmira abrió los ojos. Todo seguía

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igual que antes de quedarse dormida. Lasombra del toldillo adornado con borlasse balanceaba sobre el lomo delcamello. La recua de animales pordelante de ella se alargaba hastaperderse en el infinito. El crujido de lasvaras y la pisada suave y acompasadade las pezuñas almohadilladas sobre lapiedra... El calor le secaba la boca, ledolía la cabeza y llevar ropa era como irenvuelta en un capullo mojado.

Se humedeció los labios con supropio sudor, sobreponiéndose a latentación de beberse las gotas. Nuevedías en el desierto y ya hacía tres que sehabían quedado sin agua potable, apesar de que todavía quedaba muchocamino por delante. A su alrededor solo

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veía una tierra habitada por ladesolación y la ausencia de vida, porcolinas blanqueadas por el sol, que sedesdibujaban al borde de la visión. Elastro solar era un agujero blanco en uncielo acerado que desfiguraba el aire enuna urdimbre ondulante y cegadora, enconstante movimiento.

Siempre que dormitaba duranteesos interminables días en el desierto,Asmira acababa atrapada en untorbellino de sueños que se repetían sindescanso, tan lacerantes como unatormenta de arena. Veía a la reina deSaba sonriendo en su alcoba,sirviéndole más vino. Veía a lassacerdotisas en el patio de armas delpalacio, con los genios formando a la

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espera y todos los ojos puestos en ellamientras se despedía. Veía el templo delSol y el muro oriental, donde sedisponían las efigies de los héroescaídos y donde la estatuilla de su madrebrillaba con una belleza sin par a la luzdel alba. Veía la hornacina vacía de allado, que durante tanto tiempo llevabacodiciando.

Y a veces... A veces veía a sumadre, del modo que siempre la habíavisto durante aquellos últimos once añosen los que, para ella, se había detenidoel tiempo.

• • • • •

Esa noche, la caravana de camellos

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acampó al amparo de un resalto dearenisca. Recogieron leña y encendieronuna hoguera. El guía de la caravana, unhombre que tenía rudimentos de magia,envió una cuadrilla de diablillos paraque realizara un reconocimiento de losalrededores y le informara en el caso deque algo intentara aproximarse alcampamento.

Después, se acercó a Asmira, quiencontemplaba el fuego con la miradaperdida.

—Todavía sigues aquí, por lo queveo —dijo.

Asmira estaba agarrotada, doloriday agobiada por la impaciencia ante eltedio con que se desarrollaba el viaje. Apesar de todo, consiguió esbozar una

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sonrisa.—¿Dónde iba a estar sino?El guía era un hombre corpulento,

de carácter alegre y desenfadado y ojosbrillantes. A Asmira le resultabadesconcertante. El guía se rió entredientes.

—Cada noche compruebo que todoel mundo sigue siendo humano y no unghul o un doble. Dicen que una vez, unguía de camellos entró en Petra con unacaravana de treinta mercaderes. Cuandocruzó las puertas de la ciudad, lastúnicas de sus acompañantes cayeron alsuelo, vacías y, al mirar atrás, lo únicoque vio fue leguas de camino sembradasde huesos roídos. ¡Habían devorado atodos los hombres, uno tras otro!

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Las madres guardianas le habíancontado aquella misma historia aAsmira, acerca de un mercader deMarib.

—Un cuento de viejas —dijo—,nada más.

El guía sacó su amuleto paraprotegerse de los espíritus y agitóvigorosamente los cascabeles de plata.

—Aun así, nunca hay que bajar laguardia. Los desiertos son lugarespeligrosos donde no todo es lo queparece.

Asmira miró la luna. Ya apenas erauna rasgadura en el firmamento, quebañaba el saliente con su luz. Al pensaren lo poco que quedaba para la lunanueva, se le hizo un nudo en el

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estómago.—Hoy hemos avanzado mucho —

comentó—. ¿Llegaremos mañana aJerusalén?

El guía de la caravana se recolocóla barriga y sacudió la cabeza.

—Pasado mañana, si todo va comoestá previsto. Pero no podemosrelajarnos hasta mañana por la noche,cuando nos encontremos en lasinmediaciones de la ciudad. Ningúndemonio del desierto se atreverá aatacarnos bajo el atento y vigilante ojodel bueno de Salomón.

Asmira vio arder las torres deMarib entre las llamas de la hoguera. Elnudo del estómago se deshizo de golpe.

—¿Bueno? —repitió Asmira con

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brusquedad—. ¿Atento? No es eso loque he oído de Salomón.

—Ah, ¿no? —El guía de lacaravana enarcó las cejas—. Y, ¿qué hasoído?

—¡Que es un señor de la guerracruel que se dedica a amenazar apueblos más débiles que el suyo!

—Bueno, circulan muchas historiassobre él —admitió el hombre— y meimagino que no todas lo dejan en buenlugar. Sin embargo, en esta caravanaencontrarás a muchos que creen locontrario. Van a Jerusalén en busca de sucaritativo auxilio o para pedirle queejerza de juez en algún asunto complejo.¿No? ¿No me crees? Pregúntales a ellos.

—Puede que lo haga.

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• • • • •

A medida que caía el crepúsculo ylas llamas se avivaban, Asmira entablóconversación con la persona que teníasentada al lado, junto al fuego, unmercader de especias de camino a Tiro,un joven barbudo de modales tranquilosy respetuosos.

—Ha estado muy callada, señorita—dijo—. Apenas le he oído pronunciaruna palabra en todo el viaje. ¿Leimporta que le pregunte cómo se llama?

Hacía tiempo que Asmira habíadecidido no mencionar su nombre ynacionalidad verdaderos y había pasadogran parte del viaje pensando en unaalternativa.

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—Me llamo Cyrine.—¿De dónde viene?—Soy sacerdotisa del templo del

Sol, en la sagrada Himyar. Viajo aJerusalén.

El mercader estiró las piernas yacercó las botas a las llamas.

—¿Himyar? ¿Dónde queda eso?—Al sur de Arabia.En realidad, Himyar era un

pequeño reino costero al oeste de Saba,que destacaba por sus cabras, su miel ysu insignificancia, razón por la cual lohabía escogido. Nunca había estado allíy dudaba que los demás lo conocieran.

—¿Qué asunto le lleva a Jerusalénpara que se haya decidido a emprenderun viaje tan largo?

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—Deseo ver al rey Salomón.Nuestro pueblo necesita ayuda. —Asmira parpadeó con coquetería y lanzóun débil suspiro—. Espero que mereciba.

—Bueno, dicen que Salomónconcede audiencias diarias dondeescucha a todo aquel que acude a ellas.—El mercader le dio un largo trago a supellejo de vino—. Hace un año, un parde agricultores cerca de Tiro sufrieronuna plaga de escarabajos y acudieron aSalomón. Él envió a sus demonios yestos acabaron con los escarabajos.Problema resuelto. Es lo que tieneposeer un anillo mágico. ¿Le apetece unpoco de vino?

—No, gracias. ¿Audiencias diarias,

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dice? ¿Cree que me dejarán entrar?—Sí, por supuesto. Estoy seguro de

que una joven tan guapa como usted notendrá ningún problema. —El hombreoteó la oscuridad—. Teniendo en cuentaque viene de Arabia, supongo que no sehabrá detenido antes aquí.

Asmira estaba pensando en lo queharía cuando llegara a Jerusalén. Iría alpalacio y solicitaría que la recibierancon urgencia en la audiencia del díasiguiente. La llevarían ante el rey y,entonces, cuando lo tuviera delante yestuvieran esperando a que ella sepostrara ante sus pies para suplicarle loque fuera, daría un paso al frente,apartaría la capa y...

La impaciencia le inflamó el pecho

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y sintió un cosquilleo en las manos.—No —contestó con aire ausente

—, nunca he estado en Israel.—No, me refería a aquí mismo. —

El hombre hizo un gesto con el queabarcó el saliente bajo el que secobijaban—. A este lugar.

—Nunca.—¡Ah! —El hombre sonrió—. ¿Ve

ese espolón de allí arriba, donde se alzauna solitaria columna de arenisca? Esfamoso por estos pagos. ¿Sabe de qué setrata?

Asmira salió de suensimismamiento y levantó la vista. Lacolumna era verdaderamente peculiar,un pilar bulboso y retorcido, con variasprotuberancias atrofiadas en la cima.

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Mientras la contemplaba, los últimosrayos del sol se desparramaron por susflancos como un torrente de colorescarlata y tuvo la impresión dedistinguir...

—Dicen que se trata del efrit Azul—la informó el mercader—. Un esclavode Salomón durante los primeros añosde su reinado. El espíritu intentó destruirel anillo mágico, o eso cuenta lahistoria, y ahí tiene el resultado. ¡Acabóconvertido en piedra, petrificado parasiempre jamás! —El hombre se volvió aun lado y escupió en el fuego—. Ymenos mal. Mire qué tamaño tiene. Debede hacer unos diecisiete codos de alto.

Asmira contempló el pilar que seerigía por encima de ellos, consciente

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del súbito entumecimiento que asaltabasus miembros. Se estremeció; parecíaque volvía a refrescar. Daba laimpresión de que la roca se alzaba hastael firmamento y se fundía con lasestrellas. ¿Qué había sido eso? ¿Habíavisto el esbozo de un enorme rostro deexpresión feroz entre las sombras quecoronaban la cima?

No. El viento y la arena habíanhecho mella en la roca. La superficieondulada había recuperado suinexpresividad.

Se envolvió en la capa y se corrióun poco más allá para acercarse alfuego, sin prestar atención a laspreguntas que seguía haciéndole elmercader sentado a su lado. Sentía un

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inmenso vacío en el estómago y tenía lasensación de que le bailaban los dientes.El júbilo que ardía en su corazón sehabía apagado, como si lo hubierasofocado una mano gigantesca. Porprimera vez fue plenamente conscientede la verdadera magnitud y lasrepercusiones de la misión que lallevaba a Jerusalén. El tamaño deldemonio transformado, sus contundentesy rotundas dimensiones, lograron queviera con toda claridad lo que no habíanconseguido los relatos contados junto alfuego: el poder absoluto del hombre queposeía el anillo.

• • • • •

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A la mañana del décimo día, lacaravana de camellos llegó a undesfiladero donde las laderas dearenisca se cerraban sobre el camino. Elsol bañaba las cumbres, pero, al pie delas paredes del cañón que debíanatravesar los camellos, la luz era gris yfría.

Asmira había dormido mal. Elmiedo que la había embestido la nocheanterior había desaparecido y la jovense sentía torpe, lenta e irritada consigomisma. Su madre no habría reaccionadoasí ante un simple muñón de piedra ytampoco era lo que la reina esperaba desu paladina. Avanzaba encorvada sobreel lomo de su camello, abrumada porpensamientos sombríos.

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El desfiladero se hacía cada vezmás angosto. Parte de la pared de laderecha se había derrumbado.Contemplando con desgana el paisajedesolado que la rodeaba, Asmira atisbóalgo pequeño y marrón apostado entrelas rocas. Era un zorro del desierto deojos brillantes y orejas grandes, negras ypeludas, que observaba atento el lentotranscurrir de la caravana de camellos,sentado sobre un peñasco.

El camello de Asmira aflojó elpaso para sortear las piedras que habíaninvadido el camino y, por un instante,Asmira quedó pareja al zorro. Estaban ala misma altura, aunque separados porescasos metros de distancia. Si hubieraquerido, la joven podría haberse

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inclinado hacia delante y tocarlo. Elzorro no parecía asustado. Sus ojosnegros y redondos se encontraron conlos de Asmira.

En ese momento, el camello volvióa avanzar y el zorro quedó a su espalda.

Asmira continuó sentada encompleta calma, sintiendo el lentobalanceo del camello bajo sus piernas,oyendo los pasos infatigables de sumontura en medio del silencio deldesfiladero. De pronto, ahogando ungrito, sacó la fusta de la funda cosida ala silla y, sacudiendo las riendas, obligóa su camello a avanzar a la carrera. Elaletargamiento había desaparecido, lamirada le brillaba. Su mano buscó laempuñadura del cuchillo bajo la capa.

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El guía de la caravana iba cuatrocamellos por delante y Asmira consiguióalcanzarlo no sin grandes dificultades.

—¡Rápido! ¡Hay que darse prisa!El hombre se la quedó mirando de

hito en hito.—¿Qué ocurre? ¿Cuál es el

problema?—Los diablillos... ¡suelta a tus

diablillos! Y a tus genios también, si esque los tienes... Aquí hay algo.

El hombre vaciló apenas unosinstantes antes de volverse para gritaruna orden, justo en el momento en queuna bola de fuego envuelta en llamasnegras y azuladas alcanzó el flancoizquierdo del camello. Tras la violentaexplosión, el guía y su camello salieron

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despedidos hacia la pared y seestrellaron contra las rocas. Asmiralanzó un grito y levantó las manosintentando protegerse de la bocanada deaire caliente. Su camello se encabritó,presa del pánico. La joven cayó haciaatrás, a punto de perder el equilibriosobre la silla. Salió despedida hacia unlado y, sin soltar las riendas,balanceándose sobre un costado delcamello, estiró la mano para asirse a unade las varas del toldo, a la que se aferrócomo pudo, suspendida a escasoscentímetros del suelo. El camellocorcoveó. Asmira alargó el cuellodesesperadamente mientras colgaba desu montura y en el cielo entrevió unasformas oscuras volando en círculos.

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Llamaradas incendiarias llovían sobreel camino.

Se oyeron más explosiones; y gritosy chillidos teñidos de pánico. El eco ylas ondas expansivas rebotaban contralas paredes del desfiladero y producíanla sensación de que el ataque procedíade todas partes. El humo entorpecía lavisión. El camello de la joven intentódar media vuelta, pero una nuevaexplosión a la entrada del cañón hizoque diera un bandazo hacia la quebrada.Asmira, tirando con todas sus fuerzas delas riendas a las que se aferraba con unamano y sin soltar la vara a la que secogía con la otra, se dio impulso yconsiguió enderezarse sobre la monturajusto a tiempo de no acabar aplastada

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contra las paredes rocosas. Se asió alpomo de la silla y sacó el puñal de plataque llevaba ceñido al cinto.

En medio del humo, unas figurasnegras aterrizaron sobre el camino conun golpe sordo. Hombres y animaleschillaban enajenados por el miedo y eldolor. Asmira se sujetó a su camelloenloquecido, mirando incrédula a sualrededor. Tras recuperar el control dela bestia con grandes esfuerzos,retrocedió a través de la voraginosaoscuridad para alejarse de allí y buscórefugio pegándose al saliente de lapared. Desmontó, se agachó y sacó dospuñales más de la bolsa mientras lasllamaradas y los alaridos de losmoribundos rasgaban el aire. Rebuscó el

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colgante de plata entre sus ropas y se locolgó al cuello.

Un movimiento entre el humo, unasilueta: algo no humano se acercaba.Asmira apuntó sin perder tiempo yarrojó un puñal. Un grito gargajoso, undestello breve y apagado. La figuradesapareció.

Sacó otro cuchillo. Pasaron losminutos; el humo empezó a disiparse.

Una segunda figura apareció dandobotes por el camino. Fue acercándosepoco a poco, hasta que se detuvo a sualtura. Había vuelto la cabeza. Asmiratensó los músculos y levantó el arma,preparada. El latido de su corazónretumbaba en sus oídos.

La nube se abrió y de pronto

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apareció una criatura con cabeza dereptil, haciendo molinetes con unacimitarra ensangrentada, empuñada entresus garras de tres dedos.

Asmira cerró la mano sobre elcolgante y pronunció una potente guarda.Unos discos luminosos atravesaron elaire y alcanzaron a la criatura, queretrocedió con una mueca de dolor, perono se batió en retirada. El monstruo alzóla vista hacia ella, sonriendo, y sacudióla cabeza, despacio. De pronto, flexionólas piernas y, complacido, saltó sobreella con la boca rosácea abierta de paren par.

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Capítulo 14 Paz y tranquilidad. Eso es lo que

tienen de bueno los desiertos. Te dan laoportunidad de evadirte de las presionesdel día a día. Además, cuando esas«presiones diarias» consisten en sietegenios rabiosos y un amo de un humorde perros, varios cientos de miles dekilómetros cuadrados de arena, piedras,viento y silencio es justo lo quenecesitas.

Habían transcurrido tres días desdemi desafortunado encuentro conSalomón en Jerusalén, tiempo de sobrapara que las aguas hubieran vuelto a sucauce, se hubieran calmado los ánimos y

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el mal humor hubiera ido disipándosepoco a poco hasta transformarse en unatranquila introspección.

Pero ¿era eso lo que habíaocurrido? Ni por asomo.

Khaba estaba furioso, algo que erade esperar. El rey lo había ninguneado yhumillado delante de sus iguales y, demomento, había tenido que cambiar sucómoda vida palaciega por unatemporada a la intemperie detrás deasaltantes de caminos. Aunque, todo seadicho, tampoco era que el hombre notuviera donde caerse muerto —viajabaen alfombra voladora, con sus cojines,sus uvas y un trasgo encadenado quesostenía un parasol, y de noche dormíaen una tienda de seda negra en la que no

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faltaba un lecho y la posibilidad dedarse baños de incienso—, era fáciladivinar que seguía resentido y que meculpaba a mí. —Lo sabía por lasmiraditas asesinas que me dedicaba y la«froideur» general cuando pasaba por sulado. Detalles sutiles, sí, pero soy muyperceptivo y no se me escapaban. Sushabituales arrebatos de ira durante losque agitaba los puños y maldecía minombre por todos los dioses de lamuerte egipcios solo servían pararespaldar mi teoría.

Sin embargo, lo curioso ydesconcertante del caso era que, apartede los azotitos recibidos en la mismaobra, podría decirse que Khaba no mehabía castigado por mis desmanes. Era

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algo tan atípico que empecé a ponermenervioso. Temía que su ira cayera sobremí en cualquier momento, cuando menoslo esperara y, por eso mismo, loesperaba a todas horas. Los vigilaba a ély a su sombra de manera obsesiva, perohasta la fecha no había tenido quelamentar nada.

De paso, mis compañeros tambiénestaban enfadados conmigo, indignadospor haber tenido que cambiar unaexistencia segura y rutinaria junto altemplo por el rastreo de páramos áridosen busca de genios peligrosos a los quehabría que enfrentarse. Intenté hacerlesentrar en razón argumentando que lacacería de proscritos era un trabajo quese adecuaba mucho más a nuestras

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incomparables aptitudes que trabajar dealbañil, pero uno tras otro me hicieroncallar a gritos, me insultaron y medieron la espalda. Xoxen, Tivoc yBeyzer se negaban a dirigirme lapalabra y los demás se comportaban coninsolencia. Solo Faquarl, a quien nuncale había gustado la cantera, se mostrabamínimamente benevolente. Contribuíacon algún que otro comentario mordaz,pero, por lo demás, me dejaba en paz.

Los dos primeros díastranscurrieron sin incidencias. Cadamañana, Khaba salía de su tienda, sedespachaba a gusto con nosotros pornuestros defectos, lanzaba amenazas adiestro y siniestro y nos enviaba entodas direcciones. Cada noche, tras

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haber recorrido los cielos desde elamanecer hasta la puesta de sol,regresábamos con las manos vacías paraenfrentarnos a sus críticas. El desiertoera inmenso y nuestro enemigo,escurridizo. Los asaltantes de caravanas,quienesquiera que fueran, intentabanpasar desapercibidos.

La tarde del tercer día, volvía a serun ave fénix planeando en las alturas,muy por encima de las rutas comercialesdel sur. Había sobrevolado la ciudad deHebrón y la de Arad. Cerca de allí,hacia el este, había atisbado el reflejodeslumbrador del gran mar Salado,donde los restos de ciudades antiguasyacían junto a la orilla, blanqueados porel sol. Más allá se alzaban las montañas

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de Edom, las puertas a páramos dedimensiones aún mayores y a cuyos piesdescansaba una extensa región de tonosmorados: el árido desierto de Zin.

La ruta de las especias queatravesaba aquellas tierras era un finonervio que se devanaba entre las crestasdeshabitadas. Si lo recorriera en toda sulongitud, finalmente llegaría al mar Rojoy a las lonjas donde convergían lascaravanas procedentes de Egipto, Saba eincluso de las lejanas Nubia y Punt. Sinembargo, aquel camino se apartabademasiado del asunto que me ocupaba.

Al dar la vuelta y darle la espaldaal sol, este se reflejó en mi ojo oscuro ya mis pies vislumbré un destelloidéntico. Procedía de un camino alejado

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de la ruta principal, de un sendero queserpenteaba en dirección a una aldea enlas colinas. El fulgor había sido claro ymerecía la pena investigarlo.

Descendí en picado, disfrutandodel viento que alborotaba mi plumaje yde la sensación de libertad. Bienmirado, las cosas tampoco me iban tanmal: estaba vivo, estaba en el aire yestaba lejos de aquella condenadaconstrucción. Cierto, tenía que dar conunos «monstruos» y acabar con ellos,pero cuando se es un genio intrépidocomo yo, con cualidades superiores a lamedia, que ha sobrevivido a las batallasde Qadesh y Megido y, lo que es más,que ha sido encerrado en Jerusalén conalgunos de los seres más irritantes que

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jamás hayan podido salir de unpentáculo, una buena refriega esprecisamente lo que uno necesita.

Sin embargo, esta vez llegué tardea la fiesta. La había habido, pero ya sehabía acabado.

Aun antes de tomar tierra, pudecomprobar desde el aire los estragosque el ataque había causado en elpequeño camino. El suelo estabaarrasado, calcinado y cubierto demanchas oscuras. Había jirones de tela yfragmentos de madera desperdigadospor todas partes, sobre un área bastanteamplia. Percibí el viejo olor del horror:magia humeante y cuerposdesmembrados.

El resplandor que había visto

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resultó provenir de la hoja partida deuna espada que había tirada junto a unapiedra. No era lo único que había en elsuelo. Cerca se encontraban partes de loque había sido su dueño.

Me posé y adopté el aspecto deljoven, apuesto y precavido sumerio deojos oscuros. Me levanté y miré a mialrededor. A pesar de la maderadesvencijada y negra y de las ruedasaplastadas, todavía era posible adivinarlos restos de varios carros en medio deaquella masacre. Las piedras deldesfiladero que bordeaban el senderoestaban salpicadas de amasijos sin vidaque se desparramaban sobre ellas. Nome acerqué a averiguar de qué setrataba. Lo sabía muy bien.

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Una de las víctimas estaba tendidaen medio del camino junto a un escudoastillado. Tenía los brazos y las piernasestirados con naturalidad, casi como siestuviera durmiendo. Y digo «casi» contoda la intención, porque le faltaba lacabeza. Tanto él como sus compañerosno solo habían caído en manos deasesinos, sino también de ladrones, puesel contenido de los carros habíadesaparecido. No cabía duda de quetodo aquello era obra de asaltantes decaminos y no hacía mucho que habíanestado allí. Calculé que a lo sumo mellevarían un día de ventaja. Puede queincluso todavía estuvieran por allícerca.

Ascendí por el tortuoso camino,

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atento al viento que susurraba entre laspiedras, mientras estudiaba el terreno.El suelo estaba demasiado duro ycompactado para encontrar huellas, perohabía un sitio donde la tierra se habíahumedecido unos instantes, tal vezgracias a un pinchazo en un odre, y allíencontré la impresión profunda ytriangular de una garra de tres dedos.Me agaché unos instantes para estudiarlacon detenimiento. Luego me levanté y dimedia vuelta para volver por el caminoque había venido.

Y me quedé helado.A mis pies, el camino se arqueaba

a la derecha mientras dibujaba un ligeroy continuado descenso hasta quedesaparecía tras la pared del

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desfiladero, a unos veinte o treintametros más allá de la zona donde sehabía producido el ataque. La pared delflanco izquierdo del barranco estabacortada a pico y el sol del mediodía lobañaba con su luz cegadora. No habíadetalle —piedra, grieta o perezosaondulación rosada de sinuosos estratos— que aquella luz no delineara connitidez absoluta ante mis ojos.

Como, por ejemplo, la sombra deKhaba.

La silueta de la calva se recortabade perfil sobre el soleado desfiladero.Vi la suave línea del cráneo, la afiladanariz aguileña, la protuberante barbillapicuda. También asomaban los anchoshombros y los brazos, pero la mitad

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inferior del cuerpo se perdía entre laspiedras desmoronadas que tapizaban elvalle. Era como si el hechicero esperaraen el recodo y quedara oculto tras este,con la cabeza vuelta hacia lo alto de lacolina, en mi dirección.

No podía apartar los ojos deaquella aparición. La cabeza descansabasobre las piedras, completamenteinmóvil.

Despacio, retrocedí un paso y lasombra empezó a avanzar de inmediato:bordeó la curva del desfiladeroondulándose sobre la topografía delterreno como un reguero de agua oscura.Crecía a medida que se acercaba.Aquella cosa alzó sus largos y finosbrazos, con sus largos y finos dedos

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estirándose en mi dirección.Aceleré el paso sin dejar de

caminar hacia atrás y empecé atrastabillar sobre el terreno irregular.

La sombra seguía creciendo yalargándose, como un negro y extensoarco con garras. El rostro se prolongaba,el mentón y la nariz sobresalían hastaalcanzar dimensiones grotescas, labocaza se abría cada vez más y más ymás...

Auné todo mi valor y me dispuse ahacerle frente. Encendí una llama entrelos dedos.

En ese momento oí un aleteo porencima de mí.

La sombra dio un respingo y losdedos anhelantes retrocedieron,

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indecisos. Se replegó a una velocidadasombrosa a través de las paredes deldesfiladero, reduciéndose,encogiéndose, regresando a su posiciónoriginal. Finalmente, se contrajo hasta suúltima expresión y desapareció.

Alguien carraspeó detrás de mí. Mevolví en el acto con una detonaciónpreparada en la punta de los dedos y via un nubio fornido y orondo apoyadocontra una piedra, utilizando las garraspara quitarse aplicadamente el hielo quese le había acumulado en los brazosdurante el vuelo, mientras me mirabacon cierto regocijo y aire desuperioridad. Había elegido unas alas ala manera tradicional de los geniosmesopotámicos: emplumadas, aunque

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divididas en cuatro, como losescarabajos.

—Estamos un poco nerviositos,¿eh, Bartimeo? —comentó Faquarl.

Lo miré fijamente, sin abrir laboca. Me di la vuelta una vez más yrecorrí el camino con la mirada. En eldesfiladero remaba una calma absoluta:planos silenciosos habitados por luces ysombras. Ninguna de las sombras merecordaba nada familiar. Ninguna de lassombras se movía.

La llama azul que se debatía entremis dedos siseó y se extinguió. Merasqué la cabeza, desconcertado.

—Parece que has dado con algointeresante —observó Faquarl.

Continué en silencio. El nubio pasó

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por mi lado, analizando con mirada deexperto el panorama desolador que seextendía a sus pies con apenas unaojeada.

—No es propio de ti marearte porun poquito de sangre y arena —comentó—. No es bonito, de acuerdo, pero nopuede compararse con Qadesh12, ¿nocrees? Hemos visto cosas peores.

Yo seguía temblando, mirando a mialrededor. Salvo por unos cuantosjirones de tela que se agitabanlastimeramente entre las piedras, todoseguía en completa calma.

—No parece que hayasupervivientes... —Faquarl se acercó alcadáver mutilado tirado en medio delcamino y le dio un pequeño empujón con

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la sandalia. Se rió entre dientes—.Vamos a ver, Bartimeo, ¿qué le hashecho a este pobre diablo?

En ese momento, volví en mí.—¡Estaba así cuando he llegado!

¿Qué insinúas?—No voy a ser yo quien juzgue tus

vicios, Bartimeo —dijo Faquarl. Seacercó a mí y me dio unas palmaditas enel hombro—. Tranquilo, que solo estababromeando. Sé que no le devorarías lacabeza a un muerto.

Asentí, malhumorado.—Gracias, ya lo puedes asegurar.—Si no recuerdo mal, prefieres una

suculenta nalga.—Por descontado. Es mucho más

nutritiva.

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—En cualquier caso —prosiguióFaquarl—, las lesiones no son recientes.Lleva ahí tirado cerca de veinticuatrohoras. Si de algo entiendo, es decadáveres. —Sin duda.

—Los residuos de magia tambiénestán tibios —comenté echando unvistazo a los restos desperdigados—.Detonaciones, en su mayoría... De granpotencia, aunque hubo alguna convulsiónaquí y allá. Nada demasiado sofisticado,pero de gran contundencia.

—¿Tú qué crees? ¿Utukku?—Yo diría que sí. He encontrado

una huella: grande, pero no lo bastantepara ser de un efrit.

—¡Bueno, por fin tenemos unapista, Bartimeo! Propondría que

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regresáramos para contárselo al amocuanto antes, pero, seamos realistas,dudo mucho que quiera oír nada queproceda de ti.

Miré a mi alrededor una vez más.—Hablando de Khaba —dije

bajando la voz—. Hace un momento meha pasado algo muy extraño. Cuandodescendías, ¿por casualidad no veríasnada más por aquí cerca?

Faquarl sacudió su flamantecabeza.

—Estabas tan solo como siempre,aunque tal vez un pelín más nervioso delo habitual. ¿Por qué?

—Es que creo que me perseguía lasombra de Khaba... —Me interrumpí ysolté una maldición—. No lo creo, lo sé.

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Se arrastraba por el desfiladero en midirección. ¡Hace apenas unos minutos!Pero cuando apareciste, se largó.

Faquarl frunció el ceño.—¿De verdad? Ya es mala suerte.—Dímelo a mí.—Sí, eso significa que, en teoría,

he podido salvarte de un destino muypoco halagüeño. Bartimeo, te ruego queno se lo cuentes a nadie. Tengo quecuidar mi reputación. —Se frotó elmentón con aire meditabundo—. Sinembargo, es un poco extraño que Khabahaya decidido arremeter contra ti aquí—musitó—. ¿Por qué no en elcampamento? ¿A qué viene tantosecretismo? El misterio tiene suintríngulis.

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—Me alegra que te lo tomes contanta flema —protesté malhumorado—.Personalmente, igual me corre unpoquito más de prisa resolver el asunto.

El nubio sonrió.—En fin, ¿qué esperabas? Si te soy

sincero, me sorprende que sigas vivo.Khaba te la tiene jurada desde el asuntodel hipopótamo. Y luego, claro, está eltema de tu personalidad. Dos buenasrazones para quitarte de en medio.

Lo miré con recelo.—¿Mi personalidad? ¿A qué te

refieres?—¿Cómo es posible que lo

preguntes? Ay, Bartimeo, tengo muchoszigurats a mis espaldas y nunca heconocido a un espíritu como tú. Los

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ghuls13 son una pesadilla, los skrikers14,otro tanto; puede que todos ellos tengancostumbres bochornosas, pero por Zeusque a pesar de todo no hacencomentarios fuera de lugar a voz en gritoo contestan a sus superiores como tú lohaces. Seamos realistas, tu solapresencia es capaz de sacar de quicio acualquier espíritu en su sano juicio.

Ya se debiera al reciente sobresaltoque yo había sufrido o a la petulanciaque se reflejaba en su rostro, el caso esque monté en cólera. Unas llamas azulesardieron entre mis dedos y me dirigíhacia él con pasos decididos.

Faquarl resopló, indignado. Unoschispazos verdosos chisporrotearonalrededor de sus manos regordetas.

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—Ni se te ocurra. No tienesninguna posibilidad.

—Ah, ¿no, amigo mío? Puesdéjame decirte que...

Me detuve en seco y mis llamas seextinguieron al instante, en el mismomomento en que Faquarl dejaba caer lasmanos a los lados. Nos quedamosquietos, en silencio, uno frente al otro,aguzando el oído. Ambos habíamossentido lo mismo: un estremecimiento delos planos apenas perceptible,intercalado por un tenue, aunquecontundente, golpetazo sordo que serepetía de manera ocasional. Sabíamosmuy bien de qué se trataba y ocurría nomuy lejos de allí.

Era lo que se oía cuando invocaban

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a un genio.Como si fuéramos uno, nos alzamos

en el aire de un salto, olvidando nuestrasdiferencias. Como si fuéramos uno, nostransformamos. Dos águilas (una deellas rechoncha, sin gracia; la otra unportento de elegancia y bellezaemplumada) superaron las paredes deldesfiladero. Volamos en círculos sobreel desierto infinito, que devolvíadestellos parduzcos y blanquecinos bajoel sol.

Comprobé los planos superiores,donde los colores se apagan y distraenmenos, y lancé un graznido triunfal. A lolejos se movían unas luminiscencias endirección sur. Las luces —queobviamente se correspondían a varios

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espíritus— estaban congregándose en unpaso entre montañas por el que discurríala ruta de las especias.

Sin necesidad de mediar palabra,las dos águilas ladearon las alas. Juntas,emprendimos el vuelo hacia el sur sinperder tiempo, en dirección al sendero.

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Capítulo 15 Poco después, dos viajeros de

barbas hirsutas aparecieron en la granruta del rey Salomón, avanzando conpaso fatigado. Uno era joven y apuesto;el otro, fornido y de aspecto desaliñado;aunque ambos parecían llevar muchoskilómetros de desierto a sus espaldas.Vestían sendas túnicas de lana teñida yarrastraban un pesado fardo que secolgaban de los hombros. Los hombresapuntalaban sus pasos con cayados demadera de roble.

Uno arrastraba los pies y el otrocojeaba, uno arrastraba los pies y el otrocojeaba... Ahí estábamos Faquarl y yo

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intentando proyectar un halo devulnerabilidad humana. Para disimularnuestro verdadero poder, habíamosoperado el cambio en cinco planos yhabíamos utilizado encantos para ocultarnuestra identidad auténtica en los otrosdos.

Con los hombros vencidos por elcansancio, los hombres renqueabanhacia el sur arrastrando los pies por elcamino de tierra mientras veían cómolas oscuras colinas se cerraban poco apoco sobre ellos a ambos lados delsendero. En aquel sitio, tal comohabíamos calculado cuando todavíasobrevolábamos la zona, había gargantasy salientes perfectos para tender unaemboscada.

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Faquarl y yo habíamos decididoorganizar la nuestra.

En algún lugar de por allí seescondían los genios que habíamosavistado desde lejos, pero hasta elmomento no habíamos visto señal deellos. Todo respiraba una gran calma,únicamente interrumpida por los dosbuitres que aparecían y desaparecían denuestra vista en su lento deambular porel cielo. Les eché un vistazo. Por lo quepude ver, eran auténticos. Bajé la cabezay seguimos adelante, arrastrando un pietras otro.

A medio camino, la garganta seensanchaba ligeramente y la veredaentraba en un desfiladero algo másamplio, rodeado de paredes de piedra

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suelta, coronadas por recortadospeñascos de basalto.

Por primera vez, los viajerossolitarios, y nunca tan vulnerables comohasta ese momento, se detuvieron.Mientras Faquarl fingía que serecolocaba el fardo, me atusé la barba ymiré a mi alrededor, entrecerrando losojos.

Calma absoluta.Cerramos las manos sobre los

cayados y reemprendimos la marchacamino adelante.

Detrás, lejos, entre losdespeñaderos, oímos un pequeño rumorde piedras. Ninguno de los dos volvió lacabeza.

A nuestras espaldas, algo más

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cerca, oímos cómo resbalaban losguijarros por la ladera pedregosa, amedio camino de la cima. Faquarl serascó la narizota. Yo me puse a silbaruna tonada muy poco melodiosa, sinperder el paso.

Oímos un golpe sordo en elsendero, el repiqueteo de unas garrassobre las piedras. Aun así, continuamosadelante arrastrando los pies; éramos laviva imagen del cansancio.

A continuación, percibimos elchirrido producido por la fricción deunas escamas. El hedor a azufre. Unsúbito manto de oscuridad sepultó elbarranco. Una risa socarrona y demoní...

De acuerdo, tal vez había llegadoel momento.

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Faquarl y yo nos dimos la vuelta,las barbas adelantadas, los bastonesalzados, preparados para atacar... y novimos nada.

Bajamos la vista.Allí, a nuestros pies, estaba el

trasgo más birrioso y diminuto con elque jamás nos hubiéramos cruzado,petrificado en medio del camino conaire de culpabilidad y la pata levantada.Había adoptado la aterradora aparienciade una musaraña, vestida con una túnicaque le venía grande. En una de las pataspeludas llevaba un arma que parecía untenedor largo para tostar pan.

Bajé el bastón y me lo quedémirando. Él me devolvió la mirada consus grandes ojos castaños abiertos como

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platos.La musaraña no cambiaba de

apariencia en ninguno de los sieteplanos, aunque es justo decir que almenos en el séptimo tenía colmillos.Sacudí la cabeza, desconcertado. ¿Cómoiba a ser aquello el temible monstruoque había formado tamaña escabechinaen el camino del desfiladero?

—¡Dadme lo que llevéis de valor ypreparaos para morir! —chilló lamusaraña, blandiendo el tenedor—.Espabilad, si no os importa. Unacaravana de camellos se acerca por elotro lado y querría deshacerme devuestros cuerpos para reunirme con miscompañeros.

Faquarl y yo intercambiamos una

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mirada y levanté una mano.—Si no es mucha molestia, me

gustaría hacer una pregunta: ¿en nombrede quién actúas? ¿Quién te ha invocado?

La musaraña los miró, con el pechohenchido de orgullo.

—Mi amo está al servicio del reyde los edomitas. Venga, tendedmevuestras pertenencias. No quiero que semanchen de sangre.

—Pero Edom es amigo de Israel —dijo Faquarl—. ¿Qué motivos podríatener su rey para rebelarse contra el granSalomón?

—¿Estaríamos hablando del mismoSalomón que le exige un tributo anual detal desproporción que las arcas delreino están vacías y su pueblo no puede

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levantar cabeza por el peso de lascargas fiscales? —La musaraña seencogió de hombros—. Si no fuera porel anillo que lleva, Edom se alzaría enguerra contra Salomón, pero, tal comoestán las cosas, no nos queda otra quecontentarnos con asaltar viajeros. En fin,para que luego digan de las relacionesinternacionales. Volvamos ahora a lo devuestro triste destino...

Sonreí despreocupadamente.—Antes, un breve consejo: échale

un vistazo a los planos.Dicho lo cual, hice un cambio sutil.

En el primer plano seguía siendo unviajero polvoriento apoyado sobre subastón. Sin embargo, el hombre habíadesaparecido en los planos superiores y

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era otra cosa. Faquarl había hecho otrotanto. De pronto, el pelo de la musarañase volvió gris y se le erizó por todo elcuerpo. Se echó a temblar de manera tanincontrolada que el tenedor empezó azumbar.

La musaraña retrocedió lentamente.—¿Y si lo hablamos...?Mi sonrisa se ensanchó.—Oh, creo que no.Con un solo movimiento, mi bastón

había desaparecido y mi mano extendidalanzó una detonación ensordecedora. Lamusaraña se apartó de un salto y latierra estalló a sus pies, envuelta enllamas carmesíes. Aún estaba en el airecuando la musaraña dirigió hacia ellosel tenedor y disparó un débil rayo de luz

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verde que barrió el suelo y alcanzó unode los dedos de los pies de Faquarl.Faquarl, maldiciendo y saltando a lapata coja, alzó un escudo. La musarañacayó al suelo con un chillido y saliócorriendo. La acribillé en su huida conuna andanada de convulsiones queprovocaron avalanchas por todo eldesfiladero.

La musaraña se escondió de unsalto tras un peñasco, por el que de vezen cuando le asomaba una pata,empuñando el tenedor largo de tostarpan. Nos llovieron más rayos verdes,que siseaban y chisporroteaban alestrellarse contra nuestros escudos.Faquarl le disparó un espasmo queatravesó el aire dibujando una espiral y

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el peñasco se hizo añicos y quedóreducido a una montañita de grava. Lamusaraña salió despedida hacia atráspor la explosión, con el pelochamuscado. Tiró el tenedor, lanzó unjuramento con voz chillona y empezó atrepar por la ladera pedregosa endirección a la cima.

—¡Ve tras él —gritó Faquarl—, yole cerraré el paso al otro lado!

Con las manos humeantes y latúnica y la barba agitándose a mialrededor, me subí a un peñascotumbado utilizando el cayado de pértiga,me encaramé de un salto a un salientecercano y fui ascendiendo por lapendiente brincando de piedra enpiedra. Mis pies apenas tocaban el suelo

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al tiempo que iba ganándole terreno alborrón parduzco que zigzagueabadesesperadamente delante de mí, laderaarriba. El disparo chisporroteó al salirdespedido de mis dedos, se hundió en elsuelo y me propulsó hacia arriba inclusomás rápido.

La musaraña alcanzó la cima de laladera y por unos instantes su siluetapeluda se recortó contra el cielo. Seagachó en el último momento y midetonación falló el blanco por un pelo.

En mi espalda nacieron dos alas,emplumadas, de un blanco puro,divididas a su vez en dos como las delas mariposas —para darle un toquemoderno; ese siglo era el último grito enNimrud. Las plumas blancas eran una

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lata en el combate —enseguida seponían perdidas de manchas—, pero tedaban apariencia de ser celestial:aterrador, hermoso, frío, distante.Resultaba particularmente útil cuandohabía que capturar humanos, quienes amenudo se quedaban tan atontadosmirándote boquiabiertos que se lesolvidaba salir corriendo—. Cobraronvida con un breve aleteo y, al elevarmepor encima de la cumbre desnuda, elcalor del sol se abatió de golpe sobre miesencia. La musaraña seguía abajo, amis pies, trastabillando, descendiendopor una cresta ondulante. No lejos deallí divisé un campamento formado porvarias tiendas de aspecto tosco, cuatrode ellas levantadas en una pequeña

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hondonada, rodeado de montañas demercancías apiladas, vestigios de unahoguera, tres camellos aburridos atadosa un poste de hierro y otras muchaspruebas y objetos desparramados.

Los dueños de todo aquello erantres hombres (supuestamente, loshechiceros edomitas, aunque, para sersincero, todas las tribus de la zona meparecían iguales), vestidos con túnicasde tonos ocres, con cayados en la manoy sandalias polvorientas en los pies.Esperaban al abrigo de las tiendas deespaldas a nosotros, muy quietos, enposturas relajadas, con la mirada y laatención dirigidas al otro lado de lacresta, que lindaba con otro de losrecodos de la ruta que cruzaba el

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desierto.Los gañidos de la musaraña

alertaron a los hechiceros, quienes sevolvieron de inmediato y vieron elaccidentado avance de la criatura y, unpoco más atrás, mi figura implacable yvengadora abatiéndose sobre ellosdesde los cielos.

Los hombres empezaron a gritar yse dispersaron. Uno de ellos pronuncióel nombre de un espíritu y del lejanobarranco llegó la respuesta, grave yapremiante.

Ahora sí que la cosa se poníainteresante.

Descendí en picado, dando riendasuelta a la ira reprimida por miesclavitud. Dirigí los dedos estirados a

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diestro y siniestro y los ametrallé desdeel aire con una sucesión de llamaradas.Las piedras quedaron reducidas a polvo;la tierra y la arena saltaban por todaspartes sobre un fondo azul y despejado.Uno de los disparos alcanzó finalmentea la musaraña en medio de la peludaespalda y estalló en un millar delastimeros puntitos de luz.

A lo lejos, dos figurasdescomunales surgieron del desfiladero.Ambas, igual que yo, habían optado poralas bifurcadas al estilo asirio; ambas,igual que yo, habían asumido unaapariencia humana. Ambas, a diferenciade mí, habían escogido unas cabezasbastante más exóticas que la mía, que lesayudaban a sembrar el terror entre las

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víctimas del camino.El que tenía más cerca, un utukku

con cabeza de león, llevaba una lanzaensangrentada. —Era evidente que lamusaraña, a pesar de sus muchosdefectos, no nos había mentido. Habíamás viajeros allí abajo que estabansiendo asaltados—. Su compañero,quien parecía un varano con exceso depiel y unos carrillos desagradablementecaídos, prefería la cimitarra. Sedirigieron hacia mí a gran velocidad,batiendo las alas con furia y profiriendobramidos espeluznantes.

Acabaría con ellos si no mequedaba otro remedio, pero preferíaencargarme de sus amos. —Un principioque suele ser bastante sensato. Cuando

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te ves obligado a enfrentarte a otroespíritu de sopetón, no hay modo desaber cómo es. Puede tratarse de un serrepugnante y despreciable, de un tipogenial y encantador o de cualquier otracosa intermedia. Lo único que sabesseguro es que no se enfrentaría a ti si nofuera porque está obligado a hacerlo, yde ahí la lógica de decantarse poreliminar al titiritero y perdonarle la vidaal títere. En cualquier caso, tratándosede utukku, podías presuponer sin miedoa equivocarte que tenían la ética de doshurones peleándose en un saco, pero,aun así, el principio seguía teniendovigencia.

Cada uno de los hechicerosedomitas había actuado de acuerdo con

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su carácter. El primero se había dejadoarrastrar por el pánico y se había vueltohacia un lado, luego hacia el otro y alfinal había acabado tropezando con supropia túnica y había caído junto a latienda que tenía más cerca. Antes de quele diera tiempo a recuperar elequilibrio, mi detonación lo engulló enuna bola de fuego y acabó con él. Elsegundo me hizo frente y extrajo un finoy alargado tubo de cristal de una bolsaque había junto a la hoguera. Al tiempoque me abatía sobre él, el hombrerompió el tubo contra una piedra ydirigió el extremo dentado hacia mí, delcual surgió un hilo de una sustanciauntuosa y negra que se inclinóperezosamente hacia atrás y, acto

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seguido, salió disparada como siestuviera unida a una caña de pescar y elpescador la hubiera lanzado en midirección. Le arrojé un nódulo oscuro,que alcanzó de pleno el hilo grisáceo ylo succionó hasta desaparecer con unruido desagradable. Detrás del hilillovinieron el tubo de cristal y el hechiceroque lo sujetaba, absorbidos por elnódulo en un abrir y cerrar de ojos, traslo cual este se fagocito a sí mismo ydesapareció al instante.

Con la muerte del edomita, la cualsobrevino breves segundos después desu desaparición en el interior del nódulo—una curiosa demora que siempre se daen este tipo de casos. A veces mepregunto qué ve o experimenta la

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conciencia de la víctima en el interiordel nódulo en esos efímeros segundos,sola en la inmensidad de la nada—, elutukku con cabeza de león profirió ungrito de alegría, se transformó en unhumo resinoso y se dispersó en el aire.Todavía quedaba el utukku con cabezade varano, quien evidentemente erasiervo del tercer hechicero. Blandiendosu cimitarra, se interpuso en mi caminocon una serie de impetuosos golpes ymandobles que esquivé con apuros.

—¿Por qué no podrías habermatado al mío? —protestó el utukku,lanzándome una estocada al estómago.

Me aparté girando sobre mí mismo,me alejé como el rayo y di una volteretaen el aire.

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—Hago lo que puedo. ¿Teimportaría dejar de intentar atravesarmecon eso mientras tanto?

El utukku rechazó mi espasmo; lopartió en dos con la cimitarra.

—La cosa no funciona así.—Lo sé.Eludí la siguiente embestida por

los pelos y descendí en picado hacia elsuelo, escorándome a la izquierda.Avancé un trecho en vuelo rasante, pasécomo una centella entre dos tiendas yvolví a elevarme mientras oteaba lacresta de las colinas en busca del tercerhechicero, justo a tiempo para entreveralgo de color ocre que iniciaba undescenso apresurado hacia eldesfiladero.

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Con ánimo exterminador y el utukkuafanándose en darme alcance, fui tras eledomita que había rebasado la cima,planeando cual halcón, o cualquier otraave rapaz, a la caza de un ratón.

Allí estaba el hombre, resbalando yhundiendo los pies entre las piedraspara afianzar el paso, con la túnicalevantada por encima de las rodillas ytoda su concentración puesta en eldescenso. Ni una sola vez volvió lavista atrás; sabía muy bien que unamuerte de resplandecientes alas blancasle pisaba los talones.

Abajo en el camino, a lo lejos,divisé algo más: la fornida figura deFaquarl haciendo frente a un tercerutukku (este con cabeza de cabra de

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cuernos largos), dos más tendidos a unlado, sin vida, y rodeado por todaspartes de los restos de una carnicería:camellos y humanos desperdigados pordoquier como si se tratara de trapostirados sobre un suelo calcinado.

Una ráfaga de viento. Viré hacia unlado, aunque demasiado tarde, y sentí unestallido de dolor cuando la cimitarradel utukku me cercenó la punta de un ala,me cortó varias plumas primarias ydesbarató por completo mi simetríaperfecta. Perdí el equilibrio y otro tantole ocurrió a mi aerodinamismo. Caídando vueltas hacia la pendientepedregosa, aterricé con muy pocaelegancia sobre la espalda y empecé arodar cuesta abajo.

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El utukku se lanzó detrás de mícomo un rayo, listo para asestarme elgolpe de gracia. Con intención deretrasarlo un poco (y no es nada fácilcuando vas dando volteretas a granvelocidad; inténtalo tú si no me crees) ledisparé una enervación por encima delhombro que lo alcanzó de pleno ydiezmó sus fuerzas. Sus movimientos sevolvieron lentos y perezosos, como sitodo él estuviera compuesto de unasustancia melosa. Se le cayó lacimitarra. Las alas se encorvaron, losmiembros se agitaron con languidezhasta que acabó cayendo al suelo yempezó a descender dando volteretasdetrás de mí.

Rodamos cuesta abajo en medio de

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una avalancha de piedras.Fuimos a parar a la tierra

compactada del camino del desierto.Nos incorporamos como pudimos.Nos miramos, levantamos una

mano. Yo fui más rápido. Lo hiceexplotar en mil pedazos con unadetonación.

Trocitos de esencia llovieron delcielo y salpicaron los peñascos y laspiedras resecos como si se tratara deuna lluvia refrescante. Me puse en piecon esfuerzo en medio del camino, mesacudí el polvo de los chichones y lasmagulladuras y dejé que las alas fueranrecuperando su forma poco a poco,mientras las ganas de pelea se apagabanhasta desaparecer.

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A cierta distancia, a mi izquierda,Faquarl hacía otro tanto, con la mismalentitud y los mismos gestos de dolor,después de haber liquidado de una vezpor todas a su oponente con cabeza decabra. Un brillante fulgor de esenciaasomaba a través de un corte profundoque le atravesaba el estómago, pero porlo demás parecía estar bien.

No podíamos quejarnos. Entre losdos, habíamos despachado a cincoutukku y a dos de los tres hechicerosedomitas —además de la musaraña.Aunque no estoy muy seguro de quepueda tenérsela en cuenta—. Por elmomento, el problema de los asaltantesde caravanas que poblaban los caminosde Salomón estaba solucionado.

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Lo que me hizo pensar en algo. Esetercer hechicero... ¿Dónde...?

Una voz, potente e imperiosa, sedejó oír cerca de allí.

—Demonios, no os mováis nidigáis nada a menos que os loordenemos o salvo si decidís postraroshumildemente ante la gran sacerdotisadel Sol de la sagrada tierra de Himyar.Represento a mi reina y hablo en sunombre, así como de todo Himyar, alexigiros vuestros nombres, identidad ynaturaleza so pena de sufrir nuestra iraextrema.

¿Solo me lo parece a mí o con unsimple «hola» hubiera bastado?

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Capítulo 16 No es que no supiera que teníamos

compañía, sino que simplemente no mepreocupaba. Cuando te encuentras enmedio de una refriega, te limitas aconcentrarte en lo verdaderamenteimportante, es decir, en tratar dedestripar a tu enemigo mientras impidesque te arranque un brazo y vaya dándotecon él en la cabeza. Si te sobranenergías, las empleas en soltarpalabrotas. Postrarse ante unos extrañosque no se dejan ver la cara no entradentro de mis planes. Sobre todo cuandoes a ellos a quienes estás salvando elpescuezo.

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Así que me tomé mi tiempo: mesacudí el polvo del desierto de losbrazos y las piernas y le di un repaso aalgunas zonas recónditas de mi esenciaantes de volverme para ver quién habíahablado.

A menos de dos palmos de mí, unrostro me miraba atento con unaexpresión en la que se mezclaban laarrogancia, el desdén y la esperanza deobtener forraje. Un camello. Siguiendola línea del cuello, descubrí un lecho desedas rojas y amarillas colocado sobrela silla, adornada con colgadurasfestoneadas de borlas. Encima,desplomado sobre unas varas mediopartidas, colgaba un toldolamentablemente chamuscado y lleno de

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desgarrones.En el lecho se sentaba una joven,

apenas una niña. Llevaba el pelo negrorecogido atrás y medio oculto por unpañuelo de seda en la cabeza, pero lascejas se perfilaban con elegancia ysocarronería sobre unos ojos negroscomo el ónice. Tenía un rostro alargado,distinguido, y una piel morena detonalidad uniforme. Un humano la habríaconsiderado hermosa. Mi ojo expertotambién percibió señales de obstinación,gran inteligencia y determinaciónabsoluta, aunque no me corresponde amí decir si estas cualidades ensalzabansu belleza o le restaban méritos.

La joven iba sentaba muy erguidasobre el lecho del camello, mientras

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descansaba una mano sobre el pomo demadera de acacia de la silla y en la otrasujetaba relajadamente las riendas delanimal. Vestía una capa de montar dehilo de cáñamo llena de manchas decolor ocre, recuerdos de las tormentasdel desierto, y chamuscada en variossitios, obra de los impactos del fuegoutukku. También llevaba una largaprenda de lana, adornada con dibujosgeométricos de color amarillo y rojo. Sele ceñía al torso, aunque caía más sueltaa partir de la cintura. Montaba aasentadillas, con los pies calzados enpequeños zapatos de cuero. Unosbrazaletes de bronce guarnecían susfinas y desnudas muñecas y lucíaalrededor del cuello una cadena con un

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colgante de plata en forma de sol.Llevaba el pelo ligeramente

alborotado —varios mechones le caíansobre la cara— y tenía un pequeño cortereciente bajo un ojo. Por lo demás, notenía mal aspecto para la terribleexperiencia por la que debía de haberpasado.

En cualquier caso, se tarda más enexplicarlo que en percatarse de ello. Mela quedé mirando unos breves instantes.

—¿Quién ha hablado, el camello otú? —pregunté.

La joven frunció el ceño.—He sido yo.—Pues tienes los modales de un

camello. —Me di la vuelta—.Acabamos de matar a los utukku que

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estaban atacándote. Lo propio sería quenos agradecieras de rodillas el habertesalvado. ¿No lo crees así, Faquarl?

Mi colega por fin se habíaacercado mientras se palpaba concautela la herida abierta del pecho.

—¡Esa cabra! —gruñó—. Me hacorneado mientras estrangulaba a losotros dos. ¡Adónde vamos a ir a parar!¡Tres contra uno! Algunos genios notienen ni la más remota idea de qué es labuena educación... —No había visto a lajoven hasta ese momento—. ¿Quién es?

Me encogí de hombros.—Una superviviente.—¿Hay más por aquí?Echamos un vistazo a los desolados

restos de la caravana de camellos

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repartidos por todo el desfiladero.Reinaba una calma y un silencioabsolutos, únicamente interrumpidos porun par de camellos sin jinete quedeambulaban en la distancia y algunosbuitres que nos sobrevolaban dibujandolánguidos círculos en el cielo. A simplevista, no encontramos ningún otrosuperviviente.

A quien tampoco encontramos fueal hechicero edomita que se había dadoa la fuga. En ese momento caí en lacuenta de que podría sernos muy útil siconseguíamos llevarlo vivo a Jerusalén.Seguro que a Salomón le gustaría oír deprimera mano las razones que habíanempujado a los edomitas a convertirseen asaltantes de caravanas...

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La joven (quien todavía no noshabía dado las gracias) seguía sentadaen su lecho, con sus grandes ojososcuros clavados en ambos. Me dirigí aella sin miramientos.

—Estoy buscando a uno de losbandidos que asaltó tu caravana. Bajódando brincos por esa pared deldesfiladero. Tienes que haberlo visto.¿Te importaría decirme por dónde se haido... si no es mucha molestia?

Con un gesto lánguido, la jovenseñaló un enorme peñasco de granito alotro lado del camino. Dos piesasomaban por detrás. Me acerqué deinmediato y descubrí al edomita allítendido, con un puñal de hoja plateadaclavado en medio de la frente. El aura

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de la hoja de plata me revolvió elestómago. Sin embargo, zarandeé confuerza al hechicero, no fuera a ser quesolo estuviera aturdido. No sirvió denada. El testigo vivo que esperaba poderllevar ante Salomón se había ido algarete.

Me volví hacia la joven, con losbrazos enjarras.

—¿Has hecho tú esto?—Soy sacerdotisa del templo del

Sol de la sagrada Himyar. Los demoniosde ese hombre asesinaron a miscompañeros de viaje. ¿Acaso deberíahaberle dejado vivir?

—En fin, un poquito más no habríaestado mal. Puede que a Salomón lehubiera gustado conocerlo.

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Contrariado como estaba, y muy ami pesar, miré a la joven con ciertorespeto. Sacerdotisa del Sol o no,acertar a un objetivo en movimiento sinbajar del camello no estaba nada mal,aunque no tenía la más mínima intenciónde admitirlo delante de ella.

Faquarl también se había quedadomirándola ensimismado, con airepensativo. Señaló en su dirección con ungesto de cabeza.

—¿De dónde ha dicho que venía?La joven nos oyó y respondió con

grandilocuencia.—¡Vuelvo a repetiros, oh,

demonios, que soy sacerdotisa del Sol yrepresento a...

—De Himyar.

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—¿Dónde está eso?—Por Arabia.—... la gran casa real de Himyar!

Hablo en nombre de la reina y todo supueblo y os exijo que...

—Ya veo... —Faquarl me hizo ungesto para que hiciéramos un aparte ynos alejamos unos pasos—. He estadopensando —dijo en voz baja—, si no esisraelita, entonces no está cubierta porlas cláusulas de protección, ¿no es así?

A instancias de Salomón, cualquierinvocación llevada a cabo en Jerusalén,independientemente del hechicero que larealizara, debía incluir cláusulas muyestrictas que nos prohibían hacer daño alos habitantes de la región. En principio,no era nada nuevo —todas las antiguas

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ciudades estado de Mesopotamia habíanechado mano a disposiciones similares—, pero únicamente se aplicaba a losciudadanos nacidos en el lugar y, portanto, siempre cabía la posibilidad decomer algo entre horas con un mercaderde visita, un esclavo o un cautivo.Salomón, en su infinita sabiduría, lohabía hecho extensible a todo aquel quepusiera un pie dentro de las murallas dela ciudad, lo que contribuía a tener unentorno municipal admirablementeintegrador y, también, a un buen númerode genios malhumorados y hambrientos.

Me rasqué la barba.—Cierto...—Y tampoco ha puesto un pie en

Jerusalén.

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—No.—Además, es joven, apetitosa...—¡Demonios! ¡Exijo respuesta!—Muy apetitosa —convine—. Y

tiene un buen par de pulmones.—Además, Bartimeo, ya que... Ya

que ambos estamos un poquito cansadosdespués de un duro día de trabajo...

—¡Demonios! ¡Atended!—Ya que ambos estamos, incluso

me atrevería a decir que un poquitohambrientos...

—Demonios...—Un momento, Faquarl. —Me

volví hacia la joven árabe—. ¿Teimportaría dejar de utilizar esa palabra?—le pedí—. «Demonio15» es un términoextremadamente peyorativo. Debes

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saber que me ofende. El modo correctode dirigirte a cualquiera de nosotrossería con un «venerado genio»,«poderoso espíritu» o algo por el estilo.¿De acuerdo? Gracias.

La joven me miró de hito en hito,pero no dijo nada. Todo un alivio.

—Disculpa, Faquarl. ¿Por dóndeíbamos?

—Por la parte en que los dosestábamos un poquito hambrientos,Bartimeo. Bueno, ¿tú qué dices? No va aenterarse nadie, ¿no crees? Luegopodemos volar junto a nuestro amo yregodearnos en nuestro éxito. Estaremosen el Monte del Templo al anochecer,sentados cómodamente alrededor delfuego. Mientras tanto, Khaba volverá a

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recuperar el favor de Salomón,despachará a esa sombra que le sigue atodas partes y de ese modo te salvará elpellejo. ¿Qué te parece?

Lo cierto es que sonaba muy bien,sobre todo la parte de la sombra...

—Está bien —accedí—. Me pidoel muslo.

—Venga, eso no es justo. ¿Quién hamatado más utukku hoy?

—Bueno, tienes todo lo demás paraescoger y, además, incluyo el camello.

Continuábamos discutiendo comodos buenos camaradas cuando nosvolvimos hacia la joven de las alturas ynos topamos con una mirada encendidatan furibunda que incluso Faquarl dio unrespingo. Se había quitado el pañuelo de

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la cabeza y el cabello le caía alrededordel esbelto cuello. Su rostro irradiabauna serenidad que infundía miedo. Teníalos finos brazos cruzados condeterminación y tamborileaba los dedossobre la manga de manera bastantesignificativa. A pesar de lo menuda queera, de las ropas chamuscadas, delcabello alborotado y de ir a lomos de uncamello feo a rabiar, bajo un toldo queestaba a punto de caerse, su portetraslucía suficiente fuerza de carácterpara dejarnos a ambos de piedra.

—Nobles espíritus —comenzó adecir con voz acerada—, os agradezcovuestra intervención en este desgraciadosuceso. Sin vuestro oportuno auxilio,habría perecido con toda seguridad,

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igual que los desafortunados mercaderesque hasta ese momento habían sido misgratos compañeros de viaje. ¡Que susalmas asciendan sin demora al reino deldios Sol, pues eran hombres de bien!Mas, prestadme atención: soy la enviaday única representante de la reina deHimyar, en viaje urgente a Jerusalénpara entrevistarme con Salomón deIsrael. Mi misión reviste unaimportancia vital, pues asuntos de grantrascendencia dependen de su buen fin.Por consiguiente, exij... Solicito vuestraayuda para que pueda completar miviaje cuanto antes. Asistidme en estaempresa y me presentaré ante vuestroamo, sea quien sea, para pedirle que oslibere de vuestras cadenas y os devuelva

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al gran abismo16 del que procedéis. —Alzó las manos hacia el cielo—. ¡Lojuro, ante el dios Sol y la sagradamemoria de mi madre!

Se hizo un silencio rotundo.Faquarl se frotó las manos.

—De acuerdo —dijo—,comámonosla.

Vacilé unos instantes.—Espera... ¿No has oído lo que ha

dicho sobre lo de conseguirnos lalibertad?

—No te creas ni una sola palabra,Bartimeo. Es una humana. Miente.

—Es una humana, sí... pero hayalgo en ella, ¿no crees? Me recuerda unpoco a Nefertiti17.

—No llegué a conocerla —dijo

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Faquarl con desdén—. Por entonces meencontraba en Micenas, no sé si lorecuerdas. De todas formas, ¿a quién leimporta? Tengo hambre.

—Pues creo que deberíamosesperar —insistí—. Podría intercedercon Khaba...

—Sabes que no va a escucharla.—O, tal vez, con Salomón...—Sí, claro, como que va a poder

acercarse a él.Seguramente Faquarl tenía razón,

pero todavía seguía molesto con él porlos comentarios que había hecho esamisma tarde y eso hizo que memantuviera en mis trece.

—Además —dije—, sería untestigo de la batalla que hemos librado.

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Faquarl guardó silencio unossegundos, pero acabó sacudiendo lacabeza.

—No nos hacen falta testigos,tenemos los cuerpos.

—Nos ha llamado «noblesespíritus»...

—¡Como si eso importara!Faquarl soltó un gruñido de

impaciencia e hizo el gesto de quereresquivarme para dirigirse hacia lajoven, pero yo me moví ligeramente y lecerré el paso. Se detuvo en seco, con losojos abiertos de par en par y lamandíbula tensa.

—¡Este siempre ha sido tuproblema! —masculló—. ¡Te vuelvesidiota en cuanto se te planta delante una

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humana de cuello esbelto y miradapenetrante!

—¿Yo? ¿Idiota, yo? ¡No tengoningún reparo en zampármela! Solo digoque tal vez podría ayudarnos. ¡Tuproblema es que no sabes controlar tuapetito, Faquarl! Eres capaz de comertecualquier cosa que se mueva, ya se tratede jovencitas, parásitos apestosos odiablillos funerarios, qué más da.

—Nunca me he comido a undiablillo funerario18.

—Venga ya.Faquarl inspiró hondo.—¿Vas a dejar que la mate?—No.Levantó las manos, exasperado.—¡Debería darte vergüenza!

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Somos esclavos, ¿recuerdas? Esclavosde humanos como esa jovencita de ahí.¿Acaso alguna vez nos han hecho unfavor? ¡No! Obras faraónicas y camposde batalla19, para eso es para lo únicoque nos quieren desde los tiempos deUr. Y seguirá siendo así siempre,Bartimeo, lo sabes muy bien. Es unaguerra entre ellos y nosotros, y merefiero a todos ellos, no solo a loshechiceros. Esos campesinos de cerebroreblandecido, sus piadosas esposas yesos niños que no dejan de berrearmientras les cuelgan los mocos soniguales que Khaba y los demás. ¡Esajoven no es una excepción! ¡Nosarrojarían a la llama funesta sinpensárselo dos veces y se quedarían tan

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anchos si no fuera porque siempre haymurallas que levantar, campos que araro alguna otra tribu de humanosdescerebrados que aniquilar!

—No te lo niego —admití—, perodebemos ser realistas y actuar consensatez cuando se nos presenta unaoportunidad. Y aquí la tienes. Te apetecevolver a la cantera tanto como a mí y esposible que esta joven pudiera... Eh,vamos, ¿adónde vas con tantosaspavientos?

Como un crío enfurruñado —aunque algo más grande, musculoso yensangrentado—, Faquarl había dadomedia vuelta y había echado a andar conpaso decidido.

—Ya que te gusta tanto, quédate

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con ella —contestó—. Que no le pasenada. Yo me voy a buscar a Khaba y yaveremos si es capaz de conseguirnos lalibertad así por las buenas. Tal veztengas razón, Bartimeo. ¡O puede queacabes arrepintiéndote de no habertedado un festín cuando estabas a tiempo!

Dicho lo cual, se envolvió en unmanto de llamas de color escarlata,abrió las alas, se alzó en el aire de unsalto y, con un último juramento queprovocó pequeñas avalanchas depiedras por las laderas del solitariodesfiladero, se alejó hacia su encuentrocon el sol.

Me volví y me quedé mirando a lasilenciosa jovencita.

—En fin —dije—, ahora solo

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estamos tú y yo.

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Capítulo 17 —En fin —dijo el demonio—,

ahora solo estamos tú y yo.Asmira se mantenía muy erguida en

la silla, consciente de los regueros desudor que rodaban por su espalda. Elcorazón le latía con tanta fuerza contralas costillas que estaba convencida deque incluso el demonio lo veía o, almenos, que se había fijado en el temblorde sus manos, las cuales se habíallevado al regazo por esa misma razón.Nunca dejes que perciban tu miedo, esoera lo que las madres guardianas lehabían enseñado. Que tus enemigoscrean que posees nervios y voluntad de

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acero, que no te amedrentas ni teacobardas ante nada. Ponía todo suempeño en conservar la serenidad yhacía lo que podía para mantener unarespiración acompasada. Con la cabezaligeramente vuelta hacia un lado condescaro, estaba atenta al más mínimomovimiento de la criatura. Sus dedosdescansaban sobre el puñal que llevabaoculto bajo sus ropas.

