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El astrólogo

Walter Scott

Editorial Gente Nueva

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Edición: Elsa Natalia Obregón OchoaCubierta y motivos: Alejandro Lima GarcíaDiseño: María Elena Cicard QuintanaComposición: Nydia Fernández Pérez y Alina Alfonso MorenoCorrección: Ileana Ma. Rodríguez

© Sobre la presente edición: Editorial Gente Nueva, 2004

ISBN 959-08-0656-2

Instituto Cubano del Libro, Editorial Gente Nueva,calle 2, no.58, Plaza de la Revolución, Ciudad de La Habana, Cuba

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Prefacio

I

A principios de noviembre de 17… un joven inglés recién salido de laUniversidad de Oxford, deseando visitar algunos puntos del norte deInglaterra, llegó hasta la frontera de Escocia. El día que da comienzoesta historia había llegado hasta el condado de Dunfries, donde se pro-ponía visitar las ruinas de un monasterio y tomar apuntes gráficos des-de diversos puntos de vista. Se entretuvo tanto en esta labor que cuandomontó a caballo para proseguir su viaje había desaparecido ya la luz delsol y se extendían por el espacio las tintas del crepúsculo.

Nuestro viajero tenía que seguir su camino a través de una dilatadaextensión tapizada de hierba negruzca, por un camino real abierto enella. A medida que avanzaba y que las sombras de la noche crecían,mayor era su afán de preguntar a los escoceses caminantes que encon-traba al paso la distancia que lo separaba de la aldea de Kippletrigan,donde pensaba pasar la noche.

El infeliz rocín que montaba nuestro héroe debió de pensar que el viajeiba haciéndose pesado, porque empezó a acortar el paso, sin dar másseñales de sentir las espuelas de Mannering que algún que otro relincholastimero. El jinete empezó a perder la paciencia de tal modo que llegóa creer que Kippletrigan se alejaba de él a medida que avanzaba; ycansado, como el que ignora el terreno que pisa, viajero en un caballorendido, y rodeado de sombras por todas partes, resolvió pasar la no-che en el primer albergue habitado que encontrara, por pobre que fue-se, a menos que hallara quien lo guiase a Kippletrigan.

Una mísera choza le dio ocasión de poner en práctica su proyecto. Des-pués de llamar varias veces sin obtener respuesta oyó al fin, en medio

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de un infernal alboroto producido por los ladridos de un perro y poruna serie de maldiciones, que una voz de mujer le preguntaba quéquería.

—Voy a Kippletrigan, buena mujer —contestó—; pero como supongoque está distante todavía, le suplico que se digne albergarme durante lanoche.

—¡Eso sí que no, buen hidalgo! Estoy sola, porque Santiago ha ido a laferia, y ni aun por salvar mi vida abriría la puerta a vagabundos otrasnochadores.

—¿Y qué he de hacer en ese caso? ¿Quiere que pase la noche a laintemperie?

—Puede ir a la Plaza Nueva, donde lo recibirán, se lo aseguro, sin pre-guntarle si es noble o plebeyo.

—¿Cómo podré saber dónde está esa plaza e ir hasta ella? Si sabe dealguien que pueda guiarme le pagaré bien.

Estas palabras produjeron un efecto mágico, pues dirigiéndose a al-guien en el interior de la choza añadió la mujer:

—Jock, aquí tienes un caballero que desea que lo acompañes hasta laPlaza. Pero volando, ¿eh? Este joven —añadió dirigiéndose a Mannering—le enseñará el camino y le garantizo que será bien recibido.

Salió a poco un muchacho como de doce años que tomó del diestro elcaballo de Mannering y, siguiendo hacia la izquierda de la choza, seinternó en un sendero maloliente hasta llegar a una tapia derruida;pasaron después por una calle bordeada de árboles y enseguida arriba-ron a un extenso edificio ruinoso coronado de torres. Al fijar en él losojos el joven experimentó una impresión desconsoladora.

—Eso ya no es casa —dijo a su guía—; sólo quedan las ruinas.

—Sí; pero ahí han vivido mucho tiempo los señores de la comarca. Estaes la antigua plaza de Ellangowan. Dicen que vagan por ella muchosduendes; pero no tema: yo jamás he visto uno, y además estamos ya alas puertas de la Plaza Nueva.

Y en efecto: dejando las ruinas a la derecha, llegaron hasta una casa dedimensiones moderadas, construida a la moderna, y en cuya puerta Jockdio fuertes aldabonazos. Mannering expuso su pretensión al criado querespondió a su llamada, y el dueño de la casa, que desde un gabineteinmediato oyó el caso, salió para dar la bienvenida al viajero y ofrecer-le hospitalidad en Ellangowan. El muchacho, feliz al verse en posesión de

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media corona, volvió a su choza. El caballo fue llevado a la cuadra, yMannering se encontró minutos después sentado ante una agradabley suculenta cena.

El señor de Ellangowan era una de esas personas de cierta categoría quesuelen hallarse en las poblaciones rurales, y que había heredado, comootros muchos señores de aquel período, un inmenso árbol genealógicoy una fortuna escasa. La lista de sus antepasados era tal, que se perdíaen la noche de los tiempos. Entre ellos los había habido dueños devastos dominios y jefes de numerosas tribus; pero, a pesar de todo, sufortuna era tan exigua que se hubiera arruinado por completo de nohaber contraído matrimonio con una señora que poseía cuatro mil li-bras esterlinas. En aquellos contornos nadie podía comprender la ra-zón de tal casamiento, porque ella era rica y él pobre; a no ser que fueradebido a su hermosa figura, su simpático aspecto y su constante buenhumor. Debe tenerse en cuenta, además, que la dama había entrado yaen la edad de la reflexión, pues frisaba en los veintiocho años, y quecarecía de parientes que pudieran oponerse a sus caprichos.

Después de presentar al lector a Godofredo Beltrán, señor de Ellangowan,debemos darle a conocer otro personaje que lo acompañaba en el mo-mento de introducirlo en escena. Se llamaba Abel Samson y, por suaspecto, lo mismo podía tomársele por el maestro de escuela de la aldeacomo por el diácono de la iglesia.

Serio y reflexivo, sus padres, aunque de humilde cuna, quisieron ha-cerlo un sabio; pero su ridícula apariencia y ciertos hábitos grotescosnaturales en él lo hicieron ser el hazmerreír de la escuela y, después,en el colegio de Glasgow. No pudo, pues, realizar el sueño dorado desus padres de ser catedrático o clérigo, y tuvo que concretarse a sermaestro de una escuela rural. Era conocido por el apodo de Dóminus, yparticipaba de la pobreza de sus padres, toda vez que educaba a loshijos de los ricos por lo que quisieran darle, y de gratis a los de los po-bres. Como tenía buena letra y era inteligente en matemáticas, solíanemplearlo en la vieja casa solariega, donde ganaba lo bastante paraañadir un suplemento a su mísera pitanza, escribiendo cartas y llevandola contabilidad. El hidalgo, que vivía retraído de toda sociedad, fue acos-tumbrándose gradualmente a la compañía de Abel, pues, aunque suconversación no tenía gran brillantez, era un dócil oyente y sabía cui-dar con esmero la lumbre de la chimenea. Intentó desplegar otros cono-cimientos, pero fracasó en la empresa, y su papel quedó reducido abeber la misma cantidad de cerveza y al mismo tiempo que el señor, ya murmurar entre dientes alguna frase de aprobación cuando este ter-minaba alguna de sus largas y enmarañadas historias.

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En una de estas ocasiones Mannering vio, por primera vez, a su escuá-lida y desgraciada figura envuelta en un raído casacón negro, un pa-ñuelo de hierbas no muy limpio que rodeaba su nervudo cuello, calzonesgrises, medias azules y zapatos claveteados, con pequeñas hebillas do-radas.

He aquí en pocas palabras el retrato y la posición de los dos personajesque acompañaron a Guy aquella noche, después de recibirlo con francacordialidad.

Otra persona reclamaría nuestra atención inmediatamente: la señorade Ellangowan; pero como se hallaba próxima a ser madre y recluida enaquellos momentos en su habitación, según su esposo manifestó a Guypara disculpar su ausencia, no es hora de presentarla al lector.

Continuaremos, pues, nuestra narración diciendo que Godofredo deEllangowan se había enfrascado en una de sus pesadísimas e intermina-bles historias cuando fue interrumpido por la voz de alguien que su-bía por la escalera de servicio cantando con destemplada voz una cuarteta.

—Es Margarita Merrilies, la gitana —dijo Godofredo.

Al mismo tiempo Dóminus exhalaba un profundo suspiro.

—¿Por qué suspiras, Dóminus? Los cantares de Mag no perjudican anadie.

—Pero tampoco hacen beneficio —repuso Samson, con una voz tan desa-gradable como su persona. Eran las primeras palabras que Manneringle oía pronunciar; y como sentía curiosidad por oír el tono de voz deaquel autómata que comía, bebía y fumaba, oyó con gusto las discordan-tes notas que brotaron de su garganta. En el mismo instante se abrió lapuerta y entró la gitana.

Mannering se estremeció al verla. Su estatura de seis pies largos, y sutraje cubierto con un capote de hombre, así como el nudoso garrote quellevaba en la mano, le daban un aspecto tan masculino que ni aun lasfaldas propias de su sexo, bastaban para desvanecer la ilusión. Pordebajo de su viejísimo sombrero se escapaban algunos negros mecho-nes de pelo que realzaban el singular efecto de sus robustas y curtidasfacciones, en tanto que la mirada de los desencajados ojos indicabauna locura real o fingida.

—¿Conque la señora está a punto de ser madre ya y no me han dichouna palabra, Ellangowan —dijo—, sabiendo que estaba por estos alre-dedores? ¿Quién iba a ahuyentar los malos espíritus no estando yo asu lado? ¿Quién atraería junto al recién nacido a los genios del bien?

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Y haciendo cabriolas con tal fuerza y agilidad que casi tocaba el techocon la frente empezó a entonar conjuros con bronca y destemplada voz.

—Y ahora —dijo al terminar— ¿me da un vaso de aguardiente?

—Sí, Mag; pero siéntate junto a esa puerta y cuéntanos lo que has oídoen la feria.

—La verdad es, señor, que allí hacía falta usted y los que son comousted porque, sin contarme yo, había una porción de muchachas y undiablo que no sabía otra cosa sino darles quehacer.

—¿Y cuántos gitanos han ido a la cárcel?

—Tres solamente, señor; pero tampoco había más en la feria, sólo yo,que me marché pronto porque no me gustan las camorras. Dembogamenazó a Juan Jung y a Red Rotien. Si entran en sus tierras otravez… Es imposible que sea noble; si lo fuera, no impediría que esosinfelices se refugiaran en una miserable choza deshabitada, por el merohecho de haber cortado algunas zarzas o descortezado algunos troncosen su heredad para cocer un triste puchero de potaje. Pero ya veremos sialgún día no canta en su tejado el gallo rojo antes de amanecer.

—¡Calla, Mag! No debes hablar así.

—¿Qué significa eso? —preguntó Mannering a Samson a media voz.

—¡Un incendio! —repuso el lacónico Dóminus.

—Pero ¿quién o qué es esa mujer?

—Ladrona, bruja y gitana —repuso Samson.

—Sólo delante de personas como usted se puede hablar sinceramente—prosiguió la gitana—. Y ahora —añadió— pongan el reloj sobre lamesa y díganme la hora y el minuto exacto en que nazca el niño y le diréla buenaventura.

—No necesitamos tu auxilio para eso, Mag, porque tenemos aquí unestudiante de Oxford que sabe leer en las estrellas el horóscopo de losque nacen.

—Ciertamente, señor —repuso Mannering siguiendo la broma deEllangowan—; calcularé el nacimiento conforme a la regla de lastriplicidades, según recomiendan Pitágoras, Hipócrates, Diocles yAvicena.

Una de las grandes cualidades que recomendaban a Samson el favordel señor Beltrán era que jamás comprendía las bromas, por burdasque fuesen; así que el candor del inocente Dóminus le daba pie cons-tantemente para lucir sus agudezas.

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En la ocasión presente se volvió hacia el joven astrólogo como dudandosi habría oído bien.

—Temo mucho, señor —dijo Mannering, dirigiéndole la palabra—, quesea usted uno de esos seres desgraciados incapaces de penetrar con suimpotente vista en las estrelladas esferas y descubrir en ellas sus de-signios, porque los prejuicios y las preocupaciones hayan formado unacoraza alrededor de su corazón.

—Es verdad —dijo Samson— que opino, como sir Isaac Newton, que lasupuesta ciencia astrológica es vana, frívola y poco satisfactoria.

—Siento mucho que un caballero tan serio e instruido como usted estébajo tan ciega influencia, oponiéndose a grandes autoridades en lamateria. Cristianos, judíos, paganos, filósofos, poetas, ¿no están deacuerdo en admitir la influencia de las estrellas?

—Es un error general, en ese caso —repuso el inflexible Dóminus.

—Todo lo contrario —añadió el inglés—: es una creencia general y bienfundada.

—Recurso solamente de truhanes, charlatanes y embaucadores —agregóSamson.

—El abuso de una cosa no proscribe su uso —añadió Mannering.

Ellangowan permanecía cogido en sus propias redes durante esta dis-cusión. Miraba alternativamente a ambos interlocutores, creyendo, alver la gravedad de Mannering, que hablaba con seriedad. En cuanto ala gitana, subyugada por aquel extraño lenguaje, fijaba sus delirantesojos en el astrólogo con expresión de asombro.

Mannering, aprovechando su ventajosa posición, sacó a relucir todoslos términos técnicos que le eran familiares desde la niñez y que fuerona estrellarse en el imperturbable estoicismo de Dóminus.

La feliz nueva de que la señora de Ellangowan acababa de dar a suesposo un lindo niño, que se hallaba todo lo bien que era de desear ensu estado, puso fin a la conversación. El señor Beltrán se dirigió a lahabitación de su mujer, la gitana bajó a la cocina, y Mannering, consul-tando su reloj y tomando nota exacta del instante del nacimiento, supli-có con extremada gravedad a Dóminus que lo llevase a algún sitio desdedonde pudiera observar la bóveda celeste.

El maestro, sin responder palabra, abrió una vidriera que comunicabacon una azotea que llegaba hasta la meseta donde estaban situadas lasruinas del antiguo castillo. El viento había barrido las nubes que pocoantes oscurecían el firmamento, y la luna llena y los astros menores

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fulguraban en radiantes esplendores, ofreciendo una escena sorpren-dente e inesperada.

Entonces pudo darse cuenta de que las ruinas de Ellangowan se alza-ban sobre una prominencia rocosa, formando una tranquila bahía en lacosta del mar. El edificio moderno estaba situado en la llanura, y elterreno que se extendía a su espalda llegaba hasta la costa, formabauna pradera en declive dividida por mesetas naturales cubiertas deárboles y verduras, y terminaba en la arenosa playa. El lado de la bahíaopuesta al antiguo castillo era un promontorio cubierto de rica vegeta-ción y se descubría entre los árboles de la cabaña de un pescador. Apesar de lo avanzado de la noche, en la playa se veían brillar reflejos deluces, procedentes, sin duda, de algún vapor que descargaba contra-bando, y que desaparecieron instantáneamente apenas asomó Guy enla azotea.

Tan fuerte es el poder de la imaginación, aun sobre los que dominan lade los demás, que Mannering, contemplando aquellos radiantes cuer-pos celestes, se sentía medio inclinado a creer en la influencia que lasuperstición de los hombres les atribuye sobre los acontecimientos hu-manos. Venciéndose a sí mismo para librarse de los pensamientos quelo embargaban, se dispuso a sacar un horóscopo en regla, recordandolas lecciones de su antiguo preceptor. Tomó nota de la posición de losprincipales astros y regresó a la casa. El señor Beltrán, que lo esperabaya en el salón, le hizo saber, lleno de entusiasmo, que era padre de unniño robusto y hermoso, y se mostraba dispuesto a engolfarse en unalarga conversación; pero ante las excusas de cansancio de Guy Manne-ring, lo condujo al aposento donde le había dispuesto una cama, y lodejó que reposara.

Tal vez nuestros lectores extrañarán los conocimientos astrológicos deljoven Guy; pero téngase presente que la Astrología era una ciencia casiuniversal a mediados del siglo XVII, y después, aunque llegó hasta elridículo, conservó numerosos partidarios, aun entre las personas ins-truidas.

Mannering madrugó al día siguiente todo cuanto se lo permitió la breve-dad del día, e inmediatamente empezó a hacer cálculos sobre el porvenirdel joven heredero de Ellangowan; y halló, como resultado, que tres pe-ríodos de su vida, correspondientes a sus años quinto, décimo y vigésimoprimero, serían especialmente peligrosos.

Es digno de notarse como circunstancia singular que, habiendo hechoalgo semejante en otra ocasión a instancias de Sofía Wellwood, la damade sus pensamientos, una combinación parecida amenazaba también a

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la joven con la muerte o una prisión cuando alcanzara los treinta ynueve años. A la sazón tenía dieciocho; así que, de acuerdo con amboshoróscopos, su joven amada y el niño que había nacido aquella nochese veían amenazados por igual calamidad en el mismo año. Sorprendidopor la coincidencia, Mannering repitió sus cálculos, y llegó a saber, porúltimo resultado, que no sólo el mismo año, sino el mismo día de igualmes sería para ambos la época de igual peligro.

Pensando que indudablemente andaba el diablo en la danza para ven-garse del desprecio con que trataba un arte de origen mágico, titubeósobre lo que diría al señor de Ellangowan acerca del horóscopo de suprimogénito. Resolvió, por fin, decirle con franqueza el resultado obte-nido, haciéndole notar, sin embargo, la frivolidad de la ciencia que lehabía servido de fundamento; y una vez tomada tal resolución, salióa pasear por la azotea, discurriendo filosóficamente sobre la admirableperspectiva que veía ante sí.

—¡Qué feliz —pensaba nuestro héroe— se deslizaría la vida en este her-moso retiro! ¡De una parte las imponentes reliquias de pasadas gran-dezas, con el secreto orgullo de familia que ellas inspiran; de otra, lasuficiente elegancia moderna para satisfacer cómodamente cualquierdeseo moderado! ¡Si yo pudiese vivir aquí contigo, Sofía del alma!

Engolfado en devaneos amorosos, en los cuales no lo seguiremos, Man-nering permaneció unos instantes con los brazos cruzados y luego seinternó en el castillo ruinoso. Una vez allí, apenas traspasó la verja, vioque la agreste magnificencia del patio interior correspondía ampliamentecon la grandeza del exterior. A poco de andar por entre aquellas ruinasoyó dentro de una pieza la voz de Margarita, la gitana que había visto lanoche precedente, y, deseando observarla sin ser visto, buscó una aber-tura, desde donde pudo verla perfectamente, ocupada y sentada de talmodo, que lo hizo concebir la idea de una antigua sibila.

Sentada sobre una piedra rota en un ángulo del pavimento, después dehaber barrido la sala a fin de poder maniobrar con su rueca, y recibien-do directamente un rayo de sol que iluminaba sus facciones y su extra-ña vestimenta, y dejaba en penumbra el resto de la habitación, hilabaun copo de lana de tres colores distintos, negro, blanco y gris, cantandoal mismo tiempo algo que parecía un conjuro. Su traje, que poseía ele-mentos usados generalmente por los aldeanos escoceses y que mostra-ba también el coraje oriental, daba a su figura un aspecto original yfantástico.

Mannering procuró entender las palabras exactas de la canción; pero,antes de que hubiera podido darles forma en su mente, la gitana cogióel huso cubierto ya del fruto de su trabajo y, devanando poco a poco elestambre, fue midiéndolo hasta hacer una madeja.

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Una vez terminada murmuró entre dientes:

—Una madeja; pero tiene más de un cabo. Arroja setenta años; pero seha roto tres veces: Si logra anudarla será dichoso.

A punto estaba nuestro héroe de dirigir la palabra a la profetisa cuandouna voz tan bronca como las olas que se dejaban oír cerca gritó dos ve-ces, con creciente impaciencia:

—¡Mag, Mag Merrilies! ¡Gitana, bruja, que te lleven dos mil demonios!

—¡Voy; voy ya, capitán! —respondió Mag, y un segundo después apare-ció en las ruinas el impaciente personaje a quien se dirigía.

Tenía el aspecto de un marino, de estatura más que regular y tez tostadapor los embates del nordeste. Tan robusto y fornido era que hubiesevencido seguramente a cualquier hombre más alto que él; feo y antipá-tico, sin que ningún rasgo de su semblante anunciara la indiferencia yfranca jovialidad propias de todo marino, se leía en él una expresión degrosera ferocidad que aumentaba su natural dureza.

—¿Dónde andas? —dijo en inglés castizo, aunque con acento extran-jero—. ¡Truenos y centellas! Hace media hora que te esperamos para quebendigas el buque, a fin de que haga una travesía feliz, ¡bruja maldita!

En aquel momento se fijó en Mannering, medio oculto tras un arco rui-noso, como si estuviese escondido a propósito, e instantáneamente sellevó las manos al pecho como en busca de un arma, murmurando almismo tiempo.

—¡Hola, hola! Conque espiando, ¿eh?

Antes de que Mannering, sorprendido por la expresión y el tono insolentede aquel hombre, pudiese responder, la gitana, saliendo de su rincón, seacercó al capitán, que mirando a Guy le dijo a media voz:

—Algún tiburón de la costa, ¿eh?

—No —respondió la gitana en el mismo tono, usando la jerga de sutribu—; es un huésped del señor.

El rostro del capitán perdió su expresión sombría, y, dirigiéndose aljoven, le dijo:

—Buenos días, caballero; no sabía que fuese amigo del señor Beltrán, yle suplico que me dispense el haberlo confundido con otro.

—Supongo que es el capitán del buque surto en la bahía —dijoMannering.

—Sí, señor; soy Dirk Hatteraick, capitán de La Joven Águeda —repusoaquel hombre, cuyo aspecto osado y sospechoso era altamente repulsivo

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y revelaba que era un atrevido e insolente bellaco en toda la extensiónde la palabra.

Añadió después algunas frases que fueron contestadas por Guy en tér-minos lacónicos y, retirándose de las ruinas en compañía de la gitana,descendió por una escalerilla que conducía hasta la orilla del mar. Unavez allí la gitana permaneció en la playa gesticulando con gran vehe-mencia y cantando o recitando, en tanto que el llamado capitán, em-barcándose en un bote con dos hombres que al parecer lo esperaban,llegaba hasta el buque.

Poco después se oyó una salva de tres cañonazos que saludaba al cas-tillo de Ellangowan, y el buque levó anclas llevando consigo a aquelhombre que, según dijo el señor Beltrán a Mannering poco después,era el terror de los guardacostas, que no se atrevían ya con él.

Después de este episodio, tan poco significativo para nuestro héroe,regresó a casa del señor Beltrán, donde, tras un buen almuerzo ameni-zado con la interminable conversación de este, puso en sus manos elpapel en que había escrito el horóscopo, sellado y lacrado, suplicándoleque no lo abriese hasta pasados cinco años. Luego de aquel plazo, y alexpirar el mes de noviembre, podía examinarlo si gustaba, toda vezque, según pensaba el joven, habría pasado ya el primer período fatalsin consecuencia alguna, y no darían crédito a lo demás. Manneringrecibió la promesa del señor Beltrán de que así lo haría, e insistió paramayor seguridad en que no respondía de lo que pudiera ocurrir si no secumplían fielmente sus instrucciones.

A instancias del dueño de aquella mansión, pasó en Ellangowan el restodel día, y a la mañana siguiente, tras despedirse afectuosamente de suhospitalario anfitrión, montó en su cabalgadura y se dirigió hacia In-glaterra.

II

Cuando la señora de Ellangowan se halló en estado de oír las noveda-des ocurridas durante su reclusión en el lecho, no se oyó otra cosa ensu habitación que comentarios sobre el joven y apuesto estudiante quehabía hecho el horóscopo del heredero de Ellangowan; y apenas pudoocuparse en algo hizo, con sus propias manos, una bolsita de terciopelo enla que conservaría ese depósito envuelto en pergamino, para que no seestropeara. Después lo colgó del cuello de su hijito a modo de amuletoy resolvió que permanecería así hasta que llegase el tiempo en que pu-diera satisfacer su legítima y natural curiosidad.

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El padre, por su parte, se propuso educar convenientemente a su hijo,e indujo a Dóminus para que abandonara su profesión de maestro de laescuela del lugar y se instalara definitivamente en la casa, para comu-nicar cuantos conocimientos poseía al futuro señor de Ellangowan.

Samson consintió mediante un escaso sueldo, beneficiando así al hijo yal padre, pues este se proporcionaba por tal medio un oyente pacien-zudo con quien poder hablar cuando estuvieran solos, y a cuya costapodía bromear cuando tuvieran visitas.

Unos cuatro años después de los acontecimientos que acabamos dereferir, ocurrieron grandes novedades políticas en el condado donde es-taba situado Ellangowan, y en uno de los muchos cambios que ocurrie-ron, el señor Beltrán tuvo al fin la dicha de verse nombrado juez de paz,cargo que había sido su sueño dorado. Creía que, dada su categoría, lecorrespondía de derecho, y que sólo injusticia y animosidades podíanhaberlo privado de él.

Apenas se vio en posesión de la autoridad, empezó a ejercerla con seve-ridad y dureza, desvaneciendo así la impresión que tenían sus conveci-nos de su carácter dulce y bondadoso, y proponiéndose desplegar unaautoridad sin límites en el desempeño de tal cargo.

Las reformas que se propuso no se plantearon sin dar lugar a gravescensuras y disgustos de grandes y pequeños, cayendo al fin en un descré-dito tanto mayor cuanto más grande había sido su popularidad. Con-siguió ser el tema de todas las hablillas y murmuraciones de aquelloscontornos, especialmente cuando ordenó a la colonia de gitanos de lacual formaba parte Margarita Merrilies, establecida desde tiemposinmemoriales en el valle de Dercleuf, que abandonara a Ellangowan.Hacía tanto tiempo que los habitantes de aquel valle vivían allí, conten-tos con su suerte, en chozas que ocupaban al volver de sus correrías,considerándose legítimos dueños de ellas, que veían sin recelo algunola severidad del nuevo juez, creyendo que su objeto era limpiar de men-digos y vagabundos el terreno, sin preocuparse para nada de su tribu.

Tal vez hubiera sido así; pero, en una de las asambleas que se celebra-ban trimestralmente, un rico colono, perteneciente al partido contrarioa Ellangowan, lo acusó de que, afectando gran celo por el bien públicoy pretendiendo ser un magistrado celoso, protegía a los mayores tu-nantes del condado, consintiéndoles residir a corta distancia de su pro-pia casa. Como el hecho era público y notorio, no tuvo razón alguna queoponer y, sufriendo el bochorno lo mejor que pudo, empezó a discurrirel modo más conveniente de alejar a aquellos vagabundos que mancha-ban su reputación política.

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Pronto halló ocasión para ello. Al ser nombrado juez de paz había man-dado cerrar con una verja la calle de árboles que conducía a su casa,abierta hasta entonces hospitalariamente a todos, para evitar que en-traran los muchachos a coger nidos y que la gente moza se diera citasnocturnas. A ambos lados de la puerta de la verja colocó letreros que inti-maban que los que entrasen serían legalmente perseguidos y que habíatrampas dispuestas para coger a los transgresores. No obstante talesamenazas, un día el señor Beltrán encontró, a horcajadas sobre la verja,a seis gitanos y otras tantas gitanas que estaban haciendo ramilletes conflores y plantas cogidas, seguramente, en el recinto vedado.

Con profunda cólera, real o fingida, ordenó que se bajaran; pero no lehicieron caso; llamó entonces a un criado y dispuso que dispersara alatigazos a aquella turba rebelde. Así empezó la guerra entre la casa deEllangowan y los gitanos de Dercleuf; y llegó a tal punto que los gitanosno se detuvieron en tomar represalias, llevando su venganza hasta elpunto de hacer daño por el mero placer de hacerlo. A pesar de su astu-cia fueron presos algunos; pero, en aquella guerra sin cuartel, tan duroera para el señor de Ellangowan arrojarlos de su antigua “ciudad derefugio” como para los gitanos levantar el campo de allí, con lo que nisiquiera soñaban. Las hostilidades continuaron algunos meses todavíaen la misma tesitura por ambas partes.

Entretanto pasaba el tiempo, y Enrique Beltrán, chiquillo vivaracho ytravieso, se hallaba en vísperas de cumplir cinco años. Su tempera-mento enérgico y su constitución robusta lo hacían ser, ya en tan tiernaedad, un muchacho inquieto y vagabundo: él conocía mejor que nadiecuántos valles, cerros y prados había en los contornos, sabía decir ensu chapurrado lenguaje dónde podían hallarse las flores más lindas ylos frutos más maduros, y había hecho varias escapatorias hasta elvalle de los gitanos.

En semejantes ocasiones Mag Merrilies, sin que nada indicase que elresentimiento que abrigaba contra la familia de Ellangowan por haberenviado a bordo de una galera a un sobrino suyo se extendiese hasta elniño Enrique, lo llevaba en brazos hasta la misma puerta de su casa,regalándole manzanas y mostrándole gran cariño. Precisamente aquelcariño hizo concebir ciertas sospechas a la señora Beltrán, que, hallán-dose encinta por segunda vez, no podía vigilar de cerca a su hijo, y,confiando poco en el aya, que era joven y bulliciosa, encargó a Dóminusque lo acompañara siempre que saliera, sin perderlo jamás de vista.El dómine amaba entrañablemente a aquella criatura, se entusiasma-ba con aquel talento que podía deletrear ya palabras de tres sílabas, yasumió una responsabilidad contraria a sus costumbres: se compla-cía en acompañar al niño, cuyas travesuras le pusieron mil veces en

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ridículo, mientras trataba de despejar en su mente la incógnita de algu-na ecuación.

Llegó una ocasión en que el señor Beltrán, cansado ya de aquella luchacon los gitanos, resolvió al fin arrojarlos de sus dominios: los criadosmovieron la cabeza, y hasta el mismo dómine se atrevió a aventuraruna objeción; pero la decisión del señor Beltrán era irrevocable. Así,pues, valiéndose de todos los requisitos legales, procedió en justiciacontra los gitanos; fue preciso emplear la violencia, pues no se resig-naban de buen grado a alejarse de allí.

Intimados a que levantaran el campo antes de cierta hora, y habiéndosenegado a hacerlo, un destacamento de oficiales de seguridad empezó adestruir sus chozas: ante aquel caso de fuerza mayor reunieron suscaballerías y se apresuraron a hacer los preparativos de marcha.

Precisamente aquel día el señor Beltrán, no queriendo presenciar elvandálico atropello, fue a visitar a un amigo que vivía a cierta distancia;pero, a pesar de sus precauciones, al regresar se encontró con los gita-nos al pie de una colina. Formaban la vanguardia cinco o seis hombres,calado el ancho sombrero hasta los ojos y embozados en capas; dosllevaban grandes trabucos; uno, un sable sin vaina, y todos, aunquesin ostentación, mostraban en el cinto el puñal que suelen usar losmontañeses de Escocia. Seguidamente iba una recua de caballeríascargadas y carros pequeños conduciendo a los enfermos, los ancianos ylos niños. Detrás, y a cierta distancia, marchaban las mujeres, con susrojas capas y sombreros de paja, y los muchachos crecidos, descalzos ycasi desnudos, con la cabeza descubierta; un poco después seguía elresto de la tribu.

El criado que acompañaba al señor Beltrán chasqueó un látigo con airede autoridad, e hizo seña a los guías para que dejasen el paso franco;pero los que iban a la cabeza de la caravana, sin abandonar su posiciónen aquel sendero estrecho abierto entre dos bancos de arena, no hicie-ron el menor caso, y uno de ellos respondió sin levantar siquiera lacabeza, pero en tono resuelto y amenazador:

—Que tome un lado del camino y no pida más: tanto derecho tienen a élnuestros borricos como su caballo.

El señor Beltrán creyó conveniente guardarse su dignidad en el bolsilloy pasar tranquilamente junto a aquella interminable procesión por elespacio que tuvieron a bien dejarle, bastante estrecho por cierto. Des-pués de pasar no pudo dejar de volverse para ver cómo se alejabanaquellos hombres que siempre le habían mostrado respeto y cariño, yque a la sazón sólo sentían por él odio y desprecio, hasta que desapare-cieron todos tras un espeso bosque que se extendía al pie de la colina.

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Presa de amargas y contradictorias reflexiones iba el señor de Ellangowana continuar su camino cuando Mag Merrilies, que se había quedadoalgo rezagada, apareció de pronto ante su vista sobre una de las colinasque bordeaban el camino. Su varonil estatura, unida a la elevación delterreno, la hacían aparecer considerablemente más alta que el señor deEllangowan, a pesar de ir montado a caballo; y el azul del cielo sobre elque se destacaba, recortando su figura, le daba un aspecto sobrena-tural, a lo cual contribuían sus negros y rizados cabellos, sueltos enbucles, el fuego de sus negrísimos ojos y su original ropaje. Su actitudera la de una sibila inspirada, blandiendo en la mano derecha unarama recién cortada.

—¡Siga su camino, Godofredo Beltrán, señor de Ellangowan! Hoy haapagado el fuego de varios hogares: ¿arderá mejor por eso el del suyo?Las vigas de su mansión ¿estarán más firmes por haber destruido nues-tras chozas? Podrá meter sus ganados en la vivienda de Dercleuf; perocuide de que la liebre no penetre en su hogar y haga allí su madriguera.¡Siga su camino, Godofredo Beltrán! ¿Por qué mira a los de mi tribu?Ahí tiene treinta personas que hubieran carecido de pan antes de con-sentir que usted se privase de la menor delicadeza, que habrían derra-mado su sangre antes de permitir que sufriera el más leve arañazo. ¡Ylas despojó de sus hogares! ¡Arrojó de su único asilo a seres incapacesde hacerle el menor perjuicio, desde la anciana centenaria hasta el niñorecién nacido, para hacerlos vagar por los despoblados y dormir a laintemperie! ¡Siga, siga su camino, señor de Ellangowan! Llevamos nues-tros hijos a cuestas: ¿tendrá el suyo cuna más blanda por eso? ¡Ense-ñe, enseñe a sus hijos a que sean más caritativos con los pobres de loque ha sido su padre, y siga su camino, que jamás oirá hablar ya deMag Merrilies, y esta será la última rama que cortaré en las hermosasselvas de Ellangowan!

Y, diciendo así, rompió el retoño que tenía en la mano, y lo arrojó condesdén al camino. El señor de Ellangowan abrió la boca para detenerla,buscando en sus bolsillos alguna moneda; pero la gitana, sin esperarrespuesta ni dádiva, apretó el paso para reunirse con los suyos.

Cabizbajo y pensativo volvió el señor Beltrán a su casa, sin dar cuentade semejante entrevista a nadie de la familia; no así el criado que, me-nos reservado que su amo, refirió la aventura en la cocina, acabandopor asegurar que si el diablo había hablado alguna vez por boca de unamujer, habría sido aquel día por la de Margarita, la gitana.

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III

El señor de Ellangowan no desatendió las rentas del estado en el activoejercicio de la magistratura. El contrabando era la ocupación principalde casi toda la costa sudeste de Escocia, y, tanto los señores como losagentes del gobierno, se veían obligados a hacerse de la vista gorda, yaún a veces a estar en connivencia con ellos.

Había en ese momento en aquel lugar un empleado llamado FranciscoKennedy, que era oficial ambulante o inspector de aduanas, tan activo yresuelto, que se había granjeado el odio de cuantos se interesaban en elcontrabando. Hijo natural de un caballero de muy buena familia, razónpor la cual era recibido por los señores del condado, ocupaba un puestoen la buena sociedad, sabía hacer los honores a una buena mesa y can-taba admirablemente.

Iba con frecuencia a casa de los señores de Ellangowan, donde, graciasa su excelente conversación y refinada cultura, era muy bien recibido,y concluyó por formar una liga con el señor Beltrán en contra de loscontrabandistas.

Poco después de formarse este convenio, el capitán Dirk Hatteraickdesembarcó cerca de Ellangowan un cargamento de contrabando y,confiado en la indiferencia con que hasta allí había mirado el señorBeltrán tales infracciones de la ley, no se dio prisa en deshacerse de lamercancía. Pronto se presentó Kennedy provisto de una orden del ma-gistrado y, acompañado de algunos servidores que conocían muy bienel terreno, se apoderó de las mercancías después de una desesperadalucha en que fueron heridos casi todos. Dirk Hatteraick juró vengarseejemplarmente.

Unos días después de partir la tribu gitana, estando de sobremesa luegodel almuerzo, el señor Beltrán anunció que Enrique cumplía cinco años.

—Esta misma noche —añadió su esposa—: así que podremos leer ya elpapel que nos dejó aquel caballero inglés.

—No, querida —repuso el señor Beltrán—; es preciso esperar hasta ma-ñana, porque el plazo no expira hasta terminar el día completamente.

—Lo cual es un absurdo —replicó la señora Beltrán.

—Lo será, hija mía; pero así lo expresa la ley. Modera un poco tu curio-sidad y no pienses más en eso; apenas venga Kennedy, que fue a darparte de que el buque de Dirk Hatteraick anda por la costa, destapa-remos una botella de jerez y beberemos a la salud de Enrique.

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—Me gustaría mucho que Kennedy dejara en paz a Dirk. ¿Por qué ha depreocuparse tanto por esa gente? Y lo mismo tú: ¿qué necesidad teníasde armar aquella riña? Cualquier día nos harán una barrabasada.

—No entiendes una palabra de esas cosas, hijita —dijo el señor Beltrán—;pero creo que ya viene Kennedy.

—Bueno, bueno —dijo la buena señora abandonando la habitación desu marido—; me alegro de que tú entiendas más.

El señor de Ellangowan salió al encuentro de su amigo y ambos sedirigieron hacia las ruinas, seguidos de varios criados que, alarmadospor el cañoneo que se sentía hacia el mar, corrían en aquella dirección.

Apenas llegaron al sitio desde donde se dominaba el mar vieron cercade la bahía un buque con las velas desplegadas perseguido por unacorbeta de guerra que disparaba continuas andanadas de proa, a lascuales respondía el buque con otras no menos vigorosas de popa.

—Todavía están muy separados —dijo Kennedy—; pero pronto se acerca-rán. Miren: tira al mar el cargamento. ¡Bravo! ¡A él; no lo dejen! ¡Corrantras él!

La corbeta seguía dando caza al lugre, cuyo piloto, empleando todos losmedios posibles para escapar, estaba a punto de doblar el promontorioque terminaba la bahía, cuando una bala, tronchando su palo mayor,dejó caer la vela sobre el puente. Los espectadores no pudieron seguirpresenciando la lucha, porque el lugre dobló el cabo y se internó en elmar, separándose bastante de la corbeta.

—¡No lo atrapará! —dijo Kennedy—. ¡Corro al promontorio! ¡Hasta dentrode una hora, Ellangowan!

Y dicho esto montó a caballo y partió al galope, llegando hasta los bos-ques que cubrían el promontorio que terminaba en el cabo denominadoLa punta de Warroch. Allí encontró al niño Enrique seguido de su pre-ceptor Dóminus Samson. Apenas el niño lo vio reclamó el cumplimientode la promesa hecha tantas veces de montarlo un día en su caballo.

No viendo Kennedy ningún peligro en darle gusto, y deseando hacerrabiar un poco al dómine, en cuyo rostro leía ya cierta contrariedad,cogió en brazos a Enrique, lo sentó en la grupa del caballo y continuósu camino sin preocuparse del “¡por favor, señor Kennedy!” de Samson.El preceptor vaciló un instante, indeciso sobre si debía seguirlos o no;pero Kennedy era hombre que gozaba de la confianza de sus amos,aunque personalmente no le agradaba mucho a él, y, por fin, continuótranquilo su camino hasta llegar a la plaza de Ellangowan.

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Entretanto, los espectadores que desde las ruinas presenciaban la lu-cha de las dos embarcaciones, oyeron pronto varias descargas segui-das de una fuerte explosión, semejante a la voladura de un barco, yuna nube de humo, elevándose sobre los árboles, fue a desvanecerseen el azul del cielo. Se retiró cada cual por su lado discutiendo sobre lasuerte del lugre, aunque abrigando todos la seguridad de que, a menosque hubiera sido echado a pique, su captura era inevitable.

La hora de comer se acercaba y la señora de Ellangowan preguntó im-paciente a su esposo cuándo llegaría Kennedy.

—De un momento a otro —repuso el señor Beltrán—, y probablementetraerá consigo a alguno de los oficiales de la goleta. ¿Dónde anda eldómine, a todo esto? —añadió notando su ausencia—. ¿Y el niño?

—El señor Samson volvió desde hace más de dos horas —repuso uncriado—; pero el señorito Enrique no venía con él.

—¿Que no? —exclamó la señora Beltrán—. Dile al señor Samson quevenga enseguida.

Apenas este entró, la señora se encaró con él:

—¡Parece la cosa más rara del mundo, Samson, que usted, que recibede nosotros aposento, manutención, ropa limpia y doce libras al añosólo por cuidar de mi niño, lo abandone así durante dos o tres horas!

El preceptor, asintiendo con una inclinación de cabeza a cuanto decíala señora, se limitó a responder que el señor Kennedy se había apode-rado del niño a despecho de sus protestas.

—Pues agradezco muy poco la atención de Francisco —replicó la se-ñora—. Supongamos que el niño se cae del caballo y se rompe unapierna, o que una bala llegue a tierra y lo mata, o que…

—O que, y es lo más probable, querida —agregó Ellangowan—, hayansubido a bordo de la corbeta y no vuelvan hasta que suba la marea.

—¡Pero pueden ahogarse, en ese caso! —exclamó la madre.

—Yo creía que el señor Kennedy había vuelto hacía mucho tiempo —indi-có humildemente Samson—; hasta me pareció oír el trote de su caballo.

Y comprendiendo que había obrado mal en dejar que Enrique se fuerasin permiso de sus padres, tomó su sombrero y se encaminó al bosquede Warroch mucho más ligeramente de lo que acostumbraba.

Aún continuó el señor Beltrán discutiendo el asunto con su esposahasta que supieron que la corbeta, de vuelta ya, navegaba a toda vela ha-cia el oeste en vez de acercarse a la costa, perdiéndose pronto de vista.

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Como la señora era tan aprensiva, sus temores no hicieron mella en elánimo de su marido; pero cierta zozobra que notó entre sus criados, yel hecho de llamarlo uno de ellos aparte para indicarle que el caballo deKennedy había vuelto sin silla y con el freno roto, lo hicieron pensarde otro modo. Añádase a esto que un labrador dijo haber visto un lugrecontrabandista ardiendo al otro lado de La punta de Warroch, y que ha-biendo atravesado todo el bosque, no había visto a Kennedy ni a Enri-que, y sí al dómine que, desolado, los buscaba por todas partes. Secomprenderá la confusión que reinó en Ellangowan desde entonces.

El señor y todos los criados corrieron en tropel al bosque, que regis-traron por todas partes a fin de hallar algún rastro de los desapareci-dos, y se botaron al agua varias lanchas para llegar hasta las rocas delotro lado del promontorio, temerosos de que pudiera hallarse allí el ca-dáver del niño.

Pero todo fue inútil: después de interminables pesquisas, la noche, ha-ciéndoles cejar en ellas, los reunió en el bosque, donde se comunicaronmutuamente el resultado negativo de sus investigaciones.

La angustia del pobre padre era indescriptible; pero apenas podía com-pararse con la que experimentaba el infeliz dómine, que manifestabacon acentos desesperados cuánto hubiera preferido morir él en lugardel heredero de Ellangowan.

Las opiniones eran, sin embargo, contradictorias: mientras unos afirma-ban que la muerte había sido inevitable, otros presumían que tal vez es-tuvieran a salvo a bordo de la goleta o en algún pueblo de las cercanías.

Se oyó repentinamente un quejido tan penetrante y lastimero que todos auna lo comprendieron como nuncio de una desgracia, y, sin detenerseante lo escabroso del terreno, volaron al punto de donde había salido elgrito; bajando por breñas y vericuetos imposibles de salvar en situaciónmenos apurada, llegaron al fin al pie de una roca, donde acababa dellegar un bote con algunos tripulantes.

—¡Aquí, señores, aquí! —gritaban—. ¡Auxíliennos!

Ellangowan corrió entre el grupo reunido ya y descubrió la causa delterror que se pintaba en todos los semblantes. Era el cuerpo del des-venturado Kennedy.

A primera vista parecía estar vivo aún y luchando con las olas; pero mi-rándolo con detenimiento se veía que estaba muerto y que, al parecer,había caído desde la cumbre de la roca.

—¿Y mi hijo? ¡Mi hijo! —exclamó el desventurado padre—. ¿Dónde pue-de estar?

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Numerosas voces, ávidas de comunicarle esperanzas que ninguno abri-gaba, se unieron para responderle, pero sólo una dijo algo que pudieratener visos de probabilidad:

—¿Y los gitanos?

El señor Beltrán volvió corriendo al promontorio, subió en el primercaballo que halló a mano y se dirigió al valle de Dercleuf. Una vez allí,apeándose de su montura, recorrió una por una las destruidas chozas,recordando con pesar las últimas palabras, que resultaron proféticas, deMargarita Merrilies: “Derribó nuestras chozas, ¿estarán más firmes poreso las vigas de su mansión?”

—¡Devuélvanme mi hijo —gritaba frenético—, y todo lo perdonaré y ol-vidaré!

Al hablar así descubrió un débil resplandor, producido al parecer poruna hornilla, y que salía de la desmantelada choza que había ocupadoMargarita. Voló hacia ella y hallando la puerta cerrada la derribó de unpuñetazo. Pero la choza estaba vacía, si bien se notaban algunas seña-les de que alguien habitaba allí. La hornilla estaba encendida y sobreella hervía una cafetera, viéndose además provisiones de boca.

Mientras registraba por todas partes esperando hallar indicios de quesu hijo vivía aún en poder de aquellos bribones, entró un hombre en lachoza.

Era su propio jardinero, que, emocionado e intranquilo, dijo apenas vioa su amo:

—¡Ay, señor! ¡No quisiera haber presenciado una noche tan terrible!¡Venga corriendo, que hace falta en la Plaza!

—¿Ha perecido Enrique?

—No, señor; pero…

—¡Nos lo robaron, Andrés! Tan seguro estoy de ello como de que pisotierra en este momento. Se lo llevó Mag la gitana, y no saldré de aquíhasta que me lo devuelva.

—Pero es que la señora está de muerte, y su presencia es necesariaallí —repuso el criado.

Ellangowan, lleno de pavor, miró con ojos de loco al mensajero de tanterrible noticia, y sin darse cuenta exacta de su sentido, se dejó conducirpor él, repitiendo invariablemente durante todo el camino:

—¡Madre e hijo! ¡Los dos!

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Es inútil referir la angustiosa escena que aguardaba en su casa al des-venturado Ellangowan. La noticia del desastroso fin de Kennedy habíallegado allí con todos sus horribles detalles, y con la adición de que elniño había tenido que correr la misma suerte, y de que el mar habríaarrastrado su cuerpo, más ligero que el de Kennedy. La infeliz madre,muy avanzada ya en su estado interesante, había oído tales noticias yel resultado de ello fue un parto prematuro que dejó al señor Beltrán,aun antes de darse cuenta de ello, viudo y padre de una niña.

El cadáver del desdichado Kennedy fue depositado en la cabaña de unpescador, tal y como había sido hallado, a fin de facilitar la acción de lajusticia. Las opiniones sobre si la muerte había sido o no casual eranmuy contradictorias después de que el juez hizo sagaces y minuciosasinvestigaciones.

El cuerpo estaba quebrantado y cubierto de contusiones, producidasal parecer por una caída; pero una profunda herida que tenía en la ca-beza sólo podía haber sido hecha, según opinión del cirujano, con armablanca. El magistrado descubrió otras señas que indicaban también lacasi seguridad de una muerte violenta. Tenía el rostro amoratado; losojos, casi fuera de las órbitas, y las venas, sumamente hinchadas. Loraro del caso era que sus bolsillos permanecían intactos y cargadas lasdos pistolas que llevaba constantemente; era inconcebible que no hu-biera tratado de defenderse.

El juez reconoció después el terreno donde se halló el cadáver y exten-dió un minucioso informe en el que reconocía que, si bien había frag-mentos desprendidos de roca que cayeron impulsados por el ímpetudel cuerpo al rodar, era en cambio inconcebible que hubiese podido caerun gran peñasco de distinto color de la roca, y que, para rodar, necesi-taba los esfuerzos combinados de tres o cuatro hombres, o el impulsode una palanca. La hierba estaba muy pisoteada, como si hubiese sidoteatro de una lucha, y huellas de pisadas que, seguidas con pacienciapor el sagaz investigador, lo llevaron hasta el centro del espeso bosqueque se extendía tras el precipicio, revelaban el propósito de sustraersea cuantas pesquisas pudieran emprenderse. Una vez en el bosque se vie-ron señales claras de que varias personas habían pasado por allí rom-piendo ramas y tronchando arbustos. La tierra, húmeda en algunossitios, dejaba ver huellas de muchos pies; se descubrían aquí y allámanchas que parecían gotas de sangre, y aun en algunos sitios apare-cían señales como de haber arrastrado sobre la hierba un saco pesado,un cadáver o un bulto semejante. A un lado del bosque había un charco,cuyo fango tenía el color de las manchas que aparecían en la espaldadel traje de Kennedy, y por último, aproximadamente a medio kilóme-tro del precipicio y muy cerca del bosque, siguiendo aún las huellas,

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hallaron el césped de una pradera empapado en sangre por algunossitios y tapado con retamas y hojarasca, y, después de repetidas pes-quisas, la escopeta, la vaina y el tahalí de la víctima.

El magistrado hizo medir cuidadosamente las huellas; pudieron descu-brir unas que correspondían a los pies del muerto y otras que eran dediversos tamaños. Habían algunas que parecían de pies de niño, lo cualhizo sospechar al juez —que lo consignó así en la exactísima sumariaque hizo de todos los sucesos— que el desdichado Francisco Kennedyhabía sido asesinado, y que los asesinos, quienesquiera que fuesen,se habían apoderado del niño Enrique Beltrán.

Se hicieron todas las diligencias posibles para descubrir a los culpa-bles; pero todo fue inútil. La suerte del buque del contrabandista DirkHatteraick era conocida por todos: desmantelado primero y encalladodespués, había ardido por completo, según afirmaban dos hombres quepresenciaron la escena desde el otro lado del promontorio. Los cañonesse disparaban solos y el buque entero terminó volando en una terribleexplosión; en cuanto a la corbeta de guerra, manteniéndose primero acierta distancia, había virado después rumbo al sur.

El juez preguntó a aquellos hombres si los de la corbeta habían botadoalguna lancha donde pudieran salvarse los del lugre; pero la huma-reda había sido tan densa que, aun en el caso de ser así, no habían po-dido advertirlo.

Una carta del comandante de la corbeta, confirmó ser el buque incen-diado por el lugre de Dirk Hatteraick, y añadió toda clase de detallessobre la lucha.

Se abrió, a consecuencia de todo esto, una extensa información sobrelo ocurrido y se tomó declaración a multitud de personas, entre lascuales figuró la gitana Margarita; pero no llegó a saberse la verdad delsuceso ni se consiguió descubrir el paradero del niño, terminando porconsiderar inexplicable aquella terrible desgracia.

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Primera Parte

Guy Mannering

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1Sochantre: El que dirige el coro en los oficios divinos. (Todas las notas son del Editor,salvo que se haga otra indicación.)

U

Capítulo Primero

na noche fría y tormentosa, diecisiete años después de la catás-trofe que acabamos de relatar en el prefacio de esta obra, se hallabanreunidas varias personas en la cocina de Las Armas de Gordon, posadade Kippletrigan, charlando en derredor de la lumbre.

La dueña de la posada, señora Mac-Caudlish, arrellanada en un am-plio sillón de baqueta, saboreaba, en unión de un par de amigas, su ri-quísimo té, sin perder de vista un momento a los criados que, atentos asus quehaceres, iban y venían continuamente. El sacristán y el so-chantre1 de la parroquia fumaban, acercando de vez en cuando a loslabios un vaso lleno de agua mezclada con aguardiente, mientras Bearcliff,hombre de gran importancia en el lugar, fumaba una pipa, tomaba unataza de té y saboreaba una copita de aguardiente. Dos o tres hombres,sentados en un ángulo de la estancia, apuraban un jarro de cerveza.

—¿Está dispuesta la sala? ¿Arde bien la chimenea? ¿No da humo?—preguntó la posadera a una criada.

Esta respondió afirmativamente.—No quisiera ser descortés con ellos —agregó la señora Mac-Caudlish—;

sobre todo estando en desgracia, como están ahora.—Hace bien, señora —repuso Bearcliff—. Si tuviesen necesidad de

tomar géneros de mi tienda, no tendría inconveniente en fiarles como almás pudiente. ¿Vendrán en la berlina?

—Creo que no —añadió el sochantre—; porque la señorita Beltrán,que es por cierto de las que más frecuentan la iglesia, fue el otro día en sujaca blanca.

—Sí —agregó una de las amigas, interviniendo en la conversación—,por cierto que el hijo del señor de Haslewood la acompañó después

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hasta cerca de su casa. Daría cualquier cosa por saber qué tal sientanesas atenciones a su anciano padre.

—No sé qué tal le sentarán ahora —dijo otra de las murmuradoras—;pero lo que sí sé es que hace algunos años no lo hubiera consentido elpadre de la señorita.

—Sí —agregó la primera que había hablado—; en otro tiempo hubierasido eso, pero hoy…

Un fuerte aldabonazo cortó la palabra de la murmuradora.—No pueden ser ellos —dijo la posadera—. Baja a abrir, Grizzel —agre-

gó dirigiéndose a un mozo.—Es un caballero solo. ¿Lo hago pasar a la sala? —repuso Grizzel

después de abrir.—No, que vaya al cuarto encarnado. Debe de ser algún palafrenero,

cuando viene solo a estas horas.—Desearía que me permitiera calentarme un poco —dijo el viajero

entrando en la cocina—: la noche está muy fría.El porte, la voz y los modales de aquel caballero —porque lo era in-

dudablemente— impresionaron a su favor a la señora Mac-Caudlish,que tenía un tacto exquisito, adquirido por una larga experiencia, paradistinguir a la primera ojeada la calidad de sus huéspedes.

El recién llegado era hombre de unos cuarenta o cincuenta años, deporte distinguido, bien plantado y de buena estatura. Apenas se despo-jó del levitón, que llevaba abrochado hasta el cuello, se vio que ibavestido de negro con un traje que denotaba cierto rango. La posadera,diciendo que aún no estaba lista la habitación que podía darle, lo insta-ló junto a la chimenea y le preguntó si quería tomar algo.

—Sólo una taza de té, si quiere hacerme ese favor, señora.La buena mujer procedió inmediatamente a preparar un té exquisito,

presentándole pocos minutos después una humeante taza.—Siento en el alma no poder darle la sala de preferencia, que es muy

hermosa —dijo—; pero la tengo apalabrada para un caballero que, depaso para otro condado, pasará aquí la noche, acompañado de su hija.Una de mis sillas de posta fue a buscarlos y los espero de un momentoa otro.

—Pues en ese caso, y como supongo que después estará ocupada, lesuplico que me dé algunos datos que necesito sobre una familia quevivía por estos alrededores.

Se oyó ruido de ruedas y la posadera corrió a recibir a los huéspedesque esperaba, volviendo a poco seguida del postillón.

—No pueden venir —decía este último—; el señor está muy enfermo.—¿Y qué van a hacer? —dijo la señora Mac-Caudlish—. Mañana se

cumple el plazo y todo debe quedar vendido. Hoy era el último día quepodían pasar en la casa.

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—Pues no pueden pasar por otro punto: el señor Beltrán no puedemoverse.

—¿De qué señor Beltrán hablan? —dijo el forastero, tomando parteen la conversación—. Supongo que no será del señor Beltrán deEllangowan.

—Precisamente hablamos de él, caballero. Si es usted su amigo, llegaen momentos bien apurados por cierto.

—No sabía que estuviese enfermo; estuve ausente mucho tiempo.—Sí —agregó Bearcliff, interviniendo en la conversación—; él y sus

asuntos están en muy mala situación. Los acreedores se hicieron cargode las propiedades y lo venden todo. Hay quien no cabe en el pellejo depuro gozo; pero no diré yo quién es: la señora Mac-Caudlish ya sabe aquién me refiero. Los que más tienen que agradecer son los que mástiran a darle. Verdad es que a mí me debe también un piquillo; peroprefiero perderlo antes que contribuir a que el pobre anciano tenga queabandonar su casa, estando ya con un pie en la sepultura.

—Sí, pero Glossin tiene prisa por que se vayan —añadió el sacristán—,pues teme que aparezca el hijo el día menos pensado; en cuyo caso nose podría vender la finca para pagar a los acreedores.

—Tenía un hijo que nació hace ya muchos años —dijo el forastero—.¿Ha muerto?

—No se sabe —repuso el sochantre, con aire de misterio.—Es imposible creer otra cosa después de tanto tiempo —añadió

Bearcliff—. Hace más de veinte años que desapareció, sin que hayavuelto a saberse nada de él.

—No hace veinte años —dijo la posadera—; a fines de este mes harádiecisiete, lo más. Fue un suceso que hizo mucho ruido en el condado.El niño desapareció el mismo día que asesinaron al inspector Kennedy,al cual conocería, indudablemente, si ha vivido en este país. Era unhombre franco y decidor, relacionado con lo mejor del condado; perocumplía con su deber y no quiso hacerse de la vista gorda con los con-trabandistas. ¡Era un valiente!

—En cierta ocasión ordenó a una corbeta de Su Majestad, fondeadaen la bahía de Wigton, que persiguiera al lugre de Dirk Hatteraick. Este,que era también valiente y atrevido, defendió su buque hasta que re-ventó como una granada, y Francisco Kennedy, que había sido el pri-mero en saltar a bordo, fue lanzado a gran distancia, cayendo en elagua junto a la roca de Warroch, que desde entonces se llama El saltodel Aforador.

—Pero ¿qué relación tiene todo eso con el hijo del señor Beltrán? —pre-guntó el forastero.

—¡Ahí es nada! El inspector llevaba consigo al niño y se cree que su-bió a bordo con él.

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—Eso no es exacto —repuso Bearcliff—. Una pícara gitana, MargaritaMerrilies, robó el niño para vengarse de su padre, que la había hechoazotar por ladrona.

—Pues yo creo que están tan equivocados como la señora Mac-Caudlish—dijo el sochantre.

—¿Cuál es, en ese caso, su versión? —preguntó con interés el forastero.—Hay cosas que vale más callarlas —dijo el sochantre con solemnidad.Pero tanto le instaron unos y otros a que hablara que, después de lanzar

algunas bocanadas de humo y toser varias veces, comenzó la siguientehistoria en tono declamatorio:

—Han de saber…, ¡hem!, ¡hem…!, que el digno señor de Ellangowan noera tan escrupuloso como debía haberlo sido en limpiar al país de loshechiceros que lo infestaban; toleraba a todos los que practicaban bruje-rías, y cuando vio que no tenía sucesión, a pesar de estar casado tresaños ya, consultó el caso con la famosa Mag Merrilies. Al fin quedó encin-ta la señora, y la misma noche que dio a luz un hijo llegó a la puerta de sucasa un hombre anciano y vestido de un modo muy raro, pidiendo hospi-talidad. Llevaba desnudos los brazos, las piernas y la cabeza, a pesar deser riguroso invierno, y tenía la barba de una vara de largo. Lo recibieronen la casa, y apenas dio a luz la señora, el anciano consultó a los astrosy dijo al señor que el diablo tendría gran poder sobre el recién nacido,encargándole mucho que lo educaran religiosamente y que rezaran mu-cho por él. El anciano desapareció después y jamás volvimos a verlo poreste país.

—Por eso sí que no paso yo —exclamó el postillón, quien oía el dis-curso a respetuosa distancia—. Dispénseme, señor Skreigh; pero subarba era más corta que la suya, y por lo que toca a ir descalzo, yorespondo de que llevaba un buen par de guantes y de que iba bien cal-zado. Además…

—¿Cómo estás enterado de esos pormenores, Jock? —preguntó elsochantre, sin dejarlo terminar.

—Pues, sencillamente, porque aquella noche fui yo en persona quienacompañó al desconocido hasta Ellangowan, donde quería ir. Mi madreme mandó que le enseñara el camino, cosa que, si hubiese sido hechi-cero, no hubiera necesitado. Era un joven guapo, bien vestido y queparecía inglés. Verdad es que miró mucho las ruinas y paseó por ellas;pero de eso a decir que era duende hay mucha diferencia. Yo mismo lesostuve el estribo cuando montó a caballo para irse; por cierto, que medio media corona de propina.

—¡Bueno, bueno, Jock! —repuso Skreigh, con acento meloso—. Yo nosabía que conocías al hombre de que se trata; pero nuestras versionesdifieren sólo en algunas pequeñeces. A propósito, como el extranjero

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pronosticó grandes calamidades para el niño, su padre buscó una per-sona digna que lo acompañara día y noche.

—Sí —repuso el postillón—: uno que llamaban Dóminus Samson.—Pues cuando el niño tenía cerca de cinco años —continuó el so-

chantre— el señor Beltrán decidió arrojar de sus dominios a los gita-nos, y Francisco Kennedy, que se pintaba solo para esas cosas, seencargó de despedirlos. Después de ruda lucha, Mag Merrilies, la másamiga del diablo entre todas las de su tribu, le anunció que antes detres días sería dueño de él en cuerpo y alma.

—De eso sí que yo no sé nada —exclamó el postillón—, porque poraquel entonces estaba ausente del condado.

—¿Y en qué paró todo eso? —preguntó el extranjero, revelando granimpaciencia.

—En que, mientras los de Ellangowan estaban mirando a una corbetade guerra que daba caza a un lugre contrabandista, Kennedy, sin razónninguna para ello, apretó a correr con tal ímpetu, que ni cuerdas nicadenas habrían podido detenerlo. Se encaminó al bosque de Warrochy halló en el camino al niño acompañado de su preceptor. Lo sentó en lagrupa de su caballo, jurando que si él estaba hechizado, el niño corre-ría su misma suerte. El dómine, que no tenía malas piernas, lo siguiócorriendo tan aprisa como pudo y poco después vio a Mag Merrilies, o aldiablo que había tomado su forma, levantarse súbitamente del centrode la tierra y arrancar al niño de las manos del aforador en un abrir ycerrar de ojos. Después cogió a este y lo arrojó por el precipicio deWarroch, donde lo encontraron aquella misma noche. En cuanto al niño,no sé lo que puede haber sido de él.

El forastero había sonreído más de una vez al oír este relato; peroantes de que pudiera responder se oyeron las pisadas de un caballo, yun lacayuelo, muy bien vestido y que llevaba una escarapela1 en elsombrero, entró en la cocina dándoselas de personaje y diciendo:

—¡Háganse a un lado, buena gente! —pero al ver al desconocido foras-tero depuso su insolente ademán, se quitó el sombrero y, entregandouna carta, añadió—: La familia de Ellangowan sufre una gran pesa-dumbre y no recibe visitas, señor.

—Ya lo sé —repuso su amo—. Y ahora, señora, supongo que me per-mitirá ocupar la habitación que mencionó antes, ya que no han de venirlos huéspedes para quienes la destinaba.

—Con mucho gusto, caballero —repuso la posadera y ordenó que loacompañaran.

—Háganos la merced de decir quién es su amo, mocito —dijo Bearcliffal lacayo poco después.1Escarapela: Adorno de cintas por lo general de varios colores, fruncidas o formandolazos alrededor de un punto.

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—¿El caballero que acaba de retirarse? Pues el famoso coronelMannering, de las Indias orientales.

—¿El que nombraron tanto los periódicos?—El mismo precisamente. Él fue quien defendió a Cuddieburn, el que

tomó a Chingalore y derrotó al gran caudillo Mahratta. Yo lo acompañéen casi todas sus campañas.

—¡Y yo que no le pregunté siquiera lo que quiere cenar! —exclamó laposadera.

—No se apure, señora: le gusta todo lo mejor. Jamás ha visto un hom-bre más llano que el coronel, aunque también tiene su genio, no lo dude.

Y como las pláticas que siguieron en la cocina no nos importan mu-cho, con permiso del lector, subiremos a la sala.

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Capítulo II

e paseaba pensativo el coronel cuando entró la posadera a pedirlesus órdenes. Después de habérselas dado de un modo convenientele suplicó que se detuviese un momento, y, llevando la conversación alterreno que deseaba, le preguntó:

—¿Sabe si el hijo del señor Beltrán tenía ya cinco años cuando seperdió?

