El arte y la fragilidad de la memoria

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El arte y la fragilidad de la memoria

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Presentación y primer ensayo ("El arte como forma esencial del olvido" de Adolfo León Grisales Vargas) del libro "El arte y la fragilidad de la memoria"

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El arte y la fragilidad de la memoria

Javier Domínguez HernándezCarlos Arturo Fernández UribeDaniel Jerónimo Tobón GiraldoCarlos Mario Vanegas Zubiría

(Editores)

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Domínguez Hernández, Javier, 1948-El arte y la fragilidad de la memoria / Javier Domínguez Hernández, Carlos

Arturo Fernández Uribe. -- Medellín: Universidad de Antioquia, Instituto de Filosofía, Sílaba Editores, 2014.

380 p.; 17 x 24 cm.ISBN 978-958-8794-26-61. Ensayos colombianos 2. Arte - Ensayos 3. Cultura - Ensayos

I. Domínguez Hernández, Javier, 1948- , II. Tít.Co864.6 cd 21 ed.Al432862

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

ISBN: 978-958-8794-26-6

El arte y la fragilidad de la memoria

© Javier Domínguez Hernández y otros © Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia © Sílaba Editores

Primera edición: Enero de 2014, Medellín, Colombia Editores académicos: Javier Domínguez Hernández, Carlos Arturo Fernández Uribe, Daniel Jerónimo Tobón Giraldo y Carlos Mario Vanegas ZubiríaCoordinación editorial: Alejandra Toro y Lucía DonadíoIlustración de carátula: Juan Manuel Echavarría, Cattleya Putida, 1977,plata en gelatina, colección del artistaCorrección de textos: Mónica María del Valle IdárragaDiagramación: Magnolia ValenciaDiseño carátula: Jeferson Sánchez

Distribución y ventas: Sílaba Editores. www.silaba.com.co / [email protected] Carrera 25A No 38D sur-04. Medellín

Impreso y hecho en Colombia por: Artes y Letras S.A.S. / Printed and made in Colombia

Reservados todos los derechos. Prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento.

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Contenido

Presentación 9

El arte como forma esencial del olvido Adolfo León Grisales Vargas 15

Arte y memoria de lo inolvidable: fragilidad y resistencia

María del Rosario Acosta López 41

Del arte de la memoria a la(s) memoria(s) del arte Jairo Montoya Gómez 63

El arte: entre la memoria y la historia Javier Domínguez Hernández 85

¿Recordar el dolor de los demás? Sobre arte, compasión y memoria Daniel Jerónimo Tobón Giraldo 113

Arte, memoria y experiencia: dos ejemplos de compromiso Vicente Jarque 137

Anacronismo, retromanía y otras burlas de la memoria Domingo Hernández Sánchez 159

La memoria como campo de reelaboración artística

Ivonne Pini de Lapidus 177

La memoria adviene en las imágenes Ileana Diéguez 203

Invisibles en el arte y olvidados por la historia. Reflexiones sobre el arte como reparador de la memoria histórica nacional

Olga Isabel Acosta Luna 231

Ante la fragilidad de la memoria Carlos Mario Vanegas Zubiría 259

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La pintura colonial: de su hechura e interpretación Jaime Humberto Borja Gómez 281

La restauración monumental como instrumento constructor de la memoria Ascensión Hernández Martínez 307

La historia del arte, entre la fama y la memoria Carlos Arturo Fernández Uribe 351

Los autores 375

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Presentación

Ya es casi un lugar común señalar la explosión de discursos sobre la memoria. A lo largo del último medio siglo, el concepto de memoria se ha ampliado hasta abarcar casi todas las formas en las que nos ocupamos de nuestro pasado reciente, especialmente en los casos en los que este pasa-do tiene un carácter traumático. Ha ocurrido así en Colombia, donde la década de 1990 marcó el comienzo del uso proliferante del concepto de memoria, en particular en los campos disciplinares de la antropología, la sociología y la historia, en un proceso parejo a la creciente institucionali-zación del deber de memoria en leyes, comisiones, grupos de investigación y de trabajo. En este proceso, la memoria se ha convertido no sólo en uno de los modos privilegiados de comprensión del pasado, sino también en depositaria de esperanzas de reconciliación social.

También en el arte, y en el arte contemporáneo colombiano, en parti-cular, se pueden rastrear desarrollos análogos. La memoria se ha estable-cido como una de las líneas de fuerza más importantes en el panorama artístico, tal vez porque ofrece una oportunidad idónea para intentar la imprescindible y difícil conexión entre arte y sociedad. Desde finales del siglo pasado, algunas de las obras más contundentes del arte colombiano han construido poéticas de la memoria que metaforizan la naturaleza del recuerdo y el olvido a través de sus soportes, escenificaciones y procesos, como ocurre en Noviembre 6 y 7 (2002) o en los Atrabiliarios (1992-2004) de Doris Salcedo; en Aliento (1996-2002) de Óscar Muñoz; en Bocas de Ce-niza (2003-4) de Juan Manuel Echavarría; y en las Auras anónimas (2009) de Beatriz González. Es preciso insistir, en este mismo sentido, en que en esta estrecha relación entre las prácticas artísticas y los ensayos de rescate y articulación de la memoria, la mayor parte de los intentos de restaurar la memoria colectiva recurren a formas de plasmación artística –ya sea la fotografía, el performance, la instalación, el happening, la pintura, las exposiciones temporales o permanentes– en las que se destaca el papel activo de los soportes materiales. Proyectos como Tapices de Mampuján y

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La guerra que no hemos visto (exposiciones itinerantes desde el 2010 hasta el año 2012) o La piel de la memoria (1999), son ejemplos logrados entre las diversas prácticas que han emprendido los artistas con comunidades en procesos de concientización del pasado reciente, son apropiaciones in-quietantes de las estrategias del arte contemporáneo, que así muestra sus potencialidades para contribuir a la construcción del tejido social, político y comunitario.

Todas estas obras son pensamientos encarnados, meditaciones mate-rializadas a propósito de la inscripción y el desvanecimiento de las imáge-nes, en las cuales se cuestiona la manera como los objetos mantienen las marcas y las auras de las vidas que los rozan; ellas revitalizan la relación entre ritual, encuentro y recuerdo, y ponen de presente la fragilidad de las imágenes y marcas en las que apoyamos nuestra relación con el pasado, o de las conexiones entre la memoria individual y colectiva, así como las dificultades en la construcción de la identidad.

Estas obras, en tanto poéticas de la memoria, son también poéticas de la esperanza y escenifican un doble gesto. Por un lado, la memoria que el arte configura no se limita a documentar, también, y ante todo, representa las experiencias de un modo tan vívido y sintético que alcanza y conmueve duraderamente las mentes y las actitudes de quienes se confrontan con ellas. Por otro, la configuración artística alienta con entereza el duelo y la reconstitución de la identidad, y la reflexión que despierta edifica una relación con el pasado que lo mantiene presente y nuestro.