Había visto una pequeña muestradel poder que poseía aquel ser cuandoeste había destruido a uno de los suyosal lanzarle una llamarada que lo habíahecho explotar, y era consciente de que,si al demonio se le antojaba, podíaacabar con ella con la misma facilidad.Igual que los monstruos que la habían

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atacado en el desfiladero, aquel eramucho más peligroso que los espíritusque ella había invocado durante supreparación o que los diablillosinsignificantes de las tribus de lasmontañas. Seguramente se trataba de unefrit; tal vez incluso de un marid. Enesos momentos, solo podía confiar en laplata para defenderse. Puede que lasguardas consiguieran crisparle losnervios, pero poco más.

Además, el demonio ya parecíatener los nervios suficientementecrispados. La criatura alzó la vista haciael cielo, donde lo único que quedaba desu compañero era un punto luminoso a lolejos, en el horizonte, y soltó unamaldición en voz baja. Le dio una

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patada a una piedra con el pie calzadoen una sandalia y la envió a la otra puntadel desfiladero.

Asmira sabía muy bien que losespíritus superiores podían adoptarcualquier apariencia para seducir odominar a quienes se encontraran a sualrededor. También sabía que no debíacometer la estupidez de prestar atencióna su aspecto. Sin embargo, el que teníadelante la hizo vacilar. A diferencia delos monstruos que habían asaltado lacaravana y del compañero de aqueldemonio —que parecía complacerse enla fiereza arrogante que irradiaba—,aquel espíritu ocultaba su maldad bajouna apariencia agradable a la vista.

La primera vez que sus ojos habían

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tropezado con él, era un viajero barbudovestido con ropas manchadas cuyoestado delataba que acababa departicipar en una escaramuza. En algúnmomento (aunque no conseguía recordarexactamente cuándo se había producidoel cambio) el demonio se habíatransformado sutilmente en un joven derasgos delicados, mejillas con hoyuelosy ojos alegres. Unos rizos de colorazabache le caían sobre la frente yparecía fuerte como un roble. Habíaalgo en sus rasgos, en su piel, que lerecordaba a los hombres de Babiloniaque visitaban la corte de Saba, aunquevestía de un modo mucho menosrecargado: una sencilla falda cruzada,larga hasta la rodilla, y collares de

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amatista sobre el pecho desnudo. En laespalda le nacían un par de magníficasalas blancas, que en esos momentosllevaba recogidas. Las plumas máslargas superaban con creces la longitudde sus propios brazos. De la punta delala izquierda le colgaba una sustanciablanda y gelatinosa que lanzaba fríosdestellos bajo la luz del atardecer.Aparte de aquella pequeñaimperfección, su aspecto irradiaba unagran belleza.

Asmira contemplaba al joven aladosintiendo cómo el corazón le latía confuerza. De súbito, este volvió la cabezay sus miradas se encontraron. Asmiraapartó la suya y enseguida se reprochófuriosa haberlo hecho.

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—Espero que cumplas tu promesa,oh, sacerdotisa de Himyar —dijo eljoven—. Me he jugado la esencia por ti.

Asmira no había sacado nada enclaro de la discusión entre losdemonios, que habían mantenido parteen árabe y parte en otras lenguasdesconocidas para ella. Obligándose areencontrarse con aquella mirada deojos oscuros y tríos, Asmira consiguióconservar el tono imperioso de voz quehabía empleado al principio.

—¿Adónde ha ido el otro demonio?—preguntó—. Y ¿cuál es tu respuesta ami petición?

El joven enarcó una ceja condesgana.

—Por todos los cielos, ya estamos

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otra vez con la dichosa palabrita.De súbito, echó a andar hacia el

camello y, con la rapidez del rayo, ladaga de hoja plateada abandonó el cintode Asmira y esta lo sostuvo preparadoen la mano.

El joven se detuvo en seco.—¿Otro cuchillo? Pero ¿cuántos

llevas ahí dentro?Asmira había perdido un puñal en

el fragor de la batalla y había dejadootro en el edomita. Llevaba dos más enla bolsa de cuero.

—Eso no es asunto tuyo, demonio—contestó con altivez—. Te he pedidoque...

—Y yo también te he pedido quecuidaras el lenguaje delante de mí —

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replicó la criatura—. Y lanzar cuchillosque llevas escondidos en las calzastampoco es que sea muy cortés quedigamos. —El joven posó una manomorena sobre el flanco del camello y ledio unas suaves palmaditas—. ¿Qué teparece si lo guardas? Desde aquí sientoel frío de la plata, sobre todo en estaala. —Y añadió, haciendo hincapié ensus palabras:— El ala que acabo dedañarme para defenderte.

Asmira vaciló, paralizada por laindecisión, mientras el pánico leatenazaba el estómago. Conmovimientos bruscos, se levantó la capay devolvió el puñal al cinto.

—Eso está mejor —dijo eldemonio—. Ah, y llevas un disco de

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plata colgando del cuello... ¿Teimportaría esconder eso también?

Asmira guardó el colgante. Eljoven alado no dijo nada más, se limitóa darle una última palmadita al camelloy se alejó caminando unos cuantos pasospara echar un vistazo al desfiladero. Alcabo de un rato, empezó a silbar lasnotas de un canto derviche.

La rabia ante su propia docilidad yla alegre indiferencia del demonio antesus preguntas estuvo a punto de animar aAsmira a recuperar el puñal yarrojárselo a la espalda. Sin embargo,consiguió que su rostro no delatara laira, que se obligó a tragarse. La criaturaposeía contactos que podían acercarla aSalomón y, por tanto, tal vez podría

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serle de utilidad. Debía aprovecharcualquier oportunidad que le permitierallegar a Jerusalén cuanto antes.

Además, el joven no había mentido,era cierto que había acudido en suauxilio.

—Disculpa mi prudencia, oh,espíritu —dijo—. Sin mis defensas,ahora estaría muerta. Por favor, te ruegoque comprendas por qué las guardo tan amano.

El joven echó un vistazo atrás y laestudió con sus vivos ojos oscuros.

—Te ayudaron a protegerte delutukku, ¿verdad? Me preguntaba cómohabías conseguido salir ilesa.

—Sí —contestó Asmira—, mesalvó el puñal. Un demo... Quiero decir,

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un espíritu con forma de lagarto seabalanzó sobre mí, pero le clavé la dagay la plata lo cogió desprevenido. Seapartó de un salto y estaba a punto devolver a atacarme cuando algo lodistrajo y desapareció de repente.

El joven alado ahogó una risita.—Ah, ya, debió de tratarse de mi

llegada. No te fijarías en la cara depánico que pondría, ¿verdad?

Según la experiencia de Asmira,los demonios no eran demasiadointeligentes y el que tenía delante era tanobviamente vanidoso que intentó sacarlepartido.

—¡Ya lo creo! —se apresuró acontestar—. Y debo disculparme por nohabértelo agradecido en el mismo

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instante en que apareciste. Seguía unpoco afectada por el ataque y no reparéen que estaba dirigiéndome a uno de losgrandes señores del aire. ¡Que el diosSol me castigue por haber estado tanciega ante tu esplendor! Sin embargo,por fin he abierto los ojos. ¡Una vezmás, deseo decir que, demostrando unanobleza sin par, me has arrancado de lasgarras de la muerte y que por siemprejamás en deuda estaré contigo! Desdelas entrañas de mi indigno corazón,gracias de mi parte.

El joven la miró y enarcó una cejacon aire burlón.

—¿Siempre habláis así en Himyar?—Por lo general somos menos

emotivos y utilizamos estructuras más

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complejas.—Ah, ¿sí? En fin, estoy habituado a

las cosas rebuscadas, así que he podidoseguir el hilo de lo que acabas de decir,pero te advierto que a las gentessencillas de por aquí les costaráentender tanta palabrería, salvo cuandohablas de las gracias de tus partes.

Asmira parpadeó.—Las gracias de mi parte.—Sí, bueno, no hace falta que

insistas. En fin, veamos, en respuesta atus preguntas, no es necesario que tepreocupes. Faquarl ha ido a buscar anuestro amo, quien sin duda teacompañará a Jerusalén, tal como hassolicitado. Si, a cambio, pudierasinterceder con él para que nos conceda

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la libertad, te estaríamos eternamenteagradecidos. De un tiempo a esta parte,las cadenas de Salomón empiezan apesar bastante.

Asmira sintió que el pulso se leaceleraba.

—¿Tu amo es Salomón?—En teoría, no. En la práctica, sí.

—El joven frunció el ceño—. Escomplicado. Da igual, en cualquier caso,el hechicero no tardará en llegar. Tal vezpodrías matar el tiempo ensayando cómodarme coba sin que se note demasiado.

El demonio se alejó con pasotranquilo, silbando, por entre los restosde la caravana de camellos, esparcidospor todas partes. Asmira se lo quedómirando, pensativa.

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Desde que la adrenalina habíadejado de correr por sus venas despuésde la escaramuza, se había debatidopara recuperar el control, tanto de símisma como de la situación. Alprincipio, la conmoción había nubladosu mente, conmoción ante la súbitaemboscada, ante la aniquilación de loshombres con quienes había viajadodurante tantos días y ante la fuerzaincreíble del demonio lagarto y el modoen que este había resistido su guarda. Almismo tiempo, había tenido que hacerfrente a los espíritus de Salomónmientras ocultaba el terror que leproducían. No había sido una tareasencilla, pero lo había conseguido.Había sobrevivido. Y ahora, mientras

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observaba al demonio, sintió renacer lasesperanzas de manera brusca yrepentina. ¡Estaba viva y tenía unamisión que cumplir! No solo habíaburlado al destino, ¡sino que además lossiervos de Salomón iban a llevarladirectamente junto a él! La invasión deSaba se produciría de allí a dos noches,de modo que el tiempo era una cuestiónde importancia vital.

Unos pasos más allá, el demonio sepaseaba arriba y abajo, mirando alcielo. A pesar de las circunstancias, sehabía mostrado bastante hablador,aunque quizá algo engreído yquisquilloso. Tal vez debería charlarcon él un poco más. Siendo esclavo deSalomón, tenía que saber muchas cosas

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sobre el rey, su forma de ser, el palacioy, seguramente, el anillo.

Tiró de las riendas con unmovimiento brusco y enérgico. Elcamello flexionó las patas delanteras yse inclinó hacia delante paraarrodillarse sobre la arena. Actoseguido, flexionó las traseras y acabósentándose. Asmira tomó impulsoapoyándose en el lecho y se dejó caer alsuelo con agilidad. Examinórápidamente la capa de montarchamuscada y se la alisó. Acontinuación, con la bolsa de cuero en lamano, se dirigió hacia el demonio.

El joven alado estaba absorto ensus pensamientos. La luz del sol sereflejaba en las brillantes alas blancas.

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Por un instante, Asmira reparó en laserenidad del joven y en el airemelancólico de su tranquila expresión.Se preguntó qué cosas habría visto ydescubrió, con irritación, que letemblaban las piernas.

El demonio volvió la vista haciaella al ver que se acercaba.

—Espero que se te hayan ocurridoalgunos calificativos decentes para mí.Yo diría que despiadado, imponente eimplacable es lo primero que viene a lamente.

—He venido a charlar contigo —dijo Asmira.

El joven enarcó las cejas oscuras.—¿A charlar? ¿Por qué?—Bueno —empezó a decir—, no

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suele ocurrirme todos los días que tengala oportunidad de hablar con un nobleespíritu como tú, y mucho menos aúncon uno que me haya salvado la vida.Por descontado que a menudo he oídohablar de los seres magníficos queerigen torres en una sola noche y llevanla lluvia a las tierras agostadas, perojamás creí posible que llegaría a hablarcon uno tan gentil y cortés, quien... —Seinterrumpió. El joven le sonreía—. ¿Quépasa? —preguntó.

—Este «noble espíritu» cree queandas buscando algo. ¿De qué se trata?

—Tenía la esperanza de que en tuinfinita sabiduría...

—Para —la interrumpió eldemonio. Sus ojos oscuros lanzaron un

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destello—. No estás hablando con undiablillo que se chupa el dedo. Soy ungenio, y además uno de los másprestigiosos. Es más, un genio queconstruyó las murallas de Uruk paraGilgamesh, los muros de Karnak paraRamsés y otros muchos muros ymurallas para amos cuyos nombres hacetiempo han quedado relegados al olvido.En realidad, Salomón no es más que elúltimo de una larga lista de nobles reyesque han confiado y recurrido a misservicios. Resumiendo, oh, sacerdotisade la lejana Himyar —prosiguió eljoven alado—, me tengo en suficientealta consideración para necesitar de tuslisonjas.

Asmira sintió cómo la sangre afluía

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a sus mejillas y se sonrojaba. Pegó lospuños a los lados con los brazosestirados.

»Teníamos que dejar claras algunascosillas, ¿no crees? —dijo el genio. Leguiñó un ojo y se apoyó con todatranquilidad contra un peñasco—.Veamos, ¿qué es lo que quieres?

Asmira se lo quedó mirando.—Háblame del anillo —dijo al fin.El genio dio un respingo. El codo

resbaló por la piedra y, tras unosfrenéticos manoteos en el aire, logrórecuperar el equilibrio y no caer detrásdel peñasco. Se recolocó las alas conmucha dignidad, aunque se le veía elplumero, y la miró de hito en hito.

—¿Qué?

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—Nunca he estado en Jerusalén —confesó Asmira con ingenuidad— ¡y heoído contar tantas historias maravillosassobre el gran rey Salomón! Pensaba que,puesto que eres taaan insigne y taaanexperimentado, y dado que Salomónconfía taaanto en ti, podrías contarmemás cosas.

El genio sacudió la cabeza.—¡Otra vez adulándome! Ya te he

dicho que... —Vaciló unos instantes—.¿O era sarcasmo?

—No, no, qué va.—Bueno, ya fuera una cosa o la

otra, será mejor que nos reprimamos unpoquito o, sino, ¿quién sabe?, puede queal final acabe aceptando la propuesta deFaquarl.

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Asmira tardó unos instantes enreaccionar.

—¿Por qué? ¿Qué te habíapropuesto Faquarl?

—No quieras saberlo. En cuanto alobjeto al que te refieres, ya sé que soloeres una chiquilla que se ha criado en elculo de Arabia, pero seguro que inclusoallí saben que... —Miró con precaucióna ambos lados del desfiladero—. Lacuestión es que en Israel es mejor nocomentar ciertos temas de maneraabierta o, mejor dicho, de ningunamanera.

Asmira sonrió.—Parece que tienes miedo.—En absoluto. Solo soy prudente.

—El joven alado parecía malhumorado

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—. ¿Dónde se ha metido Khaba? —dijoalzando la vista hacia el cielovespertino con el ceño fruncido—. Hacerato que debería haber llegado. El idiotade Faquarl debe de haberse perdido oalgo por el estilo.

—Si Faquarl es el nombre del otrogenio, entonces el tuyo... —dijo Asmira,como quien no quiere la cosa.

—Lo siento. —El genio levantóuna mano con decisión—. No puedodecírtelo. Los nombres son un armapoderosa, tanto si los conservas como silos pierdes. Ni espíritus ni humanosdeberían utilizarlos a la ligera, puestoque constituyen la más importante denuestras posesiones secretas. Hacemucho tiempo me crearon a partir de mi

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nombre y aquel que lo conoce posee lallave de mis cadenas. Hay hechicerosque están dispuestos a pasar verdaderaspenalidades para hacerse con dichoconocimiento; estudian textos antiguos,desentrañan la escritura cuneiformesumeria y arriesgan sus vidas en elinterior de un círculo para dominar aespíritus como yo. Aquellos que sabenmi nombre me someten a sus cadenas,me obligan a realizar actos crueles, y esalgo que llevan haciendo desde hace dosmil años. De modo que comprenderás,oh, doncella de Arabia, porqué procuroproteger mi nombre con tanto celo deaquellos que acabo de conocer. Nopreguntes más, pues su sacrosantarevelación te está prohibida.

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—Entonces, ¿no es Bartimeo? —dijo Asmira.

Se hizo un silencio. El genio seaclaró la garganta.

—¿Disculpa?—Bartimeo. Al menos es así como

tu amigo Faquarl no paraba de llamarte.El demonio musitó una maldición

entre dientes.—Creo que llamarlo amigo es

exagerar un poquito. Será idiota. Es loque pasa por empeñarse en discutir enpúblico...

—Bueno, tú tampoco dejas deutilizar el suyo —apuntó Asmira—.Además, tendré que conocer tu nombresi voy a interceder con tu amo, ¿nocrees?

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El genio hizo una mueca decontrariedad.

—Supongo que sí. En fin,permíteme hacerte una pregunta —dijo—. Y tú, ¿qué? ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Cyrine —contestóAsmira.

—Cyrine... —El genio no parecíademasiado convencido—. Ya veo.

—Soy sacerdotisa de Himyar.—Eso dices. Bien, «Cyrine», ¿a

qué viene tanto interés en objetospeligrosos, como pequeñas alhajas deoro de las que no podemos hablar? Y¿cuáles son exactamente esos «asuntosde gran trascendencia» que te traen aJerusalén?

Asmira sacudió la cabeza.

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—No puedo decírtelo. Mi reina meha prohibido comentarlas con nadie queno sea Salomón y he hecho una promesasagrada.

—Vaya, qué tiquismiquis noshemos vuelto de repente, ¿no? —dijo eldemonio. La miró con acritud—. Es unpoco extraño que tu reina haya enviado auna solitaria jovencita a una misión tanimportante... Aunque, claro, con lasreinas, ya se sabe. Se les ocurre cadacosa... Tendrías que haber visto aNefertiti cuando le daba por ahí. Asíque... Himyar, ¿eh? —prosiguió,despreocupadamente— Nunca he estadoallí. Bonito, ¿no?

Asmira tampoco había estadonunca en Himyar y no sabía nada acerca

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del lugar.—Sí. Mucho.—Con montañas, supongo.—Sí.—Con ríos y desiertos y esas

cosas...—Bastantes.—¿Ciudades?—Ah, unas cuantas.—¿Incluyendo Zafar, la ciudad de

piedra, excavada directamente en laroca de sus desfiladeros? —preguntó eldemonio—. Eso está en Himyar,¿verdad? ¿O me equivoco?

Asmira titubeó. Le acababan detender una trampa y no sabía cuál era larespuesta que la sacaría del atolladero.

—Nunca comento las

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particularidades de mi reino con unextraño —contestó—. La reticenciacultural es otro de los rasgos distintivosde mi pueblo. Sin embargo, sí puedohablar de Israel y estaré encantada dehacerlo. Supongo que conoces bien alrey Salomón y su palacio.

El joven alado la miró fijamente.—El palacio, sí... A Salomón, no.

Tiene muchos sirvientes.—Pero cuando te invoca...—Sus hechiceros son quienes nos

invocan, tal como creo que ya he dicho.Nosotros estamos supeditados a suvoluntad y ellos a la de Salomón.

—Y ellos obedecen sin rechistar acausa del... —Esta vez, Asmira nopronunció la palabra. También ella se

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había contagiado del desasosiego deBartimeo ante su sola mención.

—Sí —contestó el genio sin más.—De modo que todos vosotros sois

sus esclavos.—Yo y muchísimos más.—Y ¿por qué no lo destruís? ¿O lo

robáis?El genio dio un respingo.—¡Chist! —la urgió—. ¿Quieres

bajar la voz?Estiró el cuello y echó un rápido

vistazo a ambos lados del desfiladero.Asmira, imitándolo de modo reflejo alverlo tan intranquilo, también miró ypensó que las sombras azuladas queproyectaban las piedras parecíanbastante más oscuras que antes.

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—No se habla de ese objeto enesos términos —la regañó el genio—.Ni aquí ni en ninguna parte de Israel y,desde luego, aún menos en Jerusalén,donde no hay gato callejero que no seaespía del gran rey. —Volvió la vistahacia los cielos y continuó con vozapresurada—. No hay manera de robarel objeto al que te refieres —dijo—porque quien lo lleva nunca se lo quita.Y si a alguien se le ocurriera intentaralgo por el estilo, la susodicha personagira el objeto que lleva en el dedo y,¡tachan!, sus enemigos acaban como lospobres Azul, Odalis o Philocretes, pormencionar a tres. Por esa razón nadie ensu sano juicio se atreve a desafiar al reySalomón. Por esa razón ocupa su trono

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tan tranquilo y tan ufano. Por esa razón,si deseas vivir lo suficiente para llevara cabo esos «asuntos de grantrascendencia» de los que no puedeshablar, procurarás evitar la indiscrecióny frenar tu curiosidad. —Inspiró hondo—. Conmigo estás a salvo, sacerdotisaCyrine de Himyar, pues desprecio aquienes me mantienen cautivo y jamáslos pondré sobre aviso por mucho quealgo, o alguien (y en ese momento lamiró directamente a los ojos, enarcandolas cejas), levante mis más seriassospechas. Sin embargo, me temo quedescubrirás que hay quienes nocomparten mis valores morales. —Señaló hacia el norte—. Sobre todo, esapanda de ahí —dijo—. Además, no hace

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falta que te diga que el humano es elpeor de todos, ya lo comprobarás por timisma.

Asmira miró en la dirección queBartimeo había señalado. Unos puntitosnegros y lejanos se aproximaban a granvelocidad, recortándose contra el cielovespertino.

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Capítulo 18 Si el genio no la hubiera avisado,

puede que Asmira hubiera tomado losobjetos voladores por una bandada depájaros. De haber sido así, no habríatardado demasiado en salir de su error.Al principio solo eran unas motitasnegras —siete en total, una de ellas algomás voluminosa que las demás—surcando a gran altura y en formacióncerrada los cielos que coronaban lasdunas del desierto. Sin embargo, lospuntitos pronto empezaron a hacerse másgrandes y Asmira divisó los pequeños eirisados fuegos fatuos que danzabanalrededor de sus formas meteóricas y la

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calima que se estremecía en la estelaque dejaban tras ellos.

En cuestión de segundos, se habíanabatido para iniciar el descenso hacia eldesfiladero, y en ese momento Asmiracomprendió que los efímeros fuegosfatuos de colores en realidad eranllamas voraces que los envolvían endestellos dorados bajo la última luz deldía. A todos menos a la figura central yde mayor volumen, que continuabasiendo negra como la noche. A medidaque se aproximaban, Asmira empezó apercibir el movimiento de las alas y oyóla distante vibración que producían, unsonido que aumentó rápidamente, hastaensordecerla. En una ocasión, siendoaún muy niña, había visto desde la

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azotea del palacio el descenso de unaplaga de langostas sobre las vegas quese extendían al otro lado de las murallasde Marib. El estruendo que oía en esosmomentos era como aquella lejanamarea de insectos y vino acompañadode un temor similar.

La formación dejó atrás la cima delas altas paredes del cañón y descendióhacia la joven, sin abandonar el camino.Avanzaban a gran velocidad. A su pasolevantaban nubes de polvo, que searremolinaban contra las laderas ycegaban el desfiladero a sus espaldas.Asmira comprobó que seis de aquellassiete cosas eran demonios alados, perocon apariencia humana. La séptima erauna alfombra a lomos de otro demonio.

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Sentado en la alfombra, viajaba unhombre.

Asmira se quedó mirandoanonadada al recién llegado, a suséquito y al apabullante ydespreocupado despliegue de poder.

—Tiene que tratarse de Salomón enpersona... —murmuró.

—No —musitó el genio Bartimeo asu lado—, te equivocas de nuevo. Soloes uno de los diecisiete grandeshechiceros de Salomón, aunque tal vezel más temible de todos ellos. Se llamaKhaba. Repito, ándate con ojo.

La arena formaba remolinos, elviento aullaba, las gigantescas alasiridiscentes aflojaron el ritmo delaleteo. Seis demonios detuvieron el

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vuelo, quedaron suspendidos en el aireunos instantes y, a continuación, seposaron en el suelo con elegancia. Enmedio de ellos, el séptimo bajó laalfombra de los hombros y la sostuvosobre los grandes brazos extendidos.Acto seguido, hizo una profundareverencia, retrocedió unos pasos y laalfombra quedó levitando a pocospalmos del suelo, sin necesidad desujetarla.

Asmira contempló admirada lasilenciosa hilera de demonios. Todoshabían escogido el cuerpo de un hombrede dos o dos metros y medio de alto.Salvo aquel llamado Faquarl (quienseguía fiel a su figura achaparrada, elcuello de toro y la barriga prominente, y

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la miraba con cara de pocos amigos),todos eran musculosos, atléticos y depiel morena. Se movían con prestancia ysoltura, seguros de su podersobrenatural, como dioses menoresvagando por la faz de la Tierra. Poseíanbellos rasgos y sus ojos doradosbrillaban en la penumbra que se habíainstalado en el desfiladero.

—No te pongas nerviosa —dijoBartimeo—. La mayoría son unosborregos.

El personaje de la alfombra no sehabía movido. Seguía sentado con laespalda recta, las piernas cruzadas y lasmanos entrelazadas sobre el regazo, contoda calma. Vestía una capa con capuchaque se ceñía con fuerza alrededor del

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cuerpo para protegerse del frío rigurosode las alturas durante el vuelo. Escondíael rostro entre las sombras de la capuchay una manta de grueso pelo negro lecubría las piernas. Las manos, blancas yalargadas, eran la única parte de él quequedaba a la vista. En ese momento lasseparó, chascó los finos dedos y se oyóel rumor de una palabra pronunciadadesde las profundidades de la capucha.La alfombra se posó en el suelo. Elhombre apartó las pieles y, con un únicoy ágil movimiento, se puso en pie de unsalto. Se dirigió hacia Asmira con pasorápido y dejó atrás la alfombra y algrupo de demonios, quienes guardabanabsoluto silencio.

Unas manos pálidas retiraron la

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capucha hacia atrás; unos labios seensancharon en una amplia sonrisa debienvenida.

Asmira encontró la presencia delhechicero casi más inquietante que la desus esclavos. Como si estuviera sumidaen un sueño, vio dos ojos grandes yvidriosos, unas cicatrices profundas quedividían unas mejillas cenicientas y unoslabios sonrientes tan tirantes comocuerdas de tripa.

—Sacerdotisa —dijo el hechicerocon voz suave—, me llamo Khaba yestoy al servicio de Salomón. Fuerancualesquiera que fueran los pesares oterrores que pudieran acuciaros,desechadlos, pues ahora estáis bajo miprotección.

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Inclinó la cabeza afeitada haciaella.

Asmira lo imitó.—Me llamo Cyrine y soy

sacerdotisa del Sol en el reino deHimyar —se presentó.

—Así me ha informado mi esclavo.—Khaba no se volvió hacia la hilera degenios. Asmira se percató de que eldemonio corpulento se había cruzado debrazos y la miraba con escepticismo—.Siento haberos hecho esperar —prosiguió el hechicero—, pero mehallaba muy lejos de aquí. Y, pordescontado, aún siento más no haberpodido evitar el... salvaje atropello quehabéis sufrido.

El hechicero extendió la mano

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hacia la desolación que los rodeaba.Khaba estaba bastante mis cerca de

Asmira de lo que a esta le habríagustado. Desprendía un olor raro que ala joven le recordaba la Sala de losMuertos, donde las sacerdotisasquemaban incienso en honor de todas lasmadres. Era dulzón, acre y no parecíadel todo salubre.

—Aun así os estoy agradecida,pues vuestros siervos me han salvado lavida. Cuando regrese a Himyar, y esperoque sea pronto, me aseguraré de que mireina, en su infinita gratitud, oscompense debidamente.

—Lamento no conocer vuestratierra —contestó el hechicero de sonrisainmutable y mirada escrutadora.

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—Se halla en Arabia, al este delmar Rojo.

—Entonces... debe de estar cercade Saba, ¿no es así? ¡Qué curioso,parece que todas las tierras de por allíestán gobernadas por mujeres! —Elhechicero se rió entre dientes antetamaña extravagancia—. Mi tierra natal,Egipto, también coqueteó con ese tipode excentricidades —continuó—. Raravez da resultado. Sin embargo,sacerdotisa, debo reconocer que nopuedo atribuirme el honor de haberossalvado. Fue mi rey, el gran Salomón,quien pidió que limpiáramos la zona dedelincuentes y, por consiguiente, si aalguien le debéis vuestra gratitud, es aél.

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Asmira esbozó lo que esperaba quepareciera una sonrisa encantadora.

—Desearía expresarle dichagratitud en persona, si fuera posible. Dehecho, me hallo de camino a Jerusalénpor asuntos reales y ansío obtener unaaudiencia con Salomón.

—Así tengo entendido.—¿Tal vez vos podríais ayudarme?La sonrisa permanecía inmutable,

la mirada escrutadora no había rebajadosu intensidad. Asmira todavía no lohabía visto parpadear.

—Son muchos quienes desean unaaudiencia con el rey —repuso elhechicero— y muchos quienes no vencumplidos sus deseos. Sin embargo,creo que vuestra posición y, si se me

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permite decirlo, vuestra deslumbrantebelleza se ganarán su atención. —Sevolvió ligeramente con ademánostentoso y echó un vistazo a susesclavos. La sonrisa se habíadesvanecido—. ¡Nimshik! ¡Ven aquí!

Uno de los imponentes seres seacercó con paso apresurado y gestocontrariado.

»Estarás a cargo del resto de losesclavos, a excepción de Chosroes,quien se ocupará de transportarme comoha venido haciendo hasta ahora —dispuso Khaba—. Nosotrosacompañaremos a esta doncella hastaJerusalén. Tu cometido, Nimshik, es elsiguiente: limpiarás el camino decadáveres y escombros. Entierra a los

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muertos y arroja los camellos a lahoguera. Si queda algún otrosuperviviente, te ocuparás de susheridas y lo llevarás a palacio, a laPuerta de los Hijos del Pueblo, juntocon cualquier otra mercancía o animalque haya conseguido salir intacto oileso. ¿Entendido?

La figura descomunal vaciló.—Amo, Salomón ha prohibido...—¡Patán! Los asaltantes de

caravanas han pasado a la historia,tienes su permiso para regresar. Cuandohayas acabado, espérame en la azotea demi torre, donde te daré nuevasinstrucciones. Si no cumples con loencomendado, te desollaré vivo. ¡Enmarcha!

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El hechicero se volvió haciaAsmira con una sonrisa tan amplia comola de antes.

»Sacerdotisa Cyrine, disculpad laestupidez de mis esclavos. Pordesgracia, a un hechicero no le quedamás remedio que asociarse con este tipode personajes, como puede que yasepáis.

—Creo que algunas de lassacerdotisas de mayor edad hablan conlos espíritus de vez en cuando —contestó Asmira con recato—, pero esun mundo que desconozco.

—Oh, por supuesto, faltaría más,una jovencita tan guapa como vos... —En un instante, los grandes ojosvidriosos repasaron a Asmira de arriba

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abajo—. Aunque no habéis de temer amis criaturas —afirmó Khaba—, puesestán firmemente sometidas a mivoluntad, aseguradas con sólidascadenas mágicas, y todas temen hasta lapalabra más amable que puedaabandonar mis labios. Ahora, si...

Se interrumpió, con el ceñofruncido. No lejos de allí se oyó eltintineo de unos cascabeles. Una ráfagade viento, que transportaba un olorfuerte y acre, agitó el pañuelo de cabezade Asmira y le provocó un acceso detos.

Khaba se excusó con un ademáncortés.

—Sacerdotisa, os ruego que medisculpéis un momento.

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Pronunció una palabra y se hizo unbreve silencio. Una nube de colorvioláceo brotó en el aire como una flor,por encima de sus cabezas. Reclinadosobre ella, con las piernas cruzadas condesidia y las manos nudosasentrelazadas en la nuca, descansaba unpequeño demonio de piel verdosa.

—Buenas, amo —saludó—. Habíapensado que... —En ese momento reparóen Asmira y fingió una sorpresaexagerada—. Vaya, tienes compañía.Eso está bien. Bueno, no quieromolestar.

El demonio volvió a repantingarseen la nube.

—¿Qué quieres, Gezeri? —preguntó Khaba.

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—Como si yo no estuviera. Lo míopuede esperar. Hale, ya podéis seguircon lo vuestro.

El hechicero conservó la sonrisa,pero su tono de voz no aventuraba nadabueno.

—Gezeri...—Vale, está bien. —El pequeño

demonio se rascó con fruición una de lasaxilas, que daba la impresión de picarlebastante—. Solo venía a decir que todova bien. La buena señora se haderrumbado. Ha empezado a reunir elasunto y...

—¡Es suficiente! —lo interrumpióKhaba—. ¡No es necesario aburrir anuestra invitada con temas tan tediosos!Ya hablaremos más tarde. ¡Regresa a la

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torre de inmediato!El demonio puso los ojos en

blanco.—¿De verdad? ¿Puedo? Oh, qué

suerte.Y con estas palabras, dio una

palmada y desapareció.Khaba tocó el brazo de Asmira.—Sacerdotisa, disculpadme. Si no

os importa acompañarme hasta laalfombra, me aseguraré de que disfrutéisde todas las comodidades durante elcorto vuelo hasta Jerusalén.

—Gracias. Sois muy amable.—Ejem.Alguien había carraspeado a un

lado de Asmira. El genio Bartimeo, quese había mantenido al margen de la

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conversación a pocos pasos de ella, sehabía aclarado la garganta llevándoseuna mano a la boca.

—Esclavo, te reunirás con losdemás de inmediato —dispuso Khaba—. ¡Obedece a Nimshik y trabaja concelo! Sacerdotisa Cyrine, por favor...

Bartimeo le lanzó varios guiños ysonrisitas a la joven. Cabeceó ygesticuló disimuladamente. Volvió acarraspear, esta vez más fuerte, y la miróde manera elocuente.

—¿Todavía estás ahí?Khaba retiró la capa a un lado y

alargó la mano hacia el azote de largaempuñadura que colgaba de su cinto.

Hasta ese mismo instante, laintimidante llegada de los demonios y la

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emoción ante la perspectiva de llegar aJerusalén habían apartado de la mentede Asmira la promesa que le habíahecho a Bartimeo. Sin embargo, ahora,alentada por la evidente desesperacióndel genio y por la repulsión repentinaque le provocaba tener tan cerca alhechicero, recordó su palabra y decidióque había llegado el momento de entraren acción. Al fin y al cabo, lo habíajurado por el dios Sol y por la memoriade su madre.

—Oh, gran Khaba —dijo—,¡esperad, por favor! Este genio, y eseotro que lo acompañaba, me hanprestado un noble servicio. Me hansalvado la vida, de eso podéis estarseguro, y por ello os ruego que, a

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cambio, sean liberados de sus ataduras.Asmira sonrió de modo alentador.

En la hilera de demonios, el geniocorpulento se adelantó unos pasos sintenerlas todas consigo. Bartimeo parecíaclavado al suelo, mirando a uno y otroalternativamente con ojos suplicantes.

Por primera vez, la sonrisa deKhaba flaqueó.

—¿Liberados...? —repitió sinapartar la mano del azote—. Queridasacerdotisa, ¡en verdad sois inocente!Para los esclavos es algo naturalrealizar este tipo de servicios. Nipueden ni deben esperar que se lesconceda la libertad a cada pequeña tareaque consiguen llevar a cabo con éxito. Alos demonios en particular se les debe

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tratar con mano dura.—Pero estos genios... —intentó

decir Asmira.—Creedme, ¡obtendrán su debida

recompensa!—Una recompensa que, sin duda,

no podría ser otra que...—Sacerdotisa —la sonrisa de finos

labios había regresado, mucho másamplia que antes—, querida sacerdotisa,este no es el momento ni el lugar. Yadiscutiremos estos asuntos más tarde,cuando nos hayamos instaladocómodamente en el palacio. Os prometoque entonces escucharé todo lo quetengáis que decir. ¿Os complace lasolución?

Asmira asintió.

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—Gracias. Os lo agradezco.—Bien. ¡Entonces, venid! Vuestro

transporte aguarda...Khaba extendió su largo y pálido

brazo. Asmira se echó al hombro labolsa de cuero y avanzó a su lado haciala alfombra que los esperaba. Lossilenciosos demonios retrocedieron paradejarlos pasar. Ni en ese momento, nicuando la alfombra se elevó en el aire,Asmira se volvió para mirar a Bartimeo.En realidad, un segundo después lohabía olvidado por completo.

• • • • •

Algo más de sesenta kilómetros losseparaban de Jerusalén, una distancia

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que una caravana de camellos habríatardado todo un día en recorrer. Asmiray el hechicero cubrieron el trayecto enpoco menos de una hora.

El demonio que los transportabaquedaba oculto a la vista debajo de laalfombra, aunque Asmira oía el crujidode las alas y, de vez en cuando, algunaque otra blasfemia musitada entredientes. El ser sobrenatural mantuvo unrumbo constante sobre la tierraensombrecida en un agradable viaje sinpercances, aunque había descendido unpar de veces con brusquedad al toparsecon una corriente ascendente cuandorebasaba la cresta de una cordillera. Enesas ocasiones, el hechicero hacíarestallar el azote al borde de la alfombra

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y unas chisporroteantes cuerdas de luzanimaban al esclavo a redoblar susesfuerzos.

Una envoltura protectora einvisible aislaba la alfombra delexterior. El viento huracanado queaullaba a su alrededor en medio de laoscuridad no embestía contra ellos y lazona central quedaba a resguardo delhielo que se cristalizaba en las borlas delos ribetes traseros.

Aun así, hacía frío. Asmira ibasentada con la bolsa en el regazo y lacapa del hechicero echada sobre loshombros, sintiendo la ondulaciónfrenética del fino tejido bajo ella eintentando apartar de su mente la imagende la caída que les esperaba en el caso

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de que el demonio decidierasacudírselos de encima. El hechicero sesentaba a su lado, con el pecho desnudo,tranquilo, las piernas cruzadas, sinapartar la vista del frente. En ciertomodo, para Asmira era un alivio que nila mirara ni deseara seguir conversandocon ella, algo que, en cualquier caso,habría resultado imposible gracias alrugido del viento.

La noche se instaló a su alrededordurante el vuelo. Al oeste, Asmira vio lasombra rojiza del sol que teñía elhorizonte, aunque las tierras que seextendían a sus pies estaban cubiertaspor un manto negro bajo las estrellas. Alo lejos destellaban las luces depoblaciones cuyos nombres desconocía.

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A Asmira se le antojó que, si hubieraestirado un brazo, podría haberlasrecogido en la palma de la mano yapagado de un soplido.

Y entonces, por fin, Jerusalénapareció ante ella, aferrada como unamariposa iridiscente al tallo oscuro desu colina. Las hogueras ardían en eltramo almenado de las murallasexteriores, fogatas de resplandoresverdes y fantasmagóricos, encendidas enlas torres intercaladas a lo largo de todasu extensión. Dentro del anilloamurallado se diseminaban un millar defuegos más modestos, pertenecientes ahogares humildes y puestos de mercado,y en lo alto de la cima, desde dondetodo lo presidía, se erigía el imponente

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palacio del rey Salomón, arropado en subrillante esplendor, tan colosal,magnífico e invulnerable como relatabanlas historias. Asmira sintió que se lesecaba la boca. Envueltos en el caloríntimo de su capa, sus dedos ocultostocaron el puñal que llevaba en el cinto.

Descendieron de manera abrupta yun instante después percibieron a sulado la súbita agitación de unas alas depiel curtida y una presencia, en mediode la oscuridad. Unas llamas brotarondel interior de las fauces y una vozgutural les dio el alto. A Asmira se lepusieron los pelos de punta. Khabaapenas se dignó alzar la vista; se limitóa hacer una señal y el vigía, satisfecho,regresó al abrigo de la noche.

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Encogida de miedo, Asmira se ciñóla capa, sin prestar atención al tufoempalagosamente dulzón quedesprendía. Cuán ciertas eran lashistorias sobre la ciudad infranqueabledel gran monarca, protegida incluso poraire, incluso de noche. La reina Balkis,como en todo, tenía razón: no habíaejército ni hechicero enemigo quehubiera podido entrar en Jerusalén.

Y, sin embargo, aquello eraprecisamente lo que ella, Asmira, estabahaciendo. El dios Sol seguía velandopor ella. Con su gracia y su bendición,viviría lo suficiente para cumplir sucometido.

El estómago le dio un vuelco y elpelo se le levantó como si estuviera

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boca abajo. La alfombra viró hacia elpalacio al tiempo que descendía a granvelocidad. Al cruzar los muros, elformidable bramido de varios cuernosresonó en las murallas del palacio y portoda la ciudad retumbó la estruendosareverberación de las puertas deJerusalén cerrándose a cal y canto parapasar la noche.

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Capítulo 19 —¿Qué te dije, Bartimeo? —

masculló Faquarl—. Se ha ido sinvolver la vista atrás.

—Lo sé, lo sé.—Se ha subido a la alfombra en

menos que canta un gallo, junto a Khaba,y han partido juntitos. Pero ¿nos hanliberado? —añadió Faquarl, en tonocortante—. Echa un vistazo a tualrededor.

—Lo ha intentado —repuse.—En fin, tampoco es que le pusiera

demasiado empeño, ¿no crees?—No.—Siendo generosos, como mucho

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podríamos llamarlo amago de intento,¿no es cierto?

—Muy cierto.—Así, ¿qué? ¿No te arrepientes

ahora de no habértela comido? —insistió Faquarl.

—¡Sí! —exclamé—. De acuerdo,¡me arrepiento! Ya está, ahí lo tienes, yalo he dicho. ¿Ya estás contento? ¡Muybien! No hace falta que sigasrestregándomelo por las narices.

Aunque, claro, era demasiado tardepara pedir aquel pequeño favor. Faquarlllevaba horas mortificándome. Habíaestado dándome la vara durante toda laoperación de limpieza; de hecho, no mehabía dejado en paz ni cuandocavábamos las fosas o apilábamos los

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camellos para luego prenderles fuego.No había parado ni un solo minuto. Mehabía dado la tarde.

—Ya lo ves, los humanos seapoyan los unos a los otros —prosiguióFaquarl—. Siempre ha sido así y asíseguirá siendo. Y si ellos se mantienenunidos, eso significa que nosotrosdebemos hacer otro tanto. No confíesjamás en un humano. Devóralos mientrastodavía estés a tiempo. ¿No es así,chicos? —Un coro de risotadas y vítoresrecorrió la azotea de la torre. Faquarlasintió con un gesto de cabeza—. Ellossaben de lo que hablo, Bartimeo, ¿porqué, en nombre de Zeus, te empeñas enllevarnos la contraria?

Se apoyó despreocupadamente

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contra la pared de piedra, dándolevueltas a su cola coronada por un arpón.

»Era guapa, para lo delgaducha queestaba —prosiguió—. Bartimeo,empiezo a sospechar que te dejas influirdemasiado por las apariencias. Un errorlamentable viniendo de un genio deforma cambiante, si no te importa que telo diga.

El grosero revuelo que levantóaquella afirmación sugería que los otrosseis diablillos coincidían con él. Todoshabíamos adoptado apariencia dediablillo, en parte porque la azotea de latorre de Khaba era demasiado pequeñapara albergar cualquier otra forma demayor tamaño, pero sobre todo porqueaquel aspecto reflejaba a la perfección

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nuestro estado de ánimo. Hay momentosen que estás de humor para manifestartecomo un noble león, un guerreroimponente o un querubín rechoncho ysonriente; sin embargo, en otrasocasiones —cuando te sientes cansado,irritable y no hay manera de quitarse deencima la peste a camello quemado—, alo único que te apetece echar mano es aun diablillo rezongón de culo verrugoso.

—Ya podéis reíros —refunfuñé—,sigo pensando que valía la penaarriesgarse.

Y aunque pueda parecer extraño,era cierto; a pesar de que todo lo quehabía dicho Faquarl era absolutamentecierto. Sí, la joven había cumplido supromesa de interceder por nosotros con

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desgana, para salir del paso; sí, se habíaido tranquilamente con nuestrodetestable amo sin pensárselo dos vecesni volver la vista atrás. Sin embargo, nome arrepentía del todo de haber salvadoa la joven árabe. No sabía por qué, perono lograba quitármela de la cabeza.

No se trataba de su aspecto, pormucho que Faquarl dijera, sino más biendel dominio que demostraba tener de símisma, de la serenidad y franqueza conque había hablado conmigo. También delmodo en que escuchaba, callada yatenta, prestando atención. Se trataba desu interés más que evidente en Salomóny el anillo. Se trataba de su vaguedad encuanto a la geografía de Himyar —Laciudad de Zafar se encuentra en Himyar,

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tal como sabía muy bien después dehaberla sobrevolado varias veces en misviajes en busca de huevos de roc paradiversos faraones. Sin embargo, no setrata de una ciudad tallada en la roca,sino del típico pueblo de provincias,como la joven tendría que haber sabido—. También estaba (y no era paratomarlo a la ligera precisamente) elcurioso modo en que había conseguidosobrevivir a la emboscada deldesfiladero. Ninguno de los demásintegrantes de aquella caravana decamellos seguía vivo, a pesar de contarcon protecciones contra genios y todo lodemás. —A esto se le llama ironía. Lasprotecciones contra genios no valen grancosa, la verdad sea dicha. No son más

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que unas cuantas laminillas de plataunidas a un marco de mimbre concuerdas de tripa. Los habitantes deldesierto las agitan a su alrededor a laprimera de cambio para alejar a losmalos espíritus y supongo que algunoparticularmente débil debe de captar laindirecta y poner pies en polvorosa. Sinembargo, en lo concerniente a alejar agenios de verdad, son tan efectivoscomo un cepillo de dientes de chocolate.Solo hay que mantenerse alejado de laplata y descalabrar al dueño con unapiedra o algo por el estilo.

La joven podía decir lo quequisiera, pero estaba seguro de que elpuñal no había sido lo único que lahabía ayudado a resistir el ataque del

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utukku el tiempo necesario. Paraempezar, había dejado otra de sus armasen la cabeza del hechicero edomita, algoque, al menos, demostraba que tenía muybuena puntería. Luego estaba el tercerpuñal que yo había encontrado al otrolado del camino, hundido hasta laempuñadura en la arenisca. Lo habíanarrojado con una fuerza considerable,pero lo que realmente me intrigaba erala enorme mancha de esencia que habíaesparcida por todas las piedras dealrededor. Cierto, el rastro era débil yborroso, pero mi ojo experto habíaconseguido discernir la siluetadespatarrada de algo con cuernos y alase, incluso, una boca abierta en un gestode sorpresa.

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Tal vez no había sido un utukku,pero desde luego había tenido quetratarse de algún tipo de genio, y lajoven se había encargado de él demanera indiscutible.

Había algo más en ella de lo que seveía a simple vista.

Además, me vanagloriaba de saberbastante de sacerdotisas. Desde quehabía estado al servicio de la temible yvieja sacerdotisa de Ur en mis primerosaños, asistiéndola en los ritos deltemplo, participando (muy a mi pesar)en sus sacrificios en masa de perros ysiervos, y enterrándola por fin en unatumba revestida de plomo —a pesar desus protestas, todo sea dicho—, habíaconocido a muchas sacerdotisas de

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manera íntima y personal. Daba igualque se tratara de las ricachonas deBabilonia o de las escandalosasménades que te encontrabas brincandopor los bosques griegos, en general solíaser un colectivo con el que convenía noenemistarse, compuesto por grandeshechiceras capaces de acribillar a ungenio con la lanza de esencia a laprimera de cambio y ante la más mínimaindiscreción, como derribar su ziguratpor accidente o reírse de su muslamen.

Sin embargo, algo por lo que nosolían ser conocidas era por susaptitudes en el campo de batalla.

Claro que, tal vez las sacerdotisasdel sur de Arabia fueran distintas. Noera un experto de aquella región y no

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podía afirmar ni una cosa ni la otra. Encualquier caso, era justo decir queaquella tal sacerdotisa Cyrine,supuestamente venida del lejano reinode Himyar, era mucho más interesanteque el típico viajero que venía aJerusalén y, aunque solo fuera por eso,me alegraba de haberla salvado.

Aun así, tal como Faquarl habíaseñalado (hasta el aburrimiento), migesto no nos había reportado ningúnprovecho. Nada había cambiado. Ella sehabía ido, nosotros seguíamos siendoesclavos y las eternas estrellas delfirmamento seguían bañándonos con sufría luz. —La profundidad insondable dela bóveda celeste recuerda la vastedadinconmensurable del Otro Lado. En las

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noches de cielos despejados, a menudoes fácil encontrar a muchos espíritussentados en cimas montañosas o en lasazoteas de los palacios, con la miradaperdida en el firmamento. Otrosremontan velozmente el vuelo hacia lasalturas y descienden en picado o dibujancírculos en el aire hasta que las lucesgiratorias empiezan a parecerse al edénfluido de nuestro hogar... En los tiemposde Ur, solía imitarlos a veces, pero lamelancolía no tardó en hacer mella enmí. Ahora, por lo general, apartaba lamirada.

La luna alcanzó su cénit y elmurmullo de las calles fue acallándosepoco a poco. Con las puertas de laciudad cerradas hacía rato, los

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mercados nocturnos empezaban arecoger y los habitantes de Jerusalénarrastraban los pies hasta sus hogarespara descansar, recuperarse y renovar elentramado de sus vidas. Las lámparas deaceite parpadeaban junto a las ventanas,los diablillos farola de Salomóniluminaban las esquinas de la ciudad ydel mosaico de hornos instalados en lasazoteas llegaban el aroma a carne, ajo ylentejas rehogadas, lo cual olía bastantemejor que el camello chamuscado.

En lo alto de la torre de Khaba, elcírculo de diablillos había terminado devilipendiarme con sus gritos, abucheos ysacudidas de colas y estabanplanteándose si pasar a discutir lainfluencia de la religión en la política

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regional del litoral del Mediterráneooriental cuando alguno de nosotros lanzóun extraño chillido.

—Nimshik, ¿ya has vuelto otra veza los ácaros en vinagre?

—¡No! ¡Yo no he sido!Por una vez, la veracidad de sus

palabras se vio respaldada por la visiónde una pesada losa que se levantaba enmedio de la azotea. Debajo de ellaaparecieron un par de ojos brillantes,una nariz que parecía una berenjenatodavía verde y los desagradablesmiembros superiores del trasgo Gezeri,quien miraba con malicia a su alrededor,entrecerrando los ojos.

—¡Bartimeo y Faquarl! ¡Espabilad!Se reclama vuestra presencia —anunció.

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Ninguno de los dos se movió delsitio.

—Se nos reclama, ¿dónde? —pregunté—. ¿Y quién?

—Ah, ya, Su Real Majestad, elgran rey Salomón, por supuesto —contestó el trasgo, apoyando los codoshuesudos con toda la tranquilidad delmundo en el suelo de la azotea—. Deseaque acudáis a sus aposentos privadospara poder agradeceros en persona elservicio invalorable que habéis prestadohoy.

Faquarl y yo nos adelantamos deinmediato, repentinamente interesados.

—¿De verdad?—¡Noooooo, claro que no, idiotas!

—se burló el trasgo—. ¿Qué le

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importáis vosotros a Salomón? Esnuestro amo, Khaba el Cruel, el quequiere veros. ¿Quién iba a ser si no?Además —prosiguió animado—, noquiere que os presentéis en la sala deinvocación, sino abajo, en el sótano dela torre. Parece que la cosa no pinta bienpara ninguno de los dos, ¿eh? —dijomirándolos con frivolidad—. No sonmuchos los que bajan ahí abajo yvuelven a ver pronto la luz del día.

Un silencio incómodo se instaló enla azotea. Faquarl y yo nos miramos. Losdemás genios, oscilando entre laangustia que provocaban aquellaspalabras y el alivio inmenso de que nose tratara de ellos, empezaron aestudiarse las garras con esmero o a

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contemplar las estrellas o a arrancarminuciosamente los trocitos de liquenque crecían entre las losas del suelo.Ninguno de ellos deseaba encontrarsecon nuestra mirada.

—Bueno, ¿a qué estáis esperando?—rezongó Gezeri—. ¡Aligerando,vosotros dos!

Faquarl y yo nos pusimos en pie,nos agachamos rígidamente bajo la losay, con la arrolladora energía de doscriminales arrastrando los pies hacia elcadalso, iniciamos el descenso de laescalera. Detrás de nosotros, Gezerivolvió a colocar la losa en su sitio y nosenvolvió una completa oscuridad.

• • • • •

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La torre de Khaba era una de lasmás altas de Jerusalén, por lo que teníamuchas plantas. El exterior estabaencalado y la mayoría de los díasdesprendía una luz cegadora; el interior,sin embargo, reflejaba la oscurapersonalidad de su propietario. Hastaese momento, lo único que había vistoera la sala de invocación del hechicero,situada en una de las plantas superiores,la cual dejamos atrás casi de inmediatoen nuestro descenso interminable. Yo ibaa la cabeza, después me seguía Faquarl,y Gezeri cerraba la retaguardia con susenormes pies planos golpeteando elsuelo. Pasamos infinidad de puertashasta que llegamos a un pasillo ancho, elcual supusimos que llevaría a la entrada

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de la primera planta, y continuamosadentrándonos en las entrañas de latierra.

Faquarl y yo apenas abrimos laboca durante todo el camino. Nuestrospensamientos se habían desviado haciael espíritu torturado que habíamos vistoen la esfera de Khaba, una pobrecriatura recluida en los sótanos de latorre.

Tal vez había llegado el momentode hacerle compañía.

—¡No hay nada de quépreocuparse, Faquarl! —comenté conentusiasmo fingido, volviendo la cabezahacia atrás—. Hemos resuelto elproblema de los asaltantes de caravanas,¡ni siquiera Khaba puede pasar por alto

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algo así!—Cada vez que acabamos juntos,

me echo a temblar —rezongó Faquarl—,con eso está todo dicho.

La escalera parecía serpentear sindescanso hacia el núcleo de la tierra y, apesar de mis buenas intenciones, meabandonó el buen humor. Tal vez sedebiera al olor a humedad y aireestancado, o quizá a la oscuridadabsoluta, o puede que a las velas dellamas parpadeantes que sostenían unasmanos momificadas, cercenadas ysujetas con clavos a lo largo de lapared, o incluso a mi imaginación, perosentí crecer un claro desasosiego en miinterior a medida que avanzaba. Desúbito, la escalera terminó abruptamente

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ante una puerta abierta de granito negroa través de la cual se proyectaba ellatido acompasado de una débil luz azulverdosa acompañada de ciertos...ruidos. Faquarl y yo nos detuvimos enseco al tiempo que se nos erizaba laesencia.

—Adentro —dijo Gezeri—. Estáesperándoos.

La suerte estaba echada. Los dosdiablillos enderezaron la esqueléticaespalda, dieron un paso al frente y seadentraron en los sótanos de Khaba.

No cabe duda de que si hubiéramostenido el tiempo y las ganas, en ese lugarabominable no faltaban curiosidades quehubieran llamado la atención decualquiera. Era evidente que el

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hechicero solía pasar mucho tiempo allíabajo y que había invertido muchosesfuerzos en conseguir sentirse como encasa. Las inmensas piedras talladas delsuelo, las paredes y el techo eran deestilo egipcio, igual que las columnasachaparradas y con forma de bulbo quesoportaban los sillares de la cubierta.Añádele a eso las tallas de flores depapiro en los puntos más altos de cadapilar y el olor empalagoso a incienso ynatrón y podríamos encontrarnos en unade las catacumbas que se hallan bajo lostemplos de Karnak en vez de en algúnlugar en las profundidades de la pobladacolina de Jerusalén.

Khaba había proveído su estudiocon gran profusión de útiles y

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adminículos mágicos así como con unamontaña impresionante de rollos depapiro y tablillas procedentes de lossaqueos de civilizaciones largo tiempodesaparecidas. Sin embargo, lo querealmente me llamó la atención cuandoentramos en aquella cámara no fue ni laimponente decoración ni toda aquellaparafernalia, sino el testimonio vivientede los pasatiempos más secretos deaquel hombre.

Le fascinaba la muerte.Había una gran cantidad de huesos

apilados por todas partes.Había un armario lleno de cráneos.Había un expositor con momias;

algunas evidentemente antiguas y otrasmuy recientes.

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Había una mesa alargada y bajaabarrotada de utensilios metálicos muyafilados, tarros pequeños, vasijas llenasde pastas y ungüentos y una tela bastanteensangrentada.

Había un pozo para lamomificación recién rellenado de arena.

Y, para cuando terminaba detrastear con cadáveres humanos y se leantojaba otro juguete, también habíajaulas de esencia. Estaban dispuestas enperfectas hileras en el rincón másalejado del sótano. Algunas eran más omenos cuadradas, otras tenían formacircular o bulbosa y en los planosinferiores parecían estar hechas de unamalla metálica de hierro, lo que ya depor sí hubiera bastado —igual que la

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plata, el hierro repele a los espíritus ynos quema la esencia si lo tocamos. Lamayoría de los hechiceros egipciosllevaban anjs de hierro colgados delcuello a modo de protección básica.Aunque Khaba no. Él tenía otra cosa—.Sin embargo, en los planos superiores serevelaba la verdadera crueldad de aquelartefacto ya que todas ellas, además,estaban formadas de sólidos barrotes deenergía que desgastaban la esencia ymantenían en su interior a sus agónicosocupantes. De allí era de dondeprovenían los... ruidos: risitasnerviosas, súplicas débiles, algún queotro grito ahogado ocasional, frasesfragmentadas en lenguas cuyos hablantesya eran incapaces de recordar.

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Faquarl y yo seguíamos sinpestañear, dándole vueltas a laspalabras de Gezeri: «No son muchos losque bajan ahí abajo y vuelven a verpronto la luz del día».

Una voz retumbó entre las sombrasde la estancia, una voz hecha de polvo yarena.

—Esclavos, venid aquí.Los dos diablillos avanzaron a

trompicones y de tan mala gana quecualquiera diría que llevábamos piedrasafiladas metidas en los taparrabos. —Por cierto, se trataba de un castigo realque el pueblo xan de África Orientalimponía a los dirigentes corruptos y alos falsos sacerdotes. Con las ropas bienrellenadas, los obligaban a meterse en

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un barril, el cual lanzaban de inmediatocolina abajo con el acompañamientoensordecedor de los shekeres y lostambores. Me divertí el tiempo que pasécon los xan. Ellos sí que sabían disfrutarde la vida.

En el centro de la cámara, en mediode cuatro columnas, se alzaba unaplataforma circular. El círculo tenía unreborde de lapislázuli con vetasrosáceas donde se leían los jeroglíficosegipcios que representaban las cincopalabras fundamentales delencadenamiento. En su interior sedibujaba un pentáculo de ónice negro. Apoca distancia, en el centro de uncírculo más pequeño, se alzaba un atrilde marfil y, detrás de este, encorvado

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como un buitre sobre la carroña, elhechicero.

Esperó a que nos acercáramos.Había dispuestas cinco velas alrededordel círculo alzado, en cuyas mechasardían llamas negras. Los ojos vidriososde Khaba reflejaban la luz maligna. Asus pies, su sombra formaba un charcocarente de forma.

Faquarl y yo nos detuvimos entrecodazos y empujones y alzamos labarbilla en actitud desafiante.

Nuestro amo habló.—¿Faquarl de Micenas? ¿Bartimeo

de Uruk?Ambos asentimos.—Voy a tener que liberaros.Los diablillos parpadearon. Nos

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quedamos mirando al hechicero.Sus largos dedos grisáceos

acariciaron el atril y tamborileó unasuñas ligeramente curvadas sobre elmarfil.

—No es lo que yo hubiera deseado,siendo como sois unos viles esclavos.Hoy habéis cumplido con vuestrocometido únicamente porque así os loordené y, por consiguiente, no merecéisningún crédito por ello. No obstante, laviajera a quien salvasteis, una joven tandesconocedora de vuestra despreciablenaturaleza como cándida e indulgente(los ojos relucientes se volvieron hacianosotros. Más allá de las columnas, loscautivos de las jaulas de esenciasuspiraron y cantaron con voz suave),

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esa joven insensata me ha instado que oslibere de mis servicios. Ha sido muyinsistente. —Khaba apretó los finoslabios en una delgada línea—. Al finalhe accedido a su petición y, puesto quees mi invitada y lo he jurado ante el granRa, se trata de una promesa sagrada. Porconsiguiente, y muy a mi pesar, voy aconcederos vuestra justa recompensa.

Se hizo un silencio mientrasFaquarl y yo asimilábamos elsignificado de lo que acabábamos de oíry repasábamos cualquier matiz quepudieran tener sus palabras. Finalmente,seguimos mirando al hechicero con duday desconfianza. —Éramos perros viejos,ya me entendéis, y sabíamos muy bienque hasta la frase más neutra y

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alentadora podía contener ambigüedadesocultas. Que nos concedieran la libertadno sonaba nada mal, por descontado,pero requería una aclaración. Y encuanto a que recibiríamos nuestra «justarecompensa»... Esa frase casi era unaamenaza descarada en boca de alguiencomo Khaba.

Khaba se aclaró la garganta con uncarraspeo áspero.

—¿A qué vienen tantos titubeos,esclavos? El genio Faquarl será elprimero en abandonar mi servicio. Unpaso adelante, por favor.

El hechicero abrió el brazo en unamplio gesto para indicarle el círculo.Los diablillos volvieron a repasarlo yno encontraron ninguna trampa visible

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en ninguno de los planos.—Parece que va en serio —musité.Faquarl se encogió de hombros.—Pronto lo averiguaremos. En fin,

Bartimeo, en cualquier caso, esto es unadespedida. ¡Que pasen mil años antes deque volvamos a vernos!

—Que sean dos mil —contesté—.Sin embargo, antes de que te vayas, megustaría que admitieras una cosa. Yotenía razón, ¿verdad?

—¿Sobre la chica? —Faquarllanzó un resoplido—. Bueno... Puedeque tuvieras razón, pero eso no va ahacer que cambie de opinión. Loshumanos son para comérselos y tú eresun blando.

Sonreía de oreja a oreja.

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—Lo que a ti te pasa es que estásceloso de que haya sido mi portentosainteligencia la que nos ha liberado. Consolo mirarla, enseguida vi que Cyrine...

—¿Cyrine? ¿Ya os tratáis de tú? —Faquarl sacudió la desproporcionadacabeza—. ¡Bartimeo, un día de estos vasa acabar conmigo, te lo digo en serio!Hubo un tiempo en que sembrabas elterror y la destrucción entre reyes yplebeyos por igual. Eras un geniotemible y legendario. Hoy día, solovales para pelar la pava con jovencitas,lo cual creo que es un pecado. Nointentes negarlo. Sabes que es verdad.—Sin más, entró en el pentáculo de unsalto y las llamas negras de las velas seestremecieron—. De acuerdo —dijo

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dirigiéndose al hechicero—, estoypreparado. Adiós, Bartimeo. Piensa enlo que he dicho.

Y allá que fue. Tan pronto como sehubo colocado en su sitio, el hechicerose aclaró la garganta y pronunció laorden de partida. Se trataba de unavariante egipcia del sucinto sumeriooriginal y, por tanto, un poco larga yflorida para mi gusto, pero por muchaatención que presté no oí nada fuera delo normal. Tampoco se le pudo pedirmás a la respuesta de Faquarl. Al tiempoque se pronunciaba la última palabra ylas cadenas se rompían, el diablillo delcírculo lanzó un grito de alegría ydesapareció dando un gran salto en elaire. —Tan solo un instante, mientras su

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esencia se sacudía de encima laslimitaciones de la Tierra y se entregabaa las posibilidades infinitas del OtroLado, siete Faquarls aparecieron en losplanos, cada uno de ellos en un lugarligeramente distinto. Una visiónasombrosa, aunque no me entretuvedemasiado en ella. Con un solo Faquarlhay de sobra—. Una ligerareverberación, unos gemidos débiles enlas jaulas de esencia y silencio.

Faquarl se había ido. Faquarl eralibre.

Era todo cuanto necesitaba. Eldiablillo saltó al interior del círculo deun vigoroso brinco. Me sacudí el polvo,haciendo una breve pausa para dedicarleun gesto ofensivo a Gezeri, quien me

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observaba con expresión ceñuda,escondido entre las alejadas sombras;me recoloqué el penacho de maneradesenfadada y me volví hacia elhechicero.

—Muy bien, estoy listo —anuncié.Khaba estaba consultando varios

papiros dispuestos sobre el atril.Parecía un poco distraído.

—Ah, sí, Bartimeo... Un momento.Adopté una postura incluso más

despreocupada: las piernas torcidasbien abiertas, los brazos terminados engarras puestos enjarras, la cabezaechada hacia atrás y la barbilla bienlevantada. Esperé.

—Cuando quieras —insistí.El hechicero no levantó la vista.

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—Sí, sí...Volví a cambiar de postura y me

crucé de brazos con aire resuelto.Sopesé si espaciar las piernas un pocomás, pero al final decidí que mejor queno.

—Sigo aquí —le recordé.Khaba levantó la cabeza con

brusquedad. Los ojillos le brillabancomo los de una araña gigantesca en lapenumbra azul verdosa.

—La fórmula es correcta —dijocon maligna satisfacción—. Elprocedimiento debería funcionar.

Carraspeé con educación.—Me alegro mucho —dije—. Si

me haces partir ahora mismo, podríasvolver a trabajar en... lo que sea que

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estés haciendo...Mi voz empezó a apagarse en ese

momento. No me gustaba nada el brillode aquellos ojos enormes y deslucidos.

Además, ya volvía a esbozaraquella amplia sonrisa de labios finos yse inclinaba hacia delante, aferrándoseal atril con las uñas, como si quisieraatravesar el marfil con ellas.

—Bartimeo de Uruk, supongo queno imaginarás que después de losincesantes dolores de cabeza que me hasprovocado —dijo en un susurro—,después de ganarme el desprecio del reySalomón hasta el punto de desterrarmeal desierto, después de atacar al pobreGezeri en la cantera, después de laletanía interminable de desobediencias e

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insolencias, supongo que no imaginarásque, después de todo eso, estoydispuesto a deshacerme de ti así, sinmás.

Dicho así, supongo que habría sidoun poco sorprendente.

—Pero los asaltantes decaravanas... —protesté—. Gracias amí...

—Si no fuera por ti —meinterrumpió el hechicero—, ni siquierahabría tenido que preocuparme de ellos.

Había que reconocer que enaquello tenía razón.

—De acuerdo —admití—, pero, yla sacerdotisa, ¿qué? Acabas de decirque...

—Ah, sí, la encantadora Cyrine —

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Khaba sonrió—, quien creeingenuamente que una simple chiquillade un lugar remoto y por civilizar puedeentrar en el palacio tan campante parahablar con Salomón. Esta noche meacompañará a un banquete y quedaráfascinada por las maravillas del palacio;mañana, tal vez, si Salomón estáocupado y no le sobra tiempo, puede quela convenza para ir a pasear conmigo.Tal vez venga aquí. Tal vez olvide sumisión diplomática. ¿Quién sabe? Y, sí,esclavo, le prometí que te liberaría demi servicio y así lo haré. No obstante,en recompensa por todos loscontratiempos que me has causado, a tuvez me harás un último favor.

Rebuscó con la mano entre sus

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ropas y extrajo algo blanco y brillante,que sostuvo en alto para que yo pudieraverlo bien. Era un frasco. Un frascopequeño y redondeado, puede que deltamaño del puño de un niño. Era de uncristal grueso y transparente —brillante,reluciente, facetado— y estaba adornadocon flores de cristal.

—¿Te gusta? —preguntó elhechicero—. Cristal de roca egipcio. Loencontré en una tumba.

Lo examiné detenidamente.—Las flores son un poco horteras.—Hum... El estilo de la tercera

dinastía dejaba bastante que desear —convino Khaba—. Aunque, no tepreocupes, Bartimeo, no vas a tener quemirarlas porque vas a estar dentro. Este

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frasco —dijo, inclinándolo de modo quelas facetas desprendieron destellos—será tu hogar.

Se me encogió la esencia. Ladiminuta y oscura abertura circular de laboca del frasco era como una fosaabierta. Me aclaré la garganta conesfuerzo.