—¡Ay, sí, señor; así fue! Y esa noticia, dada a su madre precisamentecuando iba a dar a luz, le quitó la vida. Desde aquella noche el señorenfermó de la mente, y aunque su hija, la señorita Lucía, quiso tenerorden en su casa cuando fue mayorcita, ¿qué podía hacer la pobrecita?Hoy día se encuentra sin casa y casi sin tener qué comer.

—¿Y sabe en qué época desapareció el niño?—A principios de noviembre del mil setecientos… —repuso la posade-

ra después de reflexionar un momento.El forastero, haciendo señas a la señora Mac-Caudlish para que espe-

rase un poco, dio dos o tres vueltas por la estancia y después añadió:—¿Es cierto lo que creo haber oído de que ponen en venta la finca de

Ellangowan?—¿Que la ponen en venta? Ya está puesta, y mañana mismo se verifi-

cará la entrega al mejor postor en la misma plaza de Ellangowan, segúndicen los carteles. Mac-Morlan, un hombre muy inteligente y estimadoen el país, es el encargado de ella.

—¿Tendría la bondad de enviar a decirle que el coronel Mannering leofrece sus respetos, que le suplica venga a cenar con él, y que le ruegaque traiga los documentos relativos a la venta de esa finca? Le suplico,además, que no diga a nadie una palabra sobre lo que acabo de decirle.

—Pierda cuidado, señor, que no despegaré mis labios. Y en cuanto alo demás, me alegraría mucho de que fuese dueño de la finca, ya que

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tiene que perderla la antigua familia. Ahora mismo voy yo en persona aver a Mac-Morlan: vive ahí al lado.

—Mil gracias, señora; tenga la bondad de decir a mi criado que subala maleta.

Un momento después Mannering, sentado ante una mesa, escribíauna larga carta al caballero Arturo Mervyn, en Westmoreland, en la quele relataba su vida y desgracias. Como la primera parte de la carta espoco interesante para el lector, la obviamos y tomamos el hilo después desu casamiento con Sofía Wellwood, joven inocente e irreflexiva que par-tió con él a la India.

Sofía, como sabes —continuaba la carta—, fue conmigo a la India. Candorosay buena, era demasiado amante de los placeres; en tanto que yo, acostum-brado a todo lo contrario, estaba poco en armonía con mi posición de coman-dante en un país donde todas las personas de cierta categoría frecuentanmucho la sociedad. En un momento de apuro fue agregado a nuestro regi-miento, en calidad de voluntario, un joven llamado Brown, el cual, compren-diendo que la carrera de las armas se avenía más con su carácter que la delcomercio, que profesaba anteriormente, se quedó entre nosotros de cadete.Su valentía fue tal, en cuantas ocasiones se presentaron, que todos conside-raban justo que ocupase la primera vacante. Debo hacer justicia a mi vícti-ma y no puedo ocultar sus virtudes: nadie tenía una palabra que decirsobre el carácter y las costumbres de aquel joven, a pesar de lo cual medisgustó sobremanera hallarlo convertido en amigo íntimo de mi mujer y demi hija al cabo de cierto tiempo.Había otro cadete en mi regimiento que ambicionaba también ocupar laprimera vacante, y él fue quien llamó mi atención sobre la coquetería de mimujer con aquel joven. Sofía era virtuosa; pero, orgullosa de su virtud eirritada por mis celos, fue lo bastante imprudente para alentar y sosteneruna intimidad que sabía que era desagradable para mí. Entre Brown y yomediaba una repugnancia instintiva, y aun cuando él procuró desvanecermi preocupación, yo lo atribuí a motivos indignos.No dudé un solo momento de la virtud de Sofía; pero, cediendo a las suges-tiones de Archer, creí que Brown seguía galanteándola meramente por eno-jarme. Tal vez me consideraba un hombre altanero, que abusa de suautoridad oprimiendo a los inferiores, y quiso vengarse así de las molestiasque mi categoría me obligaba a causarle.Un amigo verdadero quiso disuadirme haciéndome comprender que aque-llos obsequios se dirigían tal vez a mi hija Julia; pero tampoco me agradabaesta idea tratándose de un joven de oscuro nacimiento.Puedo decir que casi había olvidado la causa de nuestra desavenencia, cuan-do un pequeño incidente de juego motivó entre nosotros un desafío. Nosencontramos a la mañana siguiente en el sitio designado, y Brown cayó alprimer tiro. Corrí a auxiliarlo; pero una cuadrilla de salteadores se presentóante nosotros, y Archer y yo montamos presurosos y escapamos, despuésde sostener una refriega en la cual mi amigo recibió varias heridas. Paramayor desgracia, mi mujer, que sospechaba el motivo de tan matinal

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salida, acudía en su litera a nuestro encuentro y fue sorprendida y deteni-da por otra cuadrilla de bandoleros. Fue rescatada inmediatamente por partede nuestro regimiento; pero aquellos sucesos ejercieron tan fatal influenciasobre su salud, que decayó visiblemente. Antes de morir Archer me confesóel objeto que lo había impulsado a calumniar a dos inocentes; pero el dañoestaba hecho y Sofía murió en mis brazos ocho meses después de tan des-graciados y funestos sucesos, dejándome sólo una hija, Julia, de la cual,mientras yo estoy ausente, se ha encargado con su acostumbrada bondadla señora Mervyn. Julia cayó enferma, y esto me decidió a presentar midimisión y regresar a Europa, para ver si logro devolverle la salud variandode clima y lejos del sitio donde ocurrieron tan fatales sucesos.Ya sabes mi historia; no te extrañará mi melancolía y convendrás conmigoen que, a pesar de mi fortuna y mi posición social, tengo que apurar uncáliz muy amargo estos últimos años de mi vida.Saluda respetuosamente a tu esposa y da un beso a Julia en mi nombre.Adiós, querido Mervyn.Tuyo siempre,

GUY MANNERING

En aquel momento se presentó el señor Mac-Morlan en la estancia;y como hombre probo e inteligente y predispuesto además, por la repu-tación del coronel, se dispuso a hablarle francamente sobre las venta-jas e inconvenientes de la finca.

—La mayor parte de la hacienda —le dijo— está vinculada a los here-deros varones, y el comprador tendrá el privilegio de retener en susmanos gran parte de los réditos para entregarla al niño que desapare-ció en su infancia, en caso de que se presente dentro de cierto tiempolimitado.

—¿Qué objeto tiene, entonces, la premura de esa venta? —preguntóMannering.

—Ostensiblemente, satisfacer los intereses que se pagan a los acree-dores, bastante descuidados hoy —repuso Mac-Morlan, sonriendo—;pero, en realidad, favorecer al principal acreedor, que quiere apoderar-se de la finca por un precio ínfimo.

Mannering consultó seriamente con Mac-Morlan todos los pormenoresdel caso y después hablaron sobre la extraña desaparición de EnriqueBeltrán, separándose por último muy satisfechos de aquella conferencia.

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A

Capítulo III

l día siguiente, muy de mañana, Mannering, a caballo y seguidode su criado, se encaminó a Ellangowan. Después de una hora de agra-dable paseo, descubrió en lontananza las ruinosas torres del castillo, yfantaseando en su imaginación sobre el tiempo transcurrido y los he-chos que habían sucedido, llegó hasta la puerta de la mansión de losBeltrán de Ellangowan, abierta aquel día para todo el mundo.

Una muchedumbre de gente, atraída por el deseo de comprar algo osatisfacer una vana curiosidad, acudía en interminable hormiguero.Transcurrió algún tiempo antes de que el coronel pudiera encontrar aalguien que respondiera a sus preguntas relativas al propio señorBeltrán. Al fin, una criada le dijo que el amo estaba un poco mejor y quetal vez podía abandonar la casa aquel mismo día. La señorita Lucíaesperaba el carruaje de un momento a otro, y como hacía buen tiempohabían llevado al señor en su poltrona a la pradera donde se alzaba elantiguo castillo, a fin de evitarle el disgusto del doloroso espectáculo dela subasta. Ante tales noticias, Mannering se apresuró a buscar a lafamilia, y pronto alcanzó a ver un grupo compuesto de cuatro personas.

El señor Beltrán, paralítico e imposibilitado para moverse, ocupabauna poltrona; detrás de él y con las manos cruzadas, estaba DóminusSamson. A un lado del anciano había una señorita como de diecisieteaños, angelical figura en quien Mannering reconoció inmediatamente ala señorita Lucía Beltrán. La cuarta persona del grupo era un joven dehermosa presencia, que parecía participar de las inquietudes de Lucíay del interés que se tomaba por su padre.

Este joven fue el primero que advirtió la llegada del coronel e inmedia-tamente salió a su encuentro, como si quisiera impedir con suma corte-sía que se acercara al grupo. Mannering manifestó que era un desco-nocido a quien habían dado hospitalidad en Ellangowan en ciertaocasión, y que no se presentaba en aquellos tristes momentos con más

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objeto que el de poner a disposición del señor Beltrán y su hija cuantotenía y valía.

Se acercó más al anciano, que no dio señales de reconocerlo; y laseñorita, después de breves palabras cambiadas con el joven, se acercótímidamente al coronel para darle las gracias por su bondad y manifes-tarle que su desgraciado padre no lo reconocería, probablemente.

—Padre —exclamó después, acercándose a la poltrona seguida delcoronel—, aquí tienes al señor Mannering, antiguo amigo tuyo que vie-ne a visitarte.

—Sea bienvenido —dijo el anciano, procurando incorporarse para sa-ludar al coronel, animado un momento por un impulso de hospitalariacortesía—. Pero entremos en la casa, porque este caballero debe tenerfrío aquí. Busca la llave de la bodega, Dóminus, pues seguramente, des-pués del largo paseo que dio para venir a vernos, el señor necesitarátomar algo.

Mannering, impresionado por el contraste que ofrecía a su mente aquelrecibimiento con el que le hicieron en tiempos lejanos, no pudo repri-mir las lágrimas; prueba de afecto que le valió de inmediato la confian-za de la desgraciada joven.

—¡Hasta los extraños se sienten impresionados por este espectáculo!—murmuró Lucía—. ¡Y, sin embargo, mi padre es más feliz en su tristeestado que si supiera y comprendiera nuestra angustiosa situación!

—Señorito Carlos —dijo un lacayo con librea que se llegó al grupo,acercándose al joven y hablándole a media voz—, la señora lo buscapara que puje por ella el escritorio de ébano negro. Dice que vaya alinstante.

—Di que no pudiste encontrarme, Tomás; o si no…, vale más quedigas que estoy mirando los caballos.

—¡No, no! —dijo Lucía, interviniendo—. Si no quieres que tenga otromotivo de pena en estos momentos, ve adonde te llaman, Carlos. Estecaballero tendrá la bondad de acompañarnos al carruaje.

—Sin duda alguna, señorita —repuso el coronel—. Este caballero puedeir tranquilo, con la seguridad de que nada les faltará.

—Entonces, adiós —dijo el joven, y después de hablar al oído de Lucíaechó a correr como si temiera no tener fuerzas para alejarse si se detenía.

—¿Adónde va Carlos corriendo así? —preguntó el anciano—. ¿Por quése aleja de nosotros?

—Vuelve pronto, padre —dijo Lucía.En aquel momento se oyó rumor de voces cerca de las ruinas. El

lector recordará que entre el castillo y la playa había una comunica-ción, que era precisamente por donde iban los que pasaban hablando.

—Sí: realmente hay, como dices, muchas conchas y algas que seríanmagnífico abono; y si se quisiera edificar otra casa (lo que puede ocurrir),hay buenos materiales en estas ruinas.

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—¡Esa es la voz de Glossin! —murmuró Lucía hablando con Samson—.Si mi padre lo ve, se muere de repente.

Samson se volvió repentinamente, fue al encuentro del apoderado,que en aquel momento salía de las ruinas, y le dijo con ademán furioso:

—¡Vete, vete de aquí! ¿Quieres no sólo quitarle lo que es suyo, sinomatarlo además?

—Déjame, amigo Dóminus —repuso Glossin, con altanería—. No quie-ro sermones. La ley autoriza mi presencia aquí; conque guárdate lacompasión para momento más apropiado y úsala para ti solo.

Desde hacía algún tiempo el nombre de Glossin bastaba para produ-cir violenta agitación en el infortunado enfermo, y el eco de su voz bastópara trastornarlo. Impulsado por la violencia de su impresión se pusoen pie sin auxilio ajeno y, presa de mortal angustia, se encaró con élexclamando:

—¡Quítate de mi vista, víbora maligna, que tratas de devorarme des-pués de haberte abrigado en mi seno! ¿No temes que se abran los din-teles del castillo de Ellangowan y te sepulten en sus entrañas? ¿Noestabas pobre, errante y sin familia cuando te di la mano y te saqué dela miseria? ¡Y ahora, en recompensa, quieres arrojarme a mí y a mi ino-cente hija del hogar que ha cobijado a mis antepasados más de mil años,dejándonos sin casa, sin recursos y sin amigos!

Si Glossin hubiese estado solo, tal vez se habría hecho el desentendi-do; pero la presencia del desconocido que acompañaba a Ellangowan yla del sujeto que iba con él lo decidieron a seguir mostrándose altanero.

—No debe culparme a mí, señor Beltrán —dijo—, sino a su propiaimprudencia, que…

Mannering no pudo contenerse más y exclamó, dirigiéndose al apoderado:—Tengo que manifestarle, sin entrar en discusiones sobre ese punto,

que escogió una ocasión y un lugar poco a propósito para esta contro-versia. Así, pues, le quedaré muy obligado si se retira sin añadir otrapalabra.

Glossin, alto y robusto, prefirió habérselas con aquel desconocido,que no le parecía temible, mejor que seguir increpando a su bienhe-chor, y repuso:

—No sé quién es usted, caballero, y no consentiré que se tome conmi-go la libertad de hablarme en ese tono.

Mannering era violento por naturaleza. Inflamándosele los ojos, semordió el labio inferior con tal fuerza que brotó la sangre, y acercándo-se a Glossin le dijo:

—Escúcheme, caballero: que usted me conozca o no, importa muypoco; yo lo conozco bien, y si no se quita inmediatamente de ahí sinmurmurar una palabra, le juro por el sol que nos alumbra que bajará alfondo de un salto.

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El tono enérgico de tan justa cólera dominó la insolencia de aquelinfame, que titubeó, dio media vuelta y, murmurando entre dientes queno quería asustar a la señorita, desapareció al instante, librándolos asíde su odiosa presencia.

El postillón de la señora Mac-Caudlish, que acababa de llegar, anun-ció que el coche esperaba ya al anciano y a la señorita; pero desgracia-damente era ya inútil.

El último aliento del señor Beltrán se había extinguido bajo los esfuer-zos de su indignación, y apenas cayó sobre su sillón expiró sin exhalarun suspiro. La pérdida del hálito vital alteró un poco su aspecto exterior;los gritos de su hija cuando vio apagarse sus ojos y cesar de latir el pulsofueron la primera señal que anunció su muerte a los espectadores.

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Capítulo IV

a turba de curiosos y desocupados reunidos en Ellangowan sólo secuidaban del asunto que los había llevado allí, y no reparaban paranada en los sufrimientos que aquel negocio producía a sus dueños. Enrealidad eran muy pocos los que conocían a la familia: el padre, reduci-do a la desgracia y casi en estado de imbecilidad, había sido olvidadopor sus contemporáneos; y en cuanto a la hija, ni siquiera la habíanconocido.

Sin embargo, cuando un rumor general anunció que el infortunadocaballero había muerto de pesadumbre en el momento de abandonarpara siempre el hogar de sus mayores, un torrente de simpatía brotó detodos los corazones y se recordó respetuosamente la antigua nobleza yla acrisolada y nunca desmentida integridad de la familia, que recibióen aquellos supremos instantes el tributo de veneración y respeto quejamás reclama en vano el infortunio.

Mac-Morlan anunció de inmediato que se suspendía la venta de losbienes, y que la señorita Lucía Beltrán entraba en posesión de ellos has-ta que consultaran con sus amigos los pormenores del entierro de supadre.

Glossin, a quien el temor había hecho enmudecer momentos antes, alver que nadie lo recriminaba, insistió en que continuase la subasta;pero el digno magistrado, manifestándole que aquel no era el momentooportuno para conseguir que rindiera el mayor beneficio posible, anun-ció que asumía la responsabilidad de la demora.

Se arreglaron a toda prisa algunas habitaciones para recibir digna-mente el cadáver, y seis o siete barones se disputaron el honor de pre-sidir las exequias de aquel a quien no ofrecieron en vida el menor auxilio,en tanto que las familias nobles de los contornos se disponían a honrarcon su presencia la memoria del pariente y del amigo, de quien casi

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habían llegado a olvidarse. Mannering, comprendiendo que su presen-cia era inútil y que quizás fuera mal interpretada, resolvió retirarse yvolver cuando terminara el plazo de quince días señalado para efectuarla interrumpida subasta.

Antes de retirarse solicitó, sin embargo, una entrevista con Samson.El pobre hombre, apenas supo que un caballero extranjero deseabahablarle, se presentó e hizo profundas reverencias al coronel; aguarda-ba con impaciencia sus órdenes.

—Quizás no comprenda lo que una persona extraña pueda tener quedecirle, señor Samson. Veo que ya no se acuerda de mí y que me juzgacompletamente desconocido.

—No sé a qué se refiere, señor coronel; pero si desea mis leccionespara algún joven, debo manifestarle que…

—No, por cierto, señor Samson; no tengo hijos varones. Mi deseo essencillamente hablarle de la señorita Lucía. Soy antiguo conocido delseñor Beltrán y quiero ayudar a su hija en las presentes circunstan-cias. Pienso, además, comprar esta casa, y me alegraría de que todopermaneciera exactamente como está. ¿Quiere admitir esta suma e in-vertirla en las necesidades de la familia? —añadió poniendo en manosdel dómine una bolsita llena de oro.

—¡Es pro… di… gio… so! —exclamó Samson tartamudeando, como decostumbre cuando quería manifestar su admiración—. Pero si el señorquiere esperar un poco…

—¡No, no; es imposible! —exclamó el coronel apretando el paso y sinhacer caso de las observaciones del dómine, que lo seguía con la bolsitaen la mano y murmurando:

—¡Prodigioso, prodigioso! Pero…El infeliz dómine, que en su vida había visto tanto dinero junto, no

sabía qué hacer con aquella suma —más de veinte guineas, tal vez—,cuando afortunadamente halló a Mac-Morlan, que, enterado del asuntoy creyendo satisfacer así el deseo del donante, le dijo que la invirtieseen las necesidades que pudieran presentársele a la señorita Beltrán.

Esta, por su parte, fue invitada por varias familias nobles para quefuera a pasar con ellas los primeros días de luto; pero la pobre huérfa-na, comprendiendo que aquella hospitalidad era ofrecida por compa-sión más que por cariño, rehusó cortésmente y decidió esperar el consejode Margarita Beltrán de Singleside, la parienta más allegada de su pa-dre, señora anciana y soltera a quien había escrito notificándole todo loocurrido.

Se verificaron con sumo decoro las exequias de Godofredo Beltrán deEllangowan, y la desgraciada señorita se consideró ya como extraña enla misma casa donde había nacido y donde su paciencia e inagotabledulzura habían alargado los días del difunto anciano. Como resultado

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de una conferencia con Mac-Morlan, la joven abrigó la creencia de quepodría disponer durante algún tiempo de aquel sitio; pero la suerte lohabía dispuesto de otro modo.

Dos días antes del indicado para efectuar la subasta de los bienes deEllangowan, Mac-Morlan esperaba que el coronel Mannering se pre-sentara de un momento a otro, o que le escribiera confiándole plenospoderes para representarlo; pero no ocurrió ni lo uno ni lo otro, y elmagistrado se vio obligado, bien a pesar suyo por cierto, a declararjudicialmente que la casa y todas sus dependencias quedaban adjudi-cadas a Gilberto Glossin, en vista de que nadie pujaba. El honradoescribano rehusó tomar parte en el banquete con que obsequió a laconcurrencia el nuevo dueño Gilberto Glossin, barón y señor deEllangowan por su dinero, y volvió a su casa profundamente afligido.

A eso de las seis de la tarde llegó un mensajero, bastante borrachopor cierto, con un pliego del coronel Mannering, fechado cuatro díasantes en un pueblecito distante unas cien millas de Kippletrigan, quedelegaba plenos poderes en Mac-Morlan para comprar, en su nombre,y a cualquier precio, los estados de Ellangowan. Le decía, además, queun asunto de familia lo obligaba a salir precipitadamente para West-moreland, a donde podía escribirle a nombre de sir Arturo Mervyn.

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Capítulo V

an pronto como la señorita Beltrán supo el resultado de la venta desus estados se dispuso a salir sin demora de aquella casa. Mac-Morlanle rogó encarecidamente que aceptase la hospitalidad que le ofrecía,hasta que tuviera noticias de la prima de su difunto padre o decidiesedespacio lo que le convenía hacer. Ella, no queriendo ser tachada deingrata o de descortés, aceptó una invitación hecha con tanta delicade-za y buena voluntad. La señora Mac-Morlan, por su parte, era personamuy digna, tanto por su educación como por su nacimiento, de alber-gar bajo su techo a Lucía. Encontró, pues, un hogar hospitalario y unafamilia cariñosa, y, más consolada ya, pagó a todos los criados los sala-rios devengados y se despidió de ellos. Todos, llorando y deseándole quefuese tan feliz como merecía, fueron desapareciendo del salón, hastaque quedaron en él tres personas nada más: el señor Mac-Morlan, quehabía ido a buscar a Lucía, esta y el dómine.

—Ahora debo despedirme del mejor y más cariñoso de mis amigos —dijola joven—. ¡Ojalá sea recompensado por sus bondades para con todosnosotros! Espero que me escriba o me visite con frecuencia.

Y hablando así puso en manos de Dóminus un paquetico que conteníaalgunas monedas de oro, y se levantó dispuesta, al parecer, a salir de laestancia.

También se levantó Samson, pero impulsado por la sorpresa que expe-rimentó al comprender que debía separarse de Lucía. Jamás se le habíaocurrido tal idea; dejó el dinero sobre una mesa y no supo qué decir.

—Es poca cosa, verdaderamente, y mucho menos de lo que merece—dijo Mac-Morlan, interpretando mal aquel movimiento—; pero lascircunstancias…

Dóminus manifestó su impaciencia con un movimiento.—No es eso, no. Pero ¡pensar que yo he comido el pan de su padre,

que he bebido en su copa y dormido bajo su techo más de veinte años!

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¡Pensar que voy a dejarla cuando está triste y afligida! No, señoritaLucía; no piense que será así. Seguramente no rechazaría a un perri-to que la siguiera. ¿Por qué había de tratarme a mí peor? No, seño-rita Lucía; mientras viva no me separaré de usted. No seré gravoso anadie; pero no me pida que me separe de usted. Sí, señorita Lucía: sólola muerte podrá separarnos.

Ante aquel inesperado discurso, el más largo que jamás saliera de loslabios del dómine, y al ver sus ojos arrasados de lágrimas, ni Lucía niMac-Morlan pudieron reprimir las suyas, comprendiendo el cariño deaquel hombre.

—Mi casa es bastante espaciosa —dijo Mac-Morlan usando alternati-vamente el pañuelo y la tabaquera—; mi casa es grande, y si se sirveaceptar en ella una cama mientras la señorita Beltrán se digne honrar-nos con su presencia, tendremos la mayor satisfacción en cobijar bajonuestro techo a persona tan digna y fiel. Mis muchos asuntos me obli-gan con frecuencia a valerme de personas más inteligentes en contabi-lidad que mis pasantes; así, pues, podrá ayudarme un poco de vez encuando si lo tiene a bien —añadió, deseoso de evitar objeciones porparte de Lucía.

—Lo haré con mucho gusto, señor —repuso el dómine—. Conozcoperfectamente la teneduría de libros, y nada me gusta más que esaclase de ocupación.

En aquel momento entró en la estancia el postillón, que había presen-ciado la anterior escena sin ser visto, y anunció que el carruaje estabadispuesto. Poco después dijo a la señora Mac-Caudlish que jamás ha-bía visto nada más patético; que ni aun la muerte de la yegua tordapodía igualársele. Esta circunstancia, insignificante al parecer, tuvoconsecuencias de importancia para Dóminus.

La señora Mac-Morlan recibió a sus huéspedes con franca y cordialhospitalidad, no extrañándole la presencia de Samson, porque su espo-so le indicó que lo tomaba una temporada a su servicio para que loayudase a aclarar sus cuentas embrolladas, y que por mutua conve-niencia viviría en la casa.

Y efectivamente, Dóminus se ocupaba con el mayor celo de las cuen-tas de Mac-Morlan, pero todas las mañanas desaparecía después dealmorzar y no volvía hasta cerca de la hora de comer; destinaba la vela-da a trabajar en los quehaceres de la oficina. Al llegar el sábado sepresentó ante el magistrado con aire de triunfo y dejó dos monedas deoro sobre la mesa.

—¿Para qué es ese dinero, Dóminus?—En primer lugar para indemnizarlo por los gastos de mi hospedaje, y

en segundo, para que la señorita Lucía lo emplee en lo que necesite.—¡Pero si el trabajo que hace en mi oficina me recompensa con cre-

ces! En todo caso el deudor soy yo, amigo Samson.

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—Pues entonces entréguelo todo a la señorita.—Bien, Dóminus; pero este dinero…—Lo he ganado honradamente, señor Mac-Morlan: son los honorarios

que me entregó un joven a quien doy lección de lenguas tres horas diarias.Mediante unas cuantas preguntas Mac-Morlan supo que el generoso

discípulo era Carlos Haslewood, y que se reunían diariamente en laposada de la señora Mac-Caudlish, que era quien había proporcionadoal fiel dómine tan espléndido cliente.

El escribano se preocupó mucho con tales noticias. Cierto es que el dó-mine era hombre erudito y excelente sujeto; pero que un joven de veinteaños anduviese catorce millas diarias por el solo placer de leer los clási-cos, nada menos que durante tres horas seguidas, revelaba tal entusias-mo por la literatura que Mac-Morlan no podía darle entero crédito.

—¿Y sabe la señorita Beltrán que ocupa así el tiempo, amigo mío?—No, señor; el señorito Carlos me ha encargado que no le diga nada, a

fin de que no sienta escrúpulo alguno en aprovecharse de ese auxilio.Pero no creo que pueda ocultarlo mucho tiempo, toda vez que se proponedar aquí la lección algunas veces.

—¿Y emplea siempre las tres horas en el estudio de los clásicos? —pre-guntó el escribano.

—No, por cierto; a veces interpolamos alguna conversación agradablepara endulzar las amarguras del estudio.

—¿Y sobre qué asunto versan esas digresiones?—Sobre Ellangowan, o sobre la señorita Lucía; porque mi discípulo en

ese particular se parece a mí, que cuando empiezo con ese tema no sédejarlo: a veces nos roba la mitad del tiempo que dura la clase.

“¡Ya sabemos de dónde sopla el viento! —pensó Mac-Morlan para sí—.Realmente creo haber oído algo acerca de ese asunto”.

Reflexionó después sobre la conducta que debía observar, porque elpadre de Carlos Haslewood era un hombre recio y poderoso que no con-sentiría jamás en un enlace que no fuera ventajoso por todos los concep-tos para su hijo. Como tenía la mejor opinión de Lucía, resolvió comunicarleel asunto apenas tuviera ocasión para ello, aunque sin darle la menorimportancia y tomándolo como la cosa más natural del mundo.

—Supongo que se alegrará de la suerte de su amigo Samson, Lucía.La fortuna lo favorece: ha encontrado un discípulo que le da dos gui-neas por doce lecciones de griego y de latín.

—¿De veras? Me sorprende y me alegra. ¿Quién puede ser tan gene-roso? ¿Habrá vuelto el coronel Mannering?

—No, no es el coronel; creo que es su amigo Carlos Haslewood, porqueoí algo de que pensaba dar las lecciones aquí. Desearía que pudieranarreglarse bien.

—¡No lo consienta, señor Mac-Morlan! —dijo la joven, roja como unaamapola—. Haslewood ha tenido ya muchos disgustos por eso.

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—¿Por el estudio de los clásicos? La mayor parte de los jóvenes hasufrido más o menos por ese asunto en cierto período de su vida; perohoy, tratándose de Haslewood, ese aprendizaje es completamente vo-luntario.

Lucía no respondió y, preocupada como si diera vueltas en su mentea algún proyecto, salió de la estancia.

Al día siguiente buscó ocasión para hablar con Dóminus, y después demanifestarle su agradecimiento por su desinteresado afecto y lo muchoque se alegraba de su buena fortuna, añadió que la forma adoptada porHaslewood para dar aquellas lecciones era algo inconveniente para él;así que, mientras durasen, sería muy bueno que se separase de ella yque, o fuese a residir en casa de su discípulo, o buscase una habitaciónen las cercanías. Samson rehusó tal proposición, como esperaba Lucía:ni aun por el príncipe de Gales hubiera dejado a su querida señorita.

—Pero veo —añadió— que, o no quiere participar de lo que yo gano, oque le soy molesto.

—No, en verdad. Era usted el amigo más antiguo de mi padre, casipodría decir el único, y yo no soy orgullosa ni tengo motivos para serlo.En otra ocasión cualquiera haga lo que juzgue conveniente; pero enesta le suplico que diga al señor Haslewood que ha hablado conmigoacerca de sus estudios y que es preciso que renuncie a la idea de con-tinuarlos aquí, porque es un deseo absolutamente impracticable.

Dóminus Samson salió mohíno y cabizbajo y al día siguiente entregóuna carta a Lucía, diciéndole al mismo tiempo:

—El señor Haslewood va a suspender sus lecciones y quiso reparar elperjuicio que pudiera ocasionarme su decisión; pero ¿y a él, quién loresarce de la falta de instrucción que yo hubiera podido darle?

La carta contenía sólo algunos renglones quejándose de la crueldadde Lucía, que lo privaba del placer de verla, y que, no contenta con eso,quería evitar que supiera de ella hasta por un medio indirecto. Termi-naba asegurando que su severidad sería inútil, porque nada podríaalterar el invariable afecto que le profesaba.

Samson halló otros discípulos, gracias a la desinteresada protecciónde la señora Mac-Caudlish, aunque inferiores en rango a CarlosHaslewood y menos generosos; pero aun así ganaba algo, que entrega-ba semanalmente a Mac-Morlan, reservándose sólo una exigua canti-dad para tabaco.

Dejemos a Kippletrigan para volver a encontrar a nuestro protagonis-ta, a fin de que nuestros lectores no sospechen que vamos a perderlo devista otro cuarto de siglo.

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Capítulo VI

espués de la muerte del señor Beltrán, Mannering emprendió uncorto viaje, proponiéndose volver a Ellangowan antes de la época seña-lada para la subasta. Llegó hasta Edimburgo y recorrió algunas ciuda-des hasta llegar a un pueblo cerca de Kippletrigan, adonde debía dirigirlela correspondencia su amigo Mervyn. Allí encontró una carta, cuyo con-tenido le desagradó bastante. Decidió partir inmediatamente; envió unmensajero a Mac-Morlan confiriéndole los poderes necesarios para ad-quirir la finca de Ellangowan y se dirigió a la quinta de su amigo Mervyn,situada junto a uno de los lagos de Westmoreland.

Como nuestros lectores necesitan conocer el contenido de dicha carta paraseguir el hilo de esta narración, haremos aquí un extracto sucinto de ella.

Te suplico que me perdones el disgusto que puede haberte causado la reno-vación de heridas mal cicatrizadas, al hacerme la relación de tus desdichas.Siempre oí decir que las atenciones del señor Brown tenían por único objetotu hija Julia; pero fuese lo que fuese, es imposible suponer que su insolen-cia quedara sin castigo, tanto más cuanto que se trataba de personas de turango en la sociedad.Siento que pienses establecerte en Escocia, aunque me consuela saber queno será muy lejos de la frontera; y si, como presumo, la propiedad que deseascomprar está inmediata al antiguo castillo donde pasaste en otro tiempo porastrólogo, comprendo que no renunciarás a tu idea, porque conozco tu entu-siasmo por esos lugares. Confío en que el hospitalario barón vivirá aún, acom-pañado todavía del dómine cuya descripción me has hecho tantas veces.Tengo que comunicarte algo, que me es por cierto muy violento decir; perono debo ocultártelo. Tu hija se parece bastante a ti en lo novelesco del ca-rácter y la domina también ese deseo de ser admirada que es patrimonio detoda mujer bonita. Como probablemente será tu única heredera, es precisocuidar de que no se apasione por algún caballero de industria. Me preocu-pan sus aficiones: se inclina a la melancolía, da largos paseos solitarios

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muy temprano, antes que nadie se levante, o de noche y a la luz de la luna,cuando debería estar acostada.El incidente que voy a referirte tiene poca importancia; pero tu opinión debeser norma de mi conducta.En los quince días que van transcurridos he oído tocar dos o tres veces enun caramillo cierta canción india que le gusta mucho a Julia. Creí que seríacosa de algún criado que aprovechaba las horas de la mañana o las últimasde la noche para lucir su habilidad imitando una canción que habría oído,indudablemente, desde la antesala; pero anoche permanecí escribiendo hastahora bastante avanzada y, como mi despacho está justo debajo del cuartode Julia, me convencí de que la música venía del lago que está al pie denuestras ventanas.Deseando saber quién nos obsequiaba con aquella serenata escuché atentoy quedé persuadido de que no era yo el único que velaba en la casa. Recor-darás que Julia escogió la habitación que ocupa precisamente porque tieneun balcón que da al lago. Pues bien; oí que se abría ese balcón y que Juliahablaba con alguien que le respondía desde abajo. Abrí mi ventana para oírlo que decían; pero el rechinar de la falleba alarmó, sin duda, a losconversantes, porque sólo oí un rápido batir de remos en el lago y un balcónque se cerraba precipitadamente. Por la mañana pregunté a los criados y hesabido que el guardabosque ha visto muchas veces el bote, tripulado poruna sola persona. A propósito, hablé de la serenata durante el almuerzo ynoté que Julia se ruborizaba. Aparenté no advertirlo; pero en lo sucesivodejaré luz en mi despacho y las persianas quedarán abiertas, para evitar enlo posible las visitas del nocturno trovador. He manifestado a Julia que elrigor de la estación, la niebla y la humedad son perjudiciales, a fin de ha-cerle comprender la inconveniencia de sus paseos.En todo ha consentido con resignación impropia de su carácter, pues es tanparecida a ti que no renunciaría de ningún modo a su voluntad si no com-prendiera que la prudencia le aconseja mostrarse sumisa.Desearás, naturalmente, saber si sospecho quién puede ser el nocturnorondador; pero no tengo la menor sospecha de nadie. Entre los jóvenes de lalocalidad que por su clase pueden solicitar la mano de Julia, no hay unosiquiera que tenga aspecto de héroe de novela. Hay, sin embargo, al otrolado del lago una posada donde se reúne toda clase de vagabundos, poetas,músicos, pintores y comediantes, que vienen a inspirarse en estos pintores-cos alrededores; y como Julia es generosa y novelesca temo que haya hechoamistad con alguno de esos botarates.Hay además la agravante de que cada semana escribe una cartica de seiscaras a una amiga del colegio, y tiene que buscar, por fuerza, tema paratanta correspondencia, ejercitando en él su pluma o sus sentimientos. Adiós,amigo Guy: no puedo tratar seriamente este asunto, porque temería ofen-derte; pero también temo ser imprudente si te lo oculto.Vuelve cuanto antes para abrazarnos, y entretanto confía en la vigilancia detu buen amigo

ARTURO MERVYN

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Capítulo VII

uando Mannering regresó a Inglaterra dejó a su hija en un excelen-te colegio, a fin de que completara allí su educación; pero, hallando queno progresaba tanto como él hubiera deseado, la obligó a salir de él tresmeses después y buscó maestros que le dieran las lecciones en casa.

Aquellos tres meses bastaron, sin embargo, a Julia Mannering, parahacer amistad íntima con Matilde Marchmont, joven de su misma edad,a quien iban dirigidas las cartas a que había hecho referencia ArturoMervyn. Para una mejor comprensión de nuestra historia, se hace pre-ciso conocer algunos extractos de estas cartas.

Primer extracto:¡Qué pesadumbre, querida Matilde, estar separada de ti simplemente poruna falta de gramática en un tema italiano y tres notas falsas en unasonatina! Pero el genio de mi padre es tan terrible que, como buen militar yordenancista, no tolera la menor contradicción, ni disculpa la más leve fal-ta. No puedo decirte si mi temor y admiración por él son mayores que micariño.Tú sola eres depositaria del secreto de mi corazón, Matilde mía; sólo túsabes el afecto que profeso a Brown, y no digo a su memoria porque estoyconvencida de que vive y me ama. Mi desventurada madre autorizó los ob-sequios que me tributaba, y yo, siendo niña, no podía tener más corduraque la que me dio el ser y debía cuidar de mí. Mi padre, ocupado con losdeberes de su profesión, permanecía mucho tiempo ausente, y yo lo mirabacon más temor y respeto que confianza. ¡Ojalá no hubiera sido así! Habríasido mucho mejor para todos.

Segundo extracto:Me preguntas por qué no digo a mi padre que Brown vive aún, habiendocurado de la herida recibida en aquel fatal desafío, y que escribió a mi ma-dre anunciándole su esperanza de verse pronto libre de su cautiverio. ¡Ay,

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amiga mía! Si le enseñase tal carta y viera que todavía conserva pretensio-nes de amor hacia tu pobre amiga, sufriría más aún que con la certidumbrede su muerte.Tengo la seguridad de que si puede salir de su cautiverio, volverá a Ingla-terra; entonces procuraremos hallar un medio para que mi padre sepa queexiste. Pero si sus esperanzas no se realizan, ¿a qué descubrir a mi padre unmisterio al cual van unidos tan amargos recuerdos? Mi pobre madre temíatanto que llegara a saber que había autorizado su amor por mí, que prefirióver que sus sospechas recaían en ella; y aunque venero la memoria de unamadre querida, reconozco lo que debo en justicia a mi padre. Sé que su con-ducta fue injusta para con mi madre y peligrosa para mí; pero también sé quedominaba en ella el corazón más que la cabeza, y no ha de ser una hija tandébil como yo la que levante el velo que cubre sus defectos.

Tercer extracto:Te escribo desde la quinta de los señores Mervyn, donde actualmente vivo.Son antiguos amigos de papá y personas muy buenas. La señora es unadama a la antigua, entre castellana y aldeana, incapaz de comprenderme,aunque es la bondad personificada. Sir Arturo no puede compararse con mipadre; pero me distrae y soporta mi genio: es complaciente y de buen natu-ral, y todavía pretende ser un buen mozo y un agricultor inteligente. Estoysegura de que me considera como una muchacha sencilla y romántica, algoagradable y de buen fondo; pero yo, por mi parte, no lo juzgo con el tactosuficiente para comprender y penetrar los sentimientos de una mujer. Meacompaña, me cuenta historias de la alta sociedad, y yo sonrío, me muestroamable, lo escucho con gran atención, y congeniamos mucho.Pero, ¡ay, Matilde mía, cuán largo se me haría el tiempo en este paraíso denovela habitado por una pareja tan poco en armonía con cuanto la rodea,si no fuera por tu exactitud en responder a mis insulsas descripciones! Tesuplico que no dejes de escribirme tres veces a la semana por lo menos:tengo la seguridad de que no careces de material.

Cuarto extracto:¡No sé cómo decirte lo que ocurre, Matilde de mi alma! ¡El corazón me latede tal manera que me es imposible escribir! ¿No te decía yo que Brown vivía,que me era fiel y que no quería perder la esperanza?En esta casa se recogen temprano, antes de lo que mi oprimido corazóndesea, y casi siempre paso algunas horas leyendo en mi cuarto. Ya te hedicho que hay en él un balcón que da al lago. Pues bien: anoche habíadejado las persianas entornadas, a fin de asomarme un poco antes de acos-tarme, y estaba completamente abstraída en un pasaje de Shakespeare,cuando oí en el lago el sonido de un caramillo. Ya te he dicho que este era elinstrumento favorito de Brown. ¿Quién podría tocarlo en una noche que,aunque tranquila y serena, era fría y no convidaba, por cierto, a pasearsesólo por gusto? Me acerqué a la ventana y escuché sin respirar siquiera. El

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sonido cesó; hubo una pausa y volvió a reanudarse, acercándose más ymás. Al fin percibí el aire indio que tú considerabas mi canción favorita. Tehe dicho ya quién me la enseñó. Pues bien: aquel instrumento lo tocaba él;aquel acento era el suyo. ¿Era una música real, o notas que el viento metraía anunciándome su muerte?Pasó algún tiempo antes de que pudiera asomarme al balcón; y nada en elmundo me hubiera determinado a hacerlo de no haber abrigado la convic-ción de que Brown vivía y volvería a verlo. Vi un esquife pequeño, en el cualhabía una sola persona. ¡Ay, querida Matilde! ¡Era él! Después de tan pro-longada ausencia pude reconocerlo perfectamente, y aunque era de nochelo vi igual que si hubiese alumbrado el más esplendoroso sol. Dirigió lalancha hacia el balcón y me habló, pero no sé lo que me dijo ni lo que yorespondí. Las lágrimas no me permitían hablar; pero eran lágrimas de júbi-lo. Un perro que ladraba a cierta distancia nos advirtió que era prudentesepararnos, y así lo hicimos, prometiendo vernos otra vez en el mismo sitioy a la misma hora.¿En qué parará todo esto? A mí me basta la firme convicción que tengo deque Matilde jamás se avergonzará de su amiga, de que mi padre no tendrápor qué renegar de su hija, ni mi amante, del objeto de su amor.

Quinto extracto:¡He vuelto a verlo, Matilde querida! Lo he visto dos veces más y he empleadotodo género de argumentos para convencerlo de que estas entrevistas se-cretas son peligrosas para ambos; hasta lo he excitado a seguir su carrerasin pensar más en mí, asegurándole que estoy tranquila desde que sé queno fue víctima de la cólera de mi padre.Me responde que… ¿Cómo podría decirte todo lo que me contesta? Reclamael cumplimiento de las esperanzas que mi madre le hizo concebir, y hastaha sugerido que cometa la locura de unirme a él sin el consentimiento de mipadre. Esto es imposible: jamás lo conseguirá, aunque tengo que lucharconmigo misma para acallar el sentimiento de rebeldía que se levanta enmi corazón.No puedes figurarte, Matilde, lo mucho que he pensado sobre esto, sin po-der concebir plan mejor que revelarlo todo a mi padre. Merece que no tenganingún secreto para él, porque su ternura es inagotable; y después de estu-diar su carácter comprendo que se excita únicamente cuando sospecha quelo engañan o quieren imponérsele. Tal vez en este particular no fue jamáscomprendido por una persona muy querida para él. Es caballeroso, y mu-chas veces lo he visto derramar lágrimas al oír relatar una acción generosao un rasgo de heroísmo. Pero Brown se opone a que hable del asunto con mipadre, de quien dice que es su enemigo personal y que nunca se avendrácon su oscuro nacimiento.

Sexto extracto:Me preguntas qué origen es el de Brown y por qué inspira a mi padre tantarepulsión. Su historia estará dicha en pocas palabras: escocés de nacimiento,

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quedó huérfano muy niño, y una familia holandesa relacionada con lasuya lo recogió, cuidó de su educación y lo dedicó al comercio. Niño aúnfue enviado a una colonia inglesa en el Indostán, donde su tutor teníaun corresponsal; pero este había muerto cuando Brown llegó y no tuvomás recurso que entrar de dependiente en otra casa de comercio.Empezó entonces la guerra. Como tuvimos tantas bajas fue preciso admi-tir cuantos voluntarios quisieran presentarse. Brown, cuyo temperamen-to era altamente militar, fue uno de los primeros en dejar la senda de lafortuna para buscar la de la gloria. El final de la historia lo sabes ya; peropiensa en el disgusto de mi padre, que desprecia el comercio y siente espe-cial antipatía por los holandeses, y comprenderás cómo escuchará la peti-ción de la mano de su hija hecha por un Vambeest Brown, educado casi delimosna por la casa Vambeest y Vambruggen. No, Matilde: jamás dará suconsentimiento, y yo misma soy tan pueril que casi puedo decir que sim-patizo con sus sentimientos de aristócrata. ¡Señora Vambeest Brown! Real-mente no se recomienda mucho el nombre… ¡Qué niñas somos siemprelas mujeres!

Séptimo extracto:¡Todo se ha perdido ya, Matilde querida! Jamás tendré valor ahora paradecirlo a mi padre. Es más: temo que sepa ya mi secreto por otro conducto,lo cual quitaría todo el mérito a mi revelación, destruyendo la pequeña es-peranza que me atrevía a conservar. Anoche vino Brown, como de costum-bre; el son del caramillo me anunció su llegada, y apenas si habíamosempezado nuestra conversación, insistiendo yo en mi proyecto de revelarlotodo a mi padre, cuando sentí que abrían con mucho cuidado la ventana deldespacho del señor Mervyn, que está precisamente debajo de mi cuarto.Hice señas a Brown para que se alejara y me retiré de inmediato, esperandoque no nos hubieran visto.Pero apenas vi el semblante del señor Mervyn, al reunirnos para desayunar,a la mañana siguiente, se desvaneció esta esperanza. Sus miradas eran tansocarronas, había en su fisonomía algo tan especial, que si me hubieseatrevido me habría puesto furiosa. Pero tengo que ser prudente, y mis pa-seos ahora han quedado reducidos al jardín, donde el buen señor puedevigilarme sin ningún inconveniente. Una o dos veces lo he sorprendido pro-curando descubrir mis pensamientos y observando la expresión de mi ros-tro. Ha hablado del caramillo en algunas ocasiones, alaba después lavigilancia y ferocidad de sus perros y la regularidad con que el guarda hacesu ronda nocturna con una escopeta bien cargada. Hasta ha insinuado unaindirecta sobre las trampas, redes y cepos que tiene en su casa. Lo únicoque tengo que agradecerle es que no ha dicho nada a su mujer. ¡Cuántossermones hubiera tenido que oír acerca de los peligros del amor, y el airedel lago, y los aventureros que buscan a las mujeres por su dote, y lasventajas del recato y de las ventanas cerradas! Aunque mi corazón estámuy triste, no puedo dejar de bromear un poco, querida Matilde. No sé loque hará Brown; presumo, sin embargo, que no reanudará sus visitas por

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temor de que lo sorprendan. Según me ha dicho, se aloja en una posada enel lado opuesto del lago, es conocido allí con el nombre de Dawson. La ver-dad es que escoge muy mal los nombres: todos son feos. No creo que hayapedido la licencia absoluta; pero nada me ha dicho sobre eso.Para aumentar mi angustia, mi padre ha vuelto repentinamente, muy mal-humorado por cierto. Según he comprendido por cierta conversación entrela señora Mervyn y la cocinera, no lo esperaban hasta la semana que viene;pero sospecho que su esposo no se ha sorprendido tanto. Conmigo se muestrafrío y reservado, lo cual es bastante para quitarme el valor y la energía, quetan necesarios me son para hablarle con franqueza. Achaca su mal humoral fracaso de la compra de una finca en el suroeste de Escocia; pero yo nocreo que un motivo de tan poca importancia lo tenga tan preocupado.Su primera excursión fue atravesar el lago en bote. Acompañado del señorMervyn fue hasta la posada de la que ya te hablé. ¡Figúrate con qué agoníaesperaría su regreso! ¡Quién podría figurarse las consecuencias de un en-cuentro si conocía a Brown! Volvió sin que nada anunciara que lo habíahallado, y he oído que piensa alquilar una quinta en las cercanías deEllangowan, donde está la finca que quiso comprar, porque espera que vuel-van a ponerla a la venta y quiere estar a la mira. No cerraré esta carta hastaque sepa definitivamente sus intenciones.……………………………………………………………………………………Acabo de tener una entrevista con mi padre. Esta mañana, después de de-sayunar, me dijo que fuera al despacho. Las rodillas me temblaban, Matilde;y no exagero si te digo que apenas podía seguirlo. No sé lo que me pasaba;pero desde muy niña he visto que todos temblaban en su presencia. Me dijoque me sentara, y jamás he obedecido de mejor gana, porque no podía te-nerme en pie. Era la primera vez que me hallaba a solas con mi padre desdeque volvió de Escocia; y viendo en él una gran agitación, pues paseabaincesantemente de un lado a otro de la estancia, comprendí que iba a ha-blarme del asunto que yo tanto temía.Pronto vi que me había engañado y que, si sabía algo sobre el suceso, nopensaba hacer alusión a ello.—Julia —me dijo—, mi apoderado me escribe desde Escocia que ha alquila-do una casa bien amueblada con todo lo necesario para mi familia, a tresmillas de la que yo me propuse comprar.Al llegar aquí hizo una pausa como esperando mi respuesta.—Cualquier sitio que te agrade a ti, papá, me agradará a mí también.—Pero no quiero que residas sola todo el invierno en una casa así.“Vendrán los Mervyn”, pensé para mis adentros; y en voz alta añadí des-pués:—La sociedad que te complazca, papá, será la que más me agrade.—Lo creo; pero muestras demasiada sumisión y tu actitud resignada medisgusta. Sé que te place la sociedad y pienso invitar a una señorita, hija

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de un amigo que murió hace poco, para que pase algunos meses connosotros.—No en concepto de aya, papá —exclamé yo, ¡infeliz de mí!, olvidando laprudencia ante el temor.—No es una aya, señorita Mannering —repuso el coronel seriamente—, sinouna joven educada en la escuela de la adversidad, y de la cual espero queaprendas a saber conducirte.Responder a esto hubiera sido entrar en terreno resbaladizo. Hubo unapausa y después dije:—¿Es una señorita escocesa, papá?—Sí —repuso mi padre, con sequedad—. Quiero que tengas una amiga dig-na de ese nombre, y por lo tanto he resuelto que esa señorita forme parte demi familia durante algunos meses. Espero, pues, que le concedas todas lasatenciones debidas a la desgracia y a la virtud.—Está bien, papá. Y mi futura amiga, ¿tendrá el pelo rojo?Al oír esta pregunta me lanzó una furibunda mirada: tal vez digas que lamerecí; pero creo que el diablo me inspira a veces palabras inoportunas.—Es muy superior a ti, hija mía, tanto en apariencia personal, como enprudencia y en afecto a su familia.—¿Y crees buena recomendación esa superioridad, papá? ¡Vamos: veo quelo tomas muy seriamente! Sea quien sea esa señorita, tengo la seguridad deque, recomendándomela tú, basta y sobra para que no halle en mí el menormotivo de queja. ¿Tendrá criados? Porque comprenderás que debo preocu-parme de ese asunto, si no los tiene.—No: propiamente hablando, no los tiene; pero el preceptor que ha vividosiempre con ellos es muy buena persona y creo que lo tendremos tambiénen casa.—¡El preceptor, papá! ¡Un sacerdote!—¿No teníamos uno en la India?—Sí, pero allí eras tú el gobernador.—También lo soy aquí, señorita; al menos, de mi familia. De las dos perso-nas de las cuales te he hablado, una en especial te agradará mucho; y encuanto al que has llamado sacerdote, es una persona dignísima que jamáscomprenderá que te burlas de él, a menos que lo hagas muy visiblemente.—Eso me encanta, papá. Y la quinta que vamos a habitar ¿está tan biensituada como esta?—Tal vez no te agrade tanto, porque no hay lago alguno bajo las ventanas ytendrás que conformarte con la música casera.Este ataque brusco terminó con mi valor; puedes creer, Matilde mía, queno supe qué responder. A pesar de eso, estoy mucho más animada de loque yo misma había podido esperar. ¡Brown está vivo, libre y en Inglaterra!Puedo soportar todos los disgustos y ansiedades que sean necesarios.

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Dentro de dos días salimos para nuestra nueva residencia; desde allí te es-cribiré lo que pienso de los escoceses que mi padre desea instalar en casa comoun par de respetables espías; una con faldas y otro con sotana. ¡Qué contras-te con la sociedad que yo me hubiera proporcionado! Pero ¡cómo ha de ser!Ya te escribiré, apenas lleguemos, informando a mi querida Matilde de cuan-to ocurra a su amiga.

JULIA MANNERING

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Capítulo VIII

a quinta que el señor Mac-Morlan había alquilado para el coronelMannering, llamada Woodbourne, era elegante y espaciosa; estaba si-tuada al pie de un cerro cubierto por un bosque, que resguardaba lacasa de los vientos del norte y del este; delante de la fachada se exten-día una pradera limitada por una frondosa alameda, tras la cual habíaexcelentes tierras de labranza, terminando en un río que se veía des-de la casa. Un jardín bonito, aunque a la antigua; un palomar bienabastecido y una huerta bastante capaz para las necesidades de lafamilia, hacían de aquella quinta una mansión que, como los anun-cios habían dicho, era por todos los conceptos cómoda y agradable parauna familia noble.

En tan apacible lugar decidió Mannering fijar su residencia, al menospor una temporada; y como, aunque acostumbrado al lujo de la India, noera aficionado a hacer alarde de sus riquezas, se estableció como unnoble aldeano: de modo decoroso y adecuado a su fortuna, pero sin lamenor ostentación.

No había abandonado la idea de ser dueño de Ellangowan, toda vezque Mac-Morlan creía que sería necesario ponerla de nuevo en venta,porque Glossin retenía en su poder el valor de ella; derecho que le dispu-taban varios acreedores abrigando la seguridad de que, si se procedía auna liquidación, no tendría fondos para satisfacer todos los créditos.

Tal vez parezca extraño que Guy Mannering tuviera tanto apego a unsitio donde sólo había estado una vez en su vida, de paso y siendojoven; pero las circunstancias que concurrieron con su visita lo habíanimpresionado vivamente. Parecía que había algunos puntos de contac-to entre su suerte y la de los Ellangowan, y sentía una extraña obsesiónpor ser dueño de aquel lugar y de aquella terraza, desde la cual había leídoen las estrellas un destino cumplido en la persona del niño heredero deaquella familia y que coincidía en todas partes con el revelado también

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a aquella esposa adorada. Le molestaba, además, la idea de que aquelinsignificante Glossin había desbaratado sus planes, y el amor propio,unido al capricho, lo aferró a la idea de adquirir la finca a todo tranceapenas hubiese posibilidad.

Hagamos, sin embargo, justicia al coronel; su vivo deseo de aliviar ladesgracia de Lucía contribuyó a que se estableciera en aquellas cerca-nías, aunque además lo guiaba el beneficio propio que podría resultar,porque la prudencia y el sentido común de la joven huérfana seríanfreno y ejemplo para su hija. La idea de relacionar a ambas jóvenesadquirió más predominio en su imaginación cuando Mac-Morlan le confiólo ocurrido con Carlos Haslewood. Proponerle que fuese a pasar algúntiempo con ellos lejos de los sitios que le eran familiares, y donde teníalos pocos amigos de su padre, le parecía poco delicado; pero así mismo,en Woodbourne, era distinto, y fácilmente podía invitarla a pasar conellos una temporada, sin que la invitación tuviera visos de dependencia.

Lucía aceptó, aunque no sin vacilar, la oferta del coronel para pasarunas cuantas semanas con ellos. Comprendía muy bien que su delica-deza disfrazaba la verdad y que su único propósito era ofrecerle un asiloy una protección que sería pronto poderosa en aquellos contornos.

La invitación del coronel coincidió con una carta de la prima de supadre, todo lo más fría y poco consoladora que puede imaginarse. Esverdad que le incluía una pequeña suma; pero le recomendaba muchoque viviera con gran economía y que se instalara con alguna familiaamiga, concluyendo con la oferta de que, aunque era pobre, no la deja-ría morir de hambre. La señorita Beltrán derramó algunas lágrimas alleer aquella fría epístola, procedente de una persona que debía a supadre muchos beneficios, y concibió la idea de devolverle la suma en-viada; pero, pensándolo mejor, respondió que la aceptaba sólo a títulode préstamo y le indicó la invitación hecha por el coronel. La respuestano se hizo esperar: temerosa, sin duda, la buena señora de que susobrina rehusara, por delicadeza, la excitaba a aceptarla, con lo cualdejaría de ser una carga gravosa para sus parientes.

Lucía no tuvo, pues, otra alternativa que aceptar, o seguir en compa-ñía de los Mac-Morlan, que no eran ricos. Los parientes lejanos que lebrindaron asilo a raíz de la muerte de su padre no habían vuelto arepetir la invitación, bien porque se alegrasen mucho de que no losmolestara, bien porque se hubieran resentido al ver que prefirió vivircon los Mac-Morlan.

En cuanto a Dóminus Samson, hubiera sido bien triste su suerte si lapersona que se interesaba por Lucía no hubiera sido el coronelMannering, admirador de su originalidad y conocedor por Mac-Morlande su digno proceder con Lucía; porque el resultado inmediato hubierasido una separación. El coronel preguntó si aún poseía aquel don de

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taciturnidad que tanto lo distinguía en Ellangowan, y, siendo afirmati-va la respuesta, escribió a Mac-Morlan:

Diga al señor Samson que necesitaré su auxilio para arreglar la bibliotecade mi tío el obispo, que recibiré pronto, y hacer el catálogo e índice de ella.También tengo que copiar papeles y poner en orden los manuscritos: fijeusted mismo sus honorarios en la suma que crea prudente, vístalo condecencia y tráigalo con la señorita Beltrán a Woodbourne.

El digno Mac-Morlan recibió con alegría este mensaje, pero la cláusulade vestirlo con decencia le dio mucho que pensar. Su ropa estaba usaday estropeada, y darle dinero para que comprase otra era hacerlo apare-cer más ridículo aún, porque cada vez que el dómine compraba algunaprenda guiado sólo por su propio gusto era la irrisión de los chiquillosdurante algunos días; llevar un sastre para que lo vistiera como si fueseun niño hubiera sido ofenderlo. No sabiendo Mac-Morlan cómo salir deaquel conflicto, consultó el caso con Lucía, y aunque esta dijo que no se ha-llaba en condiciones de dar su opinión sobre ropas de hombre, indicó lafacilidad de vestirlo sin que él mismo lo advirtiera.

—En Ellangowan —dijo—, cuando mi padre quería renovar algunaprenda de su traje hacía que la dejaran en su cuarto, y, mientras dor-mía, sustraían la usada: nunca se dio cuenta de ello.

Empleando este sistema pudo Mac-Morlan cumplir el encargo del co-ronel y transformar por completo el traje del buen Dóminus sin que estellegara a comprenderlo del todo; sólo dijo que los aires de Kippletrigandebían de conservar bien la ropa, puesto que la suya estaba más fla-mante cada vez.

Cuando supo la generosa proposición del coronel se entristeció mi-rando recelosamente a Lucía, como si temiera que aquel empleo impli-case una separación; pero apenas supo que también iba la señoritaBeltrán a Woodbourne para pasar allí una larga temporada, se frotó lasmanos de júbilo y levantó los ojos al cielo con expresión de alegría ygratitud.

Habían convenido, de antemano, en que los Mac-Morlan irían aWoodbourne unos días antes que Mannering para poner todas las co-sas en orden e instalar a la señorita Beltrán del modo más cómodo paraella, a fin de no ofender su delicadeza. En conformidad con tal disposi-ción, toda la familia se trasladó a la quinta de Woodbourne a principiosde diciembre.

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Capítulo IX

legó al fin el día en que el coronel y su hija debían presentarse en sucasa, y todos los que la ocupaban experimentaron la natural ansiedadde aquellos momentos, y procuraron que todo estuviera dispuesto detal modo que satisficiese los deseos de los viajeros.

Se oyeron los chasquidos de un látigo y poco después se detuvo uncarruaje ante la puerta. Salieron los criados con un aire tal de impor-tancia a recibir a sus amos, que Lucía, poco acostumbrada al trato deotras personas y a los usos de la alta sociedad, se sobrecogió casi aver-gonzada de su cortedad. Mac-Morlan salió hasta la puerta para recibira los viajeros y, pocos momentos después, entraban todos juntos en elsalón.

Mannering, que, según su costumbre, había hecho el viaje a caballo,entró dando el brazo a su hija. Esta, de mediana estatura, pero muyelegante, mostraba en sus facciones gran viveza e inteligencia. Sus ojoseran penetrantes y perspicaces, y el cabello, negro como el azabache,lustroso y abundante. Tímida y altiva a la vez, tenía cierto caráctersarcástico que ocultaba a primera vista otras cualidades mejores.

La señorita Mannering iba cubierta con un largo abrigo de pieles quela preservaba hasta el cuello de los rigores del tiempo; y el coronel,llevaba su levitón de militar. Ambos saludaron a la señora Mac-Morlan, yel coronel, llevando a su hija cerca de Lucía, tomó la mano de esta y, conademán bondadoso y paternal, dijo:

—Julia, esta es la señorita que supongo tendrá a bien hacernos unalarga visita. Celebraré mucho que hagas esta morada tan agradablepara la señorita Beltrán como lo fue mi estancia en Ellangowan, dondesu padre se dignó recibirme cuando yo vagaba errante y peregrino porestas tierras.

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Julia saludó a su nueva amiga y le dio cariñosamente la mano.Mannering se volvió hacia el dómine, que había estado haciendo con-

tinuas reverencias desde que entraron en el salón.—Mi buen amigo, el señor Samson —dijo presentándoselo a su hija y

lanzando a esta una severa mirada para reprimir la tentación de reírque veía en ella y que a duras penas contenía él mismo—. Este caballe-ro —continuó— será quien arregle y cuide de mis libros apenas lleguen,y espero sacar gran fruto de sus vastos conocimientos.

—Tengo la seguridad de que debemos agradecerlo mucho, papá, yjamás se borrará de mi mente la impresión que de él he recibido. Pero,señorita Beltrán —añadió, mientras su padre fruncía el entrecejo—,hemos hecho un viaje bastante largo. ¿Permitirá que me retire paraarreglarme un poco antes de comer?

Estas palabras pusieron término a la recepción, y todos se retiraronhasta poco después, que se reunieron de nuevo en el comedor.

Al término del día, Mannering aprovechó una oportunidad para estara solas con su hija unos momentos.

—¿Qué te parecen nuestros huéspedes, Julia?—¡Oh! La señorita Beltrán me agrada mucho; pero el preceptor es un

ente muy original. ¡Es imposible mirarlo sin reírse, papá!—Pues mientras permanezca bajo mi techo tiene que ser posible, Julia.—¡Pero si ni siquiera los criados podrán conservar la seriedad delante

de él!—Pues tendrán que dejar mi servicio y así podrán reír a sus anchas

—repuso el coronel—. Es un hombre a quien estimo, precisamente porsu sencillez y benevolencia; un desaire que se le hiciera molestaría más ala señorita Lucía que si se le hiciese a ella misma. Y ahora, buenasnoches, hija mía; sólo te encargo que recuerdes que muchas cosas me-recen el ridículo mejor que el encogimiento en las maneras y la sencillezde carácter.

Dos días después salieron de Woodbourne los Mac-Morlan, despidién-dose afectuosamente de Lucía; y toda la familia, instalada ya, emprendiósus tareas ordinarias. Las dos señoritas estudiaban y se divertían jun-tas. Lucía conocía muy bien el francés y el italiano, gracias a las leccio-nes del dómine, muy versado en lenguas vivas y muertas. Sabía poco demúsica; pero su nueva amiga se encargó de enseñarle, a cambio de laslecciones que ella le daría, a dar paseos largos a pie y a caballo y arros-trar el rigor de la intemperie. Mannering tuvo buen cuidado de propor-cionarles libros que, siendo útiles y agradables a un tiempo, contuvieranun gran caudal de conocimientos, y como leía muy bien nunca parecie-ron largas las veladas del invierno.

Pronto acudieron a visitarlos las familias acomodadas de las cercanías,y Mannering no tardó en hallar entre sus nuevos conocidos algunas

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personas con quienes simpatizó profundamente. Uno de los que más leagradaron fue Carlos Haslewood, quien frecuentó mucho la quinta conel consentimiento de sus padres; porque, como ellos decían, la señoritaMannering era rica y hermosa y de buena familia, y nadie podía decir loque podría resultar del mutuo trato. Deslumbrados con tales esperan-zas no pensaron un momento siquiera en el riesgo que podía correr alestar allí también la señorita Beltrán, de ilustre cuna y angelical figura,pero sin un centavo, y que poco antes había sido muy solicitada por eljoven. Mannering fue más prudente; se consideraba como el tutor dela joven, y aunque no quiso romper toda relación con una persona igualque ella en todos los conceptos, excepto en los bienes de fortuna, pro-curó vigilarlos de modo que no se cruzara entre ellos compromiso algu-no, ni explicaciones siquiera sobre tal asunto.