Inclinarse por estas poéticas es una decisión con riesgos múltiples. De una parte, la creación de memoria, como reconfiguración activa del pasa-do que implica olvidos selectivos, es un acto político; por tal razón, el arte mnemónico está expuesto a los peligros que conlleva su implicación en las luchas por la memoria: los enfrentamientos de intereses contrapuestos, la necesidad de establecer alianzas estratégicas y las dificultades de res-ponder a un contexto en constante transformación. Los riesgos artísticos no son menores. Ningún logro de la memoria es estable, y el olvido es una amenaza constante: todo lo que ha sido traído a la luz puede volver a hundirse en la oscuridad, que tira hacia abajo. La cultura de la memoria le pide al arte que se eleve sobre el terreno de la cotidianidad, creando una experiencia que se destaque. Pero, como suele ocurrir con los monumen-tos, estas experiencias corren el peligro de disolverse en la nada, o porque la estetización las desactiva, o porque la radicalidad de los gestos políticos

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pierde actualidad. Puesto que son arte, existe el peligro de que lleguen a ser vistas sólo como obras de arte, desconectadas de las experiencias, las vidas y las luchas que reclamaron e inspiraron su origen. Análogamente, en la medida en que están políticamente cargadas, pueden terminar sien-do meros contenedores de una arenga ideológica que ha perdido poder de convicción. Tanto en la recepción puramente estética como en la me-ramente instrumental se disuelve y fracasa la potencia específica del arte para crear memoria y, con ella, la posibilidad de que responda a las espe-ranzas de las que es depositario.

El IX Seminario Nacional de Teoría e Historia del Arte: Arte, ante la fra-gilidad de la memoria, realizado en Medellín del 5 al 7 de septiembre de 2012 y organizado por el Grupo de Investigación Teoría e Historia del Arte en Colombia, tuvo como objetivo hacer un análisis crítico de los vínculos del arte contemporáneo con la memoria. Este encuentro académico apostó a estudiar la respuesta de los artistas a los desafíos que representa la tarea de hacer memoria, las principales estrategias a las que han recurrido, los logros y los fracasos artísticos y teóricos, los temas preferidos y los objeti-vos en los que se han cruzado los artistas y quienes desde otra perspectiva trabajan en el cuidado de la memoria. ¿Ha estado nuestro arte a la altura de las circunstancias de esta época? ¿Es correcto el énfasis institucional que ha redundado en el hecho de que gran parte del arte contemporáneo colombiano se haya volcado a la memoria traumática, la memoria de los horrores? ¿O acaso este mismo énfasis puede distorsionar la relación del arte con la memoria y convertirla en una exigencia de la corrección polí-tica, sin relevancia ni contenido? ¿Se corre el riesgo de reducir la función del arte a la del documento y el testimonio? ¿Qué papel cumplen las dis-ciplinas y las instituciones encargadas de la mediación cultural del arte en estas situaciones? ¿De qué manera el arte ha servido históricamente a la conformación de la identidad de individuos, pueblos y épocas, así como a la configuración de la relación con nosotros mismos?

Estas preguntas dieron lugar a los quince trabajos presentados en el Seminario. La totalidad de ellos ha sido recogida en este libro, a excepción de la conmovedora presentación oral que hizo Juan Manuel Echavarría sobre el proceso de creación de su documental Réquiem NN, acompañada de múltiples fragmentos en video. Los catorce textos aquí incluidos perte-necen a las tradiciones disciplinares de la filosofía, la historia y la crítica del arte, la museología y la restauración arquitectónica. En ellos podemos

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encontrar, por una parte, un conjunto de reflexiones sobre los problemas filosóficos que surgen al considerar la función cultural del arte y aquello que puede aportar a la memoria. Algunos de los autores se concentran en defender la capacidad transfiguradora de aquellas obras que a través de su mediación posibilitan una apropiación creativa del pasado, y que en vez de insistir sobre el pasado traumático que cierra los horizontes, lo recom-pone en perspectivas duraderas y constructivas. Otros autores, en cambio, insisten en la capacidad del arte para enfrentarse a las paradojas de la memoria: es el caso de obras que, justo por su fragilidad y la tensión con que guardan las contradicciones, son capaces de salvar experiencias que se encuentran en el borde de lo decible, experiencias que de otra manera no se podrían articular. Otros, finalmente, se concentran en las dificultades a las que lleva la voluntad política que prescribe tanto arte de la memoria: conduce a la rutina del arte vacío pero “políticamente correcto”. Todos estos textos se destacan porque, sin perder su orientación claramente filo-sófica, se orientan por la interpretación de obras y situaciones concretas, dando muestra de la productividad de la filosofía para enfrentarse con el presente.

En el segundo conjunto de textos se pueden ver los frutos de una preocu-pación por las maneras más concretas en que el arte y sus instituciones han tomado la memoria como objeto de reflexión y de construcción, pero tam-bién y de manera más sorprendente, se puede constatar la capacidad de ciertas instituciones y saberes del arte para modular y redefinir el pasado. Estos textos documentan la estrategia de la obra de artistas colombianos, latinoamericanos y europeos para abordar la memoria, así como el efecto de transformación de ésta en las estrategias museológicas de exposición de Instituciones como el Museo Nacional de Colombia, y de restauración de hitos urbanos en España y Alemania. Digna de señalar es la preocupación compartida sobre la historia del arte como disciplina, la cual es también en sí misma una determinada forma de construir interpretativamente nuestra memoria del pasado. Este hecho la obliga a un ejercicio de autocrítica per-manente sobre los presupuestos y los paradigmas de sus construcciones. Como toda genuina memoria, la historia del arte se conserva reinventán-dose.

La realización del Seminario y la publicación de estas memorias no ha-bría sido posible sin el apoyo de numerosas personas. En primer lugar de los ponentes, cuyo entusiamo y generosidad intelectual se reflejan en sus

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textos y en las discusiones que mantuvieron dentro y fuera del auditorio. La Facultad de Artes y su decano, Francisco Londoño Osorno, así como el Instituto de Filosofía, particularmente su ex-director, el profesor Eufrasio Guzmán Mesa, y su actual director, el profesor Francisco Cortés Rodas, quienes han mantenido una confianza inquebrantable en este proyecto y han facilitado los recursos necesarios para hacerlo posible. También hemos contado con el soporte económico del Comité de Investigaciones de la Uni-versidad de Antioquia CODI, a través del proyecto de investigación Arte y Memoria en Colombia. A Mónica María del Valle, correctora de texto de este libro, los autores le agradecemos la atención y el respeto con los que ha realizado su trabajo.

Los editores

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El arte como forma esencial del olvido

Adolfo León Grisales Vargas

Lo que quiero ofrecer a ustedes es una serie de reflexiones más o me-nos dispersas1, ligadas por un hilo muy fino. No quiero tanto defender alguna tesis, en el sentido fuerte del término, sino señalar algunos caminos para pensar la relación del arte con la memoria; pero también su relación con la violencia, con la guerra y con la esperanza, y para ello me quiero apoyar en el último proyecto de Juan Manuel Echavarría. Esta obra fue ex-puesta por primera vez en el Museo de Arte Moderno en octubre de 2009 bajo la curaduría de Ana Tiscornia, que fue quien la tituló: La guerra que no hemos visto. Un proyecto de memoria histórica.