—Es un poco pequeña...—El conjuro de reclusión

indefinida es un procedimiento que hadespertado en mí un gran interés —dijoKhaba—. Como sin duda sabrás,Bartimeo, a todos los efectos se trata deuna orden de partida, aunque obliga aldemonio a quedar confinado en unaprisión física en vez de permitirle elregresó a su dimensión. Esas jaulas de

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allí —señaló a sus espaldas aquellasmonstruosidades que emitían un débilresplandor, apiladas más allá de lascolumnas— están llenas de siervosanteriores a los que he despedido delmismo modo. Haría lo mismo contigo,pero este frasco será más útil. Cuandoestés confinado en su interior,obsequiaré al rey Salomón con unpequeño regalo en señal de mi lealtad,una pequeña contribución a su colecciónde rarezas. Creo que la llamaré «Elpoderoso cautivo», o una bobada por elestilo. Seguro que satisfará sus gustosprimitivos. Tal vez vuelva la miradahacia tu rostro distorsionado tras elcristal cuando lo aburran susmalabaristas, o quizá se limite a

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almacenarte con el resto de suscachivaches y nunca más vuelva aacordarse de ti. —El hechicero seencogió de hombros—. Aun así, creoque podrían pasar cien años o más antesde que alguien rompa el sello y te libere.En cualquier caso, tiempo de sobra paraarrepentirte de tu escandalosa insolenciamientras tu esencia se ulcera poco apoco.

La ira me cegó y di un paso alfrente sin salir del círculo.

»Adelante, adelante —me animóKhaba—. Según los términos de tuinvocación, se te prohíbe hacerme daño.Además, aunque pudieras, no seríademasiado inteligente, geniecillo. Noestoy indefenso, como tal vez ya debes

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de saber.Chascó los dedos. El susurro de las

jaulas de esencia cesó en el acto.La sombra de Khaba se alzó del

suelo, a sus espaldas, y empezó aalargarse por encima del hechicero,cada vez más alta, como si desplegaranun rollo, un jirón oscuro, fino como elpapel, sin rasgos distintivos de ningúntipo. El hechicero parecía un títere bajosu sombra, la cual siguió prolongándosehasta que la cabeza negra y plana rozólos sillares de piedra del techo. Actoseguido, abrió los brazos negros yplanos hasta abarcar el contorno delsótano y se abalanzó sobre mí paraestrecharme entre ellos.

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Capítulo 20 —¿Se te ha comido la lengua el

gato, Bartimeo? —dijo Khaba—. Esmuy poco propio de ti.

Era cierto. No había abierto laboca. Estaba demasiado ocupadomirando a mi alrededor, evaluandofríamente la delicada situación en la queme encontraba. Desde luego, el ladomalo del asunto estaba bastante claro:estaba atrapado en las entrañas de lafortaleza de un hechicero perverso yarrinconado en mi círculo por los dedosinquietos de su gigantesca sombraesclava. En cuestión de minutosacabaría confinado en un frasco de gusto

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discutible y convertido en una barataatracción de feria, seguramente paratoda la eternidad. Eso en cuanto al ladomalo del asunto. En cuando al bueno...

En fin, en esos momentos no le veíaninguno.

Sin embargo, una cosa era segura:si tenía que enfrentarme a un destinoespantoso, no iba a hacerlo con elaspecto de un diablillo retacón ybarrigudo. Me erguí y me transformé.Crecí, me convertí en un joven gallardocon alas relucientes en la espalda. Eraigualito al lancero de Gilgamesh por elque me había decantado en Sumeriamuchos siglos atrás, hasta en la red devenas azuladas que recorrían misesbeltas muñecas.

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Desde luego consiguió que mesintiera mejor. Aunque poco más.

—Hum... Precioso —comentóKhaba—. Así será mucho más divertidover cómo te comprimes a gran velocidadpara pasar por este agujerito. Pordesgracia, no estaré aquí para verlo.Ammet...

Sin volver la vista hacia ladescomunal columna negra que secimbreaba a su espalda, Khaba levantóel frasco de cristal. Al instante, un brazoetéreo, cuyos dedos habían estadorevoloteando muy cerca de mi cuello, seencogió, se arqueó como un junco yluego, con una gran presteza, tomó elfrasco de la mano del hechicero y loalzó hacia el techo.

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—El conjuro de reclusiónindefinida es largo y arduo —dijoKhaba, dándole unos golpecitos a la tirade papiro que tenía desplegada en elatril—, y no tengo tiempo para ponermeahora con ello; sin embargo, Ammet loformulará en mi lugar. —Levantó lavista y, desde las alturas, la sombra deuna cabeza con la misma forma que ladel hechicero se inclinó hastaencontrarse con su amo—. ApreciadoAmmet, la hora del banquete seaproxima con rapidez y, puesto quearriba en el palacio me espera unajovencita encantadora, no puedodemorarme más. Remata tú el asunto, talcomo lo hemos hablado antes. Heescogido las palabras exactas; verás que

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son las más apropiadas para un genio desu nivel. Cuando hayas acabado yBartimeo esté encerrado, sella el frascocon plomo fundido y graba las runas decostumbre. Una vez que se hayaenfriado, tráemelo. Gezeri y yoestaremos en el Salón de losHechiceros.

Dicho lo cual, Khaba salió delcírculo y encaminó sus pasos hacia lascolumnas sin mediar más palabra nivolver la vista atrás. El trasgo, despuésde dirigirme un saludo despreocupado,lo siguió. La sombra no se movió. Porunos instantes, los extremos de laslargas y afiladas piernas permanecieronunidos a los talones del hechicero yfueron estrechándose cada vez más a lo

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largo del suelo. Al final, como si lohicieran a regañadientes, se despegaronde su amo con un débil desgarrón. Elhechicero siguió caminando. Dosestrechos regueros negros como la nocheretrocedieron sobre las losas y sefundieron con las piernas hasta quedarreabsorbidos.

Una profunda reverberación resonópor toda la cámara; la puerta de granitose había cerrado. Khaba se había ido.En el otro extremo de la estancia, susombra permaneció en silencio,observándome.

Y entonces —la sombra no se habíamovido y nada había cambiado enninguno de los planos— una fuerzadescomunal me embistió como una

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ráfaga de viento huracanado. Me lanzóhacia atrás y atravesé el círculo. Trasaterrizar sobre las alas, continué dandotumbos a causa de la potencia de laarremetida, la cual ni se moderó nidisminuyó.

Me incorporé con ciertasdificultades e intenté despejarmemientras me palpaba la esencia concautela. Todo seguía en su sitio, lo quesignificaba que el temible impacto notenía su origen en un ataque. Laexplicación era mucho más preocupante:sencillamente habían retirado elmecanismo de ocultación que hubieraempleado la sombra, fuera este cualfuese, mientras estaba unida alhechicero. Los planos se estremecían a

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mi alrededor ante su proximidad. Sufuerza batía contra mí en oleadas decalor gélido.

Aquello no hizo más que confirmarlo que ya sabía: que el ente al que meenfrentaba poseía un poder temible.

Muy poco a poco, me puse en pie.La sombra no había dejado deobservarme con atención.

A pesar de haberse deshecho delvelo tras el que se ocultaba su verdaderaforma, mantuvo la misma apariencia.Siguió conservando la silueta de Khabahasta el último detalle, aunque bastantemás grande que el original. La sombrase cruzó de brazos y descansó unapierna sobre la otra con todatranquilidad mientras la miraba. Allí

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donde se flexionaban, sus extremidadesdesaparecían por completo, puesto queno poseía grosor. Incluso la oscuridadque la conformaba era diáfana ytransparente, como si estuviera trenzadacon bandas negras. Casi se confundíacon la penumbra natural de la cámara enlos planos inferiores; en los superiores,sin embargo, iba concentrando densidadde manera gradual hasta que en elséptimo su contorno se perfilaba ydefinía con total claridad.

Tenía la cabeza —un punto desuperficie homogénea y opacidadgranulada— inclinada hacia un lado. Apesar de no poseer rasgos distintivos, lapostura sugería que me miraba conatención. El cuerpo se balanceaba

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ligeramente, como la serpiente de unencantador asomando por el borde delcesto. Ahora que se habían separado delhechicero, las piernas se estrechabanhasta acabar en punta. No tenía pies.

—¿Qué eres? —pregunté.Tampoco se le veían orejas, pero

me oyó; ni boca, y aun así habló.—Ammet. —Tenía una voz tan

suave como el polvo de las tumbasarrastrado por el viento—. Soy unmarid.

Bueno, ya sabía lo que era. ¡Unmarid! En fin, podría haber sido peor.—En realidad, no. Cierto, existen seresmás poderosos que los marids que devez en cuando se pasean por la Tierrapara sembrar el caos y el terror, pero

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siempre invocados por conciliábulos dehechiceros desmesuradamenteambiciosos y completamente majaras.Los individuos solitarios como Khaba(por ambicioso y majara que estuviera,algo que no pongo en duda) no podíantener esclavos de esa talla a su servicio;un marid, no obstante, era manejable,más o menos. El hecho de que, ademásde Ammet, Khaba controlara a ochogenios y varios apaños como Gezeriilustraba lo poderoso que era. Sin elanillo, el trono de Salomón habríacorrido verdadero peligro.

El lancero tragó saliva y, por unode esos caprichos de la acústica, resonópor todo el sótano, aumentando envolumen cada vez que rebotaba contra

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una de las paredes. La sombra esperó.Un silencio prudente y expectantereinaba entre las jaulas de esenciaapiladas más allá de las columnas.

Puede que la sonrisa que esbocécuando volvió a instalarse la calmafuera un pelín forzada; sin embargo,sonreí e hice una profunda reverencia.

—Señor Ammet, el placer es mío—dije—. Os he observado desde ladistancia con gran admiración y mealegro de por fin poder dirigirme a vosen privado. Tenemos mucho de quehablar.

La sombra no respondió; parecíaestar consultando el papiro. Un brazolargo y etéreo se adelantó con sigilo ydejó el frasco de cristal en el centro del

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círculo, muy cerca de mis pies.Me aparté unos centímetros y me

aclaré la garganta.»Como digo, tenemos mucho de

que hablar antes de hacer nada de lo quedespués podamos arrepentirnos. Antesque nada, permitidme dejar clara mipostura: reconozco que sois un espíritupoderoso y me inclino ante vuestropoder. Ni en un millar de vidas podríaemularos. —Adulador, repulsivo... ycierto, por desgracia. Así son las cosascuando eres un genio de grado medio(de cuarto nivel, ya que lo preguntáis).Puedes ser todo lo valiente que quieras;puedes habértelas con otros genios (porno mencionar trasgos y diablillos) conrelativa impunidad, lanzándoles

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conjuros hasta hartarte ychamuscándoles el trasero con avernosen su huida. También puedes enfrentartea efrits en el caso de ser necesario,siempre que utilices el ingenio que tecaracteriza para enredarlos y empujarlospoco a poco a su perdición. Pero¿marids? Ni de broma. Estáncompletamente fuera del alcance. Suesencia y su poder son superiores a lostuyos en todos los sentidos. Tanto da lasdetonaciones, convulsiones o torbellinosque les arrojes, lo absorben todo sinapenas despeinarse mientras se dedicana jugar sucio. Como inflarse hastaalcanzar el tamaño de un gigante ypillarte a ti y a tus otros compañerosgenios por el cuello, como si fuera un

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campesino arrancando zanahorias, antesde devorarte de una sentada, unapráctica de la que he sido testigo. Demodo que comprenderéis que en esosmomentos no albergara el más mínimodeseo de luchar con Ammet, salvo querealmente se tratara del final.

Salta a la vista que se tratabaexactamente del mismo tipo deenjabonadura servil por la que habíacriticado a la joven esa misma tarde,pero no era el momento de ponersetiquismiquis. La idea de acabar atrapadodurante décadas en el frasco de cristalera muy poco atractiva, y le habría dadoa la sombra un masaje aromatizado sihubiera creído que con eso iba a salvarel pellejo.

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Aunque, por fortuna, no iba a sernecesario llegar a esos extremos. Creíahaber entrevisto una posible salida.

—Sin embargo, por poderoso queseáis vos y humilde que sea yo —proseguí—, en cierto aspecto somosiguales, ¿no es así? Ambos somosesclavos de ese vil Khaba, un hombreque hasta los hechiceros consideraríandepravado. ¡Mirad a vuestro alrededor!Contemplad qué atrocidades hacometido con los espíritus que domina.¡Escuchad los suspiros y los gemidosque inundan esta desdichada cámara!¡Esas jaulas de esencia son unaabominación!

La sombra había levantado la vistacon brusquedad en medio de mi

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magnífico discurso. Guardé silenciopara darle la oportunidad de expresar suconformidad respecto a aquel punto,pero se limitó a seguir balanceándose deun lado al otro como una serpiente y nodijo nada.

—Sí, por descontado, debéisobedecer las órdenes de Khaba —continué—. Lo entiendo. Sois unesclavo, igual que yo, pero, antes de queprocedáis a confinarme en ese frasco,pensad una cosa: el destino que meaguarda es sin duda espantoso, pero¿acaso el vuestro es mucho mejor? Sí,yo estaré cautivo, pero vos también,pues cuando regrese el hechicerovolveréis a deslizaros bajo sus pies y osveréis obligado a seguir sus pasos,

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arrastrándoos entre el polvo y la arena.¡Khaba os pisa a diario mientrascamina! Un trato que hasta un diablilloconsideraría degradante, cuanto más unsoberbio marid. Fijaos en Gezeri —proseguí animándome—, ¡un trasgogrotesco y sórdido que se refocila a susanchas en su nube mientras a vos osarrastran por las piedras! Aquí hay algoque no funciona, querido Ammet. Es unasituación aberrante, cualquiera se daríacuenta, y juntos debemos ponerleremedio.

Por difícil que suele resultaranalizar la expresión de algo que notiene facciones, tuve la impresión de quela sombra estaba sumida en suscavilaciones. Con creciente seguridad

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en mí mismo, me desplacé con sigilohasta el borde del círculo de obsidiana,cerca de la sombra y lejos del frasco decristal.

—Así que, hablemos sin tapujosdel dilema que tenemos entre manos —concluí muy serio—. Tal vez, sirepasamos la formulación exacta devuestro cometido, podríamos encontrarel modo de contrarrestar su poder. ¡Consuerte, yo estaré a salvo, vos seréis librey ambos conduciremos a nuestro amo ala perdición!

Me tomé un respiro, y no porqueme hiciera falta tomar aire (no respiro),ni tampoco porque se me hubieranagotado los tópicos insustanciales (delos cuales tengo para dar y tomar), sino

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porque el silencio obstinado de lasombra me tenía frustrado ydesconcertado. Todo lo que había dichoparecía bastante razonable y, aun así, laimponente figura se manteníainescrutable, balanceándose de un ladoal otro.

El atractivo rostro del joven seacercó al de la sombra. Iba a probar un«apasionado y confidencial», con unpoco de «fervor idealista» deacompañamiento.

—Mi camarada Faquarl tiene unamáxima: ¡solo si permanecemos unidos,los espíritus podemos aspirar a vencerla maldad del hombre! —exclamé—.Adelante, demostremos qué hay decierto en ello, buen Ammet. Trabajemos

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juntos y encontremos esa fisura envuestra invocación que nos permitautilizarla. Después, antes de que el díatoque a su fin, ¡acabaremos con nuestroenemigo, le partiremos los huesos y lesorberemos el tuétano! —Estabaparafraseando un viejo grito de guerraque los genios sumerios solíamosentonar mientras empujábamos lasmáquinas de sitio por las llanuras. Esuna pena que las viejas canciones ya noestén de moda. Por descontado, nodefiendo nada tan salvaje y primitivo.Aun así, y a pesar de lo dichoanteriormente, el tuétano humano es muynutritivo. De hecho, revitaliza laesencia. Ante todo, si es fresco,salteadlo ligeramente, sazonadlo con sal

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y perejil y... Aunque debemos regresar ala narración.

Mi apoteósico colofón reverberóentre las columnas y las lámparasdiablillo empezaron a parpadear. Lasombra siguió muda, pero sus fibras seoscurecieron, como si la recorriera unafuerte emoción. Aquello podría ser unabuena señal... aunque hay que reconocerque también podría ser malísima.

Retrocedí un palmo.—Tal vez la parte del tuétano no

sea de vuestro agrado —me apresuré aañadir—, pero estoy seguro de quecompartís el mismo sentir. Adelante,Ammet, amigo y compañero de cadenas,¿qué tenéis que decir al respecto?

Y ahora sí, por fin, la sombra se

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movió. Salió de detrás del atril con suincesante balanceo y se deslizó en midirección, lentamente.

—Sí... —dijo en un susurro—. Sí,soy un esclavo...

El joven atractivo, quien llevabatodo el rato sobre ascuas, y a pesar detratar con todas sus fuerzas que no se lenotara, no fue capaz de reprimir un gritode alivio.

—¡Bien! ¡Eso es! Vamos bien.Ahora podríamos...

—Soy un esclavo que ama a suseñor.

Se hizo un silencio.—Disculpad, habéis puesto una voz

un pelín siniestra y no os he entendido—me excusé—. Imaginad que he creído

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haberos oído decir que...—Amo a mi señor.Me había llegado el momento de

hacer el numerito del mudo. Retrocedícon suma precaución, paso a paso, y lasombra se venció hacia mí.

—Estamos hablando del mismoamo, ¿verdad? —balbucí, desconcertado—. ¿Khaba? ¿Calvo, egipcio, feo? ¿Elde los ojos que parecen dos manchashúmedas en un trapo sucio...? Seguroque no. Ah. Pues sí.

De pronto, había alargado un finobrazo tejido de hebras negras querecordaban la urdimbre de un encaje.Unos dedos afilados me rodearon elcuello y me levantaron del suelo hastaque empecé a asfixiarme. Sin esfuerzo

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aparente, siguieron apretando hasta queel cuello del joven atractivo tuvo el finocontorno de un tallo de loto, se lesalieron los ojos de las órbitas, se lehinchó la cabeza y los pies aumentaronde tamaño.

La sombra levantó el brazo, mealzó en volandas y me acercó a lacabeza Silueteada. A pesar de estar deperfil, la emulación de Khaba eraperfecta: en la forma, en el ángulo, entodo.

—Pequeño genio —susurró lasombra—, permíteme explicarte algosobre mí.

—Por favor, faltaría más —contesté con voz ronca.

—Deberías saber que llevo muchos

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años al servicio de mi apreciado Khaba—dijo Ammet—, desde que él no eramás que un joven pálido y delgaduchoque trabajaba en las cámarassubterráneas de los templos de Karnak.Fui el primer espíritu de granenvergadura que invocó, sin armarrevuelo y en secreto, desafiando lossagrados cánones del sacerdocio20.Estuve a su lado en todo momento,mientras perfeccionaba su oficio,mientras aumentaba su poder; loacompañaba cuando estranguló al gransacerdote Weneg junto al altar y se hizocon la piedra mágica que todavía hoylleva. Grande era ya la influencia de miamo en Egipto cuando llegó a la mayoríade edad, y podría haber sido todavía

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mucho más grande. No hubiera pasadodemasiado tiempo antes de que lospropios faraones hubieran acatado suvoluntad.

—Todo eso es interesantísimo —dije intentando colar las palabras através de mis labios hinchados—, peroes difícil oíros con la mitad de miesencia embutida en la cabeza. Si no osimportara aflojar los dedos un poquito...

—Sin embargo, hace mucho tiempoque el esplendor de Egipto se haapagado —prosiguió la sombracerrando aún más los dedos alrededorde mi cuello, si cabe— y el sol brillaahora sobre Jerusalén, pues es aquídonde mora Salomón y su anillo. Demodo que mi amo vino para ponerse al

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servicio del trono... Y un día, muypronto, para algo más que servir. A lolargo de todos estos años de esperasilenciosa, siempre me he mantenido asu lado.

El aura del marid martilleaba miesencia. La luz me cegaba de modointermitente. La voz cadenciosa parecíaenérgica a ratos, otros apagada y luegovolvía a hacerse atronadora. Y losdedos no dejaban de cerrarse.

»Y, sí, Bartimeo, tal como dices,durante todo ese tiempo he sido suesclavo, pero lo he sido de buen grado,pues las ambiciones de Khaba son lasmías, y sus placeres, mi deleite. Khabano tardó en descubrirlo, pues era yoquien lo ayudaba en sus experimentos en

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sus aposentos privados y jugueteaba conlos cautivos que traía. Compartimos lamisma naturaleza, él y yo... Disculpa,¿has chillado?

Seguramente había sido así. Estabaa punto de perder la conciencia y aduras penas conseguía enterarme de loque decía.

La sombra aflojó la presión, giró lamuñeca con despreocupación y me enviódando vueltas al centro del círculo.Aterricé de bruces sobre el frío ónice yme deslicé por el suelo hasta detenerme.

—Resumiendo, no te molestes enintentar convencerme con tusrazonamientos banales —prosiguió lavoz—. Khaba confía en mí. Yo confío enél. De hecho, puede que te interese saber

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que, cuando me invoca, ya no me imponeataduras crueles, sino que me pide queme ponga en pie y deja que camine trasél, como consejero y amigo, pues, detodos los seres que habitan la Tierra,soy su único compañero. —La vozestaba teñida de orgullo y de unasatisfacción inconmensurable—. Meconcede ciertas libertades —continuó elmarid—, siempre que sean de su gusto.En realidad, hay veces que soy yo quientoma las riendas. ¿Recuerdas nuestroencuentro fugaz en el desierto? Te seguípor voluntad propia, cegado por la ira acausa del perjuicio que le habíascausado a mi amado amo. Si Faquarl nohubiera llegado, te habría devorado alinstante, algo que todavía ahora haría

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con sumo gusto. Sin embargo, elindulgente Khaba ha dispuesto undestino diferente para ti y así será. Portanto, siéntate —ordenó la sombra— ydeja que lleve a cabo el cometido quemi amigo me ha asignado. Inspira afondo el aire de esta estancia, pues serálo último que experimentarás en muchosaños.

Se oyó un crujido de papelesmientras Ammet volvía a repasar lasinstrucciones del rollo de papiro. Meincorporé como pude en medio delcírculo, apoyándome en unos brazostemblorosos, y me puse en pie poco apoco, al principio medio encorvado,mientras mi esencia se recuperaba de lasheridas.

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Enderecé la espalda y alcé lacabeza. El pelo me caía sobre la cara.Tras los mechones enmarañados, misojos desprendían un brillo amarillentoen medio de la penumbra que inundabala estancia.

—¿Sabes?, no suelo exigirmedemasiado —dije con voz ronca— y, aveces, incluso me cuesta estar a la alturade lo poco que me exijo, pero ¿torturar aotros espíritus? ¿Tenerlos cautivos? Esoes nuevo. Ni siquiera había oído hablarde ello hasta ahora. —Levanté una manoy me limpié un hilillo de esencia que megoteaba de la nariz—. Sin embargo, lomás sorprendente de todo esto es queeso no es lo peor —proseguí—. Ese noes tu verdadero crimen. —Me retiré un

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rizo por detrás de una bella oreja y bajélas manos, preparado—. Amas a tu amo.¡Amas a tu amo! ¿Cómo puede unespíritu rebajarse hasta esos extremos?

Dicho lo cual, levanté las manos ydisparé una detonación de máximapotencia que atravesó a la sombra eimpactó en la columna que tenía a suespalda.

Ammet lanzó un grito. Por uninstante, su cuerpo se desintegró encientos de fragmentos y esquirlas que sesuperpusieron y contrapusieron los unosa los otros, como si se tratara de unacapa de cintas sobre otra que carecíande profundidad. A continuación, sereabsorbieron y recuperó la forma,idéntica a la anterior hasta en el último

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detalle.Dos espasmos de color escarlata

salieron disparados de sus dedosencrespados. Uno de ellos describió unaórbita hacia el techo y el otro hacia elsuelo. Ambos cruzaron el círculo a rasde suelo, veloces como un rayo, yagrietaron las lápidas, las cualesescupieron una lluvia de esquirlas quevolaron por todas partes.

Sin embargo, el joven ya no estaba.Había batido las alas y me encontrabalejos de allí, entre las columnas.

—¿Amar a tu amo? —dijevolviendo la cabeza—. Eso esdemencial.

Oí un rugido a mis espaldas.—¡No tienes escapatoria,

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Bartimeo! El sótano está cerrado a cal ycanto.

—Y, ¿quién ha hablado de escapar?Porque, para ser sinceros, sabía

que estaba sentenciado. Y por muchosmotivos. El marid era demasiadopoderoso para hacerle frente ydemasiado rápido para esquivar susataques. Además, aunque por algúnmilagro consiguiera zafarme de él y salirdel sótano, aunque volara hasta parajestan remotos como la cima del monteLíbano, Khaba seguiría siendo mi amo yyo un siervo al que podía hacercomparecer a su antojo como si tirara dela correa de un perro rastrero. Tal era elpoder que tenía sobre mí que mireclusión, si se le antojaba, era

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ineludible. De eso no había quepreocuparse.

Aun así, había una cosilla de la quequería ocuparme antes de que ocurrieralo inevitable.

—Ama a su amo...Apunté hacia abajo, entre las

columnas, y di rienda suelta a mi rabia.Mis manos lanzaban ráfagas dellamaradas con la velocidad vertiginosade las flechas en una ofensiva asiria, ycaldeaban el aire al alcanzar susobjetivos. Mesas hechas añicos,lancetas y pinzas fundidas y ampolladas,pozos de momificación saltando por losaires envueltos en llamas y lluvias dearena.

—Ama a su amo... —mascullé

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entre dientes, destrozando una vitrinallena de huesos y convirtiendo en polvofundido una colección de tablillas coninscripciones cuneiformes de valorincalculable. Por lo general, no soy muydado a quemar libros, siendo este uno delos pasatiempos preferidos de lospeores gobernantes de la historia. Noobstante, las fuentes del conocimiento delos hechiceros (tablillas, rollos y, mástarde, pliegos de pergamino y papel) sonun caso especial, pues contienen miles ymiles de nombres de espíritusdestinados a su invocación, adisposición de las generaciones futuras.En teoría, si no existieran, tampocoexistiría nuestra esclavitud. Algo que,por descontado, no es más que un sueño

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imposible, pero destruir la biblioteca dereferencia de Khaba me hizo sentir bien.Todo ayuda—. Por favor, ¿cómo puedeun espíritu, tanto da cuál, caer tan bajo?

—Bartimeo, ¡cómo osas hacer algoasí! Te infligiré tal dolor que... —Elsusurro indignado resonó entre ellaberinto de columnas.

En algún lugar destelló una luzroja. Un espasmo siseante rebotó en eltecho, serpenteó entre los pilares y mealcanzó en el pecho de refilón. Me tiróal suelo, bajo una lluvia de esenciachispeante. El misil continuó su camino,impactó contra la pared y prendió fuegoa un expositor de momias.

—Qué lástima —comentélevantándome con dificultad—. Eso

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parecía una colección casi completa.Ahí tenía una de cada dinastía.

La sombra volvió a las andadas ydecidió enmudecer. Me acerquérenqueando a una columna tras la que meoculté, replegué las alas junto al cuerpoy esperé.

Silencio. No hubo más ataques. Eraobvio que Ammet había decididominimizar los daños todo lo posible.

Seguí esperando. De vez en cuandoasomaba la cabeza por la columna. Laluz de la cámara era muy tenue. Algunaslámparas diablillo azul verdosas deltecho parpadeaban; varias habíanquedado destruidas durante elintercambio de fuego cruzado. El humoemanaba de las grietas del suelo.

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Escombros incandescentes —fragmentosgrandes, pequeños, cortinas de pequeñaschispas de color rojo vivo que seahogaban, se despabilaban y seextinguían— caían en cascada de losboquetes de las paredes.

Y continué esperando.Entonces, tras el humo, vi la fina y

oscura figura que avanzaba con sigiloentre las columnas, como un tiburón enlos bajíos, moviendo la roma cabezarápidamente en zigzag.

En cuanto se hubiera acercado unpoco más, todo habría terminado.

Levanté el meñique. Lancé unapulsación infinitesimal que dibujó unaamplia parábola muy cerca del techo,rebasó el humo, descendió en el otro

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extremo de la sala y emitió un pequeñotintineo al estrellarse contra un banco depiedra.

La sombra ladeó la cabeza. Velozcomo el rayo, se dirigió hacia el lugardonde se había producido el ruido. Casicon la misma rapidez, me lancé comouna flecha en la dirección opuesta, sindespegarme de la pared.

Allí enfrente estaban las jaulas deesencia, decenas y decenas de ellas. Elpálido resplandor blanco verdoso de losbarrotes de energía refulgía en lapenumbra como los hongos sobre lacorteza podrida. Si hubiera tenidotiempo, los habría arrancado de uno enuno para infligir el menor daño posiblea la pobre y débil criatura del interior,

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pero no había tiempo y no tendría otraoportunidad, de modo que disparé dosconvulsiones, llamaradas blancas yamarillas que fueron expandiéndosehasta convertirse en remolinos deenergía. Las convulsiones arrancaron lasjaulas del suelo y las alzaron hasta eltecho en medio de un ciclón que rompiólos barrotes de energía y partió los dehierro por la mitad.

Cuando detuve los impulsosmágicos, las jaulas cayeron al suelo.Algunas completamente hechas añicos;otras, resquebrajadas como cáscaras. Seamontonaban unas sobre otras en unapila oscura y humeante, pero nada semovía entre ellas.

A mis espaldas, una presencia se

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cernió sobre mí. Unos jirones de dedosse cerraron sobre mi cuello.

—Ay, Bartimeo —susurró lasombra—, ¿qué has hecho?

—Ya es demasiado tarde —dijecasi sin aliento—, demasiado tarde.

Y era cierto. Un resplandor trémuloempezó a atisbarse entre las jaulas,acompañado de un ligeroestremecimiento. Una débil luz blanca secolaba por las grietas, más tenue que losbarrotes de energía, pero agradable ypura. Y en el interior de cada luzcomenzó a entreverse movimiento, deprisioneros que se sacudían de encimasus figuras retorcidas y torturadas, quese desprendían de las crueldadesterrenales. Se deslizaron fueran de todas

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y cada una de las jaulas, pequeñasvolutas y estelas de esenciadeslumbrante que se alzaban en unremolino cada vez más extenso hastaextinguirse con una breve deflagración.

Tras la desaparición de la últimade ellas y el desvanecimiento de su luzesperanzadora, la oscuridad descendiósobre las jaulas, la sombra y sobre mí.

Esperé en medio de las tinieblas,sonriente.

No por mucho tiempo, he deadmitirlo. La sombra se abalanzó sobremí con un alarido, y la embestida, elvapuleo y la espiral de dolor atroz eincesante fueron tales que mis sentidosno tardaron en embotarse y mi mente seretrajo ligeramente de este mundo. Tal

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fue así que apenas oí la enunciación delconjuro; apenas sentí la compresiónforzosa de lo poco que quedaba de miesencia; apenas percibí las paredes demi prisión de cristal cerrándose sobremí; incluso apenas fui consciente,cuando el plomo caliente selló laabertura y unos conjuros crueles fajaronel frasco, de que el funesto destino queKhaba había escogido para mí se habíacumplido y que en ese momento dabacomienzo mi muerte en vida.

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Capítulo 21 Asmira esperó junto a la puerta de

paneles, atenta a las cada vez másapagadas y suaves pisadas del sirviente.Cuando todo estuvo en silencio, intentóabrirla y comprobó que no habíanechado la llave, así que la entreabrió unresquicio a través del que atisbó elpasillo. Las lámparas de aceiteparpadeaban en sus hornacinas, losalegres tapices colgaban de las paredesy las baldosas de mármol pulido delsuelo brillaban relucientes. No habíanadie. O, al menos, nadie que ellapudiera ver.

Volvió a cerrar la puerta y, con la

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espalda apoyada contra esta, contemplóla habitación de invitados que le habíasido asignada. Era, haciendo un cálculoaproximado, cinco o seis veces másgrande que su diminuta celda del recintode la guardia en Marib. El suelo, igualque el del pasillo, estaba formado porun intrincado dibujo de baldosas demármol. Junto a una de las paredeshabía un lecho cubierto de sedas de unaexuberancia y lujo que rivalizaba con elde los aposentos de la reina Balkis. Laslámparas emitían su suave resplandorrepartidas sobre los muebles; tras unascortinas, una palangana de agua humeabaligeramente. Sobre un pedestal junto a laventana se alzaba una estatua hecha dehojas de bronce batido que representaba

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a un joven tocando la lira. A juzgar porsu extravagancia y evidente fragilidad,sabía que debía de ser muy antigua.

Asmira dejó la bolsa sobre ellecho, se acercó a la ventana, apartó lascortinas y se encaramó al alféizar. Erauna noche estrellada, y la luz fría y purabañaba la escarpada pendiente quecomenzaba al pie de los muros delpalacio y que desembocaba en unterreno rocoso lleno de peñascos, en lavertiente oriental de la colina deJerusalén. Estiró el cuello cuanto pudoen busca de otros alféizares o ventanascercanos a los que pudiera encaramarseen un momento de apuro, pero no vionada.

Asmira volvió a meter la cabeza,

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repentinamente consciente de lo débilque se sentía. No había comido nadadesde esa mañana; sin embargo, a lasensación de mareo se le unía la de unaeuforia templada: había llegado aJerusalén antes de lo previsto y todavíaquedaban dos días antes de que a Sabase le acabara el tiempo. Además, estabaen el interior del palacio de Salomón, enalgún lugar cerca del despiadado rey.

Con suerte, puede quecompareciera ante él en cuestión dehoras y, en ese caso, debía prepararse.Se sacudió el cansancio de encima, bajódel alféizar de un salto, se acercó allecho y abrió la bolsa. Apartó las velasy las ropas embutidas en el fondo yextrajo los dos últimos puñales, los

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cuales colocó junto al que llevabaescondido en el cinto. Se llevaba trespor prudencia, aunque seguramentetantos fueran innecesarios. Le bastabacon uno solo para concluir su misión.

Dejó caer sus ropas hacia delantepara ocultar las armas a la vista, seretiró el pelo hacia atrás con la mano yfue a lavarse la cara. Había llegado elmomento de volver a adoptar el aspectoadecuado para su papel: el de una dulcee inocente sacerdotisa de Himyar queacudía a la corte para solicitar el auxiliodel sabio rey Salomón.

Como se pareciera al repugnanteKhaba, se tragaría el anzuelo porcompleto.

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• • • • •

Tras el descenso final hacia elpalacio, la alfombra del hechicero sehabía detenido ante dos enormesportalones cerrados. Medían seis metrosde alto y estaban hechos de vidriovolcánico negro, liso, uniforme ybrillante. Seis gigantescas bisagras decobre la anclaban a los muros. Dosaldabas, también de cobre, con forma deserpientes enroscadas que se mordían lacola, pendían ligeramente fuera delalcance de cualquier humano y cada unade ellas era más larga que el brazo deAsmira. Una galería almenada corríapor encima del pórtico, decorado eónrelieves de ladrillo vidriado de color

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azul que representaban leones, grullas,elefantes y genios aterradores.

—Siento tener que haceros pasarpor esta sencilla entrada lateral —sedisculpó Khaba, el hechicero—. Laspuertas principales se reservan para elrey Salomón y alguna que otra visita deestado de sus reyes clientes. Sinembargo, me aseguraré de que se osatienda con la debida cortesía.

Tras decir aquello, había dado unapalmada, un chasquido seco y breve. Laspuertas se abrieron hacia el interior deinmediato, veloces y silenciosas,pivotando sobre las bisagrasengrasadas. Al otro lado, en lapenumbra que inundaba una soberbiasala de recepción, dos cuadrillas

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idénticas de esforzados diablillostiraban de unas sogas que formabanparte de un mecanismo de poleas. Entreellos, hileras de portadores de teas seextendían a ambos lados, sujetando, conla ayuda de cadenas, largas antorchas demadera cuyo extremo inferior seapoyaba en unas capuchas añadidas alcinturón. Un fuego vivo danzaba en elotro extremo de las teas. Les dieron labienvenida con una inclinación decabeza y se hicieron a un lado. Laalfombra acomodó el paso y descendiósuavemente hasta el suelo de mármol.

Para contrariedad de Asmira, no lacondujeron de inmediato ante lapresencia de Salomón. Unos sirvientesque hablaban en susurros se apresuraron

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a abandonar las sombras y loscondujeron a una estancia de altascolumnas y cojines esparcidos por todaspartes, donde unos niños sonrientes deojos vivarachos —de quienes Asmirasospechaba que no eran tan humanoscomo aparentaban— les sirvieron unvaso de vino helado.

La siguiente media hora acabóresultando casi tan desagradable paraAsmira como la emboscada en eldesfiladero: una charla larga e íntimacon el hechicero, quien, animado por losvapores del vino, se delataba cada vezmás atento. Los grandes ojos vidriososno se apartaban de ella, la mano de pielcetrina avanzaba poco a poco sobre loscojines; Asmira apenas conseguía

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reprimir las ganas de apartarse con unestremecimiento. Khaba siguiómostrándose condescendientementeeducado, pero desvió las peticiones dela joven, quien deseaba una audienciainmediata con el rey, y contestó conevasivas en cuanto al momento en queesta tendría lugar. Asmira rechinaba losdientes, pero conservó la serenidad entodo momento, impidiendo que su rostrodelatara su disgusto, y entretuvo alhechicero con interminables expresionesde gratitud mientras lo halagaba conpalabras lisonjeras.

—¡El rey Salomón debe de serrealmente poderoso para tener a alguiencomo vos a su servicio! —le susurró entono confidencial. Asmira inclinó la

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cabeza hacia atrás y fingió que bebía desu copa.

Khaba rezongó y por un instante suentusiasmo decayó.

—Sí, sí, es muy poderoso.—¡Ay, cuánto ansío poder hablar

con él!—Debéis ser prudente, sacerdotisa

—le advirtió Khaba—. No siempre esamable, ni aunque se trate de doncellastan hermosas como vos. Cuentan que unavez... —empezó a decir antes de mirar asu alrededor de manera instintiva paraechar un vistazo a la sala de columnas—. Cuentan que una vez, una de susesposas, una joven y guapa fenicia, sededicó a servirle vino constantementemientras estaban tumbados en su lecho.

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Cuando él por fin se durmió, la jovenintentó quitarle el anillo. Habíaconseguido llegar hasta el segundonudillo cuando el trino de un pájaro alotro lado de la ventana despertó aSalomón. Habla con las aves, como talvez ya debáis saber. Desde entonces, lajoven fenicia ronda los pinares del valledel Cedrón, una lechuza blanca demirada enloquecida cuyo grito anunciala muerte de un miembro de la casa real.—Khaba tomó un sorbo de vino,meditabundo—. Como veis, Salomónpuede ser despiadado.

Asmira había fingidoconvenientemente una gran curiosidaddurante el relato de la historia, aunqueen su interior no dejaba de pensar en lo

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estúpida que había sido la chica feniciaal intentar arrancarle el anillo cuandohabría bastado con cortarle el dedo deun tajo.

—Supongo que los reyes deben serdespiadados si desean proteger lo quees suyo —comentó—. Sin embargo, vossois amable y gentil, ¿no es así, granKhaba? Y a propósito de ello, ¿quéhabéis decidido acerca de mi anteriorpetición? ¿Daréis libertad a esos dosdemonios que me salvaron la vida?

El hechicero alzó una manohuesuda y puso los ojos en blanco.

—¡Sacerdotisa Cyrine, no tenéispiedad! ¡Es imposible negaros nada! Deacuerdo, sí, no es necesario que digáisnada más. ¡Prescindiré de los servicios

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de esos siervos esta misma noche!Asmira pestañeó exageradamente,

fingiendo admiración.—¿Lo prometéis, oh, Khaba?—Sí, sí, lo prometo por el

todopoderoso Ra y todos los dioses deOmbos, siempre y cuando —añadió,inclinándose hacia ella un poco más ymirándola fijamente con sus ojosbrillantes—, a cambio, pueda volver ahablar con vos durante la cena enpalacio de esta noche. Habrá presentesotros dignatarios, por descontado, ytambién los demás hechiceros del...

—¿Y el rey Salomón?Por fin, el entusiasmo de Asmira

era sincero.—Tal vez, tal vez... No sería de

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extrañar. Ahora, veamos, allí os aguardaun sirviente. Se os ha preparado unahabitación de invitados. Aunque,primero... ¿otra copa de vino? ¿No? —Asmira ya se había levantado—. Ah,estáis cansada. Por supuesto, loentiendo. Pero volveremos a vernos enla cena —insistió Khaba, haciendo unareverencia— y, confío, en que nosconozcamos mucho mejor...

• • • • •

Alguien llamó a la puerta de lacámara. Asmira se puso en guardia deinmediato. Se dirigió hacia la puertamientras se alisaba las ropas ycomprobaba que las empuñaduras de los

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cuchillos quedaran bien ocultas bajoellas, y abrió.

En el pasillo, iluminado por una luztenue, esperaba un hombre envuelto enun halo estrellado de luz cuyaprocedencia era imposible dedeterminar, que vestía la típica túnicablanca sin adornos de los altosdignatarios. Era menudo y delgado, ymuy moreno de piel. Asmira supuso queprocedería de Kush, o de alguna de lastierras del Nilo. Llevaba en el hombroun ratón blanco de ojillos brillantes, tanverdes como esmeraldas. El roedorladeó la cabeza para mirarla.

—Sacerdotisa Cyrine, me llamoHiram y soy el visir de Salomón —sepresentó el hombre—. Os doy la

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bienvenida a esta casa. Si tenéis labondad de acompañarme, os ofreceré unrefrigerio.

—Gracias, será un verdaderoplacer. Sin embargo, necesitoentrevistarme con el rey Salomón deinmediato. Me pregunto si...

El hombre menudo sonrió demanera sombría y alzó la mano.

—Todo se andará a su debidotiempo. Por el momento, está a punto dedar comienzo un banquete en el Salón delos Hechiceros, al cual estáis invitada.Por favor... —dijo con un gesto queapuntaba hacia la puerta.

Asmira avanzó hacia el hechiceroy, en ese instante, el ratón blanco lanzóun chillido alarmado, se levantó sobre

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las patas traseras y bisbiseó algo al oídodel hombre sin el menor disimulo.

El visir arrugó la frente y mirófijamente a Asmira con sus ojos depárpados pesados.

—Disculpadme, sacerdotisa —dijopronunciando las palabras sin prisas—.Mi esclavo, el gran Tybalt, a quientenéis ante vos, dice que desprendéis unfuerte efluvio que apesta a plata. —Elratón del hombro se frotó vigorosamentelos bigotes con una pata—. Tybalt diceque le entran ganas de estornudar.

Asmira sentía la presión de lospuñales de plata contra el muslo. Sonrió.

—Tal vez se refiera a esto. —Buscó el colgante de plata que llevababajo la túnica y se lo enseñó—. Es el

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símbolo del gran dios Sol, quien velapor mí a todas horas. Lo llevo colgadoal cuello desde que nací.

El visir frunció el ceño.—¿Sería posible que os lo

quitarais? Podría perturbar a espírituscomo Tybalt, los cuales abundan enpalacio. Son muy sensibles a ese tipo decosas.

Asmira sonrió.—Desgraciadamente, si lo hiciera,

comprometería la fortuna que me fueconcedida al nacer y la ira del dios Solrecaería sobre mí. ¿Acaso no comparteJerusalén esa costumbre?

El hechicero se encogió dehombros.

—No soy un entendido, pero creo

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que los israelitas adoran a otra deidad.En fin, todos debemos cultivar nuestrascreencias del mejor modo que podamos.No, Tybalt, ¡ni una palabra más! —Elratón no había dejado de protestar conchillidos estridentes en su oído—. Esuna invitada y debemos ser indulgentescon sus rarezas. Sacerdotisa Cyrine, porfavor, seguidme...

El hombre salió de la habitación yechó a andar sobre las frías y oscuraslosas de mármol, envuelto en unreluciente halo estrellado de luz. Asmiralo siguió sin alejarse demasiado de él.Desde el hombro del hechicero dondeestaba encaramado, el ratón de ojosverdes continuó examinándolaminuciosamente de arriba abajo.

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Avanzaron a través del palacio conel hechicero al frente, arrastrando unligera cojera bajo la larga túnica blanca,y Asmira detrás, pisándole los talones.Atravesaron pasillos iluminados porteas, descendieron escaleras de mármol,pasaron junto a ventanas que dabanajardines de árboles sombríos, cruzarongalerías imponentes y completamentedesiertas salvo por los pedestales sobrelos que descansaban fragmentos deestatuas antiguas. Asmira aprovechópara echar un vistazo a las obrasexpuestas mientras pasaba por el lado.Reconoció algunas piezas egipcias yotras cuyo estilo delataba que procedíandel norte de Arabia, pero había otrasque le resultaron desconocidas.

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Esculturas de guerreros, mujeres,espíritus con cabeza de animales,batallas, procesiones, gente trabajandoen los campos...

El visir reparó en su interés.—Salomón las colecciona —dijo

—. Es su gran pasión. Estudia lasreliquias de civilizaciones antiguas.¿Veis allí, aquella cabeza monumental?Es el faraón Tutmosis III, estaba junto auna estatua colosal que erigió enCanaán, cerca de aquí. Salomónencontró los fragmentos enterrados en elsuelo e hizo que los trajéramos aJerusalén. —Los ojos del hechicerolanzaron un destello en su luz misteriosa—. ¿Qué opináis del palacio,sacerdotisa? Impresionante, ¿no lo

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creéis así?—Es muy grande. Mayor que la

morada de la reina en Himyar, aunque notan bello.

El visir se echó a reír.—¿Fue el palacio de vuestra reina

construido en una sola noche, comoocurrió con este? Salomón deseaba quesu residencia superara el esplendor dela vieja Babilonia y ¿qué hizo? ¡Invocóal espíritu del anillo! A una orden deeste, aparecieron nueve mil genios.Todos llevaban cubo y pala y volabanbatiendo sus alas de mariposa paradespertar a las esposas que dormían enel harén, al pie de la colina. Al rayar elalba, el último ladrillo quedó colocadoen su sitio y el agua empezó a manar de

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las fuentes del jardín. Salomón desayunóbajo los naranjos traídos de tierrasorientales. ¡Desde el primer momento hasido una casa de las maravillas, elmundo nunca había visto nada igual!

Asmira pensó en las precariastorres de adobe de Marib, atendidas yreparadas con gran trabajo por supueblo a lo largo de los siglos y en esosmomentos amenazadas por el mismísimoanillo. Rechinó los dientes, pero, aunasí, fingió un tono de cándidaadmiración.

—¡Todo en una sola noche! —seexclamó—. ¿De verdad que esto puedeser obra de un pequeño anillo?

—Así es —contestó el hechicerolanzándole una mirada de reojo bajo los

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pesados párpados.—¿De dónde procede?—¿Quién sabe? Preguntádselo a

Salomón.—¿Lo forjó él, tal vez?El ratón de ojos verdes parloteó

alborozado.—¡No lo creo! —dijo el visir—.

En su juventud, Salomón era unhechicero del montón, todavía había derevelarse como uno de los grandes. Sinembargo, en su interior siempre habíaardido la pasión por los misterios delpasado, por esos primeros tiempos enque se empezó a practicar la magia y losprimeros demonios surgieron delabismo. Salomón coleccionaba objetosde esas antiguas civilizaciones y con ese

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fin realizó incontables viajes a lastierras que se extienden hacia el este.Cuenta la leyenda que un día se extravióy llegó a unas ruinas muy antiguasdonde, oculto a hombres y espíritusdurante quién sabe cuántos años,encontró el anillo por casualidad... —Elvisir esbozó una sonrisa forzada—. Nosé si la historia será cierta, pero de algoestoy seguro: desde que halló el anillo,la suerte le ha sonreído más que aningún otro ser humano.

Asmira lanzó un pequeño suspiro,casto y pudoroso.

—¡Cuánto ansío hablar con él!—No lo dudo. Por desgracia, no

sois la única. Otros peticionarios hanllegado a Jerusalén con misiones

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similares a la vuestra. ¡Aquí! Estagalería es un mirador que da a la Sala delos Hechiceros. Podéis echar un vistazo,si os apetece, antes de bajar.

En una de las paredes del pasillohabía una hornacina de piedra. En mediode la hornacina, una abertura, y al otrolado, una sala inmensa y resplandecientede la que se alzaba un murmulloensordecedor.

Asmira se acercó a la hornacina,colocó las manos sobre el frío mármol yse inclinó ligeramente hacia delante.

El corazón le dio un vuelco y sequedó sin aliento.

A sus pies se extendía un salón deproporciones monumentales, iluminadopor esferas flotantes. El techo era de

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lujosa madera oscura, cuyas vigas teníanla longitud de un árbol. Las paredes,adornadas con columnas en las quehabía grabados símbolos mágicos,estaban enlucidas con yeso y decoradascon escenas extraordinarias de animalesy espíritus danzarines. Por todo el salónse distribuían hileras de mesas decaballete a las que se sentaba una vastacompañía de hombres y mujeres quebebían y comían en bandejas de oro.Amplias fuentes cargadas con todo tipode viandas se apilaban ante ellos.Genios de alas blancas, que habíanasumido la apariencia de jóvenes decabellos dorados, revoloteaban sobrelas mesas, portando jarras de vino.Siempre que alguien alzaba una mano y

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daba una orden, uno de los jóvenesdescendía y servía un chorro derefulgente vino tinto en las copaslevantadas.

La diversidad de las personas queocupaban las mesas superaba con crecesla que Asmira había descubierto enEilat. Algunas de aquellas gentes le erancompletamente extrañas: hombres depiel blanca, barba rojiza y toscasprendas de piel o mujeres refinadasataviadas con vestidos de escamas dejade entretejidas. Todos ellos comían ybebían y charlaban mientras en lo alto,en medio de la pared enlucida, entre losalegres brincos de los genios, la imagende un rey los vigilaba. Estaba sentado enun trono. Tenía ojos oscuros y facciones

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bellas y enérgicas. Débiles rayos de luzemanaban de su persona. La imagenmiraba al frente con serena y solemnemajestuosidad, y llevaba un anillo en eldedo.

—Todas esas delegaciones —dijoel visir con sequedad, junto a su hombro— han venido hasta aquí para solicitarel auxilio de Salomón, igual que vos.Todos, como vos, tienen asuntos de sumaimportancia que discutir. De modo quecomprenderéis lo delicado que puederesultar conseguir complacer a todo elmundo. No obstante, procuramos que noles falte ni la comida ni la bebidamientras esperan su turno. A la mayoríasuele satisfacerles el arreglo; algunosincluso olvidan el asunto que los trajo

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hasta aquí. —Se rió entre dientes—.Venid, pues, os uniréis a ellos. Ya hemosdispuesto un sitio para vos.

El hechicero dio media vuelta. Conla mirada encendida y la boca seca,Asmira lo siguió.

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Capítulo 22 La comida al menos era buena, y

durante un tiempo los pensamientos deAsmira se concentraron en la carneasada, las uvas, los pastelitos bañadosen miel y el vino tinto. El bullicio quereinaba en el salón la envolvía y ella sesentía arropada en él, sumergida en suesplendor. Por fin, harta de comida ycon el cerebro medio embotado, sereclinó hacia atrás y miró a sualrededor. El visir tenía razón: en unlugar como aquel sería fácil distraersedel propósito que te hubiera llevadohasta allí. Alzó la vista con los ojosentrecerrados hacia la gran figura

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sentada en el trono que habíarepresentada en la pared. En realidad,tal vez fuera precisamente aquello loque Salomón quería.

—Sois nueva, ¿verdad? —dijo elhombre que se sentaba junto a ella,pinchando con el cuchillo un pequeñotrozo de carne glaseada de entre los quetenía en el plato—. ¡Bienvenida!¡Probad un jerbo! —Hablaba árabe,aunque con una entonación extraña.

—Gracias —contestó Asmira—,estoy llena. ¿Habéis venido aentrevistaros con Salomón?

—Así es. Necesitamos un embalsepor encima de nuestro pueblo. Enprimavera hay suficiente agua, peroacaba agotándose. En verano sufrimos

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sequías. Un toquecito de anillosolucionaría el asunto. Solo senecesitarían unos cuantos efrits, o uno odos marids. —Le dio un mordisco a sutrozo de carne y continuó masticando—.¿Y vos?

—Algo parecido.—Nosotros necesitamos aterrazar

la ladera del valle —comentó la personasentada al otro lado, una mujer de ojosbrillantes, casi febriles—. Es demasiadoempinada, pero sus esclavos podríancavar las terrazas sin esfuerzo. No lecuesta nada, ¿no es así?

—Ya veo —dijo Asmira—.¿Cuánto tiempo lleváis esperando?

—¡Cinco semanas, pero está apunto de tocarme el turno! ¡Seré una de

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las pocas afortunadas en la próximaaudiencia!

—Eso es lo mismo que me dijerona mí hace dos semanas —intervino otrohombre, malhumorado.

—Yo llevo un mes... ¡No, dos! —dijo el hombre que se sentaba al lado deAsmira, sin dejar de masticar—. Sinembargo, ante este despliegue degenerosidad, ¿quién soy yo paraquejarme?

—Algunos se conforman —dijo elhombre rezongón—, pero yo no puedoesperar más. La hambruna está a puntode llegar a las tierras hititas ynecesitamos la ayuda ahora. Nuncaentenderé por qué no puede enviar a susdemonios a ayudarnos sin más en vez de

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tenernos aquí perdiendo el tiempomiserablemente. Supongo que anda muyentretenido por allí arriba.

—Mujeres —dijo el primerhombre.

—Nos recibirá a todos en sumomento debido —dijo la mujer. Losojos le hacían chiribitas—. Me muerode ganas de verlo.

—¿Ni siquiera habéis visto aSalomón? —se escandalizó Asmira—.¿Ni una sola vez en las cinco semanas?

—Oh, no, él nunca baja aquí. Sequeda en sus aposentos, al otro lado deljardín. Pero lo veré en la próximaaudiencia, estoy segura. Me han dichoque te llevan ante él, aunque, claro, elhombre está sentado en un trono, es

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evidente, y este descansa sobre unatarima a la que se accede por unosescalones, así que tampoco es que se levea muy de cerca, pero aun así...

—¿Cuántos escalones? —preguntóAsmira. Podía lanzar un puñal a unadistancia de doce metros con certerapuntería.

—No sabría decíroslo conseguridad. Dentro de poco locomprobaréis con vuestros propios ojos,querida. En uno o dos meses.

Asmira se recostó hacia atrás y seabstrajo de la conversación con unasonrisa en el rostro, que se esforzaba enmantener, y un ataque de pánico, que leatenazaba la boca del estómago. Nodisponía de dos meses. Ni siquiera de

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uno. Solo tenía dos días para llegarhasta el rey. Sí, estaba en el palacio,pero de qué le servía si no le quedabamás remedio que esperar sentada junto aaquellos pobres infelices. Los miró ysacudió la cabeza; todavía seguíancharlando sobre sus esperanzas eintereses. ¡Qué ciegos estaban! ¡Quéobcecados en sus propios y banalesasuntos! Ninguno de ellos era capaz dedistinguir la perfidia de Salomón.

Paseó la mirada encendida por elsalón abarrotado. Era evidente que elrey no recurría únicamente a la fuerzapara conservar el trono, sino que loafianzaba con actos caritativos para que,además, se hablara bien de él. Y no esque lo criticara, pero para ella aquello

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significaba que no podría llegar hastaSalomón a tiempo. Además, eso no eratodo. Aunque consiguiera asistir a lasiguiente audiencia real gracias a unmilagro, por lo visto no le estaríapermitido acercarse al rey de ninguna delas maneras. No podía ser. Tenía queaproximarse al monarca lo suficientepara que ni él ni sus demonios tuvierantiempo de reaccionar. Si no era así, susprobabilidades de éxito eran escasas.

Tenía que encontrar una alternativa.Las voces de los comensales que la

rodeaban se acallaron y sus manosvacilaron indecisas sobre los platos.

Asmira sintió una presencia a susespaldas y se le puso la piel de gallina.

Unos dedos grises le rozaron la

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manga y un aliento a vino revoloteóalrededor de su cuello.

—¿Qué hacéis sentada aquí? —preguntó Khaba, el hechicero.

Vestía una elegante túnica negra ygris y una esclavina a juego. Tenía elrostro sonrojado a causa del vino.Cuando le tendió la mano, Asmira sefijó en lo largas que llevaba las uñas.

La joven esbozó una sonrisa.—El visir, Hiram, dijo que...—El visir es un mentecato y

deberían colgarlo. ¡Llevo media horaesperándoos en la mesa principal!¡Arriba, Cyrine! No, dejad vuestra copa,os servirán otra. Debéis sentaros con loshechiceros, no entre la chusma.

Los comensales que la rodeaban se

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los quedaron mirando.—Alguien tiene amigos muy bien

situados —comentó una mujer.Asmira se levantó, se despidió y

siguió al hechicero entre las hileras demesas, hacia una plataforma elevada.Allí, en una mesa de mármol abarrotadade manjares y atendida por unos cuantosgenios que revoloteaban a su alrededor,se sentaban varios hombres y mujeresataviados con ostentación, quienes lamiraron inexpresivos. Todos emanabanesa seguridad que otorga el poder. Uno odos llevaban animales pequeñosapostados en el hombro. En uno de losextremos se sentaba Hiram. Él, igual queKhaba y la mayoría del resto de loshechiceros, había consumido una nada

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despreciable cantidad de vino.—Estos son los Diecisiete —la

informó Khaba—, o lo que queda deellos, después de la muerte de Ezequiel.Aquí, sentaos a mi lado, y charlaremosun rato para conocernos un poquitomejor.

Hiram abrió los ojos como platospor encima del borde de su copa al ver aAsmira, y su ratón de ojos verdes arrugóel hocico con aversión.

—¿Qué significa esto, Khaba?¿Qué significa?

Una mujer de rasgos afilados ylargas trenzas frunció el ceño.

—¡Ese es el asiento de Reuben!—El pobre Reuben tiene la fiebre

de los pantanos —dijo Khaba—. Dice

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que se queda en su torre y jura que estáen las últimas.

—Si es así, nada se pierde —masculló un hombre menudo de cararedonda—. Es de los que nunca arrimanel hombro. En fin, Khaba, ¿quién es estachica?

—Se llama Cyrine —contestóKhaba, cogiendo su copa de vino ysirviéndole otra a Asmira—. Essacerdotisa de... Vaya, no recuerdoexactamente dónde. Hoy le he salvado lavida en el camino del desierto.

—Ah, sí, ya lo he oído —intervinootro hechicero—. Entonces, ¿ya hasrecuperado el favor de Salomón? No hastardado mucho.

Khaba asintió.

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—¿Acaso lo dudabas, Septimus?Los asaltantes de caravanas han dejadode ser una molestia, tal como se mehabía solicitado. Elevaré una protestaformal al rey cuando conceda supróxima audiencia.

—¿Me llevaréis con vos cuando osentrevistéis con el rey? —preguntóAsmira—. Temo que la espera seeternice.

Varios hechiceros resoplaron.Khaba paseó la mirada entre ellos, conuna sonrisa.

—Ya veis que la joven Cyrine es lapersonificación de la impaciencia.¡Cómo frenarla! Querida sacerdotisa,uno no puede presentarse ante Salomónsin haber sido previamente invitado.

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Haré todo lo que esté en mi mano paraacelerar vuestra audiencia, pero debéistener paciencia. Venid a verme mañana ala torre y lo hablaremos.

Asmira inclinó la cabeza.—Gracias.—¡Khaba! —En el extremo, el

pequeño visir lo miraba con cara depocos amigos. Apuntilló la mesarepetidamente con el dedo, de maneraimperiosa—. Pareces muy seguro de queSalomón volverá a abrirte los brazos —dijo—. Sí, puede que hayas acabado conun par de ladronzuelos, todo eso estámuy bien, pero tu negligencia en elMonte del Templo le afectóprofundamente y con la edad está másirritable que nunca. Yo no presupondría

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tan a la ligera que vas a tenerlo fácil.Asmira miró a Khaba y percibió

que algo se removía en los abismos desus ojos vidriosos, como si de repentehubiera caído un velo, que hizo que se leencogiera el alma. Desapareció alinstante y el hechicero se echó a reír.

—Ay, Hiram, Hiram, ¿acaso ponesen duda mi buen juicio?

De pronto, se hizo un repentinosilencio entre los hechiceros. Hiramsostuvo la mirada de Khaba y escupió unhueso de aceituna en la mesa.

—Así es.—El caso es que conozco al rey lo

mismo que tú —prosiguió Khaba— y yasabes lo que le gustan sus cachivaches,¿verdad? Pues bien, pienso allanar el

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terreno con un pequeño obsequio, unarareza para su colección. Lo tengo aquí.Un objeto muy bello, ¿no lo creéis así?

Dejó algo en la mesa, un pequeñofrasco redondo de cristal transparentedecorado con florecillas. El tapón habíasido sellado con un pegote de plomo.Tras las facetas del cristal, se veíanpálidas luces irisadas y remolinos demateria.

Uno de los hechiceros que tenían allado, lo tomó entre sus manos y loexaminó de cerca antes de pasárselo alsiguiente.

—Por lo que veo, no tiene forma.¿Es eso normal?

—Puede que todavía sigainconsciente. Se resistió a su reclusión.

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La mujer de pelo largo le diovueltas entre las manos.

—¿Es líquido? ¿Es gaseoso? ¡Hayque ver lo repugnantes que son estosengendros! Y pensar que pueden quedarreducidos a esto.

Cuando llegó al visir, el ratón deojos verdes retrocedió asustado yescondió el rostro entre las patas.

—Una baratija ciertamente bella —admitió Hiram a regañadientes—. Miradcómo se encienden y se apagan lasluces. Cambian todo el rato.

El frasco recorrió toda la mesa yvolvió hasta Khaba, quien lo dejódelante de él. Asmira estaba fascinada.Alargó la mano y tocó el cristal. Para susorpresa, la fría superficie vibró al

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contacto.—¿Qué es? —preguntó.—Esto, querida mía, es un genio de

cuarto nivel embotellado —respondióKhaba echándose a reír—, confinado encautiverio durante tanto tiempo comodesee Salomón.

—Para ser más exactos —apuntó lamujer de pelo largo—, ¿de quién setrata?

—De Bartimeo de Uruk.Asmira dio un respingo y abrió la

boca para decir algo, pero en esemomento cayó en la cuenta de queKhaba ignoraba que ella conociera elnombre del genio. O tal vez estabademasiado borracho para importarle.

No hizo falta preguntar si los

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demás también lo reconocían, sureacción habló por ellos. Un murmullode aprobación recorrió la mesa.

—¡Bien hecho! Una decisión quecomplacerá al espíritu de Ezequiel.

—¿El hipopótamo? Tienes razón,Khaba, ¡seguro que a Salomón le gustaráel regalo!

Asmira miró fijamente a Khaba.—¿Habéis encerrado a un espíritu

ahí dentro? ¿No es una medida un tantocruel?

Por toda la mesa, los hechiceros —jóvenes y viejos, mujeres y hombres—prorrumpieron en estentóreascarcajadas. Las de Khaba se impusierona todas las demás. Su mirada estabaenturbiada por el desdén y el vino al

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volver sus ojos enrojecidos haciaAsmira.

—¿Cruel? ¿Con un demonio? ¡Secontradice en sí mismo! No es necesarioatribular esa bella cabecita concuestiones de esta índole. Se trataba deun espíritu muy fastidioso y os aseguroque nadie va a echarlo de menos.Además, tarde o temprano obtendrá lalibertad... Supongo que de aquí a unoscuantos siglos.

La conversación derivó hacia otrosasuntos: la enfermedad del hechiceroReuben, la limpieza de la torre deEzequiel, la creciente reclusión del reySalomón. Por lo visto, salvo por lasaudiencias habituales que solía celebraren el salón del jardín, parecía que cada

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vez se le veía menos por palacio.Incluso Hiram, el visir, solo conseguíaentrevistarse con él en ciertos momentosdel día. Daba la impresión de que suinterés se centraba en la construccióndel templo y se mostraba abstraídorespecto a cualquier otro tema que noestuviera relacionado con aquello.Apenas prestaba atención a sushechiceros, excepto durante lasaudiencias, cuando lanzaba órdenes adiestro y siniestro, que ellos obedecíancon cierto resentimiento.

—¡Tu paso por el desierto no esnada, Khaba! Mañana debo partir haciaDamasco y poner a trabajar a mis geniosen la reconstrucción de las murallasderruidas.

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—Yo voy a Petra, a ayudar a erigirsilos para el grano...

—Yo debo regar un pequeño einsignificante pueblo cananeo...

—¡Ese dichoso anillo! ¡Salomóncree que puede tratarnos como aesclavos! Ojalá...

Asmira apenas había dejado deescuchar sus protestas. Había tomado elfrasco en sus manos y le daba vueltasentre los dedos, lentamente. ¡Qué ligeroera! ¡Y qué extraña parecía la sustanciadel interior! Tras el vidrio, pequeñasmotas de color se arremolinaban yrelucían, moviéndose lentamente comopétalos marchitos deslizándose por lasuperficie de un lago. Pensó en elsilencioso genio de mirada solemne, de

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pie, junto a ella, en el desfiladeroasolado...

Al otro lado del salón, muchos delos invitados del rey Salomón habíanpartido hacia la escalera, aunque otrosseguían sentados, atracándose de losrestos de comida. Junto a ella, loshechiceros se hundían cada vez más ensus asientos, hablaban cada vez más altoy bebían cada vez más.

Volvió a mirar el frasco que teníaen las manos.

—¡Adelante, examinadlo, cómo no!—Khaba se había acercado con pasoinseguro y le dirigía una miradadesenfocada—. Os atrae lo extraño ymisterioso, ¿no es cierto? ¡Pues tengomuchas más cosas como esa en mi torre,

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a buen recaudo! ¡Un deleite exquisito!¡Mañana lo experimentaréis!

Asmira hizo todo lo posible parano retroceder ante aquel alientoembriagado. Sonrió.

—Oh, tenéis la copa vacía.Permitidme que os sirva un poco más.

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Capítulo 23 ¡Qué lenta y dolorosamente pasan

los años cuando estás confinado en unfrasco! No se lo recomiendo a nadie. —Los humanos no suelen sufrir este tipode humillaciones, lo sé, pero se ha dadoalgún caso. Un hechicero para el quetrabajé una vez me invocó para que loayudara durante un terremoto que estabainclinando su torre. Por desgracia paraél, las palabras exactas que utilizófueron: «¡Auxilio, quiero conservar lavida!». Un corcho, una botellón biengrande, una cuba de escabeche y presto!,deseo concedido.

Lo peor de todo es el efecto que

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tiene sobre la esencia. Todas y cada unade las veces que nos invocan a estaTierra, nuestra esencia se muere unpoquito; sin embargo, siempre que no senos obligue a prolongar demasiadonuestra estancia y sobren peleas,persecuciones y batallas dialécticasllenas de sarcasmos con que distraernos,podemos mantener el dolor a raya antesde volver a casa para recuperarnos.Algo que resulta completamenteimposible en una reclusión prolongada.Las posibilidades de enzarzarte en unapelea o de ir tras alguien quedan algolimitadas cuando estás más solo que launa en un receptáculo minúsculo decinco centímetros cuadrados y, teniendoen cuenta que el sarcasmo es una de esas

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actividades que se disfrutan mejor encompañía, lo único que te queda esflotar, pensar y escuchar el suavemurmullo de tu esenciaarremolinándose, una voluta tras otra.Para empeorar las cosas, el conjuro dereclusión se caracteriza por alargar esteproceso hasta el infinito, por lo que nisiquiera te queda el consuelo de poderconservar la dignidad y acabarmuriéndote de verdad. Khaba sabía muybien qué se hacía al escoger aquelconjuro en particular, un castigo dignode un enemigo mortal.