Samson, entretanto, pasaba el tiempo ocupado en arreglar la bibliotecadel difunto obispo, que había llegado ya de Liverpool en más de cuaren-ta carros. Su entusiasmo fue indescriptible al hallarse en presencia detantos volúmenes y, en su delirio, no cesaba de repetir su eterna palabra:

—¡Prodigioso! ¡Prodigioso!Era, en verdad, una biblioteca magnífica de libros de controversia y

de Teología; centenares de comentarios, políglotas y de Santos Padres,a granel, libros científicos: antiguos y modernos; las mejores obras delas ediciones más raras de los autores clásicos: tales eran los volúme-nes que formaban la biblioteca del venerable obispo y que hicieron lasdelicias del buen dómine.

Empezó a catalogarlos con la más escrupulosa atención, los colocabadespués en el sitio correspondiente con tanto cuidado y veneración comosi hubieran sido objetos raros de inapreciable porcelana. A pesar de sucelo, el trabajo adelantaba poco; a veces, cuando se hallaba subido enla escalera, abría un volumen para hojearlo y, al ir a colocarlo en laestantería, se engolfaba en su lectura, pasando allí horas y horas sinacordarse de lo incómodo de su posición, hasta que un criado le anun-ciaba que estaba servida la sopa. Iba al comedor, engullía sin darsecuenta siquiera de lo que comía, y apenas levantaban el mantel, corríade nuevo a su adorada biblioteca.

Dejemos a los principales personajes de nuestra historia en una si-tuación tan agradable para ellos, pero poco interesante para el lector, yentremos en relación con otro que ya conocen por referencias y que esacreedor de todo nuestro interés por sus infortunios y sus grandes des-venturas.

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Capítulo X

rown había sido juguete de la fortuna desde su infancia; pero lanaturaleza lo había dotado de la elasticidad propia para el caso, dandoa su alma ese temple que comunica nuevo vigor para cada desgracia.

De buena estatura, varonil y activo, reflejaba en su semblante lasbuenas cualidades que poseía; así que, sin ser precisamente hermoso,era un hombre muy simpático, en especial cuando hablaba. Su porte yademanes indicaban su profesión militar, carrera que había abrazadopor vocación y en la cual había llegado al grado de capitán, por haberseapresurado el sucesor del coronel Mannering a reparar la injusticia queeste le había hecho por motivos personales. Aquel ascenso, lo mismoque el rescate de su cautiverio, ocurrió después que el coronel salió dela India. Más tarde su regimiento volvió a Inglaterra, y su primer cuidadofue informarse del paradero de la familia Mannering. Apenas lo supo,procuró acercarse a Julia, porque ansiaba verla y tenía el firme propó-sito de no dejarse abatir por el coronel, a quien debía sus últimas des-gracias. Nuestros lectores saben ya lo ocurrido hasta que Arturo Mervyndescubrió sus visitas nocturnas.

Después de aquel desagradable incidente, Brown se ausentó de laposada donde se alojaba bajo el nombre de Dawson, razón por la cualMannering no logró descubrir nada, a pesar de sus muchas pesquisas.Brown, sin embargo, resolvió no cejar en su empresa mientras Julia leconcediese un rayo de esperanza, y como esta le había manifestado lossentimientos que abrigaba hacia él, determinó perseverar con todo elvalor de su caballerosa galantería.

Como creemos que el lector preferiría saber por el mismo Brown susplanes y esperanzas, le ofrecemos un trozo de la carta que escribió a suamigo y confidente Delaserre, caballero suizo, que era también capitánen su regimiento.

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No tardes en escribirme, amigo Delaserre, pues considero que sólo por tipuedo tener noticias de nuestro regimiento. En cuanto a mis asuntos, su-pongo que desearás saber el fin de mi novela. Ya te había dicho que pensa-ba hacer un corto viaje por las montañas de Westmoreland, con Dudley, unartista inglés con quien he simpatizado mucho. Al volver de mi excursiónsupe que el enemigo se había presentado ya, pues, según me dijo el posade-ro, el bote del señor Mervyn había cruzado el lago conduciendo a su dueñoen compañía de un amigo.—¿Qué clase de hombre era ese amigo? —le dije.—Un señor muy tieso, muy moreno, y al cual llamaban coronel. El señorMervyn me hizo más preguntas que si se hubiese tratado de un interrogato-rio judicial —me dijo el posadero—; pero no le dije una palabra siquierasobre los paseos por el lago.Después de esto no me quedaba otro recurso que arreglar mi cuenta y ale-jarme de allí; mucho más al saber que nuestro antiguo coronel marchaba aEscocia llevándose a mi pobre Julia. Según oí a los que me acompañaban,va a una quinta llamada Woodbourne, al sur de Escocia. Como ahora esta-rá alarmado, quiero esperar a que se tranquilice y después ya veré al señorcoronel, a quien tantos favores debo.Te aseguro, amigo mío, que a veces pienso que un espíritu de contradicciónme anima a seguir en mi empresa. Me gustaría más poder obligar a esehombre, seco y altanero, a llamar a su hija: señora Brown, por fuerza, que,a que lo hiciera gustoso y con pleno consentimiento, aun cuando me diesetoda su fortuna y el rey me concediese el privilegio de cambiar mi nombrepor el apellido y el escudo de los Mannering. Pero Julia es joven y románti-ca, y no quiero obligarla a dar un paso del cual se arrepintiera algún día.Si alguna vez pudiese acusarme, aunque sólo fuera con una leve mirada,de haber destruido sus esperanzas; si llegase a decirme un día que si lohubiese pensado bien habría obrado con más cordura, sentiría una pesa-dumbre mortal. No, no ocurrirá semejante cosa, porque comprendo per-fectamente que Julia, en su situación actual, no se da cuenta del sacrificioque eso implicaría. Sólo de nombre conoce la pobreza y las necesidades, yaquello de “contigo pan y cebolla” es bueno solamente en las novelas.¿Demostraré orgullo, amigo Delaserre, si digo que confío en que todo estoterminará favorablemente? ¿Será vanidad creer que mi afecto y la consa-gración de mi vida a su felicidad puedan recompensar en parte lo muchoque ha de perder? No sé, querido amigo; hay momentos en que no puedopensar siquiera. En cuanto a su padre, he oído que sus buenas cualidadessobrepujan aún a las malas. Entretanto procuro animarme y no desmayar.He sufrido tantas amarguras y contrariedades que es imposible tener plenaconfianza en el éxito; pero también he vencido tantos obstáculos que nopuedo renunciar a mis esperanzas.

La carta seguía hablando de otros asuntos que nada interesan al lectory terminaba anunciando que iría a Escocia para hacer un reconoci-miento completo y concluía: “Adiós, Delaserre, no sé si tendré oportu-nidad de volver a escribirte antes de llegar a Escocia”.

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Capítulo XI

magínese el lector una mañana de noviembre, hermosa y despejada,en una inmensa llanura limitada por una cadena de montañas dondesobresalen las de Skiddaw y Saddebok; tienda los ojos sobre un estre-chísimo sendero, si pueden llamarse así las huellas formadas simple-mente por las pisadas de algunos transeúntes, visibles sólo de cerca, yverá que por él avanza el joven Brown con paso seguro, erguido, con unaspecto marcial que armoniza con su esbeltez y elevada estatura. Vistecon suma sencillez, y nada en su traje indica su jerarquía militar; lomismo puede ser un caballero que viaja por distracción, que un hom-bre del pueblo. Su equipaje no puede ser más reducido: un tomo deShakespeare en cada bolsillo, un paquete echado a la espalda que con-tiene una muda de ropa, y una vara de fresno en la mano; tal es elsencillo atavío de nuestro capitán y con él lo presentamos a nuestroslectores.

Se separó por la mañana de su amigo Dudley e inmediatamente em-prendió su solitario camino hacia Escocia. Las dos primeras millas se lehicieron muy largas, viéndose privado de su habitual compañero; peropronto sucedió a la tristeza su habitual buen humor, excitado por elejercicio y el vivificante aire de la montaña.

Un perrillo zarcero, su compañero inseparable y su rival en materiade buen humor, saltaba y brincaba por la llanura, y volvía corriendohacia su amo para hacerle mil caricias, como si quisiera manifestarlesu alegría por aquella manera de viajar.

Llevaba caminando un buen rato, admirando el paisaje y algunas rui-nas romanas muy famosas que había en aquellos alrededores, cuandose dio cuenta de que tenía hambre y dirigió sus pasos hacia una peque-ña venta, donde supuso que podría tomar un refrigerio.

La taberna —porque no era otra cosa— estaba situada en el fondo deun pequeño valle, a cuyos pies serpenteaba un arroyuelo. Un añoso

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roble le daba su sombra y, apoyado en él, a cierta distancia, se veía unpequeño tejado descansando sobre cuatro postes, haciendo las vecesde establo, en el cual un caballo ensillado comía pienso. Sobre el muroexterior de la taberna había una inscripción que hubiera podido pasarpor jeroglífica, y que, una vez descifrada, decía: “Buen hospedaje parahombres y caballos”. Brown no era exigente, se detuvo y entró en la venta.

Lo primero que llamó su atención en la cocina fue un hombre joven quetenía aspecto de aldeano: alto, grueso, vestido con un largo chaquetón,seguramente era el dueño del caballo que pastaba afuera. Estaba muyocupado engullendo grandes trozos de carne fiambre y echando, de vezen cuando, una ojeada a su cabalgadura, para ver qué tal marchaba ensu pitanza. Un gran jarro de cerveza, del cual hacía frecuentes libaciones,completaba la comida.

La dueña del figón1, algo retirada, cocía panes en un amplio fogónrodeado por anchos bancos, en uno de los cuales se hallaba sentadauna mujer de extraordinaria estatura, vestida con una capa roja y unacapota que le daban el aspecto de una mendiga, y que no apartaba desus labios una pipa ennegrecida.

Brown pidió de comer; la tabernera limpió con su enharinado delantalun ángulo de la mesa ocupada por el labrador, colocó delante del viaje-ro una escudilla de madera, un tenedor y un cuchillo y, señalando eltrozo de carne colocado en el centro de la mesa, le recomendó que si-guiera el buen ejemplo del aldeano Dinmont. Llenó finalmente un jarrode cerveza y lo colocó delante de Brown. Este no tardó en hacer loshonores a la carne y a la cerveza, y, lo mismo que su vecino, comió sinpreocuparse de él y sin dar más señales de comunicación que una leveinclinación de cabeza al acercarse el jarro a los labios.

Una vez terminado el refrigerio, y cuando se cuidaba de satisfacer elapetito de Wasp, su perrito, el labrador escocés —porque esta era laprofesión de Dinmont— pareció dispuesto a entrar en conversación.

—¡Hermoso perro, buen amigo! Apostaría a que es excelente para lacaza.

—Su educación ha estado algo descuidada. La fidelidad es su mejorprenda: es un compañero excelente —repuso Brown.

—Pues, con su permiso, le diré que es una lástima que se descuideasí la educación, sea de un hombre, sea de un animal. Yo tengo en casaseis zarceros, sin contar dos parejas de sabuesos, cinco mastines yvarias castas más. Tengo un Pimiento y una Mostaza viejos ya, un Pi-miento y una Mostaza jóvenes, y otro Pimiento y otra Mostaza comple-tamente jovencitos; todos están tan bien adiestrados que no se asustande ningún animal de pelo.1Figón: Fonda o posada.

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—No dudo que estarán bien amaestrados, amigo, pero su repertoriode nombres es bien reducido tratándose de tantos perros.

—Eso consiste en una idea mía: así distingo las razas.—Supongo que habrá mucha caza en sus tierras.—¿Que si hay? ¡Abundantísima! Creo que hay más liebres que corde-

ros; y por lo que toca a patos y perdices, los tengo como las palomas enun palomar. ¿Ha matado alguna vez un gallo negro?

—Nunca he tenido la dicha de ver uno, excepto en el gabinete deHistoria Natural de Keswich.

—Su acento indica que procede del sur. ¡Es raro que casi ningúninglés sepa lo que es un gallo negro! Usted me parece buena persona;así que, si no tiene inconveniente en venir a mi casa, le enseñaré unono sólo vivo, sino muerto y en el plato: estoy seguro de que le agradará.Me llamo Dandy Dinmont y vivo en Charlies-Hope.

—Realmente, el mejor modo de conocer la caza es matarla y comérsela:aceptaré su oferta apenas haya ocasión.

—¿Ocasión? Pues ahora mismo. ¿Cómo viaja?—A pie, pero si esa hermosa jaca es suya no tengo resistencia para

seguirla.—Lo supongo, a menos que pudiese caminar cuarenta millas por hora.

Pero puede ir hasta Biecarton, donde hay un parador, y pasar la nocheallí, o en casa de Jock Grieve, que lo recibirá muy bien. Al pasar medetendré y le avisaré; pero…, espere. ¡Eh, buena mujer! ¿Puedes pres-tar a este caballero el caballo del patrón? Mañana te lo devolveré con unmozo.

La posadera no tuvo inconveniente; pero el caballo, que pastaba en elmonte, no se dejó coger.

—¡Cómo ha de ser! Dejémoslo por hoy; pero mañana lo espero sinfalta. Y ahora me marcho, patrona: quiero llegar a Liddel antes de queanochezca, porque esta comarca no goza de muy buena reputación.

—¡Vaya un modo de desacreditar nuestra tierra, señor Dinmont! Nadaha ocurrido desde que ahorcaron a Overdees y Penny en Carlisle hacemás de dos años.

—Sí, sí. Eso será verdad, pero traigo la bolsa bien provista, porquevengo de la feria de Carlisle, y no me haría ninguna gracia tener un malencuentro estando a las puertas de mi casa. Conque, hasta más ver,patrona.

—¿Viene de Carlisle? —dijo la mujer que fumaba junto al fogón, y queaún no había dicho una palabra—. En ese caso habrá pasado porDumfries.

—Sí, buena mujer.—¿Ha pasado junto a Ellangowan?

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—¿El Ellangowan que pertenecía al señor Beltrán? Claro que he pasa-do por allí, y conozco el sitio hace muchos años. Por cierto que, segúnme han dicho, el amo murió hace poco.

—¡Que murió! —exclamó la mujer, dejando caer la pipa y levantándo-se de un salto—. ¿Está seguro de eso?

—¡Que si no! ¡Pues no poco ruido que ha metido su muerte por allí!Murió precisamente cuando se verificaba la subasta de sus propiedades,que, por consiguiente, tuvo que aplazarse, y, según he oído, hubo quiense quedó con un palmo de narices. Tengo entendido que era el únicosuperviviente de una antigua familia muy noble, pero que andaba muymal de intereses.

—¡Murió! —añadió aquella anciana, que, como nuestros lectores ha-brán comprendido, no era otra que Margarita Merrilies—. En ese casose acaba el rencor. ¿Ha dicho que era el último? ¿No dejó hijos?

—Sí, una niña; pero esa no hereda, porque han tenido que vender lafinca para pagar a los acreedores, cosa que no hubiese ocurrido tenien-do un hijo varón.

—¿Y quién se ha atrevido a comprar los estados de Ellangowan noteniendo sangre de los Beltrán? ¿Sabe acaso si el legítimo heredero sepresentará algún día reclamándolos? ¿Quién ha osado apropiarse delcastillo de Ellangowan?

—Un cualquiera, según me han dicho: un escribano o cosa así llama-do Glossin.

—¿Glossin? ¿Gilberto Glossin? También lo he llevado muchas vecesen mis brazos —murmuró la anciana—. ¿Y ese se ha atrevido a com-prar la baronía de Ellangowan? Muchos males le deseo, pero no tantos.Se sabrá la verdad —añadió—; no quedará oculta. ¿Sabe si vive aún eljuez de hace veinte años?

—No, fue trasladado a Edimburgo según he oído. Pero adiós, buenamujer, porque no puedo detenerme más.

La anciana siguió haciendo a Dinmont nuevas preguntas mientrasarreglaba la montura, y a las cuales apenas pudo contestar el labrador.

—¿Ha estado en Dercleuf, un valle situado a cosa de una milla delcastillo de Ellangowan?

—Sí; un valle escabroso donde sólo se ven de cuando en cuando algu-nas tapias ruinosas.

—Era un lugar delicioso hace algunos años —dijo la vieja—. ¿Vio unsauce añoso derribado que, aunque muerto ya, vive en sus retoños otravez? ¡Cuántos copos he hilado yo sentada a la sombra de aquel sauce!

“¡Vaya al diablo esta vieja con su sauce y sus copos y Ellangowanentero!”, pensó el labrador para sí, añadiendo en voz alta:

—¡Vaya, vaya, buena mujer; déjame en paz, que tengo prisa, y ahí vanseis peniques para que eches una copa en vez de charlar tanto!

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—Muchas gracias, buen amigo. Y ya que ha respondido a todas mispreguntas sin ocuparse del por qué las hacía, voy a darle un consejosin que me pregunte por qué se lo doy. Dentro de un rato se le pregun-tará qué camino piensa tomar. Dígale el que quiera; pero váyase por elopuesto. No descuide mi aviso.

El labrador, riéndose, prometió hacerlo así y la gitana se retiró.—¿Seguirá su consejo? —le preguntó Brown, que había oído la con-

versación.—No, por cierto. Aún me fío menos de esa pécora que de Tib Mumps,

aunque tampoco me inspira confianza. De todos modos le aconsejo queno pase la noche aquí.

Un momento después acudió la posadera, como había anunciado lagitana, ofreciéndole un trago y preguntándole el camino que iba a se-guir. Dinmont repuso que el del llano, y, después de despedirse deBrown hasta el día siguiente, metió espuelas a su caballo y se alejó abuen paso.

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B

Capítulo XII

rown no olvidó la oferta del buen labrador y se apresuró a pagar sucuenta fijándose detenidamente en Mag Merrilies, cuyo aspecto era entodo semejante al que describimos cuando la presentamos al lector en laPlaza de Ellangowan. El tiempo había hecho encanecer sus negras gue-dejas y había arrugado su expresivo y moreno semblante; pero su esta-tura no había disminuido, ni la habían encorvado los años, ni sus ojoshabían perdido la viveza de otros tiempos. La vida activa, aunque nolaboriosa, daba una soltura tal a sus miembros, que todos sus movi-mientos eran naturales y desembarazados.

En pie junto a una ventana de la taberna, dejando ver su varonil esta-tura, y con la cabeza inclinada hacia atrás, examinaba atentamente aBrown. A cada movimiento del joven, a cada palabra que hablaba, unimperceptible estremecimiento agitaba los miembros de la gitana. El jo-ven, por su parte, se sintió atraído hacia aquella mujer, sorprendiéndosebastante de la emoción que le producía su presencia.

—¿He visto en sueños a esa mujer —se decía a sí mismo—, o es queme recuerda alguna de las extrañas figuras que he encontrado en laspagodas de la India?

Mientras Brown procuraba desenredar la madeja que tenía en sumente, esperando el cambio de media guinea que debía darle la posa-dera, la gitana adelantó súbitamente dos pasos, cogió una de las manosdel joven y, sin preocuparse de buenaventura o cosa semejante, comoél creyó que haría, exclamó agitada:

—¡Se lo ruego, caballero, dígame cómo se llama y de dónde procede!—Me llamo Brown, buena anciana, y vengo de la India oriental.—¡De la India! —exclamó con un suspiro la gitana, soltándole la mano—.

En ese caso no puede ser el que yo creía. ¡Soy una loca! Todo cuantoveo me recuerda lo que ansío ver: pero…, de la India oriental… ¡No puedeser…! Sea lo que sea, su semblante y su voz me han recordado tiempos

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antiguos. Adiós; apresúrese en el camino, y si encuentra gente de mitribu, no se preocupe de ellos, que no lo molestarán.

Brown, que había recibido ya el cambio, puso un chelín en las manosde la gitana, se despidió de Tib Mumps, la posadera, y, tomando elmismo camino que poco antes siguiera el labrador, echó a andar a buenpaso, siguiendo las huellas dejadas por el caballo de aquel. MargaritaMerrilies lo siguió con la vista largo rato y después se dijo a sí misma:

—Es preciso que vea otra vez a ese joven y que acuda de nuevo aEllangowan. El señor ha muerto; la muerte termina todos los rencores yera un hombre bueno. El juez está lejos: puedo entrar en el bosque todavez que nada aventuro, excepto algunos días de cárcel. Pero…, ¡bah!,¿qué importa eso? Quiero volver a ver aquellos dominios antes de morir.

Entretanto, Brown seguía su camino por un árido sendero, hasta que,después de mucho andar, llegó a una solitaria caseta en la cual, segúnindicaban las huellas del caballo, debía haberse detenido Dinmont.

“Me alegraría que el buen labrador se hubiese detenido ahí hasta millegada —pensó Brown—, porque me daría detalles del camino, quecada vez me va pareciendo más escabroso”.

Las huellas se veían después en otra dirección y Brown perdió la es-peranza que lo alentara un momento, hallándose en un terreno horri-ble y desolado, semejante a una barrera neutral entre dos nacioneshostiles.

Andando con cuidado, el joven tomó un sendero que serpenteaba porentre jarales y profundos barrancos cercados de zanjas medio llenas delodo y montones de guijarros y arena, que las aguas habían desprendi-do de las montañas, acumulándolos en diversos puntos.

Brown no podía comprender cómo el labrador había podido cruzaraquellos sitios, y sin embargo veía las huellas y hasta creía sentir loscascos de su caballo. Comprendiendo que el labrador no podía haberganado mucho más terreno que él entre aquellos matorrales y breñas,apretó el paso esperando alcanzarlo, a fin de aprovechar su conoci-miento del terreno. En aquel momento su perrito echó a correr ladran-do de un modo especial.

Brown se apresuró y llegó a la cumbre de una colina; desde allí vio lacausa de la inquietud de Wasp. En una hondonada, a un tiro de bala, unhombre, en quien reconoció a Dinmont, luchaba desesperadamente conotros dos: había desmontado y se defendía valeroso con su látigo.

Acudió en su auxilio nuestro viajero; pero antes de llegar vio que unosmalhechores derribaban de un garrotazo al pobre labrador, apaleándo-lo sin compasión.

El otro malhechor salió al encuentro de Brown, gritando a su compañe-ro que aquel estaba ya despachado y dejando ver un cuchillo en su mano.

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—Como no tengan armas de fuego —se dijo Brown—, no les temo, apesar de estar en este camino tan estrecho.

Los bandidos, murmurando juramentos y amenazas, se echaron so-bre él; pero pronto conocieron que su adversario era valiente y forzudo.Después de algunos golpes exclamó uno de ellos, como si nada hubieraocurrido:

—¡Siga su camino, que con usted no va nada!Brown, sin embargo, no quiso entrar en capitulaciones con aquellos

malvados que acababan de despojar, y tal vez asesinar, al infeliz labra-dor; y arremetió de nuevo contra ellos precisamente cuando Dinmont,repuesto del golpe que lo había atontado y hecho caer, se puso en pie y,tomando de nuevo su látigo, acudía a la refriega.

Como no era un antagonista despreciable, aun hallándose solo e in-defenso, los malvados no juzgaron prudente esperar a que uniera susfuerzas con las del que solo valía más que ellos dos; y echaron a corrertodo lo que les permitían sus piernas, seguidos de Wasp, que se habíaportado gloriosamente en la pelea, mordiendo los talones de los bandi-dos y favoreciendo así a su amo.

—Ahora veo que su perro entiende perfectamente de caza —exclamóel labrador apenas se acercó al joven.

—¿Está herido? —le preguntó este, viendo que tenía la cabeza ensan-grentada.

—Poca cosa. Tengo la cabeza dura y, gracias a usted, puedo conser-varla aún; pero será preciso que me ayude a montar y que suba luego alas ancas, porque es menester que pongamos tierra por medio antesque salga toda la cuadrilla, que no debe hallarse lejos.

El caballo no se había alejado mucho; pero Brown vaciló en montar,temiendo cargar demasiado al animal.

—No se apure por eso —repuso el labrador—. Es preciso salir de aquía toda costa, porque oigo que se acercan los bandidos y no creo pru-dente esperarlos en este sitio.

El joven capitán, viendo que se acercaban cinco o seis bribones, juzgóconveniente dejarse de cumplidos y montó a la grupa del caballo, quepartió tan velozmente como si sólo llevara sobre sí dos muchachos dequince años.

El amo, que conocía perfectamente el terreno, lo espoleaba con fre-cuencia; pero como el camino era tan abrupto y desigual, los esfuerzoscombinados del jinete y el caballo no lograban separarlos mucho de susperseguidores.

—Apenas lleguemos al arroyo de Withershin el camino es mejor, ytendrán que correr mucho para alcanzarnos —decía el labrador a sucompañero.

Pronto llegaron al lugar designado, que, más que arroyo, parecía unpantano, porque un corto caudal de agua humedecía el terreno, cubierto

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de juncos y espadañas, sin que se viera corriente en parte alguna hastallegar a cierta distancia. Hacia allí encaminó Dinmont su cabalgadura.Llegaron a un sitio donde parecía fácil vadearlo; pero el caballo se echóhacia atrás, agachó la cabeza como si reconociera el terreno, manoteóun poco y se quedó inmóvil cual si fuera de piedra.

—¿No sería preferible apearnos y dejarlo, o tirar del freno obligándoloa cruzar el arroyo?

—No, de ningún modo —repuso el buen labrador—. Dumple tienemás sentido que muchas personas: mejor será dejarlo que nos guíe —yaflojando las riendas dijo al caballo—: Elige el camino que quieras,Dumple, mira bien por dónde nos llevas.

Dumple, dejado a su albedrío, fue trotando hasta otra parte del arro-yo que al parecer era menos transitable, pero que el instinto del animalencontró más a propósito para el paso y, entrando en el agua, llegó sindificultad a la otra orilla.

—Me alegro en el alma de haber salido de ese terreno resbaladizo —dijoDinmont—; ahora podemos seguir por la Senda de las Doncellas sin difi-cultad.

Y en efecto: poco después llegaron a un camino empedrado, resto deuna antigua calzada romana que cruzaba aquellos terrenos en direc-ción septentrional. Una vez allí, pudieron hacer nueve o diez millas porhora, sin que Dumple necesitara más descanso que cesar un rato elgalope.

—Aún podría ir más aprisa —dijo su amo—; pero hay que considerarque lleva a cuestas dos zancudos, y sería un cargo de conciencia reven-tarlo. ¡En toda la feria de Carlisle no había otro mejor!

Brown fue del mismo parecer que el labrador respecto al caballo, perole recomendó que, toda vez que ya se hallaban fuera del alcance de losmalhechores, podían detenerse unos momentos, a fin de vendarle lacabeza.

—No es preciso —repuso Dinmont—; basta con que se cuaje la san-gre: no hay mejor emplasto.

Brown, que en su carrera militar había hallado muchos heridos, nopudo dejar de observar que jamás había visto recibir heridas tan gran-des con tanta indiferencia.

—¿Y qué voy a hacer? ¿Acoquinarme por esta bagatela? —repuso ellabrador. Y añadió, variando de conversación—: Pronto estaremos enEscocia y es preciso que venga conmigo a Charlies-Hope.

Brown aceptó la hospitalidad ofrecida con tanta insistencia y cordiali-dad. Ya bien entrada la noche, llegaron a un grupo de varias casas dehumilde apariencia, que formaban el caserío de Charlies-Hope. Las tresgeneraciones de Pimientos y Mostazas y gran número de parientes, cuyos

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nombres ignoramos, salieron ladrando apenas sintieron llegar a los via-jeros. La voz del labrador los puso en orden instantáneamente. Unamuchacha medio desnuda, que tenía el cuidado de ordenar los gana-dos y que acababa de cumplir esta obligación, abrió la puerta, cerrándo-la de inmediato en las narices de los viajeros para avisar a su ama,gritando por toda la casa:

—¡Señora, señora, es el amo, que viene con otro hombre!Apenas se vio en libertad, Dumple corrió a la puerta del establo y

solicitó admisión pateando en la puerta y relinchando; saludo que fuecontestado por sus compañeros del interior.

Brown, entretanto, veía y deseaba librar a su fiel Wasp de los otrosperros, que, con ardor digno de sus nombres, y muy poco en armoníacon la condición hospitalaria de su dueño, parecían dispuestos a ata-carlo furiosamente.

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Capítulo XIII

omentos después un mozo introducía el caballo en la cuadra,haciéndole mimos y caricias, y la señora Dinmont, algo gruesa y agracia-da, saludaba a su marido con sincera alegría, abrazándolo y diciéndole:

—¡Vaya, vaya; que te has llevado buen tiempo ausente!—¡El diablo son las mujeres! —repuso el labrador desprendiéndose

de los brazos de la suya y mirándola con gran cariño—. ¿No ves queviene conmigo un caballero desconocido, Alie?

—La verdad es que he tenido tanta alegría al ver a mi marido —repusoAlie, procurando excusarse— que… Pero ¿qué es eso? ¿Ambos heridos?

Acababan de entrar en una salita y Alie reparó en la sangre que aúnmanaba de la herida de Dinmont, y que había salpicado su traje y el desu compañero.

—Seguro que has tenido alguna agarrada con los chalanes1 de Bew-castle. Un hombre casado y con hijos debería saber mejor lo que vale lavida de un padre —añadió la buena mujer, con los ojos arrasados enlágrimas.

—¡Vaya, mujer, no te apures! —repuso Dinmont, abrazándola cariño-samente—. Este caballero es testigo de que han sido unos bribones queme salieron al encuentro y me apalearon. Puedes creer, Alie de mi vida,que si no llega pronto este buen amigo, no vuelves a verme más.

Y sacando un bolso bien repleto, lo entregó a su mujer, que exclamó,llorosa y satisfecha a un tiempo:

—¿Cómo probarle nuestro agradecimiento? —añadió dirigiéndose asu marido—. Un lecho y un cubierto no se niega a nadie en esta casa. Sihubiese algún otro medio…

Brown vio que miraba tímidamente el bolso de dinero y apreció, en loque valía, la sencillez y generosa actitud que respiraban sus palabras,

1Chalanes: Tratantes de bestias.

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aunque fueron dichas con mucha delicadeza; comprendió que su as-pecto, sencillo en extremo, y su traje roto y manchado de sangre, lohacían digno de lástima y tal vez de caridad.

Se apresuró a decir que se llamaba Brown y que era capitán del regi-miento de…; que viajaba por recreo, yendo a pie por capricho y poreconomía, y terminó pidiendo a la buena señora que examinase lasheridas de su esposo, ya que no había consentido que él se las curara.

La señora Dinmont, que tenía más costumbre de ver a su marido conla cabeza rota que de hallarse en presencia de capitanes, miró un mo-mento el mantel, no muy limpio, extendido sobre la mesa, y pensó unosinstantes en la cena que tenía preparada; dio unas palmaditas en laespalda de Dinmont y le dijo que era un testarudo, y que andaba siem-pre buscando desazones para él y para los demás.

Cuando Dinmont, después de hacer dos o tres contorsiones ridiculi-zando la ansiedad de su mujer, se sentó entregándole la cabeza a dis-creción, Brown pensó que había visto muchas veces al médico de suregimiento ponerse grave por asuntos de menos importancia. La espo-sa, sin embargo, tenía ciertos conocimientos de cirugía y, sin mostrarembarazo alguno, curó la herida y vendó la cabeza del labrador lo mis-mo que un experto cirujano.

Después, con franqueza, ofreció sus servicios a Brown; pero este ma-nifestó que sólo necesitaba agua y una toalla.

—Ya debía habérsela proporcionado; pero no me he atrevido a abriresa puerta —dijo Alie—, porque están ahí los chiquillos, que venían adar un beso a su padre.

Entonces comprendió Brown el ruido que había oído detrás de aquellapuerta, a la cual había echado Alie el cerrojo cuando sintió que se acer-caban. Apenas la abrió para sacar los objetos necesarios, porque en suaturdimiento no había pensado en llevar al joven a otra habitación, unapléyade de rubias cabecitas salió corriendo por ella. Unos venían delestablo, de acariciar a Dumple; otros, de la cocina, donde habían estadooyendo los cuentos de la anciana Isabel, y los más pequeños saltaronmedio desnudos del lecho: todos acudieron a besar a papaíto y ver lo queles llevaba de las diversas ferias donde había estado.

El descalabrado paladín los besó y acarició a todos, distribuyó despuésentre ellos pitos, trompetas y rosquillas; pero cuando el tumulto creció,llegando a hacerse insoportable, exclamó dirigiéndose al capitán:

—Mi mujer tiene la culpa de todo esto: siempre deja que los chiquilloshagan lo que les dé la gana.

—¿Yo? —dijo Alie, que entraba en aquel momento con la jofaina y latoalla—. ¡Vaya una gracia! ¿Acaso puedo remediarlo? Es el único gustoque puedo darles.

Dinmont se levantó y, ejerciendo su autoridad entre súplicas, amena-zas y coscorrones, echó del cuarto a los alborotadores, exceptuando a

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los dos mayores, un niño y una niña, que, según dijo el padre, eranpersonas juiciosas. Después tocó el turno a los perros, que salierontodos, menos los venerables patriarcas Pimiento y Mostaza, a quienesfrecuentes castigos y los muchos años inspiraban sentimientos tanhospitalarios que, después de mutua explicación y reconocimiento me-diante ciertos gruñidos, admitieron a Wasp, que no se había atrevido asepararse de su amo, dejando que compartiera con ellos una piel decarnero que consideraban como riquísima alfombra de Bristol.

La señora Dinmont, que era la actividad personificada, preparó inme-diatamente una magnífica cena, a la que Brown supo hacer los honores;y después pasaron largo rato conversando, hasta que el capitán, pre-textando el cansancio natural después del viaje, se retiró a descansar enun blando y cómodo lecho. Wasp se tendió a los pies de su amo luego delamerle la mano, dándole así las buenas noches, y pronto ambos queda-ron dormidos, olvidando los cuidados de la vida.

Al llegar la mañana siguiente, Brown madrugó bastante y salió a verla hacienda de su amigo. Todo parecía desatendido y casi inculto, nopor desidia o pobreza, sino por falta de gusto o por ignorancia. Despuésde admirar la campiña, sintiendo aquel descuido, se encaminó a unacolina, y, cuando empezaba a subir la pequeña cuesta, vio a un hombreque bajaba por ella y que no era otro que Dinmont.

Así que se hubieron saludado mutuamente, el joven preguntó a suanfitrión qué tal marchaban sus heridas.

—Ya no me acordaba de ellas siquiera, y ahora que estoy fresco sinhaber comido ni bebido, no temo a media docena de tunantes juntos,teniendo una buena estaca. Y a propósito: acabo de encontrar a unamigo con algunos labradores de las cercanías, que van a pasar la ma-ñana cazando zorras. ¿Quiere que vayamos? Puede usted montar aDumple y yo iré en la yegua.

—Lo siento, pero tendré que dejarlos hoy, señor Dinmont.—¡Hoy! ¡Que el diablo me lleve si lo dejo ir antes de quince días! ¡No,

no se encuentran todas las noches amigos semejantes!Como Brown no llevaba prisa realmente, quedó decidido que pasaría

una semana en Charlies-Hope.Un abundante almuerzo presidido por Alie los esperaba en la granja.

Apenas terminado, tomaron el camino que habían seguido los cazado-res y llegaron a tiempo para participar en la cacería, que fue en extremodivertida.

Al finalizar la expedición, Dinmont invitó a varios labradores para quefueran a comer a Charlies-Hope, siguiendo una costumbre establecidaen el país.

Al volver al cortijo, Brown, que iba al lado del montero, le hizo algu-nas preguntas sobre su profesión. El interpelado, poco explícito en

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sus respuestas, parecía eludir su conversación y hasta su compañía,sin que el capitán supiera a qué atribuirlo. Era un hombre delgado, altoy activo, tipo muy en armonía con su profesión; pero su semblante ca-recía de la franqueza propia de todo buen cazador; estaba inquieto ycaviloso, y procuraba evitar que lo mirasen frente a frente.

Después de algunas observaciones triviales sobre los acontecimien-tos del día, Brown le dio una propina y se adelantó para juntarse conDinmont y dirigirse juntos a la granja, donde todo estaba dispuestopara el convite. El establo y el corral suministraron la comida, y labuena voluntad suplió las deficiencias del lujo y la elegancia.

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Capítulo XIV

o nos detendremos a enumerar las ocupaciones de los dos díasque siguieron a la llegada de Brown a Charlies-Hope, pues se dedicarona cazar y a otros pasatiempos semejantes, de poco interés para el lec-tor. Nos limitaremos a mencionar una pesca de salmón, deporte pecu-liar de Escocia, aunque sin detenernos en su descripción y meramentepor el incidente ocurrido en ella.

Es una pesca que se verifica de noche, a la luz de las antorchas,empleando el arpón para coger la presa. Los pescadores se extiendenpor la orilla del río, encienden hogueras con teas embreadas, y algunosentran en botes y acosan al pescado empujándolo hacia la orilla.

La luz de las hogueras y antorchas presta a la escena un aspectoinfernal, semejando un verdadero pandemónium. Generalmente se jun-tan tres pescadores: dos manejan el arpón y uno sostiene la antorcha.

Brown, que se había entretenido mirando los efectos de tan fantásticaescena sin participar del interés de los pescadores, regresaba a la gran-ja cuando se fijó en un hombre que hacía esfuerzos para atraer a laorilla a un enorme salmón. Se acercó con objeto de ayudarlo, pues elmonstruoso pez se resistía y la situación del pescador era cada vez másapurada, y gritó al que sostenía la antorcha:

—¡Acerca la luz, amigo montero!Había reconocido al que lo acompañó el día anterior; pero este, ape-

nas oyó su voz, soltó la antorcha y la dejó caer en el río.—¡Gabriel! —le dijo el pescador al ver flotar la tea en el agua—, ¿cómo

voy a sacar este bicho a oscuras? Y el caso es que jamás he visto otromayor.

La conducta del montero sorprendió mucho a Brown, quien no recor-daba haberlo visto en su vida, ni comprendía las razones que lo impul-saban a esquivar sus miradas. ¿Sería tal vez uno de los salteadores quelo había atacado días antes?

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Esta suposición podía ser cierta, aunque nada en aquel hombre de-notaba semejanza con ninguno de los bandidos; pero, por lo que pudie-ra ocurrir, el joven capitán se propuso indicar a Dinmont sus sospechasapenas llegara la mañana y se hallaran en la granja.

Los pescadores volvieron llevando consigo un rico botín, y, reservándo-se lo mejor, repartieron el resto entre los curiosos que habían acudido.

Deseoso Brown de adquirir alguna noticia sobre el montero de refe-rencia, trabó conversación con los que iban cerca de él, e insistió sobreel lance ocurrido, achacándolo a la casualidad.

—¡Sí, sí, buena casualidad esta! —repuso precisamente el que habíahecho aquella presa—. Lo hizo a propósito, porque le molesta muchoque otros hagan lo que no hace él.

—Preciso es que esté avergonzado cuando no viene entre nosotros,porque le gusta divertirse y comer bien, como a todos —dijo otro.

—¿Es de este país? —preguntó Brown.—No, vino hará cosa de un año. Debe ser de Dumfries o de por allí;

pero es todo un cazador.—¿Cómo se llama?—Gabriel.—Pero Gabriel ¿qué?—No sabemos. Aquí nos preocupamos poco de los apellidos; conoce-

mos a la gente por su profesión y a ese lo llamamos siempre Gabriel, elmontero.

Las diversiones continuaron en Charlies-Hope, siguieron una caceríade nutrias y otra de tejones, hasta que, después de una semana pasadatan agradablemente, Brown se despidió de sus hospitalarios amigos,que volvieron a reiterarle su franca y leal amistad.

—Poco valemos —dijo Alie con sencillez—; pero si en algo podemosservirle, aquí estamos.

Brown le dio las gracias, conmovido al ver la cordialidad de aquellabuena gente y el sentimiento de todos los habitantes de las cercanías,que tanto lo habían obsequiado considerándolo como un buen amigo.Era imposible salir de Charlies-Hope sintiendo indiferencia.

Debemos manifestar que Brown dejó al labrador su fiel Wasp, temero-so de que pudiera molestarlo cuando necesitara silencio, aunque reco-mendando mucho que no le permitiera tomar parte en las expedicionescinegéticas de los Pimientos y Mostazas. La despedida fue sensible paraambos.

Dinmont insistió para que Brown aceptase un caballo y se propusoacompañarlo hasta el primer pueblo del condado de Dumfries, ofertaque el capitán aceptó con agradecimiento.

Durante el camino hizo algunas preguntas al labrador acerca delmontero, pero no pudo obtener dato alguno, porque Dinmont habíaestado recorriendo ferias mucho tiempo y sabía poco de él.

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—Parece ser un bellaco, y tal vez corra sangre gitana por sus venas;pero tengo la seguridad de que no es uno de los bandidos que nosatacaron. Todos los gitanos no son malos. La misma vieja que me avisó,me dio un buen consejo, y apenas la vea le daré para un par de librasde tabaco.

Cuando llegó el momento de separarse, el buen labrador tendió lamano a Brown diciéndole:

—La cosecha ha sido muy buena este año, capitán; he vendido bienlas lanas y tengo dinero abundante. Equiparé bien a los chicos y com-praré un traje nuevo a Alie; después no sabré qué hacer con el dinero.Deseo ponerlo en manos seguras y, como he oído que los ascensos en elejército se consiguen con dinero, puedo entregarle doscientas o tres-cientas libras, para que consiga el empleo inmediato, si así lo cree con-veniente. Me bastará un sencillo recibo, y no tiene necesidad dedevolvérmelo hasta que pueda hacerlo con holgura. Le hablo de veras:me haría un favor con ello, porque de otro modo todo se gastará en vinoy en tabaco.

Brown, que percibió la delicadeza del labrador, al tratar de hacerle unfavor disfrazándolo bajo pretexto de recibirlo, le dio las gracias con ca-luroso afecto, asegurándole que recurriría a su bolsa sin escrúpulo al-guno si las circunstancias eran favorables para solicitar el ascenso.

Y, manifestándose mutuamente cordial afecto, se separaron aquelloshombres de tan noble corazón y que tanto habían simpatizado, a pesarde su distinta jerarquía.

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A

Capítulo XV

penas nuestro compañero se separó de Dinmont, alquiló una sillade posta, proponiéndose ir a Kippletrigan y adquirir allí los datos nece-sarios sobre la familia establecida en Woodbourne, antes de dar a cono-cer a la señorita Mannering su presencia en aquellas cercanías.

Tenía que recorrer dieciocho o veinte millas a campo traviesa y, paracolmo de males, empezaba a nevar copiosamente. El postillón siguió sucamino sin vacilación alguna; pero cuando era ya noche cerrada semostró dudoso sobre si habría emprendido el rumbo correcto. La nieve,que caía incesantemente, hacía más apurada la situación, porque, ade-más de cubrir todo el camino, formaba remolinos que azotaban la caradel postillón, impidiéndole ver bien la dirección que tomaba.

Brown se apeó del carruaje y procuró divisar algún mesón o caseríodonde pudieran orientarlo acerca de la dirección requerida; pero comono se veía edificio alguno en lontananza, ordenó al postillón que siguieraadelante y siempre en línea recta.

Se hallaban en una carretera que cruzaba entre extensas arboledas, ynuestro viajero dedujo que debían de estar cerca de alguna granja ocortijo. Después de andar una milla o cosa así, el postillón se detuvo,pretextando que los caballos no querían dar un paso más, pero que veíabrillar una luz a lo lejos y seguro que allí podrían darle información.

Se bajó el postillón y, gracias a sus botas fuertes y resistentes, pudoaventurarse por entre la nieve, dirigiéndose al sitio designado; pero laimpaciencia del capitán era tal, que lo llamó apenas había comenzado acaminar, y le dijo que se quedase cuidando de los caballos, que él iría apreguntar acerca del camino, orden que el postillón cumplió suma-mente gustoso.

El capitán se dirigió hacia la luz y se metió en un seto de zarzas donde nopudo hallar medio de seguir adelante hasta que encontró un boquete y, aladentrarse en él, descubrió un sendero que abría paso por entre dilatadosbosques.

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Buen rato llevaba el capitán por aquel sendero, siempre con la vistafija en la luz, cuando desapareció esta. Así anduvo cosa de una milla,sin percibirla de nuevo. Parecía poco probable que fuese un fuego fa-tuo, porque había brillado con bastante intensidad y siempre en la mis-ma dirección; así que, animado aún, a pesar de dos o tres caídas quesufrió, siguió adelante por una escabrosa pendiente, y un poco despuéstuvo la alegría de ver de nuevo la luz.

El rápido declive del terreno lo hizo temer que hubiese algún barrancoo zanja entre el sitio donde estaba y aquel adonde se dirigía. Tomandotoda suerte de precauciones continuó bajando hasta llegar al fondo deuna cañada, donde serpenteaba un arroyuelo.

Un grupo informe de tapias ruinosas y techos desmoronados indica-ba que había habido allí un rancho de cabañas. El joven vadeó el arroyoprocurando pasar sobre la nieve helada, y pronto tuvo la satisfacciónde hallarse junto a la anhelada luz.

Era difícil comprender a primera vista, y alumbrado sólo por la débillucecita, la naturaleza del edificio donde se hallaba; parecía muy reduci-do, en forma cuadrangular y completamente ruinoso en la parte supe-rior. Indudablemente había sido propiedad de algún labrador rico o dealgún noble arruinado; pero ya no existía parte sólida en él, a excepcióndel piso bajo, que estaba, a su vez, lleno de grietas y troneras. Por una deellas salía la luz que atrajera a Brown, por la misma miró y halló unaescena de desolación en el interior de aquella ruinosa estancia.

Una gran hoguera, cuyo humo envolvía la habitación y salía por unagujero abierto en el techo, daba a las paredes la tosca apariencia deunas ruinas antiquísimas. Un par de toneles, algunos cajones rotos yvarios fardos completaban el mobiliario de aquel sitio. Pero lo que atra-jo poderosamente la atención de Brown fueron los personajes que ocu-paban el lugar. Sobre un mísero jergón, cubierto sólo por una manta,yacía un hombre pálido e inmóvil, semejante a un cadáver. Mirandoatentamente, Brown comprendió que se hallaba moribundo, porque sin-tió su respiración fatigosa y el estertor que precede a la agonía.

Una mujer, envuelta en un capote y sentada junto al miserable lecho,humedecía de vez en cuando los labios del enfermo con un licor, mur-murando en los intermedios cadenciosas melodías que, sean rezos oconjuros, se acostumbra entonar en algunos puntos de Escocia entre elvulgo necio e ignorante.

Los últimos gemidos del moribundo interrumpieron a la cantora, anun-ciándole el momento postrero. Entonces se dirigió a la puerta y, abrién-dola, exclamó:

—No puede salir con ese peso: tengo que dejarla abierta.Brown, que no había visto el rostro de la mujer por hallarse de espal-

das al sitio donde él estaba, se había alejado de allí precisamente cuando

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la mujer se dirigió a la puerta y se halló frente a frente con ella. Penetróen la estancia y reconoció a la gitana que habían encontrado enBewcastle. También lo reconoció ella y, alargando inmediatamente unbrazo en señal de reconvención, exclamó:

—¿No le recomendé que no se metiera con ellos? ¡Guárdese de sepa-rar a los que pelean! ¡Viene a un sitio donde se encuentra la muerte!

Al hablar así, la gitana dejó caer la luz de tal modo que iluminara elrostro del moribundo en el cual se dibujaba ya la última congoja de lamuerte. Las vendas que rodeaban su cabeza estaban empapadas ensangre, viéndose también muchas manchas en la manta y el jergón.Aquel hombre no parecía morir de muerte natural.

—Mujer malvada, ¿quién ha matado a este hombre? —exclamó Brownvolviéndose hacia la gitana después de fijarse en aquel desgraciado.

—Los que podían —repuso Margarita Merrilies, observando con suardiente mirada el rostro del moribundo—: Su agonía es muy lenta;pero ya termina. Cuando usted entró expiraba. ¡Ha muerto ya!

Se oyeron voces y ruido a cierta distancia, y la gitana, mirando a Brown,le dijo precipitadamente.

—Es usted hombre muerto. Aunque tuviera tantas vidas como hom-bres se acercan, sería lo mismo.

Comprendió el capitán que había caído en una cueva de ladrones, ymiró en derredor buscando un arma. No halló ninguna e intentó salirpara hallarse lejos de los bandidos; mas la gitana, deteniéndolo y suje-tándolo con varonil vigor por un brazo, añadió:

—Permanezca aquí; si se oculta y calla, ocurra lo que ocurra, estará asalvo. No tiene más recurso que ocultarse bien.

Brown comprendió que no tenía otro remedio que obedecer ciega-mente a la gitana, y se dejó conducir y ocultar bajo un montón de pajaque había en el ángulo opuesto al que ocupaba el muerto. Margarita lodispuso todo convenientemente para que nada anunciara la presenciade un extraño, y, para más bultos, echó sobre él algunos sacos vacíos.

Deseoso de observar cuanto allí pasara, ya que a ello lo obligaban lascircunstancias, Brown se acomodó de tal modo que pudiera verlo todopor entre los objetos que lo ocultaban, y esperó anhelante el desenlacede aquella extraña y desagradable aventura. La gitana, entretanto, ex-tendió los miembros del cadáver antes que se enfriaran; después lecolocó sobre el pecho una escudilla llena de sal, puso dos velas de sebo,una a la cabecera y otra a los pies, las encendió y, sentándose de nue-vo, continuó su canto mientras esperaba a los que se acercaban.

Brown, hombre al fin, a pesar de ser soldado y valiente, sintió aumen-tar sus temores de tal modo, que un sudor frío recorrió todo su cuerpoal pensar que podía ser descubierto por aquellos asesinos sin tener

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más armas que las súplicas, las cuales serían insuficientes, y las peti-ciones de auxilio, que sólo podrían ser oídas por los bandoleros.

Su seguridad estaba en manos de un ser asociado a aquellos malva-dos, cuya infame profesión debía haberla hecho insensible a la piedad.Procuraba hallar en aquel rugoso y atezado semblante algún rasgo queanunciara esa compasión y humanidad propias de toda mujer, aun enel mayor estado de degradación; pero no lo halló, y como nadie llegabasintió tentaciones de apelar de nuevo a la fuga, maldiciendo la irresolu-ción que le había hecho meterse en un sitio donde la huida era tandifícil como la resistencia.

Mag Merrilies también estaba ojo alerta, prestando oído a cuantos ru-mores se sentían en las ruinas. Se volvió después hacia el cadáver y aúnhalló algo que arreglar en él; sacó una larga capa de un rincón y, despuésde cerrar la boca y los ojos del difunto, la extendió sobre él de modo queocultara todas las manchas de sangre, dejándole descubierto el rostro.

Poco después entraron atropelladamente tres o cuatro hombres de as-pecto patibulario, que saludaron a Margarita con estas dulces palabras:

—¿Por qué dejas abierta la puerta, hija del diablo?—¿Quién ha dicho que deben cerrarse las puertas cuando agoniza un

hombre? ¿Cómo creen que va a salir el alma si están echados los cerro-jos y las llaves?

—Pero ¿ha muerto? —preguntó uno acercándose al jergón para exa-minar el cadáver.

—Sí, sí, ¡y bien muerto! —dijo otro—. Por aquí habrá algo con quebrindar para que haga buen viaje.

Y acercándose a un rincón sacó un barril de aguardiente, mientrasMag repartía pipas y tabaco.

Brown, observando la actividad de la gitana, auguró bien en su favor:era evidente que quería emborrachar a aquellos bribones a fin de queno pudieran descubrirlo si por casualidad se acercaba alguno al sitiodonde estaba oculto.

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B

Capítulo XVI

rown pudo ver que sus enemigos eran cinco: dos robustos y forni-dos, que parecían marineros, y un anciano y dos jóvenes de aspectoenfermizo, que, a juzgar por sus negros cabellos y su morena tez, de-bían pertenecer a la tribu de los gitanos. Pasaron de mano en mano elvaso donde bebían, brindaron por el muerto, recordando los detalles ypormenores de su vida, y riñendo y discutiendo a ratos con la gitana,hasta que al fin le dijeron:

—Hay que olvidar quisquillas, Margarita. Echa un trago con nosotros,lo pasado, pasado.

Margarita apuró el vaso y se sentó después junto al sitio donde estabaoculto Brown, de tal modo que hubiera sido difícil acercarse a él sinobligarla a levantarse.

Los bandidos, por su parte, no parecían dispuestos a molestarla. Sesentaron en derredor de la hoguera y empezaron a hablar en un tono yuna jerga tan extraños, que Brown apenas entendió algo de lo que de-cían. Sólo pudo sacar en limpio que estaban indignados contra alguien.

—¡Ya tendrá su merecido! —murmuró uno al oído del que estaba asu lado.

—Lo que soy yo, no me meteré en nada: te lo aseguro —repuso este.—Tienes corazón de gallina, Jock.—¡No, voto al diablo! Ni más ni menos que cualquiera de ustedes; pero

no quiero. Hace quince o veinte años se paró el negocio por una cosaparecida. ¿No has oído hablar de El salto del Aforador?

—Sí, algo le he oído decir a ese —repuso el otro, señalando el cadáver—.¡Se desternillaba de risa contando cómo lo arrastró hacia la cumbre!

—Eso fue precisamente lo que paralizó el negocio, porque la gente noquiso comprarnos nada más.

—Pues, a pesar de todo, tenemos que tomar el desquite; y como loencontremos a tiro ya puede prepararse.

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—Ya se ha dormido la vieja —dijo otro—. La pobre empieza a chochear yse asusta de su sombra. Si no tenemos cuidado, lo cantará todo algún día.

—No hay que preocuparse—dijo el anciano—. Mag es de pura raza yno hay que desconfiar de ella; pero tiene sus rarezas y dice a vecescosas muy especiales.

Así continuó la conversación en términos ininteligibles para Brown.Empleaban un dialecto particular, y ni sus palabras ni sus ademanesle aclaraban el asunto de la conferencia. Al cabo de un rato uno deellos, viendo que Mag dormía, dijo a uno de los jóvenes que trajera“aquello”, a fin de destriparlo.

Un momento después volvió el muchacho con una maleta, en la cualBrown reconoció la suya, y sus pensamientos volaron inmediatamenteal postillón que había quedado en el carruaje, temiendo que aquellosmalvados lo hubieran asesinado.

Escuchó aún con mayor atención para ver si podía sacar algo en cla-ro; pero los ladrones, satisfechos con su presa, no entraron en porme-nores acerca del modo como había caído en sus manos.

La maleta contenía algunas alhajas, ropas, un par de pistolas, unacartera con papeles, dinero y otras bagatelas. En cualquier otra ocasiónBrown no habría presenciado impávido el despojo de que era objeto ylas burletas que dirigían a su persona; pero aquel momento era dema-siado expuesto y tenía que ocuparse sólo de su pellejo.

Después de repartir tranquilamente el contenido de la maleta, los ban-didos se aplicaron a la seria y formal ocupación de menudear los tra-gos, en la cual pasaron gran parte de la noche. Brown pensaba evadirseapenas estuvieran borrachos, pero su profesión los había acostumbra-do de tal modo a ser cautos en todo, que no llegaron a embriagarse.

Poco después decidieron dormir y así lo hicieron por turno, quedandosiempre uno de guardia, hasta que pasado cierto tiempo empezaronsus preparativos de marcha, arreglando los efectos que a cada uno lehabían tocado en suerte.

Brown sintió inmensa alegría, pero fue seguida por un gran desalien-to al ver que dos de ellos cogían un azadón, una pala y un hacha, ydespués de registrar por todas partes, salieron, dejando allí a los ro-bustos marineros. Media hora después volvió uno de los que habíansalido y dijo algo al oído de los que habían permanecido allí, los cuales,cogiendo inmediatamente el cadáver, atravesaron la puerta y salieronal exterior.

La vieja sibila despertó entonces de su sueño, real o fingido, se acercóa la puerta para cerciorarse de que los bandidos se habían alejado enrealidad, luego corrió a Brown y le ordenó que la siguiera al momento.Obedeció el joven, como es de suponer. Quiso recoger sus pistolas, dineroy papeles, pero la vieja se opuso. Comprendiendo que si desaparecía

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algo, recaerían las sospechas sobre aquella mujer a quien debía la vida,renunció a su intento, contentándose con tomar un machete que habíadejado caer sobre la paja uno de los ladrones.

Dueño de aquella arma siguió a la gitana, no sin cierta dificultad, acausa de la violenta posición que había tenido toda la noche, hasta queel ejercicio y el aire libre devolvieron la circulación a sus entumecidosmiembros.

La claridad que esparcía la nieve helada hacía más brillante aquellamañana de invierno. Brown se fijó en el paisaje a fin de poder reconocer enotra ocasión aquel lugar; pero su conductora lo instó a que apresurase lamarcha, dirigiéndolo por un sendero en el cual se veían huellas recientesde varios pies, cosa que inspiró alguna desconfianza al joven capitán; perorepuesto inmediatamente, siguió a su guía sin temor alguno.

Con paso firme y seguro atravesó la anciana un arroyuelo y, siguiendouna senda escabrosa, llegó a la cima de la colina por un vericueto tanempinado que Brown, comprendiendo ser el mismo que había bajado lanoche antes, se sorprendió de no haberse desnucado. Más allá se exten-día una llanura de un par de millas y, tras ella, un frondoso bosque.

Margarita siguió conduciendo al capitán por el valle hasta que sintie-ron rumor de voces en el fondo; señaló entonces a una selva que veía acierta distancia y dijo:

—La carretera de Kippletrigan está al otro lado de la selva: huya lo másaprisa que pueda. Su vida es sagrada y vale más que la de otros muchos;pero, como todo lo ha perdido, tome —añadió sacando de su faltriquera1

un bolsón mugriento y poniéndolo en las manos de Brown—. Muchaslimosnas ha dado su familia a Mag y los suyos, y ahora puede devolvér-selo con creces.

“¡Esta mujer está loca!”, pensó Brown.Pero como el momento no era muy oportuno para discusiones, por-

que el rumor del valle procedía, probablemente, de los bandidos, lotomó diciendo:

—¿Cómo podré pagarte el beneficio que me has hecho y devolverte,además, este dinero?

—Tengo que pedirle dos cosas a cambio —repuso la sibila a mediavoz, hablando precipitadamente—: Una, que jamás diga a nadie lo queha visto esta noche; otra, que no abandone el país sin verme de nuevo.Puede dejar en Las Armas de Gordon las señas de su domicilio a fin deque pueda hallarlo, y apenas me vea y lo llame, sea en la plaza o en laiglesia, en una boda o en un entierro, sábado o domingo, a la hora decomer o a la hora de dormir, lo dejará todo y me seguirá.

—Eso no te servirá de mucho, abuela.1Faltriquera: Bolsillo que se atan las mujeres a la cintura y llevan colgando debajo delvestido o delantal.

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—Probablemente, no; pero le servirá a usted y eso es lo que quiero. Noestoy loca, aunque tengo motivos para estarlo; no estoy loca, ni borracha,ni chocheando. Sé lo que digo, sé que se ha salvado usted de muchospeligros y que por mediación mía entrará en posesión de los bienes desu familia. Prométame lo que le pido, no olvidando que esta noche le hesalvado la vida.

“La energía de esta mujer —pensó Brown— obedece a otro móvil másnoble que la locura”.

—Bien, abuela —continuó en alta voz—; puesto que te conformas conun favor tan exiguo e inútil para ti, te prometo hacerlo toda vez que asítendré oportunidad de devolverte tu dinero con creces. Hay pocos acree-dores como tú; pero...

—¡Váyase, váyase! —exclamó la gitana, interrumpiéndolo—. No seacuerde más de ese dinero: es suyo; pero acuérdese de su promesa yno me siga ni mire por dónde voy.

Terminada así tan singular aventura, la anciana tomó la senda queconducía al valle, descendiendo con increíble agilidad y arrastrandotras sí la nieve que se despegaba de los árboles, movidos por el impulsoque les comunicaba su paso.

A pesar de la prohibición, Brown procuró observar sin ser visto lo queocurría en el valle. Se agachó y, oculto tras una peña, pudo ver reuni-dos allí a todos los bandidos de la noche anterior y algunos más. Ha-bían barrido la nieve al pie de un cerro y abierto un hoyo de ciertaprofundidad, alrededor del cual se hallaban todos, excepto dos quehacían descender un bulto envuelto en un lienzo y que, según supusoBrown, era el cadáver del bandido muerto la última noche.

Permanecieron silenciosos algunos segundos y después se dispusie-ron a rellenar entre todos la sepultura; Brown, comprendiendo que pron-to terminarían, creyó prudente seguir el consejo de la gitana y alejarsecuanto antes.

Apenas llegó a la arboleda que bordeaba la carretera se acordó delbolso que le había entregado la gitana. Había aceptado aquel dinero sinvacilación alguna, experimentando sólo cierta repugnancia por proce-der de tal persona; pero en realidad le venía muy bien, pues le evitaríacierta clase de apuros. Excepto algunas monedas de plata que llevabaen el bolsillo, todo su dinero estaba en la maleta que había pasado amanos de los ladrones; y como necesitaba algún tiempo para proveersede más, bien recurriendo al generoso Dinmont, bien a su administra-dor, resolvió acudir a la bolsa de Mag con la intención de devolvérseladespués, y suponiendo que sólo contendría una pequeña cantidad quela vieja recuperaría fácilmente apoderándose de algunos billetes de losque había en su maleta.

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Su sorpresa fue enorme cuando al abrir la bolsa halló una considera-ble cantidad de monedas de oro de diferentes tipos y países, cuyo valorexcedía de cien libras, y una multitud de joyas de gran precio.

Brown sintió sorpresa y disgusto: todo aquello excedía en valor a cuantoél poseía, y probablemente sería producto del robo. Su primera idea fueacudir al juez de paz más inmediato y depositar en sus manos aqueltesoro, contándole cuanto había visto y oído; pero, reflexionándolo me-jor, comprendió que semejante paso ofrecía serios inconvenientes.

En primer lugar faltaba a su promesa de silencio, comprometiendoasí la seguridad personal y quizás la vida de aquella mujer, que ya sehabía expuesto por salvarlo y que le había entregado voluntariamenteaquel tesoro; generosidad que sería, en caso de delación, la causa de suruina. Había que abandonar tal idea.

Era, además, extranjero en el país y carecía de documentos, puestoque le habían sido robados. No podía, pues, identificar su personalidadde modo suficiente para desvanecer las dudas de un magistrado estú-pido u obstinado.

—Tengo que pensarlo bien —se dijo—. Tal vez haya algún regimientoen la capital y, en ese caso, mi inteligencia en el servicio y mi amistadcon muchos oficiales, los harán comprender mi posición mejor de loque la entendería cualquier juez civil. La pobre vieja se ha portado muybien conmigo —continuó—, y aunque fuese el diablo en persona debocorresponderle. En todo caso tendrá el privilegio de un consejo de guerra,donde el pundonor militar suaviza y dignifica el rigor de la ley; un juezcivil empezaría por prenderla inmediatamente. Después de todo he devolver a verla en Kipple... Couple... no sé cómo se llama ese lugar, yentonces le devolveré la bolsa y allá que se las componga cuando lajusticia se entienda con ella. ¡Bonito papel haría yo, oficial de Su Majes-tad, presentándome como depositario de bienes robados!

Una vez hechas tales reflexiones, Brown sacó de la bolsa cuatro gui-neas para atender a las primeras necesidades; después la ató muy bien,resolviendo no abrirla más y entregarla intacta en manos de quien se lahabía dado, o en poder de la justicia.

Se acordó luego del machete que llevaba a la cintura y pensó dejarloentre los árboles, pero la idea de que podía encontrarse con alguno deaquellos malhechores lo indujo a no despojarse del arma. Su traje, aun-que sencillo, tenía tal aspecto militar que no extrañaría a nadie ver quellevaba armas. Conservó, pues, aquel medio de defensa y, guardándosela bolsa en el pecho, nuestro viajero se internó en la selva, esperandollegar pronto a la anunciada carretera.

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Capítulo XVII

De Julia Mannering a Matilde Marchmont

ómo puedes tildarme, querida Matilde, de frialdad o tibieza en mi cari-ño? Eres injusta también asegurando que prefiero a Lucía Beltrán, cuandocarece de ese atractivo que yo quiero hallar en una confidente. Debo decir,sin embargo, que es muy agradable y que la quiero mucho. Las ocupacionesde la tarde y la noche me dejan menos tiempo libre del que empleaba hastaaquí en tu correspondencia; pero de eso a preferirla hay mucha distancia.No posee ningún refinamiento de los que gustan en sociedad, y su cienciase reduce al francés y el italiano, idiomas que le ha enseñado el ser másgrotesco que puedas figurarte, al cual ha encomendado mi padre el arreglode su biblioteca para demostrar así lo poco que le preocupa la opinión de lagente. Sienta a nuestra mesa a ese desgraciado ente, que, después de ben-decir la comida chillando como los que pregonan por la calle, engulle lomismo que si echara paquetes en un saco, sin saber lo que hace, y echa acorrer otra vez a su biblioteca para sepultarse entre montones de libros tanraídos y apolillados como él.Si tuviese alguien con quien poder burlarme a mis anchas de semejantemamarracho, podría soportarlo con paciencia; pero apenas gasto algunabroma que afecte al señor Samson —que así se llama nuestro hombre—,Lucía me mira con ojos lastimeros, y mi padre frunce el entrecejo y melanza miradas fulminantes, se muerde los labios y concluye por decirme al-guna palabra de las que sabe que me molestan.No era mi ánimo hablarte de este hombre: sólo he hecho mención de él paradecirte que conoce a la perfección las lenguas vivas y muertas, y que haenseñado muy bien a Lucía algunos idiomas.Creo que aprecio más a Lucía por lo que ignora que por lo que sabe. Demúsica no sabe una nota; baila como la gente del pueblo, es decir, con loscinco sentidos; yo le doy lección en estas materias y ella las recibe consumisión y docilidad.Papá lee de noche algunas poesías en alta voz, y te aseguro que lo hace comoun verdadero filósofo que entiende lo que lee y emplea inflexiones de voz queproducen el efecto requerido, sin valerse de mímica ni ademanes violentos.

