El asesino y la viuda

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El Capitán Carallo

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Primera edición: Septiembre 2020

Depósito legal: AL 1900-2020

ISBN: 978-84-1374-293-9

Impresión y encuadernación: Editorial Círculo Rojo

© Del texto: El Capitán Carallo© Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo© Ilustración y diseño de cubierta: Segundo Deabordo

Editorial Círculo [email protected]

Impreso en España — Printed in Spain

Editorial Círculo Rojo apoya la creación artística y la protección del copyright. Queda totalmente prohibida la reproducción, escaneo o distribución de esta obra por cualquier medio o canal sin permiso expreso tanto de autor como de editor, bajo la sanción establecida por la legislación.Círculo Rojo no se hace responsable del contenido de la obra y/o de las opiniones que el autor manifieste en ella.

El papel utilizado para imprimir este libro es 100% libre de cloro y por tanto, ecológico.

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A mis padres.

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PRÓLOGO

Conocí al Capitán Carallo de casualidad. Un día me llegó, por esa puerta trasera que llaman whatsapp, una entrevista anónima y extraña a una mujer que sólo hablaba con la vocal a. A mí los personajes raros me encantan, pero me gustó que la entrevistada no fuera la afamada Amaya Salamanca, como cabía esperar, sino una mujer anónima, más salada, llamada Tamara Sagasta.  La dama  amaba bajar a la playa cada mañana para nadar a braza hasta acabar cansada, danzar bachata hasta las tantas, barajar las cartas hasta machacarlas, cantar a las plantas…

Su hallazgo me movió a realizar una compleja investigación periodística para descubrir la autoría de tan preciado material y así poder utilizarlo en la radio sin hacer un «homenaje» ni un plagio. Comencé el intrincado trabajo de exploración escribien-do en Google algunas de las palabras del texto de la entrevista y en 0,02 segundos vi que la autoría correspondía un tal Capitán Carallo, gallego sin duda, dadas mis dotes detectivescas heredadas de mi época en El Caso.

Escribí a su blog y descubrí que no era gallego. Pero, amable-mente, permitió que hiciéramos una versión radiada de su en-trevista en Radio Nacional de España y nos pareció maravilloso. Después de aquello, me presentó a Clemente Pérez, un hombre vehemente, rebelde, que hablaba sólo con la vocal e y más tarde a los hermanos Rodolfo y Odón que, cómo no, sólo usaban la

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vocal redonda. Eran, sin duda, gente interesante que surgían de la desbordante cabeza de mi admirado literato.

Ahora el Capitán Carallo ha escrito un nuevo texto que supera las diez o doce páginas habituales. Una novela negra. Una peque-ña gran patraña. Un auténtico sainete teatral que recupera  ese bonito humor negro en vía de extinción. Y es un gusto leerla de un tirón porque te entra tan rápido como un disparo o un mar-tillazo. El asesino y la viuda reúne a un puñado de personajes que se entrelazan de capítulo en capítulo en un tremendo disparate. No voy a destriparla, porque los spoilers son siempre molestos y porque, siendo una novela negra, destriparla sería casi redundan-te. Pero, si me permiten un consejo de lectura, yo comenzaría a disfrutarla acompañándola de una buena taza de café o té y les prometo que llegarán al final antes de acabar el brebaje.

Ramón Arangüena Madrid, mayo de 2020

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PRIMERA PARTE

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CAPÍTULO 1

Un proyecto a medio plazo

José Luis no ha pegado ojo en toda la noche. Aún está metido en la cama, dándole vueltas al asunto. Tiene algo importante

que contarle a su mujer e intuye (sabe) que no le va a gustar escucharlo; por eso espera hasta el último minuto. De hecho, es ella quien rompe el silencio al entrar en el dormitorio y le obliga a desembuchar.

—¿Se puede saber qué haces ahí todavía? Vas a llegar tarde.—No voy a ir a trabajar, Amparo.—¿Y eso? ¿Te encuentras mal? —No.—¿Te has cogido un día libre?—Tampoco.—¿Entonces?

José Luis se incorpora y apoya la espalda en el cabecero de la cama. Respira hondo, se arma de valor y lo suelta.

—Ya no voy a volver al trabajo.—¿Qué ha pasado? ¿Te han despedido?

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—No. Me he despedido yo. Bueno, realmente me he cogido una excedencia de un año sin sueldo.

—¿Un año sin sueldo? ¿Y de qué vamos a vivir, José Luis? Porque con la miseria que gano lavando cabezas en la peluquería, ya me dirás tú…

—Es que voy a empezar a trabajar en otra cosa.—Hombre, haber empezado por ahí.

El tono y el gesto de Amparo se han relajado, pero va a ser por poco tiempo. Lo bueno viene ahora.

—Cuéntame, ¿qué trabajo es?—Me voy a hacer asesino. Asesino en serie.—¿Que te vas a hacer qué?—Pues eso. Asesino.—Pero vamos a ver, José Luis. ¿Qué tontería es esa de que te

vas a hacer asesino? Además, ¿qué dinero vas a ganar con eso?

La pregunta no le pilla por sorpresa; José Luis conoce bien a su mujer. Vuelve a respirar hondo y articula la respuesta con firmeza. Se nota que ha estado ensayando.

—Esto es un proyecto a medio plazo, Amparo. Al principio no habrá ganancias, pero, si se me da bien y cojo buena fama, pronto empezarán a llamarme para asesinar por encargo. Y eso está muy bien pagado.

—¿Pero tú te estás oyendo? ¿Quién te va a llamar a ti para que mates a nadie?

—Pues… traficantes para ajustes de cuentas, amantes despe-chados, herederos para cobrar herencias… Hay mucho mercado, mujer.

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—¿Mucho mercado? A ti lo que te pasa es que has visto mu-chas películas —le reprocha Amparo mientras comienza a vestir-se—. Mañana mismo te vuelves a tu puesto de conserje.

—Que no, Amparo, que ya no aguanto más en el Ayunta-miento. Llevo allí metido más de media vida. En cuanto cruzo la puerta, me entra un agobio y una ansiedad por el cuerpo… Lo llaman el «síndrome del trabajador quemado».

—Venga, no me cuentes cuentos, José Luis. Para quemarse trabajando primero hay que trabajar, y sabes perfectamente que allí no das un palo al agua.

—¡Que te digo que no, que no voy a volver! Necesito salir de mi zona de confort y hacer algo más estimulante.

Por la cara que pone Amparo, José Luis teme (sabe) que esa última frase no ha tenido el efecto que esperaba.

—Esa tontería de la «zona de confort» la has sacado del libro que tienes ahí, ¿verdad? —le acusa Amparo señalando al bestseller de autoayuda que descansa sobre la mesilla de noche.

—Pues sí. Y dice otras cosas muy interesantes.—Eso es un engañabobos para llenarle la cabeza de pájaros a

ingenuos como tú y que se crean que pueden conseguir todo lo que quieran. Y claro, luego pasa lo que pasa; que vienen los bata-cazos y los llantos. Porque, a ver, ¿qué sabes tú de asesinar? ¿Has matado alguna vez a alguien?

—Todavía no, mujer. Pero bueno, será cuestión de ir apren-diendo poco a poco. Había pensado en empezar con algo fácil para ir cogiendo soltura, como empujar a alguien a las vías del metro o atropellar a algún anciano con el coche, por ejemplo.

—¿Y las cámaras de vigilancia, qué? ¡Que hoy en día lo graban todo, José Luis!

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José Luis no había tomado en consideración ese detalle. Las grandes ciudades están repletas de ojos que vigilan y registran todo lo que ocurre en cada rincón las veinticuatro horas del día. En eso tiene que darle la razón a su mujer.

—En eso tengo que darte la razón. Tendré que usar una más-cara para que no se me reconozca. ¿En casa hay algo que me pueda servir?

—En el trastero está el disfraz de Bob Esponja que te pusiste el último carnaval —le dice Amparo con sorna—. Pero vamos, que no te veo yo asesinando a nadie con esa pinta. En todo caso, ibas a conseguir que los niños se quisieran hacer fotos contigo.

—Bueno, pues mañana me compro un pasamontañas.—¿Cómo que «mañana»? Si te vas a hacer asesino, ya te estás

levantando y te pones a asesinar hoy mismo. Nada de quedarte aquí holgazaneando.

—Todavía no estoy preparado para pasar a la acción. Primero tengo que trazar un perfil de las víctimas.

—¿Eso qué es? —pregunta Amparo como si la hubieran ha-blado en japonés.

José Luis sabe que este es otro momento clave; el de demos-trarle a su mujer que se ha documentado sobre la materia.

—Pues que tengo que pensar qué requisitos quiero que cum-plan para que sea un grupo homogéneo. Por ejemplo, puedo ma-tar solo a personas con alguna característica física concreta, o que ejerzan una determinada profesión, o que tengan una afición en común… ese tipo de cosas. No se puede ir por ahí asesinando a la gente al tuntún, Amparo. Eso queda muy poco profesional. Hay que seguir un patrón.

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—Ahhh… —Después tengo que pensar de qué forma las voy a ejecutar.

Esto también es muy importante, porque cuanto más original sea el método, mayor repercusión tendré. Y a mayor repercusión, mayor número de ofertas de trabajo. El estrangulamiento y el apuñalamiento están muy vistos, por ejemplo.

—Ya…—Lo mejor es echarle imaginación e ir probando varios méto-

dos para ver con cuál me encuentro más cómodo. —Claro, claro… —Amparo asiente con la cabeza.—Luego está el asunto de la equipación. Me tengo que prepa-

rar un maletín de trabajo con varias cosas: una cuerda, un hacha, un taladro, una sierra… ¡ah, y un cuchillo! Necesito uno grande y bien afilado.

—Ya veo que la teoría te la sabes muy bien. —Llevo un tiempo documentándome —asegura José Luis,

satisfecho con su exposición.—Bueno, pues se acabaron las charlas. Sal de la cama y ponte

en danza, que ya son horas. Yo me bajo a la peluquería.

Amparo se coloca el abrigo y una bufanda y atraviesa el pasillo en dirección al recibidor. José Luis se levanta de la cama de un salto y la acompaña hasta la puerta.

—Tú confía en mí, mujer. La gota rompe la piedra no por su fuerza, sino por su constancia.

—¿Pero qué piedra? ¿Qué dices?—Es una frase que viene en el libro —le aclara José Luis.—A la basura va a ir el librito de las narices…—Dame una oportunidad. Ya verás como se me da bien. —Más te vale. Ah, y si necesitas un cuchillo, cómprate uno.

No te lleves el de la cocina, que me va a hacer falta luego para

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hacer la menestra —le dice Amparo bajando las escaleras—. Y de paso, cuando vuelvas tráete el pan y una bolsa de guisantes.

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CAPÍTULO 2

Que nos espere muchos años

El sarcedote termina de recitar las plegarias y con su mano derecha dibuja una cruz en el aire. El finado está listo para

iniciar su viaje. Con un tono de voz cálido y calmado, se dirige a la mujer menuda que está a su derecha con los ojos clavados en el suelo.

—Vicenta, ¿quieres dar un último adiós a Eugenio? Vicenta… ¡Vicenta!

—¿Qué? ¿Qué pasa?—Que si quieres decir algo a tu marido antes de que lo entie-

rren.

Vicenta se queda unos segundos mirando la caja de madera (la más barata que había en el catálogo). No se ha preparado ningún discurso para este momento. De hecho, ni siquiera estaba pen-diente de la ceremonia. Su cabeza está en otras cosas.

—Dígale de mi parte que nos espere muchos años.

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El clérigo hace un gesto de asentimiento con la cabeza y los operarios del cementerio comienzan a inhumar el ataúd con ra-pidez y precisión. Se nota que, a diferencia del difunto, no es su primera vez.

Vicenta, por su parte, no espera a que terminen de sellar la tumba y abandona el camposanto en un taxi, camino del centro de la ciudad. No sabe cuánto tiempo pasará hasta que sea su cuer-po el que descanse en esa fosa, pero, ahora que por fin puede vivir como le dé la gana, no piensa malgastar ni un minuto.

—¿A dónde vamos, señora? —pregunta el taxista.

Vicenta se toma unos segundos para repasar mentalmente la lista de prioridades que ha confeccionado en las últimas horas. El primer propósito implica dar un gran vuelco a su vida, o al me-nos a un aspecto muy importante de ella. Está decidida a llevarlo adelante a toda costa, pero a la vez le genera un cierto temor o res-peto. Hay cadenas que siguen pesando aún despúes de quitarlas.

Afortunadamente, los tiempos han cambiado y hoy en día existen vías mucho más directas para conseguir lo que quiere. Pero para ello necesita equiparse.

—Lléveme a una tienda de ordenadores, por favor.

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La plantación es la primera etapa del proceso de producción. Las semillas crecerán hasta convertirse en plantas que pueden alcanzar los diez metros de altura.

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CAPÍTULO 3

Los pequeños detalles son importantes

Tras despedir a Amparo y cerrar la puerta, José Luis se pone en marcha. Se ha propuesto cometer un asesinato antes de

la hora de comer. Está convencido de que un éxito en su prime-ra jornada le allanaría el camino para ganarse la confianza de su mujer.

Sin perder un minuto, entra en el cuarto de baño, se quita el pijama y se mira al espejo. Pensaba afeitarse, como cada mañana, pero decide que esa barba incipiente le da un aire descuidado y peligroso que va muy bien con su nueva profesión. Entorna los ojos y esboza una sonrisa torcida, como tantas veces ha visto ha-cer a los grandes malvados del cine. Confía en que esos matices le ayuden a contrarrestar su escaso metro sesenta y cinco y su complexión enjuta.

Después de darse una ducha y vestirse con pantalón y jersey de tonos grises, José Luis prepara su habitual desayuno de forma me-cánica mientras ve las noticias en el televisor de la cocina. «Pronto hablarán de mí», se dice a sí mismo con orgullo.