Estaba completamente aislado en elinterior de aquella esfera de vidrio. Nohabía noción del tiempo. Ningún sonidoconseguía atravesar sus paredes. De vez

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en cuando, atisbaba luces y sombrasmoviéndose al otro lado de los confinesde mi prisión, pero el poderoso conjurode encadenamiento fusionado con elcristal obscurecía mi visión y noconseguía distinguir las formas conclaridad. —Los diablillos embotelladosrequieren encadenamientos menosrigurosos y de aquí que su cristal suelaser transparente. Haciendo honor a sulamentable mezquindad, se dedican ahacer muecas para sobresaltar yahuyentar a los transeúntes. Huelga decirque yo jamás me he rebajado a nada porel estilo. Qué gracia tiene si no puedesver su reacción.

Por si eso no fuera suficiente, eraevidente que, en su origen, el frasco

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había contenido una sustancia aceitosa,tal vez el potingue para el pelo de unachica egipcia, que debía de llevar yamucho tiempo muerta. El interior no soloseguía un poco perfumado (palisandro,diría yo, con un ligero toque de lima),sino que, además, no podía ser másresbaladizo. Cuando intentaba adoptar laforma de un escarabajo o de cualquierotro insecto diminuto, aunque solo fuerapor cambiar, mis garras tarsales nodejaban de patinar debajo de mí.

Por consiguiente, la mayor partedel tiempo permanecía en mi estadonatural, flotando tranquilamente,dejándome arrastrar por la corriente,concibiendo pensamientos nobles yhasta cierto punto melancólicos y, solo

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muy de vez en cuando, garabateandografiti obscenos en las paredesinteriores del frasco. A veces mimemoria retrocedía hasta pasajes delpasado. Pensaba en Faquarl y en cómole gustaba restarle importancia a mispoderes. Pensaba en la joven, Cyrine,que tan cerca había estado de liberarme.Pensaba en el infame Khaba —quien, enesos momentos, gracias al inexorablepaso del tiempo, seguramente no seríamás que un maldito montón de huesos—y en su rastrero ayudante, Ammet, quiental vez todavía siguiera sembrando elmal en este desdichado mundo. Sinembargo, casi siempre pensaba en la pazy en la belleza de mi lejano hogar y mepreguntaba cuándo regresaría a él.

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Y entonces, tras quién sabe cuántossiglos, cuando ya había abandonado todaesperanza...

El frasco se rompió.No bien seguía allí, como siempre

desde tiempos inmemoriales, cuando lasparedes de mi pequeño calabozoabombado, sellado a cal y canto, sedesmoronaron en una destellante cortinade esquirlas de cristal que llovieron ami alrededor y de la que había sidoresponsable una repentina embestida deaire y ruido.

Si el frasco se rompía, lo propio leocurría al conjuro de Ammet. Lascadenas se partieron por la mitad.

Por fin podría partir hacia mihogar.

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Un temblor me recorrió la esencia.Con un repentino arrebato de felicidad,todo el dolor y el sufrimiento quedaronolvidados al instante. No me demoré niun solo momento. Como una alondra queremonta el vuelo, partí y me alejé de laTierra, cada vez más rápido, crucé lasmurallas de elementos que se habíanabierto para recibirme y me zambullí enla dulce inmensidad de mi hogar.

El Otro Lado me envolvió. Mesentí arropado, convertido en muchosdonde antes solo había sido uno. Liberémi esencia de una sacudida y esta seexpandió, cantando, hasta los confines.Me uní a la danza infinita, al remolinoeterno...

Y me quedé helado.

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Por un instante, el júbilo que meimpulsaba hacia delante y la fuerzarepentina que me arrastraba hacia atrásfueron iguales y opuestos. Me quedésuspendido, inmóvil. Solo me diotiempo de percibir una ligera alarma...antes de que me arrancaran de allí a lafuerza, me extirparan del infinito y mearrastraran una vez a través del túnel deltiempo, podría decirse que en el mismoinstante en que había salido de él. Todoocurrió tan rápido que casi me encontréconmigo mismo de vuelta.

Caí como un torrente de oro por unpozo sin fondo.

Atravesé una especie de embudoque se estrechaba hacia un punto yaterricé.

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Miré a mi alrededor. El puntoestaba en el centro de un pentáculodibujado en una tela teñida de rojooscuro. Cerca, en una penumbraimpenetrable, las cortinas de seda, quecolgaban como telas de araña,sofocaban los contornos de la estancia.El aire era espeso y estaba cargado deolor a incienso. Unas velas proyectabanuna trémula luz rojiza sobre el suelo demármol, como la mancha dejada por unagota de sangre.

Volvía a estar en la Tierra.¡Volvía a estar en la Tierra! La

confusión y la sensación de pérdida semezclaron con el regreso del dolor. Mealcé en medio del círculo soltando unbramido furibundo y con el aspecto de

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un demonio de piel roja, esbelto, ágil ysediento de venganza. Mis ojos eranesferas de oro en llamas y las pupilas,finas como una espina, se contraían ydilataban. Bajo el prominente taco decartílago que cumplía la función denariz, se abrían unas fauces repletas dedientes afilados. —De hecho, era laviva imagen de un kusarikku, unasubespecie de utukku menos refinadaque solía emplearse en algunas ciudadessumerias como verdugos, guardianes detumbas, niñeras, etcétera.

El demonio se inclinó hasta elsuelo, buscando a su alrededor.Escudriñó el trozo de tela sobre el queestaba y se fijó en los pesos tallados enjade puestos encima para que esta no se

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moviera. Vio una lámpara de aceite quedesprendía una luz parpadeante, lasvelas de cera y los recipientes deincienso encendido repartidos por elsuelo. Vio una bolsa de cuero de colorgranatoso abierta sobre un lecho deseda. Vio un pedestal derribado, unfrasco roto. Vio esquirlas de cristalesparcidas por todas partes...

Vio un segundo pentáculo en otrotrozo de tela. Y en medio delpentáculo...

—Bartimeo de Uruk —entonó lajoven árabe—, por las cuerdas deNakrah y los grilletes de Marib, ambosdolorosos y crueles en grado sumo, apartir de este instante acatarás mivoluntad so pena de aniquilación

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inmediata. Permanece en el lugar que tecorresponde hasta que así te lo ordene yluego parte raudo y veloz en aras de tumisión con ánimo firme, sin descarríosni dilaciones, para regresar en elmomento y lugar precisos que teanunciaré...

Continuó un buen rato con aquellaperorata, todo muy arcaico, por no decirdenso, y pronunciado en un dialectoenrevesado del sur de Arabia bastantedifícil de seguir. Sin embargo, yo teníamucho mundo a mis espaldas. Capté loesencial.

• • • • •

Admito que me quedé sin palabras.

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Admito que me quedé descolocado. Noobstante, méteme en un pentáculo y lasnormas de siempre vuelven a entrar envigor de inmediato. Quienquiera que meinvoque se arriesga a todo, da igual loque haya podido ocurrir antes. Y lajoven no iba a ser menos.

Pronunciaba el encadenamientolentamente, como si estuviera en trance,muy rígida, balanceándose suavemente,afrontando el gran esfuerzo que exigíauna invocación. Tenía los puñosapretados y los brazos estirados aambos lados, como si se los hubieranatornillado a los costados. Con los ojoscerrados, recitaba con precisiónmetronómica las selladuras y loscandados verbales que me impedirían

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escapar.El demonio de piel roja avanzó

unos pasos sin salir del círculo. Lasgarras agujereaban la tela bajo mis pies.Mis ojos dorados relucieron entre elhumo de las velas. Esperé atento a oír eldesliz o la vacilación que me permitiríaromper mis ataduras como si se tratarade un manojo de apios y hacer otro tantocon su cuerpo.

—Ya casi estás —la animé—, novayas a fastidiarla a estas alturas. ¡Ojo!,que ahora viene la parte complicada yestás muy, muy cansada... Tan cansadaque casi puedo saborearte.

Y lancé una dentellada al aire enmedio de la oscuridad.

Palideció, se quedó más blanca que

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la nieve de las montañas, pero nocometió ningún error ni vaciló. —Aunque cerca le anduvo. Enseguida seveía que no tenía práctica. Pronunciabacon precisión absoluta hasta la últimasílaba, como si participara en unconcurso de oratoria. Al final, hasta meentraron ganas de levantar un cartelitocon un seis. Qué diferencia con losmejores de su oficio, quienesimprovisan las invocaciones sindespeinarse mientras se cortan las uñasde los pies o se toman el desayuno, y sinfallar ni un fonema.

De pronto, sentí que las ligadurasse estrechaban. Perdí fuelle y me hundíen el círculo.

La joven terminó. Se limpió el

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sudor de la cara con la manga de latúnica.

Me miró.El silencio reinaba en la estancia.—¿Se puede saber qué haces? —

pregunté.—Acabo de salvarte. —Todavía

jadeaba un poco y su voz sonabadesmayada. Señaló los fragmentos decristal que había esparcidos por el suelocon un gesto de cabeza—. Te he sacadode ahí.

El demonio de piel roja asintiódespacio.

—Sí, es cierto, me has sacado, esoes evidente... ¡Pero solo para podervolver a esclavizarme en cuestión desegundos! —Unas llamas furibundas se

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alzaron de la tela, encerrándome en uncírculo de fuego, y fueron creciendohasta ocultar al demonio iracundo—.¿Acaso no recuerdas que hace muchotiempo te salvé tu miserable vida? —rugí.

—¿Hace mucho ti...? ¿Qué?Sacaba fuego por los ojos y unos

reguerillos de azufre incandescentedestellaron sobre mi piel reluciente.

—¿Acaso puedes llegar a imaginarel dolor y el sufrimiento que hesoportado todo este tiempo? —protestéfuera de mí—. Atrapado en el interiorde esa cárcel diminuta y asfixiantedurante años interminables, durante loslentos ciclos lunares y solares que hanpasado desde entonces. Y ahora, tan

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pronto como recupero la libertad, vas túy me invocas de nuevo, sin ni siquiera...—Titubeé, percatándome de que lajoven repiqueteaba un delicado piecontra la tela del suelo—. Por cierto,¿cuánto tiempo llevaba recluido?

—Apenas unas horas. Es un pocomás de medianoche. Estuve charlandocontigo ayer por la tarde.

El demonio de piel roja se la quedómirando de hito en hito. Las llamas seextinguieron.

—¿Ayer por la tarde? ¿El pasado?—En fin, ¿cuántos más hay? Sí, el

pasado ayer. Mírame, llevo las mismasropas.

—De acuerdo... —Me aclaré lagarganta—. Es un poco complicado

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llevar la cuenta ahí dentro... Bueno,como iba diciendo, ha sido muy ingrato.—Alcé la voz una vez más—. ¡Y noestoy dispuesto a que vuelvan ainvocarme, ni tú ni nadie! Si sabes loque te conviene, me dejarás ir.

—No puedo.—Pues será mejor que lo hagas —

gruñí—. Además, en cualquier caso, noparece que vayas a ser capaz deretenerme demasiado tiempo. Es obvioque eres novata.

La joven echaba fuego por los ojos.No salían llamas de ellos, pero poco lefaltaba.

—¡Que sepas, Bartimeo de Uruk —contestó alzando la voz—, que en mitierra soy una iniciada de decimoctavo

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nivel en el templo de Marib! ¡Que sepasque fui yo quien invocó a la demonioZufra y que, a fuerza de latigazos, laobligué a cavar el embalse de Dhamaren una sola noche! ¡Que sepas tambiénque he sometido a decenas de demoniosa mi voluntad y que los he arrojado almás profundo de los abismos! —Seretiró un mechón de pelo de la frente yforzó una sonrisa—. Y ahora mismo, loúnico que ha de importarte es que soy tuama.

El demonio de piel roja lanzó unarisotada ronca y alborozada.

—No está mal —admití—, aunquehas cometido tres pequeños fallos.Primero, me importa un comino que seasuna iniciada de «decimoctavo nivel en

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el templo de Marib». Por lo que a mírespecta, eso como mucho te cualificapara limpiar letrinas. —La joven lanzóun grito, indignada, pero no le hice caso—. En segundo lugar —proseguí—, estátu tono de voz. Pretendías que sonaraamenazador e intimidatorio, ¿verdad?Pues lo siento: parecías asustada yestreñida. Tercero, ¡está más claro queel agua que todo es puro cuento! Pero siapenas has conseguido terminar elprimer mandamiento21 sin que se tetrabara la lengua. Hubo un momento enque creí que ibas a encadenarte a timisma de tanto que titubeabas.Admítelo, no tienes ni idea.

La nariz de la joven se volvióblanca y afilada.

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—¡No es verdad!—Ya lo creo que sí.—¡Te digo que no!—Dilo más alto y acabarás

rompiendo ese bonito jarrón de ahí. —Me crucé de brazos escamosos y ledirigí una mirada feroz—. Por cierto,acabas de darme la razón, una vez más.¿Cuántos hechiceros de verdad creesque se dejan arrastrar a discusiones taninfantiles como esta? A estas alturas, unverdadero hechicero ya me habríacastigado con un restregado y con esohabría zanjado la cuestión.

La joven me fulminó con la mirada.Estaba furiosa.

—Ni siquiera sabes qué es unrestregado, ¿no? —dije sonriendo de

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oreja a oreja.Le costaba respirar.—No, pero sí sé esto.Encerró en el puño el disco solar

de plata que llevaba colgado del cuelloy musitó una frase entre dientes. Una vezmás, no llegaba ni a aceptable, la típicaguarda22 que utilizaría una bruja paraescarmentar a un diablillo travieso. Aunasí, una masa compuesta de unasustancia oscura empezó a hincharse enmedio del aire, retrocedió y saliódisparada en dirección a mi círculo.

Levanté la mano rápidamente pararechazar el ataque y pronuncié sunombre.

—¡Cyrine! —Conocer el nombrede nacimiento de alguien te permite

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anular muchas de sus ofensivas mágicas.Tal como aquí no se demuestra.

Esquirlas negras de energía meatravesaron la mano alzada y arrastraronparte de mi esencia como si hubiera sidoembestido por una tormenta de agujas.

Se desvanecieron. Evalué lasperforaciones con cara de muy pocosamigos.

—Cyrine no es tu verdaderonombre, ¿no es cierto? —dije.

—No. ¿Quién sería tan tonto comopara dar su verdadero nombre a laprimera de cambio..., Bartimeo?

En eso tenía toda la razón.—Aun así, en cuanto a correctivos,

deja mucho que desear. Además, hasestado a punto de que volviera a

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trabársete la lengua. Venga, a que no teatreves a repetirlo.

—No hace falta. —La joven apartóla túnica a un lado y tres puñales deplata quedaron a la vista, ceñidos a lacadera—. Hazme enfadar otra vez y teensartaré en uno de estos como si fuerasun pincho —dijo.

Y podría haberlo hecho al instante.Atrapado como estaba en el interior delcírculo, sabía perfectamente que teníamuy pocas posibilidades de esquivar suslanzamientos. Sin embargo, me limité aencogerme de hombros.

—Esa es la prueba definitiva —dije—, eres una asesina, pero no ereshechicera, y hay que ser hechicero parapoder tratar conmigo. —Mis dientes

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lanzaron un destello entre las sombras—. Acabé con mi último amo, ¿sabes?

—¿Qué? ¿Con Khaba? ¿El que teatrapó en el frasco? —La joven lanzó unresoplido grosero—. Pues a mí meparecía bastante vivo cuando lo hedejado abajo durmiendo la mona.

—De acuerdo —rezongué—, mipenúltimo amo, ¿qué más da? Según lasestadísticas, ese es el destino delcuarenta y seis por ciento de los... —Medetuve en seco—. Espera un momento.¿El hechicero Khaba está... abajo?¿Dónde estamos nosotros exactamente?

—En el palacio del rey Salomón.¿No lo sabías? Creía que conocías muybien este lugar, esa es la razón por laque te he liberado.

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—Bueno, no me conozco hasta laúltima de las habitaciones, ¿vale?

De pronto, el demonio de piel rojase quedó quieto, consciente de unadesagradable desazón, de la crecientecerteza de que, por mal que estuvieranlas cosas en esos momentos, iban aponerse muchísimo peor en un abrir ycerrar de ojos.

La miré fijamente, con dureza yfrialdad. Ella me devolvió la mirada, tangélida como la mía.

—Lo diré educadamente solo unavez —dije—: gracias por liberarme demi prisión. Eso liquida la cuentapendiente que tenías conmigo. Ahora,pronuncia la orden de partida y déjameir.

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—¿Te he encadenado a mi voluntadsí o no, Bartimeo?

—Por el momento. —Pinché la telacon la garra de un dedo del pie—. Peroencontraré la escapatoria antes de lo queimaginas.

—Muy bien, mientras vasbuscándola, coincidirás conmigo en queestás a mi servicio —dijo la chica—, loque significa que harás lo que te diga osufrirás la llama funesta, y tambiénmucho antes de lo que crees.

—Ya, seguro, como si conocierasese conjuro.

—Ponme a prueba.En aquello me tenía bien cogido,

porque no tenía modo de saber si setrataba de una fanfarronada o de si lo

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decía en serio. Era posible que noconociera el conjuro —que es lagarantía última de todo hechicero—,pero lo contrario era igualmente posible,y si lo conocía y la desobedecía, lascosas no pintarían demasiado bien paramí.

Cambié de tema.—¿Por qué te dio Khaba el frasco?—No me lo dio, se lo robé —

contestó la joven.Ahí lo tenéis. Tal como me temía,

las cosas ya estaban peor. Sobre todo(pensando en los horrores que escondíala cámara abovedada del hechicero)para ella.

—Tú no estás bien de la cabeza —dije—. Robarle a Khaba es una de las

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peores ideas que se me ocurren.—Khaba es irrelevante.Todavía conservaba la palidez,

pero su expresión había recuperadocierta compostura y tenía un brillo en lamirada que no me gustaba nada, el típicobrillo alucinado de los zelotes23.

—Khaba no es nadie —insistió—.Olvídalo. Tú y yo tenemos cosas másimportantes de las que preocuparnos.

En ese momento, la desazón seconvirtió en miedo en estado puro ysentí un nudo en el estómago que medejó helado al recordar la conversaciónque había mantenido con la joven en eldesfiladero y todas sus preguntas acercade cuestiones prohibidas.

—Escucha, antes de que digas algo

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de lo que podamos arrepentirnos —dije—, piensa un momento dónde teencuentras. Los planos que nos rodeanproducen un zumbido constante debido alas auras de grandes espíritus. Aunque túno puedas sentirlos, yo sí, y el retumboes casi ensordecedor. Si deseasinvocarme, adelante, pero hazlo en algúnotro lugar más alejado de aquí, dondetengamos alguna que otra posibilidad desobrevivir. Por aquí no está muy bienvisto robar a los hechiceros, comotampoco lo están las invocaciones noautorizadas. Esas son exactamente lascosas que es mejor no hacer ni en elinterior ni en los alrededores de la casade Salomón. —Entre las actividadesprohibidas en el palacio se encontraban:

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pelearse, comerse a los sirvientes,correr por los pasillos, soltarpalabrotas, dibujar monigotes groserosen las paredes del harén, provocarolores desagradables que impregnaranlas cocinas y escupir en la tapicería. Almenos estas fueron por las que a mí meregañaron; seguramente había más.

—Bartimeo, calla —dijo la jovenposando la mano sobre uno de lospuñales que llevaba en el cinturón.

Me callé. Esperé. Esperé lo peor.—Esta noche me ayudarás a llevar

a cabo la misión que me ha traído hastaaquí —prosiguió la joven—, a miles deleguas de los jardines de la bella Saba.

—¿Saba? Espera un momento,¿estás diciéndome que lo de Himyar

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tampoco era cierto? De verdad, menudaembustera estás tú hecha.

—Esta noche me ayudarás a salvara mi patria o ambos pereceremos en elintento.

Y así se esfumó la última esperanzaa la que me aferraba de que quisiera quela ayudara a elegir los colores de suhabitación. Una verdadera lástima.Habría hecho maravillas con esas sedas.

—Esta noche me ayudarás a hacerdos cosas.

—Dos cosas... —repetí—. Muybien. Que son...

¿Hasta dónde la habría arrastradosu locura? ¿A qué grado de chifladurahabría llegado?

—Matar al rey Salomón y quitarle

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el anillo —contestó la joven,alegremente.

Me sonrió. Le brillaban los ojos.Al más alto, a ese había llegado.

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Capítulo 24 Asmira esperaba que el genio

tuviera algo que decir, lo que fuera,después de lo que acababa de revelarle,sobre todo teniendo en cuenta que, porlo menos hasta el momento, no se habíaahorrado los comentarios, precisamente.Sin embargo, su inmovilidad se habíaacentuado y las llamitas que habíanestado danzando con timidez sobre supiel se redujeron de súbito y seextinguieron.

Se había quedado petrificado, y tanmudo como si realmente fuera de piedra,aunque el silencio que emanaba deaquella estatua poseía una intensidad

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abrumadora. Inundaba la estancia comouna nube tóxica que descargaba sobreella con tanta fuerza que empezaron aflaquearle las rodillas. De manerainconsciente, Asmira retrocedió un pasosin abandonar el trozo de tela.

Cerró los ojos y respiró honda ylentamente. Calma. Tenía que conservarla calma. Bartimeo, a pesar de lasamenazas y las protestas, era suyo. No lequedaba más remedio que obedecer.

Solo una conducta tranquila ydecidida, casi instintiva, le habíapermitido sobrevivir a la primera mediahora. Si se hubiera detenido a pensar loque estaba haciendo —robar a unhechicero poderoso e invocar a undemonio mucho más fuerte que cualquier

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otro con el que se hubiera atrevido hastael momento— el miedo habría hechopresa en ella, habría vacilado y esahabría sido su sentencia. Sin embargo,había superado cada fase con unaconcentración distante, centrándose enlos aspectos prácticos y no en lasimplicaciones.

En realidad, lo peor ya habíapasado, la espera interminable sentada ala mesa durante el banquete, mientrasKhaba y algunos otros hechiceros bebíanhasta caer inconscientes.

Por fuera, Asmira acompañaba suscomentarios con sonrisas, reía susbromas y bebía de su copa. Por dentro,la consumía una incertidumbre agónicatemiendo que la despacharan en

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cualquier momento o que el egipciopusiera el frasco de cristal fuera de sualcance. Detrás de su sonrisa, deseabagritar. Sin embargo, cuando finalmenteKhaba dio una cabezada y se le cerraronlos ojos, reaccionó al instante: learrancó el fiasco de debajo de la nariz,salió del salón bajo el ejército de geniosvoladores y se apresuró a subir a susaposentos. Una vez allí, sacó las ropas ylas velas de la bolsa, las dispuso conmeticulosidad, estrelló el recipientecontra el suelo y recitó la invocación.Todo sin la más mínima vacilación.

El conjuro casi había podido conella. Asmira había invocado antes agenios menores utilizando la mismatécnica, pero no había tenido en cuenta

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la fuerza de Bartimeo. Aun con los ojoscerrados, Asmira había sentido el poderdel demonio ejerciendo presión contralos límites del círculo que ella ocupabamientras trataba de finalizar el conjuro.La certeza de cuál sería su destino en elcaso de cometer un solo error habíaconsumido sus energías a marchasforzadas. Sin embargo, la suerte de Sabadependía de que ella sobreviviera a lainvocación y aquella certeza prevalecíaa la interior. A pesar del cansancio, apesar de los meses que habíantranscurrido desde la última que habíallevado a cabo, a pesar de la furia delgenio que intentaba aplastarla, Asmirahabía apartado sus miedos de la mente yahora el demonio estaba obligado a

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servirla.Solo quedaba explicarle en detalle

en qué consistía aquel servicio.Se aclaró la garganta y miró a la

figura demoníaca directamente a losojos. ¡Qué diferencia con la atractivaapariencia de la criatura del díaanterior! No obstante, por sobrecogedorque fuera, tendría que utilizarlo.

—Bartimeo, te ordeno que meconduzcas fuera de este lugar —dijo convoz ronca—, sin vacilaciones nidemoras, y me guíes sana y salva hastael rey Salomón para que pueda darlemuerte y arrebatarle el anillo, y, paradisipar cualquier duda, me refiero altalismán de poder incomparable y no acualquier otro de sus anillos. Después,

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te asegurarás de que logre escapar condicho objeto a un lugar seguro. ¿Haquedado claro?

El demonio no dijo nada. Estabaenvuelto en humo, una figura oscura,inmóvil y silenciosa.

Asmira se estremeció. Sintió unabrisa gélida que le acariciaba el cuello.Se volvió para echar un vistazo a lapuerta de la habitación, pero todo estabaen calma.

—También te ordeno que, en elcaso de no poder acabar con Salomón—prosiguió— o de que me capturen ome separen de ti, tu máxima prioridadserá robar y destruir el anillo o, si no esposible, ocultarlo a la vista y alconocimiento de los hombres hasta el fin

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de los tiempos. —Inspiró hondo—.Vuelvo a repetir: ¿ha quedado claro?

El genio no se movió. Inclusoparecían haberse extinguido las llamasque lanzaban sus ojos amarillentos.

—Bartimeo, ¡¿ha quedado claro?!Por fin apreció una leve agitación.—Es un suicidio. No es viable.—Eres un espíritu ancestral de gran

talento. Eso me dijiste.—¿Robar el anillo? —preguntó con

un hilo de voz—. ¿Matar a Salomón?No. Es un suicidio. Ya puestos, siquieres me lanzo a los brazos de Khabao me zambullo en un bañera llena deplata fundida. O, ya puestos, me devoroa mí mismo empezando por los pies opongo la cabeza debajo del trasero de un

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elefante agachado. Al menos sonopciones entretenidas para elespectador. Me envías a una muertesegura.

—Yo también arriesgo mi vida —dijo Asmira.

—Ah, sí. Eso es lo peor de todo.—El demonio de piel roja por fin semovió. Daba la impresión de haberencogido unos centímetros y el vivocolor de la piel había perdido todo subrillo. Le dio ligeramente la espalda,abrazándose, como si tuviera frío—. Note importa morir —dijo—. En realidad,casi asumes que va a ser así, y si tanpoco aprecio tienes por tu vida,imagínate por la de tus esclavos, ¿no esasí?

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—No hay tiempo para discutirestas cuestiones, Bartimeo. Hay cosasmuchísimo más importantes en juego quetu vida o la mía.

—¿Más importantes? —Eldemonio soltó una risita sarcástica—.Vaya, me pregunto de qué se tratará.¿Sabes? —prosiguió, interrumpiendo aAsmira que había empezado a decir algo—, a los hechiceros normales ycorrientes lo único que les importa estener las arcas y la barriga bien llenas.Sin embargo, poseen un fuerte instintode supervivencia, la idea de morir lesgusta tanto como a mí. Por eso, cuandome encomiendan una tarea, pocas veceses suicida. Peligrosa, sí, pero el riesgosiempre está calculado. Saben que, si yo

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fracaso, podrían acabar sufriendo elloslas consecuencias. En cambio, tú... —Eldemonio lanzó un profundo suspiro—.No. Sabía que tarde o temprano acabaríatropezando con alguien como tú. Losabía y lo temía. Porque eres unafanática, ¿verdad? Eres joven, guapa,descerebrada y todo te da igual.

Una imagen cruzó la mente deAsmira: la torre de Marib en llamashacía casi dos semanas. La genteformando una cadena humana para llevarel agua hasta allí. Los cuerpos quesacaban a la calle. Unas lágrimasfuriosas empañaron su visión.

—¡Egocéntrico, desalmado einfecto... diablillo! —rugió Asmira—.¡No tienes ni idea de qué me importa o

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me deja de importar! ¡No tienes ni ideade por qué hago esto!

—¿Eso crees? —El demoniolevantó tres dedos nudosos de garraspuntiagudas y los fue descartando conrapidez—. Dame tres oportunidades: turey, tu país o tu religión. Dos de ellaslas he acertado y la terceraprobablemente también. Y ¿bien? Dimeque me equivoco.

Asmira era consciente de que elgenio estaba provocándola a propósito ysabía que no debía hacerle caso, pero larabia y el cansancio habían acentuado sususceptibilidad.

—Estoy aquí por amor a mi reina—contestó— y por Saba, la tierra másbella bajo el sol. Y no existe mayor

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honor que ese. Aunque no espero queuna criatura desalmada como tú llegue acomprenderlo jamás.

El demonio sonrió de oreja a orejay mostró unos dientes blancos, curvados,afilados y superpuestos.

—En fin, debo de ser un desalmado—dijo— porque todas esas tonterías medejan frío.

De pronto, su figura se desdibujó yse convirtió en una sucesión de jóvenesdespeinados de mirada inocente, altos,bajos, bien parecidos, poco agraciados,con tonos de piel pertenecientes amuchos pueblos. El último resultó ser elmismo joven bello y moreno que Asmirarecordaba del desfiladero, aunque estavez sin las alas y con expresión severa.

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—No necesitas a un genio para estetrabajo —dijo—. A los jóvenes se lesda mejor morir por ideales sin sentido.Vuelve a Saba y busca a alguno de lostuyos.

—¡No estoy hablando de idealessin sentido, demonio! —gritó Asmira—.¡El rey Salomón es mi enemigo amuerte! ¿Qué sabrás tú? Tú jamás haspaseado por los jardines de Saba, dondelas fragancias del jazmín, la canela y lacasia se elevan hasta los cielos. Túnunca has visto los susurrantes yazulados bosques de especias deShabwa o los muros de alabastro deMarib, donde el gran embalse relumbraentre los verdes campos. ¡Todo estáperdido si me quedo de brazos

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cruzados! Muy pronto, si nada lodetiene, Salomón le dará la vuelta a esemaldito anillo y enviará un ejército dedemonios tan infames como tú.Atravesarán el desierto con el batir desus alas y caerán sobre mi pueblo.Arrasarán las ciudades, destruirán lascosechas y arrojarán a mi gente aldesierto, en medio de alaridos ylamentaciones. ¡No pienso permitirlo!

El joven se encogió de hombros.—Comprendo lo que sientes, de

verdad, créeme —dijo—, pero esedolor no cambia nada. Así que Sabaposee plantas y edificios bonitos, ¿no?Pues bien, Uruk también y los babiloniosla destruyeron sin pensárselo dos veces.Las fuentes donde jugaban los niños

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quedaron hechas añicos y el sueloabsorbió el agua. Derribaron los muros,arrasaron las torres, quemaron losjardines y la arena cubrió las ruinas. Alcabo de cincuenta años, todo habíadesaparecido, como si no hubieraexistido nunca. Así son las cosas. Es loque ocurre a diario en tu pequeño ypatético planeta. Hoy le ha llegado elturno a Saba; algún día será el deJerusalén. Mira siempre hacia delante,como yo, y sé feliz. Si no, sigue adelantey muere, pero no me metas en esto. Esaguerra no es mi guerra.

—Ya lo creo que sí —replicóAsmira con malicia—, desde elmomento en que te he invocado.

—¡Pues invoca a otro! —La voz

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del genio delató su impaciencia—. ¿Porqué me has escogido a mí? No tienes niuna sola buena razón.

—En eso estás en lo cierto: notengo solo una, sino muchas. Conoces elpalacio de Salomón, conoces sudistribución y sus rutinas, conoces losnombres y la verdadera identidad de susguardianes. Eres un espíritu poderoso. Yfuiste lo bastante tonto para revelarme tunombre apenas hace unas pocas horas.¿Qué te parece?

—Oh, muy conciso —gruñó elgenio. Sus ojos eran rendijas rasgadaspor las que se escapaban las llamas—.Sobre todo la parte del nombre. Todoese discurso tan zalamero de que ibas ainsistirle a Khaba para que me dejara en

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libertad... Lo tenías todo planeado,¿verdad? ¡Habías descubierto minombre y querías tenerme disponiblepara tu propio uso!

Asmira sacudió la cabeza.—Eso no es cierto.—Ah, ¿no? Faquarl tenía razón.

Eres una mentirosa. Tendría que haberacabado contigo cuando tuve laoportunidad.

—Tenía la intención de hacerlo yosola —se defendió Asmira—, pero seme acababa el tiempo. No puedo llegarhasta Salomón, nadie lo ve nunca salvoen las audiencias ¡y Saba habrádesaparecido de la faz de la Tierra deaquí a dos días! Necesito ayuda,Bartimeo, y la necesito ahora. Cuando

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ese repugnante hechicero me enseñó loque había hecho contigo, decidíarriesgarme. ¡Te he liberado, no loolvides! ¡Te he hecho un favor! Sírvemeesta vez y luego te dejaré ir.

—Ah, vale, ¿solo esta vez? ¿Soloen este pequeña misión imposible?¿Quieres que te ayude a matar aSalomón? ¿Y a robar el anillo? ¿Hasoído hablar de Philocretes...

—He oído.—... de Azul...—Lo he visto.—... o de cualesquiera de los otros

espíritus insensatos que intentaronacabar con el rey? —El joven se dirigióa ella, muy serio—. Escúchame: Khabatiene a un marid por esclavo. Por cierto,

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se trata de su sombra, fíjate en ella lapróxima vez que esté torturándote. Haceunas horas me he enfrentado a eseespíritu y ni siquiera conseguídespeinarlo. Me dejó hecho un guiñapo.Si hubiera estado resfriado, me habríautilizado de pañuelo. Y estamoshablando de un solo marid, ¡un serinsignificante comparado con lo quepuede salir de ese anillo!

—Razón por la cual mataremos aSalomón esta noche —insistió Asmira—. No hay más que hablar. El tiempoapremia y tenemos mucho trabajo pordelante.

El genio se la quedó mirando.—¿Es tu última palabra?—Así es. Andando.

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—Muy bien.Sin más, el joven salió de su

círculo y entró en el de ella, quien depronto se lo encontró a su lado. Asmiralanzó un grito y se llevó la mano al cintosin mirar, pero el genio era demasiadorápido y atrapó la mano de la jovencuando esta se cerraba sobre laempuñadura de la daga. El genio apenasejerció presión; los dedos estabanligeramente fríos al tacto. Asmira noconsiguió zafarse.

El joven inclinó la cabeza haciaella. La luz de las velas recorrió la pielde apariencia humana, que desprendíaun dulce olor a lima y palisandro. Traslos rizos oscuros, un resplandor ardía enlos ojos dorados. Los labios habían

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esbozado una sonrisa.—Deja de temblar, no tienes nada

que temer —dijo—. Sabes muy bienque, si hubiera podido, ya habríaacabado contigo.

Asmira hizo el ademán de intentarliberarse, aunque sin poner demasiadoénfasis en ello.

—Mantente alejado de mí.—Lo siento, tengo que pegarme a ti

si quieres que te proteja. No te resistas.Enséñame la palma de la mano.

Le levantó la muñeca y examinó lapiel un segundo mientras Asmira seretorcía, indignada.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Estaba buscando unas líneas

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entrecruzadas. Hay una secta de asesinosque llevan unos años creando problemaspor estos lugares y esa es su señal deidentidad, pero ya veo que no eres unode ellos. —El joven le soltó la mano ysonrió ampliamente cuando Asmiraretrocedió varios pasos—. Ya es unpoco tarde para arrojarme un puñal, ¿nocrees? Creía que eras rápida.

—¡Basta! —dijo Asmira con vozsorda—. Llévame junto a Salomón.

—Ambos sabemos que, tarde otemprano, cometerás un error —dijo elgenio— y ambos sabemos que estaréesperando. —Se volvió y pasó junto aella con gran agilidad, en dirección a lapuerta—. Mientras tanto, nos espera unbonito paseo. ¿Dónde estamos? ¿En el

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ala de invitados?—Creo que sí.—Bien, los aposentos reales se

encuentran en el lado opuesto delpalacio y eso significa que tendremosque atravesar los jardines. No haymuchos guardias apostados en losjardines.

—Bien —dijo Asmira.—Debido a todos los efrits, horlas,

kusarikku, hombres escorpión,flagelados, desolladores, guardianes dela llama, de la tierra, de la muertetraicionera y toda la variedad restantede esclavos sobrenaturales quedeambulan por la casa del rey Salomóncon el único propósito de encontrar ydar muerte a idiotas como nosotros —

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añadió Bartimeo—. De modo que solollegar a sus aposentos ya será toda unaaventura. —Abrió la puerta y escudriñólas sombras del pasillo—. Después escuando empieza la verdadera diversión,claro... En fin, no hay peligro de muerteen los próximos cincuenta palmos. Unasensación que no va a durar, créeme, asíque disfrútala mientras puedas.

Salió a hurtadillas sin volver lavista atrás. Asmira lo siguió. Juntos, seadentraron en la oscuridad.

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Capítulo 25 Lo que ocurre es lo siguiente: por

majareta que estuviera la joven sabea,hasta cierto punto tenía razón. Conocíamuy bien hasta el último recoveco delpalacio.

Por ejemplo, conocía la posiciónde los diablillos lámpara de los pasillosy de las piedras raras de los jardinesmejor que la mayoría. Conocía lastrayectorias de las luminiscenciasmágicas que flotaban a distintas alturasentre los ciclámenes y los cipreses.Sabía dónde buscar a los guardianeshumanos; conocía los recorridos queseguían durante las rondas nocturnas,

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sabía cuándo estarían atentos a cualquiermovimiento y cuándo absortos en lostableros de Perros y Chacales24 mientrasiban dándole tragos furtivos a su cervezade cebada. También sabía dónde buscara los espías y a los espíritus guardianesmás ocultos que aguardaban suspendidosen el aire, a la vuelta de las esquinas delos pasillos y entre las sombras de lasgrietas de las losas. Era capaz depercibir su presencia en el revuelo delos tapices de las paredes, en losremolinos sutiles que se formaban sobrelas alfombras y en el susurro del vientoa su paso raudo sobre las tejas.

Sí, tal vez pudiera adelantarme atodos esos peligros y evitarlos, pero¿matar a Salomón y quitarle el anillo?

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Ah, no, eso no tenía ni idea de cómohacerlo.

Debía tomar una decisión dura a lavez que sencilla: sí o no. Y ambasopciones tendrían consecuenciasdolorosamente similares. Sidesobedecía a la joven, me aguardaba lallama funesta. De aquello no me cabíaduda, lo veía en sus ojos. A pesar detodos mis elaborados y comedidosrazonamientos —los cuales habríanconseguido que hasta el más curtidoseñor de la guerra colgara la cimitarra yse dedicara a la costura—, sus ojosconservaron esa determinación vidriosaque les entra a los humanos cuando seautoproclaman ejecutores de una causamayor y su personalidad (suponiendo

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que alguna vez la hubieran tenido) haquedado aniquilada por completo.Desde el punto de vista de un ser que nosufre cambios de personalidad tenga elaspecto que tenga, este tipo de cosassiempre me han resultado inquietantes;es como si, en cierto modo, se invirtierael orden natural de las cosas. Sinembargo, todo se reducía a lo siguiente:la joven estaba decidida a inmolarse —a ella y, lo que es más importante, a mítambién— y nada iba a persuadirla de locontrario.

Lo que significaba que, hasta queAsmira cometiera un error, yo tendríaque cumplir sus órdenes y robar elanillo.

Aquello, tal como le había

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explicado, implicaba lanzarnos decabeza a una muerte segura y espantosa,tal como las historias de Azul,Philocretes y los demás demostrabansobradamente. Eran espíritus muchísimomás poderosos que yo y todos y cadauno de ellos habían acabado malmientras Salomón seguía pavoneándosey dándose aires por ahí, como siempre.Las probabilidades de que yo triunfaradonde ellos habían fracasado eranmínimas.

Pero, eh, seguía siendo Bartimeode Uruk, un genio con más talento yastucia —por no mencionar unoptimismo ciego— entre las uñas de losdedos de los pies que esos tres efritscon cabeza de chorlito juntos.

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Además, si vas a morir de unamanera espantosa, al menos hazlo conestilo.

• • • • •

A esas horas de la noche, lospasillos del ala de invitados no solíanestar muy transitados, salvo por uno odos diablillos vigía sueltos querealizaban salidas aleatorias por lasplantas. Podría habérmelos zampado enun santiamén, pero prefería actuar consigilo en aquella fase de la operación.En cuanto oía acercarse un batir de alasmembranosas, tejía sutiles conjuros decamuflaje a nuestro alrededor.Esperábamos muy quietos detrás del

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entramado de hebras mientras losdiablillos pasaban por nuestro lado,arrastrando los cuernos para dar laalarma y despotricando sobre loshechiceros. Cuando todo volvía a estaren calma, revocaba el conjuro ycontinuábamos de puntillas.

Avanzamos por pasillos de recodossuaves, cruzamos incontables puertas...Lo mejor de esta primera fase era que lajoven permanecía callada, y cuando digocallada, quiero decir que no decía nadade nada. Al igual que la mayoría de losasesinos bien adiestrados, era ligera depies y economizaba movimientos demanera instintiva, pero hasta esemomento también se había mostrado tantímida y retraída como un mono aullador

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enredado en las lianas de un árbol. Eraevidente que pensar la ponía nerviosa yla volvía locuaz, pero ahora queestábamos en movimiento, haciendo algode verdad, parecía mucho más feliz yavanzaba sigilosamente detrás de mí enuna especie de agradecido silencio. Yotambién estaba agradecido. Me fue bientener un momento de paz para pensarqué iba a hacer.

Llegar a los aposentos de Salomóndespués de superar todas las trampas ylos vigilantes era la primera tarea a laque debía enfrentarme, una hazaña quela mayoría de observadores con ciertaexperiencia habría calificado deimposible. Admito que yo también laencontraba complicadilla. Tardé

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aproximadamente tres plantas, dostramos de escalera y todo un edificioanexo abovedado en idear un plan. —¿Se aceptaría como definición de «plan»una secuencia inconexa deobservaciones y conjeturasmanifiestamente incongruentes, a la quesolo le dan coherencia el pánico, laindecisión y la ignorancia? Si es que sí,entonces el plan era buenísimo.

Arrastré a la joven sin miramientoshacia las sombras de un arco y no meanduve con rodeos.

—Bien, aquí empieza la partepeligrosa. En cuanto crucemos esterecinto, nos encontraremos en la secciónprincipal del palacio, donde todo vale.Los espíritus que deambulan por allí no

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tienen nada que ver con esos diablillosinsignificantes que acabamos de dejaratrás. Esos espíritus son mayores y estánmás hambrientos. Son de esos a quienesno se les permite el acceso a la zona deinvitados para evitar los accidentes, nosé si me entiendes. De modo que vamosa tener que redoblar la cautela a partirde ahora. Haz exactamente lo que te digacuando te lo diga y no hagas preguntas.Créeme, no tendrás tiempo.

La joven apretó los labios.—Si crees que confío en ti de

repente, Bartimeo...—Pues muy bien, no confíes en mí,

haz lo que te apetezca, pero confía almenos en tus órdenes: se me haencomendado que cuide de ti, ¿no es

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así? —Escudriñé las sombras que seextendían ante nosotros—. Bien, ahoravamos a tomar un atajo rápido ytranquilo hasta los jardines. Después deeso, ya veremos. Sígueme y no te alejes.

Avancé con sigilo, ligero como unatelaraña, bajo el arco y descendí untramo de escalera que desembocabajunto a la pared de un salón alargado degrandes dimensiones. Salomón lo habíahecho construir durante su «etapababilónica»; las paredes eran de ladrillovidriado de color azul y estabandecoradas con leones y dragones de colaretorcida. A intervalos regulares aambos lados, se alzaban pedestales quese perdían en las alturas, coronados conestatuas que procedían de saqueos de

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yacimientos de antiguas culturas. La luzprovenía de unos enormes braseros demetal encastados en la pared, porencima de nuestras cabezas. Comprobélos planos. Por el momento, todo estabadespejado.

Avancé por el salón de puntillas,grácil como una gacela, manteniéndomeoculto entre las sombras. Sentía elaliento de la joven en el cuello; sus piesapenas hacían el menor ruido.

Me detuve en seco y acto seguidosentí una embestida por detrás.

—¡Ay! ¡Ten cuidado!—Dijiste que no me alejara.—¿Qué, ahora nos da por los

números cómicos? Se supone que eresuna mercenaria.

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—No soy una mercenaria, soyguardiana por herencia.

—Idiota por herencia, diría yo.Quédate ahí detrás, creo que seaproxima algo.

Nos agachamos detrás del pedestalque teníamos más cerca, apretujadosentre sus sombras. La joven tenía elceño fruncido. Ella no percibía nada,pero yo sentía las reverberaciones delos planos.

Se estremecieron con súbitaviolencia. Algo entró en el salón por lapuerta del fondo.

Momento que la ofuscadamuchacha escogió para ponerse a hablar.Le tapé la boca con la mano y le hicevigorosas señas pidiéndole

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encarecidamente que guardara silencio.Retrocedimos hasta topar con la piedra.

Todo siguió igual durante unosangustiosos segundos. La joven parecíaenfadada y se retorcía ligeramente bajomi mano. Sin hablar, le hice un gestopara que levantara la vista hacia lapared embaldosada, contra la que serecortó una figura enorme que avanzabadespacio, un ser de tamaño monstruoso,con protuberancias por todas partes,extremidades balanceantes e inquietosfilamentos de materia que arrastraba trassí... La joven por fin se quedó quieta,incluso rígida. Podría haberla dejadoapoyada contra la pared como si fuerauna escoba. No movimos ni una pestañahasta que la visita hubo pasado. Por fin

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desapareció, sin que en ningún momentose hubiera oído ni el más leve rumor.

—¿Qué era eso? —musitó la jovencuando la solté.

—Por el modo en que los planos searqueaban, creo que es un marid —contesté—. El siervo de Khaba es unade esas cosas. No son demasiadohabituales, pero es lo que ocurre cuandoel anillo de Salomón anda cerca, que teencuentras con seres superiores paraparar un carro. ¿No te alegras de que note dejara hablar cuando ibas a hacerlo?—Es cierto que, en cuanto a espíritusesclavos, por aquel tiempo existía unadevaluación importante en Jerusalén. Enépocas normales, un genio se encuentramuy cerca de la cima y, por

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consiguiente, todos sin excepción lotratan con el temor y el respecto que semerece. Sin embargo, gracias al anillo, ya la concentración de grandeshechiceros atraídos por este hacia suesfera de influencia, la cosa habíadegenerado tanto que era imposiblelanzar una piedra por encima delhombro sin darle a un efrit en la rodilla.En consecuencia, seres honrados comoyo perdimos nuestro rango jerárquico yacabamos metidos en el mismo saco quetrasgos, diablillos y otros indeseables.

La joven se estremeció.—De lo que me alegro es de no

haber visto esa cosa de frente.—Oh, si la hubieras visto —dije

—, habrías pensado que se trataba de un

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niño esclavo monísimo de ojos azulespaseándose por el salón. Todavíaestarías riéndote alegremente de susricitos y de la barbillita rechonchacuando te arponearía la garganta con sucola. En fin, no es el momento deperderse en gratas fantasías. Será mejorque... Un momento.

Un punto luminoso aparecióflotando por uno de los arcos laterales,en medio del salón. Una figura diminutaque vestía una túnica blanca caminabatras el punto luminoso, arrastrando unaligera cojera. Y sobre uno de loshombros, suspendida en el aire comouna nube amorfa...

—¡Atrás!Una vez más, nos arrojamos detrás

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del pedestal.—Y, ahora, ¿qué? —preguntó la

joven en un susurro—. Creía que habíasdicho que se trataba de un atajotranquilo.

—Suele serlo por lo general, peroesta noche parece el mercado de Tebas.Es el visir de Salomón.

—¿Hiram? —La joven frunció elceño—. Tiene un ratón...

—No es un ratón en los planossuperiores, puedes creerme. Con esoencaramado en su hombro, no meextraña que cojee. Quédate muy quieta.

A diferencia del marid, las pisadasde Hiram eran audibles y, por fortuna,parecían alejarse. Sin embargo, depronto oí que el ratón lanzaba un

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chillido de alerta y los pasos sedetuvieron. Se oyó un ruido suave yhumedecido e instantes después un olora huevos podridos inundó el salón.

Sabía de qué se trataba. El trasgoGezeri.

—¿Y bien? —La voz de Hiram seoía con claridad. Debía de estar a unosveinte pasos del lugar donde nosocultábamos—. ¿Qué quieres, criatura?

—Una breve charla, oh, gran Hiram—contestó Gezeri en un tono que, encierto modo, contradecía el respeto quetransmitían sus palabras—. Mi amo, elmagistral Khaba, ha sufridorecientemente una pequeñaindisposición.

—Lo vi en la cena. —La antipatía

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de Hiram hacia el hechicero eraevidente—. Estaba borracho.

—Sí, bueno, ahora ya ha vuelto ensí y dice que ha perdido algo. Unpequeño frasco. No sabe dónde lo hapuesto, no hay manera de encontrarlo.Tal vez se cayó rodando de la mesa oquizá haya ido a parar con las sobras.Hemos estado buscando, pero no hemosdado con él. Es todo un misterio.

Hiram resopló.—¿El regalo con que iba a

obsequiar a Salomón? Me escompletamente indiferente. En cualquiercaso, serías tú quien no tendría quehaberlo perdido de vista ya que eres suesclavo. Tú o esa repugnante sombrasuya.

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—Ah, no, estábamos en su torre,poniendo orden en... En fin, eso noimporta. —Gezeri hablaba con airedespreocupado. Era fácil imaginarlosentado en su nube, dándole vueltas a lacola, que llevaría cogida en una garracon gesto relajado—. Escuchad, nohabréis visto a la chica árabe por aquí,¿verdad?

—¿La sacerdotisa Cyrine? No.Debe de haberse retirado a susaposentos.

—Sí. Y, ¿qué aposentos son esos, sino os importa decírmelo? Veréis, Khabase preguntaba...

—En realidad, sí me importa.De pronto, los pasos de Hiram se

reanudaron. Debía de estar alejándose

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de Gezeri, hablándole sin girarse.—Que Khaba ponga orden en sus

asuntos por la mañana. No son horas deimportunar a ninguno de nuestrosinvitados.

—Pero, veréis, creemos que...En ese momento el hechicero

musitó una palabra entre clientes, elroedor lanzó un chillido de guerra yGezeri se puso a maldecir con grititosestridentes.

—¡Ay! —exclamó el trasgo—.¡Quitádmelo! ¡Está bien, está bien, yame voy!

Tras aquello, oyeron el estallidoinconfundible de una nube lilaimplosionando. Las pisadas delhechicero se encaminaron lentamente

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hacia la salida del salón.Miré a la chica con el ceño

fruncido.—No ha tardado mucho. Tenemos a

Khaba pisándonos los talones. Serámejor que nos demos prisa en caer enlas manos de cualquier otra cosa antesde que él averigüe dónde estás.

• • • • •

Para mi gran alivio, ningún otroniño desamparado decidió pasearse porel Salón Babilónico y por finconseguimos llegar al otro extremo de laestancia sin más contratiempos. Despuésde aquello, la cosa fue tan sencilla comoatravesar la Habitación Hitita medio

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agachados, rodear el Recinto Sumerio,doblar a la izquierda junto a la VitrinaCelta25 y, justo antes de quealcanzáramos las Salas Egipcias, cadadía más extensas (y vigiladas), cruzamosun pequeño arco que daba al ala sur delclaustro, junto a los jardines.

—De acuerdo —dije jadeando—,ahora paremos un momento y echemosun vistazo. ¿Qué ves?

La noche se cerraba sobre elclaustro y lo sumía en una profunda yhermética oscuridad. El cielo estabadespejado y una suave brisatransportaba el calor de los desiertosorientales. Oteé las estrellas. A juzgarpor el fulgor de Arturo y la palidez deOsiris, teníamos cuatro o cinco horas

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antes de que saliera el sol.Los jardines se extendían a ambos

lados, hacia el norte y el sur. Estabanenvueltos en penumbras, salvo por losrectángulos de luz que proyectaban lasventanas del palacio, que tendían susretorcidas figuras sobre arbustos,estatuas, fuentes, palmeras y adelfas.Hacia el norte, a una distancia imposiblede determinar, se alzaban las paredesnegras de la torre del rey, cómodamentesituada junto al harén, aunque separadadel edificio principal del palacio. Al surse encontraban la mayoría de losrecintos públicos, entre los que seincluían las salas de audiencia, lashabitaciones donde la servidumbrehumana de Salomón vivía y trabajaba y,

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algo más apartado del resto deedificaciones, el tesoro, a rebosar deoro.

La joven había ido tomando notamental de todo aquello.

—¿Esto son los jardines? Parecenmuy tranquilos.

—Lo que demuestra hasta dóndellegan tus amplios conocimientos —dije—. Vosotros, los humanos, sois unosverdaderos inútiles, ¿no es así? Esto esun hervidero de actividad. ¿Ves esaestatua de allí, junto a los rododendros?Es un efrit. Si tu visión te permitieraacceder a los planos superiores,descubrirías que... En fin, seguramentees mejor que no puedas ver lo que estáhaciendo. Es uno de los capitanes del

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turno de noche. Todos los centinelas deesta sección del palacio le informan demanera periódica, además de vigilarselos unos a los otros para asegurarse deque todo marcha como es debido. Veocinco... no, seis genios o bienescondidos entre los arbustos o biensuspendidos entre los árboles, y hayvarias luciérnagas diminutas quetambién me dan mala espina. En mediode aquel puente hay colocado un hilotrampa que, al accionarla, libera algodesagradable, y allí arriba, en el cielo,hay una enorme e imponente cúpula dequinto plano que cubre los jardines.Cualquier espíritu que la atravesaravolando, activaría las alarmas. De modoque así, en general, podría decirse que

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esta parte del palacio está bastante bienprotegida.

—Tendré que fiarme de tu palabra—dijo la joven—. ¿Cómo vamos acruzar los jardines?

—No vamos a hacerlo —contesté—. Todavía no. Necesitamos unamaniobra de distracción. Creo quepuedo encargarme de eso, pero primerohay algo que deseo preguntarte: ¿porqué?

—¿Por qué, qué?—¿Por qué estamos haciendo esto?

¿Por qué tenemos que morir?La joven frunció el ceño. ¡Ya

estaba pensando otra vez! Había que verlo que le costaba.

—Ya te lo he dicho. Salomón

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amenaza a Saba.—¿Cómo, exactamente?—¡Quiere nuestro incienso y ha

pedido un rescate desorbitado! ¡Si nopagamos, nos destruirá! Es lo que le dijoa mi reina.

—¿Fue él en persona?—No, envió a un mensajero. ¿Y

eso qué importa?—Tal vez nada. Pagad el rescate.Fue como si le hubiera pedido que

besara a un cadáver. La cólera, laincredulidad y el asco competían porasumir el control de su rostroestupefacto.

—Mi reina jamás haría una cosaasí —contestó entre dientes—. ¡Sería uncrimen contra su honor!

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—Sííí —dije—, y nosotros noacabaríamos muertos.

Casi pude oír el runrún de losengranajes de su cerebro antes de que suexpresión se endureciera y nublara.

—Sirvo a mi reina, igual que lohicieron mi madre y mis abuelas, y susmadres antes que ellas. No hay más quehablar. Estamos perdiendo el tiempo.Pongámonos en marcha de una vez.

—Tú, no —contesté con sequedad—. Tú te quedarás aquí un momento,escondida, y ni se te ocurra hablar condiablillos desconocidos mientras estoyfuera. Lo siento, ¡no hay nada quediscutir! —La joven se había lanzado delleno en un discurso plagado depreguntas y exigencias—. Cuanto más

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nos entretengamos, antes nos atraparáKhaba. Seguramente Ammet, su marid,ya está tras el rastro de tu aura. Lo quetenemos que hacer es encontrar un lugardonde puedas esconderte... ¡Ajá!

Aquel «aja» correspondía a lalocalización de un rosal bastante densobajo el alféizar de una de las ventanasdel claustro. Poseía un follaje lozano,alguna que otra flor de color tirando arosa un poco mustia y una buenacantidad de espinas bastantepuntiagudas. En resumen, justo lo quenecesitábamos. La cogí por banda, lalevanté en volandas, un pequeñobalanceo y la joven cayó limpiamente enmedio del arbusto más denso y espinosode todos.

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Aguardé atento, esperanzado... Niun solo quejido. Estaba muy bienenseñada.

Una vez puesta a buen recaudo, metransformé en un pequeño grillo marrónde aspecto insignificante y alcé el vuelo.Procuré no salir del perímetro deljardín, manteniéndome en todo momentocerca del suelo, entre las flores.

Tal vez habréis reparado en que,tras mi enfado y abatimiento iniciales,estaba recuperando parte de miatrevimiento acostumbrado. Lo ciertoera que había empezado a prender en míuna extraña euforia fatalista. La meramagnitud de lo que pretendía hacer, ladescerebrada audacia de la misión,comenzaba a ejercer en mí cierta

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atracción. Sí, de acuerdo, no había queolvidar la parte de la muerte segura,pero, teniendo en cuenta que no teníaalternativa, al final resultó que estabaencantado con el reto que suponía eltrabajito de aquella noche. ¿Burlar conastucia un palacio lleno de espíritus?¿Destruir al hechicero más célebre delmomento? ¿Robar el objeto mágico máspoderoso de todos? Aquello sí que erantareas dignas del legendario Bartimeode Uruk y un empleo mucho másprovechoso de mi tiempo que andararriba y abajo con bolsas de mallallenas de alcachofas o inclinarme yarrastrarme por el suelo ante amos comoel maldito egipcio. Me preguntaba quédiría Faquarl si me viera en esos

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momentos.Hablando de amos, puede que la

joven árabe fuera obsesiva, ambiciosa ycareciera de sentido del humor, pero, apesar de lo furioso que estaba por habertenido la insolencia de invocarme, no ladespreciaba del todo. Su valor eraevidente, tanto como el hecho de queestuviera dispuesta a inmolarnos aambos.

El grillo insignificante se dirigióhacia el sur, sin apartarse de losjardines, en la dirección opuesta a losaposentos del rey. A medida queavanzaba, iba memorizando la posiciónde cuantos centinelas conseguíadescubrir, fijándome en su tamaño,forma y en el brillo de su aura —

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Teniendo en cuenta que la mayoría denosotros somos capaces de adoptar todotipo de formas, el modo más seguro devalorar nuestra fuerza relativa demanera rápida es a través de las auras,las cuales crecen y menguan (sobre todomenguan) a lo largo de nuestra estanciaen la Tierra—. La mayoría eran geniosde fuerza moderada y había un buennúmero de ellos por todas partes, si bienes cierto que menos que en los jardinesseptentrionales.

Decidí que había llegado elmomento de que fueran menos aún.

En particular me interesaba unjardincito apartado, cerca del erario deSalomón, cuyo tejado asomaba porencima de los árboles. No tardé en

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escoger a un genio apostado en aquellugar, solo como la una, junto a una delas antigüedades de Salomón, ungigantesco disco de piedra erosionado ypuesto en pie sobre la hierba.

Para mi gran alborozo, reconocí algenio en cuestión. Era ni más ni menosque Bosquo, el mismo tiquismiquispresuntuoso que hacía dos semanas mehabía puesto una falta por haberentregado «tarde» las alcachofas. Estabaallí plantado, con los bracitos cruzados,la barriga prominente asomando pordebajo de ellos y una expresiónincreíblemente sosa en su rostroanodino.

¿Qué mejor lugar que aquel pordonde empezar?

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Las alas del grillo empezaron aagitarse a un ritmo ligeramente másrápido y siniestro. Rizó varias veces elrizo y realizó unas cuantas pasadas condiscreción para comprobar que nohubiera nadie cerca y, a continuación, seposó sobre la piedra que Bosquo tenía ala espalda. Le di unos golpecitos en elhombro con la pata delantera.

Bosquo lanzó un gruñidosorprendido y se volvió para mirar quéocurría.

Así empezó la noche de la matanzaen la ciudad.

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Capítulo 26 Aunque, al principio, fue una

matanza muy silenciosa. No queríadespertar a nadie.

Tardé aproximadamente quincesegundos en encargarme de Bosquo.Algo más de lo que esperaba. Tenía unpar de colmillos de jabalí muy molestos.

Durante los cuatro minutossiguientes, hice unas rápidas visitas alos demás centinelas apostados enaquella parte de los jardines. Todos losencuentros fueron prácticamente igual debreves, bruscos e indoloros, al menospara mí. —No voy a entrar en detallespara no herir la sensibilidad de mis

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lectores más delicados, pero basta condecir que las escenas espeluznantesestuvieron animadas por mi humorcáustico, junto con ciertastransformaciones bastante acertadas queconsiguieron el gracioso efecto de...Bueno, ya lo veréis.

Una vez que todo hubo concluido,volví a adoptar la forma de un grillo y—un tanto lleno y más lento de lohabitual— me dejé arrastrar por la brisaen dirección a la chica, aunque todavíano tenía intención de pasar a recogerla.Estaba más interesado en el capitán delturno de noche, apostado cerca delmatorral de rododendro. Me acerquévolando a él todo lo que pude sin poneren peligro mi integridad y, luego, tras

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posarme en una de las esculturas másextravagantes de Salomón, me arrastrécon sigilo tras la corva de una pierna yesperé a ver qué curso acababantomando los acontecimientos.

No tuve que esperar demasiado.El efrit se hacía pasar por estatua

en el primer plano, la estatua de unarecatada lechera o algo parecido. En losdemás era un ogro gris y malhumoradode rodillas huesudas, con brazaletes debronce y un taparrabos hecho conplumas de avestruz. Es decir, justo eltipo de espíritu que no deseaba ver enlos jardines cuando la joven y yo losatravesáramos. Un enorme cuerno demarfil y bronce le colgaba del cinto.

En ese momento, empezó a

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desarrollarse la acción. Un simiodesgarbado, con un hocico muy rosado yuna mata de pelo anaranjada, saliócorreteando de entre los arbustos. Sedetuvo en seco delante del efrit, se sentósobre las patas traseras y realizó unaespecie de breve saludo.

—¡Zahzeel, permiso para hablar!—¿Y bien, Kibbet?—He estado haciendo la ronda en

los jardines meridionales. Bosquo noestá en su puesto.

El efrit frunció el ceño.—¿Bosquo? ¿El que vigila el

erario? Tiene autorización para patrullarel Claro de Rosas y las pérgolasorientales. Seguro que lo encontrarásallí.

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—He mirado hasta debajo de laúltima ramita y hoja, pero Bosquo noaparece por ninguna parte —replicó elsimio.

El ogro señaló la cúpulacentelleante que se alzaba por encima delos jardines.

—La malla externa no ha sufridoninguna brecha. No se ha producidoningún ataque desde el exterior. Bosquose habrá ido a dar una vuelta y por elloserá debidamente aguijoneado con lospunzones cuando decida volver. Regresaa tu puesto, Kibbet, e infórmame al alba.

El simio se marchó. A salvo en suescondite, el grillo chirrió alegrementede satisfacción.

Aguantar de pie en un pedestal

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durante horas no es lo que yo entiendopor pasárselo bien, pero el ogro Zahzeelparecía contento con lo que le habíatocado en suerte. Durante el minuto odos siguientes, se balanceó un pocosobre los talones, flexionó las rodillasun par de veces y le dio unas cuantasdentelladas al aire con expresiónsatisfecha. Si lo hubieran dejado, puedeque se hubiese pasado toda la nocheigual.

Pero no iba a ser así. Bajo unalluvia de hojas, el simio abandonóimpetuosamente los matorrales una vezmás, caminando con poca gracia sobrelas cuatro extremidades. Llevaba el pelobastante más alborotado que en laocasión anterior, enseñaba los dientes y

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tenía los ojos desorbitados.—¡Zahzeel! Informo de nuevas

anomalías.—¿No se tratará de Bosquo otra

vez?—Bosquo todavía no ha sido

localizado, señor, pero es que ahoratambién han desaparecido Susu yTrimble.

El ogro se quedó de piedra.—¿Qué? ¿Dónde estaban

apostados?—En las almenas adyacentes al

erario. Se ha encontrado la pica de Susuabajo, en los jardines, clavada en elarriate de flores. También había escamasde Trimble esparcidas por todas partes,pero no hay señal de los genios en

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ninguno de los planos.—¿Y la malla externa sigue

intacta?—Sí, señor.Zahzeel se atizó la palma de la

mano con el puño cerrado.—¡Entonces nada ha entrado del

exterior! Si un espíritu enemigo anda poraquí suelto, tiene que haberlo invocadoalguien dentro del palacio. Necesitamosrefuerzos antes de ir al lugar de loshechos.

Dicho aquello, el ogro tomó elcuerno que colgaba del cinto y estaba apunto de llevárselo a los labios cuandootro espíritu menor se materializó en elaire con un destello de luz.

Esta vez se trataba de un

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hombrecillo sentado en la concha de unaostra.

—¡Traigo noticias, amo! —chilló—. Se ha encontrado al centinelaHiqquus encajado en un aljibe. Está unpoco estrujado y el agua le sale por lasorejas, pero sigue vivo. Dice que loatacaron...

El efrit lanzó una maldición.—¿Quién osó perpetrar tamaña

injuria?(Uno de los mejores efrits que

conocía, este Zahzeel. Incluso enmomentos de gran tensión, sugramática siempre estaba a la alturade las circunstancias)

—Solo llegó a verlo de refilón,pero... ¡dice que fue Bosquo! ¡Que lo

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reconoció por la barriga y el hocico!El ogro estuvo a punto de caer del

pedestal de la sorpresa. Iba a abrir laboca para decir algo cuando, bajo unalluvia de tierra húmeda, un tercerdemonio, este con la cara tristona yenternecedora de una gacela, se alzó dela hierba que crecía a sus pies.

—¡Amo, alguien ha empujado alcentinela Balaam a la pila de estiércol ylo ha aplastado con una estatua pesada!Oí sus chillidos apagados y, con ungarfio al final de una vara muy larga, heconseguido sacarlo de allí a rastras.Pobre Balaam, no va a oler a azufre enuna buena temporada. Identificó a sucruel agresor en cuanto recuperó elhabla: ¡se trata del genio Trimble!

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—¡Zahzeel, es evidente queTrimble y Bosquo se han vuelto locos!—dijo Kibbet, el primero de losinformadores—. Debemos localizarlossin demora.

El ogro asintió con decisión.—Veo que existe una pauta en

todos estos ataques. Los agresores estánactuando en una zona cercana al erario,donde se almacena el oro del rey juntocon otros muchos tesoros de gran valor.Es evidente que esos genios, o quienessean sus amos, hechiceros por supuesto,tienen intención de cometer un robo uotro crimen atroz. ¡Debemos actuar conprontitud! Kibbet y los demás, dirigíossin tardanza al edificio del tesoro.Pediré más ayuda y luego me reuniré allí

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con vosotros. Una vez que hayamosconvocado a nuestros efectivos,avisaremos al visir. Hiram será quiendecida si debemos perturbar el sueñodel rey.

El diablillo gacela regresó a lasentrañas de la tierra; el hombrecillocerró las conchas de la ostra y se alejóvolando en un torbellino; el simioanaranjado dio un salto, abrió piernas ybrazos al mismo tiempo en el aire, serecogió sobre sí mismo en la caída y,con un gruñido, se convirtió en unremolino de chispas naranjas quedesaparecieron transportadas en labrisa.

¿Y Zahzeel? El efrit se llevó elcuerno a los labios y lo sopló.

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Los jardines del palacio deSalomón se sacudieron con un rugidocuando Zahzeel invocó a su lado a sussubordinados. Unas lucecitas brillantesdestellaron con gran fulgor en lugaresinesperados, entre los pabellones y lasenramadas de rosales; unos ojosparpadearon como si acabaran dedespertarse entre los arbustos y loshelechos de las macetas. Las estatuascobraron vida y bajaron de un salto desus pedestales; vides de aspectoinocente se curvaron y retorcieron; losbancos refulgieron y, de pronto, dejaronde ser bancos. Los centinelas ocultos sepusieron en movimiento a lo ancho ylargo de los jardines septentrionales.Ahí iban, luciendo cuernos, garras, ojos

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rojos y echando espumarajos por laboca. Seres con colas huesudas yretorcidas, alas membranosas y barrigasfofas; seres supurantes y seres esquivos;seres con patas y sin ellas; ácarosveloces y ghuls saltarines, volutas ydiablillos, trasgos y genios, todosatravesaron los parterres y las copas delos árboles del jardín en el más absolutosilencio para reunirse alrededor deZahzeel.