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Lucía monta muy bien. Damos largos paseos por la mañana, unas veces apie, otras a caballo, sin tener miedo al frío. Puedes comprender que mitiempo ahora está limitado y que no puedo escribirte como antes. Tengoademás la excusa de toda perezosa estúpida: no tengo nada que decirte.Mis inquietudes, temores y esperanzas acerca de Brown son de poco interésdesde el momento en que sabemos que está en libertad y goza de buenasalud. Además, te confieso que estoy muy resentida con él por no habersedignado darme noticias suyas. Nuestras relaciones pueden ser imprudentes;pero no era él el llamado a cortarlas tan repentinamente desapareciendode esa manera. A pesar de todo estoy conforme con él, porque comprendo quehe sido bastante estúpida en este asunto: tengo, sin embargo, tan buenaopinión del pobrecito, que atribuyo su silencio a algún suceso extraordinario.En cuanto a Lucía Beltrán, ten la seguridad, querida Matilde, de que jamásserá tu rival en mi afecto: tus temores en este punto son infundados. Eslinda, buena y cariñosa, y pocas personas serán tan dignas de recibir unaconfidencia sobre los males reales de la vida; pero como esos males vienende tarde en tarde y las penas del corazón abundan, lo que yo necesito esuna amiga que simpatice con estas tanto como con los otros. Sabes, tanbien como yo, Matilde mía, que esas penas requieren los consuelos de laamistad: el bálsamo de la simpatía que comprende tales penas, y Lucíacarece absolutamente de esa simpatía.Estoy segura de que si me hallara enferma se sentaría a la cabecera de milecho y me cuidaría noche tras noche con infatigable paciencia; pero esincapaz de consolar las penas del alma como lo ha hecho tantas veces miquerida Matilde.Lo que más me disgusta en ella es que la muy ladina tiene un amante ynada me ha dicho. Es un asunto interesante y romántico. Supongo quehabrás oído que era una heredera muy rica; pero antes de morir su padre searruinaron por la prodigalidad de este y por la villanía de un hombre en elcual habían puesto su confianza. Pues bien: uno de los jóvenes más arro-gantes de estas tierras está prendado de ella, pero como es hijo único yheredará un día los bienes de su padre, ella no admite sus obsequios ale-gando la diferencia de posición que los separa.A pesar de tanta prudencia, modestia y abnegación, Lucía es una embuste-ra, porque tengo la seguridad de que está enamoradísima de él y de que él losabe, y conseguiría hacérselo confesar si mi padre o ella le ofrecieran unaoportunidad. Has de saber que papá es quien aprovecha todas las ocasio-nes en que un hombre en la situación de Haslewood suele declararse; teaseguro que si yo estuviese en su pellejo, no vería muy gustosa los cumpli-dos, obsequios y reverencias de mi padre, así como el cuidado que pone enacompañarla a todas partes; por supuesto, creo que él piensa lo mismo queyo. ¡Puedes comprender el papel que hace en tales ocasiones la pobre Julia!Imagínate a mi padre atendiendo y cuidando a Lucía, por una parte, y aCarlos Haslewood, por la otra; observando cuanto hace y dice y desvivién-dose por complacerla, en tanto que yo no tengo la satisfacción de ver que seinterese por mí ni siquiera el monstruo de quien te he hablado, porque,

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sentado con la boca abierta, permanece en constante adoración ante la se-ñorita Beltrán, sin apartar los ojos de ella.Estas cosas me divierten algunas veces, pero otras me ponen nerviosa. Laconducta de mi padre y de los dos enamorados llegó a exasperarme tantohace algunos días, viendo que no se preocupaban por mí en ningún senti-do, que, no pudiendo resistir más, ataqué a Haslewood de tal modo quehubiera sido descortesía no responderme. Iba acalorándose ya en su defen-sa cuando llegó a mis oídos un débil suspiro de Lucía. Te aseguro que esmuy guapo, pero no quise proseguir mi victoria: aun cuando no hubieratemido a papá, soy generosa.Afortunadamente mi padre no notó nada, porque estaba enfrascado en unalarga descripción sobre las costumbres de cierta tribu salvaje y dibujandosus trajes sobre los modelos que copiaba Lucía en su bastidor, echándose-los a perder; pero creo que ella se ocupaba tan poco en aquel momento desu bordado como de la narración de mi padre, y que tenía la atención fija enotra parte. La suerte fue mía, porque papá es enemigo de todo lo que huelea coquetería, y me hubiera costado cara mi pequeña estratagema.Haslewood, por su parte, oyó también el imperceptible suspiro, y arrepenti-do, sin duda, de las atenciones que había dirigido a persona tan indigna deellas como tu Julia, se acercó humildemente al bastidor de Lucía para ha-cerle una trivial observación, a la cual respondió la joven en un tono en quesólo un amante o un ser tan observador como yo podía percibir más seque-dad que de costumbre. Era un reproche para el descarriado héroe que quedóconfuso y cabizbajo.Mi generosidad me impulsó a ejercer el oficio de mediadora; tercié en la con-versación y después de servir un rato de canal intermediario por el cual pu-dieron comunicarse mutuamente sus pensamientos, atrayéndolos así a sumodalidad habitual, coloqué delante de ellos un tablero de ajedrez, instándolosa que emprendiesen una partida de tan interesante juego, y como buena hijafui a distraer a papá, que seguía entretenido con sus dibujos.La mesita de juego estaba cerca de la chimenea; el coronel, junto a unamesa atestada de libros y papeles, dibujaba, como te he dicho, a ciertadistancia en una habitación amplia, cuyas paredes cubre una extravagantetapicería.Una vez que conoces ya el teatro, voy a referirte la escena que en él sedesarrolló.—¿Es muy interesante el juego de ajedrez, papá?—Eso dicen —respondió sin mirarme siquiera.—Seguramente es así. A juzgar por la atención con que juegan Lucía y Carlos.Levantó de inmediato la cabeza suspendiendo su trabajo; pero, no viendonada que le inspirara sospechas, volvió tranquilamente a dibujar los plie-gues de un turbante, hasta que lo interrumpí de nuevo diciéndole:—¿Cuántos años tiene Lucía, papá?—¡Yo qué sé! Supongo que los mismos que tú, poco más o menos.

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—Yo creo que tiene más, porque siempre estás diciendo que preside la mesamucho mejor que yo. ¿No crees que sería conveniente concederle ese privi-legio para siempre?—Querida Julia —repuso mi padre—, estás loca o eres más maliciosa de loque yo creía.—Prefiero lo último, papá, porque por nada del mundo quiero que me to-men por loca.—Pues hablas como si lo fueses —añadió mi padre.—No creo que sea tan disparatado lo que acabo de decir. Todos convienenen que eres aún un buen mozo, a pesar de tu edad, que no es mucha porcierto, y no sé por qué no has de hacer tu gusto. Comprendo que tengo pocosentido y que una compañera más grave y seria te haría feliz...—Julia —repuso mi padre, tomándome una mano con una mezcla de afectoy disgusto que a mí me pareció severo reproche por jugar con sus senti-mientos—. Julia, sufro mucho con tu petulancia, que soporto porque yo soyel único culpable de haber descuidado tu educación; pero debías haberhuido de hablar sobre asunto tan delicado. Si no respetas la memoria quede tu madre conservo, respeta, al menos, los sagrados derechos del infortu-nio, y considera que si llegase a oídos de la señorita Beltrán el más leverumor de esa broma, renunciaría inmediatamente al asilo que le hemosbrindado, y sola, sin protector alguno, quedaría expuesta a los peligros deun mundo que ha sido bien cruel para ella.¿Qué podía yo responder a esto, Matilde? Lloré amargamente, pedí perdón yprometí ser buena en adelante: de modo que aquí me tienes, transformadapor completo. Por conciencia, no puedo hacer rabiar a Lucía disputándole aCarlos Haslewood; ella es demasiado reservada conmigo, y, después de lagrave reprimenda de papá, no puedo tampoco aventurarme con él en tandelicado terreno.

Me entretengo haciendo cucuruchos de papel y arrojándolos al fuego; dibu-jo cabezas de turcos sobre tarjetas de visita, que chamusco después; tocoalguna cosa en el arpa, o leo algún librote muy grave, empezando por elfinal.Lo cierto es que el silencio de Brown empieza a inquietarme seriamente. Sise hubiese visto obligado a salir de aquí me habría escrito. ¿Habrá intercep-tado papá alguna de sus cartas? No: esta suposición es contraria a susprincipios. Tengo la seguridad de que no abriría una carta que llegase amedianoche para mí, aunque supiese que obrando así impedía que me fu-gara por la mañana.¡Qué expresión se ha escapado de mi pluma! Me avergüenzo de ella, y nodebía haberla dicho ni aun en broma, Matilde querida, porque no hay méri-to alguno en conducirme como lo hago. Brown no es un amante tan fogosoque arrastre al objeto de su amor a tan funesto paso. Hay que hacerle jus-ticia: deja tiempo para reflexionarlo. No puedo, sin embargo, condenarlo sinoírlo, y no quiero dudar de su firmeza que tantas veces te he ponderado.

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Te escribo todo esto porque sé que te distrae y te interesa, cosa que meadmira. Realmente debías haber tenido un padre como el mío, con el orgu-llo que le inspiraban sus timbres y sus antepasados, su caballeresco pun-donor, su talento y sus misteriosos estudios. Debías tener por amiga a LucíaBeltrán, cuyos antepasados de enrevesados nombres difíciles de pronun-ciar, fueron señores de esta romántica comarca y cuyo nacimiento ocurrió,según me han dicho, en circunstancias especiales. Esta escocesa morada,rodeada de montañas y misteriosas ruinas habitadas por fantasmas, debíaser tuya; siendo míos, en cambio, las praderas, los arroyos y los vergeles delParque de los Pinos, con tu buena e indulgente tía y los demás tranquilospormenores que te rodean.Fíjate en que no incluyo a Brown en el cambio. Su buen humor, su agrada-ble conversación y su franca galantería se amoldan perfectamente a mi ca-rácter; así como su arrogante figura, su hermoso rostro y su esforzado valorse avienen con el héroe caballeresco de mis sueños. Pero, como de todosmodos no podemos cambiar, creo que lo mejor será permanecer cada unaen la posición que ocupa.

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Capítulo XVIII

De Julia Mannering a Matilde Marchmont

cabo de abandonar el lecho, después de algunos días de enfermedad,para contarte, Matilde querida, las inesperadas y dolorosas escenas por lascuales hemos atravesado. ¡Qué mal hacemos en bromear con el porvenir!¡Qué poco esperaba yo tener que referir tales sucesos!La primera parte de esta terrible historia no tiene nada que ver con missentimientos. Según debes saber, este país es muy favorable para el comer-cio de contrabando, al cual se dedica una porción de perdidos que procedende la isla de Man, que está enfrente. Las autoridades, sea por timidez, seapor causas más graves, no se atreven con ellos y cada vez van siendo másosados. Mi padre, como forastero en el país y sin ninguna autoridad oficial,nada tiene que ver con esta gente; pero hay que reconocer, como él dice, quenació bajo la influencia de Marte y que la guerra lo busca hasta en las máspacíficas circunstancias de la vida.El martes pasado, a eso de las once de la mañana, mientras mi padre yHaslewood se disponían para ir de caza a un lago distante unas tres millas,donde abundan los patos silvestres, y Lucía y yo disponíamos un plan detrabajo y estudio para el día, oímos sobresaltadas que se acercaban varioscaballos al galope. La tierra, endurecida por la helada, hacía que fuera másintenso el resonar de sus cascos. En un momento aparecieron tres hombresa caballo, armados con escopetas y llevando del diestro otros caballos car-gados de paquetes, y, sin seguir el camino real, se metieron por el atajopara llegar hasta la puerta de nuestra quinta.Parecían venir con prisa y volvían la cabeza con frecuencia, como si temieranser perseguidos. Mi padre y Haslewood salieron a la puerta y preguntaronquiénes eran y qué querían. Respondieron que eran dependientes de adua-nas y que habían apresado aquellos caballos cargados de géneros de contra-bando a tres millas de distancia; pero que, como los contrabandistas habíanido a buscar auxilio y volvían acompañados de otros, jurando que recobra-rían sus mercancías asesinando a los que se las habían quitado, solicitabanamparo. Añadieron que, siendo mi padre militar, no negaría su protección aunos agentes del gobierno que habían cumplido con su deber.

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Papá, que en su entusiasta sentimiento de pundonor militar rendiría acata-miento a un perro que se presentase en nombre del rey, inmediatamenteordenó que metieran las mercancías en la quinta y se armaran los criadospara defenderla si era preciso. Haslewood lo secundó con gran presencia deánimo, y hasta el extraño animal llamado Samson salió de su caverna ytomó la escopeta de caza que mi padre había soltado para coger otra de lasllamadas rifles, que se usan en Oriente para cazar fieras. Apenas cogió laescopeta el pobre dómine, se disparó sola y por poco mata a uno de losaduaneros; pero no hubo poder humano que lo hiciera separarse de ella yfue preciso dejársela, aunque sin municiones.Apenas puso mi padre la quinta en estado de defensa, colocando un hom-bre armado en cada ventana, mandó que nos retirásemos a la cueva, si nome engaño; pero no pudo conseguir que lo abandonásemos. Yo, aunqueaterrorizada por completo, tengo tanto del carácter de mi padre que prefieropresenciar el peligro antes que sentirlo en derredor sin poder apreciar susefectos.Lucía, pálida como una muerta y con los ojos fijos en Haslewood, parecíaque no oía siquiera las súplicas que él le dirigía para que se retirase. Si hede decir verdad, no corríamos peligro, a menos que tirasen el muro, porquetodas las ventanas estaban bloqueadas con colchones y libros, no dejandomás espacio descubierto que el preciso para disparar sobre los asaltantes.Mientras nosotras estábamos sentadas en aquella estancia semioscura, loshombres permanecían firmes en sus puestos, y mi padre iba de un lado aotro, reiterando la orden de que ninguno disparase hasta que él diera la vozde fuego. Las fuerzas de que disponíamos eran doce hombres en totalidad.Tan penosa expectativa fue interrumpida por un sonido semejante a unalejana cascada que, al acercarse, resultó ser el galope de una multitudde caballos. Yo había arreglado una tronera a fin de ver al enemigo, y alacercarme vi que treinta hombres, o más quizás, llegaban a caballo por lapradera. ¡Qué fachas! A pesar del rigor de la estación iban todos en cami-sa, con un pañuelo atado a la cabeza y armados con carabinas, pistolas ymachetes. Aunque hija de militar y acostumbrada a ver aprestos de guerra,jamás sentí tanto miedo como al ver a aquellos miserables y oír las furiosasimprecaciones que dirigían, cuando vieron a los que les habían arrebata-do su presa. Al ver los preparativos que se habían hecho para recibirlos,celebraron consejo entre sí y uno de la cuadrilla, adelantándose con unpañuelo atado en la punta de la carabina, pidió hablar al coronel Mannering.Mi padre abrió la ventana junto a la cual se había colocado y le preguntóqué quería.—Queremos lo que nos han robado —dijo el emisario—, y mi teniente me en-carga decir que si nos lo entregan, perdonaremos a los ladrones; pero si no,prenderemos fuego a la quinta y no tendremos misericordia de nadie —amena-za que repitió varias veces, sazonada con una gran variedad de imprecacionesy los más horribles juramentos que pueda sugerir la crueldad.—¿Y quién es su teniente? —preguntó mi padre.—El caballero que monta el caballo gris.

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—En ese caso tenga la bondad de decir a ese caballero que si él y los bribo-nes que lo acompañan no se quitan pronto de delante, haré fuego sobreellos sin más ceremonia.Y dicho esto terminó la conferencia y cerró la ventana.Apenas llegó el parlamentario adonde lo esperaban sus compañeros resonóun estrepitoso hurra, o mejor aún, un espantoso alarido, y todos a unadispararon en descarga cerrada sobre la quinta, e hicieron pedazos los cris-tales. Sonaron otras dos descargas sin que los nuestros disparasen un solotiro, hasta que mi padre, viendo que se adelantaban desmontados y conhachas y azadones intentando, seguramente, derribar la puerta, gritó:—¡Que nadie tire, excepto Haslewood y yo! ¡Apunte al embajador, Carlos!Mi padre, entretanto, apuntaba al teniente que montaba el caballo gris, yque cayó apenas recibió el tiro; Haslewood obtuvo el mismo éxito, atra-vesando de un balazo al parlamentario, que se acercaba hacha en mano.Estas dos bajas descorazonaron a los demás, que montaron a caballo in-mediatamente. Unos cuantos tiros más los dispersaron y se retiraron consus muertos o heridos; pero no pudimos saber si había habido más bajas.Un momento después y con gran satisfacción mía, vimos llegar un piquetede soldados que, acampados en un pueblo inmediato, habían oído las pri-meras descargas y acudían a socorrernos. Parte de ellos escoltó a los asus-tados aduaneros y al convoy hasta un puesto cercano, y el resto, accediendoa mis súplicas, permaneció un par de días en la quinta, a fin de ponerla acubierto de las acechanzas de los bandidos.Este fue mi primer susto, querida Matilde. Debo añadir que aquellos malva-dos dejaron en una cabaña que había junto al camino al hombre tiznadoque había servido de parlamentario, seguramente porque no podía ser trans-portado, y murió media hora después. Al examinar el cadáver se halló queera un montañés de las cercanías, reconocido como ladrón y como contra-bandista.Todos los vecinos nos felicitaron después, asegurando que escenas seme-jantes alejarían para siempre a aquellos bribones. Mi padre distribuyó re-compensas entre los criados, encomió el valor de Haslewood, y hasta Lucíay yo fuimos alabadas por haber presenciado el ataque con tanta serenidad,sin molestarlos con gritos ni llantos. Por lo que toca a Dóminus, mi padre lepropuso que cambiaran las cajas de rapé, aprovechando así la oportunidadde recogerle la que tenía, cosa que lisonjeó en extremo el honrado caballero.Nada te digo de su alegría y cómico asombro, porque no tengo ganas debromear, y aún necesito hablarte de otro asunto que me interesa algo másque el que acabo de relatarte. Pero me siento tan cansada que no puedocontinuar ahora: dejaré la pluma hasta mañana; ahora interrumpo estacarta, que continuaré después, para enviarla a su destino a fin de que nosientas ansiedad alguna por tu amiga,

JULIA MANNERING

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Capítulo XIX

De Julia Mannering a Matilde Marchmont

omo el hilo de mi narración donde lo dejé, querida Matilde.El sitio que habíamos sostenido, y las consecuencias que podrían sobreve-nir, fueron el tema de nuestra conversación por espacio de dos o tres díasdespués del suceso que te referí en mi anterior. Propusimos a mi padre quenos llevara a Edimburgo, o por lo menos a Dumfries, donde hay muy buenasociedad, hasta que se apaciguara el furor de los contrabandistas.Papá no accedió a nuestros deseos, manifestándonos que él sabía lo querequería la tranquilidad de su familia y que dando muestras de temerlossólo conseguiríamos que se envalentonaran. A pesar de todo, recomendó alos criados que tuviesen siempre preparadas las armas y bien cerradas laspuertas.Hace tres días ocurrió algo que me ha alarmado mucho más que el ataquede los contrabandistas.Ya te he dicho que a cierta distancia de Woodbourne hay un lago pequeño,donde los caballeros suelen ir a cazar patos y ánades. Hace unos días, mien-tras almorzábamos, se me ocurrió decir que me gustaría ver el lago helado,como estaba, y los juegos que hacían los patinadores sobre el hielo.Había nevado mucho la noche anterior; pero estaba tan helada la nieve quesupuse que no habría inconveniente en que Lucía y yo nos aventurásemoshasta allí; tanto más cuanto que iba mucha gente con el mismo objetivo.Haslewood se brindó a acompañarnos y nosotras insistimos en que llevarasu escopeta de caza. Se rió al ver nuestro temor y la ridícula idea de parecerque iba a cazar en un lago helado; pero, por complacernos solamente, orde-nó a un lacayo que nos acompañara llevando la escopeta. Papá rehusó serde la partida, porque sólo le gusta ver mucha gente reunida cuando se trata dealguna revista militar.Era una mañana hermosísima, muy despejada y clara, de esas que vigorizanel alma y el cuerpo. Salimos muy tempranito y nuestro paseo hasta el lagofue delicioso, pues, aunque tuvimos que vencer algunos obstáculos, la com-pañía de Haslewood los hizo agradables, especialmente para Lucía.

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El aspecto del lago y las escenas que sobre él sucedían eran deliciosos; lospatinadores luchaban como si hubieran de conseguir un premio, y los espec-tadores estaban tan interesados como ellos.Haslewood, que parecía muy popular entre aquella gente, tuvo palabras decariño para ancianos y jóvenes. Dimos una vuelta alrededor del lago y pen-samos retirarnos, tomando un senderito que atraviesa por un bosque deabetos.Yo iba del brazo de Haslewood; Lucía, al otro lado, un poco separada, y elcriado, detrás, a tres pasos de distancia. Tal era nuestra posición cuando,de repente, como si saliera del centro de la tierra, en un recodo del senderoapareció Brown ante nosotros. Al verlo no pude reprimir un grito de sorpre-sa y de terror. Iba muy mal vestido y su aspecto era agitado y sombrío.Haslewood atribuyó mi turbación a causas muy distintas de las que enrealidad la motivaron, y cuando Brown se acercó en actitud de hablarme, leordenó altaneramente que se retirase y no molestara a la dama que lo hon-raba yendo de su brazo. Brown repuso que no necesitaba sus leccionespara saber cómo debía conducirse con aquella dama o con otra cualquiera.Haslewood, temeroso, sin duda, de que perteneciera a la partida de los con-trabandistas, y sin entender la respuesta de Brown, tomó la escopeta demanos del criado y, apuntándole a boca de jarro, dijo que se retirase siquería evitar que lo hiriera.Mis gritos —pues el terror me impedía articular una sílaba— apresuraronla catástrofe. Brown, amenazado así, saltó sobre Haslewood, luchandopor quitarle el arma; y casi lo había conseguido ya cuando se escapó untiro, que fue a herir a Haslewood en un hombro, haciéndolo caer bañadoen sangre.No vi más, porque toda la escena dio vueltas a mi alrededor, y caí desmayada:pero, según me contó Lucía después, el desgraciado causante de aquellosmales miró un instante el cuadro que se ofrecía a su vista, hasta que, viendollegar gente atraída por sus gritos, saltó por un seto y se internó en el bosque,sin que haya vuelto a saberse su paradero.El criado no procuró detenerlo ni seguirlo, y su relato de los hechos cuandose acercaron los espectadores del lago, obligó a estos a cuidar de mí antesque de perseguir a un desesperado, que, según la descripción del lacayo, eraun hombre de extraordinaria fuerza corporal e iba completamente armado.Haslewood fue transportado a Woodbourne, por ser el sitio más próximo.Aseguran que la herida no es peligrosa; pero sufre mucho. En cuanto aBrown, temo que las consecuencias sean fatales para él. Antes era objeto dela aversión de mi padre y ahora está expuesto al rigor de las leyes y a lavenganza del padre de Haslewood, que revuelve tierra y cielo hasta encon-trar al agresor de su hijo. ¿Podrá sustraerse a las pesquisas de un padreofendido? ¿Cómo podrá evitar el castigo, que, según he oído, puede llegarhasta el último extremo? ¿Cómo podría yo avisarle el peligro que corre?El dolor que Lucía sufre, aunque procura ocultarlo, es también motivo dedisgusto para mí. Todo lo que me rodea se conjura para acusarme por lascalamidades originadas por mi indiscreción.

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He estado muy enferma dos días; pero la seguridad de que Haslewood vamejor y de que no puede ser hallado el agresor, dando por seguro que fueuno de los contrabandistas, me ha tranquilizado mucho. Si las sospechasrecaen sobre esa gente, Brown podrá huir fácilmente, y aun tal vez esté yalejos del peligro. De todos modos sufro muchísimo, porque a cada momentosalen patrullas a recorrer los alrededores y circula continuamente el rumorde que ha sido descubierto y preso.La única cosa que me consuela es la generosa conducta de Haslewood, quepersiste en declarar que, fuese cual fuese la intención con que el agresor seacercó a nosotros, está convencido de que el tiro salió por accidente, sin queel desconocido quisiera herirlo.El lacayo y Lucía afirman lo contrario: yo no los acuso de mala intención;pero lo cierto es que el suceso fue un accidente casual.A veces creo que sería mejor descubrir mi secreto a Haslewood; pero es muyjoven y siento una repugnancia invencible en confiarle mis tonterías.Una vez estuve a punto de confesar mi secreto a Lucía. Empecé preguntán-dole si recordaba las facciones del agresor, pero hizo una descripción tanhorrorosa de mi adorado Brown, que me quitó el valor de decir que amaba alque ella consideraba como un monstruo. Indudablemente está obcecadapor la pasión, porque hay pocos hombres más hermosos que el infeliz Brown.Hacía mucho tiempo que no lo veía, y aunque el momento de su aparición yla escena que siguió no fueron los más a propósito para fijarse en él, mepareció de porte más noble y de expresión más digna.¿Volveremos a vernos? ¡Quién podría responder a esta pregunta! Escríbemecon indulgencia, querida Matilde, aunque en realidad siempre lo eres, y sólodebo decirte que me escribas pronto y sin reñirme, porque no me hallo enestado de soportar consejos ni reproches, ni tampoco de sacar partido de ellos.Estoy en la situación de un niño que, jugando, ha tocado un botón, ponien-do así en movimiento una complicada máquina, y se aterroriza al ver elresultado de una fuerza poderosa que no puede contrarrestar.Papá no puede ser más amable y cariñoso conmigo. Atribuye mi mal a mitemperamento nervioso y al susto producido por el accidente.Mi esperanza se cifra en que Brown haya podido llegar a Inglaterra, a Irlan-da, o tal vez a la isla de Man, países que no se comunican fácilmente conEscocia en materias jurídicas, y esperar allí el restablecimiento de Haslewood,porque si lo prendieran ahora sería terrible.Procuro hacerme fuerte considerando improbable tal desdicha. ¡Qué prontohan seguido los verdaderos dolores a la monótona y tranquila vida queempezaba a cansarme! Adiós, Matilde querida: no quiero afligirte más conmis tristezas. Tuya siempre,

JULIA MANNERING

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Capítulo XX

ntre los que más interés tenían por descubrir al desconocido quehabía herido a Carlos Haslewood estaba Gilberto Glossin, antiguo es-cribano, señor de Ellangowan a la sazón, y activo juez de paz en el con-dado de X. Tenía muchos motivos para ocuparse del asunto, pero comonuestros lectores saben muy bien, no entraba en ellos el amor a lajusticia.

La verdad es que no estaba tan satisfecho como era de esperar des-pués de hallarse en posesión de los bienes de su bienhechor. Excluidodel trato y sociedad de la nobleza de las cercanías, no era admitido ensus reuniones privadas ni asambleas públicas; los nobles lo desprecia-ban por su oscuro nacimiento y los medios rastreros de que se habíavalido para elevarse, en tanto que los plebeyos lo despreciaban másaún por su orgullo y altanería.

Era, sin embargo, demasiado diplomático para darse por ofendido, y, com-prendiendo que su elevación estaba demasiado reciente y que el tiempoborra todas las diferencias, procuró ser útil a los mismos que lo desprecia-ban, ayudándolos en los pleitos e inspirándoles confianza en su probidad.

El ataque a la quinta del coronel, así como el accidente ocurrido aHaslewood, le ofrecieron buena oportunidad para probar la utilidad quereportaba al país un magistrado activo.

Había estado asociado en otra ocasión con los contrabandistas y conocíaperfectamente sus mañas; sabía que tenían que mudar de localidad conmucha frecuencia, y presumía que sus diligencias no comprometerían ennada a sus antiguos amigos, en tanto que la protección del coronel y elfavor del anciano Haslewood, que era el cacique del condado, serían demucha importancia para él. Si descubría a los culpables conseguiría hu-millar a Mac-Morlan, a quien aborrecía con toda su alma por ser másapreciado que él en el país, se ganaría el afecto del público y sería conside-rado como un magistrado probo e inteligente.

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Impulsado por tan poderosos motivos, y relacionado con los agentessubalternos de la justicia, Glossin puso en juego todos los medios posi-bles para descubrir y prender a algunos individuos de la cuadrilla quehabía atacado a Woodbourne, y en especial al que había herido a Has-lewood. Prometió buenas recompensas, propuso varios planes y em-pleó su influjo con cuantas personas sabía que protegían secretamenteel contrabando, manifestándoles que era mucho mejor sacrificar a unode aquellos bribones que exponerse a pasar por cómplices.

Después de muchas pesquisas logró averiguar que la víspera del sucesose había hospedado en Las Armas de Gordon, en Kippletrigan, un hom-bre cuyas señas personales coincidían con las del agresor de Haslewood,e inmediatamente pasó a dicho pueblo con objeto de interrogar a nuestraantigua conocida, la señora Mac-Caudlish.

Como la buena señora no apreciaba mucho a Glossin, no se apresuróen acudir al salón de visitas, obligándolo a esperar bastante y respon-diendo después a su saludo con gran sequedad.

—Hermosa mañana, ¿verdad, señora Mac-Caudlish?—Sí, sí, está muy hermosa —repuso seriamente la posadera.—¿Y qué?, ¿hay tranquilidad por aquí? Supongo que habrá muchos

huéspedes, señora Mac-Caudlish.—Sí, señor, hay bastantes... Pero creo que me necesitan en el mostrador.—Espere un momento. ¿No puede sacrificar cinco minutos por servir

a un antiguo parroquiano? ¿Se acuerda de un joven extraordinaria-mente alto que se alojó aquí la semana pasada?

—En realidad, no puedo decir que sí ni que no, porque jamás me fijoen las proporciones de mis huéspedes: la única que me interesa es lade la cuenta.

—¡Ya, ya! Comprendo que procurará que sea considerable, ¿eh, señoraMac-Caudlish? ¡Ja, ja, ja! El joven a quien me refiero tenía más de seispies de estatura y vestía una casaca oscura con botones de metal, sucabello era castaño claro, tenía los ojos azules, y la nariz, perfecta; viaja-ba a pie, sin criados ni equipaje: es imposible que no recuerde a unviajero semejante.

—Pues le aseguro que no lo recuerdo. En una casa como esta haybastante quehacer sin detenerse a pensar en los viajeros o a mirar sitienen los ojos azules y la nariz larga.

—Entonces, señora Mac-Caudlish, le diré claramente que hay sospe-chas de que esa persona ha cometido un crimen, y, precisamente basa-do en esas sospechas, vengo como magistrado para que me diga laverdad. Si rehúsa responder en términos amistosos, tendré que obli-garla a jurar que dirá la verdad.

—No puedo jurar, señor Glossin, sin consultarlo con mi director espi-ritual, especialmente tratándose de un pobre muchacho extranjero ysin amigos como...

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—Creo que no verá la necesidad de hacer tal consulta cuando le digaque ese mancebo es el que ha herido a su buen amigo Carlos Haslewood.

—¿Es posible? No se puede pensar eso de él. Indudablemente es unlazo que me tiende, señor Glossin. Nos conocemos bien y estoy ya alcabo de la calle; lo hace por sonsacarme nada más.

—Veo que no tiene confianza en mí, señora Mac-Caudlish. Mire estasdeclaraciones firmadas por personas que vieron cometer el crimen yjuzgue si las señas del miserable no coinciden con las de su huésped.

La posadera tomó el legajo que le entregaba Glossin y lo leyó con aten-ción, quitándose varias veces los anteojos para mirar al cielo con expre-sión de asombro, o tal vez para limpiarse una lágrima, porque el jovenHaslewood era su niño mimado.

—No quiero saber más —añadió, sin acabar de leer aquellos pape-les—; siendo así no tengo nada que ver con él. ¡Pícaro! ¡Qué chascos selleva una en el mundo! Jamás he visto un muchacho más noblote, alparecer, y más tristón y abatido; pero eso de disparar un tiro al señorHaslewood, ¡y yendo con las señoritas! ¡No quiero acordarme de él si-quiera!

—¿De modo que confiesa que semejante persona se hospedó en suposada el día antes de cometer el crimen?

—Sí, señor; y aquí fue simpático a todos, sin que dijeran de él otracosa sino que era muy guapo y muy amable. Y no sería por el gasto quehizo, pues sólo tomó una chuleta de carnero y un vaso de cerveza, otodo lo más, dos copas de vino. Lo invité a tomar té conmigo: no se lotuve en cuenta, y cuando le pregunté si quería cenar, dijo que no, queestaba rendido porque había andado toda la noche. ¡Seguramente ven-dría de hacer alguna bribonada!

—¿Oyó su nombre, por casualidad?—Sí, él mismo me dijo que se llamaba Brown y que vendría a pregun-

tar por él una gitana anciana ya. ¡Dime con quién andas y te diré quiéneres! —añadió la posadera por vía de comentario—. Al llegar la mañanasiguiente pagó religiosamente su cuenta y hasta dio una propinita a lamuchacha. Después, al salir, me dijo: “Si viene una mujer de tales ytales señas a preguntar por el señor Brown, dígale que he ido al lagoCreeran y que volveré a la hora de comer”. Pero no volvió, aunque yo es-taba tan segura de que volvería, que aderecé unos pollos, lo que nohago todos los días ni por todo el mundo, señor Glossin. ¡Poco pensabayo en la hazaña que meditaba! ¡Asesinar al señorito Carlos!

Glossin, así como si no le interesara mucho, preguntó si había dejadoallí algunos papeles u objetos.

—Sí, así es, me dejó un paquetico, no muy grueso por cierto, y algúndinero para que le comprara camisas de chorrera. Las están haciendo;pero probablemente las estrenará para ir a la horca.

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Glossin quiso ver el paquete, pero la posadera no estaba muy confor-me con ello: cuando le confiaban un objeto era responsable de él, y,aunque no quería entorpecer la acción de la justicia, no se atrevía aentregarlo. Viendo Glossin que no podía vencer la natural sagacidad ydesconfianza de la señora Mac-Caudlish, convino en llamar a Bearcliff,a fin de hacer en su presencia un inventario y extender un recibo. Ape-nas llegó el diácono, la buena posadera sacó el paquete, y una vez abiertoapareció la bolsa de la gitana.

La señora Mac-Caudlish, al ver aquellos preciosos objetos, se felicitóde no haberlos entregado a Glossin, y este, mostrando gran desinterés,propuso que se hiciera el inventario y se confiaran a la custodia deldiácono hasta que llegase el momento de presentarlos a la justicia. Exa-minaron después el papel donde estaba envuelta la bolsa, y en la cualse leía solamente: “V. Brown”. La posadera, creyendo que aquellas alha-jas procedían de robos, y deseosa de contribuir al esclarecimiento delos hechos, dijo que su criado había visto a Brown en el lago la mañanade referencia y que había estado hablando con él.

Fue llamado el criado inmediatamente y afirmó el aserto de la señoraMac-Caudlish.

—¿Y qué giro tomaste en la conversación? —preguntó Glossin.—¿Giro? Ninguno. Continuamos junto al lago.—Pregunto sobre qué versaba la conversación.—¡Ah! Me preguntaba, como podía haberlo hecho otro forastero, los

nombres de los que patinaban mejor y los de las señoras que estabanmirando —repuso el criado, abrigando una desconfianza semejante a laque poco antes sintiera su ama.

—¿Y qué señoras eran las que estaban mirando? ¿Qué te preguntabasobre ellas, Jock? —interrogó de nuevo el magistrado.

—¿Que quiénes eran? La señorita Julia Mannering y la señorita LucíaBeltrán. Dije que esta hubiera sido una de las más ricas herederas delcondado, y que la señorita Julia iba a casarse con el señorito Carlos, alcual daba el brazo en aquel momento. Hablábamos de lo que habla todoel mundo. Parecía un bello sujeto.

—¿Y qué te respondió?—Nada en concreto. Primero miró mucho a las señoritas, después me

preguntó si estaba seguro de que iba a verificarse ese casamiento, a locual respondí yo que era cosa convenida ya, según me ha contado miprima Juana, que cose en Woodbourne.

—¿Y qué dijo a eso?—Nada. Miró a las señoritas con unos ojos... como si fuese a tragárse-

las, y después, sin decir esta boca es mía, tomó la senda que va aWoodbourne, y no hemos vuelto a verlo más.

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—¡Qué corazón más duro debe tener el mocito, para matar al señoritoCarlos delante de su novia!

—Cosas como esa se han visto ya en el mundo, señora Mac-Caudlish—agregó Glossin—. La venganza es tanto más dulce cuanto más refinada.

—Pues lo que es a mí —repuso Jock—, no me cabe en la cabeza queun hombre vaya a quitarle a otro la escopeta para soltarle un tiro conella. El hombre más forzudo de toda Escocia no hubiera podido quitár-mela a mí. Quien tenga dos dedos de frente no podrá creer tal disparate.

El mozo de la cuadra, que acompañaba a Jock aquella mañana, prestóla misma declaración, y a las preguntas de Glossin sobre si el asesinollevaba armas respondieron que sólo un machete ceñido a la cintura.

—Verdaderamente es dudoso que un hombre que sólo lleva un ma-chete vaya a meterse con quien tiene una escopeta —agregó el diácono,olvidando la jerarquía de Glossin y agarrándolo de las solapas.

Este se desasió suavemente de la presión de Bearcliff, y, sin hacernueva alusión al asunto y muy humildemente, porque le convenía estarbien con todo el mundo, le preguntó los precios del té y del azúcar,hablando de proveerse para todo el año. Después encargó a la señoraMac-Caudlish que preparase una buena comida para cinco amigos quepensaba invitar para el sábado siguiente, y finalmente dio media coro-na a Jock, que había salido a tenerle el estribo.

—¡Vaya, vaya! —dijo el diácono a la señora Mac-Caudlish, aceptandoun vaso de cerveza que esta le brindó desde el mostrador—. No es tanfiero el león como lo pintan. Verdaderamente da gusto ver a un caballeroocupándose de los asuntos del condado con el afán con que lo hace elseñor Glossin.

—Así es, señor Bearcliff —repuso la posadera—; y me sorprende quelos nobles no lo quieran, porque desde que el mundo es mundo nadiehace ascos al dinero, venga de donde venga.

—Pues lo que soy yo, creo que Glossin no va a sacar de todo esto granbeneficio, señora mía —añadió para sí Jock, que pasaba en aquel mo-mento junto al mostrador—; pero, sea lo que sea, lo cierto es que meencuentro con una buena moneda.

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G

Capítulo XXI

lossin había hecho una detallada sumaria de todas las declaracio-nes habidas. Ilustraban poco el asunto y no ayudaban de ningún modoa sus pesquisas; pero el lector, mejor informado, ha podido saber porellas lo que fue de Brown desde que lo dejamos en la carretera deKippletrigan hasta el momento en que se presentó ante Julia Manneringdominado por los celos y terminó tan fatalmente la disputa que ocasio-nó su presencia.

Regresó Glossin a Ellangowan reflexionando sobre lo que había oído ymás convencido cada vez de que su intervención en aquel asunto lecaptaría el aprecio del coronel y del señor de Haslewood. Había muchoamor propio en su deseo de mostrar que era inteligente en su profesión.Su satisfacción fue grande cuando al llegar a Ellangowan le dijeron queMac-Guffog y otros policías habían apresado a un hombre y lo estabanesperando en la cocina.

Saltó inmediatamente del caballo y entró en la casa, ordenando quesubiera su secretario y que llevaran a Mac-Guffog a su presencia. Des-pués de enterarse de los pormenores de la captura, mandó que intro-dujeran al detenido y despidió a los guardias.

A poco, entró en la estancia el preso que llevaba esposas en las muñe-cas: era un hombre de complexión hercúlea, moreno y de edad avanza-da, y, aunque no muy alto, capaz de vencer a todo el que emprendierauna lucha con él. Ambos se miraron recíprocamente. Glossin, recono-ciéndolo y sin saber, sin duda, cómo entablar el interrogatorio, rompióel silencio exclamando:

—¿Conque es usted, capitán? Hace muchos años que no venía porestas costas.

—¡Muchos! —repuso el preso—. ¡Tantos, que el diablo me lleve si heestado antes por aquí!

—¡Esa sí que no pasa, capitán!

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—Es la pura verdad, señor juez.—¿Cómo se llama ahora? —dijo Glossin—. Dígame el nombre con el

que he de designarlo hasta que lo caree con amigos que le refresquen lamemoria y le digan quién es usted o, al menos, quién ha sido.

—¿Que quién he sido? ¡Rayos y centellas! ¿Quién voy a ser, sino Jansonde Cuxhaven?

Glossin sacó un par de pistolas y las cargó con afectada tranquilidad.—Puede retirarse —dijo a su secretario—, y espere en la antesala por

si lo necesito.Apenas salió, el juez dio algunos paseos por la estancia y, sentándose

frente a frente del preso como si quisiera observarlo mejor, dejó laspistolas delante, al alcance de su mano, y dijo con voz firme y severa:

—¿Eres Dirk Hatteraick de Flushing?El prisionero miró instintivamente a la puerta, temeroso de que al-

guien estuviera escuchando; Glossin se levantó, la abrió de modo que elprisionero pudiera quedar satisfecho de que nadie escuchaba, volvió acerrarla, ocupó de nuevo su silla y repitió la pregunta:

—¿Eres Dirk Hatteraick, antiguo capitán del Yungfrauro Haagen-slaapen?

—¡Cuernos del diablo! ¿A qué me lo pregunta si lo sabe? —repuso elprisionero.

—Porque me sorprende mucho hallarte en el último sitio donde de-bías estar si aprecias en algo nuestra seguridad personal —dijo Glossin,con glacial acento.

—El hombre que habla así es el que no aprecia su propia persona,¡voto al diablo! —añadió el preso.

—¡Cómo! ¿Sin armas y aherrojado te atreves aún a hablar así? ¡Biendicho, capitán! —contestó Glossin con ironía—. Pero las amenazas soninútiles. Además, será difícil que salgas de este país sin saldar unacuentecita que tienes pendiente hace algunos años sobre algo ocurridoen La punta de Warroch.

La expresión que animaba las miradas de Hatteraick se hizo más sombría.—Yo, por mi parte —prosiguió Glossin—, no tengo deseo alguno de

ser severo con un antiguo amigo; pero tengo que cumplir con mi debery me será preciso enviarte hoy mismo a Edimburgo en una silla depostas.

—¡No lo haría si pudiese darle, como hice en otro tiempo, la mitad delas letras a la vista sobre Vambeest y Vambruggen! —repuso el capitánen tono más humilde.

—Ha pasado ya tanto tiempo, amigo Hatteraick, que si obtuve algunarecompensa por mi trabajo, lo he olvidado ya —dijo Glossin, con indi-ferencia.

—¡Su trabajo! Querrá decir su silencio.

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—Lo mismo da. Fue un asunto como otro cualquiera, que se presentóen medio de los negocios; pero hace tiempo que me he retirado ya y nome ocupo de ellos —repuso Glossin.

—No afirmaría yo —replicó Dirk— que no los emprendiera de nuevo.Precisamente pensaba visitarlo para un asunto que le interesa.

—¿Sobre el muchacho? —preguntó Glossin con presteza.—Exactamente —contestó tranquilo el capitán.—No será que vive, ¿eh?—Precisamente: como usted y como yo.—Sí, pero está en la India —añadió Glossin.—No, por cierto, pues está aquí y muy cerquita de usted —agregó

Dirk, con alegría.—En ese caso sería una ruina para ambos; para ti, porque recordará

tu hazaña; para mí, porque me acarreará consecuencias fatales. Lo re-pito: de ser eso verdad, ambos estamos perdidos.

—Pues yo le aseguro —añadió el marinero— que la ruina será sólopara usted, porque yo no puedo estar más perdido de lo que estoy, y sime ahorcan por eso, lo revelaré todo.

—¿Por qué has sido tan imbécil que has vuelto aquí? —interrogó el juezcon impaciencia.

—Porque se me acabó la mosca; el hambre apretaba y creí que todo elmundo habría olvidado aquel suceso.

—Quiero hacer algo por ti —dijo Glossin con ansiedad—; pero no meatrevo a soltarte. Tal vez puedan rescatarte en el camino. Te enviaré porla costa y avisaré a tu teniente Brown.

—No servirá de nada. Brown ha muerto de un tiro.—¿Murió? ¿Y asesinado? ¿Tal vez en el ataque de Woodbourne?—Sí.Glossin se detuvo. El sudor inundaba su frente; experimentaba una

intensa agonía mientras el bandido mascaba tabaco tranquilamente,sin preocuparse de nada.

—¡Estoy perdido si aparece el heredero! —murmuró Glossin—. Sesabrán mis relaciones con esta gente... Pero ¡hay tan poco tiempo paratomar medidas! Oye, Hatteraick —añadió en alta voz—: no puedo dartela libertad, pero puedo hacer que te fugues. Me gusta favorecer a losamigos. Te encerraré en el castillo ruinoso para que pases allí la nochey daré a tus guardianes doble ración de vino; así caerá Mac-Guffog enla misma trampa en que has caído tú. Las rejas están hecha pedazos ysaltarán enseguida: sólo hay doce pies de altura y el suelo está cubiertode nieve.

—¿Y estas esposas? ¿Cómo voy a manejarme con ellas?—Toma esta lima —añadió Glossin, sacando una de un cajón de la

mesa—. Una vez a salvo, sabes bien el camino que conduce al mar, y

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después —agregó, haciendo señal de silencio sobre sus labios— podrásrefugiarte en Dercleuf...

—¡No, no! Esa es una madriguera muy conocida ya.—En ese caso toma una lancha que hallarás amarrada en la playa y

sírvete de ella. Ocúltate en La punta de Warroch y espera allí hasta quenos veamos.

—¿En La punta de Warroch? —interrogó Hatteraick, pálido y demu-dado—. ¿Supongo que en la cueva? Preferiría que fuese en otra parte.He oído asegurar que anda su sombra por allí... ¡Pero rayos y centellas!¡No le temía en vida y voy a temerle muerto! ¡No se dirá nunca que DirkHatteraick tuvo miedo al diablo! ¿Y debo esperar allí hasta que vaya?

—Sí —repuso Glossin—, pero tengo que avisar ya a la gente.Tiró de la campanilla y subió Mac-Guffog.—No puedo conseguir que este capitán Janson, como dice llamarse,

declare nada, y es tarde ya para llevarlo a la cárcel del pueblo. ¿Nohabrá alguna habitación segura en el castillo?

—Sí, señor, hay una. Precisamente mi tío el condestable tuvo a unhombre encerrado allí tres días y...

—¡Ya lo sé, ya! Creo que hay otra habitación al lado. Que enciendanlumbre y hagan guardia allí. Yo les enviaré algo que los conforte. Ten-gan cuidado de asegurar bien la puerta de la estancia del preso y dis-pongan que hagan fuego también allí, porque las noches son muy frías.Tal vez podamos conseguir que declare mañana.

Con tales instrucciones y gran provisión de comestibles y bebida des-pidió el juez a sus hombres para que pasaran la noche en el castillo,creyendo y esperando que ninguno la pasaría ayunando ni rezando.

En cambio Glossin no abrigaba la esperanza de dormir mucho. Susituación era extremadamente comprometida: todas las villanías de unavida de ignominia pasaban ante él. Se acostó, mas pasaron horas yhoras antes de que pudiera conciliar el sueño. Al fin se quedó dormido;pero fue para soñar con su antiguo bienhechor, ora como lo había vistopor última vez, con la muerte pintada en el rostro, ora con el vigor y lahermosura de la juventud, acercándose a él para arrojarlo de la man-sión de sus antepasados.

Soñó luego que, después de vagar a la ventura por un despoblado,entraba en una venta donde se oían estrepitosos gritos, y hallaba aFrancisco Kennedy herido y ensangrentado como fue encontrado en Lapunta de Warroch, con una humeante ponchera en la mano.

La escena cambiaba: se hallaba en una cárcel y oía a Dirk Hatteraickque, después de ser sentenciado a muerte, confesaba sus culpas a unsacerdote:

“—Una vez terminado el crimen —decía el penitente— nos retiramos auna cueva cercana, conocida solamente por un hombre en todo el país,

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y discutimos lo que debíamos hacer con el niño. Pensábamos entregar-lo a los gitanos cuando sentimos los gritos de los que nos perseguían.Un hombre se acercó a la cueva: el único que sabía el secreto de ella;pero habíamos comprado su silencio con la mitad del cargamento quehabíamos cogido. A instancias suyas llevamos al niño a Holanda en unbarco que fue a recogernos la noche siguiente. Aquel hombre era...

”—¡No, no, lo niego! ¡No era yo! —exclamó Glossin con entrecortadoacento, y, en medio de los desesperados esfuerzos que hacía para ex-presar más enérgicamente su negativa, despertó”.

Sólo su conciencia era causante de aquella fantasmagoría. La verdadera que, conociendo mucho mejor que nadie las guaridas de los contra-bandistas, había ido derecho a la cueva, creyendo hallar prisionero allía Kennedy, mientras los demás corrían y buscaban en diversas direc-ciones.

Su objeto era interceder por Kennedy, pero supo que había muerto, yque todos los culpables, excepto Dirk, experimentaban ya horror y espan-to por el crimen. Glossin era pobre y tenía muchas deudas; poseía, sinembargo, la confianza del señor Beltrán, y supuso que, desapareciendo elheredero, él podría ir apoderándose poco a poco de los bienes.

Desde luego, le pareció aceptable la oferta de los contrabandistas paracomprar su silencio, y le fue entregada en el acto en letras de cambiosobre la casa de Vambeest y Vambruggen, poniendo por condición so-lamente que se llevaran al niño, a fin de que no pudiera revelar a lajusticia lo que había visto.

Agitado por los negros presentimientos de una conciencia impura,Glossin se levantó del lecho y se asomó a una ventana. Una sábana denieve cubría el terreno; aquella intensa blancura prestaba un tinte lívi-do al vecino mar, dando a todos los objetos un aspecto frío, árido ysolitario.

Glossin clavó los ojos en las sombrías y gigantescas ruinas del anti-guo castillo, donde, a través de los ventanales de un enorme y macizotorreón, veía brillar dos puntos luminosos correspondientes a las habi-taciones del preso y de sus guardianes.

“¿Se habrá escapado ya? ¿Conseguirá realizar la fuga o esos hom-bres, malos guardianes siempre, cumplirán hoy su deber en perjuiciomío? Si está ahí todavía cuando amanezca me veré obligado a enviarloa la cárcel, y Mac-Morlan, u otro cualquiera, le formará causa…, serádescubierto…, lo condenarán…, y hablará para vengarse”.

Mientras estas ideas se sucedían rápidamente en la imaginación deGlossin, desapareció una de las luces, como si se hubiese interpuestoen la ventana un cuerpo opaco. Siguió un momento de angustia paraGlossin.

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“Ha roto los grillos —pensó— y va a arrancar la reja. Podrá conseguir-lo, porque todo está ruinoso. ¡Cayó a la parte de afuera! ¡Ha sonado alcaer sobre las piedras! El ruido despertará, indudablemente, a los guar-dias. ¡Maldito sea ese holandés tan bruto! Otra vez se ve el resplandor:lo habrán cogido y estarán maniatándolo. ¡Ya vuelve a asomarse...! Sehabía retirado por prudencia. ¡Ya salta!”

Un ruido sordo, semejante al que produce un cuerpo que cae desdecierta altura sobre la nieve, anunció a Glossin que Hatteraick estaba asalvo. Poco después una forma vaga se deslizó como un fantasma porentre las ruinas y llegó hasta la orilla del mar.

Nuevos temores asaltaron a Glossin. ¿Podría manejar él solo la lancha?—¿Tendré que ir a ayudar al maldito? —se decía—. No, parece que ya

ha saltado a ella. ¡Ya la bota! ¡Ha izado la vela y navega hacia alta mar!¡Buen viento tiene! ¡Así se convirtiera en un huracán que lo sepultaseen el fondo del abismo!

Después de tan cordial deseo, siguió con la vista la lancha hasta que lavio llegar cerca de La punta de Warroch. No pudiendo divisarla ya, y satis-fecho de haber evitado el primer peligro, se retiró más tranquilo y volvió aacostarse.

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C

Capítulo XXII

uando al llegar la mañana siguiente los guardias descubrieron laevasión del prisionero, se presentaron a Glossin confusos y alarmadospara explicarle lo ocurrido. El celoso juez les propinó una severa admo-nición y dictó cuantas medidas eran necesarias para capturar de nuevoal criminal, a cuyo fin dispuso que se esparcieran por todas direccio-nes, menos por la que tomó el fugitivo.

Glossin hizo mucho hincapié en que reconocieran minuciosamente elvalle de Dercleuf, que servía de guarida a vagabundos de diversas espe-cies, y él, mientras tanto, se dirigió por sitios retirados al lugar de la cita,para saber todos los pormenores del arribo del heredero de Ellangowan asu país natal.

Procurando evitar todo rastro de su paso por aquellos sitios y usandomil ardides para que se perdiera el que pudiera seguirlo, llegó a la playadespués de grandes dificultades, precisamente cuando subía la marea.

Una vez allí, en el sitio donde fue hallado el cadáver del desgraciadoKennedy, todas las escenas de horror que se sucedieron aquel día pasa-ron por su mente. Recordó cómo había salido de la cueva a hurtadillas,mezclándose con el consternado grupo que rodeaba el cadáver; recordólos gritos del desgraciado padre diciendo: “¡Hijo mío, hijo mío!”, y sustemores fueron tan terribles que hubiera cambiado su suerte por la deldesalmado Hatteraick.

Sobreponiéndose a sus inútiles y tardíos remordimientos, llegó hastala cueva, situada al pie de una enorme y oscura roca. Las aguas del mardepositaban allí tal cantidad de algas, guijos y arenillas que era imposi-ble hallar la entrada si no se sabía con toda seguridad que existía.

Glossin no era cobarde, pero sintió que le flaqueaban las piernas yque su corazón latía violentamente cuando se vio a la entrada de la cuevay cerca ya de la presencia de aquel miserable. La única reflexión quepodía consolarlo era la de que su muerte no podía reportarle beneficio

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alguno, a pesar de lo cual dispuso sus pistolas y se agachó para penetraren aquel recinto, donde sólo se podía entrar a gatas. Antes de recobrar sunatural posición, oyó la voz bronca de Hatteraick que murmuraba desdelas entrañas de la caverna.

—¿Es usted? ¡Voto al diablo!—¿Estás a oscuras?—¿Cómo demonios quería que me proporcionara una luz?—Yo traigo una —contestó Glossin, encendiendo una linterna.—También debía encender lumbre, porque estoy muerto de frío.—Sí que lo haré —repuso Glossin, prendiendo fuego a algunas astillas

y duelas1 de toneles que estaban esparcidas por el suelo, probablemen-te desde la última vez que ambos se habían encontrado allí.

—Como que no sé si podría resistir más: estoy helado como un ca-rámbano. No he tenido más remedio que pasearme bajo estas endemo-niadas bóvedas sin cesar un momento, recordando los festines quehemos celebrado aquí.

Las llamas empezaban a templar el ambiente y Hatteraick se arrimó aellas con la avidez del hombre hambriento que ve ante sí un apetitosomanjar, sin cuidarse del sofocante humo que le ennegrecía el rostroantes de elevarse en espiral para salir por las hendiduras de la techum-bre y desaparecer entre las grietas de la peña.

—También te traigo algo de almorzar —dijo Glossin sacando un trozo decarne fiambre y un frasco de aguardiente, que Hatteraick llevó con ansia asus labios. Después de una copiosa libación, exclamó con alegría:

—¡Esto resucita a un muerto! ¡Es bueno, bueno de verdad!Apoderándose luego de la carne, la devoró en un instante. Una vez

que terminó el almuerzo y manifestó su alegría entonando una canciónholandesa, Glossin creyó llegado el momento de empezar la anheladaconferencia y le dijo con gran amabilidad:

—Ya que has entonado el estómago y calentado tus miembros, pue-des hablarme del asunto que nos interesa.

—Quiere decir de lo que le interesa a usted, porque lo que me intere-saba a mí era salir de aquella maldita ratonera, y ya lo he conseguido.

—Un poco de paciencia, amigo Hatteraick, y te demostraré que teinteresa tanto como a mí —el capitán tosió ligeramente, y después deuna pausa, prosiguió Glossin—: ¿Cómo dejaste escapar al niño?

—¿Cómo? ¿Acaso era yo su aya? El teniente Brown se lo entregó a unprimo suyo establecido en Middelburgo, en la sucursal de la casaVambeest y Vambruggen, contándole unas mentiras muy gordas y en-cargándole que lo guardase para hacer de él lo que tuviera por conve-niente. ¿Que yo lo he dejado escapar? Si hubiese estado en mi poder,no habría llegado a hombre: se lo aseguro.1Duelas: Cada una de las tablas curvas de los barriles.

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—¿Lo tuvieron de criado?—¡Bah! El viejo Vambeest le tomó cariño, lo recogió, le dio su propio

nombre y lo puso en un buen colegio, donde aprendió el comercio, ydespués lo envió a la India. Creo que pensó enviarlo aquí, pero su sobri-no le indicó que sería perjudicial para nuestro comercio.

—¿Crees que recordará su origen?—¿Cómo quiere que lo sepa? Sólo sé que lo recordó por algún tiempo.

Cuando no tenía más que diez años convenció a otro muchacho tan malocomo él para apoderarse de la lancha de mi lugre a fin de volver a supaís, como él decía. Ya tenían la lancha fuera del canal, expuesta a per-derse, cuando pude atraparlos.

—¡Ojalá se hubiera perdido... con ellos dentro!—Mi disgusto fue tal, que del puñetazo que le di saltó por la borda,

pero el diablejo nadaba como un pato. De todos modos tuve que auxi-liarlo, porque lo hice ir nadando una milla para que le sirviera de escar-miento, y a poco más se ahoga. Le aseguro que, siendo ya crecidito, ledará bastante quehacer. Chiquitín como era entonces tenía un geniecitovivo como el rayo e impetuoso como una centella.

—¿Cómo es que ha vuelto a la India?—No lo sé. La casa de comercio en que estaba quebró, cosa que perju-

dicó mucho a la de Middelburgo, y esa fue la causa de mi regreso,suponiendo que nadie se acordaría ya de mí, para ver si podía haceralgún negocio con mis antiguos amigos. Algo hemos hecho en dos viajesanteriores; pero temo que ese diablo de Brown, dejándose matar, lohaya estropeado de nuevo.

—¿Cómo no ibas tú con ellos?—Porque... No temo a nadie; pero era bastante comprometido para

mí, porque podrían reconocerme.—Es cierto. Pero, volviendo al muchacho...—¡Sí, sí, eso es lo que a usted le interesa!—¿Cómo sabes que está aquí?—Porque Gabriel lo ha visto en las montañas.—¿Gabriel? ¿Quién es Gabriel?—Un compañero: el gitano que el difunto Ellangowan envió a bordo de

una corbeta de guerra hará unos dieciocho años. Él fue quien nos avisóque Kennedy había enviado la corbeta en persecución nuestra; des-pués fue a la India en el mismo barco que nuestro amiguito, y lo hareconocido al momento, aunque el muchacho no lo recuerda. Bien esverdad que procuró que lo viera lo menos posible, porque es desertor ypodrían echarle el guante. Apenas supo que el muchacho estaba aquí,nos avisó para que lo supiéramos, por más que nos tiene sin cuidado.

—¿De modo que, aquí entre nosotros y como buenos amigos, es ver-dad que está en Escocia?

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—¿Por quién me toma? ¿No le he dicho ya que sí?“¡Te tengo por el mayor bribón del mundo!”, dijo Glossin para sí, y en

alta voz añadió:—¿Cuál de ustedes disparó sobre Carlos Haslewood?—¿Cree que estamos locos? Bastante revuelto estaba el pueblo con la

hazaña de ese demonio de Brown atacando a la quinta de Woodbourne.El que lo ha herido no es de los nuestros.

—Pues te aseguro que no fue mi teniente, porque ese día o el anteriorle echaron encima seis pies de tierra en Dercleuf, y no creo que pudieraresucitar para asesinar a otro —un rayo de luz penetró en el entendi-miento de Glossin—. ¿No me has dicho que ese joven se llama tambiénBrown? —preguntó.

—Sí, Vambeest Brown. El viejo Vambeest Brown lo prohijó y le dio sunombre.

—¡Entonces ese es el que ha cometido el crimen! —exclamó Glossin,frotándose las manos.

—¿Y qué tenemos que ver nosotros con eso?Glossin, fecundo en expedientes, reflexionó un momento y, concibiendo

en su mente un proyecto, se acercó al contrabandista con aire cordial yle dijo:

—¿Olvidas que lo que más nos interesa hoy es deshacernos del mu-chacho?

—¡Cómo!—No quiero decir que desee hacerle daño personal, si podemos evi-

tarlo; pero indudablemente caerá en manos de la justicia por dos razo-nes: por haber disparado contra Haslewood con intención de herirlo ode matarlo, y por llamarse lo mismo que el teniente que dirigió el ata-que de Woodbourne.

—No conseguirá nada con eso —repuso Hatteraick—, porque apenasdemuestre quién es, lo pondrán en libertad.

—Es cierto, querido Dirk; pero hasta que lleguen las pruebas desde In-glaterra, o desde más lejos quizás, tendrá que estar en la cárcel. ¿Dóndecrees que pienso encerrarlo?

—Eso me tiene sin cuidado.—¡Cómo que sin cuidado! Quiero que sepas, en primer lugar, que las

mercancías que les quitaron están hoy depositadas en la aduana dePortanferry: ordenaré, pues, que encierren allí al preso.

—¡Cuando lo coja!—Claro está que cuando lo cojas; pero te aseguro que no tardaré mu-

cho. Lo encerraré en la cárcel del pueblo, que está junto a la aduana;cuidaré de alejar al piquete de la guardia; y como es un puesto a lamisma orilla del mar, puedes desembarcar con tu gente, recobrar lasmercancías y llevarte al preso hasta Flessing. ¿Te parece bueno el plan?

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—¿Llevarlo hasta Flessing —preguntó el capitán— o hasta América?—O hasta donde te parezca; para el caso es igual.—No, le aconsejo que no emplee la violencia.—¿Sería igual echarlo al fondo del mar?—Déjelo a mi cuidado; lo conozco bien. Pero vamos a ver: yo, Dirk

Hatteraick, ¿qué voy ganando en todo esto?—Pues qué: ¿no te interesa el asunto tanto como a mí? Además, ¿no

te he puesto en libertad?—¡Usted! ¡Rayos y centellas! ¿Que usted me ha libertado? He sido yo

mismo. Además, fue un accidente de nuestra profesión y ocurrió hacetanto tiempo que ya no me acuerdo. ¡Ja, ja, ja!

—¡Vaya, basta de bromas! No me niego a hacerte un regalito; peroadmite que el asunto te interesa tanto como a mí.

—Me parece que no soy yo quien disfruta los bienes del muchacho.Dirk Hatteraick no ha tocado un solo penique suyo.

—Te aseguro, a pesar de todo, que te interesa tanto como a mí.—En ese caso ¿me dará la mitad de todo?—¿Cómo la mitad de todo? ¿Piensas establecerte en Ellangowan y ser

barón conmigo?—No, por cierto; pero puede darme la mitad de la renta y así podría

tener una casona en Middelburgo, como si fuese un verdadero burgo-maestre.

—¡Sí, con un león de madera en la puerta y un centinela fumando,pintado en el jardín! Reflexiona un poco, Hatteraick. ¿De qué te servi-rían el jardín, los tulipanes y las quintas de recreo en Holanda si teahorcarán en Escocia?

—¡Ahorcarme, voto al diablo! —exclamó el capitán completamentedescorazonado al oír tal observación.

—Sí, señor capitán: ahorcado. Si el heredero de Ellangowan aparece yel valiente capitán se obstina en reanudar aquí sus antiguas manio-bras, será imposible que Dirk Hatteraick se libre de ir a la horca, porasesino y por contrabandista. Y no quiero decir más; pero, como sehabla de una próxima paz, tal vez no estés seguro ni aun en la mismaHolanda.