Hay tres ideas centrales que me orientan en este propósito: de un lado, una de Adorno, que sostiene que no es posible el arte después del Holocaus-to; de otro lado, una de Gadamer, quien piensa el arte como promesa de un orden íntegro en medio de la ruina creciente que amenaza con disolverlo todo, el arte, pues, como esperanza y a la vez como única posible realización de un mundo mejor; y, por último, una afirmación de Vattimo, hace poco en una conferencia que ofreció en Argentina, respecto a que “no hay arte sin violencia, si una obra de arte no tiene un poco de violencia dice poco”2.

1. Este texto fue escrito expresamente como una conferencia, por ello prefiero mantener el tono más íntimo y cercano de la conversación que el más impersonal y distante del texto académico.

2. El Clarín, 11 de abril de 2006, María Luján Picabea. Texto tomado de una entrevis-ta y una conferencia de Gianni Vattimo publicada en: http://www.giannivattimo.it/News2/Vattimo%20in%20Argentina.html. Valga decir que lo que aquí plantea Vattimo de manera tan directa es consecuente con lo que ha expresado en otros textos cuando cuestiona la crítica de Gadamer a la conciencia estética: “lo que se da en la obra de arte es un peculiar momento de ausencia de fundamento de la historicidad, que se presenta como una suspensión de la continuidad hermenéutica del sujeto consigo mismo y con la historia. La puntualidad de la conciencia estética es el modo en que el sujeto vive el salto al Ab-grund de su propia mortalidad” (Vattimo, 1997, 111).

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Sobre la base de estas tres ideas propongo una pregunta de fondo: ¿qué lugar le cabe todavía a la esperanza?, ¿qué cabe esperar? Octavio Paz, en El arco y la lira, cuando compara la poesía y la religión, pone el asunto en estos términos: ambas consisten en ser una revelación de la condición original del ser humano, de nuestra orfandad esencial, de nuestra fragilidad, de la gra-tuidad de nuestra existencia; sin embargo, la religión enseguida oculta esa revelación con la promesa de redención, la poesía, en cambio –dice–, nos enfrenta desnudos a tal revelación. Pero, entonces, pregunto, ¿será que el sentido de la poesía y del arte, en general, es denunciar como pura ilusión toda esperanza, para dejarnos, como diría Buber, desvalidos a la intemperie cósmica?

La guerra que no hemos visto

Los distintos cuadros que componen la exposición fueron el fruto de un taller orientado por Juan Manuel Echavarría con la compañía de Fernando Grisalez y Noel Palacios. En el taller, y a lo largo de dos años, participaron alrededor de cien excombatientes (guerrilleros y paramilitares desmovili-zados y soldados del ejército heridos en combate). Al final, se produjeron algo así como 400 obras, de entre las cuales se seleccionaron noventa para esta exposición. Según cuenta Juan Manuel Echavarría, lo que le intere-saba era conocer el conflicto colombiano desde la perspectiva de los victi-marios (es de aclarar que sólo participaron soldados rasos; excluyó delibe-radamente la participación de cualquier comandante o ideólogo de estos grupos armados). Quienes orientaban el taller no intentaron perfeccionar técnicamente las pinturas que se estaban haciendo. A cada participante se le entregaban los vinilos que solicitaba y para facilitar el manejo se deci-dió pintar sobre láminas de madeflex de 50 x 35 cms., de modo que cada participante pedía las láminas que requería y armaba el cuadro final como un rompecabezas (por eso en cada obra se alcanza a notar sutilmente una cuadrícula superpuesta).

En mi primera aproximación a esta obra me surgieron un montón de preguntas: ¿cómo encaja esta obra dentro de lo que, en términos muy gruesos, podríamos llamar “historia del arte colombiano”?, ¿es una obra de arte popular?, ¿es un ejercicio terapéutico de catarsis?, ¿quién es el autor, quién es el artista en este caso: los excombatientes o Juan Manuel Echavarría?, ¿es ésta una obra o son muchas; es decir, cabe hablar de una

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unidad estilística?, ¿es esto realmente arte, cuando expresamente se lo presenta como un “proyecto de memoria histórica”, que más bien la ubi-caría al lado de los “documentos” históricos?, ¿y cuál es entonces el papel del arte en relación con la memoria?, ¿puede trazarse un deber ser, un lugar del arte ante la guerra?, ¿por qué el título, La guerra que no hemos visto?, ¿quiénes son (somos) los que no la han (hemos) visto?, ¿a quién va dirigida la obra?

Ahora bien, ¿qué es lo que vemos en estas obras? Quiero llamar la atención sobre tres aspectos: primero, uno cree que está parado frente a cuadros pintados por niños, y no sólo por el manejo técnico, sino también por el desarrollo temático. De pronto vemos que al fondo de una masacre aparece un arcoíris o un gigantesco sol, escenas de guerra se confunden con fiestas populares. Algunos han considerado que esto muestra el bajo nivel educativo de los combatientes, y esto es seguramente cierto, pero no dice nada, deja de lado el hecho de que es precisamente un artista desta-cado en el mundo del arte el que propone estos “garabatos” como obras de arte. Es claro que el hecho de que estos cuadros hayan sido pintados por guerrilleros, paramilitares y soldados no es apenas una cuestión anec-dótica que le confiere un encanto adicional a las obras, eso hace parte de las mismas obras. Cambiarían sustancialmente las cosas si nos hubieran dicho que esos cuadros fueron pintados por los niños de la escuela de un barrio popular; pero cuando nos cuentan que fueron pintados por hom-bres curtidos en la guerra, yo creo que lo que se muestra en estos trazos infantiles no es la simple falta de escolaridad, sino la propia condición infantil de esos guerreros, y en esa paradoja salta la chispa en que, a mi juicio, radica la más profunda dimensión poética y metafórica de esos cuadros: no parece haber manera de reconciliar que la brutalidad de es-tas escenas sea relatada con el lenguaje de un niño. A propósito de esto quiero sugerir una comparación atrevida y arriesgada: cuando miramos el Guernica encontramos, también, como tema, la brutalidad de la guerra y un lenguaje visual que, de nuevo, nos recuerda el lenguaje infantil; pero creo que hay una diferencia de fondo con esta obra de Juan Manuel Echa-varría, porque en el caso de Picasso la composición narrativa de la obra es sumamente compleja, de modo que el lenguaje infantil resulta ser un recurso formal (el mismo Picasso decía que él a los quince años ya tenía la perfección de un Miguel Ángel y que se tardó mucho en volver a ser capaz de pintar como un niño), mientras que en La guerra que no hemos

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visto lo que se nos muestra es alguien que “piensa” como un niño. Ya es bien sabido que lo que ocurrió en la relación de las vanguardias con otras culturas no occidentales fue sobre todo la apropiación de la riqueza for-mal de estas culturas que permitió renovar el lenguaje desgastado del arte occidental; todavía tendrá que haber otro tipo de aproximación a esos otros pueblos para que se nos muestre como esencial la dimensión ritual y cultural de esta plástica. Creo, pues, que uno de los grandes aciertos de Juan Manuel Echavarría fue lograr una mediación tal que el discurso del otro no se “redujera” inmediatamente a nuestros propios términos. Por ello pienso, al compararlo con el Guernica, que en La guerra que no hemos visto, el lenguaje infantil juega un papel completamente distinto. Guernica es pintado por un artista con un lenguaje infantil, en La guerra que no hemos visto, la mediación del artista es diferente, porque, por así decirlo, lo que se “escucha” no es la potente elocuencia del artista, sino propiamente la voz del “otro”; por lo mismo, hasta cierto punto se puede decir que lo que “vemos” no es la guerra, como puro concepto abstracto, sino al “otro”.