El efrit repartió unas brevesórdenes y dio una palmada. Latemperatura cayó en picado y el hieloque se formó en el pedestal tambiéncubrió las hojas del rododendro, quelanzaron destellos helados. El ogrohabía desaparecido. Sobre el pedestal

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se alzó una columna de humo borbotantey volutas inquietas en cuyo interior unafuria desmedida encendía la miradasiniestra de dos ojos amarillentos. —Noestaba mal, todo sea dicho. Puede que loutilizara algún día. Suponiendo quetodavía siguiera vivo.

Tras encogerse como un muelle, lacolumna de humo salió disparada haciael cielo y desapareció por encima de losarbustos. Acto seguido, una actividadfrenética estalló en el jardín al tiempoque las huestes de Zahzeel alzaban elvuelo o emprendían la marcha, algalope, por los jardines. En cuestión desegundos, el espeluznante desfile sehabía dirigido hacia el sur con granestruendo, en dirección al erario, al

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lugar donde yo no estaba y al que notenía intención de ir.

En cambio, los jardinesseptentrionales seguían sumidos en unacalma y tranquilidad absolutas.

El grillo dio un pequeño saltito detravieso regocijo en su exóticoescondite. Hasta el momento, la partidapodría resumirse como sigue: Bartimeode Uruk: 1, Combinado de Espíritus deSalomón: 0. No estaba mal para veinteminutos de trabajo, creo que en esoestaremos todos de acuerdo. Sinembargo, no me quedé a celebrarlo. Eraimposible predecir cuánto tardaría enregresar Zahzeel y compañía.

• • • • •

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De acuerdo con esta sensación deapremio, saqué a la joven del rosal deun tirón, sin miramientos, y la puse acorrer a mi lado en dirección norte, através de los jardines. Aproveché parahacerle un pequeño resumen de mi éxitopor el camino, solo lo estrictamentenecesario, sin irme por las ramas nihacer alardes, como suelo acostumbrar,reduciendo al mínimo lascomparaciones históricas y concluyendocon solo tres cantos líricos de loanzahacia mi persona. Cuando acabé, esperésus comentarios, animado, pero la jovenno abrió la boca, seguía demasiadoocupada arrancándose las espinas delrefajo.

Por fin terminó.

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—Bien —dijo—. Bien hecho.Me la quedé mirando.—¿Bien hecho? ¿Es todo lo que se

te ocurre? —Señalé las arboledas y laspérgolas desiertas que nos rodeaban—.Mira, ¡ni un alma en un solo plano! Hedespejado el camino hasta la mismísimapuerta de Salomón. Ni un marid lohubiera hecho mejor en tan poco tiempo.¿Bien hecho? —Fruncí el ceño—. ¿Quérespuesta es esa?

—Es un agradecimiento —replicó—. ¿Acaso alguno de tus otros amos tehubiera felicitado siquiera?

—No.—Pues entonces...—Pensaba que precisamente tú

verías las cosas de otra manera —dije,

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como quien no quiere la cosa—. Yasabes, teniendo en cuenta que tambiéneres una esclava.

Se hizo un breve silencio. Antenosotros, los aposentos del reyasomaron entre los árboles, unaestructura abovedada que se recortabacontra el brillo lechoso de las estrellas.

La joven salvó de un salto elpequeño canal embaldosado que dabapaso a los jardines acuáticos.

—No soy una esclava.—Sí, ya. —Había vuelto a adoptar

apariencia humana y el joven y apuestosumerio avanzaba con largas y grácileszancadas, como un lobo—. Ya meacuerdo: eres «guardiana por herencia».Qué bonito. Nada que ver, ¿adónde va a

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parar? Por cierto, la parte esa de «porherencia», ¿qué significa?

—¿No es obvio, Bartimeo?Continúo el legado de mi madre, y el dela madre de mi madre, y así hasta dondeme alcanza la memoria. Yo, igual queellas, tengo el deber sagrado de protegerla vida de nuestra reina. No existe unaprofesión más honrosa. Y ahora, ¿pordónde?

—Hay que bordear el lago por laizquierda. Allí hay una pasarela.Entonces, ¿llevas preparándote para estodesde que naciste?

—Bueno, desde que era muypequeña. De bebé se me habrían caídolos cuchillos.

La miré.

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—¿Eso era un chiste o unpensamiento completamente literal?Sospecho que lo último.

—Ya sé que intentasdesprestigiarme, demonio —contestó lajoven con frialdad—. Ocupo unaposición elevada. Hay un altar especialreservado a las guardianas en el Templodel Sol. Las sacerdotisas nos bendicenuna por una en todas las festividades. Lareina se dirige a nosotras por nuestronombre.

—Qué emocionante... —comenté—. Espera, vigila cuando crucemos elpuente, hay un hilo trampa en el segundoplano que hará saltar una alarma.Cuando lleguemos en medio del puente,da un pequeño salto, como yo. Eso es,

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ya lo has salvado... Tengo una pregunta:¿alguna vez en la vida has podidoescoger algo de lo que haces? ¿Podríashaber sido cualquier otra cosa que nofuera guardiana?

—No, y tampoco hubiera querido.Seguí los pasos de mi madre.

—Sin libertad de elección —dije—. Predestinada desde el nacimiento.Obligada a sacrificarte por un amodespiadado e insensible. Eres unaesclava.

—La reina no es insensible —protestó la joven—. Estuvo a punto deecharse a llorar cuando me envió...

—... a una muerte segura —lainterrumpí, terminando la frase por ella—. Eres incapaz de ver lo que tienes

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delante de las narices, ¿verdad? Apropósito, allí hay otro hilo trampa,tendido entre esos árboles. Agáchate,así, bien abajo. Eso es, ya lo hemospasado. Hazme caso —proseguí cuandoretomamos el paso—, posees un títulovistoso y un buen arsenal, pero estás tansometida como si llevaras un grillete enel cuello. Lo siento por ti.

La joven se hartó.—¡Silencio!—Lo siento, pero no puedo

callarme. Lo único que nos diferencia esque yo soy consciente de lo que ocurre.Sé que estoy sometido y eso me crispalos nervios, pero al menos meproporciona un soplo de libertad. Tú nisiquiera tienes eso. Esa reina de la que

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tanto hablas, en estos momentos debe deestar riéndose hasta caerse del trono delo dispuesta que estás a obedecer hastael último de sus caprichos.

Un destello a la luz de las estrellas;un puñal había aparecido en la mano dela joven.

—¡No te atrevas a insultar a lareina, demonio! —gritó—. Ni siquierapodrías llegar a imaginar laresponsabilidad que pesa sobre susespaldas. Tiene fe absoluta en mí y yo enella. Jamás se me ocurriría cuestionar niuna de sus órdenes.

—Ya veo que no —contesté sinamilanarme—. Bien, cuidado aquí:tenemos que dar tres saltitos, unodespués del otro, tan altos como puedas.

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Eso es. Ahora ponte a gatas... Avanza arastras... Intenta mantener el trasero lomás pegado al suelo posible, gracias...Un poco más... Muy bien, ya puedeslevantarte.

La joven se volvió y me miróasombrada tras superar el trecho dehierba donde ella no veía nada.

—Pero ¿cuántos hilos trampa habíaahí escondidos?

Me acerqué a ella caminandotranquilamente, con una sonrisa de orejaa oreja.

—Ninguno. Solo ha sido unpequeño ejemplo ilustrativo de lo que tureina está haciendo contigo, además deentretenido. No te detienes a cuestionarnada, ¿verdad? «Obediencia ciega sin

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objeto», ese podría ser tu lema.La ira casi le impedía respirar. La

hoja de la daga que empuñaba de prontose balanceó con pericia entre las yemasdel índice y el pulgar.

—Debería matarte por eso.—Sí, sí, pero no lo harás. —Le di

la espalda y empecé a examinar losgrandes bloques de piedra del edificioque se alzaba delante de nosotros—.¿Por qué? Porque eso no ayudaría ennada a tu querida reina. Además, ahorano estoy en el círculo. Aquí fuera podríaesquivarlo sin esfuerzo, aunqueestuviera mirando hacia el otro lado.Pruébalo si quieres, faltaría más.

Por unos momentos, solo hubosilencio a mis espaldas, hasta que oí

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unas pisadas sordas sobre la hierba.Cuando la joven llegó a mi altura, elpuñal había regresado al cinto.

Estudió la mole de cantería dearriba abajo con el ceño fruncido. A lospies del edificio, los últimos vestigiosde los jardines septentrionales se abríana una enramada escultórica de jazmines.Puede que las florecillas blancas fueranun deleite para la vista a la luz del día,pero bajo el resplandor espectral de lasestrellas recordaban a una pila dehuesos relucientes.

—Entonces, ¿ya? ¿No hay que darmás vueltas? —preguntó la joven.

Asentí con un gesto de cabeza.—No, seguramente en todos los

sentidos. Esta es la torre de Salomón.

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Hay una terraza en lo alto, que es pordonde sugiero que intentemos entrar. Sinembargo, antes de nada, tengo una últimapregunta.

—¿Y bien?—¿Qué piensa tu madre de este

asunto? De que vengas hasta aquí túsola. ¿Está tan contenta como tú?

A diferencia de algunas de misotras preguntas incisivas, esta parecióencontrarla muy fácil de responder.

—Mi madre murió al servicio de laúltima reina —contestó sin más—. Velapor mí desde el reino del dios Sol yestoy segura de que le honra todo lo quehago.

—Ya veo —fue lo único quecontesté a aquello. Y, además, también

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era así...

• • • • •

En otras circunstancias, en esemomento me habría transformado en unroc, en un fénix o en cualquier otra aveigual de majestuosa, habría agarrado ala joven por el tobillo y la habría izadoindecorosamente hasta la terraza. Pordesgracia, el nuevo peligro queacechaba en lo alto impidió que lohiciera: un ejército de pulsacionesluminosas de color verde brillante sesuspendían a distintas alturas, muy cercadel muro. Se movían muy despacio y demanera errática, pero había lugaresdonde se condensaban y a veces

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aceleraban sin razón aparente. Cualquiercosa que alzara el vuelo colisionaríacon ellas de modo inevitable, conresultados desagradables.

Eran seres de primer plano, demodo que la joven también podía verlos.

—¿Y ahora qué hacemos?—Necesitamos un disfraz

apropiado... —contesté—. ¿Qué seadhiere a las paredes?

—Las arañas —contestó—. O lasbabosas.

—No soy muy amante de lasarañas. Hay que controlar demasiadaspatas y me hago un lío. Podríaconvertirme en una babosa, perotardaríamos toda la noche en llegar allíarriba. Además, ¿cómo iba a llevarte?

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—Chasqueé los dedos—. ¡Ya lo sé! Unlagarto bien hermoso.

Dicho y hecho, el apuesto joven sedesvaneció y en su lugar apareció unasalamanquesa gigante algo menosatractiva a la que no le faltaba ni undetalle, desde las escamas espinosas eintercaladas, los dedos separados y laspatas provistas de ventosas hasta losojos protuberantes de mirada pasmada,dispuestos a cada lado de la bocadesdentada y sonriente.

—Hola —dijo, sacando una lenguasalivosa—, dame un abracito.

El chillido de la joven seguramentehabría sido el más estridente que jamáshubiera lanzado ninguna de lasguardianas por herencia de Saba, aunque

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quedó amortiguado por la punta de milarga y nervuda cola, que se enroscó asu alrededor y la levantó del suelo. Ellagarto desapareció pared arriba,adhiriéndose a las piedras con laspegajosas almohadillas que recubríansus pies de dedos abiertos. Mantenía unojo fijo en la pared, con la vista alfrente, y había rotado el otro en unángulo de noventa grados sobre mihombro escamoso, atento a laspulsaciones flotantes, para vigilar queninguna de ellas se acercara demasiado.Era una lástima que no tuviera un ojoadicional para ver qué tal le iba a lachica que colgaba detrás, pero variasmaldiciones pronunciadas en árabe a lolejos me informaron sobre su estado de

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ánimo.Avanzaba a buen paso y podría

decirse que el camino estaba libre deobstáculos. Solo una vez una de laspulsaciones se acercó mínimamente anosotros, y entonces me marqué unremeneo para esquivarlo. Sentí cómo elaire se enfrió de repente cuando rebotócontra la pared, junto a mi cabeza.

En resumen, las cosas iban bastantebien. Es decir, iban bien hasta que oíque la chica gritaba algo por debajo demí.

—¿Qué dices? —pregunté, girandoun ojo de mirada mordaz en su dirección—. Ya te lo he dicho, no me van lasarañas. No quiero meter la pata. Yapuedes darte con un canto en los dientes

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de que no me haya decidido por lababosa.

Estaba muy pálida, lo que podríaachacarse al zarandeo, pero tambiénseñalaba hacia lo alto y a un lado.

—No —dijo con voz ronca—. Unaaraña, allí arriba.

El lagarto volvió ambos ojos enaquella dirección, justo a tiempo de vercómo un enorme y orondo genio arañasalía como podía de una grieta oculta enla pared. Tenía el cuerpo de unatarántula, tan hinchado como el cadáverde una vaca tras las lluvias. Todas laspatas eran fuertes y nudosas como elbambú y acababan en un aguijónpuntiagudo. Aun así, la cabeza erahumana, adornada con una barbita bien

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cuidada y un sombrero alto y cónico.Era evidente que, aun siendo guardiánde la torre de Salomón, no estaba bajolas órdenes de Zahzeel. Eso o era sordo.En cualquier caso, en esos momentos,reaccionó con gran rapidez. Un chorrode hebras trenzadas y amarillas saliódisparado de sus abombados bajos y mealcanzó de pleno, por lo que acabésoltándome de la pared. Caí variosmetros, intenté asirme con desespero alo que fuera y quedé colgando de unasola mano, recubierto de aquella especiede telaraña y balanceándome adelante yatrás sobre el abismo.

Oí gritar a la joven por allí abajo,pero ahora no tenía tiempo de prestarleatención. La araña levantó una de las

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patas, a punto de lanzar una bengala porencima de los jardines. Los esclavos deSalomón la verían de inmediato y notardarían en presentarse.

Sin embargo, el lagarto movióficha. Con una de las patas libres, lelancé un manto a la araña, paraenterrarla bajo él. Mi conjuro cobróvida con un resplandor en el precisoinstante en que el otro insecto disparabala bengala. El rayo alcanzó la parteinterior del manto, rebotó contra esta yacertó en la panza abultada de la araña.Al mismo tiempo, el lagarto se abriópaso a través de las hebras entretejidasrasgándolas con la garra delantera.

Su cuerpo todavía humeaba a causadel impacto de la bengala, pero aun así

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la araña despedazó el manto, se lo quitóde encima con un contraconjuropronunciado deprisa y corriendo,flexionó las patas y se lanzó paredabajo, en mi dirección. Me balanceéhacia un lado, esquivé su ataque, laatrapé por una de las peludas patastraseras y empecé a darle vueltas y másvueltas a una velocidad vertiginosaantes de lanzarla con todas mis fuerzas,que eran considerables, directamentecontra una pulsación que flotaba a laderiva a pocos metros de allí.

Tras un fogonazo, un campo defuerza compuesto por bandas de luznegras y amarillas envolvió al genio.Las bandas empezaron a estrecharse y aestrujarlo poco a poco, hasta que lo

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hicieron desaparecer.Lo único que lamentar fue la

efusión mágica, que seguramente pudoverse desde el sur, pero a tenor de lascircunstancias no me había quedado másremedio. El lagarto bajó la vista hacia lachica que llevaba colgando y le guiñó unojo.

—¿Te ha gustado la técnica dellanzamiento? —dije sonriendo—. Laaprendí arrojando ardillas con losnómadas mogoles —en las nochestranquilas, bajábamos al lago Baikalllevando cada uno un cesto lleno deardillas bien hermosas y las lanzábamosde refilón para que rebotaran sobre lasuperficie del agua. Mi mejor marca eraocho botes, siete chillidos—. En las

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noches tranquilas, bajábamos al... ¡Eh!¡No! ¿Qué estás haciendo?

Ya volvía a empuñar la daga deplata. Había echado el brazo hacia atrásy me miraba fijamente con ojos de loca.

—¡No lo hagas! —grité—. ¡Nosmatarás a ambos! ¡Vas a...!

Todo ocurrió muy rápido: el puñalabandonó su mano, pasó rozándome elmorro y se hundió firmemente en algoblando que tenía a la espalda, muycerca, con un ¡plaf!

Los ojos del lagarto volvieron arotar y se toparon con un enorme yorondo genio araña, ¡el segundo!, quemiraba incrédulo la empuñadura de ladaga de plata que asomaba en el centrode su barriga. Las patas, alzadas de

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manera amenazadora sobre mi cabeza,se palparon sin fuerza la heridaenvenenada. Su esencia se volviómarrón y apagada y, como un hongoviejo, se hundió sobre sí mismo mientrasexpulsaba un polvo gris muy fino.Perdió el equilibrio, se soltó de lapared, cayó a plomo y desapareció.

Todo volvía a estar tranquilo.Bajé la vista hacia la joven, quien

seguía colgando de mi cola enroscada.—Bien —dije finalmente—. Bien

hecho.—¿Bien hecho? —Tal vez se

debiera a la pálida luz de las estrellas oquizá al ángulo en que colgaba, perohubiera jurado que la joven me mirabacon una sonrisita—. ¿Bien hecho? ¿Qué

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respuesta es esa?—Vale, de acuerdo. Gracias —

contesté refunfuñando.—¿Lo ves? —dijo—. No es tan

fácil, ¿a que no?El lagarto no contestó, sino que

retomó la ascensión por la pared con uncoletazo ligeramente indignado.Momentos después, habíamos llegado ala terraza.

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Capítulo 27 La escalada de la pared había

resultado una prueba de fuego paraAsmira. Por si el zarandeo al que sehabía visto sometida no hubiera sidosuficiente —y tenía la seria sospecha deque el genio había sacudido la cola deun lado al otro con mayor vigor del queera estrictamente necesario—, laimpotencia extrema que había sentido lahabía mortificado en grado sumo.Enroscada en la cola, suspendida en elaire muy por encima del suelo y siendouna mera espectadora de la luchaencarnizada que el lagarto habíaentablado con el primero de los

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repulsivos guardianes araña, había sidoconsciente por primera vez de hasta quépunto dependía de su esclavo. Pormucho que pretendiera negarlo, ladependencia era absoluta. Sin Bartimeo,jamás habría llegado tan lejos; sinBartimeo, no tenía ninguna posibilidadde llegar mucho más cerca de suobjetivo.

De acuerdo, había sido ella quienhabía conseguido poner al genio a suservicio gracias a su agilidad mental y asu entereza. Había sacado todo elpartido posible a la oportunidad que sele había presentado. Sin embargo, enrealidad, no había sido más que unaafortunada casualidad. De haber tenidoque arreglárselas sola en el palacio,

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todos sus conocimientos y años deentrenamiento no le hubieran servido denada, y la reina se habría equivocado aldepositar su confianza en ella. Sola,hubiera fracasado.

La concienciación de suslimitaciones, de su fragilidad individual,de pronto envolvió a Asmira y aquellasensación tomó la forma que solíaadoptar. Asmira rememoró a su madre,subida al carro, en pie junto al trono,mientras sus asesinos avanzaban portodos los flancos. Vio las destellanteshojas de los cuchillos bajo el sol. Yvolvió a sentir el terror que leprovocaba su propia debilidad, ladebilidad de aquella niña de seis años,demasiado torpe, demasiado débil y

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demasiado lejos para poder ayudar a sumadre.

Antes que el zarandeo de la cola, loque realmente le revolvía el estómagoera aquella angustia, por eso había sidoun verdadero alivio que el segundoguardián hubiera salido correteando desu agujero y le hubiera ofrecido laoportunidad de abatirlo lanzándole elcuchillo que había sacado del cinto.Como siempre, la desenvoltura con quese movía en momentos de acción leproporcionaba sosiego, la angustiainterior se hacía añicos cuando noestaba parada. El recuerdo de su madrese desvaneció, por el momento, en eldestello que lanzó la hoja del cuchillo alalcanzar su objetivo y Asmira consiguió

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volver a concentrarse en la misión quela había llevado hasta allí. Ni siquierael último y accidentado tramo hasta laazotea, durante el cual tuvo la impresiónde que el genio la zarandeaba con mayorvigor del necesario, logró empañaraquella sensación, y cuando por fin pudoponer un pie en la terraza estaba muchomás animada que antes.

Se encontraban en un pórticosostenido por columnas y abierto a lasestrellas. Algunas estatuas se perfilabansobre los pedestales repartidos entre lospilares, y había sillas y mesasdiseminadas por todas partes. Porencima de ellos, y ahora casi al alcancede la mano, la cúpula de la torre sealzaba hacia el firmamento. En la base

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de la cúpula había un arco de entrada,negro como boca de lobo, y al que seaccedía a través de un pasillo cubiertoque partía de la terraza.

Asmira se volvió para echar unvistazo al camino que había seguidopara llegar hasta allí. A lo lejos,plateados bajo la luz de las estrellas, losjardines se perdían en los confinesmeridionales del palacio, donde unosdistantes puntitos de colores se movíanarriba y abajo a gran velocidad.

Un pequeño gato del desierto, deorejas largas y puntiagudas, cuerpoesbelto y una cola rayada y peludaenroscada alrededor de las patasdelanteras, descansaba sobre labalaustrada, observando el movimiento

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de las luces.—Todavía andan dando vueltas

alrededor del erario, persiguiendosombras —comentó el gato—. Menudapanda de mentecatos. —Sacudió lacabeza con lástima y volvió sus enormesojos liliáceos hacia Asmira—.Imagínate, pensar que podrías haberinvocado a uno de esos... ¿No te sientesafortunada de haber dado conmigo?

Asmira se apartó un mechón de lacara con un resoplido, irritada por queel genio hubiera expresado en voz altasus propios pensamientos.

—Lo mismito que tú —contestóella, poco dispuesta a dar su brazo atorcer—, teniendo en cuenta que fui yoquien te sacó del frasco y quien hace un

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momento mató a esa especie de araña.Se llevó la mano al cinto. Le

quedaban dos puñales. En fin, seríansuficientes.

—Yo diría que ambos podemos darlas gracias de haber llegado hasta aquívivitos y coleando —insistió el gato deldesierto saltando al suelo con elegancia—. Veamos cuánto más conseguimosalargar nuestra buena fortuna.

Con la cola en alto y los bigotesdesplegados, se paseó entre lascolumnas, asomando y desapareciendoentre las sombras.

—No parece que haya maleficios,ni cordones trampa, ni zarcilloscolgantes... —murmuró—. La galeríaestá despejada. Salomón debe de confiar

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en todo lo que hemos dejado atrás.Ahora bien, ese arco... No hay puerta,solo unos cortinajes. Demasiado fácil,lo lógico sería esperar... ¡Exacto!, hayuna red en el séptimo plano. —El gatovolvió la vista por encima del hombropeludo cuando Asmira se acercó—.Para que te hagas una idea, es como unatela de araña nacarada y brillante,tendida en medio del paso. En realidad,es bastante bonita, aunque dotada con unsistema de alarma.

Asmira frunció el ceño.—¿Qué podemos hacer?—Tú, como siempre, no puedes

hacer nada salvo quedarte ahí plantadaarrugando el entrecejo. Yo, en cambio,tengo varias opciones. Veamos, calla un

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momentito. Tengo que concentrarme enesto...

El gato se quedó muy quieto. Setumbó delante del arco de entrada y selo quedó mirando fijamente. Al pocorato, empezó a lanzar un bufido apenasaudible. Una o dos veces levantó laspatas delanteras y las movió de un ladoal otro, pero, aparte de eso, no parecíaque hiciera nada más. Asmira seguía susmovimientos un tanto frustrada,contrariada una vez más por sudependencia absoluta de su esclavo. Yera un esclavo, de eso no cabía duda.Tanto daba lo que Bartimeo hubieradicho, entre ellos no existía ningúnparalelismo posible. Ninguno. Lainvocación que había pronunciado le

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había asegurado el sometimientoabsoluto del genio. Algo completamentedistinto de su obediencia voluntaria a lareina.

Pensó en la reina Balkisaguardando noticias en Marib,esperanzada, rezando por el éxito de sufiel guardiana. ¡Solo quedaba un díapara la fecha límite! A aquellas alturas,lo más probable era que hubieranasumido su fracaso y estuvieran tomandolas medidas oportunas para hacer frentea la ofensiva. Asmira se preguntó quéencantamientos utilizarían lassacerdotisas para proteger la ciudad,qué demonios invocarían para unaúltima y desesperada defensa...

Apretó los labios. Estaba muy

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cerca. No fallaría.De pronto, el gato se rió entre

dientes y movió la cola para recalcar suregocijo.

—¡Ahí lo tienes! ¡Mira québelleza! El soplo acatador es la bomba.Nunca falla.

Asmira miró el arco con atención.—Yo no veo ninguna diferencia.—Claro que no la ves. Eres

humana y, por lo tanto, gracias a lasleyes inmutables de la naturaleza, unacompleta nulidad. He utilizado el soplopara que la red se abriera y he puesto unsello para que no se cierre. Ahoramismo hay un bonito agujero aquí enmedio. No es demasiado grande, nopuedo arriesgarme a que las hebras

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toquen unas con otras, de modo quetendremos que atravesarlo de un salto.Sí, ya sé que no lo ves. Haz lo que yohaga.

El gato del desierto cruzó el arcocon un salto enérgico y aterrizó conelegancia justo delante de los cortinajes.Asmira no vaciló. Tras grabar latrayectoria del gato en su mente,retrocedió dos pasos para cogercarrerilla, echó a correr y dio un saltomortal con las piernas y los brazos bienrecogidos junto al cuerpo. En el puntomás alto de la parábola que describió susalto, Asmira percibió algo frío muycerca de ella, pero no llegó a tocarlo ypronto dejó de notarlo. La joven aterrizócon una voltereta justo al lado del gato

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del desierto y, sin poder frenar, se diode bruces contra los cortinajes, por entrelos que asomó la cabeza.

Cuando consiguió detenerse, estabaa gatas y había entrado medio cuerpo demanera muy poco elegante en la sala quevenía a continuación del arco deentrada.

Se trataba de una habitación dedimensiones majestuosas, alargada y dealtos techos, con pilares cuadrados yblancos que se proyectaban de lasparedes encaladas. Entre cada pilar...

Asmira estornudó.Unas pequeñas garras se le

clavaron en el hombro y la devolvierona rastras tras los cortinajes que por elmomento les servían para ocultarse.

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Asmira volvió a estornudar. El aire eracálido y sofocante, y estaba cargado deun olor floral tan empalagoso ypenetrante que arrugó la nariz. Hundió lacara en la manga.

Cuando se recuperó, el gato deldesierto la miraba fijamente mientras sepinzaba el hocico con una pata.

—¿Ya te ha llegado el perfume? —le susurró—. A mí también. Es del rey.

Asmira se frotó los ojos.—¡Es muy potente! ¡Debe de haber

pasado ahora mismo por aquí!—Qué va, no creas, puede que haga

horas. Dejémoslo en que a Salomón leencanta su loción de afeitado. Aunquetenemos suerte de que ahora mismo noesté ahí dentro, teniendo en cuenta los

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bramidos de elefante furibundo que hasestado soltando. Hemos venido paraintentar acabar con el tipo, ¿recuerdas?A partir de ahora, nos vendría muy bienun poco de sigilo y delicadeza.

Diciendo aquello, el gato echó aandar y desapareció entre los cortinajes.Asmira contuvo la rabia, recuperó lacompostura, hizo una profundainspiración y entró en las dependenciasprivadas del rey Salomón.

Tal como había atisbado unsegundo antes, la estancia era de techosmuy altos y dimensiones considerables.El suelo, de mármol rosa veteado,estaba cubierto de alfombrasdecorativas adornadas con símbolosmísticos. En el centro de la sala había

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una piscina circular y escalonada llenade agua que humeaba ligeramente. A sualrededor había dispuestos sillas, lechosy cojines con borlas. Una enorme bolade cristal descansaba en una mesa deónice, mientras que entre las palmerasque crecían en tiestos, se repartíandelicados pies dorados que sosteníanbandejas de plata repletas de frutas ymanjares, montañas de pescado, dulces,jarras de vino y copas de cristal pulido.

Asmira se quedó boquiabierta anteel sereno esplendor de todo aquello. Sumirada iba de una maravilla a otra. Depronto, su misión ya no le pareció tanurgente y sintió deseos de participar dellujo que la rodeaba; tal vez tumbarse enun lecho y probar el vino, o ahuyentar el

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cansancio hundiendo los pies en lascálidas y sedantes aguas de la piscina.

Despacio, adelantó un paso...—Yo que tú no lo haría —dijo el

gato del desierto, posando una patasobre la rodilla de la joven.

—Es todo tan bonito...—Eso es porque Salomón ha

lanzado un encanto sobre la sala, no haynada mejor para hacer caer en la trampaa los incautos. Prueba un solo bocado deesos manjares, echa un solo vistazo aesa bola, mete aunque solo sea unmeñique en esa agua y mañana a lasalida del sol todavía estarás aquíatrapada cuando Salomón se paseetranquilamente por la sala y topecontigo. Lo mejor es ni mirarlo.

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Asmira se mordió el labio.—Pero es que es tan bonito...—Yo que tú le echaría un ojo a los

murales de las paredes —insistió el gato—. Mira, ese es el viejo Ramsés en sucarro, y ese es Hammurabi en susjardines colgantes; ahí tienes también unretrato no demasiado fiel deGilgamesh... Me gustaría saber qué hasido de la nariz torcida. Pues sí, aquíestán todos los grandes —dijo el gato—.La típica chabola del típico déspotaobsesionado con ser más grande y mejorque quienes lo precedieron. Estoyseguro de que aquí es donde Salomón sesienta a planear las conquistas delugares como Saba.

Asmira seguía mirando embobada

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las volutas de vaho aromático que sealzaban suavemente de la piscina, perolas últimas palabras del genio lehicieron dar un respingo y sus dedos secerraron sobre la empuñadura de ladaga. No sin esfuerzo, consiguió apartarlos ojos de la habitación encantada ydirigió al gato una mirada encendida yconfusa.

—Así está mejor —dijo Bartimeo—. Este es mi plan: la sala dispone decuatro salidas, dos arcos a la derecha ydos a la izquierda, y todos pareceniguales. Propongo que vayamoscomprobándolos de uno en uno. Yo irédelante y tú detrás. No apartes los ojosde mí en ningún momento. Recuerda:solo mírame a mí, o el encanto te

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atrapará. Creo que podrás arreglártelas¿o quieres que lo repita?

Asmira lo miró con el ceñofruncido.

—Claro que podré arreglármelas,no soy imbécil.

—Y, sin embargo, en muchosaspectos, sí que lo eres.

Dicho aquello, el gato se puso enmarcha y avanzó con sigilo entre lechosy mesas doradas. Asmira se apresuró aseguir su paso, maldiciendo. Por lo queintuía por el rabillo del ojo, lasrutilantes tentaciones parpadeaban ycentelleaban como bellos recuerdos deun sueño, pero la joven las ignoró porcompleto y en ningún momento apartó lavista de...

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—¿Te importaría bajar un poco lacola, por favor? —dijo entre dientes.

—Mantiene tus pensamientosalejados del encanto, ¿no es así? —contestó el gato—. Deja de quejarte.Está bien, aquí está el primer arco. Voya echar un vistazo... ¡Ayayay! —Elfelino se agachó al tiempo queretrocedía muy nervioso, con la colacompletamente erizada—. ¡Está ahí! —anunció en un susurro—. Compruébalotú misma, pero ve con cuidado.

Con el corazón desbocado, Asmiraasomó la cabeza por detrás de lacolumna que tenía más cerca, sobre laque se apoyaba el arco. Al otro ladohabía una estancia circular, sin apenasmuebles ni adornos y con columnas de

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mármol encajadas en la pared. En elcentro había una tarima y muy porencima de esta se alzaba una cúpula decristal a través de la cual podíancontemplarse las constelaciones en todosu esplendor.

Sobre la plataforma alzada habíaun hombre, de pie.

Estaba de espaldas al arco deentrada y, por tanto, no alcanzaba a versu rostro, pero Asmira lo reconoció porel mural que había visto en la pared dela Salón de los Hechiceros. Vestía unatúnica de seda que le llegaba hasta elsuelo, decorada con motivos tejidos conhilo de oro que recordaban a loszarcillos. Llevaba el cabello oscurosuelto sobre los hombros. Tenía la

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cabeza alzada y miraba hacia lo alto,hacia las estrellas, en actitudcontemplativa y silencio absoluto, conlas manos unidas tras la espalda,relajado.

Lucía un anillo en uno de losdedos.

Asmira se había quedado sinrespiración. Sin apartar la mirada delsilencioso rey, alargó la mano y sacó elpuñal del cinto. Los separaban quincemetros, a lo sumo. Había llegado elmomento. Le atravesaría el corazón conun solo lanzamiento y Saba se habríasalvado. Saba se habría salvado. Unagota de sudor le rodó por la frente yrecorrió el contorno de la nariz.

Lanzó el puñal al aire y lo recogió

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por la punta.Retiró el brazo hacia atrás.El rey continuaba observando

tranquilamente las estrellas infinitas.La joven sintió que algo le tiraba

de la túnica. Bajó la vista. El gato deldesierto estaba allí, haciéndole gestosdesesperados para que regresara con éla la otra sala. La joven sacudió lacabeza y levantó el puñal.

Volvieron los tirones, lo bastantefuertes para hacerle errar el tiro. Asmiralanzó un grito mudo y desesperado y sedejó apartar del recodo del arco, devuelta a la primera estancia. Se agachó yfulminó al gato con la mirada.

—¿Qué? —susurró con los dientesapretados.

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—Aquí pasa algo.—¿Qué quieres decir con que pasa

algo? ¿No es Salomón?—No... lo sé. Si se trata de un

espejismo, es de los que no puedodesentrañar. Pero es que...

—Que, ¿qué?—No sé. No sabría decirte de qué

se trata.Asmira se quedó mirando al gato.

Se puso en pie.—Voy a hacerlo.—¡No! Espera.—¡Chist, va a oírnos! No volveré a

tener una oportunidad como esta.¿Quieres dejar de darme tirones?

—Hazme caso, ¡no lo hagas! Esdemasiado fácil. Es demasiado...

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Asmira volvió la cabeza. Vio laexpresión contenida y suplicante de lareina Balkis y a las sobrias sacerdotisasformando en el patio. Imaginó las torresde Marib en llamas. Vio cómo abatían asu madre y cómo su cabello caía encascada sobre el regazo de la viejareina, como un torrente.

—Suéltame —dijo entre dientes. Elgato se aferraba a su brazo—. ¿Quieressoltarme de una vez? ¡Puedo hacerlo!Puedo acabar con esto ahora mismo...

—Es una trampa, estoy seguro. Esque... ¡Ay!

Asmira había sacudido el brazoempuñando el cuchillo de plata en lamano, aunque no con la intención deherir al genio, sino de quitárselo de

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encima. El gato se soltó de la manga y sealejó de un salto, con el pelo erizado.

Una vez más, Asmira se agachójunto al arco. El rey no se había movido.

En un movimiento fluido, la jovenlevantó el brazo, volvió a bajarlo hastaque la mano estuvo a la misma alturaque el hombro y lanzó el puñal con todassus fuerzas con una breve y expertasacudida de muñeca. El cuchillo alcanzóa Salomón en el pecho, justo por encimadel corazón, donde quedó clavado hastala empuñadura. El hombre se desplomósin pronunciar un solo quejido.

En el preciso instante en que oyó lavoz del gato.

—¡Ya está! ¡Es el anillo! ¡No brillalo suficiente! ¡El aura tendría que

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cegarme! ¡No...! Ah. Demasiado tarde.Ya lo has hecho.

El cuerpo del rey Salomón cayó alsuelo, pero no se detuvo ahí, sino quesiguió cayendo a través de la superficiesólida de la plataforma, como unapiedra en el agua. Había desaparecidoen un abrir y cerrar de ojos y soloquedaba el puñal, encajado en elmármol.

Todo ocurrió tan deprisa queAsmira todavía seguía clavada en elsuelo y con la mano del puñal estiradacuando la tarima se partió por la mitad yestalló por los aires y el gran demoniose abrió camino entre los restos,bramando y rugiendo con sus tres bocasadornadas con colmillos a los lados. El

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monstruo, una mole grumosa conapéndices y brazos relucientescoronados con un ojo traslúcido, se alzóhasta la cúpula. Todas las miradasestaban vueltas hacia ella. Lostentáculos restallaban y se estremecían,adelantándose a lo que iba a suceder.

Asmira retrocedió hasta la pared;ni su mente ni sus piernas le respondían.En algún lugar no lejos de allí oía cómola llamaba el gato del desierto, pero nofue capaz ni de contestar ni de reunir lasfuerzas necesarias para alcanzar elúltimo puñal que aún le quedaba en elcinto. Lo único que consiguió hacer fuelanzar un grito desgarrado. Sintió quelas piernas le cedían, que se escurríalentamente por la pared... Y en ese

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momento el demonio se abalanzó sobreella, directo a la yugular.

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Capítulo 28 Hay momentos en que a cualquier

genio que se precie no le queda másremedio que dar la cara y pelear.Momentos en que hay que enfrentarse alenemigo con la cabeza bien alta.Momentos en que, por escasas que seantus posibilidades, por grande einminente que sea el peligro, te escupesen las manos, enderezas los hombros, tealisas el pelo y (seguramente con unasonrisita irónica jugueteando en loslabios) adelantas un paso para recibir alpeligro con los brazos abiertos.

Obviamente, aquel no era uno deesos momentos.

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Desafiar al terrible ser que habíadespertado en aquella habitación habríasido un gesto inútil... y lo habría dejadotodo perdido —no me quedé allí losuficiente para fijarme bien, pero por eltamaño y la escala, y no digamos ya portodas aquellas prolongaciones pegajosasque le colgaban y se retorcían por todaspartes, yo diría que se trataba de algoprocedente de los mismísimos abismosdel Otro Lado. Este tipo de seres suelencarecer de educación y sus modales casisiempre dejan mucho que desear—.Solo un idiota lo habría intentado. Oalguien obligado por contrato, claro. Sime hubiera visto forzado a hacerlo pororden de un amo experto, habría tenidoque presentar batalla o caer fulminado

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por la llama funesta. Sin embargo, miama no era una experta, tal como lohabía demostrado durante la invocación,y ahora, por fin, después de irtrampeando durante más tiempo del quehabría imaginado, la joven estaba apunto de pagar las consecuencias.

«Guíame sana y salva hasta el reySalomón», esas habían sido las palabrasexactas de la joven árabe cuando measignó mi cometido y (siendo Bartimeode Uruk un espíritu que desempeña suscometidos al pie de la letra) aquello eraprecisamente lo que había hecho. Cierto,hay que reconocer que existían algunasdudas acerca de la verdadera identidadde la figura que había en la estancia,pero, teniendo en cuenta que compartían

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la misma forma, se parecía a él, olíacomo él y se encontraba en susaposentos, supuse que sería suficiente.La joven desde luego así lo habíacreído, razón por la cual le habíaarrojado el puñal. Según el contrato, yohabía cumplido mi parte. No tenía porqué seguir guardándole las espaldas niun instante más.

Lo cual, con aquel monstruogelatinoso a la vuelta de la esquina, erajusto el descanso que necesitaba.

El gato del desierto echó a correr.Salí de la habitación abovedada y

crucé la sala de las columnas a lacarrera con el pelo de punta y la colaerizada. A mis espaldas oí un chillidoestridente: breve, indeciso e

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interrumpido de manera bastantedrástica con un gargajeo. Bien. Bueno,mal para la joven, claro, pero bien paramí, que es lo que cuenta. Dependiendodel tiempo que la aparición juguetearacon ella antes de liquidarla, esperabaempezar a desmaterializarme encualquier momento.

Mientras tanto, procuraríamantenerme lo más alejado posible. Elgato cruzó la sala como una exhalación,salvó la piscina de un salto, derrapósobre el suelo de mármol y, tras unarápida voltereta lateral de evasión, hizoun mortal y desapareció a través delsiguiente arco.

¡A salvo! ¡Una vez más, miexcepcional combinación de agilidad

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física y mental había vuelto a salvarmeel pellejo!

Aunque había ido a parar a uncallejón sin salida.

Un callejón sin salida bastanteinteresante, para lo que suelen ser loscallejones sin salida, si bien igual depotencialmente mortal. Era evidente queaquella habitación era el lugar dondeSalomón guardaba muchos de sustesoros: un cuarto sin ventanas,iluminado por lámparas de aceite yabarrotado de estantes y cofres.

No había tiempo para ponerse ainvestigar. El gato dio media vuelta y sedirigió a la puerta, aunque lo disuadióun nuevo rugido que helaba la sangre,procedente del exterior. Desde luego,

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aquel ser aterrador no era precisamentede los discretos, aunque tal vez un pelínlento para mi gusto. A aquellas alturas,cualquiera hubiera esperado que yahubiera devorado a la joven. Aunquequizá estuviera reservándosela paraluego, después de haberle arrancado unapierna o algo así. ¿Y si venía a por mí?Estaba claro que debía encontrar unlugar donde esconderme.

Volví a dar media vuelta parabuscar algún escondrijo en aquel cuarto.Y ¿qué vi? Un montón de joyas, ídolos,máscaras, espadas, yelmos, rollos depapiro, tablillas, escudos y otros objetosde factura mágica, sin olvidar unascuantas añadiduras extravagantes comoun par de guantes de piel de cocodrilo,

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una calavera con ojos hechos conconchas y un muñeco de paja lleno debultos y forrado con piel humana —erafácil adivinar que se trataba de pielauténtica por los puntiagudos pelillossobaqueros que le nacían en la coronilladel arrugado cuero cabelludo, como sise tratara de brécol negro. Debo añadirque, ya le puedes poner los botones másbonitos y relucientes por ojos y coserlas boquitas más cursis que quieras,pero si yo fuera un niño y me dieran esemuñeco para llevármelo a la cama yabrazarme a él a la hora de dormir, mesentiría un poco estafado—. También viuna vieja conocida: aquella serpiente deoro que había robado en Eridu. Sinembargo, lo que realmente deseaba —es

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decir, una salida—, eso no lo vi porninguna parte.

Con las garras sudorosas por laangustia, el gato miró a uno y otro lado,repasando los estantes. Casi todos losobjetos que había en aquella estanciaeran mágicos y sus auras se entrelazabana través de los planos y me bañaban deluz irisada. Si aquel ser finalmentedecidía ir tras mí, ¿habría algo por allíque pudiera utilizar como último ydesesperado recurso para defenderme?

Nada de nada, a no ser que quisieraarrojarle el muñeco a la cara. Elproblema estaba en que no sabía paraqué servía ninguno de aquellos objetos—tal como os diría mi penúltimo amo,nunca intentéis utilizar un objeto mágico

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que no sabéis para qué sirve. Cientos dehechiceros han arriesgado sus vidas a lolargo de la historia contraviniendo estanorma y solo uno o dos han sobrevividopara arrepentirse. La más famosa detodos, de los genios de mi antigüedad,fue la vieja sacerdotisa de Ur, quiendeseaba la inmortalidad. Durantedécadas hizo trabajar a decenas dehechiceros hasta la extenuación,obligándolos a crear un bello aro deplata que le otorgara la vida eterna. Porfin lo terminaron y la anciana, triunfante,se lo puso en la cabeza. Solo que losseres atrapados en el aro habíandecidido no desvelar las condicionesexactas de la gran magia que invocaban,así que la vieja sacerdotisa vivió

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eternamente, sí, pero digamos que notuvo la plácida vida eterna que ellahabía imaginado—. Sin embargo, en esemomento me fijé en un enormerecipiente de cobre, medio oculto entrelos tesoros apilados al fondo de lacámara. La base era estrecha e ibaensanchándose hasta alcanzar la anchurade las espaldas de un hombre. Sobre latapa circular se había depositado unacapa de polvo, lo que implicaba quenadie, ni siquiera Salomón, lo habíaabierto para comprobar qué habíadentro.

En un abrir y cerrar de ojos, el gatose convirtió en un jirón de niebla que searrastró por el suelo y fue ascendiendohasta la tapa, la cual empujé

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suavemente. Con la velocidad de unaventosidad soltada por un elefante, memetí dentro sin pensármelo dos veces y(todavía en mi estado gaseoso) volví acolocar la tapa en su sitio. Me rodeabala oscuridad. El jirón de niebla levitó ensilencio, a la espera.

¿Me habría ocultado a tiempo?Imaginé a aquel ser arrastrándose

hasta el arco de entrada, dejando unrastro de baba tras sí. Imaginé varios desus ojos tentáculo adentrándose en lahabitación, examinando los tesoros quese apiñaban a ambos lados. Imaginé unode esos apéndices con póliposdesenrollándose, agitándose en el aireen dirección al recipiente...

Tenso como la piel de un tambor, el

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jirón de niebla oscilaba arriba y abajoen silencio.

No ocurrió nada. El recipientesiguió en su sitio.

Pasó el tiempo.Al cabo de un rato, empecé a

relajarme. Era evidente que aquel ser sehabía ido y, con un poco de suerte, paradejar de perder el tiempo y devorar a lajoven. Intentaba decidir si abría la tapaun resquicio y salía de puntillas de miescondite o, siendo prudente,permanecía oculto dentro del recipientecuando fui consciente de que estabanobservándome.

Miré a mi alrededor. Allí no habíanada. Lo que aquella vasija hubieracontenido en un principio ya no estaba, y

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lo único que quedaba en esos momentosera un silencio hermético y polvoriento.Sin embargo, seguía percibiendo algoextraño en el ambiente, un repelúsindefinible envolvía el aire viciado y miesencia se estremeció con una oscurasensación.

Esperé. De pronto, de algún lugarcercano, aunque al mismo tiempoinfinitamente alejado, surgió unavocecita, el eco de un eco, apenas elrecuerdo de una palabra.

—Bartimeo...Llamadme tiquismiquis, pero las

voces extrañas dentro de recipientessiempre me ponen en guardia. El jirónde niebla se transformó de inmediato enuna polilla blanca que empezó a

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revolotear con cautela en la negrainmensidad de la vasija. Lancé rápidaspulsaciones en todas direcciones, leeché un vistazo a todos los planos, peroallí no había nada, solo polvo ysombras.

—Bartimeo...Y entonces, de pronto, se me

ocurrió. Recordé a los tres famososefrits que se habían atrevido a desafiar aSalomón. Pensé en la suerte que habíancorrido, según contaban las historias.Uno de ellos —al menos eso secuchicheaba junto al fuego— habíaquedado reducido a un eco lastimeroatrapado en un recipiente por elcapricho del rey y el poder del anillo.¿Cuál de ellos era...?

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Las antenas de la polilla seestremecieron. Me aclaré la garganta.

—¿Philocretes? —pregunté, concautela.

—El nombre de lo que fui haquedado olvidado —fue la débilrespuesta, un sonido tan leve como elvuelo de una lechuza—. Soy un últimosuspiro, una estela en el aire. Al tiempoque bates tus alas, el aire se estremece yel último vestigio de lo que era sedesvanece. ¿Buscas el anillo?

Por cortesía, la polilla redujo elmovimiento de las alas a la mínimaexpresión. Respondí con reserva, puespercibía cierta maldad, así comotristeza, en la voz.

—No, no.

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—Ah, muy sensato. Yo traté dehacerme con el anillo...

—Ah, ¿sí? Esto... ¿y cómo te fue?—¿Cómo crees que me fue? Soy

una voz encerrada en una maldita vasija.—Cierto.La voz lanzó un gemido cargado de

pesar y nostalgia infinitos.—Si poseyera tan siquiera una

pizca de esencia —murmuró— tedevoraría sin pensármelo, pequeñogenio, te engulliría de un solo bocado.¡Mas, no puedo! Pues Salomón me hacastigado y soy menos que nada.

—Cuánto lo siento por ti —dijecon profunda emoción—. Es unaverdadera vergüenza. En fin, ha sido unplacer charlar contigo, pero parece que

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las cosas están calmadas ahí fuera, asíque tal vez sería mejor que empezara apensar en...

—Ojalá yo también pudieraabandonar esta prisión —susurró la voz—, ¡pues entonces arrojaría a Salomón ala oscuridad eterna! Oh, sí, ahoraconozco su secreto. Ahora podríahacerme con el anillo. ¡Mas lo he sabidodemasiado tarde! Solo se me concedióuna oportunidad. La malgasté y aquídebo morar para siempre, un delicadosusurro, un suspiro infantil, un...

—Supongo que no te apetecerácompartir ese método infalible pararobar el anillo, ¿verdad? —dije,deteniendo el batir de las alas, con unsúbito interés—. No es que a mí me

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interese, claro está, pero puede que otroconsiguiera vengarse en tu nombre...

—¿Qué ha de importarme a mí lavenganza? —La voz era tan débil que,cada vez que la polilla agitaba las alasen el aire estancado, quebraba el sonidoy lo fragmentaba—. Soy el rumor de unpesar recóndito, él...

—Podrías ayudar a que otroespíritu alcanzara la gloria...

—La suerte de los demás no meincumbe. Solo deseo la muerte a todoslos seres de ambos mundos que todavíaposean vida y energía...

—Qué nobles sentimientos, sí,señor. —La polilla habló decidida,dirigiéndose hacia la tapa—: Aun así,sigo siendo de la opinión de que

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Salomón es invencible. Todo el mundosabe que es imposible acercarse alanillo.

La voz vaciló.—¿Qué significa eso? ¿Acaso no

me crees?—Pues claro que no. Aunque, eh,

¿qué más da? Tú sigue devolviéndote tupropio eco si eso te hace feliz, pero yotengo pendientes varios encargos del reyy no puedo andar por aquí perdiendo eltiempo, cotorreando contigo. Adiós.

—¡Necio! —Por débil y frágil queestuviera, la sombría emoción contenidaen la voz hizo que mis alas seestremecieran. Estaba profundamenteagradecido de que Philocretes estuvieraprivado de poder para lastimarme—.

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¡Con qué obediencia ciega regresas atus cadenas —susurraron los ecos—cuando podrías someter a Salomón yhacerte con el anillo en un momento!

—Como si tú supieras cómo —meburlé.

—¡Por supuesto que lo sé!—Ah, ¿sí? ¿Quién lo dice?—¡Lo digo yo!—¿Aquí encerrado de por vida?

Solo estás dándote aires.—Ah, pero no siempre he estado en

esta habitación apartada —se defendióla voz—. Al principio, el maldito reyme tuvo en sus aposentos privados y memostraba a sus mujeres paravanagloriarse ante ellas. Así fue comolo oía hablar y dar órdenes a sus

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siervos, pero, sobre todo, así fue comoescuchaba sus conversaciones con el sertemible que controla el anillo. ¡Conozcosu punto débil! ¡Y sé cómo se lo ocultaal mundo! Dime, genio, ¿es de día o denoche?

—Estamos en las mismísimasentrañas de la noche.

—¡Ah! Entonces, tal vez hayasvisto al rey mientras paseabas por susestancias.

Decidí que era el momento dehacerse el ingenuo.

—Lo he visto en el observatorio,contemplando las estrellas.

—¡Cómo puedes ser tan necio ydejarte engañar por las apariencias!¡Eso no es Salomón!

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—Y, entonces, ¿qué es?—Un truco de magia, una figura de

arcilla hechizada por el espíritu delanillo. La figura se convierte en el reymientras el rey se retira a sus aposentosprivados a descansar. Se trata de unespejismo muy poderoso y de unatrampa para sus enemigos. Cuandoataqué al falso rey creyendo haberencontrado a Salomón indefenso, el deverdad fue alertado y cayó sobre mí enun abrir y cerrar de ojos. Ah, ¡si tan solohubiera pasado de largo, no estaríasufriendo esta maldita condena!

Vacilé.—¿Cómo cayó sobre ti

exactamente?—Con otro espejismo. Es un

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verdadero maestro. Se alzó del suelo loque parecía ser una gran entidad, un entede tal poder que me quedé mudo deterror. Mientras intentaba hacerle frenteinútilmente, lanzando una detonacióntras otra contra aquellos apéndicesretorcidos, Salomón apareció detrás demí y giró el anillo. Y aquí me tienes.

La polilla valoró aquellainformación inesperada. De modo queaquella era la razón por la cual todavíaseguía en la tierra: la joven había sidoapresada, no devorada. Algo que teníarepercusiones inquietantes para mí,sobre todo teniendo en cuenta que aSalomón podría apetecerle conocer alesclavo que había conseguido llevarlahasta allí. Debía hacer algo, y rápido,

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pero primero tenía que sonsacarle algomás a Philocretes.

—Todo eso está muy bien —dijecomo quien no quiere la cosa—, peropongamos por caso que hubieras pasadode largo junto al espejismo y hubierasllegado hasta el verdadero Salomón. Élseguiría teniendo el anillo y tú jamáshabrías logrado quitárselo.

Se oyó un rugido feroz a la vez quedebilitado, como el rumor de unatormenta desatada mar adentro. Lapolilla se meció suavemente en lasligeras brisas y remolinos que secrearon a su alrededor.

—¡Oh, Bartimeo, cerebro demolleja, indigno entre los indignos,cómo desearía poder arrancarte las alas

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y hacerlas trizas! ¡Salomón no esinvencible! ¡Se quita el anillo paradormir!

Al oír aquello, adopté un tonoligeramente escéptico.

—¿Por qué habría de hacer algoasí? Según cuentan las historias, nuncase lo quita. Una de sus mujeres intentó...

—¡Las historias no son ciertas! Alrey le conviene que sea así y por esarazón es él mismo quien las propaga.Entre la medianoche y el cacareo delgallo, el rey debe dormir. ¡Y paradormir, debe quitarse el anillo!

—Pero es que es imposible quehaga una cosa así —insistí—.Arriesgaría demasiado. Todo su poder...

A mi alrededor resonó un borboteo

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horripilante, como el de un sumideroobstruido y un tanto malévolo.Philocretes se había echado a reír.

—¡Sí, sí, ese es el problema! ¡Elanillo contiene demasiado poder yquema a quienquiera que lo llevepuesto! Salomón puede soportarlodurante el día, a pesar de verse obligadoa ocultar ante los demás el dolor que leproduce. De noche, a solas, debeconcederse un respiro. El anillodescansa en una bandejita de plata juntoa su camastro. Lo bastante cerca de élpara alcanzarlo con solo alargar lamano, claro está. ¡Ah, por supuesto quees vulnerable!

—Quema... —murmuré—. Supongoque podría ser cierto. Ya he visto antes

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cosas por el estilo. —el aro dañoso, porejemplo, encajado en la frente de lavieja sacerdotisa de Ur. ¡Cómo gritócuando se lo puso! Solo que ya erademasiado tarde.

—Ese no es el único inconvenientedel anillo —prosiguió la voz—. ¿Porqué crees que Salomón lo utiliza encontadas ocasiones? ¿Por qué crees quedelega tantos trabajos en los hechicerosque tiene siempre a sus pies, comoperros falderos?

La polilla se encogió de hombros.—De acuerdo, tal vez encogerse no es lapalabra adecuada. No tenía hombros.Pero desde luego le di a las alas unmeneo que dejaba a las claras miindiferencia.

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—Suponía que era por puravagancia.

—¡Nada más lejos! Cada vez quealguien lo usa, el anillo le arranca unpoco de vida y, por tanto, cada girodebilita a su portador. Las fuerzas delOtro Lado causan estragos en loscuerpos mortales si se exponendemasiado tiempo al anillo. El propioSalomón, gracias a las grandes proezasque ha llevado a cabo, aparenta muchosmás años de los que tiene en realidad.

La polilla arrugó el entrecejo. —Que sí, que vale. Donde dice «arrugó elentrecejo» léase «arqueó los ojoscompuestos y dejó caer las antenas conaire interrogativo». Anatómicamentemás preciso, aunque un poco farragoso,

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¿no creéis? Espero que ya estéiscontentos.

—A mí me parece que está igualque siempre.

—Fíjate bien. El anillo lo estámatando poco apoco, Bartimeo.Llegados a este extremo, cualquier otrohombre ya se habría rendido, pero elmuy necio tiene un alto sentido de laresponsabilidad. Teme que alguienmenos íntegro que él pueda encontrar elanillo y utilizarlo en su provecho. Lasconsecuencias de algo semejante...

La polilla asintió. (Vale, noempecemos)

—Podrían ser terribles...Aquel recipiente era un pozo de

información. Claro que, también podía

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ser que Philocretes simplementeestuviera loco; además, había dichoalgunas cosas que no acababan decuadrar con lo que me había contado lajoven. Por ejemplo, ¿qué tenía deíntegro amenazar con destruir Saba siuno no obtenía la montaña de inciensoque quería? Aunque, claro, Salomón eraun humano y, por tanto, imperfecto. —Adelante, echaos un vistazo en elespejo. Un buen vistazo, si es que soiscapaces de soportarlo. ¿Lo veis? Decirque era imperfecto es quedarse corto,¿no?

Aun así, ¿cómo saber qué era ciertoy qué no sin ir a comprobarlo por unomismo?

—Gracias por todo, Philocretes —

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dije—. Debo admitir que lo que dicesparece cierto. Salomón tiene un puntodébil y es vulnerable.

—Ah, sí, pero el rey duermetranquilo, pues nadie salvo yo conoce laverdad.

—Esto... Y ahora yo también —dije alegremente—, y voy a investigar elasunto en un santiamén. Igual incluso lebirlo el anillo, si se me presenta laoportunidad. ¿Sabes qué?, mientras tú tequedas aquí, pudriéndote en esta vieja yaburrida vasija, piensa en mí haciendolo que tú siempre has querido, saborearla venganza y la gloria eterna. Sihubieras sido amable conmigo, tal vezme hubiera ofrecido a romper elrecipiente y de ese modo aliviar tu

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sufrimiento, pero no lo has sido y no voya hacerlo. Si me acuerdo, puede quevuelva a pasarme por aquí en uno o dosmilenios a hacerte una visita. Hastaentonces, adiós muy buenas.

Dicho aquello, la polilla se dirigióhacia la tapa y en ese momento oí unalarido tan lejano que mis alasretemblaron de miedo. Unas pequeñasráfagas de aire me embistieron y meapartaron un instante de mi rumbo.Enderecé el curso, alcancé la tapa y, trasun último impulso, logré dejar atrás elpolvo y la oscuridad y regresé al mundode los vivos.

Era un gato una vez más, ocultoentre las sombras. Volví la cabeza haciala vasija. ¿Había oído una voz distante

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que gritaba mi nombre entre aullidos ymaldiciones? Agudicé el oído.

No, no se oía nada.Di media vuelta y asomé la cabeza

por la puerta del almacén para echar unvistazo al salón principal. Reinaba unacalma absoluta. El encanto se suspendíacomo una bruma dorada sobre la piscinay los lechos en completo silencio. No seveía ningún monstruo merodeando porallí y no había señales de la jovenárabe. Sin embargo, de pronto atisbé elresplandor distante de una lámpara deaceite reflejado en una de las paredes dela alcoba a la cual se accedía a travésdel arco que tenía enfrente y oí las vocesairadas de dos personas que discutíanacaloradamente. Una era chillona,

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familiar; la otra, grave.Con un brillo en la mirada de ojos

liliáceos y arrastrando planes perversostras sí cual capa al viento, el gato echó acorrer y desapareció de la sala.

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Capítulo 29 Todo estaba en silencio cuando

Asmira se despertó. Se quedó comoestaba, tumbada de espaldas, con lamirada fija en el techo... y en aquellagrieta estrecha y alargada queserpenteaba por la pared enyesada hastauno de los rincones. La grieta no teníanada de particular, pero no se explicabacómo era posible que no hubierareparado antes en ella. Su pequeñaalcoba tenía muchas grietas —ydesconchones a través de los cuales seveían los viejos ladrillos de adobemedio carcomidos, y manchas desvaídasdonde guardianas anteriores a ella

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habían garabateado sus nombres— yAsmira creía conocerlas todas. Sinembargo, aquella era nueva.

Siguió contemplándola largo rato,boquiabierta, relajada, y entonces,despertando de pronto a la realidad, sedio cuenta de que habían encalado eltecho y de que era mas alto de lo quedebería. Y aquella no era la pared. Laluz era extraña. El lecho parecíamullido. No estaba en su celda. Noestaba en Marib.

Los recuerdos afluyeron en untorrente. Asmira se incorporó comoaccionada por un resorte y se llevó lasmanos al cinto en un movimientoinstintivo.

Un hombre la observaba desde el

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otro extremo de la estancia, sentado enuna silla.

—Si estás buscando esto, sientoinformarte de que lo tengo yo —dijoblandiendo el puñal de plata de Asmiray devolviéndolo a su regazo instantesdespués, cruzado sobre las rodillas.

El cuerpo de Asmira retemblaba alritmo del martilleo de su corazón. Lomiraba de hito en hito, aferrando entresus dedos la fresca sábana blanca.

—El demonio... —alcanzó a decirde manera entrecortada.

—Se ha ido cuando se lo heordenado —dijo el hombre sonriendo—.Te he salvado de sus garras. Debo decirque te has recuperado bastante rápido.He conocido intrusos a los que se les ha

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parado el corazón.La invadió el pánico. Con un

movimiento repentino, pasó las piernaspor encima del borde de la cama e hizoel ademán de ponerse en pie, pero sedetuvo en seco ante el gesto del hombre.

—Puedes sentarte, si lo deseas —dijo con toda tranquilidad—, pero nointentes levantarte. Lo interpretaríacomo un acto agresivo.

Tenía una voz suave y delicada,incluso melódica, pero la dureza deltono era inconfundible. Asmira sedemoró unos segundos en la mismapostura y, a continuación, lenta, muylentamente, acabó de girar las piernashasta que los pies tocaran el suelo y lasrodillas quedaron a la altura del borde

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del camastro. Ahora ambos estabansentados, el uno frente al otro.

—¿Quién eres? —preguntó elhombre.

Era alto y delgado y vestía unatúnica blanca que le tapaba las piernas.La pronunciada barbilla y la nariz,elegante y afilada, acompañaban a unrostro fino y alargado, de ojos vivos yoscuros que lanzaban destellos a la luzde la lámpara, como las joyas, y que noapartaba de ella. Era atractivo, o lohabría sido de no ser por el aire decansancio que lo envolvía, una losapesada y gris que parecía aplastarlo, yel curioso entramado de líneas diminutasque le recorrían la piel, sobre todoalrededor de los ojos y la boca. Era

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difícil adivinar su edad. Las arrugas, lasmanos y las muñecas ajadas ymacilentas, el cabello largo y oscurosalpicado de hebras grises, todo aquellosugería que la joven se encontraba anteuna persona de edad avanzada, perotenía una expresión jovial, susmovimientos no eran los de un anciano yen sus ojos brillaba una luz intensa.

—Dime tu nombre, jovencita —lainterpeló. Al ver que no contestaba,añadió—: Tarde o temprano tendrás quehacerlo, ya lo sabes.

Asmira frunció los labios y respiróhondo, intentando acallar el martilleo desu corazón. La habitación, aunquedistaba de ser pequeña, era muchomenos imponente que la parte del

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palacio que había visto hasta esemomento. Además, estaba amuebladacon una simplicidad que ayudaba a darleun aire incluso más íntimo. Los suelosestaban cubiertos de bellas alfombras,pero estos eran de oscura madera decedro y no de mármol. Las paredesestaban desnudas y encaladas consencillez. En una de ellas había unaventana rectangular a través de la cualpodía contemplarse el firmamentonocturno, y junto a esta, varios estantesen los que había dispuesta una colecciónde rollos de papiro antiguos. Un pocomás allá, varios pergaminos, estilos yfrascos de tinta de colores descansabansobre un escritorio. A Asmira le recordóla estancia que había sobre la sala de

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entrenamiento, donde había practicadosus invocaciones por primera vez.

Además de la silla que ocupaba elhombre y del lecho, dos mesas de toscafactura sumaban la totalidad de losmuebles de la habitación. Las mesasestaban colocadas a ambos lados de lasilla, convenientemente a mano.

En la pared que quedaba a laespalda del hombre, a unos pasos deeste, se abría un arco, pero, desde dondeestaba Asmira, esta no alcanzaba a veradónde conducía.

—Sigo esperando —dijo elhombre. Chascó la lengua—. Tal veztengas hambre. ¿Te apetece comer algo?

Asmira sacudió la cabeza.»Pues deberías. Acabas de sufrir

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una fuerte impresión. Al menos toma unpoco de vino.

El hombre señaló la mesa que teníaa su derecha. Sobre ella había variasfuentes de barro, una con fruta, otra conpan y otra llena a rebosar de productosdel mar: pescado ahumado, ostras,calamares rebozados...

—Mis visitas dicen que loscalamares son de lo mejor que hanprobado —comentó el hombre, mientrasle servía una copa de vino—. Ten,primero bebe... —Se inclinó hacia ella yle tendió la copa—. No temas, no haypeligro. No le he lanzado ningúnhechizo.

Asmira se lo quedó mirando,desconcertada, y entonces abrió los ojos

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de par en par, boquiabierta y muda demiedo.

Los ojos oscuros lanzaron undestello.

—Sí, lo has adivinado, soy quiencrees que soy —dijo el hombre—.Puede que no me asemeje demasiado alas imágenes que hayas visto. Vamos,bebe. Yo que tú lo saborearía mientraspudiera, ya que no parece demasiadoprobable que vivas para tomarte otro.

Aturdida, Asmira alargó la mano yaceptó la copa que le ofrecía. El hombretenía dedos largos y finos y unas uñasmuy bien cuidadas. Justo por debajo delsegundo nudillo del meñique, unverdugón de un rojo palpitante ceñía eldedo.

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Asmira lo miró fijamente.—El anillo...—Está aquí —dijo el hombre

señalando la mesa de la izquierda conun gesto despreocupado.

En medio de la mesa había unabandejita de plata y en la bandejitadescansaba un anillo de oro con unapequeña piedra negra. Asmira clavó lamirada en el anillo, luego se volvióhacia el rey y de nuevo hacia el anillo.

—Tantos sacrificios por una cosatan diminuta, ¿verdad? —dijo el reySalomón esbozando una sonrisa, aunqueuna sonrisa desfallecida y forzada—.Has llegado mucho más lejos que lamayoría, pero la suerte que te esperaserá la misma. Escúchame bien: voy a

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hacerte otra pregunta y tú abrirás esaboquita enfurruñada y contestarás prestao cogeré el anillo, me lo pondré yentonces... En fin, ¿qué crees queocurrirá entonces? Al final acabaráscontestando de un modo u otro y nadahabrá cambiado, salvo que se te habránquitado las ganas de ser insolente.Siento verme obligado a sugerirlosiquiera, pero es tarde, estoy cansado y,sinceramente, un tanto sorprendido deencontrarte en mis aposentos. Así que,bebe un buen trago de vino yconcéntrate. Has venido a matarme y allevarte el anillo, eso es obvio; lo que amí me interesa es lo demás. Primero:¿cómo te llamas?

Asmira había calculado la

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distancia que separaba el camastro de lasilla. Si estuviera de pie, podríasalvarla fácilmente de un salto, apartarel brazo de Salomón de un manotazocuando este lo alargara para coger elanillo, quitarle el puñal y clavárselo enel pecho. Sentada, sin embargo, seríamás difícil. Tal vez le diera tiempo apararle la mano, pero no lo veíademasiado claro.

—¿Cómo te llamas?Volvió su atención hacia él a

regañadientes.—Cyrine.—¿De dónde eres?—De Himyar.—¿Himyar? ¿De un lugar tan

pequeño y alejado? —El rey frunció el

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ceño—. No tengo ningún trato con esatierra. ¿A quién sirves exactamente?