—¡Millones de rayos y truenos! Quizás sea eso verdad, aunque lo dudo.—Eso no quiere decir que yo no esté agradecido —dijo Glossin, viendo

que había causado la impresión deseada, y puso en manos de Dirk unbillete de banco de bastante valor.

—¿Es esto todo? —dijo el contrabandista—. Usted obtuvo la mitad denuestros beneficios sólo porque no hablara, y eso que lo favorecíamosllevándonos al chico.

—Pero, ¿olvidas que te hago recobrar tus mercancías?—Sí, arriesgando mi cabeza. Para ese viaje no lo necesito a usted.

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—Lo dudo, capitán Hatteraick; porque tal vez hallaras en la aduana unbuen destacamento, que, si quedamos conformes, procuraré alejar deantemano. ¡Vamos, vamos! Seré todo lo generoso que pueda; pero debesser razonable.

—¡Demonio! Eso me sulfura más que todo lo demás. ¡Usted roba y mata,quiere que yo robe y mate, y viene a hablarme de conciencia! ¿No piensaen otro medio más noble de deshacerse del desgraciado muchacho?

—¿Más que ponerlo bajo tu custodia?—¡Mi custodia! ¡Debajo de una carga de pólvora y plomo sí que quisie-

ra ponerlo! Pero si tiene que ser, será. Puede comprender lo que saldráde eso.

—Espero que no será preciso emplear mucho rigor —repuso Glossin.—¡Rigor! Quisiera que hubiera estado en mi pellejo para soñar lo que

he soñado cuando, después de llegar aquí anoche, me propuse dormirun poco. Se me representó toda la escena otra vez y...

—¡Vamos: ahora vas a acordarte de esas tonterías! —dijo Glossin, in-terrumpiéndolo—. Si te vuelves gallina, todo lo perderemos y no haynada de lo dicho.

—¿Yo, gallina? No he vivido tantos años para parar en eso.—Bueno: pues toma otro traguito, porque aún no te has quitado el

frío de encima y tienes helado el corazón. ¿Te quedan algunos marine-ros de los antiguos?

—Ni siquiera uno: todos han muerto fusilados, ahorcados, condena-dos a diversas penas o ahogados; Brown ha sido el último. Sólo quedaGabriel, y supongo que no tendría inconveniente en abandonar el paísmediante una buena cantidad. Ese no hablará, porque su interés estáen callar, y además, su tía Margarita tendrá buen cuidado de que calle.

—¿Quién es esa Margarita?—Mag Merrilies: una bruja gitana que tiene pacto con el demonio.—¿Vive todavía?—Sí.—¿Y está en el país?—Sí, aquí está. La otra noche estaba en Dercleuf cuando enterramos

a Brown.—Esa mujer será otro peligro para nosotros, capitán. ¿Crees que ca-

llará?—Sí, ha jurado no decir nada mientras no hiciéramos daño al mucha-

cho. Es firme como una roca, y aunque la prendieron y la desterraronno dijo una sola palabra de lo ocurrido.

—Eso es verdad: lo recuerdo. Pero sería mejor enviarla a Nueva Zelanda,o a Hamburgo o... a cualquier otra parte. ¡Ya me entiendes! —agregóGlossin—. Siempre estaríamos más tranquilos.

Hatteraick se puso de pie y miró a Glossin de pies a cabeza.

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—Es usted el mismo diablo, aunque no puedo verle las pezuñas —dijo—.Pero tenga entendido que Mag Merrilies es su mejor amiga. No quierocuentas con ella: es la bruja más bruja que existe, y parece uña y carne deSatanás. Todo me ha salido mal cuando he tenido alguna agarrada conella, así que por nada del mundo me meteré con esa mujer. En cuanto almuchacho, consiento en librarlo de él apenas me diga que está en la cár-cel, con tal que eso no perjudique nuestro comercio.

Después de esta conferencia los dignos asociados concertaron su em-presa brevemente, poniéndose de acuerdo en todo y disponiendo que ellugre de Dirk permaneciera en aquellas costas, a fin de poder entendersehasta que Brown cayera en la red, toda vez que no habría peligro en ellomientras no cruzasen por allí buques de guerra.

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Segunda Parte

Enrique Beltrán de Ellangowan

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A

Capítulo Primero

penas volvió Glossin a su casa, examinó la correspondencia llega-da durante su ausencia y halló una carta firmada por un procurador deEdimburgo, que se dirigía a él como apoderado del difunto señor Beltrán,ignorando seguramente todo lo ocurrido, para participarle el falleci-miento de Margarita Beltrán de Singleside, y suplicándole lo comuni-case a sus clientes, por si tenían a bien nombrar un apoderado que losrepresentara en el momento de abrir el testamento de la difunta.

Glossin sabía que aquellos bienes debían pasar a la parienta máscercana, que era, por cierto, su sobrina Lucía Beltrán; pero probable-mente la caprichosa anciana habría alterado sus disposiciones testamen-tarias más de una vez.

Aquel incidente le daba ocasión para granjearse el afecto de la familiaMannering ayudando en lo posible a Lucía y procurando que recobraseasí parte de lo que él le había obligado a perder. Dispuesto, pues, ahacer cuanto estuviera en su mano para demostrar hombría de bien,decidió presentarse en Woodbourne al día siguiente, aunque violen-tándose, porque temía hallarse cara a cara con el coronel.

Sabía hablar, tenía talento, y, lleno de confianza en sus propios recur-sos para salir bien de aquella empresa, llegó a Woodbourne cerca de lasdiez de la mañana, solicitando ver a la señorita Beltrán.

Cuando llegaron a la puerta del comedor y el criado anunció: “El se-ñor Glossin solicita una entrevista con la señorita Lucía”, esta, recor-dando los últimos momentos de su padre, palideció intensamente ypareció próxima a desmayarse. Julia acudió en su auxilio y juntas sa-lieron de la estancia, quedando en ella el coronel Mannering, CarlosHaslewood, con el brazo en cabestrillo, y Dóminus, cuyo amarillentorostro adquirió una expresión marcadamente hostil apenas oyó nom-brar a Glossin.

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El digno caballero, aunque algo cortado por el efecto de su presenta-ción, se adelantó confiado, manifestando que esperaba no haber moles-tado a las damas con su llegada. El coronel, en tono seco y severo,repuso que no sabía a qué atribuir el honor de aquella visita.

—Me he tomado la libertad de visitar a la señorita Beltrán para comu-nicarle algo que le interesa, señor coronel.

—En ese caso creo que puede verse con el señor Mac-Morlan, su apo-derado, y él lo referirá a la señorita Beltrán.

—Dispénseme, coronel —dijo Glossin, afectando una familiaridad bas-tante intempestiva—; hay ocasiones en que la prudencia requiere quese hable directamente con los interesados.

—Entonces supongo que no tendrá inconveniente en molestarse es-cribiendo —añadió Mannering con acento de disgusto—, y así podrámanifestarle su objeto: yo respondo de que la señorita Beltrán lo estu-diará detenidamente.

—Sí, pero hay casos en que se precisa una conferencia a viva voz...Comprendo... que... el coronel tiene prevención contra mí y considerainoportuna mi presencia; pero someto a su juicio y rectitud si es justorehusar oírme antes de saber el objeto de mi visita, o la importanciaque pueda tener para la señorita a quien bondadosamente distinguecon su protección.

—No entra en mi intención eso, caballero. Pediré a la señorita Beltránsu opinión en el asunto y se la haré saber si se digna esperar su res-puesta —y dicho esto abandonó a su vez el comedor.

Glossin permanecía sin sentarse: el coronel, que sostuvo de pie aque-lla corta conversación, no le había brindado un asiento; pero apenas seretiró este, Glossin tomó una silla y se sentó en ella, manifestando cier-ta arrogancia en su misma confusión. Comprendiendo que había algoembarazoso y molesto en el silencio de las dos personas que habíanquedado en el comedor, creyó conveniente interrumpirlo de cualquiermodo, y exclamó, dirigiéndose al dómine:

—Hace un tiempo magnífico, ¿verdad, señor Samson?Dóminus respondió con algo que lo mismo podía ser murmullo afir-

mativo que gruñido de indignación.—Nunca se acerca usted a Ellangowan para visitar a sus antiguos

amigos; casi todos los colonos siguen allí, porque yo respeto mucho a lafamilia que vivió antes y no quiero despedir a arrendatarios que estu-vieron en tiempos de ella, aunque beneficiara así la propiedad. Ademásme molesta mucho conocer caras nuevas, y condeno a los que oprimenal pobre y sacrifican a sus familiares.

—Y a los que devoran los bienes de los huérfanos —añadió Samson,guardándose bajo el brazo el libro que leía y saliendo presuroso delcomedor.

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Sin desconcertarse lo más mínimo, o mostrando al menos que era así,Glossin se dirigió a Haslewood, que estaba engolfado, al parecer, en lalectura de un periódico, y le preguntó:

—¿Qué noticias hay?Haslewood levantó los ojos, lo miró y sin dignarse responderle le pasó

el periódico, como hubiera podido hacerlo en un café con un desconoci-do, y se levantó dispuesto a salir también del comedor.

Glossin trató de impedirlo diciendo:—Dispense que lo detenga un momento, señor Haslewood, pero no

puedo dejar de aprovechar esta ocasión, para felicitarlo por haber sali-do bien de aquel percance.

El joven respondió sólo con una inclinación de cabeza, todo lo másleve y fría que puede imaginarse; fue bastante, sin embargo, para esti-mular al juez a seguir adelante.

—Le aseguro que pocos se han interesado tanto en el asunto como yo,no sólo por lo que respecta al país en general, sino por el respeto queprofeso a su familia, digna por todos los conceptos de estimación pro-funda, y tan popular que creo que podría usted aspirar a ocupar el sitiode lord Featherhead en el Parlamento, porque va estando achacoso ypiensa retirarse. Le hablo como amigo, señor Haslewood, y si en algopuedo servirle...

—Se lo agradezco, pero no tengo entre manos asunto alguno que re-quiera su ayuda.

—Hay tiempo de sobra para pensarlo, y en realidad hay que procedercon cautela. Pero, volviendo a su herida, creo que estoy ya sobre lapista del criminal y le aseguro que le impondré el merecido castigo...

—Se lo vuelvo a agradecer, pero es inútil su celo; la herida fue causa-da sin premeditación alguna por parte del agresor. Si encuentra a al-guien que pueda ser acusado de ingratitud y traición premeditada, miresentimiento no será menor que el suyo.

“¡También me rechazan por este lado! —pensó Glossin—. Preciso seráque probemos con otra cosa”.

Y en alta voz agregó:—Tiene razón, señor; habla perfectamente. Yo tampoco tendría com-

pasión de un ingrato; pero a propósito del lance a que me referí antes,le he visto muchas veces con la escopeta al hombro, y espero que pron-to estará en disposición de ir de caza otra vez. Deseo que vaya por lastierras de Ellangowan, pues, aunque no son tan buenas como las su-yas, en ellas abundan también las aves.

Otra inclinación de cabeza, más leve aún si cabe que la anterior, fuela única respuesta de Haslewood, lo cual obligó a Glossin a guardarsilencio hasta que entró en la estancia el coronel.

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—Siento haberlo hecho esperar tanto —dijo este dirigiéndose al juez—.He insistido con la señorita Beltrán para persuadirla de que lo recibiesea fin de oír personalmente lo que tiene que decirle, toda vez que, segúnindicó usted, es muy importante; pero circunstancias recientes y difíci-les de olvidar le hacen penosa una entrevista con usted y ha delegadoen mí su representación para que se sirva comunicarme lo que tengapor conveniente.

—Siento mucho que la señorita crea... es decir, que alguna preven-ción... o alguna idea de que yo...

—Las excusas y las explicaciones huelgan cuando no se acusa, caba-llero —dijo el coronel—. ¿Tiene inconveniente en comunicarme, comotutor accidental que soy de la señorita Beltrán, el asunto que venía amanifestarle y que tanto le interesa?

—Ninguno, coronel; no podía haber escogido la señorita un amigomás respetable, ni otro con quien yo pudiera hablar más a gusto.

—Tenga la bondad de circunscribirse al asunto, caballero.—No es fácil entrar en materia repentinamente... Pero no necesita

retirarse, señor Haslewood; aprecio tanto a la señorita Beltrán que de-searía que el mundo oyese lo que voy a decir.

—El señor Haslewood no tiene interés en oír cosas que no le intere-san, y espero que apenas nos deje solos, sea usted explícito y concisosobre lo que debe comunicarme. Soy soldado, caballero, y no me gus-tan los preámbulos.

Dichas estas palabras, el coronel tomó asiento, esperando que Glossinhablara.

—Sírvase leer esta carta —dijo el juez poniendo en manos del coronel laque había recibido el día anterior, y en la cual se le comunicaba el falle-cimiento de Margarita Beltrán.

El coronel la leyó y, después de apuntar en su libro de memoriasciertos datos precisos, la devolvió a Glossin diciéndole:

—Esto no requiere discusión: Yo cuidaré de todo cuanto concierne ala señorita Beltrán.

—Es que hay otro asunto, del cual sólo yo puedo enterarlo, coronel—repuso Glossin—. Margarita Beltrán, residiendo en cierta ocasiónen Ellangowan, hizo un testamento instituyendo heredera de todossus bienes a la señorita Lucía; testamento que firmó en calidad detestigo el señor Samson. La hermana mayor de dicha señora vivía aún;pero sólo poseía en usufructo las tierras de Singleside, y Margaritapodía disponer de ellas.

—¿Y sabe dónde se encuentra ese testamento? —preguntó el coronel.—Creo que será fácil encontrarlo, aunque en casos tales el deposita-

rio suele exigir retribución...

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—Poco importa —dijo Mannering, sacando una carterita del bolsillo.—No me deja acabar, coronel: he dicho que el depositario suele exigir

algo pretextando ciertos gastos; pero en este caso yo sólo deseo mostrara la señorita Beltrán y a sus amigos que procedo lealmente. Este es eltestamento, caballero —dijo sacando un papel del bolsillo—: hubieratenido una viva satisfacción entregándolo en manos de la señorita Lu-cía y pudiendo felicitarla personalmente; pero, ya que su prevencióncontra mí es invencible, sólo puedo manifestarle mis deseos por con-ducto suyo, señor Mannering, y añadir que estoy dispuesto a dar testi-monio voluntariamente, si es preciso, sobre la legitimidad del mismo. Yahora, caballero, con su permiso, me retiro.

Este discurso fue pronunciado en tono tan ingenuo y con frases tansinceras que el coronel creyó haberse equivocado con la opinión quetenía de Glossin. Lo acompañó hasta la puerta, y, aunque frío y reser-vado siempre, estuvo más atento al despedirlo de lo que había estadoen toda la visita.

Glossin, por su parte, salió de la quinta satisfecho de la impresióncausada con sus últimas palabras, si bien algo mortificado por el reci-bimiento que le habían hecho.

—El coronel Mannering debía haber estado algo más cortés conmigo—se decía—. No todos se hubieran apresurado a poner en manos deuna muchacha sin un cuarto una renta de cuatrocientas libras esterli-nas. Otro en mi lugar habría sacado partido del asunto... Aunque enrealidad, y después de considerarlo mucho, si he de decir la verdad, noveo el modo de hacerlo.

No bien se hubo retirado Glossin, el coronel envió un lacayo a casa deMac-Morlan suplicándole que se reuniera con él cuanto antes; apenasse vieron puso en sus manos el testamento y le preguntó si había algoen él que favoreciera a Lucía.

Mac-Morlan lo repasó con la vista, manifestó en sus ojos la impresiónde alegría recibida según iba leyendo, chasqueó con los dedos variasveces y exclamó al fin:

—¡Que si la favorece! Está completo y todo tan claro como el agua.Cuando Glossin quiere trabajar no hay quien haga las cosas mejor queél; y cuando no lo hace así es porque no le interesa... Pero —añadióvariando de expresión y manifestando cierto temor—, ¡tal vez la viejahaya hecho otro después!

—¿Cómo podríamos saberlo?—Enviando un representante que haga las veces de Lucía, cuando se

trate de este asunto, después de celebrarse el entierro.—¿Puede ir usted? —preguntó el coronel.—Temo que no; precisamente debo asistir a un juicio por jurados.

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—Entonces iré yo mismo —dijo el coronel—. Saldré mañana y llevaréconmigo a Samson, ya que es uno de los testigos; pero necesitaré tal vezun abogado que me aconseje.

—El antiguo juez de este condado tiene gran reputación en el foro: lorecomendaré a usted por medio de una carta para él.

—Pues al instante, amigo mío. ¿Cree que debo indicar a Lucía algosobre el asunto?

—Indudablemente, porque debe otorgarle un poder, que yo mismo exten-deré en el acto. Pero sea cauto e insista en que sólo es una cosa probable,aunque conozco su prudencia y sé que no se forjará ilusiones.

Mac-Morlan juzgó bien a la joven que, al recibir la noticia, no mostrópor ningún concepto que abrigaba la menor esperanza de variar deposición. Verdad es que incidentalmente preguntó a Mac-Morlan quérenta daban anualmente los bienes de Haslewood.

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E

Capítulo II

l coronel, llevando en su compañía a Samson, emprendió inmediata-mente el viaje a Edimburgo; y lo hizo en silla de postas por no atreversea confiar un caballo a Dóminus, que era la distracción personificada.Apenas llegaron a dicha capital se instalaron en El mesón del Rey Jorge.

Mannering suplicó al mozo que le proporcionase alguien que pudieraacompañarlo a casa del señor Pleydell —que tal era el nombre del abo-gado para quien Mac-Morlan le había dado una carta de presentación—e inmediatamente salió del mesón en su compañía.

Por la época en que ocurrían los sucesos a que nos referimos, Edimburgo,como otras muchas ciudades, sólo tenía casas malas, incómodas y estre-chas; iban construyéndose algunas nuevas en las afueras; pero todas laspersonas de distinción, y especialmente las que pertenecían a la magis-tratura, vivían en el centro, en pisos muy semejantes a cárceles.

Los abogados antiguos más famosos recibían a sus clientes en meso-nes y tabernas, mezclando el vino y la cerveza con los asuntos másserios. Figuraba en primera fila el caballero Pablo Pleydell, excelenteabogado, muy ilustrado y bellísimo sujeto.

Siguiendo a su fiel guía llegó Mannering hasta High Street, una de lasprincipales vías de la metrópoli, invadida en aquel momento por vende-dores que pregonaban a voz en cuello su mercancía, grupos de genteque iban y venían, y una multitud de luces brillantes tras las ventanasde las altas casas, cual si fuesen estrellas desprendidas del tachonadofirmamento.

Se metieron después por una callejuela muy empinada, torcieron a laderecha, penetraron en una oscura escalerita poco grata a los sentidos,y a poco oyeron la bronca voz de un hombre que, un tramo más arriba yjunto a una puerta que acababa de abrirse, preguntaba también por elseñor Pleydell.

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Una mujer contestó que no estaba en casa, y Mannering, que llegó enaquel momento, sólo preguntó dónde podría hallarlo.

—Como es sábado, pasa el rato en la hostería y no le gusta mucho quelo molesten con pleitos.

—Necesito verlo inmediatamente. Soy forastero y vengo de lejos —dijoel coronel—: dígame qué hostería es e iré allí.

—También iré yo —dijo a su vez el hombre que había llegado antes, yque no era otro que nuestro amigo Dinmont—; que también soy foraste-ro y es muy importante lo que tengo que decirle.

—Si recibe a uno, lo mismo recibirá al otro; pero no digan que yo losenvío.

El labrador bajó en dos saltos la escalera y, abriéndose paso entre losgrupos que pululaban por la calle, seguido siempre de Mannering y elguía, llegó a otra calle oscura, subió otra escalera más oscura aún yentró por una puerta que halló abierta. Allí se reunieron el labrador y elcoronel.

Dinmont recorrió la antesala llamando a un mozo, que tardó bastante enpresentarse y que puso mil objeciones a la petición de ambos forasteros.El señor Pleydell tenía una reunión familiar todos los sábados en compa-ñía de varios amigos para comer, beber y divertirse jugando a las prendasy otros juegos por el estilo, y el mozo no se atrevía a interrumpirlo; pero alas repetidas instancias de ambos solicitantes, y mediante cierto argu-mento concluyente, consintió en acompañarlos hasta la puerta de la es-tancia donde celebraban la reunión y anunciarlos por sus nombres.

Sorprendidos quedaron nuestros amigos contemplando la escena quetenía lugar en aquel salón y viendo tantos hombres sesudos jugandocomo si fuesen chicos: pero no lo quedó menos el buen abogado, y,aunque no le fue muy agradable presentarse así a la vista de aquellos,procuró disimular su contrariedad, como buen diplomático, y accedió arecibirlos.

Mannering le entregó la carta de Mac-Morlan, y Dinmont se sentó sincumplido alguno en la esquina de una mesa, esperando hasta que ter-minara la audiencia con aquel.

El abogado leyó la carta, la dejó sobre la mesa y continuó con sujuego, haciendo algunas preguntas de vez en cuando a Mannering so-bre asuntos del momento, y sin preocuparse para nada del que le habíallevado allí.

El labrador, no pudiendo soportar más aquel estado de cosas, decidióintervenir, y, rascándose la cabeza con una mano y una pierna con laotra, tartamudeó dirigiéndose al abogado.

—Yo soy Dandy Dinmont, de Charlies-Hope, el labrador a quien hizousted ganar aquel pleito... Supongo que se acuerda de mí...

—¿Qué pleito ni qué calabaza? ¡Si fuera yo a acordarme de todos los queme marean con sus pleitos! Traiga los autos y veremos de qué se trata.

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—No tengo ninguno. El caso es que tengo un vecino con el cual andosiempre en quimeras sobre el límite de nuestras tierras. ¡Así que no esfloja la diferencia entre lo que él quiere y lo que debe ser! El caso es queel terreno no vale nada; pero a mí me gusta la justicia.

—Pues esa debe empezar por uno mismo, no malgastando en pleitosridículos el capital de la familia —dijo Pleydell—. Si es como dice, nopiense en semejante bobada, porque tirará a la calle cien libras, por lomenos. Váyase a su casa, beba una azumbre1 de cerveza y arregle elasunto amistosamente.

Pero el labrador no se iba, y el abogado, viendo su incertidumbre, lepreguntó si se le ofrecía algo más.

—También quisiera hablar con usted sobre la herencia de lady Sin-gleside, que acaba de morir.

—¿Y qué tiene usted que ver con eso? —preguntó el abogado, sor-prendido.

—No tengo parentesco alguno con los Beltrán, que son gente dema-siado encopetada para mí; pero la madre de las dos señoras, que yahan muerto, era prima hermana de mi madre, y yo quisiera saber si laley me concede derecho a esa herencia.

—De ninguna manera.—Pues en ese caso me retiro. No seremos por eso más ricos ni más

pobres; pero puede ser que Margarita se haya acordado de mí en el tes-tamento. Conque, buenas noches y hasta más ver, señor Pleydell —aña-dió, llevándose la mano al bolsillo.

—No, buen amigo; jamás cobro los sábados por la noche y menoscuando no hay por qué —repuso el abogado—. Adiós, Dinmont.

Y Dandy, saludando, abandonó la estancia.—¿Supongo que ese hombre no pensará poner pleito a los herederos

de la señora Singleside? —preguntó el coronel apenas se retiró Dinmont.—Creo, por el contrario, que no cejará en su empresa hasta que en-

cuentre un abogado que lo ayude —repuso Pleydell—. Y ahora vamos alo que importa.

”Celebro que mi amigo Mac-Morlan lo haya recomendado a mí. ¡Québuen hombre es! Sabe perfectamente lo mucho que apreciaba a la fami-lia Ellangowan, reducida hoy sólo a la pobre Lucía y a la cual no hevisto desde que tenía doce años. Yo instruí toda la causa de los aconte-cimientos ocurridos el mismo día que nació la niña, y jamás olvidaré laterrible escena que se desarrolló allí. ¡No somos de bronce, coronel, nitenemos el corazón de acero!

”Pero el caso es que pasa mi rato de tertulia —añadió—. ¿Quiere con-fiarme los documentos relativos al asunto de la señorita Beltrán? Mas

1Azumbre: Medida de capacidad para líquido, que equivale a unos dos litros.

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espere: ¿quiere participar mañana de la solitaria comida de un solte-rón? Insisto en que venga, a eso de las tres. Venga una hora antes ycharlaremos.

”El entierro es el lunes; pero, como se trata de una huérfana, pode-mos emplear una hora del domingo en beneficio suyo; aunque sospe-cho que si ha hecho otro testamento no conseguiremos nada, a menosque no hayan pasado los sesenta días que exige la ley, en cuyo caso laseñorita Lucía puede probar que es la legítima heredera.

”¡Vaya, mis amigos se impacientan! No lo invito porque sería precisoque hubiese estado con nosotros desde el principio para haber pasado,por grados, de la seriedad a la alegría y a la extravagancia. Hasta maña-na, pues. ¡Enrique! —añadió, llamando a un mozo—. Acompaña a estecaballero hasta su casa. Lo espero a las dos en punto, coronel. No falte.

Sorprendido por las rarezas del abogado y por las sensatas ideas quele había oído expresar, Mannering se retiró a su alojamiento, recapaci-tando sobre los inconvenientes que podrían ocurrir.

Llegaron las dos del día siguiente, y Mannering, encontrando más feaaún la entrada de la casa donde vivía el abogado de lo que le había pa-recido la noche anterior, y sin poder esperar que hallaría lo que halló enel interior, se presentó en ella puntualmente.

Lo hicieron entrar en una hermosa biblioteca, cuyas paredes estabancubiertas por estantes llenos de libros; se destacaban en el testero prin-cipal algunos hechos por Van Dyck y Jamieson. Allí lo esperaba orgu-lloso el abogado, quien le enseñó las que él llamaba “herramientas desu oficio”, diciendo que un abogado que no conoce la historia ni la lite-ratura tiene tanto de abogado como un albañil de arquitecto.

Hablaron después sobre el asunto que había llevado a Mannering aEdimburgo, y el abogado le dio cuantos datos creyó necesarios, insis-tiendo en la necesidad de ir al entierro en representación de Lucía, pre-sentar después el testamento y esperar a ver lo que ocurría.

Pasaron la tarde muy entretenidos y a las ocho se separaron. Se enca-minó el coronel a su hostería y halló allí, según lo había anunciadoPleydell, una esquela mortuoria que lo invitaba para asistir al entierro deMargarita Beltrán de Singleside, que tendría lugar a la una en punto enel cementerio de Greyfriars.

A la hora indicada se dirigió Mannering a una casita situada al sur dela ciudad, donde dos figuras llorosas, cubiertas con largos hábitos ne-gros, ostentando blancos crespones en el sombrero y con grandes bas-tones adornados con cintas de luto en las manos, indicaban que aquellaera la casa mortuoria. Otros dos personajes mudos, que anunciabancon sus macilentos rostros la calamidad ocurrida allí, lo introduje-ron en el comedor de la difunta, donde se hallaban reunidos los quedebían asistir al entierro.

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La costumbre de invitar al entierro a todos los parientes del difuntoperduró en Escocia mucho tiempo después de haber desaparecido enInglaterra. Era costumbre que daba lugar muchas veces a escenas paté-ticas; pero que era pura fórmula cuando el difunto tenía la desgracia deno haber sido querido en vida ni llorado en muerte. Margarita Beltrán erauno de esos desgraciados seres, cuyas buenas cualidades no logran cap-tarse simpatía alguna: no tenía parientes cercanos que sintieran porella algún afecto, y su entierro sólo tuvo una apariencia de duelo.

Mannering, aparentando dolor como todos, ocupaba su lugar entreaquella pléyade de primos en tercero, cuarto, quinto y sexto grado, comosi se tratara de una hermana y no de una señora a la cual jamás habíavisto en su vida. Un rato después de reunirse todos los invitados, empe-zaron las conversaciones a media voz, como si aún se hallaran en laalcoba de la moribunda, encomiando sus virtudes y alabando sus bue-nas cualidades.

—Según tengo entendido —dijo el primero que había hablado, des-pués de otras preguntas sin interés alguno para los presentes—, existeun testamento.

—¿Y qué deja a Juana Gibson?—Cien libras y un reloj antiguo.—¡Poco es! ¡Pobre muchacha! ¡Después de aguantar tanto a la difunta!—Margarita —dijo otro, interviniendo en la conversación— tenía ac-

ciones en la Compañía de la India. Yo mismo cobré muchas veces losintereses en su nombre, y creo que... Pero aquí viene el señor Mortclokea decirnos que es hora de partir.

El señor Mortcloke, que era el sepulturero, con el rostro adecuado alas circunstancias, empezó a distribuir tarjetas entre los invitados, lascuales indicaban el lugar que debía ocupar en la ceremonia y quiénesdebían sostener las cintas del féretro. Como este privilegio correspon-día a los parientes más cercanos, y serlo de la difunta era estar cerca delos bienes de Singleside, hubo dudas y muchos descontentos.

Dinmont fue uno de los más disgustados, y como no sabía disimular,exclamó en tono poco conforme con las circunstancias:

—¡Bien podían haberme dejado llevar algo! A pesar de estar entretanta grandeza, no hubiera tenido inconveniente en llevar el féretroentero a cuestas.

Veinte miradas de reproche se clavaron en el labrador, el cual, unavez expresado su enojo, salió con la comitiva sin preocuparse de lascensuras de los demás parientes.

El cortejo se puso en marcha con gran pompa. Los dos enlutados perso-najes que habían estado antes en la puerta, con sus inmensos bas-tones adornados con blancos crespones que indicaban la doncellez dela difunta, abrían la marcha. Seguía el carro fúnebre conduciendo el

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féretro, cubierto por un paño con el blasón de los Beltrán, arrastradopor seis caballos enjaezados y empenachados de duelo, que eran vivoemblema de la muerte, y en otros seis coches iba después la comitiva.

Una vez en la calle, los parientes discutieron la herencia en todos susdetalles y las mayores o menores probabilidades de cada uno. Sólo ca-llaban los que más esperanzas tenían, temerosos, sin duda, del fiasco.

Al fin llegaron al cementerio y la comitiva en masa se encaminó alpanteón de los Singleside, donde fue depositado el cuerpo de la que envida había sido Margarita Beltrán. Apenas terminó la ceremonia, losparientes más cercanos, dominados por el interés de que se abrieracuanto antes el testamento, se hicieron conducir a la casa mortuo-ria todo lo más aprisa posible dada la miserable condición de los roci-nes, a fin de salir cuanto antes del estado de duda en que se hallabansobre tan interesante asunto.

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E

Capítulo III

l importante acontecimiento que iba a ocurrir produjo sentimientosmuy diversos entre los aspirantes a la herencia de la difunta. Aquellosojos que poco antes se elevaban al cielo con devoción, o se inclinabanhumildemente a la tierra, escudriñaban entonces armarios, baúles ycuantos cajones contenían objetos de la difunta, sin que lograran hallarpor ninguna parte el codiciado testamento.

Se hallaron ciertas cantidades de más o menos consideración, mone-das de diferentes valores, alhajas viejas y rotas y otras mil baratijas,como hebillas, cajas de rapé, gafas rotas, amén de un sinnúmero decartas, recibos y papeles sin importancia; pero nada que tuviera carác-ter de disposición testamentaria. Mannering empezaba a confiar en queel testamento a favor de Lucía sería válido, aunque Pleydell, que acaba-ba de llegar, le aconsejaba no esperar nada aún, diciéndole:

—Conozco bien al que dirige las pesquisas y leo en su rostro que sabemás del asunto que todos nosotros.

Sólo una persona entre todos los concurrentes mostraba una aflic-ción sincera: la pobre muchacha que había sido durante muchos añoshumilde criada de la difunta y sobre la cual había descargado tantasveces sus iras. Escondida en el último rincón de la estancia, observabaescandalizada la investigación y las palabras de aquellos extrañossobre objetos que ella había considerado siempre venerados. Aquellapobre muchacha era la persona más interesante a los ojos de Mannering.Todos, excepto el honrado Dinmont, la consideraban como un formida-ble enemigo cuyos derechos harían, por lo menos, que disminuyerabastante la herencia.

—¡Sería chistoso que no se hallara testamento alguno! —decía Dinmontal ejecutor testamentario después de oír las observaciones de variosparientes.

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—¡Calma, calma, amigos! La señorita Beltrán era prudente y previso-ra, sabía hacer bien las cosas, e indudablemente lo habrá depositadoen buenas manos.

—Apuesto algo a que tiene el testamento en el bolsillo —murmuróPleydell al oído del coronel, y, dirigiéndose al ejecutor, añadió en altavoz—: Creo que sería conveniente terminar de una vez, señor Protocol.He aquí un testamento en forma, otorgado hace algunos años institu-yendo heredera de Singleside a la señorita Lucía Beltrán de Ellangowan.Usted podrá informarnos si hay otro posterior.

—Permita que lo examine —dijo el señor Protocol, en medio del silen-cio general que guardaban los consternados concurrentes. Y tomandoel testamento, lo hojeó con indiferencia y después añadió—: Está per-fectamente, es auténtico y no falta ningún requisito; pero...

—Lo anula otro posterior que usted posee, ¿eh? —agregó Pleydell.—Algo hay en eso, efectivamente, señor Pleydell —repuso el abogado,

sacando un legajo atado con una cinta y sellado en varios sitios con elsello de la difunta en lacre negro—. El testamento que usted presentaestá fechado a primeros de junio de mil setecientos... y este —agregórompiendo los sellos y desenrollando el legajo cuidadosamente— pro-cede del veintiuno de abril del presente año; es decir, que es posterior aese con diez años de diferencia.

—¡Maldita bruja! —exclamó Pleydell—. ¡Precisamente cuando se hizopública la ruina de Ellangowan! Pero veamos qué dice.

El ejecutor testamentario reclamó silencio de los asistentes y empezóa leer en voz alta, clara y lenta, cual correspondía a las circunstancias.

El grupo que lo rodeaba, revelando todas las alternativas del temor yde la esperanza, era digno del pincel de un artista.

La lectura del testamento demostró que aquello era lo que menospodrían esperar todos los parientes. Empezaba dejando la propiedadde Singleside y todos los bienes anejos a Pedro Protocol, procurador deEdimburgo, en cuya integridad y capacidad tenía plena confianza, atítulo de fideicomisario, para los usos, fines y propósitos mencionadosdespués.

En estos usos, fines y propósitos puede decirse que estaba la cremadel asunto. Asentaba, en un preámbulo bastante pesado, que la tes-tadora descendía en línea recta de la antigua casa de Ellangowan,enumeraba sus ascendientes y la relación que había entre los Beltránde Singleside y los de Ellangowan, hasta llegar al último descendien-te, Enrique Beltrán, hijo y heredero de Godofredo, que había sido ro-bado en su infancia; pero que ella, la testadora, “estaba muy segurade que vivía y estaba en el extranjero, y de que entraría un día enposesión de sus bienes”.

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Cuando llegara ese caso, Protocol haría inmediatamente entrega abso-luta de todos los bienes de la testadora al joven Ellangowan, reserván-dose una gratificación.

Mientras el susodicho Enrique Beltrán residiese en el extranjero, debíandistribuirse las rentas anuales entre cuatro establecimientos de benefi-cencia, cuyos nombres indicaba el testamento.

Las demás cláusulas se referían a disposiciones de personal para elcaso de fallecer Protocol y otros asuntos referentes a esto y a dos man-das de cien libras: una a favor de Rebeca, su doncella, y otra paraJuana Gibson, a quien, según indicaba la testadora, había recogido ensu casa por lástima, para que pudiese aprender un oficio que le permi-tiera vivir con decoro.

Un profundo silencio sucedió a la lectura de tan inesperado testa-mento, hasta que lo rompió Pleydell suplicando que le dejaran verlo.Convencido de que se habían observado en él todas las formalidadesexigidas por la ley, lo devolvió sin hacer ninguna observación, limitán-dose a decir al oído de Mannering:

—Protocol es tan hombre de bien como otro cualquiera; pero la vieja seha propuesto que si no degenera en pícaro, no sea por falta de ocasión.

—Me parece un testamento muy particular —dijo uno de los parien-tes—, y suplicaría al señor Protocol, que como único albacea debe desaber lo que pensaba la difunta, que se sirva decirnos en qué basabaesta seguridad de que vive un niño que, como todos sabemos, fue ase-sinado hace muchos años.

—Realmente no puedo explicar esos motivos mejor de lo que lo hahecho la señorita Beltrán —repuso el abogado—. Era una mujer tanexcelente que habrá tenido motivos muy razonables para ello, no loduden, y que a nosotros no se nos alcanzan.

—Ya sé yo parte de esos motivos —agregó otro—. Ahí está Rebeca, queno me dejará mentir, la cual me dijo muchas veces que una vieja hechi-cera le había hecho creer que ese Enrique, o como se llame, vivía, y quetarde o temprano volvería a Escocia. Por cierto, que olvidó hablar de mía su ama, como me había dicho tantas veces que haría cuando yo ledaba alguna propina.

—No me acuerdo de eso —repuso Rebeca, con cierto disgusto y mi-rándolo como el que no quiere recordar más de lo que le conviene.

—Está bien, Rebeca: veo que te conformas con tu manda; pero noso-tros no sacamos nada en limpio y hemos hecho ciertos gastos parapresentarnos aquí, que no recuperaremos jamás.

—Se abonarán todos —dijo Protocol, queriendo apaciguar los ánimos,bastante excitados ya—. Y ahora, señores, creo que es inútil nuestrapresencia aquí: mañana depositaré el testamento, a fin de que todos

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puedan examinarlo a su gusto y hasta tomar notas si quieren —añadió,y comenzó a cerrar los cajones y armarios con más prisa de la que tuvoal abrirlos—. Rebeca —agregó, dirigiéndose a la doncella—, pon todo enorden y quédate aquí hasta que se alquile la casa: ya hay quien la hasolicitado.

Nuestro amigo Dinmont, que había abrigado las mismas esperanzasque los demás, se sentó en la poltrona de la difunta jugando con sulátigo, y, una vez digerido su despecho, exclamó en alta voz:

—¡Al fin era de mi sangre, qué diablo! ¡Buen provecho le hayan hechomis quesos y mis jamones!

Cuando el abogado insinuó que era hora de retirarse y que pensabanalquilar la casa, se puso en pie de inmediato y atronó a la reunión conesta inesperada pregunta:

—¿Y qué va a ser de esa pobre muchacha, Juana Gibson? Todos éra-mos parientes cuando se trataba de atrapar la herencia; seguramentepodríamos ponernos de acuerdo y hacer algo por ella.

Esta proposición fue más eficaz que las palabras de Protocol paradisolver la asamblea; no faltó quien respondiese que ya que el abogadose había hecho cargo de la herencia, él era quien debía atenderla.

Protocol, que era en realidad un hombre de bien, manifestó su inten-ción de encargarse temporalmente de Juana, declarando que lo hacíaen concepto de limosna. Al oírlo Dinmont, levantándose de su asiento ysacudiendo su levitón como sacude sus lanas un buen perro deTerranova al salir del agua, exclamó:

—Si Juana quiere venir a mi casa, no tendrán que gastar nada conella. Mi mujer y yo quisiéramos que nuestras hijas fueran algo másfinas que nosotros. Juana, que ha vivido tanto tiempo con una señoraeducada, sabrá lo que necesitamos: y aunque no lo sepa, no por eso laquerremos menos.

”Puede conservar y manejar por ella esas cien libras, a fin de que seacumulen los intereses; porque yo le daré lo necesario y todavía añadi-ré algo al capital el día que encuentre un mozo honrado que quierahacerla su mujer. ¿Qué dices a esto, Juanita? Si la señora Rebeca quie-re venir también y estar allí un par de meses hasta que se haga a lacasa, se lo agradeceré mucho.

Mientras Rebeca hacía reverencias, inclinándose hasta el suelo, y pro-curando que la muchacha saludara en vez de llorar, Dandy las anima-ba con su ruda y natural franqueza, y Pleydell recurría al rapé paradisimular su emoción.

—Me complace más oír a este rudo labrador que asistir a un opíparobanquete —dijo al coronel, repuesto algún tanto—. Preciso será darlegusto y acceder a lo que solicita de mí, aunque se arruine en el pleito.

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Y, acercándose al labrador, le preguntó si aún insistía en poner pleitoa su vecino. Una vez oída su respuesta afirmativa, le manifestó queecharía un vistazo a sus papeles tan pronto como se los enviara.

—¡Ahora veremos por dónde tira mi vecinito! —exclamó Dinmont en elcolmo de la alegría.

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P

Capítulo IV

odrá ayudar a ese hombre honrado a fin de que gane el pleito? —dijoMannering.

—No lo sé, porque no siempre gana el que más razón tiene; pero harécuanto dependa de mí, procurando al menos que gaste poco, que es loprincipal en esos casos. Estoy obligado a hacer algo por él, y si lo gana,podrá chillar gordo a su vecino.

—¿Quiere complacerme viniendo a comer conmigo? —dijo el coronelcuando llegaban cerca de su alojamiento—. Sé que tenemos magníficovenado y excelentes vinos.

—¡Venado, eh! —dijo Pleydell, relamiéndose de gusto—. ¡Es una lásti-ma que no pueda aceptar, ni invitarlo tampoco a mi casa! Lunes, mar-tes y miércoles son días sagrados: tenemos juicios. Pero…, espere... Creoque con estos fríos puede conservarse bien el venado, y en ese caso...

—¿Comería conmigo el jueves?—Con mucho gusto.—Pues entonces me decido a pasar una semana aquí, como tenía

medio pensado; y si se echa a perder esa carne, procuraremos que nosden otra cosa.

Se despidieron amigablemente, y el jueves siguiente, a la hora prefija-da, se presentó Pleydell en la posada donde se hospedaba el coronel. Lacomida fue excelente: el venado se había conservado bien, el vino erade primer orden, y el ilustrado jurisconsulto, admirable gastrónomotambién, hizo los honores a ambos. Pero no sabemos si más que lacomida le agradó su conversación con Dóminus Samson.

Hablaron largo y tendido sobre una multitud de materias. Pleydell sacóla convicción de que la cabeza de Dóminus era como un almacén de prés-tamos, donde hay apilados objetos de forma y género heterogéneos, tanmezclados y revueltos que jamás puede hallarse el que se busca.

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Fue un día memorable para el buen dómine, que desde entonces ha-bló de Pleydell como de un hombre muy educado y erudito.

Una vez terminada la comida, la conversación recayó sobre el testa-mento de la señorita de Singleside.

—¿Quién diablos le metería en la cabeza la idea de desheredar a Lu-cía Beltrán para dejar sus bienes a un muchacho fallecido hace tiem-po? —dijo Pleydell—. Dispénseme, señor Samson, si parece que olvidolo aflictivos que son para usted tales recuerdos. No he olvidado su de-claración, ni jamás me costó tanto hacer que alguien dijera tres pala-bras seguidas.

—Esa es la verdad —repuso Dóminus restregándose los ojos con supañuelo de cuadros azules y blancos—. Aquel día fue uno de los másamargos de mi vida, de esos en que quisiera uno no haber nacido.

El coronel aprovechó la oportunidad para pedir a Pleydell que lo infor-mase sobre los acontecimientos que ocurrieron con motivo de la pérdi-da del niño, y el abogado, que se complacía hablando de asuntos dejurisprudencia, le hizo una relación detallada de todo lo que él sabía.

—¿Y qué piensa de todo eso? —preguntó Mannering.—Que Kennedy fue asesinado: de eso no hay duda alguna, no siendo

tampoco la primera vez que han luchado contrabandistas y aduaneros.—Y del niño ¿qué piensa?—Que fue asesinado también: de eso tampoco hay duda, porque tenía

ya edad suficiente para revelar todo lo que había visto, y en el interés deaquellos desalmados estaba hacerlo desaparecer.

—Se hablaba de que había gitanos en el asunto —añadió el coronel—;y, según dijo aquel hombre después de las exequias...

—Sí, y la persuasión que abrigaba la señorita Beltrán de Singleside deque el niño vive se fundaba en el relato de una gitana —dijo Pleydell,cogiendo el hilo que le tendía Mannering—. Envidio su perspicacia, coro-nel: a mí no se me había ocurrido algo así. Ahora mismo vamos a metermano a ese asunto. ¡Eh, mozo! —añadió llamando a un joven que anteshabía servido la mesa—. Que hagan el favor de ir inmediatamente aCougate y digan a mi pasante, que estará en casa de Wood, que vengasin pérdida de tiempo, que yo pagaré lo que haya perdido en el juego.

”Es preciso encontrar a esa gitana. Si llego a coger un hilo de esamadeja, sabré desenredarla, por enmarañada que esté —dijo Pleydellapenas desapareció el mozo.

El abogado se recreaba ya en aquel asunto que se le presentaba.—Driver, tienes que ir inmediatamente en busca de la doncella de lady

Margarita Beltrán —dijo a su pasante apenas se presentó—. Preguntapor ella en todas partes y acude a Protocol, si lo juzgas necesario. Cuan-do la encuentres, dile que vaya mañana a casa, a las ocho en punto.

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—¿Qué pretexto debo darle?—El que creas más adecuado —repuso el abogado—. Creo que no

necesitas que yo invente mentiras para ti. Cuida de que no falte y deque vaya a las ocho en punto.

El pasante sonrió y se retiró saludando.—¡Es un chico muy listo! —dijo Pleydell—. No tiene quien lo iguale

para llevar adelante un pleito. Escribe lo mismo dormido que despierto,y creo que no se desnuda para dormir, porque siempre lo encuentro,sea cualquiera la hora a que lo busque. ¿Vendrá mañana para almorzarconmigo y oír la declaración de esa mujer?

—Es demasiado temprano.—No podía citarla más tarde, porque a las nueve debo estar en el

juzgado, y si no me vieran, creerían que tengo un ataque de apoplejía, ysufriría las consecuencias durante toda la sesión.

—En ese caso haré el esfuerzo por no faltar.Ambos amigos se despidieron entrada ya la noche, y a la mañana

siguiente el coronel se presentó en casa de Pleydell, maldiciendo loscrudos aires de las mañanas de diciembre en Escocia.

Rebeca estaba ya instalada frente a la chimenea, en presencia de unajícara de chocolate y empezando su conversación con el abogado.

—Te aseguro, Rebeca, que no pretendo alterar en lo más mínimo eltestamento de tu señora, y te doy mi palabra de honor de que tu legadoestá seguro: lo has merecido sirviendo fielmente a lady Margarita y de-searía que hubiera sido el doble.

—Es una cosa muy mal hecha repetir lo que se oye, señor Pleydell —dijoRebeca—; pero, ya que me asegura que nada puede ocurrirme, le contarétoda la historia.

”Hará cosa de un año, o poco menos, los médicos aconsejaron a miseñora que fuera a Gilsland para disipar una gran melancolía que laagobiaba. Empezaba a hacerse pública la ruina de Ellangowan, y, comoera orgullosa, sufría mucho con ello.

”Alguien le dijo que iban a venderse los bienes de Ellangowan y desdeaquel momento tomó ojeriza a la señorita Lucía, pues me dijo muchasveces: «¡Ay, Rebeca! ¡Si esa niña inútil fuese un muchacho, no se vende-ría la heredad para pagar las deudas del lobo de su padre!» ¡Me lo repi-tió tantas veces que ya estaba harta de oírlo! Paseándonos un día por laorilla del río vimos una nube de chiquillos que retozaban por allí, y miama, muy disgustada, exclamó: «¿No es una gran vergüenza que la casaEllangowan se desmorone por falta de un heredero varón, habiendotantos chicos en el mundo?» «¿Quién se atreve a decir que perecerá lacasa de Ellangowan por falta de heredero?», exclamó una voz detrás denosotras, y al volvernos hallamos a una gitana muy alta y muy fea. «Yo

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lo digo», repuso mi ama, que no se mordía la lengua, «y con bastantepena por cierto». «La conozco muy bien», dijo la gitana, «aunque ustedno me conoce a mí, y le aseguro que Enrique Beltrán no ha muerto. Tancierto como que el Sol nos alumbra y como que los ríos van al mar, elniño vive, y oirá hablar de él y de mí antes que la nieve cubra el cerro deSingleside. Su horóscopo anunció que correría muchos peligros hastallegar a los veinte años. No necesito sus limosnas» añadió, viendo quemi ama echaba mano al bolsillo, «porque si las tomara creería que laengañaba para sacarle dinero. Adiós, hasta pasado San Martín». Di-chas estas palabras, se alejó a toda prisa.

—¿Y dices que era muy alta? —interrogó Mannering.—¿Tenía el cabello y los ojos negros y una cicatriz en la frente? —añadió

el abogado.—Era la mujer más alta que he visto en mi vida; su cabello era como

el azabache, excepto algunas canas que lo salpicaban de vez en cuan-do, y tenía en la frente una cicatriz tan ancha que podía meterse en ellala punta del dedo. No la olvidaré mientras viva, y tengo la seguridad deque mi señora hizo testamento, creyendo lo que le decía aquella gitana,sólo por fastidiar a la señorita Lucía, porque no podía verla ni pintada.Espero, sin embargo, que será válido, porque sentiría mucho perderesa manda. Mi señora me daba poco sueldo.

El abogado volvió a asegurarle que no temiera nada, y le preguntó porJuana Gibson, a lo cual contestó Rebeca que ambas saldrían dentro deunos días para Charlies-Hope, porque el señor Dinmont había tenido laatención de invitarlas a pasar allí una temporada.

—Me parece que conozco a esa gitana —dijo Pleydell al coronel des-pués que se marchó Rebeca.

—Lo mismo iba a decirle yo —repuso el coronel.—Su nombre es...—Margarita Merrilies —dijo Mannering.—¿Cómo lo sabe? —preguntó el abogado, mirando al militar con có-

mica expresión de sorpresa.Mannering respondió que la había conocido veinte años antes en

Ellangowan; informó después a su amigo de cuanto ocurrió la primeravez que él había estado allí.

Pleydell escuchó atentamente la narración del coronel y después dijo:—Me felicitaba de haber encontrado en su amigo un profundo teólo-

go, sin sospechar por un momento que teníamos en usted un granastrólogo. Espero, sin embargo, que esta gitana podrá darnos más de-talles del asunto que todo lo que pudiera revelarnos la astronomía. Yala tuve entre mis manos otra vez y no pude saber nada; pero escribiréa mi amigo Mac-Morlan para que revuelva cielo y tierra hasta encon-trarla, y después iré al condado de X... para asistir a un interrogatorio,

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pues, aunque cesé en el cargo de magistrado, continúo siendo miembrodel juzgado de paz. Jamás he tomado una cosa tan a pecho en mi vidacomo el averiguar quiénes fueron los asesinos de Kennedy y qué fue delniño. Escribiré al juez del condado de Roxburgo y a un juez de paz muyactivo que reside en Cumberland.

—Espero que si va por allí se instalará en Woodbourne.—¡No faltaba otra cosa! Temía que me lo impidiera... Pero apresuré-

monos a almorzar, porque de lo contrario llegaré tarde.Al día siguiente se separaron ambos amigos, y el coronel llegó a su

casa sin que le ocurriera en el camino suceso alguno que merezca men-cionarse.

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N

Capítulo V

uestra narración exige que retrocedamos a la época en que fueherido Haslewood, a fin de que se comprendan bien los sucesos de estahistoria.

Apenas ocurrió el accidente, Brown comprendió que las consecuen-cias serían fatales, tanto para él como para Julia, aunque tenía la segu-ridad de que no había sido una herida mortal. Era preciso, sin embargo,evitar que lo detuviesen, porque se hallaba en un país desconocido ycarecía de medios para identificar su persona y su categoría en el ejér-cito. Resolvió, pues, huir hasta el puerto más cercano de Inglaterra yocultarse allí hasta recibir dinero de su apoderado y cartas de sus com-pañeros. Una vez en posesión de los datos necesarios se presentaría aHaslewood para darle cuantas explicaciones fueran necesarias.

Animado con este propósito fue directamente hasta Portanferry, sinque nadie lo detuviese. Un barco iba a salir de la bahía en aquel mo-mento con rumbo a Allomby, y Brown, aprovechando tan favorable oca-sión, embarcó en él, decidido a permanecer en dicha ciudad hasta recibirlas cartas y el dinero.

Durante la travesía entabló conversación con el piloto, hombre ancia-no sumamente simpático, que era a la vez el dueño del barco y habíatraficado alguna vez en contrabando, como la mayoría de los pescado-res de la costa. Después de hablar de diversos asuntos, Brown hizorecaer la conversación sobre el coronel Mannering, y el marinero refirióel ataque de los contrabandistas a Woodbourne, censurándolo dura-mente.

—Eso es querer perderse para siempre —decía—. Cuando yo andabaen el contrabando no usaba, por cierto, esos manejos. ¿Que me quita-ban un cargamento? ¡Buen provecho les hiciera! Ya saldría otro, quesería íntegro para mí. Así he vivido bien con todo el mundo. Obrar deotro modo es un disparate.

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—Y el coronel...—Tampoco hizo bien interviniendo en el asunto. Y no es que yo cen-

sure que salvara a los aduaneros; pero es un señorón y no debía meter-se en esas cosas, porque, después de todo, saben que hacen de nosotroslo que quieren. El pobre siempre está sujeto al rico.

—Creo que una hija suya va a casarse con un ricacho; al menos esome han dicho —dijo Brown, con el corazón oprimido.

—¿Con Haslewood? ¡Eso son habladurías! Mi hija Mariíta, que estásirviendo en Woodbourne, me ha asegurado que piensa tanto en la se-ñorita Mannering como usted. A quien él quiere es a la otra, a la hija deldifunto señor de Ellangowan. Ya en vida de su padre salía mucho acaballo con él.

Brown supo así cuán infundadas eran sus sospechas, lamentandomás y más la precipitación con que había obrado. ¿Qué supondría Ju-lia de su conducta? Tal vez lo creería loco o desatinado. Las relacionesque el marinero tenía con la familia del coronel le facilitaban un mediode ponerse en comunicación con Julia y decidió aprovecharlo.

—¿De modo que su hija sirve en Woodbourne? Yo he conocido en laIndia a la señorita Julia, y, aunque de entonces a ahora he venido muy amenos, creo que se interesaría por mí si supiese que estoy aquí. Tuve unaltercado con su padre, a cuyas órdenes servía yo entonces, y no nostratamos; pero creo que la señorita procuraría gustosa reconciliarnos.Tal vez su hija pueda entregarle una carta relativa a este punto, procu-rando que no se entere el coronel.

El anciano marino le aseguró que la carta sería fielmente entregada ycon todo el secreto posible; así que, apenas llegaron a Allomby, Brownescribió a Julia manifestándole lo contristado que estaba por todo loocurrido y suplicándole que lo perdonara y le proporcionara ocasión desincerarse. No juzgó prudente entrar en detalles sobre las causas quemotivaron lo ocurrido, y empleó términos ambiguos en toda la carta afin de que, si caía en otras manos, fuera difícil averiguar quién la habíaescrito. El anciano recogió la carta y prometió que si la señorita Man-nering contestaba, él llevaría la respuesta, pues hacía la travesía conmucha frecuencia.

Apenas desembarcó en Allomby nuestro perseguido viajero, buscóalojamiento adecuado a su presente condición, procurando evitar en loposible que se fijaran en él. A este fin tomó el nombre de su amigoDudley; y como sabía dibujar bastante bien se hizo pasar por artista,sin que el patrón de la posada advirtiera el engaño. Dijo que esperabade un día a otro su equipaje, que debían remitirle desde Wigton, y per-maneció en su habitación todo lo posible, esperando respuesta a lascartas que escribió a su apoderado, a Delaserre y al teniente coronel desu regimiento. Al primero le pedía dinero, al segundo le suplicaba que

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fuera a Escocia para reunirse con él, si le era posible, y al tercero lepedía justificantes que acreditaran su personalidad, su grado en el ejér-cito y su conducta en él, a fin de poder probar, en caso necesario, sumoralidad pública y privada.

Le afectó tanto la idea de verse privado de recursos que se decidió aescribir a Dinmont solicitando su auxilio, pues creía sinceramente que,hallándose a unas sesenta o setenta millas de su residencia, prontorecibiría una respuesta favorable, tanto más cuanto que le manifestabahaber sido víctima de un robo después de separarse de él. Con bastan-te impaciencia, por cierto, pero sin abrigar la menor desconfianza, es-peró la respuesta a las diversas cartas que había escrito.

Debemos hacer notar, para descargo de los amigos de Brown, que elservicio de correos se hacía con grandes dificultades; y por lo que tocaa Dinmont especialmente, que como su correspondencia era escasa,excepto cuando tenía entre manos algún pleito, solía dormir un mes omás en el cajón del encargado del correo, entre folletos, panecilloso canciones, según el oficio del susodicho encargado. Había además lacostumbre —que no ha desaparecido del todo aún hoy— de que lascartas dieran la vuelta al mundo antes de llegar a su destino, por cercaque estuviese este, acabando así con la paciencia de los que las habíanescrito.

Debido a todas estas razones permaneció Brown en Allomby variosdías sin obtener respuesta alguna a sus cartas, y el poco dinero quetenía, aunque manejado con la más estricta economía, iba disminuyen-do considerablemente cuando recibió de manos de un pescador joven-cito la siguiente carta:

Has obrado con la más cruel imprudencia, probándome así cuán poco deboconfiar en tus protestas de que mi felicidad y tranquilidad son lo que máste interesa en el mundo. Tu ligereza ha estado a punto de ocasionar la muertea un joven dignísimo en todos los conceptos. ¿Deberé decir más? ¿Deboañadir que yo misma he estado enferma a consecuencia de tu impruden-cia? ¿Deberé agregar también que me han preocupado en extremo las con-secuencias que para ti podría tener lo ocurrido, aun cuando me has dadomuy pocos motivos para ello? El C. está ausente hace algunos días; el señorH. está casi restablecido, y creo que no abriga la menor sospecha respecto ala causa de todo lo sucedido.Creo, sin embargo, que no debes venir por ahora; hemos tenido disgustos tanserios que no creo prudente renovar unas relaciones que nos han expuesto atan repetidas catástrofes. Adiós, pues, y creéme que nadie desea tan sincera-mente tu felicidad como

J. M.

La carta contenía una advertencia de esas que frecuentemente inducena hacer lo contrario de lo que se aconseja. Eso al menos ocurrió en aquel

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caso, pues Brown, apenas la leyó, preguntó al pescador si iba paraPortanferry.

—Sí, señor; soy hijo de Guillermo Johnstone, y mi hermana Mariíta,que está de lavandera en Woodbourne, me la ha entregado.

—¿Y cuándo usted vuelve allá?—Esta tarde, cuando suba la marea.—Entonces me iré con usted; pero no quiero llegar hasta Portanferry.

¿Podría dejarme en cualquier punto de la costa?—Sí, es sumamente fácil.Aunque los artículos de primera necesidad no eran muy caros enton-

ces, la cuenta de la posada y la compra de ropa nueva —porque la queusaba se hallaba en muy mal estado— dejaron la bolsa de Brown muyreducida. Dejó encargo en el correo para que le enviaran sus cartas aKippletrigan y se dispuso a ir a este pueblo para reclamar el tesorodepositado en manos de la señora Mac-Caudlish.

Comprendía también que le era necesario recobrar cuanto antes suverdadera personalidad y ansiaba tener los documentos necesarios paraello, a fin de poder presentarse ante Haslewood como oficial del ejército,dando y recibiendo cuantas explicaciones fueran necesarias.

Ahora consideremos una vez más a nuestro héroe embarcado y atra-vesando el estrecho de Solway. El viento era adverso, llovía en algunasocasiones y en vano luchaban, pues la marea no los favorecía nada,porque el bote estaba muy cargado y tendía a hundirse.

Brown, acostumbrado desde niño a las faenas marítimas y a los ejer-cicios atléticos, echó mano al timón para ayudar al piloto a manejar elbarco, precisamente cuando el viento, soplando en sentido contrario,hacía más difícil y peligrosa la travesía. Al fin, después de pasar toda lanoche en el estrecho, al llegar la mañana pudieron distinguir que esta-ban próximos a una hermosa bahía de la costa escocesa. El tiempo eratranquilo, y la nieve, que había cubierto la tierra por muchos días, ha-bía desaparecido a impulsos de aquel vendaval; quedaban sólo algunosvestigios de ella en las montañas que se veían en lontananza. El aspec-to de la costa era muy agradable, a pesar de la estación, porque lasbahías, ensenadas y demás detalles topográficos que se dibujaban enlas azules y tranquilas aguas, ofrecían un aspecto encantador. Algunosedificios de diversos géneros recibían y reflejaban los pálidos y matina-les rayos del sol de diciembre, y las selvas vecinas, aunque desprovis-tas de hojas, daban relieve y variedad a tan linda perspectiva.

Brown sintió renacer en su pecho ese interés que la belleza naturalhace despertar en las almas delicadas después de un viaje incierto ymolesto por entre las sombras de la noche. No es posible analizar elsentimiento inexpresable que inunda el alma del que ha nacido en unpaís montañoso cuando contempla los panoramas natales. ¿Sentiría tal

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vez Brown algún confuso recuerdo, cuya causa, olvidada ya, se mezcla-ra al placer que experimentaba contemplando la escena que tenía de-lante?

—¿Cómo se llama aquel hermoso cabo que se adelanta en el mar ro-deado de frondosas selvas y espesos matorrales? —preguntó al batelero.

—Es La punta de Warroch —dijo este.—¿Y aquel castillo ruinoso, a cuyo pie se alza un edificio moderno?

Desde aquí parece muy grande.—El castillo es la antigua Plaza de Ellangowan, y la casa, la nueva.

¿Quiere desembarcar allí?—Se lo agradecería mucho, porque así podría contemplar esas ruinas

a mi gusto y, desde allí, continuar el viaje a pie.—Son unas ruinas verdaderamente notables —dijo el muchacho—; y

esa torre alta, ahí donde la ve, hace siglos que sirve de faro para guiar alos marineros. Hace algunos años ocurrieron ahí muchas desgracias,según dicen.

—Procuraré enterarme de todo —dijo Brown—, apenas llegue allí.El bote siguió su curso hasta el sitio donde estaba situada la torre

que, enseñoreando las ruinas que la rodeaban, dominaba aquella ba-hía, agitada siempre por las olas.

—Creo que podrá llegar a la playa —dijo el piloto— sin mojarse siquie-ra los pies, y a los pocos pasos hallará una empinada escalerilla que loconducirá a lo alto de la roca. Es un sitio muy a propósito para desem-barcar mercancías, porque está muy seco; pero es comprometido, por-que se ve desde todas partes.

Mientras hablaba así, dobló el cabo y entraron en una especie de bahíapequeña formada en parte por la naturaleza, pero ayudada poderosa-mente por la infatigable labor de los habitantes del castillo, y que, segúndijo el batelero, era necesaria para resguardar lanchas y embarcacio-nes menores, aunque no pudieran entrar en ella buques de gran porte.Las dos puntas de roca que cerraban la bahía estaban tan cerca una deotra que sólo podía pasar por el hueco un barco cada vez. Todavía se veíana ambos lados las enormes argollas clavadas en la peña que, segúncuenta la tradición, servían para pasar por ellas todas las noches unacadena que cerraba el puerto y dejaba en seguridad la escuadrilla quese albergara allí.

Con ayuda del cincel y del azadón se había formado un muelle en untrozo de roca, muelle que, comunicando con la escalerilla que hemosmencionado ya, iba hasta el castillo ruinoso. También era posible unacomunicación entre la playa y el muelle cruzando entre las rocas.

—Debe desembarcar aquí —dijo el muchacho deteniendo la lancha—,porque más allá rompen las olas con mucha fuerza y la costa es peligrosa.

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Muchas gracias; guárdese ese dinero —añadió viendo que Brown hacíaademán de pagar su pasaje—; bien se lo ha ganado trabajando estanoche. ¡Vaya, adiós; buen viaje, amigo!

Y dejando a Brown en la playa cerca de las ruinas, con un paqueticoen la mano que contenía los más indispensables artículos de aseo, com-prados poco antes en Allomby, por todo equipaje, fue a desembarcar sucargamento al lado opuesto de la bahía.

Y así, en circunstancias críticas y peligrosas, desconociendo el terre-no como el extranjero más ignorante, sin un rostro amigo en muchasmillas a la redonda, acusado de un crimen y lo que es peor aún, casi enla miseria, el atribulado viajero se halló por vez primera, después detantos años, cerca de las ruinas del castillo donde sus antepasadoshabían ejercido durante mucho tiempo un dominio casi feudal.