Cuando está a punto de llevarse la primera cucharada a la boca, cae en la cuenta de que un tazón de cereales con leche de

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soja y un kiwi no es el almuerzo más adecuado para un asesino que se quiera hacer respetar. Sin dudarlo, tira todo a la basura, se prepara un café solo bien cargado con un buen chorro de whisky y lo bebe de un trago. Sabe a rayos y le cae como una patada en el estómago, pero asume que convertirse en un tipo duro no va a ser tarea fácil. «Los grandes cambios requieren grandes esfuerzos». Lo pone en el libro que tiene en la mesilla.

Una vez recogida la cocina, reúne varias herramientas que con-sidera que le pueden ser útiles para desempeñar su nuevo trabajo y las guarda cuidadosamente en un maletín con el que le obse-quiaron en una feria de turismo. «Hice bien en no tirarlo —pien-sa—. Ahora solo falta comprar el cuchillo y el pasamontañas».

Antes de salir de casa, se echa un vistazo en el espejo de cuerpo entero que hay en el recibidor, junto al perchero de los abrigos. Objetivamente, José Luis parece lo que es; un desganado y mus-tio conserje de ayuntamiento. Pero sus ojos ven más allá. Sus ojos ven un asesino implacable y despiadado. «Somos mucho más de lo que vemos». También lo pone en el libro.

Mientras baja las escaleras, se cruza con una vecina a la que saluda mucho más efusivamente que de costumbre, e incluso la ayuda a subir las bolsas de la compra. Lo ha aprendido viendo los telediarios: los vecinos de los asesinos en serie siempre declaran sorprendidos y afectados que «eran personas muy amables y sim-páticas». Los pequeños detalles son importantes.

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CAPÍTULO 4

En estas cosas no conviene mentir

—Buenas tardes, señora. Soy el técnico de la tienda de informáti-ca. Traigo el ordenador que compró la semana pasada.

Vicenta examina al joven que acaba de llamar a su puerta. Su piel es algo oscura y habla con un acento que ella no sabe identi-ficar, pero no le importa. Lleva una chapa de identificación con su nombre y ropa corporativa, y parece buena gente. Y, además, es guapo.

—Pase, le estaba esperando.—Usted dirá dónde quiere que lo instale.—En el dormitorio. Sígame.

Tras cerrar la puerta, Vicenta recorre el pasillo de su pequeño pero coqueto piso. La decoración del inmueble es escueta, casi inexistente. Al día siguiente de enterrar a su marido, tiró a la ba-sura todas las fotos y adornos que pudieran recordarle su vida de casada. Borrón y cuenta nueva.

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—Mire, póngalo en esa mesa de ahí —le dice señalando a un sencillo escritorio junto a la cama.

El técnico toma asiento y comienza a desembalar diversos ob-jetos bajo la atenta mirada de Vicenta. Uno de ellos es una esfera de color blanco con tres pequeñas patas.

—Ha pedido también una webcam. ¿Es para hablar con algún nieto que vive fuera?

—Ehhh… pues… sí, más o menos. —Muy bien. Enseguida lo tiene usted operativo.

Con gran destreza y seguridad, el técnico conecta los accesorios al ordenador portátil y chequea que todo funcione correctamente.

—Digo yo una cosa… —le interrumpe Vicenta—, ¿usted me podría instalar en el ordenador una cosa que se llama Pinder o Linder o algo así?

—Me imagino que se refiere a Tinder, pero debe estar confun-dida. Tinder es una aplicación de contactos. Para ligar, para que usted me entienda —aclara el técnico—. Si lo que quiere es ha-blar con sus nietos y verlos en la pantalla, lo que necesita es Skype.

—Sí, el Escay ese póngamelo. Pero el Tinder también.

El joven dedica unos segundos a escoger cuidadosamente las palabras antes de contestar a Vicenta. El cliente siempre tiene la razón, salvo cuando no la tiene.

—Lo que ocurre, señora, es que Tinder es para gente joven.

Más joven, quiero decir. Existen otras aplicaciones más adecuadas para conocer personas de su edad, dicho sin ánimo de ofenderla.

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—Es que yo no quiero ligar con hombres de mi edad, esos están ya muy cascados. A mí me gustan más jóvenes.

—Ya, claro. Bueno, yo se lo instalo y usted verá lo que hace —dice el técnico mientras sus dedos vuelan sobre el teclado—. Lo primero que tenemos que hacer es configurar su perfil. Dígame su nombre completo, por favor.

—Me llamo Vicenta Cuesta Laín. Pero yo creo que es mejor que me ponga un nombre moderno, para que resulte más atrac-tivo.

—Usted dirá.—Pues… ¿qué tal Sheila? ¿O Jennifer?—Sheila está bien. ¿Edad?—Cincuenta y dos.—Señora, en estas cosas no conviene mentir.—Cincuenta y ocho.—Señora…—Sesenta y cuatro.

El técnico aparta la vista de la pantalla y se queda mirando fijamente a Vicenta, con las cejas arqueadas.

—Ochenta y uno —confiesa Vicenta.—Eso está mejor. Ahora tenemos que incluir una breve des-

cripción suya. Dígame qué le gusta.—Las croquetas.—Me refiero a qué le gusta hacer. Sus aficiones.—¡Ah! Pues... jugar a las cartas con mis amigas, ver la teleno-

vela que echan después de comer, hacer crucigramas…

El joven vuelve a hacer otra breve pausa. Esta vez toma la ini-ciativa.

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—Mejor vamos a poner que le gusta viajar, ir al teatro y pintar, ¿de acuerdo? Ahora dígame, ¿qué es lo que busca en un hombre?

—Yo lo que quiero es un buen mancebo que me lleve a la cama y me empotre con…

—¡Pare, pare, señora! En esto hay que ser un poco más sutil. ¿Qué tal si ponemos «busco amistad y lo que surja»?

—Es que yo no quiero tener más amigos, hijo. Ya le he dicho que yo lo que quiero es que me…

—Ya, ya, si ya sé lo que quiere. Pero no conviene ser demasia-do explícita, hágame caso. Vamos a poner que busca pasar buenos ratos sin compromiso, ¿le parece?

—Está bien —accede Vicenta—. Entienda mi impaciencia, a mi edad no me puedo permitir malgastar el tiempo. ¿Sabe una cosa? Si de algo me arrepiento es de haberme casado con un ceni-zo que no ha sabido disfrutar de la vida ni me ha dejado disfrutar a mí. Escuche un consejo de alguien que, en cuestión de edad, ya le ha dado la vuelta al jamón dos veces y ahora está rebañando el hueso: no cometa el mismo error que yo. No malgaste ni un solo minuto de su vida, y menos al lado de una persona que no le haga feliz.

—En eso tiene usted toda la razón, señora —afirma el técni-co—. Y hace muy bien en recuperar el tiempo perdido.

—¡Uy, hijo! Para recuperar todo lo que me he perdido tendría que vivir por lo menos ciento veinte años. Pero bueno, se hará lo que se pueda —dice Vicenta resignada—. ¿Cómo va con la instalación? ¿Le falta mucho?

—Ya casi lo tenemos. Solo falta incluir una fotografía suya.—Espere, que voy a buscar una de cuando estuve de vacacio-

nes en Peñíscola.

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Vicenta sale del dormitorio y al cabo de unos minutos regresa con una fotografía en blanco y negro. El técnico la mira con dete-nimiento. Una joven francamente atractiva ataviada con traje de baño y pamela le devuelve la mirada y una sonrisa.

—¿Cuántos años tenía usted aquí? ¿Veinticinco? ¿Treinta?—Veintisiete. Aún estaba soltera; me casé tarde para lo que se

estilaba entonces. Era guapa, ¿verdad? —presume Vicenta mien-tras sus ojos se llenan de brillo y de recuerdos—. Me decían que me parecía mucho a Sofía Loren.

—No conozco a Sofía Loren, pero reconozco que era usted muy agraciada —afirma el técnico—. El problema es la fecha. La foto del perfil tiene que ser reciente si no quiere que le cancelen la cuenta por dar información no actualizada.

—Es que reciente no tengo ninguna —se excusa Vicenta.—No pasa nada. Puedo hacerle una con la webcam ahora mis-

mo.—Ah, muy bien. Espere un poco, que me preparo.

Vicenta se suelta el moño y se baja el vestido de golpe hasta la cintura, dejando los pechos (que también tienen ochenta y un años cada uno) al aire.

—¡Señora, por Dios! ¿Qué está haciendo? —exclama el técni-co tapándose los ojos con ambas manos.

—Digo yo que será mejor poner una foto provocativa para que me salgan pretendientes, ¿no?

—No se moleste por lo que le voy a decir, pero a cierta edad hay cosas que conviene mantenerlas guardadas.

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Vicenta baja la mirada y contempla su torso con nostalgia. Quizás el técnico tenga razón.

—Quizás tenga usted razón —reconoce subiéndose de nuevo el vestido—. A veces es mejor insinuar que mostrar.

—Mucho mejor así, créame —le dice el joven apuntándola con la cámara—. Sonría, que le hago la foto.

Vicenta coloca una mano detrás de la nuca y otra en la cadera, inclinando la pelvis hacia un lado con un crujido de huesos. En-torna los ojos y se muerde el labio inferior.

—¿Está segura de que quiere salir con esa pose?—A lo Sofía Loren en Los Millonarios. ¿Qué problema hay?—Nada, nada. Usted misma.

El técnico hace la foto, termina de configurar la aplicación de contactos y comienza a recoger su maletín.

—Bueno, pues esto ya está. El manejo es muy sencillo. ¿Tiene usted conocimientos de informática?

—Algo nos han enseñado en el centro de mayores —asegura Vicenta.

—Entonces no le será difícil hacerse con ello. En Youtube pue-de encontrar tutoriales si tiene alguna duda.

—Muy bien. Dígame cuánto le debo.—No tiene que pagarme nada, la instalación está incluida en

el precio de compra del equipo.—Déjeme al menos que le invite a una copita de pacharán.—Lo siento, señora. Tengo que seguir trabajando. Me quedan

varias instalaciones por hacer hoy.

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—Caray, pues sí que trabaja usted. Si quiere puede venir a relajarse un poco cuando termine… —le propone Vicenta gui-ñando un ojo.

—Es que termino muy tarde.—No importa, le puedo esperar con un baño de agua caliente

y espuma.—Es que yo soy más de ducha que de baño —se excusa el téc-

nico mientras se dirige hacia el recibidor seguido por Vicenta—. Por lo de ahorrar agua, ya sabe.

—Pues es una pena. En una bañera se pueden hacer muchas cosas…

—Yo le aconsejo que la cambie por un plato de ducha. A su edad, un resbalón puede ser muy peligroso. Tengo un primo que se lo puede hacer a buen precio.

—No se preocupe. Aquí donde me ve, estoy más ágil que mu-chas de cuarenta. Y ese primo suyo… ¿es tan guapo como usted? —pregunta Vicenta con intención.

—Sí, pero está casado.—Vaya por Dios.—Bueno, señora, si tiene algún problema con el equipo, llame

a la tienda y vendremos a solucionarlo. Espero que encuentre lo que busca. Y ahora, con su permiso…

El técnico sale del apartamento y desaparece escaleras abajo. Vicenta se encoge de hombros y, mientras cierra la puerta, deja escapar un pensamiento en voz alta.

—Pues nada. Tú te lo pierdes, moreno.

Antes de sentarse frente al ordenador para sumergirse en la red de contactos, Vicenta entra en el salón y descuelga el teléfono. De

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su bolsillo saca una tarjeta y marca el número que hay impreso en ella. Es hora de poner en marcha el segundo de los propósitos de su lista.

Al otro lado de la línea escucha una voz femenina extremada-mente amable que, tras una breve conversación, se despide recor-dándole la cita que han concertado.

—De acuerdo, Vicenta. La esperamos mañana a las once en punto. Que tenga una buena tarde.

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En 1927, el ingeniero químico letón Leonid Andrussow comenzó a desarrollar un método de fabricación partiendo de amoniaco, metano y oxígeno. Lo patentaría cuatro años después.

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CAPÍTULO 5

Un objetivo concreto

José Luis camina a paso ligero, con su «maletín de asesino» en la mano. Ya ha decidido cuál será el perfil de sus víctimas:

varones de mediana edad y raza blanca que sean calvos y lleven barba. No hay ningún motivo especial para esta decisión, la ha tomado de manera arbitraria. Podía haber elegido afroamerica-nos con pelo largo, jóvenes asiáticas con ortodoncia o mulatas de pantorrillas anchas; tanto da. El caso es «definir un objetivo concreto y centrarse en él». En el libro de autoayuda repiten esta frase varias veces.

Lo que aún no tiene claro es de qué manera los va a matar. Prefiere dejar esta decisión para el último momento, en función de lo que le sugieran las circunstancias y sus propias sensaciones. El libro también dice que, «cuando se emprende un proyecto, es bueno dejar algo de margen a la improvisación para ejercitar la creatividad y la capacidad de reacción».

Veinte minutos después de salir de casa, solo ha divisado cuatro señores blancos y calvos de mediana edad. Dos de ellos iban bien afeitados. Otro lucía un cuidado bigote de corte imperial. El cuar-

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to parecía llevar unos días sin rasurarse el mentón, pero, siendo rigurosos, la escasa cantidad de vello facial que mostraba no era suficiente para ser considerado una barba en toda regla. «Quizás he elegido un perfil demasiado restringido», piensa mientras se dispo-ne a cruzar el río Manzanares en dirección al centro de la ciudad.

Pero de pronto, la suerte le sonríe. Sobre el puente, a medio camino entre ambas orillas, un hombre que debe rondar la cin-cuentena está apostado en una de las barandillas. La silueta no ofrece dudas: es calvo y de su mentón nace una nutrida mata de pelo. Una barba como Dios manda.

José Luis se aproxima con decisión. Al pasar a su lado, finge que el maletín se le escurre de la mano y lo deja caer al suelo. Sin solución de continuidad, se agacha para recogerlo y, con un rápi-do ademán, abraza a su presa por las piernas e intenta levantarla con intención de arrojarla al río. El problema es que el hombre debe pesar cerca de noventa kilos y José Luis no destaca precisa-mente por su fortaleza física.

—¿¡Pero qué haces!? ¿¡Tú estás gilipollas o qué te pasa!? —grita el señor barbudo mientras sacude las piernas para liberarse.