El segundo aspecto que llama la atención son las cuadrículas que su-tilmente se notan en la composición final de cada obra. Al principio creí que había sido el resultado de una estrategia para amplificar las obras originales, pues pensé que Juan Manuel Echavarría y los otros dos talle-ristas habían considerado que en formato pequeño cada obra parecía más bien el resultado de un concurso infantil, de modo que para darles mayor densidad decidieron ampliarlas y enseñarles a los excombatientes cómo hacerlo a partir de cuadrículas, lo que me pareció ingenioso y pleno de consecuencias de sentido. Pero me di cuenta de que no funcionaba mi teoría cuando vi cuadros que rompían la cuadrícula, y cuando supe que desde el inicio le entregaban a cada pintor las tabletas que pedía. Esto me pareció sorprendente, porque entonces significa que estos excombatien-tes, que tal vez por primera vez cogían un pincel, fueron capaces de cons-truir por pedazos la coherencia y unidad de unos cuadros muy grandes (la mayoría son de más o menos 100 cm. x 175 cm., pero hay varios que tie-nen hasta 200 cm. x 175 cm.), y miren ustedes cómo en algunos casos se nota el esfuerzo por diluir la separación entre una tableta y otra. Creo que en esta fragmentación radica una de las claves de la dimensión narrativa de cada cuadro, lo que hace que, para decirlo en el lenguaje de Lessing, en cada cuadro se entrecrucen la dimensión espacial y la temporal; cada

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cuadro “cuenta” una historia, y se hace historia, y no mera sumatoria de fragmentos de memoria (o mera sumatoria de tabletas), por una unidad de sentido que en buena medida está tejida por el paisaje. Cada cuadro son muchos cuadros. En cada cuadro se reconstruye la unidad de sentido de un montón disperso de experiencias; por ello también, y aunque en ningún momento fue la intención de Echavarría, es indudable el valor terapéutico que debió tener la participación en este proyecto para cada uno de los combatientes.

Un tercer elemento sobre el que quiero llamar la atención es el color verde presente en casi todos los cuadros, el tamaño y la proporción del paisaje respecto del macabro relato y de los personajes. Casi se vuelve invisible la masacre y el único protagonista pareciera ser el paisaje. Hay escenas que vistas de lejos parecen fiestas populares, pero uno se aproxi-ma y se percata de que en realidad se trata de un combate. Hay otras que parecen deliciosas escenas de la vida cotidiana, al fondo el mar, las palme-ras, un río, gente bañándose, pescadores, y en un rincón del cuadro, como escondida, una matanza. Y entonces uno se pregunta si estos “pintores” quieren enmascarar, maquillar u ocultar la brutalidad de sus actos; en fin, diluir su responsabilidad. Alguien podría entenderlo como muestra de la deshumanización del conflicto. Yo creo que se trata de algo muy distinto. Por un lado, pienso que, como ya lo decía, es un ingenioso recurso para tejer la unidad narrativa de cada cuadro. Por otro lado, creo que más que la intención de minimizar las atrocidades de la guerra, allí se expresa cierto pudor, el arraigo campesino de la mayoría de los combatientes, lo avasallador de la experiencia de vivir en la selva, pero sobre todo funciona como una potente metáfora del desamparo y la impotencia humana. Se muestra, para decirlo con una expresión de Blumenberg, el “absolutismo de la realidad”, la experiencia del empequeñecimiento humano frente a algo que desborda toda posible comprensión, el absurdo de toda acción humana frente a una naturaleza impasible, y por lo mismo, a la vez, se-ñala una esperanza.

Es importante destacar algo decisivo en relación con los dos primeros aspectos mencionados, el del lenguaje infantil y el de las cuadrículas: la pregunta por la autoría de esta obra. Álvaro Medina sostiene la suge-rente tesis de que aquí habría que reconocer un doble nivel de autoría, afirma que “debemos reconocer, como en el cine, que hubo un realizador que en otro nivel concibió, dirigió, armó e incluso entusiasmó a sus cola-

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boradores con un sentido creativo que no niega, ni oculta ni disminuye la participación y el aporte individual de cada uno de ellos” (Medina, 68).

Al respecto de este doble nivel de autoría se pueden diferenciar al menos dos posibilidades. Una, que se ha hecho relativamente frecuente en los últimos años sobre todo en el caso de la escultura, es lo que ocu-rre en la relación entre artistas y artesanos. Así, por ejemplo, el escultor concibe y diseña la pieza monumental en bronce, que luego pasa a un taller de artesanos para su realización. Al final la participación de estos últimos es completamente ocultada, podríamos decir que se trata de una relación puramente instrumental (de paso digamos que en esta relación se muestra un giro muy significativo en el tránsito del arte clásico al arte contemporáneo: una cierta intelectualización del arte, que corre pareja con el abandono y desprecio del oficio, que aproxima el arte a la filosofía y corre el riesgo de hacer de la obra de arte una pura idea para la que re-sulta meramente accesoria la dimensión sensible). La otra posibilidad de este doble nivel es la que encontramos en el caso del cine, como señala Medina, o la que se da en la música (¿acaso habría que hablar respecto de la música de un triple nivel de autoría para diferenciar al compositor, al director de orquesta y a los intérpretes de cada instrumento?) Aquí no hay una relación instrumental, aunque de todos modos no está de más recordar que por lo general ha primado nuestra concepción del artista como genio, de modo que pareciera admitirse la condición de artista sólo al compositor o al director y a lo sumo al intérprete solista; de todos modos resulta difícil sostener que la masa de músicos que componen la orquesta sea algo análogo a los artesanos del taller de fundición de bronce.

El asunto es que La guerra que no hemos visto nos enfrenta también a la pregunta por la autoría. Pero pienso que la tesis de Medina requiere afinarse. Es claro que no se trata de la primera modalidad, aquí los excom-batientes no han sido convocados en condición de “artesanos-pintores”, no hay pues una relación instrumental entre Echavarría y ellos; pero tam-poco han sido convocados en condición de “pintores”, sino precisamente de excombatientes, de modo que pareciera también excluirse la segunda posibilidad, aunque alguien podría argumentar que en el caso del cine realizado con “actores naturales”, como en las películas de Víctor Gaviria (piensen en Rodrigo D o en La vendedora de rosas), los que participan no

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lo hacen por su condición de “actores”, ellos no son actores profesionales, son habitantes de los barrios marginales.

Sin embargo, y aunque en efecto parecen muy cercanos los dos casos, hay una diferencia de fondo: en La guerra que no hemos visto los excomba-tientes no sólo están allí como “pintores-naturales”, sino que no se deben ajustar a ningún libreto, cada excombatiente está allí como “él mismo”, no representa a nadie, y lo que debe contar es su propia historia. En conse-cuencia, la relación de estos pintores con Echavarría es más compleja, él no está haciendo propiamente las veces del director de cine o del director de orquesta, tampoco se parece al viejo maestro artesano renacentista que permitía que en su taller algunos aprendices se ocuparan de realizar algu-nos elementos de su obra.