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E

Capítulo VI

ntrando en el castillo de Ellangowan por una poterna1 que presen-taba señales de haber estado cerrada con escrupuloso cuidado, Brown,a quien desde ahora llamaremos por su verdadero nombre, toda vezque lo vemos entrando en los dominios de sus padres y suyos por dere-cho propio, vagó por los ruinosos aposentos, sorprendido por la solidezde algunos trozos de edificio, por la admirable magnificencia de otros ypor la gran extensión de terreno que abrazaba su planta. En dos deaquellas estancias, separadas sólo por una pared, halló señales de ha-ber sido habitadas recientemente, y en un pequeño recinto inmediatoencontró botellas vacías, huesos medio roídos y trozos de pan duro. Unmontón de paja y cenizas medio consumidas indicaban la presencia dealgún habitante en aquellos sitios, sin que pudiera pensar el legítimodueño de todo ello que tan triviales incidentes estaban íntimamenterelacionados con su prosperidad, su honor y, probablemente, su vida.

Después de haber satisfecho su curiosidad examinando a la ligera elinterior del castillo, avanzó Beltrán por la puerta principal, que daba alcampo, y se detuvo a contemplar el magnífico panorama que se exten-día ante su vista, procurando hacerse cargo de la posición que ocupabaWoodbourne y de la distancia que había hasta Kippletrigan, y mirandopor última vez aquellas soberbias ruinas antes de abandonarlas.

Admiró el pintoresco efecto de los macizos torreones que se alzaban aambos lados, y cuyas oscuras piedras hacían más majestuosos los din-teles de las puertas. El escudo de armas de los Ellangowan, compuestode tres cabezas de lobo, estaba grabado en piedra y colocado transver-salmente bajo el yelmo y la cimera, formada por un lobo yacente, atra-vesado por una flecha. A ambos lados, y como soportes, se veían dos

1Poterna: Puerta menor que cualquiera de las principales de una fortificación y mayorque un portillo. Da a un foso o una rampa.

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salvajes tenantes1 de tamaño mayor que el natural, sosteniendo en lasmanos un roble arrancado de cuajo.

—¿Poseerán todavía estas tierras los descendientes de esos antiguosbarones que edificaron esta fortaleza, o andarán errantes ignorandopor completo el renombre y la grandeza de sus antepasados, en tanto quesu herencia está en manos extrañas? —se decía Beltrán, siguiendo elcurso de sus pensamientos—. ¿Por qué la vista de ciertos objetos des-pierta en nosotros ideas que parecen soñadas alguna vez? ¡Cuántasveces nos hallamos en presencia de personas desconocidas, y, sin em-bargo, experimentamos la sensación de que no nos son completamenteextrañas! He notado que me pasa eso con frecuencia —proseguía Beltránen su monólogo—. ¿Será tal vez que he conocido a ciertas personas enmi infancia y al sentirlas cerca comprendo que son amigos de los cualesconservo aún infantiles reminiscencias? Pero Brown, que era incapazde engañarme, me dijo siempre que procedía de la costa oriental, dondefui hallado después de una refriega que costó la vida a mi padre, y aunyo mismo conservo un vago recuerdo de una escena espantosa queconfirma su aserto.

Precisamente el sitio donde el joven Beltrán hacía tales reflexionesera el mismo donde había muerto su padre. Estaba señalado con unaañosa encina, la única que había en toda la llanura, y que, habiendosido destinada para la ejecución de las sentencias de muerte en tiempode los antiguos barones de Ellangowan, era llamada “el árbol de la jus-ticia”. Ocurrió también —y es una coincidencia digna de ser notada—que Glossin debía recibir la visita de un amigo, a fin de consultar con élciertas reformas que pensaba hacer para ensanchar la plaza deEllangowan, y que, no teniendo interés alguno en conservar restos taníntimamente ligados con el esplendor y la gloria de sus moradores, ha-bía resuelto hacer uso de la piedra que había en el castillo ruinoso parala obra que intentaba.

Salió, pues, a dar un vistazo, acompañado de dicho amigo, que actua-ba de arquitecto en caso de necesidad dibujando planos, etc., y en cuyahabilidad tenía Glossin gran confianza. Beltrán estaba vuelto de espal-das y oculto por las ramas del árbol, así que Glossin no advirtió supresencia hasta que estuvo junto a él.

—Sí, señor; como le he dicho muchas veces —iba diciendo Glossin—,la Plaza Antigua es simplemente una informe masa de piedras que sólosirve para guarida de contrabandistas, y será conveniente derribarla deuna vez.

En aquel momento Beltrán, a dos varas de distancia de los que habla-ban, se volvió hacia Glossin diciendo:

—¿Sería capaz de destruir ese hermosísimo castillo, caballero?

1Tenante: Cada una de las figuras que sostienen el escudo.

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Su rostro, su aspecto y hasta su voz se parecían tanto a los de supadre en la juventud, que Glossin, oyendo aquella exclamación y vién-dolo en el mismo sitio donde aquel había expirado, creyó que su espíri-tu estaba ante él, encarnado de nuevo.

Retrocedió unos pasos, como si hubiese recibido una herida mortal;pero recobrando al momento su presencia de ánimo, y comprendiendoque el que se hallaba ante él no era un ser de otro mundo, sino unhombre desgraciado al cual la menor imprudencia por su parte podríarevelar sus derechos y hacerle saber que tenía en sus manos el poderde destruirlo, sus ideas sufrieron tal trastorno ante aquel inesperadochoque que su primera pregunta exteriorizó su confusión.

—¡Dígame! ¿Cómo ha llegado hasta aquí?—¿Cómo? —repuso Beltrán, sorprendido por el tono solemne de la

pregunta—. He desembarcado hace un cuarto de hora en esa pequeñabahía que está al pie del castillo y me entretenía en contemplar estasruinas. ¿Supongo que no habré sido indiscreto?

—¿Indiscreto? No, por cierto, caballero —repuso Glossin, recobrandopor grados su serenidad y murmurando algunas frases al oído de suamigo, que lo dejó enseguida y se dirigió hacia la casa—. ¿Indiscreto?No, señor; tanto usted como cualquier caballero pueden satisfacer sucuriosidad a bien poca costa.

—Muchas gracias —repuso Beltrán—. Según he oído, este edificio sellama Plaza Antigua.

—Sí, para distinguirlo de la nueva, que es aquel, donde yo vivo.Debemos hacer notar al lector que Glossin, durante el diálogo que

acabamos de transcribir procuraba, por una parte saber qué recuerdoconservaba el joven Beltrán de los lugares donde había transcurrido suprimera infancia, y por la otra, era extremadamente cauto en sus res-puestas, por temor de que un nombre, una palabra cualquiera desper-tara una asociación de ideas. Sufrió, pues, una abrumadora agoníadurante la entrevista.

—¿Puede decirme el nombre de la familia propietaria de este castillo?—dijo Beltrán.

—Es mío caballero y me llamo Glossin.—¿Glossin, Glossin? —repitió el joven, como si aquella fuese una res-

puesta muy distinta de la que esperaba—. Dispénseme, señor Glossin,si soy inoportuno: ¿hace mucho tiempo que le pertenece?

—Según tengo entendido fue una posición edificada hace muchos añospor una familia llamada Mac-Dingawaie —dijo Glossin, no queriendomencionar siquiera el nombre de Beltrán, por temor a despertar re-cuerdos que deseaba borrar, y eludiendo la pregunta del joven con unaevasiva.

—¿Y qué dice en ese lema medio borrado que aparece debajo del escudo?—No lo sé bien— repuso Glossin.

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—Pues yo creo que puedo descifrarlo, al menos me parece leer: “Nuestroderecho es nuestro poder”.

—Sí, parece decir eso —añadió Glossin.—¿No es el lema de su familia?—No, creo que lo era de los primeros propietarios de la finca. El mío

es... precisamente tengo entre manos ese asunto con un genealogistade Edimburgo, y creo que el antiguo lema de los Glossin es cabalmentelo contrario: “Nuestro poder es nuestro derecho”.

-—Si yo estuviese en su caso y hubiera alguna duda, aceptaría elprimero: es el que más me gusta.

Glossin, cuya lengua iba pegándose al paladar, respondió a esto ha-ciendo un movimiento con la cabeza.

—¡Qué cosa más rara es la memoria! —dijo Beltrán, con los ojos fijosen el escudo y hablando como si pensara alto—. Al oír ese lema acude ami mente un trozo de una antigua balada, profecía o canción, y que esmuy original por el modo como forma el consonante:

The dark shall be light,and the wrong made right,when Bertram is right and Bertram is mightshall meet od…

”No recuerdo bien el último verso, pero creo que se refiere a algún sitioespecial: sé que height es el consonante, mas no puedo hallar la pala-bra que falta.

—¡Maldita sea tu memoria! —dijo Glossin para sí, y en voz alta aña-dió—: De todos modos, recuerda demasiado.

—Siguen otras estrofas; pero sólo tengo un recuerdo vago —dijo eljoven—. ¿Sabe si se canta por esta tierra una balada antigua referentea la hija de un rey que se escapa con un caballero escocés?

—Soy el hombre que menos al corriente está con esas leyendas anti-guas —repuso Glossin.

—Cuando era niño sabía esa balada desde el principio hasta el fin —dijoBeltrán—. Escocia es mi país natal; pero salí de él siendo muy niño, y losque me recogieron procuraron borrar de mi mente todos los recuerdos quepudiera conservar de la madre patria, seguramente para evitar mi naturaldeseo de huir de su lado.

—Eso se comprende —agregó Glossin, hablando como si le costasetrabajo abrir los labios y articulando sonidos guturales, muy distintosde su voz natural, grave y sonora, y mostrando tal inquietud que nopodía permanecer quieto un instante.

Beltrán, preocupado por los recuerdos que pugnaban por desgarrarel velo que le ocultaba lo pasado, no se fijaba en la agitación de Glossiny siguió diciendo:

—He conservado el idioma de mi patria porque tenía trato continuocon marinos ingleses, y cuando podía huir de todos y ocultarme en un

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rincón repetía la balada entera, cantándola varias veces. Ya he olvidadola letra; pero recuerdo la música perfectamente. No sé por qué acudecon fuerza a mi imaginación en estos momentos.

Y sacando del bolsillo su flauta entonó una linda melodía, que desper-tó, sin duda, en una muchacha que lavaba a cierta distancia, los mis-mos recuerdos que en él, porque inmediatamente ella empezó a cantarla siguiente canción:

Are these the Suik of Forth, she said,or are they the Crooks of Dee,or the bonnie woods of Warroch-headthat y so fain would see…?

—¡Esa es precisamente la balada! —exclamó Beltrán al oírla—. Esamuchacha podrá decírmela entera.

—¡Si no pongo término a esto, se va a descubrir todo! —murmuróGlossin entre dientes—. ¡Malditas sean las baladas, y los que las hicie-ron, y los que las cantan!

Entonces, viendo que se acercaba el emisario que había enviado an-tes, acompañado de varios hombres, exclamó en voz alta:

—Ya tendrá ocasión de aprenderla, porque ahora tenemos que hablarde algo más serio.

—¿Qué quiere decir, caballero? —dijo Beltrán, mirándolo de pies acabeza, ofendido por aquel tono.

—Una cosa muy sencilla: creo que te llamas Vambeest Brown.—Sí, ¿qué le importa mi nombre? —repuso Beltrán, con creciente sor-

presa y enojo.—Que, en ese caso —añadió Glossin, viendo cerca ya a sus satélites—,

¡te prendo en nombre del rey!Y al mismo tiempo agarró a Beltrán por el cuello, mientras lo rodea-

ban los recién llegados. El joven pudo soltarse haciendo un vigorosoesfuerzo y, sacando su machete, se dispuso a defenderse, mientras losque habían probado sus fuerzas retrocedieron y se mantuvieron a pru-dente distancia.

—Tenga entendido —exclamó al mismo tiempo—, que no me rebelocontra ninguna autoridad legal. Muéstreme la orden de un magistradoautorizándolo para arrestarme y obedeceré al momento; pero de no serasí, mientras no sepa yo por qué crimen y con qué autoridad se meprende, ¡que no se acerque a mí el que aprecie su vida!

Glossin ordenó a uno de sus agentes que enseñara la orden de arres-to que tenía en el bolsillo contra Vambeest Brown por haber herido aCarlos Haslewood, voluntaria y premeditadamente, con intención deasesinarlo, y por otros hechos que sabría más tarde, a cuyo fin debíacomparecer ante un magistrado para sufrir un interrogatorio.

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La orden era legal, el hecho no podía negarse: Beltrán arrojó su ma-chete y se entregó a los agentes, que se precipitaron sobre él y se dispu-sieron a maniatarlo, alegando que la extraordinaria fuerza que habíarevelado requería tal rigor.

Glossin, avergonzado ante tan inútil insulto, ordenó que tratasen alpreso con las consideraciones debidas, procurando solamente que nose escapara. Temeroso, sin embargo, de entrar con él en su casa, por-que podría despertar nuevos recuerdos en su mente, y ansioso de san-cionar su conducta con la de otra autoridad, dispuso que engancharansu carruaje y ordenó que el preso y los agentes permanecieran en elcastillo tomando un refrigerio, mientras se arreglaba lo preciso paraacudir ante otro magistrado.

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M

Capítulo VII

ientras disponían el carruaje, Glossin escribió una carta que leocupó bastante tiempo, por cierto. Era para su vecino, como decía siem-pre, sir Roberto Haslewood de Haslewood, jefe de una familia antigua ypoderosa en el condado y que desde la ruina de Ellangowan había idocreciendo gradualmente en autoridad e influencia.

El actual representante de aquella familia era en ese momento unhombre anciano, muy amante de su familia, compuesta de un hijo yuna hija, e indiferente por completo a todo el género humano. Por lodemás se portaba bien con todos, deseando evitar toda clase de censu-ras y ser considerado como perfecto caballero. Tenía un alto conceptodel abolengo y la importancia de su familia, aumentada considerable-mente con el título de barón de Nueva Escocia que había heredado hacíapoco, y que aborrecía hasta el recuerdo de los Ellangowan, porque segúndecía la tradición, uno de sus miembros había obligado al fundador de lacasa de los Haslewood a sostener el estribo mientras montaba a caballo.Se daba aires de pomposa importancia, afectando una elocución florida,que llegaba hasta el ridículo por la hinchazón de sus discursos y lasequivocaciones que cometía citando frases y sentencias.

Tal era el personaje a quien Glossin, procurando halagar su vanidad yorgullo de raza, escribía la siguiente carta:

Gilberto Glossin tiene el honor de ofrecer sus más humildes respetos a sirRoberto Haslewood, y le informa que esta mañana ha conseguido capturaral sujeto que hirió a su hijo. Como sir Haslewood deseará, probablemente,interrogar por sí mismo al criminal, el señor Glossin lo enviará a la hosteríade Kippletrigan o a la casa de sir Haslewood, según dicho señor disponga.El señor Glossin, con licencia de sir Haslewood, acompañará al detenidocon las pruebas que ha podido reunir y las declaraciones relacionadas conel atentado.Martes, en Ellangowan.

A SIR ROBERTO HASLEWOOD, BARON DE HASLEWOOD

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Un criado partió a caballo inmediatamente con la carta, y Glossin, reco-mendándole la urgencia, envió detrás su coche, en el cual hizo entrar aBeltrán y a dos agentes, yendo él mismo al lado a caballo, hasta llegaral punto donde se bifurcaba el camino, en uno que iba a Haslewood yotro a Kippletrigan. Allí decidió esperar el regreso del mensajero paraseguir su ruta de acuerdo con las órdenes de sir Roberto.

Media hora después volvió el criado con la respuesta siguiente, ele-gantemente plegada y sellada con las armas de Haslewood y las insig-nias de Nueva Escocia.

Sir Roberto Haslewood de Haslewood devuelve sus respetos al señor G.Glossin y le agradece la molestia que se ha tomado en un asunto que tantoafecta a su casa.Sir R. H. suplica al señor G. G., se sirva conducir al detenido a Haslewood,para ser interrogado, con todas las pruebas y documentos que menciona.Y una vez terminado ese asunto, si el señor G. G. no tiene otro compromiso,sir R. y lady Haslewood verán gustosos que los acompañe a comer.Martes, en la quinta de Haslewood.

AL SEÑOR GILBERTO GLOSSIN

Inútil es decir la satisfacción de Glossin al ver la invitación de Hasle-wood. Inmediatamente concibió su plan, mientras el coche se acercabaa la mansión señorial de los Haslewood, que tenía todo el aspecto deuna abadía.

Mientras los agentes de la autoridad conducían al prisionero a unaantesala, Glossin fue introducido en un salón con entrepaños de roble,sobre los cuales se destacaban los retratos de los antecesores de sirRoberto. Glossin, comprendiendo que no tenía méritos personales quehicieran olvidar su origen, se sentía humillado por su inferioridad, ya despecho suyo sentía la influencia de las mismas preocupaciones quequería ignorar.

El barón lo recibió con cierto aire de protección, haciéndole ver su su-perioridad y la generosidad con que descendía de su esfera para ponersea nivel de un hombre muy inferior a él. Le dio las gracias por su interésen un asunto que tan de cerca afectaba al joven Haslewood; señalando alos retratos de su familia, añadió:

—Todos mis venerables antepasados le estarán tan obligados comoyo por la actividad que ha desplegado y las molestias que su celo hayapodido producirle: no dudo que si pudiesen expresarse, unirían su voza la mía para darle también las gracias, como lo hago yo, por el favorque ha dispensado usted a la casa de Haslewood interesándose así porel joven caballero que debe perpetuar su nombre y su familia.

Glossin saludó tres veces, más profundamente cada una de ellas. Unsaludo para el caballero que tenía en su presencia, otro para los callados

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miembros de la familia pendientes de la pared, y el tercero en deferen-cia al joven caballero que debía perpetuar el nombre y la familia.

Sir Roberto agradeció tanto aquel homenaje que dijo con graciosa fa-miliaridad a Glossin:

—Permita, mi digno y verdadero amigo, que en esta ocasión aprove-che sus conocimientos en la materia porque no estoy muy versado en elejercicio de juez de paz, cargo más conveniente para señores cuyosasuntos privados no requieran los constantes afanes, los desvelos y laatención que yo he de conceder a los míos.

Por sabido no se dice que Glossin se puso a las órdenes de sir Rober-to, manifestando, sin embargo, que esperaba sería inútil su coopera-ción, toda vez que sir Haslewood tenía suficiente capacidad para el objeto.

—Quiero que entienda, buen amigo —repuso Haslewood—, que merefiero a la rutina de los juzgados, que de lo demás sé verdaderamentelo necesario.

Glossin se ofreció a hacer las veces de asesor o secretario en el casode que se trataba, manifestando que no era difícil probar el hecho prin-cipal, es decir, la agresión, y que si el detenido lo negaba, CarlosHaslewood podría atestiguarlo.

—Mi hijo no está hoy aquí, señor Glossin.—En ese caso tomaremos juramento al criado que lo acompañaba;

aunque tengo la seguridad de que no será preciso. Lo único que temoes que, dada la manera como el señor Haslewood ha tomado el asunto,se considere como un accidente fortuito, sin intención alguna de hacerdaño, y quede el agresor en libertad de hacer de las suyas.

—No tengo el honor de conocer a la persona que actualmente desem-peña el cargo de fiscal —dijo sir Roberto, con mesura y gravedad—;pero estoy seguro de que considerará el mero hecho de haber herido alheredero de Haslewood, aunque haya sido casualmente, y por muchoque quiera favorecer al agresor, como un atentado para el cual no esbastante castigo la cárcel, pues merece por lo menos el destierro.

—Eso mismo pienso yo —repuso su complaciente cofrade—; pero heobservado que los jueces de Edimburgo no miran clases ni rangos, ytemo que...

—¡Cómo, caballero! ¿No respetar las clases? Lo mismo que un robotiene diverso carácter según el sitio y las condiciones en que se comete,el crimen es distinto según el rango de la persona agredida.

Glossin saludó manifestando su adhesión a aquella teoría, dijo que,aun cuando el tribunal no participase de la misma opinión, había otrocargo grave contra Vambeest Brown.

—Pero ¿es Vambeest Brown el nombre de ese sujeto? ¡Y pensar que elheredero de Haslewood ha estado a punto de morir a manos de un seroscuro y miserable llamado Vambeest Brown!

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—Es cosa que realmente no se puede sufrir; pero, pidiéndole mil perdo-nes por continuar lo que estaba diciendo, añadiré que, según acreditanestos documentos —y enseñó la cartera de Hatteraick—, un individuo querespondía a ese nombre era teniente de los contrabandistas que asaltaronla finca de Woodbourne, y no tengo duda alguna de que es nuestro hom-bre; cosa que podrá descubrir fácilmente, dada su sagacidad.

—¡Es el mismo, amigo mío, no hay duda! Sería ofender a una clase,por ínfima que sea, suponer que hay en ella dos personas condenadasa usar un nombre tan ingrato al oído como el de Vambeest Brown.

—Así es, sir Roberto: su observación no puede ser más atinada. Ade-más, ahí está la clase de su inconcebible atentado. Usted, sir Roberto,descubrirá sin ninguna dificultad la causa que lo ha motivado, a pocoque piense en ello; yo, por mi parte, no puedo dejar de sospechar que haobedecido sólo al deseo de vengarse del heroico defensor de Woodbourne.

—Todo lo estudiaré detenidamente —repuso el ilustrado barón—; perocreo que lo que me indica es lo más cierto. ¡Sí, sí; su único móvil fue lavenganza; no hay duda! En mis tiempos, señor Glossin, sólo los caba-lleros podían usar armas; pero hoy el más villano puede dárselas deseñor. En fin, ¡cómo ha de ser! Haga que entre ese bribón, ese VambeestBrown, y terminemos con él; al menos, por ahora.

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E

Capítulo VIII

l preso fue conducido inmediatamente ante los dignos magistra-dos. Glossin, sintiendo remordimiento por una parte y queriendo dejarpor otra el asunto en manos de sir Roberto, leía y examinaba con lacabeza baja los documentos de la causa, limitándose a decir, de vez encuando, alguna palabra si comprendía que sir Roberto necesitaba ayu-da. En cuanto a este, se presentó con la serenidad de un juez y ladignidad personal propia de un barón de noble alcurnia.

—Acerquen al detenido, alguaciles —dijo—; y usted, señor mío, díg-nese mirarme cara a cara y contestar las preguntas que voy a dirigirle.

—¿Me permitirá antes saber quién es la persona que va a interrogar-me? —dijo el prisionero—. Porque los señores que me han conducidohasta aquí no se han dignado responder a mis preguntas.

—¿Y qué tienen que ver mi nombre y mi categoría con las preguntasque he de hacerle? —interrogó a su vez sir Roberto.

—Quizás nada —repuso Beltrán—; pero pueden influir mucho en misrespuestas.

—En ese caso supongo que se alegrará de saber que está en presencia desir Roberto Haslewood, barón de Haslewood, y de otro juez de este condado.

Como este nombre no produjo en el detenido el efecto que sir Robertoesperaba, prosiguió su interrogatorio con creciente desagrado.

—¿Se llama Vambeest Brown?—Sí, señor.—¿Y qué profesión tiene?—Capitán de caballería al servicio de Su Majestad —dijo el prisionero.El barón no daba crédito a sus oídos; pero una mirada de Glossin que

expresaba incredulidad y un ligero silbido de desdén lo animaron acontinuar, y añadió con sorna:

—Le creo, caballero; le creo. Pero antes que se retire hallaremos queposee usted otro empleo más humilde.

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—Si lo consigue, me someteré sin murmurar al castigo que merezcami impostura.

—Está bien, ya lo veremos. ¿Conoce a Carlos Haslewood de Haslewood?—Jamás he visto al caballero que lleva ese nombre, excepto en una

ocasión, bien lamentable por cierto.—¿Luego confiesa —dijo el barón— que fue usted quien hirió a dicho

caballero, poniendo en grave peligro su vida?—Lo único que puedo decir es que ignoro y siento la clase de peligro

que haya podido experimentar. Lo hallé en un sendero estrecho pa-seando con dos señoras y un criado, y antes de que yo pudiera seguiradelante o hablar dos palabras, el señor Carlos Haslewood, tomando laescopeta de manos de su criado, me apuntó a boca de jarro, ordenán-dome altivamente que retrocediera. No sintiéndome inclinado a obe-decerlo, ni a someterme a su autoridad, ni a dejarlo en situación deatacarme, procuré desarmarlo; mas apenas tomé el arma en mis ma-nos, se escapó el tiro y, con gran sentimiento mío, produjo una herida aese joven; quedó así castigada su imprudencia más severamente de loque yo deseaba, aunque me alegro en el alma de saber que no ha sidotanto como merecía su locura.

—¿Luego afirma —exclamó sir Roberto, respirando indignación— quesu propósito y su intención eran sólo desarmar al señor Haslewood enun camino real? Eso basta, ¿verdad, amigo mío? —continuó dirigiéndo-se a Glossin—. Creo que podemos enviarlo a la cárcel.

—Usted es mejor juez que yo en el asunto, sir Roberto —dijo Glossin,en tono insinuante—; pero sí puedo atreverme a hacerle una indica-ción. ¿No había algo de contrabandistas en el asunto?

—Sí, sí; lo había olvidado —y dirigiéndose a Beltrán agregó—: ¡Usted,señor Vambeest Brown, que se titula capitán del ejército de Su Majes-tad, no es más que un miserable contrabandista!

—Es usted un anciano, caballero, y está alucinando; si no fuera así, lerespondería de otro modo.

—¡Anciano! ¡Alucinado! —exclamó sir Roberto, rojo de indignación—.¡Protesto y declaro! Pero ¿tiene documentos o cartas que puedan acre-ditar esa profesión y esa dignidad que afirma tener?

—Carezco de ellos en este momento; pero los tendré dentro de unos días.—¿Cómo es que, siendo capitán del ejército de Su Majestad, viaja por

Escocia sin carta de recomendación, sin documentos, sin equipaje, sinnada que le pertenezca y acredite su personalidad?

—Porque he tenido la desgracia de que me hayan robado todo el equi-paje en el camino.

—¡Ah! ¿Entonces es usted el caballero que tomó una silla de postasdesde X... a Kippletrigan y, abandonando al postillón en el camino,

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envió dos o tres cómplices para que apalearan al muchacho y se apode-raran de las maletas?

—Ciertamente, viajaba en un coche como el que acaba de indicar;pero, obligado a descender de él a causa de la nieve, me perdí en el ca-mino y procuré hallar la carretera para Kippletrigan. La dueña de laposada podrá informarle de que cuando llegué allí al día siguiente miprimer cuidado fue preguntar por el postillón.

—En ese caso sírvase decirme dónde pasó la noche, porque presumoque no la pasó sobre la nieve. No supondrá que pueda creer eso.

—Dispénseme, caballero —repuso Brown, recordando la promesa he-cha a la gitana—, si me abstengo de responder a esa pregunta.

—Suponía que diría eso —dijo sir Roberto—. ¿No estuvo aquella no-che en las ruinas de Dercleuf?

—He dicho ya que no respondería a esa pregunta.—Está bien, caballero. En ese caso voy a dictar contra usted auto de

prisión; pero antes, repase estos papeles y dígame si es el VambeestBrown a que se hace referencia en ellos.

Hemos de advertir que Glossin había interpolado entre los documen-tos algunos que pertenecían a Beltrán y que habían sido hallados porlos alguaciles en la bóveda ruinosa donde los ladrones se repartieron elcontenido de la maleta.

—Algunos son míos —dijo Beltrán, mirándolos— y estaban en la male-ta robada: son notas de escaso interés. Veo que han desaparecido preci-samente todos los que podían identificar mi persona y demostrar la verdadde lo que le digo. Los demás son cuenta de vapores y otras cosas pertene-cientes, al parecer, a alguien que lleva el mismo nombre que yo.

—¿Quiere persuadirme de que puede haber en este país dos personasque se llamen de un modo tan malsonante como usted? —dijo sir Roberto.

—No veo por qué razón no ha de haber dos Vambeest Brown, lo mis-mo que hay dos Haslewood, uno anciano y otro joven. Hablando enserio, le diré que fui criado en Holanda y que mi nombre, aunque suenemal en oídos ingleses...

Glossin, viendo que el prisionero iba a entrar en terreno resbaladizo,intervino para llamar la atención de sir Roberto, que había quedadomudo e inmóvil, presa de la mayor indignación, ante la presuntuosacomparación hecha por Beltrán, revelando en su continente la confu-sión propia del que ha recibido una injuria mortal de persona a quienconsidera indecoroso e impropio de su dignidad responder. Mientraspermanecía con el ceño fruncido y los ojos chispeantes, Glossin acudióen su auxilio diciéndole:

—Creo, sir Roberto, salvo el respeto debido, que el asunto está sufi-cientemente aclarado. Además de las pruebas que tenemos, uno de los

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alguaciles puede jurar que la espada que esgrimía el prisionero estamañana era un machete que él mismo había perdido en la refriega quesostuvieron los contrabandistas con los aduaneros poco antes del ata-que de Woodbourne. No quiero, sin embargo —añadió—, agravar conesto la situación: tal vez el señor podrá explicarnos cómo se encuentraen su poder ese machete.

—Tampoco puedo responder a esa pregunta —dijo Beltrán.—Aún hay otra particularidad que reclama nuestra atención, siempre

con la venia de sir Roberto —insinuó Glossin—. El preso depositó enmanos de la dueña de la posada de Kippletrigan una bolsa que conteníavarias monedas de oro y diversos objetos de valor. Quizás sir Robertocrea conveniente preguntarle cómo se hallaban en su poder tan hetero-géneos objetos.

—Ya oyó, señor Vambeest Brown, la pregunta de mi compañero.—Tengo razones particulares para no responder a ella —repuso

Beltrán.—En ese caso —dijo Glossin, que había llevado intencionalmente la

conversación al terreno que deseaba— nuestro deber nos obliga a dic-tar una orden de arresto.

—Hagan lo que gusten —repuso Beltrán—; pero tengan cuidado yrecuerden que les he dicho que soy capitán del ejército, que hace pocohe vuelto de la India y que no tengo relación alguna con los contra-bandistas de que hablan. Mi teniente coronel está ahora en Nottingham, ylos demás oficiales en diversas localidades con licencia, así que no puedoprobar de inmediato todo lo que les he dicho; pero consiento en pasar porel último grado de ignominia si cuando vengan los correos de esas regio-nes no puedo probar irrecusablemente todo lo que les digo, a no ser queprefieran escribir directo a la Capitanía general y...

—Todo eso está muy bien —repuso Glossin, temiendo que las afirma-ciones de Beltrán hicieran impresión en el ánimo de sir Roberto, que sehubiera muerto de vergüenza si hubiese sabido que enviaba a la cárcela un capitán de caballería—. Todo eso está muy bien; pero, si no haycerca alguien que pueda responder por usted...

—Sólo hay dos personas que me conocen en este país: una es unsencillo labrador de Lideslade, llamado Dinmont, en el caserío de Char-lies-Hope; pero sólo sabe de mí lo que le he dicho, como ahora se los digoa ustedes.

—¡Mire qué subterfugios, sir Roberto! —dijo Glossin—. ¿Necesitare-mos que venga ese aldeano para que demuestre con juramento su cre-dulidad?

—Y el otro testigo ¿quién es? —preguntó el barón.—Un caballero a quien casi no me atrevo a nombrar por razones pri-

vadas, y a cuyas órdenes serví en la India algún tiempo. Es demasiado

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hombre de bien y no me negará su testimonio para acreditar mi perso-nalidad como militar y como caballero.

—Pero ¿quién es ese testigo tan importante? —interrogó sir Roberto—.Supongo que algún sargento habilitado, todo lo más.

—El coronel Guy Mannering, antiguo comandante del regimiento don-de, como he tenido el honor de decirle, mandaba yo una compañía.

“¡El coronel Mannering! —pensó Glossin—. ¿Quién diablos iba a su-poner eso?”

—¡El coronel Mannering! —repitió el barón, vacilando en su resolu-ción, y llamando aparte a Glossin añadió—: Este joven, aunque tieneun apellido vulgarísimo y malsonante, muestra gran serenidad, y en sutono, sus maneras y su modo de expresarse revela ser un caballero, o almenos, que ha vivido en buena sociedad. En la India prodigan los nom-bramientos en el ejército: es verdad; pero creo que sería convenienteesperar a que volviera el coronel, que, según tengo entendido, está enEdimburgo.

—Es usted por todos los conceptos el mejor juez en el asunto, sirRoberto; pero yo no sé si tenemos derecho a dejar en libertad a unhombre por una mera afirmación suya, careciendo de pruebas concre-tas, aunque comprendo bien que seríamos muy imprudentes retenién-dolo preso sin enviarlo a la cárcel pública, porque no hace mucho en uncaso semejante se me escapó un preso y he recibido una severa repren-sión. Sin embargo, como podría ocurrir que algo de lo que dice fueraverdad, creo lo más prudente, salvo su opinión, conducirlo a la dePortanferry, donde el asunto será menos ruidoso y más secreto.

—Creo que habla muy cuerdamente —dijo sir Roberto—. Ahora hayallí un destacamento para resguardo de los almacenes. Desde luegoautorizamos que el preso sea conducido a la cárcel de Portanferry.

Se extendió la orden en debida forma y se notificó a Beltrán que al díasiguiente sería conducido al sitio a que se le destinaba y que entretantopermanecería recluido en la quinta de Haslewood.

“No será tan duro como mi cautiverio en la India, ni durará tanto, pormucho que dure; pero ¡váyase al diablo ese monigote tan estirado y sumaldito compañero, que sólo sabe hablar entre dientes, sin querer en-tender la cosa más sencilla del mundo!” —se dijo Beltrán.

Entretanto Glossin se despedía del barón haciendo un sinnúmero dereverencias y excusándose de no aceptar su invitación para comer.

El barón, por su parte, le prometió visitarlo en Ellangowan, y ambosse separaron como los mejores amigos del mundo.

“Ahora —se dijo Glossin— hay que buscar a Dirk Hatteraick y sugente, alejar la guardia de la aduana... y jugarme la última carta. Tododepende de mi actividad. Realmente es una fortuna que Manneringesté en Edimburgo, porque su amistad con ese muchacho es un nuevo

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peligro que me amenaza. ¿No podría ponerme en combinación con elheredero? —pensó deteniendo el caballo—. Quizás se avendría a pagaruna gruesa suma al que lo reintegre en su puesto, y podría deshacermede Hatteraick... Pero no; hubo demasiados testigos: Hatteraick, la gita-na, Gabriel... ¡No, no! Debo permanecer fiel a mi primera idea”.

Y metiendo espuelas a su caballo tomó el trote largo, dispuesto a po-ner en juego sus baterías.

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E

Capítulo IX

l mismo coche que había llevado a Beltrán a la quinta de Haslewoodlo condujo a la mañana siguiente a la cárcel de Portanferry, escoltadopor dos silenciosos guardias. Tanto la aduana como la cárcel estabantan cerca del mar que había sido preciso fortificarlos con una muralla obaluarte, en el cual se estrellaban las olas. En realidad, era sólo unasucursal de la antiquísima cárcel de Kippletrigan, y Mac-Guffog, uno delos que habían prendido a Beltrán y que lo acompañaba en ese momento,era el alcaide de aquella fortaleza.

Apenas llegaron, mandó detener el coche y ordenó al portero que abriesepara que entrara un nuevo preso. La escena que apareció ante los ojosde Beltrán cuando llegaron al patio fue de tal naturaleza que se le opri-mió el corazón y sintió un terrible desaliento a la sola idea de mezclarsecon aquella gente.

—Supongo que tendré un cuarto para mí solo, porque no creo que miestancia aquí pasará de dos o tres días; y me sería sumamente enojosopasarlos entre los demás presos. Le pagaré el favor.

—En eso estamos, amigo; pero ¿cuándo y en cuánto?—Cuando salga de la cárcel y reciba el dinero que estoy esperando.—¡Bueno es eso, si tengo que esperar tanto!—Pero ¿cree acaso que soy un criminal?—No, pero sé que no es muy listo, porque si lo hubiese sido, no hubie-

ra dejado en poder de los jueces una bolsa que era suya, toda vez queen ella tenía los medios de proporcionarse lo que pudiera necesitar.

—Si tengo derecho a reclamar ese dinero, lo pediré.—Eso es algo difícil ya; pero si quiere hacerme un pagaré sobre el

valor de dicho depósito, le daré cuanto necesite y ya me las compondréyo para que Glossin me pague. Estoy enterado de cierto secretico..., enfin, eso corre de mi cuenta.

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—Pues si dentro de dos días no recibo los fondos que espero, haré elpagaré —dijo Beltrán, comprendiendo que era el único modo de nomezclarse con los demás presos.

Con tan lisonjera promesa Mac-Guffog hizo subir a Beltrán por unaempinada escalerilla que terminaba en una reja de hierro muy sólida, lacual daba acceso a un corredor, en cuyo extremo se veía una reduci-da habitación que sólo se diferenciaba de los cuartos de una mala po-sada por los cerrojos y cerraduras de la puerta y los barrotes de hierroque interceptaban la luz que entraba por una estrecha ventana.

Aquella habitación era una especie de enfermería para los presos quenecesitaban cierta indulgencia. La mujer del alcaide la dispuso en unmomento, no sin manifestar que sus caritativas intenciones merecíanrecompensa, afectando ignorar el trato hecho con su marido; Beltrán lesuplicó que le proporcionase luz y medios para escribir. La luz llegó enforma de una vela de sebo rota por la mitad; pero los medios para escri-bir fueron imposibles, por no haber en la casa papel, plumas ni tinta.

La comida corrió pareja con la habitación, y sólo el hambre que sentía elinfeliz Beltrán pudo inducirlo a comer parte de tan groseros manjares,servidos sobre asquerosos manteles. Apenas terminó de comer, la criadalevantó la mesa, diciendo al preso que su amo iría a hacerle un rato decompañía; pero Beltrán le dio las gracias suplicándole que no se molesta-ra, y pidió un libro a fin de distraer la negra pesadumbre que lo dominaba.

El libro que leía, una historia de crímenes prestada a la muchachapor otro preso, no era por cierto lo más a propósito para disipar sustristes reflexiones, y Beltrán, por primera vez en su vida, sintió decaersu espíritu.

Haciendo un esfuerzo poderoso procuró entrar en otro orden de ideas,considerando su situación desde otro punto de vista más favorable.Delaserre llegaría de un momento a otro; los certificados y documentospedidos a su teniente coronel no podían tardar, y si tenía que recurrir aMannering, tal vez eso mismo serviría para reconciliarlos. El favor queél requería se podía pedir sin bajeza y concederse sin dificultad.

Pensaba después en Julia, y sin reflexionar en la distancia que lo sepa-raba a él, pobre capitán aventurero, de aquella rica heredera, hacía milcastillos en el aire, hermoseados por el sol de un verdadero amor. Unvigoroso aldabonazo dado en la puerta de la calle cortó el hilo de tan hala-güeñas reflexiones; se oyeron después los ladridos del mastín que guar-daba la cárcel, seguidos de abrir y cerrar de puertas, correr y descorrercerrojos y llaves, y por último, ruido de pasos en la escalera, arañazos deun perro en la puerta de su estancia y la voz de Mac-Goffog que decía:

—¡Por aquí! ¡Cuidado con ese escalón! ¡Este es su cuarto!Se abrió la puerta y apareció en ella el fiel Wasp, que se arrojó sobre su

amo y lo colmó de caricias, y detrás, el honrado labrador de Charlies-Hope.

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—¿Qué es esto? —murmuró el digno Dinmont, observando la misera-ble estancia donde se hallaba su amigo—. ¿Por qué estás aquí? ¿Pordeudas?

—No, por cierto, buen amigo; son caprichos de mi suerte —repusoBeltrán—. Si no tienes mucha prisa y puedes sentarte, te contaré lopoco que yo mismo sé de esta aventura.

—¿Si tengo tiempo? —dijo Dandy con expresión de asombro—. ¿Puesa qué he venido? ¿Para decirte buenas noches solamente? Pero creoque antes que nada te vendrá bien comer algo, porque es bastante tar-de. Dejé a Dumple en la posada y dispuse que nos sirvieran aquí lacena. Ya lo he arreglado todo con el señor alcaide; ¡conque, venga esahistoria!

No fue muy larga. Beltrán sólo pudo relatar lo que sabía; su desgra-ciado encuentro con Carlos Haslewood, la confusión producida por ha-ber entre los que atacaron a Woodbourne un contrabandista que llevabasu nombre y por el cual lo tomaban. Dinmont escuchó con atención ydespués repuso:

—Esto no es para desesperarse. Ese joven está ya bien, y, aunque nofuera así, un fogonazo en el hombro no tiene ninguna importancia. Siestuviese aquí nuestro antiguo juez, el señor Pleydell, ya los haría an-dar derechos a todos. ¡Este sí que es un hombre de verdad!

—Pero ¿cómo has sabido que estaba aquí, excelente amigo?—Por una coincidencia que ya te contaré después de cenar, porque

no es conveniente decirlo todo mientras anda por el cuarto esa maripo-sa —añadió Dinmont refiriéndose a la criada que disponía la mesa.

La cena, aunque modesta, tenía el atractivo de la limpieza, condiciónque brillaba por su ausencia en los guisotes de la señora Mac-Guffog.

—No es mala esta cena —dijo Dinmont—. Bien es verdad que no hecomido desde esta mañana, que tomé un bocado antes de salir; perotemo que la comida te haya hecho perder el apetito, amigo Brown.

—No ha sido tan excelente que me impida cenar con gana —repusoeste haciendo los honores a aquellos sencillos manjares con el mismogusto que su amigo.

Apenas terminaron y se retiró la criada, Dinmont se cercioró de que nadieescuchaba y, en tono de importancia y gravedad poco común en él, dijo:

—Has de saber, querido amigo, que al volver de Edimburgo, adondehabía ido al entierro de una parienta, me encontré con Gabriel el mon-tero. ¿Supongo que sabes quién digo?

”—¿Cómo vienes por esos andurriales sin tus perros? —le dije—. ¿Vasde caza sin ellos?

”—No, señor —repuso—; iba a verlo a usted.”—¿A mí? ¿Qué se te ofrece? Dílo con franqueza: ¿necesitas algo?”—No, señor; no es de mí de quien se trata. ¿No se interesa usted por

aquel capitán llamado Brown que pasó unos días con usted?

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”—¡Claro que sí, hombre! ¿Le ha ocurrido algo?”—Obedezco a una persona que se interesa por él tanto o más que

usted, y de parte suya vengo a darle una noticia que no le gustará.”—Seguramente no, si es mala para él.”—Sé —continuó Gabriel— que corre peligro de ser encarcelado en

Portanferry, porque hay orden de prenderlo apenas vuelva a Allomby;si lo quiere bien, vaya allá y estese con él en la cárcel, en el caso de quelo halle ya en ella, porque tendrá necesidad de amigos leales. Si despre-cia mi aviso, se arrepentirá después.

”—Portanferry está muy lejos —repuse.”—No se preocupe por eso. Los que me envían jamás descansan, y

usted debiera estar ya en camino. Es cuanto tengo que decirle —aña-dió, y sin entrar en más explicaciones se alejó a toda prisa.

”Volví a Charlies-Hope, conté a Alie lo ocurrido, porque temía hacer elridículo obedeciendo así al montero y quería consultarlo con ella. Ape-nas empecé a hablar me dijo que sería una vergüenza dejarte perecer.En esto llegó tu carta; cogí todo el dinero que tenía en papel, hice ensi-llar a Dumple y me puse en camino, seguido de Wasp, que no queríasepararse de mí, y aquí me tienes después de haber recorrido sin dete-nerme y a un trote ligero más de sesenta millas.

Beltrán, después de oír esta relación, comprendió que si era cierto elaviso recibido por Dandy, estaba amenazado de un peligro mayor que el depasar unos días en la cárcel, aunque también comprendió que había quiense interesaba por él.

—¿Me dijiste que Gabriel era gitano? —preguntó al labrador.—Eso dicen todos, y voy creyéndolo, porque esos son los que saben

todo lo que pasa en el mundo. ¡Ah! No me acordaba de decirte quetambién andan buscando a aquella vieja que encontramos en Newcastleofreciéndole cincuenta libras si se presenta.

—¿Y por qué la buscan?—¡Qué sé yo! Lo que sé de cierto es que será inútil cuanto hagan,

porque, según dicen, ha tomado simiente de helechos y puede trasla-darse de un sitio a otro en un momento. Sabrá esconderse bien, y sino, ya la protegerá el diablo. Si yo hubiese sabido que era Mag Merri-lies cuando la encontré en la venta de Tib Mumps, ya hubiera tenidomás cuidado con lo que decía.

Beltrán escuchó con gran atención todo lo que decía Dandy, conformeen muchos puntos con lo que había visto, y después de reflexionar unmomento creyó prudente confiarle cuanto le había ocurrido en Dercleuf;le contó, pues, su aventura, y durante ella Dinmont menudeó las expre-siones de satisfacción y asombro. Apenas terminó repuso:

—Siempre he dicho y seguiré diciéndolo: en los gitanos hay tanto debueno como de malo, y que si tienen comercio con el enemigo, allá ellos.Desde luego, ellos fueron los que robaron tu maleta: eso ya lo sabes.

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—Sí, pero lo que no comprendo es por qué esa mujer, que parecedominarlos, no ordenó que me la devolvieran.

—¡Quién sabe! Además, entre ellos hay contrabandistas, y están uni-dos para algunas cosas, pero no en otras: así que nada podemos decirsobre eso, y... ¡Silencio, que siento pasos!

Un momento después abrió la puerta el alcaide, que asomó su mofle-tudo semblante diciendo:

—¡Vaya, señor Dinmont! Hemos retardado por usted la hora de cerrarla cárcel; pero ya no puede permanecer aquí y debe marcharse.

—¡Eso sí que no! ¿Adónde voy a ir a estas horas? Precisamente hay doscamas en este cuarto: una será para mí, porque no puedo tenerme en pie.

—Eso es imposible.—¿Cómo imposible? Ya le he dicho que no me muevo. ¡Vaya, tome

una copita de aguardiente!Lo hizo así el alcaide y volvió a insistir en que aquello era contravenir

las reglas de la casa.—Si me habla una palabra más, le abro la cabeza, señor alcaide. ¿Soy

acaso hombre que pueda facilitar la evasión de su preso?—Eso no lo sé yo.—Pero debiera saber que tiene la obligación de dar una vuelta de vez

en cuando por mi pueblo, y no lo hace. Si me deja pasar la noche aquí,pagaré doble alquiler por este cuarto: si no, le proporcionaré una granpaliza cuando vaya por Charlies-Hope.

Mac-Guffog, renegando y perjurando, cerró la puerta, echó llaves ycerrojo y se retiró cuando sobrepasaban las nueve.

Apenas se hallaron solos, el labrador, viendo que su amigo parecíaestar muy cansado, manifestó que lo más prudente era acostarse, aun-que, por cierto, las camas no convidaban a ello. Resolvieron, pues, me-terse vestidos en el lecho, y a los pocos minutos el labrador roncabaprofundamente.

Beltrán pasó largo rato reflexionando sobre las misteriosas circuns-tancias de su vida, las persecuciones de que era víctima y el interés quese tomaban por él personas con quienes jamás había tenido relaciónalguna. Vencido al fin por el cansancio, se quedó dormido tan profun-damente como su compañero.

Dejándolos en tan grato olvido informaremos al lector de sucesos queal mismo tiempo ocurrían en otros puntos.

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L

Capítulo X

a misma noche del día en que sufrió Beltrán su interrogatorio, llegóde Edimburgo a Woodbourne el coronel Mannering. Encontró a su fa-milia sin novedad alguna, cosa que no hubiera ocurrido por lo que serefiere a Julia si hubiese sabido el arresto de Beltrán.

Como las dos señoritas vivieron muy retiradas durante la ausenciadel coronel, no habían sabido la noticia.

Lucía Beltrán había sabido por carta que su tía nombraba heredero aotro, y aunque tal vez fue para ella un contratiempo doloroso, no poreso dejó de recibir al coronel con alegría, agradeciéndole sus paternalesdesvelos y sintiendo vivamente que hubiera emprendido sin utilidadalguna un viaje molesto en estación tan cruda.

—Yo, a mi vez, siento que haya sido tan inútil para usted —repuso elcoronel—; porque a mí me ha proporcionado el placer de conocer apersonas muy ilustradas y he pasado en Edimburgo días muy placen-teros. Hasta mi amigo Samson ha tenido la dicha de conversar con laseminencias de la metrópoli.

Al día siguiente no se presentó Dóminus a la hora del almuerzo, cosaque no extrañó a nadie, dada su habitual distracción; pero al llegar lahora de comer y ver que tampoco aparecía, empezaron a alarmarse.Para que nuestros lectores estén al corriente de ello vamos a explicar lacausa de tan extraordinaria ocurrencia.

La conversación que sobre la pérdida de Enrique Beltrán había tenidoPleydell con el coronel despertó en el alma del infeliz Dóminus las dolo-rosas impresiones de otro tiempo. Samson había considerado que elprincipal causante de la desgracia había sido él, por consentir en queFrancisco Kennedy se llevara al niño. Aquella impresión que había cau-sado la muerte de la señora Beltrán y hasta la ruina de su bienhechor,jamás se apartaba de la mente del buen dómine.

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La certeza que había demostrado Margarita Beltrán en su testamentole inspiró el deseo de visitar de nuevo todos los lugares que habían sidotestigos de aquella sangrienta escena.

La distancia entre La punta de Warroch y Woodbourne era considera-ble, y las nieves derretidas habían convertido en torrentes los arroyuelos.

Dóminus llegó al bosque, lo recorrió en todos los sentidos y recordó,como si los viera de nuevo, todos los episodios de la catástrofe. Una vezcumplido el objeto de su peregrinación, al mismo tiempo que exhalabamil suspiros y gemidos, emprendió el regreso a Woodbourne, pensandoen la pérdida del niño y sintiendo el aguijón del hambre. Absorto en susideas tomó un camino distinto del que había seguido por la mañana yfue a parar junto a las ruinas de una torre llamada comúnmente La torrede Dercleuf.

Allí el teniente de Hatteraick había expirado, y Beltrán permanecióescondido una noche. Era un lugar triste y terrorífico; la fantasía popu-lar contaba sobre aquellas torres toda suerte de leyendas, fundadasalgunas en las luces y el ruido que solían verse y oírse en muchasocasiones.

Samson, aunque docto y matemático, no estaba tan versado en lafilosofía que pudiera dudar de la realidad de las apariciones y los hechi-zos. Nacido en una época en que el que no creía en duendes y brujaspasaba por tener pacto con ellos, esas creencias eran artículo de fepara el buen dómine.

Fácilmente puede comprender el lector su sorpresa cuando al llegarjunto a aquella puerta que se suponía colocada allí por uno de los últi-mos señores de Ellangowan para evitar que los extranjeros se expusie-ran a los peligros de aquella temible bóveda, puerta que se suponíacerrada y cuya llave, según creencia popular también, estaba depositadaen la iglesia, se abrió, apareciendo en ella la figura de Margarita Merri-lies, a quien tan bien conocía, aun cuando hacía muchos años que no lahabía visto. La gitana se colocó delante de él en el estrecho sendero pordonde iba, diciéndole con voz áspera y cascada:

—Ya sabía yo que vendría: sé también lo que busca; pero tendrá quehacer lo que voy a ordenarle.

—¡Quítate de delante! —exclamó Dóminus, alarmado—. ¡Apártate demí! Conjuro te, scelestissima, nequissima, spurcissima, atque, miserrima,conjuro te!

Margarita soportó aquella andanada de superlativos, dicha por Samsoncon voz de trueno, y después repuso:

—¡Loco debe de estar para chillar así!—Conjuro te contestor atque viriliter impero tibi! —prosiguió Samson.—¡Diga claro lo que teme, en nombre del diablo! ¿A qué endilga esa mon-

serga francesa? Escuche lo que voy a decirle y no se arrepentirá de ello.

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”Diga al coronel Mannering que sé que me busca. Él sabe y yo sé quela sangre derramada desaparecerá, que lo que se había perdido apare-cerá y que el derecho de Beltrán y el poder de Beltrán se encontrarán enEllangowan.

”Aquí tiene una carta —prosiguió— que deseo le entregue. Pensabaenviársela por otro conducto; pero usted se la llevará diciéndole que hallegado el mocito, que se ha cumplido el destino y que la rueda estádando la vuelta. Dígale que consulte esta noche a los astros, como losconsultó en otro tiempo. ¿Se acordará de todo lo que le digo?

—No puedo asegurarlo —dijo Dóminus—, porque me preocupan de talmodo esas palabras que tiemblo sólo de oírlas.

—Pues no le harán mal alguno, y pueden, por el contrario, hacerlemucho bien.

—¡Vete, vete! ¡No quiero nada que proceda del mal!—¡Eres un imbécil! —exclamó Margarita, acercándose a él y dejando

ver en sus ojos la indignación que la dominaba—. Si quisiera hacertedaño, me bastaría con precipitarte desde lo alto de esa roca. ¿Acaso sesabría la causa de tu muerte mejor que se supo la de Kennedy? ¿Te en-teras bien, cobarde?

—¡En nombre de la justicia! —dijo Dóminus, retrocediendo y amena-zando con su bastón a la supuesta hechicera—. ¡Guárdate de mí, por-que te expones! Soy fuerte, puedo resistirte…

No pudo seguir, porque Margarita, dotada de un vigor extraordinario,se precipitó sobre él y, tras arrebatarle el bastón, se lo llevó a la torre,cogiéndolo bajo el brazo con la misma facilidad que si hubiese sido ungigante.

—Siéntese ahí —ordenó dejando al pobre dómine junto a un tronco—;siéntese y ponga en orden sus ideas, ave de mal agüero, pues no es otracosa. ¿Está en ayunas o ha comido?

—Completamente en ayunas —repuso Dóminus, que, recobrando la vozy comprendiendo que sus exorcismos sólo servían para irritar a la he-chicera, se propuso mostrarse dócil y amable con ella, aunque conti-nuando para sí los conjuros que no se atrevía ya a pronunciar en altavoz; resolución que no pudo llevar a cabo, porque hacía una mezcla defrases amables y ofensivas que más de una vez le recordaron los vigoro-sos puños de la gitana.

Margarita, entretanto, se había acercado a un negro caldero que hervíasobre una hoguera hecha en el suelo y levantó la tapa, que dejó escaparun olorcito algo mejor del que suelen tener las infernales drogas emplea-das por tal clase de gente.

Era un riquísimo aroma producido por un guiso de gallinas, liebres yotros manjares cocidos con patatas, cebollas y puerros, que, a juzgarpor el tamaño de la olla, parecía dispuesto para media docena de personas.

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—¿De modo que no ha comido nada todavía? —dijo Mag, sacandoparte del guiso con un cucharón y sirviéndolo en un plato.

—Nada, scelestissima… es decir… buena mujer.—Pues coma esto —repuso la gitana, poniendo el plato sobre la mesa—;

así tendrá más ánimos.—No tengo ganas, maléfica…, digo… digo…, señora Merrilies.—Si no lo come al momento y hace muchos melindres, le meto el cazo

por el gaznate, hirviendo como está, quiera o no —dijo Mag—. Abra laboca y coma ligero.

Samson, temeroso de lo que consideraba guisote de ranas, lagartos,serpientes y cosas por el estilo, había resuelto no probar bocado; peroel olorcito que exhalaba el plato y las amenazas de la gitana vencieronsu repugnancia y dieron al traste con su resolución; demostró así queel hambre y el miedo son los mejores consejeros.

—Coma y hártese, que sólo lo que me ha costado condimentar eseguiso vale la pena de comerlo.

Samson dejó caer el tenedor que iba a llevarse a la boca.—¡Las noches que he pasado al raso para coger esos animales! ¡Qué

poco saben de leyes de caza los que los comen tranquilamente!“¿No es más que eso? —pensó Samson cogiendo una pechuga—. Pues

no dejaré de comer por tan poca cosa”.—Ahora ¿quiere echar un traguito?—Sí, señora. Conjuro te; es decir, se lo agradezco en el alma —añadió

Dóminus, pensando que “perdido por mil, perdido por mil y quinientos”,y bebiendo un vaso de cerveza a la salud de la bruja.

Una vez fortificado así, se sintió, según había dicho la vieja, capaz dearrostrar cuanto pudiera sobrevenir.

—¿Recordará ahora mi encargo? —preguntó la gitana—. Es usted otrohombre muy distinto del que entró aquí.

—Sí, señora Margarita —repuso Samson, con acento firme—; entre-garé su carta y diré cuanto se digne mandarme.

—Se lo diré en pocas palabras —añadió Mag Merrilies—. Diga al coro-nel que consulte esta noche las estrellas y haga cuanto le indico. Asíconseguirá lo que desea, porque el derecho y la espada volverán a Beltrán,o Ellangowan.

”Lo he visto dos veces sin que él me viera; sé cuándo vino por primeravez y lo que lo ha obligado a venir una segunda. ¡Vaya: ya puede irse,que el camino es largo! Sígame.

Samson siguió a la hechicera hasta la cima de un montecito desdedonde se dominaba el camino real.

—Detengámonos aquí un momento —dijo Margarita—. Mire cómo rasgalas nubes el Sol poniente, reflejándose sobre La torre de Donagild, la

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más antigua del castillo de Ellangowan. Vea cómo queda en la penumbrala playa cercana al promontorio. Todo eso no es casual. En ese mismomontecito vaticiné su suerte al último señor de Ellangowan —añadióextendiendo un brazo y señalando con su descarnada mano—. Se harealizado cuanto predije: mis palabras no se perdieron en el viento, yahora tampoco se perderán. El heredero de los barones de Ellangowanprosperará y será el mejor que ha habido desde hace tres siglos.

”Tal vez no viviré yo para verlo —continuó la sibila, con voz profética—;pero no faltarán ojos que lo vean. Y ahora, Abel Samson —añadió, diri-giéndose a este, más tranquilo ya—, corra y entregue mi carta al coro-nel, como si su ligereza fuera asunto de vida o muerte.

Y volviéndose rápidamente al bosque por donde habían ido hasta allí,dejó atónito al pobre Samson, que, inmóvil y aturdido con lo que habíaoído, la siguió un rato con los ojos. Después, impaciente por desempe-ñar la comisión de la gitana, tomó el camino con una velocidad desco-nocida en él, repitiendo varias veces:

—¡Prodigioso! ¡Pro… di... gio... so!

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C

Capítulo XI

uando Samson llegó a Woodbourne salió a su encuentro el ama degobierno, diciéndole, en el tono respetuoso que empleaba siempre parahablar al preceptor:

—¡Pero, señor Samson, va a perder el estómago estando tantas horassin comer! ¿Por qué no ha dicho a la cocinera que le diese algo?

—Vade retro! —exclamó Dóminus creyéndose todavía bajo el influjo de lagitana y adelantando hacia el comedor.

—Pero ¿a qué va ahí? ¡Si hace ya más de una hora que terminaron decomer! Venga a mi cuarto y le daré alguna cosita.

—Exorciso te! —dijo Samson—. Es decir, he comido ya.—¿Qué ha comido? ¡Imposible! ¿Dónde habría de hacerlo, si nunca va

a ver a nadie?—Con Belcebú, si no me engaño —repuso Dóminus.—¡Este hombre se ha vuelto loco, o lo han hechizado! Sólo el coronel

podrá entenderlo —dijo el ama de gobierno dejándolo seguir su camino.Dóminus entró en el comedor y causó inmensa sorpresa el aspecto

con que se presentaba. Lleno de lodo y más pálido que de costumbre,parecía un cadáver.

—¿Qué le pasa, amigo Samson? —preguntó el coronel, observando laalarma que se reflejó en el rostro de Lucía.

—Exorciso! —dijo Dóminus.—¿Qué? —exclamó, atónito, el coronel.—Dispénseme, señor, pero tengo la cabeza trastornada.—Eso me ha parecido a mí; pero tranquilícese y cuéntenos lo que le

pasa, amigo Dóminus.Samson, no pudiendo articular más que fórmulas de exorcismo, puso

en manos del coronel la carta de la gitana. Este la abrió enseguida y laleyó sorprendido, exclamando:

—Parece una broma, pero resulta pesada.

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—Pues no me ha dado ninguna gracia.—¿De quién procede? —preguntó Mannering.Dóminus, que en medio de sus distracciones jamás olvidaba a Lucía,

temió que su conversación recordara penosas impresiones a la joven yguardó silencio:

—Julia, ve y prepara el té, que enseguida iremos al salón: creo queSamson quiere hablarme a solas —dijo el coronel a su hija.

Apenas se retiraron las dos jóvenes, añadió dirigiéndose al dómine.—Explíquese sin rodeos, amigo Samson, y dígame de dónde procede

esta carta.—Quizás venga del cielo; pero me la ha entregado el cartero del dia-

blo, es decir, esa bruja llamada Mag Merrilies, que debía haber sidoquemada hace veinte años por réproba, ladrona, hechicera y gitana.

—¿Está seguro de que ha sido ella? —preguntó el coronel, con vivointerés.

—¿Si estoy seguro? El que ha visto una vez a Margarita no puedeolvidarla: no hay en todo el mundo otra como ella.

El coronel empezó a pasear por el comedor, presa de indescriptibleagitación.

“¿Haré que la prendan? —se decía—. Mac-Morlan está lejos, yHaslewood lo embrollará todo con sus frases pomposas; siendo, ade-más, muy probable que haya huido o que no declare: así que, aun ariesgo de parecer extravagante, lo mejor será seguir su consejo. Entreesa gente hay personas sencillas que una veces engañan y otras seengañan a sí mismas, sin saber lo que hacen. Lo que me encarga essencillo, y si no obtengo resultado, no tendré de qué arrepentirme”.

Después de decidir así lo que debía hacer, dio a un criado ciertasórdenes, cuyo resultado sabrán nuestros lectores más adelante, por-que ahora reclama nuestra atención otra aventura íntimamente rela-cionada con los memorables incidentes de aquel día.

Carlos Haslewood no se había presentado en Woodbourne durante laausencia del coronel, suponiendo que así le daría gusto, pues por nadaen el mundo hubiese querido ofender a la persona con quien tantohabía simpatizado. Carlos comprendía que el coronel aprobaba su amorpor Lucía, aunque procuraba evitar que se lo declarase, sabiendo quesus padres no estaban muy conformes, y respetaba la barrera que in-terponía entre ellos tan generoso protector.

“No turbaré la paz que disfruta mi amada Lucía en ese retiro —sedecía—, hasta que pueda ofrecerle otro permanente”.

A fin de huir de aquellos sitios, en cuya vecindad le hubiera sido impo-sible persistir en su resolución, fue a pasar en la quinta de un amigo quevivía a cierta distancia, los días que el coronel estuviera en Edimburgo,tomando sus medidas para saber con exactitud el día de su regreso.

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Apenas recibió la noticia anhelada se puso en camino, con objeto depresentarse en Woodbourne a la hora de comer, esperando que su con-ducta parecería la cosa más sencilla y natural del mundo.

Pero la fortuna, adversa para los amantes en muchas ocasiones, no lofue menos en aquel caso, y Carlos, por diversos incidentes inespera-dos, no pudo montar a caballo hasta tres horas más tarde de lo quehabía pensado. Abominando de tanto inconveniente comprendió que erademasiado tarde para presentarse en casa del coronel.

Al pasar por un sendero que conducía a Woodbourne, le pareció di-visar a Dóminus corriendo presuroso por un atajo que había en el bos-que, y lo llamó a voces; pero todo fue inútil, porque el buen dómine, queacababa de separarse de Margarita Merrilies, estaba tan preocupa-do con lo que esta le dijera que no hubiera oído un cañonazo disparadocerca de él.

Haslewood tuvo, pues, que renunciar al gusto de tener noticias deWoodbourne y especialmente de la señorita Beltrán.

Como no tenía motivo alguno para apresurar la llegada dejó que sucaballo anduviera al paso por un camino abierto entre dos cerros, des-de el cual se divisaba una hermosa perspectiva. Aquellos terrenos per-tenecían a su padre; pero el joven, lejos de recrearse en su contemplación,suspiraba al pensar que mientras más avanzaba más atrás quedabanlas torrecitas de Woodbourne.

Una voz aguda y penetrante lo sacó de repente de la vaga distracciónen que iba cayendo.

—¿Por qué llega tan tarde? —decía aquella voz—. ¿Tendrán que hacerotros lo que debía hacer usted?

Haslewood miró sorprendido a la persona que le hablaba. Jamás ha-bía visto a aquella mujer, y no pudo reprimir un gesto de sorpresa anteel aspecto de la que, como habrán comprendido nuestros lectores, noera otra que la gitana Margarita Merrilies, y detuvo su caballo.

—Ninguno de los que se interesan por la casa de Ellangowan debedormir esta noche. ¡Tres hombres andan buscándolo, y usted iba a dor-mirse tan tranquilo! ¿Cree que si perece el hermano podrá vivir la her-mana? ¡No, no!

—No la comprendo, buena mujer —repuso Haslewood—. Si se refiere ala señorita…, es decir, a alguien de la familia de Ellangowan, dígamequé puedo hacer en su beneficio.