Asmira bajó la vista. No sabía quéresponder. Al crearse la identidad falsa,no había contemplado la posibilidad deque la capturaran y la interrogaran.Siempre había asumido que, si lasorprendían, no seguiría viva.

—Es tu última oportunidad —leadvirtió el rey Salomón.

Asmira se encogió de hombros ydesvió la mirada.

El rey golpeó el brazo de la sillaincapaz de reprimir su irritación. Alargóla mano para alcanzar el anillo, se lopuso en el dedo y lo giró. La habitaciónse oscureció. Se oyó un ruido sordo y elaire se trasladó como una masa sólida y

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empujó a Asmira contra el camastro. Lajoven se estrelló contra la pared.

Cuando abrió los ojos, unaaparición se alzaba junto al rey, másoscura que las sombras. El poderemanaba de aquel ser terrorífico comoel calor de una gran hoguera. En algunaparte, entre la penumbra, Asmira oyóque los rollos de papiro y lospergaminos temblequeaban en susestantes.

—¡Contéstame! —bramó el rey—.¿Quién eres? ¿A quién sirves? ¡Habla!¡Mi paciencia está a punto de agotarse!

La aparición se dirigió a ella.Asmira lanzó un grito presa de un pánicoincontrolable y retrocedió, recogiéndosesobre la cama.

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—¡Me llamo Asmira! ¡Soy sabea!¡Sirvo a mi reina!

La presencia desapareció alinstante. Asmira sintió que se ledestaponaban los oídos y un hilillo desangre empezó a caerle de la nariz. Laslámparas de la habitación recuperaron elfulgor habitual. El rey Salomón,demacrado por el cansancio o por la ira,se quitó el anillo del dedo y lo arrojó devuelta a la bandejita de plata.

—¿A la reina Balkis? —dijopasándose la mano por la cara—. ¿ABalkis? Jovencita, si te atreves amentirme...

—No miento.Asmira consiguió incorporarse con

gran esfuerzo y se quedó sentada. Las

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lágrimas anegaban sus ojos. Lasensación de pánico sobrecogedor habíadesaparecido con el espíritu del anillo,pero ahora se había instalado en ella unaangustia y una vergüenza desgarradorasante la traición que había cometido.Miró fijamente al rey con odioreconcentrado.

Salomón tamborileó los dedossobre el brazo de la silla.

—¿La reina Balkis...? —musitó unavez más—. ¡Es imposible! ¿Por quéhabría de hacer algo así?

—No os he mentido —insistióAsmira con altivez—. Aunque, de todasmaneras, poco importa puesto que, digalo que diga, acabaréis conmigo.

—¿Y te sorprende? —El rey

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parecía apenado—. Mi queridajovencita, no he sido yo quien se haarrastrado hasta aquí para hundirle unpuñal en la espalda a otra persona. Sime digno hablar contigo es tan soloporque no encajas en el perfil habitualde demonios y asesinos. Créeme, esdeprimente lo transparentes que llegan aser la mayoría de ellos. Sin embargo,tú... Cuando me topo con una guapajovencita en el suelo de mi observatorio,desmayada, con un puñal de plata en elcinto y otro clavado en las losas y noparece haber una explicación obvia decómo ha eludido a los centinelas de mipalacio y ha escalado hasta aquí arriba,debo admitir que el asunto despierta miadmiración y curiosidad. De modo que,

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si todavía conservas aunque solo sea unápice de sentido común, sabrás sacarprovecho de mi interés, te secarás esaslágrimas tan poco propias de alguiencomo tú, te apresurarás a hablar rápidoy claro y le rezarás al dios que másaprecies para saber cómo mantenermeentretenido porque, cuando me aburro,recurro al anillo —le advirtió el reySalomón—. Vamos a ver, según dices, teha enviado la reina Balkis. ¿Con quémotivo?

Durante el discurso de Salomón,Asmira había puesto gran énfasis enenjugarse las lágrimas de la cara con lamanga sucia de su vestido y, mientrastanto, había ido adelantando el cuerpohasta el borde de la cama. Un último

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ataque desesperado era lo único a lo quepodía aspirar en aquellos momentos.Aunque tal vez podría adelantarse unpoquito más...

Bajó el brazo.—Que ¿con qué motivo? ¿Cómo

podéis siquiera preguntármelo?El rostro del rey se ensombreció.

Alargó la mano...»¡Por vuestras amenazas! —gritó

Asmira presa del pánico—. ¡Porvuestras crueles exigencias! ¡Como si nolo supierais! ¡Saba no puede hacer frentea vuestro poder, como sabéis muy bien,y por eso mi reina tomó las medidasoportunas para salvaguardar su honor!¡Si yo no hubiera fracasado en el intento,mi pueblo se habría salvado! ¡Creedme,

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me maldigo por mi ineptitud!Salomón no había tocado el anillo,

a pesar de que sus dedos se cerníansobre él. Su rostro reflejaba serenidad,pero inspiró hondamente, como si ledoliera algo.

—Unas medidas bastante insólitas,a mi parecer, contra alguien que solo leha ofrecido matrimonio —dijo despacio—. Puedo asumir un rechazo, pero elasesinato me parece una respuesta untanto extremista. ¿No lo crees así,Asmira?

A la joven le molestó que utilizarasu nombre.

—¿Qué matrimonio? ¡Yo merefiero a vuestras amenazas de invadirSaba! ¡A vuestras exigentes demandas

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de incienso! ¡A vuestra promesa dedestruir nuestro pueblo con la llegada dela luna nueva!

—Amenazas terribles, cierto es.—Sí.—Lástima que yo jamás las haya

pronunciado.Salomón se recostó en la silla, unió

las yemas de los finos dedos de ambasmanos y la miró fijamente.

Asmira parpadeó.—Vos formulasteis esas amenazas.—Te aseguro que no.—Tengo la palabra de honor de mi

reina. Debéis de...—Una vez más debo ilustrarte

brevemente sobre las costumbres reales—dijo el rey Salomón estirándose y

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escogiendo un higo del frutero que teníajunto a él—. Quizá, en cuestionesdiplomáticas, puede que alguna vez sedé la ocasión en que el significado deciertas expresiones reales seaambivalente, o que se dejen de decirciertas cosas al darlas porsobreentendidas, pero cuando un rey temira directamente a los ojos y te diceque tal cosa es así, es que es así. Nomiente. La mera sugerencia de locontrario conlleva la muerte. ¿Loentiendes? Mírame.

Despacio, a regañadientes, Asmiraalzó la vista hasta encontrarse con susojos, los cuales, de todos los rasgosajados del rey, eran lo único que ellahubiera reconocido y recordado del

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mural del Salón de los Hechiceros. Laautoridad incuestionable que emanabade la imagen estaba contenida en ellos.A despecho y a pesar de la rabia,Asmira contestó de mal humor.

—Sí, lo entiendo.—Bien, entonces ahora te

encuentras en un dilema.Asmira vaciló.—Mi reina...—Te ha contado algo distinto. Uno

de los dos miente... o está equivocado.El rey había empleado un tono

suave y había sonreído levemente alhablar, pero Asmira se estremeció comosi algo la hubiera golpeado. De modosubrepticio, aquello era un ataquedirecto a lo que más amaba y tan

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virulento como el incendio de la torre deMarib. Lo que daba sentido a su vida, ya la de su madre, era la defensa de lareina y, a través de ella, de Saba. Nuncase cuestionaba la voluntad de la reina.Hiciera lo que hiciera, hacía lo correcto;dijera lo que dijera, jamás seequivocaba. Sugerir lo contrarioequivalía a amenazar el equilibrio de laestructura que sostenía todos y cada unode los actos de Asmira. Las palabras deSalomón le produjeron una sensacióncercana al vértigo; tenía la impresión dehallarse al borde de un precipicio y deestar a punto de caer.

—Mi reina jamás mentiría —dijoavanzando el cuerpo ligeramente.

—Entonces, ¿podría ser que

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estuviera equivocada?—No.—En fin, supongo que es imposible

sacar nada en claro discutiendo con unaesclava. —Salomón tomó una uva delfrutero y la masticó con aire pensativo—. Debo decir que Balkis medecepciona. Había oído que erainteligente e íntegra, pero esto es unachapuza en todos los sentidos. Aunque,¿qué sabrán las avefrías? También mecontaron que era bella. Supongo que eneso también se equivocaron. Nunca tefíes de un ave migratoria.

—Es muy bella —aseguró Asmiracon vehemencia.

Salomón gruñó.—En fin, pocas posibilidades de

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matrimonio le veo ahora. ¿Cómo seenteró de mis planes perversos? ¿Te lodijo?

—Por vuestro demonio mensajero.—El cual podría haberlo enviado

cualquiera. Sinceramente, hasta a unniño se le habría ocurrido contrastar lainformación. Asmira, veo que estásavanzando el trasero de manera sutilpara acercarte a mí. No sigas, por favor,o, en vez de ser yo, será el espíritu delanillo quien continuará estaconversación contigo. Como ya haspodido comprobar, no es tan amablecomo yo. —El rey Salomón suspiró—.Por ahora hemos demostrado que estásaquí debido a un malentendido —prosiguió—. ¿Cuáles eran tus órdenes

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exactas?—Asesinaros. Y hacerme con el

anillo, si era posible.—¿Y si te capturaban?, como no

podría haber sido de otra manera...Asmira se encogió de hombros.—Debía emplear el puñal conmigo

misma.—¿Esas fueron las órdenes de tu

reina?—Eso... no me lo dijo la reina.

Fueron las sacerdotisas.El rey Salomón asintió.—Sin embargo, Balkis no tuvo

nada que objetar. No le importó enviartea una muerte segura. Debo admitir quees un alivio que esa mujer rechazara mipropuesta inicial —añadió—. La sola

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idea de tener una esposa así en el harénbasta para que cualquier hombre se echea temblar. Asmira, debería darte lasgracias por abrirme los ojos.

Una ira amarga como la hiel lerevolvió el estómago.

—¿Por qué no acabasteis conmigocuando me encontrasteis?

—No soy de ese tipo. Además,tengo más preguntas. ¿Quién te ha traídohasta aquí?

—He venido sola.—Asmira, es obvio que eres una

joven decidida y toda una experta conlos cuchillos, pero ninguna de esas dosaptitudes bastan para llegar hasta misaposentos. Un asesino normal ycorriente...

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—No soy una asesina, soy unaguardiana por herencia.

—Te ruego que me perdones, ladiferencia es muy sutil. Si no eres másque una guardiana normal y corriente —prosiguió el rey—, entonces alguien congrandes conocimientos mágicos te haprestado su ayuda. La otra únicaposibilidad es que seas una hechiceraexperimentada con esclavos poderosos atus órdenes.

La miró con cierto escepticismo.Asmira abrió los ojos como platos.

Por primera vez desde que habíadespertado, dejó de pensar única yexclusivamente en ella y se acordó deBartimeo. Él le había advertido de quese trataba de una trampa, había intentado

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detenerla y, ahora que la habíanapresado... estaría muerto odesaparecido.

—¿Y bien? Quiero la verdad —dijo el rey—. ¿Cómo has llegado hastaaquí?

—Me... trajo hasta aquí un espírituque invoqué yo misma.

—No me digas. Y, entonces,¿dónde está? He enviado variossensores y no han encontrado nada.

—Supongo que vuestro demonio loha destruido —contestó Asmira.

Las elegantes cejas se fruncieron.—¿De qué ente se trataba? ¿De un

marid?—Un genio.—Ah, ahora sé de cierto que estás

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mintiendo. —El rey alargó la mano yrecuperó el anillo de la bandejita deplata—. Un simple genio no habríaconseguido burlar a todos los esclavosapostados en los jardines. Tú no ereshechicera, pero seguramente te habráayudado uno... —Entrecerró los ojos ysu mirada desconfiada se endureció—.¿Quién es, pues? ¿Uno de los míos?

Asmira arrugó el entrecejo,desconcertada.

—¿Qué?—¿Hiram? ¿Nisroch? ¿Khaba?

Adelante, sé que proteges a alguien. —Señaló la ventana con un gesto de lamano—. Los Diecisiete se impacientanen sus pequeñas torres de ahí fuera.¡Están cerca de la fuente de todo poder,

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pero no tanto como desearían! ¿Quiénsabe?, tal vez trabajen conjunta ysecretamente con esa reina tuya. Quizá,igual que ella, hayan buscado a alguienjoven y crédulo, alguien impetuoso,alguien cegado por un fervor ardiente,¡alguien capaz de asestarme un golpe demuerte en su nombre!

Asmira intentó decir algo, pero eltono del rey fue aumentando de volumen.El hombre avanzó el cuerpo sinlevantarse de la silla.

—¡Puede que incluso trabajesdirectamente para ellos! Dime, Asmira,¿qué te ofrecieron si conseguíasarrastrarte hasta aquí en tu misiónsuicida? ¿Amor? ¿Sedas? ¿Riquezas?¡Sin vacilaciones, pues llevo puesto el

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anillo! ¡Habla! ¡Dime la verdad antes deque lo gire!

Por un instante, la rabia y laconfusión que batallaban en su interiorle impidieron decir nada. Al final, seechó a reír. Con cuidado, dejó la copade vino en el suelo, intacta, y poco apoco se puso en pie.

—Os he dicho la verdad —dijo—.Girad el anillo y acabemos de una vez.

El rey Salomón torció el gesto.—Siéntate. Te lo advierto,

¡siéntate!—No.Asmira avanzó en su dirección.—Entonces no me dejas otra

elección.Salomón levantó la mano izquierda

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y, con el pulgar y el índice de la otra,giró el pequeño aro dorado del meñique.Asmira se detuvo en seco. Cerró losojos, sintiendo el martilleo de la sangreen la cabeza...

No ocurrió nada. Todavía con losojos cerrados, oyó al rey lanzar unjuramento entre dientes, como si lotuviera a un paso.

Asmira abrió un ojo. Salomónseguía allí sentado, dándole vueltas alanillo. Una vuelta tras otra, aunqueningún ser aterrador se materializó en laestancia.

Ante la mirada atónita de la joven,el fino aro de oro empezó a ablandarse yadoptó un sospechoso aspecto grisáceoy pringoso. El anillo empezó a

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deformarse contra el dedo. El reySalomón y Asmira se lo quedaronmirando, boquiabiertos.

—Un aro de calamar... —murmuróAsmira.

La voz de Salomón apenas llegó aun leve susurro.

—Alguien lo ha cambiado por...—Ah, sí, ese he debido de ser yo.Tras aquello, un pequeño gato del

desierto rayado salió caminando condespreocupación de detrás de laestantería de rollos de papiro máscercana, con los bigotes relucientes, losojos brillantes y la cola bien alta,meneándola con gran desenfado. Parecíadesmesuradamente satisfecho de símismo. Se paseó sobre las alfombras y

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se detuvo a medio camino de ambos.—Un simple genio a vuestro

servicio —dijo sentándosecómodamente en el suelo y enroscandola cola alrededor de las patas—. Unsimple genio que —hizo una brevepausa y parpadeó, mirando primero auno y luego a la otra en favor de unmayor efecto dramático—, mientrasvosotros dos estabais de palique, se haagenciado un anillo.

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Capítulo 30 Hice que pareciera fácil, ¿verdad?

Pues os aseguro que no fue tan, tansencillo.

Cierto, entrar en los aposentos nohabía resultado muy complicado, nohabía ni trampas ni centinelas y Salomónestaba de espaldas a mí cuando asomé lacabeza por la puerta para echar unvistazo. Además, plantarme en un vueloen la estantería que había junto a laventana también había sido pan comido,ya que la joven y él estaban absortos enaquella discusión tan tensa quemantenían y difícilmente se hubieranfijado en un mosca que pasaba volando.

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—En realidad, podría haber prescindidocompletamente de la mosca. Estaban tanconcentrados en sus asuntos que no mehabrían visto ni aunque me hubieratransformado en un unicornio vanidoso yhubiera ido haciendo cabriolas por lahabitación.

Sin embargo, a partir de ahí lascosas se pusieron un poco más difíciles,sobre todo por culpa de la cuestión delanillo.

Para empezar, era muy, pero quemuy brillante. En el primer plano, laestancia estaba convenientementeiluminada por varias lámparas de aceitede llama vacilante —unas lámparasruinosas y desconchadas que habríaescogido el propio Salomón para su

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pequeña y humilde habitación encaladapara que hicieran juego con la vajilla debarro y los muebles de madera basta.Apuesto que ir allí después de todo undía rodeado de lujos hacía que sesintiera más austero e íntegro... y, portanto, por paradójico que pueda parecer,superior al resto de los mortales—, peroen los superiores, el aura de ese arito deoro insignificante lo inundaba todo deuna blancura y un brillo mayores alreflejo de las arenas egipcias a plenosol. Era tan abrumadora que incluso medolían los ojos internos. Salvo algún queotro vistazo echado de pasada, a partirde entonces decidí limitarme al primerplano.

El juego de manos en cuestión —

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lanzar un espejismo sobre un calamarrebozado y sustituirlo por el anillo realde la bandejita— también había sidosencillo, al menos, en teoría. Sustraercosas es un acto reflejo para los genios,siempre lo ha sido, sobre todo porque eslo único que nos piden —de hecho, elprimer trabajo que me encargaroncuando llegué a la Tierra, siendo yo poraquel entonces un espíritu inocente y sinexperiencia, fue afanar una estatuilla dela fertilidad del santuario de la diosa delamor de Ur. Moralmente, aquello marcóla pauta de lo que vendrían siendo missiguientes dos mil años—. Conque elgato del desierto se limitó a acercarsede puntillas por detrás de la silla deSalomón y a esperar a que uno de los

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estallidos de cólera justificada de lajoven coincidiera con uno de los del rey.En cuanto ambos empezaron a poner losojos en blanco y a vociferar comoenergúmenos, asomé la patita, di elcambiazo en un abrir y cerrar de ojos yretrocedí a toda prisa hacia la ventana.

Que fue cuando me topé con laverdadera complicación.

El dolor que producía aquel anillo.Sí, la bandejita de plata donde

Salomón lo había plantificado paratenerlo a buen recaudo no le había hechoningún bien a mi esencia. Si se hubieratratado de un objeto normal y corriente,me lo habría pensado cien veces antesde acercarme. Pero ¿robar el anillo deSalomón? Por algo así podía soportar

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unas cuantas ampollitas de nada. Demodo que me lié la manta a la peludacabeza y me puse garras a la obra. Elcaso es que, hasta que no me alejé losuficiente de la gelidez dañina de laplata, no comprendí que el anillo quesujetaba alegremente entre los dientestambién estaba dándome problemas.

No era una sensación de fríoabrasador, como ocurría con la plata (oel hierro, o cualquiera de las demássubstancias que a los espíritus nosresultan odiosas). Era mucho másintensa y, al principio, no demasiadomolesta. Comenzaba con un levísimoescozor alrededor de la zona en contactocon el anillo. Me resultaba curiosamentefamiliar —dolorosa, pero también

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placentera—, y no tardó en aumentarhasta convertirse en un insistente ybrusco tirón. Para cuando el gato deldesierto regresó a su escondite, detrásde la estantería de rollos de papiro, casime sentía como si me hubieran partidoen dos. Escupí el anillo en el suelo y melo quedé mirando (en el primer plano),consternado.

Philocretes no había mentido. Lasfuerzas del Otro Lado latían con granintensidad en aquel pequeño aro de oro.Se había creado como un portalinstantáneo entre ambas dimensiones y,aun estando cerrado, una especie decorriente se colaba por debajo de lapuerta. La sensación de que tiraran demí era exactamente la misma que

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experimentaba cada vez que me daban laorden de partida y abandonaba estemundo. Solo que, en ese momento, larecibía con los brazos abiertos porquepodía abandonarme a ella sin oponerresistencia, en cambio, ahora,encadenado a la Tierra como estaba,decir que escocía era quedarse corto.Incluso después de haber tocado elanillo apenas unos segundos, sentía laesencia descompuesta, deformada porlas fuerzas que contenía y tiraban de mí.No me atrevía ni a pensar qué habríapodido ocurrir de habérmelo llegado aponer. —Y no digamos ya de haberintentado usarlo. Girar el anillo habríaequivalido a abrir la puerta al Otro Ladoy someter tu esencia a una colosal fuerza

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de atracción. El espíritu encadenado a laTierra que intentara algo así acabaríadespedazado en cuestión de minutos.Una de esas pequeñas ironías de la vidaque Philocretes, Azul y los demásespíritus descontentos que habíancodiciado el anillo no habían llegado adescubrir.

Ni que decir tiene que ponérseloera lo que Salomón hacía todos los días.

Todavía no lo había visto de frente,pero incluso por detrás era fáciladivinar que no tenía exactamente elmismo aspecto que el día de la visita alas obras del templo. Para empezar, sele veían las canas y aquellos brazos ymanos raquíticos daban un poco degrima. De pronto comprendí lo caro que

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estaba pagando su permanencia en eltrono.

Pensaba en todo aquello mientrasme recuperaba del breve contacto quehabía mantenido con el anillo, sentado,en silencio, estudiando el aro de oro condesconfianza. Mientras tanto, al otrolado de la estantería, la discusión estabaen pleno auge y ambos, tanto la jovencomo el rey, estaban hechos unaverdadera furia. Parte de mí todavíaalbergaba la esperanza de que el viejoSal perdiera los estribos, hicieraaparecer un efrit de algún sitio y esteredujera a cenizas a la chica para poderdejar el anillo allí mismo e irme a casa.Sin embargo, no me hacía demasiadasilusiones. Era evidente que a Salomón

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no le gustaba tener espíritus (nihumanos) de ningún tipo en susaposentos de noche. Prefería confiar enespejismos —como el monstruo de lostentáculos— y recurrir a su temiblereputación para mantener a sus enemigosa raya.

Asimismo, si la joven hubiera sidouna verdadera mercenaria, se habríaarriesgado con una tijereta en el aire,seguida de un elaborado giro y le habríapartido el cuello entre las piernas antesde aterrizar con un bonito spagat.Hubiera pagado lo que me pidieran porverlo. Sin embargo, lo único que hizofue ponerse roja como un tomate y gritarcomo una endemoniada para rematarlorefunfuñando inútilmente. —En realidad,

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debo admitir que me impresionó subravuconería a la hora de plantarle caraa Salomón, a pesar de la amenaza del«anillo». Aunque supongo que lasúltimas y desesperadas demostracionesde resistencia siempre quedan mejorvistas desde fuera.

Lo que dio pie a que Salomóngirara con determinación el anillo quellevaba en el dedo.

Lo que dio pie a que descubrieraque nada era lo que parecía.

Lo que dio pie a mi entradainesperada, todo lo despreocupada queos podáis imaginar, y a sus consiguientescaras de estupefacción. —Estupefacciónes quedarse corto. Dos pedruscos condos caricaturas pintarrajeadas sin

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demasiada maña habrían tenido másexpresión que los rostros de Salomón yde la joven en esos momentos.

He pasado por peores trances en micarrera.

—Hola, «Asmira» —la saludé condesparpajo—. ¿Qué tal, Salomón? —Meatusé los bigotes con una pata—. Elprimero que se recupere, gana.

La joven dio un grito ahogado.—Creía que habías muerto.—Pues no.—Pensé que ese demonio gigante...—No era tal, era un espejismo.

Parece que Salomón está especializadoen ellos.

La joven miró al rey indignada,frunciendo el ceño.

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—¡Dijisteis que me habíaissalvado de sus garras!

—Uno no puede creerse todo loque le cuenten, ¿verdad? —Le hice unguiño a Salomón, quien me miraba dehito en hito, en el más absolutodesconcierto—. Volvemos a vernos, oh,rey. En circunstancias muy distintas a lasde la última vez.

Se hizo un breve silencio. Deacuerdo, había que reconocer queSalomón nunca me había visto conapariencia de gato hasta entonces.Además, lo más probable era quetodavía no se hubiera recuperado de laimpresión.

Me eché a reír con desenfado.—Así es, amigo mío, Bartimeo de

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Uruk a vuestro servicio.—¿Quién?La punta de la cola del gato se

onduló ligeramente con cierto fastidio.—Bartimeo. De Uruk. Seguro que

os acordáis de... ¡Por el gran Mardukque está en los cielos! —Con lavelocidad del rayo, el gato se convirtióen un indignado hipopótamo enanoataviado con falda, con las rellenitaspatas delanteras apoyadas en las caderas—. Bueno, pues tal vez recordéis esto.

Asmira me miró incrédula.—¿Es uno de tus disfraces

habituales?—No. Bueno, no muy a menudo.

Mira, es una larga historia.De pronto, Salomón dio un

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respingo.—¡Ya me acuerdo! ¡Eres uno de los

genios de Khaba! —Se volvió hacia lajoven con mirada airada—. Así que, alfinal... Ha sido el egipcio quien te haenviado aquí...

Sacudí la cabeza con lástima.—¡Nada más lejos! ¡De Khaba, ya

no soy esclavo! Bartimeo de Urukconoce el modo de desprenderse de lasmás execrables ataduras. ¡Todavía ha denacer el hechicero capaz de retenerme asu lado! En repetidas ocasiones...

—Khaba lo confinó en un frasco —me interrumpió la joven—. Yo lo saqué.Ahora es mi esclavo.

—En teoría, puede que sea cierto—apunté malhumorado—, pero pronto

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dejará de ser así. Ahora conozco tunombre de nacimiento, «Asmira», y esote coloca en situación de desventaja. Sideseas seguir viviendo por mucho mástiempo, te sugiero que me des la ordende partida ahora mismo.

La joven me ignoró por completo.Se acercó a Salomón y recuperó elpuñal de plata que el hombre tenía en elregazo. El rey no hizo nada pordetenerla. Asmira se quedó junto a lasilla, con el arma dirigida hacia elhombre.

—Dame el anillo, Bartimeo —dijocon brusquedad—. Nos vamos.

Me aclaré la garganta.—Espera un momento. ¿No has

oído lo que he dicho? Sé cómo te

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llamas. Puedo esquivar cualquier guardaque me lances..

—Pero todavía estás obligado acumplir lo que te ordené, ¿no es así?¿Dónde está el anillo?

—Libérame y te lo diré mientrasdesaparezco.

—¿Qué? ¡Como que voy a hacertecaso!

El rey Salomón de Israel habíaestado observándonos en silencio,sentado en su silla. De súbito, habló. Apesar de su frágil apariencia, la voz delmonarca todavía conservaba la firmezay la seguridad de quien estáacostumbrado a mandar.

—Bartimeo de Uruk, ¿llevaste acabo la tarea que te encargué?

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—¿Qué tarea? —preguntó elhipopótamo sin dejar de mirarlo—. ¿Osreferís a meter en cintura a los asaltantesde caravanas del desierto? Pues da lacasualidad de que sí lo hice, pero ahorano estamos hablando de eso. Escucha,Asmira...

—Háblame de esos criminales —insistió Salomón—. ¿Quiénes eran?¿Quién estaba al mando?

—Sí, bien, los enviaba el rey delos edomitas, quien estaba enfadado porel desmesurado tributo anual quecontinuáis exigiéndole. Sin embargo,estaréis de acuerdo conmigo en que esteno es el momento de...

—¿Tributo? ¿De qué tributohablas? ¡Nunca les he pedido ningún

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tributo!—El rey de los edomitas así lo

cree —dije—. Igual que la reina deSaba piensa que vais detrás de suincienso. Todo esto es un pocodesconcertante, ¿no creéis? Alguien haestado haciendo de las suyas a vuestrasespaldas. No obstante, excusadme, oh,gran Salomón, pero creo que no soisconsciente de la situación en la que osencontráis. No tenéis ningún poder. Oshe robado el anillo.

—Nada de eso, yo he robado elanillo —dijo la joven—. Yo soy su ama.

—Solo de nombre —protestó elhipopótamo—, pero no por muchotiempo.

—¡Bartimeo, dame el anillo!

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—¡No! Y mi liberación, ¿qué?—Vamos, Bartimeo —intervino de

pronto Salomón—. ¿Por qué no le das elanillo?

La joven y yo vacilamos. Dejamosde discutir y nos lo quedamos mirando.

El rey Salomón se estiró sinlevantarse de la silla, escogió un trozode caballa ahumada y se lo llevó a laboca —atención, no un calamarrebozado. Por lo visto, había dejado degustarle—. Debo decir que no parecíatan preocupado por lo que acontecía ensu alcoba como habría cabido esperar.

—Dale el anillo —repitió— ¿Porqué no? ¿A qué vienen tantos peros?Asmira de Saba, deberías preguntartepor qué tu siervo se opone a algo tan

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simple. A mi entender, tendría que estaransioso por cumplir su misión y asíobtener la orden de partida. ¿Acaso nopodría deberse —prosiguió Salomón,mirándonos a ambos con sus ojoscansados— a que el genio ha averiguadoalgo sobre el anillo que tú todavíadesconoces? ¿No podría ser quequisiera estar lejos de aquí antes de quelo descubras?

El hipopótamo resopló, resignado.Salomón tenía razón, claro. Levanté lapata y señalé la estantería de rollos depergamino que teníamos más cerca conun gesto rápido.

—¿Quieres el anillo? —preguntésuspirando—. Está debajo de laestantería, al fondo.

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La joven me miró frunciendo elceño.

—Vigila a Salomón —dijo.Pasó junto a mí a grandes zancadas,

llegó junto a la estantería y se agachó.Reinó el silencio mientras sus dedosrebuscaban el anillo, hasta que se oyóuna pequeña exclamación de triunfo.Cerré los ojos con fuerza y esperé.

Un grito y el tintineo de un anillorodando por el suelo. Cuando me volvíhacia allí, la chica tenía la mano metidabajo el brazo contrario.

—¡Quema! —protestó—. ¿Qué lehas hecho, demonio?

—¿Yo?—¡Lo has encantado con tu maldita

magia! —Empuñó el cuchillo de plata

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con la mano buena—. ¡Anula el hechizoahora mismo o te juro que...!

En ese momento, el rey Salomón sepuso en pie y aunque (todo sea dicho)llevaba puesto un camisón, aunqueestaba en los huesos, aunque su rostroarrugado delataba una edad avanzada sinla máscara del espejismo, aun así, deaquel hombre emanó una repentina ysevera autoridad que nos hizoenmudecer de inmediato.

—El genio dice la verdad —aseguró el rey—. El anillo de Salomóndaña a quien lo toca. Esa es sunaturaleza. Si deseas una prueba, miraesto.

Salomón levantó la mano en cuyodedo se veía la marca amoratada que

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había dejado el anillo.La joven la estudió con atención.—No... No lo entiendo —balbució

Asmira—. No. Es una trampa. Nopienso haceros caso.

Sin embargo, aunque su miradaregresó al pequeño aro de oro yobsidiana que descansaba en el suelo,junto a sus pies, no lo recogió ni pareciótener intenciones de querer hacerlo.

—No es una trampa —dije—. Yotambién me he quemado.

Nótese que había acabado detransformarme de hipopótamo con faldaen joven sumerio moreno y atractivoque, aunque con muchas menos curvas,reflejaba mejor la seriedad de lasituación. Tenía la sensación de que se

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avecinaba algo importante y no sabíapor dónde.

—Pero ¿por qué habría de quemar?—preguntó Asmira quejumbrosa—.¿Cómo va mi reina a...? Creía que elanillo...

—Deja que te explique lo que sédel anillo, Asmira —dijo Salomón contoda tranquilidad—. Después, podráshacer lo que desees con él... y conmigo.

La joven vaciló. Volvió la vistahacia la puerta y miró de nuevo el objetoque yacía a sus pies. Miró fijamente aSalomón y el cuchillo que ellaempuñaba. Maldijo entre dientes.

—Apresuraos. Y sin trucos.—Cuando era joven —empezó el

rey Salomón al instante—, todo mi

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interés se centraba en los tesoros delpasado, una pasión que todavíaconservo26. Viajaba hasta lugaresremotos en su busca, hacía trueques enlos bazares de Tebas y Babilonia porreliquias de épocas pasadas. Tambiénvisitaba las ruinas de ciudades inclusomás antiguas, lugares cuyos nombres sehan perdido en la memoria de lostiempos. Una de esas reliquias yacía alborde del desierto, junto al río Tigris.Ahora solo quedan unos cuantosmontículos cubiertos de tierra y arena.Era evidente que la mayoría de sussecretos habían sido expoliados a lolargo de los siglos, pero el mayor deellos, y el más terrible, todavía seguíaallí, sin que nadie hubiera perturbado su

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sueño.Salomón hizo una pausa, en

principio para toser, aunque lo másprobable (teniendo en cuenta lo dadoque era al melodrama) es que quisieradarle más emoción al relato. Me percatéde que, en la posición que estaba, la luzdel farol proyectaba un halo dorado,casi celestial, alrededor de su cabeza.Aun desprovisto de poder, el viejoSalomón era un gran actor.

También miré a la muchacha.Seguía con el ceño fruncido (comosiempre), pero todavía no se habíarepuesto de la impresión que se habíallevado al tocar el anillo, y parecía másque dispuesta a esperar y escuchar.

—Cuando llegué a aquellas ruinas

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—prosiguió Salomón—, un terremotoreciente había quebrado la superficie deuno de los montículos más pequeños. Elsuelo se había hundido y había dejado ala vista un trecho de pared de ladrillosde adobe, un pasadizo abovedado mediodesplomado y, hacia el final, un tramode escalera que conducía bajo tierra.¡Ya podéis imaginar cómo aquelloespoleó mi curiosidad! Encendí unaantorcha, me arrastré hasta lasprofundidades y, tras un descenso que seme antojó eterno, llegué a una puertaresquebrajada. Un antiguodesprendimiento la había partido por lamitad y hacía tiempo que se habíadesvanecido la magia en la que hubierapodido estar envuelta. Me colé como

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pude a través de la grieta, hacia unaprofunda oscuridad...

—¡Vaya, menuda potra!, ¿eh? —exclamé—. ¡Pero si las cámaras delpozo sumerias son famosas precisamentepor sus trampas! Por lo general, allídentro tendría que haber maleficios ycosas por el estilo a mansalva.

—Si fui afortunado o no —contestóel rey Salomón, irritado—, dejaré queseas tú quien lo juzgue. No vuelvas ainterrumpirme. Como iba diciendo, mecolé como pude y me encontré en unapequeña cámara. En medio —seestremeció, como si se tratara de unrecuerdo espantoso y recurrente—, enmedio había una silla de hierro y, en esasilla, atado a ella con cuerdas y

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alambres de factura antigua, descansabael cuerpo momificado de... No sé decirsi se trataba de un hombre o una mujer,pues el terror había anidado en mí y loúnico que deseaba era salir de allícuanto antes. Al darme la vuelta parahuir, atisbé por el rabillo del ojo undestello dorado en uno de los dedosapergaminados. Cegado por la codicia,se lo arranqué. El dedo se partió y depronto tuve el anillo en la mano. Me lopuse —levantó la mano para que seviera bien la marca roja y descarnadadel dedo— y el dolor que me asaltó alinstante fue tan intenso que me desploméy perdí la conciencia.

Salomón tomó un trago de vino.Nosotros permanecimos en silencio.

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Esta vez, ni siquiera intenté meter baza.—Estaba pensando en el cadáver deldesconocido, en esa persona atada a lasilla con el anillo puesto en el dedo ycon la que luego se habían tomado lamolestia de enterrar viva. ¡Con todo esepoder (y dolor) literalmente al alcancede la mano, y aun así obligada asoportar una suerte espantosa contra laque nada podía hacer y quedesembocaría en su muerte segura! Unfinal terrible. También era de sorprendercon qué alegría se habían desecho delsupuestamente portentoso anilloaquellos verdugos de la antigüedad.

—Me desperté en la oscuridadabsoluta de aquel lugar espeluznante,traspasado por un dolor abrasador —

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continuó el rey—. Lo primero en quepensé fue en quitarme el anillo, eintentaba arrancármelo cuando lo giré.De pronto, a mi espalda, una voz dulceme preguntó qué deseaba. Os doy mipalabra de que, con lo que creía quesería mi último aliento, lo único quedeseé fue volver a estar en casa. Se hizoel silencio, la cabeza empezó a darmevueltas y, cuando desperté, estaba en eltejado de mi casa, en Jerusalén, bañadopor la cálida luz del sol.

—¿Os transportaron al instante?Muy a su pesar, la joven lo miraba

boquiabierta. Hasta el atractivo jovensumerio, quien ya había visto de todo enla vida, estaba impresionado, si bien demala gana. —La transferencia

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espontánea de materia es un asunto muydelicado. Yo no sé hacerlo. Nadie queyo conozca sabe. La única vez que unespíritu se transporta de un lugar a otrode manera instantánea es cuando loinvocan, y porque estamos hechos deesencia. Trasladar a un enorme, gordo ypesado humano (como tú) del mismomodo es infinitamente más difícil.

—Aunque parezca mentira —contestó Salomón—. Bueno, seré breve,pues ya podéis imaginar el resto. Notardé en descubrir dos cosas sobre elanillo. La primera: que cuando me loponía en el dedo, disfrutaba de un poderinimaginable. El espíritu del anillo,grande entre los grandes, pone a midisposición cuantos esclavos necesite

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para que mis órdenes se cumplan. Consolo tocar la piedra, acuden a mí; consolo girar el anillo, aparece el espírituen persona. De este modo puedo versatisfechos mis deseos de inmediato. Lasegunda, y menos agradable —cerró losojos un momento—, es el dolor que elanillo inflige. Nunca aminora. No soloeso, cada vez que lo utilizo, mi fortalezadisminuye. Al principio de todo, cuandoera joven y fuerte, lo usaba a diario.Hice construir este palacio, levanté unimperio, obligué a los reyes de lastierras que rodeaban mi reino a deponersus espadas y a hacer un llamamiento ala paz. Empecé a utilizar el anillo paraayudar a aquellos pueblos que seencontraban en mayores dificultades. De

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un tiempo a esta parte —suspiró—, esome ha resultado cada vez más... difícil.Incluso el uso más breve me extenúa ydebo descansar largo tiempo pararecuperarme. ¡Y eso es algoinadmisible, pues cientos de personasacuden a diario a mis puertas,mendigando ayuda! Cada vez con mayorasiduidad me veo obligado a recurrir amis rencillosos hechiceros para quesean ellos quienes lleven a cabo mitrabajo.

Se detuvo y tosió de nuevo.—Seguro que sabéis que algunos

de vuestros hechiceros no son tan...escrupulosos como vos —comenté, y lodije con simpatía, pues el relato deSalomón me había causado una

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impresión favorable. Yo también sé algoacerca de estar atrapado por lascircunstancias y de soportar dolor—. Dehecho, son más malos que la quina.Khaba, por ejemplo...

—Lo sé —atajó Salomón—.Muchos de los Diecisiete son pérfidos ypoderosos, lo llevan en la sangre. Losmantengo cerca de mí y no les permitobajar la guardia gracias a que losamenazo constantemente con utilizar elanillo en su contra. Hasta ahora, estapolítica había dado buenos resultados.Mejor así que tenerlos conspirandocontra mí lejos de aquí. Entretanto,utilizo su poder.

—Sí, bien, pero dudo que seáisconsciente de hasta qué punto...

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En ese momento, la joven seinterpuso entre ambos con brusquedad yllevó el puñal hasta el cuello del rey.

—¡Bartimeo —dijo entre dientes—, deja de hablar con él como si fueratu aliado! Recoge el anillo. Tenemos queirnos.

—Asmira, has oído mi historia —dijo el rey Salomón, sin inmutarse antela hoja que tenía apoyada en la garganta—. Mírame bien. ¿Acaso deseas que tureina acabe así?

La joven sacudió la cabeza.—Eso no ocurrirá. No se lo pondrá

como habéis hecho vos.—Ah, ya lo creo que sí, tendrá que

hacerlo o se lo robarán. No hay nada enla Tierra más codiciado que el anillo —

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aseguró el rey Salomón—. Se veráobligada a llevarlo y enloquecerá,porque el dolor que produce cuando lotocas, Asmira, no es nada comparadocon lo que sientes cuando te lo pones.Pruébalo. Póntelo en el dedo.Compruébalo por ti misma.

Asmira seguía con el brazoestirado, sin bajar el cuchillo. Norespondió.

—¿No? —dijo Salomón—. No mesorprende. No le desearía el anillo anadie. —Se sentó con abatimiento. Depronto no era más que un hombreanciano y encogido—. Bien, tú decides.Mátame si eso es lo que debes hacer ylleva el anillo a Saba. Una decena dehechiceros se pelearán por él y estallará

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la guerra en el mundo. O puedes dejarloaquí e irte. Yo aguantaré el peso de micarga. El anillo estará a salvo y haré conél todo el bien que pueda. Noobstaculizaré tu huida, tienes mi palabra.

Había permanecidodesacostumbradamente callado para queSalomón pudiera dar su discursito contranquilidad, pero al final me decidí adar un vacilante paso al frente.

—A mí me parece que es unaopción bastante sensata —dije—.Devuélvele el anillo, Asmira, y vámo...¡Ay!

Asmira se había dado la vuelta conel puñal en la mano, apuntándolo haciamí, y su aura me había rasguñado laesencia. Me aparté de un salto, con un

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chillido. La joven no dijo nada. Teníauna expresión decidida y la mirada fija.Era como si no nos viera a nosotros,sino algo lejano.

Volví a intentarlo.—Escucha, deshazte del anillo y te

llevo a casa —le propuse—. ¿Qué teparece el trato? Vale, no tengo unabonita y enorme alfombra como Khaba,pero estoy seguro de que podríamosencontrarte una toalla o una servilleta oalgo así. Sabes que Salomón tiene razón,¿verdad? El anillo solo acarreaproblemas. Ni siquiera los antiguosquisieron utilizarlo. Lo enterraron en unatumba.

La joven insistió en su mutismo. Elrey esperaba sentado, en silencio, en

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actitud de sumisa aceptación, aunque yosabía que la observaba con sumaatención, pendiente de sus palabras.

Asmira alzó la vista y por finvolvió su mirada hacia mí.

—Bartimeo...—Sí, Asmira.Después de todo lo que había visto

y oído, seguro que había entrado enrazón. Después de haber conocido elpoder del anillo de primera mano,seguro que sabía lo que tenía que hacer.

—Bartimeo —repitió—, recoge elanillo.

—¿Para dárselo a Salomón?—Para llevarlo a Saba.Su mirada se había vuelto dura, su

rostro no expresaba ninguna emoción. Se

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volvió y me dio la espalda. Sin mirar alrey, se ciñó el puñal en el cinto yencaminó sus pasos hacia la puerta.

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Capítulo 31 Transportar un objeto tan poderoso

como el anillo de Salomón es una tareaardua, sobre todo si no te interesaacabar churruscado por el camino.

En un mundo ideal, lo habría puestoen una caja forrada de plomo, habríametido la caja en un saco y habríaarrastrado el saco, atado al final de unacadena de un kilómetro de largo, demanera que sus emanaciones nopudieran dañarme ni la esencia ni lavista de ningún modo. En cambio, tuveque contentarme con envolverlo en lospergaminos que encontré en el escritoriode Salomón —a simple vista parecía

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que había garabateado en ellos unascancioncillas que estaba componiendo.No me molesté en leerlas. Seguramenteno valdrían la pena— hasta conseguiruna pelota arrugada. Esta soluciónprotegía bastante bien del calor intenso,pero aquella aura seguíaincomodándome incluso a través de lasgruesas y bastas hojas. Sentía unhormigueo en los dedos.

La joven ya se había ido. Salí trasella, llevando la pelota de pergaminocon mucha cautela como buen caballero,pero con muy mala disposición. Medetuve junto a la puerta y volví la vistaatrás. El rey seguía sentado en la silla,con la barbilla tan inclinada que casi letocaba el pecho. Parecía mayor, más

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encorvado y daba la impresión de haberencogido. No me devolvió la mirada niintentó impedir que me llevara el anillo.Sabía que no se lo podría haberdevuelto ni aunque yo hubiera querido.

No había nada más que decir.Dirigí mis pasos hacia el pasillo,lentamente, y dejé al rey Salomónsentado en silencio en su pequeñahabitación encalada.

• • • • •

Entré en la cámara principal, rodeéla piscina, pasé junto a las puertas queconducían al observatorio y al almacén,dejé atrás las mesas doradas rodeadasde su encanto y atravesé los pesados

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cortinajes, la red y el arco y salí denuevo a la terraza.

Por encima de mí, las estrellasseguían dispuestas en aquel magnífico yfrío decorado nocturno. Por debajo demí, las luces de palacio brillaban al otrolado de los jardines.

La joven esperaba junto a labalaustrada, con la mirada perdida yvuelta hacia el sur. Estaba cruzada debrazos y la brisa agitaba su largacabellera oscura.

—¿Tienes el anillo? —preguntó sinmirarme.

—Sí, lo tengo.—Llévanos a Saba. Me da igual

cómo. Transfórmate en, un pájaro, en unmurciélago o en cualquier

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monstruosidad que se te ocurra. Llévamerápido y te daré la orden de partida encuanto lleguemos.

Tratándose de alguien que habíallevado a cabo una misión imposible, noparecía precisamente exultante. Másbien tensa, para ser sincero, como sireprimiera su rabia.

Y no era la única.—Enseguida vamos a eso, pero

primero quisiera hacerte una pregunta —dije.

Asmira señaló los alejadosjardines al sur de la torre, por los quetodavía revoloteaban lucecitas como unenjambre de abejas.

—No hay tiempo para charlas. ¿Ysi Salomón alerta a sus guardias?

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—Ahora tenemos esto —contestéfríamente, alzando la pelota depergamino—. Con esto tenemos todo eltiempo del mundo. Si nos ven, te lopones y listo, ¿no? Eso los mandará apaseo.

Asmira sacudió la cabeza,estremeciéndose al recordar lo quehabía sentido al tocarlo.

—No seas idiota. No puedo hacereso.

—Ah, ¿no? Pero es lo que esperasque haga tu querida reina, ¿no es cierto?¿Crees que ella será capaz de soportarel dolor?

—La reina Balkis sabrá lo quetiene que hacer —contestó la joven convoz apagada.

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—¿Eso crees? —Me acerqué a ella—. Tal vez no hayas comprendido lo queSalomón te ha dicho ahí dentro —dije—. No mentía. Tú misma has sentido elpoder del anillo, Asmira. Has oído quépuede llegar a hacer. ¿De verdad quieresque algo así ande suelto por el mundo?

En ese momento estalló la rabiacontenida, solo un poquito.

—¡Salomón ya le ha dado riendasuelta! Todo seguirá igual.

—Veamos, no es que sea un granadmirador de Salomón, pero yo diríaque el hombre ha estado haciendo loimposible para que ande suelto lo menosposible. Guarda el anillo aquí arriba, abuen recaudo, y lo utiliza en contadasocasiones.

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La joven lanzó un resoplido burlónimpropio de una dama.

—¡Te equivocas! ¡Amenaza a Saba!—¡Oh, venga ya! —Mi resoplido

superó al suyo con creces—. Noseguirás creyendo eso de verdad, ¿no?Estuve escuchándoos a los dos ahídentro. ¿Por qué iba a negar que tuvieraalgo que ver en el asunto? Te tenía a sumerced, no necesitaba mentir.Cualquiera con dos dedos de frente yase habría dado cuenta de que se estáurdiendo una conspiración al margen deSalomón, que...

—¡Que es irrelevante! —exclamóla joven interrumpiéndome—. Encualquier caso, no me importa. Mi reiname ha encomendado una misión y yo me

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limito a llevarla a cabo. Eso es todo.¡Tengo que obedecerla!

—Como buena esclava —me burlé—. La cuestión es que no estás obligadaa obedecerla. Por lo que sé, Balkis sueleser un dechado de virtudes, pero en estaocasión se ha equivocado. Salomón noera tu enemigo hasta que entraste en sualcoba con ese puñal. Incluso despuésde lo que ha pasado, me atrevería adecir que Salomón te perdonaría si se lodevolvieras y... ¡Oh, protesta todo lo quequieras, jovencita, pero las cosas soncomo son!

Asmira había girado sobre sustalones lanzando un grito de rabia y sehabía alejado a grandes zancadas, muyofendida, pero ante mis palabras, como

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si estuviera interpretando una danzaárabe primitiva, volvió a dar mediavuelta y me apuntó con un dedo.

—A diferencia de un demoniodesleal, al que hay que coaccionar paraque mueva un solo dedo, yo tengoobligaciones sagradas —dijo—. Yo meconsagro al deber que se me haencomendado. Yo sirvo fielmente a mireina.

—Lo que no os impide a ningunade las dos enredar las cosas —contesté—. ¿Cuántos años tiene Balkisexactamente? ¿Treinta? ¿Cuarenta a losumo? Pues escúchame bien, tienes anteti dos mil años de sabiduría acumulada eincluso yo me equivoco a veces. Porejemplo, cuando nos conocimos en el

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desfiladero, creí ver algo especial en ti.Inteligencia, una mente abierta... ¡Ja! ¿Sepuede estar más equivocado?

—La inteligencia no tiene nada quever en esto —replicó la joven, dándomela razón—. Se trata de la confianza. Yoconfío en mi reina y la obedezco entodo.

—¿En todo?—Sí.—En ese caso —esta era buena, ya

llevaba un rato reservándomela—, ¿porqué no has matado a Salomón?

Se hizo el silencio. Dejé la pelotade pergamino sobre la balaustrada parapoder cruzarme de brazos con un aireresuelto y relajado que demostrara misuperioridad. La joven vaciló. Ligeros

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temblores provocados por la dudarecorrieron sus manos.

—Bueno, no era necesario. Nopuede hacer nada sin el anillo.

—Pero se te ordenó que lo mataras.De hecho, esa era la máxima prioridad,si no recuerdo mal. El anillo erasecundario.

—Sin el anillo, no tardará en morir—dijo la chica—. Los demás hechicerosacabarán con él en cuanto descubr...

—Sigues sin contestar a mipregunta. ¿Por qué no lo has matado?Tenías el puñal. O podrías habermeordenado que lo hiciera yo. No sería elprimer rey que liquido, he dado fin ainfinidad de ellos —en realidad, cuatro.Tres de ellos fueron asesinatos

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políticos, actos deliberados ycerebrales, y uno un lamentablepercance relacionado con el ladrido deun perro, el carro de juguete de un niño,un pasillo resbaladizo, una rampa cortay empinada y un caldero de manteca devaca en plena ebullición. Este últimohay que verlo para creerlo—. Pero no,nos hemos limitado a escabullimos sindarle un miserable pescozón o unsoplamocos. Por enésima vez, a ver siahora hay suerte: ¿por qué no lo hasmatado?

—¡Porque no he podido! —gritó lajoven de pronto—. ¿Contento? No hepodido, teniéndolo ahí sentado. Estabadecidida a hacerlo cuando me acerquécon el puñal, pero estaba indefenso y

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eso hizo que... —Lanzó una maldición—. ¡No podía hacerlo así sin más!Salomón no acabó conmigo cuando metuvo a su merced, ¿verdad? Tendría quehaberlo hecho, pero se reprimió y yo,igual que él, he fracasado.

—Que ¿has fracasado? —La mirésorprendido—. Es una manera deenfocarlo. Otra podría ser...

—En cualquier caso, ¿qué más da?Volveré a Saba con el anillo. —Surostro se iluminó en medio de laoscuridad con el pálido brillo de unaestrella—. Y en eso no pienso fracasar.

Enderecé la espalda. Había llegadoel momento de arrojarme a la yugular. Apesar de la pasión con que seguíadefendiendo la seguridad que tenía en sí

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misma, esta comenzaba a abandonarla;tal vez incluso ya la hubiera abandonadopor completo. Si estaba en lo cierto,pensé que podría zanjar el asunto allímismo y en ese momento y ahorrarme unviaje de vuelta a Saba muy pocoapetecible arrastrando ese anilloabrasador. ¿Quién sabe?, tal vez inclusopodría salvar a la chica.

—Solo es una hipótesis, pero... —empecé a decir, y una vez más me alegréde haber optado por el aspecto de unlancero sumerio y no por el de una demis elecciones más excéntricas. Lasverdades ya son suficientementedifíciles de digerir como para queencima te las suelte un diablillo de ojossaltones, una serpiente alada, una

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miasma de gas venenoso o un demoniode cuatro caras27, por decir algo—. Yodiría que no has podido matar aSalomón porque, en el fondo de tucorazón, sabes que decía la verdadsobre Saba y el anillo. No, calla unmomento y escucha. Y eso, a su vez,significa que sabes que tu amada reinase equivocó y no te gusta esa revelación.No te gusta porque significa que te envióaquí por error y que lo has arriesgadotodo por nada. No te gusta porque, si tureina no es infalible, cuestiona elsentido de tu triste vida, consagrada aobedecerla y a sacrificarte por ella. ¿Noes así? Ah, sí, y puede que tambiéncuestione el sacrificio de tu madre.

La joven dio un respingo.

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—No sabes nada de mi madre —replicó con apenas un hilo de voz.

—Sé lo que tú me has contado. Séque murió por su reina.

Asmira cerró los ojos.—Sí, y yo la vi morir.—Como suponías que también

ocurriría contigo en esta misión. Unaparte de ti incluso esperaba que asífuera. —La joven torció el gesto al oíraquello. Esperé y aflojé un poco—.¿Cuándo fue? —pregunté—. ¿Hacepoco?

—Hace mucho tiempo. —La jovenme miró. La ira seguía allí, pero sehabía resquebrajado, y tenía los ojosempañados de lágrimas—. Yo tenía seisaños. Unos hombres de las tribus de las

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montañas, indignados por los tributosque se veían obligados a pagar,intentaron matar a la reina.

—Ya... —musité—. Asesinos queatacan a un jefe de estado. ¿No te resultafamiliar?

La joven no pareció haberme oído.—Mi madre los detuvo —continuó

Asmira— y ellos...Desvió la mirada hacia los

jardines. Todo seguía muy tranquilo porallí fuera, no había señal de problemas.Llevado por un impulso, aparté la pelotade pergamino de la balaustrada. Se meocurrió que, por amortiguada queestuviera, tal vez el aura del anillo fueravisible desde lejos.

Asmira se apoyó contra la piedra,

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con las manos rendidas a ambos lados.Por primera vez desde que nosconocíamos la vi completamenteinmóvil. Claro que ya la había vistoquieta antes, pero siempre como unbreve entreacto antes de volver a entraren acción. En aquel momento, ya sedebiera a mis palabras, a sus recuerdoso a cualquier otra cosa, de prontoparecía pausada, abatida, como si nosupiera qué hacer.

—Si no me llevo el anillo —dijocon voz apagada—, ¿qué habré logrado?Nada. Seguiré estando tan vacía comoahora.

¿Vacía? El lancero se rascó lavaronil barbilla. Los humanos y susproblemas... La verdad es que no es mi

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punto fuerte. Sí, bueno, era bastanteevidente que la joven llevaba toda lavida intentando emular a su madre paraacabar descubriendo —cuando por finlo había conseguido— que no creía enlo que hacía. Eso era fácil de adivinar.Sin embargo, ante la desolaciónrepentina de la joven, no sabía cuálsería el paso más adecuado.Experimentar con el análisis psicológicoes una cosa —es decir, ofrecer unaobservación imparcial sazonadagenerosamente con sarcasmo e insultos.Hay que reconocerlo, eso se me da muybien—, pero dar consejos, y encimaconstructivos, es otra muy distinta.

—Veamos, escúchame un momento—empecé—, todavía estamos a tiempo

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de devolverle el anillo a Salomón. Nose vengará de ti, te ha dado su palabra.Además, creo que para él también seríaun alivio. Si no, todavía existe otraalternativa que tal vez no hayasconsiderado: arrojar el anillo al mar,deshacerse de él para siempre. Esosolucionaría el problema de una vez portodas y para todos: Saba se libra de lasamenazas y tu reina del dolor, además deahorrarle un montón de molestias a todoun batallón de espíritus.

La joven no aceptó ni rechazóaquella propuesta tan sensata. Seguíaigual de alicaída, con los hombrosderrotados y la mirada perdida en laoscuridad.

Volví a la carga.

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—Ese vacío del que hablas —probé una vez más—, creo que le dasdemasiada importancia. Lo que ocurrecontigo, Asmira, es que tienes unpequeño problema de...

Me interrumpí de pronto, alertado.Arrugué mi bella nariz con un ticnervioso. Otra vez. Empecé a olisqueara mi alrededor sin el menor disimulo.

Aquello despabiló ligeramente a lajoven, quien enderezó la espalda,indignada.

—¿Estás diciendo que huelo mal?Por amor de Saba, precisamente eso nome preocupaba en absoluto.

—No. No eres tú. —Entrecerré losojos y me volví hacia la galería.Columnas, estatuas, sillas

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desperdigadas, todo parecía en calma.Pero en algún lugar cerca de allí...Ayayay...— ¿Tú no hueles nada? —pregunté.

—A huevos podridos —contestó lajoven—, pero creía que eras tú.

—No soy yo.Azuzado por una intuición

repentina, me aparté de ella con sigilo yavancé por la galería sin hacer ruido.Me detuve, olisqueé el aire, prestéatención, seguí caminando, me detuve yvolví a olfatear a mi alrededor. Di otropaso...

... y giré sobre mis talones,haciendo estallar en mil pedazos laestatua que tenía más cerca con unadetonación.

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La joven dio un grito; el lancerodio un salto. Todavía llovían y rodabanpiedras incandescentes sobre la cúpulade la torre cuando me planté en mediodel chaparrón, aparté unos cuantosjirones lila de nube y saqué al trasgotiznado del pedestal hecho añicos tras elque se escondía. Lo así por el cuelloverde y fibroso y lo levanté en alto.

—Gezeri... —mascullé entredientes—. Me lo temía. ¡Otra vezespiando! En fin, acabaré contigo antesde que tengas oportunidad de...

El trasgo me sacó la lengualentamente y, sonriendo, señaló hacia elsur.

Oh, no.Me volví y miré. En la distancia,

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muy por encima de los tejados delpalacio, una pequeña nube negra sealzaba verticalmente hacia la noche, unveloz torbellino de aire y fuego. Todavíaestaba muy lejos, pero no por muchotiempo. Finos rayos salían despedidosde las paredes del remolino, hasta queeste empezó a desbordarse, a revolversey a girar con furia vengadora, y se lanzóhacia la torre, sobrevolando los jardinescon la velocidad del relámpago.

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Capítulo 32 En cuanto a Asmira, la nube no

habría podido escoger momento menosoportuno para hacer acto de presencia,justo cuando su determinación la habíaabandonado por completo.

La joven se quedó plantada en laazotea, sin poder apartar los ojos deaquella cosa: un tornado de llamasvoraginosas que incendiaba árboles yjardines a su paso y los teñía del colorde la sangre. Oyó el aullido del viento,oyó la risa del pequeño demonio, oyólos gritos desesperados de Bartimeocorriendo hacia ella...

Lo oyó y lo vio todo, pero no hizo

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nada.Ante las muchas dificultades con

que había topado en el camino hasta allí,Asmira había mantenido una disciplinaférrea aprendida y reforzada a lo largode muchos y solitarios años. Lospeligros del palacio, la conversacióncon Salomón, incluso el encuentro cara acara con el espíritu del anillo...; nada detodo aquello había logrado quebrantarsu espíritu. Era consciente del sacrificioque iba a hacer y era consciente de porqué lo hacía. Aquella claridad mental leproporcionaba determinación, y ladeterminación le proporcionabaclaridad mental. Desde el principio, sehabía dirigido hacia una muerte casisegura con una especie de profunda e

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intensa serenidad.Solo que, al final, en vez de la

muerte había llegado Bartimeo y, depronto, tenía al rey a su merced, elanillo en su poder y ella seguía viva.Todo lo que deseaba desde hacía tantotiempo lo tenía al alance de la mano... Y,sin embargo, acababa de descubrir queno sabía lo que tenía que hacer.

Incluso antes de salir huyendo delos aposentos de Salomón, había tenidoque enfrentarse a esas convicciones quele impedían aceptar lo que estabasucediendo. La historia del rey, suimpotencia, que eludiera cualquierresponsabilidad en el asunto de Saba, elmodo en que se había hundido en lasilla... Nada de aquello estaba previsto

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y, además, chocaba de frente con susideas preconcebidas. Y luego estaba elanillo en sí, el anillo que, en principio,convertía a su portador en el hombremás afortunado del mundo. Salvo por elpequeño detalle de que, además, loquemaba y lo envejecía antes detiempo... Recordó el rostro ajado deSalomón, el dolor que ella misma habíasentido al tocar el pequeño aro de oro.Nada tenía sentido. Todo estaba alrevés.

Al principio, Asmira habíadecidido ignorar la batalla que selibraba en su cabeza y cumplir con lamisión como fuera. Pero entonces,gracias a Bartimeo, se había encontradocon sus dudas y motivaciones más

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íntimas expuestas a la intemperie, bajolas estrellas.

En lo más profundo de su corazón,Asmira siempre había sabido muchas delas cosas que Bartimeo había dicho,desde el mismo momento en que sumadre se había desplomado sobre elregazo de la impasible e indiferentereina. Durante años, había negadoaquellos sentimientos, los habíasublimado con una dedicación absolutaa un oficio que le reportaba satisfacción.Sin embargo, en esos momentos, con lafría claridad de la noche, habíadescubierto que ya no creía en lo queera y en lo que siempre había aspirado allegar a ser. Su fuerza y la confianza ensí misma la habían abandonado, y el

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cansancio acumulado a lo largo deaquellas dos últimas semanas se venciósobre ella repentinamente. De pronto,ambas le resultaban muy pesadas, yhuecas, como un caparazón vacío.

La nube seguía avanzando a granvelocidad. Asmira no hizo nada.

El genio corrió hacia ella, con elpequeño demonio verde agarrado por elcuello. En la otra mano llevaba la pelotade pergamino levantada en alto.

—¡Eh! —gritó Bartimeo—. ¡Elanillo! ¡Cógelo! ¡Póntelo!

—¿Qué? —Asmira frunció el ceño,apática—. No... no puedo hacerlo.

—¿Es que no lo ves? ¡Khaba estáaquí! —Bartimeo había llegado junto asu lado. Todavía seguía siendo el joven

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moreno. La miró con preocupación y ledejó la pelota de pergamino en la manocon un gesto brusco—. ¡Póntelo, rápido!Es nuestra única esperanza.

Incluso a través de las hojasarrugadas, Asmira sintió el calor intensodel anillo. Le dio vueltas torpemente yestuvo a punto de caérsele al suelo.

—¿Yo? No... No puedo. ¿Por quéno te lo po...?

—¡El que no puede soy yo! —gritóel genio—. ¡La tracción del Otro Ladome partiría la esencia en dos! ¡Hazlo!¡Utilízalo! ¡Apenas nos quedan unossegundos!

El joven dio un salto, se subió a labalaustrada y, tras encajarse al trasgobajo el brazo, disparó una andanada de

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rayos de color escarlata que atravesaronel cielo nocturno en dirección a la nube.Ninguno llegó a rozarla siquiera, todosestallaron al estrellarse contra un escudoinvisible y dispersaron bengalas demagia agonizante en todas direcciones ocayeron hacia los jardines dibujandoarcos chisporroteantes, dondeprendieron fuego a los cipreses.

Dubitativa, Asmira levantó algunasesquinitas de los pergaminos queenvolvían el anillo. ¿Ponérselo? Pero sise trataba de un tesoro que solo llevabanreyes y reinas. ¿Quién era ella paraatreverse a usarlo? No era nadie, nisiquiera una verdadera guardiana...Además —pensó en el rostro ajado deSalomón—, el anillo quemaba.

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—¿Acaso quieres que caiga enmanos de Khaba el Cruel? —le gritóBartimeo subido a la balaustrada—.¡Póntelo de una vez por todas! Pero ¿quéclase de ama eres? ¡Tienes laoportunidad de hacer algo bien!

El pequeño demonio verde soltóuna risita sonora y maliciosa bajo laaxila de Bartimeo. En ese momento,Asmira lo reconoció, era una de lascriaturas de Khaba. Lo había entrevistoen el desfiladero.

—Vaya birria de jefa que tienesaquí, Barty —comentó el trasgo—.Menuda inútil. ¿Fue ella quien dejó esepaquete a la vista de todos sobre labalaustrada? Se veía a una legua dedistancia.

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El genio no respondió, peropronunció una palabra. El trasgo sequedó paralizado con la boca abierta,envuelto en una nube de humo. Sin dejarde disparar contra el torbellino con laotra mano, Bartimeo tiró el demonio alaire, lo atrapó por una oreja petrificaday, tras dibujar un amplio arco con elbrazo, lo arrojo hacia la oscuridad.

A lo lejos, en medio del remolinoque se aproximaba, un brillante puntitode luz azul relumbró un instante.

—Asmira... —suplicó Bartimeo.Una llamarada, también azul,

alcanzó la balaustrada, la hizo volar porlos aires y el genio salió despedidohacia atrás, envuelto en una bola defuego de color zafiro. Atravesó la

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galería, se llevó por delante la estatuamás cercana y acabó estrellándosecontra la cúpula de la torre, hecho unguiñapo. Las llamas que lo cubrían seavivaron momentáneamente y seextinguieron.

Su cuerpo empezó a rodarlentamente por la pendiente, dandovueltas y más vueltas, hasta que por finse detuvo en un montículo de piedrasdesprendidas.

Asmira se quedó mirando el cuerpodesmadejado y a continuación se volvióhacia el paquete que tenía en las manos.De pronto, lanzó una maldición y susdudas se desvanecieron. Empezó atironear de las hojas por todas partes, aarrancar pedazos de pergamino,

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mientras sentía cómo el calor del anilloaumentaba poco a poco... Alargó unamano temblorosa...

Centelleó un relámpago. La nubetormentosa descendió en picado hacia laterraza. Las estatuas se balancearon ycayeron al suelo, tramos enteros deparapeto se deformaron, seresquebrajaron y se precipitaron haciala noche. La tormenta estalló en lagalería y la ráfaga de aire que recorrióel pasillo envió a Asmira contra elmuro, dando volteretas hacia atrás. Lapelota de pergamino se le escapó de lasmanos y cayó sobre el parapeto. Unpequeño aro dorado con algo negro fuedando botes por el suelo.

El vendaval se calmó; la tormenta

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había cesado. En medio de un ampliocírculo de piedra calcinada, Khaba elhechicero dirigió una mirada siniestra asu alrededor.

A su espalda, algo más oscuro ymás alto alzó la cabeza. Los brazos,finos como el papel, que habíanestrechado al hechicero en un abrazoprotector, se abrieron. Unos dedoslargos y tan afilados como agujas seestiraron, flexionaron y señalaron aAsmira.

—Allí —musitó alguien con vozsuave.

Asmira se había golpeado lacabeza contra las losas y el parapetobailaba ante sus ojos. Sin embargo, seincorporó con gran esfuerzo hasta

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quedar sentada y miró a su alrededor enbusca del anillo.

Allí estaba, justo al borde delabismo. A pesar de que la cabeza seguíadándole vueltas, Asmira rodó sobre símisma y empezó a arrastrarse paraalcanzarlo.

Oyó cómo se acercaban unas levespisadas; el rumor de una larga túnicanegra.

Asmira aceleró. Notaba el calordel anillo en la cara. Alargó la manopara cogerlo...

Una sandalia negra se cernió sobresu mano y le aplastó los dedos contra elsuelo de piedra. Asmira dio un gritoahogado y retiró la mano de inmediato.

—No, Cyrine —dijo el hechicero

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—. No, no es para vos.El hombre la apartó de una patada

y el pie impactó con dureza en un ladode la cara. Asmira rodó hacia atrásimpulsada por el golpe y se puso en piede un salto. Antes de que pudierallevarse la mano al cinto, algo parecidoa unas garras la apresaron por la cintura,la levantaron en vilo y la alejaron deallí. Durante unos instantes, Asmira solovio un remolino de estrellas en medio deuna oscuridad envolvente antes deacabar siendo depositaba en el suelo sincontemplaciones, en medio de la terrazacasi en ruinas. La presión no disminuyó;algo le estrechó los brazos con fuerzacontra los costados. Había una presenciaa sus espaldas.