Pero entonces, ¿en qué consiste la autoría de Echavarría, qué es lo que él “hace”? Pienso que el problema de la autoría, más que un problema teórico interesante, es algo constitutivo de la obra, no es apenas anecdó-tico saber “quiénes” fueron los pintores de cada cuadro. Por eso considero que en buena medida la virtud de Echavarría consiste en mantener la tensión irresoluble sobre la autoría; cualquier decisión al respecto resulta finalmente parcializada: cada cuadro es único, pero es a la vez un frag-mento de una gran obra; a su vez cada cuadro, siendo una unidad, se nos presenta fragmentado. No hay aquí manera de resolver o de simplificar la compleja relación entre el todo y las partes, como tampoco la hay para resolver la relación entre “pensar” y “hacer”. Se podría decir que Echava-rría en realidad no “hace” nada, que él pone la idea y diseña todo el pro-yecto, y que los excombatientes son los que efectivamente “hacen” algo, y que por lo tanto es clara la distinción entre “pensar” y “hacer”. Y, más aún, alguien podría argumentar que si podemos hablar de estos cuadros como una obra de arte es únicamente en virtud de la participación y me-diación de Echavarría, es por eso por lo que no son únicamente ejercicios terapéuticos aislados. En términos estrictos eso es cierto, pero la virtud de Echavarría consiste precisamente en relativizar la primacía del “pensar”, del autor “intelectual”. Imaginen lo que ocurre en los documentales de la National Geographic cuando nos hablan de culturas no occidentales: un narrador en off sirve de puente, interpreta esa “otra” realidad reduciéndo-la a nuestros criterios, ejerciendo cierta violencia sobre ella y terminamos viendo a los “otros” de un modo parecido a como vemos un documental sobre ballenas: como espectadores ajenos, los otros son silenciados, el

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narrador habla por ellos. En La guerra que no hemos visto, en cambio, Echavarría no quiere hacer las veces de narrador en off, lo que persigue es que podamos entrar directamente en diálogo con los otros, no hay na-rrador pues son los otros los que nos hablan. Y con esto no quiero decir que de suyo la mediación y la interpretación impliquen violentar al otro, lo que Echavarría encuentra es la manera de mediar y acercar dos realida-des distantes sin que esto implique la reducción o aniquilación de alguna de las dos; algo así como la paradoja de una mediación en la que el me-diador se disuelve, pierde todo protagonismo, aunque en el fondo todos sabemos que sin el mediador no habría sido posible algún acercamiento, cada “mundo” permanecería encerrado en sí mismo. Ahí, en esos cuadros nos aparecen y nos hablan los excombatientes como “ellos mismos”, y a la vez nos sentimos interpelados, llamados a ver lo que “no hemos visto” ni oído por estar encerrados.

Para concluir este punto quiero mencionar otra cuestión vinculada a la de la autoría: ¿es ésta una obra de “arte popular” o de arte naif, inge-nuo? Nos encontramos con otra ambigüedad irresoluble. Si optamos por simplificar el problema de la autoría y lo vemos del lado de quienes pin-taron los cuadros, habría que decir que en efecto se trata de arte popular. Prueba de ello serían, entre otras cosas, lo precario del manejo técnico y la simplicidad e ingenuidad de las metáforas. Pero si lo vemos del lado de Echavarría, se nos muestra algo completamente distinto, la cuestión de la técnica la veríamos como una solución acertada para lograr un cierto lenguaje visual que no resulte forzado o artificial. Se nos revela una di-mensión metafórica densa y compleja. En suma, veríamos una excelente obra de arte contemporáneo. Pienso que ambas soluciones se equivocan por su parcialidad. De nuevo Álvaro Medina alcanza a percatarse de esto en su comentario, aunque creo que el punto se puede afinar y radicalizar. Se refiere a esta obra como “naif y no naif”, como “documento y no docu-mento”, pero termina por privilegiar lo segundo, que sea naif o documen-to sería apenas la apariencia inicial, pero no propiamente lo que hace que esta obra sea lo que es. A mi modo de ver, ambos elementos se mantienen en una irresoluble tensión que hace que esta obra tenga algo muy poco frecuente en el arte contemporáneo híper intelectualizado: es una obra que admite múltiples aproximaciones y distintos niveles de complejidad interpretativa; da qué pensar tanto para el teórico especialista como para el profano en arte; todos podemos ver algo de esa guerra que no hemos

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visto. Aquí no están convocados únicamente los miembros selectos de la institución del arte.

Arte y violencia

Volvamos al punto de partida. Esta obra nos enfrenta a una cuestión polémica tanto en relación con el arte colombiano como con el plano teórico más general del arte: la relación del arte con la violencia. Pero, ¿a qué alude esta relación? Se pueden diferenciar varias perspectivas: una, puede aludir a la representación de la violencia, y otra, al tipo de relación que establece la obra de arte con su público, al tipo de sentimientos y emociones que puede suscitar o a las que apela para lograr determinado efecto.

Sin entrar todavía a precisar el término, podemos decir que el tema de esta relación es en realidad muy viejo. Parece constante esa presencia de la violencia a lo largo de la historia del arte: las narraciones míticas nos hablan de padres que devoran a sus hijos, de hijos que castran a sus pa-dres; la Iliada, aunque omite detalles escabrosos, nos habla de una cruenta guerra; está por supuesto toda la poesía trágica; la famosa composición escultórica de Laocoonte (de la que se ocuparon con detalle Winckelmann y Lessing); en el arte cristiano encontramos imágenes de santos martiriza-dos en hogueras, escenas atroces de la crucifixión, descripciones macabras del infierno; ya en la modernidad, tenemos a Goya y sus pinturas negras, la tenebrosa imagen de Saturno devorando a sus hijos; y en nuestros días nos topamos con el crudo accionismo vienés. En lo que tiene que ver con el arte colombiano, la violencia es un tema recurrente en los últimos cin-cuenta años.

Aclaro que este listado es una pura descripción dispersa, no propongo una tesis que vincule todas estas obras, pero me gustaría llamar la aten-ción sobre lo peculiar del accionismo vienés –que merecería un tratamien-to aparte que ahora no haremos– y con el cual no pretendo en ningún momento sugerir alguna relación con la obra de Echavarría, entre otras cosas porque considero que, en su inmediatez, con las propuestas de este movimiento ocurre algo similar a lo que Kant menciona sobre lo asque-roso como límite del juicio estético. Pienso que, en cambio, una de las grandes virtudes de La guerra que no hemos visto es que, aun cuando narra

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sucesos tan brutales, consigue hacerlo sin suavizar o velar tal brutalidad; quiebra, con la metáfora, el límite de esa inmediatez, al punto de que me arriesgaría a decir que estamos frente a una obra bella, y para ello reco-rro, en camino inverso, la conocida idea de Rilke de la que Trías recoge su también conocida tesis de que lo siniestro constituye condición y límite de lo bello. Dice Rilke: “lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”. Y Trías a su vez: “lo siniestro es condición y es límite: debe estar presente bajo la forma de ausencia, debe estar velado, no puede ser desvelado [...] Por cuanto lo siniestro es revelación de aquello que debe permanecer oculto, produce de inmediato la ruptura del efecto estético” (Trías, 33).