—Perdóneme —se excusa José Luis dando un paso atrás—, yo solo quería tirarle al río.

—¡Eso ya puedo hacerlo yo solo, así que vete a hacer puñetas y déjame tranquilo!

—¿Cómo que puede hacerlo solo? ¿Es que pensaba tirarse?—Pues sí, ¿algún problema? —pregunta el hombre.—No, no, por mí puede hacer usted lo que quiera. Faltaría

más. Pero, dígame, ¿por qué se quiere tirar?—Eso es asunto mío. ¡A ver si no me voy a poder suicidar

cuando me salga de los cojones!

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—¡Ah, que se iba a suicidar...! Vaya, pues siento haberle inte-rrumpido.

En ese momento, a José Luis se le ocurre una idea.

—Oiga, estoy pensando una cosa… ¿qué le parece si se sube a la barandilla y yo le empujo?

—¡Pero bueno, qué manía con tirarme al río! —gruñe el bar-budo.

—Es que soy un asesino en serie —le explica José Luis—. Bueno, de hecho aún no lo soy, acabo de empezar en ello. Pero, ya que usted quiere acabar con su vida, si se sube a la barandilla y yo le empujo, matamos dos pájaros de un tiro... nunca mejor dicho.

—Mira, payaso, como no te vayas ahora mismo de aquí, el que va a acabar en el río vas a ser tú. Y con dos hostias por delante.

—Bueno, bueno, tampoco se ponga así. Yo solo quería apro-vech…

—Además, ¿sabes qué te digo? —le interrumpe el hombre—. ¡Que me has puesto de mala leche y se me han quitado las ganas de suicidarme, me cago en mi calavera!

El señor barbudo se aleja refunfuñando y José Luis se queda solo en mitad del puente, pensativo. Nunca se ha creído el tópico que dice que los calvos suelen tener muy mala leche, pero decide que quizás sea mejor optar por otro perfil de víctima más afable. Por si acaso.

Apoyado en la barandilla, José Luis recorre con la vista las márgenes del río, buscando la inspiración. Y entonces, paseando por el parque situado en orilla izquierda, encuentra la que le pa-rece que puede ser su víctima perfecta.

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Sin perder un minuto, recoge el maletín del suelo y se encami-na velozmente hacia ella.

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CAPÍTULO 6

Dos calcetines llenos de monedas

—Buenos días. Vicenta, ¿verdad? Siéntese, por favor.

El doctor Leopoldo Valiente luce una sonrisa tan radiante como su bata y una corbata de varios cientos de euros. Dirige un prestigioso centro de cirugía estética en una de las mejores zonas de Madrid y sus maneras son exquisitas cuando se trata de captar nuevos pacientes.

—Usted me dirá en qué podemos ayudarla.—Verá, doctor… Me gustaría hacerme algunos retoques y me

han hablado muy bien de esta clínica —explica Vicenta.—Y con razón. Ha elegido el mejor sitio para ello —se pa-

vonea el galeno—. Y estoy de acuerdo con usted, hoy en día no tenemos por qué cargar con esas huellas tan molestas que nos va dejando el paso de los años en nuestro cuerpo.

—Eso digo yo.—Por ejemplo, es una pena que unas manos tan bonitas como

las suyas se vean desmerecidas, si me permite la expresión, por las típicas manchas causadas por el envejecimiento cutáneo. Un

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tratamiento con nuestro láser de última generación se las dejaría como si tuviera treinta años menos.

—Ya…—O, si usted lo desea, con una sencilla cirugía podemos ha-

cer desaparecer la papada, las bolsas de los ojos y las antiestéticas patas de gallo, consiguiendo un rostro rejuvenecido y luminoso.

—Ajá…—Y, ya puestos, podemos aprovechar e inyectar un poco de

colágeno en labios y pómulos para recuperar la firmeza propia de…

—Yo lo que quiero es ponerme tetas y culo, doctor —le inte-rrumpe Vicenta.

—¿Cómo dice?—Pues eso, que lo de las patas de gallo y demás está muy bien,

pero yo lo que quiero es que me pongan un par de tetas bien fir-mes, que las mías las tengo ya como dos calcetines llenos de mo-nedas. Y un buen culo de pollo, como el de la Jennifer López esa.

El doctor Valiente se toma unos instantes para reflexionar. No suele negarse a las peticiones y caprichos de sus clientes (esas corbatas no se pagan solas), pero aún le quedan vestigios del ju-ramento hipocrático que le obligaron a realizar cuando se inició en la profesión.

—Mire… Entiendo perfectamente su deseo de mejorar la fi-gura y soy un firme defensor de que cada cual haga con su cuerpo lo que le plazca, pero en su caso le desaconsejo totalmente que se someta a una intervención de implantes mamarios y glúteos. Es un tipo de cirugía demasiado cruenta para su edad e implicaría un nivel de riesgo excesivamente alto.

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—No me importa el riesgo —dice Vicenta, tajante—. Usted opéreme, que yo le pago más si es necesario.

—No es cuestión de dinero, Vicenta. Créame. Estamos ha-blando de que podrían darse complicaciones derivadas de la ope-ración con graves consecuencias, incluso la muerte.

Para Vicenta, su vida (o lo que debería ser una vida) terminó el día que entró en la iglesia vestida de blanco. Por eso la muerte le trae sin cuidado.

—La muerte me trae sin cuidado, doctor. Me quedan cuatro bailes en esta verbena y los quiero bailar a mi manera. Así que opéreme.

—Lo siento de veras, Vicenta, pero no puedo aceptar su peti-ción. Es demasiado peligroso.

—Le digo que me opere.—Por favor, no insista.—«Doctor Valiente»… —dice Vicenta con sorna—. Poco ho-

nor hace usted a su apellido. Más que valiente, yo creo que es usted un gallina. Sí, eso es lo que es. «El doctor Gallina».

—Señora, por favor…

Vicenta se levanta de la silla, coge su bolso y sale del despacho. A los pocos segundos abre otra vez la puerta, se asoma y grita:

—¡Doctor Gallina!

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Las flores permanecen abiertas entre dos y tres días listas para la polinización, que es realizada en su mayoría por el polen del propio árbol (autopolinización).

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CAPÍTULO 7

Le falta sal

Amparo ha regresado de la peluquería hace un rato y está pre-parando la menestra. No le disgusta cocinar, pero tampoco

le pone especial cariño. Para ella es solo una tarea más y por eso nunca consigue que sus guisos sepan como los que hacía su ma-dre. Qué se le va a hacer.

Suena la cerradura y alguien entra en casa. Es José Luis.

—Ya estoy aquí.—¿Has traído el pan? —pregunta Amparo.—Sí.—¿Y los guisantes?—¡Cachis en la mar! Sabía que se me olvidaba algo. Si quieres

bajo en un momento a por ellos.—No, déjalo. Hoy va sin guisantes. Bueno, cuéntame. ¿Qué

tal se te ha dado?—Regular nada más.—¿Y eso?

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José Luis duda si contarle a Amparo todos los detalles de su primera jornada como asesino u ocultarle las partes más desastro-sas. Finalmente, opta por ser sincero con ella.

Antes de contestar, coge una cuchara y prueba el contenido del puchero. Le falta sal y un toque de tomillo. A él si le gusta cocinar, pero sus horarios entre semana solo le permiten (o per-mitían) encargarse de las cenas.

—Pues verás. Primero he decidido matar a señores calvos con barba y, al cruzar el puente, he encontrado uno. Le he intentado tirar al río, pero resulta que el hombre había ido allí a suicidarse por su cuenta y al final se ha enfadado conmigo y se ha marchado a su casa. Así que no solo no he conseguido matarle, sino que encima le he salvado la vida.

—Pues vaya…—Después he optado por asesinar a señoras con perro. En

el parque que hay junto al río he visto una mujer paseando a su mascota y he intentado hacerle un agujero en la cabeza con el taladro. Me parecía un método bastante original, pero se me ha olvidado ponerlo a cargar esta mañana y solo he podido hacerle un arañazo.

—Anda con Dios…—He sacado el cuchillo del maletín rápidamente para reme-

diarlo, pero cuando me he dado cuenta ya había echado a correr con el perro y no he podido alcanzarla. Se la veía en buena forma.

—Ya…—Y, por último, me he decantado por matar abuelos con boi-

na, que esos abundan por el centro. He atacado con la sierra a uno que acababa de entrar en un portal, pero me ha atizado dos bastonazos tremendos y me ha retorcido el brazo con una llave

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de defensa personal. No sé si me habrá roto algo —dice José Luis palpándose el hombro—, me duele mucho.

—Pues vaya comienzo has tenido, hijo. Te has cubierto de gloria —le reconviene Amparo—. ¿Y qué vas a hacer? ¿Buscar otro… cómo era… otro perfil de víctima?

—Sí. Yo creo que lo mejor va a ser asesinar ancianas de pe-queño tamaño. Y que no usen bastón, por si acaso. Seguramente sea un perfil más asequible, por lo menos para ir empezando —afirma José Luis—. Cuando me levante de la siesta, si se me ha pasado lo del hombro, salgo otro ratito. A ver si hay suerte.

Amparo se le queda mirando con una mezcla de reproche y condescendencia. Conoce muy bien a José Luis; con sus virtudes, que las tiene, y sus carencias. Por eso cree que este trabajo no es para él.

—Yo creo que este trabajo no es para ti, José Luis. No te veo yo como asesino. Ni en serie, ni en serio.

—Mujer, dame tiempo. Solo es cuestión de perseverar. No fracasa quien se cae, sino quien no se levanta después de caerse. Lo pone en el li…

—Sí, en el dichoso libro, ya me imagino. Anda, pon la mesa, que la menestra está lista.

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CAPÍTULO 8

Pensamientos impropios

—Ave María purísima.—Sin pecado concebida. ¿De qué te acusas, Vicenta?

El tono del sacerdote denota cierto hastío. Lo habitual es que sus feligreses le revelen siempre los mismos pecadillos de poca en-jundia, pero hoy su desidia se transforma en auténtica curiosidad en cuanto Vicenta inicia la confesión.

—Verá, padre… Últimamente estoy teniendo pensamientos impropios.

—¿Cómo es eso? ¿Has deseado el mal a algún prójimo?—Bueno… más bien lo contrario.—¿Lo contrario? ¿Le has deseado el bien? Eso no es ningún

pecado, mujer.—Digamos que «le he deseado». A secas.—¿A quién?—Al prójimo.—Creo que no te entiendo —reconoce el párroco.—Pues que me he acostado con un hombre.—¿Pero no has dicho que habías pecado de pensamiento?

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—De pensamiento... y un poco de cuerpo también, padre.—Con el debido respeto, Vicenta, ¿no crees que eres un poco

mayor para esas cosas?—Dicen que para el amor no hay edad.—Pero es que eso que me cuentas tiene más que ver con los

placeres carnales que con el amor.—Entonces, ¿me va a perdonar Dios o no?

Vicenta no se arrepiente ni un ápice de sus pecados (ni siquie-ra del más gordo, el que no ha confesado a nadie), pero sigue cre-yendo en Dios a su manera y por eso prefiere estar a bien con él.

—Tendrás que rezar un padrenuestro y dos avemarías —le impone el sacerdote como penitencia—. Pero bueno, no creo que vayas a ir al infierno por sucumbir a la tentación del Maligno y amancebarte con un hombre.

—Uy, si fuera solo uno… —murmura Vicenta. —¿Qué has dicho?—Que me temo que voy a tener que rezar por lo menos media

docena de padrenuestros.

Lo cierto es que cuando a Vicenta le instalaron Tinder en su ordenador, hace hoy algo más de un mes, no se imaginaba que encontraría decenas de hombres interesados en mantener en-cuentros con mujeres de su edad. Y ha sabido aprovechar muy bien las oportunidades.

—Pero, Vicenta —exclama el párroco—, ¿qué clase de vida estás llevando? Te recuerdo que tienes que guardar respeto a tu difundo marido, al menos durante un tiempo prudencial.

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—Anda, bueno… Si lo sé, no le cuento nada. Yo he venido a que me perdone, no a que me regañe. Además, sepa usted que mi marido hace muchas décadas que dejó de cumplir con sus obligaciones conyugales.

—Venga, no me cuentes esas cosas y ponte a rezar inmediata-mente. Aún estás a tiempo de reconducirte y limpiar tu espíritu.

—Está bien, de acuerdo. Oiga, ahora que dice lo del espíri-tu… Quería consultarle sobre una duda que tengo yo con eso.

—¿Con qué? —Con lo de la Virgen, la paloma y el Espíritu Santo.—A ver, Vicenta, ¿qué duda tienes?—Pues que no veo yo claro eso de que a la Virgen la fecundase

el Espíritu Santo disfrazado de paloma.—Así está recogido en las Sagradas Escrituras, aunque con

otras palabras más apropiadas.—Ya… —Vicenta hace una pausa antes de volver a pregun-

tar—. Y San José ¿qué dijo de todo esto?—Pues no sé, yo no estaba allí. Pero imagino que se alegró de

que su mujer albergase al hijo de Dios en su vientre. —Pero entonces ¿la Virgen y él nunca…—Vicenta, deja a la Virgen en paz y ocúpate de tus pecados,

que con eso ya tienes bastante —la interrumpe el clérigo—. Hale, venga, que tengo que seguir confesando.

—¿No me dice lo de «yo te absuelvo en el nombre del pa-dre…» y esas cosas?

—Ya hablaremos de ello la semana que viene. Tú no pierdas el tiempo y ponte a rezar ahora mismo.

—De acuerdo, padre. En cuanto llegue a casa. Una cosita más…

—Dime.

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Vicenta duda por un momento si preguntarlo o no. Uno de sus nuevos «amigos» le ha hecho una proposición y quiere saber cuántos rezos le costaría aceptarla.

—¿Yacer con dos hombres a la vez es un pecado muy gordo? —¡Vicenta, por favor! —exclama el párroco—. ¡Que estás en

la casa del Señor!—Nada, no he dicho nada.

«Está visto que siempre es mejor pedir perdón que pedir per-miso», piensa Vicenta mientras abandona la iglesia. Total, seguro que Dios está ocupado en cosas más importantes que en vigilar los escarceos de una octogenaria. Y si no, ya le rezará después las oraciones que sean necesarias.