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El egipcio seguía de pie junto alanillo, contemplándolo con miradaincrédula. Llevaba la misma túnica quehacía horas había lucido en el banquete.Estaba demacrado y unas pequeñasmanchas de color morado le teñían lacomisura de los labios, testimonios delos excesos de aquella noche, pero susojos brillaban de emoción y le temblabala voz.

—Sí que lo es. Lo es de verdad...¡No puedo creerlo!

Se agachó sin más, aunque sedetuvo de inmediato al sentir lasemanaciones del anillo.

En algún lugar por encima deAsmira, una voz suave lanzó unaadvertencia.

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—¡Amo! ¡Cuidado! Su aura mequema incluso a esta distancia. ¡Queridoamo, debéis actuar con cautela!

El hechicero soltó un graznido amedio camino entre una risotada y ungruñido.

—Tú... Tú me conoces, queridoAmmet. Un... Un poco de dolor siemprees placentero.

Sus dedos se abalanzaron sobre elanillo. Asmira se estremeció, esperandooír un grito. En cambio, lo que oyó fueuna maldición musitada entre dientes.Khaba se puso en pie, con la mirada fijay la mandíbula apretada. El anillodescansaba en la palma de su mano.

—¡Amo! ¿Os encontráis bien?Asmira levantó la vista y vio una

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especie de sombra recortada contra lasestrellas, una copia perfecta de la siluetade Khaba. Se quedó boquiabierta,horrorizada, e intentó zafarse de lasgarras del monstruo.

El egipcio volvió la mirada haciaella.

—Sujeta bien a la chica —dijo—,pero no... no le hagas daño, todavía.Tengo... Tengo que hablar con ella. ¡Ah!—Lanzó un alarido—. ¿Cómo podíasoportar esto el viejo?

La presión alrededor de la cinturade Asmira aumentó y la joven gritó. Almismo tiempo, sintió que su captor hacíaun movimiento brusco y enérgico pararecoger algo del suelo, a sus espaldas.

Volvió a oír la voz suave.

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—Amo, también tengo a Bartimeo.Todavía vive.

Asmira volvió la cabezaligeramente y vio al joven apuestocolgando desmayado a su lado,suspendido de un enorme puño griscomo un guiñapo. Un vapor amarillentoemanaba de las múltiples heridas que lerecorrían el cuerpo. Al ver aquello, aAsmira la asaltaron los remordimientos.

—¿No está muerto? Mucho mejor.—Khaba se acercó hasta ellos con pasopesado y el puño derecho pegado juntoal pecho—. Ya tenemos al primerinquilino de las nuevas jaulas deesencia, Ammet. Pero primero, estajoven...

Se detuvo en seco delante de

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Asmira y se la quedó mirando. Tenía elrostro contraído por el dolor y lamandíbula le temblaba de tal manera queno paraba de mordisquearse los labios.Aun así, no se puso el anillo.

—¿Cómo lo habéis hecho? —preguntó—. ¿Qué experiencia tenéiscomo hechicera?

Asmira se encogió de hombros ysacudió la cabeza.

—¿Acaso deseáis que Ammet oshaga pedazos? —la amenazó Khaba—.No hay nada que lo complaciera más.¡Hablad!

—Ha sido bastante fácil.—¿Y las defensas de Salomón?—Las burlé.—El anillo, ¿cómo se lo quitasteis

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del dedo? ¿Mientras dormía?—No. Estaba despierto.—Entonces, en nombre de Ra,

¿cómo...? —Khaba se interrumpió ymiró fijamente su mano, rígida y cerradacon fuerza. Lo embistió un dolorlacerante y dio la impresión que perdíael hilo de la conversación—. En fin, yame contaréis los detalles en otromomento, cuando tenga tiempo, tanto sios gusta como si no. Sin embargo, ahoradeseo saber una cosa: ¿cómo ha muertoSalomón?

Asmira pensó en el debilitado reysentado en su silla y se preguntó quéestaría haciendo en esos instantes.Invocando a sus guardias, tal vez, ohuyendo de la torre. Se sorprendió al

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descubrir cuánto deseaba que le hubieradado tiempo a hacerlo.

—Bartimeo lo estranguló —contestó.

—Ah. Bien, bien. No se merecíamenos. Ahora, Cyrine... Aunque,evidentemente, no es así como osllamáis en realidad, ¿verdad? Mepregunto qué... —Khaba la miró con unasonrisa siniestra—. En fin, ya loaveriguaremos, ¿no es cierto?, todo a sudebido tiempo. Seáis quien seáis —prosiguió—, estoy en deuda con vos.Llevo muchos años deseando llevar acabo una acción similar, igual que elresto de los Diecisiete. Lo hemoscomentado muchas veces. ¡Ah, pero elmiedo nos paralizaba! ¡No osábamos

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mover un dedo! Nos cohibía el terrorque nos infundaba el anillo. En cambiovos, en compañía de este... de este geniode tres al cuarto, ¡lo habéis logrado! —Khaba sacudió la cabeza, asombrado—.Es una verdadera hazaña. Debo asumirque fuisteis vos quien sembró el caos enel erario, ¿no es así?

—Sí.—Una buena táctica. La mayoría de

mis colegas siguen ocupados ahí abajo.Si fuera por ellos, habríais logradoescapar.

—¿Cómo nos habéis encontrado?—preguntó Asmira—. ¿Cómo haconseguido ese demonio verde...?

—Gezeri, Ammet y yo llevamosbuscándoos casi toda la noche, desde

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que me robasteis. Gezeri tiene una vistamuy aguda y vio un resplandor aquíarriba, en la terraza, por lo que seacercó a investigar. Yo seguí sus pasoscon esto. —El hechicero le mostró unapiedra bruñida que llevaba colgada alcuello—. Imaginad mi sorpresa cuandodescubrí que se trataba de vos.

En ese momento oyeron un gemidoa sus espaldas. Una nubecilla arrebujadaasomó con vacilación por el borde delabismo y avanzó con pequeñassacudidas y empellones. El pequeñotrasgo verde estaba despatarrado sobrela nube en un estado lamentable, con unchichón en la cabeza del tamaño de unhuevo de cigüeña.

—Aaay, mi esencia —se quejó con

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un gruñido—. ¡Ese Bartimeo! ¡Meendino una petrificación antes de tirarmepor el borde!

Khaba lo fulminó con la mirada.—¡Silencio, Gezeri! Tengo un

asunto importante entre manos.—No me siento el cuerpo.

Adelante, pellízcame la cola, no voy anotarlo.

—Pues no hagas ruido y ponte avigilar si quieres conservarla por muchomás tiempo.

—Estamos un poquito susceptibles,¿no? —dijo el trasgo—. Pues tú tambiéntendrías que andarte con cuidado, amigo.Las explosiones de por aquí arriba nohan pasado desapercibidas y esa malditaaura que rebosa de tu mano tampoco.

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Será mejor que espabiles o prontotendremos compañía.

El trasgo señaló a lo lejos, hacia elsur, donde una multitud de puntitosluminosos se movían a gran velocidadjunto con alargadas siluetas, negras yrectangulares, que parecían silenciososportales a las estrellas. Khaba hizo unamueca de disgusto.

—Mis amigos y colegas vienen acomprobar cómo está Salomón. ¡Cuánpoco imaginan quién posee ahora elanillo!

—Todo eso está muy bien —apuntóAsmira de pronto—, pero me he fijadoen que todavía no os lo habéis puesto.

La joven lanzó un grito. El demoniohabía cerrado las garras sobre su cintura

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con inquina.—No se soporta... tan bien como

esperaba —confesó Khaba—. ¿Quiénhabría imaginado que Salomón poseyeratanta fuerza de voluntad? Sin embargo,no os atreváis a criticarme, jovencita,soy un hombre poderoso y vos no soismás que una ladrona cualquiera.

Asmira rechinó los dientes. La irase apoderó de ella.

—Os equivocáis. Me llamo Asmiray mi madre fue primera guardiana de lareina de Saba. Vine para hacerme con elanillo porque mi pueblo estaba enpeligro, y puede que haya fracasado enel intento, pero al menos he obrado conun propósito más honorable que elvuestro.

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Acabó con la barbilla bien alta, lamirada encendida y embargada por unafiera satisfacción. Se hizo un silenciomuy elocuente.

De pronto, Khaba se echó a reír. Seregodeó en una carcajada estridente, quela sombra que retenía a la joven imitónota por nota. La malévola risotada hizoque el genio, que seguía colgado a sulado e inconsciente, se estremecieralevemente con una sacudida.

Khaba intentó recobrar lacompostura.

—Se acercan, Ammet —dijorecuperando la seriedad—. Prepárate.Mi querida Asmira... Un nombre muybonito, por cierto; desde luego loprefiero a Cyrine. ¿De modo que sois

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una enviada de Saba? Qué interesante.Abrió la mano y contempló el

anillo de Salomón.—Rápido, jefe —dijo el trasgo—.

Ahí viene el viejo Hiram. Parece fuerade sí.

Asmira vio que al hechicero letemblaban los dedos al cernerlos sobreel anillo.

—¿Por qué lo encontráisinteresante? —preguntó.

—Porque conozco la razón por laque estáis aquí. Sé por qué os envióBalkis. —Los grandes ojos acuososlanzaron un destello al volverse haciaella. En su mirada se evidenciaba ungran regocijo, pero también miedo—. Yporque sé que habéis matado a Salomón

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por nada.A Asmira se le revolvió el

estómago.—Pero la amenaza...—No la profirió Salomón.—El mensajero...—No lo envió él. —Khaba ahogó

un grito al cerrar los dedos sobre elanillo—. Hace... hace mucho tiempo quelos Diecisiete y yo llevamos a cabociertas operaciones privadasaprovechando la reputación de Salomón.Los reyezuelos de Edom, Moab, Siria yotras tierras se han apresurado a pagarrescates para evitar desgracias ficticias.Balkis no es más que la última de unalarga lista. Igual que los demás, es rica ypuede permitírselo. No le supone un

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gran dispendio y, en cambio, engordanuestras arcas. Mientras Salomón no seenterara, ¿qué mal había en ello? Enrealidad, es justo lo que ese neciotendría que haber hecho. ¿Qué sentidotiene disfrutar de un gran poder si nopuedes sacarle provecho personal?

La sombra habló por encima de lacabeza de Asmira.

—Amo, debéis daros prisa.—¡Khaba! —Un grito furibundo

atravesó la oscuridad—. Khaba, ¿quéestás haciendo?

El hechicero no le prestó atención.—Querido Ammet, ya sé que hablo

demasiado. Hablo para aliviar el dolor.Debo armarme de valor para ponerme elanillo. Ya queda poco.

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Asmira miraba al egipcio con ojosdesorbitados.

—Vuestro mensajero atacó Marib.Murió gente. ¿Qué hechicero lo envió?

El sudor perlaba la calva relucientede Khaba. El hombre cogió él anilloentre el índice y el pulgar y lo dirigióhacia el meñique.

—De hecho, fui yo. No os lotoméis como algo personal, podría habersido cualquiera de nosotros. Y elmensajero fue Ammet, el mismo que osretiene. Es irónico, ¿no creéis?, que elgesto de niña malcriada de Balkis hayacausado la muerte del único rey cuyaintegridad no le permitía abusar delpoder del anillo. Yo no seré tancomedido, eso os lo puedo asegurar.

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—¡Khaba!Descendiendo hacia el parapeto,

resplandeciente en sus largas túnicasblancas, el visir Hiram contempló laescena que allí se desarrollaba conmirada furiosa. De brazos cruzados, sealzaba sobre una pequeña alfombracuadrada que sostenía en alto undemonio de gran tamaño con aspectohumano. El espíritu lucía una largamelena rubia y unas alas blancas queazotaban el aire con un estruendo detambores de guerra. Poseía un rostrobello, imponente, altivo, pero tenía ojosverde esmeralda. Si no hubiera sido poraquel detalle, Asmira no habríareconocido al pequeño ratoncito blanco.

Detrás venían los demás hechiceros

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con sus demonios, levitando en mediode la oscuridad.

—¡Khaba! —volvió a gritar elvisir—. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde estáSalomón? Y ¿qué... qué es eso que tienesen la mano?

El egipcio no levantó la vista.Seguía aunando fuerzas mientrassujetaba el anillo con manostemblorosas.

—Al menos mi reina, igual que yo,actuó con honor —dijo Asmira—.¡Jamás se arrodillará ante vos pormucho que la amenacéis!

Khaba se echó a reír.—Al contrario, ya lo ha hecho.

Ayer tenía los sacos de inciensoapilados en el patio de Marib, listos

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para su entrega. No habéis sido más queun simple recurso secundario, jovencita,un gesto intranscendente que vuestrareina podía permitirse sin arriesgarse aasumir grandes pérdidas. Puesto quenada parece indicar que hayáissobrevivido a vuestra misión, se hadecidido a pagar. Al final, todos acabanpagando.

Asmira se sintió mareada. Elcorazón le latía con fuerza y el pulsoresonaba en sus oídos.

—¡Khaba! —insistió Hiram—.¡Suelta el anillo! ¡Soy el hechicero demayor rango de los Diecisiete! Teprohíbo que te lo pongas. Nos pertenecea todos.

Khaba tenía la cabeza inclinada y

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su rostro quedaba oculto entre lassombras.

—Ammet, necesito unos segundos.¿Te importaría...?

Asmira levantó los ojos y, a travésde las lágrimas, vio que la boca de lasombra se curvaba y se abría y dejaba ala vista una hilera de dientes alargados.A continuación, sintió que la lanzabanhacia un lado y volvían a atraparla en elaire. Ahora colgaba junto a Bartimeo,encajada bajo el brazo de la sombra.

—¡Khaba! —gritó Hiram con vozatronadora—. ¡Obedece o atacaremos!

Sin soltar a ninguno de los dos, lasombra se alargó sobre el suelo de laazotea con el brazo libre extendido. Elmiembro, de dedos largos y curvados, se

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propulsó hacia delante, restallandocomo un látigo. Un tajo, un pequeñocorte. La cabeza de Hiram se inclinóhacia un lado y su cuerpo hacia el otro.Ambos cayeron de la alfombra sin hacerruido y desaparecieron en la oscuridad.

El demonio de alas blancas deHiram lanzó un grito de júbilo y sedesvaneció. La alfombra, tras perder suapoyo repentinamente, se precipitó hacialos jardines a gran velocidad, dibujandoremolinos en el aire.

En medio de la oscuridad, uno delos hechiceros chilló.

La sombra retrocedió hasta laterraza y se volvió preocupada hacia suamo, quien, doblado por la cintura,había proferido un largo y grave alarido.

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—Querido amo, ¿estáis malherido?¿Qué puedo hacer?

Khaba tardó en contestar. Estabaencorvado, con la cabeza enterrada entrelas rodillas. De pronto, alzó la cabezacon brusquedad. Enderezó el cuerpolentamente. Tenía el rostro contraído porel dolor y los labios separados en unrictus espectral.

—Nada, querido Ammet. No esnecesario que hagas nada más.

Levantó la mano. Algo doradodestelló en el dedo.

Asmira oyó que Bartimeo gemía asu lado.

—Vaya, genial —dijo este—. Teníaque despabilarme justo ahora.

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Capítulo 33 El egipcio se volvió para

enfrentarse a la noche. Ante él, varioshechiceros se recortaban contra elfirmamento salpicado de estrellas, a laespera, tensos y vacilantes en susalfombras que se suspendían sobre elvacío. Uno de ellos lo desafió. Khaba nocontestó, sino que se limitó a levantar lamano y, con un movimiento lento yestudiado, giró el anillo que llevabapuesto en el dedo.

Tal como había ocurrido en laalcoba de Salomón, Asmira sintió que sele taponaban los oídos, como si bucearaa gran profundidad. A su lado, Bartimeo

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hizo una honda inspiración a través delos dientes apretados. Incluso la sombraque los retenía retrocedió un paso, muydespacio.

Una presencia apareció en el aire,junto a la terraza. De tamaño humano,aunque sin ser humano, y más oscura queel cielo.

—No eres Salomón.No tenía una voz estruendosa ni

airada, sino suave y tranquila. Aun así,parecía ligeramente resentida. La ondasonora arrojó a Asmira hacia atrás,como si la hubieran golpeado, y sintióque un hilillo de sangre le caía de lanariz.

Khaba lanzó un chillido angustiadoque podría haber querido ser una

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risotada.—¡No, no lo soy, esclavo! Ahora

tienes un nuevo amo y este es mi primerdeseo: protégeme de cualquier magia.

—Así sea —dijo la aparición.—Pues entonces... —Khaba tragó

saliva con esfuerzo y enderezó laespalda—. ¡Ha llegado el momento dedemostrarle al mundo que las cosas hancambiado —exclamó—, que enJerusalén gobierna un nuevo rey! ¡Seacabó la indolencia de Salomón! ¡Elanillo cumplirá su función!

Ante aquella declaración deprincipios, varios hechiceros entraronen acción: varias llamaradas mágicasatravesaron el vacío para derribar alegipcio. Cuando los rayos convergieron

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sobre el parapeto, se desintegraron y seconvirtieron en delicadas corrientes dechispas de colores que se dispersaroncomo semillas lanzadas al viento.

—¡Esclavo del anillo! —gritóKhaba—. Veo que mis colegas Elbesh yNisroch no han tardado en atacarme,¡que no tarden tampoco en sercastigados!

Dos alfombras, dos hechiceros quese convirtieron en llameantes bolas defuego verdes tras sendas explosiones.Los restos humeantes se precipitaronhacia los árboles dibujando remolinos.

—Así sea.—¡Esclavo del anillo! —La voz de

Khaba parecía haber recuperado sufuerza y daba la impresión de que el

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hechicero comenzaba a sobreponerse aldolor—. ¡Reúne ante mí una multitud tannumerosa como la que vio desfilar aTutmosis cuando marchó sobre Nimrud!¡Aún mayor! ¡Que se abran los cielos yque mi ejército avance a mis órdenes!¡Que lleven la destrucción a quieneshabiten este palacio y osen alzarse en micontra! ¡Que...! —Se interrumpió con ungrito ahogado y levantó la vista hacia elcielo.

—Así sea —dijo la presencia ydesapareció.

Asmira sintió que se ledestaponaban los oídos, pero, de nohaber sido por eso, no habría sabido quela aparición se había ido. Ella, igual queKhaba, igual que los hechiceros sobre

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sus alfombras, igual que los espíritusque los mantenían suspendidos en elaire, estaba absorta en un punto al estede los jardines, muy por encima de losmuros de palacio. En el cielo se habíaabierto un agujero, una brecha, unaespecie de rueda de fuego inclinadahacia un lado. Las llamas se extendíanhacia el centro, como radios, y ardíancon voracidad; sin embargo, aquelinfierno no arrojaba ningún sonido sobrela Tierra y su temible resplandortampoco se reflejaba en las cúpulas nien los árboles que había a sus pies. Elagujero estaba allí, aunque no estaba;cerca, aunque muy lejano, una puerta aotro mundo.

De pronto, un enjambre de puntitos

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negros y silenciosos, que se movían agran velocidad, atravesó el portal.Avanzaban como una plaga de abejas omoscas, como una columna de humo,hinchándose, deshinchándose,volviéndose a inflamar y dando vueltassin parar en una espiral que descendíahacia la tierra; y aunque la distancia quedebían superar no parecía tan grande, aAsmira se le antojó que tardaron unaeternidad. Y entonces, como si hubieranatravesado una barrera invisible derepente, la arrastró un torrenteensordecedor, un mar de arenavertiéndose sobre la Tierra: el susurrode las alas de los demonios.

Los puntitos aumentaron de tamañoy la luz de las estrellas se reflejó sobre

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sus dientes, garras y picos, y sobre lasarmas dentadas que blandían en manos ycolas, hasta que las figuras que secernían sobre los jardines del palacionublaron el cielo y las estrellasquedaron ocultas tras un velo negro.

El ejército se detuvo, a la esperade órdenes. Se hizo un repentinosilencio.

Asmira sintió que alguien le dabaunos golpecitos en el hombro.

Se volvió y se encontró frente a losojos del joven apuesto que colgaba a sulado, en las garras de la sombra.

—¿Ves lo que has hecho? —lereprochó el joven.

Los remordimientos y la vergüenzase adueñaron de ella.

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—Bartimeo... No sabes cuánto losiento.

—Ah, bueno, pues entonces ya está,con eso queda todo arreglado, ¿no? —dijo el joven—. Las legiones del OtroLado alzadas, la muerte y la destruccióna punto de arrasar esta parte de laTierra, Khaba el Cruel entronizado entoda su sanguinaria gloria y Bartimeo deUruk a punto de encontrar algún que otrofin funesto. Pero, eh, al menos lo sientes.Por un momento creí que iba a ser unmal día.

—Lo siento de veras —repitióAsmira—. Por favor, jamás imaginé queesto acabaría así. —Levantó la vistahacia la masa sólida de demonios—. Y...Bartimeo, tengo miedo.

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—Venga ya. ¿Tú? Pero si eres unaguardiana resuelta y malota.

—Jamás pensé que...—¿Qué más da? Ahora ya no

importa, ¿no crees? Ah, mira, el chifladoese ya está dando órdenes de nuevo.¿Quién crees que va a recibir primero?Yo digo que los hechiceros. Sí. Miracómo huyen.

De pie sobre el parapetodestrozado, con los largos y delgadosbrazos abiertos, Khaba había proferidouna orden con voz estridente. Derepente, se abrió una brecha entre lasfilas de demonios que nublaban el cieloy una manga de figuras velocesdescendió dibujando una amplia y lentaespiral. Abajo, en los jardines cubiertos

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por un manto de oscuridad, los esclavosde los hechiceros entraron en acción.Las alfombras zigzaguearon en todasdirecciones, partiendo hacia los murosdel palacio con la intención de alcanzarlas tierras que se extendían detrás deestos, a campo abierto. Sin embargo, losdemonios que descendían erandemasiado rápidos. La espiral rompiófilas: las formas negras se dispersaron aizquierda y derecha y se abatieron sobrelos fugitivos, quienes, entre gritos dedesesperación, invocaron a susdemonios para que pudieran hacerlesfrente.

—Ahí llegan los guardias depalacio —apuntó Bartimeo—. Un pelíntarde, aunque supongo que no les

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apetece demasiado morir.Cegadores destellos de magia —de

color malva, amarillo, rosa y azul—estallaron sobre los jardines y lostejados del palacio cuando losdefensores conjurados entablaroncombate con el ejército de Khaba. Loshechiceros gritaban, las alfombras sedesvanecían envueltas en fuego; losdemonios se precipitaban comometeoritos, atravesaban cúpulas ytejados y caían rodando, forcejeando endúos o tríos, en las aguas encendidas delos lagos.

En el parapeto, Khaba lanzó unrugido triunfante.

—¡Así es como debe empezar! ¡Elreinado de Salomón ha llegado a su fin!

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¡Destruid el palacio! Jerusalén caerá ypronto Karnak volverá a alzarse y seconvertirá en la capital del mundo unavez más!

Muy por encima de Asmira, lasombra abría la boca en una parodiaexultante de la de su amo.

—¡Sí, gran Khaba, sí! —dijo—.¡Que arda la ciudad!

Asmira creyó percibir unadisminución notable de la presión quelas garras ejercían sobre su cintura. Lasombra había olvidado por completo alos prisioneros que tenía a su cuidado.La joven clavó los ojos en la espalda deKhaba con repentino interés. ¿A quédistancia estaría? A tres metros, tres ymedio a lo sumo. Más no, eso seguro.

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De pronto sintió que la invadía unaserenidad que, al mismo tiempo, laaislaba de todo lo demás. Hizo una largay profunda inspiración. Levantó elhombro lenta y sigilosamente mientrasse palpaba el cinto con la mano.

—Bartimeo... —lo llamó.—Ojalá tuviera algo que picar —

comentó el genio—. Un buenespectáculo, este, si olvidas que vamosa formar parte del segundo acto. ¡Eh! ¡Latorre de jade no! ¡Que la construí yo,maldita sea!

—Bartimeo —repitió Asmira.—No, no es necesario que digas

nada, ¿recuerdas? Lo sientes. Lo sientesde veras. No podrías sentirlo más. Esoya ha quedado muy claro.

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—Cierra la boca —dijo con ungruñido—. Podemos arreglar estedesaguisado. Mira, ¿ves lo cerca queestá? Podemos...

El joven se encogió de hombros.—Ah, no, no puedo tocar a Khaba.

Nada de ofensivas relacionadas con lamagia, ¿recuerdas? Además, tiene elanillo.

—Por favor, ¿y eso a quién leimporta?

Asmira levantó el hombro.Apretado contra la muñeca, la cualprotegía de su frío delator la garra cadavez más floja de la sombra, el últimopuñal de plata.

El genio abrió los ojos comoplatos. Levantó la vista hacia la sombra,

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que seguía celebrando con grititos ygorgoritos el caos y la destrucción. Miróa Asmira y luego la espalda de Khaba.

—¿Cómo? ¿Desde aquí? —preguntó Bartimeo en un susurro—. ¿Túcrees?

—Pan comido.—No sé... Tendrá que ser muy

certero.—Lo será. Cállate. Me

desconcentras.Asmira buscó la mejor posición,

lentamente, sin apartar los ojos delhechicero. «Respira despacio», como sumadre solía hacer. «Apunta al corazón.No pienses. Relájate...»

El genio ahogó un grito.—Es que no para de moverse. No

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puedo soportarlo.—¿Te quieres callar?Una alfombra sin tripulante y

envuelta en llamas moradas se precipitódesde las alturas, cruzando el aire endiagonal, directa hacia Khaba, quien seapartó a un lado de un salto. La alfombraimpactó contra la torre unos metros másabajo y se levantó una columna de humoante ellos. Asmira musitó una maldición,se recompuso, calculó el ángulo de lanueva posición del hechicero, movió lamuñeca hacia atrás...

Ahora lo tenía a tiro.—¡Amo! ¡Cuidado!El trasgo Gezeri, flotando sobre su

nube junto al parapeto, había vuelto lavista hacia allí y los había alarmado con

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un grito repentino. Khaba se dio lavuelta con los brazos abiertos y losdedos separados. Asmira corrigió suposición al instante y le arrojó el puñal.Un destello plateado atravesó la manoen movimiento de Khaba. Sangre. Unaespecie de palito doblado salió volandopor los aires. En el extremo irregularcentelleaba algo dorado.

El ejército de demoniosdesapareció por completo de los cielos.Las estrellas volvieron a brillar.

El dedo cercenado rebotó sobre laslosas del suelo.

Khaba abrió la boca y dio unalarido.

—¡Ve, Bartimeo! —gritó Asmira—. ¡Cógelo! ¡Tíralo al mar!

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El joven que tenía al lado habíadesaparecido y un pajarillo de colorpardo se zafó de la garra de la sombra.

Khaba aulló, aferrándose la mano.La sangre goteaba del tocón donde anteshabía habido un dedo.

El bramido de la sombra fueidéntico al de su amo. Asmira sintió quela presión alrededor de su cintura cedíay la arrojaban a un lado con brusquedad.

El pajarillo se lanzó en picadohacia el anillo, atrapó el dedo con elpico y desapareció por encima delparapeto...

Asmira se golpeó la espalda contrael suelo, con dureza.

... un ave majestuosa envuelta enllamas remontó el vuelo ante todos con

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un pequeño aro de oro en el pico. Viróhacia el oeste y desapareció en mediode las columnas de humo.

—¡Ammet! —bramó Khaba—.¡Mátalo! ¡Mátalo! ¡Tráelo de vuelta!

La sombra pasó rauda por su lado ysaltó al vacío desde el parapeto. En loscostados le nacieron unas largas alasnegras que se elevaban y abatían con unestruendo atronador. El marid tambiénse desvaneció entre el humo. El batir delas alas se apagó. El silencio se instalóen la Casa de Salomón.

• • • • •

Asmira se puso en pie,tambaleante.

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Una bruma de magia consumidapendía en el aire al otro lado delparapeto como un oscuro banco deniebla. El palacio y sus jardines habíanquedado ocultos tras la neblina, salvo enalgún que otro lugar donde ardían ruegosde diversas tonalidades. Tal vez aquelloque se oía fueran voces apagadas, perose encontraban muy lejos y muchosmetros por debajo de ella y, por lo que aAsmira respectaba, también podríatratarse de espectros que trataban deatraerla. La galería era lo único quequedaba, un caos de piedras hechasañicos y madera calcinada.

Y no estaba sola.El hechicero seguía allí, a dos

metros de ella, sujetando la mano

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mutilada contra el pecho y con la miradaperdida en la oscuridad. Asmira creyóver que se le habían acentuado lasarrugas de la cara y que un nuevoentramado de delicadas líneas habíaaparecido sobre su piel. Khaba sebalanceaba ligeramente.

Estaba muy cerca del borde.Bastaría con un pequeño empujoncitoy...

Asmira se acercó por la espaldacon sigilo.

Una ráfaga de aire, un tufo a huevospodridos. La joven se tiró al suelo altiempo que el trasgo Gezeri lanzaba unmanotazo al aire y sus afiladas garraspasaron muy cercar del cuello deAsmira.

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La sabea sintió un pequeñohormigueo cuando la nube lila la rebasó.Al instante, se había puesto en pie. Eltrasgo se volvió sobre la rápida nube,dio marcha atrás y cargó contra la jovencon la velocidad del rayo. Sus ojos erandos rendijas que rezumaban odio sobreunas fauces abiertas. El anzuelo de lacola se curvó como una cimitarra. Lapostura indolente y los mofletessonrojados habían desaparecido y sehabía convertido en una bestia enposición de ataque, enseñando las garrasy los dientes.

Asmira cerró los dedos sobre elcolgante de plata que llevaba al cuello yse preparó para la embestida. Con ungrito, el trasgo le lanzó una delgada

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jabalina, refulgente y verdosa, directa alpecho. Asmira saltó a un lado ypronunció una guarda que rechazó elataque y desvió la jabalina hacia laoscuridad sin que tan siquiera la hubieratocado. Asmira pronunció otra más yunos discos amarillos llovieron sobre lanube lila, que acabó salpicada deampollas humeantes. La nube viró haciaun lado y se estampó contra el parapeto.Gezeri se puso a salvo de un salto en elmomento en que la nube se precipitabahacia los jardines, echó a correr por laterraza a una velocidad endemoniada,dando pequeños brincos, y se abalanzósobre el rostro de Asmira. La jovenretrocedió en el último segundo y lasfauces se cerraron a un palmo de su

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nariz. Acto seguido, asió al trasgo por elcuello y lo mantuvo alejado de ella conel brazo estirado, sin hacer caso de lasdentelladas, los zarpazos y losrestallidos de la cola, cuyos latigazos lesurcaban los brazos.

Gezeri echaba espumarajos por laboca y forcejeaba y poco a poco, a basede tesón y empeño, empezó a zafarse delos dedos que lo retenían. La jovensintió que las fuerzas comenzaban aabandonarla, de modo que se arrancó elcolgante de plata que llevaba al cuello ylo hundió en la boca abierta deldemonio.

El trasgo la miró con ojosdesorbitados y emitió una especie degárgara, grave y ronca, que se medio

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perdió entre el humo y los vapores queemanaban de las fauces abiertas. Elcuerpo se hinchó y las extremidades demovimientos enfurecidos se quedaronrígidas. Asmira lo arrojó al suelo. Eldemonio entró en efervescencia, empezóa convulsionarse y las ampollas de lapiel empezaron a estallar hasta quefinalmente acabó convertido en unacarcasa carbonizada que se desmoronó ydesapareció.

Asmira se volvió hacia el egipcio,pero este se había apartado del borde ybuscaba a tientas el látigo de variastrallas que llevaba colgado del cinto,con las manos ensangrentadas. Lo hizorestallar en el aire sin fuerzas, con ungesto mecánico. Volutas mágicas de

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color amarillo restallaron débilmente enlos extremos de las correas y dejaronvarios surcos en el suelo de piedra,como si hubieran pasado un rastrillo,pero no alcanzaron a Asmira, quien sepuso a salvo de un salto.

El hechicero la miró fijamente. Eldolor y el odio le empañaban la mirada.

—Saltad y corretead todo lo quequeráis, jovencita, tengo más siervos ylos haré venir. Y cuando Ammetregrese...

Hizo el ademán de volver a utilizarel látigo, pero lo distrajo la manoherida, que no dejaba de sangrar.Decidió detener la hemorragia con latela de la túnica.

Asmira imaginó a Bartimeo

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intentando huir con la sombra a suespalda. Si se trataba de un marid, comole había asegurado Bartimeo, el geniotenía las horas contadas. Pronto, muypronto, lo atraparía, acabaría con él yKhaba volvería a tener el anillo. A noser que...

Si se daba prisa, tal vez todavíaestuviera a tiempo de salvar a su genioy, junto con él, a Jerusalén.

Sin embargo, ya no le quedabaningún puñal. Necesitaba ayuda.Necesitaba...

Allí, detrás de ella: el arco queconducía a los aposentos reales.

Asmira dio media vuelta y echó acorrer.

—¡Sí, huid! ¡Huid cuan lejos

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queráis! —dijo Khaba—. Me ocuparéde vos en cuanto llame a mis esclavos.¡Beyzer! ¡Chosroes! ¡Nimshik! ¿Dóndeestáis? ¡Venid a mí!

• • • • •

Tras el caos, la oscuridad y elhumo del exterior, el tranquilo ydeslumbrante interior de la cámaradorada parecía extraño, irreal. Igual queantes, la piscina humeaba, los manjareshechizados relumbraban en sus bandejasy fuentes y una luz lechosa searremolinaba en la superficie de la bolade cristal. Asmira estaba a punto decruzar la sala encantada sin mirarlacuando se detuvo en seco.

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Un hombre la observaba desde laotra punta de la estancia.

—Tenemos problemillas, ¿no esasí? —preguntó el rey Salomón deIsrael.

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Capítulo 34 Tíralo al mar, tíralo al mar. Parece

sencillo, ¿no? En realidad, igual que elresto de sus órdenes, sencillo lo era. Almenos, en teoría. El problema estaba enno morir en el intento.

Unos sesenta kilómetros separanJerusalén de la costa. No es mucho. Encircunstancias normales, un fénix puedecubrir esa distancia en veinte minutos ytodavía le sobraría tiempo para haceralguna paradita y picar algo y desviarsepara disfrutar de las vistas —elabrasador viento de cola es lo que leproporciona la propulsión a chorro y loque convierte al fénix en una de las

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opciones aéreas más veloces que existana la hora de tener que elegir una forma.Los rayos son más rápidos, hay quereconocerlo, pero también más difícilesde dirigir. Por lo general acabas clavadode cabeza en un árbol—. Sin embargo,las circunstancias actuales no teníannada de normales. En lo más mínimo. Elpalacio estaba en llamas, los planostodavía seguían estremeciéndose a causade la irrupción de las hordas deespíritus, el destino del mundo estaba enel aire... Ah, sí, y yo llevaba el anillo deSalomón en el pico.

En realidad, para ser exactos,llevaba el dedo amputado de Khaba conel anillo puesto. Con objeto de no herirlos sentimientos de los lectores más

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aprensivos, no entraré en detalles.Solo diré que era como fumarse un

puro. Un puro pequeño y un pocoretemblón, con un aro de oro encajadocerca del extremo encendido. Ya está.¿Os hacéis una idea? Bien.

Todavía conservaba un poco decalor corporal y no hacía mucho quehabía dejado de gotear, pero mejor nomencionar eso.

Basta con decir que, mirándolobien, no era la parte del cuerpo másbonita que me haya tocado transportar—tampoco la más asquerosa. Ni porasomo—, pero, aun así, tenía unafunción muy útil: yo no tocabadirectamente el anillo y, por tanto, meahorraba ese tormento.

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Aunque sería por tormentos...Ammet me pisaba los talones.

El fénix se abrió camino entre losescombros del palacio de Salomón,limitándose a las zonas que habíansufrido los mayores daños durante labreve incursión de Khaba. La mitad dellugar parecía en llamas mientras que elresto estaba envuelto en una espesaniebla de magia a la deriva. Era gris,pero todavía quedaban trazas de granpotencia que destellaban de vez encuando. Me ardía el plumaje cuando losatravesaba volando, virando de un ladoal otro, ascendiendo y descendiendopara esquivar los nudos más gruesos deconjuros agonizantes. Muchos deaquellos coágulos se suspendían muy

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cerca de las cúpulas y las torretasdestrozadas, y las distorsionabanconvirtiéndolas en ensoñaciones que sederretían lentamente. Y lo mismo mehubiera ocurrido a mí de haberles dadoesa oportunidad. En general, habría sidomucho más cómodo elevarme hastacielos más despejados, pero me contuvepor el momento. La niebla me servía decamuflaje y tal vez también ayudara aatenuar un poco el brillo del aura delanillo. —Y hago bien en decir que «talvez». Tenía el anillo tan cerca que nopodía abrir los ojos en ningún planosuperior por miedo a quedarme ciego.Aunque aquel no era mi único problema.A pesar de que no lo tocaba, su poderme lastimaba. Pequeñas gotitas de

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esencia empezaban a desprenderse demi pico.

Ambas, condiciones esenciales sideseaba sobrevivir ni que fuera unosminutos.

Todavía no la había visto, pero oíaclaramente el batir de las alas de lasombra abriéndose camino a través delhumo. Tenía que quitármela de encima.El fénix pasó como una exhalación entredos paredes tambaleantes dirigiéndose aun banco de niebla especialmenteespesa. Cruzó de lado una ventanadesvencijada, atravesó una galería enllamas a toda velocidad y se quedósuspendido en lo alto, junto a las vigas,aguzando el oído.

No oyó nada, salvo el crujido de la

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madera del techo. Estatuas antiguas —héroes, diosas, animales y genios— secalcinaban entre las llamas.

El fénix ladeó la cabeza,esperanzado. Quizá le había dadoesquinazo. Con suerte, Ammet habíacontinuado dando tumbos entre la nieblay había puesto rumbo hacia el oeste, endirección a la costa, siguiendo misupuesta trayectoria. Tal vez, si salía delpalacio por el norte y luego viraba haciael oeste por encima de los bosques decedros, todavía podría alcanzar el mar.

Desplegué las alas y atravesé lasala como una exhalación,manteniéndome todo lo más cercaposible de las llamas y el humo. Al finalde la galería doblé a la derecha, hacia el

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recinto sumerio, flanqueado por largas,frías y pétreas hileras de antiguos reyes-sacerdote a quienes había conocido yservido —Akurgal el Serio era uno deellos, y Lugalanda el Severo; tambiénestaban Shulgi el Desolado, el sombríoRimush, Sharkalisharri (a quien solíallamársele Sharkalisharri el del corazónmarchito) y Sargón el Grande, tambiénconocido como el Viejo Cascarrabias.Sí, allí estaban mis queridos y viejosamos del amanecer de los tiempos.Aquellos sí que fueron días felices—.Al fondo de la estancia había unaenorme ventana cuadrada que daba alnorte. El fénix aceleró de improviso...

... y gracias a eso evitó por lospelos que lo alcanzara la detonación que

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destruyó el suelo a sus espaldas. Una delas estatuas se movió de pronto ydestapó su verdadera identidad: lasombra se despojó del espejismo tras elque se ocultaba como si se tratara de unacapa. El marid alargó sus garras y mearrancó las llameantes plumas de la colaal tiempo que yo daba un giro en el aire.Atravesé la sala como un rayo, uncometa llameante y anaranjado,sorteando a la desesperada losmanotazos de aquellas cintas que lasombra tenía por brazos.

—¡Bartimeo! —me llamó la vozsuave detrás de mí—. ¡Ríndete! ¡Tira elanillo y te perdonaré la vida!

No contesté. Lo sé, sé que es demala educación, pero es que tenía el

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pico lleno. Segundos después franqueéla ventana como una exhalación y mezambullí en la oscuridad.

¿Cómo soléis vivir vuestraspersecuciones a vida o muerte? ¿En unestado de estupefacción paralizante?¿Tal vez presas del pánico, con losdedos de los pies encogidos, o conataques de miedo esporádicos durantelos que dejáis de farfullar? Respuestasrazonables, todas ellas. Personalmente,yo aprovecho para pensar. Así se pasanmejor. Reina el silencio, estás solo y losdemás problemillas que pudieras tenerdesaparecen amablemente mientrasconsideras los puntos esenciales. Seguirvivo encabeza la lista, eso es evidente,pero no es lo único. También sirve para

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ver otros asuntos desde otro punto devista.

De modo que, mientras me dirigíahacia el oeste como una flecha en lospostreros minutos de la noche, con lascolinas y los valles ondulándose debajode mí y la sombra de Khaba pisándomelos talones, estudié la situación en la queme encontraba.

El asunto pintaba como sigue, amedio vuelo.

Ammet iba a darme caza, e iba adarme caza pronto. Por veloz que sea elfénix, es imposible mantener ese ritmode manera indefinida. Y menos aúncuando, por partida doble, hace pocoque una convulsión te ha dejadoinconsciente, y ya no digamos si, por

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partida triple, llevas un objeto de talpoder que el pico se te derrite a marchasforzadas —Incluso había empezado acurvarse de manera bastante acentuada.Parecía un guacamayo deprimido—. Elmarid —más grande que yo y con laesencia intacta— había perdido terrenoal principio de la cacería, peroempezaba a recuperarlo a medida quelas fuerzas me abandonaban. Cada vezque echaba un vistazo atrás por encimadel hombro, veía aquel amasijodeshilachado de negro sobre negro amedio valle de mí, acortando lasdistancias.

Era fácil adivinar que no iba allegar al mar.

Una vez que Ammet me diera

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alcance, las consecuencias seríantrágicas. Lo primero y más importante:ya podía darme por muerto. Lo segundo:Khaba volvería a tener el anillo. Solo lohabía llevado puesto unos cinco minutosy el palacio de Salomón ya habíaquedado reducido a escombros, lo queda una idea del estilo de gobierno que elhombre tenía en mente. En cuantodispusiera del tiempo y la oportunidad,igual que un crío con una rabieta en unapastelería, Khaba sembraría el caos y ladestrucción absolutos entre los pueblosde la Tierra, uno tras otro. Y lo másimportante, podía darme por muerto. Talvez ya lo he mencionado antes.

El fénix continuó volando. Decuando en cuando, Ammet me lanzaba

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ataques mágicos y unos destellosfulgurantes iluminaban el paisaje quedejaba atrás a toda velocidad. Yo virabahacia un lado, me abatía en picado yrealizaba piruetas viendo cómoespasmos y efusiones pasaban silbandopor mi lado y alcanzaban árboles yladeras que saltaban por los aires yprovocaban avalanchas.

La joven tenía la culpa de todo. Sime hubiera hecho caso y se hubierapuesto el anillo, nada de esto habríapasado. De hecho, podría haberdestruido a Ammet, haber acabado conKhaba, haber viajado hasta Saba en unsantiamén, haber sacado a su reina apatadas del palacio y haberse instaladoen el trono, rodeada de toda su

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opulencia y esplendor. Podría haberlohecho todo y, aun es más, antes dedesayunar estaría cómodamente sentadadisfrutando de un espectáculo de ladanza del vientre.

Aquello era lo que hubieran hechotodos y cada uno de mis amos anteriores—Excepto Lugalanda el Severo. Élhabría prescindido de la danza delvientre y hubiera optado por unascuantas ejecuciones—. Pero la chica no,claro.

Aquella jovencita era un cúmulo decontradicciones, eso seguro. Por unlado, era decidida, resuelta y tenía másarrestos en una sola de sus bonitas cejasque cualquier hechicero normal ycorriente que hubiera conocido hasta la

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fecha. Sin embargo, por el otro lado, seofuscaba rápidamente, siempre llevabala contraria, tenía muy poca seguridaden sí misma y poseía un don sinprecedentes para tomar las decisionesequivocadas. La joven me había metidoen el que posiblemente fuera el peor líoen que me había encontrado en dos milaños y, aun así, se había quedado a milado mientras le echábamos el guante alanillo de Salomón. Había desperdiciadola oportunidad de ponérselo, pero habíacercenado el dedo de Khaba sin vacilarun solo momento. Lo mas seguro era queme hubiera condenado a una muertesegura, pero también se habíadisculpado. Un cúmulo decontradicciones. De las que le sacan a

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uno de quicio.En justicia, tendría que estar

buscando el modo de invalidar su orden,saltarme lo del mar, largarle el anillo aAmmet y dejar a la joven y su mundobajo los atentos cuidados de Khaba.Faquarl ya habría encontrado la manerade hacer todo aquello antes de habersalido del palacio, y habría disfrutadohaciéndolo. Pero aquello no ibaconmigo.

En parte se debía a la tirria que letenía a mis enemigos. Siempre mesuperaba el deseo de querer darles enlas narices. Y en parte a ese esmero quepongo en las cosas y que tanto mecaracteriza. Habíamos llegado hasta elanillo gracias a mis cualidades y a mi

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buen juicio y había sido yo quien habíasugerido que lo mejor era tirarlo al mar.En resumidas cuentas, yo habíaempezado aquello como era debido yquería terminarlo a mi manera.

Y también porque quería salvar a lachica.

Sin embargo, lo primero de todoera alcanzar la costa de una pieza yhacerlo sacándole mucha ventaja aAmmet. Si lo tenía pegado a mí cuandotirara el anillo al mar, todo el plan sevendría abajo. Ammet pescaría el anillo,seguramente utilizando mi cadáveracribillado a modo de red, y regresaríajunto a Khaba. Tenía que encargarme deél como fuera.

Ammet era un marid. Sería un

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suicidio enfrentarse a él cuerpo acuerpo; aunque, tal vez sí que hubiera unmodo de conseguir que aflojara el paso.

• • • • •

El fénix rebasó la cima de la colinacon el pico en lenta ebullición por culpadel aura del anillo. Detrás venía lasombra de alas negras. Delante había unvalle boscoso, densamente tapizado depinos. De cuando en cuando, bajo la luzmortecina que antecede a la mañana, seveían pequeños claros, espaciosdespejados de árboles que los leñadoreshabían talado. Los ojos del fénixlanzaron un destello. Me lancé en picadohacia los bosques, y las llamas que me

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delataban se extinguieron.Ammet, la sombra, había alcanzado

la cresta de la ladera justo a tiempo paraverme desaparecer. También él seabalanzó sobre los densos pinares yesperó bajo sus copas, en una oscuridadperfumada de resina, atento a cualquiersonido.

—¿Dónde estás, Bartimeo? —susurró—. Sal, sal de donde estés.

Silencio en el bosque.La sombra avanzó entre los

árboles, serpenteando entre los troncos,poco a poco, sinuosa como una culebra.

—¡Te huelo, Bartimeo! ¡Huelo tumiedo! —Algo que, huelga decir, erauna mentira como una casa. Aparte de untufillo esporádico a azufre, el cual suelo

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reservarme para ocasiones queverdaderamente lo merezcan, jamásdespido olor a nada, y mucho menos amiedo.

Respuesta no obtuvo, como era deesperar, ante lo cual continuódeslizándose entre los árboles,siguiendo la empinada pendiente de laladera.

Y entonces, un poco más arriba, unruidito: frrt, frrt, frrt.

—Te oigo, Bartimeo. ¡Te oigo! ¿Eseso el temblor de tus rodillas, chocandoentre ellas?

Frrt, frrt, frrt.La sombra siguió avanzando, algo

más rápida.—¿O te castañetean los dientes?

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En realidad, ninguna de las doscosas, como sabría cualquier espírituque hubiera pasado un tiempo al airelibre —Teniendo en cuenta que solo losinvocan los hechiceros más poderosos yque dichos hechiceros siempre residenen ciudades donde se centraliza elpoder, los marids como Ammetdesconocen completamente la vida y lastradiciones de la sencilla gente delcampo, esos afables leñadores que solose lavan una vez al año y que por lasnoches se sientan alrededor de sushogueras alimentadas con boñigas paracomparar sus verrugas y contar losdientes que les quedan. Sí, los marids sepierden todo eso—. Era yo utilizandouna garra para afilar los extremos de dos

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troncos que había encontrado junto a uncampamento de tala. Estaba fabricandodos bonitas, largas y puntiagudasestacas.

—Es tu última oportunidad,Bartimeo. ¡Tira el anillo! Veo subrillante aura entre los árboles. Nopuedes esconderlo de mí. ¡Huye ahora yte perdonaré la vida!

La sombra avanzaba con sigilo através del bosque, atenta al ruido. Devez en cuando, este cesaba y la sombrase detenía. Sin embargo, veía el aura delanillo de Salomón, que brillaba confuerza más adelante.

Se acercaba cada vez más rápida,silenciosa como una lengua de hielonegro, siguiendo el rastro del aura hasta

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el lugar donde se originaba aquelresplandor.

Que resultó ser un tocón de árbol alotro lado de un claro. Allí, sobre eltocón, apuntalado contra una piña en unapostura un tanto insultante, estaba eldedo de Khaba con el anillo, que emitíaun latido luminoso en el extremo.

Veamos, un espíritu normal ycorriente —por ejemplo, aquellos denosotros a quienes nos envían con ciertaregularidad a escarbar en los antiguostemplos sumerios— enseguida hubierasabido que allí había gato encerrado.Todos habríamos visto suficientesbombas trampa en nuestra vida para norecelar de inmediato de un inocentetocón de árbol con regalito. Sin

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embargo, lo más probable era queAmmet, el perro faldero de Khaba, nohubiera dado un verdadero palo al aguaen veinte años y hubiera olvidado, si esque alguna vez lo supo, la importanciade extremar las precauciones. Además,cegado por su arrogancia y su poder, ycon el ultimátum que me había lanzadotodavía resonando en sus oídos, eraevidente que pensaba que había puestopies en polvorosa. Y fue así que, con unsiseo de satisfacción, salió disparadocomo una flecha, alargándoseligeramente de impaciencia, y se estirópara alcanzar su botín.

Detrás de él algo se movió a granvelocidad, algo enorme lanzado confuerza. Antes de que pudiera reaccionar,

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antes de que pudiera llegar hasta elanillo, un tronco de tamaño mediano conla punta muy afilada descendió por lapendiente y golpeó a la sombra justo enel centro de la alargada espalda. Laatravesó por la mitad y se hundió confuerza en el mantillo. La sombra habíaquedado inmovilizada, ensartada por lamitad, y profirió un alaridoespeluznante.

El joven lancero sumerio aparecióante ella de un salto, blandiendo unasegunda estaca.

—Buenas, Ammet —lo saludéalegremente—. ¿Tomando un descanso?Supongo que ha sido una nocheagotadora. No, no, ¡no seas malo!, queno es para ti.

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Uno de los brazos de la sombraseguía alargándose en dirección alanillo. El otro rodeaba el tronco eintentaba levantarlo poco a poco, consumo esfuerzo. Me acerqué de un salto yrecogí el dedo.

—Creo que será mejor que me loquede yo —dije—. En cualquier caso,no te preocupes, soy de los que piensanque es bueno compartir y por eso te daréalgo a cambio.

Dicho lo cual, volví junto a él deun brinco, levanté la segunda estaca y lalancé, apuntando con tino, a la cabeza dela sombra.

Ammet actuó con una velocidadinstigada por la desesperación: arrancóla primera estaca del suelo y, a pesar del

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enorme rasgón que ahora tenía en elestómago, blandió el tronco de árbolcomo si fuera un garrote, desvió mimisil de un golpe y lo envió entre losárboles.

—No está mal —admití. El lancerose había transformado y volvía a ser elfénix de antes—. No obstante, veamosqué rápido eres en el aire con eseagujero en medio. Me apuesto lo quequieras a que no mucho.

Sin más, me alcé una vez más sobrelos pinares y me dirigí hacia el oeste enuna llamarada de fuego.

• • • • •

Al cabo de un rato, volví la vista

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atrás. La sombra había rebasado la copade los árboles y me seguía, obstinada.Tal como esperaba, la herida abierta leestaba causando molestias temporales:su contorno se veía algo másdeshilachado que antes. También habíaaminorado la marcha ligeramente y,aunque todavía me seguía el ritmo, comomínimo ya no acortaba las distancias.Esa era la buena noticia: que llegaría almar.

La mala: que nada de todo aquellobastaría para salvar el pellejo.

Ammet seguía teniéndome en sumira. En cuanto tirara el anillo al mar, élaceleraría, descendería en picado, sezambulliría y lo recuperaría. Tampocopodía confiar en volver a engañarlo ya

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que yo también me debilitaba a marchasforzadas. La persecución, las heridas yel deslumbrante poder del anillo, quecontinuaba agujereándome a fuego elpobre pico, empezaba a sobrepasarme.Mis llamas casi se habían extinguido. Apesar de que alcanzaba a oír el rumor delas olas, lo único que me prometían eraun final más aguado de lo habitual.

¿Qué otra alternativa me quedaba?Tenía que continuar. Devanándose lossesos, dejándose la piel en un último yheroico esfuerzo, el fénixchisporroteante avanzó penosamentehacia mar abierto.

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Capítulo 35 El rey Salomón vestía una larga

túnica bordada con hilos de oro y lucíaun aro de plata en la cabeza. Estaba muyderecho y quieto. Despojado de lasimplicidad de la sencilla túnica blanca,parecía más alto y majestuoso que laúltima vez que lo había visto, aunque nomenos débil, desde luego.

La joven se sonrojó, avergonzada.—Lo... lo siento —titubeó—.

Teníais razón. El anillo... El anillo ha...—Recuperó su determinación. No habíatiempo y lo que tenía que decirle no erafácil—. Necesito un arma —se decidiópor fin— y la necesito ya. Algo con que

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poder matar a Khaba.El rey se la quedó mirando.—Nunca hubiera dicho que todavía

te quedaran ganas de matar a nadie más—dijo muy tranquilo.

—¡Pero no sabéis lo que ha hechoKhaba! Él...

—Sé muy bien lo que ha hecho. —En aquel mar de arrugas que era surostro ajado, los ojos oscuros lanzaronun destello. Salomón señaló la esfera decristal que tenía al lado—. Mi bolamágica no es decorativa y no necesito elanillo para usarla. Por lo que he visto,ha estallado la guerra en el mundo y mipalacio ha sido el primero en caer.

La sustancia de colores lechososque se arremolinaba en la superficie de

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la bola empezó a transparentarse.Asmira vio el palacio en llamas, gentecorriendo por los jardines sin saberadónde ir, espíritus yendo y viniendo delos lagos con cubas y baldes, arrojandoagua sobre las llamas. Se mordió ellabio.

—Señor, mi siervo tiene el anillo.El demonio de Khaba va tras él. Siconsigo acabar con el hechicero,Bartimeo estará a salvo y vuestroanillo...

—Terminará arrojado al mar. —Salomón la miró de manera hartosignificativa, enarcando las cejas—. Losé. Lo he oído y lo he visto todo.

Pasó una mano por encima delcristal y apareció una imagen nueva. En

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su interior se veía a Khaba en la terraza,recortado contra el humo. Estabapronunciando un conjuro, aunque suspalabras sonaban apagadas dentro de labola. Escuchaban atentos cuando vieronque el hechicero titubeaba, seinterrumpía con una maldición, tomabaaire y volvía a empezar.

—Ha traspasado sus límites —observó Salomón—, como todos losnecios. El anillo consume tu energía enproporción a tus actos. Al intentarabarcar demasiado, Khaba ha perdido sufuerza y su mente divaga. Apenas escapaz de recordar el conjuro detransferencia. Ah, un momento... Pareceque ya están aquí.

Asmira miró el arco que se abría a

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sus espaldas, donde seis destellosapagados habían iluminado en rápidasucesión las telas de los cortinajes. Enla bola, unas figuras oscuras eimponentes ocultaban el cuerpo delhechicero.

—¡Ha hecho venir a sus demonios!—exclamó Asmira—. ¡Acaban dellegar! ¡Os lo ruego! ¿No tenéis algo,cualquier cosa, que podamos usar contraellos?

—No con mis poderes actuales. —El rey guardó silencio unos instantes—.Hace mucho tiempo que no he hechonada por mí mismo... Pero debe dehaber algo en mi cámara de los tesoros.Ve, pues, rápido. Atraviesa la sala ymantén los ojos apartados del encanto,

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pero cuando pases junto a la mesa de laizquierda, abre el cajón del medio. Sacatodo lo que encuentres dentro ytráemelo.

Asmira así lo hizo, tan rápido comopudo. Oyó que Khaba lanzaba órdenesestridentes en el interior de la bola yunas voces guturales que respondían.

El cajón contenía varios collaresde oro ensartados con piedras preciosas.Muchas de ellas llevaban inscritossímbolos místicos y arcanos. Cruzó lasala una vez más a la carrera y llegójunto a Salomón, quien los aceptó ensilencio. Con prestas y majestuosaszancadas, el rey se dirigió hacia un arcoque Asmira todavía no había cruzado.Por el camino, Salomón inclinó la

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cabeza con rigidez y se puso loscollares.

—¿Qué poderes tienen? —preguntóAsmira, correteando a su lado.

—Absolutamente ninguno, perolucen mucho, ¿no crees? Si voy a morir—dijo Salomón franqueando la entradade aquella estancia—, al menos lo harépareciendo un rey y no un pordiosero.Veamos, aquí está mi pequeñacolección.

Asmira echó un vistazo al almacénlleno de estantes, cofres y cajas arebosar de objetos de un centenar deformas y tamaños distintos. Había tantosque Asmira se sintió un poco intimidada.

—¿Qué uso? —preguntó—. ¿Quéhacen?

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—Ni idea —contestó Salomón sinmás—. Al menos, la mayoría. Llevabamuchos años buscando algo que pudieraigualar el poder del anillo, aunque a unprecio personal mucho menor, y esevidente que he buscado en vano.Durante todo ese tiempo, mis siervos sehan hecho con tantos objetos que no hetenido ni tiempo ni fuerzas paraestudiarlos. Todos son mágicos, peroalgunos no pasan de meras bagatelas yotros son todo un misterio.

Oyeron un gran estrépitoprocedente de la entrada de la saladorada. Asmira se estremeció.

—En fin, cualquier consejo rápidoserá bien recibido. ¿Algún puñal deplata?

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—No.—¿Estrellas arrojadizas?—Creo que no.—De acuerdo. A ver, en fin, pues

empezaré por esa espada.—Yo que tú no lo haría. —

Salomón le apartó la mano estirada conbrusquedad—. Una vez que la coges, nopuedes soltarla. ¿Ves esas falangesamarillentas soldadas a la empuñadura?

—¿Ese escudo, entonces?—Hummm... Demasiado pesado

para un brazo normal. Se dice queperteneció al rey Gilgamesh. Sinembargo, podríamos probar con esto.

Salomón le pasó dos huevosmetálicos y plateados del tamaño de unpuño cerrado.

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—¿Qué son? —preguntó Asmira.—Algo potente, esperemos. ¿Qué

te parece esto? —preguntó señalandotres palitos cortos de madera coronadoscon una ampollita de cristal en cuyointerior algo se removía sin descanso.

Asmira oyó acercarse unos pasossigilosos al otro lado del muro y cogiólos palitos.

—Seguid buscando —dijo—. Noos acerquéis a la puerta. Yo intentarécontenerlos.

La joven se plantó junto al arco,pegó la espalda contra la pared y seasomó un instante para echar un rápidovistazo a la habitación encantada. Allíestaban, seis de los demonios deldesfiladero de Khaba, desplegándose

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entre las sillas y las mesas. Igual queentonces, habían adoptado aparienciahumana, aunque solo en lo referente alcuerpo. Esta vez habían escogidocabezas de animales: un lobo, un oso,dos águilas, un mono espantoso ysonriente y, el peor de todos, unalangosta, gris verdosa y reluciente, conantenas temblorosas. A pesar de suaspecto feroz, avanzaban despacio,como si no las tuvieran todas consigo.Detrás venía Khaba, apremiándolos acontinuar haciendo restallar el azote deesencia, aunque sin fuerzas. Llevaba lamano herida vendada con un jirón detela que había arrancado de su túnica.Sus pasos eran los de un inválido.Asmira reparó en que el hombre volvía

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la vista continuamente hacia la terraza,claramente nervioso. Khaba preferíapermanecer atrás, manteniéndose fueradel alcance, esperando el ansiadoregreso de su siervo principal.

Asmira apoyó la cabeza contra lapared y cerró los ojos. Imaginó aBartimeo en pleno vuelo, desesperado ysolo. Imaginó al demonio sombrapisándole los talones, alargando susgarras para envolver en ellas al genio yel anillo...

Hizo una profunda inspiración.Se colocó en el umbral de la puerta

de un salto y llamó la atención de losdemonios con desenfado.

—¡Eh, aquí!Las cabezas animales se volvieron

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hacia la joven.—¡Esa es la joven que ha mutilado

a vuestro amo! —gritó Khaba—.¡Hacedla pedazos! ¡Quien acabe conella conseguirá su libertad de inmediato!

Todos a una, los demonios selanzaron hacia el arco. Destrozandomesas a su paso, apartando sillas de unmanotazo, que se estrellaban contra lasparedes, salvando la piscina de un solosalto, todos convergían en el lugardonde Asmira los esperaba.

Cuando los tuvo a unos cuatrometros, la joven les arrojó los huevos ylos palitos de las ampollas, uno trasotro, sin pausa.

Los dos huevos alcanzaron a losdemonios águila de frente y la violenta

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explosión abrió sendos agujeros enmedio de sus torsos. Los demoniosalzaron los picos, profirieron gritosagónicos, se convirtieron en humo ydesaparecieron.

Dos de los palitos con las ampollasen los extremos no dieron en el blancopor centímetros y aterrizaron en el suelode mármol, contra el que se hicieronañicos, como si fueran cáscaras dehuevo. Unas llamaradas verdes sepropulsaron hacia el techo y losdemonios que estaban más cercasalieron despedidos hacia atrás, dandovolteretas con acompañamiento dechillidos y exclamaciones. El últimopalito alcanzó en la espinilla al demoniocon cabeza de langosta y la llamarada

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prendió fuego a la parte alta de lapierna. Con un grito, saltó a la piscina ydesapareció en una nube de vapor.

Asmira retrocedió tranquilamentehasta el interior del almacén, dondeSalomón rebuscaba entre los estantes.

—Dos bajas —anunció—, unherido. ¿Qué más tenéis?

El rey se había arremangado y elpelo cano le caía alborotado sobre lacara.

—Tendría que haber ordenado estohace años... Es tan complicadoadivinar...

—Dadme lo que sea.—Vale, pues prueba con esto.Le tendió un cilindro de barro que

tenía grabadas unas estrellas y un

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recipiente de terracota, sellado.Asmira regresó de inmediato junto

al arco de entrada. La habitación doradaestaba llena de humo, a través del cualse adivinaba el movimiento de cuatrofiguras descomunales.

Le arrojó el cilindro a la que teníamás cerca. Acertó, el cilindro se hizoañicos y no ocurrió nada.

Lanzó el recipiente de terracota elcual, al romperse, emitió un débil ytriste suspiro y, a continuación, un risaestentórea. Los demonios, que habíanretrocedido de un salto por si acaso,avanzaron con ansias renovadas.

A sus espaldas, el egipcio profirióun áspero juramento.

—¡Idiotas! ¡Hasta un niño lo haría

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mejor que vosotros! ¡Utilizad la magiasin acercaros!

Asmira regresó al interior justo atiempo de evitar que el suelo sevaporizara bajo sus pies. Variasdetonaciones impactaron contra lapared, que quedó abombada. Diversosbloques de piedra rompieron el yeso yse proyectaron hacia el interior delalmacén. Llevaba el pelo cubierto deuna capa de polvo.

El rey escudriñaba los estantes unopor uno de manera sistemática.

—¿Ha habido suerte? —preguntó.—No mucha.—Aquí está.Salomón abrió la tapa de un

pequeño cofre de madera de roble.

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Dentro, colocadas con cuidado, habíaseis esferas de cristal.

Al tiempo que le tendía el cofre, unrayo atravesó el arco de rebote, pasóvolando por encima de la cabeza deAsmira y el techo del almacén saltó porlos aires. La cantería se fundió y empezóa caer una lluvia de trozos de madera yescombros. Salomón se desplomó conun grito.

Asmira se lanzó a su lado.—¿Estáis herido?El rey tenía el rostro ceniciento.—No... no. No te preocupes por

mí. Los demonios...—Sí.Asmira se puso en pie, atravesó

una lluvia de piedras a la carrera y

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arrojó tres esferas a través del arcomedio derruido, a lo que se siguieronvarias explosiones, algunas llamaradasverdes y no pocos chillidos indignados.

La joven se agachó entre lassombras, se apartó el pelo de los ojos yvolvió a meter la mano en el cofre. Enese momento, algo impactó en el otrolado del muro con tal fuerza que perdióel equilibrio. El cofre se le cayó de lasmanos y las tres esferas salieronrodando y fueron dando pequeños botespor el suelo.

Asmira se quedó de piedra, sinpoder apartar la mirada de las pequeñasgrietas que empezaban a resquebrajar susuperficie.

Se arrojó al interior del almacén en

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el preciso instante en que el arcoquedaba envuelto en llamas verdes.

El fuego entró en la habitación; laola de calor repentino golpeó a Asmiraen pleno salto y la elevó y la impulsóhacia delante a gran velocidad. La jovense estrelló contra las estanterías quehabía en medio de la habitación, cayó enmala postura sobre los arcones revueltosy acabó sepultada bajo una avalancha detrastos.

Cuando abrió los ojos, vio queSalomón estaba mirándola.

El rey le tendió una mano,lentamente. Asmira la aceptó y se dejóayudar a ponerse en pie. Tenía losbrazos y las piernas ensangrentados y laropa chamuscada. Salomón no tenía

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mejor aspecto: la túnica estaba hechajirones y llevaba yeso en el pelo.

Asmira se lo quedó mirando ensilencio un instante.

—Lo siento, mi señor. Siento loque os he hecho —dijo de pronto,llevada por un impulso.

—¿Que lo sientes? —repitió el rey.Sonrió—. En cierto modo, debería dartelas gracias.

—No os entiendo.Asmira echó un vistazo al arco,

donde las llamas fantasmagóricasempezaban a extinguirse poco a poco.

—Me has hecho abrir los ojos,pues vivía dormido —dijo el reySalomón—. Llevo demasiados añosenclaustrado aquí arriba, esclavizado

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por el dolor, obsesionado con la cargaque arrastraba, protegiendo el anillopara que no cayera en las manosequivocadas. Y, ¿cuál ha sido elresultado? ¡Que he ido debilitándomecada vez más y me ha importado cadavez menos, y no he sabido ver lostejemanejes de mis hechiceros, tanocupados como estaban extorsionando ami imperio! Sí, gracias a ti ya no poseoel anillo, pero a resultas de ello mesiento más vivo que nunca. Ahora veolas cosas con claridad y, si he de morir,lo haré luchando como yo decida.

Alargó la mano hacia los tesorosdesperdigados por el suelo y escogióuna serpiente recargada. Era de oro,tenía ojos de rubí y varias bisagritas

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ocultas en las patas.—Esto tiene que ser un arma,

controlada por estas piedras engastadasde aquí. Ven, vamos a utilizarla.

—Vos esperad aquí —dijo Asmira—. Lo haré yo.

Salomón hizo caso omiso de lamano que le tendía la joven.

—Esta vez no estarás sola. Vamos.Las llamas que envolvían el arco se

habían extinguido.—Una cosa más, Asmira —añadió

Salomón, saliendo del almacén—, nosoy tu señor. Si esta hubiera de ser laúltima hora de tu vida, procura nonecesitar ni amo ni señor.

• • • • •

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Entraron en la cámara principal,salvaron los agujeros y las grietashumeantes del suelo y estuvieron a puntode chocar con tres de los demonios que,con apariencia de macacos, habían idoacercándose sigilosamente hacia laentrada del almacén. Al ver a Salomón,los monos se pusieron a chillar y sealejaron dando saltos por la habitación.El hechicero, apoyado con cara depocos amigos contra un lecho patasarriba que había junto a la piscina,también se irguió de repente, mudo deasombro.