Decía que la relación del arte con la violencia es un tema viejo, no es pues algo con lo que recién nos encontremos en el arte contemporáneo. Entonces, ¿será que Vattimo tiene razón cuando afirma que si un arte no violenta, dice poco? Creo que la idea de Vattimo nos induce a una confu-sión y a un olvido, presupone una rígida oposición entre violencia y belle-za. Parece pensar entonces la belleza en términos meramente cosméticos y formales, de ahí también la distinción que establece entre dos tipos de arte de acuerdo a la clase de sensación que provocan: extrañamiento y tranqui-lidad. Dice: “las obras que no son tranquilizadoras, que no ayudan a dor-mir, esas que provocan un choque y que nos sacan del horizonte familiar, son aquellas que logran crear un mundo, una nueva forma de ver el mun-do. Eso es Shakespeare, Dostoievski, Thomas Mann [...] Un poco de dis-turbio de nuestra tranquilidad es necesario, de lo contrario no pasa nada” (Vattimo, 2006). Me parece que Vattimo olvida que la belleza no siempre se ha entendido en los tranquilizadores términos estéticos de la moder-nidad. Hasta cierto punto se podría decir que el arte siempre ha buscado sorprender, conmover, despertar, dar qué pensar; lo bello mismo, incluso en Platón, es pensado como una abrupta y sobrecogedora aparición. Lo bello rompe el velo engañoso del mundo de las apariencias y despierta en nosotros el recuerdo y el deseo de volver a la bóveda celeste con los dioses, comienzan a brotar otra vez las alas. Pero creo que sería equivocado decir que lo bello violenta, eso sería describirlo en términos apenas negativos, quedarse en el impacto y olvidar la revelación que acontece.

Vattimo ya había cuestionado la crítica que hace Gadamer de la con-ciencia estética. En El fin de la modernidad, Vattimo considera que cuando Gadamer critica la distinción estética, está con ello disolviendo la singu-

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laridad e irreductibilidad de la experiencia estética. Yo pienso que no es tanto que Gadamer pretenda negar esa ruptura, y que proponga pensar lo bello desde el logos, y la verdad del arte desde la retórica; creo que la clave es con relación a qué se entiende esa ruptura. Para Vattimo, siguiendo a Heidegger, lo decisivo es cómo en la ruptura se muestra la falta de funda-mento, de donde se sigue una concepción casi mística de la experiencia es-tética. Gadamer, en cambio, digamos que sin ignorar o despreciar la ruptu-ra, invierte la valoración y la ve en función de la vida realmente vivida. Así, Gadamer se distancia del heideggeriano “ser para la muerte” y se aproxima más a la idea de Hannah Arendt que quiere pensar al hombre como un ser para el nacimiento, el ser que nace y renace, un ser para la vida.

Puede ponerse el asunto en términos muy simples, así: la cuestión está en pensar si el papel del arte consiste en sacarnos de la tranquilidad habi-tual, del adormecimiento, para hacernos caer en la cuenta de cómo están de mal las cosas y que en la naturaleza de todo está que siempre vayan mal, o si más bien su papel consiste en decirnos que si bien las cosas están muy mal, y que tal vez lo habitual es que estén mal, todavía tiene sentido la esperanza; la obra de arte se yergue ahí como prueba de ello. Yo creo que Vattimo se equivoca al suponer que el punto de partida es la tranquili-dad, y el juicio subsiguiente acerca de que ésta es enfermiza. Yo más bien pienso, con Blumenberg, que el punto de partida de la existencia humana es el horror, la angustia, la impotencia frente a lo que él llama el absolutis-mo de la realidad, y lo que perseguimos siempre y nunca podemos alcan-zar del todo es la tranquilidad. Y prefiero también pensar con Gadamer el arte como promesa de lo íntegro.

Me atrevo a pensar, y creo que en contra de la propia intención del artista, que La guerra que no hemos visto se ubica más en la dirección gada-meriana de la promesa, que en la nihilista de Vattimo. Ahora bien, ¿qué es lo que no debemos olvidar y por qué? Ana Tiscornia, la curadora, nos dice que se trata de “un proyecto de memoria histórica”, pero, ¿por qué es tan importante no olvidar los horrores de la guerra? Yo creo que no se trata de no olvidar los horrores de la guerra, sino de recordar que hay es-peranza, que todavía es posible... Pero la esperanza auténtica no se puede confundir con el autoengaño, sólo puede ser auténtica esperanza si es a la vez sin ilusiones. En el fondo, aun el artista que busque deliberadamente violentarnos, sacudirnos, es porque cree, confía en que eso tenga sentido; también a él lo mueve en últimas la esperanza en un mundo mejor.

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Arte y memoria

Si fuéramos a definir la memoria en términos sustantivos, como una cierta capacidad, creo que la memoria tiene que ver más con una capaci-dad para relacionar, que con una capacidad de archivo; en tal sentido, si el arte tiene algo que ver con la memoria es sobre todo desde la primera perspectiva, para lo segundo están los documentos y los testimonios. El valor y el sentido de la obra de Juan Manuel Echavarría no es apenas do-cumental o testimonial, sino que abre formas inéditas de relación y, en la misma medida, hace que tales acontecimientos se tornen de verdad signi-ficativos, porque los acontecimientos no son significativos por sí mismos, lo son siempre en relación con alguien y con algo en un momento dado. Me atrevo a pensar que la enfermedad de la memoria tiene que ver, más que todo, con esa incapacidad para relacionar. Quien padece Alzheimer no necesariamente es alguien que ha perdido el archivo, lo que ha perdido es la capacidad para tejer los hilos. Una madre, por ejemplo –y esto es anec-dótico (mi madre sufre Alzheimer)–, no es tanto que se olvide de sus hijos, es que ya no puede entender la relación entre madre e hijo. Con frecuencia se dice también que en estos casos lo primero que se pierde es la llamada memoria a corto plazo y que más lentamente se disuelve la de largo pla-zo, pero ahí también se confunde la relación y se asume que la diferencia entre ambos tipos de memoria es sólo cuantitativa. Lo que ocurre con esta enfermedad es que la persona no puede, por ejemplo, conectar el recuerdo que tiene hoy de un rostro con el rostro que verá mañana. Tal vez por eso un científico como Llinás no pierde la esperanza de encontrar una cura para este mal, que no sólo impida el deterioro progresivo, sino que incluso pueda reversar el daño. Es claro que lo que está en juego acá es la relación entre memoria e identidad, que pareciera una relación de medio a fin, como si, entonces, la identidad fuese sólo una consecuencia acumulativa de la memoria, cuando más bien es casi a la inversa, o por lo menos habría que pensarlo en una relación circular. En tal sentido, me aventuro a pensar que un enfermo de Alzheimer lo que pierde es más bien la identidad y no tanto la memoria. ¡Quién lo creyera! Funes, el memorioso, tenía esta mis-ma patología de la memoria, esa capacidad de retenerlo todo no puede ser otra cosa que una impresionante memoria de archivo pero, por lo mismo, tan pesada que no conecta nada.