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El gas natural, esencialmente metano libre de azufre, se mezcla con amoniaco y se añade aire comprimido, dando lugar a una reacción fuertemente exotérmica.

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CAPÍTULO 9

Se dice excedencia

José Luis se levanta de la cama —nunca se echa la siesta en el sofá, siempre en la cama, como hacía su padre— y prueba a

mover el brazo. Está algo dolorido, pero bastante mejor que an-tes. A lo mejor es buena idea apuntarse a unas clases de defensa personal. «Encuentra tus puntos débiles y transfórmalos en pun-tos fuertes». Cuánta sabiduría cabe en un solo libro.

Después de lavarse la cara para espabilarse, se viste, se calza unas deportivas y se dirige al salón.

Amparo está amodorrada en el sofá. El televisor escupe uno de esos programas donde, un día sí y otro también, los contertulios se comen las vísceras los unos a los otros. José Luis se acerca y le da unos golpecitos en el hombro.

—Amparo, me voy a asesinar.—¿Eh…?—Que me voy a asesinar. No creo que tarde mucho, me que-

daré trabajando por el barrio. Por aquí viven muchas ancianas pequeñas.

—«Trabajando», dice…—No empecemos otra vez, Amparo, por favor.

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—Es que no me entra en la cabeza, José Luis —dice Amparo desperezándose—. Un trabajo en el que no se gana dinero.

—Ya te lo he explicado esta mañana. Primero tengo que la-brarme una reputación como asesino y después ya vendrán los encargos. Hay que sembrar para luego recoger.

—Pues yo creo que estabas mejor en el Ayuntamiento. Todos los meses traías un sueldo a casa. ¿Por qué no vas y les dices que te incorporas de nuevo?

José Luis no le ha contado la verdad a Amparo. O, al menos, no toda la verdad. La conoce muy bien y sabe que hay cosas que es mejor dejarlas caer con cuentagotas. Como decirle que ya no puede volver al Ayuntamiento.

—Ya no puedo volver al Ayuntamiento, Amparo. Renuncié a mi plaza.

—¿Que renunciaste? ¿No me dijiste que te habías cogido una excelencia?

—Se dice excedencia. Sí, eso te dije, pero realmente he pedido el cese voluntario. No quiero volver allí nunca más.

—La madre que te parió.—Bueno, que me voy —dice José Luis encaminándose hacia

la puerta.—¡Che, che, che…! Espera un momento.—¿Qué pasa?—¿Cómo que qué pasa? No pensarás ir a asesinar con esa pinta.

José Luis lleva puesto el chándal con el que sale a pasear todos los domingos desde que se casaron (pronto se cumplirán quince años). Es de tactel azul claro con unas franjas en fucsia y blanco.

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—Tengo que llevar ropa cómoda, mujer. Imagínate que tengo que perseguir a alguna víctima o forcejear con ella. Mira lo que ha pasado esta mañana...

—Ni víctima, ni «víctimo». Ahora mismo te quitas el chándal y te pones un pantalón y una camisa como Dios manda. Que en vez de un asesino vas a parecer un yonki.

José Luis cree que la clave del éxito de su matrimonio se basa en hacer caso a su mujer en casi todo lo que le dice (además suele llevar razón), así que vuelve al dormitorio y se cambia de atuendo.

—Y otra cosa —le dice Amparo cuando regresa al salón—. ¿Has pensado en lo de la firma?

«La firma». El cerebro de José Luis se esfuerza en recordar algo que le haya dicho su mujer en relación a una firma, pero no obtie-ne resultado. Habrá sido una de esas veces en las que ella le habla y él, al cabo de dos minutos, se pone a pensar en sus cosas.

—¿Qué firma?—Menudo asesino estás tú hecho. ¿No has visto en las pelícu-

las que todos los asesinos en serie dejan algo al lado de la víctima a modo de firma para que la policía sepa que lo han hecho ellos?

—Ah, ya. Pues… ahora mismo no se me ocurre nada —reco-noce José Luis rascándose el mentón—. Lo de dejar un naipe ya lo hizo alguien, ¿verdad?

—Sí, ese era «el asesino de la baraja». Mira, se me ocurre una cosa. Llévate unos polvorones en el maletín, que han sobrado muchos de las Navidades, y cada vez que mates a alguien te co-mes uno y dejas el envoltorio al lado. Así se van gastando.

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—¡Pero venga, Amparo! ¿El Asesino del polvorón? ¿Qué quie-res, que se pitorreen de mí?

—Pues hijo, yo no lo veo tan mal. Suena castizo.—¡Que no, mujer! Tiene que ser un nombre que infunda res-

peto. Por ejemplo, algún animal depredador. El Coyote, el Cha-cal, el Tigre…

—Esos ya están muy vistos, José Luis. Mejor algo más exótico. ¿Qué te parece el Guacamayo del Manzanares? ¿O el Mandril de Carabanchel?

—No sé, Amparo, no lo veo claro. Ya lo pensaré en otro mo-mento, que ahora me tengo que ir —dice José Luis cogiendo las llaves y el abrigo.

—No vuelvas tarde. Acuérdate de que hoy vienen a cenar mi hermana y su pareja.

—Es verdad, se me había olvidado. Oye, no le habrás contado nada de esto a tu hermana…

—¿Qué quieres que le diga? —le reprocha Amparo—. ¿Que en vez de hacer fotocopias y subir persianas ahora te vas a dedicar a ir matando gente por ahí?

—Tú de momento no comentes nada. Cuando sea algo más estable, ya se lo contaremos a la familia. Bueno, que me voy. De-séame suerte.

—Bájate la basura, anda.

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SEGUNDA PARTE

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CAPÍTULO 10

Vengo a matarla

Vicenta ha regresado a casa después de confesarse y está sen-tada frente al ordenador, a punto de iniciar una videocon-

ferencia con uno de sus contactos de Tinder. Se acerca el fin de semana y hay que buscar plan.

En ese momento, suena el timbre del portero automático. «Ya vienen a venderme alguna tontería», piensa. De mala gana, se levanta de su asiento, acude al recibidor y descuelga el telefonillo, dispuesta a mandar a freír espárragos a quien sea.

—¿Quién es?—Señora, ¿me puede abrir, por favor? —pregunta una voz

mustia, tirando a desganada.—¿Qué quería?—Vengo a matarla.—¿Cómo dice?—Que vengo a matarla.—Pero ¿quién es usted?—Me llamo José Luis. —¿Y por qué me quiere matar usted a mí?—A ver, no es que yo la quiera matar a usted en concreto...

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—¿Entonces?—Es que yo quería asesinar a una señora mayor y menuda

cualquiera y la he visto entrar en el portal hace un rato.—Ahhh… ¿Y cómo ha sabido el piso en el que vivo?—Porque poco después la he visto asomarse a la ventana.—Vaya, qué mala suerte... —lamenta Vicenta.—Pues sí que puede ser mala suerte, no le digo yo que no.

Pero bueno, ¿me va a abrir? —Oiga, ¿no será usted un vendedor a domicilio? Es que ya no

saben qué inventar para que les abran la puerta.—¡No, por Dios, señora! Yo no vendo nada. Yo solo soy un

asesino en serie. Entro, la mato y me marcho.—¿De verdad?—Tiene usted mi palabra.—Bueno, ande, suba.

Al cabo de unos minutos suena el timbre. Vicenta abre la puerta, manteniendo la cadena de seguridad echada, y se asoma con cautela. En el descansillo está José Luis, jadeando en cuclillas y pensando que va a tener que apuntarse al gimnasio si quiere desempeñar su nueva profesión con solvencia. Lo de «transfor-mar los puntos débiles en fuertes», que decía el libro.

—Pero ¿qué hace usted ahí agachado? —le pregunta Vicenta, extrañada.

—Disculpe, señora... Creo que nunca… nunca había subi-do… cinco pisos andando...

—Es lo malo de estas fincas tan antiguas, hijo, que no hay es-pacio para instalar un ascensor. Ande, levántese, que pueda verle bien.

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José Luis se pone de pie, todavía fatigado por el esfuerzo. No es más alto que Vicenta. Ni tampoco mucho más ancho.

—¡Vaya, qué chasco! —lamenta Vicenta abriendo la puerta de par en par.

—¿Cómo que «qué chasco»? —Pues que yo esperaba a un asesino con mejor planta, como

los de las películas. Del estilo de «Pol Niuman» o «Charton Ges-ton».

—Qué se le va a hacer, señora —contesta José Luis, algo mo-lesto—. Tampoco es usted Ava Gardner.

—Eso es verdad, me parezco más a Sofía Loren. Pero, oiga, ¿es que acaso piensa violarme también? ¡A ver si se le va a ocurrir hacerlo cuando esté muerta, que eso es una cochinada! Si lo tiene que hacer, primero me viola y luego me mata.

—¿Perdón?—Nada, nada... Ande, pase. ¿Cómo dijo que se llama?—José Luis. Me llamo José Luis. ¿Está usted sola en casa? —

pregunta José Luis mirando a su alrededor.—Pues sí, hijo, ahora vivo sola. Mi maridó murió hace un mes

y medio.—Vaya, lo siento. —No se apure. Venga por aquí, siéntese en el sofá. ¿Quiere

usted tomar algo?—No, gracias. No quiero molestarla más de lo necesario. Ade-

más, tengo un poco de prisa; hoy vienen mis cuñados a cenar a casa.

—No me irá a rechazar un café con leche. Ahora mismo iba a preparar uno para mí.

—Bueno, venga. Un cafetito rápido y a la faena. Corto de café y muy caliente, si no es mucho pedir.

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—Qué casualidad, igual que lo tomaba mi marido…

Vicenta abandona el salón y José Luis la escucha cacharrear en la cocina. «Qué suerte haber encontrado una víctima tan compla-ciente y educada —piensa—. Así da gusto ser asesino».

—Y ahora que dice lo de la faena —grita Vicenta desde el otro lado de la pared—,  ¿no le importaría a usted venir a matarme mañana? Es que los viernes tengo partida de cartas con las amigas y es un poco tarde para avisarlas si voy a faltar.

—Mañana no puedo, señora. Los sábados voy a hacer la com-pra con mi mujer. Si le viene muy mal que la mate hoy, puedo venir el lunes.

—No, hombre, déjelo. No vaya a ser que su jefe le regañe por mi culpa.

—Yo no tengo jefe. Yo asesino por mi cuenta.

Vicenta regresa al salón portando una bandeja con dos tazas de café humeante. La deposita sobre una pequeña mesa auxiliar y se sienta junto a José Luis, que no se ha movido del sitio.

—Hace usted muy bien —dice Vicenta, convencida—. Lo mejor es trabajar para uno mismo. ¿Y qué tal le va?

—No la voy a engañar. Hoy es mi primer día y aún no me he estrenado —reconoce José Luis, omitiendo a propósito las tenta-tivas fallidas.

—¡Vaya, así que soy la primera! —Eso parece.—Pues qué ilusión. Y, si no es indiscreción, ¿a qué se dedicaba

usted antes de esto de asesinar?

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—He estado casi veinticinco años de conserje en el Ayunta-miento.

—De conserje a asesino. ¡Vaya cambio de tercio! —La verdad es que sí. No tiene mucho que ver una cosa con

otra, aunque más de una vez me han dado ganas de matar a al-guien en el trabajo. No sabe usted lo maleducada que es la gente.

—Ya me imagino. Oiga, una cosa que le quería preguntar… ¿de qué forma va a matarme?

—Pues... eso mismo estaba pensando yo —confiesa José Luis—, porque me acabo de dar cuenta de que me he dejado el maletín de trabajo en casa. ¿No tendrá un cuchillo que corte bien, de esos de picar cebolla?

—¡Uy, no! Con cuchillo no, que lo he visto en las películas y luego se pone todo hecho un asco.

—¿Y si la tiro por la ventana? —¡Ni hablar! Yo soy una mujer de buena posición y tengo

que morirme en la cama, no despanzurrada en el patio. Ande, mire en el cajón de herramientas, a ver si encuentra algo que le sirva —dice Vicenta señalando al mueble sobre el que descansa el televisor.

José Luis se levanta del sofá, abre el cajón y revisa el contenido en busca de un arma adecuada. Un alicate oxidado, un punzón, un destornillador de estrella, varios clavos sueltos, un martillo…

—Mire, este martillo puede valer. Si la golpeo así en la cabe-za... ¡chas, chas, chas!

—¡Quite, quite, no sea burro, hombre! Tiene que ser usted más elegante.

—Es que no se me ocurre otra forma…

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—Yo le sugiero, si me lo permite, que me asfixie con una al-mohada. Es mucho más limpio y no deja señales. 

—¡Ah, pues mire! Me parece buena idea.—Ande, tómese el café, que se le va a enfriar —dice Vicenta

levantándose del sofá—. Yo mientras me voy a cambiar de ves-tido. Le espero en el dormitorio; es la última puerta del pasillo.

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La cosecha, manual o mecánica, se realiza habitualmente una vez al año, cuando las bayas están maduras y presentan un color rojo oscuro.

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CAPÍTULO 11

Asesino, pero honrado

José Luis añade dos cucharadas de azúcar al café y lo bebe de un trago. Quizás habría sido mejor idea tomar una tila; su pri-

mer asesinato está al caer y la excitación le está provocando que el corazón se acelere y le suden las manos. No recuerda que en el libro de autoayuda hubiera algún capítulo dedicado a controlar los nervios; vaya por Dios.

Pasados unos minutos, se levanta del sofá, se asoma al pasillo y pregunta en voz alta:

—¿Está usted lista, señora? ¿Puedo entrar ya?—¡Sí! ¡Pase! —le responde Vicenta.

José Luis entra en el dormitorio y observa a Vicenta, que se ha puesto un vestido estampado de tonos verdosos y trata de tum-barse en la cama con cierta dificultad.

—Espere, déjeme que la ayude —se ofrece José Luis.—Quite, quite —rehúsa Vicenta mientras termina de acomo-

darse—. Deje que lo haga yo sola, a ver si me va a romper un hueso, que los tengo muy delicados.