—¿De la familia de Ellangowan? —respondió con vehemencia la gita-na—. Sepa que sólo hay una familia de Ellangowan: la de los valientesBeltrán.

—Pero ¿qué quiere decir, buena mujer?—No soy buena mujer: todos saben que soy mala, aunque yo quisiera

ser mejor; pero puedo hacer lo que muchos muy buenos no harían.

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Puedo helar la sangre del que robó la hacienda del huérfano y quisoasesinarlo en la cuna. Escúcheme con atención: por orden de su padrehan quitado la guardia de Portanferry, llevándola a Haslewood, por creerque los contrabandistas van a atacar la quinta esta noche; pero nadiepiensa en semejante cosa. Envíe inmediatamente toda la gente aPortanferry, que allí es donde hace mucha falta y tendrá quehacer. Noestará ociosa, no: muchos sables se verán relucir a la luz de la luna ymuchas descargas retumbarán en el silencio de la noche.

—¡Qué dice! A juzgar por sus palabras parece loca, y sin embargo hayuna extraña ilación en lo que dice.

—No estoy loca, no —exclamó la gitana—. Me han encarcelado porloca, y me azotaron y desterraron asegurando que lo estaba; pero no loestoy, no. Dígame, señor de Haslewood: ¿abriga usted algún resenti-miento contra el que lo hirió?

—No, por cierto, buena mujer. Ya estoy completamente curado, y siem-pre dije que fue un accidente. Me alegraría mucho poder decírselo así aél mismo en persona.

—En ese caso, haga lo que le digo y le hará más bien del que puedesuponer; porque si se le abandona en manos de sus enemigos, mañanaserá un cadáver, o un ser desterrado para siempre de estos lugares.Disponga que vuelva inmediatamente la guardia a Portanferry, sin te-mer nada por Haslewood.

Dicho esto, la gitana desapareció con su acostumbrada ligereza.El extraño aspecto de aquella mujer y la mezcla de entusiasmo y extra-

vagancia que caracterizaba su lenguaje producían siempre impresiónen aquellos a quienes se dirigía. Sus palabras eran, sin embargo, tandesbarajustadas que no parecían proceder de una mente bien organi-zada; pero impresionaban de tal modo al que las oía que se concluía porcreerlas ciertas. Haslewood, deseando salir pronto de dudas, picó espue-las a su caballo y llegó a su casa cuando las sombras de la noche seextendían por el horizonte. Halló confirmadas las palabras de la gitana.

Treinta caballos de dragones perfectamente enjaezados y confiados ala custodia de tres o cuatro soldados, permanecían a la entrada, mien-tras los demás paseaban por el jardín arrastrando los sables por laarena. Haslewood preguntó a uno de ellos de dónde procedían.

—De Portanferry.—¿Qué guardia ha quedado allí?—Ninguna. Sir Roberto ha dado orden de retirarnos de allí para que

viniéramos a defender su casa, porque ha recibido aviso de que iban aatacarla los contrabandistas.

Carlos se dirigió de inmediato en busca de su padre y, después de lossaludos de rigor, le preguntó las razones que había tenido para rodearla casa de guardias. Sir Roberto le manifestó que tenía noticias de que

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aquella noche iba a presentarse allí una cuadrilla de gitanos, contra-bandistas y malhechores.

—¿Qué saña puede abrigar contra nosotros esa gente, padre mío? —pre-guntó el joven—. Además hay una porción de criados en la quinta yellos saben que la defenderían valerosamente. ¿Tiene seguridad de que elaviso no es falso y de que las precauciones tomadas no nos pondrán enridículo?

Esta idea dio que pensar a Roberto, porque, como hombre de cortosalcances, lo que más temía era el ridículo.

—Siempre he creído —dijo— que la ofensa hecha a mi casa en tupersona, hijo mío, justifica todas las medidas tomadas para evitar su re-petición.

—¿Olvida lo que tantas veces le he dicho, padre? Mi herida fue pura-mente casual.

—Parece que quieres saber más que los mayores: te pareces en eso ala juventud del día.

—Es un asunto que me concierne directamente, padre mío.—Te concierne muy secundariamente, o, por mejor decir, no te con-

cierne, ya que eres tan voluntarioso que quieres contradecir a tu padre;pero interesa al país, al condado, al público, a Escocia entera, porque elhonor de la familia está comprometido por ti y en ti. Afortunadamenteel agresor está en lugar seguro y el señor Glossin cree...

—¡El señor Glossin!—Sí, el caballero que compró la quinta de Ellangowan; supongo que

sabes a quién me refiero.—Sí, señor —repuso el joven—; pero no esperaba oírlo citar tal auto-

ridad. Todo el mundo sabe que ese hombre es un truhán vil y bajo,despreciado por cuantos lo conocen. Nunca había oído que llamara ca-ballero a un hombre semejante, querido padre.

—No se lo he llamado en el estricto sentido de la palabra, sino paraindicar el lugar que ocupa, el puesto que ha conseguido, como se usageneralmente para indicar a una persona decente, rica, estimable...

—Permítame que le pregunte si la guardia de Portanferry ha venidopor orden de él.

—El señor Glossin no se atrevería nunca a dar órdenes ni a emitirsiquiera una opinión, a menos que se le pregunte, en asuntos que con-ciernen a la casa de Haslewood.

—Pero habrá aprobado esa medida —dijo Carlos.—He creído que era prudente, digno y oportuno consultarlo, como pri-

mer magistrado que es, apenas recibí la noticia del premeditado ultraje;y aunque él, por deferencia y consideración a la distancia que nos sepa-ra, declinó firmar la orden conmigo, no dejó de aprobarla por completo.

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En aquel momento se oyó el galopar de un caballo y poco despuésentró en la estancia Mac-Morlan, diciendo:

—Siento mucho entrar sin esperar su venia, sir Roberto; pero...—Permítame que le diga, señor Mac-Morlan —dijo sir Roberto, con un

gracioso saludo—, que no necesita tal venia, porque su cargo de juez loobliga a velar por la seguridad del país; y estando tal vez en su ánimocoadyuvar a la defensa de esta quinta, tiene un derecho incontestablepara entrar en casa del primer noble de Escocia sin que lo inviten a ello,dando por supuesto que lo hace cumpliendo los deberes de su cargo.

—Así es —repuso Mac-Morlan, que esperaba impaciente la ocasión dehablar—, mi deber me obliga a venir aquí.

—No es usted molesto: antes al contrario... —añadió sonriente, sirRoberto. Pero el magistrado, sin dejarlo terminar, agregó:

—Dispénseme que le diga, sir Roberto, que no vengo con objeto dedetenerme aquí, sino con el de reclamar la guardia para que vuelva aPortanferry, asegurándole que yo le respondo de la seguridad de su casa.

—¡Que viene a retirar la guardia saliendo responsable! ¿Quién es us-ted? —exclamó el barón, con acento de disgusto y sorpresa—. Dígamelopara que yo sepa a quién confío la seguridad de mi casa y mi persona.Creo, caballero, y soy de la opinión que si uno de esos retratos de fami-lia sufre el menor deterioro, sería usted incapaz de reparar el daño, apesar de las garantías que tan amablemente me ofrece.

—Si ocurriese tal cosa, lo sentiría en el alma, sir Roberto; mas esperoque no tendré la pesadumbre de ser causa de tan irreparable daño. Hoypor hoy puedo asegurarle que no corre peligro alguno esta finca, y, se-gún informes que tengo, se ha propalado ese rumor con el objeto únicoy exclusivo de hacer que se retirara la guardia de la aduana. Mi calidadde juez y jefe de policía me obliga a mandar que dicha fuerza, o al me-nos la mayor parte de ella, vuelva allí inmediatamente, sintiendo mu-cho que una ausencia accidental me haya detenido, porque llegaremosmuy tarde a Portanferry.

Como Mac-Morlan era el jefe de los magistrados y manifestaba franca ysinceramente su firme resolución de llevarse la guardia, el barón selimitó a decir:

—Está bien, caballero: lléveselos a todos; no necesitamos gente aquí.Sabremos defendernos solos si llega el caso; pero recuerde que obra porcuenta propia, y que si sucede el menor percance a esta casa o a cual-quiera de sus moradores, usted será responsable.

—Le suplico que reconozca, sir Roberto, que obro con arreglo a mi de-ber y al aviso que he recibido, esperando asimismo que dispense mirudeza; pero el tiempo urge y no puedo andar con cumplidos.

Sir Roberto, sin dignarse siquiera oír tales excusas, llamó a sus cria-dos, los armó a todos y los arengó con gran prosopopeya, señalando unpuesto a cada uno.

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Carlos hubiera ido gustoso a Portanferry acompañando al destacamentoque se disponía a marchar con Mac-Morlan a la cabeza; pero comprendiócuán molesto sería para su padre ver que se alejaba en una ocasión tanpeligrosa, a su juicio, para la casa de Haslewood. Con un disgusto que aduras penas podía disimular, se conformó con observar desde un balcónla marcha de la tropa, que pronto desapareció perdiéndose entre los árbo-les, hasta que dejó de resonar el último eco del galope de los caballos.

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V

Capítulo XII

olvamos a Portanferry, donde hemos dejado a Beltrán y a su buenamigo Dinmont, inocentes moradores de un lugar destinado sólo a loscriminales.

El sueño del labrador fue tranquilo y reposado; pero el de Beltrán ter-minó mucho antes de que llegaran las doce y no pudo conciliarlo denuevo. Además de la certidumbre y el natural disgusto que experimen-taba por su suerte, se sentía febril y excitado: una opresión de angus-tia, efecto sin duda del reducido espacio de la habitación y de la falta deaire puro, embargaba su pecho. Después de soportar largo rato aquellamolestia se levantó y trató de abrir la ventana del aposento para reno-var el aire; pero la primera tentativa que hizo le recordó que estabapreso y que se habían tomado todas las medidas necesarias para evitaruna evasión.

Disgustado por aquella contrariedad permaneció junto a la ventanamirando al mar y acariciando a su perrito, que mostraba gozoso la ale-gría de volver a verlo.

Subía la marea en ese momento, las olas rompían contra el baluarte,y a lo lejos, a la incierta luz de la luna, velada a veces por transparentecelaje de nubes, veía el preso, sumido en profundas reflexiones, revol-verse las olas del océano.

De repente, el perrito empezó a arañar la pared con las patas delante-ras y a ladrar con fuerza. Los ladridos llegaron a oídos de Dinmont,aunque sin sacarlo del ensueño en que parecía hallarse sobre sus ver-des montañas, porque empezó a azuzar al perro como si hablase con él desu rebaño.

Pronto se oyeron los ladridos del mastín que estaba suelto en el patio,y que hasta entonces había guardado silencio, interrumpido sólo poralgún que otro ladrido lanzado al aparecer los rayos de la luna rasgan-do las nubes.

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Beltrán observó con atención y creyó divisar una lancha en el mar, oírecos de voces y un lejano batir de remos.

“Algunos pescadores rezagados —pensó—, o tal vez contrabandistasque van a la cita de Juan o vuelven de ella; pero son bastante atrevidoscolocándose a tiro de los centinelas que, indudablemente, habrá en laaduana. Me parece que es demasiado grande la lancha —continuaba,siguiendo el curso de sus reflexiones— para ser de contrabandistas;probablemente debe pertenecer al servicio de los guardacostas”.

Esta opinión prevaleció en su mente al ver que la lancha se deteníajunto al muelle inmediato a la aduana y que la tripulación, compuestade veinte hombres, desembarcaba allí y se dirigía a un estrecho pasadi-zo que separaba la cárcel de la aduana, quedando sólo dos hombres alcuidado de la lancha.

El rumor de voces que acompañaba al ruido de los remos había pues-to en guardia al mastín del patio que, rabioso y excitado, lanzaba furio-sos ladridos, hasta que consiguió despertar a su amo, que al fin gritódesde la cama:

—¡Calla, calla, Tearum! ¿Qué pasa? ¡Vaya; a dormir!Los ladridos del animal no cesaron; pero el carcelero no comprendió

el peligro que anunciaba el animal hasta que su mujer, más lista que él,se asomó a la ventana y exclamó enseguida:

—¡Baja corriendo y suelta al perro! Están derribando las puertas de laaduana, y ese viejo de Haslewood se ha llevado la guardia para defen-der su casa.

Ya se disponía la buena mujer a hacer por sí misma lo que aconsejabaa su marido, mientras este, más cuidadoso de lo que pudiera ocurrirdentro de la cárcel que de lo que pasara fuera, iba de calabozo en cala-bozo para ver si se habían recogido los presos.

Beltrán no podía enterarse bien de lo que ocurría porque su cuartoestaba a espaldas del edificio; pero sentía un rumor confuso, percibíaen la cárcel un bullicio nada propio de tal sitio a semejante hora. Esto,unido a la llegada de la lancha, le hizo suponer que ocurría algo en lacasa; dio, pues, un golpecito a Dinmont en el hombro para despertarlo.

—¡Todavía no es hora de levantarse, mujer! —dijo el buen labrador,entre sueños; pero pronto despertó del todo y, recordando el lugar don-de estaba, exclamó—: ¿Qué? ¿Ocurre algo?

—No lo sé a punto fijo —repuso Beltrán—; pero, hay fuego, ocurrealgo grave, porque siento mucho ruido. ¿No percibes olor a quemado?¿No oyes rumor de voces, cerrar y abrir de puertas y gritos lejanos?Algo extraordinario ocurre: no hay duda. Levántate, y estemos alerta.

—¡Cuidado con esa casita, capitán! —exclamó Dinmont, levantándo-se bien despierto a la mera idea de que había peligro—. De día no sepuede salir de ella, y de noche no se puede dormir. ¡Cualquiera pasaaquí quince días! Pero ¡qué alboroto! ¡Si al menos tuviéramos luz!

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Inútilmente buscaron entre las cenizas del braserito un ascua paraencender la bujía, y entretanto el ruido crecía por momentos. Dinmontse asomó a la ventana y exclamó al instante:

—¡Han asaltado la aduana! ¡Mira, capitán!Beltrán se acercó y vio un tropel de contrabandistas en la playa; unos

llevaban teas encendidas, otros transportaban fardos y barricas y lasdepositaban en lanchas amarradas al muelle.

—Eso se comprende a simple vista —murmuró Beltrán—; pero temoalgo peor, Dinmont. ¿No percibes un fuerte olor a humo, o es que existesólo en mi imaginación?

—¡Ah, nada de eso: parece que estamos en un horno! ¡Si está ardiendola aduana! ¡Esto sí que está bueno! ¡Maldita la gracia que me haría morirachicharrado aquí! ¡Mac-Guffog! —exclamó, aporreando la puerta y ha-ciendo uso de toda la fuerza de sus pulmones—: ¡Abra esta puerta!

El fuego empezaba a tomar cuerpo y densas masas de humo y brillan-tes llamaradas pasaban sobre el nivel de la ventana donde ambosreclusos observaban la escena. De vez en cuando un rojizo resplandoriluminaba la playa, dejando ver rostros de hombres feroces que carga-ban los botes a toda prisa. La violencia del incendio puso fin a todos losobstáculos, y el edificio entero empezó a arder. Aquí y allá saltabanmateriales encendidos que, impelidos por el viento, caían sobre la cár-cel envolviéndola en una espesa humareda. La confusión y el griteríoeran espantosos: la gente presenciaba la catástrofe, simpatizando, poramor al saqueo y a la confusión, con los victoriosos contrabandistas.

Pronto empezó un nuevo ataque, dirigido esta vez contra la cárcel,cuya puerta cedió pronto ante los repetidos hachazos. El carcelero y sumujer habían huido, los dependientes entregaron las llaves, y los pre-sos celebraron su libertad con gritos de alegría.

Tres o cuatro hombres, con antorchas encendidas y armados de pis-tolas y machetes, llegaron en medio de la natural confusión hasta elaposento de Beltrán.

—¡Aquí está nuestro hombre! —exclamó quien parecía el jefe, y dos deellos cogieron a Beltrán, cada uno por un brazo, mientras uno murmu-raba a su oído:

—No se resista hasta llegar a la calle.El mismo individuo halló medio de decir en voz baja a Dinmont:—Siga a su amigo y ayude cuando sea necesario.Dinmont obedeció y siguió a los contrabandistas, que sin soltar a

Beltrán, lo hicieron bajar la escalera y atravesar el patio, iluminado porel reflejo del incendio, hasta llegar a la estrecha callejuela adonde dabala puerta y cuya reducida extensión obligaba a los contrabandistas amantenerse separados unos de otros.

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—¡Cuidado con que se les escape el preso! —exclamó el que iba delan-te a los dos que llevaban cogido a Beltrán, los cuales, conteniendo elpaso, quedaron algo rezagados al oír ruido de caballería que se acercaba.

El desorden aumentó apenas se dieron cuenta de que llegaba tropa, ytodos huyeron en distintas direcciones; sonaron tiros y relumbraronlos aceros sobre las cabezas de los revoltosos.

—¡Suéltese de ese y sígame! —dijo al oído de Beltrán su misteriosoprotector.

Beltrán haciendo uso de sus atléticas fuerzas dio un violento empe-llón al otro y se desasió de su brazo; el contrabandista echó mano alcinto, pero un tremendo puñetazo de Dinmont lo dejó sin sentido.

—¡Apriete el paso! —oyó decir el labrador a su oído; y los tres, corrien-do, se internaron por una callejuela.

Nadie los persiguió. Los contrabandistas estaban ocupados en resis-tir a la guardia capitaneada por Mac-Morlan, que se había echado so-bre ellos. El digno magistrado hubiera llegado tal vez a tiempo de impedirel saqueo; pero, habiendo recibido por el camino la noticia de que ha-bían asaltado a Ellangowan, habían ido hacia la Plaza, perdiendo asímás de dos horas. Como supondrá el lector, sin pecar de poco caritati-vo, Glossin, noticioso de la partida de la guardia, abandonó a Haslewoody procuró hacer todo lo posible a fin de dar tiempo a Hatteraick paradesempeñar su comisión.

Beltrán, entretanto, seguía al que lo guiaba, y era seguido a su vez porDinmont. La gritería de la muchedumbre, las pisadas de los caballos,los tiros: todo aquel estrépito infernal resonaba aún en sus oídos cuando,al llegar al extremo de la callejuela, hallaron una silla de posta tiradapor cuatro caballos.

—¿Estás aquí? —preguntó el guía.—¡Aquí estoy! —replicó el postillón—. ¡Ojalá estuviera en otra parte!—¡Abre pronto el coche! Y ustedes, caballeros, entren, que pronto

estarán a salvo. En cuanto a usted —añadió dirigiéndose a Beltrán—,no olvide la promesa hecha a la gitana.

El joven, decidido a obedecer ciegamente a la persona que acababa dehacerle tan señalado servicio, entró en el carruaje sin poner ningúnobstáculo. Dinmont, decidido a seguir a su amigo hasta el fin del mun-do, entró detrás seguido del fiel Wasp, que no se había separado deellos un momento, y los caballos partieron a galope.

—Esta es la aventura más extraordinaria de que tengo noticia —mur-muraba el buen Dandy—. Espero que no nos secuestren; pero ¿quéserá de mi pobre Dumple? Mejor quisiera estar sobre sus lomos que enel coche de un duque.

Beltrán manifestó que, dado el paso que llevaban, tendrían quedetenerse pronto para cambiar el tiro, y que entonces insistirían en

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permanecer hasta el amanecer en la primera posada donde se detuvie-ran, o, por lo menos, que no partirían sin saber cuál había de ser eltérmino de aquel viaje y sin que Dinmont diera órdenes precisas sobrelo que había de hacerse con su caballo, que seguramente estaría sano ysalvo en el establo del mesón donde él lo había dejado.

—¡Ojalá que sea así! —murmuró el labrador—. Yo te aseguro que sino estuviésemos en esta jaula con ruedas sólo iríamos a donde quisié-ramos ir.

Hablando así torció el coche por un recodo del camino y pudieron vera lo lejos a Portanferry, iluminado por el resplandor del incendio, que,habiéndose comunicado a un depósito de barriles de aguardiente, ibasiendo más intenso cada vez.

No pudieron, sin embargo, admirar aquel espectáculo mucho tiempo,porque otro recodo los obligó a entrar en un estrecho sendero que se ex-tendía entre la espesa arboleda, y una vez allí, el carruaje siguió corriendocon la misma velocidad, a pesar de la oscuridad profunda que reinaba enaquel sitio.

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V

Capítulo XIII

olvamos a Woodbourne, donde, como sabe el lector, dejamos alcoronel después de dar ciertas órdenes a su criado predilecto, y haga-mos constar que, cuando entró en el salón, llamó mucho la atención delas jóvenes la inquietud reflejada en su semblante.

Como Mannering no era hombre expresivo, nadie se atrevió a pregun-tarle el motivo de su angustia, y empezaron a tomar el té preocupadostodos y guardando profundo silencio, interrumpido sólo por la llegadade un coche que se detuvo ante la puerta, un campanillazo y esta expre-sión, más bien pensada en alta voz que dicha por Mannering.

—¡No puede ser él: aún es temprano!Momentos después un criado anunció al señor Pleydell, y el abogado,

con su levita negra muy cepillada, sus vuelitos de encaje, su empolvadapeluca y sus zapatos lustrosos con lindas hebillas de oro, se presentó enel salón.

—Es usted la persona que más deseaba ver en este momento —excla-mó el coronel levantándose y estrechándolo afectuosamente entre susbrazos.

—Le prometí aprovechar la primera ocasión favorable para venir a verlo—repuso el abogado—; y como tengo idea de que mi presencia aquí talvez sea útil, decidí venir unos días. Supongo que me presentará a lasseñoritas: hay una que no puede negar quién es por el aire de la familia:Lucía Beltrán, hija mía, me alegro en el alma de volver a verla.

Y el abogado estrechó a la joven en sus brazos, estampando en cadauna de las mejillas un beso paternal que hizo asomar los colores a surostro. Apenas el coronel le presentó a su hija, repitió el mismo saludo,excusándose con su edad, y después pidió venia para sentarse y char-lar un rato.

El coronel lo instó a tomar algo, suponiendo que el viaje le habríaabierto el apetito; pero Pleydell sólo tomó una taza de té; añadió que ya

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había arreglado el asunto con su criado mientras se despojaba de losabrigos de viaje, convino en que añadirían a la cena un plato más sun-tuoso compuesto de patos silvestres y que prefería guardar el apetitopara entonces, si no lo tomaban a mal.

—En ese caso adelantaremos la hora de la cena —dijo el coronel.La vivacidad y el buen humor de Pleydell divirtieron mucho a las jóve-

nes, especialmente a Julia, que, más bulliciosa que su amiga, prodigóal abogado las más delicadas atenciones.

Una hora después Mannering invitó al abogado a pasar a su despa-cho, a fin de hablar un rato a solas, al amor de la lumbre, y de cosasserias.

—Veo que tiene algo que decirme sobre el asunto Ellangowan —dijo elabogado apenas estuvieron instalados junto a la chimenea.

—Así es —repuso el coronel—. Margarita, la célebre gitana, se le haaparecido hoy a Dóminus. Dándole un buen susto, por cierto, se ha va-lido de él para entablar correspondencia conmigo, suponiendo, se-guramente, que estoy tan versado en la astrología como cuando nosencontramos por primera vez. Esta es la carta que entregó a Dóminus—agregó el coronel, sacando un papel y poniéndolo en manos delabogado.

Pleydell se caló las gafas y a duras penas pudo descifrar el contenidode aquella carta que, siguiendo las indicaciones de Mannering, leyó enalta voz, y que decía así:

Sabe buscar; pero no sabe hallar. Sostiene una casa próxima a derrumbar-se ignorando que va a alzarse más vigorosa aún. Ayude a la labor empeza-da, como coadyuvó a un destino lejano.Disponga que esta noche haya un carruaje al final de la calle de Crooked-Dykes, en Portanferry, y que lleven a Woodbourne a los que digan al posti-llón: “¿Estás ahí?”, él ha de contestar: “¡Aquí estoy!”

Después seguía una cuarteta, conocida ya de nuestros lectores, quedecía así, traducida literalmente:

La oscuridad se convertirá en luz,y la injusticia será justicia,cuando el derecho y el poder de Beltránse encuentren en Ellangowan.

—En verdad que es una carta bien misteriosa. ¿Y qué ha hecho usted?—añadió Pleydell.

—Esa mujer tiene todo el aspecto de estar tocada de la cabeza; pero,como estoy persuadido de que sabe sobre ese asunto más de lo que haquerido declarar, he juzgado prudente aprovechar la ocasión que se pre-senta para ver si puedo sacar algo en limpio de tan enmarañada madeja.

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—¿Y ha enviado el carruaje al sitio indicado?—Se reirá de mí; pero así es.—¡Yo! No, por cierto: ha hecho usted lo que debía hacer.—Eso me ha parecido a mí; tanto más cuanto que sólo arriesgo el im-

porte del alquiler, pues he enviado una silla de posta con cuatro caballosde Kippletrigan, dándole instrucciones con arreglo a la carta. Si el avisoes falso, lo único que puede ocurrir es que el cochero se dé un plantón.

—Creo que no será así: esa mujer sabe lo que se trae entre manos; ycuando le ha avisado, sus razones tendrá. Pero creo que será convenien-te reunirnos con las señoritas —añadió el abogado—: podrán tocar algoligero y así pasaremos el tiempo hasta ver si vuelve la silla de posta.

—Le aseguro que estoy en brasas —dijo el coronel.Después pasaron al salón, donde la melodiosa voz de Lucía Beltrán,

acompañada por los acordes del arpa que tocaba con admirable maes-tría Julia Mannering, los entretuvo de tal modo que el abogado llegó aolvidarse de los patos silvestres y de la cena, hasta que el criado anun-ció que estaba servida.

—Haga que reserven algunos platos —dijo el coronel—, porque esperoa alguien; que no cierren la verja del jardín ni se acueste nadie hastaque yo lo disponga.

—¿Pues a quién esperas a estas horas, papá? —dijo Julia.—A ciertos sujetos que deben hablarme de un asunto especial; pero

no es seguro que vengan.—Pues como no sean tan amables y galantes como mi admirador, el

señor Pleydell, como él mismo se llama —repuso Julia—, no les perdo-naré que turben esta agradable reunión.

La cena siguió su curso, amenizada con la conversación del abogado ysin otra nota desagradable que la impaciencia del coronel, tan mani-fiesta ya, que no había querido siquiera sentarse a la mesa, so pretextode que no tenía costumbre de cenar, y se paseaba por el comedor, aso-mándose con frecuencia a la ventana y escuchando con gran atención.No pudiendo dominarse más, se caló el levitón y el sombrero y salió aljardín, como si quisiera apresurar así la llegada del esperado carruaje.

—No me gusta que salga solo el coronel siendo de noche —dijo Lu-cía—. Ya sabrá, señor Pleydell, el susto que tuvimos hace algún tiempo.

—¿Por los contrabandistas? Son amigos míos muy antiguos —dijo elabogado—. Por cierto que hice ahorcar a más de uno siendo juez deeste condado.

—Pocos días después nos dio otro susto uno de aquellos miserables,que seguramente tenía propósito de vengarse.

—¿Cuando fue herido Carlos Haslewood? Algo he oído de eso.—Imagínese nuestro susto, señor Pleydell —continuó Lucía—, cuan-

do sepa que un malvado tan horrible como vigoroso se arrojó sobrenosotros...

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—Es preciso que sepa, señor Pleydell —dijo Julia, sin poder reprimirmás su enojo al ver tratado así a su amante—, que Carlos es un hombretan perfecto para todas las señoritas de estos contornos, que a su ladotodos los hombres parecen espantajos.

“Algún rencorcito media entre las amiguitas”, se dijo Pleydell, comobuen observador, y después agregó en alta voz:

—No he visto a Carlos desde que era niño; pero puedo asegurarles,aunque no les agrade mucho, que para ver figuras arrogantes no haymás que ir a Holanda; precisamente he conocido a uno (por más señas,se llamaba Vambuster, o cosa así) que era un real mozo, aunque ya debeestar bastante estropeado.

Julia quedó algo sorprendida por la coincidencia, pero la entrada delcoronel, poniendo término a la escena, le permitió disimular su turbación.

Mannering manifestó a su amigo que aún no corría novedad, y la tertu-lia siguió hasta las dos, hora en que Mannering se levantó exclamando:

—Es inútil esperar más; voy a disponer que se acuesten y...Aún no había terminado la frase cuando ocurrió lo que relataremos

en el capítulo siguiente.

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Q

Capítulo XIV

ué es eso? —continuó el coronel, al oír un sordo y lejano ru-mor—. Parece un coche; pero tal vez sea sólo el viento que gime entrelos árboles. Asómese a esa ventana, amigo Pleydell.

El abogado, que hablaba con Julia sobre un asunto que parecía inte-resarle mucho, obedeció presuroso al coronel, no sin arrollar a su cuelloun pañuelo de seda para preservarse del relente.1 Se oía, en efecto, sonidode ruedas, y ambos bajaron precipitadamente al vestíbulo para recibir alos desconocidos, pues aún no sabían quiénes podrían ser, y mientras elcoronel daba sus órdenes a los criados, oyó a Pleydell que decía:

—¡Pero si es nuestro amigo el perillán de Charlies-Hope con otro parro-quiano tan bueno como él!

—¡Vaya una cosa rara que su merced ande también por aquí! —repu-so Dinmont, con placer y sorpresa—. Pero me alegro mucho de que asísea, porque todo irá bien.

Mientras el labrador hablaba así, Beltrán, deslumbrado por el súbitoresplandor de las luces después de tanta oscuridad, y sin saber cierta-mente lo que hacía, entró en el salón y se halló cara a cara con elcoronel, que salía en aquel momento a recibirlos.

La luz potente que iluminaba la estancia hizo que cada uno de lospresentes reconociera a aquel hombre, cuya aparición parecía fantásticay que era a quien menos esperaban ver allí. Mannering veía en él al jovena quien creía muerto en la India; Lucía reconocía al agresor de Haslewood,y Julia comprendía cuán apurada iba a ser la situación de su amante.

—¿Es usted el señor Brown? —preguntó el coronel.—Sí, señor —respondió con humildad el joven—; soy el mismo a quien

conoció usted en la India, y que hoy se atreve a esperar que la opiniónque entonces se formó de él no sea un obstáculo para que lo favorezca

1Relente: Humedad que en noches serenas se nota en la atmósfera.

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con su testimonio, a fin de acreditar su personalidad como caballero ycomo hombre honrado.

—Jamás he tenido sorpresa semejante, señor Brown; pero le aseguroque, a pesar de cuanto medió entre nosotros, puede contar siempre conmi testimonio si lo necesita para obtener justicia.

En aquel momento entraron Dinmont y el abogado, y este, al encon-trarse con el coronel, no repuesto aún de su sorpresa, con Lucía, parali-zada de terror, y con Julia, que apenas podía permanecer tranquila,exclamó fijándose en Beltrán:

—¿Acaso trae este joven la cabeza de Medusa en una mano? ¿Quésignifica esto?

Y contemplándolo a su gusto añadió para sí:“Es la viva imagen del difunto Ellangowan, con más expresión en el

rostro: la gitana ha cumplido su palabra”.—Lucía —añadió en voz alta, dirigiéndose a la joven—; mire a este

caballero y dígame si no le encuentra parecido con alguien.La joven, que apenas lo vio entrar y reconoció en él al agresor de Carlos,

no quiso volver a mirarlo, exclamó asustada:—¡Señor Pleydell, no me hable de él y échelo de aquí si quiere evitar

que nos asesine a todos!—¡Asesinarnos! ¿Con qué? —preguntó el abogado—. ¿Estando aquí

tres hombres vigorosos tiene miedo aún? Dandy —añadió dirigiéndoseal labrador—, permanezca cerca de las señoritas por si es preciso pro-tegerlas.

—¡Pero si es el capitán Brown! ¿No lo conoce, señor Pleydell?—No. Aunque, si es amigo suyo, no hay peligro; de todos modos, cuide

de las señoritas.Toda la escena anterior había sido tan rápida que Dóminus no se ha-

bía enterado de nada, sino de que habían llegado los viajeros, y entrabaa saludarlos cuando, fijándose en Beltrán, exclamó:

—¡Seguramente los muertos salen de su tumba y yo tengo ante misojos a mi respetable amigo favorecedor!

—¡Cómo tenía yo razón, eh! —exclamó el abogado—. ¡Es la viva imagende su padre! Vamos, coronel: ¿en qué está pensando que no da la bienve-nida a su huésped? ¡En mi vida he visto semejanza igual! Tengamospaciencia, y usted, Dóminus, ¡silencio! Tome asiento, caballero —añadió,dirigiéndose a Beltrán.

—Dispénseme, señor —repuso este—; pero si estoy en casa del coronelMannering, como creo, desearía saber si le ofende mi imprevista visita osi la recibe gustoso.

—Sea bienvenido, caballero —repuso Mannering, haciendo un esfuerzopara reponerse—, y dígame en qué puedo servirle. Creo que le he dadomotivos para estar quejoso de mí, y muchas veces he pensado en ello.

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Su visita despierta recuerdos muy dolorosos en mi corazón; pero, seacualquiera el motivo de ella, la recibo muy gustoso.

Beltrán contestó con una inclinación de cabeza al grave saludo delcoronel.

—Retírate, hija mía —dijo este, dirigiéndose a Julia; y hablando denuevo a Beltrán añadió—: Dispénsela, porque veo que también sufrerecordando tiempos pasados.

La señorita Mannering se levantó para salir del salón, y, al pasar jun-to a Beltrán, murmuró, de modo que él sólo podía oírla:

—¡Qué imprudente es usted!Lucía, sin ánimos para mirar al joven, siguió a su amiga, no pudiendo

comprender lo que significaba aquello y teniendo bastante prudenciapara no gritar que era un asesino.

Los que quedaron en el salón formaban un grupo digno de estudio.Cada uno estaba demasiado ocupado con sus propias sensaciones parapreocuparse por los demás. Beltrán, se encontraba inesperadamenteen casa de un hombre a quien consideraba como enemigo personal,aunque respetándolo como padre de Julia; Mannering, luchaba con elsentimiento de hospitalidad y cortesía, con la alegría que le causaba versano y salvo al hombre que creía haber matado en duelo, y con suantiguo rencor y animosidad contra él; Samson, con los miembros agi-tados por un convulsivo terror, fijaba los ojos en Beltrán con ansiedadindecible; y Dinmont, con el asombro pintado en el semblante, los mi-raba a todos, no comprendiendo la razón de aquel silencio.

Sólo el abogado se sentía alegre y satisfecho, y, saboreando de ante-mano el placer de ganar un pleito lucido, meditaba en lo más conve-niente para llevar el asunto a término feliz y satisfactorio.

—¡Vaya, señores —dijo—: siéntense, que este asunto es mío y necesi-to darles disposiciones.

—Creo que yo no estoy muy en mi lugar —insinuó Dinmont, señalan-do su traje—; mejor será que espere fuera el resultado de sus planes.

El coronel detuvo a Dandy, asegurándole que su recio levitón y susclaveteados zapatos honrarían el palacio de un rey.

—Dejemos a un lado esos cumplidos —agregó el abogado— y empece-mos nuestro plan con método. Vamos a ver —dijo, volviéndose haciaBeltrán—: ¿sabe usted quién es o lo que es, amigo mío?

A pesar de su inquietud, el joven no pudo dejar de reírse al oír seme-jante pregunta, y exclamó:

—Creí saberlo en otro tiempo; pero reconozco que circunstancias ocurri-das recientemente me han puesto en el caso de dudarlo.

—Díganos, en ese caso, quién creía ser.—He creído siempre llamarme Vambeest Brown y ser voluntario pri-

mero y cadete después en el regimiento que mandaba el coronel Man-nering, y en ese concepto me reconocerá dicho coronel.

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—Certifico que así es —agregó Mannering—, añadiré que siempre sedistinguió como un joven de buena conducta, de talento y muy valiente.

—¡Mucho mejor, amigos míos! —dijo Pleydell—. Pero eso sólo afecta alcarácter general. El señor Brown debe decirnos dónde ha nacido.

—Creo que en Escocia; pero ignoro el pueblo.—¿Y dónde se educó?—En Holanda.—¿Recuerda algo de sus primeros años en Escocia?—Reminiscencias muy vagas nada más. Tengo, sin embargo, la idea

de que fui el objeto mimado de cuantos me rodeaban: recuerdo confu-samente a un señor muy guapo a quien llamaba papá y a una señoraenferma que debía de ser mi madre; pero no puedo distinguirlos en mimente con perfecta claridad. También me acuerdo algo de un hombrealto, vestido de negro, muy bueno, que me enseñaba a leer y me llevabade paseo, y creo que la última vez...

Dóminus no pudo contenerse más. Mientras el joven con sus palabrashabía ido demostrando que era el niño perdido, escuchó conteniendolos impulsos de su corazón; pero cuando habló de su ayo y de las lec-ciones de su infancia, se levantó trémulo, con los ojos arrasados enlágrimas y los brazos abiertos exclamando:

—¡Míreme, Enrique Beltrán! ¿Soy yo ese hombre?—Sí —exclamó este, estremeciéndose, y levantándose de la silla como

si una luz súbita brotara en su mente, exclamó—: ¡Sí, ese es mi nom-bre, y esta es la figura y la voz de mi cariñoso preceptor!

Dóminus, rompiendo a llorar como un niño y sin poder articular unasola frase, lo estrechó frenético contra su corazón.

El coronel sacó su pañuelo, Pleydell estornudó y limpió repetidas ve-ces los anteojos, y hasta el buen Dinmont, después de sonarse confuerza la nariz, exclamó:

—¡Desde que murió mi madre no me había ocurrido otro tanto!—¡Bueno —dijo Pleydell, repuesto ya—; silencio en las tribunas! Te-

nemos un enemigo listo y no hay que perder tiempo en el interrogato-rio, porque hay bastante que hacer antes que amanezca.

—Mandaré que ensillen un caballo —dijo el coronel.—¡Todavía no! ¡Hay tiempo, hay tiempo! Dóminus, le he dejado lugar

en el interrogatorio para que expresara sus sentimientos, y debo conti-nuarlo ya. Y ahora, señor Beltrán, porque pienso llamarlo en adelantepor su propio nombre —añadió, dirigiéndose al capitán—, ¿tendrá labondad de decirme todo lo que pueda recordar de la forma en que salióde Escocia?

—Aunque las fatales circunstancias de aquel día están muy impresasen mi mente, el mismo terror que experimenté ha confundido los detallesde tal modo, que no puedo darme cuenta exacta de todo ello; recuerdo,sin embargo, que estaba paseándome por un bosque o cosa así.

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—¡Sí, sí, hijo mío: el bosque de Warroch! —exclamó Dóminus.—¡Silencio, señor Samson! —dijo el abogado.—Eso era: un bosque —prosiguió Beltrán—; y creo que quien me acom-

pañaba era mi preceptor.—Sí, Enrique. Era yo mismo.—¡Calle, Dóminus, y no interrumpa a cada momento! —dijo Pleydell—.

Continúe —prosiguió, dirigiéndose a Beltrán.—Después me parece recordar, así como si pasara de un sueño a

otro, que iba a caballo delante de un hombre que me conducía.—Ese era yo, hijo mío; nunca expuse tu vida de ese modo.—¡Es insoportable! —dijo el abogado—. Si vuelve a pronunciar una

palabra, hago tres círculos en el suelo, pronuncio tres palabras mági-cas y deshago toda la labor de esta noche, haciendo que Enrique Beltránse convierta de nuevo en Vambeest Brown.

—Perdóneme, señor magistrado, era sólo verbum volens.—Bueno: pues, velis nolis, tiene que callar —dijo Pleydell.—¡Cállese, Samson! —dijo el coronel, interviniendo—. Es muy impor-

tante para el amigo que acaba de recobrar que el señor Pleydell se ente-re bien de todos los detalles.

—Seré mudo —repuso Samson.—Repentinamente se arrojaron sobre nosotros varios hombres y nos

derribaron del caballo —siguió Beltrán—. No me acuerdo bien de lo quepasó después; sólo sé que en la confusión y en la riña traté de escapar-me y me hallé en brazos de una mujer muy alta, que me tuvo escondidoentre los árboles como si quisiera defenderme. Todo lo demás acude ami mente en revuelta confusión: creo que estuve en una playa, queentré en una cueva, que bebí algo y me dormí; pero de nada estoyseguro. Después hay un vacío grande en mi memoria y no recuerdo yanada, hasta que me veo grumete de un buque holandés, maltratado ypeor comido, y luego estudiando en la escuela bajo la protección de unmercader anciano que me quería mucho.

—¿Y qué le dijeron aquellas gentes acerca de sus padres?—Muy poco; y aun eso prohibiéndome todo intento de averiguar más.

Me refirieron que mi padre, ocupado en el contrabando, había muertoen una escaramuza contra los aduaneros; que sus corresponsales enHolanda tenían en ese momento un buque en la costa, cuya tripulacióntomó también parte en la refriega, y, viéndome sin recursos, una vezmuerto mi padre, me recogieron por lástima y me llevaron con ellos.Cuando fui creciendo comprendí que había cierta incongruencia entremis recuerdos y los detalles que me daban; pero no tenía medio algunode aclarar mis dudas. El coronel Mannering sabe el resto de mi histo-ria: fui a la India como dependiente de una casa de comercio, quebróesta y yo senté plaza. Desde entonces he seguido la carrera de las ar-mas, portándome honrosamente en lo que he podido.

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—Es usted un hombre honrado y digno de aprecio —dijo Pleydell—.Ha estado mucho tiempo sin padre y yo quisiera poder reclamarlo comohijo. Cuénteme cómo ocurrió el lance con Haslewood.

—Fue un asunto puramente casual. Viajaba por recreo, y después depasar una semana con mi amigo Dinmont, con el cual había tenido ladicha de trabar amistad por casualidad también...

—La dicha fue mía —interrumpió Dinmont—, pues, de no haber sidopor usted, no estaría yo aquí para contarlo.

—A poco de separarnos en X me robaron cuanto llevaba en mi equi-paje; fui después a Kippletrigan, y allí, incidentalmente, hallé a esecaballero. Pasando por un sendero me acerqué con intención de salu-dar a la señorita Mannering, a quien había tenido el gusto de conoceren la India. El señor Haslewood, creyendo, sin duda por mi traje, que yoera algún vagabundo, me mandó con imperioso acento que me retirase,apuntándome al mismo tiempo con la escopeta. Quise desarmarlo y seescapó el tiro, fui de esta forma causa involuntaria de aquel accidente.Creo haber respondido a todas sus preguntas, señor Pleydell.

—No a todas —repuso este, guiñando los ojos con socarronería—: aúnquedan algunas; pero trataremos de eso mañana, porque creo que yaes hora de terminar esta sesión.

—En ese caso, caballero —dijo el joven—, y variando la frase que aca-bo de decir, ya que he respondido a todas las preguntas que queríahacerme esta noche, ¿tendrá la bondad de decirme quién es, ya que setoma tanto interés por mí, y quién cree que soy yo, ya que mi llegadaaquí ha producido tal efecto?

—Yo, por mi parte, soy Pablo Pleydell, abogado en Edimburgo. Por loque toca a usted no es fácil decir en un momento quién es ahora; peroconfío en que dentro de poco podremos darle el título de caballero Enri-que Beltrán, representante de una de las familias más antiguas de Esco-cia y legítimo heredero de la baronía y bienes de Ellangowan. Sí —continuó,cerrando los ojos y hablando como si se lo dijera a sí mismo—, serápreciso saltar por encima de su padre y declararlo heredero de su abueloLuis, el único de la familia que ha tenido cabeza, según tengo entendido.

Todos se levantaron para retirarse a sus respectivas habitaciones, a finde descansar un rato, y el coronel, acercándose a Beltrán, que permane-cía confuso y sorprendido por las últimas palabras de Pleydell, le dijo:

—Lo felicito por la perspectiva que le depara la fortuna. Fui amigo de supadre y entré en su casa de un modo tan inesperado como usted en lamía, la misma noche que nació usted. Poco sabía yo quién era cuando...pero dejemos a un lado tristes recuerdos. Créame: al entrar, viéndolovivo y sano, creyendo aún que era el señor Brown, se me quitó un pesode encima, y el derecho que ahora sé que tiene a llevar el nombre de unantiguo amigo, hace que su presencia sea doblemente grata para mí.

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—¿Y mis padres? —preguntó Beltrán.—Ambos murieron, y los bienes de la familia fueron vendidos; pero con-

fío en que podrán recuperarse. Pondré cuanto esté de mi mano para quese reconozcan sus derechos.

—Eso corre de mi cuenta —añadió el abogado—. Ese es mi oficio, yhay que ganarse la vida.

—Pues, aunque no esté bien a personas de mi clase hablar donde haycaballeros —dijo Dinmont—, si se necesita dinero para llevar adelanteel pleito, toda vez que cuando no lo hay andan sólo con una rueda, aquíestá esta cartera. El capitán puede hacer uso de ella como si fuese suhacienda, porque Alie y yo hemos dispuesto que así sea.

—Guarde ese dinero para mejorar su finca, Dandy, que por ahora nohace falta —dijo Pleydell.

—Está bien arreglada, señor abogado, y nada falta en ella. ¡No nosconoce aún! Mi cortijo es de lo mejorcito que hay.

—Pues, arriende otra finca.—No hay tierras vacantes, y no es cosa de que despidan a nadie. No

me gusta perjudicar a los vecinos.—¿Ni siquiera a aquel de marras?—No, por cierto. No es bueno, y siempre andamos en camorra por los

límites, y de vez en cuando nos sacudimos el polvo; pero no por eso ledeseo ningún mal.

—Es usted un buen hombre, Dinmont. Váyanse a la cama —dijo elabogado—, que yo respondo de que dormirán mejor que muchos quegastan casacas bordadas y ricos encajes. Coronel, veo que está ocupadocon su niño encontrado. Que me despierten a las siete en punto, porqueno puedo fiarme de mi criado ni del escribiente, que han venido conmigo.¡Buenas noches a todos y hasta muy pronto!

Y poniendo fin a aquella escena, el abogado, tomando un candelero,se dirigió a su dormitorio. Pronto hicieron lo mismo todos los demás, nosin que Dóminus volviera a estrechar de nuevo entre sus brazos alchiquitín Enrique, como continuaba llamando al joven militar que teníaya seis pies de altura.

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E

Capítulo XV

nvuelto en una gran bata de abrigo y cubierto con un gorro de tercio-pelo, el abogado se hallaba ya, a la hora prefijada, sentado ante unamesa iluminada por dos bujías y cerca de un buen fuego, arreglandocuidadosamente todos los papeles que se referían a la sumaria hecha enotro tiempo sobre el asesinato de Francisco Kennedy, después de enviarun aviso a Mac-Morlan para que acudiese a Woodbourne tan pronto comole fuera posible, a fin de tratar un asunto de la mayor importancia.

Dinmont, fatigado con los acontecimientos del día anterior, y encon-trando el alojamiento de Woodbourne muy superior al que le habíaproporcionado Mac-Guffon, no se apresuraba a levantarse.

En cuanto a Beltrán, su impaciencia le hubiera hecho madrugar; peroel coronel le había manifestado intención de verlo por la mañana antesde que abandonara su cuarto, y no quería salir de él hasta que se rea-lizara la entrevista; así es que, una vez vestido y arreglado con la ropaque el coronel había dispuesto para él, esperó con impaciencia la pro-metida visita.

Poco después un discreto golpecito anunció al coronel, y ambos sos-tuvieron una larga e interesante conversación, si bien cada uno guardóun secreto para el otro. Mannering no se decidió a hablar de su predic-ción astrológica, y Beltrán, por motivos fáciles de comprender, ocultósus amores con Julia. En todo lo demás reinó entre ellos absoluta fran-queza, y ambos quedaron sumamente satisfechos; el coronel, mostran-do una verdadera cordialidad, y Beltrán, recibiendo sus atenciones conplacer y gratitud.

La señorita Beltrán estaba ya en el comedor cuando entró Samsonradiante de alegría, circunstancia tan poco común en él que Lucía cre-yó que era víctima de algún bromista que quería ponerlo de buen humor.

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Permaneció algún tiempo sentado haciendo gestos y visajes,1 hasta queal fin exclamó:

—¿Qué le parece, señorita Lucía? ¿Qué piensa de él?—¿Pensar de quién, Samson? —preguntó la joven.—De Enr..., no...: de ese forastero que ya sabe.—¿Del que ya sé? —dijo Lucía, sin comprenderlo.—Sí, de ese forastero que vino anoche en la silla de posta; ese que

hirió a Carlos Haslewood. ¡Ja, ja, ja! —y Dóminus soltó una estrepitosacarcajada.

—Ha escogido un motivo muy poco a propósito para su risa, Samson.No pienso nada de ese hombre; creo, sencillamente, que el accidentefue casual y que no debemos temer nada de él.

—¡Casual! ¡Ja, ja, ja! —Samson volvió a reír a carcajadas.—¡Muy risueño está esta mañana! —dijo Lucía algo enfadada.—Sí, sí, lo estoy. ¡Vaya si lo estoy! ¡Es chistoso!—Tan chistoso, señor mío, que desearía saber a qué obedece esa ale-

gría —dijo Lucía, con seriedad.—Lo sabrá todo, señorita Lucía, lo sabrá. ¿Se acuerda de su hermano?—¿Cómo voy a acordarme? Nadie sabe mejor que usted que lo perdí el

mismo día que vine al mundo.—Es verdad —repuso Samson, entristecido por el recuerdo—; lo ha-

bía olvidado. Pero, ¿se acordará de su padre?—¿Podrá dudarlo, Samson, haciendo tan poco tiempo que lo he perdido?—Sí, sí, tiene razón —repuso Dóminus suspirando—. Tales recuerdos no

son para hacer reír. Pero... Mire a ese joven —añadió señalando a Beltrán,que entraba en el comedor en aquel momento—, mírelo y vea si no es el vivoretrato de su padre. ¡Ya que son huérfanos, ámense tiernamente comobuenos hermanos, hijos míos!

—¡En verdad se parece a mi padre! —exclamó Lucía, poniéndose in-tensamente pálida.

Beltrán acudió a sostenerla temiendo que se cayera, y Dóminus corrióa buscar agua; cogió, en su aturdimiento, la cafetera, que estaba llenade agua hirviendo. Por fortuna no fue preciso hacer uso de ella.

—Dígame, Samson —exclamó la joven, con voz solemne, aunque en-trecortada por la emoción—: dígame si es mi hermano.

—Sí, señorita Lucía: es su hermano.—¿Es mi hermana esta señorita? —dijo Beltrán, experimentando en

su alma el dulce sentimiento del amor fraternal, que se reveló en él conirresistible vehemencia—. En ese caso, es lo único que me queda en elmundo. El coronel me ha contado todas las desgracias de nuestra fami-lia; pero no me ha dicho que encontraría aquí a mi hermana.1Visajes: Expresión del rostro, movimiento anormal por vicio o enfermedad.

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—Habrá querido que nuestro amigo Samson, el mejor y más fiel compa-ñero de nuestro padre, fuera quien te lo dijese, Enrique. Ha permanecidofiel a la pobre huérfana hasta en los más crueles reveses.

—¡Cuánto le agradezco! —exclamó, estrechando afectuosamente la manode Dóminus—. Merece, ciertamente, el afecto que profesaba a la vaga eimperfecta reminiscencia que conservo de su memoria desde mi más tier-na infancia.

—¡Ámense, hijos queridos! —dijo Samson—. Si no hubiese sido por uste-des, mi mayor alegría hubiera sido seguir al sepulcro a mi bienhechor.

—Confío en que veremos tiempos mejores —dijo Beltrán—. Nuestrosmales se convertirán en bienes, ya que tengo amigos leales y medios dehacer triunfar mis derechos.

—Sí, hijo mío; todos los amigos que aquí tiene son verdaderos: el co-ronel, el señor Pleydell y el buen Dinmont, y, por último, yo; todos losamamos y velaremos por ustedes.

Apenas el coronel se separó de Beltrán entró en el cuarto de su hija, yordenó a la doncella que se retirase un momento.

—¡Cómo has madrugado hoy, papá! —dijo Julia—. ¿No consideras lotarde que nos acostamos anoche? ¡Apenas si he tenido tiempo de pei-narme!

—No me preocupo en este momento del exterior de tu cabeza, Julia,sino del interior: eso es lo que me interesa ahora. Dentro de pocos mi-nutos te dejaré otra vez en manos de tu doncella.

—¿Y quieres arreglar el interior en pocos minutos, en menos del queMaría emplea para poner en orden el exterior? Hay dentro de mi cabezatantas ideas que no puedo entender, que muchas veces creo soñar.

El coronel, comprendiendo lo que su hija quería decir, le explicó enpocas palabras todo lo que sabía de Beltrán y le preguntó después sisus ideas se habían aclarado.

—No, querido papá; tengo más confusión ahora; pero me alegraré deque todo redunde en beneficio de Lucía.

—Una cosa me sorprende mucho —continuó el coronel—, y es que la se-ñorita Mannering, sabiendo lo disgustado que estaba su padre por lamuerte de Brown, a quien desde ahora llamaremos Beltrán, y habién-dole visto vivo y sano el día del accidente ocurrido a Haslewood, no di-jese nada a su padre, permitiendo así que dicho joven fuera perseguidocomo un criminal.

Julia, que se había armado de valor para sostener la entrevista quepedía su padre, bajó la cabeza, confusa, intentando decir que no lohabía conocido; pero la mentira expiró en sus labios.

—¿No me respondes, Julia? —preguntó su padre, con gravedad y congran dulzura al mismo tiempo—. Dispénsame que te pregunte si hasido esa la primera vez que lo has visto desde que volvimos de la India.

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¿Callas? En ese caso supongo que lo has visto en otra u otras ocasio-nes. Julia, ¿tienes la bondad de responderme? ¿Era Beltrán el jovenque iba a casa de Mervyn a darte serenatas en el lago y que hablócontigo varias veces? Te ordeno..., te suplico que seas sincera.

Julia levantó la cabeza.—He sido y sigo siendo muy loca, papá, y siento mucho tener que

encontrarme en tu presencia con un joven que ha sido, si no la causa,cómplice, al menos, de mi locura.

Y se detuvo sin poder continuar.—¿Debo creer, pues, que él era el único músico de las serenatas?—Sí, papá, sí; pero, si he obrado mal, sírvame de excusa esto: toma

estas cartas y por ellas sabrás cómo empezó nuestra amistad y quién lafomentó —añadió, abriendo una cajita y sacando unos papeles que en-tregó a su padre.

Mannering se acercó a la ventana, repasó algunas con ademán in-quieto, pero su filosofía le hizo comprender que nada había de repren-sible en ellas, y se acercó de nuevo a su hija mostrando en su semblantela serenidad que le permitían los encontrados sentimientos que lo agi-taban.

—No te falta disculpa, Julia. Has obedecido a tu madre, no a tu padre;pero olvidemos lo pasado y cuidemos de lo futuro. Guarda esas cartasque no debo leer, ya que no fueron escritas para mí: sólo a instanciastuyas he visto alguna. Y ahora, hija mía, ¿somos amigos? ¿Has acabadode comprenderme?

—¡Oh, papá, bueno y generoso como ninguno! —exclamó la joven,echándose en sus brazos—. ¿Por qué no te habré conocido antes?

—No hablemos más de eso, hija mía —repuso el coronel—: ambostenemos mucho de que acusarnos. El que es demasiado altivo parareclamar la ternura y la confianza que se cree con derecho a obtener sinsolicitarlas, se encuentra algunas veces chasqueado. Ya que he tenidola desgracia de que el ser a quien más amaba en el mundo muriera sinacabar de comprenderme, que mi hija al menos tenga confianza en mí yme ame como yo la amo a ella.

—¡Oh, papá, no temas; no haré nada sin contar con tu aprobación, ycualquier sacrificio por ti lo soportaré gustosa!

—Espero que no tendrás que hacer sacrificios muy heroicos, hija mía—dijo el coronel, besándola en la frente—. Respecto a ese joven, y te-niendo en cuenta que toda correspondencia clandestina degrada a unaseñorita a sus propios ojos, deseo que cese inmediatamente toda comu-nicación secreta con él; si se queja, le dirás que se dirija a mí. Como esnatural, desearás saber cuáles serán los resultados de tu obediencia. Enprimer lugar, deseo observar el carácter de ese joven mejor de lo que hepodido apreciarlo hasta ahora, y además, quiero que se reconozcan sus

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derechos de un modo tan terminante que no admita dudas. No quierodecir con esto que deseo verlo recobrar su fortuna: me basta sólo conque sea reconocido públicamente como Enrique Beltrán de Ellangowan,en cuyo caso, posea o no los bienes de sus mayores, es persona muydistinta de Vambeest Brown, que ni siquiera sabía quiénes eran suspadres. Pleydell me ha asegurado que sus antepasados fueron tan no-bles y distinguidos como los nuestros. Ten entendido que ni apruebo nirehúso; mas espero que redimas pasadas necedades con un poco desumisión y que tendrás en tu padre toda clase de confianza; mi deseode verte feliz reclama este deseo filial por tu parte.

La primera parte de este discurso afligió bastante a la joven, aunquesonrió al observar la comparación que su padre establecía entre ambaspersonalidades; pero al final, su corazón, inclinado naturalmente a lagenerosidad, se llenó de ternura, y exclamó, abrazando al coronel:

—Sí, querido papá, te doy mi palabra de que desde este momento túserás la primera persona a quien consulte, y nada haré sin tu aproba-ción. Pero dime: ¿se quedará en Woodbourne el señor Beltrán?

—Sí, hija mía, hasta que se arreglen sus asuntos, por lo menos.—En ese caso tienes que comprender que, después de las relaciones

que median entre nosotros, exigirá que le explique el motivo de mi con-ducta.

—Creo, por el contrario, que respetará mi casa, apreciando los favo-res que le he hecho y procuro hacerle, y que no preguntará la razón quete obliga a variar de conducta con él, sabiendo que yo no aprobaba laseguida hasta aquí. De todos modos, confío en que sabrás hacerle com-prender la que te debe a ti y a él mismo.

—Te comprendo, papá, y te obedeceré en todo.—Gracias, hijita; mi ansiedad es sólo por ti. Enjuga esos ojos de las

lágrimas que podrían descubrir nuestra conversación y vamos a al-morzar.

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Capítulo XVI

espués de las entrevistas realizadas entre los diversos personajesque habían dormido aquella noche bajo el techo de Woodbourne, todos,excepto Dinmont, que prefirió quedarse en la cocina, donde podía co-mer y hablar a su gusto con los criados, se reunieron en el comedor,donde reinó cierta reserva entre los comensales.

Julia apenas se atrevía a preguntar a Beltrán si quería más té; Beltránestaba en brasas pensando que la presencia del coronel le impedía de-cir una sola palabra a su adorada Julia; Lucía, llena de ternura por elhermano que había recobrado, pensaba en el choque con Haslewood; yel coronel, por su parte, sentía esa inquietud propia de un hombrereceloso que cree que las miradas de todos están fijas en él y teme quecomprendan lo que piensa. El abogado, después de haber consultadosus documentos, extendía la manteca en el pan, con ceño adusto, mos-trando una gravedad impropia de su caso. En cuanto a Dóminus, sólopodemos decir que permanecía en completo estado de beatífica contem-plación. Miraba a Beltrán, miraba a Lucía, suspiraba; hacía visajes, ycometía toda suerte de equivocaciones materiales, echando la mantecaen la taza en vez de ponerla en el pan, los posos de la taza vacía en elazucarero, en vez de depositarlos en la vasija destinada al efecto y termi-nó por arrojar el contenido de la hirviente tetera sobre Platón, el perrofavorito del coronel, en vez de echarlo en la taza.

Esta última torpeza sacó de su abstracción a Mannering, que sostuvoun tiroteo de frases científicas con el dómine, hasta que un criado entrócon la esperada respuesta de Mac-Morlan.

Una vez abierta la esquela, resultó ser de su esposa, que manifestabaa Pleydell la ausencia del magistrado, detenido en Portanferry por lossucesos ocurridos la noche anterior.

—Es un contratiempo —exclamó Pleydell— porque nuestro amigoBeltrán en este momento es sólo un preso fugado que está fuera de la

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ley, y es preciso ponerlo cuanto antes en libertad legal. Ya que no esposible hacer otra cosa, propongo que pasemos a ver a sir RobertoHaslewood para ofrecernos como fiadores de él, en cuyo caso no podrárehusar.

—Con mucho gusto —dijo el coronel, tirando de la campanilla y dan-do orden al criado que se presentó de que engancharan el coche. Des-pués añadió—: ¿Y qué haremos luego?

—Buscar a Mac-Morlan y reunir más pruebas.—¿Más? ¡Si el asunto es claro como la luz del día! Samson, Lucía y

usted mismo han reconocido en este joven la imagen de su padre; élrecuerda perfectamente las circunstancias anteriores a su salida deEscocia. ¿Qué más se necesita?

—Como convicción moral, nada; pero como prueba legal, falta mucho.Los recuerdos del señor Beltrán son suyos y no pueden favorecerlo.Lucía, su preceptor y yo sólo podemos afirmar lo que cualquiera quehubiese conocido al último Ellangowan diría también: que este caballeroes su vivo retrato; pero con eso no se acredita que es hijo legítimo deEllangowan, ni se le pone en posesión de los bienes.

—¿Qué hace falta, en ese caso? —preguntó el coronel.—Pruebas claras e incontestables. Quizás los gitanos... Pero son infa-

mes ante la ley y no se puede admitir su testimonio. En cuanto a Mar-garita, no puede declarar que sabe nada, porque antes lo negó; yo mismole tomé declaración y aseguró ignorarlo todo.

—¿Qué hacemos? —dijo el coronel.—Procuraremos obtener pruebas legales en Holanda entre las perso-

nas que cuidaron de su niñez, y entre los contrabandistas que tomaronparte en su rapto; aunque estos, probablemente, callarán por la parteque tuvieron en el asesinato de Kennedy. De todos modos, su calidadde extranjeros y de contrabandistas quitaría autoridad a su declara-ción. Lo digo con sentimiento; pero veo el asunto dudoso.

—Respetando su opinión, señor Pleydell —dijo Samson, terciando enel asunto—, confío en que ahora que ha regresado el niño, no quedarála obra incompleta.

—También lo espero yo —repuso Pleydell—; pero nosotros tenemosque poner los medios, y veo que hay más dificultades de lo que creí aprimera vista. Sin embargo, como la suerte sólo favorece a los atrevi-dos, seguiremos en nuestra empresa sin desfallecer un instante.

Momentos después Pleydell y el coronel subieron al coche y se dirigie-ron a casa de sir Roberto, que los recibió con más ceremonia y frialdadde lo que acostumbraba, pues siempre se mostraba muy atento conMannering, y Pleydell era antiguo amigo suyo.

No parecía muy inclinado a aceptar la fianza porque, según dijo, elagresor de su hijo se había hecho pasar por otro y era una de esaspersonas a quienes no se puede soltar impunemente.

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—Ese joven ha servido en la India bajo mis órdenes —dijo el coronel—, encalidad de cadete.

—Ya ve cómo miente: él asegura ser capitán y mandar una compañíaen su regimiento —dijo sir Roberto.

—Habrá ascendido después de ausentarme yo de allí.—Lo hubiera sabido.—¿Por qué? Volví a Inglaterra por asuntos de familia y no he vuelto a

interesarme de lo que pasaba en el regimiento; además, el apellido Brownes tan corriente que no habré reparado en ello, aunque lo haya leído: detodos modos, dentro de unos días tendremos noticias del teniente coronel.

—He recibido aviso de que ese joven no trata de conservar el apellidoBrown, sino que piensa tomar el de Beltrán y pleitear por los bienes deEllangowan —dijo sir Roberto, algo vacilante.

—¿Y quién le ha dicho eso? —preguntó el abogado.—Sea quienquiera el que lo dice, ¿es suficiente motivo para tenerlo

preso? —añadió Mannering.—Si fuese un impostor —dijo el abogado—, no lo protegeríamos; pero,

¿quién le ha dado esa noticia?—Un sujeto que está muy interesado en poner en claro este asunto;

pero…, dispénsenme que no sea más explícito sobre el particular.—Bien: ¿y qué dice?—Que entre los gitanos, los contrabandistas y otras personas desocu-

padas han formado el plan de hacer pasar por hijo legítimo de Ellangowana ese joven, que se parece muchísimo a él, y que es sencillamente unhijo natural.

—Pero ¿es que Godofredo Beltrán tenía algún hijo natural, señor ba-rón? —preguntó el abogado.

—Lo sé positivamente, y no tengo la menor duda de que lo colocó degrumete a bordo de un barco de guerra que mandaba un primo suyo.

—Cosas son esas que yo ignoraba, sir Roberto. Averiguaré el caso, y,siendo así, tanto el coronel como yo abandonaremos a ese joven; peroentretanto, y ya que ambos respondemos por él, sírvase aceptar nues-tra fianza, pues de otro modo incurriría en grave responsabilidad.