—¡Miserable! ¡Inclínate ante mí!—exclamó Salomón con voz atronadora.

Khaba se había quedadoboquiabierto, paralizado por el terror.

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Titubeó; parecía que las piernas nopudieran aguantarlo. Sin embargo,enseguida recuperó el control y apretólos labios. Se adelantó de un saltolanzando un juramento y se dirigió congrandes gesticulaciones a los monosencogidos de miedo en el otro extremode la sala.

—¿Qué más da que el tirano sigavivo? —gritó—. ¡No tiene el anillo!

Salomón avanzó con aire resuelto yblandió la serpiente dorada.

—¡Despide a tus esclavos!¡Póstrate ante mí!

El egipcio hizo oídos sordos.—¡No temáis a esa bagatela

dorada! —aulló a los monos—.¡Adelante, esclavos, alzaos y acabad

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con él!—Oh, Khaba...—¡Miserable! —repitió Salomón

—. ¡Inclínate ante mí!—¡Es inofensivo, malditos necios!

¡Inofensivo! ¡Acabad con él! ¡Acabadcon ambos!

—Oh, no... —musitó Asmira—.Mirad.

—Amado Khaba...La voz provenía de detrás del

hechicero, de la terraza. Khaba la oyó.Se quedó helado. Se volvió. Todos sevolvieron, miraron con él.

La sombra se suspendía en laentrada, aunque su esencia era más tenuey parpadeaba. Todavía conservaba lafigura del hechicero, aunque algo más

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borrosa, más desigual, de contornos quese derretían como una vela.

—He sobrevolado la tierra y elmar —dijo con voz débil—. Estoy muycansado. El genio me ha dadomuchísimo trabajo, pero finalmente le hedado caza. —La sombra dejó escapar unprofundo suspiro—. ¡Cómo presentóbatalla! Ni cincuenta genios juntos lohabrían hecho mejor. Sin embargo, ahoraya está. Lo he hecho por ti, amo. Solopor ti.

La voz de Khaba se quebró por laemoción.

—¡Querido Ammet! ¡Eres el mejorde los esclavos! ¿Lo... lo tienes?

—Mira qué me ha hecho —dijo lasombra con aire melancólico—. Todas

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esas largas y sombrías leguas de vueltaa casa envuelto en un fuego abrasador...Sí, amo, lo llevo en la mano.

La sombra desplegó cinco dedoshumeantes. Un anillo de oro yacía en lapalma de la mano.

—¡En ese caso, lo primero quehaga será acabar con el malditoSalomón de una vez por todas! —dijoKhaba—. Ammet, te liberaré de tucarga. Estoy listo. Dámelo.

—Amado Khaba, así lo haré.Salomón gritó y alzó la serpiente

de oro. Asmira echó a correr. Sinembargo, la sombra no prestó atención aninguno de los dos. Extendió los finos yalargados dedos y avanzó con el anillo,arrastrando la esencia.

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Capítulo 36 Así acabó el asunto.Más allá de los bosques

occidentales, más allá del viejo caminoque bordea la costa y se dirige al norte,a Damasco, más allá de las pequeñasaldeas que se reparten a lo largo de losprecipicios, Israel desaparecíabruscamente en las orillas del marGrande28. Para cuando el fénix loalcanzó, a mí me ocurría otro tanto.

Allí me dirigí, sobre las playasdesiertas, volando erráticamente. Una odos plumas caían sobre las olas cadavez que batía las alas. Mi noble pico sehabía derretido casi por completo y lo

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único que impedía que el dedo de Khabano se me cayera era un bultito deltamaño de un gorrión. También tenía losojos empañados por el cansancio y laproximidad del anillo, pero, cuandovolví la vista atrás, allí seguía lasombra, cada vez más cerca.

Estaba al límite de mis fuerzas.Pronto me daría caza.

Continué hacia el oeste, hacia marabierto, y durante el primer kilómetro laúnica luz que me acompañó fue el débilresplandor rojo anaranjado que envolvíami cuerpo y que brincaba y danzaba amis pies, sobre el mar embravecido.Hasta que, de pronto, la noche se tornógris y, mirando atrás, más allá de lasombra, vi una franja rosácea sobre la

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lejana orilla, que anunciaba la llegadadel alba.

Bien. No me habría gustado que merodeara la oscuridad cuando todoacabara. Deseaba sentir el sol sobre miesencia una última vez.

El fénix descendió en picado ysiguió volando a ras de la superficie delagua. A continuación, levanté la cabezacon brusquedad y escupí el dedo al aire.Se elevó, cada vez más alto, reflejó losprimeros rayos del sol, empezó a caery...

... una mano oscura y delicada loatrapó al vuelo.

A poca distancia, la rauda sombraaminoró la marcha hasta detenerse. Sequedó suspendida sobre las olas,

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rozándolas con sus afiladas piernasacabadas en punta, y me miró.

El lancero sumerio alado y decabellos rizados y alborotados ledevolvió la mirada. Las olas mesalpicaban los pies; la luz del albaamplió su horizonte en mis ojossombríos. Con un movimiento rápido,separé el dedo de Khaba del anillo yarrojé el primero al mar. Luego levantéun brazo. En la mano extendida sosteníael anillo de Salomón, cerniéndose sobreel abismo.

Ammet y yo nos miramos ensilencio mientras las gélidas aguas querozaban nuestros pies tiraban de nuestraesencia.

—Bien, Bartimeo —dijo la sombra

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decidiéndose a hablar—, me has dadotrabajo y has peleado bien. Ni cincogenios juntos lo habrían hecho mejor.Pero se acabó.

—Dices bien. —Levanté la manoun poco más. El índice y el pulgar, laparte de mi esencia en contacto directocon el anillo, bullían. Un humillo sealzaba suavemente hacia la luz rosáceadel amanecer—. Si te atreves aacercarte una sola ola más, va dentro —le advertí—. Hasta el fondo, allí dondeno llega el sol y donde cosas conmuchas patas que viven entre el cieno locustodiarán durante toda la eternidad.¡Piénsalo bien, Ammet! A tu amo no legustaría que se perdiera para siempre,¿no crees?

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La sombra se encogió de hombroscon indiferencia. La luz del alba secolaba por el agujero deshilachado enmedio del pecho.

—Estás fanfarroneando, Bartimeo—susurró—. Hasta alguien con unainteligencia tan escasa como la tuya sabeque, si tiras el anillo, me transformaréen un pez y lo recuperé antes de quellegue a hundirse ni dos palmos.Además, su aura es tan poderosa que severía aunque acabara en el abismo másprofundo. Lo encontraría aunque se lohicieras tragar a una ballena. Tírame elanillo y por mi honor, a pesar de la justavenganza que debería cobrarme, teprometo que tendrás una muerte rápida.Sin embargo, apártalo de mí un instante

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más y te juro que haré tales cosascontigo que incluso Khaba lloraríacuando viera lo que quedará de ti. —Enlo que se refiere a amenazas inventadasen el momento, aquella no estaba nadamal, sobre todo después de unapersecución tan larga. Ammet suscribíaclaramente la tradición egipcia encuestión de maldiciones: lo aterrador, sibreve, dos veces aterrador. Encontraposición a, por poner un ejemplo,esas largas y enrevesadas maldicionessumerias que pueden estarse horashablando de furúnculos, llagas yventosidades desagradables, mientras tú,la víctima a quien va dirigida, teescabulles sigilosamente.

Me cerní sobre las aguas,

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tranquilamente. Bajo mis pies y lastirillas acabadas en punta de la sombra,las crestas azul rosáceas de las olas seelevaban y descendían entre suaveschapoteos. El sol se alzaba en el este,abriendo a la fuerza la tapa del cieloazul marino. Después de las hogueras yel caos de la noche anterior, por unmomento todo estaba en calma. Por finvolvía a ver las cosas con claridad.

Ammet tenía razón. No conseguiríanada tirándolo al mar.

—Ríndete —dijo la sombra—.¡Mira todo el daño que ya te ha causado!Lo has llevado demasiado tiempo.

Me miré la mano, que se derretía amarchas forzadas.

—¿Te ha freído el seso, Bartimeo?

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—La sombra alzó el vuelo y se dirigióhacia mí—. Se acabó. Dame el anillo.

Sonreí y tomé una decisión. Sinmás, me transformé. Salomón el Sabioapareció sobre las aguas.

Decidí improvisar la versión«oficial» de Salomón —apuesto,rebosante de salud, melancólico,emperifollado con ropas llamativas ycargado de joyas— y descarté la versiónarrugada como una pasa y vestida concamisón blanco con que la joven y yonos habíamos topado. En parte lo hicepara no tener que copiar todas esasamiguitas (lo que me hubiera llevadouna eternidad) y en parte porque habíallegado el momento de la verdad, esemomento en que me lo jugaba todo a una

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carta, y antes muerto que adoptar elaspecto de un viejales en pijama.

La sombra moderó su avance hastadetenerse con cierta vacilación.

—¿Qué crees? —pregunté—. ¿Doyel pego? Yo diría que sí. Hasta tengo lascaderas ligeramente anchas y todo.Incluso la voz no está nada mal, ¿tú quédirías? Aunque me falta una cosa. —Lemostré las manos, con las palmas haciafuera, y las giré delante de él—.Veamos... ¿Dónde está? —Me palpé laropa por todas partes con expresión dedesconcierto y, luego, como un tahúr, mesaqué un pequeño anillo de oro de laoreja—. ¡Tachan! ¡El anillo! ¿Loreconoces?

Lo levanté, sonriendo, para que

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reflejara la resplandeciente luz delamanecer. El contorno de Ammet sehabía deshilachado un poco más y laimpaciencia le adelgazaba la esencia,que casi se transparentaba.

—¿Qué estás haciendo? —preguntóentre dientes—. ¡Bájalo!

—¿Sabes, Ammet?, estoy deacuerdo contigo, llevar el anillo me hadañado la esencia por completo. Tantoes así que tengo la sensación de que nopierdo nada yendo un poquito máslejos...

La sombra se adelantó un paso deinmediato.

—Te matará. No te atreverás.—Ah, ¿no?Me puse el anillo en el dedo.

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Me quedaba como un guante.Un guante que resultó venir

acompañado de la espantosa sensaciónde que algo tiraba de mí con granbrusquedad en dos direcciones distintasa la vez. El anillo, como puede que hayacomentado en alguna ocasión, era unportal. Llevarlo en la mano era comosentir la brisa que se cuela por debajode la puerta, pero ponérselo en eldedo... Era como si un huracánfuribundo hubiera abierto la puerta degolpe y te hubiera encontrado allí,insignificante e indefenso —y desnudo.Solo es para darle más efecto dramático—. Era como una orden de partidaincontestable, que me arrastraba contodas sus fuerzas de vuelta hacia el Otro

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Lado, solo que no podía obedecerla.Sentía que se me desgarraba la esenciaen medio de aquel silencio, sobre lasaguas calmadas y mansas, y supe que nome quedaba mucho tiempo.

Tal vez Ammet hubiera podidoaprovechar y actuar en esos primerosmomentos en que todo me daba vueltas,pero mi audacia lo había dejadoestupefacto. Levitaba a mi lado como elrastro de una mancha grasienta en elcielo matutino. Se había quedado depiedra. No se movía.

Me sobrepuse al dolor y conseguíarticular palabra a pesar de la agonía.

—Veamos una cosa, Ammet —dijeen tono afable—, hace poco quehablabas de castigos y venganzas. De

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hecho, te has expresado en términosbastante elocuentes. Estoy totalmente deacuerdo contigo en que deberíamosprofundizar bastante más en el tema.Espera un momentito.

—¡No, Bartimeo! ¡No! ¡Te losuplico!

De modo que aquel era el terrorque inspiraba el anillo. Aquel era supoder. Aquello era por lo que loshechiceros luchaban, por lo quePhilocretes, Azul y los demás lo habíanarriesgado todo. No era demasiadoagradable. Sin embargo, estabadispuesto a llegar hasta el final.

Le di la vuelta al anillo. El dolorme traspasó de la cabeza a los pies, miesencia se retorció y desgarró. Di un

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grito ahogado con el sol naciente decara.

Los siete planos se deformaron ami alrededor. La oscura aparición sesuspendió junto a mí, en el aire. La luzdel amanecer no iluminaba su figura,sino que la traspasaba, y daba lasensación de que en el cielo se hubieraabierto un agujero profundo y negro. Lapresencia no proyectaba ningunasombra.

Por cierto, la opacidad quecaracterizaba al pobre Ammet no pasabade un gris medio transparente al lado dela negrura del recién llegado. No sabíadónde meterse, indefenso en medio deaquella inmensa extensión de agua.Revoloteaba arriba y abajo con

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pequeños movimientos nerviosos, seencogía, se estiraba y dejaba remolinosen el agua con el vaivén de los jironesque arrastraba.

Igual que había sucedido en laterraza, la aparición no se anduvo conrodeos.

—¿Qué deseas?No me había pasado inadvertido

que el espíritu del anillo se habíamostrado un tanto irritado al ver quehabía sido Khaba quien lo habíainvocado y no Salomón. De ahí la sabiaelección de mi apariencia. No eraperfecta —puede que la voz fuera algomás chillona que la del rey, que en partese debía al terror y al sufrimientoinsoportables—, pero lo hice lo mejor

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que pude. Me convencí a mí mismo deque la vieja madre del rey no habríanotado la diferencia. Hablé conserenidad.

—Bienvenido seas, oh, granespíritu.

—Ya puedes dejar de impostar eseacento tan ridículo —contestó laaparición—. Sé cómo te llamas y quéeres.

—Oh. —Tragué saliva—. No medigas. ¿Y eso importa mucho?

—Estoy obligado a obedecer aquien lleve el anillo. Sin excepciones...Incluso a ti.

—¡Ah, genial! Eso es una buenanoticia. Espera... ¿Adónde crees quevas, Ammet? ¿Llegas tarde a algún sitio?

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La sombra había dado media vueltay se alejaba a gran velocidad sobre lasolas. La observé unos instantes con unasonrisa leve y despreocupada y luegome volví hacia el espíritu del anillo.

—¿Cómo lo has adivinado?—¿Sin contar con mi poder para

interpretar los espejismos? Salomón nosuele levitar sobre el mar demasiado amenudo. Además, olvidaste su perfume.

—¡Dos errores de principiante! Enfin, la charla es muy agradable, granespíritu, pero...

—¿Qué deseas?Breve y al grano. Y menos mal,

porque no podría hacer frente al poderde tracción del anillo por mucho mástiempo. Allí donde mi dedo entraba en

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contacto directo con el aro de oro, miesencia se desgastaba, debilitaba yadelgazaba como un hilo. Pequeñasporciones de fuerza vital ya habíanpasado al otro lado.

Ammet había recorrido unadistancia considerable y no era más queun pequeño manchurrón que dejaba unaestela de espuma sobre las olas. Casihabía alcanzado la orilla.

—Allí a lo lejos hay cierto maridque se bate en retirada a la velocidaddel rayo —dije—. Deseo que lodetengas de inmediato y le des unabuena tunda.

—Que así sea.De pronto, unas figuras grises y

desdibujadas se alzaron de las aguas y

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engulleron a la sombra fugitiva. Pordesgracia, entre la distancia y loschapoteos, no conseguí verlo en detalle,pero el grito agónico fue suficiente parahacer que las aves marinas levantaran elvuelo de sus nidos a lo largo y ancho devarios kilómetros de costa.

Finalmente, el mar recuperó lacalma. La sombra era una triste manchagrisácea flotando en el agua.

La aparición seguía esperando a milado.

—¿Qué deseas?Si hasta ese momento mi esencia se

había visto sometida a una gran presión,hacer que el anillo acatara mi voluntadhabía empeorado el dolorconsiderablemente. Me contuve, sin

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saber qué hacer.La aparición pareció adivinar la

causa de mi indecisión.—Así es el anillo —dijo—.

Absorbe la energía de quien lo utiliza.En realidad, tu petición no erademasiado trascendente y, por tanto, silo deseas, tu esencia podría soportarlouna vez más.

—En ese caso, una nueva tundapara Ammet, por favor —dije,entusiasmado—. Gran espíritu —añadímientras la presencia seguía ocupadacon el marid—, necesito una botella oalgo por el estilo, pero no tengo una amano. Tal vez podrías ayudarme.

—Este mar es profundo —contestóel espíritu—, pero en su lecho

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descansan los restos de una nave egipciaque naufragó durante una tormenta hacetres mil años. Está cargado de ánforasque una vez contuvieron vino. Lamayoría están vacías, pero por lo demássiguen intactas y han acabado repartidaspor todo el suelo marino. ¿Quieres una?

—No demasiado grande, por favor.Entre borbotones y espuma, una

corriente ascendente de aguas verdes,gélidas y abisales rompió con estrépitocontra la superficie y arrastró con ellauna enorme ánfora gris de vino, cubiertade algas y percebes.

—Justo lo que necesitaba —dije—.Espíritu, esta será mi última petición,pues, a pesar de tus palabrastranquilizadoras, creo que mi esencia

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estallará si no me quito este anillocuanto antes. Deseo que el marid Ammetquede confinado en el interior de estavasija, que la tapa quede soldada conplomo o cualquier otra cosa equivalenteque tengas a mano, que la soldaduraquede sellada con los maleficios y runaspertinentes y que todo regrese al fondodel mar, donde yacerá tranquilamentevarios miles de años, todo el tiempo queAmmet necesite para reflexionar sobrelos crímenes que ha cometido contraotros espíritus y, en especial, contra mí.

—Que así sea —dijo la aparición—, y debo decir que el castigo nopodría ser más apropiado.

Por un instante, el ánfora giróenvuelta de luces irisadas y sentí la

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combadura de los planos. Creí oír elalarido final de la sombra en medio detodo aquello, aunque podría habersetratado de las aves marinas chillandosobre el mar. El plomo fundido encendióel cuello de la vasija; el agua saladasilbó y humeó. Cuando se hubo enfriado,todavía podían verse los nueve símbolosincandescentes sobre la soldadura deplomo, correspondientes a hechizos yconjuros de encadenamiento. La vasijaempezó a dar vueltas, al principio pocoa poco y luego cada vez más rápido, losuficiente para hacer que las aguas delmar se separaran en un remolino cadavez más amplio, un embudo azul marinoque descendía hacia la oscuridad. Lavasija se precipitó hacia el abismo

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dando vueltas y más vueltas, hasta que elmar se cerró sobre ella.

Una pequeña ola se encrespó y memojó los pies. Descendió. El mar volvíaa estar en calma.

—Espíritu, te doy las gracias —dije—. Ese ha sido mi último deseo.Antes de que me quite el anillo, ¿quieresque lo parta en dos para liberarte?

—Sin ánimo de ofender —contestóla aparición—, pero eso es algo quequeda fuera de tu alcance pues el anilloes irrompible.

—Lo siento. Es una triste noticia.—Que obtenga la libertad solo es

cuestión de tiempo —replicó laaparición—, y ¿qué es el tiempo paranosotros?

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Me volví para mirar el sol.—No lo sé. A veces se me hace

eterno.Me quité el anillo. La aparición se

desvaneció. Me quedé solo sobre lossuaves chapoteos del tranquilo mar.

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Capítulo 37 Aun antes de echar a correr,

Asmira sabía que era inútil. Noalcanzaría a Khaba antes que la sombra.No podía hacer nada para impedir queel hechicero reclamara el anillo.

Demasiado torpe, demasiado débily demasiado lejos, no era una sensaciónnueva precisamente. Aun así la chicaechó a correr. Tal vez conseguiríadistraerlo el tiempo suficiente para queSalomón pudiera utilizar el arma o salirhuyendo. Correr, eso era lo que debíahacer. En esos momentos decisivos,Asmira adquirió plena conciencia detodo lo que la rodeaba: de la luz del

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amanecer que se colaba por entre loscortinajes, de los cuatro demonios monoabrazados en un rincón, del hechiceroque caminaba con paso tambaleante, laboca abierta, los ojos brillantes y lamano buena estirada con codicia...

Y de la sombra, el oscuro reflejode Khaba, que avanzaba en dirección asu amo.

A pesar de los estragos que elanillo le había causado a su esencia, lasombra seguía siendo un reflejo fiel delhechicero. Solo que... Asmira vio que lafigura cambiaba a medida que seacercaba al egipcio. De pronto, la narizera más larga que la de Khaba, le habíansalido unas verrugas enormes, y dosorejas descomunales, que parecían las

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de un elefante, le asomaban en el cráneo.La sombra y su amo se encontraron.

Khaba tendió la mano. La sombra hizo elademán de dejar caer el anillo en lapalma extendida y entonces, en el últimomomento, lo retiró de sopetón, fuera delalcance del hechicero.

Khaba le dio un manotazo al airepara hacerse con el aro de oro, peroerró el tiro. Empezó a dar saltitos y abailotear mientras chillaba contrariado,pero la sombra levantó el anillo porencima de la cabeza del hechicero y lomovía de un lado al otro como siestuviera gastándole una broma alegipcio.

—Uy, casi —dijo la sombra—.Uau, menudo salto. Qué lástima que no

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seas un poquitín más alto.—¿Qué estás haciendo, esclavo?

—bramó Khaba—. ¡Dame el anillo!¡Dámelo!

La sombra se llevó una mano a unade las orejas gigantescas.

—Lo siento, feo, pero estoy unpoco sordo. ¿Qué has dicho?

—¡Que asientes la mano de unavez!

—De mil amores.Dicho aquello, la sombra

retrocedió, llevó el puño hacia atrás yalcanzó al egipcio en plena barbilla. Elpuñetazo levantó al hechicero del suelo.El hombre salió volando hacia atrás conla velocidad del rayo y se estrellócontra una de las mesas doradas, la cual

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se hizo añicos bajo su peso.Khaba el Cruel quedó tumbado

inconsciente en una postura muy pocodigna en medio de una montaña defrutas. Un mancha violeta de jugo de uvase extendió a su alrededor como si fueraun charco de sangre.

Asmira no daba crédito a lo queestaba viendo. Su exclamación deasombro se mezcló con las demás, yjuntas resonaron por toda la estancia.

La sombra hizo un breve saludoante el público.

—Gracias, gracias. En mi siguientenúmero, un anillo recuperará a su dueñolegítimo y, a continuación, la partidainmediata de un genio de gran renombre.Autógrafos disponibles mediante

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solicitud.—¿Bartimeo...? —balbució

Asmira.La sombra hizo una reverencia.—Buenas. Tengo algo para ti.—Pero ¿cómo...? Creíamos que te

habrían...—Lo sé, lo sé... Seguramente me

esperabais un poquito antes, pero, en fin,no he podido resistirme a charlar unratito con Ammet antes de deshacermede él. Le eché un rapapolvo, a ver si asíconseguía hacerle recapacitar sobre loequivocado de su comportamiento.Después de eso, vinieron las súplicaspara que le perdonara la vida, lostípicos ruegos y lamentaciones; yasabéis cómo son los marids... —En ese

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momento, la sombra pareció reparar porprimera vez en el grupillo de demoniosque merodeaban en los márgenes de lasala—. Hola, chicos —los saludóalegremente—, espero que estéistomando notas. Así es cómo uno sedeshace de un amo como es debido.

La estupefacción de Asmira setornó en una urgencia repentina.

—Entonces, todavía tienes elverdadero...

La sombra abrió la mano. Allídonde descansaba el anillo de Salomón,la esencia del genio bullía ychisporroteaba y desprendía hilillosincandescentes de vapor.

—Creía haberte dicho que lotiraras al mar —dijo.

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—Así es, y cumplí tus órdenes alpie de la letra. Bueno, más o menos lodejé caer y luego lo recuperé deinmediato. Digamos que se mojó. Tienesque andar con más ojo a la hora deexpresar lo que quieres cuando estésjugando a ser hechicera, Asmira, este esel tipo de artimañas que los geniostraviesos como yo nos sacamos de lamanga cuando no estamos demasiadoocupados salvando el mundo. El caso esque —prosiguió la sombra—, aunquefue idea mía, no creo que la mejoropción sea arrojar el anillo en el mar ycondenar a su espíritu a un cautiverioincluso más prolongado que el que ahoramismo soporta. No querría cargar coneso sobre mi conciencia. De modo que,

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siguiendo tus órdenes y, siendo sinceros,porque esto duele que no veas, voy adevolvértelo. Tú decides lo que quiereshacer con él, claro está. Ahí va.

El anillo surcó el aire. Asmira loatrapó y ahogó un grito ante el dolorrepentino que sintió al contacto. Contodo, esta vez no lo soltó, sino que sevolvió sin vacilar y se arrodilló ante elrey, quien esperaba en el otro extremode la sala.

—Insigne Salomón —dijo—, aquelcuya magnificencia y majestad noconocen límites...

Asmira levantó la vista hacia él porprimera vez y descubrió que el gransoberano la miraba boquiabierto, comoun pez varado en la orilla. Tenía el

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rostro y los hombros cubiertos de hollíny el pelo encrespado y de punta.

—¡Oh! —exclamó Asmira—, ¿quéos ha sucedido?

Salomón parpadeó.—Pues... no sé decirte. Creía que

Khaba estaba a punto de hacerse con elanillo cuando dirigí la serpiente de orohacia él, apreté un par de botones y...Fue como si hubiera llegado el fin delmundo. Me dio una especie de descargay luego esta cosa me escupió unabocanada de humo alquitranado en lacara. Espero que no parecer demasiadodescolocado.

—No... demasiado —contestóAsmira sin demasiada convicción.

—Al menos no habéis apretado la

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tercera esmeralda —dijo el genio—.Eso libera un olor espantoso que... —Seinterrumpió y olisqueó el aire—. Ah...,sí que la habéis apretado.

—Gran Salomón —se apresuró aintervenir Asmira—, os devuelvo lo quees vuestro. —Inclinó la cabeza y alzó enalto las manos ahuecadas. El anillo leabrasaba los dedos, pero apretó losdientes y no flaqueó—. Bartimeo y yolamentamos profundamente el daño queos hayamos causado, por lo queapelamos a vuestra clemencia ysabiduría.

La sombra dio un respingo.—¡Eh, a mí no me metas en eso! —

protestó indignado—. Yo he actuadobajo coacción en todo momento. Salvo

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ahora, que le he traído el anillo.Asmira lanzó un suspiro y alzó las

manos un poco más al ver que Salomóntodavía no se había movido.

—Asumo toda la responsabilidad,oh, rey —dijo— y pido que mi siervosea absuelto de culpa de todas lasmaldades que ha cometido. —Lanzó unamirada asesina a la sombra, de soslayo—. Ya está. ¿Contento?

—Por ahora, sí, supongo.El rey Salomón por fin reaccionó.

Se acercó a ellos. La sombraenmudeció. Solo se oía el repentinoparloteo nervioso de los cuatro monosque seguían agazapados en el rincón.Incluso el hechicero tumbadosemiinconsciente en su lecho de fruta

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gimoteó y movió la cabeza.Silencio absoluto.Asmira esperó con la cabeza

inclinada; le ardían las manos. No sehacía demasiadas ilusiones acerca de sumás que probable destino y eraconsciente de tenérselo bien merecido.Estando en el almacén, Salomón le habíaconcedido su perdón, pero entoncesambos estaban a las puertas de lamuerte. Ahora, restituido el anillo yrestaurado el poder, seguramente la cosacambiaría. Tras los muros de la torre, elpalacio yacía en ruinas y su puebloestaba aterrado. La mayoría de sushechiceros habían muerto. La justiciaexigía un merecido castigo.

Asmira lo sabía muy bien y, aun

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así, no le preocupaba. En su interiorreinaba la paz y la calma.

Oyó el susurro de unas vestidurasdoradas. La joven no alzó la mirada.

—Me has ofrecido el anillo y tusdisculpas —dijo Salomón—, y elprimero de tus presentes lo acepto,aunque con reservas, pues se trata deuna terrible carga.

Asmira sintió que unos dedos fríosrozaban los suyos y la quemazóndesapareció al instante. Cuando levantóla cabeza, Salomón estaba poniéndose elanillo en el dedo. Un ramalazo de dolorcruzó sus facciones ajadas, perodesapareció al instante.

—Levanta —ordenó el rey.Asmira obedeció. A su lado, la

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sombra titiló un instante y se transformóen el joven atractivo de ojos oscuros.Bartimeo y ella se irguieron ante el rey,a la espera de su decisión.

—Lo segundo que me ofreces —prosiguió Salomón—, no es tan fácil deaceptar. Se ha infligido demasiado daño.Enseguida conoceréis mi decisión, peroantes...

Cerró los ojos, tocó el anillo ymusitó una palabra entre dientes. Depronto lo envolvió una luz fulgurante queno tardó en apagarse. Ante todos ellosse alzaba un rey transformado. En surostro no quedaba rastro de hollín, asícomo tampoco de arrugas. La melena,negra, brillante y sin canas, volvía acaer lacia sobre los hombros. Era la

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juvenil y viva imagen del mural delpalacio y Asmira no pudo evitar volvera caer de rodillas.

—Oh, vamos, ya sabes que es unespejismo —dijo Salomón, quien giró elanillo y torció el gesto. El espíritu seapareció en el acto entre los presentes—. Uraziel, he vuelto.

—Nunca lo puse en duda.—Tenemos que hacer un pequeño

trabajo.—¿Por dónde empezamos?Salomón echó un breve vistazo al

hechicero que seguía tumbado en elsuelo. Khaba mascullaba algo entredientes, meciéndose ligeramenteadelante y atrás.

—Lo primero de todo, aleja de

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aquí a ese sujeto. Llévalo a lasmazmorras que hay bajo la torre. Meencargaré de él en su debido momento.

Un destello de luz y Khaba habíadesaparecido.

—Puedes liberar a susacobardados esclavos; no les guardorencor.

Más fogonazos: los cuatrodemonios mono se desvanecieron en elmismo lugar donde se agazapaban.

El rey Salomón asintió con un gestode cabeza.

—Creo que mi palacio necesitaalgunas reparaciones. Debemosarmarnos de valor, Uraziel. Evalúa losdaños, calcula los espíritus que senecesitarán y espera mi señal. Aquí hay

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varios asuntos que reclaman miatención.

La aparición partió y el aire seagitó con una sacudida. A Asmira lepitaron los oídos. Se limpió con lamanga el hilillo de sangre que le caía dela nariz.

Bartimeo y ella estaban solos anteel rey.

—Y ahora, mi decisión —dijoSalomón—. Bartimeo de Uruk, túprimero. Tus crímenes se cuentan porlegiones. Has causado la muerte dedecenas de mis espíritus, has sembradoel caos y la destrucción por todaJerusalén. Fue gracias a tus consejos ypor medio de tus actos que esta jovenlogró llegar hasta el anillo. Y no solo

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eso, sino que además, en todo momentohas mostrado una irrespetuosidadextraordinaria hacia mi Real Persona.Tu apariencia de hipopótamo...

—¡No, no, no, eso fue una fatídicacasualidad! ¡No se parece en nada avuestra esposa!

—... demostró un menosprecioimperdonable hacia el carácter sagradode mi templo. Eso era lo que iba a decir.

—Ah.—Y por si eso no fuera suficiente

—prosiguió el rey tras una pausadeliberada—, parece ser que hasanimado a esta joven a arrojar el anilloal mar...

—¡Pero solo para alejarlo de lasgarras de vuestros enemigos! —protestó

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el genio—. ¡Era preferible que seperdiera en un abismo insondable a queKhaba o la reina de Saba disfrutaran desu poder en vez de vos! Eso fue lo quepensé. Si no ha de ser del gran Salomón,me dije, que el silencioso coral locustodie hasta el final de los tiempos, enque...

—Basta de balbuceos, Bartimeo.—Salomón frunció los labios—. Detodo ello eres claro culpable. Sinembargo, también eres un esclavoobligado a obedecer la voluntad deotros y debo decir que, a pesar de lasmuchas tentaciones que tal vez measalten, no puedo hacer recaer la culpaen ti.

El genio dejó escapar el aire con

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un alivio inmenso.—¿No podéis? Uf. Vaya, a eso lo

llamo yo tener sabiduría. —Le dio uncodazo en las costillas a Asmira—.Bueno, pues parece que te toca.

—Asmira de Saba —dijo el reySalomón—. En tu caso no es necesariorecitar la lista entera de tus acciones. Eldaño que me has causado es grande yponerle remedio me debilitará aún más.No solo eso, sino que además has sidotestigo de mi verdadera debilidad, hasmirado tras la máscara que llevo. Por laley natural que ampara a toda justicia,mereces un castigo. ¿Estás de acuerdo?

Asmira asintió, pero no dijo nada.»En contraposición a ello —

prosiguió el rey—, tenemos lo siguiente.

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No acabaste conmigo en mi alcoba.Desconozco la razón, tal vez ya habíascomprendido que tu misión estabaerróneamente concebida. Luego, cuandoKhaba intervino y comprendiste lasconsecuencias de tu ofuscación, loabatiste e hiciste que Bartimeo sehiciera con el anillo. Esa acción, y soloesa, impidió que el traidor conquistarasu objetivo en ese momento. Asimismo,posteriormente, defendiste mi personade la última ofensiva de Khaba, en laque, de otro modo, sin duda algunahabría perecido. Y ahora me devuelvesel anillo. Resulta difícil saber a quéatenerse.

—Es así de rara —convinoBartimeo—. A mí me ocurre lo mismo.

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—Asmira, como ya he dichoanteriormente —prosiguió el reyignorando la interrupción de mododeliberado—, tus acciones me hanarrancado de un sueño profundo. Ahorasé ver que, vencido por la carga delanillo, he desatendido demasiadas cosasy he permitido que la corrupciónprosperara entre mis siervos. ¡Esocambiará a partir de ahora! Encontraréel modo de mantener el anillo a salvo y,pase lo que pase, procuraré llevar esamaldita cosa el menor tiempo posible.Mi reino saldrá fortalecido de estatragedia —dijo Salomón.

Se acercó a una de las pocas mesasque todavía quedaban en pie y sirviódos vasos de vino tinto de una jarra de

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piedra.—Existe un hecho adicional —

continuó— que merece ser considerado.No fuiste tú quien tomó la decisión deatacarme y tampoco creo que te quedaraotra elección. También tú, Asmira,actuabas bajo las órdenes de otro. Eneste aspecto, eres igual que Bartimeo.

El genio volvió a lanzarle uncodazo a Asmira.

—Ya te lo dije —la fastidió.—Por consiguiente, no es aquí

donde hemos de buscar al culpable.Uraziel.

La aparición levitó a su lado.—Amo.—Trae a la reina de Saba.La figura se desvaneció. Bartimeo

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lanzó un silbido. A Asmira le dio unvuelco el estómago y la extrañasensación de calma que habíaexperimentado a lo largo del juicio depronto se esfumó. Salomón escogió unauva de un frutero y la masticó aconciencia. Recuperó los dos vasos devino y se volvió hacia un espacio vacíoen medio de una alfombra que había porallí cerca.

Un destello de luz, un olor avainilla y rosas: la reina Balkis habíaaparecido en la alfombra. Lucía un largovestido blanco con ribetes dorados;collares de oro y marfil, y pendientes deoro trenzado, que colgaban a amboslados de su esbelto cuello. Llevaba elcabello recogido en un moño alto que

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asomaba por encima de una corona,también de oro. La expresión ausente yestupefacta y la acentuada tonalidadverdosa de la piel desmerecían un tantosu belleza y elegancia. Se balanceabaligeramente sin moverse del sitio,boquiabierta, parpadeando, mirandoincrédula a su alrededor.

El joven sumerio se inclinó haciaAsmira.

—La transferencia espontáneaprovoca un poco de náuseas —susurróBartimeo—, aunque se las estáaguantando. No va a ponerse a vomitarcomo una descosida. Ahí se ve laeducación que ha recibido.

—Bienvenida a Jerusalén, miseñora. —Salomón le tendió el vaso con

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gesto despreocupado—. ¿Os apetece unpoco de vino?

Balkis no contestó. Sus ojos sehabían posado en Asmira y, tras uninstante de duda, echaron fuego alreconocerla.

—Mi señora... —empezó a decir lajoven.

—¡Infame! —La reina empalidecióde pronto y unas manchas rojasencendieron sus mejillas—. ¡Me hastraicionado!

Dio un paso vacilante hacia lajoven y levantó una mano.

—En absoluto —dijo Salomóninterponiéndose sin brusquedad entre lasdos—. De hecho, bien al contrario.Tenéis ante vos a vuestra más fiel

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servidora. Llevó a cabo vuestra misión:me robó el anillo y destruyó a laspersonas que os amenazaban en minombre. Sin ella, el futuro de Israel, y deSaba, querida Balkis, habría corrido ungran peligro. Estoy en deuda con Asmira—aseguró Salomón— y vos también.

La reina Balkis no dijo nada. En sudura mirada, que no había apartado deAsmira, se leía la duda y una gélidahostilidad. Sus labios formaban unalínea muy fina. Asmira intentó recordarel modo en que la reina la había miradohacía dos semanas durante laconversación que habían mantenido.Intentó recordar las sonrisas y loshalagos, la intimidad, el orgullo que laembargaba...

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No hubo manera. Los recuerdoseran livianos y habían dejado de tenerpeso.

Balkis se volvió hacia el rey.—Eso es lo que decís vos, mi

señor —dijo por fin—. Todavía metenéis que convencer acerca de esasafirmaciones.

—¿Así lo creéis? —Salomón hizouna reverencia cortés—. No es desorprender. Tal vez nos hayamosprecipitado. —Volvió a tenderle el vasode vino y, con una sonrisa radiante,desplegó todo su encanto ante la reina.Esta vez, Balkis aceptó la copa—. Enese caso, ¿qué os pareceríaacompañarme a dar una vuelta por mipalacio, donde están llevándose a cabo

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varios trabajos de reconstrucción? Osdaré todas las explicaciones quenecesitáis y, de paso, podríamos charlarsobre las relaciones entre nuestrospaíses, las cuales, espero que estéis deacuerdo, están necesitadas de una granmejoría.

La reina había recuperadoligeramente la compostura e hizo unaleve reverencia.

—Muy bien.—Mientras tanto, vuestra

guardiana...Balkis sacudió la cabeza

imperiosamente.—Ya no pertenece a mi cuerpo de

guardianas. No sé a quién sirve.Por un instante, Asmira sintió una

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punzada de dolor, como si hubierarecibido una puñalada en el corazón,aunque no tardó en desaparecer, y conella el nerviosismo ante la llegada de lareina. Sorprendida, descubrió que laserenidad la embargaba una vez más.

Contempló a la reina de igual aigual. Balkis tomó un trago de vino y levolvió la espalda.

—En ese caso, mi señora, no osimportará que le haga una pequeñaoferta —dijo Salomón sonriendo—.Asmira, deseo proponerte algo —anunció, volando sobre ella todo elencanto y el atractivo de la máscara trasla que se ocultaba el verdadero monarca—. Entra a mi servicio y sé miguardiana. He sido testigo directo de tus

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muchas y excelentes cualidades y ahorasé, aunque tal vez un tantoparadójicamente tras lo sucedido estanoche, que puedo confiarte mi vida. Asípues, ayúdame a reconsolidar mireinado en Jerusalén. ¡Entra a formarparte de un gobierno más sabio!Precisaré de toda la ayuda de la quepueda disponer en los días y semanasvenideros, pues mis sirvientes se handesperdigado y, si alguno de mishechiceros sigue vivo, será necesariovigilarlo de cerca. ¡Ayúdame a saliradelante, Asmira! ¡Empieza una vidanueva en Jerusalén! Puedes estar segurade que te recompensaré con creces —concluyó con una sonrisa.

Dicho aquello, el rey Salomón dejó

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la copa de vino encima de la mesa.—Ahora debo atender como es

debido a mi notabilísima invitada. BellaBalkis, daremos un tranquilo paseo yluego nos retiraremos a los pabellonespara tomar un sorbete helado. Por cierto,el hielo lo traen directamente de loslomos del monte Líbano. Os prometoque nunca habréis probado nada tanfresco. Por favor...

Salomón le ofreció una mano y lareina Balkis la aceptó. Juntosatravesaron la sala, sorteando condelicadeza los escombros que tapizabanel suelo. Llegaron junto a un arco en elotro extremo de la habitación y locruzaron. El susurro de sus ropas seperdió en la distancia y el rumor de la

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alegre conversación fue apagándosepoco a poco. Se habían ido.

Asmira y el genio intercambiaronuna mirada. Se hizo un silencio.

—Sí, todos los reyes son iguales—comentó Bartimeo.

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Capítulo 38 Uraziel, el gran espíritu del anillo,

no era de los que andaban perdiendo eltiempo cuando tenía un palacio quereparar entre manos. Bajo la torre, eltrabajo ya estaba en marcha. Losedificios que rodeaban los jardines yque habían sufrido los mayores dañosdurante el fuego cruzado estabancubiertos de andamios tambaleanteshechos con cañas de bambú y variascuadrillas de genios trajinaban arriba yabajo por un laberinto de escaleras,retirando escombros, extrayendomaderas calcinadas y eliminandocualquier resto de magia residual. De la

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cantera llegaba el martilleo incansablede cinceles y mazos, los efrits volabanhacia los bosques al oeste de la ciudaden busca de materia prima. En los patiosdelanteros, hileras de mohosos29 seafanaban delante de tanques de cemento,dándoles vueltas con sus colas sindescanso, mientras que ejércitos dediablillos se aplicaban en replantar losjardines arrasados por el fuego, que seextendían hasta perderse en el horizonteazulado.

Entre el caos se paseaba Salomón agrandes zancadas, acompañando a lareina Balkis de la mano.

Desde donde estaba, en lo alto dela terraza, incluso la desmesuradavanidad de Salomón y Balkis parecía

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insignificante. No eran más que doshormiguitas vestidas de blanco y oro,que apenas se distinguían del confusorebaño de curiosos que les pisaba lostalones —la típica recua de soldados,cortesanos, esposas y esclavos. Por lovisto, parecía ser que la mayoría delpersonal del palacio, a excepción de loshechiceros, había conseguido sobreviviral ataque con el servilismo intacto. Elaire transportaba el cuchicheo indignadocon que las esposas evaluaban a la reinade Saba, que recordaba a los chillidosde las aves de corral. En muchossentidos, las cosas habían vuelto a lanormalidad—. Balkis avanzabadespacio, con la espalda muy recta, laviva imagen de la altivez; Salomón, en

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cambio, caminaba con garbo. De vez encuando, el rey gesticulaba de maneraextravagante, sin duda se trataba de losmomentos en que cantaba las alabanzasde sus jardines. Una de las manoslanzaba un pequeño destello dorado.

Todo sea dicho, teniendo en cuentael poder del que disponía y desde elpunto de vista de un humano, Salomónera admirablemente comedido. Lamayoría de sus obras parecían más omenos encaminadas a alcanzar el biencomún y, además, era una personamagnánima, tal como Asmira y yoacabábamos de descubrir. Aun así, en elfondo, seguía siendo un rey, y esoimplicaba solemnidad y ostentación.Incluso la desenfadada magnanimidad

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que mostró con nosotros fue a su maneramás solemne y ostentosa que cualquierade sus joyas.

Sin embargo, en cuanto a la reinade Saba... En fin.

Allí arriba, en la posición elevaday ventajosa desde donde los observaba,el joven sumerio de ojos oscurossacudió la cabeza con tristeza. Apartólos jirones que le quedaban por esenciade la balaustrada sobre la que seapoyaba y regresó adentro.

Había llegado el momento departir.

Encontré a la joven sentada en unade las sillas doradas que había en losaposentos de Salomón, hartándose debizcocho de miel con la delicadeza y

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compostura de un lobo hambriento —elencanto mágico que pendía sobre laestancia había quedado reducido acenizas durante los enfrentamientos de lanoche, junto con varios lechos,alfombras, murales... y la bola de cristalde Salomón, en esos momentos tantransparente como si estuviera llena deagua de lluvia después de que el espírituatrapado en su interior hubierarecuperado felizmente su libertad—. Nose detuvo cuando entré, sino que siguióengullendo. Me senté en una silladelante de ella y la observé condetenimiento por primera vez desde miregreso.

Físicamente hablando, seguíaconservando todos los brazos y las

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piernas, pero aparte de eso se la notabamuy desmejorada. Llevaba la ropa hechajirones y chamuscada, tenía cardenalespor todas partes, el labio un pocohinchado y algunos mechones de colorverde a causa de las explosionesmágicas. Difícilmente nada de todoaquello podría haberse consideradopositivo, pero la cosa no acababa ahí.Mientras la joven le daba un largo tragoal vino de Salomón y luego se limpiabalas manos pringosas en uno de loscojines de seda del rey con alevosía ypremeditación, alguien observador eintuitivo (yo) también se habríapercatado de que Asmira parecíamuchísimo más animada y llena de vidaque la primera vez que nos habíamos

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visto, tan estirada y fría a lomos de sucamello, aquel día en medio de aqueldesfiladero.

Por mucho que los sucesos de lanoche anterior hubieran maltratado elexterior de Asmira, adiviné que en suinterior también se había roto algo... yesa ruptura era algo bueno.

La joven cogió un par de uvas y unpastelito de almendras.

—Siguen ahí abajo, ¿verdad?—Sí, están muy ocupados con la

ruta guiada... —Entrecerré mis bellosojos, pensativo—. ¿Me lo parece a mí ola buena de tu reina Balkis es una arpíade mucho cuidado?

Asmira esbozó una sonrisa torcida.—Debo admitir que no se ha

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mostrado tan... magnánima como hubieraesperado.

—Eso siendo generosos.—En fin, ¿qué más quieres? —La

joven se sacudió unas migajas depastelito del regazo—. Me envía acometer un asesinato y a robar el anilloy de repente se encuentra con queSalomón me pone por los cielos, que elanillo sigue en el dedo del rey y ellaacaba en Jerusalén invocada como undiablillo cualquiera al que tiran de unacorrea.

Un análisis bastante acertado.—Salomón se la ganará —comenté

—. Como siempre.—Oh, desde luego que perdonará a

Salomón —dijo Asmira—, pero a mí no.

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Volvió a concentrarse en lospastelitos. Ninguno de los dos dijo nadadurante un buen rato.

—Pues entonces menos mal que tehizo esa oferta, ¿no? —dije.

Asmira levantó la vista, sin dejarde masticar.

—¿Qué?—La oferta de Salomón. Lo de

recompensarte con creces por ayudarloa sacar adelante su nuevo gobierno deprogreso o lo que sea que dijera. Todome suena muy vago. Aun así, estoyseguro de que serás feliz.

Me quedé mirando el techo.—Pues no parece que te guste

demasiado la idea —dijo la chica.Fruncí el ceño.

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—Y ¿qué quieres? Al fin y al cabo,volvemos a estar en las mismas, utilizasu encanto contigo y te pesca con susmiraditas directas, sus sonrisitasradiantes y el asunto ese de confiarte suvida... Todo eso está muy bien, pero¿cómo acabará? Primero serásguardiana, luego «asesora especial» yantes de que te des cuenta estarás en suharén. Lo único que puedo decirte esque, si eso llegara a ocurrir, procura nodormir debajo de la litera de la moabita.

—No voy a entrar en su harén,Bartimeo.

—Sí, eso es lo que dices ahora,pero...

—No voy a aceptar su oferta.Asmira bebió otro trago de vino.

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—¿Qué? —Ahora era yo quienparecía desconcertado—. ¿Vas a decirleque no?

—Exacto.—Pero se trata de Salomón.

Además... dejando de lado lo que acabode decir, está siendo muy generoso.

—Ya lo sé —dijo Asmira—, peroaun así no voy a entrar a su servicio. Novoy a cambiar un señor por otro.

Fruncí el ceño. Desde luego, nopodía negarse que algo se había roto ensu interior.

—¿Estás segura? —insistí—. Sí, esun autócrata presuntuoso; sí, estáobsesionado con coleccionar esposas,pero aun así sería mucho mejor jefe queBalkis. Para empezar, ya no serías una

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escl... No serías guardiana por herencia.Dispondrías de más libertad, y tambiénde más oro, si eso te hace ilusión.

—No me la hace. No quieroquedarme en Jerusalén.

—¿Por qué no? Gracias al anillo,es el centro del mundo.

—Pero no es Saba. No es mi hogar.—De pronto, en sus ojos descubrí elmismo fuego que había visto arder lanoche anterior. Seguía tan vivo comoentonces, pero las llamas se habíanserenado. La rabia y el fervor ciegohabían desaparecido. Me sonrió—. Loque te dije anoche... No te mentí. Serguardiana, hacer lo que hacía... Sí,servía a la reina, pero al mismo tiempotambién servía a Saba. Amo sus colinas

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y sus bosques; amo el fulgor del desiertoallí donde acaban los campos. Mi madreme enseñó todo eso, Bartimeo, cuandoyo era aún muy pequeña, y la sola ideade alejarme para siempre de mi tierra, ode ella... —Se le rompió la voz—. Nosabes lo que se siente.

—En realidad, sí que lo sé —repliqué—. Y ya que hablamos de ello...

—Sí, por supuesto. —Asmira sepuso en pie con decisión—. Ha llegadola hora. Ya lo sé. Tengo que dejarte ir.

Lo que vendría a demostrar una vezmás que no era una verdadera hechicera.Desde los tiempos de Uruk, todos y cadauno de mis periodos de esclavitud hanacabado invariablemente en unadiscusión acalorada en la que mi amo se

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niega a devolverme la libertad y yo meconvierto en un cadáver de risasocarrona o en una lamia de garrasensangrentadas para, cómo lo diríamos,persuadirlo. Sin embargo, la joven, quese había ganado su propia libertad,estaba encantada de hacer otro tantoconmigo. Y sin bronca de por medio.Estaba tan sorprendido que, por uninstante, me quedé sin palabras.

Me puse en pie lentamente. Lajoven miraba a su alrededor.

—Vamos a necesitar un pentáculo—dijo.

—Sí. Incluso dos. Tiene que haberun par por alguna parte.

Rebuscamos entre los escombros ypronto atisbamos el borde de un círculo

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de invocación que asomaba bajo una delas alfombras chamuscadas. Empecé aretirar los muebles mientras la joven memiraba con la misma calma y serenidaddel desfiladero. Me asaltó una pregunta.

—Asmira —dije dándole unapatada a una mesa que estaba patasarriba y enviándola a la otra punta de laestancia—, si regresas a Saba, ¿quéharás? Y ¿tu reina? A juzgar por elrencor que te ha demostrado hoy, nocreo que vaya a hacerle mucha graciatenerte dando vueltas por allí.

Para mi sorpresa, la joven no sedemoró en contestar.

—No voy a dar vueltas por Marib—contestó—. Ofreceré mis servicios alos mercaderes de incienso para

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ayudarles a salvaguardar sus mercancíasdurante los viajes por Arabia. Por loque he visto, los desiertos estánplagados de peligros. Me refiero aasaltantes de caravanas y genios. Creoque puedo apañármelas con ambos.

Satisfecho, arrojé un lecho antiguopor encima del hombro. En realidad, noera mala idea.

»Además, eso me ofrecerá laoportunidad de viajar —prosiguió—.¿Quién sabe?, puede que algún díaincluso vaya a Himyar y visite esaciudad de piedra que mencionaste. Encualquier caso, la ruta del incienso memantendrá bastante alejada de Marib lamayor parte del tiempo y si la reina lodesaprueba... —Su expresión se

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endureció—. Pues tendré que ocuparmede ello. Y de ella.

No era un adivino ni un augur ynada sabía sobre el futuro, pero muchome temía que las cosas no pintabandemasiado bien para la reina Balkis. Sinembargo, había otros asuntos de los quepreocuparse en aquellos momentos.Aparté a un lado los últimos muebles deun empujón, enrollé la alfombra de valorincalculable, la arrojé a la piscina y mealejé unos pasos, satisfecho. Allí,alojados en el suelo, y bastante intactos,había dos pentáculos de mármolrosáceo.

—Un poco fantasiosos para migusto, pero qué se le va a hacer —comenté.

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—Muy bien, pues entonces, adentro—dijo la joven.

Nos plantamos uno frente al otropor última vez.

—Oye una cosa —dije—, te sabrásel conjuro de partida, ¿no? Detestaríaandar perdiendo el tiempo por ahídurante meses mientras te colocas deaprendiz de alguien que te lo enseñe.

—Claro que me lo sé —protestó lajoven. Inspiró profundamente—.Bartimeo...

—Espera un momento.Acababa de ver algo. Se trataba de

un mural en el cual no me había fijadohasta entonces y que venía justo acontinuación del de Gilgamesh, Ramsésy el resto de grandes déspotas del

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pasado, un hermoso retrato a tamañonatural del propio Salomón en toda sugloria y esplendor. De algún modo,como por milagro, había sobrevivido ala masacre de la noche anterior.

Recogí un trozo de maderaquemada del suelo, me planté delantedel mural de un salto y realicé unoscuantos retoques al carboncillo.

—¡Ahora sí! —dije—.Fisiológicamente inverosímil, aunque encierto modo apropiado, ¿no crees? Mepregunto cuánto tiempo pasará antes deque se dé cuenta.

La joven se echó a reír. Era laprimera vez que la veía hacer aquellodesde que nos habíamos asociado.

La miré de reojo.

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—¿Quieres que añada a Balkis?Todavía queda un poco de sitio.

—Entonces, adelante.—Aquí los tenemos...Regresé al círculo tranquilamente.

La joven me miraba como solía hacerloFaquarl, entre divertida y distante. Ledevolví la mirada.

—¿Qué pasa?—Es curioso —dijo—. Haces tanto

hincapié en lo horrible que es estaresclavizado que casi se me pasa por altolo más evidente: que también lodisfrutas.

Me planté en mi pentáculo y lafulminé con una mirada de frío desdén.

—Un pequeño consejo de amigo:salvo que seas extremadamente buena,

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no es nada recomendable insultar a ungenio a punto de partir. Sobre todo, alque tienes delante. En la antiguaBabilonia, los sacerdotes de Ishtarprohibieron que ningún hechicero pordebajo del noveno nivel tuviera tratoconmigo precisamente por esa razón. —Aquella norma se implantó después deuna serie de muertes, siendo entre ellasmi preferida la de un acólito muy brutoque me había atormentado con la pielinvertida. El caso es que el hombresufría de alergia al polen, así que lellevé un enorme ramo de altramuces enplena floración y él sólito acabósaliendo del círculo de un estornudo.

—Lo que no hace más que darme larazón —replicó la joven—. Siempre

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estás alardeando de tus logros pasados.Vamos, admítelo: todo esto te encanta.Anoche, sin ir más lejos, me fijé en quedejaste de quejarte como una plañideraen cuanto empezamos a acercarnos alanillo.

—Sí, bien... —Di una palmadabrusca—. No me quedaba otro remedio,¿no crees? Había mucho en juego.Créeme, aborrecí hasta el último minuto.En fin, ya es suficiente. Da la orden departida y libérame.

Asmira asintió y después cerró losojos. La joven menuda repasómentalmente el conjuro. Casi podía oírel chirrido que hacían los engranajes.

Abrió los ojos.—Bartimeo —dijo de pronto—,

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gracias por todo lo que has hecho.Me aclaré la garganta.—Ha sido un placer, te lo aseguro.

A ver, ¿de verdad te sabes el conjuro?No querría acabar materializándome enuna ciénaga pestilente o algo por elestilo.

—Sí, me lo sé. —Sonrió—. Pásatealguna vez por Saba. Te gustará.

—No, si puedo evitarlo.—Pero no tardes mucho. No todos

tenemos tanto tiempo como vosotros.Acto seguido, pronunció el conjuro

de partida y, en efecto, se lo sabía al piede la letra. Más o menos. Solo titubeó unpar o tres de veces, la pifió en dosinflexiones y tuvo un desliz importante,despistes que, sin que sirviera de

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precedente, estaba más que dispuesto apasar por alto. Después de todo, lamuchacha no era gran cosa y había pocachicha en aquellos huesos. Además, nohabía nada que deseara más que irme deuna vez por todas.

La joven era de la misma opinión.Al tiempo que las cadenas se rompían yatravesaba los planos como untorbellino, vi (desde siete ángulosdistintos) que Asmira ya habíaabandonado el círculo. Se alejaba conpaso decidido y la espalda bien rectaentre los escombros de la habitación enruinas de Salomón, en busca de laescalera que la sacaría de la torre y laconduciría a un nuevo día.

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notes

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Notas a pie de página

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[1] Los planos: siete planos de

existencia se superponen los unos a losotros en todo momento, como hojas depapel de calco invisibles. En el primerplano se incluye todo lo que habita elmundo tangible, normal y corriente; losotros seis revelan la magia oculta quelos rodea: conjuros secretos, espíritus alacecho y encantamientos antiguosolvidados mucho tiempo atrás. De todoses bien sabido que puede juzgarse lainteligencia y la calidad de una especiepor el número de planos que esta escapaz de ver. Por ejemplo, geniossobresalientes (como yo): siete;

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diablillos de rango superior y trasgos:cuatro; gatos: dos; pulgas, lombrices,humanos, ácaros del polvo, etcétera:uno.

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[2] «Voltereta lateral de evasión»™ ©

Bartimeo de Uruk, circa 2800 a. de C. Amenudo imitada, jamás superada.Inmortalizada para la posteridad en laspinturas funerarias del Imperio Nuevode Ramsés III (puede vérseme en elfondo de Oración de la familia real anteRa, haciendo la rueda por detrás delfaraón al tiempo que salgo delencuadre).

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[3] «Llama funesta»: aniquilación

rápida y dolorosa. En épocasposteriores, tras las mejorasintroducidas por Zarbustibal del Yemen,pasó a conocerse como el fuegoabrasador. Era el correctivo usado porantonomasia con aquellos espíritus quesencillamente se negaban a acatar lasórdenes de sus amos, y la amenaza deutilizarlo por lo general garantizaba (aregañadientes) nuestra obediencia.

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[4] «Elemental»: la mayoría de los

espíritus incorporan en su esencia dos omás elementos de los cuatro existentes(los grandes genios, de los que no darénombres, son seres de fuego y aire enperfecto equilibrio). Sin embargo, loselementales, espíritus formadosúnicamente de aire, tierra, fuego o aguason harina de otro costal. Carecen porcompleto del refinamiento y del encantoque nos hacen tan fascinantes a unospocos elegidos y tratan de compensarlodesencadenando un poder en estado puroque arrambla con todo.

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[5] Construyendo tumbas, buscando

tesoros, librando batallas, arrancandoalcachofas... Puede que en aparienciasean distintas, pero, digan lo que diganlos hechiceros, en el fondo todas laspeticiones se reducen a acabarobteniendo dinero y poder.

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[6] Muchos argumentarán que las de

los humanos también se reducen a lomismo.

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[7] Los edictos de Salomón decretaban

que, fuera de los muros de palacio,debía conservarse el aspecto de unhumano normal y corriente en todomomento. Los animales estabanprohibidos, así como las bestiasmitológicas. Tampoco estaban admitidaslas deformidades grotescas, unaverdadera lástima. Con ello se pretendíaevitar que el ciudadano común seasustara ante visiones repulsivas, tipoBeyzer dándose un paseo con los brazosy las piernas del revés. O, lo reconozco,aquí un servidor saliendo distraídamentea dar una vuelta para ir a comprar unos

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higos, con el aspecto de un cadáver endescomposición. Aspecto con el quecausé el gran Pánico en el Mercado deFruta, quince muertes, que se produjeronen la subsecuente estampida, y ladestrucción de medio barrio comercial.Eso sí, conseguí los higos a un precioescandalosamente barato, así que notodo salió mal.

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[8] «Azote de esencia»: el arma

preferida de los sacerdotes de Ra, allá,en los viejos tiempos de Jufu y laspirámides. Muy eficaz para mantener araya a los genios. Los artesanos tebanossiguen fabricándolos, pero los mejoresse encuentran en las tumbas antiguas. Elde Khaba era una pieza original, algoque se adivinaba por el mango, unaempuñadura forrada de piel de esclavohumano, en la que no faltaban unostatuajes medio desvaídos.

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[9] Strigoi: subespecie de genio de

dudosa reputación, pálido y nocturno,con cierta predilección por chuparle lasangre a los vivos. Imaginaos a unsúcubo, pero sin las curvas.

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[10] «Hipopótamo con falda»: era una

cómica referencia a una de las esposasmás destacadas de Salomón, la moabita.¿Infantil? Sí. Pero, antes de que seinventara la imprenta, escaseaban lasoportunidades de escribir libelos.

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[11] Negro de uña: término técnico,

este, que corresponde aproximadamentea una decimoquinta parte de un codo.Otras unidades de medición utilizadaspor los genios durante este periodofueron «pata de camello», «pie deleproso» y «largo de barba filistea»

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[12] «Batalla de Qadesh»:

enfrentamiento trascendental entre lasfuerzas egipcias de Ramsés II y lashititas del rey Muwatallis en el año1274 a. de C. Faquarl y yo servimos endivisiones distintas dentro del ejércitodel faraón y ayudamos a llevar a cabo elmovimiento de tenazas decisorio quehizo huir al enemigo utukku del campode batalla. Ese día se lograron grandeshazañas, a pesar de no ser el artífice detodas ellas. Dos siglos después, el lugardonde se había librado la batalla seguíasiendo un páramo calcinado, un campode huesos.

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[13] Ghul: clase inferior de genio que

suele frecuentar los cementerios,devorador de lo que no se hayaenterrado.

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[14] Skriker: subespecie de diablillo de

pies planos y enormes y paso lento.Persigue a los viajeros en lugaresapartados, los llama y atrae con susurrosy los conduce a su muerte.

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[15] «Demonio»: en realidad, el término

que utilizó fue rabisu, palabra delacadio antiguo que, en su origen, solosignificaba «ser sobrenatural». Sinembargo, igual que con el daimon griego(término que no se acuñaría hasta variossiglos después), se empleaba con muchafrecuencia como un insulto de sentidoamplio con el que tanto podía calificarsea un diablillo granujiento como a ungenio bien plantado con mucho mundo asus espaldas.

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[16] «Gran abismo»: tal vez sea la

descripción menos precisa o halagadoraque haya oído en mi vida, pero se tratade un error bastante generalizado. Enrealidad, nuestro hogar no se parece ennada a un abismo, teniendo en cuentaque no se puede hablar de profundidad(ni de ninguna otra dimensión) y quetampoco es oscuro. Es típico de loshumanos ir proyectando en nosotros susterrores imaginarios cuando, enrealidad, los verdaderos horrores seencuentran en vuestro mundo.

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[17] Nefertiti: esposa principal del

faraón Akenatón, 1340 a. de C. Empezócriando a los niños y acabó dirigiendoel imperio. Los tocados le quedaban demiedo. Digamos que procurabas nobuscarte problemas con ella.

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[18] Diablillos funerarios: espíritus

pequeños, rechonchos y de pieltraslúcida que los sacerdotes egipciosempleaban en la momificación de loscuerpos de la flor y nata. Especializadosen los pormenores más asquerosos delproceso, tales como la extracción delcerebro y el llenado de los vasoscanopes, tenían un sabor espantoso alíquido de embalsamar. Eso dicen.

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[19] «Obras faraónicas y campos de

batalla»: de vez en cuando nos veíamosobligados a saltar de las unas a los otrosen un abrir y cerrar de ojos, cosa que aveces tenía sus desventajas. En unaocasión, tuve que enfrentarme a tresghuls yo solo en una refriega repentina alas puertas de Uruk. Ellos blandíanclavas, lanzas en llamas y hachas deguerra plateadas de doble hoja. ¿Yo? Yoempuñaba una paleta de albañil.

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[20] Los cuales eran bastante severos,

en el mejor de los casos. Durante elreinado de Jufu, los aprendices desacerdote que armaban demasiado jaleocuando paseaban por el templo eranofrecidos a los cocodrilos sagrados. Lateoría era que si un joven tenía que liartanto escándalo, al menos que lo hicieracon motivo. Había que alimentar a esoscocodrilos una vez al mes.

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[21] «Primer mandamiento»:

tradicionalmente se pronunciaba entodas las invocaciones, como mínimodesde los tiempos de Eridu. Por logeneral suele ser algo así como: «Porlas constricciones del círculo, losvértices del pentáculo y la cadena desímbolos, te hago saber que soy tu amo yacatarás mi voluntad».

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[22] Guarda: conjuro breve mediante el

cual el poder del espíritu revierte en símismo. Entre las guardas de alto nivelque utilizan los hechicerosexperimentados, se cuentanbarbaridades como el torniquetesistemático y la aguja estimulante, loscuales pueden llegar a resultarverdaderamente peligrosos para ungenio. Las de bajo nivel, como las queconocía la joven, vienen a equivaler auna rápida azotaina en el trasero y sonmás o menos igual de complejas

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[23] «Zelotes:» personas de mirada

encendida aquejadas de una certezaincurable acerca del funcionamiento delmundo, una certeza que los volvía muyviolentos cuando el mundo decidíafuncionar de otra manera. Mispreferidos fueron los estilitas, variossiglos posteriores a Salomón, unosascetas peludos que se pasaban años yaños sentados en lo alto de altos pilaresen medio del desierto. No había nadaque resultara violento en ellos, aparte desu olor. Invocaban a los genios para queintentaran seducirlos con tentaciones yde ese modo poner a prueba su

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abstinencia y su fe. Yo, personalmente,prefería no perder el tiempo con todasesas monsergas de las tentaciones. Solíahacerles cosquillas hasta que se caían.

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[24] «Perros y Chacales»: juego de

mesa en el que solían utilizarse piezasde marfil, aunque a veces, los faraonesde Tebas preferían disputarlo a granescala en un tablero del tamaño de unpatio por donde iban brincando geniosque habían adoptado la forma del cánidopertinente. Tenías que luchar contra tuoponente cuando aterrizabas en unacasilla, y encima se jugaba bajo un solde justicia, por lo que todo el mundoacababa pegajoso y oliendo a rayos, ylos collares picaban que era un contento.No es que me haya pasado a mí,teniendo en cuenta que era demasiado

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insigne para tomar parte en un juego tanhumillante.

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[25] «Vitrina Celta»: un pequeño

armario que contenía unos cuantos tarrosde glasto desecado y un tanga bastantegastado hecho con hierba, procedente delas islas Británicas. Los genios deSalomón habían viajado por todo elmundo en busca de rarezas de otrasculturas que saciaran su interés. Algunasexpediciones tenían más suerte que otras

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[26] En otras palabras, el típico

hechicero que busca objetos antiguos degorra con que aumentar su poder.

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[27] «Demonio de cuatro caras»:

aspecto adoptado de manera ocasionalpara vigilar encrucijadas importantes enla antigua Mesopotamia. Las carascorrespondían a un grifo, un toro, unleón y una cobra, a cuál más aterrador.Yo descansaba sobre una columna, laviva imagen de la solemnidad. Losproblemas venían cuando tenía quelevantarme y salir corriendo detrás dealguien. Me hacía un lío y tropezaba conmis propios pies, lo que hacía lasdelicias de los golfillos que pasaban porallí.

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[28] Mar Grande: llamado

posteriormente (por los romanos)Mediterráneo. En tiempos de Roma, estamasa de agua se convertiría en unparaíso comercial; sus olas sesalpicaban de velas de vivos colores ysus rutas aéreas se colapsaban con eltrajín de los espíritus. Sin embargo, entiempos de Salomón, cuando incluso losavezados marineros fenicios preferíanabrazar las costas, el mar Grande erauna extensión de agua desierta y lúgubre,la encarnación primigenia del caos. Atítulo personal, independientemente dela época, a mí todos los mares me

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parecen iguales: grandes, fríos einnecesariamente húmedos.

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[29] «Mohoso»: subcategoría de

espíritu tremendamente anodina.Imaginaos un pequeño, lento yparduzco... No, solo con describirlo memuero de aburrimiento.