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—Como usted quiera.—Mire, coja esa almohada de ahí. Le acabo de cambiar la

funda.

José Luis se quita el abrigo, lo dobla cuidadosamente y lo deja sobre una butaca. Después coge el almohadón y se sienta a horcaja-das encima de Vicenta, procurando no aplastarla. Ha llegado el mo-mento. Su carrera como asesino en serie está a punto de comenzar.

—Bueno, vamos con ello. Si quiere usted decir unas últimas palabras…

—Pues ahora mismo… no sé —niega Vicenta, pensativa—. ¡Ah, sí! Una cosa le digo, no se le ocurra llevarse nada de la casa después de matarme.

—¡Señora, por favor! Que uno es un asesino, pero honrado.—Eso espero. Venga, póngame la almohada en la cara y aprie-

te bien fuerte. Que sea una cosa rápida.—Allá voy —dice José Luis obedeciendo—. ¿Así está bien?—Mmmmm... Maff fuefte... —murmura Vicenta entre gru-

ñidos—. Uf poco maff fuefte...—¿Así?—Mmmm... Maff fuefte, homfre... mmmm.... ¡Maff fuefte!—¡No tengo más fuerza, señora! —protesta José Luis.—¡Ay, pare, pare, que me estoy ahogando! —exclama Vicenta

apartando la almohada y recuperando el aliento—. Es que estas cosas hay que hacerlas con más ganas. Ande, mejor vaya a por el martillo.

—Va a ser mejor, sí.

José Luis se ausenta del dormitorio. En menos de un minuto, regresa con la herramienta en la mano y se coloca de rodillas en la cama, al lado de Vicenta.

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—Ya estoy preparado, señora. Cuando usted diga.—Bueno, pero deme usted un martillazo bien fuerte. No me

tenga aquí toda la tarde con esto.—Descuide, que le pondré todas las ganas que pueda. Vamos

allá —dice José Luis levantando el martillo—. A la de una, a la de dos...

—¡Espere!—exclama Vicenta—. ¡El gato!—¿Qué gato?—Mi gato, Alejandro. Tendré que dejarle comida y agua para

varios días, hasta que los vecinos llamen a la policía porque em-piece a oler a muerto en las escaleras.

—No se preocupe, señora. Cuando termine con lo suyo, yo le dejo al animal comida y agua suficientes.

—Que no se le olvide, por favor. Alejandro es un gato muy serio con sus cosas.

—Usted tranquila. Venga, que voy... A la de una, a la de dos y a la de...

—¡Un momento!—¡Pero bueno! —se desespera José Luis—. ¿¡Y ahora qué pasa!?—¡Los veinte euros!—¿¡Qué veinte euros!?—Los que le presté ayer a Conchita, la vecina del tercero, en la

pescadería. Dígale que me los eche en el buzón, o le da usted mi libreta del banco y que me…

—¡Mire, señora, así no hay quien asesine! ¡Haga usted el favor de estarse quieta y no interrumpirme! Y además, ¿para qué quiere los veinte euros? ¡Si a donde la voy a mandar no hace falta llevar dinero!

—Ya lo sé, pero es que esta Conchita siempre me hace lo mis-mo y me da mucha rabia —le explica Vicenta—. Que si «me he dejado la cartera en casa», que si «se me ha olvidado sacar dine...

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—¡Bueno, ya está bien de cháchara! No me haga perder más tiempo, que al final voy a llegar tarde a casa y se me va a enfadar la mujer.

—Usted perdone, ya me callo. Es que es la primera vez que me asesinan y estoy un poco nerviosa.

—Venga, quietecita y en silencio. A la de una... A la de dos... Y a la de... a la de... ummm... ummm…

Una fuerte sensación de opresión atenaza el pecho de José Luis. La mano que sostiene el martillo se agarrota y tiembla como un junco sacudido por el viento. Quizás no tiene la suficiente sangre fría y los nervios le están traicionando. Quizás para convertirse en un asesino no basta con leerse un libro de autoayuda.

—¿Qué le pasa? —pregunta Vicenta.—No sé, señora —dice José Luis aflojándose el cuello de la

camisa—. Creo que... creo que no me encuentro bien. Me falta el aire…

—Pues sí que tiene mal aspecto. Se le está poniendo la misma cara que tenía mi marido antes de morir.

—¡No me diga eso! Ummm... ¿y de qué... ummm... de qué murió su marido?

—De lo mismo que va a morir usted. Le puse veneno en el café con leche.

—Hija de... ummm... hija... de... ummm... 

José Luis no consigue terminar la frase; sus pulmones se han colapsado irremisiblemente y su corazón ha dejado de latir. Antes de caer al suelo fulminado, por su cabeza cruza un último pen-samiento, amargo como el café que se tomó hace unos minutos:

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«Tenías razón, Amparo. Con lo bien que estaba yo de conser-je…».

Vicenta permanece unos minutos tumbada en la cama, en si-lencio, hasta que está completamente segura de que el veneno ha hecho el efecto deseado. Con mucha calma, se incorpora, se recoloca el vestido y contempla el cuerpo sin vida de José Luis. Dos víctimas en menos de dos meses. No es necesario leer ningún libro para convertirse en un asesino.

—¡Ay, pimpollo!  —exclama como si José Luis aún pudie-ra oírla—. ¡Y tú pensando que la mala suerte era la mía! Ya me amargó la vida demasiados años el cafre de mi marido como para que un asesino de pacotilla como tú venga a fastidiarme lo que me queda.

Tras asegurarse de que Alejandro tiene comida y agua en sus cuencos, Vicenta coge el abrigo y el bolso, sale de casa y echa a andar a paso ligero (su paso ligero) calle abajo. La están esperando y no le gusta llegar tarde.

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La mezcla se pasa sobre una malla de platino que actúa como catalizador. La reacción tiene lugar a más de 1000 °C y a presión atmosférica.

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CAPÍTULO 12

Me ha surgido un contratiempo

«Ding, dong…»

—¡Abrid la puerta, chicas, que tengo las manos ocupadas! —grita Virtudes desde la cocina.

Como todos los viernes desde hace varios lustros, Vicenta, Mercedes, Marisa y Virtudes se reúnen en casa de esta última para jugar a las cartas y contarse sus cosas. Entre las cuatro suman tres prótesis de cadera, seis matrimonios y trescientos veintiún años.

—¡Vamos, guapa, que llegas tarde! —gruñe Mercedes nada más abrir la puerta.

—¡Ay, nenas, perdonad el retraso! —se disculpa Vicenta, vi-siblemente sofocada.

—¿Qué pasa, que estabas revolcándote con tu último amigo, el Bigotes, y se te han pegado las sábanas?

—¡Qué va! Es que me ha surgido un contratiempo. Además, al Bigotes, como tú dices, le di boleto la semana pasada.

—Anda, ¿y eso? —pregunta Marisa.

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—Porque, a la hora de rematar la faena, no se le levantaba la cosa —explica Vicenta—. Lo intentamos varias veces, y nada. Por eso me gustan a mí más jovencitos.

—Pues hija, tú dale una pastillita de esas azules. A mi último marido, cuando se tomaba una, se le ponía el asunto más tieso que la pata de un perro «envenenao».

—¡Qué bruta eres, Marisa, por Dios! —exclama Mercedes—. Venga, sentaos las dos, que vamos a empezar la partida. ¡Virtudes, vente para acá, que ya estamos todas!

Virtudes entra en el salón portando una bandeja con una bo-tella de anís sin abrir, cuatro vasos y un plato lleno de pastas de mantequilla. La mayoría de los días, al terminar la partida suelen quedar algunas pastas en el plato. La botella vuelve indefectible-mente vacía a la cocina.

Las cuatro mujeres se sientan a la mesa y Mercedes, que siempre lleva la voz cantante, saca la baraja de naipes de su estuche.

—Toma, Marisa. Hoy empiezas tú a repartir.—Trae aquí.

Marisa mezcla las cartas con destreza, a pesar de su pulso tem-bloroso, y reparte tres cartas a cada jugadora, incluida ella. Des-pués coloca una carta boca arriba en el centro de la mesa, como mandan las reglas de la brisca. Pintan bastos.

—¡Ay, hija, qué mano tienes! —se queja Virtudes—. ¡Ni una carta buena me has dado!

—¡Ya estamos como siempre! Serás tú, que tienes mala suerte. Igual que con los hombres.

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—Chicas, no empecéis —trata de apaciguar Mercedes—. Vi-centa, te toca salir a ti.

A Vicenta le podrían haber dado tres lonchas de jamón serra-no en vez de tres cartas y no se habría dado cuenta. Su cuerpo está en casa de Virtudes, pero su cabeza lleva un rato en otra parte.

—Vicenta —insiste Mercedes—. ¡Vicenta!—¿Qué? ¿Qué pasa?—¿Te ha dado un aire o qué? ¡Que tienes que echar carta!—¡Ah, sí! Voy.

Vicenta suelta sus tres cartas sobre la mesa, coge la baraja y comienza a repartir una nueva mano a sus compañeras.

—Pero ¿se puede saber qué estás haciendo? —se enfada Mer-cedes—. ¡Que tienes que echar una carta de las tuyas, no repartir otra vez! ¡Haz el favor de centrarte!

—Ah, sí, sí…—A ti te pasa algo, Vicenta —le dice Marisa, que no se le

escapa una.—Pues sí. Que tengo un muerto en casa. —Bueno, venga. Echa una carta —ordena Mercedes—, que si

no, no vamos a empez… ¿Qué has dicho, Vicenta?—Que tengo un muerto en casa.—¡Anda bueno, ya se está inventando cosas! —exclama Vir-

tudes, escaldada de que Vicenta les cuente alguna mentirijilla de vez en cuando.

—¡Calla, Virtu! ¿Qué es eso de que tienes un muerto en casa, Vicenta? —insiste Mercedes—. ¿Es tu gato? ¿Se ha muerto Ale-jandro?

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—¡Uy, no, no! Alejandro está divinamente. Es otro. Un señor.—¿Un señor? Vicenta, ¿estás diciendo que hay un señor muer-

to en tu casa?—Eso estoy diciendo, Mercedes.—¿Y qué hace allí?—Pues chica —tercia Marisa con su ironía habitual—, si dice

que está muerto, no estará haciendo nada.—¡Déjala que se explique, córcholis!—Es un señor que había ido a matarme —aclara Vicenta.—¿A matarte? ¿A ti? ¿Y eso por qué? —Mercedes sigue llevan-

do el peso del interrogatorio.—¡Ay, Mercedes, nena! ¡Y yo qué sé! Era un asesino en serie

de esos…—O sea, que un señor ha ido a matarte a tu casa y ahora resul-

ta que es él el que está muerto.—Eso es.—¡Que se lo está inventando, no la hagáis caso! —repite Vir-

tudes.—¿Y de qué ha muerto? —pregunta Marisa.—Le he matado yo.—¿¡Que le has matado tú!? —exclama Mercedes—. ¿¡Cómo!?—Pues igual que hice con mi marido. Echándole veneno en

el café con leche.—¡Ay, la Virgen! ¿¡Tú mataste a Eugenio!? —se escandaliza

Virtudes, la más recatada de las cuatro—. Pero ¿lo de Eugenio no fue un infarto? Oye, esto no será otra milonga de las tuyas, que te conozco…

—Eugenio estaba delicado del corazón —explica Vicenta—. A los de la ambulancia les dije que me lo encontré muerto en el sofá cuando terminé de recoger la cocina, y se lo creyeron. Como era muy mayor, no se molestaron en hacerle la autopsia.

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—¿Y por qué le mataste? —insiste Virtudes.

Vicenta toma su vaso de anís y bebe un generoso sorbo antes de contestar. La respuesta la tiene muy clara, pero, paradójica-mente, hay cosas que es más fácil hacerlas que contarlas.

—Parece mentira que me lo preguntes. Ya sabéis cómo era. Nunca se preocupó por mí, ni por mis ilusiones. Solo quería una mujer guapa a su lado; aunque en la cama tampoco me hacía mucho caso, ya ves tú. Siempre me trató como una sirvienta. La pena es haber tenido que llegar a los ochenta años para reunir el valor suficiente de quitármelo de encima.

—Mujer, ¿y no podrías haberte divorciado?—Eso es lo que tendría que haber hecho hace muchos años,

Virtudes —reconoce Vicenta con amargura—. Pero a estas altu-ras no merece la pena meterte en juicios y abogados. Sale más a cuenta cargártelo y cobrar la pensión de viudedad.

—¡La madre que te parió! ¡Qué callado te lo tenías, jodía! —ríe Marisa.

—Bueno, dejad lo de Eugenio para otro momento, que ese ya está enterrado —pide Mercedes intentando poner orden—. Ahora tenemos entre manos otro asunto más urgente. Vamos a ver, Vicenta. Que yo me aclare. Un hombre ha ido a tu casa con intención de ma-tarte, le has dado un café con leche envenenado y ahora está fiambre.

—Sí, señora.—¿Y qué has hecho con el cuerpo?—Pues qué voy a hacer, dejarlo donde cayó. En el suelo, al

lado de la cama.—¿Y qué hacía en tu dormitorio? —pregunta Virtudes, alar-

mada—. ¡Ay, Vicenta! No te habrá violado, ¿verdad?

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—Pero qué tontería estás diciendo, ¿quién va a querer violar a una vieja? —suelta Marisa.

—¡Oye, guapa, vieja lo serás tú! —protesta Vicenta—. Yo es-toy igualita que Sofía Loren; madura pero de buen ver todavía. ¡Ya quisieran muchas! Pero no, no me ha puesto la mano encima. Se le veía muy formalito.

Las cuatro mujeres se sumen en un largo silencio. Siguen sos-teniendo las cartas en la mano, pero sus mentes están muy lejos de la mesa. A este juego no han jugado nunca.

Al cabo de unos minutos, Mercedes se bebe de un solo trago su vaso de anís y toma la iniciativa, como de costumbre.

—Bueno, pues algo habrá que hacer. No pensarás pasar la no-che con un cadáver a los pies de la cama.