Hay algo de trivial o de muy evidente en pensar hoy el vínculo entre arte y memoria. Desde antiguo ese ha sido un vínculo clave, las musas son

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todas hijas de Mnemosine. El arte ha jugado desde los inicios un papel cla-ve en relación con los muertos, con los sucesos históricos y memorables; el arte ha sido monumento y documento. Ante la estetización del arte, parece que ahora desplazamos la reivindicación hegeliana del arte como una forma de la verdad para poner en su lugar el arte como una forma por excelencia de la memoria.

Sin embargo, creo que no importa tanto la memoria como más bien cierta forma de olvido, de distanciamiento, por lo menos en el sentido de que se debilite la fuerza de lo horroroso. Creo que no se trata de recordar el holocausto o las masacres en nuestro medio, sino de hacer manejable su recuerdo; de trocar la fatalidad en destino, en esperanza; de darle nombre y color y forma a lo innombrable; de ahí la importancia del arte y la dife-rencia con el documento histórico. En este último, lo horrible es apenas re-tenido como información. Esa también es ya de suyo una forma de distan-ciar y contener el poder de lo horrible, pero es más efectivo el arte en tanto que en cierto sentido trivializa, descarga la potencia absoluta de lo horrible y en la misma medida abre el camino para reconocer allí la posibilidad de la esperanza. En medio mismo de la brutalidad y la barbarie, nadie piensa en la necesidad de la memoria, lo que se quisiera es más bien poder poner entre paréntesis esa brutalidad, olvidarla, sólo se reivindica y reconoce el valor de la memoria cuando ha sido posible tomar alguna distancia. ¿Qué es lo que no debe olvidarse? No es la atrocidad como tal, sino más bien el hecho de que aun en tales condiciones, en las que parece definitivamente liquidada toda humanidad, cabe la posibilidad de la esperanza. Casi como si de lo que se tratara fuera de no olvidarnos a nosotros mismos. Hay dos peligros en los que por igual nos extraviamos: anclarnos en la brutalidad de un pasado que nos resulta insuperable (no ser capaces de superar la vergüenza infinita de hacer parte de un mundo en el que eso es posible), o creer que basta con voltear la cabeza y seguir adelante.

No se trata, pues, de no olvidar, sino de encontrar la manera de lidiar con los recuerdos atroces, de hacerlos manejables, de no dejarse aniquilar por la memoria. Y la alternativa frente a esto no es simplemente el olvido, éste no hace sino enmascarar y “naturalizar” los recuerdos atroces. Algo parecido a lo que dice Gadamer respecto de los prejuicios, que son más peligrosos en tanto menos se los reconozca como prejuicios, y de lo que se trata no es, como pensaba la Ilustración, de liquidarlos, sino de reconocer-los como tales; pero tal reconocimiento no deriva o no se justifica, como

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pensarían otros, por un nihilismo, antes bien, es porque eso nos permite abrirnos a la posibilidad del entendimiento con otros. La memoria no es importante por sí misma, como no lo son los prejuicios por sí mismos, y en uno y otro caso la importancia de su reconocimiento radica en desactivar su fuerza paralizante. “Lo bello es el límite de lo terrible que los humanos podemos soportar”. En tal sentido, el arte, incluso el arte bello, siempre es memoria, en esa presencia se nos muestra el abismo. Y esta idea de Rilke es otra forma, menos idealizada, de la misma idea de Platón sobre lo bello como puente.

El papel del arte no es mantener vivo en la memoria el recuerdo de la brutalidad y atrocidad humanas, no se trata sólo de no olvidar ciertos acontecimientos en los que se habría traspasado la frontera de lo humano. Creo que más bien en el arte se trata de la celebración de un triunfo, se trata de distanciar lo horrible, de hacerlo manejable para poder abrir un espacio a la existencia, de mantener a raya el “absolutismo de la realidad” (Cf. Blumenberg). La palabra, la imagen, el mito, la narración son, ya de suyo, expresiones de un logro. Se trata pues de estetizar, de debilitar la po-tencia del absolutismo de la realidad, de transfigurar la angustia en miedo.

Cabría preguntarse, respecto de los mitos cosmogónicos de la Grecia arcaica, aquellos que nos refiere sobre todo Hesíodo, que narran acon-tecimientos atroces –la violenta separación de Urano y Gea que da lugar al nacimiento del espacio, Urano devorando a sus hijos, la castración de Urano, el doble nacimiento de Dionisos, etcétera– ¿qué es lo que se quiere mantener aquí vivo en la memoria?, ¿acaso el nacimiento de los mitos es para no olvidar? ¿Pero qué es lo que no se debe olvidar? Decir Caos, men-cionar el Bostezo original, es ya haber hecho algo, es una interpretación. Lo que no podemos olvidar no es el espanto primigenio, el horror inscrito en el puro límite impensable siquiera entre lo animal y lo humano; es la palabra misma. Ella, claro, es memoria, pero a la vez distancia, olvido; si no fuera memoria sería una simple forma vacía, pero si no fuera también distancia y olvido sería “inhumana”, por eso la palabra de los dioses nos es incomprensible, por eso el arte no es asunto de dioses, sino estrictamente humano.

Una forma usual de pensar la relación entre arte y memoria es la de creer que el arte es algo así como un medio para la memoria, que tenemos el arte para no olvidar, pero esto es invertir las cosas, la relación no es ape-nas instrumental. Pensado de manera esencial, es más bien porque el arte

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es una forma de olvido por lo que puede servir como medio para mantener algo vivo en la memoria.

Nos dicen: ¡no podemos olvidar a las víctimas del Holocausto! ¡No po-demos olvidar el horror de las masacres que hemos vivido en Colombia en los últimos años! Yo diría más bien que lo que debemos es encontrar la manera de que después de eso siga siendo posible la vida y la existencia humana, siga siendo posible soñar, tener esperanzas. Yo creo que cabría más bien decir que lo significativo no es tanto que en virtud del arte no olvidemos sino que, para decirlo siguiendo a Gadamer, el arte nos permite volver a confiar en la promesa de un mundo íntegro.

El problema radica en entender ese olvido que es el arte de manera pu-ramente superficial: no se trata de enmascarar, de ocultar, de hacer como si no hubiera ocurrido, de negar. Por el contrario, se trata de afirmar, de mostrar, de mirar de frente la atrocidad, para poder así desactivar su carga mortífera.

¿Para qué levantar un monumento a las víctimas de las masacres? ¿Qué es lo que no debemos olvidar? ¿Para qué pintar las atrocidades de la gue-rra? Pienso que la pregunta clave aquí sería: ¿qué es lo que debemos ol-vidar? Tal vez, debemos olvidar la angustia paralizante que nos dice que nada tiene sentido, y que carece de sentido la esperanza. Si por algo im-porta recordar que la muerte, la brutalidad, la sinrazón amenazan perma-nentemente es para no olvidar que existir consiste precisamente en derro-tar minuto a minuto, y nunca definitivamente, a la muerte, a la brutalidad y a la sinrazón.

