El Arte y La Muerte - Artaud

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EL ARTE Y LA MUERTE Antonin Artaud

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EL ARTE Y

LA MUERTE

Antonin Artaud

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NI COPYRIGHT

NI MIERDA

IMPRESO EN LA INVISIBILIDAD SUBTERRÁNEA TORCIDA, 2015.

CONTACTO: [email protected]

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¿Quién, en el seno de ciertas angustias, en el fondo de algunos sueños, no conoció la muerte como una sensación destructora y maravillosa con la que nada puede compararse en el orden del espíritu? Hay que haber conocido ese aspirante ascenso a la angustia, cuyas ondas llegan sobre ti y te hinchan como movidas por una insoportable bofetada. Esa angustia que se acerca y se aleja cada vez más grande, cada vez más pesada e impregnada. Es el propio

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cuerpo que ha llegado al límite de su distención y de sus fuerzas, y que sin embargo debe seguir avanzando. Una suerte de ventosa pegada al alma, cuya aspereza, como si de vitrolo se tratara, corre hasta los últimos límites de lo sensible. Y el alma ni siquiera posee el recurso de quebrarse. Porque esa misma distención es falsa. La muerte no se satisface con tanta facilidad. En el orden físico, esa distención es como la imagen invertida de un encogimiento que debe

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ocupar el espíritu en toda la extensión del cuerpo vivo. Ese soplo que se suspende es el último, realmente el último. Ya es tiempo de hacer sus cuentas. Ha llegado el minuto tan temido, tan pavoroso. Y es cierto que uno va a morir. Uno espía y regula su aliento. Y el tiempo inmenso rompe por completo en su límite, en una resolución donde no puede dejar de disolverse sin producir huellas. Hueso de perro, revienta. Y bien se sabe que tu

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pensamiento no ha sido consumado, terminado, y en cualquier sentido que busques todavía no has empezado a pensar. Poco importa. –El miedo que se desploma sobre ti te despedaza en la misma medida de lo imposible, porque bien sabes que debes pasar a ese otro lado para el que nada en ti está dispuesto, ni siquiera ese cuerpo, y sobre todo ese cuerpo que abandonarías sin olvidar ni su materia, ni su espesor, ni su asfixia imposible.

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Y realmente será como en un mal sueño, donde te encuentras fuera de la situación de tu cuerpo, habiéndolo a pesar de todo arrastrado hasta ahí, y haciéndote él sufrir e iluminándote con sus ensordecedoras impresiones, donde la extensión es cada vez más pequeña o más grande que tú, donde nada en el sentimiento que traes de una antigua orientación terrestre puede ya ser satisfecho.

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Y realmente es eso, será eso para siempre. En el sentimiento de esa desolación y ese malestar innominable, ¿qué grito –digno del ladrido de un perro en un sueño- te subleva la piel, te revuelve la garganta, en el extravío de una sofocación insensata? No, no es cierto. No es cierto. Pero lo peor es que sí lo es. Y juntamente con ese sentimiento de veracidad desesperante donde te parece que vas a volver a morir, que vas a morir por segunda vez.

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(Y te lo dices, enuncias que vas a morir. Vas a morir: Voy a morir por segunda vez.) Y de pronto, no sabes qué humedad de un agua de hierro o de piedra o de viento te refresca hasta lo indecible y te alivia el pensamiento, y tú mismo te derramas; derramándote hacia tu muerte, hacia tu nuevo estado de muerte, te realizas. Esa agua que se derrama es la muerte, y desde el momento en que te contemplas en paz, que registras tus nuevas sensaciones, desde ese

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momento comienza la gran identificación. Estabas muerto, y he aquí que, una vez más, te sientes vivo,-SÓLO QUE, ESTA VEZ, ESTÁS SOLO. Acabo de describir una sensación de angustia y de sueño, donde la angustia se desliza en el sueño, más o menos como puedo imaginar que la agonía debe deslizarse y culminar por fin en la muerte. En todo caso, tales sueños no pueden mentir. No mienten. Y esas sensaciones de muerte puestas una tras otra, esa

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sofocación, esa desesperación, ese adormecimiento, esa desolación, ese silencio, ¿los vemos acaso en la suspensión aumentada de un sueño, con ese sentimiento de que una de las caras de la realidad nueva está perpetuamente a nuestras espaldas? Pero he aquí que, en el fondo de la muerte o del sueño, la angustia vuelve a empezar. Esa angustia, como un elástico que vuelve a tensarse y de pronto te salta a la garganta, no es ni desconocida ni nueva. Fue

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necesario que la muerte en la que uno se deslizó sin percatarse, con el cuerpo hecho una bola, y esa cabeza –que transportaba la conciencia y la vida, y por consiguiente la sofocación suprema, y por lo tanto el desgarramiento superior, fue necesario que también ella pasara por la más pequeña abertura posible. Pero esa angustia se da en el límite de los poros, y esa cabeza, que a fuerza de sacudirse y volverse de espanto tiene como la idea, como el sentimiento de

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que se hinchó y que su terror se corporizó, que brotó bajo la piel. Y como después de todo la muerte no es nada nuevo sino, por el contrario, historia conocida, porque, al cabo de esa destilación de vísceras, ¿no se percibe la imagen de un pánico ya experimentado? Al parecer, la propia fuerza de la desesperación restituye determinadas situaciones de la infancia donde la muerte aparecía tan clara y como una derrota de un tirón. La infancia

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conoce esos bruscos despertares del espíritu, esas intensas prolongaciones del pensamiento que vuelven a perderse a una edad más avanzada. En algunos miedos pánicos de la infancia, algunos terrores grandiosos e irracionales donde anida el sentimiento de una amenaza extrahumana es indiscutible que la muerte aparece como el desgarramiento de una membrana adyacente, como el alzamiento de un velo que es el

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mundo, todavía informe e inseguro. ¿Quién no tiene el recuerdo de aumentos inauditos, del orden de una realidad totalmente mental, y que entonces no lo asombraban, que eran ofrecidos, realmente entregados al entrelazamiento de sus sentidos infantiles? Prolongaciones impregnadas de un conocimiento perfecto, que todo lo impregna, un conocimiento cristalizado, eterno.