—¿Cómo que «algo habrá que hacer»? —inquiere Virtudes, alterada—. ¿Es que no pensáis llamar a la policía?

—De policía, nada —niega Mercedes—, que luego se ponen a husmear y nos acaban metiendo en un lío.

—Eso es verdad, nenas. —Vicenta apura su vaso y vuelve a rellenarlo—. Esto tenemos que apañarlo entre nosotras.

—¿Entre nosotras? Pero ¿qué quieres, que nos metan a las cua-tro en la cárcel? —clama Virtudes.

—Que no, mujer. Que a las viejas no las meten en la cárcel —asegura Marisa.

—¡Y dale! ¡Vieja lo serás tú! —protesta otra vez Vicenta.—A ver, chicas... —Mercedes vuelve a poner orden—. No

podemos dejar a Vicenta sola con esto. Ahora mismo nos vamos las cuatro a su casa y vemos cómo solucionamos el asunto del cadáver.

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—¡Uy, no! ¡Conmigo no contéis! —rehúsa Virtudes—. Yo no quiero ser cómplice de un asesinato.

—Venga, no seas mohína, Virtu. Para una cosa emocionante que nos pasa en la vida...

—¡Que no, Merce, que no! ¡Que yo no quiero líos!—Pues tú te lo pierdes. Nosotras tres nos vamos —sentencia

Mercedes poniéndose en pie—. Coged los abrigos y la botella de anís, que nos va a hacer falta.

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CAPÍTULO 13

Muchas películas has visto tú

Mercedes, Marisa y Vicenta llegan al portal de esta última y suben las escaleras con mucho sigilo. Reza el refrán que

«las paredes oyen», y las de esta finca tienen el oído muy fino.

—Anda, pues no huele mal —dice Marisa arrugando la nariz en cuanto entran en el apartamento.

—¿Y por qué tiene que oler mal? —pregunta Vicenta—. Mi casa está limpia como una patena, guapa.

—En las películas, cuando los policías entran en la casa donde hay un cadáver, se tapan la nariz con un pañuelo porque huele a podrido.

—Mujer, eso es cuando llevan varios días muertos —aclara Mercedes—. Este hombre no lleva fiambre ni dos horas. A ver, vamos al dormitorio.

—¿Vais a entrar? ¿Y si nos hace algo?—Pero ¿qué nos va a hacer, Marisa? Está muerto —asevera

Vicenta.—¿Tú estás segura de que le has matado bien? Que hay veces

que parece que están muertos, pero luego no.—Muchas películas has visto tú —dice Mercedes con sorna.

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—Bueno, bueno, yo solo aviso. Luego si nos hace algo, no os quejéis.

Las tres avanzan muy juntas por el pasillo. Mercedes abre la puerta del dormitorio y entra en primer lugar. En el suelo está José Luis, tal y como cayó de la cama, con los ojos vueltos y la lengua fuera de la boca.

—Mira, Marisa, asómate. ¿Tú crees que este hombre se va a levantar a hacernos algo?

—Uy, pues no. La verdad es que tiene pinta de estar bastante muerto.

—Pues eso.—Si ya os he dicho yo que le había matado —insiste Vicenta.—¡Qué carita más mustia tiene…! —¿Y qué cara esperas que tenga un muerto, Marisa? —pre-

gunta Mercedes.—¡Ay, yo qué sé! En los velatorios tienen mejor pinta.—Eso es porque los maquillan —explica Vicenta, que se acuer-

da de lo bien que acicalaron a su marido hace un mes y medio.—Pues a este también lo podíamos maquillar un poco —su-

giere Marisa.—Sí, con colorete y pintalabios. Anda, vamos a subirlo a la

cama —ordena Mercedes acercándose al cadáver.—Esperad —pide Vicenta—, que le quito los zapatos para

que no me manche la colcha.—Venga, vamos. A la de una, a la de dos y a la de… ¡tres!

Entre las tres mujeres cogen el cuerpo con decisión y lo tum-ban sobre la cama. Viéndolas actuar, cualquiera pensaría que lle-van toda la vida levantando cadáveres.

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—Anda, pues no pesa mucho —dice Marisa con sorpresa.—La verdad es que era muy poquita cosa. No parecía un ase-

sino —asegura Vicenta—. Bueno, ¿y ahora qué hacemos con él? —Podemos tirarlo por la ventana y que crean que se ha suici-

dado —propone Mercedes.—¿Y va a venir aquí a suicidarse? Lo normal es que se tire por

la ventana de su casa, digo yo.—Tienes razón, Vicenta. Bueno, pues lo bajamos por la esca-

lera y lo echamos al contenedor de basura.—¿Y si nos ve algún vecino? Conchita, la del tercero, está

siempre asomada a la mirilla. Seguro que nos ve y nos mete en un lío.

—Lo enrollamos en la alfombra para que no lo vean —insiste Mercedes, que siempre tiene una salida para todo.

—¡Uy, ni hablar, que la acabo de llevar al tinte y me ha costa-do un dineral!

—Entonces habrá que descuartizarlo y bajarlo en bolsas de basura.

—Pero, Merce, si nos ven bajar muchas bolsas, pueden sospe-char que estamos tramando algo —advierte Marisa.

—Pues hoy sacamos solo una. El resto las metemos en el con-gelador y que Vicenta vaya tirando una cada día.

—No creo que me quepa un señor en el congelador, aunque esté troceado —advierte Vicenta.

—¿No tenías una picadora de carne? —pregunta Marisa.—¡Por Dios bendito! ¡Cómo lo vamos a picar! ¡Pobre hombre!—¡Coño, Vicenta! Para darle un café con veneno no has teni-

do tantos miramientos.—Ya, Marisa, pero es que una cosa es envenenarlo y otra de-

jarlo como un filete ruso. Además, aunque lo piquemos, no creo que quepa entero. Es un congelador pequeño.

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—Nos podemos llevar una bolsa cada una y así lo repartimos —propone Mercedes.

—¡Uy, no, yo a mi casa no me llevo nada! —protesta Mari-sa—. No vaya a ser que me confunda y haga unas albóndigas con él. Que ando muy despistada últimamente.

—Ay, nena, pues lo tiras a la basura antes de llegar a casa. Bue-no, vamos a quitarle la ropa, lo descuartizamos y luego pensamos qué hacemos con los trozos —ordena Mercedes.

Las tres mujeres comienzan a desvestir el cadáver, cada una por una parte del cuerpo. Con mucho cuidado, doblan su ropa y la dejan sobre una butaca. Las cosas bien hechas, bien parecen.

—¿Los calzoncillos también, Merce? —pregunta Vicenta.—Sí, claro.

Vicenta acata la orden y deja al malogrado José Luis tal y como Dios le trajo al mundo. Si antes no parecía un asesino, ahora ni siquiera parece un conserje.

—¡Anda, mira! ¡Qué arrugadita se le ha quedado la pilila! —exclama Marisa—. Oye, ¿también la vamos a echar a la picadora?

—¿Y qué quieres hacer con ella? —pregunta Vicenta.—Ay, no sé… Es que me da cosa tirarla. Igual se la podríamos

mandar a su mujer, si es que estaba casado.—Sí, para que se haga un llavero como si fuera una pata de

conejo —dice Mercedes—. Anda, déjate de tonterías. Vicenta, tráete un cuchillo grande de la cocina.

—Pero ¿le vamos a trocear en la cama? ¡Me vais a poner las sábanas y el colchón hechos un asco!

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—¿Y dónde quieres que lo hagamos? Como no tengas una tabla de cortar del tamaño de este señor…

—Pues en la bañera, Mercedes, que luego se puede fregar con lejía.

—Bueno, venga. De acuerdo. Cogedle otra vez y lo llevamos al cuarto de baño. A la de una, a la de dos y a la de…

«Ding, dong…»

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CAPÍTULO 14

No abras, por si acaso

«Ding, dong…»

Las tres mujeres se quedan quietas como estatuas y en absolu-to silencio, cada una sosteniendo una parte de José Luis. Por unos segundos, los cuatro cuerpos forman un conjunto escultórico a medio camino entre lo macabro y lo esperpéntico.

—¿Quién es, Vicenta? —pregunta Marisa en voz baja.—Pues no sé. El portero, o una vecina, o un vendedor de cual-

quier tontería… Vete tú a saber.—A lo mejor es Virtudes, que se lo ha pensado mejor.—No abras, por si acaso —ordena Mercedes—. Ya se irán.

«Ding, dong…»

«Ding, dong…»

—¡Caray, qué insistencia! —exclama Vicenta—. Bueno, ven-ga, voy a ver quién es. Quedaos aquí y no hagáis ruido.

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Vicenta acude al recibidor y abre la puerta. Son un hombre y una mujer vestidos de uniforme, ambos en torno a los cuarenta años. Parece que la cosa se complica.

—Buenas tardes. ¿Qué desean?—Buenas tardes, señora —saluda la mujer—. Somos de la Po-

licía Nacional.—¿De la Policía? ¿Ha ocurrido algo?—No, tranquila, no se alarme. Es pura rutina. Una vecina nos

ha parado en la calle para decirnos que ha visto a un individuo sospechoso merodeando por el edificio hace unas horas y estamos comprobando que esté todo en orden. ¿Ha visto usted a algún desconocido en el portal o ha recibido la visita de algún extraño?

—Pues no, ahora mismo no recuerdo haber visto ningún ex-traño. Hale, adiós —dice Vicenta cerrando la puerta.

—¿Le importa que pasemos a echar un vistazo? —pregunta el policía bloqueando la puerta con el pie—. Es por su seguridad, será breve.

—¿Ahora? Bueno, es que… es que iba a salir de casa. Mejor vengan otro día.

—No tardaremos ni dos minutos, señora —insiste el agen-te—. Dos minutos y la dejaremos tranquila.

La mente de Vicenta, todavía ágil a pesar de los años, valora en apenas unos segundos todas las posibles opciones y sus conse-cuencias. Y toma una decisión.

—Bueno, ande, pasen y miren lo que quieran. Pero ya que han venido, déjenme que les invite primero a un cafetito con leche.

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En la fase de tueste se obtiene su color, sabor y aroma característicos. El grano es sometido a altas temperaturas que alcanzan los 200°C.

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CAPÍTULO 15

A buenas horas

—Ya está solucionado, nenas —anuncia Vicenta entrando de nuevo al dormitorio.

—¿Quién era? —pregunta Mercedes.—Una pareja de la Policía.—¿La Policía? ¿Y qué querían?—Nada, echar un vistazo.—¿Y qué les has dicho?—Pues que pasasen.—¿Y ya se han ido? —No. Están en el salón.—¿Y qué están haciendo ahí? —pregunta Marisa sorprendida.—Tomándose un café con leche en el sofá.—¿Cómo que tomándose un café en…? ¡Ay, Vicenta! —excla-

ma Mercedes—. ¿No les habrás echado…?—Un poquito.—¡La madre que te parió! ¿¡Te has cargado a los policías tam-

bién!? —¿Qué otra cosa podía hacer? —se excusa Vicenta—. Si lle-

gan a entrar en el dormitorio y ven el cadáver…

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—Pues mujer, podíamos haberlo arropado y decir que es un primo tuyo que ha venido de visita y se está echando la siesta, por ejemplo. Cualquier cosa menos matarlos.

—A buenas horas.—¿Y ahora qué hacemos con los cuerpos? —pregunta Mari-

sa—. Porque no pensaréis meterlos a los tres en la picadora...—No nos libra de la cárcel ni San Pedro —vaticina Mercedes.

Las tres amigas se quedan mirando en silencio el cuerpo de José Luis, que ahora les parece el menor de los problemas. Desha-cerse de un cadáver es como criar un hijo. Uno, es asumible. Más de dos, una odisea.

—Bueno, vamos a tranquilizarnos un poco —dice Vicenta—. ¿Queréis que os prepare una tila?

—¡No! A mí tú no me preparas nada, que le estás cogiendo una afición a eso de echar veneno…

—No seas tonta, Merce. Lo de los policías ha sido un daño colateral, como dicen en las pelícu…

«Ding, dong…»

—¡Ay, Dios! ¡La Policía otra vez! ¡Vienen a por nosotras!—Calma, Marisa. Vamos a ver quién es.

Vicenta se dirige al recibidor, seguida de Mercedes y Marisa, y se asoma sigilosamente a la mirilla de la puerta.

—¿Quién es, Vicenta? —se impacienta Marisa—. ¿La Policía?—Ssschhhh… —susurra Vicenta dándose la vuelta y lleván-

dose un dedo a los labios—. No. No es la Policía.

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—¿Y cómo lo sabes?—Porque es Conchita, la vecina del tercero. Y dudo mucho

que a estas alturas se haya metido a trabajar en la Policía Secreta.—¿Y qué quiere? —pregunta Mercedes en voz baja—. Seguro

que viene a cotillear.—Ay, nena, yo qué sé. Vosotras meteos otra vez en el dormito-

rio, que la voy a mandar rápido de vuelta a su casa.

Mercedes y Marisa regresan junto al cadáver de José Luis. Vi-centa entra en el salón y cubre los cuerpos de ambos policías con una manta. Después vuelve al recibidor, se adecenta el vestido frente al espejo y abre la puerta.

—Hola, Conchita. ¿Qué quieres?—Nada, que hace un rato he visto subir a dos policías por las

escaleras y me estaba preguntando si es que había pasado algo.—Pues no sé, por aquí no han estado. Hale, hasta mañana.

Vicenta cierra la puerta, pero, antes de lograrlo, Conchita se cuela dentro del apartamento y se dirige directamente al salón. Como si fuera un zorro que ha detectado a su presa.

—¡Espera, no entres ahí...!—¡Uy! —exclama Conchita cuando ve los dos bultos que se

intuyen bajo la manta—. ¿Quiénes son esos?—Ehh… puesss… son dos amigas, que están dando una cabe-

zadita —improvisa Vicenta.—¿Tapadas con una manta?—Sí. Es que tenían frío.—¿En la cabeza también?—Es que les molestaba la luz.

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—Ya, pero... —dice la vecina acercándose al sofá —, parece que no respiran, ¿no?

—¿Te apetece un café con leche, Conchita? —le pregunta Vi-centa interponiéndose en su camino.