—La admito con la condición de que lo prenderán después si resultaser un impostor; porque, no quiero ocultárselo, así me lo aseguró unamigo muy atento, un bellísimo sujeto, aconsejándome que no tuvieratal condescendencia. Él me advirtió que se había escapado de la cárcelde Portanferry.

Pronto extendió Driver, el pasante de Pleydell, que había ido con ellos,un acta de fianza; y poco después, llevando una orden de libertad pro-visional en el bolsillo, partieron nuestros amigos ocupando cada uno suasiento en la silla de posta.

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—¿Piensa abandonar a ese joven en la primera dificultad que se pre-senta, amigo Pleydell? —preguntó el coronel, apenas el carruaje em-prendía la vuelta.

—¿Quién, yo? No, por cierto, aunque tenga que pleitear por él antetodos los tribunales. ¿Quería que discutiera con aquel testarudo, de-jándolo comprender nuestras intenciones? Es preciso que pueda decira Glossin que tomamos el asunto con tranquilidad e indiferencia, y queademás, quiero estar al corriente del juego contrario.

—¡Vamos, veo que en el foro hay tantas estratagemas como en la guerra!¿Y qué le parece su línea de ataque?

—Es ingeniosa; pero a la desesperada. Dejan que se trasluzca su ideay toman demasiadas precauciones: defecto común, generalmente, enlos que no tienen razón.

Nada digno de mención ocurrió en el trayecto a nuestros amigos, ex-cepto su encuentro con Carlos Haslewood, a quien participaron ense-guida el descubrimiento del verdadero Enrique Beltrán. El joven oyócon alegría los pormenores y corrió a felicitar a Lucía por tan feliz einusitado suceso.

Mientras el coche continúa su camino, volvamos a Woodbourne y vea-mos lo que hablaban los jóvenes, que permanecieron allí mientras es-peraban el regreso de aquellos.

—Precisamente desembarqué hace unos días, en circunstancias muysingulares —decía Beltrán—, bajo las torres del castillo de mis antepa-sados, y sentí renacer en mi mente recuerdos dormidos hacía muchotiempo, y en mi alma, sensaciones no experimentadas por muchos añosy que, sin embargo, no podía descifrar. Voy a visitar ahora esos domi-nios y tal vez sienta nuevas esperanzas.

—No irás en este momento —dijo su hermana—, porque vive allí unmalvado que con sus amaños1 y villanías nos arruinó, primero des-garrando el corazón de mi padre, y después, causándole la muerte.

—Eso precisamente aviva mi deseo de hallarme cara a cara con ese mi-serable: creo que lo conozco ya y no quiero rehuir su presencia.

—Considera que estás bajo nuestra custodia, Enrique, y que ambassomos responsables de tus acciones, por lo cual no podemos dejartesalir —dijo Julia—. Sólo podemos consentir en semejante cosa yendotodos juntos a pasear por las alamedas de Woodbourne; llegando alfinal, tal vez puedas ver en lontananza esas sombrías torres que tantohan exaltado tu imaginación.

El paseo quedó acordado en un momento; las señoritas tomaron susabrigos y emprendieron el camino propuesto, escoltadas por el capitán

1Amaños: Traza o artificio para ejecutar o conseguir algo, especialmente cuando no esjusto o merecido.

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Beltrán. Era una deliciosa mañana de invierno, y el frío, lejos de moles-tar a los jóvenes, contribuía a hacerles más grato el ejercicio.

Un eslabón de simpatía e interés por el joven Enrique unía ahora a lasdos señoritas, y él, escuchando los detalles que Lucía contaba de sufamilia y relatando sus aventuras en la India, devolvía a las jóvenes laalegría que ellas le hacían experimentar.

Lucía se enorgullecía de tener tal hermano, y Julia, reflexionando so-bre lo que le había dicho su padre, se complacía en la alegre esperanzade que la altiva independencia que tan mal le pareciera en el plebeyoBrown, tenía entonces a sus ojos la noble dignidad que convenía alheredero de los Ellangowan.

Continuando su paseo llegaron a aquella eminencia donde MargaritaMerrilies había visto por última vez a Godofredo Beltrán, y desde la cualse divisaba la bahía de Ellangowan, el océano agitado por el viento oes-te, las verdes campiñas y las torres del ruinoso castillo, iluminadas enaquel momento por los rayos del sol.

—Esa es la mansión de nuestros antepasados, querido hermano; y sibien es verdad que no te deseo el poder que, según dicen, gozaron ellos, ydel que hicieron siempre buen uso, sí deseo verte pronto en posición deco-rosa que te proporcione el medio de socorrer a algunos de nuestros servi-dores, a quienes la muerte de nuestro buen padre dejó muy desvalidos.

—Hermana mía, espero que, auxiliados por los buenos amigos que tantose interesan por nosotros, veremos cumplido ese deseo.

Lo interrumpió la voz de Dinmont, a quien no había visto hasta quehabló, y que llegaba diciendo:

—Aquí te buscan, capitán: es quien sabes.E inmediatamente, como si saliese de la tierra, apareció delante de

ellos Mag Merrilies.—Lo buscaba en la quinta y sólo hallé a ese —dijo la gitana, señalan-

do al labrador—. Pero usted está en lo cierto; yo iba errada. Aquí esdonde debíamos encontrarnos: en este mismo lugar, donde mis ojosvieron por última vez a su padre. Recuerde su promesa y sígame.

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B

Capítulo XVII

eltrán, da a esa mujer lo que pide y despáchala! —dijo Julia, entre-gando al joven su portamonedas.

—No —repuso este, rechazándolo—; sería ofenderla, y no puedo hacerlo.—¿Qué lo detiene? —añadió la gitana, subiendo el tono de su ronca

voz—. ¿Por qué no me seguía? ¿Ha olvidado su juramento? ¡Recuérdelo!—continuó extendiendo el brazo en actitud amenazadora—. En la iglesiao en la plaza, en una boda o en un entierro, sábado o domingo, a la horade comer o a la hora de dormir, fuese cuando fuese, había de seguirme.

—Dispénsenme —dijo Beltrán a sus aterrorizadas compañeras—; es-toy comprometido con esa mujer para seguirla cuando me llame.

—¡Comprometido con una loca! —exclamó Julia.—¡Una gitana que tal vez tenga gente escondida en el bosque para

asesinarte! —añadió Lucía.—Ese lenguaje es impropio de una hija de Ellangowan —repuso Mar-

garita, mirando con ceño adusto a Lucía—. Los que piensan mal son losque no hacen bien.

—Tengo que seguirla a toda costa —dijo Beltrán—: es absolutamentenecesario. Esperen cinco minutos y volveré enseguida a este mismo lugar.

—¡Cinco minutos! —agregó la gitana—. Quizás tarde más de cincohoras.

—¿Lo oyes? —exclamó Julia—. ¡No la sigas!—Es preciso. Dinmont regresará con ustedes.—No —añadió la gitana—; también él tiene que venir con nosotros:

precisamente está aquí para eso. Tiene que ayudarlo con el corazón ycon el brazo, ya que usted lo ayudó en otra ocasión, que pudo pagarbien cara por cierto.

—Así es —repuso el honrado labrador—; esa es la verdad, y antes desepararme del capitán demostraré que no lo he olvidado.

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—¡Oh, sí, señor Dinmont, acompáñelo; ya que debe obedecer tan extra-ña orden! —dijeron ambas jóvenes a una voz.

—Adiós, pues, y vuelvan a casa tan aprisa como puedan —dijo Bel-trán—. Ya ven que voy en buena compañía.

Y dicho esto se despidió de ambas jóvenes, que, aterrorizadas y mudasde sorpresa, siguieron largo rato con la vista al extraño grupo formadopor los dos amigos y la gitana, que con paso rápido y firme los precedía,volando más bien que andando, hasta que, llegando a los bosques deEllangowan y dirigiéndose hacia Dercleuf, desaparecieron por completo.

—¡Qué cosa más rara! —dijo Lucía, pasados unos momentos, diri-giéndose a su amiga—. ¿Qué tendrá que hacer con esa bruja?

—Es terrible —repuso Julia—, y me recuerda las historias de brujas,hechiceros y genios que he oído en la India. Allí creen que existe el malde ojo y que hay personas que tienen tal don de fascinación que obligana sus víctimas a hacer lo que ellos quieren. ¿Qué relación puede haberentre Beltrán y esa horrible mujer para que nos deje así, contra suvoluntad, evidentemente, y obedezca su mandato?

—Podemos creer, al menos, que no intenta hacerle daño —dijo Lu-cía—; porque en ese caso no hubiera exigido que Dinmont lo acompa-ñara, sabiendo la fuerza que tiene. Enrique me ha contado que en ciertaocasión anunció a su amigo que le ocurriría un peligro, y, efectivamen-te, fue así. Creo que lo más prudente será volver a la quinta cuantoantes, a fin de estar allí cuando llegue el coronel. Beltrán volverá antes,tal vez; pero, de no ser así, tu padre sabrá lo que hay que hacer.

Cogidas del brazo y tropezando algunas veces a causa de la precipita-ción con que caminaban y la agitación de sus nervios, llegaron ambasamigas a la avenida de los árboles que conducía a la casa, y a pocooyeron las pisadas de un caballo detrás de ellas. Se volvieron sorpren-didas, temerosas de todo en aquellos momentos, y vieron con gran ale-gría que era Carlos Haslewood.

—El coronel llegará inmediatamente —les dijo—; yo vengo delante parasaludar a la señorita Beltrán y felicitarla por el feliz suceso ocurrido ensu familia. Deseo ser presentado al señor Beltrán para manifestarle migratitud por la bien merecida lección que supo dar a mi imprevisiónindiscreta.

—Precisamente acaba de separarse de nosotras —dijo Lucía—; y porcierto, de un modo que nos tiene muy inquietas.

En aquel momento llegaba el coche del coronel, y ambos amigos seapearon al ver a los jóvenes, que inmediatamente les contaron cuantohabía ocurrido.

—¡Otra vez Margarita Merrilies! —exclamó el coronel—. Es la personamás misteriosa que he visto en mi vida. Creo, sin embargo, que no

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debemos apurarnos; tal vez tiene que comunicar algo a Beltrán y noquiere que lo sepamos.

—Esa vieja loca no está contenta si ella no lo maneja todo —dijo el abo-gado—, sin esperar a que las cosas vengan por sus pasos contados. Porla dirección que han tomado, temo que hayan ido a Ellangowan. Esetunante de Glossin ha demostrado que tiene una buena casta de pája-ros a su disposición. Desearé que baste a nuestro amigo el auxilio deDinmont.

—Si quieren —añadió Haslewood—, tendré gusto en seguir el caminoque han tomado. Soy muy conocido por estos contornos, y creo que nose atreverán a molestarlo en mi presencia; pero, de todos modos, encaso necesario podré auxiliarlo. Si los encuentro, los seguiré a ciertadistancia para no estorbar, si quiere hablar reservadamente con el se-ñor Beltrán.

—Casi estoy por decirle que haría bien, amigo Haslewood, porque mástemo una presión legal que un ataque violento, y creo que su presenciacontribuiría a desbaratar los planes de Glossin.

—Vaya, pues, hijo mío, y obsérvelos bien. Probablemente los encon-trará en Dercleuf o por el bosque de Warroch —dijo el coronel, y aña-dió—: Y vuelva para comer aquí.

El joven hizo un saludo, montó a caballo y partió al galope.Volvamos a encontrar a Beltrán y Dinmont, que continuaban siguien-

do a su misteriosa conductora por entre valles y cerros hasta el ruinosovalle de Dercleuf. La gitana, siempre delante, sólo volvía la cabeza paradecir que apretaran el paso, a pesar de que el sudor bañaba la frente deambos amigos, no obstante el rigor de la estación. A veces, hablabaentre dientes frases sin relación entre sí, tales como estas:

—¡Hay que reedificar la casa...! ¡Hay que colocar la piedra angular!¡Ya lo advertí...! ¡Ya le dije que ese era mi destino, aun cuando para ellohubiera tenido que saltar sobre la cabeza de mi padre! Fui condenada ycumplí mi promesa; fui desterrada y mis proyectos siguieron conmigo;me han azotado, me han marcado con un hierro candente, y mi resolu-ción ha permanecido firme en un sitio profundo donde no lograbanllegar el látigo ni el hierro. ¡Ya ha llegado la hora!

—Capitán —murmuró Dinmont, a media voz—, sentiría que esa mu-jer fuera hechicera; pero creo que no habla como otras personas. Ennuestra tierra creemos en brujas.

—Nada temas —repuso Beltrán, en el mismo tono.—¡Temer! —exclamó el osado labrador—. ¡Dandy Dinmont no teme al

diablo ni a las brujas!—¡Callen, buenos hombres! —dijo Margarita, volviendo la cabeza con

severidad—. ¿Creen que este sitio es a propósito para entablar unaconversación?

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—Buena amiga —dijo Beltrán—, no dudo del interés que te tomas pormí; pero debías de tener más confianza conmigo y decirme adónde mellevas.

—He jurado no decirlo, Enrique Beltrán; pero no he prometido nomostrarlo —dijo la sibila—; así que sólo puedo darle esta respuesta:avance y recobrará su hacienda; retroceda y la perderá.

—¡Adelante! —repuso Beltrán—. No haré más preguntas.Bajaron después al valle donde pocos días antes habían enterrado al

gitano muerto, y, deteniéndose un momento junto a la tierra removida,dijo la gitana:

—Aquí descansa uno que pronto tendrá compañía.Pronunció algunas frases más con una mezcla de delirio y entusias-

mo y una expresión trágica que ya hubieran querido para sí muchasactrices, y después, volviendo al tono seco y breve habitual en ella,continuó:

—¡Manos a la obra, ahora!Dirigiéndose al cerro de Dercleuf, y sacando una llave de su bolsillo,

abrió la puerta, ofreciendo a las miradas de nuestros amigos una habi-tación bastante más ordenada de lo que la había hallado Beltrán díasantes.

—La he puesto en orden porque tal vez esta noche esté en ella de cuerpopresente. No habrá mucho acompañamiento en mi entierro, porque to-dos los míos desaprobarán lo que he hecho y lo que voy a hacer. Coman—dijo después, señalando un pedazo de carne fiambre que había sobrela mesa—; conviene que tengan fuerzas para esta noche.

Beltrán cortó un trozo y lo comió sólo por complacer a Margarita; peroDinmont, cuyo apetito era inmejorable, hizo los honores a la comida yademas, apuró un vaso de cerveza que le ofreció la gitana. Beltrán mez-cló con agua la cerveza y la bebió a sorbos.

—¿No comes nada tú? —dijo Dinmont a la gitana.—No necesito alimento —dijo la misteriosa protectora—. Ahora voy a

darles armas, porque las necesitarán. No pueden ir desprevenidos; perono las empleen sin necesidad. Es preferible cogerlo vivo para entregarloa la justicia y que declare todo lo que sabe antes de morir.

—¿A quién hay que prender? ¿Quién tiene que declarar? —preguntó Bel-trán sorprendido, tomando las pistolas que Mag le ofrecía, cargadas ya.

—Son buenas y la pólvora está bien seca. Confíen en mí —dijo la gitana.Después dio otro par de pistolas a Dinmont, entregó a cada uno un

buen garrote, y todos salieron de la estancia, que volvió a cerrar conllave la gitana.

—No comprendo lo que quiere esta mujer; pero realmente no necesi-tamos hacer uso de estas armas mientras no nos veamos precisados.Obra como me veas obrar a mí.

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Dinmont asintió con un movimiento de cabeza, y ambos continuaronel camino, siguiendo siempre a su conductora por entre selvas y pra-dos, por el mismo camino que tomó Godofredo Beltrán cuando buscabaa su hijo la triste noche del asesinato de Kennedy.

Cuando llegaron al bosque, donde sólo se oía el silbido del viento quesoplaba con fuerza agitando las ramas secas, Margarita se detuvo unmomento como si quisiera reconocer el sitio.

—Es preciso seguir las mismas huellas —dijo.Haciéndoles dar varios rodeos los llevó hacia una pradera tan rodea-

da de árboles y matorrales que formaba una especie de inaccesibleretiro en el invierno y un dosel impenetrable a los rayos del sol en vera-no. Era el lugar que hubieran escogido dos enamorados para hablar desus amores, o dos seres felices para extasiarse en su dicha; pero enaquella ocasión inspiraba seguramente pensamientos de muy diversanaturaleza, porque Beltrán, después de examinar con atención aquellugar, se quedó pensativo y triste.

—Este es el sitio, exactamente el mismo —murmuró Margarita a me-dia voz; y después, mirando de reojo a Beltrán, añadió—: ¿Lo reconoce?

—Sí —dijo Beltrán—, aunque confusamente.—Aquí fue aquel hombre derribado del caballo —prosiguió la gitana—.

Yo estaba escondida detrás de los matorrales y lo vi luchar; oí cómopedía que tuvieran compasión; ¡pero estaba en poder de hombres queno conocen el significado de esa palabra! ¿Quiere ver otras huellas? Leenseñaré el camino que seguí la última vez que lo llevé en mis brazos.

Y conduciéndolos por breñas, sin seguir una senda marcada, bajaronpor una suave pendiente hasta encontrarse a la orilla del mar. Inter-nándose entre las rocas, hasta llegar a una más alta y algo separada delas demás, exclamó en voz tan baja que apenas si parecía un suavemurmullo:

—¡Aquí se encontró el cadáver!—La cueva debe estar cerca —dijo Beltrán, en el mismo tono—. ¿Nos

llevas a ella?—Sí —añadió la gitana en tono firme—. Haga lo mismo que haga yo

para entrar, y sígame. Ya he dispuesto los sarmientos1 de modo tal quepueda ocultarse hasta que yo diga: “La hora y el hombre han llegado”.Enseguida arrójese sobre él, apodérese de sus armas y átele fuerte,¡fuerte hasta que la sangre salte de sus uñas!

—¡Por mi vida que lo haré —repuso Beltrán—, si es el hombre quesupongo! Jansen, ¿eh?

—Sí: Jansen, Hatteraick y veinte nombres más. Ese hombre es uncalendario completo.1Sarmientos: Tallo o vástago de la vid, largo, delgado, flexible y nudoso, de donde brotanlas hojas y los racimos de uvas.

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—Tendrás que ayudarme, Dinmont —dijo Beltrán—, porque ese hom-bre es un diablo.

—¿Lo dudas? —contestó el honrado labrador—. Es muy triste dejar elaire libre y el magnífico sol que nos alumbra para entrar en ese sitio,expuesto a que lo maten a uno como un topo; pero te seguiré hasta elfin del mundo, capitán.

Mientras ambos amigos sostenían en voz baja el anterior diálogo, lagitana, destapando la boca del subterráneo, penetró por ella arrastrán-dose sobre la hierba; Beltrán la siguió, y Dinmont, después de lanzaruna triste mirada a los esplendentes rayos de sol que iluminaban lacampiña, entró tras ellos.

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D

Capítulo XVIII

andy Dinmont sintió que alguien lo sujetaba por una pierna cuandose disponía a entrar en el subterráneo, y, de miedo, estuvo a punto delanzar un grito que, indudablemente, hubiera sido causa de la muertede todos porque en aquella postura era imposible toda defensa.

Se contuvo y prosiguió avanzando a modo de lagarto, cuando oyó unavoz que le decía en tono muy bajo:

—¡Soy un amigo: Carlos Haslewood!Estas palabras, aunque dichas muy quedo, produjeron un leve rumor

que llegó a oídos de la gitana, la cual se incorporaba en aquel momentodentro de la cueva, y temiendo que Hatteraick lo hubiese oído también,empezó a tararear en voz baja y a arreglar las ramas secas amontona-das en un rincón.

—¿Qué haces ahí, bruja del demonio? —preguntó una voz desde elinterior de la cueva.

—Arreglar estas retamas para que te calientes, bribón maldito. Yaestás como quieres; pero tal vez la cosa cambie muy pronto.

—¿Has traído el aguardiente y noticias de mis compañeros?—El aguardiente está aquí; la gente se ha dispersado, han desapare-

cido o han muerto acuchillados por los guardias.—¡Cien mil pares de demonios! ¡Siempre me fueron fatales estas cosas!—Tal vez tendrás más motivos todavía para decirlo.Beltrán y Dinmont, con gran alegría, como es natural, habían reco-

brado su posición erguida y se ocultaron tras las retamas, siguiendo lasinstrucciones de la gitana. Haslewood, a quien Dinmont no dejó pasaradelante, se ocultó junto a ellos, y los tres permanecieron silenciososobservando por entre las ramas lo que pasaba en el interior de la cueva.

En el centro, un hornillo encendido iluminaba con sus rojizos res-plandores aquella caverna, dejando escapar, de vez en cuando, unahumareda que se alzaba hasta el techo; después daba paso a una viva

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llamarada que giraba en torno a la columna de humo. Entonces sedistinguía perfectamente el rostro de Dirk, doblemente feroz a causadel desastre que acababa de anunciarle Margarita, y a esta rondandoen torno suyo, apareciendo y desapareciendo como un espectro, entanto que él permanecía sentado, siempre en la misma postura.

Beltrán sentía hervir su sangre a la vista de Hatteraick. Se acordabaperfectamente de él y sabía que había sido, en unión de Brown, el ver-dugo de su infancia. Sabía, además, por lo que le había dicho Pleydell,que había sido el agente principal de la catástrofe que lo privó de sufamilia y de su hogar exponiéndolo a tantos peligros, y a duras penaslograba contener el afán de precipitarse sobre el miserable y saltarle latapa de los sesos.

Pero no dejaba de comprender que hubiera sido una aventura peli-grosa. Era un hombre fuerte, estaba armado y además tenía la cabezareclamada por el cadalso. ¿A qué, pues, exponer tres vidas inútilmente,si lo importante era cogerlo vivo? Decidió, pues, aguardar la señal y,conteniendo su indignación, observar lo que pasaba entre el bandido yla gitana.

—¿Cómo te encuentras? —dijo esta, en el tono seco y penetrante quele era peculiar—. ¿No te dije que vendría y que te sucedería eso en estamisma caverna donde te refugiaste después del asesinato?

—¡Guárdate tus cantares para cuando los necesites, vieja del diablo!¿Has visto a Glossin?

—No —repuso Margarita—; has errado el golpe, asesino, y no tienesque esperar ya nada de él.

—¡Si pudiese retorcerle el cuello entre mis uñas! ¿Qué voy a hacerahora?

—Morir como un hombre o ahorcarte como un perro.—¿Ahorcado, hija de Satanás? Aún no se ha sembrado el cáñamo de

la cuerda con que he de ahorcarme.—No sólo está sembrado, sino cogido y cardado, y hecha la cuerda. Ya

te lo dije cuando robaste al niño, a pesar de mis ruegos. ¿Recuerdasque te dije que volvería a los veintiún años? ¿Recuerdas que te dije queel fuego se apagaría por completo, pero que una chispa no apagada loreanimaría?

—Sí, abuela: me acuerdo que me lo dijiste —repuso Hatteraick, conacento desesperado—. Comprendo que dijiste la verdad, porque esemaldito Ellangowan fue siempre fatal para mí. Ahora, gracias a la mal-dita idea de Glossin, he perdido mi tripulación, mis botes, y quizáshasta el lugre, porque no habrán quedado hombres bastantes paramanejarlo. ¿Qué dirán ahora los armadores? ¿Cómo presentarme a ellos?

—No tendrás que tomarte esa molestia.—¿Por qué dices eso? —preguntó Dirk.

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Mag, durante el diálogo anterior, se movía continuamente, hacinabaretamas secas y las rociaba con un licor espirituoso. Antes que Dirkhiciera su última pregunta, dejó caer un ascua sobre ellas, lo cual pro-vocó de inmediato una intensa llamarada que se elevó hasta el above-dado techo. En aquel momento la gitana respondió a la pregunta deDirk con voz firme y segura, diciendo:

—¡Porque ha llegado la hora y el hombre!Como esa frase era la señal convenida, Beltrán y Dinmont, saliendo de

su escondite, se arrojaron sobre Hatteraick; Haslewood, ignorando elacuerdo, se detuvo un momento.

El miserable Dirk, que comprendió la traición de Margarita, quisovengarse y le disparó un pistoletazo.

—¡Sabía que sucedería esto! —exclamó ella, lanzando un grito y ca-yendo bañada en su sangre.

Beltrán tropezó con un obstáculo al apresurarse a socorrerla, y cayóde rodillas, evitando así que le hiriera el segundo pistoletazo disparadopor el bandido.

Dinmont se arrojó sobre este antes de que pudiera coger otra arma;pero era tan vigoroso que logró derribar al labrador y estaba a punto dedesarmarlo cuando Beltrán y Haslewood acudieron en su auxilio. Lostres se arrojaron de nuevo sobre Dirk y consiguieron desarmarlo y atar-lo de pies y manos, impidiéndole todo movimiento. Esta lucha durómenos de lo que se tarda en referirla. Hatteraick, viendo que era inútildefenderse, quedó inmóvil y sin desplegar los labios, después de haberluchado desesperadamente por desasirse.

—Cuiden de él y no lo dejen un momento —dijo Beltrán a Dinmont—,mientras voy a socorrer a esa pobre mujer.

Ayudado por Haslewood, levantó del suelo a la gitana. La bala habíapenetrado en el pecho por la garganta. Beltrán, acostumbrado a losefectos de las armas de fuego, creyó que era muy peligrosa y consultócon Carlos lo que debía hacer con ella.

—He dejado mi caballo en el bosque —dijo este—, porque estuve es-perándolo cerca de dos horas. Si quiere, iré a buscar gente de confianzay la socorreremos. Guarde la entrada de la cueva.

Reinó en aquel lugar el silencio más profundo, interrumpido sola-mente por los quejidos de la gitana y la agitada respiración del bandidoprisionero.

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T

Capítulo XIX

res cuartos de hora después, período de tiempo que pareció unsiglo a nuestros amigos, volvió Haslewood con refuerzos y dejó oír suvoz a la entrada de la cueva. Enseguida entraron todos y se apoderaronde Hatteraick llevándolo hasta la boca de la caverna, de donde lo saca-ron a rastras. Después entraron de nuevo, sacaron a la desgraciadagitana con todo el cuidado posible y consultaron entre sí sobre el lugardonde la llevarían. Haslewood propuso que la transportasen a la caba-ña más próxima, hasta que llegase el cirujano; pero apenas la gitana sedio cuenta de ello, exclamó con vehemencia:

—¡No, no; a Dercleuf! ¡Sólo allí puedo dejar de existir!—Démosle gusto —añadió Beltrán—; no sea que se agrave si la con-

trariamos.Se encaminaron todos a la torre. La gitana parecía preocuparse más

de la escena que acababa de ocurrir que de su próximo fin, porque se leoía murmurar:

—Eran tres y yo sólo llevé dos. ¿Quién sería el tercero? ¿Habrá venidoél también para ayudarlos en su venganza?

Era evidente que, sin llegar a comprenderla, la inesperada intervenciónde Haslewood, de cuya presencia no había podido darse cuenta la gitana,había herido profundamente su imaginación visionaria y exaltada.

Carlos, por su parte, explicó a Beltrán por el camino la causa de supresencia en el bosque. Los había visto salir de Dercleuf, los siguió acierta distancia y había entrado tras ellos en la cueva, con intención dedarse a conocer; una vez allí, su presencia había sido útil, como todosse apresuraron a manifestar.

Llegaron a la torre. La gitana dijo que sacaran la llave de su bolsillo yabrieran la puerta, que todo estaba dispuesto porque ella sabía lo quedebía suceder.

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La colocaron en el miserable jergón, conforme con las instruccionesque ella misma dio, y, viendo que se acercaba un cirujano y un sacer-dote que alguien había ido a buscar, exclamó, rehusando su asistencia:

—Ningún hombre puede salvar mi alma ni curar mi cuerpo; déjenmeque diga cuanto tengo que decir y después obrarán como crean conve-niente. Que nadie se oponga a mis deseos. ¿Dónde está Enrique Beltrán?

Todos los presentes se miraron unos a otros; hacía muchos años queno oían pronunciar aquel nombre, y su asombro no reconoció límites.

—¡Acérquese, Enrique Beltrán de Ellangowan! Quítense todos de laluz y dejen que lo vea bien.

Un hombre se acercaba en aquel momento al lecho; todas las miradasse clavaron en él, y la anciana, tomando una de sus manos, preguntó alauditorio.

—¿No lo conocen? Mírenlo bien y digan si no es la imagen viva de supadre y de su abuelo.

Un murmullo circuló por la estancia: la semejanza era demasiadonotable para que dejara de advertirse.

—Sigan escuchándome y vean si ese hombre —añadió la gitana, se-ñalando a Hatteraick, que permanecía sentado sobre unos fardos— seatreve a desmentirme. Juro que este hombre es Enrique Beltrán, hijode Godofredo Beltrán, barón de Ellangowan. Juro que es aquel niñoque Dirk Hatteraick robó en el bosque de Warroch el mismo día que ase-sinó a Kennedy. Allí estaba yo como un espíritu errante, porque anhela-ba ver el bosque por última vez antes de alejarme de este país, y supliquétanto que no lo mataran y me lo entregaran, que no lo asesinaron; perose lo llevaron lejos de mí.

”Ha recorrido muchas tierras y ahora vuelve a recoger la herencia desus antepasados. Juré guardar el secreto hasta que llegara a tener vein-tiún años, porque sabía su destino y hubiera sido inútil hablar antes. Heguardado ese juramento; pero también me juré a mí misma que si vivíacuando volviera a Escocia, contribuiría cuanto pudiese a engrandecerlo,aunque fuera preciso que pasara sobre un cadáver. También he cumpli-do este juramento: ese cadáver será el mío; pero seguirán otros, y el deese hombre —añadió, señalando a Hatteraick— no será el último.

El sacerdote indicó que era una lástima que aquella declaración tanimportante no se tomara en términos legales; pero el cirujano indicóque antes de molestarla con nuevas preguntas era preciso cuidar susheridas.

Cuando Mag vio que todos se retiraban llevándose a Dirk, se incorpo-ró en el lecho y exclamó en alta voz:

—¡Dirk Hatteraick, jamás volveremos a encontrarnos! ¿Reconoces quehe dicho la verdad o no?

El contrabandista la miró con ferocidad; pero no añadió una palabra.

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—Teniendo las manos manchadas con mi sangre, ¿te atreverás aún anegar las últimas palabras de una moribunda, Dirk?

Este continuó mirándola con expresión de ira y movió los labios comosi dijera algo; pero no articuló el menor sonido.

—Tú mismo has legitimado mi testamento. Mientras he vivido he sidola gitana loca que fue azotada, desterrada y marcada infamemente; hemendigado de puerta en puerta; me han acosado de pueblo en pueblo ynadie hubiera dado crédito a mis palabras; pero ahora soy una mujermoribunda y mis palabras no podrán ocultarse más que la sangre derra-mada por ti.

Una vez dicho esto guardó silencio, y todos salieron de la estancia,excepto dos o tres mujeres y el cirujano, quien después de examinar laherida movió tristemente la cabeza y se apartó del lecho para dejar susitio al sacerdote.

Un alguacil que, enterado de lo ocurrido, comprendió que sería preci-so llevar a Dirk a la cárcel, había detenido una silla de posta que pasa-ba por el camino real en dirección a Kippletrigan. El conductor, al tenernoticias de lo que pasaba en Dercleuf, dejó el carruaje al cuidado de unmuchacho y echó a correr para enterarse de lo que ocurría allí. Llegójusto en el momento que todos se fijaban en Enrique Beltrán despuésde las frases de la gitana y murmuraban en voz baja, porque los escoce-ses son comedidos y prudentes y no se atrevían a manifestar claramen-te su opinión cuando otro ocupaba sus tierras. El postillón, que no eraotro que nuestro antiguo amigo Jock, llegó hasta el centro, fijó sus ojosen Beltrán y retrocediendo sorprendido, exclamó solemne:

—¡Es el propio Ellangowan, resucitado y rejuvenecido, tan cierto comoque yo estoy vivo!

Esta declaración pública, hecha por un testigo desinteresado, fue lachispa necesaria para excitar el entusiasmo en todos los presentes, queexclamaron a una:

—¡Viva Beltrán! ¡Viva el heredero de los Ellangowan! ¡Que viva mu-chos años entre nosotros, como sus abuelos hicieron antes!

—Hace setenta años que vivo en el lugar, y cuando yo digo que esBeltrán, se me puede creer —dijo uno.

—Más de trescientos hace que mi familia se estableció en este lugar—dijo otro—, y hoy sería capaz de vender hasta la última pareja debueyes para ayudar al heredero a recobrar su patrimonio.

—¡Es el retrato de su padre! —exclamaban las mujeres, tomando parteen el alboroto general—. Los Beltrán han sido siempre los protectoresdel pueblo.

—Es preciso que recobre sus bienes —decían otros—; y si Glossin seobstina en no salir de la Plaza, lo echaremos a la fuerza.

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Un numeroso grupo rodeó a Dinmont, que pronto se entusiasmó ycontó todo lo que sabía de su amigo; y mientras los demás lo escucha-ban con gran atención, creció por momentos el entusiasmo y la alegría.

El clamoreo general interrumpió las oraciones del sacerdote, y Mag,que había estado sumida hasta allí en uno de los letargos precursoresde la muerte, despertó súbitamente y exclamó:

—¿Lo oyen? ¡Lo reconocen, lo reconocen! Sólo vivía por eso. ¡He sidomuy mala; pero si mi maldición lo llevó a aquello, mi bendición lo trae aesto! Desearía haber dicho más pero ya es tarde. Retírense un pocopara que pueda verlo otra vez por esa ventana; pero ¡ya no veo! ¡Todo seacabó!

Y desplomándose en el lecho, expiró sin exhalar un solo gemido.El sacerdote y el cirujano escribieron a modo de sumaria todo lo que

la gitana había dicho antes de morir. Lamentaban no haberle pregunta-do más; pero abrigaban el convencimiento moral de que aquella decla-ración era rigurosamente exacta.

Haslewood cumplimentó a Beltrán por el próximo restablecimiento desu nombre y de su rango, y los espectadores, que acababan de saberpor Jock que Beltrán era el que lo había herido, apreciaban su genero-sidad, mezclando ambos nombres en sus aclamaciones.

No faltó quien preguntara a Jock cómo no lo había reconocido antes;pero el joven contestó sencillamente que como nadie pensaba en talcosa, no había hecho alto en aquella semejanza; pero, una vez que sehablaba de ella, no había más que mirarlo para conocer que era verdad.

La impasibilidad de Hatteraick cedió algún tanto durante esta últimaescena; manifestaba cierta inquietud y ansiaba que llegase el carruajeque había de conducirlo fuera de aquel lugar. Carlos Haslewood, te-miendo que la efervescencia popular se dirigiese después contra el pre-so, ordenó que lo metiesen en el carruaje y partieran cuanto antes aKippletrigan para ponerlo a disposición de Mac-Morlan, que ya debíasaber lo ocurrido por un correo enviado antes.

—Y ahora, caballero —añadió dirigiéndose a Beltrán—, tendría sumoplacer en que me acompañase a Haslewood; pero como presumo queserá más agradable mi invitación dentro de unos días, me permitiráque lo acompañe a Woodbourne. Vea, sin embargo, que va a pie...

—Si el señor barón quiere tomar mi caballo... ¡O el mío! ¡O el mío!—exclamaron veinte voces.

—Tome el mío y considérelo como suyo desde este instante —dijo unanciano—. Anda diez millas por hora sin necesidad de espuela ni látigo.

Beltrán aceptó el caballo a título de préstamo, agradeciendo vivamen-te el interés que todos se tomaban por él.

Mientras el anciano despachaba a varios mozos para que dispusieranel caballo colocándole una silla mejor y unos arreos, Beltrán entró un

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momento en la torre acompañado del sacerdote, y cerrando la puerta,contempló unos minutos el cadáver de Margarita, cuyas facciones con-servaban aún la energía que toda su vida habían mostrado y que lehabían dado cierta superioridad entre los de su tribu.

—Les suplico que se celebren con decoro las exequias de esta mujer—dijo Beltrán—. Soy depositario de ciertos objetos de su pertenencia, yademás, corren de mi cuenta todos los gastos que se originen. Residoen Woodbourne, y allí podrán verme después, siempre que quieran.

Dinmont, a quien un amigo había prestado también un caballo, llamóa la puerta anunciando que todo estaba dispuesto para la marcha, yBeltrán, recomendando a las personas que los acompañaban, cuyonúmero había ido creciendo hasta pasar de un centenar, que contuvie-ran sus manifestaciones de alegría, se pusieron en camino entre entu-siastas aclamaciones.

Pronto llegaron a Woodbourne, donde ya sabían todo lo ocurrido, porquela noticia había corrido de boca en boca, y cuantos vivían por los alrededo-res aclamaban a los jóvenes con entusiastas vítores. Toda la familia, reu-nida en el jardín, salió a su encuentro mientras llegaron a la verja.

—Si vuelven a verme con vida —dijo Beltrán, dirigiéndose a su her-mana y mirando a Julia—, lo debo a estos buenos amigos.

Lucía manifestó su gratitud a Carlos con un ligero saludo y con las rosasde sus mejillas, y tendió una mano afectuosamente a Dinmont. El hon-rado campesino, no conformándose con aquel favor, la besó en la frente,exclamando algo cortado:

—Dispénseme, señorita; pero la considero como si fuera una de mishijas. El capitán es tan bueno que uno se olvida de la distancia quemedia entre ambos.

—Aquí tiene al señor Mac-Morlan —dijo el coronel, adelantándose haciaBeltrán y presentándole un caballero que lo acompañaba.

—¿El que ofreció un asilo a mi hermana cuando quedó huérfana?—exclamó Beltrán, abrazándolo cordialmente—. Me felicito de conocer alamigo generoso que la recogió cuando todos sus amigos la abandonaban.

Samson se adelantó también, queriendo hablar; pero sólo pudo hacerun visaje ridículo y pronunciar un sonido extraño; mas, no pudiendoreprimir el gozo que inundaba su alma, corrió para dar rienda suelta alllanto de alegría que pugnaba por salir de sus ojos.

En cuanto a Pleydell, participó también de la felicidad que reinó aqueldía en la quinta de Woodbourne.

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A

Capítulo XX

la mañana siguiente hubo gran movimiento en Woodbourne a cau-sa del interrogatorio de Hatteraick, que debía tener lugar en Kippletrigan.Pleydell, que, como sabe el lector, había sido el que dirigió la causa se-guida con motivo de la muerte de Kennedy, fue invitado por Mac-Morlan ylos demás jueces a presidir el tribunal. Él se encargó del interrogatorio einvitó al coronel Mannering para que asistiera, a lo cual accedió gustoso.

El abogado Pleydell hizo una ligera exposición de los hechos ocurridosanteriormente, escuchó de nuevo las declaraciones de dos testigos quehabían comparecido en aquella ocasión, y después oyó de labios delsacerdote y del cirujano la declaración importantísima hecha por Mar-garita en su lecho de muerte. Tanto uno como otro afirmaron que habíarepetido varias veces hallarse presente en el asesinato de Kennedy,cometido por Dirk Hatteraick y algunos hombres de su tripulación, yque, según creía, fue motivado por la venganza. Añadieron que habíadicho que otro testigo de aquel crimen, Gabriel Faa, sobrino suyo,vivía aún, pero no había participado en él; había indicado que otrapersona fue, después de ocurrido el hecho, y que no tuvo parte activa enél; pero no había podido hablar más. También mencionaron que ellaera la que había salvado al niño, arrancándolo de brazos de los contra-bandistas; pero que después se lo llevaron a Holanda. Todos estos par-ticulares fueron detallados en el proceso.

Después compareció Dirk Hatteraick, con esposas y grillos y bien vi-gilado, toda vez que uno de los alguaciles había indicado que aquel erael preso fugado unos días antes. Le preguntaron su nombre y no res-pondió; su profesión y no respondió tampoco, guardó el mismo silencioa cuantas preguntas le hicieron. Pleydell se quitó las gafas, las limpióbien, se las puso de nuevo y miró al reo atentamente.

—Ujieres —exclamó después—, que entre Soles, el zapatero. Soles—añadió dirigiéndose a este apenas entró—, ¿recuerda haber medido

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las huellas de unos pies impresas sobre la tierra en el bosque de Warroch,en noviembre de mil setecientos... por orden mía? Lea este papel —aña-dió tan pronto como el zapatero indicó que se acordaba—. Es el resultadode su trabajo. Coja esos zapatos que están sobre la mesa y vea si corres-ponden a algunas de las huellas cuya medida tomó.

El zapatero obedeció y declaró después que eran exactamente igualesa las huellas más anchas.

—Probaremos que esos zapatos hallados en Dercleuf —dijo Pleydellaparte a Mannering— pertenecieron a Brown, el teniente de Hatteraick,que murió en el ataque de Woodbourne. Tome bien la medida del pie delpreso —dijo de nuevo al zapatero— y vea si corresponde a la otra huella.

—No hay la menor diferencia entre este pie y esta otra huella, igual deancha, pero más corta que la primera.

Hatteraick perdió en el acto la serenidad y exclamó, aturdido:—¿Cómo podía haber huellas impresas en la tierra si estaba tan dura

como una piedra a consecuencia del hielo?—Por la noche, se lo concedo, capitán Hatteraick; pero no por la tar-

de. ¿Será tan amable que me dirá dónde estuvo ese día, ya que lo re-cuerda con tanta exactitud?

Hatteraick comprendió su torpeza y otra vez se obstinó en guardarsilencio.

—Que conste esa observación en la causa —dijo Pleydell a su escri-biente.

En aquel momento se abrió la puerta y, con gran sorpresa de todoslos presentes, entró Gilberto Glossin.

Había sabido que Margarita Merrilies no lo había nombrado en sudeclaración, y, discurriendo que sólo tenía que temer ya a Hatteraick,resolvió jugarse el todo por el todo asistiendo a la reunión, a fin de impe-dir con su presencia que se hablara de él, y creyendo que así demos-traría mejor su inocencia.

—Si he de perderme, me perderé del todo —se decía—; pero confío enque saldré bien.

Al entrar hizo una profunda reverencia a sir Roberto Haslewood, quienle respondió con una leve inclinación de cabeza y volvió la vista haciaotra parte.

—Se le saluda, señor Corsand —dijo Glossin, dirigiéndose a otro delos jueces.

—Le devuelvo el saludo —repuso Corsand, siguiendo el ejemplo delbarón.

—¿Cómo va ese valor, amigo Mac-Morlan? —añadió dirigiéndose aeste—. Siempre trabajando, ¿eh?

—¡Psche! —dijo Mac-Morlan, sin ocuparse poco ni mucho del reciénllegado.

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—Coronel Mannering —un saludo devuelto fríamente—, señor Pleydell—otro saludo más frío aún—, nunca hubiera creído que se dignaranayudarnos en este período, tan ocupados generalmente.

Pleydell tomó un polvito y lanzó una irónica mirada al descarado in-truso, diciendo a media voz al coronel:

—¡Ya te enseñaré yo lo que quiere decir el antiguo refrán de que “No temetas donde no te llamen”!

—Tal vez estorbaré —dijo Glossin, notando el frío recibimiento que lehacían sus compañeros—. ¿Es sesión privada?

—Por mi parte, señor Glossin —dijo Pleydell—, lejos de considerarmolesta su presencia, me alegro infinitamente de que haya venido, por-que probablemente lo vamos a necesitar antes de retirarnos.

—En ese caso manos a la obra, señores —repuso Glossin, sentándosey empezando a revolver los papeles que había sobre la mesa—. ¿En quévamos? ¿Qué declaraciones se han hecho?

—¡Vengan esos documentos! —dijo Pleydell a su pasante—. Tengo unmodo especial de arreglar mis papeles y me pone nervioso ver que melos revuelven. Pronto tendrá ocasión.

Glossin, reducido así a inacción completa, lanzó una penetrante mi-rada a Hatteraick; pero sólo pudo leer en su sombría frente una expre-sión de odio contra todo lo que lo rodeaba.

—¿Cómo ese pobre hombre está cargado de grillos, cuando sólo setrata de tomarle declaración? —dijo Glossin, procurando dar a enten-der al preso que se interesaba por él.

—¿No sabe que se ha fugado una vez? —dijo Mac-Morlan, con seque-dad, obligándolo a callar.

Momentos después entró Beltrán, que fue recibido por todos, inclusopor sir Roberto, del modo más cordial. El joven expresó con pocas pala-bras los recuerdos que conservaba de su niñez, con tal candor y senci-llez que acreditaban su buena fe.

—Esto parece más bien una causa civil que criminal y como las pre-tensiones de este joven me afectan en alto grado pido licencia pararetirarme —dijo Glossin.

—No puede ser, amigo mío —expresó Pleydell—; no podemos dejarlomarchar porque es absolutamente necesario aquí. Pero ¿por qué llamapretensiones a los derechos de este joven? No es que yo impida que leresponda, si tiene por qué hacerlo; pero…

—Señor Pleydell —repuso Glossin—, me gusta la franqueza en todo yquiero explicarle lo que sé sin ningún rodeo. Ese joven que, según creo,es hijo natural del difunto barón de Ellangowan, recorre estas cerca-nías hace unas cuantas semanas usando diferentes nombres, en com-pañía de una vieja loca, viviendo con gitanos y gente perdida, sobretodo un labrador muy bruto, azuzando a los colonos contra sus seño-res, como sir Roberto sabe muy bien…

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—Sin que eso sea interrumpirlo, señor Glossin —dijo Pleydell—, ¿quiéndice usted que es ese joven?

—Creo, y también ese caballero lo sabe —añadió señalando a Hat-teraick—, que es hijo natural del último barón de Ellangowan y de Jua-na de Lighthal, casada con el armador Hewit, residente en Aunan. Sellama Godofredo Beltrán Hewit, y con ese nombre se alistó a bordo de LaReal Carolina, yate guardacostas.

—¿Sí, eh? Es una historia verosímil; pero no podemos entrar ahora endetalles sobre diferencias de color, facciones, etcétera. Tenga la bondad deacercarse, caballero —añadió dirigiéndose a un joven marino, que seaproximó a la mesa.

—Aquí tiene al verdadero Godofredo Beltrán Hewit, llegado anochemismo de Antigua, y contramaestre de un navío de la Compañía deIndias. Ya ve que, aunque no entró por muy buen camino en el mundo,ha sabido conquistarse una posición.

Mientras los demás jueces hacían algunas preguntas al joven, Pleydelltomó una cartera que había sobre la mesa y que pertenecía a Hatteraick.La inquieta mirada que este lanzó al abogado fue bastante para dejarlover que allí había algo importante. Volvió a dejar la cartera sobre lamesa, cogió otros papeles, y el preso pareció sentir alivio y respirar máslibremente.

“Algún secreto importante hay en esa cartera”, pensó el abogado, ycogiéndola de nuevo la examinó con atención y descubrió tres papelesocultos en un hueco. Apenas se fijó en ellos, se volvió hacia Glossin, lepreguntó si había estado presente en las pesquisas hechas para ave-riguar el paradero de Kennedy y de Enrique el día del asesinato delprimero y de la desaparición del segundo.

—No..., es decir, sí —repuso Glossin, turbado.—Es cosa rara —dijo el abogado— que, teniendo tanta relación con la

familia de Ellangowan, no se presentara para declarar cuando se se-guía la causa; yo no recuerdo haberlo visto.

—Tuve que ir a Londres para un negocio urgente la mañana del mis-mo día que ocurrió esa desgracia.

—Apunte esa respuesta, escribiente —dijo Pleydell—. Supongo, señorGlossin, que ese asunto tan importante sería negociar estas tres libran-zas a su orden contra los señores Vambeest y Vambruggen, aceptadaspor un tal Dirk Hatteraick, en nombre de esos señores el mismo día quese cometió el crimen.

Glossin se había puesto intensamente pálido al oír tales palabras:—Estos documentos irrecusables —añadió Pleydell— confirman la

declaración hecha sobre su conducta en aquella ocasión por un hom-bre llamado Gabriel Faa, al cual hemos detenido, y que fue testigo pre-sencial de todo cuanto pasó entre usted y ese digno procesado. ¿Tienealguna objeción que hacer?

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—Señor Pleydell —exclamó Glossin, con serenidad—, presumo que sifuese mi abogado no me aconsejaría que respondiera inmediatamente auna acusación hecha por un miserable que quiere sostenerla a toda costa.

—Mi consejo dependería de la opinión que tuviese sobre su inocenciao culpabilidad —repuso el letrado—. En su caso, creo que obra pruden-temente, porque no dejará de comprender que voy a dictar auto deprisión contra usted.

—¡Contra mí! ¿Y por qué? ¿Acusado de asesinato?—No; solamente como complicado en el rapto del niño.—Ese delito admite fianza.—Dispénseme, señor Glossin; es una felonía y una traición.—Permítame que le diga que se equivoca y...—Ujieres, llévense a Hatteraick y al señor Glossin, y cuiden de que no

tengan entre sí la menor comunicación.Apenas los sacaron compareció ante los jueces Gabriel, el gitano, en

quien Beltrán reconoció enseguida al montero de Charlies-Hope. De-claró haber desertado de la corbeta y unirse a los contrabandistas aquelmemorable día, y añadió que el mismo Dirk Hatteraick había prendidofuego a su lugre, que pudo salvarse el cargamento y la tripulación enlanchas, y que en medio de la humareda y la confusión se había escon-dido en el subterráneo conocido ya; que algunos de ellos, entre los cua-les se contaba Hatteraick, Vambeest Brown, su teniente, y el mismodeclarante, salieron a los bosques colindantes para hablar con algunosamigos residentes en las cercanías, y encontraron a Kennedy. Hatteraickhabía jurado matarlo y aprovechó aquella ocasión para cumplir su ju-ramento; después se escondieron todos en la cueva, y al rato aparecióGlossin. Compraron su silencio con la mitad del valor de los génerosque llevaban y el trato de llevarse a Enrique a Holanda y dejarlo allí.Gabriel declaró asimismo que él había tenido siempre noticias del niñohasta que partió para la India: una vez allí perdió su pista hasta quevolvió a hallarlo en el caserío de Charlies-Hope, e informó inmediata-mente de su regreso a su tía Margarita Merrilies y al capitán Hatteraick.Muchos gitanos que estaban persuadidos de que la gitana obraba porinspiración, la habían ayudado en sus planes, consintiendo en que sele entregase el tesoro de la tribu a fin de que no careciese de nada. Eldía que asaltaron la aduana de Portanferry había tres o cuatro gitanosmezclados entre el populacho con la idea de salvar a Beltrán, lo queejecutó él en persona por mandato expreso de su tía.

Respondiendo a preguntas posteriores añadió que, según le habíadicho su tía muchas veces, Beltrán llevaba colgado del cuello un talismánhecho ex profeso para él por un estudiante de Oxford, el cual podría servirpara la identificación de su persona, y que su tía había persuadido a loscontrabandistas de que si se lo quitaban sufrirían grandes desgracias.

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Beltrán, al oír tal declaración, presentó una bolsita de terciopelo quehabía llevado al cuello desde su más tierna infancia y que había conser-vado por superstición y como la única prueba que tenía para averiguartal vez quiénes eran sus padres.

Abrieron la bolsita y hallaron dentro un horóscopo en regla envueltoen dos hojas de pergamino y cosido todo en un trozo de seda azul. Elcoronel Mannering declaró que él mismo lo había escrito y entregado aGodofredo Beltrán, y relatando lo ocurrido en aquella ocasión, añadióque el poseedor de tal objeto tenía que ser necesariamente el herederolegítimo de la casa de Ellangowan.

—Extienda la orden de prisión para encarcelar a Glossin y Hatteraick—dijo Pleydell al escribano— hasta que se sustancie la causa.

Y con esto se dio por terminado el interrogatorio.

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C

Capítulo XXI

uando los presos llegaron a la cárcel del condado, Hatteraick, cuyafuerza era en realidad temible, fue conducido al calabozo llamado “la celdade los condenados”, que estaba situado en el piso más alto de la cárcel.Una barra de hierro tan gruesa como el brazo de un hombre, ubicadaa unos seis pies de altura sobre el pavimento y empotrada en la paredpor ambos lados, cruzaba la celda longitudinalmente; se colocaban enlos tobillos del preso unos grilletes sujetos por una cadena de unos cua-tro pies, rematada por una argolla, dentro de la cual pasaba la barra quehemos descrito, lo que le permitía así pasear por el calabozo de unextremo a otro. Cerca de la barra había un montón de paja, donde elpreso podía acostarse, aun permaneciendo sujeto.

Poco después de encerrado Hatteraick llegó Glossin; pero, en atencióna su personalidad y a su condición, no le pusieron grillos ni esposas; loencerraron en una celda muy decente y bajo la inmediata vigilancia deMac-Guffog, carcelero allí desde que fue destruida la prisión de Por-tanferry.

Glossin, una vez recluido, meditó mucho y no pudo abandonar la ideade que no estaba perdido aún su juego. Ideó nuevos ardides y cambióvarios planes; sacaba siempre en consecuencia que nada podía hacersin ponerse de acuerdo con Hatteraick.

Sobornó al carcelero, primero con ruegos y después con varias mone-das de oro, hasta conseguir su intento, y al llegar las diez se presentóMac-Guffog en su cuarto con una linterna en una mano y un manojo dellaves en la otra.

—Descálcese y sígame —le dijo en voz muy baja, y sin añadir palabrasalieron ambos sigilosamente y llegaron hasta la celda de Hatteraickcon toda clase de precauciones. El carcelero entregó a Glossin la linter-na y se retiró después de cerrar la puerta, dejándolo dentro.

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—¿Dónde estás, Dirk? —preguntó Glossin, que al principio no acerta-ba a ver al preso.

—Váyase y déjeme en paz, eso es lo mejor que puede hacer —murmu-ró Dirk, y se sentó violentamente en el lecho haciendo crujir la cadena.

—¿Qué es eso, amigo? ¿Tan furioso te pones por unos días de cárcel?—¿Unos días? La horca: eso es lo que me espera. ¡Ea; déjeme en paz

y ocúpese de sus asuntos, y sobre todo quite de delante esa luz, que memolesta mucho en los ojos!

—No temas, amigo Dirk: tengo un plan admirable —dijo Glossin—.Escúchame con atención.

—¡No quiero! Usted es el causante de todas mis desgracias; usted seempeñó en que perdiéramos al niño, impidiendo que lo entregáramos aMargarita; ella lo habría entregado a sus padres secretamente y nadade esto hubiera ocurrido.

—Estás delirando, amigo Hatteraick. Escúchame.—¡No, no se acerque, porque lo sentirá!—¡Cuatro palabras!—¡Ni una!—¡Una sola!—¡Mil maldiciones! ¡No!—Eres, al fin y al cabo, un holandés bruto —dijo Glossin fuera de sí,

dándole una patada.—¡Rayos y truenos! —exclamó Hatteraick, saltando sobre él—. Me

buscas, ¿eh?Glossin resistió un momento tratando de luchar; pero su sorpresa y la

furia de su contrincante prevalecieron, cayó sobre la barra y se golpeócon ella la nuca. La lucha continuó en el suelo hasta terminar con lamuerte de Glossin.

A la mañana siguiente Mac-Guffog, fiel a su promesa, entró en el ca-labozo llamando a Glossin a media voz.

—¡Llámelo más fuerte! —dijo Hatteraick.—¡Señor Glossin, por favor, no perdamos un momento! ¡Vamos, salga!—Si no lo ayudan, difícilmente podrá hacerlo —añadió Dirk.—¿Qué charla ahí, Mac-Guffog? —gritó el alcaide desde su cuarto; un

momento después se presentó en la estancia con una luz en la mano yquedó horrorizado al ver lo que había ocurrido en aquella celda. Glossin,tendido debajo de la barra, presentaba señales de muerte violenta, yHatteraick, a dos pasos de su víctima, descansaba tranquilamente so-bre su jergón.

Avisaron a Mac-Morlan, que se presentó enseguida y trató de averi-guar cómo estaba Glossin allí.

—¿Quién lo ha traído? —preguntó a Hatteraick.—¡El diablo! —repuso el miserable.

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—¿Y qué has hecho con él?—¡Enviarlo al infierno delante de mí!—¡Malvado! ¡No temes terminar tu vida de crímenes asesinando a tu

cómplice! ¡No tienes ya ni un resto de conciencia!—¡Conciencia! —exclamó el contrabandista—. Siempre fui leal con mis

compañeros; mis cuentas han sido exactas. Que me den pluma y papel yrelataré todo lo ocurrido, con tal que me dejen en paz un par de horas.

Mac-Morlan dispuso que dieran al preso lo que pedía, y pocas horasdespués, cuando el alcaide volvió a recoger el escrito, lo halló muerto:se había anticipado a los derechos de la justicia, ahorcándose con unatira del jergón, después de escribir una carta a sus armadores en la querefería los últimos sucesos de su vida. Hacía varias referencias a Enri-que de Ellangowan, nueva y última prueba que confirmó las declaracionesde Mag Merrilies y de Gabriel.

Mac-Guffog perdió su empleo, aunque juraba y perjuraba que la vís-pera había encerrado a Glossin en su calabozo. No faltó quien creyeseque era verdad y asegurase que el diablo en persona había reunido allía aquellos dos criminales, a fin de que su vida terminase con el asesi-nato y el suicidio, digno remate a la serie de sus crímenes.

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C

Capítulo XXII

omo Glossin murió sin herederos y sin haber pagado a los acreedo-res de Ellangowan, estos volvieron a posesionarse de aquellos bienes;pero su hijo y heredero, haciendo valer sus derechos, pudo desenten-derse de la mayor parte de ellos.

Beltrán, sin embargo, puso el asunto en manos de Pleydell y Mac-Morlan,manifestando que, aun cuando tuviese que volver a la India, pagaríatodas las deudas de su padre. Mannering estrechó la mano del noblejoven y desde aquel momento reinó entre ellos la mejor comunicación.

Los ahorros de Margarita Beltrán y la liberalidad de Mannering basta-ron para pagarlo todo; los acreedores reconociendo los derechos deBeltrán, le hicieron entrega de la casa y de todos los bienes de sus ante-pasados, y no tardó el joven en tomar posesión de ellos, entre las acla-maciones de todos los colonos y vecinos colindantes.

Tan impaciente estaba el coronel por empezar ciertas reformas pro-yectadas con Beltrán, que se instaló en Ellangowan con su familia, apesar de carecer de las condiciones de Woodbourne.

La alegría de volver a su antigua habitación puede decirse que casitrastornó al pobre Dóminus. Subió la escalera con una especie de frene-sí hasta llegar a una pequeña salita del último piso, que jamás habíapodido olvidar, a pesar del lujoso dormitorio que ocupaba en Wood-bourne. Una vez allí, se acordó de los libros del coronel. ¡No cabrían nien tres salones de los de Ellangowan!

Mientras reflexionaba en ello, le pasaron aviso para que fuera al des-pacho, donde lo esperaba el coronel a fin de consultarle sobre algunosdetalles necesarios para la hermosa y espléndida mansión que proyec-taba construir sobre el terreno de la Plaza Nueva de Ellangowan, dignapor completo de la magnificencia del antiguo castillo. Dóminus observóque una de las habitaciones más espléndidas era la designada para

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biblioteca y que junto a ella había una estancia confortable y bien pro-porcionada titulada “habitación del señor Samson”. La alegría del po-bre anciano no reconoció límites.

—¡Es prodigioso, prodigioso! —repetía, maravillado.Pleydell, que hacía algún tiempo había partido para Edimburgo, volvió

a Ellangowan para pasar con sus amigos las vacaciones. Llegó allí en unaocasión en que estaban todos ausentes, excepto el coronel, que, entrete-nido con sus planes, pasaba el tiempo sumamente ocupado y distraído.

—¡Hola, hola, amigo Mannering! ¿Solo por aquí? ¿Dónde está la her-mosa Julia?

—Paseando con Carlos, Enrique y el capitán Delaserre: un amigo queha venido hace unos días. Han ido hasta Dercleuf, donde proyectanconstruir una cabaña. ¿Y qué? ¿Ha conseguido arreglar ya los asuntosde nuestro amigo Beltrán?

—Completamente. Como se acercaban las vacaciones no había queperder tiempo, y conseguí que lo declaren heredero en regla en la Can-cillería. Lo malo va a ser la cara que pondrá nuestro amigo Mac-Morlancuando vea la cuenta.

—No hay cuidado —dijo el coronel—; haremos frente al temporal yhasta daremos un banquete al pueblo en casa de mi antigua amiga, laseñora Mac-Caudlish.

—¿Y qué es de Dandy, el terrible señor de Lidesdale? —preguntó elabogado.

—Volvió a sus montañas, pero le ha prometido a Julia volver en elverano con su mujer y no sé cuántos hijos.

—¡Corte de serafines! Tendré que venir para jugar con ellos al escon-dite y a la gallina ciega. Pero ¿qué es esto? —añadió, tomando uno delos planos que estaban a su alcance y leyendo la explicación—. “Torreen el centro, imitando La torre del Águila en Caernarvon; cuerpo princi-pal, alas a derecha e izquierda”. ¡La casa cogerá a cuestas todo el terri-torio de Ellangowan y volará con él!

—Ya cuidaremos de ponerle lastre para que no suba muy alto.—¡Ah, vamos, ya caigo! Será que ese pillastre se lleva a la hermosa

Julia. ¡Qué muchachos; siempre han de desbancarnos! ¿Y Lucía?—Vino sir Roberto Haslewood y ha hecho una visita a Beltrán, pen-

sando, creyendo, opinando...—¡Ahórreme las letanías del barón!—Pues bien, amigo Pleydell, para no gastar saliva le diré en pocas

palabras que el buen señor ha pensado que la hacienda de Singlesidesepara dos fincas que le pertenecen, y quería hacer un cambio, venta uotro arreglo que conviniera a ambas partes.

—¿Y qué dijo a eso Beltrán?

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—Que consideraba válido el primer testamento de Margarita Beltrán,porque era el modo más fácil de arreglar sus asuntos de familia, yque, por lo tanto, la hacienda de Singleside pertenecía a su hermana.

—¿Y qué más?—Sir Roberto se retiró después de hacer un florido discurso; pero la

semana pasada volvió por aquí con un coche de seis caballos y lacayosmuy empolvados, todo muy lujoso, como sucede en los libros que ha-blan de niños buenos.

—¿Y qué embajada traía?—Habló mucho del cariño que se profesan desde niños Carlos y Lucía.—¡Vamos, se acordó de Cupido cuando lo vio vagando por las cum-

bres de Singleside! ¿Y la pobre Lucía tendrá que vivir con sir Roberto ysu antipática esposa, que es un duplicado con faldas?

—No; por cierto, pensaron en todo. Singleside se arreglará para queresidan allí los novios apenas se verifique la boda, y recibirá el nombrede castillo de Haslewood.

—¿Y usted, coronel, seguirá viviendo en Woodbourne?—Únicamente mientras se llevan a efecto estos planes. Mire: aquí tie-

ne el plano de mi bungalow, con toda clase de comodidades a fin depoder aislarme cuando quiera estar solo o esté malhumorado.

—Estando, según veo, a dos pasos de distancia del antiguo castillo,podrá reparar La torre de Donagild y pasarse las noches contemplandolas estrellas.

—No, mi querido abogado; hace mucho que desapareció el astrólogode otro tiempo.

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Índice

Prefacio/ 5

Primera ParteGuy Mannering

Capítulo Primero/ 29

Capítulo II/ 35

Capítulo III/38

Capítulo IV/42

Capítulo V/45

Capítulo VI/49

Capítulo VII/ 51

Capítulo VIII/ 58

Capítulo IX/ 61

Capítulo X/ 64

Capítulo XI/ 66

Capítulo XII/ 71

Capítulo XIII/ 76

Capítulo XIV/ 80

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Capítulo XV/ 83

Capítulo XVI/ 87

Capítulo XVII/ 92De Julia Mannering a Matilde Marchmont

CapítuloXVIII/ 97De Julia Mannering a Matilde Marchmont

Capítulo XIX/ 100De Julia Mannering a Matilde Marchmont

Capítulo XX/103

Capítulo XXI/ 108

Capítulo XXII/ 114

Segunda ParteEnrique Beltrán de Ellangowan

Capítulo Primero/ 123

Capítulo II/ 129

Capítulo III/ 135

Capítulo IV/ 140

Capítulo V/ 145

Capítulo VI/ 151

Capítulo VII/ 157

Capítulo VIII/ 161

Capítulo IX/ 167

Capítulo X/ 172

Capítulo XI/ 177

Capítulo XII/ 184

Capítulo XIII/ 189

Capítulo XIV/ 193

Capítulo XV/ 200

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Capítulo XVI/ 205

Capítulo XVII/ 210

Capítulo XVIII/ 216

Capítulo XIX/ 219

Capítulo XX/ 224

Capítulo XXI/ 230

Capítulo XXII/ 233

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