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Pero ¿cuáles son los pensamientos extraños que subraya? ¿Con qué meteoro pulverizado reconstituye los átomos humanos? El niño ve teorías reconocibles de antepasados en las que observa los orígenes de todas las semejanzas conocidas en cada hombre. El mundo de las apariencias gana y desborda en lo insensible, lo desconocido. Pero llega ese movimiento de la vida hacia lo tenebroso y en adelante semejantes estados sólo se encuentran con ayuda

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de una lucidez absolutamente normal, por ejemplo la que producen los estupefacientes. De ahí proviene la inmensa utilidad de los tóxicos para liberar, para sobreelevar el espíritu. Mientas o no desde el punto de vista de una realidad de la que vivimos lo queco que podíamos tener en cuenta, ya que lo real no es más que una de las caras más transitorias y menos reconocibles de la infinita realidad, ya que lo real se iguala a la materia y se pudre con ella, y los tóxicos,

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desde el punto de vista del espíritu, conquistan su dignidad superior, que los convierte en los auxiliares más cercanos y útiles de la muerte1.

1 Afirmo –y me aferro a la idea de que la muerte no está fuera del campo del espíritu, que dentro de ciertos límites es cognoscible y aprehensible por cierta sensibilidad. En el orden de las cosas escritas, todo cuanto abandona el campo de la percepción ordenada y clara, todo cuanto apunta a crear una inversión de las apariencias, a introducir una duda sobre la posición de las

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imágenes del espíritu entre sí, todo cuanto provoca la confusión sin destruir la fuerza del pensamiento surgente, todo cuanto invierte las relaciones de las cosas dando al pensamiento perturbado un aspecto mucho más grande de verdad y violencia, todo eso ofrece una salida a la muerte, nos pone en relación con estados más afinados del espíritu en el seno de los cuales se expresa la muerte. Por eso, todos aquellos que sueñan sin echar de menos sus sueños, sin sacar de esas zambullidas en una inconsciencia fecunda un sentimiento de nostalgia atroz, son unos puercos. El sueño es real.

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Todos los sueños lo son. Tengo la sensación de aspereza, de paisajes como esculpidos, de fragmentos de tierra ondulantes recubiertos por una suerte de arena fresca, cuyo sentido significa: “Lamento, decepción, abandono, ruptura, ¿cuándo volveremos a vernos?” Nada existe que se asemeje al amor como la evocación de ciertos paisajes vistos en sueños, como el cerco de determinadas colinas por una suerte de arcilla material, cuya forma está como moldeada en el pensamiento. ¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Cuándo el sabor terroso de los

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labios vendrá una vez más a rozar la ansiedad de mi espíritu? La tierra es como un torbellino de labios mortales. Frente a nosotros, la vida cava el abismo de todas las caricias fallidas. ¿Qué tiene que hacer junto a nosotros ese ángel que no supo mostrarse? Acaso nuestras sensaciones siempre sean intelectuales, y nuestros sueños no logren arder sobre un alma cuya emoción nos ayude a morir. ¿Qué significa esta muerte en la que eternamente estamos solos, donde el amor no nos muestra el camino?

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Esa muerte maniatada donde al alma se sacude, con el objeto de alcanzar un estado finalmente completo y permeable, donde no todo sea tropiezo, acuidad de una confusión delirante y que discurre interminablemente sobre sí misma, embarullándose en los hilos de una mezcla insoportable y melodiosa a la vez donde no todo sea indisposición, donde no incesantemente se reserve el lugar más pequeño al hambre más grande de un

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espacio absoluto y esta vez definitivo, donde esta presión de paroxismos repentinamente taladre el sentimiento de un plan nuevo, donde desde el fondo de una mezcla innominable esta alma que se sacude y resopla sienta como en los sueños la posibilidad de abrir los ojos a un mundo más claro, tras haber perforado vaya a saber qué barrera, -y ahora se encuentra en una luminosidad donde finalmente sus miembros se relajan, allí donde las paredes del mundo

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parecen para siempre quebrables. Esa alma podría renacer, pero sin embargo no lo hace; porque, aunque aliviada, ella siente que sigue soñando, que aún no se ha acostumbrado a ese estado de sueño con el que no logra identificarse. En ese instante de su mortal ensoñación, el hombre vivo que ha llegado ante la muralla de una identificación imposible retira su alma, con brutalidad. Ahí lo tenemos, arrojado al plano desnudo de los sentidos,

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en medio de una luz sin depresiones. Fuera de la infinita musicalidad de las ondas nerviosas, presa del hambre ilimitado de la atmósfera, dentro del frío absoluto. * Antonin Artaud “El arte y la muerte/otros escritos”. Caja negra. Buenos Aires. 2005.

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