—No, gracias. No puedo tomar café, tengo la tensión muy alta.

—¿Y una manzanilla?—Ya me he tomado una hace un rato. Oye, qué pies más gran-

des tienen tus amigas… —Conchita sortea a Vicenta y levanta un extremo de la manta—. Y llevan una ropa muy rara, ¿no?

—Ven a la cocina a tomarte una manzanilla, haz el favor.—¡Ay, qué pesada estás! ¡Que no quiero una manzanilla, leñe!—¡Bueno, pues te preparo otra cosa, pero ven a la cocina! —

insiste Vicenta cogiéndola del brazo.

Lo siguiente ocurre en cuestión de pocos segundos, aunque Vicenta lo vive como si fuera la escena a cámara lenta de una película. Mercedes entra de puntillas en el salón con un jarrón de porcelana en las manos. Se acerca a Conchita por la espalda y le asesta un tremendo golpe en la cabeza. El jarrón se hace añicos. Conchita cae al suelo desplomada. Otro cadáver más.

—¡Mercedes! ¿¡Qué haces!? —grita Vicenta.—Pues nena, lo mismo que ibas a hacer tú con la manzanilla,

pero por la vía rápida. ¡A hacer puñetas la tía cotilla esta!

Marisa abandona el dormitorio tras oír los golpes y se acerca por el pasillo.

—¿Qué ha sido ese ruido, chicas?—Otro daño colateral —contesta Mercedes.

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Cuando Marisa entra en el salón y ve a Conchita despatarrada sobre un charco de sangre, se le ponen los ojos como platos.

—¡Coño! ¿¡Qué le ha pasado a tu vecina, Vicenta!?—Nada, que tu amiga Mercedes también le ha cogido el gusto

a cargarse gente.—¡La madre que os parió a las dos! Pero ¿¡es que vais a matar

a todos los que entren por la puerta!?—Mira, podíamos montar una funeraria —ironiza Merce-

des—. Ya tenemos varios clientes antes de abrir.

Después del chiste, que a pesar de lo macabro ha tenido su gracia, las tres vuelven a sumirse en un largo silencio. La situación se les ha ido de las manos.

—Esto se nos ha ido de las manos —dice Vicenta al cabo del rato—. Cuatro muertos, dos de ellos agentes de la ley.

—Derechitas vamos a la cárcel. O a la silla eléctrica—asegura Marisa santiguándose.

—Me temo que solo hay una manera de solucionar esto.—¿Qué quieres decir, Vicenta? —pregunta Mercedes.

Las cosas vienen como vienen, y hay veces en la vida en las que se debe hacer lo que se debe hacer, a pesar de las consecuencias. Y eso Vicenta lo tiene muy bien aprendido de un tiempo a esta parte.

—Marchaos a casa y no os preocupéis, yo me encargo de todo. Aquí nadie va a ir a la cárcel.

—¿Qué piensas hacer, Vicenta? —inquiere Marisa, intrigada.—Ya os enteraréis a su debido tiempo.

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—¡Ay, nena, me estás asustando! —se alarma Mercedes.—Confiad en mí.

Vicenta abandona el salón y regresa al cabo de un minuto con un pequeño paquete envuelto en papel de estraza.

—Tomad, guardaos esto. Quizás os haga falta algún día. Y ahora marchaos y no le digáis a nadie que habéis estado hoy aquí.

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Finalmente, se expulsa el ácido de la solución acuosa en un rectificador y se condensa para obtener un producto de alta pureza con un contenido de agua inferior al 0,5 %.

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CAPÍTULO 16

Otro chorrito de anís

Dos semanas después, en casa de Virtudes…

—Ponme otro vasito de anís, Virtudes, haz el favor.—Ya llevas cuatro, Merce.—Sí, lo sé. Es que desde que pasó lo de Vicenta estoy como

destemplada. Me cuesta entrar en calor.

Virtudes, Mercedes y Marisa están sentadas en torno a la mesa, como cada viernes. La baraja de naipes sigue guardada en su estuche y la silla que solía ocupar Vicenta está vacía.

—¿Vosotras os creéis lo que dicen los periódicos? —pregunta Marisa.

—¿Qué parte?—Lo de que no encontraron su cuerpo. —Ay, nena, yo que sé... —contesta Mercedes negando con

la cabeza—. Los bomberos dijeron que si se encontraba justo al lado de la bombona en el momento de la explosión, el cuerpo podría haberse desintegrado por completo.

—¿Y el gato también? —insiste Marisa.—Pues también, digo yo.

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—¿Y no será que alguien se llevó el cuerpo?—¿Para qué iba a querer nadie llevarse un cuerpo? —pregunta

Virtudes.—No sé, chica… A lo mejor para hacer experimentos.—Muchas películas ves tú, Marisa.—De películas, nada. Solo hay que ver los telediarios. Hay

mucho loco por ahí suelto.

Las tres se quedan un rato en silencio, pensativas. El plato de pastas de mantequilla está intacto. A la botella de anís le queda menos de la mitad.

—La Policía cree que fue un accidente, ¿verdad?—Y mejor que lo crean, Virtu —dice Mercedes convenci-

da—. No me imaginaba yo que Vicenta fuese capaz de hacer algo así, pero la verdad es que era la única forma de ocultar lo que ha-bía ocurrido. Nadie sospecha que las víctimas ya estaban muertas cuando sobrevino la explosión, por lo que nunca se sabrá que fueron envenenadas.

—Todas envenenadas no. A la vecina te la cargaste tú con el jarrón, guapa —apunta Marisa.

—¡Calla, nena, no me lo recuerdes! No sé qué me pasó por la cabeza para hacer eso… Échame otro chorrito de anís, anda.

—Y entonces, ¿cuál es la versión oficial? —inquiere Virtudes.—¿La versión oficial? Pues que dos policías, una mujer mayor,

su vecina y un hombre al que no han podido identificar se en-contraban en la casa cuando explotó la bombona de butano, se-guramente de manera accidental —explica Mercedes—. No hay testigos ni pruebas porque la casa quedó calcinada, así que no saben por qué estaban todos allí.

—¡Qué espanto, madre mía!

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—Pues sí. Y una pena. Ahora que por fin Vicenta había empe-zado a disfrutar de la vida...

De nuevo, las tres amigas se sumergen en un largo silencio. Va-rias lágrimas brotan de sus ojos y se deslizan por las arrugas de sus rostros como si fueran toboganes esculpidos por el paso del tiempo.

—Bueno, ¿y qué hacemos nosotras? —pregunta Marisa pasa-dos unos minutos—. ¿Echamos la partida sin ella?

—Yo no tengo el cuerpo para juegos, chicas —reniega Vir-tudes—. Haz el favor, Mercedes, acércame esa bandeja con la correspondencia, a ver si me ha llegado la carta del balneario. Necesito cambiar de aires y relajarme un poco.

Mercedes entrega a Virtudes una bandeja llena de sobres y pa-peles y esta comienza a ojear el contenido. De repente, se detiene en una postal y la examina extrañada.

—Qué raro, debe de haberse equivocado el cartero…—¿Qué pasa, Virtu? —pregunta Mercedes.—Pues que me ha llegado una postal con matasellos de Punta

Cana, pero no tiene nada escrito, salvo mi nombre y mi dirección.—Trae aquí —le pide Marisa, que toma la postal y le da la

vuelta—. Oye, esta de la foto… ¿no es Sofía Loren?—¿A ver? Sí, es ella. ¿Y por qué me mandan a mí una postal

con la foto de Sofía Lo…—¡La madre que la parió! —exclama Mercedes—. ¡Está viva!—¿Quién? ¿Sofía Loren? —pregunta Virtudes.—¡Qué coño Sofía Loren! ¡Vicenta!

«Ding, dong…»

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CAPÍTULO 17

Somos gente de bien

«Ding, dong…»

—¿Esperas a alguien, Virtudes? —pregunta Marisa.—No. Voy a ver quién es.

Virtudes sale del salón y al cabo de un minuto vuelve con cara de circunstancia. La acompaña un hombre barbudo y corpulento ataviado con sombrero y gabardina. La barba tendrá un mes, o mes y medio. La gabardina, no menos de quince años. A pesar de su as-pecto desaliñado, su figura y sus maneras infunden cierto respeto.

—Buenas tardes, señoras —saluda el recién llegado mostran-do su identificación—. Soy el inspector Valverde, de la Policía Nacional. Disculpen que me presente de esta manera, pero quería hacerles unas preguntas en relación a lo ocurrido hace dos sema-nas en el domicilio de su amiga Vicenta Cuesta.

—Usted dirá —contesta Mercedes.—Además de su amiga, ¿conocían ustedes a alguno de los fa-

llecidos en la explosión?—Conocíamos a Conchita, la vecina. —¿A nadie más? —insiste el inspector.

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—Yo no.—Ni yo —niega Marisa.—Yo tampoco —asegura Virtudes.

El inspector se quita el sombrero y frota su cráneo rasurado, dejando transcurrir unos segundos antes de volver a la carga.

—Déjenme que se lo pregunte de otra forma. ¿Estuvieron us-tedes en el domicilio de Vicenta unas horas antes de que explota-se la bombona de butano?

—No, señor —niega Mercedes tajantemente—. Las cuatro estuvimos aquí jugando a las cartas, como cada viernes. Vicenta se marchó pronto porque tenía que hacer no sé qué cosa, pero nosotras tres nos quedamos un rato más. Al terminar, Marisa y yo nos fuimos a nuestra casa directamente.

—Ya… —El inspector asiente con la cabeza y espera unos instantes antes de continuar hablando, ahora con un tono más severo—. Ustedes saben que faltar a la verdad para entorpecer una investigación policial puede constituir un delito con conse-cuencias penales, ¿verdad?

—¡Oiga, caballero, que nosotras somos gente de bien y no mentimos! —exclama Virtudes.

—Usted probablemente esté diciendo la verdad, señora. Pero —añade el policía señalando a Mercedes y Marisa— tenemos pruebas que demuestran que ustedes dos estuvieron en casa de Vicenta la misma tarde de la explosión.

—¡Eso es mentira! —exclama Mercedes— ¡Se está tirando un farol!

El inspector vuelve a hacer una pausa, aún más larga que la anterior. Sabe que en los interrogatorios el manejo de los tiempos es fundamental.

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—Les advierto que será todo mucho más fácil para ustedes si colaboran con la Justicia.

—¡Que le digo que no, que nosotras no estuvimos en casa de Vicenta ese día, corcho! —insiste Mercedes.

Esta vez el prolongado silencio del inspector Valverde no solo tiene como fin amedrentar a sus interrogadas, sino que lo aprove-cha para tomar asiento parsimoniosamente en la única silla vacía, la de Vicenta.

—Verán, señoras. No sé si sabrán que su amiga Vicenta tenía un ordenador en el dormitorio. Bien, pues resulta que ese ordena-dor tenía instalada una cámara. Esa cámara estaba activada y, ca-sualmente, grabó todo lo ocurrido en la habitación aquella tarde. Afortunadamente para nosotros, aunque me temo que no tanto para ustedes, el disco duro de dicho ordenador no sufrió ningún daño en la explosión y hemos podido recuperar esas imágenes.

Mercedes y Marisa se miran sin decir nada. Ambas están pen-sando lo mismo. La cosa no pinta bien.

—En dicha grabación, que carece de sonido —continúa el inspector—, se aprecia en primer lugar a su amiga Vicenta ten-dida en la cama. Un varón de unos cincuenta años entra en el dormitorio, se quita el abrigo y se sienta a horcajadas encima de ella. A juzgar por las imágenes, parece haber un cierto forcejeo entre ambos con un almohadón. Después el hombre abandona el dormitorio y regresa portando un martillo en la mano, con el que parece dispuesto a agredir a Vicenta. De pronto, el descono-cido se sienta en el borde de la cama durante unos segundos y finalmente cae desplomado al suelo. En toda esta secuencia no se

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evidencia una especial resistencia por parte de Vicenta, pero todo indica que el individuo trataba de causarle algún daño. Me dirán ustedes que no saben nada de esto, ¿verdad?

—Ni idea, agente —niega Marisa—. A lo mejor las imágenes llevan a engaño. Quizás estaban realizando alguna práctica sexual sadomasoquista de esas. Vicenta estaba bastante despendolada desde que se quedó viuda.

—Ya… ¿Y qué creen que le ocurrió al hombre para caer des-plomado?

—Pues a lo mejor se desmayó por la excitación. Vaya usted a saber…

—«Desmayado por la excitación» —repite el inspector con cierta sorna—. El caso es que la grabación continúa y, al cabo de una hora y media, aproximadamente, se aprecia cómo Vicen-ta y otras dos señoras entran en el dormitorio, cogen al señor «desmayado», lo suben a la cama y lo desnudan. ¿Me van a decir que también era para realizar… cómo dijo antes… «una práctica sexual»?

—Esas no somos nosotras —asevera Mercedes con rotundi-dad.

—Señora, por favor. Se las reconoce perfectamente. De hecho usted llevaba el mismo vestido que tiene puesto ahora.

—¡Qué tontería! Es un vestido de unos grandes almacenes, puede haber cientos de ellos por ahí. Precisamente, una compa-ñera de yoga también lo tiene y...

—¡¡¡Basta de tomarme el pelo!!! —ruge el inspector dando un puñetazo en la mesa—. ¡También me dirán que no saben nada de la vecina y los dos agentes de policía que se encontraban en el piso cuando sobrevino la explosión, ¿verdad?!

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Mercedes y Marisa vuelven a mirarse en silencio. Dice el re-frán que las mentiras tienen las patas muy cortas. Y las suyas, además de cortas, son finas y están cuajadas de varices. Ambas intuyen (saben) que cualquier cosa que digan será inútil.

—Bien, siento mucho llegar a este punto —dice el policía le-vantándose de la silla—, pero veo que no me dejan otra opción. No sé qué demonios pasó en esa casa, pero ahora mismo se vie-nen ustedes dos conmigo a comisaría en calidad de detenidas.