La experiencia devastadora de haber sobrevivido a una masacre es, en principio, y como toda experiencia genuina, absolutamente privada, inco-municable, indecible. El logro del arte consiste en ser capaz de abrir tal experiencia, en fundar desde ella la posibilidad de algo en común, de una experiencia común; es decir, el arte funda lo común, es fundación de la comunidad. Y esto, claro, no es más que lo que ya había propuesto Gada-mer cuando definió el arte como fiesta. Lo devastador de tales experien-cias tiene que ver precisamente con que a partir de ellas se quiebra toda comunidad, se enmudece. Gadamer se refiere a la forma como el trabajo cotidiano separa la comunidad, que se restablece y se encuentra de nuevo, por ejemplo, en el ritual sagrado. Pero las experiencias devastadoras pare-cen, de entrada, hacer imposible toda reconstrucción de lo común. Pienso

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que el papel del arte es más ese, el de abrir el espacio para una nueva fun-dación de lo común, que el de proteger la memoria contra las amenazas del olvido. Y no es que desprecie la importancia de la memoria, sino que me parece que referirnos a ella así no más, como memoria, es abstraerla y cosificarla, y así se nos oculta su vínculo esencial con lo común. Lo que queremos no es no olvidar, sino poder salir del espanto, recuperar el habla, pero la palabra sólo puede darse sobre la fundación de una experiencia compartida. El que ha sido marcado, atravesado por una experiencia lí-mite que domina y relega toda otra experiencia posible es alguien que, digámoslo así, ya no podría hablar de otra cosa y, por lo mismo, no puede hablar con nadie. Así, entonces, cuando lo intenta no puede dejar de tener la sensación de que es superfluo y ficticio o de que fastidia a los demás hablando obsesivamente de esa experiencia que lo dejó marcado. Aquí hago referencia también a algo anecdótico: recientemente tuve la fortuna de tener entre mis estudiantes, en un seminario de la Maestría en Filosofía, a Óscar Tulio Lizcano, que estuvo nueve años secuestrado por las Farc, y me llamó mucho la atención el hecho de que todo el tiempo se mostraba muy tímido, y pedía disculpas porque pensaba que podía estar fastidiando a los demás con el relato permanente de su dolorosa experiencia. Por eso creo que se confunden las cosas si se piensa que la tarea del arte es cuidar la memoria; esa es, si se quiere, una consecuencia derivada del hecho de que fundar la posibilidad de lo común sólo se puede sobre la base de las experiencias devastadoras límite. Sólo se recupera la palabra si se encuen-tra la manera de hablar con otros, de compartir de manera auténtica esa experiencia devastadora.

Y esto nos abre otra pregunta: ¿por qué preocuparnos tanto hoy por la memoria? No es tanto, o no es sólo, porque sobre nosotros se cierna la amenaza del olvido. Yo creo que se trata más bien de que asociado al asun-to de la memoria encontramos un tipo de experiencia que cada vez nos re-sulta más exótico e incomprensible: experiencias límite capaces de hacerlo enmudecer a uno. Pero no serían el tipo de experiencias que se buscan con eso que llaman los deportes extremos, se trata más bien del único tipo de experiencia sobre el que puede fundarse de manera auténtica cualquier comunidad. Por lo mismo, y otra vez es una patología, esa búsqueda deses-perada se pierde y se trivializa, los periódicos y los noticieros parecen ne-cesitados de víctimas y de héroes; al pie de las fotos de los campesinos desplazados por una masacre, encontramos al campeón de parapente.

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Si el problema de fondo fuera literalmente protegerse del olvido, rete-ner la memoria, cabe preguntar por qué podría hacer esto mejor el arte que la colección de documentos y evidencias de ese pasado escurridizo. ¿Para qué artistas?, ¿no sería mucho más efectivo contar con historiadores? Sin embargo, ya incluso Aristóteles ponía la poesía por encima de la historia. En la relación arte y memoria, poner el peso sobre la memoria resulta o tri-vial o equivocado: trivial, en tanto que no parece hacer otra cosa que des-tacar eso que en otro momento se llamaba “la eternidad” del arte, y resulta equivocado en tanto que parece relegar lo decisivo: que el arte no viene siendo apenas uno de los dispositivos de la memoria, sino que la memoria misma parece ser de naturaleza estética. En tal sentido, creo que la insis-tencia en pensar dicha relación no solamente nos habla de los peligros del olvido, sino que también nos habla del olvido del arte. Es decir, no es sólo que se piense que el arte tiene un papel importante qué jugar respecto a la memoria, sino que, puesto en perspectiva estética, es como que se cayera en la cuenta de que el “fin del arte” es a la vez el “fin de la memoria”.

¿Cómo entender el gesto de los victimarios en La guerra que no he-mos visto? ¿Será que su realización y exhibición se justifica como formas mediante las cuales guerrilleros y paramilitares les piden perdón a sus víctimas? ¿Será que bajo el ropaje del arte de algún modo se ennoblece la brutalidad de estos asesinos? ¿Constituye esta exhibición una especie de homenaje a los victimarios y una ofensa a las víctimas? ¿Será acaso una manera de transmutar en víctimas a los victimarios, de decirnos que en el fondo son seres humanos, que fueron niños una vez, que resultaron atra-pados, víctimas, de una situación ajena a su control?

La propuesta de Juan Manuel Echavarría es en efecto una apuesta arriesgada. En uno de los comentarios registrados en la página web de la obra, alguien se pregunta qué pensarían los judíos sobre una exposición de pinturas realizadas por agentes nazis de los campos de concentración. Pienso que lo que hace que esta obra sea más que un simple testimonio his-tórico es el hecho de que nos permite elevarnos por encima de la tensión irresoluble entre víctimas y victimarios y abre con ello la posibilidad de la reconciliación. Pedir perdón y perdonar sólo es posible de verdad cuando las cosas se ponen en otra perspectiva más amplia que la de la inmediatez del dolor sufrido o infligido, cuando se las puede poner en la perspecti-va de lo más originario y común de la condición humana: ser humano significa ser víctima, ser desplazado, hemos sido arrojados al mundo; el

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cristianismo, si bien lo termina ocultando, apunta al mismo núcleo: todos somos culpables, el que se crea libre de culpa que arroje la primera piedra. Cuando el perdón no se ubica en esta perspectiva no es más que un acto de soberbia con la que alguien declara la superioridad sobre otro y exige de éste sumisión, o es también una forma resignada de continuar vivien-do. Y a riesgo de que suene sesgadamente religioso, diré que la potencia redentora o salvífica del perdón radica en el reconocimiento en el otro de la misma fragilidad humana; y esto tanto en relación con la víctima como con el victimario.

Ahora, volviendo al tema de la memoria, es por eso que considero que la importancia del arte no consiste tanto en protegernos del olvido –eso lo podrían hacer la historia, los documentos, los periódicos, las memorias USB–, como en abrirnos la posibilidad de ver las cosas, y digámoslo con Aristóteles, desde una perspectiva universal. También el periodismo, aun-que no se lo proponga, tiene que ver con el pasado, con la memoria, pero en este caso los sucesos no tienen otra forma que la de la anécdota, por más brutal que sea, y una anécdota es sucedida por otra igual de espeluz-nante; de eso viven los medios de comunicación, de mantener la idea de que por más brutal que haya sido algo hoy, mañana sucederá algo que lo supere. El arte, en cambio, lo que hace es, por así decir, transmutar lo me-ramente anecdótico en expresión de una verdad.

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