Dicen que la verdadera esencia del individuo aflora en las situaciones de crisis. Virtudes nunca ha sido una mujer echada para delante, más bien al contrario. Quizás nunca ha tenido la oportunidad o la necesidad de tomar las riendas, pero ahora es la única persona que puede salvar el cuello a sus amigas.

—Espere un momento, señor inspector —ruega Virtudes con su sonrisa más dulce—. Yo creo que podemos calmarnos un poco y aclarar este asunto sin tener que llegar a ese extremo, ¿verdad, chicas?

Ambas asienten con la cabeza, sorprendidas por la tranquili-dad y convicción que destila su amiga. Virtudes se pone en pie y, con el mismo tono amable, se dirige de nuevo al policía.

—Estoy segura de que Mercedes y Marisa están dispuestas a explicarle con detalle qué ocurrió aquella tarde. Pero, por favor, siéntese de nuevo y déjeme que le invite antes a un café con leche.

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Para disimular el amargo sabor de esta sustancia, es conveniente diluirla en un líquido fuertemente aromático, como por ejemplo una taza de café.

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EPÍLOGO

VICENTA

Aquella tarde de viernes, la de la explosión, ya era casi de no-che cuando Mercedes y Marisa se marcharon a casa y dejaron a Vicenta sola en su apartamento. En su sofá yacía inerte una pareja de policías cuyo único error había sido hacer bien su trabajo y velar por el bienestar de los ciudadanos. En el suelo estaba tam-bién Conchita, la malograda vecina a quien, al igual que el gato del refrán, la curiosidad había dado un último empujón hacia la sepultura. Y sobre la cama del dormitorio, desnudo como Dios le trajo al mundo, descansaba el cadáver de José Luis, un hastiado conserje que había pagado con su propia vida la desafortunada decisión de convertirse en asesino en serie.

Con la lentitud propia de su edad pero con firme determi-nación, Vicenta encadenó varias acciones. Primero preparó una maleta con ropa y varios objetos personales, incluidas una peluca de cabello rizado y cobrizo y dos juegos de lentillas de color verde que años atrás usaba para transformarse en su admirada Sofía Loren (y con quien realmente guardaba un parecido bastante ra-zonable, todo sea dicho). Después reunió su documentación y una generosa cantidad de dinero en metálico que escondía en un compartimento secreto de su escritorio.

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Posteriormente, sirvió a su gato Alejandro un cuenco rebosante de su comida enlatada preferida. Una vez el animal hubo saciado su apetito, lo introdujo dentro de una maleta especialmente diseña-da para transportar mascotas de reducido tamaño. Cerró todas las ventanas, encendió una vela que colocó sobre el televisor y entró en la cocina para abrir la válvula de la bombona de butano.

Tras comprobar que todo estaba en orden, salió de casa con ambas maletas (la de la ropa y la del gato) y tomó un taxi que la llevó al aeropuerto.

Jamás se había subido a un avión. De hecho, jamás había salido de Madrid en el último medio siglo, exceptuando los rutinarios viajes que realizaba dos o tres veces al año al pueblo de su marido. Tuvo la fortuna de que el primer vuelo en el que consiguió plaza partía rumbo a una isla caribeña de habla hispana.

Nueve horas después de despegar, Vicenta aterrizaba en Punta Cana dispuesta a exprimir al máximo los años que le quedasen por delante.

JOSÉ LUIS

La carrera de asesino en serie de José Luis fue, dentro de ese gremio, la más breve y desastrosa que se conoce. Falleció en su primera jornada laboral sin haber conseguido matar a nadie. Más bien al contrario; había logrado sin quererlo que el suicida del puente del río Manzanares perdiera las ganas de quitarse la vida, al menos por aquel día.

Por si fuera poco, su cuerpo resultó tan desmigado y achicha-rrado después de la explosión, que la Policía Científica no pudo

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establecer su identidad. De esta forma, su muerte quedó en un vacío terrible y a la vez irónico: ni su familia supo que había falle-cido en aquel incidente, ni las autoridades averiguaron de quién era el cadáver. Con lo bien que estaba él de conserje…

CONCHITA Y LA PAREJA DE POLICIAS

Ya son ustedes sabedores de cómo murieron las otras tres personas que, además de José Luis, visitaron el apartamento de Vicenta la tarde de la explosión: los dos policías fueron enve-nenados por atender la llamada del deber y la vecina Conchita acabó con la sesera abierta por meterse donde no la llamaban. A pesar del lamentable estado en el que se encontraban, sus cadá-veres pudieron ser identificados por los miembros de la Policia Científica.

A los agentes les concedieron la Medalla al Mérito Policial (a título póstumo, evidentemente) por fallecer en acto de servicio y fueron enterrados con los honores oficiales correspondientes.

A Conchita, sin embargo, la enterraron con una breve y mo-desta ceremonia. La medalla que reposaba junto a sus restos no era de las que reconocen mérito alguno, sino de Nuestra Señora de las Angustias, la patrona de su pueblo, que esta vez no la pro-tegió como a ella le habría gustado.

AMPARO

Amparo nunca supo qué le ocurrió a José Luis aquel día que salió de casa para no regresar jamás, aunque estaba segura de que su nuevo «trabajo» tenía algo (o mucho) que ver en ello.

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Cuando acudió a la Policía para denunciar su desaparición, no se atrevió a confesar a qué se estaba dedicando su marido. Temía que la acusaran de ser cómplice o la señalaran en el barrio como «la mujer del asesino».

Al no existir un certificado de defunción de José Luis, Amparo perdió el derecho a recibir la pensión de viudedad. Lo que gana-ba lavando cabezas en la peluquería no era suficiente para poder subsistir, así que tomó una decisión.

No deja de ser otra ironía macabra del destino el hecho de que el libro de autoayuda que arrastró a José Luis a la muerte fue el mismo que leyó su mujer semanas después y la animó a pedir un crédito al banco para montar su propio negocio, que resultó lo bastante próspero como para ganarse la vida.

Los libros, como otras muchas cosas, se convierten en buenos o malos aliados en función de los ojos que los lean.

ALEJANDRO, EL PÁRROCO Y EL TÉCNICO INFOR-MÁTICO

El gato Alejandro, el párroco con el que solía confesarse Vi-centa y el joven que acudió a casa de esta para instalarle el orde-nador comparten una circunstancia destacable: a diferencia del resto de protagonistas de esta historia, sus vidas apenas se vieron alteradas por los hechos acaecidos.

A Alejandro, su dueña lo metió dentro de una maleta para transportar animales y lo montó en un avión. Después de aterri-zar en Punta Cana, continuó haciendo las mismas cosas de gatos que hacía en Madrid: rozarse por las esquinas, lamerse las patas,

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cazar ratones, etc. Si acaso, pudo notar que el paisaje era diferente y el clima más cálido, pero seguramente no le daría mucha im-portancia. Los gatos suelen estar a lo suyo.

El párroco, tras recibir la noticia de la explosión en casa de Vi-centa, rezó varias plegarias por ella y después continuó haciendo el resto de cosas que hacen los curas. Que, si les digo la verdad, no conozco muy bien cuáles son, así que no les puedo dar detalle.

Y el técnico informático, ese muchacho guapo y moreno que hablaba con un acento peculiar y que casualmente era dominica-no nacido en Punta Cana, ni siquiera se llegó a enterar de lo que ocurrió en aquel apartamento unas semanas después de su visita. Así que tampoco merece la pena seguirle la pista.

EL INSPECTOR

Este sí que hizo un papelón. El inspector Valverde estaba muy orgulloso de sí mismo. Gra-

cias a una gran capacidad de persuasión perfeccionada a lo lar-go de incontables interrogatorios, había logrado que Mercedes y Marisa se prestasen a confesar qué había ocurrido en el apar-tamento de Vicenta durante las horas previas a la explosión que se llevó por delante la vida de cinco personas. O quizás solo cua-tro, porque su olfato de sabueso le decía que, aunque era posible que el cuerpo de la dueña de la casa se hubiera desintegrado por completo, quizás había otra causa que explicase la ausencia de sus restos. Y estaba dispuesto a llegar hasta el fondo del asunto.

Nadie diría que, dos semanas atrás, sumido en una fuerte de-presión por no conseguir el ascenso profesional que llevaba años persiguiendo, había estado a punto de quitarse la vida arrojándo-se por un puente al río Manzanares.

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Anticipando las felicitaciones que obtendría por parte de sus superiores y compañeros por haber resuelto «el caso de la explo-sión», se tomó satisfecho el café con leche, algo amargo pero be-bible, que le ofreció Virtudes.

Tras el último sorbo, un proceso irreversible se inició en su organismo. Las células de sus tejidos se resistieron a consumir el oxígeno que les proporcionaba el torrente sanguíneo. Debido a ello y en cuestión de apenas dos minutos, sus centros respiratorio y cardiaco fallaron irremisiblemente, causándole la muerte.

Así que nadie le pudo felicitar, al menos en vida, y el único ascenso que consiguió fue al Reino de los Cielos.

MERCEDES, MARISA Y VIRTUDES

En el momento en que el inspector Valverde cayó de bruces sobre la taza de café, las tres amigas comprendieron que estaban en una encrucijada de la que solo se podía salir en una dirección: hacia delante.

Virtudes llenó una maleta con ropa, joyas y otros objetos per-sonales. Cerró las ventanas, abrió la válvula de la bombona de butano y dejó una vela encendida en el salón, imitando sin saber-lo los mismos pasos que Vicenta había dado en su apartamento. Una vez hecho esto, las tres se fueron al piso que compartían Mercedes y Marisa para preparar sendos equipajes.

Posteriormente, subieron a un taxi y se dirigieron al aero-puerto, donde tomaron el primer vuelo disponible con destino a Punta Cana. Allí no les resultó difícil localizar a una extranjera clavadita a Sofía Loren que había aterrizado dos semanas atrás, y emprendieron juntas una nueva vida.

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Solo hubo un detalle que no salió como habían planeado: la bombona de butano de la cocina de Virtudes estaba práctica-mente agotada. El gas que emanó de ella no fue suficiente para provocar la explosión que debería haber volatilizado el cuerpo del inspector Valverde y el frasco de veneno envuelto en papel de estraza que quedó junto a la cafetera.

Lo que ocurrió después se lo pueden imaginar. La autopsia del cadáver del inspector reveló la presencia de cianuro, un poderoso veneno, en su organismo. Los restos de Conchita y los otros dos policías fallecidos fueron exhumados y sometidos también a exa-men forense, con idéntico resultado en el caso de los agentes. Por descontado, también encontraron el frasco con restos del veneno en la cocina de Virtudes.

Todo ello, sumado a la existencia de las imágenes que el orde-nador de Vicenta había registrado la tarde de la explosión, provo-có que la Policía activase un dispositivo internacional de busca y captura de las cuatro mujeres.

Pero esa es otra historia…

FIN

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NOTA DEL AUTOR

Si este libro ha caído en tus manos, probablemente es porque ya sabías previamente de mi existencia. Si no es así, déjame con-tarte que en mi página web www.elcapitancarallo.com puedes encontrar una amplia colección de relatos e historietas en clave de humor, juegos de palabras, ficciones sonoras y muchas más cosas ordenadas en diferentes secciones. También en mi perfil de Instagram (@elcapitancarallo) puedes leer otras creaciones muy breves. El acceso a todo este contenido es libre y gratuito, espero que te guste y lo disfrutes.

A cambio, solo te pido una cosa. Si te ha gustado esta novela, corre la voz. Coméntalo en tus redes sociales (sin desvelar la tra-ma, por favor), regálasela a tus seres queridos, habla de ella a tus amigos, etc. Te estaré eternamente agradecido.

Y si te apetece, sígueme también en Facebook (@elcapitanca-rallo) y estarás al tanto de todo lo que publique.

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AGRADECIMIENTOS

Quiero dar las gracias.En primer lugar, a todos los lectores y seguidores que acom-

pañan fielmente al Capitán Carallo en esta travesía, tanto aquí en España como al otro lado del charco. Son muchos y valientes, como los buenos marinos.

A Luis, Sergio, Fernando y Enrique, por colaborar directa-mente en este libro revisando el manuscrito y aportando sugeren-cias muy valiosas. Gracias, amigos.

A mi leal Segundo Deabordo, por las ilustraciones que visten y acompañan a esta novela. Y por su infinita paciencia.

A Ramón Arangüena, por su generosidad y por su maravilloso prólogo. Te debo unos pasteles, Ramón. Ya sabes de cuáles.

También quiero agradecer a la gente de la editorial Círculo Rojo, por su buen hacer y buena disposición.

Y, por último, a la más importante. A mi mujer, Virginia, por su ayuda y apoyo incondicionales para sacar adelante este libro y cualquier otra cosa que hago en la vida. Menos lo de bajar la basura en pijama, que eso no me deja hacerlo.

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Índice:

PRÓLOGO ................................................................................. 9

PRIMERA PARTE .............................................. 11

CAPÍTULO 1. Un proyecto a medio plazo ......................... 13

CAPÍTULO 2. Que nos espere muchos años ....................... 19

CAPÍTULO 3. Los pequeños detalles son importantes ..... 23

CAPÍTULO 4. En estas cosas no conviene mentir ............. 25

CAPÍTULO 5. Un objetivo concreto .................................. 35

CAPÍTULO 6. Dos calcetines llenos de monedas ............. 39

CAPÍTULO 7. Le falta sal .................................................... 43

CAPÍTULO 8. Pensamientos impropios ............................... 47

CAPÍTULO 9. Se dice excedencia ........................................ 53

SEGUNDA PARTE ............................................. 57

CAPÍTULO 10. Vengo a matarla .......................................... 59

CAPÍTULO 11. Asesino, pero honrado ............................... 67

CAPÍTULO 12. Me ha surgido un contratiempo .............. 73

CAPÍTULO 13. Muchas películas has visto tú .................. 81

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CAPÍTULO 14. No abras, por si acaso ................................ 87

CAPÍTULO 15. A buenas horas ........................................... 91

CAPÍTULO 16. Otro chorrito de anís ............................... 99

CAPÍTULO 17. Somos gente de bien ................................ 103

EPÍLOGO............................................................................... 109

NOTA DEL AUTOR ............................................................... 117

AGRADECIMIENTOS .......................................................... 119

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